sábado, 31 de agosto de 2024

Los vientos







Rodrigo Casas llegó a la ciudad cuando tenía dieciséis años. Recorriendo el barrio, lo primero que atrajo su mirada de ojos marrones fue el local antiguo, casi prismático y solitario del almacén. Ocupaba la esquina con sus frisos esmeradamente moldeados, el alero de tejas, las ventanas abiertas a cada una de las calles, y la puerta enorme de dos hojas de hierro y vidrio. Desde las baldosas subía por la pared una capa verde de moho.

     Sobre el umbral había un perro con signos inconfundibles de sarna, y a su lado un hombre de cuarenta y pico de años, sentado con la cara entre las manos. La cortina de flecos se balanceaba con la brisa de aquel mediodía.
     -Busco habitación, señor. ¿Sabe donde hay alguna disponible?- Le preguntó.
     El otro se puso a mirarlo antes de contestar. Rodrigo notó la barba abundante y canosa, el cabello escaso y encrespado. El abdomen le ajustaba el delantal. Había un cartel en la puerta, encima del perro acurrucado y dormido.
     “Se necesita ayudante”, decía. Y arriba de todo leyó: “Nuevo almacén, de Francisco Costa.”
     -Si querés, te doy un cuarto y un laburo. ¿De dónde venís?
     -De Tandil, señor Costa.
     -Entrá que te muestro el negocio.
     Rodrigo iba a tocar al perro, pero un “¡no!”  ronco del hombre lo asustó.
     -Mejor no lo toqués, solamente le vas a dar de comer. Otra cosa... -le dijo señalando la vieja construcción al lado del local. - ... no entrés allí, se va a venir abajo en cualquier momento.
     Entonces el chico miró aquella casona sin terminar, construida hasta el primer piso y con los pilares del segundo apuntando al cielo.
     El negocio adentro estaba oscuro. Tenía dos hileras de mostradores dispuestos en forma de ele. Detrás había estantes llenos de cajas de galletas, latas de aceite y bolsas de harina.
     -Necesito a alguien que me reemplace cuando voy al mayorista o hago trámites. También para la reposición. ¿Entendés? Vas a ser mi mano derecha. Vení que te llevo a tu habitación. Aquí está el baño, ése es mi dormitorio y éste el tuyo.
     El cuarto parecía haber sido habitado por un niño. Había una cama bajo la ventana y un armario con ropa vieja y apolillada. El olor a naftalina y a humedad era casi irrespirable. En un rincón, había un baúl con tantos juguetes como los que podrían acumularse durante toda una infancia. Costa se quedó parado mientras Rodrigo exploraba su nueva habitación.
     -Para mañana voy a sacar estas cosas. Eran de mi hijo, ¿sabés? Ahora tendría tu edad.- Después cerró la puerta, y Rodrigo se desnudó para descansar un rato.
     No supo cuánto tiempo estuvo dormido, pero el aullido del perro lo despertó lentamente. Estaba oscuro ya, y debían ser casi las nueve de la noche. Salió al pasillo, se lavó la cara en el baño y, viendo la puerta abierta del dormitorio de Costa, se decidió a entrar. La ventana daba al terreno vecino, donde el perro aullaba subido a una montaña de escombros, con el hocico y la mirada ciega dirigida hacia las ruinas de la casona.
     Luego vio a Costa entrando a ese lugar, aun contra su propio consejo, hasta situarse junto al perro. Hombre y perro caminaron juntos hacia las paredes derruidas, penetrando en la oscuridad, y todo pareció hundirse en el silencio.
     Rodrigo se puso a buscar algo de comer en la cocina. La heladera guardaba dos botellas de vino, un poco de jamón y dos trozos de carne. Cocinó la carne, preparando todo para cuando volviera su patrón. A las doce de la noche se había adormecido, con los brazos apoyados sobre la mesa. De pronto sintió que el perro le tocaba una pierna para despertarlo, apenas rozándolo, precavido y sumiso, como si conociera su enfermedad y temiera contagiarlo. Costa llegó después y le acarició la cabeza.
     -A la cama, viejo. Mi querido niño.- Rodrigo estaba soñoliento, y más tarde no pudo recordar si había escuchado realmente aquella frase o si sólo la había soñado.

