De inmediato surgió de mi
memoria la teoría de Cesare Lombroso, esa especie de moderno Frankenstein, que
a su vez fue un moderno Prometeo en la lúcida imaginación de Mary Shelley.
Mujer de un poeta, su poesía paseó por pasillos más oscuros que los de su esposo,
seguramente, porque hay hombres que se meten en laberintos para perderse
adrede, para no salir jamás de lo establecido por más que den vueltas y
vueltas, lo mil veces conocido es más seguro que la incertidumbre.
Lombroso, entonces, rompió los moldes de
las teorías científicas, y tanta fue su imaginación, que la sociedad de la
época primero lo miró boquiabierta, asombrada ante una teoría demasiado
atrayente para ser rechazada, pero también demasiado fundada en sueños
quiméricos. Hay quien ha dicho que Lombroso fue un gran precursor de la ciencia
ficción, pero su imaginación sufrió el boicot no de la sociedad en la que
vivía, sino de su propia educación recalcitrantemente religiosa. Italiano al
fin, la tradición estaba demasiado arraigada en su espíritu y su mente para
poder luchar hasta la muerte por una teoría sólo en apariencia confirmada en
unos pocos cadáveres robados a la morgue de la ciudad o desenterrados del
cementerio junto a la capilla.
Únicamente los cuerpos de los suicidas
podían ser exhumados sin previa autorización eclesiástica, porque eran
enterrados fuera de terrenos bendecidos. Pero él sabía que aún junto a los
muros de la iglesia hubo quien se pegó un tiro en la sien, o se cortó las venas
hasta desangrarse lentamente, o amaneció colgado de alguna de las rejas que
protegen los vitrales.
Su
teoría era demasiado escabrosa, y demasiado fácil: explicaba todo con la forma
de los cuerpos. Las deformidades eran la expresión de una patología y la
explicación de las conductas. Sumó adherentes, sobre todo en los médicos que se
aferran a las vísceras como si leyesen en libros de arquitectura: los pliegues,
las grietas, las protuberancias, los pedículos, los quistes, los lóbulos. Lo
físico, en suma, lo positivo.
Y por más que muchos renegaron de esa
teoría, y muchos otros refutaron su supuesta verdad con multiplicados ejemplos
en contrario, tantos como los que Lombroso ni todos sus discípulos lograrían
disecar durante años y años, la base del positivismo, ya no tanto anatómico
sino conductual, creó y formó adeptos entre las otras ciencias. La psicología,
por ejemplo, con Comte como uno de los principales, modificándola, por
supuesto, elevándola a criterios más científicos, incluso metafísicos
-contradicción que toda ley engendra en el seno hueco de su origen- hasta el
punto de expandirse por más de medio siglo por toda Europa y cruzar los océanos
hasta esta América que se caracterizó desde un principio por la incompatibilidad
de sus caracteres: la imposible lucha entre el espíritu que los españoles
imponían con la filosa lengua de las espadas, y la naturaleza que era la raíz y
el edificio de las civilizaciones nativas.
Los jesuitas intentaron, con su juicio
asombrosamente práctico, la inteligencia que los caracterizaba para hacer
funcionar pequeños mundos que sabían una quimera como tal vez sabían de la
quimera de Dios, unir ambos mundos. Impusieron enseñanzas, enseñaron ciencias,
lograron crear monstruos bilingües que eran como la criatura del doctor
Frankenstein: meros engendros que respondían a ciertos estímulos externos, criaturas
construidas con una sola pieza del cuerpo, pero con múltiples fragmentos de
psicología: la ciencia, la mística, la obediencia y el orden, el cielo en el
claustro y el infierno en la selva, Dios y los ángeles sobrevolando las
Misiones. Y más allá de los ríos: las ciudades de América que se mataban entre
sí, hasta que ya no pudieron sostener la plataforma de esas mansiones. Y el
exterior vino a buscarlos, y los echó a patadas luego de llevarse a los indios para exterminarlos a su modo.
