jueves, 1 de agosto de 2024

El tiempo huele a carne rancia


 

 

 

 

 

 

                           

" Les vrais livres doivent etre les enfants non du grand jour et de la causerie, mais de l'obscurite et du silence"


Marcel Proust

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Charlotte Brontë

 

 

 

Jane Eyre (1848)

¿Existe la diferencia de género en la literatura? Pienso que hay puntos de vista diversos, que no siempre coinciden con el sexo de quien escribe. Hay mujeres autoras cuya violencia contrasta con lo que habitualmente se espera de ellas, delicadeza y sutileza. Hay hombres cuya primordial mirada se basa en la melancolía y la pasividad, diferente a la cruda experiencia y la dura entereza de la naturaleza masculina. Por eso el aporte de la mirada femenina no se basa en la forma sino en el punto de vista. Y éste no tiene que ser más alto o más bajo, ni más o menos lejano, ni más abarcador o más intimista. Creo que el aporte de cada autor está en su experiencia personal, provenga esta de un hombre o una mujer. La diferencia, quizá, está en quien lee. Una lectora tal vez vea ciertos rasgos comunes en la mirada femenina de una autora, que probablemente no pretendió expresar, pero que allí está implícita. Pero esto sucede siempre en todo buen lector, éste recrea el texto, es decir vuelve a crearlo, y el resultado es otra cosa, algo formado en el limbo de la conciencia: una idea que se hizo palabra escrita y que ha vuelto a ser idea.
     Lo que diferencia a Jane Eyre de otras novelas escritas por mujeres, es que es un producto típico de una época y una formación cultural determinada: la clase media suburbana de una provincia en la campiña inglesa. Religiosa pero no fanática, conservadora pero no restringida. El rol de la mujer está determinado por ciertos límites, pero no por eso puertas adentro ellas no puedan acceder a los libros y a la libertad que la educación les ofrece. Charlotte fue quizá la más talentosa de las tres hermanas, pero Emily no tiene nada que envidiar a su hermana con su Cumbres borrascosas. Jane Eyre se destaca no tanto por la ambientación gótica (aunque nunca demasiado oscura) ni los personajes torturados y trágicos, sino por la extrema inteligencia de la autora. Narrada en primera persona, nunca se confunde a la protagonista con la autora. El personaje está claramente definido, y va evolucionando a través de la mirada lúcida y lógica de la misma protagonista. El desarrollo es casi un análisis psicosocial de un personaje, no tanto por la búsqueda de causas y efectos, sino por la extrema racionalización de los pasos seguidos en su vida. Hay un continuo control de lo que se narra, nunca hay movimientos dubitativos al contar, y la firmeza del personaje es un símbolo de la estructura narrativa. Los diálogos entre Jane y Rochester son un juego de ironía fría y cruel por momentos, un intercambio de palabras que casi roza lo filoso, y sin embargo ninguno de ellos se siente ofendido, ni duda que el otro entenderá lo que ha querido decirle, por más que no haya sido explícito. Y en esa interrelación hay un erotismo que rompe con todo preconcepto. En la misma imposibilidad de dos amantes que desesperadamente quieren acariciarse y no pueden hacerlo por convenciones culturales o represiones personales, se manifiesta en las palabras que salen de sus bocas. Las palabras acarician y dañan al mismo tiempo.
      La trama está muy bien urdida, sólidamente anclada en la claridad de los personajes, y únicamente en el tercio final, cuando Jane, después de tres días de vagar y con hambre, encuentra refugio justamente y sin saberlo en la casa de sus primos desconocidos, parece rozar lo forzado. Pero no por eso se desmerece la novela.
      El final es uno de los pocos finales felices donde es resultado natural de la trama. Es un resultado que proviene de muchas más pérdidas que ganancias, pero esto confirma que Jane y Rochester no son personajes fuera de lo común. La felicidad o la infelicidad son transitorias, y su duración está en la forma que la naturaleza de un hombre o una mujer decidan enfrentarlas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Angel Bonomini

 

 

 

Más allá del puente (1996)

Último libro de cuentos del autor, fue publicado póstumamente dos años después de su muerte ocurrida en 1994. Bonomini se particularizó y se destacó por su dominio del cuento y el relato. En total publicó seis libros de cuentos, cuya producción se extiende desde 1972 hasta este que hoy tratamos. Su características narrativas son el buen lenguaje, exacto y poético, el claro dominio de la técnica del cuento y su peculiar estructura, las tramas y el clima cercano siempre a la alegoría, que nunca cae en lugares comunes o trillados, mucho menos en el mal gusto. Por más que sus temas, especialmente en este libro, no sean originales, por ejemplo: el tema del doble, el recurso de lo onírico como desdoblamiento de la realidad, nunca dejan de ser dignos ejemplos de cómo deben tratarse estos temas, es decir, con un toque de originalidad que demuestra el estilo del autor. Si hablamos de El inquilino, veremos que muchos autores han tratado el tema del doble de esta misma forma, desde Bradbury hasta Orgambide, y sin embargo en su escueto y exacto modo de narrar, este relato resulta nuevo y estremecedor en su final casi inesperado. En Marta y Camila tenemos otro ejemplo del tema del doble, y el acento está puesto no tanto en lo sorprendente ni busca como recurso primordial el hecho fantástico, sino en el drama y la melancolía que surge de la situación de estos personajes. La alegoría, por eso, no proviene del símbolo representado por el suceso sobrenatural, sino que es una consecuencia natural de la psicología del personaje. Sueño o no, realidad o fantasía, el personaje está viviendo una forma más de su vida, que le es impuesta y no puede elegir. El autor no se regodea en hacer sufrir a sus personajes, ni ellos sienten el drama como algo insoportable o incompatible con la vida, la situación es parte de ellos mismos como entes vivos. El sueño no es un estado aparte de la vida, está entre los pliegues de la vigilia, esos pliegues que pasamos por alto por no molestarnos en mirar hacia abajo o a los costados. El mensajero es otro cuento de tema bradburyano que no desmerece para nada en las manos de Bonomini, en este caso el protagonista es un ser que transporta los signos de una peste de un pueblo a otro. Es un relato atemporal y sin espacio prefijado, recuerda los relatos medievales o aquellas leyendas de la Europa del este. Fin de la infancia es más localista, y aborda el tema trágico de la muerte de un niño de una manera exquisitamente elegante, sin mencionarla, sólo insinuando lo inevitable, y no por eso el lenguaje deja de ser cercano e intimista. Es un admirable ejemplo de cómo la voz narrativa en primera persona puede tener giros localistas y hasta burdos dentro de un estilo preciso, dominado por la discreta elegancia de lo austero y emocionalmente justo. La misma paridad se da en cuentos como Una pieza de museo y Últimos capítulos de mis memorias, donde las barreras entre ficción (pictórica y literaria, respectivamente) y realidad se rompen de manera completa y el tránsito entre una y otra es claro y sin conflictos.
     Pienso que Bonomini es uno de los mejores narradores y cuentistas argentinos. Su estilo, emparentado con Cortázar, en mi opinión parece presentar menos altibajos que el del maestro, obviamente salvando las distancias en cuanto a los logros obtenidos y la ruptura de lo convencional que caracterizó a Cortázar. Lo fantástico en Bonomini está ligado a la utilización de la alegoría de un modo semejante al cultivado por autores como Buzzati, Kafka o Schulz. Si bien menos preocupado por el ambiente en sí mismo, lo peculiar en Bonomini es esa falta de límites entre lo que es y no es. La realidad tiene tanto o más valor que lo que soñamos. La ambigüedad no es una falencia o un defecto, tampoco una excepción de lo cotidiano, sino una característica implícita y sustancial del concepto mismo de realidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bruno Schulz

 

 

 

La calle de los cocodrilos (antología)

El autor publicó sólo dos libros de cuentos: Las tiendas de color canela y El sanatorio del sepulturero. La presente es una antología que reúne gran parte de esos relatos. Este autor, que nació y vivió en la Europa del medio este, en una época especialmente convulsionada (la Segunda Guerra Mundial) se dedicó a la pintura y la literatura, y en ambas ha logrado medios expresivos sorprendentes. Su literatura, en este caso, está teñida y emparentada con su colega Franz Kafka, y con él comparte una visión del mundo a la vez trágica y absurda. Sin embargo, las similitudes allí se acaban, en mi opinión. El autor del prólogo de la antología, Elvio Gandolfo, menciona la semejanza en la importancia de la figura paterna, y aunque destaca las diferencias entre ambos progenitores, pienso que la influencia de cada uno es completamente opuesta. El padre de Schulz es un poeta, un ser absorbido por el delirio de la imaginación, alguien que ha puesto alas a la realidad, porque ésta es gris y chata. La importancia del padre de Schulz es la impronta poética e imaginativa que ha puesto en su hijo, ý éste, como protagonista de sus relatos, ha decidido poner también a su padre como coprotagonista. Prácticamente todos los cuentos están relacionados: una misma familia, un mismo ambiente, un mismo clima y tono de nostalgia y absurdidad. El lenguaje, impecable, hace recordar a Proust, el absurdo a Buzzatti, y lo poético a Kafka, y sin embargo, en tan corta obra, Schulz ha logrado crear un mundo donde la alegoría es evidente, pero no suficiente para explicar el mundo que crea. Es algo desprendido del mundo real, otra cosa que se ha formado paralelamente a la misma cosa original. El cambio está en el punto de vista del sujeto, que luego de percibir la realidad, la ha transformado y proyectado luego en esa misma realidad como una alternativa. Por ejemplo: los pájaros que cría el padre del narrador, son reales hasta cierto punto, pero la variedad, el tamaño, las costumbres y la invasión de la casa por estas aves: ¿es real, es imaginación, es ilusión? Los pájaros están, y son extraños: éstas son verdades irrefutables.
El clima es nostálgico, no mágico sino absurdo, insisto, pero no de una absurdidad desesperante como la de Kafka, sino festiva, como un carnaval de monstruos que no hacen daño.
     El punto más alto, quizá, sea el cuento El sanatorio del sepulturero, para mi uno de los tres mejores cuentos del siglo XX (digno heredero del Bartleby de Melville y La metamorfosis de Kafka). Un sitio donde lo real y lo onírico se entremezclan hasta intercambiar sus lugares. No es extraño que haga acordar al sanatorio de La montaña mágica de Mann.
     El lenguaje de Schulz es una mezcla extraña y muy peculiar de imágenes sensoriales variadas, como cuando relaciona objetos a través de sus características visuales y las emparenta con las auditivas u odoríferas de otros: bosque y marrón cedro, madera y tabaco, violoncello y viento.
Para terminar, menciono que la primera antología en francés fue realizada por Maurice Nadeau, autor también de un excelente estudio sobre la vida y obra de Flaubert.

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

William Trevor

 

 

Noches en el Alexandra (1987)

Esta novela corta es una forma más del camino que los escritores contemporáneos de habla inglesa han decidido contar su infancia desde el punto desencantado de la adultez. Emparentado con Las correcciones de Franzen, la menor cantidad de páginas y el clima menos opresivo no evitan que la similitud de gustos y pasados no sea evidente. Hay un niño narrador protagonista, una ciudad pequeña, una época convulsionada por la guerra, un progreso que devora los tesoros de la infancia, una familia que, como todas las familias, es disfuncional más allá de su buena convivencia. Porque cómo asimilar que cinco personas totalmente diferentes deban convivir y compartir gustos y principios, defender orgullos y claudicar deseos. Aquí el niño protagonista conoce a una pareja extranjera: él alemán, ella inglesa, de muy diferentes edades. Y el niño encuentra en ella especialmente una comprensión y un trato que su familia no parece dispuesta a ofrecerle. Los prejuicios de raza y credo son los pilares en los que la familia necesita establecerse, y todo aquello que desbalance el equilibrio de los días es rechazado. Lo extraño, lo extravagante, debe ser prohibido, y sin embargo un chico puede ver más allá que un adulto, porque aún no ha sido enceguecido por los valores aprehendidos. E inevitablemente, cuando la confrontación no lleva a ningún término medio, llega el resentimiento y la piedad no tiene lugar. Resentimiento del chico hacia su familia, impiedad de la familia hacia la pareja extraña. Entonces el chico se hace adulto, y más allá de la elección propia de su destino, él es víctima de esa guerra personal, paralela a la guerra que azotó los pueblos durante aquella infancia. Sólo, dueño de un cine construido en honor a una mujer que veía más allá de los bienes mundanos y las buenas costumbres, a la persona, el individuo, la mente y el corazón del chico. Un cine que no ha soportado el avance del progreso tecnológico, y que resistirá sin embargo porque hay principios que nunca huelen mal ni se descomponen, huelen a humedad por estar archivados en desvanes antiguos, pero no han perdido su fuerza. Sólo e incomprendido, el hombre sigue siendo el guardián de un lugar donde el recuerdo de una mujer es más firme y más bello que toda guerra, toda familia y toda infancia.
      William Trevor es un poeta de la narración. Su lenguaje es claro, límpido, nostálgico y humorístico a la vez. Tiene por momentos el tono irónico de Twain, el clima de Bradbury, la solidez de Hemingway, la dureza de Franzen.

