RELATOS CORTOS DE MUERTE Y ENFERMEDADES
“Los doctores y los perros”, el nuevo libro del escritor escobarense Ricardo Curci
La flamante publicación fue recientemente editada y se encuentra en etapa de distribución. Es un conjunto de cuentos largos que fueron escritos hace diez años. Uno de ellos ganó el premio Avalon de Relato Fantástico en España.
Una serie de relatos más que atrapantes, que cuentan sobre desgracias, enfermedades y muerte, pero no como la posibilidad de sobreponerse a ellas, sino meramente de sufrirlas. Así lo aclaró el escritor local Ricardo Curci, a pocos días de haber publicado su flamante libro, en una nueva entrevista con El Diario de Escobar.
“Los doctores y los perros” se compone de siete relatos: cuatro cuentos largos y tres novelas cortas, y retoma personajes de los libros anteriores, continuando un ciclo que se realimenta a través de los años.
Uno de ellos, “Los campos ingleses”, fue galardonado con el premio Avalon de Relato Fantástico en España, en 2008, último año en el que se entregó este reconocimiento. Trata sobre un médico forense que debe realizar una autopsia a un hombre hallado muerto en Inglaterra, en época del gobierno militar.
“Hay otros dos cuentos que ocurren más o menos en esa época, y que tienen relación con el carácter autoritario y de represión. Este primer cuento tiene referencias al tráfico de órganos, y de una forma un poco ambigua, no específicamente en cuanto a insinuaciones sociológicas, sino más que nada a algo personal, pero no es de una temática sociopolítica, para nada. Son más bien cuentos que tienen una intimidad psicológica en ese sentido”, describió Ricardo, aclarando que todos los cuentos fueron escritos y terminados hace nueve años o más.
“Quedó archivado en un cajón hasta que lo pude publicar, porque estaba primero la novela (La Guerra, por la que se entrevistó con El Diario hace cuatro años) y después este libro”. Fue publicado por Editorial Prosa, a través de la Sociedad Argentina de Escritores. En Escobar pueden encontrarse ejemplares en la librería ubicada en la calle Ameghino, esquina Colón, y también puede conseguirse en internet, en la página de la editorial, asegura el autor.
“En general, los relatos tienen una temática realista, con cierto elemento fantástico, tipo ‘cortazariano’, es decir, lo extraño dentro de lo cotidiano”.
“En la perpendicular” es un cuento de una mujer que mata a su hijo y hiere a su exmarido por celos entre dos féminas, en diferentes realidades o dimensiones. Trata sobre la esquizofrenia desde un punto de vista fantástico.
“Las almas de los niños” trata de un accidente de un micro escolar en un paso a nivel, sobre los médicos y su relación con lo metafísico.
“El hogar” es sobre un periodista que durante la época de la dictadura ‘vende’ a la gente a través de su columna, como una forma de salvarse él mismo, y entre esas personas que él vende, sin querer, se encuentra su amante. “Esa sensación de culpa es la que va generando el conflicto interno del personaje".
“La poesía de los insectos” es un cuento fantástico; “Los segadores” es un cuento de campo; y “Los perros ciegos” es otro cuento que reúne a personajes de relatos anteriores en La Plata, en donde un grupo de profesores persigue a una jauría que está generando estragos en la ciudad.
“El título del libro en general reúne un poco la temática de los cuentos. Todos son sobre doctores y perros, y suena bien”, ríe el escritor. Además, la portada de ilustración es de un autor belga, James Ensor, del año 1892, titulada “Los doctores malvados”.
Cabe señalar que Ricardo G. Curci nació en 1968, en Morón, y vive actualmente en Escobar.
De profesión médico, en el campo literario es discípulo del escritor Alberto Ramponelli. Ha publicado tres libros de relatos: Los Casas (2004), Los seres intermedios (2007) Primer premio Fundación Ciudad de Arena, y El rostro de los monos (2010), un libro de poemas:
Alimentar a las moscas (2012) Primer premio 150 aniversario de Esperanza, Santa Fe, y una novela: La guerra (2014).
Mayo 2018
El Diario de Escobar
La literatura es una mujer con fiebre. Hay que abrazarla y mecerla con cuidado entre los brazos y apartar el cabello de su frente sudorosa de tanto en tanto. Pero sobre todo hay que escuchar lo que nos dice sobre los extraños mundos que visita. Esos mundos que la salud, vieja egoísta de carnes macilentas, nos oculta hasta el dia de la muerte.
viernes, 6 de julio de 2018
martes, 5 de junio de 2018
DATOS PERSONALES
Nací el 11 de julio de 1968, en Morón, provincia de Buenos Aires.
Realicé los estudios primarios y secundarios en el Colegio Parroquial de Morón hasta 1986.
Las inquietudes literarias se manifestaron desde la época escolar, cuando participé en un concurso de la S.A.D.E Filial Oeste y obtuve un segundo premio. Ésto me incentivó a participar del taller literario municipal de la Biblioteca Domingo F. Sarmiento, donde hallé a Alberto Ramponelli, un coordinador y escritor que supo guiarme hacia las mejores lecturas y darme los parámetros más adecuados para el desarrollo de la narrativa.
Simultáneamente ingresé en la Facultad de Medicina de Buenos Aires, donde me recibí de médico traumátologo en 1997.
La actividad literaria cliterario municipal de la Biblioteca Domingo F. Sarmiento de Morón números 1 (1990) con el relato Eucalipto, 2 (1991) con el relato Cuento, y 5 (1994) con el cuento El empleo en lo de Casas.ontinuó sin interrumpirse, asistiendo al taller literario municipal o particular con el mismo coordinador.
Publiqué relatos en las revistas:
Recienvenida, del taller
Otras Puertas, de Alberto Ramponelli y Walter Iannelli en los número 4 (1994) con el cuento Los ausentes, 5 y 6(1995) con los cuentos Durante la mañana y El empleo en lo de Casas, 7 y 8 (1997) con los cuentos La mujer de Casas y Las cajas.
Cuásar, de Luis Pestarini, en los números 40 (2005) con el cuento La paloma eléctrica, 42 (2006) con el cuento El desprendimiento. 47 (2008) con el cuento Los seres intermedios.
Realicé los estudios primarios y secundarios en el Colegio Parroquial de Morón hasta 1986.
Las inquietudes literarias se manifestaron desde la época escolar, cuando participé en un concurso de la S.A.D.E Filial Oeste y obtuve un segundo premio. Ésto me incentivó a participar del taller literario municipal de la Biblioteca Domingo F. Sarmiento, donde hallé a Alberto Ramponelli, un coordinador y escritor que supo guiarme hacia las mejores lecturas y darme los parámetros más adecuados para el desarrollo de la narrativa.
Simultáneamente ingresé en la Facultad de Medicina de Buenos Aires, donde me recibí de médico traumátologo en 1997.
La actividad literaria cliterario municipal de la Biblioteca Domingo F. Sarmiento de Morón números 1 (1990) con el relato Eucalipto, 2 (1991) con el relato Cuento, y 5 (1994) con el cuento El empleo en lo de Casas.ontinuó sin interrumpirse, asistiendo al taller literario municipal o particular con el mismo coordinador.
Publiqué relatos en las revistas:
Recienvenida, del taller
Otras Puertas, de Alberto Ramponelli y Walter Iannelli en los número 4 (1994) con el cuento Los ausentes, 5 y 6(1995) con los cuentos Durante la mañana y El empleo en lo de Casas, 7 y 8 (1997) con los cuentos La mujer de Casas y Las cajas.
Cuásar, de Luis Pestarini, en los números 40 (2005) con el cuento La paloma eléctrica, 42 (2006) con el cuento El desprendimiento. 47 (2008) con el cuento Los seres intermedios.
Axxón, de Eduardo CarleDecires, de Victoria Servidio, número 4 (2009) con el cuento Las criaturas.
Revista MiNatura, de Ricardo Acevedo, números 95, 96, 98 (2009, 99, 103 (2010) con las reseñas Una mirada al terror en dos siglos diferentes, WilcocRevista "esto no es una revista", numero 40, 2017.
Revista MiNatura, de Ricardo Acevedo, números 95, 96, 98 (2009, 99, 103 (2010) con las reseñas Una mirada al terror en dos siglos diferentes, WilcocRevista "esto no es una revista", numero 40, 2017.
k y los monstruos, La calle de los cocodrilos, Un autor olvidado, Salambó y la épica fantástica.
Revista NM, de Santiago Oviedo, número 14 (2009) con el cuento Los seres intermedios. R
Revista Tríada Express (julio 2010) con Cartas de Hamlet I, II.
Revista Cuásar Numero Aniversario 50-51 con el cuento Los campos ingleses en 2010.
Participé de los siguientes eventos culturales:
Peregrinos de las luces y las sombras, del pintor Victor Dabove en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires en 1998 con un texto poético basado en una de sus pinturas.
Morón se muestra en el Teatro Gral. San Martín de Buenos Aires en 2004, en mesa de lectura.
Encuentro de escritores en Morón en 2004 y 2007 en mesa de lectura.
Revista NM, de Santiago Oviedo, número 14 (2009) con el cuento Los seres intermedios. R
Revista Tríada Express (julio 2010) con Cartas de Hamlet I, II.
Revista Cuásar Numero Aniversario 50-51 con el cuento Los campos ingleses en 2010.
Participé de los siguientes eventos culturales:
Peregrinos de las luces y las sombras, del pintor Victor Dabove en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires en 1998 con un texto poético basado en una de sus pinturas.
