sábado, 1 de marzo de 2025

El espía (James Fenimore Cooper)

 







A finales del año 1780, un viajero solitario atravesaba uno de los muchos valles de
West Chester. El viento de Levante, cargado de fríos vapores y creciendo en violencia
por momentos, era señal indudable de la proximidad de una tormenta que, como de
costumbre, se había de prolongar durante varios días. La mirada del viajero buscaba
en vano, a través de la oscuridad de la noche, un refugio donde encontrar los cuidados
que exigían su edad y sus proyectos, si su viaje era interrumpido por la lluvia que, en
forma de espesa niebla, ya comenzaba a humedecer la atmósfera. Sin embargo, sólo
aparecía ante sus ojos alguna casucha incómoda y pequeña, habitada por las gentes
más pobres de la comarca; y en aquellos parajes, no juzgaba prudente confiar en
ellas. Desde que los ingleses se apoderaron de la isla de New York, el condado de West
Chester se había convertido en una especie de campo acotado en el que ambas partes
se combatieron durante el resto de la guerra de la independencia. Una gran parte de
sus habitantes, dominados por el miedo o por un último resto de cariño a la madre
patria, aparentaban una neutralidad que no siempre estaba en sus corazones. Como
puede imaginarse, los pueblos cercanos al mar estaban más especialmente sometidos
a la autoridad de la Corona; mientras que los del interior, envalentonados por la
cercanía de las tropas continentales, ostentaban sus opiniones revolucionarias y su
derecho a gobernarse a sí mismos. Muchos de aquellos americanos llevaban una
careta que el tiempo aún no había quitado; algunos bajaron a la tumba acusados de
ser enemigos de la libertad, cuando en realidad fueron, aunque en secreto, útiles
agentes de los jefes de la revolución. En cambio, de haberse registrado
minuciosamente la casa de algún patriota que parecía ardiente defensor de su país, se
hubiera encontrado un salvoconducto real cubierto por un montón de guineas
inglesas.
Al oír el ruido levantado por el corcel del viajero, la dueña de la granja ante la
que pasaba entreabrió la puerta para vigilarlo, pero con la cabeza vuelta para
comunicar a alguien el resultado de sus observaciones. Mientras, ese alguien se
mantenía detrás del edificio, dispuesto a esconderse, si se hacía preciso, en el lugar
del bosque donde lo hacía siempre. Aquel valle estaba en medio del condado, y
suficientemente próximo a los dos ejércitos para que el robo, por ambas partes, no
constituyera un raro, acontecimiento. Ciertamente, no siempre se recuperaban los
mismos objetos desaparecidos; pero en ausencia de una justicia oficial, generalmente
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se recurría a una sumaria devolución que acrecía bastante lo perdido, para así
indemnizar a la víctima del desafuero.
El paso de un extraño de apariencia algo equívoca, montado además en un caballo
cuyos arneses, sin ser militares, tenían algo de la apostura audaz del caballero, dio
lugar a diversas conjeturas entre los habitantes de las pocas casas que le observaron;
y hasta levantó un sentimiento de alarma en algunos, a quienes su conciencia les
inquietó más que de ordinario.
El viajero estaba cansado tras un día de grandes fatigas, y deseaba encontrar
cuanto antes un refugio contra la tormenta, cuyo carácter comenzó a cambiar con las
primeras gotas de lluvia empujadas por el viento. Así, se decidió a pedir que lo
recibieran en la primera casa que encontrara. La ocasión no tardó en presentársele; y
franqueando una cerca casi derruida, sin apearse, llamó fuertemente a la puerta de
una vivienda cuyo exterior no podía ser más humilde. Una mujer de mediana edad y
fisonomía tan poco acogedora como su casa, salió a responderle. Espantada al ver a
un hombre a caballo tan cerca de su puerta, volvió a cerrarla a medias y, con una
expresión de terror mezclada con una natural curiosidad, le preguntó qué deseaba.
