sábado, 8 de junio de 2024

La guerra: Las razones de los dioses II

 




Las bandadas de cigüeñas levantaron vuelo desde la playa. Un grupo detrás de otro cruzaron el río, hasta confundirse en el horizonte gris como sus plumas.

     Zaid llamó a su padre, que se había quedado en la orilla con el abuelo. El perro no se separaba de ellos, y agitando la cola daba vueltas al borde del agua, contemplando al niño alejarse con mirada melancólica.

     Detrás, la alta sombra del volcán seguía amenazándolos.

     Muchas veces se había preguntado qué cosas o seres habitaban en lo profundo de la tierra, y que ahora salían como fuego a través de la boca de la montaña. Por más que viese a su padre o cualquier otro cavar durante días y días, nunca nadie había llegado al final.

     Los muertos están ahí, le había contado una vez su abuelo. Son la tierra en la que caminamos. Ellos nos sostienen.

     Pero más abajo, quiso saber él. El viejo no volvió a responderle. Su rostro era una máscara tan oscura y dura como el mismo barro que cubría a los muertos de los que hablaba.

     -¡Padre!- gritó Zaid con los brazos en alto, saltando sobre la endeble armazón de la balsa.

     -¡Quieto, o te tiro al agua!- lo amenazó alguien desde el conjunto de caras irreconocibles a su alrededor.

     Una masa de ceniza, barro y agua se formó sobre la superficie de la balsa. Zaid se sentó en un estrecho espacio entre las espaldas y los pies de los otros. Todo movimiento comenzó a parecerle incómodo, frotarse el cuerpo enrojecido por los insectos, hasta la simple necesidad de orinar le producía ardores en la piel, y las manos le temblaban de frío.

     Entonces lloró al pensar en su familia y en su perro, a los que tal vez no volvería a ver. Ese llanto suyo era como el de las mujeres. La proximidad de los cuerpos y el funesto olor, el aroma a muerte que crecía alrededor, lo excitaban. Tenía casi trece inviernos, era alto y muy delgado. Le gustaba pensar en sí mismo como un tallo verde, pero inquebrantable, cuando le venía a la memoria el recuerdo del cuerpo fuerte de su padre.


     Cuando Tol salía de cacería, él y su madre lo seguían hasta el sendero que llevaba al bosque. Zaid aún era demasiado pequeño para acompañarlo. Muy temprano, antes del amanecer, los dos se levantaban y caminaban junto a Tol, lamentándose al verlo partir solo, con la lanza al hombro y el paso quedo, levemente inclinado hacia un lado. El sol apenas empezaba a asomarse tras del camino de coníferas, mientras el chillido de los petirrojos y la brisa con nuevos sonidos, frescos como el rocío de la mañana, lo escoltaban. En ocasiones había soñado que iba con él, viéndose a sí mismo desde la puerta de la choza. Como si fuese otro niño, en otro tiempo y circunstancia, observando con admiración su propia espalda, fuerte y ancha como la de su padre.

     -Cuando seas tan grande como esto- le dijo Tol un día señalando su propio pecho-  vendrás a cazar conmigo.

     Y a la tarde siguiente fueron a ver al constructor de lanzas, que había aprendido el oficio de su padre y su abuelo, a quienes todos en su tiempo respetaron como grandes artesanos. El hombre empezó a hablarles de su último viaje. Había encontrado extraños materiales resistentes al uso y los golpes de las armas.

     -¡El hueso y la piedra se quiebran con facilidad, pero las lanzas que he visto penetran la carne como si fuese agua!- Después se lamentaba con palabras que ellos no entendieron, quizá aprendidas en las tierras que había visitado, y apartaba la mirada para esconder la transparencia de sus ojos brillosos. El llamado de sus hijos más pequeños podía oírse, claro y exigente, desde el interior de la choza. Era de mañana, y el arrullo de la mujer surgió de pronto para calmarlos.

     Siguió contando que cuando el brujo se enteró de su hallazgo, mandó a sus hombres para quitarle las nuevas armas.

