La idea de considerar a las culturas como organismos
resume uno de los aspectos primordiales de la filosofía
histórica de Spengler.
Estos organismos son claustrales, autonómicos, tienen
ideas y pasiones originales, una manera propia de mirar la
vida. Describen un ciclo cerrado y fatal. Germinan, maduran,
luego decaen y mueren para no revivir jamás.
Spengler revista siete u ocho formaciones culturales para
comprobar sus conclusiones. Gomo las especies vegetales»
tienen floración y fruto inimitables. Por ello es que el pensa¬
miento de una cultura es inaccesible para otra. La imagen
de los griegos, por ejemplo, que nos halagamos en evocar,
es simplemente una proyección de lo que hemos deseado
ver en ellos, de lo que era nuestro íntimo anhelo. Las con¬
clusiones de un historiador occidental son perspectivas de
una posición única, inaplicables a otra cultura. La validez
universal de un pensamiento es una ilusión, cultivada
principalmente por el hombre moderno, ambicioso de sujetar
el mundo a su espíritu. Pero ningún punto de vista es absolu¬
tamente verdadero o falso.
Tal es la concepción de Spengler.
El testimonio unánime de la historia dice cosa diversa.
¿Podemos desde luego admitir que sean igualmente extrañas
a la nuestra la cultura griega y romana o la china y la
egipcia? ¿No está señalándonos la historia un ritmo decre¬
ciente del aislamiento de los pueblos y sus culturas?
Gomo no hay razas puras, no hay culturas puras. Se
interfieren, chocan, contagian y concluyen por originar
otras con sus himeneos y conflictos.
Es lo que Tarde llamó la amplificación progresiva de la
civilización, acreditada a la vista nuestra por la europeiza¬
ción de Japón y América del Sur.
Fluviales las primitivas civilizaciones, florecen sobre las
riberas de un río que trasporta sus semillas a un mar interior,
que es común desinencia de varios ríos, donde incuban un
nuevo fruto, que es el de las civilizaciones mediterráneas.
Abandonan un día la cuenca de ese mar interior y originan
nueva vida sobre las márgenes de los grandes mares. Pueblos
de razas y procedencias diversas se hibridan y confunden
para formar los nuevos tipos de que es ejemplo memorable
esta civilización occidental.
Las fuentes de alimentación de las culturas se aumentan
hasta hacerse innumerables. No hay riesgo de que se agoten
porque otros afluentes renovaran su vida sobre el horizonte
indefinido del mar que les sirve de regazo y de vehículo.
Este visible fenómeno no ha podido ocultarse a tan diestro
conocedor como Spengler. Ha señalado, en efecto, casos
frecuentes de seudomorfosis o sea sustituciones o asimila¬
ciones de los elementos de una cultura para otra. Ha recono¬
cido la penetración arábiga en la historia artística de occi¬
dente, la fusión de elementos griegos y sirios en el alma
mágica.
Todas las grandes culturas han sufrido o enriquecidos e
por tal camino y excluye de esas penetraciones reciprocas
a la china, la mexicana y la egipcia solamente.
Tales excepciones son sumamente significativas. Se trata,
en efecto, de las más primitivas, en el sentido de un máximo
aislamiento, que cerraron sus ciclos sin alcanzar contacto
con otros pueblos. No tuvieron la posibilidad de una imitación.
Es la imitación un ritmo fecundo en la historia. Spengler
la llama en algún pasaje “ secreto instinto de toda realidad
cósmica Todo pueblo imita. Todo espectáculo provoca el
mimo del espectador. La presencia de una cultura diversa
es en la historia de todo pueblo un suceso inolvidable.
En cuanto a la acción del medio físico, Spengler la ha
reconocido plenamente en páginas de profunda intención.
Todas las culturas han nacido de su paisaje materno. El
templo egipcio reproduce el Nilo : es una senda señera
impuesta por entre bloques de piedra. Las llanuras onduladas
de Hoangho han dado sus elementos a la arquitectura china,
que es la única que ha adoptado como fuente de inspiración
la jardinería.