Y los quiméricos soñadores de la nueva amalgama:
la síntesis de El Dorado con la apostólica misión de la Santa Iglesia se convirtió
en un barro en el que resbalaron todos los que después vinieron, porque esa es
la virtud del agua sobre la tierra, difícilmente crea y casi siempre ahoga las
simientes.
En América, ya muchos años después, otros
sueños argentinos -sí, de plata, obviamente, porque los de oro nunca
existieron- formaron la quimera de un país tan vasto y progresista que
convenció a demasiados hombres inteligentes, o por lo menos fingieron convencerse.
El granero del mundo, nos hicimos llamar. Las presidencias históricas del fin
del siglo XIX, y también las guerras que quisimos imitar parodiando a los del
norte, que tanto envidiamos, que hasta las formas de morir intentamos imitar.
Si ellos habían luchado contra la esclavitud en su propio territorio, nosotros
no podíamos ser menos contra la esclavitud fuera del nuestro. Si no teníamos armas
suficientes, allí estaban los vecinos, si no había hombres en cantidad, para
eso estaban los vecinos, que nunca quieren dejar de ser menos que los otros.
El positivismo, por lo tanto, siempre fue
un recurso para explicar a regañadientes, pero también, y, sobre todo,
desesperadamente, lo que no entendemos: la afinidad por la guerra, lo que es lo
mismo que decir la afinidad por la muerte. Porque matar al otro es exactamente
lo mismo que matarse uno, el juego del espejo invertido.
Lombroso quiso encontrar en sus
disecciones la explicación de las enfermedades mentales. La encontró en la
variedad y en las excepciones, porque todo cerebro es diferente al otro. La
forma y la medida de la conducta fue entonces establecida hasta con hipótesis
dignas de la más alta inteligencia imaginativa: la de Dios, por ejemplo, que es
el único a quien permitimos el abuso de tal capacidad, porque sabe cómo usarla.
Los hombres en cambio, creamos juguetes imperfectos que se rompen fácilmente.
Pero el juguete de Dios ha durado mucho tiempo, tanto que se ha resistido a
morir matando a los demás: el número, la fealdad y el hermetismo es la tríada
dibujada en los escudos. Contra el número excesivo que nos amenaza. Contra la
fealdad que hiere la vista. Contra el silencio inexpugnable de los que piensan.
Comte habría hecho el camino inverso si lo
hubieran dejado, pero su fascinación lo extravió. No es que rechazara el germen
de la idea, sino que su intención de reconstruirla con los elementos conceptuales
y no con la materia del cuerpo, perecederos ambos en tierra de los cementerios,
se confundió en los pasillos de su laboratorio mental. O quién sabe, fueron los
discípulos, como casi siempre, orientan los pasos de su maestro por donde éste
no quiere seguir. Ser más papista que el Papa es la frase obligada, simple y
trivial. Indigna de ser repetida, pero ya está. Fue dicha, y nos apoltronamos
en esta explicación como Comte lo hizo con la de Lombroso. Creó, entonces, una
arquitectura que quiso imitar a la Razón Pura de Kant, pero le fue imposible
mantenerla. Kant la había construido con conceptos, y seguía hermosa, vieja, es
verdad, pero bella en lo inviolable de su ejecución y su trascendencia. La de
Comte, en cambio, pronto fue pudriéndose en los cementerios de las
universidades.
Pero Ingenieros la rescató en este sureño
subcontinente, en este sector rioplatense lleno de humedad y de mosquitos,
donde el frío extremo va de la mano con el calor del trópico que siempre
intenta llamar al sur y convencerlo de comportarse bien: vientos, lluvias
tórridas, pestes, calor y humedad. Pero el mar siempre ha intentado combatir
esas alimañas, disfrazándose de un río que no es más que un traidor de dos
caras, porque no sabe lo que quiere ser: si mar o río, o simplemente un inmenso
lecho de tierra que fue ahogado millones de años antes.
El venerable rector de la universidad de
La Plata tomó el positivismo en sus manos y lo adaptó, y digamos que honró su
inteligencia y sus encomiables intenciones de educación al hacer la mezcla que
vertió en las aulas frente a los alumnos que se asombraban de sus palabras. Qué
bien hablaba, Dios mío, pero sobre todo qué bien escribía. Y fue así como la
sociología se enriqueció con teorías tomadas de acá y allá, y se formaron
discípulos que fueron más funestos que los fundadores. Hablaron y escribieron
sobre lo que nos sucedía como país, y era cierto; sobre nuestra herencia de
raza y las consecuencias psicológicas como sociedad, y todo eso era cierto.