     -Me agarraron de los brazos, y usaron mis propias herramientas para amedrentarme. Mi familia me miraba. Mi padre, el pobre viejo, estaba llorando. Las lágrimas le formaban surcos bajo los ojos. ¡Bien podrían haber sido las últimas de su vida! Por él tuve miedo, y les dije entonces dónde había guardado las armas. Fueron a buscarlas a la cueva. El brujo se quedó vigilándome mientras esperábamos en la choza. Pero sus ojos eran pálidos como el aire. No bajé la cabeza ante él. Cuando escuchamos el sonido de las armas, salió y ordenó enterrarlas en un lugar que él elegiría más tarde. Después amenazó con quemarme vivo si insistía en mi rebeldía.

     El rostro del artesano se había vuelto a la vez triste y desilusionado cuando terminó su relato. Sus manos se mantenían ocupadas con el continuo pulido de sus herramientas. Luego aplicó todo el empeño y toda su ira en el silencio que siguió. El polvo caía y tapaba sus pies con el polvo. Algunas astillas y cortezas saltaban a la luz de la mañana.

     Zaid seguía jugando con el perro, lanzando pequeños tacos de madera para que fuera a buscarlos Las palabras de los hombres le llegaban nítidas.

     -Recuerdo otros tiempos, Tol, cuando tu padre usaba las mismas armas que ustedes ahora. No hemos aprendido nada, amigo mío. Ahí afuera, más allá del mar hacia el norte, o de las montañas al sur, o del río Droinne, hay otras cosas que te maravillarían. Los hombres construyen aldeas y cultivan. El tiempo allí es frío o caluroso, pero nunca les falta comida. Los niños se crían junto a los animales que les dan leche, y no necesitan ir a cazar para alimentarse. Trabajan la tierra...

     Zaid de pronto se sintió avergonzado. Lo que escuchaba lo atraía, pero representaba una clara desobediencia al poder del brujo. Intentó distraerse con la vista de las mazas y otras armas amontonadas en un rincón oscuro de la cabaña. El artesano se puso a mirarlo con desconfianza, fijando la vista luego en Tol, quien hizo el gesto de que no se preocupase.

     -Mi hijo y yo sabemos guardar secretos- le dijo.

     Pero Zaid se había quedado confundido con aquel desafío a la autoridad de Reynod.


     Sus ojos contemplaban con inquietud el río. La superficie se estaba espesando en algunos partes. Las espaldas de los hombres se balanceaban al ritmo del agua, y se sintió mareado. Cerró los párpados, y al abrirlos se encontró con los senos sucios y cálidos de las mujeres, y esto lo perturbaba más aún.

     La otra orilla permanecía perdida en la bruma. Quizá la corriente los estaba arrastrando hasta lo más ancho, o el río se había desbordado. Algunos decían que era necesario alejarse de la montaña e ir río abajo. Otros, que con seguridad se quedarían varados. Pero el resto continuó remando, y él vio cómo las manos se lastimaban sobre la madera astillada.

     El río estaba cubierto de ceniza. Los cadáveres impedían el avance, y los empujaron con los remos. La piel de los muertos se desprendía al tocarlos. Luego se hundieron con lentitud y las aguas burbujearon alrededor.

     Las mujeres de la balsa se miraban entre ellas, sin dejar de amamantar a los niños. Zaid pensó en su madre. La última vez que la había visto estaban los cuatro huyendo entre la multitud. Hasta que hallaron al abuelo.

     ¿Por qué mi padre nos abandonó por el abuelo?

     Le tenía rencor al viejo Zor por la maldición que había hecho caer sobre ellos, aunque lo único que sabía con certeza era que el brujo lo había exiliado del pueblo mucho tiempo antes. Y el viejo era, por lo que Zaid había visto en su vida, nada más que una figura débil que un viento insignificante podría derribar. Los niños se alejaban de Zaid cuando lo veían, o le gritaban frases injuriosas al encontrarlo en los caminos. El nombre del abuelo estaba mezclado con la ira y el desprecio.

