jueves, 17 de octubre de 2024

Gloria








No la amo, y sin embargo hace diez meses que la estoy buscando. Es el imperioso deseo de retenerla a mi lado lo que me hace seguirle los pasos. Como cuando vivíamos juntos, y en la vieja cama del departamento de Almagro me contaba los problemas en los que se había involucrado. Debo convencerme de que no es amor, aunque se le parezca terriblemente, esta necesidad de extrañarla que siente mi memoria. Más aún en este momento que creo haberla hallado por fin en la pequeña casa de enfrente, en este barrio apartado de Lomas de Zamora, entre cercas de alambres y perros sucios ladrando a los chicos que juegan a la pelota en la calle. Estoy aquí sentado hace horas, e intento no llamar la atención de los vecinos, pero es inútil. La gente mira el auto con curiosidad, las mujeres con sus bolsas de compras, los niños con los guardapolvos abiertos. En cada uno espero ver a Gloria, su inalterable belleza destacándose en medio de los desbordados signos de la pobreza. Nunca pudo convencerme cuando decía que su lugar estaba entre esta gente.

     Diez meses antes me abandonó, dejando todo lo que había traído: las cortinas, las sábanas nuevas y los manteles tejidos sobre las mesitas de luz, la taza de café todavía con la marca de sus labios. Cosas que sólo trajo para sentirse tranquila con el mandato inevitable de domesticidad, aunque siempre fue distinta a las otras mujeres. Recuerdo la primera vez que me confesó haber participado de las manifestaciones, describiéndome a los heridos en las calles y los fusilamientos contra las paredes de la calle Defensa. Me habló de la futura caída del gobierno de facto como si recitara un poema épico, hermoso e improbable.
     Posiblemente me crucé con ella mucho antes de conocerla, entre los tiroteos, esquivando balas y gases lacrimógenos, rodeados del tumulto. Ella perseguida, violenta y asustada. Yo, con el grabador en mis manos temblorosas, corriendo de una vereda a otra cerca del Congreso o la Casa de Gobierno. Cruzándonos sin saberlo, sin imaginar que un tiempo después estaríamos en la misma cama llamándonos amantes, y sospechosamente felices. Había transcurrido casi un año del golpe de estado, cada vez pasaba más horas en sus reuniones del partido en algún sitio oculto de La Boca. Nunca quiso contarme nada en detalle, era por mi protección, me aseguraba.

     Un mes después de que ella me abandonara, golpeé la puerta del editor para exigir la cobertura del atentado. Porque esa mañana había escuchado en la radio la noticia de la explosión en la casa de un jefe militar, y recordé lo que Gloria me había dicho al irse: que estaban por hacer algo importante y no quería comprometerme, que nuestras formas de vida eran incompatibles. Lo hizo con esa emoción habitual en ella, aquel gesto de melodramático compromiso. Se fue vestida como al conocerla, con sus pantalones levemente ajustados, la blusa blanca desabrochada hasta un poco más allá del nacimiento de los senos, sin pintura ni collares, sólo el armonioso movimiento de su cabello castaño cayéndole en los hombros. Ahora la casa del militar estaba destruida, y la bomba parecía haber gritado el nombre de Gloria al estallar.
     El editor finalmente me dio el permiso, pero antes debí venderla. Tuve que decirle que ella estaba en mis manos. Me hizo contarle la forma en que nos conocimos en la última asamblea previa al golpe, la manera en que nos enamoramos y descubrí lo que hacía. Le inventé una historia de cómo había averiguado sus planes con sólo llevarla a la cama y hacerle el amor hasta obligarla a contármelo todo.
     -Traicionar y prostituirse es la misma e inefable virtud de las mujeres- le dije a mi jefe.
     Entonces, igual que un niño que miente por primera vez, me di cuenta que ya no podía echarme atrás. Había vendido su nombre, la imagen de la líder violenta y subversiva que en realidad nunca llegué a conocer. Por eso necesitaba buscar a la otra Gloria, la que se sentía protegida por el solo hecho de estar conmigo.
    
     A la semana siguiente, publiqué una columna completa dedicada al grupo guerrillero al que se adjudicaba el atentado. Al principio fueron datos que los demás diarios ya tenían; a la segunda semana decidí entregar mi entrevista con la madre de una amiga de Gloria. Visité a la señora Fay en Belgrano, en una casona que debió ejercer el efecto contrario que esta mujer deseaba para su hija Cristina, a la que Gloria mencionó escasas veces. Es extraña la forma en que todos ellos, los activistas, pueden ocultar sus pensamientos, o dividir su mente en dos vidas paralelas. Ser amantes y al mismo tiempo unos desconocidos. Únicamente los hombres como yo, los que tenemos un solo pensamiento, somos simples y tan planos como cualquier cosa inútil puede serlo.
     La señora Fay habló de su hija de manera despectiva.
     -Desde que tenía dieciocho años empezó a meterse con esos grupos. Yo la veía volver de la calle con pancartas y esa actitud de desprecio hacia todo lo que le dimos, la educación, la posición, usted me entiende. Pero ningún gobierno les viene bien.
     -¿Usted conoció a sus amigos?- le pregunté.
     -Varias veces hizo reuniones en esta casa, mientras yo no estaba, por supuesto. Cuando me enteré y le dije que se fuera, se me rió en la cara.
     Hizo una pausa para buscar en el escritorio un papel que entregó en mis manos. Me dijo que aceptaba esa entrevista sólo para que la ayudase a saber algo de su hija.
     -Tome, ésta es la última dirección que tengo de ella.
     Noté que estaba algo conmovida por primera vez desde que empezamos a hablar, y me preguntó qué sabía sobre la gente desaparecida en los arrestos. Yo pensé, sin decírselo, que la tierra se los tragaba.
   
     La dirección que me dio la madre de Cristina era un sitio en General Rodríguez, y antes de salir, pasé por la redacción. El jefe se me acercó al oído y murmuró:
     -Deme el manuscrito, Beltrame. De arriba me presionan y tengo la soga al cuello.
     Entonces me quedé tranquilo, supongo que fue tranquilidad esa sensación de estar haciendo algo que todos consideran correcto excepto uno, por lo menos la más pequeña parte de uno mismo.
     Cuando llegué a la ciudad el domingo a la tarde, había una quietud extrema en las calles. Algunos perros ladraban y cruzaban de vereda, interrumpiendo el silencio instalado. Me detuve en una estación de servicio y pregunté por la calle que buscaba. La casa resultó estar ubicada al fondo de una serie de departamentos dispuestos en fila. Golpeé a la puerta.
     -Soy amigo de Gloria- le dije a la mujer que me abrió.- ¿Usted es Cristina Fay?-Detuve la puerta con el pie antes de que me cerrara.-Necesito hablar con ella, fui su pareja y la extraño.
     Y al oír mi propia voz, fue como escuchar a otro hombre fingir. Le estaba hablando como un amante que se siente solo, pero yo seguía pensando en mi artículo que en ese instante se imprimía en Buenos Aires.
     Cuando la convencí, me hizo entrar a una sala pequeña y vacía, como esos lugares que van a habitarse por poco tiempo. Continué hablándole y observando sus ojos bellos, aunque no tanto como los de Gloria. Sin embargo, su desconfianza no cedía, como si ella también pudiese escuchar los ruidos de las máquinas impresoras en mi cabeza. Acercándome a su oído, le hablé casi llorando.
     -No te imaginás cómo la extraño, tanto que desde su huida no he dormido con nadie más.
     Entonces le besé la oreja suavemente, puse una mano sobre su muslo, y ya no opuso resistencia. Ni siquiera ese precavido silencio, que fue desapareciendo con suspiros frecuentes. Fue como derribar la barrera frágil de su cuerpo de una sola vez. Mis manos empezaron a tocar sus pechos, desnudándolos. Sacándole ese vestido que era más un disfraz de ama de casa que de una combatiente por la liberación. Su cuerpo era muy delgado, casi desnutrido en las caderas huesudas, en los muslos fláccidos, surcados por quemaduras y marcas de picana. 
     Pero mi mente seguía siempre alejada, pensando en las palabras de mi próxima nota, y el rostro de Gloria se me apareció de pronto. En ese momento acabamos, y me aparté. Cristina estaba extenuada, y por su mirada perdida supe que quizá no volvería a levantarse de esa cama. Mis brazos, pensé, mi cuerpo, habían sido el último remedio, el éxtasis y la electricidad que cura y daña al mismo tiempo.
     Mientras me vestía, ella miró hacia la ventana varias veces, como buscando algo, pero no le hice caso. Después giró la vista hacia mí por un instante, y comenzó a revolver entre unas carpetas en el suelo junto a la cama.
-Pase lo que pase, nunca le mencione lo nuestro- me dijo al entregarme un papel.
     Salí de allí con el papel arrugado en mi mano derecha, una hoja de agenda con la dirección de Gloria. Ella era su amiga quizá más íntima, y con la que creía haber cometido una traición personal, pequeña y pueril, tal vez, pero que iba a compensar devolviéndole a su amante.
    
