sábado, 31 de agosto de 2024

La aventura de Charles Augustus Milverton (Arthur Conan Doyle)








Los incidentes de los que hablaré tuvieron lugar hace años, y, a pesar de todo, aludo a ellos indeciso. Durante mucho tiempo, incluso con la mayor reserva y discreción, hubiese sido imposible hacer públicos los hechos, pero ahora la principal interesada se encuentra fuera del alcance de las leyes humanas, y, con las debidas omisiones, se puede contar la historia de tal manera que no perjudique a nadie. Esta deja constancia de una experiencia absolutamente singular tanto en la carrera del señor Sherlock Holmes como en la mía. El lector tendrá que disculparme si obvio la fecha o cualquier otro hecho mediante el cual pudiera rastrear el suceso real.


Habíamos salido Holmes y yo para dar uno de nuestros paseos vespertinos, y habíamos regresado cerca de las seis de una noche fría y helada de invierno. Cuando aumentó la luz de la lámpara, cayó en la cuenta de una tarjeta que había sobre la mesa. Le echó un vistazo y luego, con una exclamación de repulsa, la tiró al suelo. Yo la recogí y leí:


 


CHARLES AUGUSTUS MILVERTON


Appledore Towers


Hampstead


—¿Quién es? —pregunté.


—El peor hombre de Londres —respondió Holmes sentándose y estirando las piernas delante del fuego—. ¿Hay algo en la parte de atrás de la tarjeta?


Le di la vuelta.


—«Pasaré a las 6.30, C. A. M.» —leí.


—¡Vaya! Está a punto de llegar. Watson, ¿a usted no le dan ganas de sacudirse la ropa y dar un respingo hacia atrás cuando se encuentra delante de las serpientes del zoo y ve a esas criaturas escurridizas, resbaladizas, venenosas con su mirada asesina y sus caras crueles y aplastadas? Pues bien, esa es la impresión que me causa Milverton. He tenido que vérmelas con cincuenta asesinos en mi carrera, pero ni el peor de ellos me ha causado tanta repugnancia como la que siento por ese tipo. Y, a pesar de todo, no puedo librarme de tratar con él: de hecho, viene aquí a invitación mía.


—Pero ¿quién es?


—Ahora mismo se lo digo, Watson. Es el rey de los chantajistas. Que Dios se apiade del hombre, y todavía más de la mujer, cuyo secreto y reputación llega a las manos de Milverton. Con una sonrisa y un corazón de mármol, los exprimirá y exprimirá hasta que los deje secos. El tipo es un genio a su modo, y hubiese dejado huella en un oficio más respetable. Su método es el siguiente: permite que se difunda que está dispuesto a pagar sumas muy elevadas por cartas comprometedoras para personas de dinero o de categoría. Recibe estos artículos no solo de ayudas de cámara y doncellas desleales, sino a menudo de elegantes rufianes que se han ganado la confianza y cariño de mujeres ingenuas. No es tacaño negociando. Sé, por casualidad, que le pagó setecientas libras a un lacayo por una nota de dos líneas de extensión y que el resultado fue la ruina de una noble familia. Todo lo que se puede vender acaba en Milverton, y hay cientos de personas en esta gran ciudad que se ponen lívidos al oír su nombre. Nadie sabe por dónde puede llegar su zarpazo, porque es demasiado rico y demasiado astuto como para trabajar por necesidad. Se guarda una carta durante años con el fin de jugarla en el momento en que la apuesta está en su momento más jugoso. Le he dicho que es el peor hombre de Londres, y le preguntaría a usted cómo puede compararse al rufián que a sangre caliente le da un porrazo a su colega con este hombre, que de manera metódica y tomándose todo el tiempo del mundo, tortura el alma y desquicia los nervios con el fin de aumentar su ya abultados bolsillos.


Pocas veces había oído a mi amigo hablar con tanta intensidad de sentimiento.


—Pero, seguramente —dije—, este tipo se encuentre al alcance de la ley.


—En teoría, sin duda, pero no en la práctica. ¿Qué gana una mujer, por ejemplo, con que sea encarcelado unos meses si inmediatamente después sigue su ruina? Sus víctimas no se atreven a devolver el golpe. Si, en algún momento, chantajeara a una persona inocente, entonces, lo tendríamos de verdad, pero es tan taimado como el demonio. No, no, tenemos que encontrar otra manera de combatirlo.


—¿Y por qué viene aquí?


—Porque una ilustre clienta ha puesto su lamentable caso en mis manos. Es lady Eva Brackwell, la joven presentada en sociedad más guapa de la pasada temporada. Ha de casarse en quince días con el conde de Dovercourt. Este desalmado tiene varias cartas imprudentes que le escribió a un joven terrateniente de provincias que no tiene un céntimo. Y aunque no son más que eso, cartas imprudentes, bastarían para romper el compromiso. Milverton le enviará las cartas al conde a menos que se le pague una importante suma. Me han encargado que me reúna con él y… llegar al mejor acuerdo posible.


En ese momento, se oyó un traqueteo y ruido de cascos abajo, en la calle. Al mirar hacia allí vi un majestuoso carruaje tirado por un par de caballos, cuyos faroles resplandecían en las lustrosas ancas de los nobles alazanes. Abrió la puerta un lacayo, y bajó un hombre bajo y robusto con un abrigo de piel de astracán. Un minuto más tarde estaba en nuestra habitación.


Charles Augustus Milverton era un hombre de unos cincuenta años, con una cabeza grande e intelectual, un rostro redondo, rollizo y lampiño, una sonrisa que parecía congelada, y dos ojos grises y agudos que brillaban intensamente tras las grandes gafas de montura de oro. Había algo de la benevolencia del señor Pickwick en su aspecto, estropeada solo por la falsedad de su sonrisa inalterable y por el duro brillo de sus ojos penetrantes e inquietos. Su voz era tan suave y agradable como su semblante, mientras avanzaba con una manita rolliza extendida, susurrando que lamentaba no habernos encontrado en su primera visita. Holmes ignoró la mano tendida y lo miró con rostro pétreo. La sonrisa de Milverton se hizo más amplia, se encogió de hombros, se quitó el abrigo, lo dejó doblado muy meticulosamente encima del respaldo de una silla y luego tomó asiento.


—¿Y este caballero? —dijo señalándome con un gesto—. ¿Es discreto? ¿Es íntegro?


—El doctor Watson es mi socio y amigo.


—Muy bien, señor Holmes. Solo pongo reparos en interés de su cliente. El asunto es demasiado delicado…


—El doctor Watson ya está al tanto.


—Entonces, podemos continuar con el negocio. Dice que actúa en nombre de lady Eva. ¿Le ha autorizado para aceptar mis condiciones?


—¿Cuáles son sus condiciones?


—Siete mil libras.


—¿Y cuál es la alternativa?


—Señor mío, me resulta penoso hablar sobre ello, pero, si no se paga el dinero el día 14, con toda certeza no habrá matrimonio el 18.


Su insufrible sonrisa parecía más presuntuosa que nunca.


Holmes se quedó pensando un momento.


—Me parece —dijo por fin— que da por sentadas muchas cosas. Estoy familiarizado, por supuesto, con el contenido de esas cartas. Mi cliente hará, no le quepa duda, lo que le aconseje. Le recomendaré que le cuente a su futuro marido toda la historia y que confíe en su generosidad.


Milverton se rió entre dientes.


—Es evidente que no conoce al conde —dijo.


Por la perpleja mirada que apareció en el rostro de Holmes pude ver claramente que sí lo conocía.


—¿Qué hay de malo en esas cartas? —preguntó.


—Son alegres…, muy alegres —respondió Milverton—. La dama era una corresponsal encantadora. Pero puedo asegurarle que el conde de Dovercourt no conseguiría apreciarlas. Sin embargo, puesto que piensa de otra forma, dejémoslo ahí. Es estrictamente un asunto de negocios. Si cree que lo más conveniente para su cliente es que esas cartas estén en manos del conde, entonces sería una auténtica insensatez pagar una suma tan importante para recuperarlas.


Se levantó y cogió su abrigo de astracán.


Holmes estaba gris de ira y humillación.


—Espere un poco —dijo—. Va demasiado rápido. Desde luego, haremos todos los esfuerzos posibles para evitar un escándalo con un asunto tan delicado.


Milverton se dejó caer de nuevo en su silla.


—Estaba seguro de que lo vería desde esa perspectiva —murmuró.


—Por otro lado —prosiguió Holmes—, lady Eva no es una mujer rica. Le aseguro que dos mil libras agotarían sus recursos y que la suma que menciona está completamente fuera de su alcance. Le ruego, por tanto, que modere sus exigencias y que devuelva las cartas al precio que le indico, que es, se lo aseguro, el mayor que puede obtener.


La sonrisa de Milverton creció y sus ojos brillaron divertidos.


—Soy consciente de que es cierto lo que dice de los recursos de la dama —dijo—. Por otro lado, tiene que admitir que el matrimonio de una dama es una ocasión muy propicia para que sus parientes y amigos hagan un pequeño esfuerzo por ella. Quizá duden sobre qué regalo de bodas es el apropiado. Déjeme asegurarles que ese montón de cartas le daría más alegría que todos los candelabros y platillos para la mantequilla de Londres juntos.


—Es imposible —dijo Holmes.


—Madre mía, madre mía, ¡qué desafortunada! —exclamó Milverton sacando una abultada cartera del bolsillo—. No puedo evitar pensar que se aconseja mal a las damas cuando se les dice que no hagan esfuerzos. ¡Mire, por ejemplo! —Alzó una notita con un escudo de armas en el sobre—. Esto pertenece a… Bueno, quizá no sea adecuado decir el nombre antes de mañana por la mañana. Pero, entonces, estará en manos del marido de esta dama. Y todo porque no va a encontrar una miserable suma que podría conseguir convirtiendo sus diamantes en bisutería. ¡Da tanta pena! Holmes, ¿recuerda el repentino final del compromiso entre la ilustre señorita Miles y el coronel Dorking? Tan solo dos días antes de la boda, apareció un párrafo en el Morning Post que decía que todo había acabado. ¿Y por qué? Resulta casi increíble, pero la ridícula suma de mil doscientas libras hubiese resuelto toda la cuestión. ¿No es lamentable? Y aquí lo tengo a usted, un hombre juicioso, preocupado por unas libras, cuando se halla en juego el futuro y el honor de su clienta. Me sorprende, señor Holmes.


—Le estoy diciendo la verdad —replicó Holmes—. No puede conseguir ese dinero. Seguramente, sea mejor para usted aceptar la cuantiosa suma que le ofrezco que arruinarle el porvenir a esta mujer, de lo que no puede sacar ningún beneficio.


—En eso comete un error, señor Holmes. Revelarlo me beneficiaría indirectamente de manera considerable. Tengo diez u ocho casos parecidos madurándose. Si corriese la voz de que le he dado un severo escarmiento a lady Eva, estarían todos mucho más abiertos a entrar en razón. ¿Entiende mi perspectiva?


Holmes se levantó de un salto de su silla.


—¡Póngase detrás de él, Watson! ¡No lo deje salir! Ahora, señor, veamos el contenido de esa cartera.


Milverton se había deslizado, rápido como una rata, a un lado de la habitación y estaba con la espalda contra la pared.


—Señor Holmes, señor Holmes —dijo, abriendo la pechera de su abrigo y enseñándoles la culata de un gran revólver que sobresalía del bolsillo interior—. Esperaba que hiciera algo más original. Esto se ha hecho tantas veces, y ¿qué se ha sacado en claro de ello? Le aseguro que estoy armado hasta los dientes y que estoy absolutamente dispuesto a utilizar mis armas, puesto que sé que la ley está de mi lado. Además, su hipótesis de que llevaría las cartas aquí en una cartera es completamente errónea. No haría nada tan estúpido. Y ahora, caballeros, tengo una o dos pequeñas entrevistas esta noche y hay un largo camino hasta Hampstead.


Dio un paso al frente, cogió su abrigo, puso la mano en el revólver y se volvió hacia la puerta. Yo agarré una silla, pero Holmes negó con la cabeza y la volví a dejar en el suelo. Con una inclinación, una sonrisa y un destello en los ojos, Milverton salió de la habitación, y unos breves momentos después oímos el portazo de la puerta del carruaje y el traqueteo de las ruedas al alejarse de allí.


Holmes se sentó inmóvil junto al fuego, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de sus pantalones, la barbilla hundida contra su pecho, los ojos fijos en las ascuas incandescentes. Durante media hora, permaneció quieto y en silencio. Luego, con la expresión de un hombre que ha tomado una decisión, se puso en pie de un salto y entró en su dormitorio. Un poco más tarde, un joven obrero desenfadado con perilla y paso arrogante, encendió su pipa de barro a la luz de la lámpara antes de bajar a la calle.


—Tardaré un rato en volver, Watson.


Y, tras decir aquello, se desvaneció en la noche. Comprendí que había comenzado su campaña contra Charles August Milverton, pero poco me imaginaba la extraña forma que estaba destinada a adoptar esa campaña.


Durante unos días, Holmes estuvo yendo y viniendo a todas horas con ese atuendo, pero aparte de un comentario sobre que pasaba el tiempo en Hampstead y que no lo hacía en vano, no supe nada de lo que estaba haciendo. Por fin, sin embargo, una noche inclemente, tempestuosa, en que el viento ululaba y golpeaba contra las ventanas, volvió de su última expedición y, tras quitarse el disfraz, se sentó delante del fuego y se rió de buena gana para sí mismo como de costumbre.


—Usted no diría que soy de los que se casan, ¿verdad, Watson?


—¡Ya lo creo que no!


—Pues le interesará saber que me he comprometido.


—¡Mi querido amigo! Le feli…


—Con la criada de Milverton.


—¡Dios mío, Holmes!


—Quiero información, Watson.


—¿No estará yendo demasiado lejos?


—Es un paso completamente necesario. Soy un fontanero con un negocio al alza, de nombre Escott. He estado saliendo con ella todas las noches, y hablando largo y tendido. Dios mío, ¡menudas charlas! Sin embargo, tengo todo lo que quiero. Conozco la casa de Milverton como la palma de mi mano.


—Pero, Holmes, ¿y la chica qué?


Se encogió de hombros.


—No se puede evitar, mi querido Watson. Hay que jugar las cartas lo mejor que se puede cuando se tiene una apuesta así encima de la mesa. No obstante, me alegra decir que tengo a un odiado rival que seguro que me quitará la novia en cuanto me dé la vuelta. ¡Qué noche más maravillosa!


—¿Le gusta este tiempo?


—Viene bien para mis planes. Watson, tengo intención de desvalijar la casa de Milverton esta noche.


Contuve el aliento, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo ante esas palabras, que fueron proferidas en un tono de firme resolución. Como el destello de un relámpago en la noche revela en un instante cada detalle de un amplio paisaje, así, de un vistazo, me pareció ver cada posible resultado de un acto semejante: el ser descubierto, el ser capturado, la ilustre carrera de mi amigo terminada en un fracaso y una deshonra irreparables, mi propio amigo huyendo a merced del detestable Milverton…


—Por amor de Dios, Holmes, piense en lo que va a hacer —exclamé.


—Mi querido amigo, he barajado todas las posibilidades. Nunca actúo de manera precipitada ni seguiría un derrotero tan arduo y, de hecho, tan peligroso si hubiese otro posible. Examinemos el asunto clara y sinceramente. Supongo que admitirá que el acto es moralmente justificable, aunque delictivo en teoría. Desvalijar una casa no es más que cogerle la cartera por la fuerza…, un acto al que usted estaba dispuesto a ayudarme.


Le estuve dando vueltas en la cabeza.


—Sí —dije—. Es moralmente justificable en la medida en que nuestro propósito es no coger nada excepto lo que es utilizado con fines ilegales.


—Exacto. Puesto que es moralmente justificable, solo he de pensar en la cuestión del riesgo personal. Creo yo que un caballero no debe poner mucho el acento en esto cuando hay una dama desesperadamente necesitada de su ayuda.


—Quedará en una posición muy equívoca.


—Bueno, eso es parte del riesgo. No hay otra manera de recuperar esas cartas. La desdichada no tiene el dinero, y no hay nadie de los suyos en quien pueda confiar. Mañana es el último día de gracia, y, a menos que podamos coger las cartas esta noche, ese bellaco cumplirá con su palabra y la llevará a la ruina. Por lo tanto, debo abandonar a mi cliente a su suerte o jugar esta última carta. Entre nosotros, Watson, ese tal Milverton y yo tenemos un reto deportivo entre manos. Como vio, fue el mejor en el primer encuentro, pero mi amor propio y mi reputación me apremian a luchar hasta el final.


—Bueno, no me gusta, pero supongo que no queda más remedio —dije—. ¿Cuándo empezamos?


—Usted no viene.


—Entonces, usted no va —dije—. Le doy mi palabra de honor —y no la he roto en toda mi vida— de que cojo un coche directo a la comisaría y le delato a menos que comparta esta aventura conmigo.


—No puede ayudarme.


—¿Cómo lo sabe? No puede saber qué puede pasar. De todas formas, he tomado una decisión. Hay otras personas además de usted que tienen su amor propio e, incluso, su reputación.


Holmes me había parecido molesto, pero luego desfrunció el ceño y me dio una palmada en el hombro.


—Bueno, bueno, mi querido amigo, así sea. Hemos compartido el mismo piso durante años, y tendría gracia que terminásemos compartiendo la misma celda. ¿Sabe, Watson? No me importa confesarle que siempre he pensado de mí mismo que podría haber sido un criminal extremadamente eficaz. Esta es mi oportunidad para demostrarlo. ¡Vea esto!


Sacó un cuidado estuche de cuero de un cajón, y, al abrirlo, me mostró varios instrumentos resplandecientes.


—Es un equipo de robo actualizado y de primera, con palanqueta chapada en níquel, un cortacristales con punta de diamante, ganzúas adaptables y todos los últimos progresos que requiere el avance de la civilización. Aquí ve, también, mi linterna sorda. Todo en regla. ¿Tiene un par de zapatos silenciosos?


—Tengo unas zapatillas de tenis con suela de goma.


—Excelente. ¿Y una máscara?


—Puedo hacer dos de seda negra.


—Por lo que veo, tiene una fuerte tendencia natural para esta clase de cosas. Muy bien, haga las máscaras. Tomaremos una cena rápida antes de empezar. Son las nueve y media. A las once iremos hasta Church Row. Hay un cuarto de hora caminando desde allí hasta Appledore Towers. Nos pondremos a la faena antes de medianoche. Milverton duerme profundamente y se acuesta puntualmente a las diez y media. Con un poco de suerte, estaremos de vuelta para las dos, con las cartas de lady Eva en el bolsillo.


Holmes y yo nos pusimos nuestra ropa de etiqueta, para parecer dos aficionados al teatro de vuelta a casa. En Oxford Street cogimos un coche que nos condujo a una dirección en Hampstead. Ahí pagamos el trayecto, y, con nuestros chaquetones abotonados hasta el cuello, porque hacía un frío glacial y el viento parecía que nos traspasaba, caminamos junto al seto.


—Este es un asunto que requiere mucho tacto —dijo Holmes—. Esos documentos están guardados en una caja fuerte del despacho del tipo, y el despacho es la antecámara de su alcoba. Por otra parte, como todos estos hombres robustos y bajitos a los que les van bien las cosas, duerme extraordinariamente bien. Agatha, mi prometida, dice que corre un chiste entre los sirvientes sobre lo difícil que es despertar al señor. Tiene un secretario consagrado a sus asuntos que no se mueve en todo el día del despacho. Por eso estamos yendo de noche. Además, tiene una bestia por perro que vaga por el jardín. Quedé con Agatha tarde las dos últimas noches y encierra con llave al animal para darme vía libre. Esta es la casa, la grande con sus propios jardines. Por la puerta…, ahora para la derecha entre los laureles. Podemos ponernos las máscaras aquí, creo. Ya ve, no hay ni un atisbo de luz en ninguna de las ventanas, y todo marcha de maravilla.


Con nuestros embozos de seda negra, que nos transformaban en dos de las figuras más truculentas de Londres, nos acercamos sigilosamente a la casa silenciosa y sombría. A un lado de esta, se extendía una terraza embaldosada con varias ventanas y dos puertas en ella.


—Ese es su dormitorio —susurró Holmes—. Esta puerta da directamente al despacho. Es la que mejor nos hubiese venido, pero está cerrada a cal y canto, y haríamos demasiado ruido para entrar. Venga por aquí. Hay un invernadero que da a la sala de estar.


Por allí estaba cerrado, pero Holmes cortó un disco de cristal y giró la llave desde dentro. Un momento después, había cerrado la puerta detrás de nosotros, y nos habíamos convertido en dos malhechores a ojos de la ley. El aire denso y cálido del invernáculo y la fragancia intensa y sofocante de las plantas exóticas se nos agarró a la garganta. Cogió mi mano en la oscuridad y me llevó rápidamente por entre hileras de arbustos que nos rozaban la cara. Holmes tenía una singular aptitud, cuidadosamente ejercitada, para ver en la oscuridad. Con mi mano todavía en la suya, abrió una puerta, y tuve la vaga impresión de que habíamos entrado en una amplia habitación en la que se habían fumado un cigarro no mucho antes. Caminó a tientas entre los muebles, abrió otra puerta y la cerró tras nosotros. Al extender la mano, rocé varios abrigos que colgaban de la pared y comprendí que estaba en un pasillo. Lo atravesamos, y Holmes abrió muy despacio una puerta a mano derecha. Algo salió corriendo hacia nosotros y se me puso el corazón en un puño, aunque casi me eché a reír cuando me di cuenta de que era el gato. Había un fuego encendido en esta nueva habitación, y el aire volvía a estar cargado de humo de tabaco. Holmes entró de puntillas, me esperó para que lo siguiera, y luego cerró muy despacio la puerta. Estábamos en el despacho de Milverton, y un portier al otro lado nos indicaba la entrada a su dormitorio.