Morón se muestra en el Teatro Gral. San Martín de Buenos Aires en 2004, en mesa de lectura.
Encuentro de escritores en Morón en 2004 y 2007 en mesa de lectura.
XV Encuentro Nacional de Poetas Marathonica de poesia 23 al 26 de febrero de 2006 San Clemente del Tuyu, Provincia de Buenos Aires
Feria del libro 2017 en stand de Editorial Macedonia.
Me otorgaron las siguientes menciones: número 188 y 189 (2008) con los cuentos Los dirigibles y La playa.
Revista Casa, de Casa de las Américas de Cuba número 251 (2008) con el cuento El rostro de los monos.
Revista
Editorial C.A.D.D.A.N. en 1997 y 1998 por los relatos El dibujo y La paloma eléctrica, respectivamente.
Concurso Leopoldo Marechal del Municipio de Morón en 2005 por el relato El rostro de los monos (Jurado: Emilio Matei, Juan Nuñez y Guillermo Cácharo) III Concurso de Relatos de Revista Crepúsculo de la Fundación Tres Pinos en 2008 por el relato Cecilia (Jurado: Vicente Battista, Fernando Sorrentino y Gabriel Bellomo) Publicado en las siguientes antologías:
Antología de Narradores de Morón con la selección de la escritora María Rosa Lojo 2006.
Antología del XIII Concurso Leopoldo Marechal 2005. Antología del Concurso por la Conmemoración de los 150 años de Esperanza, Santa Fé. Finalista en los siguientes concursos:
Editorial Argenta en 2001 por el libro Los Casas. Casa de las Américas de Cuba en 2007 por el libro El rostro de los monos. Me fueron otorgados los siguientes 1ros. premios:
Fundación Ciudad de Arena en 2005 por el cuento El desprendimiento (Jurado: Patricia Suárez, Pablo de Santis y Carlos Gardini) Conmemoración de los 150 años de Esperanza, Santa Fé, por la serie de poemas Ciencia. Avalón de Relato Fantástico en 2008 por Los campos ingleses. Miembro del jurado de narrativa en el concurso Leopoldo Marechal del Municipio de Morón en 2007, 2008, 2009 y 2010.
Feria del libro 2017 en stand de Editorial Macedonia.
Me otorgaron las siguientes menciones: número 188 y 189 (2008) con los cuentos Los dirigibles y La playa.
Revista Casa, de Casa de las Américas de Cuba número 251 (2008) con el cuento El rostro de los monos.
Revista
Editorial C.A.D.D.A.N. en 1997 y 1998 por los relatos El dibujo y La paloma eléctrica, respectivamente.
Concurso Leopoldo Marechal del Municipio de Morón en 2005 por el relato El rostro de los monos (Jurado: Emilio Matei, Juan Nuñez y Guillermo Cácharo) III Concurso de Relatos de Revista Crepúsculo de la Fundación Tres Pinos en 2008 por el relato Cecilia (Jurado: Vicente Battista, Fernando Sorrentino y Gabriel Bellomo) Publicado en las siguientes antologías:
Antología de Narradores de Morón con la selección de la escritora María Rosa Lojo 2006.
Antología del XIII Concurso Leopoldo Marechal 2005. Antología del Concurso por la Conmemoración de los 150 años de Esperanza, Santa Fé. Finalista en los siguientes concursos:
Editorial Argenta en 2001 por el libro Los Casas. Casa de las Américas de Cuba en 2007 por el libro El rostro de los monos. Me fueron otorgados los siguientes 1ros. premios:
Fundación Ciudad de Arena en 2005 por el cuento El desprendimiento (Jurado: Patricia Suárez, Pablo de Santis y Carlos Gardini) Conmemoración de los 150 años de Esperanza, Santa Fé, por la serie de poemas Ciencia. Avalón de Relato Fantástico en 2008 por Los campos ingleses. Miembro del jurado de narrativa en el concurso Leopoldo Marechal del Municipio de Morón en 2007, 2008, 2009 y 2010.
Publicaciones de libros completos y papers en pagina web:
Academia..edu desde 2023
Internet Archive Digital Library desde 2023
Libros publicados:
Los Casas, 2004, Sello Tres.
Los seres intermedios, 2007, Copperfield Books.
El rostro de los monos, 2010. Macedonia Ediciones
Alimentar a las moscas, 2012, Apeiros editorial
La guerra, 2014, Macedonia Ediciones
Los doctores y los perros, 2018, Prosa Editores
Los Casas, 2004, Sello Tres.
Los seres intermedios, 2007, Copperfield Books.
El rostro de los monos, 2010. Macedonia Ediciones
Alimentar a las moscas, 2012, Apeiros editorial
La guerra, 2014, Macedonia Ediciones
Los doctores y los perros, 2018, Prosa Editores
A la sombra del pensamiento, 2020, Prosa Editores
El suelo es vigilia, 2023, Copperfield Books
lunes, 28 de mayo de 2018
Entrevistas
“LA GUERRA”, EL ULTIMO LIBRO DE RICARDO CURCI
La lucha entre la vida y la muerte, de boca de un escobarense
La actualidad del autor y traumatólogo que escribe y atiende en Escobar desde 2010. “Una cosa es recreo de la otra”, asegura. Tiene preferencia por la literatura fantástica y se inclina por darle un enfoque humanístico a sus obras.
La historia de una historia que empezó siendo un cuento, se convirtió en el borrador de una novela, y hoy ya es una realidad. Sin ir más lejos, la historia de cómo un joven que soñaba con estudiar medicina llegó también a convertirse en escritor, hallando una curiosa compatibilidad entre sus dos pasiones.
Ricardo Curci nació en Morón, pero vino a vivir a Escobar en el año 2010, cuando encontró a su media naranja y se casó. Apenas el año pasado editó su quinto libro, “La guerra”, que cuenta de las diversas aventuras de una familia separada por la erupción de un volcán, en un lugar en donde los conflictos sociales, los sucesos sobrenaturales, las cacerías y las batallas campales se dan a la orden del día. Todo esto ambientado en los albores de la civilización.
“El tema principal es la lucha entre la vida y la muerte. Es una novela de literatura fantástica en la que trabajé a lo largo de siete años, y el tema original nació diez años antes. Había escrito un cuento largo en el 91’, que es ahora el que constituye el primer capítulo de la novela”, contó Ricardo, en entrevista exclusiva para El Diario de Escobar. “A pesar de que está ubicada en una zona inventada, en cuanto a la ambientación incorporé muchos elementos de Europa Central y Europa Nórdica. Traté de hacerlo más palpable, aunque no me interesaba ser demasiado estricto en datos; mejor dejar algunas cosas libradas a la imaginación, sobre todo cuando es un texto de naturaleza fantástica”, continuó describiendo. A su vez -confesó-, en este caso la precisión histórica fue el más relegado de sus objetivos.
“La guerra” es una novela épica-fantástica con elementos sobrenaturales de drama, terror y suspenso tales como la hechicería, e incluso algunas características del género policial.
“Es entretenido porque toca tema importante como es el de la muerte. Qué hay más allá de lo que llamamos muerte, o si los muertos están realmente muertos. También habla del bien y del mal, y puede llegar a emocionar intelectualmente al lector”, finalizó el autor de este libro, que fue presentado apenas en diciembre del año pasado a través de una lectura en una librería de Escobar.
Inicios
Fueron las clásicas series de televisión de los años '60, '70 y '80 las que primero inculcaron a Ricardo su interés por las historias de ficción. El recuerdo más antiguo de su relación con la literatura se remonta a sus diez años, cuando leía cuentos y escribió sus primeros borradores. Al terminar la escuela secundaria, se metió de lleno en el taller literario de la biblioteca de Morón, para más tarde continuar aprendiendo bajo la coordinación particular del escritor Alberto Ramponelli.
“Me enseñó mucho a elegir y a distinguir la buena literatura de la mala, a ser crítico con uno mismo y con respecto a lo que se lee”, destacó, y a su vez brindó él mismo algunos consejos para quienes quisieran embarcarse en el arte de la literatura: “Tiene que haber siempre buena onda entre el alumno y el profesor, gustos comunes, capacidad de discusión para que haya desarrollo y crecimiento. Uno no va a que lo aplaudan, uno va a que lo critiquen y es necesario para que aprenda. Si les gusta escribir, hay que tener constancia y lectura. Equivocarse, corregirse y volver a hacerlo; intentarlo. En el taller me enseñaron a darle verosimilitud a lo que uno escribe. Incluso cuando sea fantástico, es algo que tiene que ser creíble. Si no lo cree uno como escritor, no lo va a creer el lector tampoco. La cuestión también es no ser ansioso como lector: en novelas que tienen mil páginas, no tratar de llegar al final para entender el argumento, sino disfrutar lo que uno está leyendo”.
Sentado cómodamente en su biblioteca repleta de libros y películas de distintos géneros, Curci confesó a El Diario de Escobar haberse sentido influenciado en sus preferencias por gran cantidad de autores como Ray Bradbury, Charles Dickens y los cuentos de Cortázar. “Me gusta lo fantástico, aunque no específicamente la ciencia ficción. Me gusta Herbert Wells, James Ballard, y todo lo que se desarrolle dentro de un contexto más humanístico o poético, no tanto científico”, expresó. También recomienda a Thomas Mann, Emily Dickinson, y John Banville entre los contemporáneos.