Ayarragaray fue otro que creó teorías que eran tan nuevas como ignorantes del
francés los lectores y los alumnos, porque no todos podían, como los Cané o los
Rivarola hacer su bautismo de hombres durante un año o más en París.
La riqueza literaria fue mayor que la
científica, esa es la verdad, creo. Y hasta esa riqueza fue una imitación que
debió sacudirse y lavarse durante años y años en diversas fuentes para cambiar
de tonos.
Pero las ideas subsisten.
Toda esta extensa introducción nos sirve
para hablar del suicida. No del suicidio como acto. Sino de la naturaleza del
suicida. ¿Hay algo en su rostro que anuncie su intención? ¿Su conducta es
diferente aún en el más breve y trivial gesto hecho alguna vez? Si pudiésemos
explorar las circunvoluciones de su cerebro, ¿veríamos los laberínticos
retruécanos que las viejas teorías dan rienda libre a imaginar?
Fue uno de los sosías de Ingenieros, tal
vez el más dúctil de todos ellos, el que supo comprender el increíble talento
de su amigo y también las contradictorias limitaciones que le daba su enorme
conocimiento, su enciclopedismo, podríamos decir. Aníbal Ponce, en una de sus
conferencias sobre piscología, hablando sobre la angustia, cita a un autor
italiano, que define este sentimiento como una incertezza isuperebile. Cuando leí eso, se abrió una puerta que me
dio paso a toda una serie de conceptos distribuidos en muebles de innumerables
estantes en un inmenso departamento iluminado por un ventanal sin cortinas que
daba al vacío sobre una ciudad que desde la puerta de entrada no alcanzaba a
verse, porque no había alrededor otros edificios tan altos como en el que yo
estaba. Sólo el cielo despejado y el sol frío de una mañana de otoño. Tal vez
el gran río estuviese allá lejos y sin embargo tan cerca, como diría alguna vez
William Hudson rememorando su vida en la pampa. Bajo el ventanal, habría un río
pretensioso que quería ser mar, o un extenso llano sin límites que intentaba
sembrar en la mente de sus pobladores la simbología del mar. La tierra es
sutil, usa, a veces, métodos psicológicos, sublimaciones, tal vez; pero el mar
es rotundo y demasiado sincero, tanto que no sabe mentir porque no puede: el
agua es inestable, es profunda, y no siempre cae bien a nuestro cuerpo. Pero
nuestro cuerpo le pertenece, por eso siempre espera, y cuando se enfada, viene
a buscarnos.
El
mar tras el cual está la tierra de donde muchos de nuestros padres y abuelos
llegaron. Y el eco de las palabras que definen la angustia resonó en el
laberinto de mi cerebro con la rotunda certeza del idioma italiano. Así es,
para mí: su sonido es rotundo y definitivo. No deja otra manera de definir las
cosas. Acepta, a regañadientes, otras formas, sobre todo la delicadeza del
francés, que se trate de poesía o de ciencia, es una nube de polvo y de perfume
que envuelve los conceptos y los nombra como el agua que define la forma del
vaso en el que está contenida. No hablemos del inglés, por supuesto, que es de
una practicidad lindante con la obscenidad de la ignorancia: el inglés
presupone la mordacidad y la avaricia escondidas en los huesos de una
prostituta que ansía encontrarse con ese hombre, el destripador, que la hará
sentir lo que no volverá sentir: por una noche extrema, el precio de su vida.
El italiano, entonces, define la
angustia, o por lo menos la enclaustra poética y científicamente en dos
palabras: incertezza insuperabile. Y esa incertidumbre es la causa de la
angustia del suicida, tal vez.