Había un buen fuego que iluminaba la habitación. Cerca de la puerta vi el reflejo de un interruptor de luz eléctrica, pero no hacía falta encenderla, incluso si hubiese sido seguro. A un lado de la chimenea había una pesada cortina, que cubría el ventanal que habíamos visto desde fuera. Al otro lado estaba la puerta que se comunicaba con la terraza. En el centro se encontraba un escritorio con una silla giratoria de brillante cuero rojo. Enfrente había una librería enorme, con un busto de mármol de Atenea en lo alto. En la esquina entre la librería y la pared estaba la caja fuerte alta y verde, que hacía reverberar la luz de la chimenea con los tiradores de latón pulido de su parte delantera. Holmes cruzó sigilosamente la habitación y la estudió. Entonces se deslizó hasta la puerta del dormitorio y permaneció allí con la cabeza inclinada escuchando atentamente. No llegaba ningún ruido de dentro. Entretanto, se me ocurrió que sería prudente asegurar nuestra retirada por la puerta al exterior, así que la examiné. Para mi sorpresa, ¡no estaba cerrada ni a cal ni a canto! Toqué a Holmes en el brazo, y volvió su máscara en esa dirección. Lo vi sobresaltarse, y era evidente que estaba tan sorprendido como yo.


—Esto no me gusta —susurró tras acercar sus labios hasta mi oído—. No entiendo nada. De todas formas, no tenemos tiempo que perder.


—¿Puedo hacer algo?


—Sí, quédese junto a la puerta. Si oye que viene alguien, eche el cerrojo, y podremos escapar mientras llega. Si vienen por el otro lado, podemos salir por la puerta en caso de haber terminado el trabajo, o escondernos detrás de las cortinas de esa ventana si no. ¿Me sigue?


Asentí y permanecí junto a la puerta. Se me había pasado la impresión inicial de miedo, y ahora me dejaba llevar por un entusiasmo más desbordante de lo que había sentido nunca cuando éramos defensores de la ley en lugar de sus adversarios. Al elevado propósito de nuestra misión, a la conciencia de que era desinteresada y caballeresca, al carácter ruin de nuestro oponente, a todo eso se le añadía el interés deportivo de la aventura. Lejos de sentirme culpable, estaba alegre y exultante por el peligro. Con una sensación de admiración, miraba cómo Holmes desplegaba su estuche de instrumental y elegía la herramienta con la serena y científica precisión de un cirujano que ejecuta una operación delicada. Yo sabía que abrir cajas fuertes era una afición particular que tenía él, y entendía la alegría que le daba enfrentarse con ese monstruo verde y dorado, el dragón que tenía entre sus fauces la reputación de muchas hermosas damas. Tras doblarse las mangas de su chaqueta —había puesto su abrigo en una silla—, Holmes sacó dos brocas, una palanqueta y varias ganzúas. Yo estaba en la puerta central mirando hacia las otras dos, preparado para una emergencia, aunque, en realidad, mis planes acerca de qué debería hacer en caso de ser interrumpidos eran algo imprecisos. Durante una hora Holmes trabajó con mucho empeño, dejando una herramienta, cogiendo otra, manejando cada una de ellas con la fuerza y delicadeza de un mecánico cualificado. Por fin, oí un chasquido, se abrió la gran puerta verde y vislumbré dentro de ella varios fajos de papeles, todos atados, sellados y clasificados. Holmes extrajo uno, pero era difícil leer a la luz trémula del fuego, y sacó su pequeña linterna sorda, porque era demasiado peligroso, con Milverton en el cuarto de al lado, encender la luz eléctrica. De repente, lo vi parado, escuchando atentamente, y luego, en un momento, había cerrado la puerta de la caja fuerte, recogido su abrigo, metido las herramientas en sus bolsillos y se había precipitado detrás de la cortina de la ventana, indicándome que hiciera lo mismo.


Solo cuando me había reunido allí con él, oí lo que había alertado a sus sentidos, más despiertos que los míos. Había ruido en alguna parte dentro de la casa. Se oyó un portazo a lo lejos. Luego un murmullo confuso, mate, rompió en el ruido sordo y cadencioso de unos pasos graves que se acercaban velozmente. Estaban en el pasillo que daba a la habitación. Se detuvieron en la puerta. La puerta se abrió. Hubo un agudo chasquido al encenderse la luz. La puerta se cerró de nuevo, y nos llegó a la nariz el hedor acre de un potente cigarro. Luego los pasos continuaron yendo de acá para allá, de acá para allá, a pocas yardas de nosotros. Al final se oyó cómo crujía una silla, y cesaron los pasos. Luego se oyó chasquear una llave en una cerradura y el crujido de unos papeles.


Hasta ese momento no me había atrevido a mirar fuera, pero ahora entreabrí despacio la abertura de las cortinas y miré a través de ella. Por la presión del hombro de Holmes contra el mío, supe que estaba, como yo, al acecho. Directamente enfrente de nosotros, y casi a nuestro alcance, estaba la espalda ancha y encorvada de Milverton. Era evidente que habíamos errado en lo referente a sus horarios, que nunca había estado en su dormitorio, sino que había estado en vela en algún salón destinado al tabaco o al billar en el ala más alejada de la casa, cuyas ventanas no habíamos visto. Su enorme cabeza entrecana, con su reluciente calva, estaba en el primer término inmediato de nuestra visión. Se estaba reclinando más en la silla de cuero rojo, con las piernas extendidas y un largo cigarro negro que sobresalía oblicuo de su boca. Llevaba puesta una chaqueta holgada de estilo militar, de color burdeos, con cuello de terciopelo negro. En su mano sostenía un extenso documento legal, que estaba leyendo apáticamente, mientras hacía anillos de humo con los labios al mismo tiempo. No había indicios de que fuera a marcharse muy pronto, dadas la calma de su comportamiento y la comodidad de su postura.


Sentí que la mano de Holmes se acercaba sigilosamente a la mía y que me la apretaba para serenarme, como si me dijera que tenía controlada la situación y que estaba tranquilo. Yo no tenía claro si había visto lo que solo era evidente desde mi posición, que la puerta de la caja fuerte no estaba perfectamente cerrada, y que Milverton podía verlo en cualquier momento. Pensé para mí que, si el hombre lo descubría, yo saldría de un salto, le echaría mi chaquetón por encima de la cabeza, lo sujetaría de esa manera y le dejaría el resto a Holmes. Pero Milverton ni tan siquiera levantó la mirada. Los papeles de su mano le interesaban de manera indolente, y pasaba página tras página mientras seguía la argumentación del abogado. Al menos, pensé, cuando se haya terminado el documento y el cigarro, se irá a su habitación, pero antes de que hubiese alcanzado el final de ninguno de los dos, se produjo un notable giro que desvió nuestros pensamientos hacia otros derroteros.


Había observado que Milverton había mirado su reloj varias veces, y que una de estas se había levantado y sentado de nuevo con un gesto de impaciencia. Y, a pesar de todo, la idea de que pudiera tener una cita a una hora tan insólita nunca se me pasó por la cabeza hasta que llegó a mis oídos un débil sonido desde la terraza de fuera. Milverton dejó caer los papeles sobre la mesa y se enderezó en su asiento. Se repitió el sonido, y luego se oyó un leve golpeteo en la puerta. Milverton se levantó y la abrió.


—Bien —dijo secamente—, llega casi media hora tarde.


Así que esa era la explicación de la puerta sin cerrar y la noche en vela de Milverton. Se oía el leve roce de un vestido de mujer. Había cerrado el resquicio entre las cortinas cuando el rostro de Milverton se había vuelto en dirección a nosotros, pero ahora me arriesgué a abrirlas de nuevo con mucho cuidado. Había regresado a su silla, con el cigarro que sobresalía oblicuo e insolente de la comisura de sus labios. Enfrente de él, bajo el foco de la luz eléctrica, había una mujer alta, esbelta, morena, con un velo sobre la cara y una capa cerrada en torno a su barbilla. Su respiración se aceleró agitada, y cada ápice de la elegante figura se estremecía por una intensa emoción.


—Bueno —dijo Milverton—, me ha hecho perder un buen rato de descanso nocturno, querida. Espero que resulte provechoso. No podía venir en otro momento…, ¿verdad?


La mujer negó con la cabeza.


—Bueno, si no ha podido, pues no ha podido. Si la condesa ha sido una jefa dura con usted, ahora tiene la oportunidad de ponerse a su altura. Pobre chica, pero ¿qué manera de temblar es esta? ¡Eso es! ¡Recobre la compostura! Ahora, pasemos al negocio.


Cogió una nota del cajón de su escritorio.


—Dice que tiene cinco cartas comprometedoras para la condesa d’Albert. Usted quiere venderlas. Yo quiero comprarlas. Hasta aquí bien. Solo queda poner un precio. Por supuesto, querría inspeccionar las cartas. Si de verdad son buenos ejemplares… Cielo santo, ¿es usted?


Sin decir una palabra, la mujer se levantó el velo y dejó que cayera la capa de su barbilla. El rostro que se enfrentaba a Milverton era moreno, atractivo, de facciones marcadas, un rostro de nariz aquilina, cejas pronunciadas y oscuras que ensombrecían unos ojos duros y brillantes, y una boca de labios rectos y finos en la que se dibujaba una peligrosa sonrisa.


—Soy yo —dijo—, la mujer a la que le ha arruinado la vida.


Milverton se rió, pero había un temblor de miedo en su voz.


—Fue usted pero que muy obstinada —dijo—. ¿Por qué me hizo llegar a tales extremos? Le aseguro que no le haría daño a una mosca por propia voluntad, pero todo hombre tiene su oficio, ¿qué puedo hacer yo? Ajusté el precio a sus medios. No quiso pagar.


—Así que le envió las cartas a mi marido y a él, el caballero más noble que haya existido nunca, un hombre al que nunca le he llegado ni a la suela de los zapatos, a él se le rompió su generoso corazón y murió. ¿Recuerda la última noche? ¿Cuando crucé esa puerta y le rogué y supliqué piedad, y se rió en mi cara como está tratando de reírse ahora? Solo que ahora con ese corazón de cobarde que tiene no puede evitar que le tiemblen los labios. Sí, creyó que no me volvería a ver nunca más, pero fue la noche que me mostró cómo podía reunirme con usted cara a cara y a solas. Bueno, Charles Milverton, ¿tiene algo que decir?


—Ni se le pase por la cabeza que puede intimidarme —dijo poniéndose en pie—. Solo tengo que alzar la voz para llamar a mis criados y que la arresten. Pero seré comprensivo con su lógica indignación. Abandone la habitación enseguida como ha venido y no diré nada.


La mujer se quedó con la mano metida en su pecho y la misma sonrisa letal en sus finos labios.


—No arruinará más vidas como arruinó la mía. No destrozará más corazones como destrozó el mío. Voy a liberar al mundo de algo venenoso. ¡Toma eso, perro, y eso! ¡… y eso! ¡… y eso!


Había sacado un revólver pequeño y brillante, y vació el cargador, bala tras bala, en el cuerpo de Milverton, con la boca del cañón a dos pies de la pechera de su camisa. Él retrocedió y luego se cayó boca abajo encima de la mesa, tosiendo convulsivamente y arañando la madera entre los papeles. Entonces, otra vez de pie, se tambaleó, recibió otro disparo y rodó por el suelo.


—Ha acabado conmigo —exclamó y se quedó quieto.


La mujer lo miró atentamente y le clavó el tacón en la cara boca arriba. Lo volvió a mirar, pero no hizo sonido o movimiento alguno. Oí un claro roce, el aire nocturno se metió de golpe en la caldeada habitación y la vengadora se marchó.


Que interviniésemos no hubiese podido salvar a ese hombre de su destino, pero, como la mujer descargaba bala tras bala en el cuerpo contraído de Milverton, estuve a punto de saltar, hasta que sentí cómo me agarraba la mano fría y fuerte de Holmes la muñeca. Comprendí la razón de ese apretón firme y disuasivo: que no era asunto nuestro, que se le había hecho justicia a un bellaco, que teníamos nuestros propios deberes y nuestros propios fines que no debíamos perder de vista. Pero, en cuanto la mujer salió corriendo de la habitación, Holmes, a paso veloz y silencioso, estaba ya en la otra puerta. Giró la llave en la cerradura. Al mismo tiempo, oímos voces en la casa y el ruido de unos pies que se apresuraban. Los disparos del revólver habían despertado al servicio. Con absoluta frialdad, Holmes se deslizó hasta la caja fuerte, se llenó los brazos con montones de cartas y las echó todas al fuego. Lo hizo una y otra vez, hasta que la caja quedó vacía. Alguien giró la manilla y dio golpes al otro lado de la puerta. Holmes miró rápidamente a su alrededor. La carta que había sido el heraldo de la muerte para Milverton se encontraba, toda salpicada de sangre, encima de la mesa. Holmes la lanzó entre los papeles en llamas. Entonces sacó la llave de la puerta al exterior, pasó por ella tras de mí y cerró por fuera.


—Por aquí, Watson —dijo—, podemos escalar la tapia del jardín por este lado.


No podía creerme que se hubiese propagado la alarma de manera tan rápida. Al mirar atrás, la enorme casa resplandecía con todas las luces encendidas. La puerta de la entrada estaba abierta, y bajaban corriendo unas formas humanas por el camino de acceso a la casa. Todo el jardín estaba lleno de gente, un tipo voceó cuando salimos de la terraza, y nos siguieron muy de cerca. Holmes parecía conocerse el jardín a la perfección y se abrió paso velozmente por una arboleda de árboles pequeños, yo pegado a sus talones, y el resuello del primero de nuestros perseguidores a nuestras espaldas. Una tapia de seis pies nos cortaba el paso, pero saltó hasta arriba y la superó. Cuando hice lo mismo, sentí cómo la mano del hombre de detrás trataba de agarrarme el tobillo, pero le di una patada para soltarme y pasé por encima de un remate sembrado de cristales. Caí de cara entre unos arbustos, pero Holmes me levantó en un momento, y salimos corriendo a través de la enorme extensión de Hampstead Heath. Habíamos corrido dos millas, supongo, antes de que Holmes, por fin, se detuviera y escuchara con atención. Solo había un absoluto silencio detrás de nosotros. Les habíamos dado esquinazo a nuestros perseguidores y estábamos a salvo.


 


Habíamos desayunado y estábamos fumando nuestra pipa matutina el día siguiente a la singular experiencia de la que he dejado constancia cuando el señor Lestrade, de Scotland Yard, muy solemne y formal, se presentó en nuestro humilde salón.


—Buenos días, señor Holmes —dijo—, buenos días. ¿Le importaría que le pregunte si se encuentra muy ocupado en este mismo momento?


—No tanto como para no escucharle.


—He pensado que, tal vez, si no tuviera nada en concreto entre manos, podría ayudarnos en un caso muy singular que sucedió ayer mismo por la noche en Hampstead.


—¡Madre mía! —dijo Holmes—. ¿Qué ha pasado?


—Un asesinato…, un asesinato muy dramático y singular. Sé lo brillante que es usted para estas cosas, y vería como un gran favor si pudiera acercarse a Appledore Towers y darnos alguno de sus provechosos consejos. No es un crimen ordinario. Habíamos puesto los ojos en el tal señor Milverton desde hacía algún tiempo, y, entre nosotros, era algo bellaco. Era conocido por conservar documentos que utilizaba para chantajear a la gente. Todos esos documentos han sido quemados por los asesinos. Puesto que no se llevaron ningún artículo de valor, es probable que los criminales fueran personas de buena posición, cuyo único objetivo fuera impedir un escándalo.


—¡Criminales! —dijo Holmes—. ¡En plural!


—Sí, había dos. Por muy poco no fueron cogidos in fraganti. Tenemos las huellas de sus zapatos, tenemos su descripción: diez a uno que los encontramos. El primero de ellos era muy ágil, pero al segundo lo atrapó el ayudante del jardinero y solo escapó tras un forcejeo. Era de estatura media, de constitución fuerte…, mandíbula cuadrada, ancho de cuello, bigote, una máscara sobre los ojos.


—Eso es bastante impreciso —dijo Sherlock Holmes—. Vaya, ¡que podría ser la descripción de Watson!


—Pues es verdad —dijo el inspector, con una gran sonrisa—, podría ser la descripción de Watson.


—Bueno, me temo que no puedo ayudarle, Lestrade —dijo Holmes—. Lo cierto es que conocía a ese tal Milverton, que lo consideraba uno de los hombres más peligrosos de Londres, y que creo que hay ciertos crímenes que no están al alcance de la ley y, que, por tanto, hasta cierto punto, la venganza privada está justificada. No, es inútil hablar de ello. Ya lo he decidido. Mis simpatías se encuentran antes con los criminales que con la víctima, y no puedo encargarme de este caso.


 


Holmes no me había dicho ni una palabra sobre la tragedia de la que habíamos sido testigos, pero observé que estuvo toda la mañana muy pensativo, y me dio la sensación, por su mirada perdida y su comportamiento distraído, de un hombre que se empeña en hacer memoria. Estábamos en mitad de la comida cuando, de repente, se puso en pie de un salto.


—Cielos, Watson, ¡lo tengo! —exclamó—. ¡Coja su sombrero! ¡Venga conmigo!


Corrió a toda velocidad Baker Street abajo y por Oxford Street, hasta que casi habíamos llegado a Regent Circus. Aquí, a mano izquierda, había un escaparate lleno de fotografías de las celebridades y bellezas del momento. La mirada de Holmes se detuvo en una de ellas, y, al seguir sus ojos, vi el retrato de una dama regia y sublime con vestido de corte, con una gran diadema de diamantes en su noble cabeza. Contemplé esa nariz de delicada curva, las cejas marcadas, la boca recta y la fuerte barbilla debajo. Entonces se me cortó la respiración al leer el título inmemorial del insigne noble y hombre de Estado de quien había sido mujer. Mis ojos se encontraron con los de Holmes, y se puso un dedo sobre los labios mientras le dábamos la espalda al escaparate.

Los vientos







Rodrigo Casas llegó a la ciudad cuando tenía dieciséis años. Recorriendo el barrio, lo primero que atrajo su mirada de ojos marrones fue el local antiguo, casi prismático y solitario del almacén. Ocupaba la esquina con sus frisos esmeradamente moldeados, el alero de tejas, las ventanas abiertas a cada una de las calles, y la puerta enorme de dos hojas de hierro y vidrio. Desde las baldosas subía por la pared una capa verde de moho.

     Sobre el umbral había un perro con signos inconfundibles de sarna, y a su lado un hombre de cuarenta y pico de años, sentado con la cara entre las manos. La cortina de flecos se balanceaba con la brisa de aquel mediodía.
     -Busco habitación, señor. ¿Sabe donde hay alguna disponible?- Le preguntó.
     El otro se puso a mirarlo antes de contestar. Rodrigo notó la barba abundante y canosa, el cabello escaso y encrespado. El abdomen le ajustaba el delantal. Había un cartel en la puerta, encima del perro acurrucado y dormido.
     “Se necesita ayudante”, decía. Y arriba de todo leyó: “Nuevo almacén, de Francisco Costa.”
     -Si querés, te doy un cuarto y un laburo. ¿De dónde venís?
     -De Tandil, señor Costa.
     -Entrá que te muestro el negocio.
     Rodrigo iba a tocar al perro, pero un “¡no!”  ronco del hombre lo asustó.
     -Mejor no lo toqués, solamente le vas a dar de comer. Otra cosa... -le dijo señalando la vieja construcción al lado del local. - ... no entrés allí, se va a venir abajo en cualquier momento.
     Entonces el chico miró aquella casona sin terminar, construida hasta el primer piso y con los pilares del segundo apuntando al cielo.
     El negocio adentro estaba oscuro. Tenía dos hileras de mostradores dispuestos en forma de ele. Detrás había estantes llenos de cajas de galletas, latas de aceite y bolsas de harina.
     -Necesito a alguien que me reemplace cuando voy al mayorista o hago trámites. También para la reposición. ¿Entendés? Vas a ser mi mano derecha. Vení que te llevo a tu habitación. Aquí está el baño, ése es mi dormitorio y éste el tuyo.
     El cuarto parecía haber sido habitado por un niño. Había una cama bajo la ventana y un armario con ropa vieja y apolillada. El olor a naftalina y a humedad era casi irrespirable. En un rincón, había un baúl con tantos juguetes como los que podrían acumularse durante toda una infancia. Costa se quedó parado mientras Rodrigo exploraba su nueva habitación.
     -Para mañana voy a sacar estas cosas. Eran de mi hijo, ¿sabés? Ahora tendría tu edad.- Después cerró la puerta, y Rodrigo se desnudó para descansar un rato.
     No supo cuánto tiempo estuvo dormido, pero el aullido del perro lo despertó lentamente. Estaba oscuro ya, y debían ser casi las nueve de la noche. Salió al pasillo, se lavó la cara en el baño y, viendo la puerta abierta del dormitorio de Costa, se decidió a entrar. La ventana daba al terreno vecino, donde el perro aullaba subido a una montaña de escombros, con el hocico y la mirada ciega dirigida hacia las ruinas de la casona.
     Luego vio a Costa entrando a ese lugar, aun contra su propio consejo, hasta situarse junto al perro. Hombre y perro caminaron juntos hacia las paredes derruidas, penetrando en la oscuridad, y todo pareció hundirse en el silencio.
     Rodrigo se puso a buscar algo de comer en la cocina. La heladera guardaba dos botellas de vino, un poco de jamón y dos trozos de carne. Cocinó la carne, preparando todo para cuando volviera su patrón. A las doce de la noche se había adormecido, con los brazos apoyados sobre la mesa. De pronto sintió que el perro le tocaba una pierna para despertarlo, apenas rozándolo, precavido y sumiso, como si conociera su enfermedad y temiera contagiarlo. Costa llegó después y le acarició la cabeza.
     -A la cama, viejo. Mi querido niño.- Rodrigo estaba soñoliento, y más tarde no pudo recordar si había escuchado realmente aquella frase o si sólo la había soñado.

