Caminé entre las mesas, entre los hombres y mujeres que almorzaban rápidamente antes de volver a sus oficinas. Vi a Cecilia en un extremo del salón, junto a la última ventana. Tenía el cabello corto, como cuando cursábamos el bachiller y empezamos a salir juntos. No habían transcurrido aún diez años, y desde entonces no nos habíamos visto más que dos veces.
Terminaba su café y leía el diario abierto sobre la mesa, con los restos de una ensalada y un pollo en el plato apartado a su derecha. El humo de los cigarrillos atenuaba un poco el olor a grasa desde la cocina. Un mozo, después de cobrarle la cuenta, le alcanzó las muletas.
Entonces me acordé de todo. A veces un solo objeto es suficiente para darnos el perfil completo de alguien conocido. La enfermedad de Cecilia no era parte de su persona, sino ella misma.
Al acercarme, me miró con sorpresa al principio. Luego, sonriendo, me dio un beso, y puso las muletas de nuevo contra la pared. Se veía delgada y pálida. Apoyó los codos sobre el mantel, preguntándome qué estaba haciendo por aquel lugar.
-Hace un tiempo largo que vendo repuestos y herramientas acá en el centro. Almuerzo cuando puedo en diferentes bares. ¿Y vos venís siempre?
Quiso decir que sí, estoy seguro, pero se arrepintió como si de pronto recordara que desde ese día ya no iba a hacerlo.
-Generalmente...salgo de la oficina a las doce y media, y entro a la una y media.- Miró hacia la calle, y parecía no querer hablarme de su trabajo.- ¿Está lloviendo, no?
-Un poco. ¿Siempre con la empresa de heladeras? Eras secretaria, creo...
Vi otra vez esa mirada esquiva e introvertida que me daba cada vez que escondía algo. Así había pasado diez años antes, al separarnos. Éramos novios, hasta me acuerdo haber ido a su casa para presentarme con sus viejos. Teníamos dieciocho años. Sé que salí con ella más por no quedarme sin pareja para la fiesta de graduación que por otro motivo. Me gustaba, pero nunca me sentí enamorado. Si ella lo estuvo, no lo sé. Antes que pudiera averiguarlo, cortó nuestra relación en apenas dos meses, justo antes de graduarnos. Esa noche en la fiesta me quedé solo, esperando verla para hacerle pasar vergüenza delante de sus amigas. Pero no fue. Tampoco quise bailar con alguien más, necesitaba comerme la bronca acumulada pensando en Cecilia.
-¿Y vos, qué tal están tus cosas?- le pregunté señalando las muletas.
Fue una crueldad, lo reconozco, pero cada vez que la encontraba le hacía la misma pregunta. Como si un pequeño resto de aquel adolescente rencoroso surgiera al verla.
-Aquí estoy, Leandro. Me sigo deteriorando de a poco.
Lo dijo con una sonrisa hermosa, tan patéticamente bella como sólo un rostro melancólico puede hacerlo. La misma expresión que puso el día de mi cumpleaños, en el patio de casa, mientras mis amigos nos miraban, al decirme que no quería salir más conmigo. Había intentado abrazarla, pero se apartó con brusquedad. Dijo que estaba enferma y no nos convenía seguir saliendo por temor a sus ataques. Quise saber más, pero se negó a contarme. Todo esto lo dijo delante de los otros, y me sentí como un niño castigado. Ella lo hacía sentir así a uno.
Al año siguiente me enteré que la habían internado pocos días antes de la fecha de la graduación. Ella había insistido en que no me lo dijeran. Yo empezaba a trabajar de cadete, y por casualidad, un compañero de la escuela al que me crucé un día, me lo contó. La imaginé sola en su cuarto de hospital, con sus padres silenciosos a su lado, y ya no pude dejar de recordarla con frecuencia.
“Me estoy deteriorando” resonó en mi cabeza, y hasta creí escucharlo en todo el salón del restaurante, y que la gente también lo había oído. No fue así, pero esas palabras eran demasiado duras para ser pronunciadas por una mujer de veintisiete años. Sus ojos ahora estaban turbios, algo empañados y distraídos.