 

 

Leónidas Barletta

 

 

 

Historia de perros (1950) Aunque llueva (1970)

El autor formó parte del grupo literario Boedo y por lo tanto de la confrontación permanente con el grupo Florida. Lo que enfrentaba a los grupos era la posición de la literatura frente al mundo. Boedo reclamaba una función social y un compromiso de la literatura frente a los problemas urgentes de la sociedad, debiendo ser un portavoz y un representante de la cultura popular. Pero esta propuesta era muy diferente a como podríamos concebirla en la época actual. En ese entonces la función de la novela y el relato, de la poesía, el ensayo o el teatro, era representar la vida del pueblo y reivindicar los derechos de los pobres y el proletariado. Eran tiempos de cambios y de justicias postergadas durante mucho tiempo. Los coletazos de la revolución soviética eran inevitables, sumándose la guerra civil española y la revolución cubana. La función del arte como arte en sí, comprometido con el lenguaje únicamente, como lo concebía el grupo Florida era una postura del rioplatense burgués y de clase acomodada.
     Como en todo grupo, hay buenos y malos representantes de los mismos, quiero decir, hombres cuyos principios están al servicio de la buena literatura y otros donde ésta está al servicio de la función social. Cuando el lenguaje es un instrumento nada más, cae en lo panfletario, y es difícil que el resultado sea buena literatura.
     Leónidas Barletta fue un gran escritor cuya obra es demasiado amplia como para generalizar, pero a juzgar por las dos novelas mencionadas arriba, supo dar una visión propia del pueblo sin traicionar los fines del arte. El lenguaje aparentemente sencillo está muy bien pulido. Es práctico, pero poético al mismo tiempo. La mirada detallada de la gente del barrio y los pueblos es bella y escueta al mismo tiempo. Su humorismo no viene del narrador sino de la voz bien plasmada de los personajes. Pero cuando se pretende representar la realidad siempre hay una selección, porque no podemos retratar todas las cosas y los hechos del mundo al mismo tiempo. Y a su vez, aunque nos dediquemos a una zona en particular, o a un individuo en especial, la visión del narrador siempre es subjetiva. Por eso, en estos casos la visión del pueblo que Barletta nos transmite es cierta, seguramente, pero también idealizada. Y debió estar consciente de que esto era inevitable, por eso no eleva a sus protagonistas a un sitial para derribar a otros, sino que los describe como seres particulares en una zona y época particular. Es un narrador de historias, no un documentalista ni un filósofo. El autor cuenta sin lugares comunes ni mensajes morales o sociales.
     Hay un trasfondo político y social, inevitablemente, apenas mencionado, que no influye en la psicología de los personajes. Es verdad también que éstos se acercan al estereotipo por momentos, que todos se funden en una gran caracterización de la que forman parte personajes, animales y ambiente.
     Ambas novelas, como representaciones de una sociedad y una época, tienen la estructura de capítulos que se suceden como episodios de diferentes ambientes y situaciones. No hay un conflicto preciso o demasiado profundo, sino una psicología del barrio donde cada personaje humano o animal es una parte y una característica especial de este ser colectivo. En Historia de perros el autor participa activamente en la narración, e incluso aparece como personaje y creador a la vez de los destinos de sus personajes. Aunque llueva tiene una estructura más convencional, pero la organización de relatos enlazados es menos chocante porque la trama individual de una pareja va y viene dentro del collage general que intenta representar al barrio.
      Así como Emilio Zola, con sus diferencias, claro, Barletta se acercó al naturalismo con menos crudeza pero más lirismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



Clarice Lispector

 

 

 

Lazos de familia (1965)

Trece cuentos. Trece relatos que son modelo de cómo debe escribirse un cuento. Trece cuentos, como el libro de relatos de Faulkner. Una mujer latinoamericana, de origen brasileño, haciendo honor, otorgando una ofrenda no sólo digna a la memoria del maestro norteamericano, sino tan perfecta como aquel. Lispector no sólo escribe perfectamente, con el tono adecuado a cada personaje, permitiéndose como narradora los giros necesarios y no más para que los modismos locales adicionen y no estorben el objetivo principal de cada cuento: explorar en profundidad los aspectos escondidos, deliberadamente escondidos, de cada ser humano. Hombre mujer o niño, de cada uno ella extrae las vergüenzas, los dolores, los miedos (del crecimiento, del amor, de las relaciones interpersonales). Ella busca y encuentra lo humano general en el humano particular.
Es verdad que explora con minuciosidad extrema el alma femenina, de una mujer adulta, de un ama de casa, de una mujer con alteraciones emocionales y psíquicas, de adolescentes que crecen reprimidas. Pero esto sólo es un aspecto de su búsqueda. Lispector excava a cuatro manos y encuentra la naturaleza del hombre, del adolescente varón y sus preocupaciones cotidianas, sus miedos y sus mezquindades, del hombre adulto y sus temores, de las familias como entidades expuestas a los peligros del mundo. Ella encuentra las pequeñas cosas, hechos, gestos, que de repente cambian todo, cambian el transcurso de un día y de toda una vida. Máximo ejemplo de todo esto: Feliz cumpleaños. Una anciana cumple 89 años, toda la familia con hijos y nietos se reúnen para agasajarla; ella, dura, rígida, en lugar de soplar las velas de la torta, escupe al suelo. Una historia surge de esto, un mundo nace de esa actitud, y Lispector lo pone a funcionar para que nosotros sintamos el endeble equilibrio, la inclasificable sustancia de la naturaleza humana.


 

Donde estuviste de noche (1974)

Este libro de relatos, muy cercano a la fecha de muerte de la autora, es muy diferente al anteriormente comentado. Lazos de familia es un libro escrito a comienzo de los años '60, en plena madurez de vida y de capacidad como escritora. El que ahora comentamos tiene la maestría de quien lo escribe, pero las circunstancias que lo nutren son otras muy distintas a las del otro libro de cuentos. Aquí deberemos denominar relatos y no cuentos a estos textos, por varios motivos. Primero, son más cortos, de tono impresionista, casi estampas por momentos, sobre una anécdota o situaciones cotidianas, pero que bajo la visión tan peculiar de la autora se tornan peculiares, extraños a veces, profundos siempre en su connotación y trascendencia. Los relatos más largos, que ocupan la primera mitad del libro, son los que más se acercarían a la estructura del cuento, y sin embargo se resisten a esta clasificación. La búsqueda de la dignidad, cuya principal característica es estampar una cierta clase de mujer en una situación particular, se escapa de lo habitual para tomar un tono kafkiano, de absurdo posible en este caso, alegoría del deseo sexual insatisfecho que surge a los setenta años y como amarga sorpresa para la protagonista. La connotación existencial y las repercusiones sobre la vida, la muerte y la vejez evidente. La partida del tren es otro cuento con argumento más establecido, y aún así no deja de ser una sucesión de pensamientos atemporales adjudicados a dos personajes en una situación estática: la espera en la estación de trenes. El texto que da título al libro es el más extenso y más complejo. Es como un punto de bisagra entre ambas mitades. Aquí predomina lo onírico y lo fantástico. Partimos de una situación caótica: una orgía donde se mezclan espíritus y humanos, pero todo este caos se va organizando a medida que avanzan las horas de la noche; cuando amanece, las furias y la lujuria se calman y se pierden con la luz. Lo mismo sucede con Seco estudio de caballos, aquí el hilo conductor es una serie de impresiones anotadas en una especie de diario o libro de apuntes. La protagonista esta vez parte de una situación de origen terrenal: su crecimiento con un caballo, y termina con la situación mítica del caballo del rey. En este caso el orden del caos se dirige al descubrimiento y la conformación del verdadero deseo y la personalidad adulta.
   Probablemente estos cuentos están influidos por la situación personal de la autora, afectada por el cáncer, y el tono impresionista, reflexivo de los últimos relatos no puede dejar de relacionarse con esta circunstancia. Aún así, la destreza y sobre todo la búsqueda continua, la permanente preocupación por la buena literatura han mantenido sus riendas firmes por encima del sentimentalismo barato o el lirismo liviano.
     No hay argumentos definidos, sino que todo se pierde en la mente de la autora; no hay personajes psicológicamente desarrollados, sino que todos son una parte de ella, las impresiones de su visión abarcadora del mundo: de la vida, de la muerte, y de lo que dejamos al irnos.


 

 

Luisa Mercedes Levinson

 

 

 

La pálida rosa de Soho (1967) Las tejedoras sin hombre (1967)

El primer cuento que leí de la autora, en una revista dominical, fue El abra, un excelente texto que pone a Levinson en un sitial de gran narradora dedicada a plasmar personajes fuertes en un ambiente agreste, donde la crueldad es innata y forma parte de la circunstancia de los protagonistas como el mismo respirar. De este libro se destacan las secciones de Cuentos del litoral e Historias sucedidas, donde el ambiente está irreversiblemente enlazado con la situación descripta y las características de los personajes. Cuentos como Los dos hermanosLa familia de Adam Schlager, muestran la naturaleza desproporcionada, exuberante y violenta de los personajes marcados por el ambiente. A su vez el ambiente adquiere relevancia como tal solamente por las acciones de esos personajes. No hay lugares comunes, no hay retórica, sí hay un lenguaje que eleva la situación a un nivel mítico. El resto de los cuentos, aunque no a su altura, no desmerecen entrar en el conjunto.
En Las tejedoras sin hombre, en cambio, rescato solamente tres de los 14 relatos: el que da título al libro, Más allá del Gran Cañón y El dorado. Por qué digo esto, porque lo que caracteriza el lenguaje de Levinson es el lenguaje modelado al ambiente, aunque el ambiente que describa no sea exactamente real. La autora opta por mitificar lugares y personajes, y esto es lo que hace mejor, obteniendo esos climas austeros, inciertos y crueles de los cuentos más logrados. Cuando describe personajes de ciudad, cuando elige la ironía algo ingenua en la voz de los personajes, incluso cierto humor campechano o de barrio de clase media, cuando describe ensoñaciones y utiliza lugares comunes y palabras como “infinito” y “libertad” en un contexto retórico, siempre pierde el tono que alza otros textos a un nivel de trascendencia.
     Cuando describe situaciones concretas, construye una leyenda con el lenguaje, y a su vez el lenguaje lo acerca al lector para conmoverlo, porque ha dejado de ser algo general y lejano para convertirse en algo inmediatamente relacionado con los propios deseos y frustraciones. No hay desarrollo psicológico, sino un íntimo ir y venir, una mutua alimentación del ambiente con el personaje, sea desierto, pampa o río. El puente es el lenguaje, que se alza muy alto, elevando a un lugar de terrible belleza incluso a la crueldad y la violencia.
     El resto de los cuentos están bien escritos, no hay duda. Pero no impactan como los mencionados en este y el otro libro. Resultan triviales, casi un relleno que molesta entre los mejores relatos. Las ensoñaciones, que no descartan la retórica y un lenguaje excesivamente frío, y la trama trivial de un par de cuentos cercanos a la ciencia ficción, son algunas de las falencias más importantes, a mi criterio.
     Lo que destaca a un autor es su aporte particular, los breves destellos que lo rescatan del resto. Lo que Levinson aporta está magistralmente mostrado suficientemente en los cuentos de La pálida rosa de Soho.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Abelardo Castillo

 

 

 

Las maquinarias de la noche (1992) El espejo que tiembla (2005)