Aunque la puerta no estuviese lo bastante abierta para examinar el interior, el
caballero vio lo suficiente para que sus ojos se volvieran a las tinieblas, buscando otra
casa cuyo aspecto fuese más prometedor. No la encontró, y dio a conocer sus deseos
y sus necesidades sin disimular mucho su repugnancia. La mujer le escuchó con
evidente mala voluntad y, antes de que terminara, le interrumpió con un tono ya de
confianza, diciendo agriamente:
—No me hace ninguna gracia alojar a un extraño en estos tiempos. Estoy sola en
la casa o, lo que es lo mismo, sólo el viejo está conmigo. Pero media milla más lejos,
cerca de la carretera, hay una casa grande donde será bien recibido, y hasta sin pagar.
Eso le conviene más a usted, y a mi también porque, como le digo, Harvey no está.
Yo le digo que siga mis consejos y que deje de andar por ahí, que acabe con su vida
errante y siente la cabeza; pero Harvey Birch sólo hace lo que le da la gana, y acabará
muriendo como un vagabundo.
Cuando el forastero oyó que encontraría otra casa media milla más lejos, se había
envuelto en la capa y, tirando de la brida de su caballo, se dispuso a marcharse sin
prolongar más la conversación. Pero el nombre que acababa de oír le hizo estremecer.
—¡Cómo! —exclamó involuntariamente—. ¿Esta es la casa de Harvey Birch?
Pareció que iba a decir algo más, pero se retuvo y guardó silencio, mientras la
mujer continuaba hablando:
—No sé muy bien si puede decirse que sea su casa un sitio en donde nunca para;
por lo menos lo hace tan raramente, que casi no recordamos su cara, pues pasan los
días sin enseñársela a su viejo padre ni a mí. ¡Pero no crea que me importa mucho
que venga o no venga! ¡Me tiene sin cuidado!… Como le decía, siga y teme el primer
camino a la izquierda.
Bruscamente, la mujer cerró la puerta; y el viajero, encantado al saber que podía
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esperar mejor alojamiento, se apresuró a caminar en la dirección indicada. Aún había
suficiente claridad para advertir el mejor cultivo de las tierras que rodeaban al
edificio al que se acercaba. Era una casa de piedra, larga y de poca elevación, con
unas pequeñas alas en cada extremo. El peristilo con columnas que adornaba la
fachada, el buen estado de la edificación y los cuidados setos que cercaban el jardín,
anunciaban que su dueño era de un rango superior al de los granjeros ordinarios de la
comarca. Llevó el caballo a una esquina donde, al parecer, podía estar resguardado
del viento y la lluvia, y sin vacilar llamó a la puerta.
Inmediatamente acudió a abrirle un viejo negro. En cuanto supo que se trataba de
un viajero que pedía hospitalidad, no necesitó consultar a sus señores; después de
echar una atenta mirada al forastero, le guió hasta un confortable salón cuya
chimenea estaba encendida para combatir el fuerte viento del Este y el frío de una
noche de octubre. El señor, de aire marcial, entregó su maleta al negro, repitió su
demanda de hospitalidad a un anciano que se había levantado para recibirle, y por
último saludó a tres damas que allí estaban cosiendo. Entonces comenzó a quitarse
una parte de sus ropas de viaje.
Ya desprendido del pañuelo que cubría su corbata, de la capa y del redingote de
paño azul, el forastero ofreció al examen de aquella familia a un hombre de elevada
estatura y agradable aspecto que debía contar unos cincuenta años. Sus facciones
denotaban aplomo y dignidad; su recta nariz tenía casi un perfil griego, y sus ojos
eran dulces, pensativos y casi melancólicos; la boca y la parte inferior del rostro
denotaban un carácter firme y resuelto. Sus prendas de viaje eran sencillas pero de
fina tela, como la suele usar la clase más pudiente. Llevaba los cabellos dispuestos en
forma que le daban aspecto militar, confirmado por su busto erguido y su porte
majestuoso. Sus modales eran los de un hombre educado, y cuando se quitó las ropas
adicionales, las damas y el señor de la casa se levantaron para recibir los nuevos
cumplidos que les dirigía, a los que respondieron del modo más atento.
