LOS
VIAJES DE CONOCIMIENTO
Mucho
antes de llegar al pueblo del Norte, cuando aún tenía los puños cerrados sobre
la lanza con la sangre de su padre, los hombres del brujo habían venido a
buscarlos.
-¡Ya no es de ustedes!- gritó un instante
después de levantar el cuerpo de Zor y arrojarlo a las llamas. Vio derrumbarse
los árboles sobre el viejo, y recién entonces se dio vuelta para gritar. Pero
no para deshacerse de los brazos que querían amarrarlo, sino para calmar el
dolor marcado en sus manos. El llanto de Tol no se dirigía a los hombres fieles
a Reynod, sino a los árboles y los animales que habían sobrevivido, a las voces
que llegaban desde la orilla del río
petrificado, los gemidos de mujeres vírgenes que morían en la hoguera.
Lo ataron de pies y manos y lo envolvieron
en una red de caza colgando de una rama sobre los hombros de seis hombres. Pero
más que el peso, eran sus movimientos incesantes los que retardaron el paso
entre los sitios devastados por el fuego. Tol vio las llamas que se iban
apagando lentamente, mientras el humo le secaba la garganta y el olor de los
cadáveres crecía.
Los cazadores lo azotaron, pero los golpes
parecían darle más energía a su ira mientras gritaba con los labios apretados
contra la red.
El alma de Padre viaja conmigo.
Lo veía a los costados del camino,
aparecía y desaparecía entre el follaje, su cara se asomaba entre los cuerpos
de los hombres. También estaba en sus manos, el alma de Zor vivía en ellas,
lastimadas, duras, rígidamente cerradas todavía como si aún sostuviesen la
lanza. El rostro del espíritu era benévolo, y eso era lo que más le dolía. Si hubiese
visto por lo menos un sesgo de reproche, el remordimiento habría tenido algún
sentido para él. Pero sentir la culpa sin recompensa, - la expiación, por
tratarse de su padre, estaba dada de antemano, y nada había ya más grande por
obtener- lo hizo callarse por fin. Todo esfuerzo y pensamiento, incluso la
pena, era inútil.
Entonces apareció un grupo de hombres
desde un costado del camino. No reconoció las caras pintadas de negro, las dos
anchas líneas grises que descendían por las mejillas para unirse en la boca, ni
vio al principio la otra raya surcando la frente. Tres líneas y tres puntos que
los rebeldes habían adoptado como desafío al brujo.
Los rebeldes atacaron a los primeros
cazadores de la caravana. La red que sostenía a Tol cayó al suelo. Sintió su
espalda lastimada y no pudo moverse, pero alcanzó a contemplar el brillo de las
lanzas cayendo alrededor, la sangre que brotaba entre el polvo de ceniza, los
puñales y las hachas que cortaban las cabezas de los fieles. Un viejo con una
túnica gris salió de entre los árboles y ordenó enterrar las cabezas junto a
los cuerpos. Entonces los guerreros obedecieron
y levantaron los restos que relucían en sus manos con el tenue reflejo
del sol entre de las ramas. El viejo se acercó a Tol con lentitud. La cara era
fina y arrugada, unos largos mechones blancos caían en las mejillas llenas de
pecas de vejez. Sacó un puñal de abajo de sus ropas y cortó las cuerdas.
Tol se liberó, pero no pudo levantarse aún
por el dolor de la espalda. Los labios del viejo sonrieron. Hacía mucho tiempo
que no veía la sonrisa de un hombre, se dijo Tol. Ni siquiera recordaba, en
realidad, haber visto reír a su padre alguna vez. Pero al oír hablar al
anciano, los matices monótonos de la voz hicieron que el resto del mundo
desapareciese por un instante y los hechos pasados no fuesen más que los
rutinarios cambios que los dioses designan en la vida de los hombres, más
fugaces aún que una gota de rocío.
-Rescaté a tu padre una vez hace tanto que
ya no recuerdo...-dijo el viejo, mientras lo ayudaba a levantar la cabeza y le
daba de beber .- No te preocupes, vamos a sacarte de simulando tu funeral.
-¿Qué debo hacer?- preguntó Tol, y su cara
parecía la de un niño.- El peso de mi padre me está venciendo.
-Tu padre jamás se sentaría en tus
espaldas.
Tol
quiso saber sobre su familia. Obtuvo la certeza de la muerte de Sila y la
desaparición de sus hijos. Cuando comenzó a adormecerse por la bebida que el
viejo le había dado, lo acostaron sobre una manta de piel y curaron sus
heridas. Se dejó llevar, pero soñaba con la cara del que había sacrificado.
Tol no
recordaba cómo había llegado al barco en el que los rebeldes lo habían dejado.
Aún estaba demasiado aturdido por el recuerdo de la muerte de su padre.
Recostado en la cubierta, creía ver el
rostro de Zor en el cielo. Al principio no pudo moverse a causa de las heridas,
pero él sentía que esa imagen lo aplastaba. Nadie de la tripulación intentó
tampoco sacarlo de allí. Lo habían abandonado como a cualquier otro vagabundo,
y pasaban casi sin mirarlo.
Al tercer día, se restregó de la cara la
languidez del sueño, y tuvo que apoyarse en la barandilla al levantarse.
Entonces vio la extensión del agua y el cielo, y sintió que el corazón se
agitaba como frente a un vacío. Se dio cuenta de que los hombres lo estaban
observando, suspiró profundo y se mantuvo en pie. Pero hacia donde mirase, no
había más que una límpida superficie reflejando el sol y las nubes con tonos de
azul y verde, como arbustos en una pradera líquida. Muy lejos, donde el azul y
el verde se confundían al final del mundo, el mar era un cielo caído. Ése era
su vértigo, pensó, la confusa idea de no ser nada dentro de un mundo que
lentamente parecía disolverse.
La forma del barco le recordó una hoja de
junco doblada en dos, embestida por las olas en los costados. Los remos lo
impulsaban como a la liviana cáscara de un fruto. El viento hacía volar la
espuma en la cubierta, y la madera estaba penetrada de conchillas. La sal fue
pegándose a sus manos y brazos, sentía el sabor de la sal en la barba y la piel
hastiada de sol.
Vio otro barco cruzarse con ellos, pero
luego la soledad se hizo completa. Con cada día que pasaba se decía que ya no
habría más tierra en el mundo. Por todas partes, no lograba ver más que agua.
Pero no conocía el idioma de los hombres, y pensaba que preguntar era igual que
mostrarse inferior. No sabía por qué los rebeldes habían confiado en ellos, si
siempre había escuchado decir que temían más a los extraños que a la tiranía de
Reynod. Hasta entonces sólo había escuchado rumores de que muy al norte
llegaban hombres de tierras lejanas que por alguna razón no avanzaban al sur,
como si tras los Montes Perdidos no hubiese tierras dignas de explorar, o no
hubiese más que salvajes con los cuales no valía la pena comerciar. Entonces
Tol pensó en las precavidas maniobras de los rebeldes para llevarlo hasta el
barco, y tal vez habían dado a alguien más la tarea de cargarlo toda aquella
distancia hasta la costa. Los rebeldes eran hombres desorganizados, casi como
niños desobedientes todavía, que llevaban en el alma el temor que Reynod les
había enseñado por todo lo extraño.
A veces, se detenía a observar a los
hombres de pieles claras y cabellos rubios mientras él cumplía los trabajos que
le asignaban. Los veía reunidos alrededor de gráficos dibujados sobre gruesos
cueros de gran tersura. Colores y figuras pinceladas con cortos pelos de castor
y tinta aceitosa, que le hablaban de un mundo grande y desconocido. Se
consideró entonces a sí mismo menos que una de las bestias que solía cazar en
los bosques. Su vieja lanza perdida había sido un instrumento antiguo y cruel,
frente a esa delicada fragilidad de los pinceles.
Los avanzados, él así había decidido
llamarlos, estudiaban los esquemas extendidos en grandes tablones en la proa,
dibujando signos con el parsimonioso movimiento de sus manos delgadas, dándose
indicaciones uno al otro, o señalando algo perdido en la distancia, una isla,
un país lejano tal vez. Ellos notaban la mirada inquieta de Tol, sonreían
complacientes y lo incitaban a acercarse. Pero él no se atrevió tampoco
entonces a hablarles, temía ofenderlos, quizá se cansaran de él y lo arrojaran
al mar.
Pero ellos comenzaron a enseñarle palabras
de su idioma, lo sacaron del trabajo de los remos y lo entrenaron para tareas
sobre cubierta. Y un día pisó los escalones que llevaban a la proa, mientras el
sol de la media tarde se recostaba en
sus hombros.
Las caras de los tripulantes estaban
curtidas, sin rasgos de maltratos o señales de lucha. Tol se sintió viejo,
herido y sucio frente a ellos, como un animal rescatado que no mereciera más
que piedad.
-¿Adónde vamos?- preguntó.
Ellos se rieron, pero lo rodearon dándole
palmadas de aprobación. Desde entonces aprendió a pescar en el mar, pero sobre
todo quiso entrenarse en el arte del comercio. Sus intentos en los primeros
puertos fueron fracasos. Terminaba peleando con los comerciantes de vientre
abultado, gruesos brazos y cabezas cubiertas por gorros de piel de zorro.
Gesticulaba ademanes de desacuerdo o consentimiento cuando no comprendía el
dialecto, tratando de hacerse entender entre el bullicio de los que iban a la
costa en busca de provisiones. Chocaba un puño contra su otra mano abierta si
no estaba conforme con el trueque, entonces varios hombres aparecían ante una
orden del comerciante que quería engañarlo. Lo rodeaban y lo empujaban hacia el
centro del círculo. La gente se reunía alrededor para ver esas peleas que
llenaban los largos días del estío. Los niños saltaban y reían, las mujeres
gesticulaban, y los hombres se plegaban a la lucha. Los compañeros de Tol
corrían a ayudarlo.
Y era ya era casi de noche cuando los
ánimos se habían calmado finalmente, y regresaban al barco con las provisiones
cargadas en carretas, abriéndose paso entre los que volvían a sus hogares
tierra adentro.
El sol se ocultaba detrás del mar con el
color de una herida.
*
El día que llegó a la Aldea del Norte por primera
vez, contempló con asombro las fachadas de las cabañas, sus techos de madera
cincelada, las paredes con ladrillos de barro cocidos en hornos cuyos fuegos no
morían ni aún de noche. El humo que brotaba de ellos era blanco, y las
llamas calentaban el suelo en el que los
niños iban a cobijarse. Las carretas pasaban una tras otra desde antes del
amanecer, tiradas por renos de astas cercenadas, entrando y saliendo del pueblo
por las calles de arenisca.
Tol recorrió el pueblo perdido entre el
bullicio de palabras extrañas de los que lo empujaban al pasar. Algunos se
detenían a observar con curiosidad el color de su piel oscurecida por el viaje.
Esas personas tan blancas y de ojos claros le resultaron extrañas. Le
recordaban al único hombre que había conocido con tales cualidades, el viejo vecino
de su padre, llamado Markus, una figura de tambaleante caminar entre los
árboles de su tierra. Había esperado encontrar un sitio donde quedarse a vivir.
Estaba cansado de navegar sin pisar tierra más de dos días seguidos.
Vagó por las calles hasta sentirse
cansado, y decidió regresar al barco. En ese pueblo nada le era reconocible,
nadie siquiera le entendía cuando intentaba obtener un poco de comida a cambio
de trabajo. Todo lo aprendido le había sido inútil, la gente se apartaba de él,
temerosa de su rostro oscuro de barba espesa y cabello largo.
Caminó por la costa mirando el cielo del
fin de la tarde. Las olas le traían la memoria de lo perdido. Sólo le quedaba
volver al mar en la nave que lo había traído, o arrojarse de los riscos. Vivo o
muerto, el mar lo aceptaría, sin duda. Los dioses del agua, los mismos que
hacían naufragar los barcos e inundaban los pueblos, iban a decidir por él.
Pero cuando volvió al puerto, el barco había zarpado y se alejaba en la niebla.
Enfurecido consigo mismo por su indecisión, siguió caminando por la orilla cada
vez más apesadumbrado, ofreciendo su oficio de pescador por algo de comida.
Un hombre viejo, que limpiaba entrañas de
pescado sobre unas piedras, levantó la vista al sentir el arrastrado paso de Tol.
-¿De dónde viene, extranjero?- le preguntó
en el mismo dialecto de los hombres del barco.
Tol se tomó un tiempo para responder.
Tenía la garganta seca por el frío.
-Del lugar que ustedes llaman el Sur. Vine
en ese barco que ahora me abandona.
El pescador se dedicó a mirar con
curiosidad las quemaduras en el pecho de Tol.
-¿Escapa de la guerra, extranjero?
-No, de la furia de los dioses. De la gran
montaña de fuego que estalló del otro lado del mar.
Quizá el pescador le tuvo piedad al verlo
allí sentado con la mirada perdida en el agua , o fue la única manera que
encontró de darle alguna utilidad a su presencia, y le propuso alimentarlo a
cambio de que lo ayudase a levantar las redes en las mañanas. Su hijo había
muerto poco antes y estaba sin quien lo aliviase de tanto trabajo.
Como Tol no respondía, el viejo se rascó
la barba, pensativo. Luego, con gesto malhumorado, se puso a mirarlo de pies a
cabeza.
-Le daré un lugar para dormir, también-
dijo.
Desde esa tarde, Tol fue su ayudante.
Aprendió a tejer redes y a pescar con ellas. Para el final del invierno, el
pescador decidió dejarlo solo a cargo de la recolección. Como muestra de confianza
le entregó un cuchillo para que iniciara su propio trabajo. Tol probó el filo
sobre los pescados. Sus manos se movieron como si esa tarea hubiese sido su
labor de toda la vida. El viejo había notado la fuerza de sus brazos y su
espalda al verlo trabajar en el mar, pero en los dedos ágiles que brillaban con
las escamas, el cuchillo dejaba de ser sólo un arma para convertirse en una
extensión de sus manos.
-Ahora es tuyo. Parece que fue hecho para
esperarte.
Tol quiso agradecerle, y le habló de lo
que había planeado desde que vigilaba las manadas de bisontes al noreste de la
aldea. Pasaba su tiempo libre explorando tierra adentro, y así había
descubierto la forma de utilizar el cuero de aquellos animales para conservar
la carne. Las bestias no migraban al norte, y los habitantes de las zonas altas
envidiaban la abundancia de esa carne en la aldea.
-Son salvajes- le había dicho el viejo.-
Vienen huyendo de las guerras en otros pueblos, desconfían de todos. Se
esconden y se ocultan en la nieve, pero no saben cómo sobrevivir.
Tol se había puesto a pensar cómo
hallarles otra utilidad a las manadas además de su carne. Un día comenzó a
cortar el cuero y atravesar el cuerpo hasta las entrañas, luego envolvió un
fragmento de carne con un trozo sano de la misma piel. Seis días después, aún
se mantenía fresca como el primer día. Dejó pasaron noventa noches, y la carne
seguía fresca.
Tol se dedicó entonces a construir una
nueva lanza. El cielo estrellado le hacía recordar otras épocas y otros
lugares. La mañana que estuvo listo, salió de cacería, solo.
Venció a una bestia por vez, tranquilo y
sin ansiedad, sabiendo que nunca iba a ser como antes, en los tiempos de su
padre, y por eso su corazón no llegó a agitarse con el oficio recuperado. Cazó
con indiferencia mientras los animales corrían y la manada se dispersaba cuando
él iba tras ellos arrojando su lanza. Dos días más tarde, regresó al pueblo
cubierto de sangre y la lanza partida. La punta de piedra estaba rota, pero Tol
la había revestido con mechones de las testuces. Lo vieron atravesar las calles
arrastrando siete pieles de bisontes, casi enteras y aún con restos de músculos
y grasa brillando al sol.
El viejo pescador se abrió paso entre los
demás, y lo hizo descansar todo el resto del día. Habló del descubrimiento de
Tol mientras éste dormía, y muchos hombres vinieron a ofrecerse para ayudarlos.
Toda esa temporada Tol y el viejo prepararon los cueros y la carne que los
cazadores traían después de perseguir a las manadas hacia el oeste o el sur.
De los pueblos lejanos a orillas de los
ríos congelados del norte, llegaba la gente atraída por el rumor del hallazgo.
Hombres y mujeres venían en trineos buscando aquella carne que podía
conservarse por todo un invierno
Tol comenzó después a construir una
cabaña más grande. Había dejado la tarea en manos de sus hombres y él se
complacía en levantarse y construir las paredes con ladrillos de barro y
troncos.
-Has aprendido más que yo en toda mi
vida-le decía el pescador.- Deberías conseguir mujer, ahora que has dejado de
ser un vagabundo.
Pero Tol no le contestó.
Fue una mañana, mientras trabajaba en el
techo de la cabaña, cuando vio venir a un anciano cojeando por el camino. Tol
puso una mano sobre la frente para defenderse del sol.