     El trabajo no era demasiado duro. Los vecinos comenzaron a conocerlo, a tratarlo de una manera tan amistosa que al principio lo sorprendió. Era verdad que cumplía con su trabajo, se levantaba temprano y era educado con la gente. Pero aquella amabilidad rozaba casi en la melancolía, como si todos lo conocieran de antes.
     -La gente te quiere.- Le decía Costa.- Aprecia a los buenos pibes. El mío era así, todos lo querían. Iba en bicicleta a todas partes, y los vecinos lo saludaban a los gritos. Su madre se murió cuando él era un bebé todavía, y creo que por eso le tenían lástima.
     -¿Qué le pasó a su hijo?- Preguntó, mientras volcaba la harina en un frasco, y el polvillo se quedó congelado en el aire, suspendido, esperando también una respuesta que no llegó.
     El perro se puso a aullar a la misma hora de todas las noches. Los dos miraron afuera. La luz de las nueve era escasa. Costa, apurado, se fue a la calle. Rodrigo decidió seguirlo. Durante todo un mes lo había visto hacer lo mismo, y ya no pudo resistir la curiosidad.
     La silueta oscurecida y algo encorvada de Costa entró a través de los restos de la pared de la casa, seguido por el animal. El chico fue tras ellos lo más sigilosamente posible,  tropezando sin embargo con las maderas y los ladrillos amontonados por años. Entró por la misma abertura y vio la escalera que llevaba al primer piso, donde el otro, llorando, le hablaba a una sombra proyectada en la pared. Una figura de forma imprecisa, que podía venir de cualquier puerta, ventana o resto de esa casa que había perdido su forma original, o que jamás la había tenido. La luz de la calle o de la luna cayendo sobre las ruinas era impredecible y caprichosa. La figura de la pared no se movía. Sólo Costa y sus labios lo hicieron, hablando sin parar durante media hora. El perro gemía muy bajo, como si no quisiera interrumpir a su dueño.
     Rodrigo supo después, preguntando a los clientes, a las viejas vecinas del barrio que conocían toda la vida de sus habitantes, que el animal había sido la mascota del hijo de Costa. Ambos recorrían las calles del barrio bajo el sol del verano, mientras el padre, joven aún, sin barba y más delgado, los observaba desde la puerta del almacén. Hasta aquella noche en que la casona se derrumbó aplastando al niño, que con sus cortas piernas había intentado escapar inútilmente en su bicicleta.

     Una mañana, muy temprano, Rodrigo escuchó unos ruidos. Era Costa, duchándose y afeitándose antes de la hora habitual.
     -Te necesito temprano hoy. Encargáte del negocio, tengo que recibir a los albañiles.
     A las siete y media llegó el camión con el material al terreno de al lado. Durante los siguientes días, Rodrigo se escabulló en cada momento libre para mirar la construcción, en realidad la conclusión de la casa. No sabía que Costa era su dueño.
     -Compró el terreno hace cinco años en un remate judicial.- Le dijo la vecina de enfrente.
     -¿Y por qué quiere terminarla?- Preguntó el muchacho mientras cortaba la horma de jamón sobre un celofán y lo envolvía con papel madera.
     -Si no lo sabés vos, querido... - Le contestó la vieja.-¿Veinte centavos, no?- Y mientras ella le pagaba, él se quedó pensando.
     Durante las siguientes noches, la vitalidad y el ruido de los días contrastaba de una forma extraña con el silencio abrupto de la oscuridad. Ambos lo sabían. Comiendo con lentitud, esperaban la hora en que el perro aullara para ir a la casa.
     -¿Querés acompañarme?- Lo invitó Costa una noche.
     Dejaron las luces de la cocina encendidas y la puerta abierta. La vereda solitaria ocultó sus pasos hasta el terreno. El animal los seguía débil, con un gemido asmático. Subieron la escalera de madera, y Costa apoyó su brazo derecho sobre los hombros del chico. En el descanso del primer piso vieron otra vez aquella sombra quieta e informe. El perro aullaba más fuerte. El polvo de cal y el aserrín de los trabajos del día no se habían asentado del todo, flotando en la luz escasa que entraba de la calle. Pero la sombra seguía silenciosa, y Costa murmuró.
     -Escuchá, ¿entendés lo que dice?
     Rodrigo no esuchaba nada, por más que forzara su atención. Un minuto después la sombra comenzó a girar sin detenerse. A veces rápido y otras con más lentitud.
     -¡Está dando vueltas en la bicicleta alrededor de la casa!- Gritó Costa, agarrando a Rodrigo del brazo, casi arrastrándolo hacia una ventana.
     -¿Lo ves?- Y lo que vieron fue una sombra girando por el terreno. Algo o alguien dando vueltas al ritmo del viento, que se había levantado pocos minutos antes.
     -Vive acá, y por eso le construyo la casa.
     Rodrigo le creyó, espantado y con el alma asomándole por la garganta.
     A la mañana siguiente, habló con Costa.
     -Tengo miedo, esto no me gusta.
     -Quedate hasta que termine la casa. Unos meses. Te prometo conseguirte el local para la panadería que querés instalar.
     Accedió porque lo trataba como a un niño, y le gustó volver a sentirse un bebé o un chico que disfrutaba del mundo. Desde ese día hablaron poco, y Costa ya no permanecía allí más que para dormir. El joven Casas, como empezaron a llamarlo los clientes, sustituyó a su patrón en todas sus tareas. Se encargó del negocio y hasta pudo compensar las pérdidas generadas por la construcción. Sin embargo, todos preguntaban por Costa, a pesar de verlo cada día en el terreno, escuchándolo hablar con los obreros en una voz férrea pero cansada.