La cultura antigua reproduce las islas innumerables y
promontorios del mar Egeo, y tiene el alma occidental no
sé qué trasunto de las amplias llanuras de Franconia,
Borgoña o Sajonia.
He ahí una inesperada concesión de tan audaz innovador
a un lugar común de las historias clásicas. Su idealismo se
ha puesto de hinojos ante la más pedestre realidad.
Si no es dado a una cultura penetrar en el alma de otra
cultura, ¿cómo le ha sido posible a Spengler ensayar una
historia universal? ¿Cuál sortilegio ha producido el milagro?
Todo lo transitorio es un símbolo, dice, y la historia es
una acumulación de símbolos. Pero por ser símbolos, son
expresiones de un alma, y en consecuencia siempre será
verdad que ha podido incautarse del alma de culturas
extinguidas, esperanza que su concepción histórica había
desahuciado.
Si Filipo y Alejandro en la cultura antigua son sucesos
parejos de la Revolución y Napoleón en la cultura moderna ;
si Aníbal en aquélla y la guerra mundial en ésta lo son igual¬
mente, si son hechos homólogos de tres culturas diversas
las fundaciones de Alejandría, Bagdad y Wáshington,
es sin duda porque un fino análisis ha desentrañado una
íntima significación. Si han sido comprendidos y escrutados,
la impenetrabilidad de las culturas es una afirmación
insostenible. No son jeroglíficos indescifrables para la visión
e intuición del hombre occidental. ¿O tendremos que aplicar
a Spengler sus propias palabras y decir que lo que ve no es
sino la traducción de lo que ha deseado ver?
No es esta la única confusión en que nos envuelve su
misticismo.
Las culturas son ciclos cerrados por un lado, pero por
otro sabemos que son rigurosamente paralelas las curvas
que describen. Son extrañas entre sí, pero son gemelas.
Atraviesan las mismas etapas y éstas tienen una duración
imperiosamente igual. En todas ellas cincuenta años es
el ritmo del acontecer. Todo miembro dura trescientos años :
el barroco, como el jónico, el contrapunto como la mecá¬
nica de Galileo. El milenio es el círculo máximo de toda
cultura. La nuestra, comenzada hacia el año mil, debe
concluir su curva hacia el dos mil. Todas se han iniciado
por una primavera ingenua y opulenta, llegan a una madurez
racionalista, trascurren un cosmopolitismo irreligioso y
entran en la decadencia, en la senilidad artificiosa, que
presenciamos hoy, episodio éste que reproduce el budismo
del siglo V en la India, el estoicismo grecorromano, el fata¬
lismo del Islam, y que nada encarna mejor que el socialismo
del siglo xx.
¿Pero nada ha significado para Spengler tan extraordi¬
naria coincidencia? ¿Esta manera gemelar de desenvolverse
las culturas, no es también un símbolo y de mucha más
fácil interpretación que el templo egipcio o la cúpula de las
basílicas? ¿No es tal identidad el signo decisivo de esa frater¬
nidad íntima que define la humanidad, como un solo todo, esa
humanidad que él ha expulsado del campo de susmeditaciones?
Si su cuadro ingenioso de las correlaciones culturales es
verdadero, nada podrá ser invocado con más elocuencia
como comprobación del « humanismo », es decir de la soli¬
daridad y unidad del alma humana, cuyo postulado es lo
que más fieramente niega su filosofía. Humanismo es
esencialmente la intuición de que lo que ha ocurrido una
vez a un pueblo, es una experiencia inminente para todos los
pueblos.
Guando Spengler ha separado por un abismo la naturaleza
y la historia — aquélla lo muerto, la producido, ésta lo
viviente, lo que deviene, aquélla sometida a la ley inexorable
y ésta al sino que evoca la idea de lo ondulante y misterioso —
parecía una invitación a vastas posibilidades para el espíritu
humano.
Arrancar la historia de la prosaica naturaleza, haceria
objeto de esa facultad suprema de la intuición, que, libre
de toda sumisión a la disciplina científica, es casi «la reve¬
lación » de los místicos, era sin duda un gesto revolucionario.
Parecía una restauración del imperio que fundó Platón.