Era un viejo de ropas sucias y
malolientes. En lugar de calzado, tenía trapos atados, y le faltaba un pie.
-Déme algo de comer-rogaba el viejo con
una voz mohosa, áspera y gastada, extendiendo una mano llena de ampollas.
-¡No, fuera de aquí!- dijo Tol.
Cuando el otro ya se estaba yendo, recordó
algo, una imagen o una voz perdida desde hacía mucho tiempo. O tal vez fuese lo
que llamaban intuición, un mandato del mundo de los sueños. Algo inesperado que
llegó a su memoria desde las nubes heladas del cielo cubriendo la aldea, del
reflejo de la nieve sobre la madera de su nuevo hogar.
Se dio vuelta y llamó al anciano.
-¡Espere!- gritó.- ¿Cuál es su nombre?
El anciano parecía dudar. Un olor
nauseabundo inundaba el aire a su alrededor.
-¡Vamos, si no quiere que lo tire al agua
para lavarle esa mugre!- Y bajó del techo con gesto amenazador.
Pero en el mismo instante, el hombre, al
mirarlo de frente, abrió los ojos todo lo que sus párpados le permitieron. Un
color claro y brillante venía de ellos. Levantó los brazos en señal de espanto,
y se puso a gritar. Retrocedió un paso, pero únicamente logró tropezar con los
movimientos de sus piernas torpes, y cayó al suelo.
Tol fue a ayudarlo, pero el viejo se negó
y volvió a gritar.
-¡Zor! ¡Aquí también me persigue!
-Tranquilo, no es a mi padre a quien ves,
sino a su hijo.
Pero el otro seguía lamentándose,
arrodillado y con los ojos llenos de lágrimas. La suciedad de la cara se había
borrado un poco y mostraba una piel fina y casi tan blanca como la piel de los
nativos de esa aldea.
-¿Cómo se llama?- volvió a preguntar Tol.
-Markus- contestó el anciano, - Vine a
refugiarme en este pueblo que mis ancestros abandonaron.
Tol no pensó en el antiguo pasado, sino en
el inmediato. En sus hijos perdidos. Se acercó al viejo y lo sostuvo de las
ruinosas pieles que lo abrigaban. Insistió en que le dijera si sabía algo de
ellos.
-Solamente vi a uno de tus hijos, al
mayor. Ruego a las divinidades no volver a hallarlo.
-¡¿Dónde estaba, dónde está ahora?!
-Huyó del río después de matar a mi hijo.
Tol se irguió, serio y orgulloso, y miró
hacia el camino por donde había visto llegar al viejo, como si por el mismo
sendero viese venir a su hijo.
-Algo habrá hecho para merecer la muerte.
Yo le enseñé al mío a diferenciar el bien del mal.
-Tu familia no conoce esa diferencia-le
dijo Markus, con la frente de pronto arrugada y tensa, ahora el hambre era
menos importante que el orgullo.
Tol desconfiaba, pero tenía que ayudarlo a
recuperarse. Esa memoria era un tesoro que necesitaba abrir, un alimento para
su propia memoria que buscaba el pasado con desesperada ansiedad.
Markus se quedó con él todo el tiempo que
duró la construcción del barco en el que Tol trabajaba con otros cincuenta
hombres. Había observado ese oficio con admiración al principio, y un día
vinieron a buscarlo.
“Hace tiempo que te vemos pararte frente
al puerto, le dijeron, nos hablaron de tus cacerías y tu fuerza, te
necesitamos. Entonces el accedió y abandonó al viejo pescador. Se despidieron y
el anciano ya no quiso volver a verlo, aunque tuviese que encontrarlo todos los
días en la zona del puerto. Tol lo olvidó más pronto de lo que habría deseado.
El nuevo oficio que comenzaba a aprender
era delicado por la somera exactitud de las líneas de flotación, casi una
proeza que las tablas ensambladas al mantener a flote el peso de los barcos. Un
arte efímero también por lo incierto de su vida, expuestas las naves a las
tempestades, a los monstruos del mar, a la socavación traidora de las ratas
escondidas en las bodegas. A veces encontraba insectos que roían la madera, a
pesar de haber elegido él mismo el material de los árboles más fuertes. Todos
estaban al tanto de que él había venido de los bosques, y eso le daba
privilegios.
-Así eran las larvas en las llagas de mi
padre-contó a Markus una tarde.- Y se convirtieron en gusanos, después llegaron
los cazadores... y tuve que hacerlo.
El
anciano permanecía en cama desde su llegada, mirando a Tol desde allí con la
cabeza apoyada sobre un montón de paja, y los brazos sobre el pecho. El cabello
blanco era como un halo apropiado de vejez.
Tol estaba arrodillado, machacando
semillas con una maza cuadrada de mango oscuro sobre el suelo. Las llamas
apenas iluminaban el interior de la choza, pero la noche avanzaba afuera.
-Quiero que veas mi pierna- le dijo el
viejo, sacando el muñón de abajo de las mantas. - Mi hijo tuvo que cortarla
muchas veces para que los diminutos espectros no me invadieran la sangre y el
corazón.
Tol miró hacia la cama. Aunque lo
intentase, no alcanzaba a distinguir del todo el rostro de Markus, oculto en un
rincón del camastro.
-Pero nadie más que la bestia que te atacó
fue la culpable.
Entonces el viejo irguió el cuerpo con las
últimas fuerzas que aún le quedaban. La luz del fuego giraba en sus cabellos, y
comenzó a hablar esta vez sin aceptar interrupción.
-Voy a decirte algo que tendría que
haberte contado tu padre. Pero era muy suyo eso de ocultarse, el orgullo lo
dominaba, y de ahí su desafío a la ley de Reynod.
Tol seguía preparando la masilla que iba a
poner entre las ranuras del techo a la mañana siguiente. El sonido de la maza sobre
las semillas resinosas servía de fondo al sonido de la voz. Markus hablaba con
furia. Lo oyó relatar con lentitud y entre carraspeos y toses que entorpecieron
el a veces incierto hilo de su narración, lo que había pasado en el bosque.
-La memoria no siempre tiene exacto
sentido del tiempo. Pero desde ese momento lamento haber subestimado a tu
padre-terminó diciendo.
Tol había dejado que una palabra brotase
de sus labios, casi sin darse cuenta, mientras su atención abandonaba el
trabajo para mirar a Markus. No sabía de qué manera esa palabra llegó a tomar
tan enorme tamaño en la esfera de su mirada.
Era un sonido más que una palabra, nacido
en la oscuridad apenas dominada por la luz del fuego, ansioso por escaparse de
la choza y ascender al cielo nocturno, donde la blancura del hielo aún seguía
brillando.
-Traición- dijo, pero nunca supo si en
realidad la pronunció en voz alta, ni siquiera si el viejo lo había escuchado.
Pero la palabra era claramente nítida en
sus labios, y parecía haber aguardado aquel momento desde el día en que había
sido engendrada en la mente de algún lejano ancestro, porque nunca antes le
pareció tan certera, tan justa como en ese instante.
La palabra surgió madura, letal.
Tol sabía que iba a llorar. Por más que el
viejo fuese el mayor responsable o estuviese del todo libre de culpas, existía
algo que Tol jamás podría dejar de lado. La inquebrantable verdad de que
ya nada volvería a ser como antes, que
era imposible realizar lo no realizado, decir lo que no había sido dicho, matar
lo que debió haber muerto mucho tiempo antes. Ese pensamiento irrumpió en su
cuerpo como si llegase desde el frío de la estepa, del aullido que los lobos
cercanos daban en señal de trágica profecía, de la noche llena de ruidos y olas
golpeando los acantilados. De pronto, una marea de descubrimientos hostiles
llegaba del mar, desde la tierra del
intenso calor que se condensaba en gotas viajando sobre las aguas, hasta formar
aquella montaña de furibunda fuerza disfrazada de templanza. Era esto lo que
debía mostrar su rostro. Serenidad, reteniendo el llanto que amenazaba
delatarlo, mientras la maza seguía trabajando sobre las semillas, en su
disimulada práctica y espera para un material más honroso.
Y el viejo continuaba hablando.
-En tus ojos veo el mismo odio que vi en
los de tu hijo-decía la voz de Markus.- Y en tu padre cuando se quedó a ver
cómo el animal me devoraba.
Tol dejó de machacar.
Con la maza en la mano rígida a un costado
del cuerpo, oculta en la sombra de su ropa, caminó hacia el anciano.
Llevaba los ojos bien abiertos para
distinguirlo en la penumbra del rincón.
Oyó la respiración entrecortada de Markus,
el movimiento de los labios que se abrían y cerraban ociosamente.
Escuchó las pisadas de las ratas bajo el
camastro.
El olor del viejo, un aroma a secreciones
y heridas no curadas, surgía de las mantas como de un pozo de podredumbre, y le
daba más razones a su acto.
-¿Qué pasa?- escuchó que preguntaba el
viejo.
Pero no era importante la voz o el tono
con que el otro hablase, ni siquiera si venía de esos labios cortajeados o de
las paredes que lo rodeaban, casi exigiéndole una explicación de lo que iba a
hacer.
Él no respondió. No iba a permitir que el
aire obstruyese su camino, ni que el tiempo, aunque durase un parpadeo, lo
disuadiera.
Cuando estuvo tan cerca del otro como el
largo de su brazo extendido al sujetar el mango de la maza, los ojos del viejo
lo miraron, muy claramente abiertos y sin esperanza.
-No te lamentes- le estaba diciendo ahora.
Tol quizá tenía en su expresión, sin darse cuenta, un centelleo hondo y muy
profundo de lamento o de misericordia.-Si el hijo mató al hijo, por qué no va
el padre a matar al padre.
Markus no cerró los ojos al terminar de
habla, pero él sí lo hizo. No se atrevía a hundirse más en la mirada del viejo,
que había comenzado a atraparlo desde antes de levantar la maza
los círculos de los ojos se hacen
profundos. Son dos túneles silenciosos que se unen en un único pozo sin fondo.
Estoy cayendo, sin saber si alguna vez habré de detenerme. Pero el mundo se
ilumina como el agua de un arroyo en un día brillante. El verde de los árboles
me aplasta con el peso del cielo, los rayos queman mi espalda desnuda. Me doy
vuelta. Dos pájaros grises pasan veloces, aleteando en mi cara. El olor de sus
plumas sucias me aturde. Dos círculos negros descienden del cielo, dos columnas
que se detienen en mis ojos. Acostado sobre la tierra, me dejo cegar por el sol
que cayó sobre la cabeza del viejo. Dos
veces, tres, cuatro, y luego tantas como fueron suficientes para que los huesos
se reblandecieran
y ni un solo pensamiento pudiese
sobrevivir,
ni un recuerdo digno de permanecer,
una mente no merecedora de la memoria.
Y una ráfaga fría entró por las aberturas
entre las tablas y arrastró el olor de la vejez, como si nunca hubiese estado
allí.
*
Una noche antes del día en
que los torneos lo llevarían finalmente al último juego, Tol abrió los ojos y
miró el cielo todavía oscuro del Norte. Las luces nocturnas, las brillantes
oleadas de luces blancas, amarillas y rojas giraban como mareas de sangre.
Se sentó en la escarcha y los líquenes que
crecían entre las grietas, pero el hielo ya no le provocaba escalofríos. Su
piel se había adaptado al clima. A veces le agradaba despertar y desperezarse
hasta que sus músculos entumecidos tomaban fuerza. Luego salía a enfrentarse
con el viento filoso que le golpeaba la cara. Algunos pájaros de plumas blancas
y manchas negras alrededor de los ojos, aparecían desde los nidos subterráneos
para buscar comida en la playa.
De ser un cazador en bosques, había
tenido que moldearse a ese vacío del aire y la tierra. Por más que el viento
nunca se detenía y daba forma a las cosas y a los hombres, siempre era más
lento y débil que el mar; y la tierra retrocedía cada tarde frente al mar que
extendía sus lenguas de espuma entre los acantilados. Tol estaba obligado a oír
siempre aquel sonido que llegaba desde más allá de las playas de arcilla sobre
altos riscos: el estruendo de las olas golpeando sobre los muros graníticos.
Desde ese abismo sobre el agua, entre las piedras y los deltas de arena de las
playas venían las voces de Sila y Sigur.
Tol ofrecía un festín a sus vecinos esa
noche. Se habían sentado junto a unos arbustos combados por el viento. Cada uno
de sus amigos bebió en su honor y triunfo el viejo almizcle fermentado durante
cinco veranos. Gritaron y bebieron hasta el alba. Después lo abrazaron y se
despidieron. Únicamente se quedó el sacerdote del pueblo. Entonces aparecieron
las auroras boreales.
La noche que las vio por primera vez,
había creído que el cielo iba a derrumbarse, o que los dioses estaban peleando
con puños de soles. Pero después el asombro se hizo curiosidad. Aquellos
fenómenos se producían antes del amanecer y después de extrañas tormentas sin
lluvias. El viento era intenso y se detenía de un instante a otro, dejando una
sensación de vacío más sofocante que su fuerza. Ni siquiera los nativos a veces
lograban soportarlo, le había dicho el sacerdote. Muchos se arrojaban por los
acantilados, enloquecidos de miedo y con la vista fija en el abismo, justo
antes de que el sol empezara a asomarse sobre las playas.
El dolor del viento, llamaban los hombres
a ese fenómeno de cada otoño. La gente se encerraba en sus cabañas, los hombres
les pedían a sus mujeres que los ataran para no huir de ese vacío de viento.
-¿Cómo llenar el hueco del cielo luego de la tormenta,
soportar el calor que no es calor, sino añoranza del azote constante sobre la
piel quebrada?
El sacerdote recitó esa letanía en la
cabaña de Tol. Era bajo de estatura y de hombros anchos, barba espesa y un
vello oscuro que cubría el dorso de sus manos. Vestía con la piel de un oso
blanco, y llevaba un gorro en forma de corona, con plumas blancas y negras de
águilas de las Grandes Montañas del Sur.
Se taparon la cara con las manos y se
ubicaron de frente a la estrella más brillante de esa noche. Repitieron la
oración para las vísperas de los torneos, cuando el cielo daba sus señales
después de las tormentas, las auroras con las almas de los muertos que volvían.
Tol le pidió consejos para la mañana
siguiente, tenía miedo de lo que podían presagiar los cielos.
-Cada color es un estado del espíritu-
comenzó a explicarle el sacerdote.
Aunque Tol ya lo había oído varias veces
antes, le agradaba escucharlo mientras sus ojos se perdían en el cielo
siguiendo los cambios de las auroras.
-Para los que murieron con la Gracia el rostro es blanco.
Sin han cometido crímenes leves, amarillo, pero si son imperdonables, será
rojo, pardo o negro. Aún en las noches estrelladas, la oscuridad vence por la
multitud de almas en eterna pena. Los niños no deben salir en esas noches. Sus
espíritus inocentes son atrapados por los condenados.
Tol se quedó pensando, con la vista fija
en las centelleantes imágenes nocturnas. Una ola blanca y ocre pasó en ese
momento cambiando de formas, y se fue quebrando en diferentes masas más
pequeñas, alejándose todas hacia la claridad del norte.
-¿De qué color es el alma de mi padre?
-dijo Tol-lVeo su cara, parece una mezcla de muchos tonos.
-Entonces aún debe deambular purgando sus
culpas más leves, en espera de la sentencia por las mayores- le respondió el
otro.
Tol no sabía si debía continuar. Su acto
no era confesable ni siquiera al más piadoso de los hombres. La única manera de
olvidar
la
culpa que no puede nombrarse la culpa del asesino culpa que no puede nombrarse la
culpa el nombre del asesino la culpa el asesino sin padre el nombre del hombre
viejo la culpa que no podrá nombrarse hasta que
era encontrar a sus hijos.
-¡¿Cómo redimirme...?!- gritó Tol al
despertar sobresaltado por los sueños, las manos cerradas en temblorosos puños
para golpear su propio cara. El frío de la noche lo rodeaba como paredes de
hielo. Pero justo antes del alba apareció la aurora boreal hecha únicamente
para él. Porque la cara de su padre se asomaba como un alma inquieta e
inquisitiva. El rostro del viejo tomaba formas imprecisas, colores tan claros
que se confundían con el blanco de la nieve y la neblina matutina.
Tol salió de la choza para observar en ese
cielo recién nacido, las grandes olas de luces que llegaban desde algún lugar
del mundo de los dioses. Oyó el sonido de las olas cantando con las voces de
sus hijos.
La única forma de rescatarlos
Puso un trozo de carne sobre el fuego,
pensando otra vez en cómo librarse de ese lugar tan grande, de la llanura de
nieve y tundra en la que no existían sombras donde esconderse.
es lograr los medios para ir en su busca.