Otras obras del mismo autor
“La guerra” de Ricardo Curci se puede conseguir en la librería de Belén de Escobar ubicada en Ameghino 788. Asimismo, si les gustó ese libro, también pueden disfrutar de las otras obras del mismo autor: “Los casas” (2004), una serie de cuentos; “Los seres intermedios” (2007), relatos mitológicos con una particular variación; “El rostro de los monos” (2010), cuentos policiales abordados desde un punto de vista psicológico; y “Alimentar a las moscas” (2012), una selección de poesías. “Los Seres Intermedios" es una serie de cuentos relacionados con el inicio de la mecanización, con la parte anatómica –yo soy anatomista– y su relación con lo que iba a ser después la robótica”, aclaró.
Por “El rostro de los monos” fue finalista en el premio Casa de las Américas de Cuba en el año 2008, uno de los más importantes dentro de Hispanoamérica. Por el cuento “El desprendimiento” le otorgaron un galardón por parte de la Fundación Ciudad de Arena de Buenos Aires, y tiene otro reconocimiento desde España por un texto no publicado.
Además de su pasión por la escritura y lo fantástico, Ricardo Gabriel Curci es traumatólogo y atiende en un consultorio de Escobar. La relación entre su vida literaria y su profesión podrán parecer, a simple vista, dos cosas incongruentes. “No es así, porque ambas se complementan en el sentido en que uno es un recreo de lo otro, y además se van alimentando una de la otra. En los textos que escribo se filtran elementos de la medicina, como siempre ha sucedido desde el primer libro, no en el sentido de historias clínicas, de descripciones de patologías, sino como textos literarios. Me interesa que no haya una estricta rigidez de explicaciones científicas, para que lo más importante sea el elemento psicoemocional del personaje y su evolución, más que una explicación racional de lo que le sucede; y me parece que la medicina como actividad profesional se alimenta y debería alimentarse de mi actividad como escritor, para lograr dar un punto de vista diferente de las cosas, más particular, más individual”, concluyó.
RITA PEREZ
DIARIO DE ESCOBAR, ENERO DE 2015
RITA PEREZ
DIARIO DE ESCOBAR, ENERO DE 2015
miércoles, 16 de mayo de 2018
LOS DOCTORES Y LOS PERROS
"Como médico, no creía en la ridículas localidades que los románticos adjudican a los sentimientos. Él sabía que a veces la razón es un inpulso más virtuoso que lo que el cerbro es capaz de crear, y entonces proviene de un lugar inexplorado del pecho, una región entre los caminos de la sangre, allí donde los arbustos y los árboles de los huesos forman casas bellas como mansiones celestiales. También sabía que lo que llamamos corazón en ocasiones se centra en un punto del abdomen, como un cosquilleo que indica el crecimiento, quizá el traslado, la mudanza de las vísceras, tratando de acomodar el amueblamiento de las habitaciones humanas para hacerlas acordes a la conducta, tal vez a la íntima informacón que cada uno hereda, la particular constitución y la peculiar síntesis de toda una vida encerraa en los códigos de una célula." Mayo 2018
Ilustracion Los doctores malvados de James Ensor
LA GUERRA (Libro completo Parte 5)
LOS GUERREROS ALADOS
Elegían noches sin luna, cuando ésta
era apenas una línea o acaso una esfera no mayor a cualquier otra de las
estrellas, incluso más pálida. O cuando las nubes cubrían todo el cielo, y las
noches se parecían entonces a la ceguera. Noches tan oscuras como los ojos de la Hechicera , afirmaban las
mujeres.
Ellas sabían que esos ojos eran ciegos, totalmente blancos, carentes del
punto negro y el círculo claro que se alternaban las luces y sombras. Pero la
vieja hechicera lo había visto todo con los ojos de los otros. Había bebido la
luz a través de los demás, se había alimentado con su sangre y fortalecido con
la carne. Los huesos de los otros apuntalaban sus piernas frágiles. Los que
alguna vez llegaron a verla, decían que sus piernas eran como dos ramas secas a
punto de quebrarse, sujetas por dos serpientes enlazadas. Las manos, dos
puñados descarnados de falanges rotas acariciando las escamas de las víboras.
A ella esperaban. Las más jóvenes agazapadas tras los arbustos. Las
mayores, sin temor pero extasiadas de respeto, se habían ubicado alrededor de
una fogata.
Las llamas crecían. Iluminaban el claro en medio del bosque. Detrás de
las mujeres paradas, que se habían tomado de las manos, estaban las ancianas.
Tenían las cabezas gachas y la vista fija en la tierra. Se balanceaban de
adelante hacia atrás, con un murmullo sordo y parejo que nacía de sus labios
cerrados.
Las jóvenes temblaban ocultas por los arbustos. Tenían frío, pero sus
madres les habían asegurado que al final de esa noche serían mujeres. Cuando la Hechicera apareciese,
los ojos de la anciana se alimentarían de ellas, y la juventud se perdería en
el aire, condensada en la brisa detenida entre las hojas más altas de los
árboles. Entonces ellas gritarían, para convertirse en mujeres sin edad.
Elegidas. Experimentadas. Con el conocimiento del mundo en sus vientres.
Tres ancianas alimentaban el fuego, pasándose una a otra ramas y
especias. Los aromas invadían el bosque, imprecisos primero, incontables luego
de la medianoche. El olor de la sangre se impregnó en las narices de las
jóvenes. Después, el olor de la leche quemada lo reemplazó, hasta fundirse con
la humedad de la tierra y de los troncos caídos.
Las mujeres llevaban objetos al fuego, cosas que habían pertenecido a
sus ancestros, y que ellas habían conservado toda su vida. Quizá fragmentos de
algo más grande, arrancados antes de su final destrucción. Las mujeres los
llevaban envueltos en telas limpias, ocultos bajos las faldas, luego de
haberlos rescatado del abandono en un agujero de sus chozas. Los hombres se
habían quedado mirándolas mientras ellas se alejaban en el crepúsculo hacia la
reunión que todos sabían iba a realizarse esa noche.
-Quédate y duerme. Ni siquiera sueñes-les ordenaron a sus hombres y a
sus hijos.
Ellos sintieron un escalofrío recorrerles el cuerpo, pero callaron y se
encerraron en sus casas.
Todas, ni una sola mujer que hubiese pasado la edad fértil, se negó a
entregar sus pertenencias. Las tres viejas iban desde la fogata hasta el sitio
donde se habían reunido las demás para dar sus ofrendas. Era una larga fila que
no terminaba ni siquiera más allá de la oscuridad entre los troncos. Se ayudaron
con antorchas para no perderse en los caminos que conducían al bosque, pero
sabían que tendrían que apagarlas al llegar. Sólo las manos eran necesarias
para encontrarse, palpar los rostros, los brazos que traían los regalos. Las
viejas regresaban a la fogata, y la luz estallaba por algunos instantes con el
nuevo alimento que arrojaban, pero ellas bajaban la vista al suelo.
Un fuerte olor a leños se mezcló en el aroma del fango con heces. El
olor de la tierra brotaba del fuego, de la madera que se había alimentado de
esa tierra, y se deshacía en sus sustancias originales.
Las jóvenes se asomaron desde atrás de las ramas, escondiendo su
desnudez. Vieron cintas de cuero que caían como pequeños pájaros muertos.
Muñecos con forma de hombres, cubiertos de polvo blanco. Ramas con hojas secas,
teñidas de rojo. Algunas bolsas se abrían antes de caer al fuego, y los restos
de niños no nacidos se esparcían entre la brazas. Úteros enteros eran arrojados
al fuego, ofrecidos igual que corazones abiertos sobre las palmas de las
viejas.
Las que rezaban, elevaron su voz al crecer las llamas. Un casi
imperceptible temblor se fue desplazando a través de las manos enlazadas. Las
viejas también se estremecieron, y el suelo repercutió con el golpeteo de los
pies descalzos.
-Los fragmentos de la vida…-decían, pero la voz se perdía en el crepitar
del fuego. Las llamas eran altas, las sombras de los árboles bailaban y
amenazaban caer sobre ellas. Un viento frío comenzó a correr entre las ramas
superiores, y el baile de los árboles y el fuego se animó frente a la estática
mirada de las viejas.
Las encargadas de las ofrendas iban y volvían con los brazos llenos de
indefinidos elementos. Cosas que a veces daban la impresión de moverse solas
entre sus manos, pero ninguno tenía un color preciso o un olor en especial.
Estaban secas, como si la oscuridad les hubiese robado sus características
antes de devolverlas al fuego. Y al quemarse, los objetos lloraban con el aroma
que despedían, lágrimas con olores, igual que las mujeres ahora lloraban al
entregarlas. El fuego parecía quemar sus caras, pero sólo las alumbraba con una
nitidez implacable.
La humedad de la noche había desaparecido. El calor de la hoguera cubrió
todo con una seca y polvorienta capa de tierra resquebrajada. El barro se había
secado, el sudor esfumado de las pieles de las jóvenes. Sus cuerpos desnudos
eran parecidos a hojas de acacias en un mediodía de invierno. Opacas, porosas y
sin edad. Ellas se sentían envejecer, pero no lloraban. Acurrucadas siempre,
unas contra otras, detrás de los arbustos rastreros. Aguardando.
Entonces sintieron que algo les manchaba el sexo. Luego llegó el viento.
Tocaron la tierra donde estaban sentadas. Pasaron las manos por las sombras en
las que habían intentado protegerse, y acercaron los dedos a sus narices.
Olieron y gritaron. Habrían querido huir, pero la desnudez las retenía.