     El trabajo no era demasiado duro. Los vecinos comenzaron a conocerlo, a tratarlo de una manera tan amistosa que al principio lo sorprendió. Era verdad que cumplía con su trabajo, se levantaba temprano y era educado con la gente. Pero aquella amabilidad rozaba casi en la melancolía, como si todos lo conocieran de antes.
     -La gente te quiere.- Le decía Costa.- Aprecia a los buenos pibes. El mío era así, todos lo querían. Iba en bicicleta a todas partes, y los vecinos lo saludaban a los gritos. Su madre se murió cuando él era un bebé todavía, y creo que por eso le tenían lástima.
     -¿Qué le pasó a su hijo?- Preguntó, mientras volcaba la harina en un frasco, y el polvillo se quedó congelado en el aire, suspendido, esperando también una respuesta que no llegó.
     El perro se puso a aullar a la misma hora de todas las noches. Los dos miraron afuera. La luz de las nueve era escasa. Costa, apurado, se fue a la calle. Rodrigo decidió seguirlo. Durante todo un mes lo había visto hacer lo mismo, y ya no pudo resistir la curiosidad.
     La silueta oscurecida y algo encorvada de Costa entró a través de los restos de la pared de la casa, seguido por el animal. El chico fue tras ellos lo más sigilosamente posible,  tropezando sin embargo con las maderas y los ladrillos amontonados por años. Entró por la misma abertura y vio la escalera que llevaba al primer piso, donde el otro, llorando, le hablaba a una sombra proyectada en la pared. Una figura de forma imprecisa, que podía venir de cualquier puerta, ventana o resto de esa casa que había perdido su forma original, o que jamás la había tenido. La luz de la calle o de la luna cayendo sobre las ruinas era impredecible y caprichosa. La figura de la pared no se movía. Sólo Costa y sus labios lo hicieron, hablando sin parar durante media hora. El perro gemía muy bajo, como si no quisiera interrumpir a su dueño.
     Rodrigo supo después, preguntando a los clientes, a las viejas vecinas del barrio que conocían toda la vida de sus habitantes, que el animal había sido la mascota del hijo de Costa. Ambos recorrían las calles del barrio bajo el sol del verano, mientras el padre, joven aún, sin barba y más delgado, los observaba desde la puerta del almacén. Hasta aquella noche en que la casona se derrumbó aplastando al niño, que con sus cortas piernas había intentado escapar inútilmente en su bicicleta.

     Una mañana, muy temprano, Rodrigo escuchó unos ruidos. Era Costa, duchándose y afeitándose antes de la hora habitual.
     -Te necesito temprano hoy. Encargáte del negocio, tengo que recibir a los albañiles.
     A las siete y media llegó el camión con el material al terreno de al lado. Durante los siguientes días, Rodrigo se escabulló en cada momento libre para mirar la construcción, en realidad la conclusión de la casa. No sabía que Costa era su dueño.
     -Compró el terreno hace cinco años en un remate judicial.- Le dijo la vecina de enfrente.
     -¿Y por qué quiere terminarla?- Preguntó el muchacho mientras cortaba la horma de jamón sobre un celofán y lo envolvía con papel madera.
     -Si no lo sabés vos, querido... - Le contestó la vieja.-¿Veinte centavos, no?- Y mientras ella le pagaba, él se quedó pensando.
     Durante las siguientes noches, la vitalidad y el ruido de los días contrastaba de una forma extraña con el silencio abrupto de la oscuridad. Ambos lo sabían. Comiendo con lentitud, esperaban la hora en que el perro aullara para ir a la casa.
     -¿Querés acompañarme?- Lo invitó Costa una noche.
     Dejaron las luces de la cocina encendidas y la puerta abierta. La vereda solitaria ocultó sus pasos hasta el terreno. El animal los seguía débil, con un gemido asmático. Subieron la escalera de madera, y Costa apoyó su brazo derecho sobre los hombros del chico. En el descanso del primer piso vieron otra vez aquella sombra quieta e informe. El perro aullaba más fuerte. El polvo de cal y el aserrín de los trabajos del día no se habían asentado del todo, flotando en la luz escasa que entraba de la calle. Pero la sombra seguía silenciosa, y Costa murmuró.
     -Escuchá, ¿entendés lo que dice?
     Rodrigo no esuchaba nada, por más que forzara su atención. Un minuto después la sombra comenzó a girar sin detenerse. A veces rápido y otras con más lentitud.
     -¡Está dando vueltas en la bicicleta alrededor de la casa!- Gritó Costa, agarrando a Rodrigo del brazo, casi arrastrándolo hacia una ventana.
     -¿Lo ves?- Y lo que vieron fue una sombra girando por el terreno. Algo o alguien dando vueltas al ritmo del viento, que se había levantado pocos minutos antes.
     -Vive acá, y por eso le construyo la casa.
     Rodrigo le creyó, espantado y con el alma asomándole por la garganta.
     A la mañana siguiente, habló con Costa.
     -Tengo miedo, esto no me gusta.
     -Quedate hasta que termine la casa. Unos meses. Te prometo conseguirte el local para la panadería que querés instalar.
     Accedió porque lo trataba como a un niño, y le gustó volver a sentirse un bebé o un chico que disfrutaba del mundo. Desde ese día hablaron poco, y Costa ya no permanecía allí más que para dormir. El joven Casas, como empezaron a llamarlo los clientes, sustituyó a su patrón en todas sus tareas. Se encargó del negocio y hasta pudo compensar las pérdidas generadas por la construcción. Sin embargo, todos preguntaban por Costa, a pesar de verlo cada día en el terreno, escuchándolo hablar con los obreros en una voz férrea pero cansada.

     La obra se terminó en cinco meses, y finalmente todo el barrio pudo ver la casona levantándose con sus dos pisos hacia el cielo, como queriendo alcanzarlo.
     Y eso fue lo que les dijo a los vecinos, cuando los albañiles se fueron y la cerca de madera ya estaba construida alrededor del jardín. La gente, asombrada, cruzaba la calle para observarla desde enfrente: Los ventanales y balcones, las terminaciones de madera tallada, los tejados complejos. Le preguntaban qué iba a hacer él solo con esa casa.
     -Para Guille.- Contestó.- Para que guarde su bicicleta y descanse.
     La gente se retiró en silencio. Algunos murmuraron, y alguna antigua vecina le palmeó la espalda, como consolándolo. Pero para Rodrigo no había espacio ni necesidad de consuelo. El rostro de Costa mostraba felicidad, sin esa melancólica sonrisa con que lo había conocido.
     Desde la puerta del almacén, desde esa esquina ahora calcinada por el sol del mediodía, con un pantalón gris, sin camisa y el delantal que su patrón le había regalado, Rodrigo caminó hasta la vereda. El perro seguía acostado en la puerta del negocio.
     -Hermosa, tanto como una mujer bella, ¿no es cierto?
     Costa se rió.
     -Es verdad.- Y se quedaron contemplando la casa, la misma que iba a ser habitada por un niño muerto.
     -Me creen loco, me parece.- Dijo después.
     Sintieron que algo los cegaba, intermitentemente, una luz intensa que daba vueltas en el cielo a pleno día. Se restregaron los ojos, cubriéndose la vista del sol con las manos. Pero aquel reflejo siguió molestándolos. De pronto, Costa corrió hacia el jardín, y parecía buscar algo por todos lados, como si esperase ver al niño apareciendo desde algún rincón con su bicicleta. Y por un instante también Rodrigo lo esperó. Por lo menos hasta descubrir la veleta que giraba con la brisa, la oxidada rosa de los vientos empotrada diez años antes en una esquina del segundo piso,  y olvidada desde entonces.
     Rodrigo no lo pensó más, simplemente lo hizo porque la figura ridícula de Costa, allí aguardando desesperado, le resultaba insoportable. Agarró un cascote de los tantos desparramados en el suelo y lo arrojó hacia la casa. La piedra le pegó a la veleta, que de tan vieja cayó dócilmente en el jardín.
      El reflejo desapareció. Costa ya no tenía aquel brillo, aquel pedazo de sol girándole en la cara, y se quedó mirando al molinete inerte sobre el pasto.





viernes, 30 de agosto de 2024

La construcción





 Walter le dijo a su mujer que se acercara, y le extendió la mano mientras sus ojos seguían fijos en un punto lejano e impreciso. Griselda miraba hacia todos lados buscando el objeto que lo atraía, algo muy alto a juzgar por su mirada, absorta, clavada en el cielo.

     Ella saltó la cerca con cuidado; el embarazo le provocaba náuseas repentinas. Walter la tomó de los hombros y le acarició la nuca de cabellos rojos. El frío de ese otoño ya se había asentado definitivamente a las seis de la tarde, y la luz iba decreciendo.
     -¡Mirá, mirá allá!- Dijo él de pronto, señalando hacia arriba, detrás de las casas bajas, los edificios de tres pisos y los árboles frondosos. La brisa movía las ramas y las hojas volaban hasta aquel terreno. El lote enorme y desierto, un baldío desolado vecino al almacén de Costa.
     -¿Qué ves?- Preguntó ella.
     -La catedral. Ponete en puntas de pie.
     Entonces Griselda se apoyó en los hombros de su esposo y él la alzó de la cintura.
     -¡Qué vista, por Dios!- Dijo sonriendo extasiado, con una alegría que ella había visto pocas veces.-¿No es hermosa? El triunfo de la arquitectura, la fusión perfecta de arte y técnica.
     Ella le golpeó el pecho con suavidad, golpecitos bruscos e inocentes que siempre le daba cuando no quería soltarla.
     -Bajame, que estoy mareada. ¿Mañana vienen los obreros?
     Walter los esperaba con ansia, ya no podía perder más tiempo. La construcción de la casa iba a llevarle por lo menos seis meses. Hablaron de los planos aún inconclusos, de cuántos cuartos iban a tener, del color que ella refería las paredes, de qué árboles plantarían en el jardín. A veces Griselda se callaba, abrumada o sobrepasada por el ímpetu y los conocimientos de su esposo.
     Salieron del terreno cubierto por pasto espeso, tréboles y arbustos salvajes crecidos en el abandono. Era de noche y en toda la cuadra había sólo una casa, el local del “Nuevo almacén”, con su farol iluminando la esquina, balanceándose en la brisa nocturna.
     Se acostaron al llegar al departamento, pero Walter no durmió. Las ideas llegaban sin pausa, su mente no era capaz de detenerse. Algo o alguien le enviaba esas imágenes, esos planos que sí o sí tenía que dibujar. Por eso se levantaba todas las noches para sentarse frente al tablero y hacer, bajo una lámpara débil, aquellos bosquejos indescifrables, caóticos, que muchas veces lo habían asombrado al verlos con la exquisita crueldad de la luz de la mañana.
     Esa noche revisó los planos, comparando los distintos esbozos hechos meses antes, y vio que las medidas y proporciones no coincidían. Era necesario utilizar el patrón universal propuesto por Le Corbusier hacía mucho tiempo.
     Eran las seis de la mañana. Abrió las cortinas pensando en el camión que en ese momento debía salir del corralón de materiales.
     -¡Griselda, levantate!- Gritó desde el baño. El sonido del agua, del cepillo de dientes y el rechinar de la puerta la despertaron.
     -Haceme un café, tengo mil cosas que preparar antes de irme.- Después de abrocharse la camisa y el pantalón, enrolló los planos. Se calzó los mocasines escondidos bajo la cama y fue a la cocina.
     Griselda servía las tazas con los ojos entrecerrados y una lentitud exasperante.
     -¡El plexo solar, mi amor, el plexo solar!- Decía él mientras tomaba su café con leche.
     Después agarró las cosas con mucho apuro y salió de la casa con expresión de euforia, como un nuevo Arquímedes en el umbral de la gran revelación.
     -¿Pero qué es eso, querido?- Le preguntó ella desde la puerta, mientras lo veía subir al coche.
     -La mitad de la altura de un hombre con los brazos extendidos.- Y se paró bajo el sol de la mañana estirando los brazos al cielo, el casco en la cabeza, los anteojos ocultando el color de sus ojos, y una barba que lo protegía del frío.

     -¿Me entiende?- Le preguntó más tarde al capataz, tratando de explicarle las nuevas normas para la construcción.
     -Diga, nomás, y nosotros lo hacemos. La casa la paga usted.- Contestó el hombre.
     Así fue cómo se inició la jornada en que comenzaron a fijar los cimientos en el foso. La máquina excavadora cortó el tránsito por dos horas, demoliendo la cerca que separaba la vereda del baldío. Los vecinos observaron toda la tarde, y los chicos, al volver de la escuela, se sentaron a mirar el trabajo de la topadora.
     Cuando Griselda llegó a las cuatro, vio a Walter conduciendo la máquina. Ignoraba, como tantas otras cosas que había descubierto últimamente, que él era capaz de manejarla. La saludó agitando un brazo, sonriendo emocionado como un niño al volante. Se había quitado el casco; el cabello encrespado estaba revuelto y sucio. Se detuvo y bajó de la máquina. Tenía olor a sudor en la camisa, un olor a tierra seca y a cal.
     -Soy un dios, Griselda, soy el dios de este barrio.- Los planos se les cayeron de las manos.

     Una semana después los pilares y el piso estaban terminados. Era un sábado. La mitad de los albañiles tenía franco. A las once de la mañana la gente rodeaba el perímetro de la construcción. Los obreros parecían hombres-máquinas creando un mundo nuevo, que Walter dirigía desde la cima. Ahora que la obra avanzaba, ya podía ver la catedral sin esforzarse para levantar la mirada.
     -¿Cómo va todo?- Le preguntó Costa, el almacenero, una tarde, cuando ya se habían ido casi todos. Tenía una mano sobre la frente a manera de visera, y con la otra sujetaba del brazo a su hijo de seis años.
     -¡Perfectamente!- Contestó Walter.
     -¡Parece Hércules, amigo mío! ¡Hércules en el Olimpo!- Gritó Costa.
     Walter se arremangó la camisa mostrando sus músculos, y entonces algo ocurrió. Nadie supo cómo se inició, ninguno estaba prestando atención. Todavía brillaba el sol, y nada parecía anunciar preocupación o desgracia. De pronto, la plataforma se vino abajo. El piso nuevo y cuatro pilares se derrumbaron, destruyendo el sótano. Una polvareda se levantó junto al estruendo ensordecedor y los gritos. Los vecinos se dispersaron con espanto. Algunos se atrevieron a entrar al terreno, mientras otros apartaban a los niños hacia la vereda de enfrente. Un hormiguero de gente nueva salió de sus casas. El polvo seguía subiendo, hasta detenerse en una nube suspendida, que fue asentándose otra vez con mucha lentitud. Sólo el rumor de gritos aislados pudo escucharse durante un largo rato. Los bomberos llegaron, la policía y las ambulancias empezaron a rodear lo que hasta ese instante había sido la cuadra más apacible de la ciudad.
     Entre los escombros oyeron un llamado, la voz del arquitecto hablándoles a los bomberos como salvadores del infierno.
     -¡Rápido, puedo verlos desde acá, debajo de esta columna!- Decía Walter con un gemido débil.
     Griselda lo encontró en el hospital con una pierna enyesada y una sonrisa extraña. Se abrazaron estrechamente, sin decirse nada.

      La construcción se había retrasado casi tres meses, y decidió abandonar el hospital sin permiso.
     -He sobrevivido.- Fue lo único que le dijo a su mujer y a los médicos.
      Al regresar a la obra, revisó los destrozos y pidió lápiz y papel para hacer nuevos bosquejos. En la mañana vinieron los albañiles, y fue con cada uno a todos los sectores de la obra, para explicarles en detalle el retiro de los escombros y las modificaciones.
     -Hola Costa, aquí estoy de nuevo.- Le dijo al ver a su vecino que abría el negocio a las nueve de la mañana. Los chicos de la escuela cruzaron la calle, asustados por el recuerdo del desastre.
     -Está loco, Walter. Arquitecto o no, está loco al seguir con esto.
     -Puede ser, pero los dioses deben estarlo para ser dioses. Sino, nada podría ser creado.- Costa le hizo entonces un gesto obsceno, y Walter se rió.
     Cuando habían ya pasado dos meses más y la planta baja y el primer piso estaban casi terminados, Griselda fue a ver la obra, caminando entre los montones de ladrillos y maderas.
     -Subí, mirá la vista desde acá.
     -Ya voy, Walter.- Pero a ella le costaba subir la escalera estrecha y frágil, aunque los andamios no le causaban temor, como si la voluntad vertiginosa de su marido se le hubiese contagiado.
     -Somos dos creadores, mi amor. Vos tenés al niño, lo estás haciendo día a día. ¿Y yo? Mirá esto.
     Puso los planos contra el sol del atardecer, frente a la pared aún inconclusa del primer piso abierta a la calle y los tejados de las otras cuadras. El papel se transparentó, y ella pudo ver la forma de la casona que su marido se había propuesto construir. Siguió con la mirada la mano de Walter, que señalaba al sol, su halo rojizo ocultándose detrás del mundo, y vio la catedral. Escuchó las piedras de la iglesia, olió el incienso, saboreando el aroma en su garganta como una hostia.
     -Estirá los brazos.- Le dijo, y cuando lo hizo, él se arrodilló, para medir el alto de su cuerpo desde el piso hasta por debajo de sus pechos.
     -La medida exacta. La casa estará construida con la medida de tu cuerpo.

     Dos días después, se sintió preocupado por extraños sueños, sin relación alguna con sus proyectos. Había visto dos pequeñas alas, y se le ocurrió que la casa necesitaba dos salones simétricos a cada lado. El primer lunes hizo derribar las paredes externas. El capataz se opuso al principio a aquellos cambios.
     -Esto no es la catedral de La Plata, arquitecto.
     Entonces Walter lo golpeó. No supo por qué lo hizo. El tipo era viejo y habría cedido fácilmente con dos palabras amables. Pero le dio un puñetazo que lo derribó aturdido, mientras Walter lo miraba sereno y omnipotente. Los pilares del segundo piso se alzaban a su lado como espigas florecientes, rodeados por las bocinas de los autos y el frío del invierno. Ya nadie se atrevió a negarle algo.
     -Tiren las paredes. Vamos a construir las alas periféricas.- Ordenó.
     A partir de aquella mañana, el martilleo pudo escucharse cada día por todo el barrio, hasta casi las diez de la noche. Retumbaba por las calles desde aquel centro iluminado por lámparas lúgubres, ese esqueleto que cada vez que se movía provocaba el pánico. Y una noche, a las nueve y cincuenta minutos, se oyó un nuevo estruendo que trajo a la memoria el anterior, como un recuerdo recreándose en la realidad. Por eso algunos no se asustaron enseguida. Luego, al ver la polvareda rojiza en el aire de la noche, el olor a cal y ladrillos inundando la calle y las ventanas de las casas, salieron a maldecir al arquitecto, creador de ese monstruo que él llamaba su futuro hogar.
     A las nueve y cuarenta y ocho, el hijo de Costa había salido con su bicicleta. Un minuto después, atravesaba el baldío que siempre le evitó hacer dos cuadras de más. El derrumbe de los costados de la casa no tomó en cuenta la corrida del niño, el hijo de seis años del almacenero de la esquina. Las paredes cayeron sin piedad sobre todo lo que estaba en su camino.
     Una sirena sonó de pronto, pero las ambulancias llegaron tarde. Los vecinos, como sombras en piyamas, poblaron la calle con palabras de castigo y deshonor. Los focos del autobomba iluminaron la zona. Por todas partes había polvo rojo y blanco, obstruyendo la boca y la nariz de la gente. Buscaron a Walter y a los cinco obreros.
     Costa apareció en la puerta del negocio en calzoncillos, agitado, sujetándose al marco como si lo necesitase para mantenerse en pie. El pecho hirsuto se balanceaba como el de un asmático en el límite de la vida.
     -¡Guille!- Gritó, corriendo por la vereda, mientras miraba el desastre y la casona iluminada por los faroles de los autos.
     -¡Acá hay otro!- Se avisaban los bomberos unos a otros, y cada diez o quince minutos rescataban a un hombre. Pero no hallaron a Walter.
     -Estaba en el otro lado del edificio.- Dijeron los que creían haberlo visto correr en el último instante hacia ese sector sin motivo. Entonces fueron hasta el ala izquierda, la más cercana al almacén.
     -¡Guille!- Costa entró al terreno, al escenario del derrumbe y la sangre de cuerpos mutilados. La gente lo miraba ir de un lado a otro como loco.
     Los escombros fueron retirados ladrillo por ladrillo durante toda la noche. Las últimas vigas fueron removidas cerca de las seis de la mañana, cuando el sol comenzó a asomarse lenta y vergonzosamente. Griselda esperaba en la vereda, rodeada de miradas de extrema pena y rencor. A las cinco y media tuvieron que llevarla al hospital, el bebé parecía haberse adelantado.
     A las seis y cinco encontraron a Walter. Tenía aplastada la misma pierna que la vez anterior, pero estaba vivo y lúcido, aunque silencioso. Al subirlo a la ambulancia sólo dijo:
     -El chico, el hijo de Costa...lo vi pasar y quise avisarle, gritarle...
     Cerraron la puerta. Costa se detuvo sudoroso y desesperado frente a la ambulancia. Intentaron detenerlo, pero golpeó con impotente furia sobre la chapa del vehículo. Al abrir se arrodilló junto a la camilla.
     -¡Arquitecto! ¿Dónde vio a mi hijo?
     -Le grité.- Contestó Walter.- Le advertí que no pasara, y de repente, por Dios, diez segundos antes, se lo juro, vi las alas de mi sueño. Las alas de un ángel en la espalda del chico.  





Ilustración: Ricardo Carpani

jueves, 29 de agosto de 2024

La maravillosa historia de Peter Schlemihl (Adalbert von Chamisso)










Después de una feliz, pero para mí muy molesta travesía, llegamos por fin al puerto. En cuanto llegué a tierra con el bote, cargué yo mismo con mi pequeña propiedad y, abriéndome paso entre el gentío, entré en una casa cercana, la más insignificante sobre la que vi un rótulo. Pedí una habitación, el muchacho me midió con una ojeada y me condujo a la buhardilla. Hice que me subieran agua fresca y que me dijesen detalladamente dónde podría encontrar al señor Thomas John. —Enfrente de la Puerta Norte, la primera casa de campo a mano derecha. Una casa nueva, grande, de mármol rojo y blanco con muchas columnas. —Bien. Como era todavía temprano, deshice mi paquete, saqué mi práctico abrigo negro nuevo, me vestí con mi mejor traje, cogí mi carta de recomendación y me puse rápidamente en camino en busca del hombre que debía favorecer mis modestas esperanzas. Después de haber subido toda la larga calle Norte y haber llegado a la Puerta, vi brillar en seguida las columnas entre la arboleda. Aquí es Quité el polvo de mis zapatos con el pañuelo, me arreglé el que llevaba al cuello y tiré de la campanilla en nombre de Dios. La puerta se abrió de golpe. Tuve que soportar un interrogatorio a la entrada, el portero al fin avisó que yo estaba allí y tuve el honor de ser llamado al parque, donde el señor John se encontraba con unos amigos. Me recibió muy bien, como un rico a un pobre diablo, hasta se volvió hacia mí, pero sin apartarse desde luego de los otros y cogió la carta que yo tenía en la mano. 