     Al volver a Buenos Aires, la señora Fay me acosó con sus llamadas.
     -No es lo que convinimos, ha distorsionado todo lo que le dije- reclamaba ella desde el teléfono, advirtiéndome que me haría huir del país.
     Busqué el diario de la mañana y leí un fragmento irreconocible de mi nota. Los leves destellos de humanidad con que quise teñir a la familia Fay, habían desaparecido. No sirvió de nada entrar puteando a la oficina del jefe. Levantándose de la silla, me apuntó con el dedo como un arma.
     -Esto es lo que iban a hacerle a usted y a mí si no la cambiaba.- Su voz se convirtió en un murmullo.-Mientras usted jodía con esa mina en Rodríguez, lo estaban siguiendo, y después se la llevaron. Hasta secuestraron una agenda que como un boludo no fue capaz de ver.
     Me senté, aflojándome la corbata, y un sudor frío empezó a correrme por la espalda.
     -Ayer mismo volvieron a llamarme de arriba. Me encajaron toda una lista de gente a la que hay que cagar, ¿me entiende?- Y se puso a repetir, frotándose el rostro una y otra vez: -Estamos jodidos, jodidos...
     Volví a mi escritorio y cerré la puerta con llave. Las paredes me parecían cuatro hombres y ocho ojos imperturbables. Cualquier paso en falso me involucraba, y tuve tanto miedo por mi vida, que fui capaz de un único acto. Esta maldita reacción que finalmente ha sido la responsable de mi supervivencia. Regresé a la máquina de escribir y me puse a teclear como un verdugo.
    
     Dudé mucho tiempo en seguir buscando a Gloria. Sabía que su dirección ya no estaba en la agenda de Cristina, así que ir hacia ella significaba enterrarnos a los dos. Cada semana prolongué mi vida entregando mi ración de nuevos nombres al periódico. Hombres o mujeres sospechosos de militancia subversiva eran mencionados en mi columna, y si algo sucedía con ellos, no deseaba saberlo. Pero en la redacción mis colegas se encargaron de dejarme informes sobre mi escritorio, notas de muertes inexplicables, de desaparecidos, de allanamientos y secuestros que al ser publicados cambiarían sus nombres por otros más acordes a la voluntad imperante de tranquilizar al pueblo. Dejaban notas anónimas en el parabrisas de mi auto, y me trataron de manera distante, rencorosa pero temerosamente, y conocí una nueva clase de respeto. La tensión de cada mañana al enfrentarme con la máquina de escribir me hacía sentirme enfermo. Tal vez mi cuerpo se estaba flagelando por las culpas de mi mente. Estuve tres semanas en cama, con fiebre y una meningitis que me dejó muy débil. Sólo Gloria podría salvarme de la caída que se me ocurrió inevitable. 

     Por eso vine a Lomas de Zamora a buscar su casa. Hace horas que aguardo frente la puerta, soportando el frío de la mañana y la lluvia sorpresiva de la tarde. Pero no la he visto. Me bajo del auto y me confundo entre la gente, por si me vigilan.
     Desde una esquina finalmente la veo salir, tan hermosa como siempre. Se me ocurre que ella, con su sola presencia, es capaz de redimir a cualquier hombre en el mundo. Mira hacia todos lados, y corre hacia la otra esquina alzando un brazo para detener al colectivo. Sé que no tengo tiempo de buscar el auto. El colectivo se detiene y ella sube, corro y lo alcanzo. Empuja a los que están delante, ellos protestan y veo que Gloria se da vuelta.
      Me ha visto. Y por su mirada me doy cuenta que huye de mí como si un criminal la persiguiera.
     -¡Esperá, por favor!- le grito.
     Quizá una palabra suya sea suficiente para sentirme diferente. No amado, ni siquiera perdonado, sino distinto, otro que no sea yo ni el hombre en el que me he convertido.
     El colectivo está repleto de gente. Intento abrirme paso. Ella se escabulle entre los pasajeros. Alguien se interpone en su camino, y así logro alcanzarla extendiendo un brazo. Estoy a punto de hacerlo, puedo rozar con los dedos el tapado azul que yo le regalé en su último cumpleaños. Aún lo conserva, y es una señal consoladora de que no puede olvidarme.
     Entonces me observa una vez más. Sólo espero escuchar su voz. Pero lo único que obtengo es una mirada de temor. Solamente miedo. Si me odiara, si en esos ojos hubiese por lo menos un indescriptible desprecio, tal vez eso sería suficiente para justificarme.
     El colectivo se detiene en un semáforo, y ella se baja corriendo. La sigo, pero la puerta se me cierra en la cara. Ahora está mirándome desde la vereda, y de pronto dos Falcon frenan a su lado.
     -¡Abra!- le grito al chofer, pero no me hace caso.
     Dos hombres descienden de los coches, agarran a Gloria de los brazos y le tapan la boca. Ella se resiste, patalea como un animal. La gente mira por la ventanilla y murmura.
     Ya han subido a Gloria a uno de los autos. Arrancan y pasan junto al colectivo con el chirrido de neumáticos en el asfalto, cruzando las luces rojas. Me quedo quieto, rodeado de la gente que me está observando y nada dice, envuelto por ese olor humano tan insoportablemente acusador.
    




Ilustración: Fernando Botero

miércoles, 16 de octubre de 2024

Comentarios para Andrés








Te veo llorar sobre la cama, mientras el sol del mediodía permanece detrás de las persianas, y pienso que fue apenas esta mañana cuando nos encontramos en el café. Querías volver con Sonia, y esperabas llamarla al salir del trabajo esta tarde. Me hablaste de su dedicación hacia vos durante todos estos años, a pesar de las peleas y desencuentros. Nunca encontrarías a otra mejor, dijiste. Pero tampoco olvido la manera en que empezaste a mirar a la chica de la otra mesa.

     Era muy temprano todavía. Después de casi un año sin vernos, querías charlar antes de ir a la oficina para contarme tu decisión. Recién ahora, Andrés, te diste cuenta del tiempo, como si de pronto hubieses visto algunas canas en tu barba al afeitarte, más de las que el miedo te permitió tolerar. O quizá te encontraste hablando solo con el espejo, en el baño en desorden y sin recibir respuesta.
   Pero Sonia fue perdiendo importancia en tus palabras, mientras yo miraba por la ventana el movimiento de la calle. El olor a humedad de aquel bar me traía recuerdos de la casa de tus viejos. Nunca supe de dónde nacía exactamente, si del piso de madera, hundido en los rincones, o de las paredes. Cuando me quedaba a comer, observaba los bajorrelieves de la araña del comedor, las manchas de humedad formando figuras en el techo. Pero vos y tus padres no parecían preocuparse. Hablaban como si las cáscaras de pintura que caían en la mesa no existiesen.
     Al volver tu viejo del trabajo, mientras jugábamos a la pelota en el patio, lo oíamos golpear la puerta del baño.
     -¡Dame una toalla limpia!- le decía a tu mamá. Después entraba al comedor con un perfume a colonia rancia. Hablaban, sí, pero ya sabés lo que quiero decir. Intercambiaban palabras sin responderse en realidad uno al otro. Yo levantaba los ojos de mi plato esperando descubrir el único instante en que sus miradas coincidirían. Pero antes de eso, tu vieja traía la fuente de fruta, y él comenzaba a pelar un durazno hasta casi deshacerlo entre los dedos, embebiéndolo en su vaso de vino. La barba se le manchaba de rojo, entonces ella cambiaba de repente. De su sumisa actitud, de atenderlo casi como una sirvienta, se le acercaba para secarle la cara. Primero con una mano, luego con la palma abierta, abarcando las mejillas y el mentón, frotándolo con una ternura que aumentaba con imperceptible intensidad. Sus ojos, en ese momento, se encontraban por primera vez en todo el día. Vos, de pronto, me decías:
     -¡Vamos!- Nos íbamos a jugar a tu cuarto. Cerrabas la puerta, y la escena del comedor quedaba siempre trunca en mi imaginación.
     En casa, mis viejos discutían siempre, así que no lograba entender tu recelo, si es que así puedo llamarlo. Tus padres, aunque raros en ciertas cosas, parecían quererse.
     -Nunca voy a casarme- dijiste una vez, mientras escuchábamos discos. Tus labios pronunciaron esas palabras por debajo del sonido de la música, y no me atreví a responderte, simplemente no sabía qué decir.
    