Ya no sería el espíritu un producto natural « como el azúcar
o el vitriolo » y la conciencia moral un irrisorio fetiche.
Si no, ¿qué explicación tenía el abismo?
Pero he aquí que la copiosa demostración, a un tiempo
erudita y esotérica, acaba en la destrucción total de esa
esperanza. El sino y el azar de la historia son tan invencibles
como la ley natural o matemática de la naturaleza. Nos deja
tanta libertad como ésta. No olvidemos que Spengler no es
un relativista, pues para él la ley científica sigue siendo
absoluta. Si el positivismo nos había arrojado en la ergástula
de las causas sociales, por el determinismo de la naturaleza,
este idealismo de Spengler nos ha puesto por detrás, como
una sombra perseguidora y tiránica, un destino insobornable,
un avatar.
Después de la catástrofe anunciada, que desplazaría
todo nuestro mundo moral, encontramos irresoluto el nudo
central de toda nuestra inquietud, trocados solamente por
palabras nuevas los nombres seculares. Y es así que después
de haber dividido el universo en dos mitades antagonistas,
encontramos que naturaleza es la historia producida, la
causalidad el sino que acaba de pasar, espacio el tiempo
ya vivido, pero que no varían su condición en el tránsito,
pues tan rigurosa es la ley o la cadena que sujeta la natura¬
leza como la que esclaviza la historia. « Sino », « azar »,
« devenir » no son principios animadores que alienten al
espíritu a insertarse en el proceso de la historia. De esclavo
de la naturaleza, como quería el execrado materialismo, ha
pasado el hombre a ser esclavo de la sentencia inscripta
por su sino. « Ya no nos es permitido esperar que cualquier
día tomen vuelo nuestros ideales predilectos », dice.
Como Belerofonte, la humanidad lleva en su seno la
palabra fatal de la sibila. Hasta Spengler, como en el mito
griego, ignoraba su sentencia. Ahora, merced a la revelación
de su libro, ya sabe Belerofonte que está condenado a muerte.
Si toda filosofía es una estimativa, una escala de valores,
Spengler la ha hecho imposible, pues que todos son igual¬
mente legítimos y no nos es dado escoger. Y de ahí también
su inmoralismo, mucho más siniestro que el de Nietzsche.
Este hablaba de valores ascendentes, y su filosofía era una
preparación para alcanzar los más altos. Bien podía llamarse
vitalista, como llamamos a Spengler un derrotista.
Su filosofía no demuestra la decadencia de occidente, sino
que predica la decadencia de occidente. Su teoría ha prepa¬
rado la coartada. Si la intuición es la musa soberana de la
historia que habla en secreto al historiador, ¿cómo podremos
saber lo que realmente dijo?
Este discípulo de Goethe y de Nietzsche, como él se llama,
anuncia lo contrario del gozo panteísta del primero y del
vitalismo del segundo.
El único estímulo para la vida que nos da es el que
arrebataba y enloquecía, durante las grandes pestes en las
ciudades medioevales, bajo el terror de la muerte segura
— como las ha pintado Bocaccio — cuando los hombres
apuran los placeres y se coronan de flores para despedirse
de la vida.
Es, ante todo, un místico por su desprecio hacia la realidad,
por su rebelión contra la razón, por su iluminismo, pero no
ha tenido la audacia necesaria para llegar al extremo natural
de su camino y afirmar una trascendencia metafísica al
espíritu. Ha cometido el grave pecado en que suele incurrir
el misticismo : en la persecución contra la realidad, caer
en un grosero materialismo. ¿Qué es eso de percibir la historia
en el rastro de los sucesos y de los hombres, o el de ver una
virtud secreta en tal o cual número, sino la rehabilitación
de supersticiones ocultistas y quirománticas?
Vemos en Spengler un símbolo, y digamos cuál es su sen¬
tido.
Spengler escribía su libro durante el fragor de la guerra
que interrumpió el vuelo magnífico de su país, aunque lo
había madurado en gran parte antes de que estallara.