Como un Lombroso de jardín de infantes,
me pondría a buscar bajo los cráneos de los enfermos incurables del hospital
donde trabaja Bernardo los signos de esa angustia, que como un cáncer estaría
creciendo sin duda en los irrecuperables, los sentenciados. En esos hombres y
mujeres que nos observan desde las camas cuando pasamos por el pasillo del
hospital y atisbamos el interior del cuarto. O en esas caras que nos miran, los
cuerpos apoyados en las paredes, cubiertos con una bata raída o apenas un camisón
de quirófano. Las barbas crecidas y descuidadas, las ojeras como indeseados
inquilinos permanentes, los brazos flacos, las piernas endebles, los pies
cubiertos por la geografía de las venas. Y los ojos, por Dios, que hablan un
italiano que sólo la angustia podría traducir a la hermética ejecución del
alemán: una cámara de gas que ahoga la garganta, y la incendia.
Hombres que se ahogan, eso es el suicida.
La incertidumbre lo es todo: la única concepción plástica que acepta todas las
formas de la infinita posibilidad. Alguien diría que los límites de la
imaginación determinan esas elucubraciones que generan la desesperación tanto
de lo posible como de lo imposible, porque lo imposible a veces es la verdadera
causa del miedo: el esperarlo es la expectativa más alta, y por eso no podernos
renunciar a ella. Hacerlo significaría claudicar. Hay quienes se resignan, pero
caen en la tristeza, lo que quizá llamaríamos amargura, depresión, y luego suicidio.
Por lo tanto, por caminos diferentes, se desemboca en el mismo mar.
¿Alguien ha visto el mar desde una playa de
invierno, el cielo gris, encapotado de nubes con grises manchados aquí y allá
con oscuros nubarrones de formas escandalosas por el desastre que presiden? Las
olas encrespadas, pero aún no demasiado, con la espuma en sus crestas
dispuestas al romper a esparcir los monstruos en la playa: los esqueletos del
agua llena de restos.
Los restos nos definen. Nuestro cuerpo es
un resto de lo que fue ayer. Perdimos millones de células que se han muerto, y
cada una fue un amigo que sabía de nosotros más que nosotros mismos.
Nosotros no somos nuestros propios amigos.
Nos odiamos, nos aborrecemos, y al mirarnos al espejo, la lucha de la luz se
agota en la oscuridad de lo atroz: la carne dura tanto como la cruz.
¿Pero la cruz no es eterna, el símbolo de
la muerte convertida en resurrección?
La cruz está en las tumbas de los
cementerios y en las entradas de las iglesias: vestíbulos.
Sin embargo, la muerte es parte de la
vida. Lombroso pudo haberlo visto sin entenderlo, o por lo menos sin poder
explicarlo sin pasar por loco, cuando ya muchos lo consideraban así.
En la palma de mi mano está predicho mi
futuro, según los quirománticos. ¿Y en qué se diferencia eso de lo que concebía
él? Sólo en que lo anatómico es lo que puede verse con los sentidos
tradicionales, y lo quiromántico lo que se ve con otros sentidos que tienden a
ser menospreciados porque les tenemos miedo.
El suicida decide, entonces, la forma en
que terminará su vida. Eso es parte del motivo de su determinación, por
supuesto. Hay quienes lo piensan durante mucho tiempo, lo anuncian
subrepticiamente, haciéndose los misteriosos para interesar a aquellos en que
quiere suscitar resquemores y remordimientos. Otros, no dicen nada, y se
muestran más optimistas que de costumbre. Ambas formas son señales, pero los
demás no queremos verlas. Al intuirlas, o al simplemente reconocerlas,
desviamos la vista a otro lado y cambiamos la conversación, o nos alejamos. No
queremos mancharnos, no queremos que se nos involucre ni que se sospeche de
nosotros, no queremos recoger los restos, y menos que se nos eche la culpa de
lo que no quisimos evitar.
No nos damos cuenta, sin embargo, de que
estamos imbuidos por la secreción de las telarañas con que ellos nos envuelven.
No hay forma de evitar lo que posiblemente harán, como no hay forma de escabullirse
de sus consecuencias.
La elección del método define el motivo.