     Las mesas se fueron ocupando de a poco. Eran casi las nueve de la mañana y tenía que entrar a la oficina. Cuando quise hablarte de mi mujer, pusiste la mano sobre mi brazo, mirando hacia esa chica. Es verdad, era hermosa. De alguna manera todas las mujeres que vi con vos se parecían, incluso Sonia. Por eso necesitaba hablarte de ella antes de que intentaras llamarla, pero tu boca llena de jactancia volvió a cohibirme. Te levantaste, y me molestó ese gesto de hastío cuando quise detenerte, como si dijeras que yo también te estorbaba. Tu manera de seducir a una completa extraña me hizo pensar en mi torpeza. Miré al mozo, y supe por su sonrisa que ya te conocía.         
     Me acuerdo de la noche en que los cuatro cenamos en tu casa. Lo habíamos pasado bien, y luego ocurrió aquello. Yo no entendía nada, hasta que mi esposa te gritó:
     -¡Cerdo, hijo de puta!
     Nunca la había oído hablar así. Vi tu mano apartándose de ella y supe lo que había pasado. Vos estabas borracho, pero en ese momento no me importó. Recibiste el golpe seco de mi puño con verdadero orgullo, pude verlo en tu cara. Me pediste disculpas, mientras yo intentaba sostenerte. Tus labios sangraban, manchándome la camisa. No sé qué pensarían ellas al vernos, pero no pude soltarte. Te llevé hasta el sofá y te limpié la boca con el pañuelo. Es que siempre estuve dispuesto a perdonarte porque envidiaba tu forma de ser con las mujeres, ese desafío entre ingenuo y arrogante que nunca tuve.
     Toda la noche hablamos apoyados en el marco de la puerta de calle.
     -No sé si quiero a Sonia- me confesaste. Tampoco estabas seguro de haber sentido el más mínimo afecto por todas las mujeres con quienes te habías acostado. Pensé en los rostros de las que llegué a conocer, y sentí vergüenza. Después lloraste, me resigné entonces a aguantar tus lágrimas hasta que estuvieses sobrio. Desde el dormitorio venían las palabras irritadas, furiosas de tu mujer y la mía, mientras preparaban las valijas de tu Sonia. Te apoyaste entonces contra mí diciendo, con irremediable seguridad, que no eras capaz de amar.
     Una vez, de chicos, te vi tan asustado como esa noche. Yo había llegado tarde a tu casa. Desde el fondo llegaban unos ruidos raros. El zaguán era largo, y en la oscuridad que una lámpara antigua nunca logró vencer, se escuchaba el sonido de animales gimiendo, y sentí más curiosidad que miedo.
     -¿Qué pasa? ¿Son los vecinos?
     Mi pregunta fue inocente, te lo juro. No quise sonar sarcástico. Vos, en cambio, interpretaste lo que no quise decir. Unas semanas antes, en la escuela, nos habían dado una clase de educación sexual, en la que nos reímos dándonos codazos al mirar las ilustraciones. No hubo después otro tema de conversación fuera de la escuela. Todos festejábamos las ocurrencias de Bermúdez, que imitaba los gritos de una hembra en celo con su voz aflautada. Cómo no recordarlo ahora, cómo evitar recordarlo esa tarde.
     Me empujaste y cerraste la puerta. Me quedé en la vereda, oliendo la humedad que brotaba de tu casa, de la puerta pesada, alta. Iba a insistir, pero al pensar en tu cara no me atreví.

     Mientras revisaba expedientes en mi escritorio, a las once y media recibí el llamado. Tu voz sonaba muy mal, como la de la noche de la separación. Hablé con el jefe, le inventé una excusa sobre un problema familiar y me dejó salir. Encontré el hotel, este albergue de mala muerte, con frisos carcomidos por la humedad y la lluvia y dos ventanas balcón cerradas, como siempre deben estarlo. Condenadas las habitaciones a la oscuridad acorde a los encuentros entre quienes no desean tanto verse, sino sentir ese olor humano fragmentado, dividido por cosméticos, cigarrillos y el aroma del tiempo en las paredes viejas. Una construcción muy parecida a la casa de tus padres. Por esa razón la elegiste, pienso. Si te conoceré, viejo amigo.
     Entré preguntando por el cuarto, el conserje me dijo lo que había pasado antes y después de ver al hombre que huyó del hotel. Cuando lo dejé ya estaba levantando el tubo del teléfono. Recorrí el pasillo y unas putas se escondieron al verme. Vi la puerta abierta. Te encontré en la cama, casi desnudo, pero no pude hallar rastros de alcohol en tu mirada. Temblabas y te cubrí con las sábanas.
     -No me expliqués nada.
     Tenías, sin embargo, la necesidad de hacerlo. Entonces vi el cuerpo de la chica en el suelo, del otro lado de la cama, seguramente con el cuello roto.
     -Llegamos, todo estaba bien. Nos sacamos la ropa, nos tiramos en la cama. Después apareció el tipo, no sé de dónde...estaba esperando aquí....
     -Llorá, desahogate- te dije con las mínimas palabras, tibias, de un amigo.
     -El tipo me agarró de los brazos mientras ella me sacaba la billetera y el reloj. Y se reían, ¿me entendés?, se reían...
     Te palmeé las mejillas con suavidad. El pelo desprolijo, la cara sucia de lágrimas. Tan parecido al pequeño Andrés que me recibió una tarde con la expresión más desprotegida que vi en mi vida. Aún tenés esa cara, después de tantos años, la misma que yo no volveré a tener aunque me mire al espejo durante horas, buscando algún rasgo del que fui. Por eso te odié, ya sin sentir que se me revolvía el estómago al pensar que eras mi amigo, que yo era tu mejor amigo, y sin embargo te odiaba.
     -Les aguanté las bromas por un rato, pero no se iban. El tipo no me soltaba y ella decía boludeces para ponerme nervioso. Cuando la mina le dijo que me atara y él me aflojó por un segundo, me tiré encima de ella.
     Te miraste las manos como si no fuesen tuyas, manchadas con sangre seca sobre el vello del dorso. Sólo se me ocurrió entonces apretarlas entre mis palmas, como lo hice cuando éramos chicos, te acordás. Fue al día siguiente de aquella tarde, o después quizá. Salimos de la escuela, pero no recorrimos la vereda de tu casa. Caminamos hasta el parque, mientras algunos chicos se sacaban los guardapolvos y daban el primer pelotazo del partido. Vos, sin mirarlos, empezaste a hablar.
     Y mientras tanto, yo imaginaba cada paso que dabas en esa casa cuyos rincones no conocía del todo, aunque sí el ambiente, el olor que ofrecía a cada sector sombrío de mis recuerdos un escenario definido, adecuado. Vi tu casa a las doce de la noche. Una lámpara de pie al fondo del living. El comedor a oscuras, sólo habitado por la silueta negra de la mesa, las sillas apartadas, los platos sin levantar. Más allá de la luz, el pasillo que conducía a los dormitorios. Al final, la puerta del patio trasero, con su vidrio esmerilado que dibujaba las sombras de los árboles al mecerse con el viento. Te vi caminar sobre los eternos restos de pintura caídos del techo, recorrer las habitaciones en tu obligado insomnio. Esperando que se acallasen los ruidos, los insoportables gemidos junto a tu cuarto. Tenías un pijama grande, las mangas sobrepasaban el largo de tus brazos, el pantalón se te resbalaba de las caderas. Pero ya no podías estar más en la cocina, ni sentado en la oscuridad del comedor. Los ojos se te cerraban, y cada grito, cada llamado te abría los párpados como si hubiese un dedo invisible delante.
     -¡Andrés!
     Te buscaban. Al perder la esperanza de que esta vez no lo hicieran, te sumiste, como todas la noches, en la desesperación que te sembraba la cara. Luego ibas, obedecías, porque no hacerlo era esperar el castigo de la mañana siguiente. Veías la luz, pálida, amarilla, saliendo por la puerta entornada del dormitorio de tus padres. Y aunque supieras qué encontrarías, te asomabas con la tonta idea de que esa noche sería diferente. Pero la sombra de la mano de tu madre sobre la pared, como una araña enorme, se movía en señal de llamado. Ella estaba desnuda sobre el cuerpo de tu padre, y el brazo de él también se movía, reclamándote. Vos, con la transpiración recorriéndote el cuerpo, te secaste las manos en el pijama.
     Entonces el pantalón se aflojó y cayó sobre tus pies. No te diste cuenta. Tus ojos, grandes, asustados, miraban y no veían. Únicamente lo descubriste al oír sus risas. Tu viejo no podía contenerse, y ella le decía algo así como “pobrecito, no tiene la culpa”, entre risas. Él la animaba, “pero si ya es un hombre”, y te pedía que te acercaras a la luz. Vos ya no los miraste, sino que bajaste la vista a tus calzoncillos, tensos y mojados por algo que no era orina.

     El conserje ya debe haber hecho lo que le pedí, y antes de que la policía atraviese la puerta, voy a contarte lo que no pude mencionar esta mañana. Lo que te habría dicho si no te hubieras dejado enredar por ese cuerpo de mina indiferente, de mina engañosa, como todas. Para darte mis noticias de la mejor forma posible, evitándote esto que ya hiciste, esta muerte que está junto a nosotros.
     Puedo ya decirte que mi esposa me dejó. Después de la noche de la pelea, insistí en defenderte, te lo dije antes, y me abandonó meses después. No te llamé porque me estaba pareciendo demasiado a vos. Ebrio y estúpido en mi soledad. Pero no tenés que preocuparte más, ni siquiera en llamar a Sonia para que te espere a que salgas de prisión.
     Yo me ocupo de ella ahora.                                             






Ilustración: Benjamin Hope

martes, 15 de octubre de 2024

Los niños de la plaza








Abrió la ventana y una ráfaga de viento frío le secó el sudor de la cara. Aspiró profundo aquel viento que soplaba los cabellos lacios y algo largos para su edad.