-¿Qué hora es?
-La una- respondí mirando el reloj en mi muñeca.
Hizo un gesto exagerado de inquietud, e insistió en que en media hora tenía que irse al trabajo.
-¿Vos te casaste?- preguntó.
-No. Ya salgo muy poco con mujeres. Vuelvo de la calle y no tengo ganas de hablar con nadie. Pienso en ellas, esos sí.
-¿En quién pensás?
El mozo nos interrumpió para traernos la jarra de cerveza que yo había pedido. Cecilia sonrió sin repetirme la pregunta. No le conté que pensaba en ella desde la primera vez que nos encontramos después de separarnos.
Fue a la salida de un cine de Lavalle, en una función de trasnoche. Eran las tres de la madrugada, me parece. Salí soñoliento de ver una película mediocre, entonces la encontré en la pizzería de enfrente. Verla con aquel aspecto, el cabello largo, anteojos y un impermeable gastado, me resultó atrayente. Estaba más linda, lejana pero al mismo tiempo seductora. Dijo que escribía para una revista, y le gustaba ir al bar para sentirse tranquila.
-Mis padres se están poniendo viejos y me hacen la vida imposible.
Después me contó lo que le habían hecho en el hospital: le amputaron dos dedos del pie derecho. Le pedí que me perdonara, y me hizo callar con una voz tan dulce que podría haber hecho que la amara desde ese momento definitivamente.
Bebimos dos botellas de vino. Ya estaba algo ebria cuando sacó un paquete de cigarrillos, ofreciéndome algunos armados.
-Son de los buenos- murmuró al encenderlos.
Le acepté uno, y saboreé en la garganta el humo de la marihuana, pero traté de no aspirar para mantenerme lúcido. Sabía que ella se perdería, lo estaba viendo ya en sus ojos vidriosos, y desde el mostrador empezaron a mirarnos. Le dije a Cecilia que era tiempo de que nos fuéramos. Ella guardó la cajetilla en su cartera, junto a las ampollas de insulina. Eran las cinco de la mañana, nos despedimos en la vereda del bar e intercambiamos los números de teléfono.
No sé qué pasó después. La llamé, charlamos un rato, pero no pudimos hacer una cita. Ya no volvimos a hablarnos. Me reintegré al vértigo ciego de mi trabajo, esa inexplicable inercia que me empujó, a los veintidós años, a conseguir algo, no importaba lo que fuese.
-Pero ya no me caliento por la guita- le dije mientras el reloj marcaba la una y cuarto, esperando que ella olvidase su obligación y se quedara conmigo. Insistió en que era tarde, y cuando me levanté para alcanzarle las muletas, me gritó que no lo hiciera. La gente esta vez sí se dio vuelta para mirarnos. Cecilia se puso a llorar, y me pidió que me sentara otra vez.
-Te mentí. Me despidieron de la empresa hace una semana- murmuró entre lágrimas.
Tenía la misma expresión que el día en que nos encontramos luego de aquella noche en la pizzería, tres años más tarde. Estaba sentada en un banco del Parque Lezama, medio oculta entre los arbustos espesos, rodeada de hojas secas. Yo iba caminando solo, común en mí desde hacía algún tiempo. La verdad es que las mujeres me resultaban demasiado complicadas y confusas, extremadamente extenuantes. Me habían desilusionado cada una de ellas. Excepto Cecilia, y lo de ella no era amor, o por lo menos no lo que uno imagina que debe ser y en realidad tal vez ni siquiera exista.
Llevaba el mismo impermeable -por alguna razón, siempre nos vimos en otoño-, su cabello estaba desprolijo y los lentes eran un poco más gruesos. Esa fue la primera vez que la vi con muletas, apoyadas sobre el respaldo del asiento. Al verme, intentó levantarse, pero después hizo un gesto de transparente tristeza, de irremediable resignación.
-Hola.