La causa del acto a realizar no es única, que sólo suele ser un determinante:
la frustración insuperable, la muerte de alguien, la percepción de un futuro
insoportable. El motivo del acto es en realidad nuestro propio temperamento. Sé
que no es un término científicamente aceptado, y que no explica más que unas
cuantas de las cualidades que pueden verse en las conductas. La palabra temperamento me sugiere, por asociación
heterónima, temperatura, ambos
significando una determinada medida de algo, sean características de la
personalidad o atmosféricas. A su vez, surgen inevitablemente las palabras frío o calor, que denuncian por sí solas ciertos estados que provocan o estimulan
ideas de suicidio o de supervivencia. Me es inevitable, también, evitar la
palabra témpera, que no es más que la
pintura hecha con la mezcla de diferentes pigmentos de diferente contextura,
más o menos espesos, pero siempre flexibles. Entonces, la medida de todos estos
elementos que mezclamos en nuestra psiquis es la que condiciona, en un momento
dado la decisión que tomamos. La dosis de un medicamento, por ejemplo, no es
más que la cantidad y calidad de la química que nuestro cuerpo diariamente
utiliza en su metabolismo, desconocida e inmensurable.
La cantidad de cada pigmento, por ejemplo,
determinará los matices de la pintura.
Graciela, de quien ya he hablado en otra
parte, lo sabía, por lo menos lo intuía. Ella pintaba no lo que veía sino lo
que estaba más allá de todo lo técnicamente comprobable. La medida del cosmos
no es más que la medida que el hombre es capaz de concebir: el hormiguero es el
universo para la hormiga. (O quién sabe, el cerebro de una hormiga puede
sostener, quizá, el peso del cerebro humano, alojándose en el Atlas).
Pero la forma de morir es, probablemente,
lo más pueril y a la vez lo más difícil. Los que deciden por los métodos lentos
e indoloros tal vez sean los que tienen miedo al sufrimiento, y sin embargo ahí
está Madame Bovary, que sin duda por precipitación y la ignorancia que su
marido no supo combatir porque no podía eliminarlo de sí mismo, bebió arsénico
y murió retorciéndose de espasmos que la torturaron más, quizá, que el mismo
futuro al que temía.
Están los que se cortan las venas, y son
tan ineptos que no logran más que lastimarse con cicatrices permanentes que le
recordarán siempre aquel intento, molestando, de paso, a los médicos y
cirujanos. Bernardo tendría mucho que agregar a todo esto, pero más tarde le
pediré su opinión, la que dudo sea piadosa ni paciente.
Los que no quieren el dolor de la muerte,
pienso yo que no están convencidos del todo de finalizar su vida. Si le temen
al dolor, le temen a la vida, pero no la aborrecen: está en la misma definición
de su elección: aman tanto la vida que la quieren simple, templada y tranquila,
como una tarde de verano en la playa. Morir, por lo tanto, para ellos es una
forma más de la vida que desean. Meter la cabeza en el horno y encender la
llave del gas, tal vez sea una forma factible para ellos, no hay sangre y está
siempre presente la posibilidad del sueño o del ensueño. ¿Una explosión?
Siempre es posible si alguien, cuando llegue, enciende la luz, y el cuerpo del
suicida deberá ser velado a cajón cerrado.
Hay tantas, que no me extenderé en ellas,
no fuera que me acusen de una apología que estoy lejos de intentar. La libre
expresión siempre ha sido motivo de mezquindad y censura.
Pero hablemos de las formas violentas.
Así llamo a las que tienen el objetivo de causar la muerte de un momento a
otro, sin vuelta atrás. Pueden generar dolor, pero suele ser breve, si el acto
ha sido bien ejecutado. Es el método que eligen los más decididos, en general,
pero eso no significa que tengan ventajas sobre el temperamento de los otros.
Que el dolor sea breve, significa que están dispuestos a aceptarlo, mientras no
dure mucho, pero sobre todo es el procedimiento que eligen aquellos que no
quieren disponer de tiempo para echarse atrás. Las muertes lentas dejan
demasiado tiempo al arrepentimiento, cuando ya no hay vuelta atrás, quizá, y la
ausencia del dolor físico es contrabalanceada por el dolor del espíritu que se
arrepiente, y no hay otro mayor que el desgarramiento de la conciencia, larga y
duradera.