Debo convertirme en alguien importante en la aldea
Masticó con lentitud, la atención puesta
en los recuerdos, la vista fija en el movimiento de las llamas. Las caras de
sus hijos se le aparecieron entonces en medio de ellas, y habría deseado correr
hasta la playa para escuchar la llamada de Sila en las olas, ver de nuevo su
dulce rostro sobre las piedras.
sobre todo demostrar mi destreza. Si soy
un cazador, uno de los mejores de mi viejo pueblo, entonces estoy preparado
para ser un guerrero.
El sacerdote
se había despertado y comenzaba a alejarse caminando hacia la aldea. La luz
nocturna era intensa, aunque el tiempo y la costumbre habían hecho de la luz su
compañera nocturna más amable, porque le permitía imaginar los tenues pasos
sobre las rocas de los acantilados. Los sonidos del otro lado del mar, las
auroras que continuaban perturbando al cielo y lo adornaban con proféticos
símbolos de proezas y tragedias.
Pero lo que se anunciaba en el cielo, se
convertía en pesadillas en su mente.
Amaneció con el cuerpo sudado,
y con temor a no estar preparado para la primera prueba. Se había entrenado durante
casi todos los veranos desde su llegada. Había aprendido el uso del arco y la
flecha hasta adquirir una destreza que a todos asombró. Porque además de la
fuerza de su cuerpo ganada por el trabajo en el puerto y el astillero, tenía el
alimentos de su voluntad. Un alimento al parecer inagotable hasta que no se
cumpliera su objetivo. Pero ya no se trataba solamente de luchas y
demostraciones de habilidad, sino en hacerles ver a todos que él era el líder
que llevaría la conquista a las tierras del Droinne. Pero los hombres del norte
eran pacíficos, y había conocido enemigos desde su llegada.
Si mi pueblo tuviese esta inteligencia
y sus ideas. Si tuviésemos su paz. Me
habían contado alguna vez, hace mucho tiempo, que los vieron descender de los
barcos en las playas al oeste del Droinne, con sus ropas extrañas y cascos con
cuernos, armados con arcos y flechas que nunca dispararon contra nosotros. Tan
cerca estuvieron, y tan alejados.
Muchos años le llevó aprender las leyes
y costumbres de la Asamblea
de Elegidos, el Consejo de Ancianos, la Sociedad Mercante.
Todo el comercio y el trueque del pueblo giraban alrededor del puerto, al que
llegaban los barcos desde lugares que él ni siquiera había soñado. Del otro
lado estaba la ciudad, siempre cubiertas de escarcha las construcciones de
madera y barro, levantándose del hielo y la estepa, refugios para el temple
débil de los hombres altos y delgados. El cabello lacio, claro y largo
alcanzaba sus hombros, les daba la figura de un pájaro encorvado y sin fuerza.
Pero ellos construían barcos para
disminuir las distancias que los separaba del resto del mundo. Algo les había
hecho preguntarse varias generaciones antes, qué había más allá del agua y de
la nieve, y la respuesta había llegado de los árboles de los bosques cercanos
al mar. Entonces se reunieron y hacharon desde antes del alba hasta después del
crepúsculo. Las mujeres traían carne y agua, apareciéndose como espíritus de
paso lento entre la niebla de las mañanas. Algunos hombres cargaban troncos
hasta las playas para los muelles, y más tarde para construir los barcos. Y
muchos más, la mayoría del pueblo, hombres jóvenes y viejos, niños que jugaban
alrededor de los padres llevando ramas y herramientas, todos caminaban con sus
cargas tierra adentro, para levantar la aldea.
El traqueteo de los troncos arrastrados por los renos, el entrechocar de
las astas confundido con el arrastre de la madera sobre el suelo, el vocerío de
los niños saltando. La niebla del invierno, la humedad que los hacía transpirar
después del mediodía, los movimientos de las mujeres bañando a sus hijos en el
río. Eso los impulsaba. La idea de que la tierra, los árboles, las playas, el
tenue sol y hasta la sombra del invierno, les pertenecía.
Tol se metió en la
tinaja con agua cálida, y apoyó los brazos en el borde, pensando en la
competencia. Tenía miedo.
Demasiados habían sido los beneficios que
los dioses, antes siempre tan reticentes a él y su familia, le habían otorgado
a una edad en la que no había esperado iban a llegarle. Todo lo que había
pensado en esos años, cada detalle acorde a un fin común, lo convertía en
un estratega que dibujaba esquemas
intrincados sobre las rugosas telas de su memoria.
Mayor que todos los demás en los torneos,
contaba con la experiencia y la capacidad obtenida en el rigor de las peleas
con los animales, la altura y la distinción de su madurez. El viejo lo
llamaban despectivamente sus contrincantes, pero él los había vencido y llegado
a las últimas pruebas.
Aunque no
había salido el sol, el reflejo del alba surgía detrás de las montañas del sur
e iluminaba débilmente sus manos. Se las frotó una y otra vez con hastío. No
lograba quitarse la sensación de que siempre estaban sucias.
-¡Más agua!- gritó, mirando la cara asustada
de su aprendiz, un muchacho no mayor a la edad de sus hijos. El chico comenzó a
volcar el contenido los recipientes que traía desde el fuego en el interior de
la cabaña. Luego salía y llenaba los cubos en la gran fuente donde se acumulaba
el agua de las lluvias.
-Más
agua-volvió a decir, mientras el muchacho le volcaba el último cubo con la
preparación que los curanderos le había entregado para protegerse del solsticio
del mediodía. Después el chico trajo los paños que las mujeres de los jueces tejían
para los participantes, y se dejó secar, mientras miraba el campo al oeste de
la cabaña.
Una extensa caravana de espectadores se dirigía al anfiteatro.
-Mucha gente- dijo.
-Para su mayor gloria- contestó el niño.
Tol terminó de vestirse, ajustándose al
cuerpo una casaca roja que lo protegería del frío. Se cubrió la cabeza con el
gorro reglamentario. A lo largo del tiempo había tenido muchos gorros
diferentes. Primero fue uno de cuero, simple y estrecho, después otros más
vistosos. Finalmente, un día, los ancianos de la aldea le dieron éste que ahora
llevaba, semejante en color al pelo entrecano y largo de su barba. Un sombrero
de piel de los renos de las altas montañas, con dos cortas astas rudimentarias,
que le daban el aspecto de un dios mitad animal y mitad humano.
Hubo veces en que se imaginó a sí mismo
como una antigua divinidad de las estepas, blandiendo su maza sobre las llamas
del sol.
El retumbar de los tambores había comenzado
a invocar a los dioses. Los representantes de la Asamblea vinieron a
buscarlo, pero él ya había salido caminando con lentitud hacia el anfiteatro.
Rodeado del cortejo, miró el cielo despejado. El reflejo del hielo lo irritaba,
y se secó los ojos varias veces. El niño había fijado su mirada en él, y
parecía asustado.
-No tengas miedo- lo tranquilizó Tol, y
apoyó su mano sobre la cabeza del chico.
Las ratas almizcleras se apartaron del
camino y se hundieron en sus madrigueras. La escarcha se quebraba bajo los
pasos del cortejo. Las colinas seguían ocultando el nacimiento completo del
sol.
Cuando llegaron al campo de pruebas, oyó
las fanfarrias en las trompetas de madera. Las mujeres aclamaban a los
participantes a medida que entraban, arrojando flores y salpicándolos con
perfumes de exquisitas especias. Los jueces estaban ya sentados a ambos lados
del campo, y dieron su consentimiento con una señal de las cabezas erguidas.
Eran viejos sabios, él lo sabía, pero su conocimiento giraba alrededor del
comercio.
Yo busco algo más... y aquí empiezo.
Los competidores se ubicaron en los
lugares marcados con el ritmo de los tambores, y se desplazaron con tanta
exactitud, que los presentes no vieron más que un solo movimiento. Ya tenían
los arcos preparados, y las flechas a sus espaldas.
Los ayudantes se sentaron juntos, como si
la inquietud por la muerte de sus señores los uniera más que la rivalidad que
creían sentir.
El aire no estaba frío, el sudor humedecía
la ropa de Tol.
Escucharon un grito, el primer movimiento
ordenado. El juez más joven se calentó las manos con su aliento, la túnica
color de alga se replegaba y movía bajo sus brazos levantados. Hizo eco al
gritar:
-¡Alkyser!
dios del norte, protege las almas de mis
niños, dame fuerza,.el escudo sobre la piel, el espíritu de la no piedad.
Alguien dio
un paso.
Las cabezas giraron. Buscaron la figura
que se había escapado de las líneas. La sombra de cada uno temblaba como
lombrices sobre el barro. Las sombras los traicionaban.
Se habían dispuesto a una distancia de
cinco cuerpos, alineados con tanta prolijidad, que ninguno podía disparar al
otro sin que un tercero se interpusiese. En eso, además, las leyes del juego
eran precisas, y la eliminación por romperlas, irrevocable.
No sabían con precisión cuántos estaban
allí, tal vez cincuenta, quizá más. El campo era muy extenso. Iban a eliminarse
mutuamente con cautela, y podría llevarles toda la jornada. Las flechas no
debían matar. El reglamento ordenaba sólo heridas en los brazos o las piernas.
No mortales. El que erraba sería eliminado tanto como su víctima.
Las botas de algunos resbalaron sobre la
nieve enlodada, y el temor a moverse por accidente era mayor que cualquier otro
miedo. Uno dependía de la destreza del otro.
inteligencia
paciencia
La voz desde lo alto de la tribuna volvió
a escucharse por sobre el silbido del viento.
-¡Thornmeld!
Desde las gradas se repitió la salmodia
habitual. Pero un grito la interrumpió. El primer hombre cayó herido. Nadie
había visto la flecha, dulce y silenciosa como una mariposa.
en mis manos estarán seguros, abandonen el
juego, dejen su lugar para mí
Eso les habría dicho, y se los estaba
diciendo en un murmullo que los jueces no aprobarían sin duda. No supo si
alguien vio el movimiento de sus labios, pero ya no importaba. Sus labios y sus
ojos, los brazos, las manos, eran un solo pensamiento.
una herida pequeña, solamente un
flechazo certero y sin dolor
Los hombres comenzaron a caer uno tras
otro.
Desplazamientos, zumbidos de flechas
invisibles. Primero el sonido, luego la imagen. O primero el grito, o quizá la
caída, el estrépito, el chapoteo de las palmas sobre el barro blanco.
Levantó un brazo con el arco, trabando el
codo con firmeza.
quién o qué cosa podrá destruir mi
brazo
Las aves que
cruzaban el cielo en ese momento parecían cantarle a la fuerza inquebrantable
de ese brazo.
Levantó el otro, puso la flecha sobre la
cuerda y empezó a tensarla, doblando el codo derecho tan rígido en su flexión
como el izquierdo en su extensión.
Las dos partes de su mente, complementadas
y armoniosas.
El sol sobre su cuerpo, la luz brillante y
fresca.
El futuro que se concretaba y estaba ahí,
en ese exacto instante, confluyendo desde el porvenir hacia el presente como un
regalo o un anuncio de dicha segura.
El rugido de la multitud.
La cara asombrada de los jueces, sus
rostros satisfechos con la evolución del juego.
La luz ya más clara reflejando la ansiedad
hecha nudos de hielo, gestos congelados en el aire.
Tol tensó aún más la cuerda, y disparó.
Iba a hacer luego muchos otros tiros
certeros, resultado de largas prácticas diarias hasta la caída del sol durante
varios veranos. Pero en el primer disparo sintió iniciarse la competencia con
esa imprecisa y bella sensación de vitalidad. Lo mismo, exactamente, que había
sentido en las cacerías con su padre, cuando Zor le había enseñado a usar la
lanza.
Y de esa forma Tol se supo perdonado. Su
padre y él eran uno solo otra vez, como cuando lo llevaba herido y lo había
sentido otra vez parte de su mismo cuerpo. No unidos, sino entrelazados,
desarmados y vueltos a concebir juntos.
padrehijo
hijo único de mi padre
Cuando las
víctimas caían, los ayudantes las sacaban del campo dejando un rastro de sangre
que la nieve absorbía. Pocos quedaban, y la espera entre cada movimiento se
hizo mayor y más difícil de soportar. Si llegaba la noche antes de que hubiese
sólo dos finalistas, los jueces suspenderían el torneo para reiniciarlo al día
siguiente con nuevos competidores.
Era preciso terminar pronto, pero cómo
lograrlo sin destruir las reglas, sin eliminarse a sí mismos intentándolo.
El sol se hundía detrás de las
tribunas, sólo quedaba una parte de su esfera al final de la tarde. El cuerpo
de Tol aún aguantaría un poco más, pero no el sol. Los cortos días del norte,
que fundían la espera y el tiempo de los pescadores, eran hoy una maldición que
él no podría contrarrestar.
Los
jueces se levantaron con cansancio y preocupación en los rostros.
no deben hacerlo. Soles, ustedes que se han
sucedido uno al otro, respetuosos del luminoso mundo otorgado por los dioses,
solamente por hoy les pido que olviden el orden exacto de su paso. Rompan los
senderos que los llevan a las plataformas del cielo, y únanse para atrasar la
llegada de la noche. Si yo, con mi carne débil,
soy capaz de sostener el peso de un día en mis hombros, ustedes, la
semilla del tiempo, denme el perdón de un poco más de tiempo. ¿O deberé
ofrecerles algo a cambio, una parte de mi cuerpo, un fragmento de mi alma, la
vida de mis hijos?
Quedaban tres.
Miró a los otros dos. Uno a su derecha,
apenas a cinco cuerpos, el otro quizá a más de veinte pasos, a su espalda.
La voz de los jueces habló.
-¡Magnusfer!
Las tribunas murmuraron un rezo de
bienvenida a la oscuridad del poniente.
Tol imaginó la cara del dios de la noche, y
elevó el arco sin mover ningún otro músculo más que los de sus brazos. Dirigió
la mirada de un hombre a otro, como si sus ojos se hubiesen escapado del cráneo
para sentarse sobre la punta de la flecha.
Un zumbido le rozó un oído. Ni siquiera lo
había tocado en realidad, pero sabía que el que había disparado debió moverse
en algún instante, porque ahora lo veía caer con una flecha en una pierna.
La multitud gritó y los jueces saludaron a
los competidores.
Los músicos comenzaron a tocar. El viento
del mar se había levantado y esparcía la música a lo largo de las playas y la
aldea. El crepúsculo festivo vencía las antorchas que rodeaban a los finalistas
con una neblina cálida. Las antorchas guiaron a la gente hacia el pueblo, donde
las fogatas echaban humo con olores a carne y especias. Los agasajos estaban
preparados para los ganadores de la primera jornada.
Tol y el otro se saludaron con respeto.
Bebieron de grandes vasos terracotas un fermento de uvas traídas desde las
islas del mar oriental. Los músicos siguieron tocando hasta mucho después de acabar
la ceremonia, y la gente del pueblo comenzó a bailar cuando los jueces se
fueron.
Tol estaba cansado. Después de recibir la
bendición de los jueces, regresó a la cabaña con su ayudante. Detrás de ellos
quedaba el bullicio de los que seguían festejando, la música y los gritos que
se iban apagando.
Se desnudó y se dejó caer en su camastro. Por los vagos
pensamientos del primer sueño, pasó la idea de la breve, intensa, la bella
hembra de ojos jamás igualados. Esa entidad etérea de perfumes embriagadores
que a muchos les agradaba llamar felicidad.
*
Se levantó antes del amanecer. Hasta esa costumbre le
resultaba sorprendente esta vez. El solo hecho de abrir los ojos y haber
arribado al último día de la competencia, era de por sí un regalo divino que no
estaba seguro si alguna vez podría compensar. Si él estaba haciendo eso por
venganza, hasta cuándo, se preguntó, los dioses iban a fingir no saber la
verdad. Si habían destruido la montaña para castigar a su padre, ¿por qué lo
beneficiaban a él?
Cuando los
dioses cierran los ojos, los mortales viven. Zor solía decirlo, pero Tol
recién había conocido su significado mucho más tarde. A pesar de no creer más
en los dioses, su padre había dejado que él se criara con la fe común del
pueblo.
Tol
repitió esa frase en un murmullo, y le pareció escuchar la soledad absoluta en
la voz de su padre en la tierra de los sin dioses.
Una nube blanca de vapor cálido se formó
frente a sus labios secos.
-¿Cómo?- preguntó el niño, que lo miraba parado
junto al camastro.
-Nada. Vamos a prepararnos.
Otra vez, el agua se calentó en el fuego,
y los cubos fueron cargados y vertidos sobre su cuerpo, hasta que sus músculos
estuvieron relajados, lúcidos como la mente que los regía.
Estuvo un rato mirando por la ventana,
mientras el niño lo ayudaba a vestirse. Había amanecido, aunque la luz nunca
hubiese desaparecido por completo. Siempre quedaba por las noches un manto
blancuzco, un gran lago claro asomado desde las llanuras de roca calcárea.