-¡Sangre!-gritaban. Se abrazaron. Algunas llamaron a sus madres. Sus
llantos se elevaron por encima del crepitar del fuego.
El rezo de las viejas
continuaba, indiferente. Las jóvenes se levantaron de la tierra cubierta de pequeños charcos de sangre
y orina. Sus cuerpos no les respondían. Sus cuerpos eran otros.
Una de las ancianas del círculo giró la cabeza hacia su compañera. La
otra asintió, y se separó de las demás. Las que quedaban cerraron la brecha
abierta. La mensajera llevó una fuente hacia la fogata, y esperó que se
calentase. Tranquila, sin mostrar impaciencia por los gritos, esperó. Tocó la
madera, y conforme con la temperatura que había alcanzado, caminó de regreso al
círculo, ofreciendo la fuente a las
mujeres adultas.
A su turno, cada una bajó la
cabeza por un instante, y la fuente se fue llenando de saliva. Al cerrar la
ronda, la mensajera escupió a su vez, y se dirigió hacia las jóvenes.
Ellas la vieron acercarse, sin dejar de llorar sus miradas cambiaron a una mueca de alivio.
La mujer extendió una mano, y todas se apartaron, pero la vieja no iba a
tocarlas. Se arrodilló en el barro con sangre que despedía olor a orina de
vírgenes, y apoyó las palmas. Luego levantó dos puñados de barro, y dejó que
resbalara de sus dedos hasta caer en la fuente.
Cuando terminó de llenarla,
mezcló el contenido con su mano derecha, mientras con la otra se apoyaba en el
suelo. Su cuerpo se movía con un leve balanceo, los ojos cerrados, como si
cumpliese una rutinaria tarea. Pero bajo las gastadas ropas se veía el movimiento pausado de los brazos, y una
sombra de vello claro le daba matices casi blancos a su cuello y su cara. Los
ojos brillaron cuando abrió los párpados.
-Tranquilas, hijas, ya han hecho su labor-les dijo en voz muy baja, no
le estaba permitido consolarlas.
Las jóvenes más cerca de ella
comprendieron, pero las otras seguían temblando ante el canto de las
viejas.
-Los fragmentos de la vida se ofrecen…-repetían éstas, sin terminar, no
interrumpidas, sino creando la expectativa necesaria. Parecían obedecer órdenes
de un plan recién creado y no los
procesos de un rito más antiguo de lo que podían, quizá, recordar.
Un viento helado descendió desde las ramas altas hasta el fuego. El
rubor de las jóvenes sufrió un alivio momentáneo, semejante a la palma fría de
un hombre posada en sus mejillas. El viento se convirtió en gotas de rocío que
caía de las hojas y de las piedras, deslizándose también por las espaldas de las ancianas, que no
dejaban de moverse en círculo. Habían aumentado el volumen de sus voces.
-Los fragmentos de la vida se ofrecen a la tierra. La tierra los devuelve…
De pronto, agacharon sus cabezas, sin separarse ni detenerse. Giraban
más rápido. La altura de las llamas las sobrepasaba. Las tres cargadoras se
habían detenido, con algunas ofrendas en sus manos. Las jóvenes callaron su
murmullo, se tomaron de las manos y miraron la fogata.
La mensajera se levantó lentamente con la fuente. Se veía el esfuerzo
que hacía para cargar la vasija sobre sus hombros, pero nadie habría de
ayudarla, ni ella lo esperaba. Era su tarea, y la había cumplido durante más de
la mitad de su larga vida. Se puso de pie, derecha, suspirando. Luego, regresó
hacia el interior del círculo. La brecha se abrió de nuevo sólo para ella. Las
cargadoras se apartaron a un lado, y se
sentaron a esperar.
-Los fragmentos de la vida…-decía el rezo, creciendo siempre-…se ofrecen
a la tierra. La tierra los devuelve con la forma…- se interrumpían para
comenzar una vez más. A veces, sus voces destempladas perdían sincronía, y cada
una comenzaba con cualquier palabra de la oración, dando nuevos matices al
cántico.
La mensajera se acercó al fuego. Las llamas casi la rozaban. Levantó la
mirada, dejando que el calor le entibiase la cara y la tiñera de rubor. Se
complacía con aquel contacto, como si el sol estuviese frente a ella, dorando
su piel. Después, levantó la fuente más arriba que la altura de su cabeza, y
dejó caer el contenido en la hoguera.
Los rasgueos de las brazas que se entrechocaban, de los maderos
quebrados, precedió al humo que comenzó a brotar poco después. Primero sólo
aquel sector de la hoguera brilló con más colores que los simples rojos y
amarillos. Un morado, como el de los árboles enfermos o el de la piel de los
muertos, empezó a dispersarse hasta abarcar todas las llamas. La fogata parecía
una enorme flor de pétalos violetas. Una flor con muchos brazos que reptaban,
algunos a ras del suelo, otros elevándose hacia los árboles.
-La tierra devuelve la vida con vida, en nuevas formas. Las formas
buscan nuevos cuerpos…
El olor era intenso. Las jóvenes se tapaban la nariz y la boca con las
manos, pero aún así era imposible evitarlo. El olor ahora formaba parte de sus
memorias, y brotó todavía más fuerte,
como cadáveres cuya podredumbre se liberaba con el fuego.
Las jóvenes lloraban otra vez, asustadas del humo que las rodeaba. Se
apretujaron una contra otra, frotándose las caras, pero no hallaban un solo
sitio de su piel en que aquel aroma no se hubiese impregnado. Y la forma del
olor se hizo la forma del humo, y la forma del humo era la de una nube que se
esparció por el bosque. Adhiriéndose a la superficie de las cosas, penetrando
en ellas hasta ser las cosas humo y aroma.
Hojas con el olor de la muerte. Troncos inertes. Tierra con músculos fláccidos. Piel de contextura
rígida.
Ser todos los seres del bosque.
Ser el bosque.
Un bosque sin vida, sosteniéndose por el humo de los muertos. Los que
sostienen la tierra en la que los hombres caminan y las mujeres paren y rezan.
Donde los hombres cazan.
Los animales aparecieron.
Nadie los había visto antes,
pero quizá ya estuviesen allí desde el comienzo de la noche. Sus ojos brillaban
con el color del fuego reflejado en ellos. Muy leves tonos de blanco se
vislumbraban de tanto en tanto entre las llamas, y un rojizo pálido surgió por
instantes, y las lenguas blancas se mezclaron con las otras. Luego, el rojo se
hizo más fuerte, pero el olor no disminuía, ni tampoco el humo.
Las mujeres continuaban su ronda, mientras a sus espaldas se formó un
halo oscuro. Se dieron vuelta para ver
el brillo de los ojos que espiaban entre los árboles y las rocas. Eran pequeñas
estrellas formando una constelación alrededor de las mujeres. E iban creciendo
en número. Cada vez que miraban, las estrellas crecían, se acercaban, y
diversos contornos se iban delineando detrás. El reflejo de un pelaje claro, el
movimiento de una oreja, el rasguño de una pata sobre las piedras, un gemido,
un aullido apenas esbozado, un graznido con vergüenza y con ira.
El humo cubrió el cielo entre las ramas altas, y comenzó a descender
otra vez. Era frío, a pesar de haber nacido de las llamas. Las mujeres
lloraron, incluso las más viejas, cuando el humo las tocaba. Y penetró en sus
ropas, rozó sus cuerpos con manos sin forma, dedos sin forma, pero fuertes y
múltiples. Viajaba sin viento o brisa, ni siquiera los sonidos habituales del
bosque le daban un sentido de ubicación o de tiempo.
El silencio petrificó el transcurrir de la noche.
El crepitar de la hoguera no era ahora un sonido, sino una figura más
del humo.
Los animales se acercaron, y a cada paso iban deshaciéndose del miedo.
Sus perfiles se aclararon, sólidos como la tierra a sus pies. Pero la tierra
temblaba. Un estremecimiento muy débil aún, desplazándose hacia la hoguera, con
la misma intensidad desde todas partes, para confluir en el fuego. Entonces el
aroma se hizo irrespirable. Algunas mujeres cayeron al suelo, las demás
resistieron el vértigo de la tierra que desaparecía, como si las estuviese
absorbiendo y ellas se dejaran llevar ya sin huesos ni carne, transmutadas en
polvo.
Los lobos se detuvieron detrás del círculo.
Jaurías de lobos pardos.
En grupos, fueron saliendo de la oscuridad, hasta quedarse otra vez
quietos, con los lomos erizados, las colas erguidas, las orejas erectas, los
hocicos mojados. Las caras resaltaban con la luminosidad de las llamas. El pelambre rojizo parecía una corona alrededor
de aquellas miradas que carecían de las señales del tiempo. Sensaciones y estímulos
sin pasado, sólo reacción, reflejos.
Entonces movieron sus patas hacia la hoguera, sin miedo de las mujeres
que los observaban. Sus pisadas en la hojarasca, las ramas quebradas, el barro,
eran signos de una lenta transición. El
humo penetraba por sus narices cada vez más excitadas y húmedas.
Los lobos comenzaron a frotarse los cuerpos unos contra otros, sin
apartar la mirada del fuego. Las orejas
se habían erguido ante el crepitar, pero parecían a la espera de algo más.
Quizá de voces que vendrían de las llamas, de la tierra o el aire. Todo ya
aparentaba ser un solo elemento, aunque convertido por instantes en diferentes
formas, diversas manifestaciones de la misma fuerza brotada del suelo.