El tiempo, a diferencia de lo que
pensamos, siempre sobra, sobre todo cuando queremos que transcurra rápido. Aún
quienes eligen la muerte rápida, están expuestos a un tiempo que implica y
requiere la preparación del acto. El que se va a dar un tiro en la sien, deberá
buscar el arma, o ir a comprarla si no dispone de ella, lo cual es muy fácil en
estos tiempos para la gente común y corriente, que es la que suele suicidarse.
(Los que tienen armas de uso diario, no necesitan matarse sino protegerse).
Luego, llenar el cargador con una bala si quieren jugar consigo mismos a la
ruleta rusa, pero esa especie de masoquismo no suele ser de los rotundos
decididos. Es esperable, entonces, que llenen el cargador con varias balas.
Probarán primero, si no tienen experiencia, contra el suelo, y el ruido del
fogonazo tal vez los haga desistir. Los otros, sin embargo, no titubearán.
Pondrán el cañón en el interior de su boca, o lo apoyarán sobre la sien derecha
si son diestros, y cerrando o no lo ojos, se entregarán a Dios, porque ese será
su último pensamiento. El Dios de los quisquillosos y los inconformistas los
recibirá cerca de su trono, pero no demasiado. Hay una línea para ellos: la de
los que llegan con la cabeza abierta, mostrando como en un museo de anatomía,
las sinuosas deformidades de su cerebro.
Están los otros que eligen la horca. Es un
método muy popular, tal vez influenciado por el cine, a la vez que macabro, es
eficaz, y no deja tener un factor romántico el imaginar los rostros de quienes
nos descubrirán colgando de una viga. Para eso, también hay un tiempo de
preparación. Elegir la cuerda adecuada, reemplazada desde hace mucho tiempo por
cables y hasta alambres. El lugar de donde colgaremos ya requiere más elaboración.
No todos los cielos rasos tienen vigas, y a veces la lámpara de la que algunos
deciden colgarse se rompe con el peso del cuerpo, y ya todo se ha estropeado.
Lo mejor es encontrar un gancho, de esos que se usan para colgar las
bicicletas, y están muy de moda en estos tiempos de ejercicios y buena salud. Eso
sí, deberá estar lo suficientemente alto para que nuestros pies no alcancen el
suelo. Después, la silla en la que nos pararemos transitoriamente, mientras
armamos la soga alrededor el cuello. No todos saben cómo armar un nudo
corredizo, y tendrán que practicar. Y durante ese tiempo, podrían arrepentirse,
o quizá simplemente el acto de estudiar los pasos del armado del nudo sirva de
distracción para pensamientos indeseados. Y al final, el último paso, que será
literalmente el último paso de nuestra vida. Empujar la silla y aguardar el
descenso al infierno del vacío. Allí donde no hay nada más que viento a veces
helado, a veces caliente como el fuego del verano, meciendo los millones de
cuerpos que han ido sumándose a lo largo de la historia. Y a veces los cuerpos
rechinan en las cuerdas gastadas o los postes de los que cuelgan, como las
hamacas vacías de una plaza donde no hay chicos, porque los chicos crecieron o
se han muerto, y el yuyo crece alrededor de las hamacas oxidadas que el viento
del invierno, sin embargo, nunca se olvida de empujar.