Salieron al aire fresco de la mañana y
caminaron hacia el edificio del torneo acompañados por la escolta que le habían
designado la noche anterior. Ya desde lejos se veían las banderas batidas por
el viento sobre las paredes exteriores. Las aves que formaban nidos en el
techo, levantaron vuelo ante los hombres y mujeres que llegaban vestidos con
sus mejores ropas.
La construcción era mucho mayor que su
cabaña. Los muros de ladrillos tenían la altura de quizá cinco hombres, había
pilares de troncos lisos o fenestrados sujetando el techo. De los bordes
exteriores caían hojas de ramas secas, y la escarcha había formado una cortina
de hielo.
Pero al verse tan cerca de la entrada, Tol
sintió el repentino temor de quien es descubierto en una mentira.
Hasta cuándo los engañaré sobre mi fuerza,
de la que yo mismo no me convenzo. Hoy me descubrirán, mi verdadero cuerpo se
revelará ante todos. Mi esqueleto débil, mi alma penosa.
Le abrieron paso entre la música de las
flautas y las palmadas de sus vecinos, que llegaron a él como ecos lejanos.
Estaban allí, tocándolo, pero él los veía desde un distante sitio de su mente. Atravesó la entrada y le llegó el
vaho caluroso de la gran hoguera en el centro, bajo la plataforma de pelea
levantada como un altar. Los jueces se habían sentado en las tribunas, rodeado
por pilares que se perdían en la altura más allá de las antorchas. La gente se
acomodó en todo el espacio libre alrededor de la base, pero a los niños no se
les había permitido entrar. Las mujeres se enlazaban las manos con ansiedad,
mirando a lo alto, mientras algunos hombres se habían sentado sobre las vigas
cerca del techo y sostenían antorchas para dar más claridad a la plataforma.
Abajo está el fuego, la seguridad y el
conocimiento, la protección de los hombres.
Arriba, el frío y las sombras, el llanto,
el miedo de los niños.
Y el único contacto entre los mundos es la
tibieza del fuego en las plantas de mis pies. Un consolador alivio de cobardes.
Subió la escalera y dos mujeres se
acercaron a quitarle la ropa. Le entregaron una vasija con aceite oliendo a
almizcle y leche fermentada, que preparaban las viudas del pueblo para los
festivales y ponían al fuego durante los cuatro días previos. Se dejó untar el
bálsamo sobre el cuerpo por las manos cálidas de las mujeres.
Cerró los ojos. Se sentía liviano y
pesado al mismo tiempo, como si habitara una nube de árboles suspendidos del
cielo. Levantó los brazos y entrelazó las manos.
-¡Estoy listo!- gritó hacia los jueces.
Sólo su mano derecha temblaba un poco, y recordó que esa mano había matado a
Markus y a su padre.
La sombra del contrincante era tan alta y
fuerte como la suya. Lo vio acercarse sobre la sombra imprecisa de los que
miraban desde abajo, y arremetieron uno contra el otro. Tol lo agarró de la
cabeza mientras el otro le golpeaba los costados. Comenzó a sacudirlo, pero el
otro se liberó y lo sujetaba de los brazos para hacerlo caer al fuego.
Y Tol daba vueltas en sus pensamientos.
Las embarcaciones de comercio y
exploración, las pacíficas naves llenas de mercancías, de seres delgados e
inteligentes que dibujan gráficos inútiles, se convertirán en grandes barcos
guerreros. Dispuestos a la conquista de nuevos territorios para la extensión del
dominio. Pero sobre todo, para la venganza y la redención. Los únicos
sentimientos que podrán movilizar barcos aún no creados a través de aguas
tormentosas, hacia bosques incendiados, animales muertos y volcanes en
extinción. Hasta esa figura solitaria e inconfundible, que con su cornetilla
llama a la muerte y la hace actuar con el ritmo y la forma por ella dispuesta.
Puedo verlo más allá del mar, su figura, sus brazos dirigiendo las llamas en
que las vírgenes arden. Asesinatos, no expiación. Ceremonia de crímenes
humanos, no divinos. Y mientras tanto, los dioses permanecen mudos.
Tol logró soltarse justo cuando uno de sus
pies se balanceaba encima del fuego, y golpeó al otro haciéndole caer y
resbalar en la resina hasta el otro extremo del tablado.
El
otro volvió a correr hacia él y lo golpeó otra vez en el costado. Tol se
estremeció por un instante pero alcanzó a aferrarlo de un brazo. El vello del
antebrazo se había secado y ya no pudo retenerlo. Sintió el ruido de los huesos
al romperse, y el otro se quedó inmóvil durante un rato, sin dejar de mirar a
Tol. Los labios le sangraban. El sudor le había borrado la pintura y varios
hilos de colores caían por su barbilla.
cómo vencer si no puedo sujetarlo por
mucho tiempo. Sus ojos se han cruzado en mi camino, y
aunque evite verlos, la mirada se queda en la memoria. La mirada del que tiene miedo. Como la primera vez que
cacé, el mismo escalofrío, el ardor en la piel
Estaba en el bosque otra vez. La gente
murmuraba desde las sombras como los pájaros que siempre miraban desde los
árboles. La luz de la hoguera huía por los bordes de la plataforma igual que el
sol del anochecer entre los troncos, y Tol pudo guiarse para calcular los
pasos.
Empezó a retroceder, como si tomase
impulso.
Vio en los ojos del otro la mirada de
sospecha.
Un murmullo surgió del silencio, y lo
convenció de la eficacia del plan. El rumor venía del rozar de las manos de las
mujeres, de los pies de los hombres que se agitaban. Los sentía expectantes de
cada movimiento, percibía la espera por la muerte de los que allí peleaban.
Ya había llegado al borde y estaba
palpando la última tabla con los talones. Resbaló pero cerró los dedos,
afirmándolos en las astillas. El otro debió comprender que Tol iba a abalanzarse
sobre él, y con la mano herida pegada al pecho comenzó a retroceder.
Los cazadores saben que el miedo de la
víctima es el mayor aliado.
El temor crea la grieta en la
inteligencia.
Las lecciones de mi padre se repiten sin
que pueda obligarlas a callar. Veo el miedo en los pliegues de la cara, en las
manos que tiemblan, en los músculos de las piernas.
Atrás, amigo mío, no hay más camino que
atrás.
No sé que hay en mis ojos, ya no me
conozco. No sé qué hay en mi cara. Temo ver mi rostro en las lenguas del fuego.
Pero no lo borraré si así gano mi batalla de hoy, por más que los monstruos
estén ahí.
El otro siguió retrocediendo, dudando,
pero la superficie resbaladiza lo traicionó y ya no tuvo a qué sujetarse. Los
brazos se movieron en el aire y los cabellos largos se agitaron en la luz.
Parecía bailar, se dijo Tol. Por un instante se sostuvo del borde. Los dedos
del hombre parecían raíces delgadas que se rompían con facilidad. Luego cayó a
la hoguera, pero no gritó.
Tol
se quedó mirando el lugar en el que el otro había estado un instante antes,
mientras la gente comenzaba a aclamarlo. Los músicos estaban tocando con
estridentes y trinos de las flautas entre los gritos de la multitud que coreaba
su nombre. Muchos corrieron hacia las escaleras llevando antorchas. Le
arrojaban flores que se acumularon a su alrededor. Algunas antorchas se
apagaron con el aliento del vocerío, y volvieron a encenderlas en la hoguera,
en las llamas un poco más fuerte ahora por la carne nueva que ya nadie
recordaba.
El niño se abrazó a una pierna de Tol y
se había puesto a llorar. Él iba a levantarlo para que mirase a la muchedumbre,
pero la confusión y el entrechocar de la gente se convirtieron en descontrol.
Los guardias debieron subir para protegerlo. Dejaron pasar solamente a las
mujeres que llevaban flores y collares
de piedras. Se dejó uncir con especias y cubrir de flores.
Los jueces bajaron de las tribunas e
intentaban abrirse paso entre la gente. Cuando subieron a la plataforma, le
mojaron la cabeza con agua salada, el agua donde los dioses del norte habían
nacido. Entonces todo el pueblo levantó las antorchas y vociferó un único y
estridente grito de triunfo. Y Tol se abandonó al llanto largamente retenido,
pero escondió la cara para que el reflejo de las llamas no lo delatara.
Sigur corrió entre los
troncos quemados, bajo la luz del cielo oculto por las columnas de humo negro.
Las aves sobrevolaban la llanura también quemada, picoteando los cadáveres.
Los cazadores se habían llevado a su madre
hacia los bosques del este, así que él iba a escapar todo lo que pudiese en
sentido contrario, o quizá a la costa norte. Ella le había contado que no muy
lejos se hallaba el mar. Y ella, a pesar de no haberlo visto nunca, aseguraba
que era hermoso.
Entonces Sigur caminó por cada sendero que
parecía una salida, por las grietas entre barrancos, aberturas estrechas entre
piedras altas o árboles. Caminó durante muchos días, se cruzó con gente de su pueblo.
Pero no quiso hablarles para que no lo creyeran perdido y lo detuviesen. Salvo
en las noches, no descansó.
Antes de que anocheciera cazaba una
tortuga y le aplastaba la cabeza con una piedra. Le arrancaba el caparazón y la
comía después de asarla en la fogata. Pero al correr los días el tiempo se hizo
más frío y desolado, y tuvo que hurgar en las madrigueras sin encontrar nada.
Luego pasaba casi toda la noche junto al fuego, temblando de hambre y frío,
hasta que lograba finalmente dormirse. Pero el frío volvía a veces a
despertarlo y veía entonces que el fuego se había apagado. La escarcha se
formaba sobre su cara, alrededor de él en la tierra, y ya sólo le quedaba mirar
hacia el norte en busca de la salida del sol.
Y una tarde escuchó un sonido extraño,
regular y parejo. Era un repiqueteo, un percutir de muchos tambores a
diferentes ritmos. La música se trasladaba por la tierra y subía por las
piernas de Sigur. Bajó la mirada y vio que temblaban, como esas aves enfermas
que había visto volando en su último viaje de reconocimiento para caer con el
pico clavado en el suelo y las piernas levantadas. Pero eran los cuervos los
que volaban casi encima de él. Miró hacia arriba, y la vista se le nubló. Ya no
parecían cuervos, sino pájaros flacos y desplumados con grandes garras.
Se ocultó en un matorral aislado en medio
de la llanura que comenzaba a ser cada vez más desolada hacia la costa del
norte. Las aves se alejaron por un rato, pero pronto volvieron a volar sobre
él. Entonces el sonido de los tambores se hizo más fuerte, y vio venir a un
grupo de hombres. Pudo sentir incluso los pies descalzos que llegaban para
rescatarlo.
Pero Sigur ya casi no era capaz de
levantarse. Algo lo había aferrado, una especie de mano dejando algo en el hueco
de su vientre, un nido que criara retorcidos espasmos y gritos. Y al salir del
matorral, exhausto ya y en medio del campo, se dejó caer de rodillas y agitó
los brazos en alto.
Los hombres continuaron avanzando al mismo
ritmo, como si no lo hubiesen visto, o supiesen desde mucho antes de quién se
trataba.
¿Pero quién me
conoce en esta región tan lejos de mi gente? Los únicos que me buscan son
pensar en ellos y verlos,
ahora sí clara y nítidamente caminando hacia él con las lanzas en mano, fue un
solo instante. Los mismos que habían matado a su madre lo habían estado
siguiendo con las caras pintadas y los taparrabos de piel de cabra, las lanzas
adornadas con plumas, agitándose por encima de sus cabezas rapadas, con una
franja negra y ancha que nacía de la frente. La marca de la cacería, se dijo
él, murmurando con los labios secos y cortados, mientras los veía avanzar.
Pero Sigur ya no tuvo fuerzas para
retroceder.
La figura de su madre estaba también
frente a él, pero ella en nada podía ayudarlo. Los pasos de los cazadores se
convirtieron en ecos que resonaron bajo el cielo gris, y retumbaron en sus
oídos. Sigur sintió que su cabeza iba a romperse, que caía hacia un pozo
formado en el suelo justo frente a sus pies, y que antes no había estado ahí.
Y desde la capa de humo que el volcán
había creado, que aún seguía dispersándose mientras se disolvía lentamente,
aparecieron pájaros negros como esqueletos emplumados. Las alas desplegadas
eran casi tan anchas como la altura de los árboles, los picos anchos y corvos
parecían estar formados con la dureza de las rocas, los ojos rasgados tenían
pupilas ovales.
Sigur sintió las garras que lo levantaban
de los brazos, y vio sus pies elevarse del suelo, y luego a los hombres
empequeñeciéndose, mientras la llanura iba extendiendo sus fronteras. Los
cazadores se convirtieron en un grupo inofensivo de hormigas enojadas,
amenazando con lanzas tan pequeñas como astillas. La llanura se había
transformado en un manto casi parejo de color verde templado de marrón. En la
cúspide del volcán sólo quedaban las puntas ásperas y todavía rojas de las
piedras ardientes, y la columna de humo seguía formando capas como hongos en el
cielo.
Después descubrió, más allá de las últimas
montañas, la gran llanura azul. Una superficie que se movía con suaves ondas,
un enorme río sin límites.
¿Esto es la
palabra que mi madre pronunció como un comentario más, un cuento que utilizó
para distraerme?
Mar.
Pero yo creo es el
fin del mundo.
El volcán y los
dioses inmersos en el fuego, podrían ser devastados por estas aguas.
Ya no había nubes renovándose desde la
boca de la montaña, ni ceniza ni sombras. Los ojos de Sigur se habituaron
lentamente al brillo del sol que pasaba entre las plumas de las aves que lo
llevaban. El viento frío irritaba las heridas de sus brazos, sentía que las
garras del ave le llegaban hasta el hueso. Pero Sigur contuvo el llanto porque
lo que veía estaba más allá de todo lo que él hubiese podido imaginar alguna vez.
Quizá estaba muerto, se dijo, y sin embargo se sentía más vivo que antes.
Aspiró profundo y cerró los ojos. Sintió el olor que llegaba del mar, claro y
fuerte como una mañana de verano. Ya ni siquiera el frío lo molestaba, porque
no era frío sino aire que le devolvía vida a sus sentidos.
Los pájaros dejaron de aletear y
planearon, acercándose al agua. Sigur había visto lo que de lejos parecía un
tronco flotando a la deriva, pero luego vio las velas colgando de los mástiles,
abombadas por el viento, y las olas golpeando el casco cubierto de musgo.
Los hombres en la cubierta alzaron los
brazos y señalaron hacia Sigur. Se veían agitados, hablándose entre ellos con
entusiasmo. Algunos se habían arrodillado, como si él fuese un prodigio, algo
más que un niño herido y rescatado por unos pájaros que después de todo tal vez
eran sólo eso: aves, quizá buitres por su apariencia, pero con un curioso
instinto de piedad.
Sigur vio las caras
oscuras de los marinos. Los brazos abiertos y la mirada fija en el cielo,
aguardándolo. Tan cerca estaba ahora del barco, que sintió el ruido de las
velas agitadas.
Entonces el ave lo soltó y lo dejó caer
sobre un montón de cuerdas enrolladas. Los hombres corrieron hacia él y lo
rodearon. Los pájaros ya se estaban alejando.
Sigur levantó la cabeza y los hombres se
arrodillaron. Murmuraron después unas palabras que no pudo entender, y uno de
ellos comenzó a hablarle en una lengua extranjera. Cómo él no comprendía, los
otros murmuraron, y otro se acercó y habló en el mismo idioma de Sigur.
-¡Hijo del Pájaro Bienhechor!- recitó el
hombre en una letanía que todos repitieron.
Eran hombres de barba y cabello crespo
dorado, cuerpos anchos oscurecidos por el sol. Vestían con casacas de cuero o
llevaban los torsos desnudos.
Se le acercaron con respeto y se
ofrecieron a curarlo. Lo ayudaron a caminar hasta un sector protegido por la
sombra de las velas, y lo acostaron en un lecho de paja. Mientras uno le
colocaba un ungüento sobre las heridas, otro regresó con comida. El agua que le
dieron era dulce, no el salobre líquido que salpicaba la cubierta.
Dos días después, se había depositado una
fina capa de sal en su piel, y el sol le había dado un color dorado. Preguntó
por el uso de cada instrumento o estructura que veía, ellos le respondieron a
través del único hombre que hablaba su idioma. Pero en cada respuesta había un
temeroso respeto, como si tratasen con un dios niño, cuya ternura tuviese que
ser protegida por la rustiicidad de sus cuerpos.
Era
tan grande la extensión del agua, pensó muchos días más tarde, que ya no le
importaba saber si se dirigían a alguna parte. El mundo parecía reducirse
únicamente a la paz que lo rodeaba, incluso las razones de su ser y sus
recuerdos del pueblo.
El
barco, el cielo y el sol.
A veces las nubes, los hombres ocupados,
los tranquilos y los alegres.