El anciano parecía tener algunos años más que el viajero, y tanto sus maneras
como su traje probaban que también era hombre de mundo. Las damas eran una
señorita de cuarenta años y dos jóvenes que parecían tener menos de la mitad. La
mayor había perdido ya su frescura; pero los grandes ojos y los hermosos cabellos,
unidos a una expresión dulce y simpática, le daban ese encanto que muchas veces
falta en gentes más jóvenes. Las dos hermanas —pues lo parecían por su semejanza
— esplendían de juventud: las rosas, que tan bien sientan a las bellas de West
Chester, lucían en sus mejillas y daban a sus ojos, de oscuro azul, ese suave brillo que
denota inocencia y felicidad. Las tres poseían la delicadeza que distingue al bello
sexo de su país y, lo mismo que el anciano, demostraban con sus modales que
pertenecían a una clase elevada.
Después de ofrecer a su invitado una copa de vino de Madera, Mr. Wharton había
vuelto a su sitio junto al fuego, con otra copa en la mano. Pareció consultar a su
cortesía y, levantando los ojos hasta el forastero, le preguntó con voz grave:
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—¿A la salud de quién tendré el honor de beber?
El viajero, que también se había sentado, tenía la mirada puesta en las brasas
mientras le hablaba Mr. Wharton. La subió hasta el anciano, como si quisiera leer en
su alma, y le saludó a su vez. Mientras le contestaba, un ligero color encendió sus
pálidas mejillas:
—El señor Harper —dijo.
—Pues bien, señor Harper —prosiguió el dueño de la casa, con voz mesurada—,
bebo a su salud y deseo que no haya sufrido demasiado con la lluvia que tuvo que
soportar.
Su cumplido no tuvo más respuesta que una inclinación de cabeza, y Mr. Harper
pareció absorberse en sus reflexiones.
Las dos hermanas habían cogido de nuevo sus labores, y su tía, miss Jeannette
Peyton, se retiró para disponer lo necesario con que satisfacer el apetito del
inesperado viajero. Siguieron unos momentos de silencio, durante los cuales Mr.
Harper parecía disfrutar con el cambio de su situación. Mr. Wharton fue el primero en
romperlo para preguntar a su invitado, con tono cortés y voz siempre firme, si le
molestaba el humo del tabaco; recibió respuesta negativa, y volvió a coger la pipa que
había dejado cuando entró el visitante.
Era evidente que el anciano deseaba entablar conversación; pero le retenía el
temor a comprometerse ante un hombre cuyas opiniones le eran desconocidas, y
también la sorpresa que le causaba la extraña taciturnidad de su invitado. Por último,
un gesto de Mr. Harper, que levantó la mirada para ponerla en los demás, le animó a
tomar nuevamente la palabra.
—En estos tiempos —dijo, evitando comenzar con los temas que más le
interesaban— me cuesta mucho trabajo encontrar la clase de tabaco a que estoy
acostumbrado.
—Yo creí —respondió Mr. Harper con su habitual seriedad— que se podría
encontrar de cualquier calidad en las tiendas de New York.
—Desde luego —replicó Mr. Wharton, vacilando y poniendo sus ojos en los del
viajero, cuya mirada penetrante los hizo bajar muy pronto—, no deben faltar en esa
ciudad; pero, por inocente que sea el motivo de nuestras comunicaciones con New
York, la guerra las hace demasiado peligrosas para correr riesgos por algo sin
importancia.
La cajita de donde Mr. Wharton cogió el tabaco para su pipa, estaba abierta y a
poca distancia del codo de Mr. Harper, quien cogió una hebra y la llevó a su boca; el
gesto había sido muy natural, pero en seguida alarmó a su interlocutor. El viajero, sin
decirle si el tabaco le pareció de primera calidad, alivió a su huésped volviendo a
hundirse en sus reflexiones. Pero Mr. Wharton no quería perder la ventaja
conseguida, y reanudó la conversación, esforzándose más de lo que solía hacerlo.
—Desearía con todo mi corazón —dijo—, que esta guerra contra natura hubiese
acabado ya, y que todos fuésemos amigos y hermanos.
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—Nada es más deseable —contestó Mr. Harper con evidente convicción,
volviendo a posar su mirada en el rostro del anciano.
—Desde la llegada de nuestros nuevos aliados —dijo Mr. Wharton, sacudiendo la
ceniza de su pipa y volviendo la espalda al viajero con el pretexto de coger el ascua
que le ofrecía su hija—, no he oído hablar de ningún hecho importante.