Debemos dejar algo asentado desde el principio: Castillo es un maestro. Partiendo de esta premisa, todo comentario sobre cualquier libro suyo no puede dejar de lado los altos cánones que ha establecido desde sus inicios. Los dos libros que ahora nos ocupan, son los dos últimos libros de cuentos publicados. A una primera lectura, los cuentos no desilusionan desde ningún punto de vista, aún cuando uno esperara encontrar un escritor en su ocaso, cuando tantos de su generación se han repetido, como Cortázar. En estos relatos, Castillo demuestra dos cosas: primero, que no ha perdido su maestría narrativa; segundo, que aunque su temática se repita, no deja de encontrar una vuelta de tuerca, una variación que más que un círculo es una espiral.
     Como siempre, en sus cuentos lo fantástico no lo parece, porque lo fantástico surge y se funde en lo cotidiano, porque lo real tiene el mismo tono de lenguaje que lo fantástico. Los temas que se repiten a lo largo de los cinco libros de relatos que constituyen Los mundos reales se agrupan en diversas células: ejemplo, Carpe diem, El tiempo de Milena, La muchacha de otra parte, donde la mujer representa un lugar ideal al que se accede por la imaginación o el sueño; Corazón, Hernan, donde se evoca la adolescencia, su crueldad implícita y un hecho trágico (recordar otro relato de Las otras puertas: El marica); Thar, El decurión, El desertor, donde aparece el tema del doble y el tiempo en diversas variaciones.
     El tiempo en Castillo es un elemento flexible, permeable, y el espacio está subordinado al tiempo. En La que espera, hay un paralelismo doble: río/tiempo y locura/cordura, ambos tienen interrelaciones: la locura es un detritus que el tiempo va dejando, como el río que cambia su lecho y va depositando rocas y tierra en el anterior.
     El narrador en primera persona parece siempre el mismo en Castillo, pero es una característica que aporta el tono general de impersonal-personal, el primero aportado por el argumento, común, trivial a veces, el segundo por el lenguaje. Pero ambos se intercambian, se metamorfosean para crear un personaje mítico, general, pero que nunca deja de tener una voz particular. La impresión resultante es la de leer un destino único pero representativo del alma del hombre. Lo mismo sucede con las mujeres que describe, sean éstas Milena, Agustina, etc.
     El tiempo real está representado por la pareja hombre mayor/mujer joven, instrumento que el narrador utiliza para el juego del tiempo y el espacio; ellos son puertas que se abren a las diferentes posibilidades de lo real.
     El narrador en primera persona, se confunde con el narrador en tercera y aún en segunda, pero no hay confusión, sino una transición sutil y útil para la ambigüedad del estilo.
     Castillo, a los setenta años, no ha perdido su destreza, y estos últimos relatos no desmerecen sus logros mayores. Ellos suman y confirman una obra única, diferente dentro de la gran narrativa rioplatense.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

William Boyd

 

 

 

En la estación yanqui (1993)

Esta colección de cuentos del narrador británico, reúne 18 relatos exquisitamente escritos, donde no sólo hay destreza y una maestría en el género, sino una preocupación por la renovación y la experimentación. Relatos como Situaciones extrañas, El corcho, Noches transfiguradas y En resumidas cuentas, rompe la estructura lineal para incorporar saltos en el punto de vista para mostrar la distorsión mental del narrador protagonista en el primer relato mencionado, la utilización de textos no literarios relacionados con la trama para crear lazos intertextuales en el segundo cuento, fragmentos de diarios y saltos temporales en el tercero, y rupturas en la línea del relato temporal para crear expectativa o llevar al lector por desvíos y caminos indirectos hasta el final, en el cuarto cuento.
     Los demás relatos siguen más o menos una línea más convencional, y los que los destaca es la crudeza y la maestría con que están contados. En muchos de ellos la trama es trivial, casi anecdótica: el despertar sexual y el aprendizaje de la madurez (Casi nunca), donde lo vulgar y tórrido del sexo se ve contrastado por una sensibilidad peculiar y emocional en alguno de los personajes. Otro tópico repetido es el de los personajes automarginados, los fracasados o perdedores (La chica murciélago, El cuidado y mantenimiento de las piscinas, El próximo barco desde Douala), cuyo aislamiento y alineación puede llevarlos a actos redentores (como en el caso del personaje de Morgan), una aún mayor marginación (como en el primero y segundo cuentos) o llevarlos a cometer actos criminales (En la estación yanqui o Mi chica con vaqueros ajustados). También es frecuente el ver parejas o grupos de amigos (Regalos, Alpes marítimos) con un narrador testigo que suele ser el tercero en discordia, y que de manera subrepticia se va convirtiendo en protagonista y, como casualmente, demuestra su egoísmo con nimias actitudes que se transforman en tórridas acciones al final, y que sin embargo son comunes a todos los hombres porque no se alejan de cualquier situación social común y corriente: una escuela, una residencia universitaria, etc. El último punto importante es el tema de los crímenes impunes (Situaciones extrañas, En la estación yanqui) cometidos por venganza o por justicia, pero el autor nunca juzga, sólo muestra y sugiere a través de los personajes y sus pensamientos y disquisiciones la causa probable de tal crimen. Ni siquiera hay extensos monólogos interiores, ya que en su mayoría estos relatos están contados en primera persona o en una tercera muy cercana al protagonista, por lo tanto la acción va fluyendo entretejida con las motivaciones del personaje, que incluso puede engañarse a sí mismo pero no al lector: Ahí está, entonces, la destreza del autor, que sin mostrar su intervención, es el motor de su obra.
     Sea cual sea el tema tratado, Boyd los acomete con la piedad y la dureza necesaria: piedad cuando se trata de mostrar la causa y el origen de la forma o postura de estos personajes frente a la vida; crudeza cuando debe mostrar lo que estos personajes son y hacen.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jacobo Fijman

 

 

Obra poética

Los tres únicos libros de poemas publicados por Fijman en vida se reúnen en esta colección de dos tomos de editorial Leviatán, más un conjunto breve de poemas sueltos y un prólogo de Carlos Riccardo, breve pero acertado.
     Leyendo el conjunto de su obra poética, uno debería dejar de lado la reputación que la precede: es decir, la personalidad del autor y el mito que se ha creado alrededor suyo, que supera en difusión y equívocos la obra del autor. Las clasificaciones y los juzgamientos del caso deben llegar después de su lectura, si hubiera oportunidad y motivo para ellos.
     Empezando por Molino rojo (1926), publicado a los 28 años de edad, nos encontramos con un poeta ya experimentado, consumado en su expresión y sus recursos poéticos. Ya sabe cómo los silencios y la austeridad del lenguaje dicen más que muchas palabras. La utilización de los colores como símbolos, combinado éstos junto a otros sustantivos que son a su vez instrumentos o medios de adjetivaciones indirectas, por ejemplo: silencio-blanco-violeta-amarillo, son signos de paz pero infundidos de presagios de malos tiempos "Agrios soplos de la locura". Incluso hay más de un poema que lleva como título Vísperas. Pero ya se ha establecido de algún modo la locura: "Se ha torcido el puente, como una mueca" o "Los molinos de imágenes, caminos sin puntos de vista", puntos negativo y positivo de un mismo estado visionario. Porque la locura es una forma de ver más, pararse sobre el borde de un precipicio, de un punto sin retorno, y animarse a dar el próximo paso. De ahí aquel primer verso del libro, ya tan famoso: "Demencia, el camino más arduo y más desierto". Los puentes son a la vez esperanza, pero también están quebrados y dominados por el silencio.
     Sus recursos en este primer libro son sin duda surrealistas, no herméticos como en otros autores, sino que recurre más que nada a los símbolos y los colores. Hay imágenes bucólicas, prácticamente ausentes en los otros libros, destinadas a plasmar un estado de inocencia relacionado con la infancia y otros lugares ya perdidos e irrecuperables, por ejemplo los poemas Alegría y Antigüedad. La desolación interna va predominando, y se transmite a través de la desolación del paisaje, en Mediodía: "El silencio le ha puesto al viento un candado de horas".
     La transformación de la aldea de alegría en desolación es uno más de estos pasajes. Hasta los vientos, otro símbolo muy utilizado, mueren en invierno. Hay, sin embargo, un último poema para una addenda casi, un agregado, El hombre del mar, que es un himno y una última esperanza.
     En Hecho de estampas (1929) leemos versos más largos, con menos impresiones y descripciones. Aquí la poesía muestra madurez expresiva en el sentido de no entregarse a la eficacia o habilidad únicamente de la imagen, sino que esta imagen a la vez es no sólo un símbolo en sí misma, sino una encarnación del estado de ánimo, del alma, en definitiva. Porque en Fijman no hay distinción entre lucidez y locura, entre alma y ánimo. Todo es una misma entidad que se expresa y es a la vez el poema, y ése es un logro máximo para un poeta de tan escasa producción y tan joven. Aquí van algunos ejemplos: muros inclinadosel frío se sumerge en las ramas, está mi risa de niño con la abuelita ciega de la oscura noche, recogemos la sombra que cae de los pájaros.
     En Estrella de la mañana (1931) estamos en otro estado, ya no de transición, como el libro anterior, ni preocupado por un futuro sombrío vislumbrado a la distancia, como en el primero. Aquí el autor ha entrado en un estado de beatitud, de devoción del cual se encuentra convencido pero que no intenta imponer a los demás. A diferencia de tantos otros autores que hacen de la poesía una plataforma política o religiosa, un medio para transmitir ideas a imponer, Fijman se limita a hacer de la poesía un instrumento y un objeto encarnado de su alma, su alma nueva redimensionada por el descubrimiento de un nuevo estado de éxtasis y posibilidades. Y, curiosamente, no son las ideas del catolicismo las que imperan aquí, ni ahogan al lector con imágenes trilladas o sobresaturadas de misticismos. Fiel a su estilo, Fijman establece límites, que son los dados por su propia estética y lenguaje. Hay, por lo tanto, un compromiso con el arte y el lenguaje, que fija los límites a esa expresión de la nueva alma. Una cosa es el éxtasis espiritual, otra la poesía como literatura. Sabe que el último fin de ésta es la página en blanco, el expresar todo sin necesidad de utilizar los medios limitados de la palabra. Por eso las imágenes en este libro se restringen a unas pocas que se repiten con un ritmo de canto gregoriano, que da sabor y olor a estos poemas. Aquí la religión y el misticismo no son alabanzas ni muestran condescendencia. Son expresión de fe poética, no alegoría. La religión está ausente como dogma, es simplemente poesía porque expresa las luces y sombras del mismo objeto cantado. La repetición no es cansadora, es un ritmo de la misa de la vida: naturaleza, voz, amor, que se convierten en expresiones, medios poéticos. Fijman no es un poeta de objetos, sino del alma que se encarna en cosas para su mejor comprensión.
     Pocos se han acercado tanto y lo han expresado tan bien con pocas palabras y recursos, y quizá la repetición continua de esas escasas palabras sea a su vez el recurso y el sentido, el fin de lo que quiere expresar.
     En el reportaje final que hace Vicente Zito Lema, surgen algunas cuestiones dignas de mención. Nos preguntamos si realmente era un enfermo mental, si esa lógica interna expresada en su poesía no demostraba en realidad otro tipo de lógica, otra forma de la realidad. Nos preguntamos, también, cuáles son los límites de los normal con lo anormal, la cordura con la locura. Las palabras tolerantes, casi piadosas de Fijman con respecto a sus médicos no parecen hipocresía de iglesia, sino de una humildad levemente teñida de cinismo. Porque cuánto de ironía y sarcasmo, cuánto de juego, cuánto de verdadera locura había en él. Porcentajes que no pueden calcularse siendo médicos, ni poetas, ni religiosos. Quizá la deidad que Fijman creyó descubrir sea capaz de conocerlos, deidad que tal vez nazca en cada uno como el re-nacimiento de uno mismo en plena vida. Quizá el arte, por definición, carente de lógica, otorgue ese espacio, o por lo menos cree las condiciones para tal nueva concepción.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alejandra Pizarnik

 

 

 

Poesía completa


Cuidada y esperada recopilación de poemas publicados y no publicados de la poeta que murió por su propia mano a los 36 años de edad. Si hacemos relaciones de vida y obra con otro gran poeta, Jacobo Fijman, que vivió 72 años, más de la mitad de su vida encerrado en un neuropsiquiátrico, inquirimos cuáles podrían ser las causas de tan diferentes posiciones frente a la vida. Podría decirse que Pizarnik no halló el consuelo de la religión, y la desesperación le ganó, o que quizá era ella quien sufría un desequilibrio emocional o mental y merecía estar encerrada para su propia protección. ¿Pero habrían podido crear cada uno de ellos si su vida hubiese seguido otros cauces que el que siguieron? Son sólo cuestionamientos, suposiciones, finalmente hipótesis donde ellos dos son sólo un par de múltiples variables. Vida y arte, como mente y alma, escapan a las clasificaciones y esquemas, se evaden del encierro que el pensamiento humano quiere atribuirles.
Solamente nos queda su obra, que en el caso de Pizarnik es mucho más rica en cantidad considerando que vivió la mitad de tiempo que Fijman. Esto la emparenta con aquellos autores que han muerto muy jóvenes en forma trágica, habitualmente por su propia mano, o han abandonado la obra también tempranamente, por no tener más que decir. Quizá esto es lo que debimos considerar en la obra de Pizarnik. Uno acaba con su vida porque ya no le encuentra sentido, y cuando el sentido es “decir”, y sólo se encuentra el vacío, no hay más que un último vacío al que llegar. Y en toda su obra, irregular, intensa y siempre sincera y exquisita, encontramos estas constantes: el silencio de las palabras, la nada de las palabras a la que la poeta siempre presiente y tiene miedo. El miedo es otra constante, pero no miedo a la muerte, porque ésta siempre aparece como un consuelo, una nada de paz, sino a las sombras, a la incertidumbre, a la inconstancia de los seres humanos, al silencio. Como decíamos, su obra recorrió un arco abrupto coincidente con su vida, no en años, sino en intensidad.
     Sus dos primeros libros, de la década del 50, publicados prácticamente en su post-adolescencia, muestran a una poeta ya avanzada, experimentando con un ritmo nuevo, rupturista, casi disonante en la música del poema, y sin duda es esto lo que ha seducido a muchos poetas jóvenes de los '90, que la han imitado hasta el hartazgo. Este es el mérito de esos libros, que sin embargo me parecen inmaduros, sin mucha profundidad, meros ejercicios válidos pero demasiado herméticos y limitados en su trascendencia.