     -¡Jefe!- gritó Fernández desde su escritorio, a dos pasos de la ventana. Entonces se dio cuenta que los papeles de la última venta en Chile, llegados por fax, volaban hacia el techo de la oficina como águilas de la cordillera.
     -Perdón- dijo él, con la habitual seriedad de siempre, la austeridad en las palabras y gestos. Notó, sin embargo, que lo observaban de reojo, cruzándose miradas de inteligencia, sonrisas disimuladas por los bigotes oscuros o la sombra de los ventiladores que luchaban contra la humedad de ese lunes otoñal y lluvioso.
     Solamente el flaco Bermúdez se atrevió a acercarse a él con toda deferencia.
     -¿No tiene frío, jefe, no quiere que apague los ventiladores si va a dejar la ventana abierta?- Sostenía la taza de café instantáneo de las dos de la tarde, batido con un poco de agua caliente durante diez minutos, hasta que la espuma bullía al verter el resto.
     Él no necesitaba entonces mirar el reloj de la máquina de tarjetas de asistencia. El día se dividía en el antes y el después de ese café preparado en la estrecha cocina a un lado del balcón que casi nunca abrían. Levantó la taza, sin dejar de mirar hacia el parque. Allí estaban los chicos jugando a la pelota, las niñas que iban y venían simulando los quehaceres domésticos que mucho más adelante las esperarían igual que manos afiladas por el tiempo.
     Pensó en el balcón, sólo abierto un fin de año que decidieron festejar todos juntos después de cerrar la oficina. Pero como cada vez que había intentado ser como los demás, unirse a ellos mostrándose como realmente creía ser, la idea se derrumbó antes de que llegasen las doce de la noche. Junto a las caras largas y el aburrimiento que veía en los empleados y sus mujeres obligados a complacer a su jefe, se fijó por primera vez en los niños que tiraban petardos en la plaza de enfrente.
     Eso fue, quizá, dos años antes, y se asombraba ahora de cuántas cosas habían pasado desde entonces. La pequeña Griselda, con el pelo rubio brillando como espigas de maíz. La bonita Sara, con los ojos oscuros que lo miraban tan fijamente, hasta casi leer sus pensamientos, la sombra de sus ideas tan lejanas al sol sobre la plaza.
     Aquel fin de año, mientras las estrellitas luminosas morían entre las manos de las niñas, supo lo que debía hacer, tal vez mañana, o el primer día hábil del año, para deshacerse del acalorado deseo, de la inquietud que llevaba en su cuerpo mucho más tiempo que la vida de los fuegos de artificio.
     Los vestidos de las niñas se balanceaban, y los labios que sus madres les había dejado pintarse por esa noche parecían cerezas con crema, blanca crema en las caras pálidas bajo los relámpagos de las bengalas o los cirios.
     Se quedó mirando como un estúpido la plaza iluminada, con la copa de sidra en la mano, mientras uno de sus empleados le tocó el brazo para despertarlo y hacerlo brindar. Las campanas de la iglesia sonaron las doce, y él volvió a la realidad, apenas sonriendo, apenas sonrojado, y brindó con ellos. Sabía que algo estaba comenzando, no el Año Nuevo, sino el canal, el cauce abierto a fuerza de puños suaves como las mejillas de los niños que jugaban.
    