Las sogas y las velas, el hambre que ya
había muerto, y el cosquilleo creado por el vaivén del barco en su cuerpo.
Una mañana se encontraron con otro barco.
Sigur corrió a la borda para escuchar la conversación entre los tripulantes.
Casi podía tocar el otro casco si extendía los brazos. Las voces de los hombres
viajaban de una cubierta a otra por encima del agua.
-El enviado del Dios Pájaro está con
nosotros. Nos ha contado que salió del volcán de los grandes montes que dejamos
atrás hace varios soles.
-También venimos de ahí, pero hallamos
algo distinto. Nos dejaron a este vagabundo que hace tres días está durmiendo
en la cubierta.- Y una risa estridente voló con el viento y se perdió.
Sigur miró hacia donde señalaba el que
había hablado. Un hombre sucio dormía boca arriba. Tenía la figura y los
contornos de la cara levemente parecidos a los de su padre. Pero no alcanzaba a
verlo bien, y además no podía ser él. Sigur lo había visto por última vez
rescatando al abuelo mientras las piedras del volcán comenzaban a cubrirlo.
El otro barco se alejó hasta perderse de
vista, y volvieron a quedarse solos.
Al día siguiente un grupo estaba
discutiendo y peleando alrededor de algo que Sigur no podía ver. Se acercó, y
todos hicieron silencio al verlo. No tuvo que preguntar nada, lo dejaron pasar
y vio a una niña de su edad sentada en la barandilla, balanceando las piernas y golpeando la madera con los talones. Sigur
reconoció a la misma que lo había rescatado en el bosque.
Ella lo miraba tranquila, el cabello
claro agitado por la brisa y la piel muy blanca iluminada por el sol del
mediodía.
-¿Cuál es tu nombre?- volvió a preguntar
él, como la vez anterior, aunque no esperaba en realidad una respuesta.
-Gerda- le contestó.
Ahora sí ella tenía un nombre concreto,
hasta podía tocarla sin temor a verla desaparecer. Pero los hombres la miraban
con desconfianza.
-Apareció de la nada, como los demonios de
la oscuridad-le dijeron a Sigur.
-Me salvó la vida una vez- la defendió
él.- Se quedará con nosotros.
La niña saltó a cubierta y lo tomó de la
mano. Ambos se sonrieron. Los hombres se apartaron, murmurando recelosos.
Durante todo el día, el murmullo de voces
inconformes fue creciendo por encima del rugido profundo y sereno del mar. Si
Sigur fijaba la mirada sobre alguno, de pronto se callaba y no podía saber si
era ése el que había murmurado. Sigur no dejó sola a la niña en ningún momento.
La agarró con fuerza de la mano mientras veía la mirada torva de los otros, que
parecían amenazarlo como antes lo habían hecho los cazadores.
Había caído la tarde y muchos comenzaron a
adormecerse después de comer. Por eso Sigur se sorprendió al ver una sombra
vertical saltando de un mástil, pero ya la mano de Gerda se había desprendido
de la suya. Sigur se trepó a las espaldas de los hombres e intentó golpearlos,
pero lo apartaron como un perro pequeño y lo retuvieron de los brazos. Los
demás levantaron de los cabellos a la niña y la hicieron pender sobre el agua.
-Ha venido a perturbar al enviado del Dios
Pájaro. La devolveremos a su origen.
Sigur gritó que no lo hicieran, pero ya no
había respeto ni obediencia en ellos. Ataron las manos de Gerda a una tabla y
la dejaron colgando sobre el agua. Las olas golpeaban el barco mientras la niña
bajaba y subía según el balanceo del barco. Dos hombres lo vigilaban para que
no se acercara al borde. Se hizo de noche, y Sigur se preguntó cuánto
aguantaría ella, cuánto soportarían las manos de Gerda.
Al amanecer, comenzó a formarse una capa
espesa de nubes negras desde el horizonte que habían dejado atrás durante la
noche. Los hombres se reunieron a mirar ese manto de neblina y humo tan
parecido al que habían visto nacer de la boca de la montaña.
-Es la misma nube que nos perseguía desde
el Sur, el humo negro del volcán sagrado.
Algunos se taparon la cara, otros se
dejaron caer sobre cubierta.
- ¡Viene a buscarnos!
Sigur escuchó los rezos y plegarias que
aquellos hombres tan fuertes ahora ofrecían como niños miedosos. Los dioses del
viento eran los dioses de la niebla. Los que venían a llevarse las almas de los
marinos perdidos en la bruma.
Las nubes se habían extendido por casi
todo el cielo del sur, precedidas por un viento frío, y pronto comenzaron a
rodear el barco con un zumbido ensordecedor. Entonces los insectos invadieron
la nave en camadas que destrozaron todo a su paso. Luego un aleteo fue
creciendo a la vez que la plaga disminuía. Los pájaros se acercaban, con las
alas amplias y completamente desplegadas. Las todavía lejanas figuras de las
aves iban tomando forma mientras los insectos se alejaban. Pero las bandadas llegaron
una tras otra y sobrevolaron el barco. Los buitres se posaron sobre los
mástiles.
La madera crepitó bajo el peso de las
aves. La nave entera se tambaleó. Las alas se replegaban y dejaban espacio para
las que iban llegando. Se distribuyeron con lentitud, casi con parsimonia sobre
los maderos, y siempre había un lugar para otra más.
Cuando parecían haberse conformado con
habitar el barco, sin que el continuo arribo de aves rezagadas se hubiese
detenido, las primeras comenzaron a atacar a los hombres. Las garras se
prendieron a las cabezas y con sus picos arrancaron orejas y narices. Los
hombres trataban de protegerse, pero las aves picoteaban las manos, y luego el
cráneo hasta abrirlo a la luz de la mañana. La lengua de los buitres tenía el
viejo olor de otros muchos muertos.
Pero no habían atacado a Sigur, y su lado
estaba Gerda, protegida por la sombra de las alas.
Los gritos se fueron apagando durante la
tarde, los graznidos también se hicieron más esporádicos y suaves, como fatigados.
Las velas desgarradas se batían suavemente con la brisa.
El crepúsculo se desprendió de la
superficie del mar y se levantó como una gran mancha de carbón encendido.
En la mañana desplegaron las velas sanas,
pero no eran suficientes para arrastrar al barco, la brisa de la noche había
desaparecido. Entonces Gerda miró un largo rato hacia los pájaros posados en
los mástiles, y de pronto éstos abrieron sus alas y las agitaron hasta crear un
viento que levantó bocanadas de aire con olor a heces y sangre. Todas las aves
hicieron el mismo movimiento y olas de alas se desplazaron de madero en madero,
hasta que empezó a escucharse el crujido del casco que despertaba avanzando
sobre las aguas quietas.
Los niños contemplaron los cadáveres.
Sigur iba a cubrirlos. Pero ella le dijo que no lo hiciera.
- Ellos nos salvarán.
Los días transcurrieron con una
mansedumbre propia del tiempo de los dioses. La apacible soledad en medio del
mar hizo crecer una inquietud en el cuerpo de Sigur. Pero los ojos de Gerda,
sus cabellos rubios y la tez tostada por el sol, lo serenaban.
Todos los días caminaban entre los
cuerpos hinchados. Los párpados se habían abierto y las barbas crecido, las
uñas eran también un poco más largas. Después los buitres descendieron para
alimentarse. Fragmentos de carne y de huesos quedaban esparcidos en la cubierta
al final de cada tarde, y los pechos de los hombres eran huecos invadidos por
larvas cuando los pájaros volvían a asentarse en los maderos.
Entonces avistaron tierra.
La nave fue acercándose lentamente a la
playa, en la que una aldea con cabañas se levantaba sobre los acantilados.
Hombres con redes, cuchillos y pescados en las manos se pararon a mirar el
barco. Las mujeres salieron de sus casas y los niños se asomaron a los bordes
de las rocas. Pero las mujeres de pronto comenzaron a correr hacia ellos con
sus faldas llenándose de arena, llamándolos a gritos, como si de pronto
temiesen por ellos. Les taparon los ojos con las manos, porque no debían ver lo
que estaban viendo.
Ese barco precedido por un nauseabundo
aroma, que avanzaba sin viento hacia la playa. Arrastrado sólo por el aletear
de cientos de pájaros negros sobre los mástiles, de velas desgarradas.
*
Los hombres del pueblo que
lo habían cuidado desde su llegada, tenían el aspecto de pequeños osos gordos
que se desplazaban con torpeza con sus gruesos abrigos de cueros y pieles.
Sigur se hizo tan apocado en el hablar como lo eran los otros, que al llamarlo
hacían un suspiro ronco con la lengua entre los dientes al final de su nombre.
Había pasado por varios pueblos antes de encontrar a los hombres del viejo
trineo, que venían de la zona más septentrional para cambiar pieles por
alimentos. Gerda y él habían caminado por la periferia de un pueblo que
llamaban Aldea del Norte, cuando los vieron pasar. Creyeron que iban a matarlos
con las hachas que llevaban colgando de las alforjas, pero los hombres se
acercaron y los recogieron.
Vivieron con dos familias diferentes durante
poco más de quince inviernos. Las mujeres enseñaron a Gerda las labores de la
cocina y la crianza de los niños, y los hombres a Sigur el arte de la caza y la
pesca.
Gerda había crecido hasta hacerse una
mujer hermosa que muchos de los hombres miraban con deseo. Pero ella había
permanecido fiel a Sigur, aguardándolo sin mostrar cansancio o desilusión, y
manteniendo el fuego de la choza hasta que él regresaba de cacería. Sigur le
contaba todo lo nuevo que había visto en las planicies, mientras ella cocía la
carne sobre las llamas, sin dejar de escucharlo y asombrarse de sus palabras.
Él le contaba sobre los lobos ocultos en los bosques de pinos que aullaban en
los crepúsculos, llorando por las almas que subían al cielo, y las auroras eran
el medio para la eterna migración. Eso decían los nativos, y Sigur aprendió a
callarse cuando escuchaba los aullidos. Les estaba vedado matar a los lobos.
Quién iba a saber si los perros, casi sus hermanos de sangre, no se vengarían
alguna vez dejándolos sin movilidad. Las piernas de los hombres jamás fueron
útiles para caminar en esas llanuras de nieve donde el paso humano era menos
que nada.
-Los perros nos salvan la vida todos los
días. Nos llevan y nos traen desde donde hay alimentos- le había dicho uno de
los hombres, mientras comían al anochecer alrededor de las hogueras. El canto
amargo de los búhos llegaba desde los bosques, y era una monótona cortina de
lamentos.
-Los lobos son los dueños de estas
tierras, en las que estamos de paso- dijo el viejo al que muchos iban a pedirle
consejo. Aunque delgado, aparentaba la fortaleza de los troncos, la barba
levemente rizada le ofrecía un rostro de sabia autoridad.
Sigur lo miró atentamente, intrigado. Se
sentó a su lado sobre las pieles los protegía de la escarcha
-Anciano...a veces tengo la inquietud de
que debo ir más allá, me refiero al norte más lejano. Hay una especie de
llamado...
La luna se parecía a una bola blanca
subiendo poco a poco, una masa de tersa frialdad que reflejaba los restos del
sol dormido. Desde la distancia llegaban los aullidos de los lobos, cada vez
más fuertes al avanzar el ascenso de la luna. Los animales debían estar
corriendo entre los árboles, peleando por las presas, lamiéndose las heridas,
apareándose.
-Sus almas - dijo el viejo, señalando al
bosque-son de nuestros muertos. Nos convertimos en lobos para vivir siempre.
Sigur hizo un gesto de sorna, y esto
enfureció al hombre.
-¿Debo arrancarte el corazón para
convencerte?
El anciano se levantó, por primera vez
enojado desde que lo había conocido, con la frente arrugada y un puño
tembloroso. Pero enseguida se serenó, y una de sus manos pecosas, de pálido
rubio, se apoyó en un hombro de Sigur.
-Viaja al Norte, si no me crees. A veces
es necesario ir en su busca.
-¿En busca de qué? Si mi familia quedó en
el sur, por qué debo ir hacia el norte.
El viejo hizo un nuevo gesto de hastío.
-¿No te das cuenta? Las dudas son alas.
A la mañana siguiente, Sigur comenzó a
construir el trineo como le habían enseñado. Le llevó muchas jornadas lograr la
destreza necesaria para hacerlo, pero dedicaba cada mañana a esa labor, antes
de salir a cazar. En las noches desangraba a los zorros, nutrias o castores,
los despellejaba y carneaba, mientras su mujer los cubría con sal. El viento
nocturno secaba el sudor que el vaho de la sangre le producía. Le contó a Gerda
sobre el viaje que planeaba. Ella estuvo de acuerdo, y su aceptación fue algo
más que un signo de tolerancia.
-Sí- le contestó con el tono de quien en
realidad decide.
Cuando llegó el día, se levantaron antes
del amanecer. Los perros ya estaban atados al trineo por quienes habían venido
a despedirlos. Los hombres lo saludaron con un abrazo, las mujeres con un gesto
de reverencia hacia Gerda. Los animales tomaron impulso desordenadamente, pero
Sigur sujetó las riendas con firmeza, y la nieve corrió dócil bajo el trineo.
Miró el perfil de su mujer contra el fondo de nieve, donde únicamente el humo
de las últimas fogatas nocturnas interrumpía el paisaje. Los contornos de Gerda
se acentuaban sobre aquel paisaje, les daba una estólida belleza a su figura.
El camino y las tierras
por las que pasaban le eran familiares, pero no había estado allí jamás.
-A veces uno está seguro de pertenecer a
un lugar- dijo Sigur.
-Es verdad - respondió ella - o a una
misión encomendada.
-¿Qué misión?
-No lo sé. Miro a los perros y se me
ocurre que no somos muy distintos a ellos. ¿Qué nos guía al Norte? Algo que no
podrías decirme, aunque supieras todos los idiomas.
Perros guiando a perros.
Animales migratorios en busca de presas.
Cazadores.
El viaje duró tanto como la vida del hielo
del invierno, y el tiempo que marcaba el árido paisaje tenía los signos inconfundibles
del no tiempo. Un espacio fuera de la conciencia de las cosas. Aire y cielo
iguales a los anteriores y a los que vendrían después. Las regiones
transcurrían apenas diferentes unas de otras, dejadas atrás por el paso de los
perros cansados.
Cuando las provisiones se acababan, Sigur se
detenía a cazar en los alrededores. Gerda encendía una fogata junto al trineo,
aguardándolo. Los perros sufrían. Se acercaban a ella para recibir caricias
junto a la lumbre. Él regresaba
a veces sin haber conseguido nada, ella nunca se lo recriminó. Pero cuando
llegaba cargando las presas, los perros se relamían al olfatear los cuerpos,
gimiendo y empujando con las patas a sus dueños.
En la mañana, el viaje continuaba. Hasta
que ya no hallaron más bestias, ni bosques, ni arbustos aislados, ni siquiera
musgo o rocas. Sólo hielo insalubre y duro, nubes líquidas que descendían como
un goteo constante de la saliva del cielo.
Soportaron el hambre durante muchos días.
Entonces una tarde algunos de los perros
cayeron muertos y los otros se detuvieron. Quedaban diez perros débiles y
flacos, pero sus dientes aún resistían, porque Sigur vio que habían comenzado a
masticar las riendas. Levantaban los ojos de vez en cuando, vigilando a sus
amos. Él miró a su mujer.
-Van a matarnos, Gerda, y podrían
salvarnos, ¿no es cierto?
Necesitaba obtener la aprobación que tanto
buscaba en los ojos a veces duros de su esposa. Ella no dijo nada, pero sus
ojos expresaban consentimiento.
Sigur bajó del trineo y fue acercándose a
los animales con precaución. Los perros lo siguieron con la mirada, sin gruñir,
casi inmóviles. Las riendas eran lo único que los retenía. Pero uno de ellos se
había liberado y caminaba hacia él. Los otros también se desprendieron y avanzaban
detrás.
Sigur tuvo que retroceder. Gerda buscó el
hacha y se la alcanzó. Pero el movimiento despertó definitivamente el instinto
dormido en los cuerpos domesticados de los perros, y los diez lo rodearon.
Sigur intentó vigilarlos uno por uno,
sujetando el hacha con fuerza, que parecía una inútil amenaza frente a ellos.
Los perros empezaron a gruñir, y la saliva resbalaba entre los colmillos. Él
también tenía hambre, pensó. Tanta, que había pensado en matarlos desde varios
días antes. Pero no lo había hecho, y ese error lo estaba pagando. Buscó los
ojos de Gerda con un gesto desesperado. Ella tenía una expresión que le hizo
recordar a alguien. Un rostro de mujer con ojos contemplativos que iban más
allá de aquel momento.
Por los ojos de las mujeres, dijo mi
padre una vez, puede verse el mundo.
El rostro de Sigur recobró la esperanza, y
supo que no había más alternativa que el dolor. Apoyó la mano izquierda sobre
el trineo y se aferró con toda su fuerza, hasta hacerla temblar. Una mano
desnuda esperando que el frío la insensibilizara.