     Con el tercer libro publicado, Las aventuras perdidas (1958), la poeta adquiera claridad, un ritmo que no por ser más convencional deja de ser propio, con un estilo que se ha marcado claramente. Hay una expresividad que se obtiene a través de una mayor precisión, la que a su vez le da profundidad. Este sería un problema en algunos de sus siguientes libros, especialmente en los poemas en prosa, demasiado adjetivados, con retórica en sobreabundancia. Pero volviendo a este tercer libro, vemos que se destaca sobre todo la idea de la inocencia como verdad, la que a su vez es muerte, nada: allí donde las palabras se suicidan. Vemos cómo esta constante está presente desde los veinte años de edad. Todo lo por venir es, quizá, un breve desarrollo en profundidad y densidad, y el resto, repetición.
     Árbol de Diana (1962) continúa la búsqueda expresiva y la madurez, encontrándola en su punto máximo de vitalidad. Es en mi opinión, el mejor libro de la autora. Aquí la noche, la nada, el viento, la muerte, el aire, el silencio, las sombras son la sustancia de los poemas, cortos, precisos, contundentes, cortantes. Casi aforísticos, pero sin moraleja ni mensajes. Rige la idea de la memoria antigua que desde antes de morir produce el destino, que desde la partida está la llegada.
     En Los trabajos y las noches (1965) únicamente el tercer fragmento retoma la altura del libro anterior (aunque tampoco la iguala). En el resto hay menos sutileza y profundidad expresiva. Es más sereno, pero como agotado tanto en las ideas como en la forma de expresarlas.
     De Extracción de la piedra de locura (1968) sólo rescato los fragmentos segundo y tercero (de 1963 y 1962, respectivamente). Aquí su prosa poética es desbordante, pero el delirio y la ruptura, como sucede también en los poemas de los dos primeros libros, determinan un caos sin orden interno. Y todo caos debe tener lógica interna para ser comprendido aún por el lector más experimentado. En el fragmento cuarto el tema de la muerte peca por exceso, otro problema que hace empobrecer cierta parte de su obra toda.
     Hasta aquí podemos concluir, por lo menos transitoriamente, que lo mejor de su trabajo se desarrolló entre 1958 y 1963, pudiendo extender este período hasta algunos poemas de 1965, es decir desde los 22 hasta los 27 o 29 años de edad.
      Luego viene El infierno musical (1971), último libro publicado en vida. Los poemas en prosa son una repetición de tópicos, donde sobreabundan las palabras con mucha menos eficacia que en sus poemas cortos. Llega un momento en que uno puede sentirse saturado de la repetición de la palabra “lilas”.  Hay imágenes excesivas, saturantes, sin sutileza, que no se dejan leer, incluso muchos lugares comunes y sin originalidad, aún para su época y considerando cuánto sería imitada por tantos poetas de menor calidad que ella. Por ejemplo: si viera un perro muerto me moriría de orfandad pensando en las caricias que recibió, o el invierno sube por mí como la enamorada del muro, en tiempo dormido, un tiempo dormido sobre un guante sobre un tambor, y estoy citando las mejores de las más fallidas. Hay partes donde las preguntas para qué, para quién, dónde, cuándo parecen de una poeta muy menor.
     Los poemas no recogidos en libro, del período 1956 a 1960, son todos excelentes. Pizarnik era una maestra en el poema corto, porque lo dotaba de concisión, fuerza y sutileza a la vez. De su poesía brota una identidad propia, inconfundible. Le otorga una identidad a la nada, y detrás de la luz halla oscuridad y viceversa, detrás de las ventanas, muertos. La identidad, por lo tanto, se define por inversión: luz -oscuridad, todo-nada.
     En los poemas no recogidos en libros del período 1962 a 1972, sólo destaco media docena, adoleciendo los demás de las falencias antes mencionadas.
     En fin, uno llega a la conclusión de haber leído una vida en un viaje literario poético, con sus cimas espléndidas y mesetas olvidables, los altibajos de una vida que se encontró con el silencio, ese bien tan preciado y tan temido, ganado al final por méritos propios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Carson McCullers

 

 

 

Cuentos completos

Los relatos de la autora abarcan un extenso período de obra creativa, prácticamente de toda su vida, ya que el primero de ellos fue escrito a los 16 años, en 1933 y el último publicado en 1956.
Son apenas 19 cuentos, pero su calidad individual hace que cada uno de ellos sea una joya irrepetible. Desde el primer cuento, en plena adolescencia, McCullers mostró su dominio en el género con un relato que transmite los cambios de dos adolescentes en su paso de la niñez a la juventud. Uno que está madurando con dificultad, pasando las crisis que determinan la forma en que los demás lo ven, luchando por ser aceptado, la inquietud por el sentirse diferente, y que ve cómo su primo, algo menor, pasa por crisis similares pero que oculta, o por lo menos que él no alcanza a ver. Porque todo adolescente cree que su sufrimiento es único, y su tendencia al aislamiento hace que vea en sí mismo y en el otro un misterio que lo asusta. Y este misterio es el que domina por lo menos la mitad de los cuentos. Los conflictos de la adolescencia: miedos, celos, atracciones, aislamiento, sexo, obsesiones, inquietud por algo que va a suceder y que va a cambiarlo todo. El crecimiento trae cambios que ellos quisieran dominar, pero no pueden, y cuando quieren ver ya todo ha pasado, a veces subrepticiamente, y los recuerdos determinan la identidad, sin que ellos hayan podido elegir. Uno ya no es uno, sino otro.
     La autora muestras paisajes crueles y tristes con un tono apacible y poético, con breves detalles, desde el más nimio, y es en esa nimiedad lo que hace la anécdota precisa (inevitable) y entrañable (dulce y amarga al mismo tiempo).
     La habilidad para apoderarse de la conciencia tanto masculina como femenina es asombrosa, y transmite estados de ánimo con apenas gestos precisos y el clima del relato. Hay en su estilo casi una mezcla de la exactitud de Hemingway con la poética del tiempo de Proust.
     Puede ser tan cruda como en El jockey, un relato casi hemingwayano, o tan tierno como en Madame Zilenski y el rey de Finlandia. Pero su crudeza nunca es brusca, sino siempre filtrada por el tono casi elegíaco, no por sobrecargado sino por melancólico, resignado, pausado sería el adjetivo que podría acercarse algo a este estilo tan peculiar de construcción narrativa.
     La lucidez con que describe, en boca de otros personajes, su propia experiencia con el alcohol es encomiable, porque no lo transforma en un protagonista ni convierte al relato en un discurso en pro ni en contra. Sólo cuenta una historia donde el alcohol es casi un personaje que nunca habla pero que está allí, detrás y junto a los protagonistas. La música es otro elemento imprescindible en estos relatos, ya que la propia autora fue una intérprete frustrada del piano. Este elemento aporta dos factores importantes: el clima y el tono de la prosa, sin duda dominada por el lirismo, y por el otro lado la temática, es decir el miedo y el presentimiento de perder la propia habilidad o capacidad. El temor a la pérdida es un tema recurrente, tanto en sus protagonistas adolescentes expuestos a la pérdida de la infancia o de su habilidad musical, como en la adultez el miedo a la pérdida de la cordura, el talento o las ilusiones.
     McCullers es despiadada con sus personajes, pero al mismo tiempo los envuelve con un halo de ternura. Difícil equilibrio, porque no es filosa ni cortante en su prosa, sino cálida sin dejar de ser absolutamente sincera, queriendo demostrar quizá de esa manera la ambivalencia de los seres humanos. Esta ambivalencia comprende tanto el plano espiritual y psicológico, como el sexual, de allí esa especie de peculiar comprensión de la conciencia masculina, en lo que hace a aspectos que no muchos autores varones se atreven a tratar. Sus personajes, en definitiva, no poseen una maldad consciente ni deliberada, sino que parecen agobiados por el peso de su propia personalidad, que no sabrían definir ni controlar. Son cobardes, tristes, resentidos, melancólicos y pasivos. Muchos de ellos están enfermos, y la piedad de la autora, capaz de sufrir las mismas debilidades, se dirige a ellos no para justificarlos, ni siquiera para consolarlos, sino para rescatarlos del anonimato de la nada, darles un espacio y una oportunidad de decir, de mostrarse, de hablar y continuar su camino al final de cada cuento.


 

Reflejos sobre un ojo dorado (1941)

Esta novela es una novela incómoda, aún para esta época, cuando creemos habernos despojado de la gran mayoría de los prejuicios, especialmente los sexuales. Pero a pesar de esto, muchos tabúes persisten, hay zonas donde el precario equilibrio de las emociones se tambalea hacia un lado u otro, donde la psicología humana amplía y ahonda, refunde y entremezcla los factores que conforman su complejidad. Hasta hacer de la mente y el alma humana un fundido inapresable, tortuoso y extremadamente irritante. Y si este mundo está expresado de una forma demasiado clara, tan expresiva como el agua sucia y revuelta que llega a la orilla donde nosotros estamos sentados, y cuyo aroma no soportamos, menos aún toleraremos leerlo de la forma en que Carson McCullers lo hace. Porque ella no es deliberadamente cruenta ni explícita en su narrativa, su narrativa es casi casual, clara, con escasas explicaciones, ni descripciones que traten de fundir el alma o los estados de ánimo en el paisaje para dar una imagen más expresiva o artística a una situación corrupta. En su narrativa no hay oscurecimientos de lenguaje, ni hermetismo innecesario, los personajes son expresados como son: enfermos en su mayoría, pero esta es una conclusión necesaria a la que llega el lector. La autora se limita a decir cómo razonan y cómo son, lo que les gusta y lo que hacen. Hay escasos flashbacks. Para ser un narrador omnisciente, la autora escamotea pistas al lector, lo deja deseando explicaciones de episodios que más adelante se aclararán, como el del crimen de Williams o el carácter chismoso de Penderton. Su posición es desapegada de lo que está sucediendo, casi como una cronista, pero sin artificios periodísticos. Quizá sea el único modo de desarrollar seis personajes protagonistas en una novela tan corta, casi un cuento largo por su estructura. En esta novela podemos encontrar varias características que la definen: 1) novela corta o cuento largo, como ya dijimos; 2) seis personajes muy complejos (¿Seis personajes en busca de un autor? ¿Pirandello?); 3) narrador omnisciente que escamotea datos; 4) cierto alejamiento del narrador; 5) tensión constante, otorgada por esa estructura de cuento largo; 6) los freaks, enfermos o con diversos grados de normalidad, según las características de la sociedad que los juzgue, que van tomando a lo largo del texto un carácter más humano, más trágico, alejándose de la filosa, amargamente expresada ironía, para acercarse a la tragedia griega, casi al estilo de Sófocles en Medea.
     Un párrafo aparte merece Penderton, el personaje quizá más inclasificable, más rico y peculiar, más torcido de McCullers, es casi una mezcla de todos los otros personajes: masculino, femenino, odio, amor, celos, resentimiento, altibajos emocionales, estupidez. Es casi una representación de toda la sociedad, una muestra de lo que se esconde bajo las máscaras que la costumbre hace tolerable y posible en medio de las superficialidad de la maquinaria social.


 

La balada del café triste (1943)

En esta novela, la autora adopta un tono diferente. Aunque los personajes son también freaks, la mirada y el tono es más poético, menos irritante que en Reflejos sobre un ojo dorado. Sin embargo, en otro paralelismo a la inversa, lo que al principio parece una mirada más lírica y humanizada de los personajes, a medida que transcurre la acción, ellos se van haciendo más complejos, más grotescos, y sin duda se tornan monstruosos. Aquí también se utiliza el recurso de la anticipación, muy usado en la autora, tanto en los cuentos como en las novelas, donde siempre hay frases que indica que algo ha pasado en un futuro inmediato, que cambió las cosas o el rumbo de una situación. Y el recurso no es abusivo, sino sumamente eficaz para este tipo de narrativa, porque crea una tensión permanente, de algo que inminentemente va a ocurrir, y en general ese hecho no es espectacular ni demasiado trágico, sino casi común y corriente como cualquier simple hecho de la vida cotidiana, pero que determinará un quiebre en el punto de vista y las decisiones de los personajes. Aquí el hecho es la pelea final entre los personajes principales, que cambia la vida de la protagonista, a la que creíamos una heroína, una antiheroína en realidad, pero a la cual el lector le había tomado cariño. Y el personaje del jorobado, al cual debimos prestar nuestra piedad y cariño como lectores, va tomando la forma que su aspecto exterior muestra desde el principio: una alma oscura y un secreto propósito egoísta.