—Vaya, vaya, de mi hermano… Hace mucho tiempo que no sé nada de él. ¿Está bien? Allí —continuó dirigiéndose a los otros sin esperar mi respuesta y señalando con la carta una colina—, allí voy a hacer el nuevo edificio. Rompió el sello, pero no la conversación, que era sobre el dinero, y soltó: —Quien no tenga, por lo menos, un millón, y perdonen la palabra, es un golfo. 

—¡Eso es verdad! —exclamé yo con gran entusiasmo. Debió de gustarle. Me miró sonriendo y me dijo: —Quédese, querido amigo, quizás tenga después tiempo para decirle lo que pienso de esto. Y señaló la carta, que se guardó en el bolsillo, y se volvió hacia los otros. Ofreció el brazo a una joven, los demás se preocuparon de otras beldades, cada uno encontró lo que le convenía y se dirigieron a una colina con rosales floridos. Yo me deslicé detrás de ellos sin molestar a nadie, porque maldito si alguien volvió a ocuparse de mí. Los invitados estaban muy alegres, coqueteaban y se gastaban bromas, a veces hablaban seriamente de frivolidades, y las más de las veces, frívolamente de cosas serias; con gran tranquilidad se hacían en especial chistes sobre amigos ausentes y sus historias. Yo era demasiado extraño allí para entender mucho de todo aquello y estaba demasiado preocupado conmigo mismo para coger el sentido a semejantes misterios. Ya habíamos llegado a los rosales. La bella Fanny, según todas las apariencias la reina del día, se empeñó en cortar ella misma una rosa de una rama florida y se pinchó con una espina. Como si fuera de la obscura rosa, corrió púrpura por la suave mano. Este hecho puso en movimiento a todos los acompañantes. Alguien pidió emplasto inglés. Un hombre alto, más bien viejo, delgado y seco, siempre callado, que pasaba junto a mí, y en el que no me había fijado antes, metió en seguida la mano en el ajustado bolsillo de los faldones de su grisáceo abrigo al antiguo estilo de Franconia, sacó una carterita, la abrió y ofreció a la dama con una devota inclinación lo que se pedía. Ella lo recibió sin fijarse siquiera en quién lo daba y sin dar las gracias. Vendada la herida, todos siguieron colina arriba. Querían gozar desde lo alto de la amplia vista sobre el verde laberinto del parque, hasta el infinito océano. La vista era verdaderamente amplia y magnífica. Un punto luminoso apareció en el horizonte entre las obscuras olas y el azul del cielo. 

—¡A ver, un catalejo! —gritó John. Y antes que la caterva de criados que apareció a su llamada pudiera ponerse en movimiento, ya se había inclinado humildemente el hombre de gris, había metido la mano en el bolsillo del abrigo, sacado un hermoso Dollond y se lo había puesto en la mano al señor John. Este, llevándoselo inmediatamente a un ojo, notificó a sus acompañantes que era el barco que había salido el día anterior y al que el viento contrario tenía detenido todavía a la vista del puerto. El catalejo pasó de mano en mano y nunca volvió a las de su propietario. Yo miré maravillado al hombre sin comprender cómo aquel aparato tan grande había salido de tan pequeño bolsillo; pero parecía que a nadie le había chocado, y nadie volvió a preocuparse del hombre de gris, lo mismo que hacían conmigo. Se sirvió un refrigerio; las más raras frutas de todas partes en las más preciosas fuentes. El señor John hizo los honores con fácil elegancia y me dirigió por segunda vez la palabra: 

—Coma, por favor, esto no lo ha tenido en el mar. Yo me incliné, pero él no lo vio; estaba hablando ya con otro. Se habrían sentado todos en la hierba de la pendiente de la colina para contemplar el paisaje que se extendía enfrente, si no hubieran temido la humedad del suelo. Alguno de los acompañantes comentó que habría sido divino tener alfombras turcas para extenderlas. Apenas expresado el deseo, el hombre del abrigo gris metió la mano en el bolsillo y con gran modestia y humildad sacó una rica alfombra turca tejida con oro. Los criados la tomaron como si aquello tuviera que ser así y la desenrollaron en el sitio deseado. Todos se acomodaron en ella sin más. Yo miré de nuevo pasmado al hombre, al bolsillo y a la alfombra que medía más de veinte pasos de largo y diez de ancho, y me restregué los ojos sin saber qué pensar, sobre todo porque nadie encontraba aquello maravilloso.  Me habría gustado informarme sobre aquel hombre y preguntar quién era, pero no sabía a quién dirigirme, porque temía casi más a los señores sirvientes que a los señores servidos. Finalmente me armé de valor y me acerqué a un joven que me pareció de aspecto más modesto que los otros y que se quedaba solo bastantes veces. Le rogué en voz baja que me dijese quién era aquel hombre tan atento vestido de gris. 

—¿Ese que parece el cabo de una hebra de hilo escapado de la aguja de un sastre? —Sí, ése que está ahí solo. 

—No lo conozco —fue su respuesta. Y según parece, para evitar seguir hablando conmigo, se dio la vuelta y empezó a hablar de cosas indiferentes con otro. Empezó a calentar más el Sol y molestaba a las damas. La bella Fanny se dirigió indolentemente al hombre gris, al que nadie, que yo sepa, había hablado hasta entonces, y le hizo la tonta pregunta de si no tendría también una tienda de campaña. Él contestó con una profunda inclinación como si hubiera recibido un honor inmerecido, y ya tenía la mano en el bolsillo, del que vi salir telas, barras, cuerdas, hierros, en pocas palabras, todo lo necesario para una magnífica tienda de lujo. Los jóvenes ayudaron a armarla y pronto cubrió la totalidad de la alfombra… y nadie encontró en ello nada extraño. A mí, que hacía rato que me parecía aquello inquietante, casi para dar miedo, me lo dio del todo cuando al siguiente deseo que alguien expresó le vi sacarse del bolsillo tres caballos de montar, sí, tres caballos grandes negros, preciosos, con silla y todo lo de montar. ¡Figúrate, por el amor de Dios! Tres caballos ensillados del mismo bolsillo de donde había salido ya una carterita, un catalejo, una alfombra de veinte pasos de largo por diez de ancho, y una tienda de lujo del mismo tamaño con todos sus hierros y palos. Si no te jurara haberlo visto con mis propios ojos, no podrías creerlo. A pesar de lo rendido y humilde que parecía el hombre y de la poca atención que le prestaban los otros, su figura pálida, de la que no podía apartar los ojos, me resultaba tan repelente, que ya no pude aguantarlo más. Decidí apartarme de aquella gente, lo que me parecía bien fácil dado el insignificante papel que yo hacía allí. Pensé irme a la ciudad y a la mañana siguiente volver a intentar fortuna en casa del señor John y preguntarle a él mismo —si es que tenía el valor— sobre el hombre gris. ¡Ojalá hubiera sido así! Había bajado ya la colina por entre los rosales, escurriéndome felizmente, y me encontraba en una pradera cuando, por miedo a que alguien me viera caminando por la hierba, lancé una escrutadora mirada a mi alrededor. ¡Qué susto me llevé al ver al hombre del abrigo gris detrás de mí y que venía a mi encuentro! Hasta se quitó el sombrero y se inclinó delante de mí tan profundamente como nunca nadie lo había hecho. No había duda: quería hablarme y yo no podía evitarlo sin parecer grosero. Me quité también el sombrero, me incliné y me quedé allí a pleno Sol con la cabeza descubierta, como si hubiera echado raíces. Le miré aterrorizado; estaba igual que un pájaro encantado por una serpiente. Él también parecía muy apurado. Levantó la vista, se inclinó varias veces, se acercó un poco y me dijo con una voz insegura, débil, poco menos que en el tono de un mendigo:

 —¿Querrá el señor perdonar mi impertinencia por haberle seguido de una manera tan desacostumbrada? Deseaba pedirle algo. Hágame el favor, se lo ruego… 

—¡Pero, por Dios, señor! —dije yo lleno de miedo—. ¿Qué puedo hacer yo por un hombre que…? Nos quedamos callados los dos y yo creo que nos pusimos colorados. Después de un momento de silencio, él volvió a hablar. —Durante el corto tiempo que he tenido la suerte de encontrarme a su lado… si me permite decírselo, señor, he podido contemplar con auténtica e indecible admiración la bellísima sombra que da usted en el suelo, esa magnífica sombra que, sin darse cuenta, con un cierto noble descuido… arroja ahí a sus pies. Y ahora, perdóneme la atrevida pretensión: ¿No podría quizás sentirse inclinado a cedérmela? Se calló, y a mí me daba vueltas la cabeza como una rueda de molino. ¿Qué pensar de una proposición tan rara? ¡Comprarme la sombra! Debe de estar loco — pensé. Y, cambiando a un tono más de acuerdo con el suyo, tan humilde, le contesté: —¡Pero, cómo! ¿No tiene usted bastante con su sombra, querido amigo? Me parece un negocio muy raro. Y él respondió en seguida: —Yo tengo aquí en mi bolsillo algunas cosas que posiblemente no le parezcan mal al señor… Para esa inapreciable sombra, cualquier precio, por alto que sea, me parece poco. Me corrió un escalofrío ante esa alusión al bolsillo y no supe cómo había podido llamarle antes querido amigo. Empecé a hablar otra vez intentando en lo posible contentarle con la máxima cortesía. —Mire, señor, le ruego que perdone a su servidor más rendido, pero, de verdad, no entiendo bien del todo lo que dice. ¿Cómo iba yo a poder vender mi…? Él me interrumpió. 

—Yo le suplico solamente que me dé permiso para recoger aquí mismo, en el acto, su sombra del suelo y guardármela. Cómo hacerlo, es asunto mío. A cambio, como prueba de mi reconocimiento al señor, le dejo escoger entre todos estos tesoros que llevo en el bolsillo: la auténtica mandrágora, la hierba de Glauco, los cinco céntimos del judío, la moneda robada, el tapete de Rolando, un genio embotellado… al precio que quiera. Pero ya veo que no le interesa. Mejor el sombrerito de los deseos de Fortunato, nuevo y fuerte, recién restaurado. También una bolsa de la suerte, como la que él tuvo… 

—¡La bolsa de Fortunato! —exclamé interrumpiéndole. Había ganado mis cinco sentidos (a pesar del miedo que tenía) con esas palabras. Me dio una especie de mareo y vi brillar delante de mis ojos dobles ducados. —El señor puede examinar y poner a prueba esta bolsita cuando lo desee. Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa de tamaño medio, de cordobán fuerte, bien cosida a dos firmes cordones de cuero y me la dio. Metí la mano dentro y saqué diez piezas de oro y luego otras diez, y otras diez, y otras diez. Le tendí rápidamente la mano. 

—¡De acuerdo! Trato hecho. Llévese mi sombra por la bolsa. Me estrechó la mano. Inmediatamente se arrodilló delante de mí y le vi cómo despegaba suavemente del suelo mi sombra, de los pies a la cabeza, con una habilidad admirable, cómo la levantó, la enrolló, la dobló y finalmente se la guardó. Se puso de pie, me hizo una vez más una inclinación y se volvió a los rosales. Me dio la impresión de que se iba riendo, bajo, para sí. Pero yo sujeté la bolsa fuertemente por los cordones, a mi alrededor estaba la Tierra brillante de Sol, y yo seguía sin saber lo que me pasaba. 

Al fin volví en mí y me apresuré a abandonar aquel lugar, donde seguramente ya no tenía nada que hacer. Primero llené mis bolsillos de dinero, después me até los cordones de la bolsa al cuello, ocultándola en mi pecho. Atravesé el parque sin que nadie se fijara en mí, llegué a la carretera, y me puse en camino hacia la ciudad. Cuando, sumido en mis pensamientos, me dirigía a la puerta, oí gritar detrás de mí: 

—¡Oiga, joven; oiga, señor! Miré y era una vieja que decía: 

—Tenga cuidado, señor, ha perdido su sombra. 

—Gracias, abuela. Le arrojé una pieza de oro por el bienintencionado consejo y me metí debajo de los árboles. Ya en la Puerta tuve que oír otra vez del centinela: 

—¿Dónde ha dejado el señor su sombra? Y en seguida, a unas mujeres: 

—¡Jesús, María y José! ¡Ese pobre hombre no tiene sombra! La cosa empezó a molestarme y evité cuidadosamente caminar por el Sol. Pero no podía ser así en todas partes, por ejemplo, en la calle Ancha, que tenía que atravesar y, para mi desgracia, precisamente en el momento en que unos muchachos salían de la escuela. Un condenado tunante jorobado —lo estoy viendo todavía— se dio cuenta en seguida de que me faltaba la sombra. Me delató a grandes gritos delante de toda la chiquillería literaria callejera del arrabal, que empezó a criticarme y a arrojarme basuras. —La gente decente se preocupa de llevar su sombra cuando sale al Sol. Para quitármelos de encima, les arrojé oro a manos llenas y salté a un coche de alquiler con el que almas compasivas me habían auxiliado. En cuanto me encontré rodando en el coche, solo, me eché a llorar amargamente. Iba surgiendo en mí la idea de que lo mismo que en este Mundo el oro vale más que la virtud y el mérito, la sombra vale mucho más que el oro. Y, si yo antes había sacrificado la riqueza a mi conciencia, ahora había dado la sombra por el oro. ¿Qué iba a ser en este Mundo de mí? Estaba todavía completamente trastornado, cuando el coche paró delante de mi vieja casa de huéspedes. Me horrorizó el hecho de pensar poner un pie en aquella mala buhardilla. Hice que me bajaran mis cosas, recibí desdeñosamente mi pobre equipaje, arrojé unas monedas de oro y ordené seguir hasta el más elegante hotel. El edificio estaba orientado al norte, y no tenía que temer al Sol. Despedí con oro al cochero, hice que me enseñaran la mejor habitación exterior y me encerré en ella en cuanto pude. ¿Y qué piensas que hice? ¡Ay, querido Chamisso! Me da vergüenza hasta decírtelo a ti. Saqué de mi pecho la desdichada bolsa y con una especie de furia, que como un incendio aumentaba cada vez más dentro de mí, saqué oro, y más oro, y más oro, y siempre más oro y lo esparcí por el suelo y anduve por encima haciéndolo sonar, y arrojé siempre más metal sobre el metal, alimentando mi pobre corazón con su brillo y su sonido, hasta que, cansado, me hundí en el rico lecho y gocé regaladamente y me revolqué en él. Así pasó el día y la tarde, no abrí las puertas; la noche me encontró tendido sobre el oro y al fin el sueño me venció. Entonces soñé contigo. Yo estaba detrás de la puerta de cristales de tu pequeña habitación y te veía a ti en tu mesa de trabajo, entre el esqueleto y un manojo de plantas secas. Haller, Humboldt y Linneoestaban abiertos delante de ti, y encima del sofá había un tomo de Goethe y otro del Anillo mágico[28]. Te contemplé un largo rato a ti y a todas las cosas de tu cuarto, y luego otra vez a ti, pero tú no te movías, no respirabas siquiera, estabas muerto. Me desperté. Parecía que era todavía muy temprano. Mi reloj se había parado. Me sentía como si me hubieran dado una paliza, tenía hambre y sed; no había comido desde la mañana anterior. Aparté con desgana y asco aquel oro con el que hacía poco había saciado mi corazón. Me incomodaba, no sabía qué hacer con él, no podía dejarlo allí tirado. Intenté volver a meterlo en la bolsa… Nada. Ninguna de mis ventanas daba al mar. Tuve que arreglármelas como pude para meterlo, con mucho trabajo y amargo sudor, en un gran armario que había en la habitación y dejarlo apilado allí. Sólo quedaron algunos puñados por el suelo. Después de terminar mi trabajo, me tumbé agotado en un sillón y esperé a que comenzara a sentirse gente por la casa. En cuanto me fue posible, pedí que me llevasen comida y que viniera a verme el dueño del hotel.  Estuve tratando con aquel hombre de la futura organización de mi casa. Me recomendó para mi servicio personal a un cierto Bendel, cuya fiel y comprensiva fisonomía me cautivó al instante. Él, desde entonces, me acompañó con su lealtad, consolándome en todas las desgracias de mi vida, y me ayudó a soportar mi negra suerte. Pasé todo el día en mi habitación ocupado con criados sin dueño, zapateros, sastres, y comerciantes, comprando muchas cosas caras y piedras preciosas para librarme de algo del dinero que tenía almacenado, pero parecía no haber nada capaz de disminuir el montón. Entre tanto estaba lleno de angustiosas dudas por mi situación. No me atrevía a dar un paso fuera de la puerta y por la tarde encendía cuarenta velas en la sala antes de salir de la obscuridad. Pensaba con horror en la terrible escena con aquellos escolares. Decidí, aunque tuve que hacer acopio de valor, afrontar otra vez la opinión pública. Las noches eran entonces de Luna clara. Ya bastante tarde me envolví en una amplia capa, hundí el sombrero hasta los ojos y me deslicé, temblando como un malhechor, fuera del edificio. En una plaza apartada salí de la sombra de las casas (bajo cuya protección había llegado hasta allí) a la luz de la Luna, decidido a escuchar mi destino de la boca de los que pasaban. Ahórrame, querido amigo, la dolorosa repetición de todo lo que tuve que sufrir. Las mujeres demostraron frecuentemente la profunda compasión que yo les provocaba; expresiones que traspasaban mi alma no menos que la burla de los jóvenes y el orgulloso desprecio de los hombres, sobre todo de los gordos y corpulentos, que proyectaban una gran sombra. Una bella y graciosa muchacha que, según parecía, acompañaba a sus padres, mientras ellos iban mirando pensativos al suelo, levantó por casualidad sus brillantes ojos hacia mí, se asustó visiblemente y, en cuanto notó mi falta de sombra, ocultó el bello rostro con su velo, bajó la cabeza y pasó silenciosa de largo. No pude soportar más. Saladas corrientes salieron de mis ojos, y, con el corazón partido, volví tambaleándome a la obscuridad. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer y llegué despacio y tarde a mi habitación. Pasé la noche sin dormir. Al día siguiente mi primera preocupación fue buscar por todas partes al hombre del abrigo gris. Quizá me fuera posible encontrarle, y qué suerte si él se hubiera arrepentido, como yo, de aquel loco negocio. Hice venir a Bendel, que parecía inteligente y hábil, le describí exactamente al hombre que poseía un tesoro sin el que la vida era un tormento para mí. Le dije la hora y el lugar donde le había visto, le describí todos los que allí estaban y añadí todavía este dato: debía informarse cuidadosamente sobre un catalejo Dollond, una alfombra turca tejida en oro, una magnífica tienda de campaña, y los caballos negros, cosas todas que, sin decirle cómo, tenían que ver con el misterioso hombre del que no se preocupaba nadie, pero cuya aparición había destrozado la paz y la felicidad de mi vida. Cuando terminé de hablar, saqué tanto oro, que no podía con el peso, y añadí encima piedras preciosas y joyas por más valor todavía. 

—Bendel —le dije—, esto allana muchos caminos y hace fáciles muchas cosas que parecen imposibles. No seas tacaño como tampoco lo soy yo, sino vete y alegra a tu señor con noticias de las que depende su única esperanza. Se fue. Volvió tarde y triste. Había preguntado a todos, pero nadie en casa del señor John, ninguno de sus invitados podía acordarse sino vagamente del hombre del abrigo gris. El telescopio nuevo estaba allí y nadie sabía de dónde había venido. La alfombra, la tienda estaban allí todavía en la misma colina, una extendida y otra armada; los criados se hacían lenguas de la riqueza de su señor, pero ninguno sabía de dónde habían llegado aquellas preciosidades. Al señor John le gustaban mucho, pero no le preocupaba en absoluto no saber cómo habían llegado hasta allí. Los caballos los tenían en sus establos los jóvenes que los montaban y alababan la magnificencia del señor John, que se los había regalado aquel día. Esto fue lo que saqué en claro de la detallada narración de Bendel, cuyo rápido celo y sensata conducta recibieron mis alabanzas, a pesar de un resultado tan infructuoso. Sumido en melancolía, le hice un gesto de que me dejara solo. 

—Le he dado cuenta —añadió precipitadamente— de lo más importante. Sin embargo, tengo todavía que darle un recado de una persona que me encontré esta mañana a la puerta, cuando salía para el asunto en el que he tenido tan mala suerte. Estas fueron sus propias palabras: «Dígale al señor Peter Schlemihl que ya no me verá más por aquí, porque me voy al mar y un viento propicio me llama al muelle. Pero de hoy en un año tendré el honor de visitarle y proponerle otro negocio que quizás acepte. Déle mis más rendidos saludos y asegúrele mi agradecimiento.» Le pregunté que quién era, pero me dijo que usted ya le conocía. —¿Cómo era ese hombre? —exclamé con un presentimiento. Y Bendel me describió al detalle al hombre del abrigo gris, palabra por palabra, con la misma fidelidad que lo había hecho en su anterior relato al hablar del hombre por el que preguntaba. 

—¡Desgraciado! —grité retorciéndome las manos—. ¡Era él! Y se le cayeron las escamas de los ojos. 

—¡Sí, era él, es verdad! —gritó espantado—. ¡Y yo, ciego, imbécil de mí, no lo he conocido y he fallado a mi señor! Prorrumpió en los más amargos denuestos contra sí mismo llorando amargamente, y estaba tan desesperado, que me inspiró compasión. Le consolé, le aseguré repetidamente que no tenía duda alguna de su fidelidad y le envié rápidamente al muelle para seguir las huellas, si era posible, del extraño hombre. Pero aquella misma mañana habían salido muchos barcos, retenidos hasta entonces en el puerto por el viento contrario, cada uno a una costa distinta, y a distintas partes del Mundo, y el hombre gris había desaparecido como una sombra, sin dejar rastro. 