     Escuchó que alguien lo llamaba.

     -Nieto de Zor.

     La voz llegaba del montón de caras, pero le pareció por un instante que también venía del agua y de los ahogados, o de la orilla abandonada, del cielo rojo y lleno de espíritus. Luego, el hombre cuya voz había oído, se hizo un espacio entre los demás y apoyó una mano en el hombro de Zaid.

     -No tengas miedo- le dijo, y lo ofreció una manta. Su manera de hablar era común, pero había un tono extraño, fingido tal vez.

     Zaid no pudo pensar, sin embargo, mucho en eso. Sintió de pronto que su cuerpo se relajaba. El vello de la piel se le había erizado en un escalofrío al sentir el escozor del tejido sobre la piel irritada. Se acostó y cerró los ojos. No era importante ya quién estaba a su lado, ni si la embarcación iba a hundirse o estancarse, hasta el cielo podría venirse abajo por orden los dioses. Él sólo deseaba dormir, y cuando lo hizo, fue igual encontrarse entre los brazos de su padre una vez más.


     Ha llegado el Brujo con el dolor.

     La circuncisión y el dolor.

     Su rostro no es ni ojos ni boca. Es pena, aflicción.

     Está en el claro al que lo han llevado, y la ceremonia empieza.

      -¡No me lastimes la barba, hijo!- le dice su padre.

     Tiene deseos de llorar. Siente entre sus manos la áspera solidez de la barba de Tol.

El momento de la paz anterior a la tormenta, la lividez antes del dolor. Luego aparece el Brujo con su rostro pintado de rayas negras, haciendo con los brazos gestos rituales de significado oscuro. Baila al ritmo de una música que los ayudantes tocan en el bosque, y que Reynod parece dirigir desde lejos, a través del follaje, las luces de las luciérnagas, los lúgubres bostezos de los búhos  y ese impenetrable vaho de niebla y rocío que se asienta después del anochecer sobre el manto verde oscuro.

   ¡Tum... tum... tum!

   Los tambores son voces que duelen. Ahora lo sabe ya definitivamente: el dolor viene de la oscuridad, llega con la imprescindible música que le da una forma, buscando un cuerpo, un lugar cálido, una mente dispuesta a alojarlo. Porque eso, lo extraño, desconocido, lo temible, también necesita cobijo.

     El Brujo se quita la túnica con lentitud. Zaid y su padre también están desnudos. Entonces la ceremonia inicia su terminación con el dolor del corte. La pérdida, el paso que no puede detenerse o retroceder. El único día del mundo del que no se puede regresar.

    ¡Tum  ...tum ...tum!

    La boca cerrada, no hay que gritar, no es necesario avergonzarse. La tersura de las lágrimas debe olvidarse.

     Desde la mitad de esa noche rodeada de fogatas en honor de la infancia muerta, desde el calor de los brazos y el pecho de su padre, despierta sobresaltado, gritando.


      Siempre le sucedía lo mismo, incluso en su lecho y rodeado de su familia. Pero esta vez despertó bajo un sol rojo. Volvió a la lucidez entre desconocidos, rostros abotagados, contraídos. Había menos que antes. Tal vez algunos cayeran al río mientras él dormía, otros quizá habían intentado alcanzar la orilla. En los sitios vacíos quedaban restos de comida.

     El hombre que le había hablado, discutía con otro más viejo, de barba y cabello largo, blanco. Los ojos del anciano eran claros, tenía la piel enrojecida y se veía enojado. Zaid no entendió el dialecto en el que hablaban. El viejo lo miró entonces por sobre el hombro del otro.

     -¡Despertó el nieto de Zor el Traidor!- dijo el más joven al darse vuelta. Sonreía, pero Zaid retrocedió. El otro no le hizo caso y se le acercó muy rápido para taparlo de nuevo, como si hubiese descubierto algo en el cuerpo del niño.

     -Nos pasa a todos- murmuró a su oído, y señaló el bulto bajo la manta de Zaid.