Empezaron a verse figuras
indefinidas en la densa opacidad del humo. El olor había dejado de ser
nauseabundo, y era ya casi dulce pero algo fétido todavía. Las mujeres lo
sentían y saboreaban.
El olor tomaba la forma de la garganta de los lobos. La saliva caía por
la comisura de la boca y el cuello de los animales. Se lamieron uno al otro
aquel aroma dulce del pelaje, y se restregaron en el barro. Necesitaban
cubrirse con el olor de la antigua tierra.
Las figuras del humo se fueron moldeando como hojas movidas por el
viento. Las cabezas de los lobos seguían los movimientos de aquellas formas.
El humo tenía los contornos de los hombres.
Los brazos se elevaban, rodeando a las jóvenes, y ellas se estremecieron
y lloraron. Las sombras retrocedieron y volvieron a unirse a la masa del humo,
pero pronto aparecieron nuevamente.
Esta vez eran cabezas que miraban hacia las caras de los lobos.
Los animales habían comenzado a temblar. Algunos corrieron de un lado a
otro, saltaban, se mordían, pero la mayoría de los machos fueron a estrecharse
entre ellos junto a la hoguera.
Las mujeres habían vuelto a tomarse de las manos, con los ojos
brillantes y asustados.
El humo fue cambiando sus movimientos. Se concentraba alrededor de los
lobos. Los animales retrocedieron y se apretaron un poco más. Trataron de huir,
tropezaron con las viejas, pero ya no podrían escapar, ellos lo sabían. Se
revolcaron en la tierra, gimieron y aullaron. Miraron, hacia los árboles, la
oscuridad de la que habían llegado, y no querían regresar.
Pero el olor de la carne de las ofrendas los atraía desde las llamas.
Las ancianas reiniciaron su letanía al ver el miedo de las bestias.
-La tierra devuelve a los muertos con las formas del aire y del viento.
Se convierte en el aroma de los ancestros, en las semillas de sus almas conservadas
en los cuerpos de los vivos. Ustedes cobijarán los espíritus de los
desesperados, los exiliados de la tierra de los cuerpos. El cuerpo es la tierra
del alma. El cuerpo es el alma de la tierra. Cada uno regresa al otro y se
confunden. Serán refugios, hasta que el Bienhechor los libere.
Los lobos prestaban atención a la voz de las mujeres. Habían dejado de
temblar, sus lomos rojizos eran como las
brazas que se apagaban entre las cenizas. Luego se sentaron sobre las
patas traseras, y el líder comenzó a aullar e hizo perder el miedo a los otros.
Todos lo imitaron. Los aullidos se fueron uniendo discordantes en un lamento
estridente, que poco a poco fue tomando
un tono triste y doloroso. Un canto tan apesadumbrado, que las figuras del humo
se acercaron más a ellos, como si lo reconocieran.
Las figuras se fueron adelgazando hasta la estrechez de una hebra, de
una brizna de paja. Los lobos seguían aullando con las cabezas erguidas y los
hocicos apuntando al cielo oscuro. Y el humo penetró por las narices de los
lobos y sus bocas abiertas. Se mezcló con el aire que aspiraban para emitir su
canto de pena, y ya no pudieron ser otra cosa más una sola sustancia, elementos
confundidos por la naturaleza del aire convertido en líquido del cuerpo.
Sangre.
Pequeñas almas girando por el cuerpo de los lobos. Voces trastocadas en
aullidos que se perderían en los huecos de la noche para volver a surgir cada
noche en cada bosque.
Los animales se agazaparon con los hocicos contra el suelo y entre las patas.
Se fueron callando uno después del otro, y cuando el último aullido se apagó,
una de las ancianas comenzó a hablar.
-Vayan y den su mensaje a todos en los bosques. Los pájaros viajarán
lejos y llevarán las fuentes de las almas. El pueblo del hombre vivirá entonces
en el resto del mundo hasta que pueda regresar a su tierra.
Las jóvenes miraron el sol que estaba surgiendo en el horizonte. La
oscuridad se debilitaba y el frío crecía. Se dejaron caer al suelo, exhaustas.
Las viejas les devolvieron las ropas que les había quitado en la medianoche.
Sus cabellos estaban sucios, las caras demacradas, y la claridad del día
delataba la blancura triste de la piel.
Caminaron débilmente hacia la salida del bosque. Sabían que sus padres
las esperaban con alimentos y abrigos. Estaban tristes, pero sólo era angustia
provocada por el cansancio. Sabían que el cuerpo que ahora llevaban no era el
mismo con el que habían partido de sus hogares.
Las ancianas rompieron el círculo y arrojaron tierra a los restos de la fogata. El humo que
brotaba era gris, y sin significado
alguno. Una sustancia corriente, mero instrumentos del fuego y la madera.
Los árboles fueron tomando la claridad
de la mañana en sus ramas altas, mientras la luz comenzaba a descender a
la hojarasca. Todas las hojas de las ramas bajas estaban marchitas o
quemadas.
Los lobos habían desaparecido. Nadie los vio huir o correr a esconderse
de la luz del día.
Ni siquiera quedaba el fétido aroma de los muertos.
Sólo el olor de los lobos.
*
-Hay cosas que no son recuerdos, simplemente se saben. A
veces me veo como la última capa de nieve sobre tantas otras que cubren la
tierra del invierno. Escarbo en la memoria, encuentro vestigios de muchas vidas
pasadas. Recuerdo hechos antiguos. Quizá sea sólo mi imaginación. ¿Pero es
posible que yo sea más de lo que veo, que merezca el reverencial respeto, el
temor en los ojos de todas ustedes, mujeres, compañeras del infortunio y del
goce?
Gerda tenía una
mano entre las de la mujer arrodillada junto al camastro. A través de las
manos, le transmitía calor, porque Gerda temblaba. Más que la fiebre que la
había invadido desde tres noches antes, tan intensa como si el verano se
hubiese escondido en su cabeza, temía por la vida de su hijo. Se miraba el
vientre, agitado por escalofríos y las patadas del niño.
-Calma- murmuraba,
acariciándose la piel tensa, cubierta de sudor.
Le habían puesto trozos de hielo alrededor del cuerpo. Pero cada noche
el calor volvía a acrecentarse, y de nada servía traer más nieve ni cubrirla de
blanco.
La mujer le frotó
los brazos y las manos, luego la cara, el cuello, las piernas. Gerda se sentía
mejor cuando le sacaban el hielo y comenzaban a frotarla como ahora lo hacían,
igual que a una niña enferma.
-Es extraño, pero
no recuerdo mi niñez, solamente el día que rescaté a Sigur. Tengo tanta memoria
de cosas, imágenes, dolores de gente que nunca conocí…
Miró a la mujer
que la escuchaba.
- ¿Puede ser que
el frío entorpezca mi inteligencia, como dice mi esposo? ¿Qué no sepa más de mí
que estas dudas? Sé que soy otra. Tengo la certeza de la ignorancia. Pero hoy
es el calor del frío que borra todo,
todo lo perturba.
La mujer la
estrechó entre sus brazos, contra su pecho. Tenía la edad para ser su madre,
pero las delicadas maneras con que la trataba eran un signo más del temeroso
respeto, de la distancia insalvable que había entre ambas.
Habían mandado a
buscar a las curanderas del pueblo dos días antes. Tal vez tardaran cinco días o más en arribar. Los
hombres estaban abriendo, mientras tanto, un sendero en la nieve desde el
umbral de la cabaña. El ruido de las palas, los resoplidos de los hombres al
agacharse y erguirse, eran el único acompañamiento verdadero para Gerda. Las
mujeres que vivían cerca solían entrar a la choza de a una por vez, para no
perturbarla. El silencio era opaco y sordo, encerrado por la nieve que caía y
se acumulaba en el techo. Las ráfagas la helaban cuando se abría la puerta,
pero no habría podido soportar los días sin esa corta vista del exterior. Veía
la luz del invierno, la imperecedera blancura que viajaba en el viento. Unos
puntos negros, en medio de la nieve, se movían como hormigas: los hombres
trabajaban, alejándose, abriéndole un camino a las curanderas.
-Nuestros hombres
trabajan día y noche. Saben lo que tu esposo está haciendo por ellos, lo que tu
hijo significa. Y por eso cavan y retiran la nieve. Un sendero para que el mal
que te aqueja se aleje de tu cuerpo. Por allí regresará tu esposo, a
consolarte, y saldrá tu hijo, a poblar el mundo.
Gerda escuchaba
estas palabras cada mañana, murmuradas a su oído por la vieja a quien le había
tocado cuidar de ella la noche anterior. Era recién entonces cuando despertaba
del todo y se sentía lúcida, aunque
agotada por los escalofríos nocturnos. Como no podía moverse, su cuerpo se
había concentrado en los recuerdos.
En las tardes, sus
acompañantes dormitaban, y ella, levantando un poco la cabeza, observaba entre
las rendijas de las tablas abombadas por el peso de la nieve. Delgados hilos de
agua se colaban hasta el suelo, y grandes manchas de nieve derretida marcaban
la madera. A veces oía el crujir del alero y del techo justo sobre ella.
La nieve me ha sepultado, y la gente camina
sin saber de mi presencia.
La idea comenzó a
inquietarla. Sacudió de un hombro a la mujer hasta hacerla despertar, y quiso
obligarla a salir y mirar. La otra intentó calmarla, diciéndole que eran
solamente unos pájaros que habían empezado a llegar el día anterior.
-Cuando vine esta
mañana, estaban en el techo. Eran cinco, me parece, cuando sólo ayer era uno.