Me invitó a sentarme a su lado, y hablamos mucho tiempo. Ya no trabajaba en la revista, me contó, la habían echado después de la internación.
Eran las seis de la tarde y estaba nublado, entonces ella me mostró su zapato ortopédico. Le habían quitado la mitad del pie. La enfermedad avanzaba muy rápido, y fui su testigo. El único hombre al que le hablaría de todo eso.
El reloj del restaurante marcaba las dos.
-Ahora me despidieron de nuevo, pero creéme que lo lamento sólo por el sueldo. Siempre quise hacer otras cosas. La empresa me salvó por un tiempo, pero era un aburrimiento...Si pudiera entrar otra vez a la editorial...Todavía tengo una carpeta de notas y apuntes inéditos. Si querés te muestro mis artículos, algunos son tan viejos...
Acepté, y cuando llamamos al mozo se puso nerviosa. Le acerqué las muletas, corrió la silla y el mantel se movió. De pronto, sentí que mis músculos se adormecían o insensibilizaban, como cuando uno está a punto de desmayarse. Porque hay cosas que asombran por más se las espere desde largo tiempo antes. Ver a Cecilia con una sola pierna fue algo que difícilmente pueda comparar con otro recuerdo de mi vida.
-Todavía no me entregaron la prótesis- dijo, y el labio inferior le temblaba.
Me quedé en silencio mientras la ayudaba a subir al taxi, y durante todo el viaje hasta su departamento en un edificio del barrio del Abasto. Ya no vivía con sus padres. El portero la saludó con sorpresa y a mí con desconfianza. Cuando llegamos al cuarto piso, entramos a ese único ambiente dividido por un armario. De un lado había una cocina y una mesa, del otro una cama y dos sillas.
-Me cambio mientras se hace el café, ¿sí?- Dejó sobre la mesa una pila de seis o siete carpetas encuadernadas.- Andá hojeándolas si querés.
Me puse a leer sus notas y artículos de diversos años. Eran opiniones y estudios acerca de todas las cosas del mundo, hechos o personajes conocidos o extraños e insignificantes. Cada imagen cotidiana parecía haberle arrancado algún pensamiento, y lo curioso era la fluidez de aquella vida intelectual, tan contrastante con su otra vida externa.
La impresión final de esos escritos me resultó abrumadora, porque llegaban a la misma conclusión una y otra vez. Para Cecilia, el hombre y su cuerpo eran eternos servidores uno del otro.
-Estoy convencida- me comentó cuando nos sentamos a tomar el café.- La ciencia y la filosofía de alguna manera también lo dicen con sus eternos fracasos. Es una esclavitud que se acaba en el momento de la muerte.
-¿Y el alma?- le pregunté.
-No lo sé. Este cuerpo me ha ocupado demasiado tiempo como para dedicarme a pensar en algo tan abstracto como el alma. Es hora de mi inyección.- Y se fue a buscar su cajita de primeros auxilios.
Mientras esperaba, encontré entre los papeles dos cuadernos con poesías, algunas largas como poemas épicos. Cómo podía una mujer como ella, me pregunté, emparentar su pobre vida con una epopeya. Como una reina que aleja a sus pretendientes apartándose en su propia y solitaria celda de castigo. Sin importarle lo que deja atrás, sin mirar a quien lastima. Porque quizá su dolor sea tan fuerte como el sonido del mar en una tormenta. Entonces sentí el sabor de la ira segregando en mi lengua. Tuve que levantarme de la silla.
-¿Nunca te casaste?
-No, Leandro. Viví con un hombre un poco mayor que yo por un tiempo, pero no resultó.
Hasta eso me había ocultado. Como si fuese un chico todavía, alguien no lo suficiente mente maduro como para tomarlo en serio.
Sobre el televisor había un hueso seco. Parecía la cabeza de un animal pequeño.
-¿Qué es este hueso?
-¿Ah, eso? Me lo regaló mi prima Leticia cuando éramos chicas. Es parte de la cabeza de un perro. Me gusta mirarla de vez en cuando. Me hace acordar lo fútiles que somos todos.