     Y como todas las tardes a las dos, excepto por esta única tarde en que abrió la ventana en pleno otoño, el café de Bermúdez esparcía su aroma a juventud perdida, a irremediable  consuelo. El café era el recreo, la serenidad con que observaba las sonrisas, las complacencias que sus empleados le brindaban para congraciarse con él.
     Un murmullo venía de los escritorios arrinconados en cada esquina. Las camisas blancas arremangadas, las corbatas negras, flojas, agitadas por el viento que golpeaba los pechos transpirados. Alguno tosió.    
     La sombra de una inmensa nube cubrió la ciudad, la plaza, y entró a la oficina, y ya no pudo verlos bien. Sólo adivinar sus presencias. Pero Bermúdez, metiéndose entre él y la serenidad de su espíritu, entre él y el futuro de la sombra a la que anhelaba llegar para descansar por fin, encendió las luces. Entonces su rostro debió sorprenderlos, porque lo miraron como asustados.
     -¿Está bien, jefe?- Y no fue el marica de Bermúdez el que preguntó, sino la voz acongojada de Fernández.
     -Sí, gracias.- Pero su mano temblaba, y se dio vuelta hacia la ventana. Los niños seguían jugando, las niñas abrían sus paraguas para cubrir los cochecitos con los bebés de juguete. Debía protegerlas, salvar esas sonrisas, esas muecas de teatro para siempre, preservarlas para la eternidad que el cielo anunciaba en las nubes formadas y destruidas cada minuto, en el sol que hacía crecer espigas doradas en los cabellos de las niñas.
     Cerró la ventana. Las cortinas, grises por los gases de los autos, dejaron de balancearse. Las corbatas también se aquietaron, y los dedos de los hombres volvieron a repiquetear sobre las teclas de las máquinas de escribir y sumar. Bermúdez le alcanzó una carpeta con los números de las ventas de ese año en Chile. Se sentó, con la cabeza apoyada en su mano izquierda, y la mano derecha sobre el papel. Pero los números eran blancos como la nieve de la cordillera que había sobrevolado cuando fue a jugar por el campeonato continental de rugby. Otros tiempos, pensó, o quizá murmuró en voz baja, pero ninguno lo escuchó. Aún sentía, bajo aquel traje, su cuerpo fuerte a pesar de los cuarenta y nueve años recién cumplidos, los brazos anchos, la espalda erguida.
     Se levantó y fue al baño. Mientras orinaba, se miró en el espejo sobre el lavatorio. Estaba seguro que todavía podía seducir a cualquier mujer que encontrara, no sólo a las que pagaba para complacerlo cada quince días. A éstas no podía abrazarlas ya, no podía besarlas sin sentir el aroma de otros hombres. Eran nada más que órganos sin caras, sin huesos, sexo sin olor siquiera.
     Volvió al escritorio, pero no a los números. Miró a través de la ventana el tenue brillo del sol sobre las aceras, en las baldosas acanaladas de la plaza, en la tierra apisonada donde los niños pateaban la pelota hacia imaginarios arcos.
     -Señores- se oyó decir, de pronto, sin planearlo-me retiro más temprano, no me siento bien.- Se pasó una mano por la frente cubierta de gotas de sudor, y salió sin esperar que alguien le preguntase algo.
      Cuando llegó a la planta baja, el portero lo saludó con respeto, pero por el espejo del pasillo lo vio hacer una mueca de burla mientras él se alejaba. Antes de salir, se levantó el cuello del piloto, lo abrochó concienzudamente y se arregló la corbata en el espejo. Sí, se dijo, era atractivo, y todas las mujeres que lo habían conocido debieron pensar lo mismo. Pero ellas se inhibían, y toda posible relación se estropeaba en el silencio, en las pocas frases dichas antes de apartarse para siempre. Por eso iba con las putas, y les pagaba para que le dijeran te amo. Y aún así algunas se negaban, como esa Claudia que había conocido en abril, por más que él estuviese dispuesto a doblar el precio. Eran palabras que no se vendían, contestaban ellas.
     Miró hacia la plaza. El viento había decrecido. Los niños jugaban mientras las madres hablaban en el círculo de bancos de cemento bajo la pérgola. Cruzó la calle a mitad de cuadra. Un vigilante, parado en la esquina de la escuela, apenas se veía entre las madres, entretenido al parecer en hablar con las mujeres y contemplar las caderas que se mecían bajo los vestidos.
     Él, que tanto las había mirado y llorado por ellas, ahora tenía la vista fija en las niñas, las únicas que nunca lo defraudaron, las que obedecían ciegamente, las que jamás sospechaban porque aún no habían despertado al lado oscuro de la vida.
     Se sentó en el borde de un cantero. Unas hormigas se le subían al piloto. Se sacudió bruscamente, y fue entonces que escuchó la risa, antes de verla siquiera. Fue como si viniese del cielo, de los rayos escasos que caían alumbrando la plaza de tanto en tanto. Levantó la vista y allí estaba ella, la pequeña de tal vez seis o siete años, pecosa, de cabello rojizo, sonriendo como un ángel recién encarnado.
     -¿Le hacen cosquillas?-dijo ella, riendo, retorciéndose las manos delante de su vestido azul, sucio de barro por haber jugado después de la lluvia.
     -No, pero si las dejo meterse en los bolsillos, me las voy a llevar a casa- contestó él. Ambos rieron.- ¿Cómo te llamás?
     -Sofía.
     Las piernas de la niña también tenían pecas. Las zapatillas habían dejado huellas de barro en las baldosas.
     -Sacáte las zapatillas para que se sequen al sol. Mirá, ahora se asoma.- Miraron juntos el cielo, y parpadearon ante el brillo que los cegaba. Ella se sentó a su lado y comenzó a desatarse los cordones.
     -Va a tener que ayudarme a atarme después, porque todavía no aprendí. Mi mamá me enseña, pero siempre me olvido.
     -No te preocupés, yo tengo un método especial que nunca te vas a olvidar.- Entonces pasó su brazo por encima de los hombros de la pequeña. Se palpaban puntiagudos, flacos pero suaves como tallos verdes.
     Ella buscó en los bolsillos, y sacó unos caramelos.
     -¿Quiere?- Él aceptó. Comieron, y los envoltorios cayeron en los charcos de agua.
     -¡Mire! Son como barquitos.- Y la las puntas de la cabellera roja se deslizaron hacia el suelo, tocando el agua.
     -Te vas a mojar. ¿Dónde está tu mamá?
     -Tiene reunión de madres en la escuela de mi hermano mayor.
     -¿Pero te dejó sola?
     Ella lo miró por un rato, seria, y se le acercó al oído. Sus manos le cruzaron el cuello. Él sintió el olor suave de la niñez, el aroma perfecto del pelo de la niña. Creyó perderse, de pronto, en un abismo del que jamás regresaría, el viaje a los cielos y al infierno al mismo tiempo, el gran salto del que nunca iba a recuperarse o redimirse.
     -Me dejó con los otros chicos, y me escapé para jugar en el tobogán, pero están ocupados todavía- le murmuró ella, y al soltarlo, le pidió guardar el secreto. Él asintió, poniendo su dedo sobre la boca.
     -Shhh...- dijo, y la niña volvió a sonreír.
     Los chicos estaban saliendo y obstruían la vereda angosta y la calle. Las madres se acercaron, buscando entre las cabezas, oscuras o rubias, a sus hijos. El policía se perdió en la muchedumbre, y no volvió a verse.
     Los dos miraron hacia la escuela, pero nada les interesó, y empezaron a jugar con unas figuritas que él sacó de un bolsillo y tenía atadas con una banda elástica.
     -¡Mirá, ésta es la más difícil de todas!-gritó ella.-¿Me la prestás?
     -Pero la vas a ensuciar con tus manos. Dejáme que la guardo hasta que te vayas.- Ella vio desaparecer la figurita entre sus palmas gruesas, ásperas, y luego en la oscuridad del bolsillo interior del traje, protegida para siempre de todo peligro.
     Pasó media hora y Sofía se había cansado de las figuritas. Ahora caminaba sobre el borde del cantero como por la cuerda floja de un circo.
     -Me parece que tu mamá se olvidó de vos. Esperame acá que voy a ver.- Él se levantó y empezó a caminar hacia la escuela, pero al pasar la fuente del centro de la plaza, se escondió detrás de una estatua. Aguardó cinco minutos. Observaba a la niña, que no se movía de su lugar, hablando sola con su imaginación. Después volvió a su lado.
     -Tu mamá me dijo que te llevara con ella. Vení, dame la mano.
     Sofía se agarró de él, casi colgándose de su brazo, contenta.
     -¿Cómo se llama, señor?
     Él dudó antes de contestar, pero no era algo que no hubiese previsto desde mucho tiempo antes. Desde que vio a Griselda, la de los rizos rubios. Le había hecho la misma pregunta apenas hablaron. Y esa vez contestó como ahora lo hacía.
     -Jesús. Me llamo Jesús Méndez.
     -¡Pero te llamás como el niñito del pesebre!- Los ojos de Sofía brillaban, bellos, curiosos, llenos de expectación.
     -No te cuelgues que estoy viejo para arrastrarte. Vamos, vamos con tu mamá.
     Caminaron hacia la vereda. La gente los miraba por un segundo apenas, sonriendo a aquella pareja de padre e hija, o de abuelo joven y nieta. Él respondía a las miradas con un saludo, Sofía les sacaba la lengua a los extraños. Se dio cuenta de que nadie hablaba detrás de él, no fingían amabilidad, ni resultaba un extraño y aislado ser en medio de la corriente humana. La niña estaba ahí para protegerlo, y él le devolvería el favor, pronto.
     Después, se volteó por un instante hacia la ventana de la oficina. Estaba abierta, y unas cabezas se ocultaron rápidamente. Lo estaban mirando. No tenía que haber salido antes de tiempo, y se preguntó, por primera vez en toda la tarde, por qué lo había hecho. Sabía que todo podría terminarse por ese solo error, y tal idea le trajo, sin embargo, una extraña sensación de alivio. Pero su rostro se ensombreció, tenía miedo al dolor del fin, y apretó con fuerza la mano de Sofía.
     -¡Ay, me duele!
     -Perdoname- dijo él, aflojó la mano y la niña volvió a cantar mientras caminaban.
     Apresuró el paso y llegaron al auto. Abrió la puerta.
     -Subí que te llevo con mamá.
     -Pero mi mamá está del otro lado...- Ella miró alrededor, dudando, la plaza era grande y mucha gente había pasado, transformando el lugar una y otra vez desde que estaban allí. Se llevó los dedos a la boca y se mordió las uñas. - Creo que era para allá, pero no sé...
     -No te preocupés.
     Trató de empujarla hacia el asiento, con suavidad. Ella también se resistió con suavidad, como si estuviese mal dudar de ese señor tan amable que se llamaba como Dios. Las manos de Jesús la habían tomado de los brazos y la levantaban del suelo para sentarla en el auto.
     -¡La figurita!- gritó, acordándose de pronto.
     -Te la devuelvocuando lleguemos.- Pero ella miraba el bolsillo donde él la había guardado, y aquel pensamiento pareció dominarla desde entonces.
     Cerró la puerta, encendió el motor y dio un último vistazo a la ventana de la oficina. Estaba cerrada, o tal vez la neblina del fin de la tarde la hacía lucir así. Eran las cinco y media, ya todos debían estar bajando las escaleras. Miró a la niña, que observaba de reojo el bolsillo, seria, quizá desconfiada de hallarse en ese auto con un olor tan raro.
     -¡Qué olor feo!
     -Cigarrillos, Sofía. ¿Tus papás no fuman?
     -Mamá sí.
     Las mamás fuman, pensaba él, las que dicen te amo sin venderse. Arrancó. Recorrieron calle tras calle, dieron vueltas muchas esquinas que la niña miraba absorta y siempre arrodillada en el asiento, con las manos apoyadas sobre la ventanilla.
     -Estamos lejos de casa, Jesús-Ella lo estaba mirando y los labios le temblaban, a punto de ponerse a llorar. Esta vez él no respondió. Sólo después de un rato, al verla lagrimear en silencio, le dijo:
     -Ya llegamos.
     La luz del día se hizo penumbra al entrar a la oscuridad del garage. El guarda estaba hablando por teléfono en su cabina y apenas lo saludó. El auto ascendió en espiral dos, tres, cuatro pisos, y Sofía se sujetó fuerte a su brazo, unida a él otra vez por el miedo. En la entrada del último piso, una cinta iba de pared a pared. Los obreros que remodelaban el piso ya se habían ido. El auto rompió la cinta y se estacionó en una de los lugares del fondo.
     Detuvo el motor. Pasó su brazo derecho por sobre el respaldo de Sofía, y se quedó mirándola.
     -No entiendo, dejáme salir, ¿dónde está mamá?
     La tomó de los hombros, y por más que ella intentó apartarse, llorando, la acercó a su cuerpo. Jesús se puso a tararear una canción infantil que había aprendido de niño. Nunca supo si ellas, las inocentes, la reconocían, nunca en realidad pudo averiguarlo. Pero la canción lo calmaba. Lo hacía recordar las tardes en que dormía en la cama de su madre.
     Retuvo a Sofía con sus manos duras como rocas. Luego apoyó su boca sobre la de ella,  haciéndola callar. Los gritos cesaron, el garage volvió al silencio del a nafta derramada. Los labios de Sofía gritaban ahora hacia dentro de él, y la oía en su interior, en su pecho. Pronto sería parte de él para siempre. Ella seguí intentando gritar, pero se ahogaba. Sus brazos lo golpearon, pero nada pudieron hacerle.
     Y Jesús lloró al comprobar que esos labios finos y para siempre pálidos, ya nunca pronunciarían palabras de desmérito ni lastimarían a nadie.
     Con una mano sujetó la cabeza, con la otra el cuerpo. Entonces comenzó a mecerla, tarareando la melodía de su infancia, la canción de cuna que habla de los niños solos y perdidos en las sombras que avanzan al caer la tarde.