Los hombres me dijeron que están llegando desde todas direcciones, y se posan
aquí arriba, sin volver a levantar vuelo.-Y la mujer miró al techo durante un
rato, escuchando las pisadas.
Gerda se limitó
entonces a escuchar el aleteo continuo, los picotazos en la madera. Los
imaginaba uno junto al otro, cubriendo el techo de la cabaña rodeada por la
nieve. En ocasiones, oía el desplegar de las alas levantando vuelo, quizá en
busca de alimento.
-¿Cómo son?-
preguntó una tarde. Aunque de algún modo ya lo sabía., en boca de otros el indefinible recuerdo dejaría de ser sólo una
extraña virtud de su imaginación.
Las dos que la
acompañaban se miraron, presentían lo inútil de la respuesta, pero contestaron
dispuestas a gastar el tiempo de la espera.
-Son negros.
Tienen plumas negras que no devuelven la luz. Son parecidos a pozos profundos
cuando dejan de aletear o moverse. Los hombres dicen que son buitres. Los
sacerdotes dicen que son los pájaros que regresan cada cien inviernos. Nosotras
nunca los hemos visto antes.
Gerda siguió
atenta a las pisadas, los graznidos y picotazos. Debía haber muchos, a juzgar
por aquellos ruidos. Ni los gritos de los hombres o los golpes de las
herramientas habían logrado espantarlos. Allí se quedaron y los días
transcurrieron. La ansiedad de la espera fue creciendo con el número de
pájaros.
Ella seguía
temiendo por la solidez de la construcción.
- No sé si la
madera soportará la nieve y las aves -les decía a las mujeres, apoyando la
cabeza cansada sobre las mantas. La fiebre no la abandonaba, y sus ojos, casi
rojos, parpadeaban con lágrimas que habían comenzado a lastimar su piel. Las
viejas le secaban la cara y la consolaban.
-La choza
aguantará.
-Pero mi
hijo…-insistía ella, llorando sin saber contenerse y avergonzada de que las
otras la viesen así, porque algo le decía que no era realmente ella quien
lloraba.-….nacerá en pleno invierno, aislados como estamos, con su padre tan
lejos, y el hogar se derrumbará…
La desesperación
había borrado la belleza de su rostro, y era igual al de tantas otras mujeres
de la región. Al verla así, las viejas parecían mostrarse menos miedosas, la
tocaban y le hablaban ya sin las reservas o esa distancia que habían creído
necesario anteponer.
Pasaron las
noches, y el día del alumbramiento se acercaba. La fiebre cedió por unas
cuantas jornadas, Gerda se sintió más fuerte. Los ruidos de las palas habían
decrecido, y se escuchaban muy de tanto en tanto.
-Dígales a los
hombres que no dejen de cavar por ningún motivo.
-No lo harán- le
respondió la mujer mientras calentaba la comida.-No dejarán de hacerlo hasta
que lleguen las curanderas. Pero ya estarás mejor…
-No importa. En
estos días he recordado que fui yo quien las llamé, no a las curanderas del
pueblo, sino a otras, no sé cuándo, pero sé las palabras que pronuncié…- Se
quedó pensando un rato.
La fiebre, sin
embargo, regresaba siempre, pero con intermitencias, y la hundía en pozos de
los que despertaba más cansada y confundida. Su hijo también se movía en el
vientre y la golpeaba.
Una joven entró de
pronto, dejando que el viento frío azotara el interior de la cabaña. La vieja
se enfureció y sacudió a su nieta por los cabellos. El viento seguía helando la
habitación.
-¡Cierren!-ordenó
Gerda, y su voz tan fuerte no parecía venir del cuerpo hinchado y débil. Las
otras dos se quedaron mirándola por un momento, y en seguida fueron a cerrar la
puerta. La más joven, aún agitada, pidió permiso para hablarle, mientras la
abuela la miraba desconfiada. Los ojos de la nieta iban de un rostro al otro,
buscando aprobación.
-Habla-dijo Gerda.
Cuando iba a
comenzar, tosió y la vieja le palmeó la espalda, moviendo la cabeza con un reto
en los labios.
-Los hombres han
visto a los pájaros en el camino, a medio día de aquí. Dicen que se han posado
sobre la nieve. Ni los gritos, ni las piedras ni las amenazas con las palas los
hicieron huir. Entonces siguieron trabajando. Las aves parecían vigilarlos. No
tienen miedo de los pájaros, así dijeron ellos, pero yo creo que sí. Si las
hubiera visto, aves más grandes que esto…-Y abrió los brazos tanto como pudo.
-Sigue…
-Los pájaros
estuvieron ahí hasta el anochecer, sin moverse. Los hombres dejaron la labor y
se fueron caminando con las herramientas sobre los hombros. Debieron temblar
mientras se daban vuelta para observar a los pájaros, que los seguían con la
mirada. Pero las aves se convertían en manchas grises en la penumbra sobre la
nieve.
La abuela se había
sentado, sorprendida por la desconocida elocuencia de su nieta. Nunca la había
oído hablar así. La torpeza de su llegada se había tornado en una casi madura fluidez
de pensamiento.
-Mi padre estaba
entre ellos, y al volver a casa nos contó todo esto. Tenía la cara fría, no
tanto por la escarcha, sino por el miedo. La mirada le brillaba, y no quitaba
los ojos del camino. Después de un rato, nos dijo que había visto a las aves
empezar a moverse. No levantaron vuelo,
sino que caminaron un poco más erguidas, más altas. Creyó haberlas visto bajar
al sendero que ellos habían abierto. Pero…-. La joven se puso a llorar de repente,
con la cara entre las manos y arrodillada frente al camastro. La abuela intentó
separarla de Gerda, avergonzada otra vez de su nieta.
-Deja que termine
de hablar-dijo ella, y tomó las manos de la joven, frías y blancas.
-Esta mañana,
antes de que amaneciera, mis padres me mandaron a servirla junto a mi abuela.
Salí. Mi hogar no dista demasiado del camino, así que poco tardé en llegar.
Esperaba ver a las aves, pero no las encontré. Las huellas de sus patas aún no
se han borrado. Pero al asomarme por el
muro de nieve que da al sendero, las vi. ¡Oh, Señora!
-¿A las
aves?-preguntó Gerda.
-¡No! ¡A las
mujeres, a las brujas!-La joven se tapó la cara una vez más. Su abuela se
apartó de ella, y miró hacia la puerta azotada por el viento.
-¡Eran tan
horribles, tan horribles! ¡Y me miraron! ¡Les vi los ojos, y no eran ojos!
¡Estoy manchada, Señora!
Gerda no tuvo
tiempo de indicarle a la vieja que consolara a su nieta. La puerta se había
abierto con la fuerza de una ráfaga, pero nada había en el largo sendero,
recto, que desembocaba ante la choza desde el fondo indefinido del horizonte
nevado. Nada más que el aullido del viento se escuchaba por encima del llanto
de la joven. La anciana no se había movido de su lugar. Los aleteos de los
pájaros en el techo habían cesado, pero podía sentirlos en el techo, como si
fuesen ellos los que sostenían en alto la estructura.
Entonces, apenas
perceptible aún, comenzó a verse un punto oscuro al final del camino, que
lentamente fue aumentando de tamaño. Tenía un movimiento acompasado, como el
vaivén de una mujer meciendo a un niño. Eso fue lo primero que Gerda pensó.
-Es una de las
mujeres del pueblo…-dijo sonriendo a las dos que la acompañaban. Pero pronto su
sonrisa se borró al distinguir que varias otras siluetas se iban diferenciando
de la anterior, naciendo de ella quizá. Estaban lejos, pero las franjas blancas
de la nieve podían verse separando los cuerpos de las que llegaban.
-Al fin…-dijo esta
vez, sabiendo que ellas dispondrían de todo mejor que las mujeres de la aldea.
Sin embargo, el temor de la joven la tocó como una mano fría sobre el vientre
entibiado por las mantas. No las conocía, por lo menos no las recordaba, y como
tantas otras veces, tuvo el presentimiento de que le eran familiares. Pero
entonces la sola idea de pensar en ellas comenzó también a resultarle grata, la
hizo sentirse cobijada.
Volvió a mirar con
atención. Estaban ya a mitad de camino. Había seis mujeres que caminaban en dos
filas. Cada una, a pesar de su extremo parecido en las ropas, iba adquiriendo
individualidad a medida que se acercaban. Aún era difícil distinguir las caras
detrás del viento sucio con hojas y nieve. Vio los vestidos negros que las
cubrían, las mantas también oscuras sobre la cabeza, y los delgados puntos
blancos de las manos se juntaban frente al cuello para evitar que el viento se
las arrebatara.
Poco después,
escuchó el ruido de las suelas de cuero sobre la nieve apisonada frente a la
entrada. Las dos primeras ocupaban todo el espacio del umbral. La luz a sus
espaldas ensombrecía los rostros ocultos por las capuchas. Gerda no se animó a
hablarles. Desde su camastro hizo una reverencia con su mano derecha.
Una mano blanca y
débil, cubierta de manchas marrones y de nudillos engrosados, salió de abajo
del vestido de una de las recién llegadas, y saludó con una reverencia similar.
Luego se apoyó en la pared para darse impulso, y se oyó el rozar de la madera
con algo duro como uñas. Otra la imitó, y ambas dieron el primer paso que las
ponía definitivamente lejos de la nieve, sobre las tablas cálidas del piso de
la cabaña.