 ¿De qué sirven las alas al que está sujeto con cadenas de hierro? Sólo para desesperarse aún más. Estaba como Fafner con su tesoro, lejos de todo auxilio humano, en la miseria con mi dinero, pero no estaba con él mi corazón, sino que lo maldecía; por él me veía apartado de la vida. Alimentando a solas mi obscuro secreto, temía al último de mis criados, a la vez que lo envidiaba, porque él tenía una sombra, él podía dejarse ver al Sol. Pasaba solo en mi habitación los días y las noches, y la tristeza me roía el corazón. Y además otra persona se consumía ante mis ojos; mi fiel Bendel no cesaba de martirizarse con silenciosos reproches, porque había defraudado las esperanzas de su bondadoso señor y no había reconocido al que había ido a buscar y con el que — como se daba cuenta— estaba en relación mi triste destino. Pero yo no podía culparle; reconocía en el suceso la misteriosa naturaleza del desconocido. Por no dejar de intentar nada, envié a Bendel al pintor más famoso de la ciudad, con una preciosa sortija de brillantes, para que le invitara a visitarme. Llegó, alejé a mi gente, cerré la puerta, me senté con el hombre y, después de haberle alabado su arte, llegué a mi asunto con el corazón oprimido. Antes hice prometer el más estricto secreto. 

—Señor profesor —le dije—, ¿podría pintarle una sombra fingida a un hombre que ha perdido la suya del modo más desafortunado del Mundo? 

—¿Quiere decir la sombra que da uno en el suelo?… 

—Sí, sí, exactamente. —Pero —me preguntó—, ¿cómo puede haber un hombre tan desidioso y descuidado que pierda su sombra? —Da igual cómo sucedió —contesté—. El caso es que —mentí descaradamente— el invierno pasado, en Rusia, adonde fue de viaje, hacía un frío extraordinario, se le heló la sombra y se le quedó pegada al suelo, y le fue imposible arrancarla. —La sombra fingida que yo podría pintarle —contestó el profesor— sería una sombra que al más mínimo movimiento se le volvería a perder… sobre todo si estaba tan poco apegado a la sombra que tenía desde que nació, como se desprende de su relato. El que no tenga sombra que no ande al Sol; eso es lo más razonable y lo más seguro. Se levantó y se fue mientras arrojaba sobre mí una mirada penetrante que no pude sostener. Volví a dejarme caer en la silla y me cubrí el rostro con las manos. Así me encontró Bendel cuando entró. Vio el dolor de su señor y quiso salir respetuosamente en silencio. Abrí los ojos… Sucumbía bajo el peso de mi pena, por lo que sentí necesidad de compartirla. Le llamé. 

—¡Bendel!… ¡Bendel! Tú eres el único que ves mi dolor y lo respetas, sin querer preguntar, sino compadeciéndote piadosamente en silencio. Ven aquí, Bendel, tú serás el que esté más cerca de mi corazón. No te he ocultado el tesoro que tengo en dinero, tampoco te quiero ocultar el tesoro de mis penas. ¡Bendel, no me abandones! Me ves rico, Bendel, generoso, bondadoso, te figuras que el Mundo debería adorarme y me ves huir del Mundo y encerrarme… Bendel, el Mundo me ha juzgado y me ha rechazado, y quizá tú también te vuelvas contra mí cuando sepas el horrible secreto; Bendel, soy rico, generoso, bondadoso, pero… ¡Dios mío, no tengo sombra! —¿Que no tiene sombra?… —exclamó el buen muchacho, horrorizado, y brotaron de sus ojos lágrimas transparentes—. ¡Desgraciado de mí, que nací para servir a un señor sin sombra! Calló, y yo oculté mi rostro entre las manos. —Bendel —añadí después temblando—, me he confiado a ti y ahora puedes traicionarme. Vete y sé testigo contra mí. Pareció que luchaba duramente consigo mismo; finalmente se arrojó a mis pies y cogió mi mano, que humedeció con sus lágrimas. —No —exclamó—. Diga lo que diga la gente, yo no puedo abandonar ni abandonaré a mi bondadoso señor por una sombra; me portaré bien sin pensar en mí. Me quedo con usted, le prestaré mi sombra, le ayudaré hasta donde pueda y, cuando no pueda, lloraré con usted. Le eché los brazos al cuello, admirado de un comportamiento tan desacostumbrado, porque estaba convencido de que no lo hacía por dinero. Desde entonces cambió mi destino y mi modo de vivir. No sabría decir con qué cuidado supo Bendel encubrir mi defecto. No se separaba de mí, previéndolo todo, organizándolo todo y cubriéndome con su sombra rápidamente cuando amenazaba un peligro imprevisto, pues era más gordo y alto que yo. Así me atreví otra vez a estar con los hombres y empecé a representar un papel en el Mundo. Naturalmente tenía que aparentar muchas rarezas y manías. Pero son cosas que van bien a un hombre rico y, mientras la verdad permaneciera oculta, gozaba de todos los honores y consideraciones que me venían por mi dinero. Podía esperar tranquilamente la visita prometida al cabo del año por el misterioso desconocido. Me resultaba claro que no podía estar mucho tiempo en un sitio donde había sido visto sin sombra y donde podría ser traicionado fácilmente. Además pensaba también cómo me había presentado en casa del señor John; era un recuerdo deprimente. Por eso decidí hacer allí un ensayo para poder aparecer luego en cualquier otro sitio con mayor seguridad… Sin embargo me retuvo bastante tiempo mi vanidad, donde el ancla encuentra terreno más firme en los hombres. Precisamente la bella Fanny, con la que volví a encontrarme en otro sitio, me dedicó alguna atención, sin acordarse de que jamás me había visto, pues ahora tenía yo agudeza e ingenio. Cuando hablaba, me escuchaban todos; y no sabía cómo, pero había logrado el arte de dominar y conducir fácilmente una conversación. Cuando vi la impresión que había hecho en la bella, me volví loco, que era lo que ella deseaba, y desde entonces la seguí con mil dificultades por donde podía, entre sombras y crepúsculos. Tenía la vanidad de que se sintiera vanidosa de mí, y ni con la mejor voluntad del Mundo podía bajarme la borrachera de la cabeza al corazón. ¿Pero a qué repetirte largo y tendido la vulgar historia? Tú mismo me la has contado muchas veces de otras buenas personas. En la vieja y conocida comedia en la que yo con tanto ánimo representaba un papel trivial, apareció de pronto una fantástica catástrofe, inesperada para ella, para mí, y para todos. Una hermosa noche había reunido, según mi costumbre, un grupo de amigos en un jardín iluminado y me paseaba con mi dueña del brazo, un poco apartado de los demás invitados; yo me esforzaba en dirigirle frases exquisitas. Ella miraba modestamente al suelo y correspondía levemente a la presión de mi mano. De pronto, de una manera imprevista, salió la Luna de entre unas nubes… y ella vio solamente su sombra en el suelo. Se asustó, y me miró aterrorizada, luego volvió a mirar al suelo, buscando con los ojos mi sombra y lo que estaba pensando se pintó con tanta extrañeza en la expresión de su cara, que hubiera roto a reír a carcajadas, si no me hubiera recorrido la espalda un escalofrío. La dejé caer desmayada de mis brazos, salí disparado como una flecha entre los atónitos invitados, alcancé la puerta, me arrojé en el primer coche que encontré allí parado y me volví a la ciudad, donde, para mi desgracia, esta vez había dejado al prudente Bendel. Se asustó y, cuando me vio, una palabra le descubrió todo. Se trajeron al instante caballos de posta. Llevé conmigo sólo a uno de mis criados, un pillo redomado, de nombre Rascal, que supo hacérseme necesario por su destreza y que no podía tener ni idea de lo que había sucedido. En aquella noche me hice treinta millas. Bendel se quedó para levantar mi casa, gastar dinero y llevarme después lo más necesario. Cuando me alcanzó al día siguiente me arrojé en sus brazos y le juré no volver a hacer ninguna locura y ser en lo futuro más prudente. Continuamos nuestro interrumpido viaje, pasando la frontera y la montaña y, ya en la otra vertiente, separado de aquella infeliz tierra por la alta muralla, me fui a un balneario cercano y poco visitado para reponerme de las fatigas pasadas. 

Tengo que pasar rápidamente en mi relato por una época en la que con mucho gusto me detendría si pudiera conjurar con el recuerdo su imagen viva. Pero los colores que le dieron vida y que la podrían hacer revivir se han apagado en mí, y, cuando quiero encontrar en mi pecho lo que en otro tiempo tan poderosamente la exaltó, dolor, felicidad, irrealizable ilusión… golpeo inútilmente en una roca de la que no brotará agua viva y siento a Dios apartado de mí. ¡Qué cambiado me parece el tiempo pasado!… En aquel balneario debía haber representado un papel heroico, pero, como me lo tenía mal estudiado y era novato en la escena, me salí del papel y me enamoré de un par de ojos azules. Los padres, engañados por la representación, hicieron todo lo posible para asegurar deprisa el asunto, y la farsa vulgar terminó en burla. ¡Y eso fue todo, todo!… Ahora lo encuentro necio e insípido, y a la vez horrible que me pueda parecer así lo que en otro tiempo me henchía el pecho con tanto poder y abundancia. ¡Mina! Lo mismo que en otro tiempo lloré, cuando te perdí, lloro ahora por haberte perdido en mí. ¿Es que me he vuelto tan viejo?… ¡Oh triste sensatez! ¡Al menos un latido de aquel tiempo, un momento de aquella ilusión…! Pero no. ¡Solitario en el alto y desierto mar de tu amarga marea y al lado de la última copa de la que se escapa el champán Elfe! Había enviado por delante a Bendel con unos cuantos sacos de dinero para que me organizara en el pueblecito una casa con todo lo que necesitaba. Repartió allí mucho dinero y dijo algo vagamente sobre el noble señor al que servía, pues no quise decir mi nombre. Aquello hizo pensar a la gente las cosas más raras. En cuanto estuvo dispuesta mi casa, volvió Bendel para recogerme. Nos pusimos en camino. Poco menos de una hora antes de llegar al pueblo, en una explanada llena de Sol, nos cerraba el camino mucha gente, vestida de fiesta. Se paró el coche. Se oyeron campanas, música y cañonazos, un fuerte «viva» rompió el aire. Junto a la puerta del coche apareció un coro de muchachas de excepcional belleza, pero que desaparecían como las estrellas de la noche con el Sol ante una de ellas, que se destacó separándose de sus hermanas. Su alta y delicada figura se arrodilló ante mí sonrojándose avergonzada y me ofreció una corona de rosas, olivo y laurel sobre un cojín de seda, mientras hablaba algo de majestad, honor, y amor, que yo no entendí, pero que embriagó mis oídos y mi corazón por su encantador sonido argentino… Era como si ya alguna otra vez hubiera visto aquella celestial visión. El coro empezó a cantar una alabanza a un buen rey y a la felicidad de su pueblo. Y esta acogida, querido amigo, ¡en medio del Sol!… Ella seguía arrodillada a dos pasos de mí, y yo, sin sombra, no podía saltar el abismo y caer de rodillas delante de aquel ángel. ¡Qué no hubiera dado yo por una sombra! Tuve que ocultar en lo profundo del coche mi vergüenza, mi angustia y mi desesperación. Bendel, finalmente, reaccionó por mí y saltó por el otro lado del coche; le dije que volviera y le alargué de mi arquilla, que tenía a mano, una rica diadema de diamantes que debía de haber adornado a la bella Fanny. Avanzó y habló en nombre de su señor, que ni podía ni quería aceptar tales muestras de honor; tenía que haber un error. Sin embargo, daba las gracias a los habitantes de la ciudad por su buena voluntad. En esto tomó la guirnalda que me ofrecían y puso en su lugar la diadema de brillantes. Luego alargó galantemente la mano a la bella muchacha para levantarla y alejó con un gesto a los clérigos, magistrados y demás diputaciones. No avanzó nadie más. Dijo que se apartasen para hacer sitio a los caballos, volvió a subir al coche y continuamos a galope tendido, pasando por un pórtico hecho de flores y ramas verdes, hasta la ciudad. Los cañones seguían tronando. El coche paró delante de mi casa. Apartando a un lado y a otro la multitud que había atraído la curiosidad por verme, salté veloz hacia la puerta. El pueblo daba vivas bajo mi ventana y yo hice llover doblones sobre ellos. Al atardecer la ciudad estaba toda iluminada. Y yo aún no sabía qué significaba todo aquello y por quién me habían tomado. Envié a Rascal para que se enterase. Le contaron que se tenían noticias de que el rey de Prusia viajaba por el país bajo el nombre de un conde, que mi ayudante había sido reconocido y que me había y se había delatado; que se habían alegrado mucho, cuando tuvieron la certeza de que estaba allí. Naturalmente comprendían que yo debía mantener el más estricto incógnito y que habían hecho mal en querer desvelarlo tan ostentosamente. Que yo me había airado de una manera tan benévola y clemente… Seguramente perdonaría lo que habían hecho por buen corazón. Al tunante de mi criado le cayeron aquellas cosas tan en gracia, que hizo lo que pudo, con frases dignas de reprensión, para confirmarles por lo pronto en su creencia. Me hizo un relato muy gracioso, y, cuando vio que yo me divertía con ello, se jactó de su truhanería. Y ¿tengo que confesarlo? Me halagaba también, aunque fuera de aquella manera, que me tuvieran por la suprema cabeza. Al día siguiente por la tarde organicé una fiesta bajo los árboles que daban sombra a mi casa e invité a toda la ciudad. El secreto poder de mi bolsa, el trabajo de Bendel, y las rápidas ocurrencias de Rascal consiguieron vencer al tiempo. Fue realmente maravilloso cómo en pocas horas se ordenó todo generosa y bellamente. La magnificencia y la abundancia eran tales, la espléndida iluminación estaba tan hábilmente distribuida, que me sentí totalmente seguro. No tuve que recordarles nada, no me quedó más que alabar a mis criados. Atardeció, llegaron los invitados y me fueron presentados. Nadie habló para nada de majestad, pero todos me llamaban con profundo respeto y humildad señor conde. ¿Qué iba a hacer yo? Me gustó lo de conde y desde aquel momento fui el conde Peter. Pero en la festiva algarabía, yo solamente deseaba una cosa. Y más tarde apareció: ella, la que llevaba la corona. Seguía modestamente a sus padres y parecía no darse cuenta de que era la más bella de todas. Me fueron presentados el jefe forestal, su mujer, y su hija. Le dije al viejo algo amable y amistoso, pero con la hija me quedaba como un muchacho aturrullado y no era capaz de balbucear ni una palabra. Al fin le rogué tartamudeando que se dignara honrar la fiesta tomando el puesto cuyo distintivo la adornaba. Ella me rogó ruborizada, con una mirada conmovedora, que la dispensara. Pero yo, aún más ruborizado que ella, le rendí mi homenaje lleno de profundo respeto como primer súbdito, y el gesto del conde fue una orden para todos los invitados, que se apresuraron con alegría a imitarle. La majestad, la inocencia y la gracia reinaron en unión de la belleza en aquella alegre fiesta. Los felices padres de Mina creyeron que se ensalzaba a su hija sólo en honor de ellos; yo mismo me sentía lleno de un indescriptible entusiasmo. Mandé poner en dos fuentes cubiertas todas las perlas, las piedras preciosas, las joyas que me quedaban de las que había comprado para verme libre del maldito dinero, y las llevé a la mesa para ofrecérselas en nombre de la reina a sus amigas y a todas las damas. Se arrojaba dinero sin medida e ininterrumpidamente sobre el pueblo en fiestas. A la mañana siguiente Bendel me reveló en confianza que la sospecha que hacía tiempo tenía sobre la honradez de Rascal se había convertido en certeza. El día anterior había escondido bolsas llenas de dinero. Yo le contesté: —Dejemos que ese pobre sinvergüenza goce de su robo. Yo doy a todos, ¿por qué no también a él? Ayer él, y los demás criados que me has proporcionado, me han servido fielmente, me han ayudado a dar una alegre fiesta. No se volvió a hablar más de esto. Rascal siguió siendo el primero de mis criados, pero Bendel era mi amigo y mi hombre de confianza. Se había acostumbrado a pensar que mi riqueza era inagotable y no investigaba sus fuentes; me ayudaba muchas veces adivinando mis pensamientos, buscando posibilidades para animarme a gastar dinero.  De aquel desconocido, el pálido hipócrita, sólo sabía lo siguiente: que era el único que podía librarme de la maldición que pesaba sobre mí, que en él descansaba mi única esperanza, y que le temía. Por lo demás yo estaba convencido de que él podría encontrarme en cualquier sitio y yo a él en ninguna parte. Por eso, esperando al día prometido, dejé toda investigación inútil. La magnificencia de mi fiesta y mi comportamiento en ella reafirmaron a los crédulos habitantes de la ciudad en su primera opinión, pero pronto se dedujo por los periódicos que el fabuloso viaje del rey de Prusia había sido un rumor totalmente infundado. Pero yo había sido un rey y tenía que seguir siéndolo y el más rico y regio que nunca hubiera habido. Sólo que no se sabía cuál. El Mundo no ha tenido jamás un fundamento para quejarse de escasez de monarcas, por lo menos en nuestros días. La buena gente, que no había visto todavía ninguno, apostaba con la misma suerte tan pronto por uno como por otro… y el conde Peter fue siempre el que era. Un día apareció entre los visitantes del balneario un hombre de negocios, que, para enriquecerse, se había declarado en bancarrota. Gozaba de una estima general y arrojaba una ancha aunque algo pálida sombra. Quiso lucirse con la riqueza que había reunido y hasta se le ocurrió rivalizar conmigo. Yo acudí a mi bolsa, y pronto dejé tan atrás al pobre diablo, que para guardar las apariencias tuvo que declararse otra vez en bancarrota y largarse al otro lado de las montañas. Así que me quedé libre de él… ¡Había hecho en aquellos contornos tantos vagos y holgazanes! Dentro de la magnificencia y el dispendio regios por los que todo el Mundo se me sometía, yo vivía recluido en mi casa, de una manera muy sencilla. Había convertido en regla de conducta una prudencia extraordinaria: nadie por ningún pretexto podía entrar en mi habitación excepto Bendel. Mientras brillaba el Sol me mantenía encerrado, lo que quería decir: el señor conde trabaja en su despacho. Este trabajo estaba en relación con la frecuente correspondencia que mandaba y recibía por cualquier nimiedad. Solamente recibía invitados por la tarde, debajo de mis árboles o en una sala iluminada profusa y hábilmente bajo la dirección de Bendel. Si salía, y entonces Bendel me vigilaba con los ojos de Argos, era sólo al jardín del forestal y por ella. Porque el más profundo móvil de mi vida era mi amor. ¡Oh, querido Chamisso! ¡Espero que no hayas olvidado lo que es el amor! Te dejo aquí que añadas mucho por tu cuenta. Mina era verdaderamente una chica digna de ser amada, buena y piadosa. Toda su imaginación la tenía puesta en mí; no sabía, en su modestia, qué es lo que tenía para que yo me hubiera fijado en ella. Y pagaba amor con amor con la entera y juvenil fuerza de su inocente corazón. Amaba como una mujer, dándose por entero, olvidada de sí misma, sacrificándose, aunque le costara la vida, por el que era su vida. Sin embargo yo… —¡oh terribles horas, terribles pero deseables para vivirlas otra vez!—, yo lloraba muchas veces sobre el pecho de Bendel, cuando después del primer entusiasmo inconsciente, volvía en mí, mirándome con ojos claros; yo, que sin sombra había destrozado aquel ángel con perdido egoísmo, que había robado su alma pura mintiéndole sobre mí. Entonces prometía con los más fuertes juramentos apartarme de ella y huir. Pero entonces rompía a llorar y Bendel me convencía de que debía ir a visitarla por la tarde al jardín del forestal. Otras veces me mentía a mí mismo haciéndome grandes esperanzas con la próxima visita del desconocido vestido de gris, y luego lloraba cuando no había logrado convencerme. Había calculado el día en que volvería a ver a aquel hombre terrible, porque había dicho, tal día como hoy en un año, y yo creía en su palabra. Los padres eran unos honrados y buenos viejos que amaban mucho a su única hija. La situación los sorprendió, cuando se dieron cuenta de que existía, y no sabían qué hacer. Nunca habían soñado que el conde Peter pensara en su hija, pero él la amaba y era amado… La madre era suficientemente vanidosa para pensar en la posibilidad de un enlace y trabajar por él. La sana sensatez del padre no daba lugar a tales extravagantes fantasías. Los dos estaban convencidos de la sinceridad de mi amor… No podían hacer otra cosa que rezar por su hija. Me viene a las manos una carta de Mina que conservo aún de aquellos tiempos… Sí, ¡es su letra! La copiaré. «Soy una muchacha débil y tonta y me imagino que mi amado, porque le quiero mucho mucho, no puede hacer daño a esta pobre. ¡Es que eres tan bueno, tan indeciblemente bueno! Pero no me entiendas mal. No debes sacrificar nada por mí, no tienes que sacrificarme nada. ¡Oh, Dios! Me odiaría, si lo hicieras. No; me has hecho infinitamente feliz, me has enseñado a amarte… ¡Vete! Yo sé cual es mi destino, el conde Peter no me pertenece, pertenece al Mundo. Estaré orgullosa, cuando oiga esto era él y lo ha vuelto a ser y lo ha conseguido; por eso lo han adorado y lo han idolatrado. Y me enfado contigo cuando pienso que por una simple muchacha puedas olvidar tu alto destino… Vete, porque me hace todavía más desgraciada el pensamiento de que contigo, ¡ay de mí!, soy tan dichosa, tan feliz. ¿No he puesto en tu vida una rama de olivo y un capullo de rosa, lo mismo que en la corona que te ofrecí? Te tengo en mi corazón, querido, no temas alejarte de mí… Moriré, ¡ay de mí!, tan feliz, tan indeciblemente feliz por haberte conocido.» Ya te puedes figurar cómo me traspasaron el corazón estas palabras. Le expliqué que yo no era lo que parecía; yo era sólo un hombre rico, pero infinitamente desgraciado. Sobre mí pesaba una maldición que debía quedar como un secreto entre los dos, porque aún había una esperanza de poder librarme de ella. Este era el veneno de mis días: que yo pudiera arrastrarla conmigo al abismo, a ella, que era la única luz, la única alegría, el centro de mí vida. Se echó a llorar porque yo era infeliz. ¡Era tan amable, tan buena! Por evitarme una sola lágrima ¡con qué dicha hubiera sacrificado su vida entera! Pero estaba muy lejos de haber entendido bien mis palabras. Pensaba que yo era algún príncipe desterrado, una cabeza importante, y su fantasía pintaba con heroicos trazos a su amado, magnificándole. Una vez le dije: —Mina, el último día del mes que viene puede decidirse mi destino y cambiar… Si no sucede así, moriré, porque no quiero hacerte desgraciada. Llorando, ocultó su cabeza en mi pecho. —Si cambia tu destino, déjame que te diga solamente que no tengo ninguna pretensión sobre ti… Si eres desgraciado, úneme a tu desgracia para que te ayude a llevarla. —Niña, niña, vuélvete atrás de esas locas palabras que se han escapado de tu boca… ¿Sabes cuál es esa desgracia? ¿Sabes cuál es esa maldición? ¿Sabes tú quién es tu amado?… ¿Lo que él…? ¿No me ves cómo tiemblo y que guardo un secreto? Ella cayó a mis pies sollozando y aseguró su ruego con un juramento. Declaré al forestal, que entraba en aquel momento, que tenía la intención de pedir la mano de su hija el día uno del próximo mes. Y que fijaba esa fecha, porque antes sucedería algo que podía tener una influencia en mi destino. Lo único inalterable era mi amor por su hija. El buen hombre verdaderamente se impresionó al oír tales palabras en boca del conde Peter. Me saltó al cuello y luego se avergonzó de haber perdido la serenidad. Después se le ocurrió dudar, calcular, o investigar. Habló de dote, de seguridad, del futuro de su querida hija. Le di las gracias por habérmelo recordado. Le dije que quería instalarme en aquel lugar, donde parecía que era querido, y llevar una vida libre de preocupaciones. Le pedí que comprara las mejores fincas que se vendieran en los contornos a nombre de su hija y que me cargase a mí el pago; sería la mejor forma de que un padre prestara un servicio al enamorado de su hija. Eso le dio mucho que hacer, porque de todas partes acudieron a él forasteros. Compró sólo aproximadamente por valor de un millón. Aquella ocupación fue en realidad una inocente estratagema para mantenerle alejado; y ya le había hecho otras, porque tengo que reconocer que era algo pesado. La madre, por el contrario, era algo sorda y no tan celosa como él del honor de charlar con el señor conde. Se presentó también la madre; los dos, felices, me insistían en que me quedase hasta más tarde, pero no podía permanecer ni un minuto más: estaba viendo amanecer en el horizonte la saliente Luna. Mi tiempo había terminado. Al día siguiente, por la tarde, fui otra vez al jardín del forestal. Me había envuelto en la capa y tenía el sombrero calado hasta los ojos. Me acerqué a Mina. Cuando levantó los ojos y me miró, hizo un movimiento involuntario. Se me volvió a representar claramente la escena de aquella terrible noche cuando aparecí a la luz de  la Luna sin sombra. Era ella realmente. ¿Me había reconocido ella ahora también? Estaba callada y pensativa. Yo tenía un gran peso en el corazón. Me levanté. Ella se arrojó en mi pecho llorando calladamente. Me fui. Desde entonces la encontré muchas veces llorando. Cada vez lo veía todo más negro dentro de mi alma… Y los padres flotaban en medio de una superabundante felicidad. El día fatal se acercaba inquieto y sordo como una nube de tormenta. Empezó la tarde… Yo apenas podía respirar. Por precaución había llenado algunas cajas de dinero y esperé las doce… Sonaron. Y yo estaba sentado con los ojos fijos en las manecillas del reloj, contando los segundos y los minutos como puñaladas. Cualquier ruido que se producía me asustaba. El día amaneció. Las horas plomizas se empujaban unas a otras, llegó el mediodía, la tarde, la noche; giraron las agujas, se agostó la esperanza; sonaron las doce y no apareció nadie, pasaron los últimos minutos de la última hora y no apareció nadie, sonó la primera campanada, la última campanada de las doce horas y yo me hundí en mi asiento sin esperanza, con lágrimas sin fin. Mañana —sin sombra para siempre— tenía que ir a pedir la mano de mi amada… Un sueño pesado me hizo cerrar los ojos ya hacia la mañana. 