Ilustración: John George Brown

lunes, 14 de octubre de 2024

El viejo David








Nunca podré olvidar la cara del viejo David cuando me acerqué para arrestarlo, en esa esquina de Viamonte y Pasteur, donde tenía su sastrería desde hacía más de cuarenta años. Después de un tiempo en la seccional de La Boca, me designaron al centro cuando el atentado a la Embajada obligó a aumentar la vigilancia en toda la ciudad.

     Llegué una mañana de invierno, poco antes de que él levantara las persianas de metal, en las que había un cartel anunciando el cierre temporario por duelo. El viejo, que debía tener sesenta y cinco años más o menos, salió con su impecable traje negro a barrer la vereda, espantando a los perros acostados en el umbral. Lo saludé, y me respondió con un gesto apenas perceptible.
     Recién algunas semanas después, al encontrarlo junto a la puerta, intenté acercarme. Me puse a mirar las vidrieras, los maniquíes vestidos con los trajes que él diseñaba y que me habría gustado probarme por lo menos una vez. En ocasiones me detenía a observar con atención a sus empleados, que cortaban las telas extendidas sobre enormes mesas. Hombres de cuerpos delgados y anteojos de lentes gruesos, de camisa y corbata, con las tijeras en las manos y un lápiz apoyado detrás de una oreja, mientas otros trabajaban con viejas planchas olvidadas por el tiempo.
     Esto era lo característico de su negocio, la intención de mantener allí el ambiente de una época en la que Buenos Aires había sido muy diferente.
     -¿Quiere probarse algo?- me dijo un día. Tuve en ese momento la sensación equivocada de que se estaba burlando.
     -Desde que entré a la policía, casi la única ropa que conozco es la que llevo puesta- le contesté.
     -Cuando termine el servicio venga a verme para conversar. Aunque esté cerrado, golpee.
     Así fue cómo hablamos por primera vez. Pero durante mucho tiempo nunca mencionó directamente lo que le había sucedido a su familia. La noche que entré al local y charlamos, dio por sentado que yo estaba al tanto de todo aquello.
     -Mi mujer sigue enferma en cama, usted me entiende, parece que no quiere mejorarse.
     No me dijo nada del día que llevó en el auto a su hija y a su nieto a la Embajada. Al alejarse dos o tres cuadras, escuchó la explosión. Fue como si la vida se detuviera de pronto en un radio de doscientos metros, y luego el tiempo retomase su curso. Eso fue lo que pasó, me dijeron los vecinos, aquel invierno de mil novecientos noventa y dos.
     -Un día por semana cierra el negocio y va al cementerio, es la única vez que su esposa deja la cama- me contaron más tarde.
     La noche que lo visité, quiso que eligiera alguna tela, pero me negué. Fuimos a la cocina detrás del local, y tomamos algo. Luego de un rato en que parecía indeciso, se me acercó al oído y percibí su aliento rancio, una mezcla imprecisa de especias y alcohol.
     -Si estuviese seguro de lo que vi ese día, si por lo menos recordara la cara de ese tipo con seguridad- murmuró, pero en ese momento no entendí a lo que se refería.
     Desde entonces me mantuve distante. Es difícil acercarse a alguien que no habla de lo que único que uno espera escuchar. No volví a visitarlo después del horario de cierre durante los siguientes dos años.

        Debió transcurrir todo ese tiempo para darme cuenta de que hay cosas que no pueden contarse, hechos simplemente imposibles de relatar o transmitirse con eficacia. El problema es lo que sobrevive y lo estremece a uno con cada nueva embestida, en cada repetición de la tragedia. Lo aprendí una mañana de junio de mil novecientos noventa y cuatro, cuando escuchamos el estallido, y un centelleo de cristales se esparció en el aire, cayendo sobre las veredas como lluvia. Vi los vidrios de casi todas las ventanas caer en pedazos alrededor de la gente que pasaba, y vi sus caras lastimadas por fragmentos de cristales o hierros. Me abrí paso entre los que corrían, asustados, entre los heridos, hacia la columna de humo a media cuadra. Una enorme polvareda que se alzaba desde los restos del edificio de la Mutual. Entonces tuve miedo, pero el temor me dejó caminar sobre los escombros, a pesar del vértigo, de sentirme casi desmayar por la desesperación. Y sin embargo, continué, alzando mi voz por encima de los gritos, y mis brazos trabajaron con más fuerza que la que harían el resto de mi vida. Durante toda la tarde y la noche, mis manos separaron, como si yo fuese una especie de dios elemental y doméstico, a los vivos de los muertos.
     No recuerdo con detalle lo que ocurrió después, ni el tiempo transcurrido hasta el día que consideramos todo terminado y detuvimos la búsqueda. A nosotros, los que participamos de los grupos de rescate, nos dieron varios días de licencia. Pero no pude quedarme en casa sin hacer nada, y volví al barrio. El negocio de David tenía las vidrieras rotas y las cortinas de metal abolladas. Otro cartel, como el de dos años antes, había sido pegado en las persianas levantadas hasta la mitad. Los vecinos me contaron que nada le había ocurrido a él o a su mujer. Ese día conocí a su yerno. Ambos hablaban en la vereda, y después entraron. Las camionetas de la morgue continuaban pasando de vez en cuando, y el olor a quemado era vencido lentamente por el aroma de la putrefacción.
     Cuando retomé el servicio, ya estaban reparadas las vidrieras de toda la cuadra, y vi a David llamarme desde la puerta.
     -Señor ¿cómo está? ¿Sufrió muchos daños?
     -La misma mierda de siempre, pero eso no importa ahora, tengo que decirle algo...
     Pasó un brazo sobre mis hombros y me hizo caminar entre los empleados hasta el escritorio al fondo del local. En la pared posterior había estantes y cajones de todo tamaño. Ese lugar era tan viejo, tan cercano a una familiar y entrañable calidez, que me dejé llevar por sus palabras. Me habló por primera vez del día en que su hija y su nieto habían muerto. Bajando la voz, dijo que al dejarlos en la entrada de la Embajada vio la camioneta de la que más tarde hablaron los noticieros de la televisión.
     -La combi estaba estacionada justo delante de mí, a no más de veinte centímetros de donde estacioné para que bajaran del coche.
     Al escucharlo, me puse a pensar que sólo unos miserables segundos de más o de menos pudieron haber salvado a su familia o matado a él también. Siguió hablando con creciente inquietud, refregándose las manos, siempre sentado en la semioscuridad. El enorme mueble, como una criatura extraña, vigilante, parecía estarme amenazando si no creía en el relato del viejo.
     -Le juro que volví a verlo, era el mismo tipo que ese día manejaba la combi.
     Se me acercó aún más, hasta casi rozarme la cara con sus labios.
     -Unos cinco minutos antes de que la Mutual estallara... -siguió contando -  ... lo vi pasar delante del negocio con una camioneta igual a la otra. Se paró frente al semáforo, y al verle la cara supe que era el mismo. No sé cómo no me dio un infarto en ese momento. Cuando entré para avisarle a mi mujer, oí la explosión, y las vidrieras se derrumbaron.
     David se había agitado mucho e hizo una pausa para calmarse.
     -Usted sabe, para mí es imposible no mirar con atención cada camioneta blanca que pasa por esta calle.
     Si pensó en lo insensato de su declaración, no lo sabía ni se lo pregunté. Sólo hice que se tranquilizara con palabras algo frías de mi parte, frases oficiales que evitaban el compromiso, porque después de todo muchas personas allí nos estaban mirando.
     No creo que se lo hubiese mencionado a alguien más, por lo menos no a ningún otro policía de mi seccional, en los siguientes meses. Volvió a ser el de antes cuando el barrio comenzó a normalizarse, excepto por esa obsesión con que observaba cada auto que se detenía en su cuadra. Siguió usando aquellos trajes invariablemente oscuros, y los anteojos redondos y pequeños. Su mujer no salía ahora, solamente el médico iba de vez en cuando a visitarla.