Observó el hacha en su otra mano, como si
fuese el instrumento de una mente separada de la suya, y él fuese alguien que
mirase la escena desde la altura del cielo.
El hacha en su mano derecha, cayendo sobre
la otra y los dedos rodando sobre la nieve a sus pies.
Luego vino un dolor atenuado por el frío.
La sangre se espesó y se detuvo al oprimir
la mano contra el cuerpo.
Sigur dirigió una mirada dolorosa a Gerda,
que le devolvió otra llena de orgullo. Entonces él lanzó sus dedos cortados a
la jauría, y los perros corrieron a devorarlos.
Gerda bajó del trineo y envolvió la mano
de su esposo con telas.
-¡Hay que atacarlos ahora!- gritó Sigur,
suspirando profundo para vencer el desvanecimiento que sentía venir. Agarró el
látigo con la mano sana y lo enrolló en los cuellos de los perros. Los perros
intentaban desprenderse y daban mordidas en el aire con sus lomos erizados, la
boca llena de espuma y saliva, pero sus ladridos decrecieron con rapidez. Los
arrastró uno por uno hacia donde estaba Gerda, mientras ella los decapitaba con
el hacha.
El último, solo y masticando aún los
restos de los dedos de Sigur, levantó la mirada. Los ojos brillaron en medio de
la palidez de la nieve, y se abalanzó de un salto que no pudo terminar porque
Sigur lo recibió con la punta del puñal. Al final de la tarde, cuando el
naranja intenso del sol se ocultaba, todos los perros estaban muertos en el
hielo.
Sigur se dejó caer al suelo, y Gerda
corrió a ayudarlo. Intentó verle la mano herida, pero él la escondió de nuevo
entre las telas manchadas de rojo.
-Estoy bien ...estoy bien... -repetía,
mientras el aliento se escapaba laxamente de su pecho. Los párpados se le
cerraban, y su cabeza se apoyó en las manos de Gerda.
Ella frotó su espalda para darle calor, y
sintió con alivio la respiración leve pero rítmica de Sigur.
Por quince días se quedaron en el mismo
lugar. Sigur deliró durante las primeras noches, soñando con las aves que nunca
había vuelto a ver desde niño, y a veces pensaba en ellas, como esperando que
regresaran para salvarlos.
Ella y él contemplaban el interminable
ciclo del sol en el horizonte por las tardes. El color de la nieve se había
convertido en el blanco de sus ojos. Destruyeron el trineo y con las tablas
levantaron un refugio para morir con cierta dignidad. Los cueros secos de los
perros les sirvieron de abrigo. La carne se les estaba acabando. Por las noches
el viento se hacía más fuerte, y los arrastraba en el sueño hacia el camino
lento, la gradual pérdida en la carrera de la sangre.
Sigur sintió una mañana que su mujer lo
sacudía para despertarlo, señalando hacia un grupo que se les acercaba. El
muñón le palpitaba y ardía como fuego. Estaba mareado, pero hizo un esfuerzo
por levantarse y tomar las armas. Gerda lo ayudó.
Observaron a los hombres y mujeres que
caminaban hacia ellos. Su aspecto no era distinto al de los habitantes de más
al sur, bajos de estatura, su robustez mantenía el calor como antorchas
encendidas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, vieron que el grupo
tenía más de de veinte personas. Pronto
se detuvieron y dos se adelantaron al resto.
El más viejo era un hombre de barba
entrecana, que caminaba con un bastón de madera nudosa. Comenzó a hablarles en
un dialecto que no entendieron, aunque percibían sonidos conocidos. La voz
gutural poco necesitaba del movimiento de los labios, y el aliento despedía
cálidos hálitos de fogatas recién apagadas. El otro intentó hablarles en el
dialecto del Sur, pero dudando e interrumpiéndose cada dos palabras.
-Vimos a los pájaros negros en el cielo
del septentrión hace largo tiempo, vienen cada centuria a anunciarnos los
cambios. Hemos estado esperando algún extranjero desde entonces. ¿Eres el hijo
del Pájaro Bienhechor?
Sigur no sabía cómo responder. Hizo un
gesto de inquietud hacia Gerda, pero ella apartó su mirada como una madre que
lanza a su hijo a enfrentar al mundo. Entonces él dijo casi sin pensar:
-Tal vez yo sea a quien esperan.
El más viejo levantó un brazo con la mano
abierta hacia los que aguardaban detrás. El grupo completo se acercó y los
rodeó para darles la bienvenida con gritos mesurados. Algunas mujeres se
llevaron a Gerda para preparar los alimentos, y los hombres se sentaron a
hablar frente al fuego. Uno por uno estrechó la mano sana de Sigur, mientras
observaban con respeto las telas manchadas del muñón.
*
Permaneció en la región
durante cinco inviernos. Acompañaba a los demás cuando emprendían expediciones
en busca de arroyos o lagos bajo el hielo. Aprendió a escuchar el sonido del
agua y sentir su vibración bajo el suelo. Pero un tronar constante que se
confundía con el viento y los ríos, llegaba desde el norte.
Es Thornmeld, blandiendo su hacha sobre el
sol, le habían dicho un atardecer, cuando los hombres se ponían a limpiar las
lanzas junto a la hoguera, y el sonido de las lanzas imitaba el entrechocar de
las armas del dios.
Le enseñaron a construir arpones para cazar
animales bajo el hielo. Las entrañas manchaban la nieve con grandes goterones
rojos, y el intenso calor que brotaba de los cuerpos los hacía recordar la
tibieza de un lecho conyugal, como si fuesen ellos los que penetraban en el
cuerpo de las hembras para cubrirse y regresar al origen. Sentirse niños que
volvían como hombres junto a sus mujeres, a sus estrechos mundos individuales.
Sigur comenzó a destacarse por su
destreza. Sabía interpretar el viento y su probable variación a lo largo de las
tardes, distinguir los colores del sol y sus auras, las amplias nubes de aves
migratorias que aparecían desde el norte y se perdían hacia el sur. Sus hombros
se hicieron fuertes, su cuerpo más resistente, y soportaba el frío sin
lamentarse.
Durante las noches del verano relataba sus
recuerdos del volcán y de su madre, del viaje en barco y de los pájaros. Los
hombres escuchaban sus palabras dejándose mecer por el curioso acento
extranjero de Sigur. El calor de las fogatas en que las mujeres cocían la carne,
el olor de la grasa al quemarse, los envolvía y enlazaba más fuertemente aún
que la sombra del crepúsculo.
Les habló del lejano país donde no existía
la nieve, donde el calor llegaba desde las grandes montañas creadoras del
fuego. Relató su viaje, y la forma en que había matado a los perros.
-Nadie mata esos animales, ellos nos
sustentan- le recriminó alguien una vez.
-Lo hice por sobrevivir- se defendió.
Pero después el resquemor con que habían
reaccionado se transformó en respeto. Tal vez la carne de los perros lo había
provisto de la fuerza y resistencia que lo caracterizaba, se decían entre
ellos. Cuando él los acompañaba a cazar, siempre regresaban con más presas,
cargando sobre los hombros el doble de peso que los demás. Los cabellos rojos
de Sigur se cubrían de escamas al llevar las redes, y los pescados se
balanceaban a su espalda.
Un día, mientras pescaban, Sigur vio a uno
de los hombres acodarse junto a un chorro de aguas claras que brotaba entre las
rocas y ponerse un paño frío sobre un hombro lastimado. El hombre había dejado
al descubierto una gran mancha.
rojo sol
Una cicatriz
pezuñas
extensa, atravesando el vientre,
tierra verde
contrastaba en su blancura con el resto de
la piel.
frutos
-¿Quién fue?- preguntó Sigur alzando la
voz con fuerza casi sin darse cuenta, para hacer callar los extraños sonidos en
su cabeza, expulsarlos con las voces de seres de carne y hueso.
El hombre se levantó y se desprendió el
resto del taparrabo, hasta que todo su cuerpo quedó descubierto. Había más
cicatrices, largas, anchas y entrecruzadas frunciendo la piel como una tela mal
cosida.
esferas que nacen
-Los que se han enfrentado al gran oso
blanco, y no tienen esto - dijo señalando sus heridas-están muertos. Es el
mínimo recuerdo que deja.
Después uno de sus hijos lo ayudó a
vestirse, pero él siguió hablando. Sus palabras temblaban como el agua del
arroyo.
lluvias, aromas
-No solamente no nos deja entrar a su
territorio, donde hay más y mejores carnes. Ha matado a muchos de los cazadores
que se aventuraron a intentarlo. Devora a nuestros hijos con maldad, como si
quisiera vengarse...
Sigur no pudo ver el brillo en los ojos
del hombre, oculto tras el pecho de su hijo mientras se dejaba vestir.
-Mis dos hijos mayores murieron entre sus
dientes...
Y el único que sobrevivía, miró a Sigur.
rojos brotando de un pecho blanco
el sol se derrumba
tierras
dolor
la herida se abre, las pezuñas se
manchan de rojo, la sangre se espesa con lentitud, y toma la forma de una
esfera que brilla sobre los campos y los bosques de un mundo extraño. Una
tierra de claros amaneceres con nubes blancas que caen para crecer entre las
plantas, ocres crepúsculos de flores estallando en el cielo, abriéndose hasta
crear una tierra verde igual a la otra, la que vive bajo el agua. Lluvia de sombras
verdes. Aromas que se elevan desde la tierra, perfumes de alfalfa, de pasto
mojado, de animales apareándose. Polvo de heces que cae del cielo. Semen que
brota de fuentes de la tierra. Criaturas que se gestan con gritos y gemidos.
La tierra muere de la misma manera que
nace.
La esfera se hunde otra vez, se oculta y
se alimenta.
La tierra sin dueño.
El alma sin cuerpo.
Los bosques perdidos.
Dio un grito y un golpe de puño sobre
la madera del camastro. Gerda lo había agarrado del brazo, y lo consolaba.
-Fue una pesadilla, nada más-lo consoló
ella con voz de agua.
Entonces le contó su sueño, mientras Gerda
lo escuchaba en silencio, mirando el movimiento de los insectos en las tablas
del techo, asintiendo a cada palabra de su esposo como si ya las conociera.
-Cuando vi la cicatriz, creí que estaba
viendo una mancha en el cielo del norte. Un desgarro en la piel y un sol que
nace de la herida.
-¿Y qué hace el sol?- preguntó ella.
-Vuelve a hundirse, pero no sé donde, en
otro cuerpo, en otro lugar.
-¿Eso lo has soñado o lo has visto?
-Lo vi mientras miraba al hombre. Estaba
allí pero me sentía lejos. A veces pienso en mi madre, puedo verla en pleno
día, mirándome mientras ando por los caminos, desde lo alto de una colina, a
veces en la nieve que corre a ras de tierra y luego se levanta en torbellinos.
Un centelleo fugaz atravesó el cielo y se
filtró por las rendijas de la cabaña, brillando en el sudor de la cara de
Sigur. Él se cubrió la cara y su mujer lo acarició.
-¡El oso me llama, allí está!- Se levantó
para correr hacia la puerta de la cabaña. Afuera la penumbra y el silencio era
respuestas intolerables. Su cara se deformó en el esfuerzo por distinguir algo
en la oscuridad, por ver los ojos del animal que creía estar oliendo. Gerda se
acercó a ambos se apoyaron en la pared del umbral.
-Debes ir- dijo ella, señalando el norte.
En la mañana, Sigur reunió a sus vecinos.
Ellos se miraron después de escucharlo, preguntándose si Sigur se había vuelto
loco. Trataron de hacerlo cambiar de idea.
-Cuando te contamos lo del oso...- comenzó
a decir el hombre de las cicatrices.
Sigur no quiso dejarlo terminar.
-No tiene que ver con ustedes, sólo
conmigo, y ni siquiera estoy seguro de eso. Lo que les pido son consejos sobre
cómo matarlo.
Los hombres se entusiasmaron con la idea
de que alguien de su pueblo tuviese la valentía de enfrentarse al oso. La
bestia había mantenido su dominio sobre el noreste durante demasiado
tiempo.
-Hace mucho que vigilo los ríos y las
crecidas-dijo uno de los jóvenes- las épocas en que los peces vienen desde las
aguas del norte. Es la zona de desove más grande. Si la conquistamos, tendremos
alimentos todos los inviernos. Iré a ayudarte.
Pero el padre del joven apareció
abriéndose paso entre los otros y lo agarró del brazo. Le murmuró una
reprimenda al oído mientras miraba a los demás. Sigur dijo:
-No voy a arriesgar vidas que no me
pertenecen. Mía es la decisión y el riesgo.
-Y también la gloria, si lo vences- le
contestó el otro, como si desconfiase del verdadero propósito del viaje.
Sigur no respondió. Decidieron que saldría
dos días después, y regresaron a sus chozas en busca de las mejores armas que
tuviesen para ofrecerle. Cuando volvieron al otro día, el cielo estaba
despejado y se reunieron en grupos fuera de la cabaña para elegir de los
arpones y los cuchillos. Los hombres miraban a Gerda, erguida a la puerta de su
cabaña, iluminada por el sol del mediodía, cosiendo retazos de pieles que Sigur
vestiría para la cacería. La veían valiente y orgullosa, tan diferente al resto
de las mujeres, que parecían niñas frente a ella.
-El puñal del viejo Armsted es el
mejor...- decía uno de barba corta.
-¡No! El de mi padre es más nuevo...- lo
contrariaba otro.
Sigur escogió su arsenal, pero si el viaje
iba a ser tan largo como esperaba, sólo debía cargar lo necesario más las
reservas de alimentos.
-Es época de alumbramiento, el oso será
más feroz que otras veces- le advirtieron.
Algunos lo negaron y comenzaron a discutir
con el que había hablado.
-Está bien...- los interrumpió Sigur, y
quiso atenuar su preocupación.- Me verán volver vestido con su piel. Se los
prometo.
-No nos prometas nada- le dijo el hombre
de las cicatrices.- Tuyo es el asunto porque lo pediste.
*
Bandadas de
pájaros negros atravesaban el cielo cubierto de nubes grises. Un tamiz de nubes
en diversos tonos de blanco y negro. Negro tormentoso con centelleos de
relámpagos. Blanco sucio, como gotas de barro brotadas de una ciénaga.
Aleteaban a ritmo
pausado, con las anchas alas desplegadas. El viento entre las plumas. Los
acompasados aleteos sólo perceptibles por el brillo del sol a través de las
nubes en espiral.
Dos, tres, cuatro
movimientos, y los pájaros seguían avanzando en una perfecta serie de hileras
sin fin, sin molestarse, sin que las alas chocasen. No existía error en esas
largas caravanas aéreas determinadas por antiguas generaciones. Miles de aves
que volaban de una región a otra entre las nubes o por encima de los árboles o
en medio de la lluvia.
Las bandadas se
dispersaron y otras nuevas aparecieron desde el norte. El zumbido de las alas
descendió hasta extenderse por sobre la superficie del mundo, y el chillido de
los picos corvos se fue perdiendo hasta más allá mucho más allá del horizonte.
Gritos que dejaron de ser gritos en su implacable unicidad para convertirse en
ecos, silbidos que llegaban del cielo como si los dioses estuviesen soplando
sobre los bosques.
Pero de todas esas
aves, un pájaro se apartó. Se fue separando de los otros muy despacio, hasta
bajar a la altura de los árboles. Y allí su tamaño creció.
Lo que parecía un
ave de contornos delgados, la grotesca y desnutrida imagen de ave migratoria,
se convirtió en la bestia de pico ralo, ojos rasgados con pupilas ovales que se
abrían y cerraban como bocas de peces. Su cuerpo era un conjunto de músculos
fuertes que se movían al tiempo de una quejosa respiración. Las alas eran como
grandes ramas verdiazules, con manchas rojas y doradas, que comenzaron a
desplegarse hasta tener el largo de muchos cuerpos.
El pájaro se posó
sobre una roca, y volvió a cambiar de forma una vez más. Miraba a sus
compañeras en el cielo, como el que deja algo para siempre en busca de otra
cosa más deseada.
La transformación.
La metamorfosis
del ave en una niña. El oscuro plumaje en el matiz tostado de una piel suave.
Los ojos grandes en marrones ojos de mirada humana. Las alas en brazos
delicados, y las garras en pies.
La niña estaba
ahí, frente a él, observándolo. Extrañamente familiar para su maltratada
memoria, recuerdos abolidos para sobrevivir, atenuados, cubiertos de ceniza
pero firmes como madera.
Una niña que pudo
haber sido madre o hija, esposa y amante o todo ello al mismo tiempo. Pero
ahora era lo que había venido a ser.
La que estaba a su
lado en el lecho. La mujer llamada Gerda.
Sigur despertó agotado e inquieto. Miró a
su lado, Gerda seguía durmiendo.