—Creo que nada ha llegado todavía a oídos del público —respondió Mr. Harper,
cruzando las piernas con la tranquilidad más completa.
—¿Pero se cree que estamos en vísperas de acontecimientos importantes? —
continuó Mr. Wharton, siempre ocupado con su hija aunque, sin darse cuenta, se
interrumpió un instante en espera de la respuesta.
—¿Es que se comenta que están tratando de ello? —contestó Mr. Harper,
evitando dar una respuesta directa y afectando el mismo tono de indiferencia de su
huésped.
—No es que nadie diga nada en particular —siguió Mr. Wharton—; pero es
natural que esperen algo, después de las fuerzas que acaba de traer Rochambeau.
Mr. Harper sólo respondió con un movimiento de cabeza, queriendo significar así
que compartía aquella opinión. Y el anciano siguió diciendo:
—Por el Sur hay más actividad: parece que Gates y Cornwallis quieren decidir la
cuestión.
El viajero frunció las cejas, y una arruga de melancolía apareció un momento en
su frente; los ojos le brillaron con una chispa de fuego que anunciaba una escondida
fuente de sentimientos… Pero la más joven de las muchachas apenas tuvo tiempo
para observarlo y admirar aquella expresión, cuando ya se había disipado: en seguida
volvió a la fisonomía del viajero la calma que parecía serle habitual, junto con esa
imponente dignidad que es prueba evidente del dominio de la inteligencia sobre la
impetuosidad.
La hermana mayor se movió un par de veces en su silla antes de atreverse a decir,
con tono casi de triunfo:
—El general Gates ha tenido menos suerte con el conde Cornwallis que con el
general Burgoyne.
—¡Pero si el general Gates es inglés, Sara! —replicó vivamente su hermana.
Y enrojeciendo hasta las orejas por haberse atrevido a intervenir en la
conversación, volvió a su labor, esperando que no se hicieran comentarios a su
observación.
Mientras hablaban, el viajero había mirado alternativamente a las dos hermanas, y
un movimiento casi imperceptible de sus labios anunció que una nueva emoción
pasaba por él. Dirigiéndose cortesmente a la más joven, le interrogó:
—¿Puedo preguntarle qué consecuencias saca usted de ese hecho?
Francés se ruborizó más todavía ante aquella directa llamada a su opinión sobre
un tema que abordó imprudentemente ante un extraño; pero se creyó obligada a
responder, después de dudar un instante y no sin balbucir un poco:
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—¡Ninguna, señor! Pero mi hermana y yo diferimos alguna vez al valorar las
proezas de los ingleses.
Pronunció aquellas palabras con una expresiva sonrisa, muestra de inocencia y de
candor, que al mismo tiempo respondía a los ocultos sentimientos del viajero, que
preguntó, mientras respondía a su mirada con una sonrisa casi paternal:
—¿Y en qué puntos difieren ustedes?
—Sara considera a los ingleses como invencibles, y yo no tengo la misma
confianza en sus hazañas.
El forastero la escuchó con el gesto de satisfecha indulgencia de quien gusta
contemplar juntos la inocencia y el ardor de la juventud, pero no dijo nada; volvió a
fijar su mirada en los tizones que ardían en la chimenea, y se refugió otra vez en su
silencio.
Mr. Wharton se había esforzado inútilmente por descubrir cuáles serían las ideas
políticas de su invitado. En el rostro de Mr. Harper nada había que le repeliese, pero
tampoco nada que fuera comunicativo, y era indudable que se mantenía
deliberadamente reservado. Avisaron entonces que la comida estaba servida, y el
dueño de la casa se levantó para pasar al comedor antes de averiguar el carácter de su
invitado, punto importante en las circunstancias por que atravesaba el país. Mr.
Harper ofreció su mano a Sara Wharton, y salieron del salón seguidos de Francés, un
poco inquieta por si había herido la sensibilidad del huésped de su padre.
La tormenta había llegado a su máxima fuerza; la lluvia, que golpeaba
violentamente los muros de la casa, infundió en los comensales ese sentimiento tan
explicable en quien goza de todas las comodidades y se sabe a cubierto de los
inconvenientes a que podría estar expuesto. De pronto se oyó llamar repetidamente a
la puerta exterior. Acudió el viejo negro, y regresó en seguida para anunciar a su
señor que otro viajero, sorprendido por la tormenta, pedía hospitalidad por aquella
noche.