¿ Cuáles son las páginas que precedieron, y cuáles las que
siguieron a la guerra? Pudiera tentarse la empresa de seña¬
larlas, ignorando la crónica interna de su elaboración, pero
baste decir que es visible la influencia de las contradictorias
impresiones pertenecientes.
Podríamos figurarnos a Spengler — y tal imagen traduce
su sistema — como a un artífice gozoso de la obra que
labran amorosamente sus manos, mondando, cincelando el
metal en que resultará como un magnífico exergo el hombre
hecho ángel, el de la intuición, de la adivinación histórica —
el superhombre de Nietzsche»
Mientras lo asenderea la fiebre de la faena, entran en su
gabinete las llamas de un incendio y se ve precisado a escapar,
llevándose atropelladamente, en la faltriquera, modelos,
herramientas, recortes de metai.
La visión que comenzó a imprimirse no puede, recuperarse,
porque, como todos los que han sentido sobre su rostro el
aliento de los incendios, quedan imborrablemente obsedidas
por sus lenguas de serpientes. Con su imagen implacable
ante los ojos, no puede detener el impulso con que tienden a
imprimirse en el metal, que sigue labrando, pero sobre el
perfil del ángel ha surgido el relieve del Satán.
Pero hay en Spengler un motivo de esperanza que su alma
desencantada no ha podido ver, no obstante ser el tema
más tenaz de sus lucubraciones. Es la trilogía de alma apo¬
línea, alma mágica y alma fáustica que en verdad no son sino
nombres nuevos de las edades antigua, medioeval y mo¬
derna.
Hablemos de primera y última solamente, para mayor
claridad.
El alma apolínea carece de visión histórica y de ambición
de porvenir. Agota en el presente todas sus posibilidades.
Ignora el espacio, la perspectiva. Son sus expresiones el
cuerpo humano, la columna, la materia, el limite visible,
la presencia inmediata, la superficie.
El alma faústica ha creado el espacio, la profundidad,
el infinito. Históricamente es el porvenir, artísticamente
la perspectiva, matemáticamente la función. En arquitectura
es la catedral gótica que nos arebata hacia la altura y el
ensueño, es la ansiosa crestería que aspira a la excelsitud del
espacio. En pintura es la perspectiva que quiere encerrar
el panorama. En física opone a la materia y a la forma,
que son apolíneas, la fuerza y la masa, que son fáusticas.
Pero su arte propio es la música, porque ninguna como ella
expresa la intuición del espacio, lo que está más allá de la
realidad. En el drama antiguo está el hombre, en Shakespeare
el carácter, es decir una descorporización del hombre.
Los dos volúmenes publicados de Spengler en español
son casi exclusivamente el análisis y desarrollo de esta
oposición del alma apolínea y del alma faústica.
¿Pero cómo ha podido Spengler llegar a esta tan vasta
comprensión de la historia de varias culturas si había negado
la posibilidad de penetrar en lo íntimo de otra cultura que
no fuera la propia?
Nos espera una sorpresa aun mayor. Sabíamos, por él,
que todas las culturas tienen el mismo ritmo, el mismo
módulo y recorren las mismas estaciones, y nos encontramos
ahora con una categórica derogación de ese paralelismo.
El alma antigua es exclusivamente apolínea y el alma mo¬
derna es exclusivamente fáustica.
Ya no es, pues, la cultura un organismo hermético, de
ritmo periódico.
Hay aquí un proceso que abarca varias culturas, y en
vez de una periodicidad hay una prolongación, una secuen¬
cia, una dirección quesupera el ciclo de una cultura particular.
Es que estamos en presencia de un viejo personaje que
Spengler había proscripto y que ha burlado sus precauciones
para ocultarlo : es la humanidad. Es la misma que Spengler
vió apolínea primero, mágica más tarde y fáustica hoy, o,
para repetirnos, primero ribereña de río, después ribereña
de mar interior y hoy ribereña de océano.
Esa pasión por el espacio, esa necesidad de amplitud, y
lejanía que están en el alma fáustica no son sino la oceanización
de la cultura occidental. He ahí un sino que no tuvo vigor,
ni para las culturas más remotas, ni para la grecorromana,
y que hace a un tiempo la originalidad y la vitalidad de la
nuestra.