     No se había dado cuenta de que le había pasado otra vez al despertar. Tenía el sexo tan rígido que a veces se sentía enfermo. Miró al otro. La sonrisa del hombre era desagradable. La blanca cara del viejo, con restos de una antigua magnificencia, se mostraba serena, preocupada al mismo tiempo, como un dios encarnado que los estuviese vigilando.

     Y más allá, el cielo gris se había llenado de destellos rojos.


*


     Al caer la noche del quinto día, quedaba una sola mujer a bordo. Zaid escuchó, por encima del opaco rumor del agua espesa, su llanto de pesar hundido en el silencio de las antorchas y las balsas que los acompañaban. Vio el movimiento y oyó el gemidos de los hombres durante casi toda la noche sobre la sombra de la mujer recostada con las piernas abiertas.

     Cuando amaneció, ella ya no se movía. Desde la blancura de los muslos brotaba olor a sangre. Tenía un brazo balanceándose sobre la superficie del agua. Unos débiles gritos llegaban de la costa oculta en la bruma, el chillido de los gavilanes sobrevolaba el río.

     Los hombres se levantaron y arrojaron el cuerpo de la mujer. El sordo chapoteo de las aguas revueltas se extinguió con rapidez. Habían quedado cinco hombres además del anciano y el niño. Pero ellos dos sobrevivían, tal vez, por gracia de los otros, porque fue eso lo que él pensó al ver los bultos cubiertos por las telas que envolvían a los bebés.

     El hombre le habló.

     -¿Dónde está tu abuelo?

      -Se quedó con mi padre en la playa.

     -Yo lo conocí, hace mucho tiempo. Mi padre y él cazaron juntos muchas veces. Pero tu abuelo lo traicionó un día al dejarlo abandonado en el bosque, delante de la bestia que le arrancó un pie.

     Desde el volcán se oyó un nuevo estallido. Bandadas de pájaros levantaron vuelo desde los árboles y unos gritos se confundieron con las voces de los hombres que rezaban. El hombre miró hacia la orilla por un momento, y luego continuó hablando.

     -El viejo Zor desobedeció la Ley. Pasó su edad y se quiso quedar entre el pueblo. Su comida se la quita a los niños...

     -Mi abuelo aún caza su propio alimento- le dijo Zaid.

     -Pero esas presas deberían ser nuestras. Deshonró a tu familia. Tu padre pudo haber sido el más respetado por su destreza, y ahora todos lo rechazan. Los nietos de Zor deben ser nuestros esclavos. Así lo ordenó el Gran Brujo.

     Quizá sus padres, se dijo Zaid, al mantenerse apartados, habían evitado a él y a su hermano los sufrimientos de ese mandato. Pero ya no parecía haber excusa para más tolerancia. Como si la montaña hubiese ordenado castigar a la familia de Zor al estallar.         

     El viejo estaba escuchando. Tenía el pelo largo cubriendo la mitad de su cara, y el polvo formaba una espesa capa sobre sus hombros. Bebía ahora un sorbo de agua de una vasija que luego escondió bajo las piernas. Zaid no entendía por qué los demás no se la reclamaban.

     En la noche, los hombres abrieron las bolsas. Las fueron desenvolviendo con prolijidad, como si se cuidasen de no romper el contenido. Las moscas salieron por la abertura, y Zaid alcanzó a ver los cadáveres encogidos por el calor, despidiendo olor a sangre, a sal y cabellos quemados. Los hombres los cortaron con cuchillos y los repartieron entre ellos.

     Él iba a ser el próximo, se dijo.

     Pero el volcán habló de nuevo. Lo que quedaba de la cima se había partido en dos y las rocas caían por las laderas. Los gritos del pueblo volvieron a reanimarse y los pasos fueron creciendo hacia el río. La gente comenzó a aparecer en la playa desde el bosque en llamas. Los que alcanzaron la orilla trataron de nadar hacia las balsas. Pero los que remaban los rechazaron con los remos. La corriente los arrastró.