Cuando sonó el primer golpe, dado con cierta impaciencia, Mr. Wharton se había
levantado de su silla con manifiesta contrariedad y, mirando alternativamente a su
invitado y a la puerta, parecía temer que aquella segunda visita tuviese alguna
relación con la primera. Apenas ordenó al negro, con voz débil, que introdujese al
nuevo forastero, se abrió la puerta y él mismo se presentó. Al ver a Mr. Harper se
detuvo un instante, pero en seguida repitió, ahora más ceremoniosamente, la demanda
que antes hizo al criado. Su llegada no gustó a Mr. Wharton ni a su familia, pero el
mal tiempo reinante y la incertidumbre sobre lo que podría suceder si le negaban
hospitalidad, forzaron al anciano a concederla, aunque de mal grado.
Miss Peyton hizo traer algunos de los platos ya servidos, y el nuevo huésped fue
invitado a hacer los honores a los restos de una comida que los otros casi habían
terminado. Quitándose un amplio redingote, se aposentó tranquilamente en la silla
que le ofrecían, y comenzó a satisfacer gravemente un apetito que parecía fácil. Pero
entre bocado y bocado echaba una inquieta mirada a Mr. Harper, cuyos ojos no se
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apartaban de él, mostrando un abierto interés. Por último, sirviéndose un vaso de vino
y dirigiendo una inclinación de cabeza a quien así le examinaba, el recién llegado le
dijo con sonrisa un tanto amarga:
—Bebo por nuestro mejor conocimiento, caballero.
El vino pareció ser de su gusto, pues al depositar el vaso en la mesa sus labios
dejaron oír un ruido que se destacó en el silencio de la habitación; y cogiendo la
botella, la mantuvo un instante entre sus ojos y la lámpara, contemplando en silencio
el licor claro y brillante que contenía.
Luego añadió con una breve sonrisa, mientras Mr. Harper seguía observando los
movimientos del recién llegado:
—Porque creo que nunca nos hemos visto.
—Es posible, caballero —respondió Mr. Harper.
Y satisfecho por su examen, al parecer, se volvió hacia Sara Wharton, sentada
junto a él, para decirle con mucha más dulzura:
—Después de haberse acostumbrado a los placeres de la ciudad, sin duda
encontrará usted muy solitaria esta residencia.
—No puede imaginarlo. Por eso deseo ‘tanto, lo mismo que mi padre, que acabe
esta guerra cruel y podamos volver junto a nuestros amigos.
—Y usted, miss Francés, ¿desea la paz con el mismo calor que su hermana?
—Desde luego, y por muchas razones —respondió ella, mirando tímidamente a
quien le preguntaba.
Luego, cobrando valor ante la expresión de bondad que vio en su rostro, añadió
con una animada sonrisa, llena de inteligencia:
—Pero no la deseo a costa de los derechos de mis conciudadanos.
—¿Derechos? —replicó su hermana con tono impaciente—. ¿Hay derechos más
firmes que los de un soberano? ¿Y qué deber puede ponerse por encima de la
obediencia a quien tiene el derecho natural de mandar?
—Así es —intervino Mr. Wharton, mirando con inquietud a sus dos invitados—.
Claro que tengo buenos amigos en los dos ejércitos, y la victoria me costará muchas
lágrimas, cualquiera que sea el bando que la consiga.
—Supongo que no tendrá usted razones para temer que favorezca a los yankees[5]
—dijo el recién llegado, sirviéndose tranquilamente otro vaso de la botella que antes
estuvo admirando.
—Su Majestad británica puede tener tropas más expertas —dijo Mr. Wharton con
tono de tímida objeción—, pero los americanos han conseguido grandes éxitos.
Mr. Harper no parecía atender demasiado a aquellos comentarios, y se levantó
manifestando deseos de retirarse. Un criado lo guió hasta su dormitorio, y él le siguió
después de desear cortesmente una buena noche a los demás. Pero apenas había
salido, cuando el segundo viajero, soltando cuchillo y tenedor, se levantó
silenciosamente y se acercó a la puerta por donde Mr. Harper acababa de desaparecer,
entre abriéndola y acechando el rumor de sus pasos. Cuando disminuyeron poco a
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poco, volvió a cerrarla ante las miradas sorprendidas, casi espantadas, de sus
huéspedes.