     Pasaron dos años antes de que volviera a insistir con su idea. Esta vez no me llamó. Fui a verlo al terminar mi turno porque quería hacerme un traje para el bautismo de mi hijo. Era noviembre, y empezaba a hacer calor aún a esa hora. Encendió las luces de la puerta de calle y nos fuimos hasta su oficina. Trajo un maniquí al que colocó telas diferentes y de tanta calidad que no supe cómo explicarle mi imposibilidad de pagarlas. Creo que me entendió porque me hizo un gesto de indiferencia.
     Lo noté más entusiasmado que en los últimos meses. Me tomó medidas de los brazos y el ancho de espalda, pero sus manos temblaban. Dejó los alfileres sobre la mesa, y al acercarse, sentí su aliento a tabaco inundándome los sentidos como una droga.
     -Hay un hombre de ojos oscuros y barba en una camioneta blanca, que se estaciona todos los días en la esquina. Llega a las siete y media de la mañana, puedo verlo siempre desde mi habitación. Hace dos semanas que no duermo...
     -Pero no puede sospechar de cada persona...-Traté de convencerlo, pero siguió hablando, cada vez más agitado.
     -Escúcheme, este tipo se queda ahí casi una hora, después sale y camina con cajas grandes hasta la avenida. Cuatro horas después vuelve solo y espera otra media hora, hasta que una mujer sube con él y se van a las dos de la tarde.
      Tomó aire y tosió, le di algunas palmadas en la espalda y le rogué que se calmara.
     -Nos está vigilando, ¿no lo entiende? Ya han pasado dos años de la última vez. ¿No se da cuenta de eso? ¡Cada dos años, hijo, estamos condenados!
     El miedo le movía los ojos. Miraba de un lado a otro del cuarto, buscando a alguien oculto.
     -Yo me voy a ocupar del problema- le dije, y no sé por qué. El negocio y él eran tan viejos, que sentí lástima tal vez.
     Lo peor de todo es que a la mañana siguiente, vi la camioneta y el hombre del que me había hablado. Como si de pronto sus palabras hubiesen tomado una categoría de probable verdad, me acerqué a interrogarlo.
     -Vendemos libros con mi mujer, oficial. Acá atrás está la mercadería, ¿ve?-dijo señalando la parte trasera de la combi, llena de diccionarios y enciclopedias. Nada había de raro o sospechoso. Los documentos decían que se llamaba Ariel Márquez, y los papeles de la camioneta también estaban en orden.
     Durante dos semanas la camioneta continuó viniendo, y el viejo David me llamaba todos los días para preguntarme si tenía novedades, si había podido averiguar algo sobre el asunto. No supe cómo convencerlo de lo contrario sin tratarlo de loco. Quizá debí actuar de otro modo, más duramente. Yo era muy joven entonces, no tenía aún veinticinco años, y sin darme cuenta, llegué a tenerle un respeto especial. Terminó enojándose conmigo por no creerle, dejó de llamarme y no quiso hacerme el traje.
     Esto duró casi un mes, y me sirvió para distanciarme de su afecto. Pero al mismo tiempo me impidió controlar su creciente desesperación, y juro que nunca pensé que podría llegar a ser tan grande.
     La mañana del primero de marzo de mil novecientos noventa y seis, con una lluvia intensa que había persistido durante la noche, a las siete y media me detuve en la esquina. La camioneta se estacionó como siempre, saludé al hombre y fui a dar la vuelta a la manzana. A las siete y cuarenta escuché el disparo. Corrí de vuelta bajo la lluvia, tropezando con las baldosas rotas. Vi a alguien detrás del vehículo con un revólver en la mano, arrojando libros a la vereda. La tinta se borraba y teñía los desagües de negro. Entonces reconocí al viejo David, con su espalda encorvada y los anteojos resbalándole por la nariz. Gritaba como un loco, pidiendo que lo ayudaran a buscar la bomba.
     -¡Tiene que estar aquí!
     El agua caía desde la cabina del conductor, y era roja. Descubrí el cuerpo del tipo colgando del asiento, con la mano todavía atrapada en la manija de la puerta, y la cabeza destrozada por el estallido de una bala.




Ilustración: David Kassan

domingo, 13 de octubre de 2024

El estuche de la tuba








Bien, doctor Ibáñez. Usted quiere que le hable de Molina y de lo que vi en la vereda del teatro. Pero creo que debo empezar a contarle desde el día en que se mudó a nuestro barrio.

       Lo hizo en una camioneta fleteada, trayendo sus escasos muebles, cuatro sillas de madera y lona, una mesa de comedor, un armario antiguo y una caja con vajilla y cacerolas. Lo demás ya estaba en la casa que había alquilado a mitad de cuadra. El chofer lo ayudó a bajar las cosas y volvieron a irse.
     Dos horas más tarde regresaron, y esta vez no quiso que el tipo le diera una mano.
     -¡No, no! ¡Déjeme a mí!- le oí decir con voz profunda, muy parecida al sonido de su instrumento de música. Entonces lo vi sacar de atrás de la camioneta un estuche grande con  forma de campana.
     -Una tuba o un trompa- comentó mi mujer mientras mirábamos por la ventana, ella había estudiado algo de música antes de conocernos.
     -Así que tenemos un músico en el barrio- dije yo, y en ese momento vimos a Molina bajar cajas de cartón con discos de vinilo. No sé cuántos eran, quizá veinte o treinta cajas de long-plays. Entraba y salía cargando una tras otra, solo, sin dejar que el fletero lo ayudara. Entonces la camioneta se fue, y él siguió entrando las cajas que quedaban en la vereda. En el último viaje, se tropezó con una baldosa y cayó al suelo. Los discos se esparcieron como naipes.
     -Andá a ayudarlo- pidió mi esposa.
     -¿No ves que no deja a nadie que lo haga?
     Pero no sé por qué lo dije. Si hubiese sido otro, no habría dudado. Sin embargo, su extraño, sutil amaneramiento me caía mal.
     -¿No te parece algo afeminado?
     Ella me miró como si estuviese diciendo tonterías. El tipo era atractivo, y mis hijas empezaron a suspirar por ese hombre que juntaba sus discos con exagerado esmero. No tuve más remedio que salir y ofrecerle mi ayuda.
     -Vecino, bienvenido al barrio. Permítame...
     Me observó por unos segundos, levantándose con las rodillas sucias. Me di cuenta que todas las grabaciones eran de autores clásicos.
     -Cuánto daría yo por escuchar un poco de su música- le comenté.
     -¿Le gusta?
     -No sé mucho, pero mis hijas ya me cansaron con sus grupos de siempre. Es que no hay variación para ellas...
     Terminamos de acomodar la caja y se la llevó adentro. Desde la puerta me invitó a mostrarme la casa.
     -Venga cuando quiera a escuchar lo que le guste. A propósito, Molina, Victor Hugo... – dijo estrechándome la mano.
     -Mucho gusto, me llamo Ariel y vivo a dos casas de la suya.
     Era un tipo apenas más bajo que yo, de cabello oscuro y corto, con la barba prolijamente afeitada. No sé por qué lo imaginaba frente al espejo del baño, rasurándose despacio y de manera delicada, hasta que ni un pelo o una herida arruinaran su rostro. Estuvimos hablando casi toda la tarde, y me dio la suficiente confianza como para preguntarle si vivía solo.
     -Sí, aunque tengo una mina que me ayuda a pasar las noches, ¿sabés? Una especie de novia ocasional y fiel a lo largo de los años. A veces es mejor eso, ¿no te parece?
     No le contesté. Le hice notar mi curiosidad por el instrumento que permanecía sobre la mesa desde que entramos.
     -Toco la tuba en la orquesta del teatro, al Colón me refiero. Mi viejo también era miembro de la Filarmónica.
     Me quedé un rato esperando que mencionara algo más, o que por lo menos abriera el  estuche.
     -Nunca vi una, y no conozco la diferencia con otros instrumentos de viento.
     -Bueno, son muy diferentes. Dejame mostrarte unos esquemas.
     En las contratapas de los discos me señaló la forma de cada uno, y escuchamos ejemplos. Pero nunca abrió el estuche.
     A la mierda con él, si no se da cuenta que quiero oírlo tocar, pensé.
     -Me tengo que ir, Molina, gusto en conocerte, y ya sabés, si necesitás algo...
      Debí saber en ese momento que jamás iba a pedirnos nada. Era un hombre solitario, casi oculto la mayor parte del tiempo. Durante la semana salía al amanecer camino al teatro, y regresaba a la noche. Los sábados practicaba en su casa todo el día, hasta la hora que tenía función. Los domingos se levantaba tarde, y después cortaba el pasto si no tenía función vespertina. Era verano, así que lo veíamos podando los arbustos y barriendo la vereda, con la remera sudada que mostraba su espalda ancha y el pecho hirsuto.
     Un domingo al mediodía, nos encontramos.
     -Hola, vecino- me  saludó sonriendo.
     -Te vemos muy poco. ¿Cuándo nos vas a dar un recital?
     De pronto, dejó de sonreír y encendió el motor de la cortadora otra vez.
     -No les gustaría- dijo después de un rato.- Los ensayos son aburridos y a veces dan una impresión equivocada. Por qué no van a verme vos y tu mujer el próximo sábado. Es una ópera un poco larga, pero en fin... Mañana les traigo las entradas.
     En ese momento apareció, cruzando la calle, una mujer joven, aunque de rostro avejentado. Tenía el cabello largo y desteñido, atado con una cinta rosa, y llevaba un vestido corto y provocativo. Debió ser hermosa alguna vez, me dije. Ahora era sólo algo atrayente, casi brutalmente atractiva. Se le acercó, prendiéndose uno al otro sin que fuese posible pasar una hoja de papel entre los cuerpos. Ella entró a la casa sin saludarme.
     -La que te dije- me susurró al oído, y la siguió, olvidando la cortadora de césped en la vereda.