Siempre soñaba lo mismo después de un día
de mucha labor, con las marcas habituales del cansancio en el cuerpo, los
músculos débiles y un sopor que le cerraba los párpados. Pero especialmente
cuando el ansia lo impulsaba a deshacerse del pensamiento y lo hacía temblar
mientras cortaba madera para el fuego. Cada golpe era un intento por evitar ese
sueño, pero regresaba casi cada noche. Y en las contadas veces en que no
soñaba, se entristecía. A la mañana siguiente y durante todo el resto del día,
deseaba únicamente volver a dormirse y no despertar hasta verlo cumplido una
vez más. Porque el sueño tenía la cruel virtud de recordarle el día que su
madre había muerto, y él había huido del bosque.
Acarició el cabello de Gerda, y dijo:
-Voy a volver, no te preocupes. Ya me
enterraron una vez, ¿no es cierto?
Gerda apoyó su cabeza sobre el pecho de
Sigur, sintiendo el aroma del aceite que ella le preparaba cuando iba de
cacería para aislar su piel del frío.
Luego partió. Las botas de cuero de focas,
que había reforzado hacía tiempo con la piel de los perros que había matado,
casi no dejaron huellas en la dura nieve de la noche anterior. Llevaba la bolsa
con las flechas a la espalda, y el arco sobre el hombro. Una alforja con carne
salada para el viaje colgaba de su cuello.
Caminó por la orilla del río. Le habían
dicho que el territorio del oso estaba río arriba, más allá de una barrera
infranqueable que marcaban los huesos que le habían servido de alimento. Cruzó
las aguas congeladas y siguió hasta encontrarse con cavernas obstruidas por la
nieve.
Cavó una fosa poco profunda y aguardó.
Arrojó la carne no demasiado lejos. Puso trozos de hielo suelto detrás de él,
para escuchar a la bestia si se le acercaba -quizá el cebo no llegara a
engañarla- y continuó vigilando las entradas a las cuevas.
Sólo pudo escuchar el silbido del viento
durante casi toda la tarde. Un amplia sombra gris comenzó a extenderse desde el
norte, pero él sabía que nunca oscurecería del todo.
Pasaron dos días, y el animal no se había
presentado. Aquella tardanza, esa ausencia, era más perturbadora que el frío o
el hambre. Se sintió rodeado por la espera, como si ésta se hubiese encarnado
en el silencio y en las formas de la nieve. Por un momento pensó que los ojos
lo engañaban al no mostrarle más que la superficie árida del mundo, la opacidad
de la noche que no era noche ni día, y estaba allí, empujándolo hacia abajo,
enterrándolo.
En la madrugada, un fragmento del sol
empezó a alumbrar la nieve. Estiró sus músculos entumecidos, pensando que tal
vez la bestia no aparecería nunca, cuando finalmente la vio salir de una de las
cuevas.
Era más grande que cualquier otro animal
que hubiese visto antes, de un pelaje blanco interrumpido sólo por los ojos, el
hocico de puntos grises, y las garras que dejaban huellas de su sombra al
caminar. Detrás, lo seguían dos crías.
La hembra estaba sola con sus hijos.
El oso más pequeño se tambaleaba, una
mancha roja le cubría el lomo. Otro animal lo había atacado, pensó Sigur, y no
podían migrar. Por eso ella estaba ahora en busca de alimento, malhumorada y
poco complaciente. Daba vueltas frente a la entrada, resoplando y empujando a
las crías con el hocico para que regresaran a la cueva, pero volvían a salir.
Sigur se levantó con precaución después de
comprobar que el viento soplaba en sentido opuesto y no llevaba su olor.
Esperaba que ella se acercase, pero la osa tardaba en avanzar empujando a sus
hijos. Sigur pensó en la vez que su madre había seguido a su padre al bosque
cuando estaban comprometidos. Ella le habló del miedo, de la sensación de verse
perseguida y atrapada, de las manos de los cazadores sobre las lanzas. Y ella
había pensado, le dijo entonces, en los hijos que tal vez no tendría.
El animal dejó de insistir en su intento
de mantener protegidas a las crías, y se fue acercando despacio hacia la carne
que esperaba en la nieve. El sol de la mañana se reflejaba en el pelaje de los
osos con tonos blanquecinos y dorados. Las crías caminaban tropezando o
saltando con sus patas cortas. La más enferma aún permanecía lejos cuando la
sombra de una nube la cubrió.
Sigur no tenía mucho tiempo, sólo una
oportunidad para arrojar la flecha certeramente y en el momento exacto.
Levantó el brazo con el arpón. La delgada
sombra de su cuerpo llegaba hasta la osa. El animal levantó la cabeza y lo
miró, pero Sigur lanzó el arma. Sólo se dio cuenta cuando el arpón ya estaba en
el aire, en ese indefinido instante de su recorrido, que una de las crías había
alcanzado a su madre, y la lanza se había clavado en ella.
el
miedo es más rápido, designio de los dioses, restos de sus lágrimas, grietas en
el alma de los hombres
no hay manera de
huir del miedo
Comenzó a correr sin mirar
atrás, y oyó los primeros pasos de la hembra tras él. Pero ella se detuvo.
Sigur se dio vuelta, vio los gestos que hacía la osa por reanimar a su cría,
empujando el cuerpo con el hocico, mordiéndolo para despertarlo. Entonces
levantó la vista otra vez hacia él, y en esos ojos había más fuerza que en los
músculos. Era una mirada de odio casi noble por tan puro, una furia de belleza
irreconciliable con lo humano.
Ella emitió ahora unos sonidos extraños,
como gritos y alaridos entremezclados, como si un hombre y una bestia gritaran
a la vez en forma discontinua. Sigur recordaba que el anciano de la aldea le
había dicho que los muertos ocupaban los cuerpos de los animales. Trató de
mantenerse sereno y preparó el arco. El animal se le acercaba con rapidez. La
nariz dilatada despidiendo el blanco aliento, los colmillos como dos largas
gotas de leche congelada.
Sigur levantó el arco y lo sostuvo en el
pliegue del muñón de su mano izquierda. Puso la flecha y tensó la cuerda con la
mano sana.
Temblaba a pesar suyo, los dedos flaqueaban,
la vista se le hizo una sola mancha blanca.
Disparó.
La osa dejó de correr por un momento,
pero luego siguió avanzando más lentamente. Por instantes se caía sobre una de
las patas, y volvía a levantarse.
Sigur disparó varias veces más. Pero ella
continuaba acercándose, esforzándose por llegar a él, mientras la furia
transformaba su cara en otra cosa más parecida a un humano que a un animal. Y
recién cuando muchas flechas se clavaron en su cuerpo y el pelaje se tiñó de
rojo, dejó de correr.
Las manos de Sigur tiritaban. Cerró los
párpados y esperó, como si eso fuese suficiente para tornar los hechos a su
favor. Luego volvió a abrirlos.
Tumbada en la nieve, la osa aún vivía. La
mirada brillaba con el sol blanco reflejado en sus ojos, lo estaba observando a
él fijamente.
Y Sigur escuchó que le hablaba
era un hombre alto, de rostro fino y nariz
corva. El cabello largo y entrecano tenía suaves ondas. Al ir de cacería sus
músculos se tensaban, las arrugas desaparecían. Un día lo seguí para conocer el
bosque del que tanto me hablaba. Fui tras él con sigilo, pisando donde él
pisaba para no ser oída, y con respirar muy bajo y contenido.
Ese mundo me maravilló. Los árboles
frondosos de tantas formas y hojas diferentes, las flores que nunca antes había
visto, el canto de las aves parecido al arrullo de los dioses del sueño. El sol
penetraba el follaje, y al pasar la mañana, el calor me obligó a detenerme y
descansar.
Entonces escuché unos pasos. Tal vez mi
padre me había descubierto, aunque también podía ser un animal, no sabía por
entonces diferenciar la calidad de las pisadas. Quise esconderme, pero los
pasos parecían venir de todas partes, y tuve miedo. Ya me imaginaba muerta en
la hiedra, a mi padre llorando a mi lado sin consuelo. Las hojas ya ni siquiera
lograban cubrirme, y el llanto me delataba. Entre las ramas vi los ojos de un
lobo, que se acercaba lentamente, casi no parecía moverse. Pero la expresión no
era amenazante, como si sólo estuviese explorando.
Soporté el miedo todo lo que pude, pero
se me escapó un grito al verlo ya tan cerca. Una mano surgió de la espesura, y
pensé que era una garra transformada en una mano humana, el espíritu de la
bestia que se había convertido en hombre para engañarme. Pero esa mano me
sujetó del brazo y me arrastró lejos del peligro.
Después de desahogarme llorando, descansé
en las rodillas de mi padre. Lo miré entre
los párpados heridos por las lágrimas, y temerosa de su castigo. Él me
observaba con las cejas fruncidas y la mirada seria.
“La desobediencia, hija, es el peor de los
defectos. El único que terminará matándote antes de la vejez.”
Dije que sí con la cabeza y me sequé los
ojos. Su voz no tenía furia, tampoco piedad.
“Tuviste el privilegio de que fuese tu
abuelo y no otro el que encontraste, sino yo no habría alcanzado a salvarte.”
No entendí al principio. Mi abuelo estaba
muerto y no lo había conocido.
“Cada vez que vengas al bosque verás
lobos, zorros, osos, aves. Muchos de ellos son animales de almas humanas. Son
los espíritus de los muertos que toman lugar en los cuerpos de las bestias. Por
eso me aseguro bien antes de matar.”
Me tomó de la mano y recorrimos
juntos el camino de regreso. Comenzó a
contarme que mi abuelo y todos sus ancestros habían vivido al noreste del
Droinne, donde desaguan las corrientes del río hacia el gran mar, en las playas
de acantilados bajos y surcos rocosos, donde nacen los bosques. Antes, hacía
mucho tiempo, cuando aún ni siquiera mi padre o mi abuelo habían nacido, el río
fue depositando tierra y pedruscos hasta
formar las colinas en la que crecen ahora los abetos. Hacia el sur, la barrera
de árboles cada vez se extendió más hasta proteger la zona del frío del norte.
Detrás, el mar continuaba luchando contra las rocas, y el viento contra los árboles.
En los bosques crecieron todos nuestros
ancestros. Pero un día los pueblos que venían del sudoeste, avanzaron en busca
de nuevos territorios. Hubo guerras, batallas incontables. Los hombres de
nuestro pueblo resistieron, y habrían podido luchar mucho tiempo si una fuerza
extraña no hubiese apoyado a los invasores. Nadie supo quién o qué multiplicó
las armas y les enseñó curiosas estrategias y trampas contra nosotros. Las
ancianas que se dedicaban a llamar a los espíritus, dijeron que esa raza de
piel más oscura y ojos marrones, tenía una virtud peculiar. La llamaban
percepción de las voces, porque eran capaces de oír sonidos tan hermosos que
sólo podían provenir de los dioses. Y porque los divinos seres estaban de su
parte, ellos avanzaban conquistando, sin piedad de los que quedaban atrás.
Mataron a la mayoría de los hombres, y sólo los niños sobrevivieron después de
huir con sus hermanas y madres hacia las cuevas de la costa norte. Desde allí
regresaron una generación más tarde, con otros nombres para no ser reconocidos.
Uno de ellos fue mi abuelo. Los invasores habían deshecho el producto de muchos
años de progreso, adoraban a dioses crueles, cazaban sin medida ni misericordia
y tenían criaturas con sus propias hijas o hermanas.
Mi padre y yo caminábamos entre la
vegetación oscurecida, mientras la luna subía. Creí ver en las sombras los ojos
de esos hombres de lo que él me hablaba, y me aferré fuerte a su mano. Me dijo
que las viejas del pueblo habían recurrido a una antigua hechicera, a la que
ninguno de los hombres había visto antes, pensando que sólo se trataba de una
leyenda inventada por sus mujeres. Jamás presenciaron las tratativas, las ocultas
reuniones entre la Hechicera
y las demás ancianas en los claros del bosque. Pero cada mañana, quedaban los
restos de fogatas apagadas, fragmentos carbonizados de madera o cuero, ya sin
forma. Todos comentaron entonces que
pronto comenzarían los preparativos para una nueva batalla; pero el tiempo
transcurrió, sin proclamarse la guerra.
La gente fue olvidando, y las mujeres
volvieron a su rutina. La juventud de mi abuelo pasó, relegado él y su pueblo a
vivir desterrados, migrando, aunque con el pensamiento siempre en los intrusos.
No sabían cómo vencer a esas familias de hábitos salvajes. Una de las más
temidas se hacía llamar Reynhold, y en ella habían nacido varios perceptivos.
Fueron éstos el único obstáculo frente a nosotros, como una muralla de hombres,
de ojos abiertos día y noche, descubriendo cada uno de nuestros intentos por
reconquistar la tierra.
La generación anterior a la de mi abuelo
comenzó a morir. Fue en ese tiempo cuando las viejas retomaron su tarea de
sabias. Al terminar los funerales se quedaban solas ante las tumbas, sin
permitir siquiera la compañía de la familia del muerto. Durante toda la noche
siguiente se escuchaban sus voces y gemidos, el roce de las palmas frotadas
contra la tierra recién removida, el repiqueteo de los pedruscos bajo los pies
desnudos. Después, los hombres comenzaron a decir a sus mujeres que más
animales habitaban los bosques. La gente se reunía en las noches para planear
expediciones, pero muchos se negaban. Decían haberse enfrentado con nuevas
camadas de lobos extraños a los que no se atrevían a matar. En los ojos de esos
animales brillaba el reflejo de una luna deforme. Entonces uno de los hombres,
mientras escuchaba a los otros, se cubrió la cara con las manos para ocultar
sus lágrimas. Todos lo miraron, y sin que nadie se lo pidiese, empezó a contar
lo que había visto. La noche anterior había encontrado a su hermano, que estaba
muerto desde que era un niño, acariciando el lomo de un lobo entre los troncos
caídos. Un escalofrío le recorrió la espalda, y tuvo que bajar la flecha que
había apuntado hacia la bestia. El espectro de su hermano se sumergió en el
cuerpo del animal.
Cuando llegamos a la choza, alumbrada por
el fuego en el que mi madre calentaba la comida, nos detuvimos. Antes de
entrar, mi padre dijo:
“Tu abuelo no pudo elegir, tuvo que ser un
lobo al instante de su muerte. Pero será también mi privilegio y el tuyo elegir
nuestra morada.”
La voz desapareció para confundirse con
las voces del viento. Sigur cayó sentado en la nieve. Llevó sus manos a la cara
sus manos, miró entre los pliegues de sus dedos el cuerpo caído, y el recuerdo
de la violación y la muerte de Sila se formó sobre la nieve. Calor sobre frío
alternándose en las imágenes que había querido olvidar. Pero hoy ya se sentía
un hombre, y no había tiempo para excusas ni postergaciones. Los sueños se
habían encargado de reforzar el dolor y la angustia de su soledad mientras ella
desaparecía sobre los brazos de los cazadores
madre,
me has abandonado
será porque miré
sin hacer nada para ayudarte
y además esta
carga: el nuevo conocimiento
a veces podría
odiarte, madre, a veces puedo amarte y odiarte al mismo tiempo
Se dio cuenta de que necesitaba una prueba
de su hazaña. La ira se concentró en la ríspida excitación de sus músculos, y
debía deshacer algo entre ellos.
Destruir y mutilar.
Y allí había un cuerpo que necesitaba
inmolación.
Primero cubrió la cabeza, -por nada del
mundo iba a mirar esos ojos otra vez- y fue desprendiendo la piel. Tiró de ella
mientras con el muñón la separaba el tejido de la grasa y la carne. Una
telaraña de sangre fluyó con delicadeza y se fundió como flores rojas en hielo.
Reparó los orificios de las flechas con
una mezcla de grasa. Así pudo confeccionar su nueva vestimenta. Se desnudó y
permaneció parado un rato al ver la sombra de su cuerpo sobre la nieve. El
viento le hablaba al oído, le hacía caricias con manos cóncavas y muertas. Era
grato imaginarse para siempre solo en medio de la nada. Sin pensar en el mundo
que se le había venido encima, en el inmenso trabajo futuro que cargaría en sus
hombros.
¡Oh dioses, sientan mi flaqueza y mi
corazón pequeño!
Mi espalda no es más fuerte que la de un
hombre solo.
¡Oh, madre, por qué a mí!
El mundo, la gente que lo puebla, me
abruma.
La carga de mi raza, el peso de la especie,
sobre la espalda.
La esperanza y la redención, en mis brazos.
Las plegarias, los llantos, los gritos,
encerrados en los puños.
Y la supervivencia de un pueblo en mis
ojos.
Nadie ha nacido para esto, ni puede
enseñársele tampoco.
Entonces se vistió con la piel de la osa,
e hizo también un gorro con los fragmentos sobrantes, y comenzó a caminar hacia
su hogar.