      Zaid entonces vio que la muerte era una presencia capaz de palparse, que hasta podría haberle hecho un gesto para llamarla, como a un animal domesticado. Estaba en el aire con la forma del humo negro y la ceniza blanca, con la figura de la sombra de las rocas.

     Los hombres de la balsa se recostaron cuando ya no hubo más intrusos que intentaran subir. Quizá ahora pudiesen descansar. La gente seguía gritando desde la playa, mientras el volcán brillaba con cada bramido.


       Debía ser la mitad de la noche cuando Zaid descubrió el brillo de la lava descendiendo hacia el río. El crujido de los árboles y el entrechocar de las piedras se fue acrecentando hasta convertirse en un rugido que parecía hacer el caer de los cielos. La tierra estaba gritando como si las almas de los muertos cabalgaran sobre el fuego líquido. Hacía tanto calor, que los hombres en la balsa deliraban sin despertar. Cuando el jefe despertó sobresaltado, enseguida lo hicieron los otros y vieron la ola de fuego que avanzaba. Jadearon por el humo y el calor aferrados a los bordes de la balsa. Sintieron el temblor y el movimiento de las aguas desplazadas. El río había comenzado a elevarse cubierto de una masa espesa de polvo amarillos, y el humo surgía del agua cuando la lava inundaba el cauce. Entonces una ola más alta que los árboles comenzó a acercarse hacia ellos. Algunos se tiraron, otros permanecieron quietos. El viejo se quedó sentado y atado con una cuerda, dejando que la balsa lo sacudiese. Sólo parpadeaba más de lo habitual, y sus ojos claros centellearon como dos puntos celestes en la noche, dos cielos calmos.

     Zaid se cubrió la cabeza y esperó. Se sintió golpeado por agua, ramas y cuerpos. Pero la ola los había levantado en lugar de derribarlos, y los balanceó como una hoja. Los troncos arrastrados la golpearon contra las rocas, rodeados de los cadáveres que habían reflotado. Luego abrió los ojos al mismo tiempo que la balsa volvía a descender, y las olas volvieron a formarse más bajas esta vez. Ellos resistieron atados a los maderos, pero la balsa se fue quebrando con los golpes.

     Durante el resto de la noche se mantuvieron a flote, hasta que la misma masa de agua que antes casi los había hundido, los fue arrastrando río abajo antes del amanecer.               

     -El dios iracundo nos aparta con un gesto de misericordia-dijo uno de los hombres, mientras miraban las ramas puntiagudas clavadas en el piso de la balsa, reforzando la estructura y levantándose de los maderos como mástiles.

     En la líquida quietud de la noche, mientras las llamas hacían desaparecer la tierra que dejaban atrás, tiraron los cadáveres que el agua había lanzado sobre ellos.


*


En el cielo nublado, un pájaro sucio cruzó el río. Pareció mirarlos por un momento, y se fue perdiendo de vista entre los árboles del bosque de la otra orilla.

     El nuevo cauce corría a través de un cañaveral, y ellos habían encallado en una playa rodeada de riscos. A lo lejos, aguas abajo, vieron las hogueras de los que habían logrado escapar.

     Despertaron muy entrada la mañana, con los cuerpos doloridos. Al mediodía el hombre le ordenó a Zaid:

      -Ve a cazar.

     Pero Zaid no se movió.

     -¡Ve a cazar!- repitió.

     -¿No va a acompañarme?

     -Soy yo el que ordena y pregunta, nieto de Zor el Traidor.

     Entonces el niño se puso en camino hacia el bosque, con una estaca a la que había sacado filo. Comenzó a subir un largo desfiladero, hasta los primeros árboles del bosque. Miró hacia la punta de los árboles, ni siquiera alcanzaba ver el cielo entre el follaje. Sólo se filtraba una luz tenue, manchas blancas cruzadas por las ramas y los otros troncos. El suelo estaba cubierto de ramas y troncos. Unas pocas aves chillaban cuando él pasaba cerca. Se puso a caminar con pasos perdidos. Se sentó a descansar en un claro, apoyó la frente en las manos, y pensó.