 

Frankie y la boda (1946)

A medida que crece, Frankie se va viendo diferente, es otra persona así como el tiempo que dejó atrás es otro. El verano anterior sintió el cambio más importante: la disconformidad con ella misma y su desubicación en el mundo. Los veranos suelen ser conflictivos para los preadolescentes y adolescentes, se ven expuestos en su físico cambiante y rápidamente transformado, que casi no reconocen y con el que se sienten incómodos, se ven expuestos también a un intercambio obligado con los demás, si no desea que los consideren distintos y "raros", cuando en realidad quisieran estar solos y sentirse a salvo en su mundo. Porque Frankie está creciendo y su pertenencia al mundo se ve doblemente cuestionada: ya no es la niña pequeña, pero tampoco es la adulta que quisiera ser y a la que intenta imitar con frases hechas y comentarios que suenan artificiosos y ridículos en boca de ella. Necesita sentirse igual a los demás para que no la aíslen, pero quiere también conservar el mundo ideal cuyos remanentes persisten en su cabeza cuando contempla y piensa en el mundo que la rodea.
     Los cambios se ven representados por la boda de su hermano mayor: con esa boda cambia todo para ella, su infancia desaparece de un modo definitivo, su único lazo se va acaparado por una extraña que se lo lleva. Y Frankie necesita y se convence de que ella debe formar parte de esa boda y ese matrimonio, que ella y ellos son un todo insoluble, por eso necesita hablar y explicar, y toda la tarde del viernes y sábado se dedica a decirles a los extraños lo que hará: ir a la boda y partir con ellos para ver el mundo. Dejará el pueblo, que la limita para ser una gran mujer, una personalidad a la que está destinada. Su padre es un hombre distante, preocupado por su trabajo, tranquilo y triste luego de la muerte de su mujer. No hace demasiado caso a los cambios de humor y los caprichos del crecimiento de su hija, pero la ama y se preocupa por ella cuando ella abandona la casa por una horas.
     Frankie debe tomar decisiones, y les teme, se enfrenta con sus ilusiones, y se equivocará al confrontarlas con la realidad. Sabe, intuye que todos estamos incomunicados, y por eso nadie la comprende cuando ella tiene la necesidad, la imperiosa necesidad, de hablares y hacerles ver lo que está sintiendo. Ella toma la decisión de irse con su hermano y la esposa, pero el lector sabe que es una fantasía, que ella se chocará con una pared cuando vea la realidad el domingo después de la boda. Se sentirá lastimada, y el lector quisiera prevenirla, hacerla darse cuenta. Y esto es mérito de la narradora, que nos ha transportado, aún en con una voz narradora en tercera persona, a la mente y al alma de Frankie, una chica de 12 años.
     Frankie crece, y en la segunda parte de la novela se llama F. Jasmine, porque ella siente que ese nombre le pertenece, y en la tercera parte se llama ya Frances, no una mujer todavía, pero ya en camino de serlo, no solo porque su cuerpo se lo dice, sino porque se ha enfrentado a su primera gran desilusión: la del cambio de las cosas, la del paso tiempo que nada lo conserva intacto. La belleza de las cosas de la infancia no puede ser conservada más que en la memoria.
     Frankie se encuentra entre dos puntos de vista: la niñez de John Henry, su primo pequeño, con actitudes y posturas infantiles, y la madurez sabia y rústica de la sirvienta negra, Berenice.
     Frankie descubre un mundo esa tarde de sábado, sensaciones nuevas, pero también los límites para todo ser humano: la incomunicación, la pérdida. Ella, al crecer, sabe que será más libre que en la niñez, sabe que puede ir y hacer lo que quiera, pero también descubre que estará más sola. Es una representante del género humano. Una niña de 12 años en un pueblo perdido de Estados Unidos, en medio de una guerra, una chica anónima y como todas las demás, se siente fea a veces, se sabe orgullosa y terca casi siempre, pero como todos los de su edad hay cosas que no podrá cambiar, cosas demasiado grandes, el tiempo y los cambios que barren con todo, incluso con lo que ellos mismos desearían conservar: eso que fueron en su infancia.
     Carson McCullers enfrenta a su protagonista con algo más severo y más mortal que todos los ejércitos, el paso del tiempo, los estragos del crecimiento y la impotencia del dolor ante la muerte. Así, se convierte McCullers en digna heredera de William Faulkner, que según cuenta una anécdota, un día de 1962, en un auditorio de West Point, se acercó a ella, y abrazándola la llamó "hija mía".


 

 

Marcel Proust

 

 

 

En busca del tiempo perdido (1913-1922)

La primera novela de este ciclo fue publicada en 1913, pero su proceso de gestación comenzó en 1909. La última novela publicada por el autor fue la cuarta en1922. La quinta y última íntegramente corregida y terminada fue publicada al año siguiente de su muerte. Las últimas dos, con diversas versiones sin correcciones definitivas fueron editadas posteriormente. Otro factor importante a tomar en cuenta es si debemos considerar este ciclo como una sola y gran novela extensa, o como diferentes novelas cuya lectura puede ser realizada en forma independiente. Los finales no implican necesariamente una continuación, ya que son abiertos en su mayoría, la estructuración en capítulos y partes varía de una novela a otra. En realidad, no hay esquemas definidos, y el autor parece haber utilizado como único recurso continuo el correr y fluir del pensamiento y la memoria. Esta forma narrativa, por lo menos en la manera utilizada por Proust, representó un cambio en una época ya convulsionada por cambios sociales, políticos y de costumbres. La revolución industrial, los cambios políticos, las nuevas ideas sociales, todo esto creó una sensación de incertidumbre que termina de concretarse con el gran conflicto de la 1ra Guerra Mundial, que más que una solución fue una forma de destruirlo todo para refundir un nuevo siglo. Y esta sensación es la que se intenta dar en la última novela, donde los personajes sobreviven al fin de siglo con costumbres y pensamientos que están muriendo, decadentes y desubicados en un mundo más austero, menos hipócrita en el sentido que la alta sociedad del siglo XIX la entendía, pero no menos cruento. Los parámetros sociales han cambiado, el affair Dreyfus ha definido un antes y después en las etiquetas sociales y se ha puesto en relieve, o retirado los velos, más bien, que cubrían las llagas.
     Por lo tanto el tono que Proust elige es uno que filtra la realidad a través de la conciencia del recuerdo. El pensamiento se hace memoria, y la memoria se explaya en el papel. Es un intento de atrapar el tiempo, de no dejarlo pasar sin registrarlo; porque el autor cree que aún la memoria, por propia definición: inmortal por carecer del tiempo, también está expuesta a la muerte. Muere el hombre y muere el recuerdo. Y no era cuestión de utilizar los recursos del naturalismo, cuyo objetivo fotográfico también estaba destinado a fracasar en muchos aspectos y hacer retórica y lejana la época recordada. Para ello necesitaba romper la estructura lineal y convencional de la novela decimonónica. Rompe con el esquematismo del narrador en tercera persona, rompe a su vez con la propia verosimilitud que debería otorgarle, según la nueva modalidad, porque este personaje narrador protagonista es casi omnisciente. Pretende describir en toda su amplitud una época y una sociedad, pero más que amplitud en vistas de cantidad, es una intención de revivir un clima, una sensación, un olor que la época recordada quizá no tuviese en realidad, pero que es otorgada por el recuerdo.
     Proust elige el filtro de la memoria, que lo protege del roce del tiempo y de las miradas equívocas. Aquí hay una sola conciencia, una sola mirada que no juzga, solamente intenta explicar. Primero en la memoria de un niño cuya personalidad se pierde en el contexto, se funde, más bien, se va formando con lo que ve y oye. Las dos primeras novelas son novelas de aprendizaje, maduración y descripción del mejor tiempo de cada hombre, la infancia. La casa paterna, los paseos en el barrio, las visitas a las casas de los conocidos, el teatro, el amor juvenil y su halo melancólico al fracasar, las vacaciones en el balneario de Balbec. Aquí encuentra al grupo de muchachas entre las cuales conocerá a su futura amante: Albertina. Hasta este momento los personajes son muy claros, el lector puede verlos nítidamente. Sin embargo, el tono y el clima está como filtrado por un velo protector que no deja ver más que los destellos y las sombras, y en el espectro medio un sabor preciso y perdido de días melancólicos e irrecuperables. Aquí se da la simbiosis de arte y vida, como tan bien la desarrolló más tarde Thomas Mann.
     En las siguientes dos novelas, el personaje narrador va creciendo y madurando. Su perfil toma relieve y espacio dentro de la trama. Es asiduo a las veladas de los Germantes, descendientes de la nobleza francesa, cuyas veleidades e hipocresías va develando en sus largos párrafos dedicados a describir las veladas y reuniones. Las opiniones políticas son intercambiables según las conveniencias del momento, lo mismo sucede con las relaciones entre las damas que organizan reuniones y veladas cada día de la semana. Se crean resentimientos, pequeñas traiciones domésticas y el autor aprende que no todo es como parece. Sus padres están en un nivel intermedio en esta clasificación, si así podemos llamarla. No son asiduos a esas hipocresías de alta sociedad, tampoco se atreven a aislarse de de la clase a que pertnecen. Su niñera y cocinera, en cambio, sirve de punto de anclaje, de contraste, de equilibrio. Ella misma padece de prejuicios, mezquindades y vulgaridades, sin embargo carece de la corrupta tendencia a aparentar lo que no se es. El personaje de la abuela de Marcel es otro punto alto. El recuerdo que deja en Marcel va más allá de una enseñanza: es la plasmación de un tiempo para siempre perdido. La muerte de la abuela, lo mismo que la muerte del escritor Bergotte, son dos de los puntos más logrados y más altos de toda la literatura. Digamos aquí que, a nuestro parecer, la mejor novela de todo el ciclo es A la sombra de las muchachas en flor (que mereció el premio Goncourt de 1919), que comenzando desde la belleza del título hasta la poética entrañable de su prosa, es insuperable en el objetivo de reconstruir, milagrosamente, una época con las manos de la conciencia y la memoria.
     Hay, entonces, un desarrollo en espiral en la larga trama, que comienza desde la periferia, es decir, la descripción de la sociedad en que el narrador crece, para adentrarse hacia un sector donde su corazón va madurando y ganando espacio, a medida que aprende a amar a la mujer que será su amante. En la quinta y sexta novela nos encontramos con el clímax: el narrador está encerrado por el mismo método que ha utilizado para describir a los demás personajes. Si la mente de cada uno es un misterio, un vértigo, la suya no lo es menos. Se ve envuelto en la trampa que su pensamiento, es decir, la forma que ha elegido para escribir, no le permite salir ni verse desde afuera. Si bien el objetivo de la novela es aislarse del tiempo, salir de él como un dios y atrapar el tiempo en sus manos para recrearlo a su antojo, esta misma creación dios-pensamiento es también producida por su mente: por eso él mismo es producto de su pensamiento. Albertina se escapa de sus manos, no logra comprenderla, o más bien abarcarla en todos sus diferentes aspectos. Porque por lo menos hay dos Albertinas: la que él ve y la que ella esconde. Está obsesionado con los celos, tanto de mujeres como de hombres. Albertina, hasta la cuarta novela, es casi un personaje contado más que un personaje que actúa. El tono general de la novela es así, conjetural, indirecto, velado, ambiguo, teñido de una poética cruel o dulcificada, según el caso. En la quinta novela, Albertina aparece más como ella misma, y el lector se da cuenta que no es como el narrador la imaginó al principio. Ella esconde pero no sabemos qué y cuánto de grave o inofensivo hay en eso. ¿Es nuestra imaginación al escucharla hablar o es imaginación del autor? Aquí es donde debemos decir algo sobre la peculiar voz narrativa. Sabemos que el narrador no es el autor, que hay un personaje narrador con dos características peculiares como mínimo: trasmite más de lo que le sería razonable conocer, y tiene la virtud de entablar dos puntos de vistas diferentes: la del narrador y la del lector. Porque es muy curioso cómo el lector se va introduciendo en el discurso, empieza a ver lo que éste ve, y como también esa voz narradora es una mezcla de narrador testigo y narrador omnisciente, el lector ve la novela desde dos planos alternativos y simultáneos: desde afuera, como si estuviese leyendo una novela en tercera persona, y desde dentro, a través de los ojos del narrador. Como Proust opta por dejar en tonos opacos y ambiguos ciertas zonas de algunos personajes, incluso las si mismo (aunque  esto sólo lo intuye el lector), quien lee parece descubrir las cosas según el punto de vista del narrador, sintiendo sus certidumbres y sus incertidumbres, viendo claro a veces, y otras, especulando y conjeturando. Así el lector, cuando brevemente se eleva un poco por encima del narrador (un favor que el autor le hace) se da cuenta que Marcel se está equivocando, y aún así tampoco podríamos asegurarlo. Dificilísima técnica narrativa, que más que técnica es intuición y arte.
     Otro tema: ¿Es proyección de sus propios miedos y represiones la obsesión por el lesbianismo de Albertina? No nos olvidemos cómo el personaje del barón de Charlus es una influencia muy importante en el narrador, y cómo en muchas ocasiones el barón se le insinúa como su posible protector. Estos avances son rechazados, en realidad ignorados, pero cuál es el resto, el residuo que deja en el alma de Marcel.
     La sexta novela es mucho más breve que las anteriores, e incluso ha sido objeto de diversas versiones según los editores, publicando o no los fragmentos inconclusos y que el mismo autor suprimió. Es verdad que estas lagunas dejan lugares vacíos en la trama para la última novela. Sin embargo, si nos ponemos a analizar esta última, veremos que no encontramos nada nuevo luego de la muerte de Albertina en la sexta. Allí ella muere, y nos esteramos de ello, igual que el narrador, a través de una carta de la tía de Albertina. Ella desaparece, pero regresa a la conciencia del personaje narrador y se convierte otra vez en memoria y recuerdo. Y esa quizá es la mejor forma de conservar, de retener, de jamás desilusionarse de alguien. En Venecia, donde la madre de Marcel lo lleva para consolarlo, él, a punto de partir, escucha O sole mío cantado por un gondolero. Las aguas cortan la ciudad, la invade, así como en el balneario de Balbec las aguas bañaban las playas donde conoció a Albertina. En ese canto sobre las aguas intuye algo que no puede definir y que comienza a asustarlo. Quizá es la muerte, algo amenazador que él intuye como destructor de todo, incluso del recuerdo. Por eso huye con su madre en tren, leyendo una carta donde se le comunica que Gilberta, su primer amor, hija del adorado Swan, el hombre que tomó como ejemplo en su infancia, va a casarse con el mejor amigo de Marcel.
     Esta novela es un epílogo más que una novela propiamente dicha. Su brevedad, su rapidez, su contundencia en narrar la muerte de Albertina y el estado emocional de Marcel, la convierten en un epílogo perfecto para toda una trama que va avanzando hacia un centro emocional: el narrador. Todos estos recuerdos tienen un objetivo y una meta, una función dentro del engranaje de la novela completa.
     En cambio, la séptima es como el canto del cisne sin la lucidez de todo lo anterior. Es una prolongación de estados emocionales sin objetivo, retórica emocional, tal vez. Hay explicaciones y conclusiones para diversos personajes secundarios, que no resultan imprescindibles y quitan ese halo de misterio y ambigüedad que les había otorgado la voz narrativa previamente. Si bien introduce un elemento más contemporáneo (la 1ra Guerra Mundial) como factor de desubicación y sensación de pérdida en los viejos personajes, no aporta nada es sí mismo a la novela.
     El eje de todo el ciclo es el recuerdo de una época, los cambios son evidentes desde el momento que el autor ha elegido rememorarla. El sabor, el color del tiempo, las sensaciones y los olores de una época se sienten a través de las palabras. Los temas paralelos, como la política, la sociedad, la sexualidad, el amor, los celos, la incomunicación, la muerte, son desarrollados en largos párrafos que dan lugar a disquisiciones filosóficas teñidas de un lirismo y una crudeza simultáneos.
Yo elijo como final lo que Proust terminó de corregir antes de su muerte. El final de Albertina desaparece en Venecia, presagiando, emparentándolo con La muerte en Venecia de Mann.