Durante casi cinco días, el retumbar de la
maza del dios Thornmeld pudo escucharse desde el Norte. Y toda la noche
anterior a su regreso sonaron los golpes, todavía más fuertes, en el cielo
rojo. Sigur miró las auroras boreales, por si alcanzaba a distinguir la forma
del dios dibujada en el horizonte, pero nada vio. Se sentía abandonado a pesar
de aquel sonido, que ahora parecía solamente un fenómeno más de la naturaleza.
Una mañana vio las columnas de humo,
elevadas igual que pilares sosteniendo el cuerpo de los dioses, o las dudas
crecientes sobre los dioses. Las primeras chozas del pueblo fueron surgiendo
como pequeñas hormigas sepultadas en la nieve.
Los hombres lo reconocieron al verlo
llegar vestido igual a un rey de las estepas, con la gran capa blanca cayendo a
sus espaldas, los cabellos rojos y la barba cubierta de escarcha. Corrieron
hacia él y lo rodearon, pero no se atrevieron a poner un solo dedo sobre la
piel de la osa, ni a tocar las armas que él había traído de vuelta. Ya muchos
otros se estaban acercando ahora. Las mujeres lo siguieron a cierta distancia y
con las cabezas gachas.
Cuando Sigur llegó al centro de la aldea,
les dio permiso para besar la piel del animal, mientras él caminaba entre la
gente. Los gestos de asombro y afecto, de sumo respeto, formaron un halo de
veneración a su alrededor. Y se dirigió con lentitud, interrumpido por los
ademanes piadosos del pueblo, hacia la cabaña donde su esposa lo aguardaba.
*
Acostado y con la vista
fija en los tablones del techo, no pudo descansar en casi toda la noche,
dejando que los tiempos de su vida
la
extensa vida antes de mi vida, lo que viví siendo otros, siendo ellos en mí,
hasta obtener la experiencia de las generaciones
volviesen uno tras otro
desde su memoria, sin orden ni medida. El sol brillaba con opacos destellos en
el amanecer, el fin de la luminosa noche inundada de recuerdos.
Así debía ser, se dijo, la ansiedad que
agradaba a los espíritus malévolos, siempre atentos a la vigilia de las almas
intranquilas. Cómo no sentir inquietud, entonces, si lo esperaba la tarea de
convencer a los demás del destino al que estaba condenado, como el sol de
aquellas regiones a no hundirse nunca.
Apartó las mantas, sin que Gerda
despertase. Miró su desnudez y volvió a cubrirla. Se vistió con pereza y
cobardía. Lo afligía el olor de la madera ardiendo, el calor del lecho, el
aroma de la piel de su mujer, la plácida sensación de la muerte del sueño y su
despertar. Todo esto lo retenía allí, diciéndole: No vayas, y vivirás para siempre. Su cuerpo, cultivado en las
tareas de la caza y la construcción del hogar, le hablaba, las viviendas del
pueblo que veía desde la cabaña, el color del frío amanecer en el horizonte,
trayendo la soledad igual que una mujer estéril trae el vacío a su alrededor.
Gerda se levantó. Sacaron las vasijas de
leche que almacenaban entre cubos de hielo bajo el piso. El ruido del hielo al
romperse entre las manos de Gerda, el olor de la leche al calentarse, todo esto
lo recordaría más tarde. Bebieron, mirándose a los ojos mientras entibiaban sus
manos sobre las vasijas. Se besaron.
Sigur salió. El viento había amainado un
poco y arrastraba la nieve que había caído esa noche. Sus amigos lo estaban
esperando junto al trineo. Amarraron a los perros, ajustaron las provisiones y
buscaron en el cielo señales propicias para el viaje. Algunos se habían puesto
a rezar. Sigur se detuvo una vez más antes de partir. Había escuchado que Gerda
le decía algo, en un murmullo.
-¡¿Cómo?!- preguntó, gritando por encima
del viento. Pero no esperó que ella le contestase, porque en realidad un
instante después se dijo que había escuchado y comprendido bien esas palabras
murmuradas que hablaban del hijo que iba a venir, más suaves y acariciadoras
aún que el viento de verano, un remanso de sol y brisas cálidas rodeándolos a
ambos. Volvió adonde ella estaba y la besó. Acarició el vientre cálido y aún
delgado en el que crecía el hijo. Las manos de ella lo tocaron para dejarle en
la barba el calor de sus dedos.
Los hombres tenían preparadas dos pieles
más para abrigarlo. Cuatro se ubicaron en el primer trineo, y los otros seis en
los restantes. Los latigazos resonaron en medio del viento. Los perros
ladraron, mordiéndose sin furia unos a otros. La visión del camino se aclaraba
a medida que amanecía, y las riendas se tensaron con fuerza. La corta caravana
se puso en marcha.
Estaban dispuestos a no detenerse hasta
llegar a la primera población que encontrasen. Sigur no había planeado un
trayecto en especial, pueblo u hombre que hallaran, sería el objetivo de su
discurso. Pero sí había estado pensando desde muchas noches antes, cuando el
recurrente sueño no se presentaba, en las palabras que pronunciaría para
reclutar hombres, masas de hombres, hasta quizá pueblos enteros, para arrastrarlos
hacia el Sur.
Esa mañana el sol brillaba, relumbrando
sobre el pelaje de los perros. Había en esos ojos agitados una entusiasta
mirada de fidelidad, de alegría quizá. Si los animales eran felices, por qué no
él, después de todo. El más diestro y fuerte, así lo había demostrado. Y los
hombres que lo acompañaba lo eran casi tanto como él, seres de las poblaciones
perdidas en el olvido y el silencio del hielo.
Cuando llegaron al primer pueblo, dos
hombres lo acompañaron junto a un par de perros, los demás se quedaron a cuidar
a los otros, que ladraban mientras Sigur se alejaba. La aldea le era conocida,
allí había ido a comerciar con provisiones y
pieles. Vio a un viejo, un curandero quizá, parado en medio de un grupo de hombres frente
a la puerta de una cabaña. Los que lo rodeaban reconocieron a Sigur porque los
viajeros habían traído la historia de su proeza con la osa.
Un hombre alto, no demasiado, pero fuerte
y corpulento. En la espalda puede cargar dos venados a la vez, y su pelo largo
es rojo. Tanto como la aurora del Norte, decían, y el relato se había esparcido
por la estepa después de que la manada de osos se replegara al norte. Toda la
rica zona del noreste se abrió entonces al paso de los pueblos vecinos. Más de
cincuenta pueblos se abalanzaron hacia esas tierras, y la historia del hombre
que mató a la bestia y era heredero de una raza usurpada, fue pasando de boca
en boca.
-Bienvenido, joven Sigur- dijo el anciano.
Los rostros de los demás se iluminaron al saludarlo. Caras bronceadas por el
reflejo del sol en la nieve, arrugadas unas o cubiertas otras por espesas
barbas bordeando ojos muy claros. Pero eran miradas secas, como si estuviesen
siempre furiosas, o padeciendo un dolor que les daba aquel brillo constante.
Sigur ofreció su mano derecha enguantada
al viejo curandero. Los otros observaron la mano izquierda, porque decían que
la había perdido en una pelea con perros salvajes. Después miraron al cielo,
porque les habían dicho que el joven era seguido por una bandada de aves
negras. La mano izquierda era sólo un muñón cubierto en telas a un costado del
cuerpo, tranquila igual que un animal dormido, y el sombrero de oso blanco, si
era verdad lo que habían escuchado, se veía sucio y común. Pero aún los que se
mostraban más reticentes a alabarlo, le abrieron paso con respeto. Las pocas
mujeres que acompañaban a sus esposos bajaron la mirada al encontrarse con sus
ojos. Los perros de los alrededores ladraban sin cansancio.
-Necesitamos una plataforma- pidieron los
ayudantes de Sigur, y algunos hombres se ofrecieron construirla. Enseguida el
viejo se acercó y lo tomó del brazo.
-Mis respetos, Sigur. Tu destreza proviene
de una insigne estirpe de cazadores. De línea de mujer te llega tu herencia.
Él
lo miró no del todo extrañado por la sapiencia del viejo, y caminaron juntos
hacia el tablado que los demás habían empezado a improvisar. La madera estaba
manchada de sangre.
-Los restos del matadero te servirán para
dirigirnos la palabra, joven señor.
-Lo agradezco, anciano- Y lo besó en la
frente.
El viejo se quedó parado, al parecer
absorto por el honor que le había hecho, y varios lo rodearon. El silbido del
viento se oía detrás de las construcciones: el depósito de leña, la cabaña del
curandero y el almacén de pieles y aceites.
-¡Hombres!- comenzó a decir Sigur.- ¡Vengo
a buscarlos! Si algo saben de mí, es la capacidad que he demostrado y el legado
que he recibido. Les ofrezco una tierra cálida donde las plantas crecen hasta obligarnos
a caminar a golpes de hacha, y los árboles tienen el tamaño y la altura del
cielo. Donde los ríos son tibios y el agua es siempre abundante. Hay tantos
animales, que parecen nacer entre nuestras manos. ¡Vengan solos o con sus
familias! Sus hijos crecerán más fuertes y menos temerosos. Este frío intenso,
hombres del norte, entorpece la inteligencia.
Al terminar, nadie habló. Lo miraban desde
sus hoscos rostros. Aquel destacado joven había interpretado sus deseos con tal
exactitud, que era como verlos convertidos en figuras de nieve, pero teñidos de
la desesperanza al mismo tiempo. Anhelados y contenidos deseos.
Sigur sabía que eran fugitivos de zonas de
hambre y guerra, y la nieve les había ofrecido al principio paz y una mediana
prosperidad. Pero habían conocido otros clima en otros tiempos, y esos
recuerdos permanecían encendidos en su memoria, lejos de la nieve que retardaba
el pensamiento.
-Porque la mente es ligereza y
calor-terminó diciendo- y el último paso de la vida a la quietud, el postrero
vuelo de la alada conciencia.
Sigur escuchó el murmullo temeroso, que
fue creciendo hasta ocultar el ladrido de los perros. Después de todo, ¿qué les
ofrecía él? Hambre, seguramente, durante un viaje impredecible donde las
tormentas y otros hombres podrían llegar a exterminarlos. Así se animó a hablar
uno de ellos. El sol brillaba en la cara del hombre como sobre un trozo de
hielo.
-¡Señor!- le dijo.- ¡Tenemos miedo!
Los demás asintieron con un movimiento de
cabezas.
-Lo creo- respondió Sigur.- Pero mientras
más seamos, más seguros estaremos.
Sin embargo, no tuvo la suficiente destreza
para convencerlos. La mayoría se alejó, dándole la espalda y regresando
cabizbajos hacia donde sus familias los esperaban.
Al final de la tarde, después de reuniones
en grupos alrededor de fogatas que luchaban contra la noche inminente, unos
pocos hombres se le unieron, confiados más en lo que se decía de Sigur que en
el triunfo del proyecto. La luz del crepúsculo moría, y quedaban en el cielo
sólo manchas desgarradas del color de las ciruelas.
Sigur y el curandero caminaron hasta los
trineos.
-¿Esperabas tener éxito de inmediato?- se
atrevió a preguntarle el viejo.
El resto se dispersaba como un conjunto de
hormigas huyendo a sus refugios. Sigur suspiró. Detrás del anciano, los frutos
morados del cielo abrían sus pulpas y la dejaban caer con las semillas de la
noche.
Apoyó una mano sobre el hombro del
anciano.
-Creo que no- le dijo.
Tal
vez deba convencerme a mí mismo, todavía.
Las mismas miradas se repitieron en el
siguiente pueblo, más pobre que el anterior. No había construcciones, ni
tarimas o tablados en donde elevarse por sobre las cabezas de los habitantes,
que habían venido de muchas aldeas vecinas al saber de su llegada. Lo
observaban con temor y desconfianza, envueltos en abrigos y gorros de piel de
zorro. Gotas de mucosidad les helada caía de las narices, y los párpados
blancos de escarcha, parecían moverse leyendo las palabras en los labios de
Sigur.
-¡Me conocen! Ya saben quién soy y les han
dicho ya lo que voy a hacer. Les ofrezco la tierra y la riqueza, que aunque no
siempre van juntas, adonde me dirijo no nace una sin la otra. Tan seguro estoy,
que he dejado a mi mujer más al norte, y a mi hijo que aún crece en su cuerpo.
Ella es la tierra y él su fruto más preciado. Miren a sus hijos y piensen en
eso. Dejo mi descendencia, la única, quizá, que tendré en el resto de mi vida.
Los desafío a hacer lo mismo, si son tan hombres como yo lo soy!
La única forma de movilizar el letargo de
esos hombres era ser duro y exigente, pensaba. Los miró a los ojos, uno por
uno, pero los otros bajaban la mirada. Luego un murmullo de entusiasmo comenzó
a crecer, tímida primero, entre los más jóvenes. Los viejos, que habían llegado
a esa región casi una generación antes, los observaban con temor, pero nada dijeron. Los jóvenes
siguieron hablando entre ellos después de dispersarse, yendo y viniendo durante
la tarde. Después, se dirigieron a hablar con Sigur.
-¡Yo voy con usted, Señor!
-¡Yo también!
-¡Y yo!- gritaron, más seguros de su
decisión al ver que otros se unían al grupo.
Se les dio tiempo para recoger sus
trineos, armas y más perros. Cuando partieron del pueblo, eran ya una caravana
extensa despedida por mujeres y niños que los seguían hasta más allá de los
límites del poblado. Sólo algunos viejos los acompañaron hasta que cayó la
noche, con rostros melancólicos en que se adivinaba la pena.
En todas las poblaciones por las que
pasaron desde entonces, comenzaron a llamarlo Gran Señor. La noticia de su viaje los precedía de pueblo
en pueblo, y en cada uno hallaban más hombres reunidos, aguardándolo para
celebrar su arribo con ceremonias donde lo agasajaban con comidas y música.
Llegaron a una aldea mucho más grande que
las anteriores, y luego de entrar con su séquito habitual y los casi
trescientos hombres que había logrado reunir, Sigur se levantó del trineo.
Llevando a dos perros a su lado, caminó hacia el centro de este nuevo pueblo.
Los pobladores lo rodearon para tocarlo,
pero sus hombres formaron una barrera que lo protegía. Los niños se le
acercaban con ofrendas que las mujeres les habían encargado entregar.
-Demasiado respeto, pero nada de lealtad-
les dijo Sigur a sus hombres, en voz alta, mientras avanzaban. Y esas palabras
se esparcieron como un quejido de desaprobación y reprimenda del gran hombre
hacia los pobladores. La gente las escuchó y fueron repetidas de boca en boca a
través de las filas que lo seguían hacia el centro del pueblo, y gestos de
vergüenza aparecieron en las caras.
Sigur se había vestido con la piel de la
osa del norte, seguro de que tal aspecto acentuaría la fuerza de sus palabras.
Necesitaba convencer a muchos más hombres.
Si vieran mi cuerpo debajo de estas
pieles, si viesen mi cuerpo de hombre, no me temerían. Aunque fuerte, tengo
sólo dos brazos, y aunque valiente, también he sido pretencioso.
Irguió la espalda, enfrentó con mirada
desafiante a la multitud, y subió al entarimado que le habían construido. Los
perros vigilaban a su alrededor, cautelosos.
Clavó el hacha en la madera que tenía
delante de la plataforma.
Extendió el muñón de su mano izquierda con
un gesto de extrema delicadeza, como quien ofrece lo más valioso de su persona
para ser reverenciado.
Entonces, uno de los perros lamió lo que
quedaba de su mano, y varias voces de asombro surgieron de la gente.
-¡Me conocen, hombres! ¡Les ordeno
acompañarme! El que no venga se enfrentará conmigo a mi regreso.
Se detuvo porque todos señalaban hacia el
techo de un establo. Se dio vuelta y vio al buitre, posado tranquilo y atento,
sobre el borde del alero. Las aves habían regresado, y ya no se sentía tan
solo. Luego volvió la mirada al pueblo.
-Tal vez piensen que nunca regresaré, pero
la duda será la herramienta que cavará sus fosas.
Enseguida se apartó para volver a su
trineo, sin hacer caso de las lisonjeras súplicas de los más destacados para
que visitase sus casas.
El ave lo siguió hasta la caravana, y se
posó junto a él.
Tuvieron que esperar casi todo el día a
los hombres que se les unirían. Casi no hubo ninguno en aquella aldea que no
estuviese dispuesto a seguirlo. Cargaban bolsas de ropa y comida, y algunos
llevaron también a sus mujeres e hijos. Hubo despedidas, llantos de resignado
descontento, aclamaciones de victoria y bienaventuranza. Los que se quedaban,
contemplaron a la larga caravana despertar lentamente de su letargo sobre la
nieve.
El buitre levantó vuelo y se unió a la
bandada que había aparecido desde el cielo del Norte, para escoltarlos. La
niebla del crepúsculo invernal los envolvió a todos en su sombra.
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