     Iba de cacería, pero cómo hacerlo sin experiencia, se preguntaba. Su padre no había podido enseñarle todo lo necesario. Recordó cuando Tol le había hablado de ir a cazar juntos.

     -Será el día en que tengas la altura de mi pecho- le había dicho, y luego señaló el sexo del niño.

     Para Zaid serían dos comienzos: el de la primera cacería, y la noche en que conocería a la primera mujer. Pero nada de esto sucedió, el volcán se había inerpuesto para vengar el desafío de su abuelo.

     El viejo tiene la culpa.

     Lo único que halló y pudo atrapar fueron tortugas y perdices. Encontró aves muertas y también las puso en la bolsa. Cualquier cosa servía, porque no olvidaba a los niños de la balsa. Regresó con la insistente idea de huir.

     Pero la desobediencia me ata al pueblo. Sombras unidas con fuerza. Líneas de brazos y hombros que terminan en el cuerpo de Reynod, tan grande, que ya no es un hombre sino un monstruo con la figura de los dioses.

     El hombre revisó la bolsa cuando él regresó. Su rostro no mostraba conformidad, pero no se lo recriminó. Se pusieron a trozar la carne, mientras el anciano permanecía siempre callado.

     -Enciende una fogata para espantar a los animales. Están tan hambrientos que saldrán del bosque para atacarnos.

     Zaid juntó unas ramas y raspó una roca con otra para encender el fuego. Miraba al hombre con  furia mal disimulada.

     -Esos ojos son los de tu abuelo-lo oyó decir - rebeldes y desobedientes. Todos ustedes llevan la misma maldición en la sangre. Voy a contarte la historia de mi padre, para que entiendas que tu esclavitud es razonable y perdonada por los dioses. Lo llamaban Markus de los Ojos Claros...


     Le habló de cuando fue abandonado en el bosque por Zor. Varios soles después, lo habían hallado desangrado y con un pie convertido en una masa de carne muerta cubierta de hormigas. Las aves de rapiña habían formado un círculo alrededor, pendientes a que él dejase de arrojarles guijarros y finalmente se durmiese. Cuando los hombres del pueblo llegaron a rescatarlo, una nube de moscas se levantó de la pierna carcomida.    

     -Pero él sobrevivió, con un pie cortado. Y en lugar de dejar que mis hermanos mayores fueran de cacería, quiso seguir haciéndolo él mismo, y me obligó a ayudarlo. Así me convertí en su nueva pierna. Cada noche le rogaba a los dioses que le devolvieran la salud a mi padre, porque yo no quería ser el apoyo sobre el que ponía el muñón para arrojar su lanza. La mayoría de las veces fallaba, y un llanto horrible lo estremecía, y ese temblor lo sentía en mi espalda. Yo también lloraba, porque odiaba  a Zor, y odiaba también a mi padre por ser nada más que un hombre inútil. Pero no fueron los dioses quienes me respondieron, sino la hechicera. Ella le dio un nuevo pie. Mi padre se levantó una mañana caminando orgulloso, pero a la noche siguiente la pierna había empezado a llenarse de gusanos. Le dio el pie de un muerto, y cada dos o tres días una nueva pierna renacía para convertirse en podredumbre poco después. Todavía me pregunto por qué la vieja castigaba a mi padre cuando Zor era el culpable de todo.

     Suspiró profundamente, atizó el fuego y continuó hablando.

     -Al principio se cortaba él mismo. Después de mucho tiempo, por haberlo aprendido mirando, un día le pregunté: ¿Puedo hacerlo? Me miró con compasión y dolor, con extrema pesadumbre, pero era una mirada llena de belleza. Ni los dioses tienen esos ojos.

     El hombre se frotó las manos frente a las llamas. Era casi de noche, la ceniza continuaba cayendo como copos de nieve seca.