 

 

 

Jean Santeuil (1895)

Novela publicada póstumamente en 1952, encontrada entre sus papeles con fecha de inicio en 1895, es considerada un texto inconcluso. Es inevitable la comparación con la Recherche de temps perdue, de la cual esta novela es una precursora, un primer intento. Sin embargo, pienso que de ningún modo existe un paralelo tan exacto en argumento y forma que justifique llamarla un esbozo o borrador, ni siquiera un intento frustrado, y menos el calificativo de inconclusa.
     El tema constante y unificador de Proust en prácticamente toda su obra fue el tiempo. El tiempo como aliado y enemigo del hombre, y las cosas y los objetos como testigos indiferentes capaces de recobrar el pasado abriendo una puerta, dando sitio al paso de la memoria. Es aquí donde debemos hacer la primera comparación entre ambas. Si en la Recherche el gran y a su vez sutil y pequeño disparador del recuerdo es el sabor del té con maddalenas en las meriendas con la tía abuela de Marcel, en Jean Santeuil es el color de la mermelada de fresa y el queso mezclados en el desayuno con su tío.
     Vemos, entonces, que hay un mismo estilo: prosa poética, cuyo tema es el recuerdo y la recuperación del pasado. En Jean, sin embargo, hay un tratamiento más convencional, más organizado a los cánones de la novela decimonónica, por lo menos en cuanto a organización y alineamiento de la trama. Hay cierta ruptura, por ejemplo, en el salto del tiempo al futuro del personaje principal para decir cómo verá la situación narrada más adelante, también las disquisiciones permanentes, y la organización en capítulos dedicados a un tema, situación o personaje determinado, siempre en relación directa o indirecta con Jean. Esto le da una configuración de novela de memorias o de crónicas, donde cada capítulo es casi un relato de impresiones, estampas, descripciones de lugares y sensaciones. Es más accesible que la Recherche porque en ésta todo está mezclado en la mente del personaje y su discurso constante, confuso, cuya propia mente elige y esconde a la manera psicoanalítica lo que debe decir o dice sólo entre líneas. En la Recherche hay amargura, hay una tensión constante, hay una sensación de tristeza que va creciendo, y que se siente desde las primeras líneas, porque el recuerdo en sí mismo incluye la imposibilidad de volver a vivir concretamente lo que se recuerda.
     En Jean Santeuil el recuerdo es menos triste, más razonado, menos profundo en el sentido psicológico, menos contradictorio, especulativo y ambicioso, pero no por eso menos poético. Por ejemplo, el tema de los celos aparece aquí como en la Recherche, incluso la homosexualidad de la amante es más explícita y más directa, incluso confesada por ella misma. Al contrario de Albertina en la Recherche, Francisca casi no tiene misterios, y la desilusión proviene de ambos, de ella y de Jean. Hay toda una teoría sobre el amor expresada como una tesis, sobre la naturaleza del que ama y del amado, que influiría tanto a Carson MacCullers. Ver como ejemplo toda la parte 9 de la novela.
     En cuanto al tema de la estampa social es igualmente cruel y precisa que su sucesora, pero aún así es menos sutil, más clara, si se quiere, y se permite cierta ironía exenta de la amargura de la Recherche. El ejemplo más claro de esto es el capítulo La comida de Madame Cressmeyer. Si hablamos de cuestiones políticas, se destaca la parte 5.
     Vemos, entonces, que la organización en capítulos como células temáticas funciona perfectamente en este caso en particular. Una novela de 1000 páginas que se lee amenamente, teñida de aspectos sociales, de poesía, de pasajes hermosamente descriptos, ya que Proust era un maestro en describir las sensaciones, en traducir la pintura y la música en palabras (ver Los Monets del Marqués de Reveillon y La sonata, ésta última emparentada con la sonata de Vinteuil en la Recherche, mucho más desarrollada en este último caso). Los pasajes descriptivos son intensamente bellos y justifican por sí solos toda la novela, y menciono La tempestad entre otros tantos capítulos de este tipo.
     Al tema del tiempo como objeto de estudio le dedica el capítulo noveno de la parte 6, también hay una precisa explicación de su postura sobre este tema en el capítulo La canica de ágata. Uno de los tantos métodos proustianos para explicar y ejemplificar el tema del tiempo, es el animismo, es decir, el explicar el punto de vista de las cosas, objetos o de la naturaleza, dándoles una personalidad y la capacidad de sensaciones. Más adelante, este recurso se haría más sutil, confundido en las múltiples interpretaciones y disquisiciones de la Recherche.
     Considero que ambas son novelas inconclusas porque el tema de ambas es el tiempo. El objeto de estudio, el recuerdo, instrumento para recuperar y detener el tiempo, por lógica debería tener un comienzo y un final. Uno recuerda algo, una anécdota, por ejemplo, que tiene una trama con principio y fin. Pero la misma esencia del recuerdo, que precisamente carece del tiempo, porque es una parta robada a él, implica su propia interrupción. Por lo tanto, lo aparentemente inconcluso es una necesidad y un fin en sí mismo en este tipo de novela, creada y desarrollada por Proust.
     Para terminar, diría que Jean Santeuil no es una novela inconclusa, por lo menos no una que deje una trama de pistas o temas incompletos. El último capítulo se cierra con una gran disquisición sobre las generaciones de los Santeuil y los Reveillon, haciendo su paralelo con las generaciones anteriores y futuras. El tema de la vejez de los padres es otro punto que cierra el arco de desarrollo de la obra. Los cambios en la personalidad de los padres y el crecimiento del personaje principal.
Aquí debemos mencionar necesariamente un juego interesante de Proust. En la introducción, dos escritores de vacaciones se encuentran con un escritor que admiran. Muchos años después, éste los llama a su lecho de muerte, y uno de ellos encuentra entre sus papeles una novela, que decide publicar. Ya en el texto, el narrador en tercera persona describe a su personaje principal: Jean Santeuil, pero de a poco va involucrándose con apariciones literarias, mencionando el ámbito aparentemente ficticio y literario de su escenario. Así, nos damos cuenta que el narrador escribe su propia historia como si fuera otro, que el amigo íntimo de su personaje no es otro que el segundo escritor de la introducción, y que ambos, sus personajes, encuentran a su autor muchos años después de haber sido creados, y luego reclamados en el lecho de muerte de su creador. Pero no nos quedamos ahí, el autor es su personaje, y en el momento de la muerte recupera su pasado haciéndose acompañar por sus personajes, ficticios o reales.
     Hasta qué punto el mundo de un escritor es ficción, nos preguntamos. La vida y el arte, realidad y ficción, ¿son entidades separadas?, ¿hay por lo menos alguna distinción posible? Incluso los razonamientos de la lógica pura nos inclinan más al camino de lo incierto que el de la veracidad práctica. Porque la practicidad quizá sea eso: no separar lo que está irreversiblemente fusionado.


 

Los placeres y los días (1895) Parodias y Misceláneas (1918) Ensayos literarios (1912)

 

Los textos de Los placeres y los días fueron publicados en 1895, pero escritos antes y poco después de los 20 años de edad. Fue su primer libro editado, prologado por Anatole France, autor que Proust admiró en su primera juventud, y del cual reconoció influencias, aunque él mismo invalidara parcialmente su valor al madurar su propio estilo. Fue también, France, el modelo de escritor en que se basó para su personaje de Bergotte en la Recherche. Por lo tanto, nos encontramos con un estilo impersonal, apegado más a una escuela y un amaneramiento literario que responde más a una forma instrumental que al resultado de una búsqueda. En este conjunto de relatos donde prevalece la descripción de costumbres y otros textos cortos que podríamos llamar impresiones y estampas decorativas, si buscamos más detenidamente, podemos hallar algunos tópicos que Proust desarrollará más adelante: descripciones de la sociedad parisiense, retratos de personajes de esa sociedad, reflejo de costumbres hipócritas. Los textos que siguen estos temas está escritos con la ductilidad propia de su formación, y aunque no hallemos el estilo proustiano, están escritos con cierto encanto entre ingenuo y crítico, pero sin profundidad. Hay parodias y estudios sobre personajes de la comedia italiana, ejercicios que responden a una influencia literaria que impactó más a su sensibilidad que a su lucidez y espíritu crítico e intelectual. Es un libro resultado de múltiples lecturas, como se evidencia por la gran cantidad de epígrafes, muy contados en el resto de su obra, lecturas de poetas románticos y del siglo XVII, de la comedia italiana y del clasicismo. Insisto que no hay tanta retórica si no un cierto simplismo en la concepción, impersonal en el estilo y algunas fallas en la estructuración eficaz de los textos que más se acercan al relato.

      El libro Parodias y misceláneas es un recopilación de textos sueltos publicada en 1918, pero que fueron escritos a partir de 1902. El fragmento de Parodias es un ejercicio literario sin trascendencia más que para los estudiosos de la semántica y el estilo del autor, donde intenta describir un mismo hecho de las páginas periodísticas según autores de la época y anteriores.