     -¡Gratis al Colón!- gritó mi esposa con euforia, al ver los boletos que Molina había puesto en el buzón a la mañana siguiente.
     El sábado hice lavar la combi para que luciera por lo menos digna de estacionarla cerca del teatro, nos vestimos con lo mejor que teníamos y dejé a las chicas con mi hermana. Es que ver ópera o siquiera salir un sábado a la noche, después de toda la semana de vender enciclopedias, era ya una costumbre que habíamos decidido olvidar. Por eso mi mujer me tomó del brazo de una manera en que no lo había hecho por mucho tiempo, y me sentí feliz.
     La ubicación era excelente, dos asientos solitarios en un palco a la derecha del escenario. Y entonces nos dimos cuenta de algo en lo que no habíamos pensado en nuestro entusiasmo: la orquesta permanecía en el foso durante las representaciones de ópera. Molina me tomó por pelotudo, me dije. Prestamos atención al sonido de la tuba, ya que según mi mujer, era fácil de identificar y no tenía muchas ocasiones de lucimiento como solista. Así que cuando sonaba lo buscamos con los binoculares. Pero las figuras de los instrumentistas estaban iluminadas muy débilmente por la luz de los atriles.
     Al final de la función, esperamos en la puerta por casi dos horas. Fuimos a una confitería de enfrente y vigilamos la salida de los músicos. Sin embargo, no apareció. Cuando estábamos por irnos-eran casi las tres de la madrugada- dos hombres con estuches de violín subieron a un taxi y de repente miraron hacia atrás, como sorprendidos. Vimos entonces a Molina, que los saludaba, cargando el estuche de la tuba.
     -¡Hasta el lunes!- les gritó aún desde en interior de la confitería, pero ellos no le respondieron. Después cruzó la calle y entró. Saludándonos con entusiasmo, preguntó si habíamos disfrutado de la función.
     -Si te hubiéramos visto, nos habría gustado más- le contesté con bronca.
     -¿Pero por qué esa cara?- dijo al sentarse, mirándonos con recelo.
     -Es que mi marido insiste en verte soplar la tuba, y hasta que no lo hagas no va a creerte- dijo mi esposa, yo la miré asombrado, sin saber si estaba bromeando o leyéndome el pensamiento.
     -No le hagás caso- me adelanté a decirle a Molina, que se había puesto pálido. -¿Cuánto pesa esta cosa?
     Agarré el estuche, y pesaba mucho, es verdad, pero era más parecido a algo macizo que un instrumento hueco y de metal. Entonces me lo quitó con brusquedad, y con mi mujer nos miramos sorprendidos.
     -¿Pedimos algo, una pizza? Me muero de hambre.- Llamó al mozo y no volvió a hablar del asunto.
     Un rato más tarde, mi mujer había ido a arreglarse el maquillaje y Molina se me acercó.
     -Ahora viene la mina que te mencioné, así que andá yendo con tu esposa si querés. No creo que a ella le guste encontrársela. Son diferentes, ¿entendés?
     Al salir, nos cruzamos con ella. Mi esposa fue a buscar el auto y me quedé observándolos un rato desde la vereda del local. La rubia, con su aspecto tan grotesco, parecía buscar deliberadamente asemejarse a una puta, y quizá lo fuese en realidad.

     Casi tres meses más tarde, la misma mujer comenzó a visitarlo dos o tres veces por semana. Dormían juntos y le cocinaba comidas simples. Era intensa, tal vez demasiado, me contó él un día, la forma en que ella se le había apegado. Amor o no, esa rutina era una renovación o prolongación de otra que ya habían tenido antes de la mudanza.
     A veces ella se mostraba distinta, más simple, sin artificios ni sobreactuaciones, como si olvidara que debía fingir u ocultarse. Por momentos era una mina hermosa, en especial al verla en el jardín acompañándolo mientras cortaba el pasto. Permanecía en silencio con los brazos cruzados sobre los senos pequeños, vistiendo un solero rosa pálido y el cabello recogido en la nuca. En esos instantes escasos, no sé por qué, se parecía un poco, sólo un poco a Molina.
     -Es una zorra- me decía él.- Una zorra en el cuerpo de una gacela.
     -¿No será al revés?- le pregunté, y se rió por obligación.
     Un tiempo después los escuchamos discutir cada vez más seguido. Oímos gritos a toda hora, llantos desesperados de ella, que luego salía con la cartera y un bolso en medio de la noche. El sonido de sus tacones se alejaba, retrocedía y volvía a irse cuatro o cinco veces hasta morir finalmente en el asfalto. Desde la casa resonaba la música de una tuba.
     Una noche, después de escucharlos discutir, me levanté porque estaba preocupado. Me puse la bata, salí y me asomé a su ventana, pero no alcancé a ver ni oír nada. De pronto, ella salió.
     -¿Qué quiere, Ariel? Nunca va a verlo tocar, olvídese de eso. - Y se fue, dejando la puerta abierta.
     Entré a la casa, donde el tocadiscos llenaba el ambiente con un concierto. Asomándome a cada una de las habitaciones, lo encontré sentado en la cama, en calzoncillos y con un cuchillo de cocina en la mano. Me miró asustado, realmente avergonzado de que lo descubriera así. Puso el cuchillo bajo la cama, fue al baño, orinó, y después de lavarse la cara, me habló mientras se ponía el pijama.
     -Mañana salgo de gira, ¿sabés?, y no se banca que la deje por tres meses. Que se busque otro tipo, le dije. No la necesito. Vení, tomate una cerveza.
     Lo acompañé hasta la cocina. La heladera estaba vacía. Después fue hacia la puerta de calle, creo que pensando en su amante, buscándola en la oscuridad de la noche.
     -Mirá esto.- Me mostró una foto de carnet arrancada de algún documento. Era ella hacía unos años, y el parecido entre ambos me dejó sin palabras.
     -Dios santo- dijo, gimiendo como un niño, arrodillándose a mis pies y mojándome la bata con lágrimas y saliva.- La quiero tanto...
     Esa noche me quedé con él. Tenía miedo de que hiciera alguna locura. Mi esposa vino a buscarme a las siete y media para ir al trabajo, pero no le conté lo que sabía. Molina se fue sin despedirse a eso del mediodía. Dicen mis hijas que lo vieron llevarse una valija y el estuche. La mujer había regresado a eso de las once, pero él se fue solo. Al parecer, debieron reconciliarse y ella se había quedado a cuidar la casa, porque no la vieron salir.
     Cuando volví del trabajo, fui a hablar con ella. Golpeé la puerta, como nadie me contestó, entré. Todo estaba desordenado, y sobre la mesa había piedras. Al levantarlas, recordé la noche en que sopesé el estuche de la tuba.

     Una semana después, nos cruzamos en la cuadra del teatro. Más tarde, pensando en ese instante en que nuestras vidas se cruzaron por última vez, me pregunté si es el azar, el destino o qué otra maldita cosa la que nos hace desbarrancarnos ineludiblemente.
     Era un mediodía de domingo. El sol caía a pleno sobre la vereda, la calle estaba extrañamente desierta, y la luz de los semáforos iba cambiando sin que nadie lo notase.
     Mi esposa y yo habíamos salido a pasear al centro y nos sentamos en la plaza frente al teatro. Justo cuando estábamos por irnos, lo vi en las escaleras de la entrada principal, subiendo y bajando como si no supiese adónde ir, ni qué hacer con el estuche que colgaba de su mano derecha.
     -¡Mirá, si es Molina!- le dije a mi mujer, y le pedí que me esperase. Crucé la calle, pero él se asustó al verme, se puso nervioso y hasta hizo el estúpido intento de escapar. Lo retuve del brazo, el que sostenía el estuche, que se balanceó con brusquedad. Un olor a agua de colonia rancia apestaba a su alrededor, sin embargo no se había afeitado y la barba le daba el aspecto de un vagabundo.
     Estábamos a pleno sol y ni una sombra nos protegía del calor. Por eso, pocos minutos fueron suficientes para que un olor diferente prevaleciera. El aroma intenso de algo fermentado.
     -Te creí de gira- le dije con ironía, como cuando se recrimina a un amigo.
     No me contestó. Quise vencer su negativa, que confesara su fingimiento. Trató de librarse de mí, pero seguí reteniéndolo del brazo. El estuche se sacudió con un sonido de agua fangosa y atascada.
     -Volvió, ¿sabés?-comenzó a contarme con algo parecido al espanto en la voz.-Volvió como tantas otras veces, amenazando con decirle a mamá la verdad si yo no la dejaba libre. Pero vi en su cara que esta vez estaba dispuesta a hacerlo.-Molina se derrumbó llorando en la vereda.
     El estuche cayó al suelo con un golpe fuerte y la tapa se aflojó, sin abrirse del todo. De los bordes empezó a salir un líquido nauseabundo, que se fue esparciendo sobre las baldosas. Pero no me atreví a abrirlo, eso se lo dejé a usted, doctor Ibáñez, y a sus hombres aficionados a la muerte.                                         





Ilustración: Dmitri Annenkov
  

Gloria

No la amo, y sin embargo hace diez meses que la estoy buscando. Es el imperioso deseo de retenerla a mi lado lo que me hace seguirle los pas...