     -Fui yo quien le cortó desde entonces cada nuevo pie, con el cuchillo de hueso que él mismo había moldeado. No podíamos saber cuándo iba a detenerse esa maldición. Me dijo que iba a resistir, que ni siquiera la obstinada crueldad de la hechicera podía ser tan duradera. Pasó el tiempo, y nuestro rito de la pierna cortada y arrojada al río se hizo una costumbre que había casi dejado de molestarme. Pero un día mi padre y yo fuimos a ver al brujo. Él le dio un cuchillo, y después de utilizarlo dos veces, una mañana ya no surgió otra pierna nueva. El muñón estaba seco y sin olor, y ambos extrañamos el no tener que usar el filo del cuchillo nuevamente. Lo enterramos, y nunca más volvimos a buscarlo. Pero a esa hora del anochecer en que acostumbraba a cortar la pierna, nos quedábamos callados, mirando el fuego hasta que se hacía la hora de acostarnos.

     Durante un rato no volvieron a hablarse. Tampoco se miraban.

     -¿Dónde está él ahora?- preguntó Zaid después.

     El otro lo miró sorprendido al principio, luego le respondió con indiferencia.

     -Si no ves lo que está delante de tus ojos, no soy yo quien va a decírtelo.

     Creyó no haber entendido. Pero al recorrer con la vista los objetos que lo rodeaban, se topó con el anciano, y supo que aquel era Markus. No quiso saber más por esa noche. Pensar en su familia ahora lo hacía sufrir. Miró al hombre que tenía la vista en el cielo, bajo el peso negro de la noche. Zaid lo contempló por un rato como si pudiese ver en su cara la verdad, pero el cansancio de los últimos días le trajo el sueño.


*


Cuando despertó en la mañana, alguien lo había volteado boca abajo. Tenía la cara contra el suelo y la garganta se le había llenado de tierra y arena. Pero sobre todo sentía un dolor punzante que lo estaba hiriendo. Creía estar todavía bajo la fuerza del mundo de los sueños, tal vez el espíritu vengativo de la montaña lo utilizaba como parte del castigo.

     Pero sintió las manos frías que lo tocaban, y él gritó como si le clavaran una estaca en los huesos. Así llamó él a lo que le estaba sucediendo. De esa manera lo pensó, porque la otra forma, el verdadero nombre no era sólo imposible de aceptar, sino también de imaginarlo. Pensó en su padre, en lo que Tol diría si viese lo que le estaban haciendo, y Zaid sufrió por la vergüenza, no únicamente por el dolor.

     Reconoció el olor y el peso balanceándose detrás, el aliento acre del jadeo y la suciedad de la barba rozándole el cuello. La repetida penetración lo hizo imaginar su cuerpo como una vasija en la que el otro escupía sus órganos. Su propio pecho se hinchaba con la presencia del extraño, y de su boca salió lo que había comido la noche anterior. Los gritos del hombre a sus espaldas se convirtieron luego en gemidos.

     Cuando el otro finalmente se apartó, se dejó caer a su lado, boca arriba y aún agitado el pecho, ensombrecido por las nubes del cielo pálido. Todavía gemía con roncos resoplidos de la garganta cansada. Sudaba, y no había intentado todavía cubrirse. Se veía satisfecho, con una expresión de plenitud y laxo descanso en el rostro.

     Y Zaid supo que desde ese momento él se había convertido en una mujer como la de algunas noches antes en la balsa, en un objeto de satisfacción. Entonces su lucidez fue despertando de la bruma en la que sus ojos habían entrado, y sus lágrimas habrían sido envidia del río.

    la iniciación alterada invertida el merecedor del dolor no es esto lo que mi padre dijo que iba a sucederme no es esto

     Los pensamientos llegaban y se iban demasiado rápido, dejando un resto de dolor. El mundo tal como lo conocía había desaparecido. Y ahora habitaba un cuerpo nuevo, rasgado. Pero la memoria aún permanecía en el otro: el diáfano cuerpo del niño que había sido.

      El hombre se ríe. Sus manos se mueven sobre el pecho, los dedos siguen una música que sólo el escucha. El ritmo que usó sobre mi cuerpo abriendo senderos ríspidos que antes no estaban. Creador de la nueva especie que me habita.