Era todavía temprano cuando me despertaron voces que se elevaban en una violenta discusión en mi antecámara. Escuché. Bendel prohibía entrar, Rascal juraba a voces que no se dejaría dar órdenes de un igual e insistía en entrar en mi habitación. El buen Bendel le hacía saber que, si tales palabras llegasen a mis oídos, le harían perder un buen puesto. Rascal amenazaba con llegar a las manos, si le impedía por más tiempo la entrada. Me había vestido a medias y abrí enfadado la puerta dirigiéndome a Rascal. 

—¿Qué es lo que quieres, sinvergüenza? Retrocedió dos pasos y contestó fríamente: —Pedirle con todos los respetos, señor conde, que me deje ver su sombra… Ahora da el Sol en el patio. Me quedé como herido por un rayo. Tardé bastante en recobrar la palabra. 

—¿Cómo puede un criado a su señor…? Me interrumpió tranquilamente. —Un criado puede ser un hombre honorable y no querer servir a uno sin sombra. Me despido. Tuve que cambiar de actitud. 

—Pero Rascal, querido Rascal. ¿De dónde has sacado esa lamentable idea… cómo puedes pensar que…? Él continuó en el mismo tono: —Hay gente que piensa que usted no tiene sombra… En pocas palabras: o me muestra usted su sombra o me despido. Bendel, pálido y tembloroso, pero más dueño de sí que yo, me hizo una seña, y yo me refugié en el dinero que todo lo allana. Pero también esto había perdido su poder. Lo tiró al suelo.

 —No lo acepto de un hombre sin sombra. Me volvió la espalda y se fue de la habitación, el sombrero en la cabeza, silbando una cancioncilla, sin prisas. Yo estaba allí delante de Bendel como de piedra viendo cómo se iba, sin saber qué hacer ni qué pensar. Suspirando amargamente y con la muerte en el corazón, me dispuse finalmente a desempeñar mi palabra y a aparecer en el jardín del forestal como un malhechor delante del juez. Penetré en la obscura glorieta a la que habían dado mi nombre y donde me estaban esperando también esta vez. La madre me recibió alegre y despreocupada. Mina estaba sentada, pálida y bella como la primera nieve que a veces en otoño besa las últimas flores y en seguida se convierte en agua amarga. El forestal, con un papel escrito en la mano, paseaba nervioso y parecía callar muchas cosas, que se dibujaban en su rostro, generalmente impasible, poniéndose tan pronto encendido como pálido. En cuanto llegué, se acercó a mí, me invitó a seguirle y me condujo a un sitio despejado y con Sol del jardín. Me dejé caer mudo en mi asiento, y siguió un largo silencio, que ni siquiera la madre se atrevió a romper. El forestal seguía paseando furiosamente por la glorieta, de pronto se quedó parado delante de mí en silencio, miró al papel que tenía en la mano y me preguntó con una mirada escrutadora: —Señor conde, ¿no ha conocido realmente nunca a un tal Peter Schlemihl? Yo callé. 

—Un hombre de carácter excelente y buenas cualidades… Esperaba una respuesta. 

—¿Y si fuera yo mismo ese hombre? Y él añadió rápido: —¡¡A quién se le ha extraviado la sombra!! 

—¡Lo presentía, lo presentía! —gritó Mina—. ¡Hace tiempo que lo sé! ¡No tiene sombra! Y se arrojó en los brazos de su madre, que se asustó y se abrazó convulsivamente a ella, reprochándole que para su desdicha no hubiese revelado un secreto de aquella clase. Ella, como Aretusa[, se había convertido en una fuente de lágrimas que corría más abundante al sonido de mi voz y con mi cercanía hervía tumultuosamente. —Y usted —añadió él forestal ceñudo—, con un descaro inaudito, no ha tenido el más mínimo reparo en engañarnos a ella y a mí. Y ¡encima dice que ama a la que ha hundido de esa manera! ¡Mírela cómo padece y llora! ¡Horrible, horrible! Yo estaba tan trastornado, que empecé a decir locamente que al fin y al cabo no era más que una sombra, una sombra, que también se podía seguir viviendo sin ella y que no merecía la pena hacer tanto ruido por una cosa así. Pero sentía el poco fundamento de lo que decía de una manera tan clara, que yo mismo me callé no sintiéndome digno de una respuesta. Sin embargo, añadí todavía que lo que se había perdido una vez se podía volver a encontrar. Él me respondió iracundo: —Pero dígame, señor, dígame, ¿cómo ha podido perder su sombra? Tuve que mentir de nuevo. —Es que una vez un hombre descomunal pisó con tanta fuerza mi sombra, que le hizo un roto muy grande… La he llevado a arreglar, porque: el dinero puede mucho. Ayer tenía que haberla recibido. —¡Muy bien, señor, de acuerdo! —contestó—. Usted pretende a mi hija, cosa que hacen otros también, y yo, que soy el padre, tengo que cuidarme de ella. Le doy tres días de plazo para que en ese tiempo se procure usted una sombra. Si dentro de ese tiempo aparece usted con una sombra apropiada, será bien recibido. Pero al cuarto día —se lo digo en serio— mi hija será la mujer de otro. Intenté decirle algo a Mina, pero ella, llorando aún más, se abrazó fuertemente a su madre, y ésta me hizo en silencio un gesto de que me alejara. Retrocedí vacilante y me pareció que el Mundo se cerraba detrás de mí. Escapándome de la amable vigilancia de Bendel, atravesé en loca carrera bosques y campos. Un sudor angustioso me corría por las sienes, roncos gemidos salían de mi pecho, creí volverme loco. No sé cuánto tiempo duró esto, hasta que en un soleado páramo me sentí sujeto por la manga. Me paré sin decir una palabra y miré alrededor… Era el hombre del abrigo gris, que, según parecía, había tenido que correr hasta quedarse sin aliento detrás de mí. En seguida empezó a hablar. —Le avisé que vendría hoy, y usted no me ha esperado, pero todavía puede arreglarse todo. Usted lo piensa, canjea otra vez su sombra, que pongo a su disposición, y se va en seguida; será bien recibido en el jardín del forestal y todo queda en una broma. De Rascal, que es el que le ha traicionado y pretende a su novia, me encargo yo; ese pillo ya está maduro. Yo estaba como en sueños. —… ¿Que vendría hoy?… Volví a echar cuentas… Tenía razón; me había equivocado en un día. Busqué con la mano derecha la bolsa en mi pecho. Él adivinó mi pensamiento y retrocedió dos pasos. —No, señor conde, está en muy buenas manos, quédese con ella. Lo miré fijamente, con gesto interrogante, asombrado. Él continuó: —Es sólo una pequeñez como recuerdo. Si es tan amable, firme en esta hoja. 

 Sobre el pergamino estaba escrito: «Por esta firma doy mi alma al poseedor de este documento, después de su natural separación de mi cuerpo.» Yo miraba alternativamente, con mucho asombro, al escrito y al desconocido vestido de gris. Entre tanto él había mojado una pluma recién cortada en una gota de sangre que corría en mi mano del arañazo de una espina, y me la estaba ofreciendo. 

—¿Quién es usted? —le pregunté finalmente. 

—¿Y eso qué importa? —fue su respuesta—. ¿Es que no lo ve? Un pobre diablo, una mezcla de profesor y físico, que con sus artes extraordinarias recoge una mala cosecha de desagradecimiento entre los amigos. Y no tiene en la tierra otra diversión que experimentar un poquito… Vamos, firme aquí, a la derecha: Peter Schlemihl. Moví la cabeza negativamente y dije: —Perdone, señor, pero yo no firmo eso. 

—¿No? —repitió él asombrado—. ¿Y por qué no? —Me parece arriesgado cambiar el alma por la sombra. 

—¿Ah, sí? ¿Arriesgado? —repitió; y se echó a reír a carcajadas en mi cara—. ¿Qué es su alma, si me lo permite? ¿La ha visto jamás? ¿Y qué va a hacer con ella cuando esté muerto? Ya puede estar contento de encontrar un pretendiente que sienta interés todavía y quiera pagar algo real por ese nadie-sabe-qué, esa fuerza galvánica o actividad polarizadora o lo que quiera que sea esa disparatada cosa. Y que quiere pagarlo con su sombra corporal, con la que puede conseguir la mano de su amada y el cumplimiento de todos sus deseos. ¿Es que prefiere dejar a la pobre chica y entregarla a ese infame bribón de Rascal?… No, si esto tiene usted que verlo con sus propios ojos. Venga, que le presto la capa invisible —sacó algo del bolsillo— y peregrinaremos sin ser vistos hasta el jardín del forestal. Tengo que reconocer que me dio vergüenza que aquel hombre se riera de mí. Le odiaba desde el fondo de mi corazón, y yo creo que esta oposición personal me apartaba de comprar mi sombra por medio de la firma solicitada más que cualquier prejuicio o creencia. También me era insoportable la idea de hacer aquel camino en su compañía, como me propuso. El ver entrometerse burlonamente a aquel hipócrita repelente, aquel duende sarcástico entre mi amada y yo me destrozaba el corazón y soliviantaba mi más íntimo sentir. Consideré lo que me había sucedido como impuesto y mi desgracia como algo fatal, y, volviéndome a aquel hombre, le dije: —Señor, yo le vendí mi sombra por esta bolsa maravillosa y hace tiempo que me he arrepentido. ¿No puede deshacerse el trato, por el amor de Dios? Dijo que no con la cabeza y puso un ceño adusto. Yo añadí: —Entonces no le venderé nada de lo que tengo, aunque sea al precio que me ha ofrecido, el de mi sombra, y no le firmo nada. Se entiende también que el disfraz que me ofrece no es igualmente divertido para usted y para mí. Así que discúlpeme, y separémonos sin más. —Siento mucho, monsieur Schlemihl, que por su terquedad se deje ir de la mano un negocio que le ofrezco tan amistosamente. Pero quizá tenga otra vez más suerte… ¡Hasta pronto!… A propósito, permítame mostrarle que las cosas que compro no las dejo nunca estropear, sino que les hago honor y las cuido bien. Y sacó mi sombra de su bolsillo y, arrojándola hábilmente sobre la maleza, la desplegó a sus pies al lado que daba el Sol, de forma que él caminaba entre dos sombras, la suya y la mía; y la mía también tenía que obedecerle, adaptarse y acomodarse a todos sus movimientos. Cuando volví a ver mi pobre sombra, después de tanto tiempo y degradada a un servicio tan indigno, y precisamente cuando por culpa de ella me encontraba en un apuro tan sin nombre, se me partió el corazón y empecé a llorar amargamente. El muy odioso presumía del robo y me renovó descaradamente su ofrecimiento. —Todavía puede tenerla. Sólo una firma y con eso salva a la desgraciada Mina de las garras de ese sinvergüenza, llevándola a los brazos del magnífico señor conde… ya lo ve, sólo una firma. Mis lágrimas brotaron con renovada fuerza, pero me volví y le hice seña de que se fuera. Bendel, que había seguido mis huellas, muy preocupado, apareció en aquel momento. Cuando aquel hombre fiel y bueno me encontró llorando y mi sombra (que se reconocía en seguida) en poder del extraño y gris desconocido, decidió hacerme recobrar lo que me pertenecía, aunque fuera por la fuerza. Y como no entendía de maneras refinadas, empezó a atacarle con palabras, y sin muchos preámbulos le pidió que me devolviera inmediatamente lo mío. Pero él, en vez de contestar, volvió la espalda al inocente hombre y se fue. Bendel, entonces, levantando el bastón de espino que traía y pisándole los talones, le dejó sentir sin ningún miramiento toda la fuerza de su nervudo brazo, mientras le repetía la orden de que devolviera la sombra. El otro, como si estuviera acostumbrado a aquel trato, bajó la cabeza, encorvó los hombros, y siguió su camino Con paso tranquilo por el páramo, llevándoseme mi sombra a la vez que a mi fiel criado. Seguí oyendo largo rato retumbar el sordo ruido en aquellos lugares desiertos, hasta que por fin se perdió en la lejanía. Estaba solo y, como antes, con mi desgracia. Solo de nuevo en el páramo desierto di rienda suelta a infinitas lágrimas, aligerando a mi pobre corazón de un peso sin nombre y angustioso. Pero no veía el fin de mi inmensa desdicha, ni límites, ni fronteras, y sorbía con fiera sed el nuevo veneno que el desconocido había vertido en mi herida. Cuando evoqué en mi alma la figura de Mina y se me apareció su dulce rostro pálido y con lágrimas, y luego al bribón de Rascal, descarado y burlón entre ella y yo, me tapé el rostro y huí a través de aquellos parajes desiertos, pero la horrible aparición no me dejaba, sino que seguía persiguiéndome en mi carrera, hasta que caí al suelo sin aliento y humedecí la tierra con una renovada fuente de lágrimas. ¡Y todo por una sombra! Y una firma podía haberme conseguido esa sombra. Volví a sopesar la extraña oferta y mi negativa. Estaba confuso, no podía juzgar ni concentrarme. Pasó el día, aplaqué mi hambre con frutos, mi sed en el arroyo cercano. Llegó la noche, me tendí bajo un árbol. La húmeda mañana me despertó de un sueño pesado en el que me oí respirar con estertores de muerte. Bendel debió de haber perdido mi rastro y me alegró pensarlo. No quería volver entre los hombres, de los que huía espantado igual que los asustadizos ciervos del monte. Así viví tres angustiosos días. En la mañana del cuarto me encontré en una explanada arenosa en la que brillaba el Sol, sentado bajo sus rayos en unas rocas, porque ahora me gustaba gozar de su vista, que había evitado durante tanto tiempo. Alimentaba calladamente mi corazón con su desesperanza. De pronto me asustó un leve rumor, lancé una mirada alrededor dispuesto a la huida y no vi a nadie; pero por la arena se deslizaba a mi lado al Sol una sombra humana, no muy distinta de la mía, que vagabundeando solitaria parecía acercarse a su dueño. De pronto se despertó en mí un poderoso anhelo y pensé: ¿Buscas un dueño, sombra? Yo lo seré. Y salté para apoderarme de ella. Pensé que, si lograba pisar su huella de tal manera que se me acercara a los pies, se me quedaría  pegada y, con el tiempo, se acostumbraría a mí. La sombra, cuando me moví, huyó y tuve que comenzar una fatigosa caza detrás de la leve fugitiva. Solamente el pensamiento de salvarme de la terrible situación en que me encontraba me dio fuerzas. Huyó hacia un bosque bastante alejado, entre cuyas sombras comprendí que no tendría más remedio que perderla; la angustia me encogió el corazón, aticé mi deseo, puse alas a mi carrera… Le iba ganando visiblemente terreno a la sombra. Iba cada vez más cerca, más cerca, tenía que alcanzarla, cuando se paró de repente y se volvió a mí. Me arrojé sobre ella para cogerla en un poderoso salto, igual que el león sobre su presa… y di inesperadamente, y en duro, sobre un cuerpo. Me di, de una manera invisible, el más increíble costalazo que jamás se dio un hombre. El efecto del golpe me hizo cerrar convulsivamente los brazos y agarrarme a aquello invisible que estaba frente a mí. Caí al suelo, hacia adelante, en la rapidez de la acción, pero debajo había un hombre al que tenía sujeto y que yo vi entonces. Comprendí al fin todo lo que había sucedido. Aquel hombre tenía el nido que hace invisible al que lo tiene, pero no a su sombra. Lo había tenido antes y ahora se le había caído. Busqué con la mirada y en seguida descubrí la sombra del nido invisible, salté sobre él y no fallé en el preciado robo. Sujeté, invisible y sin sombra, el nido en mis manos. El hombre, que se levantó rápidamente buscando a su afortunado vencedor, no pudo ver en la llanura soleada ni a él ni a su sombra, a la que buscaba con particular angustia; no se había tomado antes el trabajo de darse cuenta de que yo no tenía sombra y ahora no podía ni figurárselo. Cuando se convenció de que había desaparecido todo rastro, se volvió con la mayor desesperación contra sí mismo y se mesó los cabellos. Y a mí, el ganado tesoro, me dio la posibilidad y a la vez el deseo de volver a mezclarme entre los hombres. No me faltaban reproches para justificar mi indigno robo, o mejor, no los necesitaba, y, para evadirme de pensamientos de esa clase, me di prisa en alejarme, sin volverme a mirar a aquel desgraciado, cuya angustiada voz estuve oyendo resonar largo tiempo tras de mí. Por lo menos, así me parecieron entonces las circunstancias de todo aquello. Ardía por llegar al jardín del forestal y poder ver por mí mismo la verdad de lo que me había contado aquel hombre odioso. Pero no sabía dónde estaba; subí al próximo montecillo para echar un vistazo alrededor. Desde lo alto vi a mis pies el pueblecito cercano y el jardín del forestal. Mi corazón latió fuertemente y de mis ojos salieron lágrimas muy distintas de las que había vertido hasta ahora: iba a volver a verla. La añoranza aceleró mis pasos por el sendero atinado. Pasé sin ser visto junto a unos campesinos que venían del pueblo. Hablaban de mí, de Rascal, y del forestal. No quise oír nada, pasé rápidamente. Penetré en el jardín con todas las tormentas de la duda en mi pecho… Sonó algo como una risa enfrente de mí, me estremecí, eché una rápida mirada alrededor. No pude descubrir a nadie. Seguí andando, me parecía como si sintiera a mi lado el ruido de los pasos de un hombre, pero no se veía nada. Pensé que mi oído me había engañado. Era todavía temprano y no había nadie en la glorieta del Conde Peter, todavía estaba vacío el jardín. Atravesé los conocidos caminos, apresurándome hacia la casa. El mismo ruido me seguía perceptiblemente. Me senté asustado en un banco que había a pleno Sol frente a la puerta de la casa. Me pareció como si el invisible duende se sentara junto a mí, riendo burlonamente. Alguien metió la llave en la puerta, se abrió, salió el forestal con unos papeles en la manó. Sentía que se me nublaba la cabeza, miré alrededor y, ¡oh espanto!… el hombre del abrigo gris estaba sentado a mi lado, mirándome con satánica sonrisa. Me había echado su capa invisible sobre la cabeza y a sus pies reposaban amigablemente, una junto a otra, su sombra y la mía. Jugaba descuidadamente con el conocido pergamino que tenía en la mano, y, mientras el forestal, ocupado con sus papeles, iba y venía debajo de la sombra de los árboles, se me acercó confidencialmente y me dijo al oído: 

—¡Por fin ha aceptado mi invitación y aquí estamos los dos con la cabeza debajo de la misma capa!… Muy bien, muy bien. Pero ahora, devuélvame mi nido, ya no lo necesita y usted es un hombre demasiado honrado para quedarse con él… No me dé las gracias, le aseguro que se lo he prestado de todo corazón. Lo cogió sin más de mi mano, se lo metió en el bolsillo y se rió una vez más de mí, esta vez tan fuerte, que el forestal miró a ver de dónde había salido el ruido. Yo, sentado como estaba, me quedé de piedra. 

