Los textos que prologamos, fueron encontrados entre los papeles dispersos que Cecilia Taboada dejó inconclusos o terminados, pero de ninguna manera clasificados u ordenados de manera que indicaran pistas de alguna posible publicación.
Los poemas correspondientes al ciclo El sueño es vigilia, fueron descartados en el momento de la publicación de Alimentar a las moscas, también de forma póstuma y por quien suscribe, por expreso ordenamiento y esquematización de Cecilia, libro que ella no alcanzó a ver publicado. En este último caso, había organizado la estructura por ejes temáticos, descartando los poemas de El sueño… por no considerarlos maduros ni suficientemente trabajados. Siempre fue muy estricta con su obra escrita, y puedo decir, por propia experiencia, que lo fue con casi todo en su corta vida. La frustración ante el fracaso continuo al que sentía estaba expuesta, como todos, en realidad, -y esto fue lo que yo, como médico y su pareja en ese entonces, no pude hacerle no solo aceptar, ni siquiera sobrellevar-, le hacía corregir una y otra vez sus textos.
Al hacer públicos estos papeles, e incluso haciéndome cargo, esta vez expresamente, de la responsabilidad plena de la organización y selección de los textos, me expongo a las mismas críticas que ya ha recibido Ted Hughes al publicar los textos de Sylvia Plath. Las comparaciones, por supuesto, son siempre desagradables, sobre todo en lo que a mi papel respecta, pero no en cuanto a la calidad poética de Cecilia, la cual, en opinión de muchos especialistas y literatos de valía, no deja nada que desear en relación con la obra de Plath.
En esta edición, decidí reincorporar los poemas descartados, e intercalarlos con relatos en prosa poética concluidos o que podrían considerarse terminados, y que presentan cierta similitud estilística o argumental con los poemas.
Quedan muchos papeles a ordenar y clasificar, también muchas carpetas sin abrir todavía, con el hilo sisal que decía era el mejor para evitar que los folios, desbordados, se desparramaran. Recuerdo su figura menuda, su cuerpo frágil, tambaleándose sobre sus piernas sufridas, esmerándose en armar las carpetas luego de cada exhaustiva revisión, para después atarlas, y por último, al fracasar ella misma, pidiéndome que la ayudase a colocarlas en los estantes de su biblioteca. Entonces me observaba hacerlo como si viese más allá de mí, y sellaba el instante con un beso que se parecía al roce de una mosca en la mejilla, áspera, irritante, pero cuya brevedad provocaba inmediatamente el deseo.
Ella ha dejado múltiples textos, sobre todo de prosa, entre los que hay cuentos, artículos y ensayos, y hasta una extensa novela fantástica que la vi escribir esporádicamente, que iba a titular La guerra, título icónico de su conflicto interior cuerpo-alma. Durante los diez años que vivimos juntos, muy raramente la vi dejar de lado los lápices y los papeles, tanto para escribir como para corregir. Su mente era brillante, y ella lo sabía, claro, por eso escribía, pero su virtud estaba en dejarlo saber a unos pocos. Yo fui uno de esos escasos privilegiados. Uno de los que, además, entrevió su dolor constante, el de su cuerpo y el de su alma.
Cecilia es un misterio que se revela en cada página, contradictoria, imaginativa, terriblemente aguda y filosa siempre, desencantada y apocalíptica en muchas ocasiones. Eso es lo que resultará de su lectura para quienes aún no la conocen, o la conocen poco, que son la mayoría de los interesados en la poesía.
Cecilia no dormía nunca, porque incluso soñando estaba despierta. Por eso el título de estos poemas tan extraños. Eso mismo fue lo que me dijo mi actual mujer, mientras clasificábamos, y escarbábamos, debo confesar, en los papeles apoyados en las estanterías del departamento en que murió. Natalia, siendo cantante y creadora de pequeños lieder, me señaló, en una de aquellas largas y ensoñadoras tardes de invierno en Buenos Aires, con el ventanal abierto al balcón que daba a la calle Sarmiento, uno de los poemas incluidos en el primer libro. Toda la filosofía de Cecilia, me dijo, que aún queda por develar, podría sintetizarse en uno de esos versos. Entonces me alcanzó el papel con el manuscrito, que quizá Cecilia escribió en mi presencia no mucho tiempo antes, en la época en que yo me revolvía en mis frustrados sueños de ciencia y conocimiento, mientras ella intentaba enmendar los errores de Dios:
el error es un número cero después de la última cifra
Ilustración: "Chaudron de la sorciere" de Odilon Redon
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