     Matriz de esclavo.

     Eso oyó decir, o por lo menos lo imaginó. Pero de dónde pudo haberlo imaginado, se decía.

     Matriz de esclavo... matriz... matriz...

     Repetía la voz a su alrededor.

     -Matriz de esclavo...-dijo esta vez claramente la voz del hombre.

     Más allá estaba el viejo, que había visto y escuchado todo sin moverse. Zaid estiró un brazo hacia él, pero no pudo levantarse, las piernas le dolían. Estuvo seguro por un tiempo que nunca lo haría, que iba a permanecer allí el resto de su vida, con la boca contra el piso y viendo pasar el mundo a sus espaldas.

     Matriz de esclavo.

     La profunda voz ahora era una letanía resonando en su cabeza, porque el hombre se había dormido. Recordó las pocas leyes que su padre había alcanzado a enseñarle, cuando lo obligaba a recitarlas cada noche, preparándose para la cacería que nunca realizarían juntos. Pensó en aquella ley que hablaba de la indefensión de las víctimas.

    Darles la oportunidad de defenderse. Sorprenderlas con la astucia, no con trampas. 

     El tiempo pasó, y el hombre continuaba dormido. La espera se le hizo más desesperante que el recuerdo. Habría deseado dejar que las palabras aprendidas se perdiesen junto al honor. Estaban impregnadas de tanta blancura, que eran casi imposibles de repetir.

     Algo tenía que hacer, su cuerpo se lo pedía. Iba a cambiar las cosas, era necesario darse vuelta y modificar esa postura. Pero sobre todo, abolir la voz de la memoria. Y vio muy cerca la estaca que había llevado al bosque para cazar.

     Hizo el intento de moverse, fue desplazando con lentitud cada uno de sus huesos pesados y dolidos. El viejo lo miraba hacer aquel esfuerzo, sin delatarlo.

     Zaid alcanzó la estaca y se levantó despacio. Los muslos lastimados le sangraban, y la espalda se fue despertando de a poco. Dio dos pasos hacia el cuerpo dormido del hombre.

     -¿Cómo se llama él?- le preguntó al anciano en un murmullo, porque no quería que despertase.

     En los ojos claros del viejo descubrió un brillo, una capa transparente de frialdad.

     -No puedo decirlo- contestó. -Si pronuncio su nombre, algo me hará levantarme y detenerte.

     -Entonces calle- le dijo Zaid. Su voz tenía ya el tono de un hombre. Levantó la estaca hasta por encima de su cabeza. Miró al cielo, a sus manos que sostenían el arma bajo la tenue claridad de las nubes grises. Cerró los ojos y pensó en su padre. Entonces se detuvo por un momento. Luego murmuró algo que el viejo no entendió, y sólo volvió a abrirlos al bajar la estaca con toda la fuerza de la que era capaz, contra el pecho del hombre.

     Vio un estertor y un espasmo de ojos abiertos. El rictus estático del espanto. Las manos se agitaron por un largo tiempo, y el temblor fue decreciendo lentamente. El vello del cuerpo se erizó y los rubores pronto tomaron el matiz de la vegetación seca. Las piernas se movieron defendiéndose de la nada, de una estaca clavada en otra parte y en otro cuerpo, regiones separadas para siempre de lo que una vez había sido un solo hombre.

      Zaid era ya más sabio. Miró al anciano y éste se estremeció con un gesto involuntario por primera vez desde que lo había conocido. Luego el viejo sacó las piernas que habían permanecido envueltas bajo una manta durante todo el viaje, se levantó y caminó arrastrando una pierna hasta su hijo.

     Entonces Zaid sintió derrumbarse la débil esperanza de que el relato del hombre fuese un engaño, y la culpa de su abuelo no existiese. El cuerpo de Markus, toda su desamparada y endeble figura, mostraba la evidencia.

     El viejo tenía un solo pie.




Ilustración: Vasily Vereshchagin

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