Después están los que no se animan a
utilizar sus propias manos, y usan a los otros. No los culpemos demasiado, en
esas ocasiones somos muy vulnerables, y el fin buscado es lo único seguro, pero
el medio es incongruente con nuestra manera de pensar, y sobre todo de sentir. Aborrecemos
el dolor, pero amamos la vida, esa incongruencia es la fatalidad que nos
define. Entonces buscamos el mundo exterior para que nos destruya. Repito,
siempre ha sido el método más fácil, y la velocidad ha exacerbado esas
posibilidades. Me refiero a los vehículos de motor, por supuesto. ¿Quién no ha
pensado, dicho o amenazado, aún en broma, en alguna discusión de pareja o
siendo adolescentes con nuestros padres, salir a la calle y tirare bajo un
auto? No pensamos, por supuesto, en el pobre conductor del vehículo que nos
transformó el revestimiento del asfalto, o tal vez simplemente nos haya mandado
al hospital. Pero ese problema puede ser evitado si recurrimos a los trenes. El
conductor del tren está demasiado lejos, allá arriba, a metros del suelo, y
está acostumbrado, esa es la verdad, a que se le cruce en el camino toda clase
de objetos: autos, colectivos, camiones, bicicletas, motos, perros, hombres,
mujeres y hasta cochecitos de bebé. No podrán parar la larga formación de
vagones, obviamente, y ese es la encomiable excusa que los exonera de toda
culpa. Ellos, los conductores del invierno sobre vías son los dioses
temporarios que los hombres inventaron cuando se inventó la máquina. En ese
momento de la historia del mundo, la humanidad se diferenció definitivamente
del resto de la especie animal. No fue la palabra hablada, no fue la creación
de la rueda, no fue la invención de la imprenta. Sino la maquinaria la que hizo
que el hombre fuese el vicepresidente de Dios, digamos. Siempre culpable de las
incompetencias, siempre expoliados por la cruz a la que no pueden renunciar
porque no hay otro funcionario debajo, y si lo hay, es una masa informe que se
llama partido y tiende a disgregarse, a deshacerse apenas uno intenta
sujetarse.
Sin embargo, también deberán esperar a que
llegue el tren, junto al borde del andén, tentando la superficie como un juego
de los pies del que está impaciente. O junto al paso a nivel, aguardando que
bajen las barreras. O en un puente peatonal sobre las vías, viendo el confín
del mundo desde esa débil atalaya urbana: los hombres como hormigas, y el tren
por fin, símbolo del presagio, mensajero del infierno, creación de todos los
dioses alguna vez imaginados, va llegando. Se escucha el sonido de la atronada
bocina, el retumbar en la tierra que anuncia la cercanía, más rápida que el
propio tren, el sonido esta vez más rápido que la vista, por lo menos en estos
precarios tiempos donde la ignorancia invade hasta los objetivos de la muerte.
El hombre es pueril y deforma lo que
analiza, y el objeto tocado se torna otro, y así sucesivamente, hasta que el
archivo del mundo denuncia que la historia no es más que la repetición
constante de un fracaso: el intento frustrado de un soñador enfermo, o de un
eterno enfermo que sueña con no despertar.
Pero volvamos al motivo que generó esta larga
disquisición. La determinación no psicológica ni fisiológica, sino anatómica
del suicida. ¿Es posible distinguirlo de alguna manera por algún rasgo físico,
aunque sea al microscopio? Y si así fuese, ¿no nos consta, a esta altura de los
avances de la ciencia, que incluso estos cambios no se deben sino a la continua
formación y destrucción consecutiva a la constante alquimia del cuerpo? ¿No se
dan, acaso, cambios también luego de la muerte de la materia? Porque cuando
cesa de latir el corazón, la sangre se detiene, y ya no habrá alimento para el
cuerpo. Pero eso es todo. El cadáver, como tal, seguirá evolucionando de algún
modo, y nos consolamos llamándola involución. ¿Pero quién podría asegurarlo?
Un cadáver, como tal, continúa con la
fisiología de la naturaleza, y es por eso por lo que no podemos separar en
disciplinas lo que no es más que una indestructible unidad que decidimos
separar para poderla estudiar mejor. Nuestra mente, en su ignorancia, explora
por métodos. Nuestro corazón juzga, en su egoísmo, por clasificaciones. Ambos
intentan ignorarse entre sí, ignorando el universo en el que viven.
El cadáver del suicida no mostrará cómo
era antes de la muerte buscada, simplemente se limitará a demostrar que la
muerte es un fragmento más de la vida.
Porque
el suicida ve a ambas como un dios, origen y fin de sí mismo. En eso está su
orgullo, que no es más que el tímido consuelo que lo asistirá, sosteniéndole la
mano para que no se arrepienta, como una enfermera o una esposa piadosa, en el último
instante.
Ilustración: Dieter Appelt

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