     La obra se terminó en cinco meses, y finalmente todo el barrio pudo ver la casona levantándose con sus dos pisos hacia el cielo, como queriendo alcanzarlo.
     Y eso fue lo que les dijo a los vecinos, cuando los albañiles se fueron y la cerca de madera ya estaba construida alrededor del jardín. La gente, asombrada, cruzaba la calle para observarla desde enfrente: Los ventanales y balcones, las terminaciones de madera tallada, los tejados complejos. Le preguntaban qué iba a hacer él solo con esa casa.
     -Para Guille.- Contestó.- Para que guarde su bicicleta y descanse.
     La gente se retiró en silencio. Algunos murmuraron, y alguna antigua vecina le palmeó la espalda, como consolándolo. Pero para Rodrigo no había espacio ni necesidad de consuelo. El rostro de Costa mostraba felicidad, sin esa melancólica sonrisa con que lo había conocido.
     Desde la puerta del almacén, desde esa esquina ahora calcinada por el sol del mediodía, con un pantalón gris, sin camisa y el delantal que su patrón le había regalado, Rodrigo caminó hasta la vereda. El perro seguía acostado en la puerta del negocio.
     -Hermosa, tanto como una mujer bella, ¿no es cierto?
     Costa se rió.
     -Es verdad.- Y se quedaron contemplando la casa, la misma que iba a ser habitada por un niño muerto.
     -Me creen loco, me parece.- Dijo después.
     Sintieron que algo los cegaba, intermitentemente, una luz intensa que daba vueltas en el cielo a pleno día. Se restregaron los ojos, cubriéndose la vista del sol con las manos. Pero aquel reflejo siguió molestándolos. De pronto, Costa corrió hacia el jardín, y parecía buscar algo por todos lados, como si esperase ver al niño apareciendo desde algún rincón con su bicicleta. Y por un instante también Rodrigo lo esperó. Por lo menos hasta descubrir la veleta que giraba con la brisa, la oxidada rosa de los vientos empotrada diez años antes en una esquina del segundo piso,  y olvidada desde entonces.
     Rodrigo no lo pensó más, simplemente lo hizo porque la figura ridícula de Costa, allí aguardando desesperado, le resultaba insoportable. Agarró un cascote de los tantos desparramados en el suelo y lo arrojó hacia la casa. La piedra le pegó a la veleta, que de tan vieja cayó dócilmente en el jardín.
      El reflejo desapareció. Costa ya no tenía aquel brillo, aquel pedazo de sol girándole en la cara, y se quedó mirando al molinete inerte sobre el pasto.





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