Del otro lado del armario, la escuché abrir la ducha. Me acerqué al mueble, y a través de las rendijas de las puertas, observé cómo se iba quitando la blusa, hasta quedarse con aquel corpiño negro que ocultaba sus senos blancos, apenas más grandes que mis puños. No tuve vergüenza de desear tocarla, de poseerla realmente por primera vez. Creo que al descubrir ese aspecto de irrefutable superioridad de su mente y la exquisita lucidez de su pensamiento, surgió en mí el escondido rencor adolescente. Y sé que en ese momento era yo un chico caprichoso que si no lograba obtener lo que quería, habría sido capaz de destruirlo.
Fui hasta el otro lado del cuarto, y la tomé de los hombros con una energía que no me atreví a disminuir por temor a arrepentirme. Le hablé al oído, oliendo su perfume extraño, ese aroma a colonia y medicamentos mezclados en la piel. Recuerdo la débil resistencia que me ofreció, y eso fue casi desilusionante, porque yo tenía la necesidad de tomarla de los brazos y sacudirla hasta hacerla mirarme a los ojos, que viese más allá de su cuerpo y sintiese la fuerza de alguien más que no fuese la mordida silenciosa y constante de su enfermedad.
Al despertar, la luz de la mañana entraba por una ventana cerca del techo del baño. Decidí levantarme para ir al trabajo, y pisé la aguja que ella había dejado caer la noche anterior. Di un grito al sentir el pinchazo, pero Cecilia no despertó.
La extraña quietud de su cuerpo me hizo sentir mal por un instante, y la sacudí de los hombros varias veces. Pero sus brazos se movieron fláccidos, inertes. Uno de ellos colgó como un péndulo del borde de la cama.
Sobre la mesita de luz había una fila interminable de remedios y ampollas. En las etiquetas se leía “insulina”, sin embargo estaban vacíos excepto por dos, llenas de un polvo blanco. Probé el contenido con la punta de la lengua, y entonces rompí el resto contra el piso, enfurecido. Pero sobre todo asustado. El polvo se esparció por el suelo, la sustancia que había sustituido a la otra en los frascos, esa otra alquimia superior, o tal vez menos execrable.
Separé las sábanas de su cuerpo, lleno de piquetazos y moretones que no había podido ver en la oscuridad de la habitación cerrada. Me puse a llorar como un chico sobre el cadáver de Cecilia.
Este relato forma parte de un tercer libro de cuentos todavía inédito, aunque es un viejo cuento, corregido, de los años '90. A veces un clima, una persona que uno ha conocido, un hecho que nos ha impresionado, colaboran todos para impulsar la creación de un texto literario, y sin embargo ninguno de estos factores influye completamente ni sobreviven como tales, ni siquiera en sus fragmentos mínimos. Se mezclan con los demás y se metamorfosean. Esto sucedió con este cuento. Un nombre y ciertas características de esta persona real, el ambiente urbano y su sensación agobiante de fracaso, la degradación que producen las enfermedades crónicas: todo esto se fue uniendo para confluir en el personaje y el clima, que a su vez se alimentan mutuamente. El resultado fue el intento de plasmar las sensaciones y la frustración que conlleva la imposibilidad de conocer realmente a alguien, todo aquello que nos esconde y el resentimiento que esto nos crea. El tema de la lucha con la enfermedad, la dicotomía alma-cuerpo, apenas está esbozado, por eso el personaje de Cecilia ha crecido con el tiempo desde la confección de este relato. Ha exigido a su autor explicar más de su historia, aunque siempre en forma indirecta, a través de otros personajes y los papeles y poemas que ha dejado. Pero eso será tema de otros cuentos, que en su momento serán mostrados.
Este relato recibió una mención de honor en el concurso organizado por la Fundación Tres Pinos en 2008, con un jurado constituido por Vicente Battista, Gabriel Bellomo y Fernando Sorrentino.
Ilustración: Gustav Klimt