Y ella debe cumplir su destino, porque no ha sido aún
realizado.
El contacto cada vez más creciente de las culturas parti¬
culares que ha señalado la secesión de alma apolínea, alma
arábiga y alma fáustica deve seguir su curso. La guerra
mundial es el mayor testimonio de una cultura oceánica,
pues no ha dejado pueblo fuera de su área de influencia.
En vez de encontrarnos delante deuna decadencia, estamos
en presencia de una plenitud. La humanidad presentida
por los filósofos y los más antiguos historiadores parece que
al fin existe.
En vez de la antítesis de naturaleza e historia, descubrimos
una concordancia verdaderamente fáustica. A la idea de uni¬
verso en el mundo científico corresponde la idea de huma¬
nidad en el mundo espiritual.
No ha podido su escepticismo descalabrar la ilusión
del progreso. Su revolución habría sido como los motines de
los caudillos en la historia americana : proclama detonante,
algarada de cuartel, que concluyen por cambiar solamente
el traje de la «situación nefasta» que aspiraba extirpar (1).
(1) Acabo de hojear un cronista francés que vivió el año mil y me ha
sorprendido encontrar en sus páginas infantiles y pintorescas algunas
larvas del pensamiento multicolor de Spengler.
Después del cotejo de la gran obra alemana y de la minúscula
crónica francesa, me ha parecido reconocer en la concepción de aquella
porte de una construcción medieval.
Veamos el cotejo. Para Spengler la historia es no solamente cosa
distinta, si no lo opuesto de la naturaleza. Mientras la naturaleza
está gobernada por leyes, la historia obedece al sino. Ley es la que se
cumple siempre. El sino es una simple certidumbre íntima producida
por la contemplación de las formas. La morfología de las ciencias
físicas se llama sistemática, la de la historia se llama fisignómica.
La historia es una colección de símbolos ; interpretales o mejor
adivinarlos es su tarea. Sabremos así, dice Spengler, que son símbolos
parejos el sistema administrativo de los egipcios, la geometría analí¬
tica, el cheque, el canal de Suez, la imprenta china, el sistema romano
de los caminos.
Lo que dá valor a los sucesos no es su carácter si no su poder de
simbolismo. La parte visible de toda historia — y transcribo para
ser mas fiel — tiene la misma significación que la apariencia esterna
de un hombre, su estatura, su gesto, su porte, su manera de hablar
o de andar. El cuerpo, lo perecedero es la espresión del alma.
El historiador no requiere investigar, le basta ver pero le es necesario
un sesgo especial de visión que es un don misterioso que desciende
sobre algunos hombres en horas inesperadas e inefables.
El número tiene paro Spengler un sentido mágico. No es lo mismo
siete que diez. Dos mil años es una duración invencible de los grandes
ciclos historíeos.
Ahora vemos que este iluminismo tiene un cuño claramente medie¬
val.
De todo esto hay en el cronista francés aludido que se llamó Raoul
Glaber.
Al crear Dios el Universo, dice este oscuro monje del siglo xi, ha
distinguido las cosas por sus apariencias.
Es así, agrega, que el hombre penetra el sentido escondido de esas
figuras. Como el buen historiador, que define Spengler, Glaber devela
el secreto de la historia en las incursiones de los Sarracenos, en la
peste, en la lluvia de piedras, en la erupción del Vesubio, en un eclipse
de sol.
También veia en el número un sentido profundo. Encontró que
cuatro era un número mágico. Creó así su interpretación de los cuater¬
nidades. Son cuatro los evangelios, hay cuatro elementos : el aire, el
agua, el eter, la tierra, y hay cuatro virtudes que se corresponden
exactamente.
He ahi, como diez siglos antes que Spengler enunciase su teoría
había quien la aplicaba : este monje andariego e irregular que atraía
sobre sí la amonestación de superiores y abades, autor de la ignorada
crónica que Guizot recojia hace cincuenta años para incorporar a
sus Documentos para servir a la historia de Francia.
Ilustración: Joaquin Sorolla
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