—Tiene que reconocer —dijo— que una capa como ésta es mucho más cómoda. Cubre no solamente a un hombre, sino también a su sombra y además a todos los que quiera meter debajo. Fíjese, hoy le llevo a usted como segundo. Volvió a reír.

 —A ver si se da cuenta, Schlemihl, de que lo que al principio no se hace por las buenas se ve uno obligado a hacerlo al fin. Estoy pensando que me compre esto, que recupere a la novia (todavía es tiempo) y que dejemos a Rascal bambolearse en la horca, cosa que nos resultará fácil mientras no falte una cuerda. Vamos, le doy también mi gorra a cambio. 

 Salió la madre y empezaron a hablar. 

—¿Qué está haciendo Mina? 

—Llorar. 

—¡Qué niña más simple! Pues no se puede cambiar nada. 

—Claro que no, pero así de pronto, entregarla a otro… Eres cruel con tu propia hija, marido. 

—No, mujer, no sabes ver claro. Cuando se encuentre convertida en la mujer de un hombre muy rico y estimado antes de que se le hayan secado esas lágrimas infantiles, se consolará de su dolor como si hubiera despertado de un sueño y dará las gracias a Dios y a nosotros. 

—¡Dios te oiga! —Ella posee ahora muy buenas fincas, pero, después del escándalo de la desgraciada historia con ese aventurero, ¿crees que va a encontrar otro partido que le convenga más que el señor Rascal? Él tiene fincas aquí por valor de seis millones, libres de deudas, pagadas al contado; he tenido los documentos en mis manos. ¡Fue lo que más me gustó! Y además tiene en una carpeta papeles contra Thomas John por valor de casi cuatro millones y medio. 

—Tiene que haber robado mucho. 

—¡Qué estás diciendo! Ha ahorrado donde se despilfarraba.

 —Un hombre que ha llevado librea… 

—¡Qué estupidez! Tiene una apariencia irreprochable. 

—Tienes razón, pero… El hombre del abrigo gris se echó a reír mirándome. La puerta se abrió y salió Mina. Se apoyaba en el brazo de una criada, lágrimas silenciosas corrían por sus bellas mejillas pálidas. Se sentó en un sillón dispuesto para ella debajo de los tilos y su padre tomó una silla a su lado. Le cogió cariñosamente la mano y le habló con cariñosas palabras. Ella empezó a llorar más fuerte. —Eres mi hija querida y buena y te portarás razonablemente sin poner triste a tu padre, que sólo quiere tu felicidad. Comprendo, corazón, que estés muy afectada, pero vas a salir muy pronto de tu desgracia. Has amado mucho a ese ser indigno antes de que descubriéramos la vergonzosa mentira… Ya ves, Mina, lo sé y no te hago ningún reproche. Yo también lo he amado, hija querida, mientras lo tuve por un gran señor. Pero ya has visto cómo ha cambiado todo. ¡Vamos, que hasta un perro tiene sombra, y mi querida y única hija se iba a casar con un hombre que…! Nada, que no vuelves a pensar en él. Y ahora, escucha, Mina, ahora te pretende un hombre que no teme al Sol, un hombre honorable; no es ningún príncipe, naturalmente, pero tiene diez millones, diez veces más que tú; un hombre que hará feliz a mi niña. No me contradigas, no te opongas, sé una hija buena y obediente, deja que tu amante padre cuide de ti y seque tus lágrimas. Prométeme que darás tu mano al señor Rascal. Dime, ¿me lo prometes? Ella contestó con voz entrecortada: —No tengo ningún deseo ni quiero nada de aquí en adelante en la Tierra. Que sea de mí lo que quiera mi padre. En ese momento fue anunciado el señor Rascal y entró con toda frescura en el grupo. Mina se desmayó. Mi odiado acompañante me miró enfurecido y musitó rápidamente: —¿Y usted aguanta esto? ¿Qué es lo que corre por sus venas en vez de sangre? En un rápido movimiento me hizo una incisión en una mano y de la pequeña herida corrió sangre. Y continuó: —¡Sangre roja, realmente! ¡Vamos, firme! Yo tenía el pergamino y la pluma en las manos. 

Me someteré a tu juicio, querido Chamisso, sin intentar sobornarte. Hace tiempo que yo mismo me juzgué severamente pues he alimentado en mi corazón un doloroso remordimiento. Se me representaba continuamente en mi alma este importante momento de mi vida y nunca pude mirarlo sino con duda, humildad y totalmente destrozado. Querido amigo, quien ha puesto locamente el pie fuera del camino recto se encuentra de pronto abocado a otros caminos que le llevan cada vez más y más bajo… Ve brillar las guiadoras estrellas en el cielo, pero no le sirve; no puede elegir, tiene que bajar sin parar y ofrecerse a Némesis. Después del inconsiderado error que me valió mi maldición, aprovechándome del amor, penetré criminalmente en el destino de otro ser; ¿qué otra cosa podía hacer que saltar a ciegas para salvar algo donde había sembrado perdición, cuando se me exigía una salvación rápida? Porque había sonado la última hora. No me creas tan bajo, Adelbert, como para pensar que el precio que se me pedía, por alto que fuese, pudiera parecerme caro, que pretendía escatimar algo que era mío más que el dinero. No, Adelbert. Pero mi alma estaba llena de un odio insoportable contra aquel hipócrita indescifrable de torcidos caminos. Quería hacerle daño, pero me sublevaba ante la idea de tener que ver algo con él… También aquí, como tantas veces en mi vida, y quizás también como tantas veces en la historia del Mundo, entró en juego un accidente en lugar de un hecho. Más tarde me he reconciliado conmigo mismo. He aprendido a reverenciar primero la necesidad y lo que es más que el hecho consumado: su propiedad, el accidente. Y después he aprendido también a reverenciar esa necesidad como un sabio orden que corre a través de toda la gran máquina en la que nosotros actuamos como ruedas impulsadas, encajadas en ella. Lo que debe ser tiene que suceder, lo que debió ser sucedió, y nunca sucede nada sin tener en cuenta ese orden que finalmente aprendí a reverenciar en mi destino y en el destino de todos aquellos en los que intervino el mío. No sé si tengo que atribuirlo a la tensión de mi alma bajo la presión de una emoción muy grande o a que mis fuerzas físicas estaban agotadas, debilitadas por la desacostumbrada miseria de los últimos días o, finalmente, a la agitación que la proximidad de aquel monstruo gris producía en toda mi naturaleza. Pero basta. Ocurrió que al ir a firmar, caí en un profundo desmayo y estuve durante largo tiempo como en brazos de la muerte. Patadas en el suelo y maldiciones fueron los sonidos que primero hirieron mis oídos cuando recobré el conocimiento. Abrí los ojos, estaba obscuro. Mi odiado acompañante me cuidaba reprendiéndome. —¡Si no es esto portarse como una vieja! Levántese y termine ya lo que hemos decidido. ¿O es que ha pensado otra cosa y prefiere lloriquear? Me levanté trabajosamente del suelo, donde estaba tendido, y miré silencioso alrededor. Era ya tarde, y de la casa bien iluminada del forestal venía una música de fiesta, grupos de personas paseaban por los caminos del jardín. Unos cuantos empezaron a hablar cerca de mí y se sentaron en el banco en que yo había estado antes sentado. Charlaban de la boda, celebrada aquella mañana, del rico señor Rascal con la hija de la casa. Así que ya había sucedido… Aparté de la cabeza con la mano la capa invisible del desconocido, que inmediatamente desapareció, y me apresuré sin hacer ruido hacia la salida del jardín, hundiéndome en la profunda noche de la fronda por el camino de la glorieta del Conde Peter. Pero mi atormentador continuaba a mi lado, persiguiéndome con frases hirientes. 

—Conque éste es el agradecimiento por el trabajo que me ha dado Monsieur, que tiene flojos los nervios, cuidándole todo el santo día. ¡Y a un loco hay que seguirle el juego! Pues huya usted de mí si quiere, cabeza dura, pero sepa que somos inseparables. Usted tiene mi dinero y yo tengo su sombra y eso no nos dejará en paz a ninguno de los dos. ¿Ha oído nunca nadie que una sombra haya dejado a su dueño? La suya me arrastra detrás de usted hasta que me haga el favor de aceptarla y me libre de ella. Lo que no ha hecho por placer, ya lo hará más tarde por fastidio y aburrimiento. Nadie escapa a su destino. Y siguió hablando y hablando en el mismo tono. Yo huía inútilmente; no me dejaba, siempre junto a mí, haciendo burlas de la sombra y el dinero. No lograba pensar lo que quería. Había tomado el camino hacia mi casa por calles solitarias. Cuando llegué y miré, apenas pude reconocerla; no se veía luz detrás de las ventanas rotas. Las puertas estaban cerradas, no había movimiento de criados. Él soltó una carcajada junto a mí. 

—Ja, ja, así son las cosas. Pero a su Bendel le encontrará dentro. Hace poco ha sido traído cuidadosamente a casa tan cansado, que desde ahora será más precavido —rió de nuevo—. ¡Ya tendrá cosas que contarle! ¡Hale! Por hoy, buenas noches, hasta muy pronto. Tiré de la campanilla repetidas veces y se encendió una luz. Bendel preguntó desde dentro quién llamaba. Cuando el buen hombre reconoció mi voz, no pudo dominar su alegría. La puerta se abrió, nos echamos llorando uno en brazos del otro. Le encontré muy cambiado, débil y enfermo. Yo tenía todo el cabello gris. Me condujo por las habitaciones desiertas a una del interior, que aún estaba cuidada. Trajo comida y bebida, nos sentamos y empezó a llorar de nuevo. Me contó que cuando finalmente encontró al hombre vestido de gris con mi sombra, le había golpeado hasta que perdió mi rastro y cayó muerto de cansancio; que después, como no me encontró, volvió a casa, donde el pueblo, incitado por Rascal, había entrado al poco rato tumultuosamente, había roto las ventanas y ejercitado su afán de destrucción. Así se habían portado con su bienhechor. Mis criados se habían ido cada uno por su lado. La policía del lugar me había desterrado de la ciudad como sospechoso y me habían dado un plazo de veinticuatro horas para abandonar la región. Aparte de lo que yo ya sabía de Rascal y de su boda, me añadió otras muchas cosas. Este malvado, culpable de todo lo que allí me había sucedido, debía de saber desde el principio mi secreto; se había acercado a mí atraído por el dinero, y ya desde el primer momento se había procurado una llave del armario donde yo tenía el dinero, y en donde estaba el fundamento de su fortuna, que ya podía renunciar a aumentar. Todo esto me lo contó Bendel llorando de vez en cuando y volvió a llorar luego de alegría por verme de nuevo y tenerme allí, y porque me veía tranquilo y sosegado después de haber estado tanto tiempo sin saber dónde me habría llevado mi desgracia. Porque ese era el aspecto que me había dado la desesperación; inmutable, con mi enorme desgracia ante mí, había secado mis lágrimas y ni un grito más podía exhalar mi pecho; la soportaba a cabeza, descubierta, frío e indiferente. 

-Bendel —le dije—, tú conoces mi suerte. Este duro castigo no me viene sin culpa mía antes. No debes seguir uniendo más tiempo tu destino al mío. No quiero: tú eres inocente. Voy a cabalgar esta noche, ensíllame un caballo, iré solo. Tú te quedas, lo quiero así. Todavía debe de haber aquí algunas arcas con dinero: quédate con ellas. Viajaré solo y errante por el Mundo, y si me sonríe una época alegre otra vez, y reconciliada conmigo me vuelve a mirar la fortuna, volveré a pensar en tu fidelidad, porque he llorado sobre tu pecho fiel en horas difíciles y dolorosas. Con el corazón destrozado tuvo que obedecer aquella buena persona las últimas órdenes de su señor, aunque le acongojaran en el alma. Fui sordo a sus ruegos, a sus argumentos, ciego a sus lágrimas. Me trajo el caballo. Le estreché una vez más, llorando él, contra mi corazón, salté a la silla y me alejé, bajo el manto de la noche, de la tumba de mi vida, sin preocuparme el camino por el que me iba a llevar mi caballo. Porque no tenía en la Tierra ningún sitio adonde llegar, ningún deseo, ninguna esperanza. 

 En seguida se me acercó un caminante y me pidió, después de haber ido un rato junto a mi caballo, si podía poner su capa detrás, encima de mi caballo, ya que llevábamos el mismo camino. Le dejé hacer en silencio. Me dio las gracias con un leve distanciamiento por el leve servicio, alabó mi caballo, aprovechó la ocasión para celebrar el poder y la felicidad de los ricos y se lanzó no sé cómo a una especie de monólogo al que apenas presté atención. Desplegó sus puntos de vista sobre la vida y el Mundo y llegó pronto a la Metafísica, a la que exigió que encontrase la palabra que fuera una solución para todos los misterios. Expuso con mucha claridad las cuestiones y procedió en seguida a su desenlace. Ya sabes, querido amigo, que desde que pasé por los filósofos en el colegio he reconocido claramente que no he sido llamado a las especulaciones filosóficas y que me he apartado siempre de ese campo. Desde entonces he dejado pasar muchas cosas y he renunciado a comprender y saber otras muchas. Como tú mismo me aconsejaste, me he dejado llevar de mi buen sentido y he seguido los caminos de mi voz interior lo mejor que he podido. Así que me pareció que aquel artista de la palabra construía con gran talento un firme edificio que se fundaba en sí mismo y se mantenía en sí mismo, como sostenido por una interna necesidad. Pero le faltaba totalmente lo que hubiera querido encontrar dentro, y me resultó una obra de arte vacía, cuya delicada armonía y perfección sólo servía de placer a la vista. Pero yo escuchaba con gusto a aquel hombre que hablaba tan bien, que atraía mi atención apartándola de mis penas, y me hubiera entregado voluntariamente a él si se hubiera dirigido a mi alma lo mismo que a mi entendimiento. Entretanto, había ido pasando el tiempo, y la aurora, sin ser notada, iluminó el cielo. Me asusté cuando de pronto, en una mirada, vi esparcirse el esplendor de sus colores al este, anunciando la cercanía del Sol. Era la hora en que las sombras se ostentan en su total alargamiento. ¡Y en los alrededores no había ningún resguardo, ningún edificio en el campo abierto! ¡Y no estaba solo! Miré a mi acompañante y me llevé otro susto: ¡No era sino el hombre del abrigo gris! Se rió de mi espanto y continuó sin dejarme decir nada: 

—Vamos a unirnos provechosamente por lo pronto, tal como se acostumbra en este Mundo; tiempo tenemos de separarnos. Este camino a lo largo de la montaña (no sé si se habrá dado cuenta) es el único que puede seguir de una manera razonable. Al valle no puede usted bajar, y no va a volver otra vez a la montaña, de donde ha venido. Y éste es precisamente también mi camino. Pero veo que se pone pálido porque está saliendo el Sol. Le voy a prestar mientras estemos juntos su sombra, y a cambio usted se aguanta con mi compañía. Ya no tiene a su Bendel; yo le serviré de buen grado. Usted no me tiene cariño, y lo siento. Pero precisamente por eso puede usted servirse de mí. No es tan negro el diablo como lo pintan. Ayer hizo que me enfadara, es verdad, pero hoy no quiero guardarle rencor, y hasta ahora le he hecho más corto el camino, tiene que reconocerlo… A ver, tenga usted su sombra y pruébela un poco. Había salido el Sol; enfrente, por el camino, venía gente. Acepté el ofrecimiento aunque con una repulsa interior. Dejó deslizar riendo mi sombra en la tierra, que en seguida ocupó su lugar al lado de la sombra del caballo y empezó a trotar graciosamente a mi lado. Me resultaba extraño. Pasé de largo junto a un grupo de campesinos, que me abrieron paso respetuosamente quitándose el sombrero (yo era un hombre rico). Seguí cabalgando y lancé una mirada ansiosa, latiéndome el corazón, hacia detrás del caballo, buscando mi sombra, que había cogido prestada de un extraño, o por mejor decir, de un enemigo. Él caminaba despreocupado al lado, silbando una cancioncilla. Él a pie, yo a caballo… Se me ocurrió una trampa, la tentación era demasiado grande; volví de pronto las riendas, piqué espuelas y a toda velocidad me desvié por un camino lateral. Pero no me llevé la sombra, que, al volverse el caballo, se soltó y esperó a su legítimo dueño. Tuve que volver avergonzado. El hombre del abrigo gris, después de terminar tranquilamente la cancioncita, se rió de mí, me colocó de nuevo la sombra en su sitio y me advirtió que se me quedaría pegada y se quedaría conmigo si quisiera volverla a tener como propiedad legítima. —Le tengo sujeto por la sombra —añadió— y no puede separarse de mí. Un hombre tan rico como usted necesita una sombra, y no puede ser de otro modo. Sólo hay que reprocharle que no se haya dado cuenta antes. Continué mi viaje por el mismo camino. Encontré de nuevo toda clase de comodidades y hasta lujo. Podía ir donde quería, puesto que tenía sombra, aunque fuera prestada, y recogía por todas partes los homenajes que proporciona la riqueza. Pero tenía la muerte en el corazón. Mi extraño acompañante, que se presentaba a sí mismo como el indigno criado del hombre más rico del Mundo, era un criado extraordinario, inteligente y hábil sobre toda medida, el auténtico modelo de ayuda de cámara de un hombre rico, pero no se iba de mi lado y no paraba de hablarme con una gran esperanza del día en que yo, aunque no fuera más que por verme libre de él, me decidiera a cerrar el trato con mi sombra. Me era tan pesado como odioso. Le tenía verdaderamente miedo. Había conseguido que dependiera de él. Me sujetó volviéndome a hacer entrar en las magnificencias del Mundo de las que había huido. Tenía que soportar su elocuencia y casi le daba la razón. Un hombre rico tiene que tener una sombra en el Mundo y, mientras quisiera mantener la situación en la que él me había vuelto a meter, sólo había una salida posible. Pero una cosa era cierta: después de haber sacrificado mi amor, después de haber perdido color mi vida, no quería vender mi alma a aquel ser ni por todas las sombras del Mundo. No sabía cómo acabaría aquello. Una vez estábamos sentados delante de una cueva que visitaban los forasteros que iban a la montaña. Allí se oía desde una profundidad enorme el tumulto de corrientes subterráneas y, cuando se arrojaba una piedra, parecía no encontrar fondo en su caída resonante. Él me pintó, como lo hacía frecuentemente, con una extraordinaria fantasía y el atractivo brillante de los más hermosos colores, escenas cuidadosamente construidas de lo que yo podía conseguir en el Mundo gracias a mi bolsa, teniendo en mi poder otra vez mi sombra. Con los codos apoyados en las rodillas y la cara oculta entre mis manos, oía a aquel falsario con el corazón dividido entre la tentación y la firme voluntad que había en mí. No podía continuar más en aquella división interna y comenzó la batalla decisiva. —Me parece que ha olvidado, señor mío, que le he permitido bajo ciertas condiciones que permanezca en mi compañía, pero me he reservado mi total libertad. —En cuanto me lo mande, me voy. Esta amenaza era habitual en él. Yo callé. Se puso en seguida a enrollar mi sombra. Palidecí, pero le dejé hacer sin una palabra. Siguió un largo silencio. Él habló el primero. —No me puede soportar, señor, me odia, lo sé. ¿Y por qué me odia? ¿Quizá porque me atacó en medio del campo y pretendió robarme violentamente mi nido? ¿O es porque pretende apoderarse como un ladrón de mi propiedad, la sombra que yo he confiado a su sola honradez? Yo, por mi parte, no lo odio. Encuentro completamente natural que intente en su provecho la violencia y el engaño; que tenga usted, por lo demás, severos principios y que piense como la misma honradez, es un capricho contra el que no tengo nada. En realidad, yo no pienso tan severamente como usted; yo sólo actúo como usted piensa. ¿O es que le he echado la mano al cuello para llevarme su valiosa alma que tanto me divierte? ¿He dejado de servirle por la bolsa que le cambié? ¿He intentado escaparme con ella? No podía decirle a nada que no. Él continuó: —De acuerdo, señor, de acuerdo. Usted no puede soportarme; también lo comprendo muy bien y no quiero molestarle más. Tenemos que separarnos, eso está claro, y usted empieza ya a aburrirme también. Así que para librarse de mi futura vergonzosa presencia de una vez, le vuelvo a aconsejar: ¡Cómpreme esto! Yo le enseñé la bolsa. —Por este precio… 

—¡No! Suspiré profundamente y volví a hablar: —Entonces, señor, insisto en que nos separemos. No vuelva a ponérseme delante en un Mundo que espero sea suficientemente ancho para los dos. Se rió y contestó: —Me voy, señor. Pero antes le voy a enseñar cómo puede llamarme si alguna vez quiere algo de su humilde servidor. No necesita más que sacudir la bolsa para que suenen las eternas piezas de oro. El sonido me traerá al momento. Cada uno piensa en este Mundo, en su provecho, pero ya ve usted que yo también pienso en el suyo, pues le revelo un nuevo poder… Oh, ¡qué bolsa! Aunque las polillas hubieran comido su sombra, ella seguiría siendo un fuerte lazo entre los dos. Usted me tiene con su dinero, mande a su servidor aunque esté lejos. Ya sabe que soy muy servicial con mis amigos y que las personas ricas están en relaciones especialmente buenas conmigo. Usted mismo ha podido verlo… Pero su sombra, señor, ya se lo he dicho, nunca jamás, a no ser con una sola condición. Pasaron por mi imaginación rostros de otros tiempos. Le pregunté rápido: —¿Tiene usted una firma del señor John? Él se rió. —Es tan buen amigo que no me ha hecho falta. —¿Dónde está, por Dios? ¡Quiero saberlo! Metió la mano, vacilando, en el bolsillo, y agarrada por los cabellos apareció la figura pálida y desfigurada de Thomas John, y los azules labios del cadáver se movieron con torpes palabras: —Justo judicio Dei judicatus sum; justo judicio Dei condemnatus sum. Quedé horrorizado y, arrojando rápidamente al abismo la sonora bolsa, le dije estas últimas palabras: 

—¡Malvado! ¡Te conjuro en nombre de Dios! ¡Vete de aquí y que no te vuelvan a ver mis ojos! Se levantó taciturno y desapareció en seguida detrás de la masa de rocas que cerraba aquel selvático lugar. 