     De las Misceláneas hay que rescatar dos textos primordiales para conocer al Proust crítico. Ambos están dedicados a la figura de John Ruskin, autor que tomó la admiración de Proust en su época madura. El primero (En memoria de las iglesias asesinadas) se inicia como un libro de viajes, donde el autor se propone visitar la catedral de Amiens que sirvió de estudio a gran parte de la obra de Ruskin. Busca visitar los lugares por donde Ruskin pasó y vivió. Luego de describir la catedral buscando los detalles y el punto de vista del otro escritor, se dedica a un estudio más detallado y crítico de Ruskin. Es, en suma, un autor dedicado a estudiar a otro autor, con el cual siente afinidades estéticas enlazadas por sensibilidades semejantes. Uno inglés, otro francés, y la diferencia de idiomas da por descartada, en mi opinión, toda sospecha de parcialidad, inconsciente, sin duda, pero siempre presente cuando se trata de justificar las razones por la que nos gusta un autor que habla en nuestro propio idioma. Porque la barrera del idioma y el obstáculo a sobrepasar que constituye el trabajo de traducir, filtra, limpia y da mayor perspectiva. En ambos encontramos un amor por la belleza y el pasado, eso es lo que los une, pero uno toma el instrumento del otro para contar su propia visión, es decir: Proust utiliza la profundidad y la melancolía, que le faltaba a su primer libro, de la visión ruskiniana de la belleza de los objetos y las obras de arte del pasado. Incluso la moral, la moral crítica e intelectual, es obvio, es un aprendizaje que toma del inglés. Por lo tanto, hay admiración y crítica. Los defectos de Ruskin son también parte de su personalidad, y por eso no son rechazados sino incorporados al ser admirado, a su punto de vista elegido. Pero sobre todo y como resultado de este intercambio, surge como principal el sutil y hermoso balance estético de las palabras. El segundo estudio (Jornadas de lectura) se inicia de la típica forma proustiana, recordando su propia infancia en la casa de sus padres, donde encontraremos casi las mismas referencias que en Santeuil y Recherche (de ahí la sutil y casi indiscernible separación entre ficción y realidad, que tanto individualiza la visión de Proust). Los tiempos de lectura en la infancia lo llevan a hacer un estudio sobre la conferencia dada por Ruskin sobre la lectura. Aquí encontramos citas y opiniones sobre lo que es la literatura y la forma en que Proust la concebía: una amistad sin compromiso y sin hipocresía. Reconoce la influencia de Gautier en su juventud, pero recalca sus errores y cierta superficialidad. Finalmente dice que la literatura no es un espejo de la verdad, es una parte de ella, porque es lo que ve el autor.

      Los Ensayos son textos publicados alrededor de 1912, y todos ellos están precedidos por un prólogo y una conclusión. Son textos maduros, donde encontramos capítulos que refieren episodios de la infancia y la adolescencia de Marcel Proust, pero que se mezclan con la ficción en referencias incontables al Marcel de En busca del tiempo perdido y de Jean Santeuil. Al principio nos parece estar leyendo fragmentos descartados de su gran novela, en otros nos hallamos en mundo oníricos que rescatan el pasado mediante una exploración más psicológica y freudiana, más grotesca, quizá, lo cual sorprende y revaloriza al lector acostumbrado a su prosa. Hay partes de los capítulos 2 y 3 que recuerda La interpretación de los sueños. Luego vienen los capítulos ensayísticos propiamente dichos, precedidos por los recuerdos antes mencionados y como contados a su madre luego del primer artículo publicado en Le Figaro (otra reminiscencia de Recherche), dedicados a diversos autores: Sainte-Beuve, Gerard de Nerval, Baudelaire, Balzac. Son estudios muy exhaustivos, muy críticos, exentos de toda adulación. Opiniones personales, sin duda, lo que no se deja de recalcar, aunque no lo diga directamente, pero sus críticas hacia lo que no le gusta no nos son impuestas ni resultan arbitrarias, sino fundamentadas con ejemplos y fundadas en la autoridad de quien vienen. Hay un capítulo dedicado a la homosexualidad, con aciertos que aún hoy nos asombraría escuchar por su lucidez y sensatez. Finalmente, en la conclusión hay fragmentos que resumen casi toda una sabiduría y experiencia, que debería ser leída en todo sitio dedicado al arte de leer y/o de escribir. Por ejemplo: "lo que nosotros hacemos (los escritores) es volver a la vida, romper con todas nuestras fuerzas el cristal de la costumbre y del razonamiento que se prende en la realidad y hace que no la veamos nunca, es hallar el mar libre", o "los libros son obra de la soledad e hijos del silencio. Los hijos del silencio no deben tener nada en común con los hijos de la palabra, las ideas nacidas del deseo de decir algo, de una culpa, de una opinión, es decir, de una idea oscura". Estas y las que le siguen son ideas extraordinariamente lúcidas, exactas y que necesitan ser rescatadas del olvido, así como Proust, como un Hércules, rescató las montañas del pasado hacia la superficie turbulenta del presente.



 

Benito Pérez Galdós

 

 

 

Fortunata y Jacinta (1886-1887)

El lenguaje de Pérez Galdós está emparentado con el naturalismo y el costumbrismo imperante en s época. A diferencia de otros autores, esta escuela tuvo sus propias peculiaridades en cada país, marcadas por los grandes narradores, por supuesto, no por los imitadores o escritores de segunda categoría. Pérez Galdós fue un escritor de primera línea, tal vez unos de los cinco mejores escritores españoles de todas las épocas. Su lenguaje es directo, y en esta novela no hay misterios que el lector deba ir develando. Todo se le sirve en bandeja, incluso el transcurrir de las acciones es tan fluido y ameno que no se necesita un gran esfuerzo por continuar la lectura. Sin embargo, a pesar de esta aparente simpleza y facilidad, esta falta de misterios a que nos hemos acostumbrados los lectores a partir del siglo XX, está tan excelentemente narrada que asombra la destreza para manejar el humor, el costumbrismo y la tragedia, tan grandes como en una tragedia griega. Porque la estampa es española, los giros, los diálogos, las maneras y características de los personajes son hispanas, pero las pasiones que mueven a los personajes y la evolución de la trama están íntimamente relacionadas con Sófocles. No por similitud de argumentos, sino por la trágica y cruel manera en que los personajes se van desbarrancando.
     Primer punto importante: Galdós es un autor de personajes. Más que la ambientación, exacta y no más que la necesaria, la personalidad de sus hombres y mujeres es lo más importante. Es demasiado fuerte, no en el sentido de avasallamiento, sino por sus contrastes y sus muy bien definidas características. El tono de los diálogos es imprescindible para esto, pero no es el único factor que los caracteriza. El narrador en tercera persona se embebe de la manera de pensar del personaje, éste piensa y habla a través del narrador. A su vez el narrador participa en la trama como un testigo lejano, indirecto, casi un cronista que desarrolla una trama, que noveliza deliberadamente una historia que ha conocido alguna vez por sus protagonistas verdaderos. Esto, por lo tanto, aumenta la verosimilitud. (En el último capítulo, suponemos que el crítico literario y dramaturgo amigo del boticario es el autor que no está contando esta historia.)
      Como decía, las acciones toman el primero plano, casi sin respiro para el lector. Sean diálogos, acciones directas, pensamientos o sueños, el personaje está en primer plano, y el lector no puede apartarse ni desentenderse de él. No hay clasificaciones por parte del autor, no hay calificaciones tampoco. Las escasas adjetivaciones son producto de una forma de decir, un amaneramiento del lenguaje, una costumbre de estilo popular que el autor traslada al ámbito literario con el objeto de hacerlo más cercano al lector, más verosímil y sin intermediaros aparentes. El autor se pierde en lo que narra: ése es el objetivo principal de este tipo de narrativa. Parece una paradoja, el lenguaje excesivo del siglo XIX no parece acorde a este proceder, pero la narrativa de Galdós aportó esta característica, quizá más que Zola o Dickens. No hay lirismo en Galdós, hay una crudeza de una calidad magistral en la forma narrativa. Los personajes son cinematográficos, y no podemos más que recurrir a esta palabra, conscientes de que el autor se adelantó a su época en este aspecto.
     Otro gran tema de esta novela, que también se da en Tristana, por ejemplo, es la enfermedad, tanto del cuerpo y del alma. Ambos están recíprocamente relacionados en cuanto a alimentación y crecimiento. Y no es caprichosa esta analogía fisiológica, porque Galdós, más que la política y la religión, sugiere que el cuerpo y la mente son los factores que desencadenan los destinos. La novela es un gran estudio sobre la moral, tanto de la época como en general, es decir como concepto. Lo costumbrista es más que nada un color, no lo principal, por eso en este trasfondo se funden las personalidades de los personajes. Fortunata se pregunta sobre la moral imperante (aún en el simplismo  de su personalidad). Guillermina Pacheco, Maximiliano Rubín y Mauricia son los que ven más allá de lo cotidiano, ven lo místico a través del filtro de la enfermedad, la locura o la extrema entrega a una obsesión. Feijoo y Moreno Isla tienen su propia moral, más liberal, menos apegada a las costumbres, adaptado su propio interés a las circunstancias. Juanito Santa Cruz es el indiferente, el egoísta que se ama a sí mismo y sin saber o sin querer saberlo desencadena tragedias. Jacinta, más que una personalidad, es el contrapunto necesario, el punto de referencia para que el personaje de Fortunata vaya evolucionando. Jacinta es casi la protagonista de toda la primera parte, y Fortunata no aparece sino en la segunda. Pero los protagonistas de esta novela de múltiples personajes no necesitan aparecer siempre para continuar como principales. Su influjo permanece en los demás, y los que parecían secundarios van tomando trascendencia a medida que se desarrolla la trama, (el ejemplo más típico de esto es el boticario Ballester).
     Los personajes, llegada una altura en la novela, comienzan a mimetizarse con las ideas que representan. Se van definiendo tan bien sus características y el destino al que se dirigen, que toman un halo casi metafísico, se conviertan en ideas. No es extraño, entonces, que personajes como Mauricia, la amiga alcohólica de Fortunata, sea la que inicia estos devaneos con lo místico y lo alucinatorio religioso. Lo religioso se confunde con la blasfemia y la grosería popular, la superstición y la enfermedad mental. Luego, Maximiliano Rubín será el encargado, con su locura lúcida, de ir explicando las connotaciones más profundas y más altas de la novela, con sus delirios místicos y sus obsesiones, sus celos y su razonamiento extremo.
     El amor, el otro tema más importante, es, por encima de todo, cruento, obsesivo y no correspondido. No es un amor sublime el amor humano. Hay, por lo tanto, dos bandos bien contrarios en esta novela, no bandos de clases sociales, aunque en algunos factores haya un paralelismo, sino de concepción de la vida y la moral. Hay venganza, celos, locura, justicia, amor y odio, resentimiento y venganza. Todo esto se mezcla en un todo que va envolviendo a los personajes, y ninguno de ellos tiene la capacidad de adueñarse de uno solo de estos sentimientos. Fortunata va de mano en mano, va probando cada uno, y finalmente aprende, aunque debe pagar un precio alto.
     Entonces, los grandes temas son: la moral (el bien y el mal), el amor (equívoco), la enfermedad (síntomas de una sociedad). Y es curioso, para nuestra mentalidad acostumbrada a lo efectista y artificioso, y prácticamente una clase magistral, la forma en que estos temas se muestran en toda su crudeza a través de un ambiente común y corriente, con personajes simples, mediocres, en un barrio de Madrid a fines del siglo XIX.
     Citemos algunos ejemplos donde Maximiliano Rubín, casi el sacerdote y el profeta auto proclamado de la moral de esta novela: "Comprendo que te dé tan fuerte. Así me dio a mí: pero luego me he vuelto estoico. He pasado por todas las crisis de la ira, de la rabia y de la locura". "Lo malo no perece nunca. La maldad engendra y los buenos se aniquilan en la esterilidad".
El personaje de Rubín, que de tan nimio y enclenque, de tan poca cosa como lo muestra su cuerpo y su personalidad al principio de la novela, se va transformado en ese profeta profano de lo triste y lo cruento, último conquistador de una idea: la santa idea de lo que Fortunata no fue y pudo haber sido.

 



Novelas 1881-1885. Otros textos. Sus falencias

Con La desheredada empieza lo que se llama la etapa de novelas contemporáneas, es decir, ubicadas no en la primera etapa del siglo XIX o finales del XVIII, y con un trasfondo de sucesos políticos. Galdós, ya lo hemos dicho, es un autor excesivamente prolífico, esta serie de novelas lo demuestra: seis novelas publicadas en cinco años, a las que debemos sumar los Episodios Nacionales escritos en este período. Comparando con la primera etapa hasta los 35 o 38 años, encontramos un avance en la calidad de su narrativa. No hablemos de su destreza y su oficio, la fluidez exacerbada e interminable de su prosa, su calidad gramatical ya definida prácticamente desde el principio. Lo que buscamos como lectores del siglo XXI y como críticos es determinar la calidad y la fuerza de una narrativa que soporte el paso del tiempo y que por sí misma tenga una belleza que no necesariamente debe venir del estilo, pero sí del sutil entrelazamiento entre la anécdota referida y la forma en que nos es contada. La de Galdós es una forma válida, sin duda, pero que a medida que se suman las novelas, va demostrando sus limitaciones en cuanto a recursos. Dejemos de lado su imaginación, siempre apegada a la realidad circundante y por lo tanto amplia pero estrechamente conformada, como un cuadrado con fronteras estrictas. Leer una y otra novela es como pasear por los mismos lugares con leves variaciones, viendo hasta los mismos hechos con modificaciones de personajes y vestidos. Hasta los personajes, tan múltiples, se ven a veces repetidos no por necesidad de la trama, sino por estereotipos. No hablamos de personajes que reaparecen en escena, conformando un mundo, lo cual es una de las virtudes del mundo galdosiano.   