Cuando las seis
entraron, la última cerró la puerta, y el resto se ubicó a su alrededor. Las
ropas estaban raídas, y de los bordes de las telas con que se tapaban la cabeza
salían los cabellos blancos. En las manos frente al pecho, resaltaban los
huesos bajo la piel. Las caras estaban resecas, cubiertas de surcos y pliegues.
Las narices era largas y corvas, los labios muy delgados, tanto que casi
parecían carecer de ellos. Los pómulos altos terminaban en un mentón afilado.
Las cejas eran blancas, pero había oscuridad donde debían estar los ojos. Todo
lo que Gerda pudo distinguir fue la ocre palidez de los párpados. Tal vez ellas
nunca habían tenido ojos, y habían recorrido el camino a ciegas, se dijo.
-¿Debo
recordar?-preguntó.-. La fiebre me oculta cosas.
No sabía si
esperar respuesta. No consideraba posible que alguna voz pudiera nacer de las
brujas. Pero una de ellas le contestó, apenas abriendo los labios. Las arrugas
del cuello se movieron un poco mientras hablaba. La voz tenía el sonido de un
rozar de escamas. Pero un olor a tierra vieja y estancada había nacido de la
boca de la anciana.
-No te asombres de
no saber, porque más tarde recordarás.
Bajo la vencida
techumbre de la choza, resonó un eco breve, aunque sólo persistió aquel sonido
de escamas rozadas. Después, otra de las brujas habló. Esta vez el ruido y el
olor eran como plumas movidas por un viento frío, y los pájaros en el techo
aletearon.
-Ni te asombres de
sufrir como mujer, porque darás vida al hijo de un hombre.
La voz de la
tercera era seca, cortante, despojada como una forma más del vacío sin
quejidos.
-Nosotras nos
encargaremos-les dijo a las que habían estado cuidando a Gerda. Sacó la mano de
abajo del vestido y comenzó a desprenderse de la capucha.
La abuela y la
nieta se taparon los ojos, luego se dieron vuelta y abrieron la puerta, huyendo
de la cabaña, sin volverse a mirar.
El cabello de la
bruja se agitó un poco, pero estaba atado en la nuca en una trenza. La parte posterior del cráneo era alargada,
como si al nacer lo hubiesen comprimido por los lados. Las orejas estaban un
poco más altas que la altura de los ojos, eran delgadas y casi transparentes.
La frente ancha tenía un aspecto viscoso, cubierta de sudor. La bruja se pasó
el dorso de una mano por la cara.
-Sólo por usted,
mi Señora, hemos venido desde nuestras tierras. Hace siglos que no nos
encomiendan una tarea como esta.
-Cuidarla, Señora
de la Gran Sabiduría.
-Tratarla como a una hija, a usted, nuestra
Madre y Maestra de los hechizos que rigen al mundo.
Las demás, excepto
una que permaneció en silencio, continuaron la letanía. Se pusieron a
distribuir las labores. Una volvió a cerrar la entrada, mientras otras
alimentaban el fuego con leña. Derritieron hielo en una fuente para calentar
agua. Ninguna, incluso la que se había quitado la capucha, abrió los párpados.
Gerda comenzó a
sentir el familiar contacto de los recuerdos llegados desde la oscura región de
la memoria. Un olor a cotidianeidad la fue adormeciendo al verlas trabajar a
ciegas. Se dejó tocar por la mano de la más anciana de las seis, mientras le
cambiaba las ropas sucias que hedían a sudor y a nieve vieja.
Las brujas
arrojaron al fuego las telas, vasijas y paños con aceites. Las llamas
calentaron el aire helado que entraba por las rendijas. Una cargó leña desde un
rincón oscuro en el que nunca parecían agotarse las reservas de maderos. Leño a
leño, durante todo el resto de ese día y la noche, alimentó el fuego.
Las que preparaban
la fuente se habían dividido las tareas. Una traía fragmentos del hielo
filtrado del techo, la otra revolvía el agua con el hielo recién echado. Recién
se detuvieron cuando la anciana que consolaba a Gerda levantó una mano.
Entonces sacaron las bolsas escondidas bajo las ropas, desataron los nudos, y
vertieron el contenido en el agua. Una tras otra, incluso la mayor, pasaron
junto a la fuente para volcar el polvo gris, que al caer dejaba un halo sucio flotando
en el aire.
Gerda sintió el
olor de la ceniza y la irritación de la garganta con el polvo que giraba en el
interior de la cabaña. Tosió, y los dolores del parto comenzaron. Espasmos que
apenas le dieron tiempo para recuperarse antes del siguiente. Ya no eran
pequeñas patadas, sino la sensación del cuerpo retorcido y estirado, una y otra
vez. Algo que se rompía y desgarraba con cada espasmo. Pero aún no alcanzaba a ver lo que había
esperado que se le revelara. El dolor la hundía en un oscuro mundo donde los
sentidos funcionaban precariamente. Sólo veía a las brujas, atentas a sus
gritos. Sentía las manos de las viejas sujetándola de los brazos, olía el aroma
de las cenizas en el agua con una fetidez que la ahogaba, como si en el agua se
cociesen los cuerpos de los muertos, o el hielo volviese a formarse encerrando
la ceniza. Una forma de la persistencia y la eternidad.
-Los muertos
sobreviven a su muerte-dijo una de las viejas.
Gerda pensaba que
los muertos venían a pedirle favores, a que los dejase utilizarla como
instrumento de supervivencia.
La anciana se
había aferrado a su brazo derecho, y la frente apoyada en el camastro rezaba
una nueva letanía.
-Los muertos
vienen, están en el agua y el hielo, en el fuego y la ceniza. Te buscan,
Maestra.- Después levantó la vista hacia la hoguera, ordenando más hielo y
fuego. Las otras se apresuraron a cumplir, y el agua se transformó en vapor y
humo cuya ceniza volvía a descender.
Gerda sintió que
las gotas de vapor le caían en la piel y se convertían en manchas con el olor
de la tierra. Se vio cubierta de pequeñas fosas abiertas en su piel. El humo
ascendía, abandonaba las cenizas a su alrededor y regresaba afuera por los
espacios entre las tablas del techo, para convertirse otra vez en nieve y luego
en hielo arrancado por las manos incansables de las brujas.
Pero a ella el
dolor la preocupaba más que la tierra sobre su piel. Algo se rompió
definitivamente dentro de ella, y el agua fluyó como si hubiese bebido todo
aquel hielo que se fundía y volvía a formarse sin detenerse. El agua mojó el
camastro y cayó al suelo, y en el charco también cayeron cenizas que se
convirtieron en el fango donde las brujas sumergieron sus manos y se frotaron
las caras desesperadamente.
-¡El líquido del
cuerpo vital que alimentó a tu hijo! El líquido filtrado de tu sangre. El agua
que se embebe de la ceniza de los muertos-recitaban.
Gerda no podía
hablar. Estaba muy cansada, y su hijo todavía no había nacido. Pero ya no
necesitaba decir nada, el olvido se había desgarrado y ella comenzó a ver lo
que siempre había estado al alcance de sus manos.