Me senté, sin sombra y sin dinero, pero se me había quitado un gran peso del corazón y estaba contento. Si no hubiera perdido mi amor o me hubiera podido sentir libre de reproches por haberlo perdido, creo que hubiera sido feliz… pero no sabía qué hacer. Busqué en mis bolsillos y encontré que me quedaban todavía unas piezas de oro. Las conté y me reí. Tenía mis caballos abajo, en el hostal, y me daba vergüenza volver allí. Por lo menos, tenía que esperar a que se pusiera el Sol. Todavía estaba alto en el cielo. Me eché a la sombra de unos árboles que había al lado y me dormí tranquilamente. Cuadros encantadores se engarzaron en danza airosa en un sueño agradable. Mina, con una corona de flores en el pelo, flotaba a mi alrededor y me miraba sonriendo. También el honrado Bendel estaba coronado de flores y se me acercaba saludándome amablemente. Vi a muchos otros y me parece que a ti también, Chamisso, en una lejana confusión de gente. Había luz fuerte, pero nadie tenía sombra, y lo que es más raro, no parecía mal… Flores y canciones, amor y alegría debajo de las palmeras… No podía distinguir ni fijar los amados rostros, en movimiento y levemente desdibujados, pero sé que soñé con gusto aquel sueño, y cuando me desperté pensé en él. Estaba ya despierto del todo y mantuve cerrados los ojos para guardar dentro de mi alma un poco más de tiempo las fugitivas apariciones. Finalmente, abrí los ojos. El Sol estaba todavía en el cielo, pero hacia oriente, así que había dormido toda una noche. Lo tomé por señal de que no debía volver al hostal. Di por perdido sin ningún trabajo todo lo que tenía allí y decidí seguir a pie por un camino lateral que continuaba por la boscosa falda de la montaña, dejando al destino que cumpliera lo que me tenía preparado. No me volví a mirar atrás ni tampoco pensé en Bendel para acudir a él (le había dejado enriquecido), cosa que podía haber hecho fácilmente. Me contemplé desde el punto de vista de la nueva imagen que tenía que dar ahora en el Mundo: mi traje era discreto, y tenía una vieja kurtka negra que había llevado en Berlín y que, no sé por qué, se me vino a las manos en este viaje. En los pies un par de botas viejas, y sin gorra de viaje en la cabeza. Me levanté, corté de allí como recuerdo un bastón de nudos y me puse en seguida en camino. En el bosque me encontré con un viejo campesino que me saludó amablemente y con el que me dejé arrastrar a una conversación. Como curioso viajero, me informé primero de los caminos, después de los alrededores y de sus habitantes, de los productos de la montaña, y de varias cosas más. Respondió muy enterado y con locuacidad a mis preguntas. Llegamos al lecho de un torrente que había devastado una larga franja a lo largo del bosque. Me asustó interiormente aquel espacio al Sol y dejé que el campesino fuera delante. Pero se paró en mitad del peligroso sitio y se volvió a mí para contarme la historia de aquella devastación. Se dio en seguida cuenta de lo que me faltaba y se interrumpió en su charla: 

—¿Pero que es lo que le pasa? ¡El señor no tiene sombra! 

—Desgraciadamente, desgraciadamente… —le contesté yo suspirando—. Durante una grave y larga enfermedad, se me cayó el pelo, las uñas, y la sombra. Mire, abuelo, a mi edad, cuando me volvió a crecer el pelo, era completamente blanco, las uñas muy cortas, y la sombra todavía no me ha crecido. 

—Vaya, vaya… —contestó el viejo moviendo la cabeza—. ¡Sin sombra! ¡Eso es malo! Tiene que haber sido una enfermedad muy mala la que ha tenido el señor… Pero no continuó con su narración y, al primer cruce de caminos que se ofreció, se apartó de mí sin decir una palabra. Amargas lágrimas temblaron de nuevo en mis mejillas y mi alegría se acabó. Continué mi camino con el corazón entristecido y no volví a buscar más la compañía de los hombres. Me mantuve en lo más obscuro de los bosques y a veces, cuando tenía que atravesar un espacio al Sol, tenía que esperar horas para que los ojos de un hombre no me impidieran atravesarlo. Por la noche, entraba en las posadas de las aldeas. Me dirigí a unas minas en la montaña, donde pensaba encontrar trabajo bajo tierra. Porque, sin tener en cuenta que mi situación actual me obligaba a cuidar de mi propio sustento, calculé que solamente un rudo trabajo podría protegerme de mis destructores pensamientos. Un par de días lluviosos me hicieron andar más de prisa, pero a costa de mis botas, cuya suela estaba calculada para el conde Peter y no para los pies de un trabajador. Iba ya descalzo y tuve que comprarme un par de botas nuevas. A la mañana siguiente me ocupé en serio del asunto, en un lugar donde había feria y donde en un tenducho vendían botas nuevas y viejas. Elegí y regateé largo rato. que renunciar a unas nuevas que me hubiera gustado comprar porque me asustó lo caras que eran. Así que me contenté con unas viejas que todavía estaban fuertes y buenas y que me dio el guapo muchacho rubio del tenducho sonriendo amablemente cuando se las pagué, deseándome buen viaje. Me las puse en seguida y salí del lugar por la puerta situada al norte. Iba sumido en mis pensamientos y apenas me daba cuenta de dónde ponía los pies, porque iba pensando en las minas, donde esperaba llegar al atardecer y donde no sabía muy bien cómo presentarme. No había dado unos doscientos pasos, cuando noté que me había salido del camino. Miré alrededor y me encontré en un desierto y viejísimo bosque de abetos en el que no parecía haber entrado jamás el hacha. Avancé unos pasos y me encontré en medio de unas rocas solitarias en las que solamente crecían musgos y saxífragas[; aquí y allá había nieve y planicies heladas. El aire era muy frío. Miré hacia atrás y el bosque había desaparecido. Di unos pasos más… y alrededor reinaba un silencio de muerte, el hielo se extendía sin fin desde donde yo estaba hasta una niebla densa, pesadamente quieta; había un Sol sangriento al borde del horizonte. El frío era insoportable. No sé cómo fue; una helada glacial me obligó a andar más de prisa, empecé a percibir el oleaje del mar lejano; di un paso más y me encontré a la orilla helada del océano. Manadas incontables de focas se arrojaron a las olas huyendo de mí. Seguí por la orilla y volví a ver rocas peladas, tierras, bosques de abetos y abedules. Seguí todavía unos minutos andando al frente. Hacía un calor insoportable, miré y estaba entre hermosos campos cultivados de arroz y moreras. Me senté a su sombra y miré mi reloj. No hacía un cuarto de hora que había abandonado la feria… Creí estar soñando; me mordí la lengua para despertarme, pero estaba verdaderamente despierto… Cerré los ojos para reflexionar. Empecé a escuchar extrañas sílabas con tono nasal; abrí los ojos y dos chinos, inconfundibles por el color asiático de su rostro, si hubiera dejado lugar a dudas su traje, me hablaban en su lengua con los saludos acostumbrados en su tierra. Me levanté y retrocedí dos pasos. Dejé de verlos y el paisaje era completamente distinto: árboles, bosques en lugar de campos de arroz. Contemplé los árboles y las hierbas que florecían a mi alrededor. Las que yo conocía eran plantas del sudoeste de Asia. Quise acercarme a un árbol, un paso… y otra vez todo distinto. Eché a andar como un recluta haciendo la instrucción, a paso lento. Maravillosas tierras cambiantes, campos, aguas, montañas, estepas, desiertos, fueron pasando delante de mi asombrada mirada. No había duda, tenía las botas de siete leguas en mis pies. 

Caí de rodillas en muda oración vertiendo lágrimas de alegría… porque de pronto veía claro mi futuro dentro de mi alma. Arrojado de la compañía de los hombres por una temprana culpa, me dedicaría como compensación a la Naturaleza, que yo amaba tanto. Se me daba la Tierra como un jardín; el estudio, como la riqueza y la fuerza de mi vida; y como finalidad, la ciencia. No fue una simple resolución lo que tomé. Desde entonces he intentado realizar con callada, severa, e ininterrumpida aplicación lo que entonces vi con mis ojos interiores en claro y perfecto proyecto, y el que yo estuviera contento ha dependido siempre de la coincidencia de lo realizado con el proyecto. Me apresuré para tomar posesión con una rápida ojeada, sin titubeos, del campo donde iba a cosechar en el futuro. Estaba en lo alto del Tíbet, y el Sol que había visto salir hacía pocas horas caminaba ya por el occidente del cielo; atravesé Asia de oriente a occidente adelantándole en su carrera y entré en África. Lo miré todo con curiosidad, atravesándola repetidamente en todas direcciones. Cuando miraba con la boca abierta en Egipto las pirámides y los templos, vi en el desierto, no lejos de Tebas, la de las cien puertas, las cuevas donde vivieron los ermitaños cristianos. Me di cuenta de pronto de que allí estaba mi casa. Elegí para mi futura residencia una de las más escondidas y a la vez grande, cómoda y cerrada a los chacales; y continué mi camino. Subí a Europa por las columnas de Hércules y, después de haber visto las provincias del sur y del norte, me fui por Asia del Norte y los glaciares polares, pasando Groenlandia, hasta América; atravesé las dos partes de este continente, y el invierno, que reinaba en el sur, me empujó rápidamente desde el cabo de Hornos hacia el norte. Me esperé hasta que se hizo de día en Asia oriental y, después de descansar un poco, continué mi viaje. En América seguí la cadena de montañas que posee las más famosas y altas cumbres de nuestro globo. Anduve despacio y cuidadosamente de pico en pico, tan pronto sobre volcanes llameantes como sobre cortadas cimas, respirando a veces con dificultad. Subí al monte Elíasy salté por el estrecho de Bering a Asia. Seguí su costa occidental en todas sus múltiples curvas e investigué con especial cuidado a cuál de aquellas islas podría ir. De la península de Malaca me llevaron mis botas a Sumatra, Java, Bali y Lamboc; intenté, muchas veces con peligro y siempre sin éxito, encontrar un camino al noroeste entre las pequeñas islas y rocas de que está lleno este mar, para ir a Borneo y otras islas del archipiélago. Tuve que dejarlo. Me senté finalmente en el pico más alto de Lamboc y, volviendo la cara al sur y al este, me eché a llorar como si estuviera tras las rejas mejor cerradas de una prisión, porque había encontrado tan pronto el límite de mis posibilidades. Las maravillas de plantas y animales de Nueva Holanda y los mares del Sur con sus islas de coral, tan importantes y esenciales para el conocimiento de la Tierra, y su vestidura provocada por el Sol me estaban prohibidas, y así, ya desde el principio, todo lo que recogiera y elaborara estaría condenado a ser solo un fragmento. ¡Oh, Adelbert, de qué sirven los trabajos de los hombres! ¡Cuántas veces en el más duro invierno de las islas de la mitad meridional he intentado hacer esos doscientos pasos que me separaban de la tierra de van Diemen y Nueva Holanda, yendo desde el cabo de Hornos, pasando por los hielos del Polo, situados detrás hacia el oeste, sin preocuparme de cómo podría volver, aunque se cerrase sobre mí aquella maldita tierra como la tapa de mi ataúd! Con loco atrevimiento he pisado con desesperación hielos movedizos y he luchado con el frío y el mar, y no he logrado nunca llegar a Nueva Holanda… Siempre tenía que volver a Lamboc y, sentándome en el pico más alto, llorar otra vez volviendo la cara al sur y al este, como si estuviera dentro de las rejas bien cerradas de una prisión. Me alejé al fin de aquel lugar, y con el corazón entristecido volví a penetrar en el interior de Asia; la recorrí rápidamente siguiendo la puesta del Sol hacia el oeste, y llegué a Tebas por la noche, a la casa que tenía preparada y en la que había estado la tarde del día anterior. En cuanto descansé un poco y se hizo de día en Europa, me preocupé lo primero de preparar lo que necesitaba. Por lo pronto, frenos para los pies, pues había experimentado lo incómodo que resultaba no poder acortar el paso para investigar objetos próximos sin quitarme las botas. Un par de chanclos sobrepuestos hacían perfectamente ese efecto, tal como yo me figuraba, así que más tarde llevaba conmigo siempre dos pares, porque muchas veces, cuando me los quitaba, no me daba tiempo de recogerlos si me asustaban en mis trabajos botánicos leones, hombres, o hienas. Mi reloj, muy bueno, era un extraordinario cronómetro para la corta duración de mis paseos. Necesitaba además un sextante[, algunos  instrumentos de física y libros. Para procurarme todo eso di unos paseos a Londres y París, que en aquel momento estaban cubiertos de una niebla muy a propósito para mí. Cuando se acabó lo que quedaba de mi dinero mágico, utilizaba como pago marfil africano, que encontraba fácilmente, eligiendo, como es natural, los colmillos más pequeños que no sobrepasaban mis fuerzas. Pronto estuve provisto y pertrechado de todo y empecé en seguida mi nueva vida de investigador privado. Recorrí acá y allá la Tierra, midiendo tan pronto una altura como la temperatura de una fuente, o la de la luz; observando los animales e investigando las plantas. Iba del Ecuador al Polo, de un Mundo a otro, comparando experiencia con experiencia. Mi alimento corriente eran huevos de avestruz africano o de aves marinas del norte, y frutos, sobre todo los de las palmeras tropicales y de los bananos. Cuando me faltaba la felicidad, tenía como sucedáneo la nicotina, y para trato y relaciones humanas, el cariño de un perro fiel que guardaba mi cueva de Tebas, y que, cuando volvía a verlo, cargado de nuevos tesoros, se me echaba encima alegremente y me hacia sentir de una manera humana que no estaba solo en la Tierra. Pero aún me haría volver entre los hombres otra aventura. 

Estaba yo una vez en la costa de los países del norte con mis botas frenadas, recogiendo algas y líquenes, cuando, al dar la vuelta a una roca, me encontré frente a un oso. Quise saltar a una isla que había al otro lado, después de arrojar los chanclos, pero en medio había una enorme roca desnuda, surgiendo de las olas, que me cortaba el paso. Afirmé un pie en la roca, pero el otro se me hundió en el mar, porque, sin darme cuenta, se me había quedado prendido el chanclo. Pasé muchísimo frío y salvé con trabajo mi vida de aquel peligro. En cuanto estuve en tierra, corrí todo lo que pude hasta el desierto de Libia para secarme al Sol. Pero me dio el Sol mucho rato y cogí una insolación en la cabeza. Muy enfermo, volví tambaleándome al norte. Intenté aliviarme moviéndome rápidamente y corrí con inseguros pasos del oeste al este y del este al oeste. Tan pronto me encontraba con el día como con la noche, tan pronto en el verano como en el frío invierno. No sé cuánto tiempo di así vueltas por la Tierra. Una ardiente fiebre me hervía en las venas, sentí angustiado que perdía el conocimiento. Todavía quiso mi mala fortuna que, en mi desconsiderada marcha, pisara a alguien. Debí de hacerle daño, porque recibí un fuerte golpe y caí al suelo. Cuando recobré el conocimiento, me encontré echado cómodamente en una buena cama, que estaba con otras muchas en una hermosa y amplia sala. Alguien estaba sentado a mi cabecera. Por la sala iban personas de una cama a otra. Llegaron a la mía y hablaron de mí. Me llamaban Número doce y en la pared, a mis pies, había — con toda seguridad, no era posible engañarse, lo leí muy claramente— una placa de mármol negro que tenía escrito en letras doradas exactamente mi nombre: PETER SCHLEMIHL. 

En la placa, debajo de mi nombre, había otros dos renglones, pero estaba demasiado débil para poder leerlos, y volví a cerrar los ojos. Oí algo leído clara y perceptiblemente que trataba de Peter Schlemihl, pero no entendí el sentido. Vi junto a mi cama una bella mujer vestida de negro y a un hombre amable. Sus rostros no me eran desconocidos, pero no sabía quiénes eran. Pasó algún tiempo y empecé a sentirme fuerte. Me llamaba Número Doce, y Número Doce, a causa de su larga barba, era tenido por judío, aunque no por eso fui tratado con menos cuidado. Parecía que nadie se había dado cuenta de que no tenía sombra. Me aseguraron que mis botas se encontraban junto a las demás cosas que tenía conmigo, cuando me llevaron allí, y estaban en lugar seguro para ser puestas a mi disposición cuando me pusiera bueno. El sitio donde estaba se llamaba SCHLEMIHLIUM. Lo que se leía diariamente de Peter Schlemihl era una exhortación a rogar por él mismo como fundador y bienhechor de aquella fundación. El hombre amable que yo había visto junto a mi cama era Bendel, y la bella mujer, Mina. Me restablecí, sin ser reconocido, en el Schlemihlio y me enteré de más cosas. Estaba en la ciudad natal de Bendel, donde él había fundado este hospital (en el que me salvaron de mi desgracia) con el dinero nada santo que yo dejé. Él lo dirigía. Mina era viuda; un desgraciado proceso criminal le había costado al señor Rascal la vida y a ella la mayor parte de sus bienes. Sus padres no existían ya. Vivía allí como una viuda temerosa de Dios haciendo obras de misericordia. Una vez estuvo hablando junto a la cama del Número Doce con el señor Bendel. —¿Por qué, noble señora, se expone continuamente a este aire tan insano que hay aquí? ¿Es tan dura su suerte que desea morir? —No, señor Bendel. Después de haber dejado todos mis sueños y haber despertado dentro de mí, me siento bien desde que ya no deseo nada, y no temo la muerte. Desde entonces pienso alegre en el pasado y en el futuro. ¿No le pasa a usted lo mismo ahora que sirve a su señor y amigo tan devotamente, sintiendo una interna y callada alegría? 

—Gracias a Dios, sí, noble señora. ¡Qué extraño es lo que nos ha sucedido! Sin pensarlo hemos saboreado mucho bien y mucho dolor amargo de una copa llena. Y ahora está vacía. Y quisiera uno pensar que era sólo probar, y esperar, ya con mayor entendimiento, el verdadero principio. Sin embargo, el verdadero principio es otro y nadie desearía volver al primer juego de manos. Pero en el fondo está uno alegre de haberlo vivido tal como fue. También confío en que a nuestro viejo amigo le irá mejor que antes. 

—Yo también —contestó la bella viuda. Y siguieron adelante. Esta conversación me dejó muy impresionado. Pero dudaba si debía darme a conocer o irme sin que me conocieran. Me decidí. Pedí un papel y un lápiz y escribí estas palabras: «También a vuestro viejo amigo le va mejor que en otros tiempos, y, si expía, es la expiación del perdón.» Entonces dije que quería vestirme, que ya me encontraba más fuerte. Me dieron la llave del armario que estaba junto a mi cama. Encontré dentro todo lo que me pertenecía. Me vestí, colgué la caja de botánico (en la que con alegría encontré los líquenes nórdicos) sobre mi negra kurtka, me puse las botas, dejé la nota que había escrito sobre mi cama y, en cuanto se abrió la puerta, ya estaba yo camino de Tebas. Cuando seguía el camino a lo largo de la costa siria, por el que me había ido de casa la última vez, vi que me salía al encuentro mi pobre Fígaro. El excelente perro parece que quiso seguir las huellas de su señor, que tanto tiempo había esperado en casa. Me paré y lo llamé. Se me echó encima ladrando con mil conmovedoras muestras de inocente y traviesa alegría. Le cogí debajo del brazo, pues naturalmente no podía seguirme, y le llevé conmigo a casa. Encontré todo tal como lo había dejado y volví poco a poco, en tanto me volvían las fuerzas, a mis ocupaciones anteriores y mi antigua manera de vivir. Lo único, me mantuve un año apartado de los fríos polares, que me resultaban insoportables. Y así, querido Chamisso, vivo hoy todavía. Mis botas no se gastan, como en un principio me dejó temer la sapientísima obra del famoso Tieckius, De rebus gestis Pollicilli. Conservan su fuerza. Sin embargo, la mía disminuye. Pero tengo el consuelo de haberla gastado para conseguir algo en el justo sentido y no de una manera infructuosa. He estudiado a fondo, tanto como me lo han permitido mis botas, la Tierra, su constitución, sus alturas, sus temperaturas, su atmósfera cambiante, las manifestaciones de su fuerza magnética, la vida que hay en ella, especialmente en el reino vegetal, y todo esto más que nadie antes de mí. He expuesto los hechos en varias obras con la mayor exactitud y en el orden más claro posible y he dejado en unos cuantos tratados, de una manera rápida, mis puntos de vista y las consecuencias que he sacado. He establecido la geografía del interior de África y la de las tierras polares del norte, la del interior de Asia y sus costas orientales. Mi Historia stirpium plantarum utriusque Orbis está ahí como un gran fragmento de la Flora universalis terrae y como una parte de mi Systema naturae. Creo que con ello no sólo he aumentado en más de un tercio el número de las especies conocidas, sino que también he hecho algo por el sistema natural y por la geografía de las plantas. Actualmente trabajo activamente en la fauna. Me preocuparé de que, antes de mi muerte, mis manuscritos queden en la Universidad de Berlín. Y a ti, mi querido Chamisso, te he elegido como guardián de mi extraña historia, de la que quizás, cuando yo haya desaparecido de la Tierra, algunos de sus habitantes puedan sacar enseñanzas provechosas. Y tú, amigo mío, si quieres vivir entre los hombres, aprende a honrar primero a la sombra y luego al dinero. Si quieres vivir contigo y con lo mejor de ti mismo, no necesitas consejo ninguno. 









Ilustración: Théodore Géricault

La invasión

Rosa y Gustavo estaban nerviosos, el guarda del tren ya había pasado tres veces mirándolos amenazante. De la bolsa de lona escondida bajo el...