      Hay, entonces, un estilo que ya se ha definido, quizá a pesar de sí mismo, se ha asentado en sus propias virtudes, las cuales son muchas (el humor, la ironía, la detallada observación de caracteres), pero también en sus falencias y errores (la retórica, que aunque ha disminuido se siente no tanto ahora en el lenguaje como en la trama y la toma de postura del autor; el anacronismo de ciertas situaciones; la repetición de detalles graciosos que se quedan en la anécdota, sin tomar más profundidad para servir como taladro en la crítica social que pretende desarrollar; el tono monótono por carente de contrastes). El naturalismo adoptado por Galdós es excesivo, quizá. No es la crudeza de un Zola, ni la fría o cortante exploración de la sociedad y el alma de un Balzac, sino un estudio de lo común y corriente. El problema tampoco es la elección del objeto de este tipo de naturalismo, sino la forma elegida para plasmarlo: la de Galdós, en el período del que hablamos y que nos lleva hasta sus 42 o 43 años, es una prosa que explica más de lo necesario, en realidad hay una continua intervención entre el autor y el lector. Los diálogos son muy reales, hay muchas acciones, el drama es constante, todas estas son virtudes. Pero aún cuando el autor no pretende intervenir como cronista, lo cual tiende a hacer en la mayoría de las novelas, la prosa se ve comprometida por apelaciones, referencias, ironías, nacionalismos, que ponen al autor en un plano frente a la página. El lector sabe que es algo que nos está contando, y los personajes tardan en hacerse efectivos, les cuesta mucho liberarse completamente de la opinión del autor. Sobre todo porque el estilo de Galdós no es emocional, no es poético, es estrictamente común, ni siquiera es despiadado ni de confrontaciónl. No mueve a tomar partido por una u otra postura, aún cuando se trate de sus demasiadas habituales incursiones en la historia política de España y Europa en general. Es partidario, por más que no exagere en sus calificativas y tienda a controlar sus ideas con el lazo de su capacidad narrativa. En resumen, este tipo de elección estilística y de punto de vista parece haber envejecido la literatura de Galdós, volviéndola monótona, sin el brillo de los contrastes, incluso débil por su aparente deslizarse sobre la superficie de lo real sin caerse en los pozos ni tropezarse con obstáculos. Insisto, el problema no son las tramas, que están bien estructuradas, no por personajes en sí mismos, bien caracterizados, con una psicología tácita dada por sus gestos y costumbres, ni siquiera una debilidad en la escritura. Sino el tono, la forma de hablar de la prosa galdosiana, demasiado engolosinada con sí misma, con la comicidad que es muy engañosa y traicionera. Deliberadamente o no, hay estilos que a veces envejecen no por falta de virtudes, sino por el excesivo o inaprensivo uso de ellas.
      Los cuentos de Galdós dejan mucho que desear. Su incursión en lo fantástico (Celín) no es para nada logrado, su fantasía parece demasiado sublimada a una comicidad anacrónica que intenta tomar el estilo cervantino para un objetivo menor. Lo demás cuentos demuestran que el relato corto no es el fuerte de Galdós. Son escasos para evaluar algún mérito en los mismos, ya vimos que es un autor de largo aliento y progresivamente lento en su camino hacia la madurez, y además pecan de excesiva retórica.
     En cuanto a los artículos y misceláneas, sirven para mostrar su mirada perspicaz y crítica, su honda preocupación por los destinos de su país. Demuestra su fuerte raíz hundida en lo político y lo ubica en el lugar de los escritores políticamente comprometidos. Es una postura de la cual no intentó abusar con mal gusto ni golpes bajos, su cultura y su calidad como hombre y como escritor se lo impedían, pero que no pudo alejarlo de intentar plasmar una realidad social y política a través de la literatura. La ficción parece haber sido una excusa más que un fin en sí mismo. Crear un mundo que en realidad era re-creado. Por eso, sus artículos y comentarios, escritos a lo largo de su vida y ajenos al estilo literario que siguió su obra de ficción, lo mismo que los libros de viajes, abundan en posturas que hoy nos parecen arbitrarias y sin fuerzas, pero que en su época debieron haber sido valientes y controversiales. Sin embargo las ideas envejecen, pierden significado, y la búsqueda de lo profundo, sea en un artículo o el diario de un viaje, no aparece en este caso.
Las obras de teatro entran en las mismas características antes mencionadas. Son 23 obras, algunas basadas en sus novelas. Los personajes son vívidos, los diálogos muy reales, pero son difíciles de leer en esta época actual. Han perdido actualidad, y lo que debería persistir: conflicto humano y hondura social, que es a lo que apunta la mirada galdosiana, no aparece, o es tan tibia que se frustra ante la retórica y cierto anacronismo en el lenguaje dramático.
      Los Episodios Nacionales correspondientes a la 1ra y 2da serie vuelven a prestarnos las mismas virtudes y falencias de su obra ya comentada. Se le suman ciertas características negativas, como ser obras "de encargo", que aunque no lo fuesen estrictamente, han sido creadas con un objetivo previo extra literario: dramatizar episodios de la vida sociopolítica de la España inmediatamente anterior a la vida de Galdós. Es interesante el hecho de no entrar directamente en la vida de personajes conocidos o de las altas esferas políticas. Fiel a su estilo y criterio literario, utiliza personajes comunes y corrientes que se ven involucrados y afectados pos los cambios socioeconómicos que tales eventos ocasionan. El problema es la afectación, la falta de profundización en el alma de los personajes, la ausencia de contrastes y hasta de originalidad. La 3ra serie pertenece a una período más maduro, el de los 1890, época que mostró su máxima maestría para la narrativa desde que creara Fortunata y Jacinta, pero a pesar del lenguaje más avanzado, menos retórico, encontramos parcialidades y una debilidad, un amaneramiento casi, un regodeo malsano en los vicios literarios ya mencionados antes. La 4ta y serie final tiene un lenguaje maduro y cuidado, pero utilizando los mismos recursos ya en desuso aún para le época (hablamos de la primera década de 1900). El tratamiento de la historia en estas series de novelas es sin duda meritorio, una forma de humanizar épocas, episodios y personajes centrales, dramatizando y ficcionalizando al mismo tiempo. Una manera de hacer popular la historia que mucho después tendría escritores y pseudo escritores de abismal diferencia y calidad en relación a Galdós. Pero aún teniendo en cuenta todos estos méritos, la lectura de de estas novelas históricas se hace pesada, difícil y somnífera. Los personajes parecen simpáticos por la forma en que se expresan o son expresados, y el drama se pierde por un tratamiento excesivamente relatado y descripto. No hay cercanía a pesar de la vívida caracterización de los protagonistas. Hay un alejamiento que no debería existir por más que seamos lectores del siglo XXI. ¿Dónde está el drama humano de la historia? ¿Dónde la línea en que el lenguaje pasa a ser drama, conflicto y realidad? Porque la realidad de un personaje no está en su amena coloquialidad, ni siquiera en las verdades que puede declarar en su discurso, sea un eclesiástico, la dueña de una casa de empeños o una verdulera, sino en la poesía de un gesto de su cara.
      Galdós llegó a estos momentos en contadas ocasiones, a mi parecer. Fortunata y Jacinta fue una de ellas, Viridiana fue otra. Ambas, la primera de forma más plural y colectiva, la segunda como una pieza de dúo de cámara, expresaron dos mundos diferentes en un mismo mundo creado por el autor. Mujeres y hombres no calificados sino descriptos por sus fisonomías y sus gestos, sus acciones y sus reticencias a actuar, pero sobre todo por lo que no se dice de ellos. Eso que se desprende de la crueldad resultante de los hechos: la severidad y el egoísmo del viejo don Lope, la sumisión y la fría resignación de Viridiana; la patética locura de Maximiliano y la obstinada y fatal simpleza de Fortunata.


 

Novelas de su primera etapa (1870-1878)

Según el biógrafo del autor, Federico Sáenz de Robles, -cuyo estudio sobre Pérez Galdós es todo lo abarcador y profundo que se quiera, pero no por eso deja de ser, a mi criterio, excesivamente condescendiente y de un estilo que el mismo Galdós habría evitado, es decir: de una confusamente florida y barroca gramática sustentada en la retórica-, las novelas de la primera etapa se dedican a estudiar la primera mitad del siglo XIX y el cambio que esta vuelta de siglo produjo en las costumbres del XVIII. La fontana de oro es la primera novela de Galdós, una cuasi comedia donde abunda en el humor y la ironía que más tarde lo caracterizaría. Acá sin embargo, este humor se va perdiendo y se ve opacado por ciertos giros estructurales y elecciones estilísticas que convierten la novela en un pastiche sin sustancia. Hay rasgos de época, semblanzas de las reuniones de comité en los clubes de Madrid, hay una relación anciano-mujer joven que recuerda a la muy posterior y superior Viridiana. El autor toma un estilo romántico cuando intenta plasmar el punto de vista idealista de los personajes, es más irónico y lacónico cuando describe a los personajes viejos, cuya máscara feroz convierte en caricatura. Es admirable la caracterización de las tres mujeres de Porreños, especie de brujas de Macbeth. Pero la novela se estropea en los largos discursos, en la retórica que aparece fuera de toda deliberada intención irónica. La resolución es incluso demasiado convencional, más en el tono que en la trama. Se convierte en folletinesca, pero alejándose del rasgo irónico que parecía conducirla al principio. De todos modos, es la que más se acerca a los ítems y el punto de vista crítico, y el desarrollo de los personajes, que veremos después en Fortunata y Jacinta. La siguiente novela, del mismo año y a la edad de 27, es La sombra, de temática fantástica, poco original en el tema y muy retórica. Luego viene El audaz, a los 28 años, novela de temática social y política. Se ha perdido el rasgo irónico y el autor toma demasiado en serio su intención de transmitir ideas, por más que la introduzca en tramas novelescas. El folletín en este caso se traduce en melodrama intercalado, eso sí: con destreza y oficio, entre fragmentos llenos de descripciones de costumbres y caracteres políticos. En Doña Perfecta, a los 33 años, aparece otro tema que preocupaba a la sociedad de la época, el enfrentamiento entre la religión y los avances de la ciencia. Aquí, otra vez, la novela sirve para introducir sin fuerza ni eficacia literaria un tema social dentro de una trama familiar. En Gloria se trata el mismo conflicto, con la falta ya mencionada de ironía y en donde los personajes no logran emocionarnos porque han perdido fuerza. Incluso las descripciones se han teñido de un estilo fútil y mediocre. Marianela recae en los mismos defectos anteriormente mencionados. En La familia de Leon Roch, aparenta haber un cierto despegue del vuelo literario al principio, pero reaparece la intencionalidad. Los conflictos religión- ciencia, absolutismo-liberalismo, son anticuados para nuestro siglo, pero no por eso el tema debe perder fuerza si son el entramado de fondo para los conflictos de los personajes y no el objetivo principal del autor. Por eso las novelas envejecen con la época de la que intenta hablar. Falta en toda esta primera etapa, hasta los 38 años, el humor inteligente y agudamente observador. Trabajar ideas en lugar de personas no funciona. Una novela debe nacer desde el interior del personaje, no construirse como un edificio a introducir a la fuerza en la cabeza de los personajes, como un barco en una botella. Además de extremadamente difícil, corremos el riesgo de estropearlo todo en nueve de cada diez intentos. De todos modos, la pluma de Pérez Galdós, siempre ateniéndonos a esta época inicial, supera en mucho, con su destreza e inteligente construcción narrativa, la de muchos autores que hoy se consideran de gran prestigio. Debemos recordar que hay autores que necesitan espacio temporal para encontrar su gran fuerza, el estilo que dejará marca en la historia de la literatura. No es el número de novelas lo que indica la genialidad, sino unas pocas, a veces una sola, y para alcanzarla, algunos escritores necesitan largos y prolíficos caminos, otros, apenas unos pocos años y unas pocas obras.




Ilustración: Man Ray

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Max

No sé qué estaba pensando en ese momento, tal vez en el viaje que iba a hacer dos semanas después. Lo cierto es que crucé la calle a mitad d...