En seguida se quitó la peluca rubia que ocultaba sus hermosos cabellos negros, y
una espesa barba que le cubría la mitad del rostro; también desapareció la encorvada
espalda que le hacía parecer un hombre de cincuenta años.
—¡Padre! ¡Hermanas mías! ¡Tía Jeannette! —exclamó entonces el forastero,
ahora convertido en un joven—. ¡Por fin os vuelvo a ver!
—¡Que el cielo te bendiga, Henry, hijo querido! —dijo su padre, sorprendido pero
lleno de alegría, mientras que las dos hermanas, con la cabeza apoyada en sus
hombros, rompían en lágrimas.
El viejo negro, un fiel servidor que le había cuidado desde su infancia, y a quien
dieron el nombre de César como para contrastar con su estado de esclavitud, fue el
único que no se había extrañado cuando se descubrió el hijo de Mr. Wharton. Se
retiró, después de coger su mano y de rociarla con su llanto. El otro criado que les
servía no volvió por el comedor, pero César no tardó en hacerlo cuando el joven
capitán estaba preguntando:
—¿Quién es ese Mr. Harper? ¿No es de temer que me traicione?
—¡No, massa[6] Harry! —exclamó el africano, moviendo la cabeza con gesto de
tranquila confianza—. Yo venir de su dormitorio, y él rogar a Dios: yo encontrar de
rodillas. Buen hombre quien rezar a Dios, y no traicionar al buen hijo que venir a ver
a su viejo padre. Bueno para un skinner[7], no para un cristiano.
César Thompson, como era su nombre, o César Wharton, como le llamaban en el
pequeño mundo donde era conocido, no estaba solo en su opinión sobre los skinners.
A los jefes de los ejércitos americanos que operaban en las cercanías de New York,
les convenía, o quizá les fue necesario el empleo de agentes auxiliares que hostigasen
al enemigo. Aquellos no eran momentos para investigaciones muy rigurosas sobre
sus abusos, fueran los que fuesen, y la opresión y la injusticia eran consecuencia
natural de una fuerza que no estaba reprimida por la autoridad civil. Con el paso del
tiempo se había instaurado en la sociedad un orden distinto al anterior; en él, con el
pretexto del patriotismo y del amor a la libertad, la única ocupación de ciertos
ciudadanos consistía en aliviar a los demás de cualquier exceso de prosperidad
material que les supusieran.
En alguna ocasión tampoco faltaba la ayuda de la autoridad militar para aquellas
saludables redistribuciones de los bienes de esta tierra; y más de una vez sucedió que
un pequeño oficial de las milicias, encargado de cualquier misión, sancionara y diese
una especie de carácter legal a los más infames actos de pillaje, y hasta de asesinato.
Desde luego, también los ingleses empleaban ciertos estimulantes de la lealtad al
rey, cuando encontraban fácil campo para traducirla en actos. Pero sus filibusteros
estaban enrolados, y sus operaciones sujetas a cierto sistema. Una larga experiencia
había enseñado a sus jefes la eficacia de unas fuerzas auxiliares controladas; y, a
menos que la tradición no cometa una gran injusticia con sus hazañas, el resultado
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obtenido vino a demostrar su prudencia. Ese cuerpo inglés recibió el nombre de
vaqueros (cow-boys) probablemente porque sus operaciones favoritas consistían en
robar el ganado de los campesinos.
Pero César era demasiado leal para confundir a unas gentes encargadas de
cumplir una misión por George III, con los soldados irregulares cuyos excesos había
conocido tantas veces, y a cuya rapiña no pudo escapar, aun siendo pobre y esclavo.
Los vaqueros, pues, no recibieron la parte que debía corresponderles en la severidad
de su comentario, cuando dijo que ningún cristiano, que ningún ser que no fuera un
skinner, podía traicionar a un buen hijo que honraba a su padre yendo a verle, con
peligro para su vida o para su libertad.

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