el nacimiento de mi estirpe en la creación
del mundo, en un lugar de los cielos, la mansedumbre de quienes lo habitábamos,
hasta que los seres sin forma llegaron a reclamar su preeminencia, ellos
recordaban la vida, y extrañaban su dominio, no podían dejar de recordar, la
memoria era alimento para la ira, decían que estaban antes que nosotras porque
la nada comienza antes que la vida
los muertos regresan de donde han venido, no de la vida, sino de la
muerte antes de la vida, la nada existe en la nada del después, están antes que
las brujas que los llaman, antes que los dioses que crean las cosas, porque los
muertos son la nada con que los dioses crean el mundo, la tierra está hecha con
los elementos de esa nada, la tierra es muerte, está formada por muertos, y
cuando ellos regresan, la memoria de la nada se concreta en la angustia, la
desesperación, el rencor que no se contiene porque no posee contornos fijos, la
tierra no puede ser contenida, se apelmaza, se seca y flota con el viento que
agita las sustancias, el polvo que viaja y crea los astros
y los muertos no toleran la ausencia de las cosas, es su sustancia, pero
no soportan esa tierra en sus gargantas henchidas de recuerdos, los ahoga,
porque no puede la memoria deshacerse de sí misma, los muertos son esa nada
tocada, golpeada, moldeada por un instante con ese algo que hace ver el color
del sol en los ojos de los hombres, el cuerpo deja una marca que no pueden olvidar, la carne es
dolor, el hueso es dolor, y la pena que deja es amarga, pero cada uno sabe que
es la señal de la individualidad, y el fracaso del cuerpo el común fondo de la
humanidad
la nada extraña el cuerpo, y el dolor del cuerpo no trae más que dolor
transformado en ira, el conocimiento del cuerpo propio crea una memoria, y el
recuerdo es carne también, es un hueso más en el esqueleto del mundo,
fragmento, astilla, mota de polvo que duele y ahoga la memoria de los vivos
dioses o brujas no existen más que a expensas de los muertos, y los
seres que protegen son enemigos de los
cuerpos que quedan, no son muchos los huesos construidos, los formados por los
elementos contados del mundo, algún día se acabarán, ellos lo saben, y los
cuerpos deberán renovarse, entonces regresarán, pero habrá batallas por
recuperar la posesión de esos cuerpos, esos mundos endebles de carne y huesos
frágiles que hasta una hoja puede lastimar, cuerpos deseados como se extraña
una mano que ya no está en nuestro brazo, triste miembro perdido que regresó a
la tierra y espera su vuelta
que seguiríamos su camino, y tarde o temprano también nosotras seríamos ellos, reclamando en medio
de la nada los dominios de los vivos, extrañar lo es todo, es ser y no existir,
tomamos el lado de los buenos muertos, los que fueron privados de sus tierras
primero y luego de sus cuerpos y los llevamos a habitar la carne de los
animales, los protegemos, los muertos buenos son los que en lugar de furor sienten
deseos de reivindicación, a ellos elegimos, los que desean venganza y miran con
ojos secos a los muertos de la historia del mundo, tan cansados de su muerte,
que ya no son más que seres con una forma indefinida, aunque semejante a los
contornos del odio, los límites precisos que llevan a la oscuridad
no ser es ser, y las batallas por retener las virtudes de la vida
comenzaron, se desenterraron los misterios empolvados por el olvido en las
mentes de las brujas, ellas, las que juegan con las virtudes de la muerte a
expensas de los hombres, estos instrumentos de la vanidad de viejas mujeres que
esconden su belleza tras los gestos y palabras que hablan de eternidad, para
convertir el despojo de la tierra en algo más útil que la humillación, la lucha
por vencer las formas de la muerte con otras tantas formas de la vida descendió
hacia los dominios de los hombres, porque los hombres son niños que no
recuerdan la nada y juegan con los huesos como si fuesen elementos que no
tuviesen fin, y juegan con la carne como si nunca fuese capaz de convertirse en
podredumbre, los hombres ríen cuando son niños, lloran cuando ven en el cielo
el fin del tiempo y la lluvia de polvo sobre sus cabezas, contemplan azorados
las grietas de la carne y la fragilidad de su cráneo frente a las uñas de los
muertos
y en ese momento cuando la lucha debe tomar fuerzas, los viejos saben
que detrás está la muerte y el regreso a la no sensación, y eso los asusta,
capitulan con los muertos que los visitan en las noches, se unen a sus fuerzas
para reservarse un espacio en la lucha, porque cada guerrero recuperará un
cuerpo, con la esperanza inevitable, la enorme fe que crece cada primavera en
los alisios del no tiempo, como un árbol que crece en alto y ancho, abarcando
el bosque, consumiendo la esperanza de los otros árboles por crecer, la fe que
vive comiendo el deseo de los otros, la esperanza vital de que el día que ellos triunfen, el cuerpo
recuperado sea su antiguo y entrañable cuerpo
-Los hombres
mueren cuando crecen…-decía la anciana a nadie en especial, sólo recitando una
ancestral plegaria-…se hacen fuertes, han dejado las almas en los vientres de
sus madres, de sus jóvenes esposas, y cuando son hombres maduros, luchan con
cuerpos sin almas, porque sólo cuerpos tienen para perder. Acaso no has visto
cómo miran cada mañana su reflejo en el agua de un pozo, de un río, cómo se
preparan y se visten para la lucha. Son cuerpos que los muertos reclaman, que
miran desde el fondo esos pozos con envidia, y los hombres apenas ven unos puntos
negros como piedras en el lecho del río. ¡Dominios de los muertos! Danzaremos
todos en el baile circular de la vida. Ustedes, haciéndose oír por los hombres
como si fuesen dioses. Nosotras, reclamando el regreso a la vida con hechizos y
trampas. Eso nos han dejado. Apariencias. ¡Oh, ustedes! Las reales sombras de
piedra, espíritus que golpean más duro que cien montañas, que hablan la lengua
de la roca, más eterna que nuestros cabellos grises dóciles al viento, ese
viento más eterno aún por inatrapable y devorador de rocas. En el círculo
caeremos durante nuestras peleas, cien veces y luego miles de veces otras cien
por el resto del tiempo. Un tiempo más duradero que el viento mismo, porque
nace con la nada. En la danza celebraremos la vida por turnos, instantes que
tal vez duren siglos, pero al final algo va a agotarse, sin remedio.
La voz de la bruja
se interrumpió con un grito agudo dominado por el llanto. Los pájaros en el
techo graznaron en respuesta, los chillidos rodearon la cabaña y las aves aletearon.
Algunas echaron a volar y regresaron a estrellarse contra las paredes. La
estructura se estremeció. Una de las brujas miró entre las rendijas.
-Está
anocheciendo, y no hay luna-dijo.-Los pájaros volarán con nosotras y tu hijo.
El olor de las
plumas prevaleció por encima del aroma de las cenizas. El ruido de los aleteos
ya no cesó. Gerda estaba mareada. Escuchaba a los pájaros volando alrededor de
la cabaña, cada vez más rápido, y ella se hundía en un vértigo que la
transportaba y la sostenía en el aire.
Las brujas
gritaron con un chillido igual al de los pájaros, excepto la sexta anciana, que
nunca había hablado. Fue la única que se mantuvo serena. Se acercó a Gerda con
los brazos extendidos y las manos abiertas. La tomó de los tobillos, y la hizo
flexionar las piernas. Ordenó, con un movimiento de la mano, que trajesen agua.
Después embebió un paño en el líquido espeso y tibio, que tenía ahora la
suavidad de las plumas.
Gerda miraba al
techo, y sintió cómo la vieja la limpiaba, y comenzó a relajarse, hasta casi no
sufrir mientras su sexo se iba dilatando.
El hijo avanzaba
hacia la luz.
Ella veía lo que
él veía: el círculo abierto al mundo de las brujas y la nieve.
El mundo de
maderos y de fuego, de pájaros creando un viento de plumas que atravesaban las
paredes y hacían temblar las tablas. La nieve entraba, enturbiando el aire. El
fuego se agitó, sin apagarse.
La sexta bruja
tomó la cabeza del niño entre sus manos.
Las falanges
formaron pequeños pozos en el cráneo. Fue moldeando sus manos a la silueta de
la criatura, y lo arrastró hacia fuera.
El niño comenzó a
llorar, pero el llanto era más parecido al de un viejo hombre triste que al de
un niño.
Gerda dio un
último grito de dolor, pero su hijo ya estaba fuera de ella para siempre, en
los brazos de la bruja, que esta vez levantó la vista hacia Gerda, se sacó la
capucha y abrió los párpados.
Los ojos eran los
suyos, su cara y sus cabellos.
Las otras hicieron
lo mismo, y la miraron. Todas tenían las formas de los rostros que ella alguna
vez había tenido.
Comenzaron a
murmurar un canto que se confundió con el aleteo de los pájaros y sus
graznidos.
Las tablas del
techo se vencieron y rompieron. Se abrió un gran hueco por donde entraron
ráfagas heladas, sacudiendo las ropas de las mujeres y las mantas del camastro.
Un remolino de plumas negras precedió la entrada de las aves.
Gerda ya no era
ella. Sus piernas se habían convertido en patas con uñas, los brazos en alas
que se desplegaron. Su cara se había alargado y había nacido un pico corvo
sobre la boca. Entonces comenzó a volar, y las otras brujas fueron tras ella a
medida que sus cuerpos tomaban la forma de los buitres.
Cientos de aves
negras surcaron el cielo. El camino despejado por los hombres se había cubierto
otra vez de nieve. Las paredes de la choza que se mantenían en pie, estaban
llenas de rasguños, y ya no había techo.
La gente de la
aldea salió de sus casas para ver la columna de aves que nacía de la cabaña destrozada,
y que continuó surgiendo aún cuando ya casi todo el cielo estaba cubierto de
aves. Parecía haber un nido interminable en el fondo de la tierra bajo esa
cabaña.
Las mujeres se
arrodillaron frente a la cabaña, algunas rezando, otras demasiado asustadas
para siquiera moverse. Pero tres de ellas se animaron a entrar. Las últimas
aves continuaban naciendo de las paredes y lo que quedaba de la estructura
amenazaba con derrumbarse. Y encontraron al niño protegido entre las mantas.
Las aldeanas se
acercaron y lo cubrieron con sus cuerpos para resguardarlo del aleteo de los
pájaros que nacían de abajo del camastro. Salieron antes de que las paredes
cayeran definitivamente, pero ellas sólo tenían ojos para las largas filas de
pájaros que volaban en dirección al Sur. Se cubrieron con las manos del extraño
reflejo de la luna, que desaparecía y volvía a surgir entre las amplias alas de
los pájaros.
Los hombres
rodearon a sus mujeres para ver al niño, y juntos tomaron el camino de la
aldea, pero sin dejar de mirar hacia arriba de vez en cuando.
Los pájaros
continuaron surgiendo durante toda la noche y el día siguiente, hasta que el
último se perdió de vista en la espesa niebla y las nubes negras de una
tormenta que había comenzado a formarse, cubriendo el horizonte.
*
Era la tercera tormenta en treinta días, y el último invierno había sido el más crudo de
los cuatro que llevaban viajando. Había logrado reunir casi mil personas desde que partió de la
aldea, pero el invierno se había llevado más de cien entre mujeres y niños. Los
hombres aún resistían, pero estaban agotados y muchos se habían quedado en los
pueblos por donde pasaban.
Una masa de nubes
negras avanzaba desde el norte. Se formaban y deshacían con el viento, que
también los obligaba a protegerse las caras y encorvar las espaldas para
avanzar. Las nubes giraban y se desplazaban hacia ellos esa tarde, los
relámpagos aparecían de tanto en tanto. Una densa neblina había comenzado a
formarse a lo lejos, y la lluvia estaba cayendo fuerte y densa. Llegaría a más
tardar al anochecer a la colina donde se habían asentado. Pero la neblina y la
oscuridad seguían avanzando y las nubes de tormenta girando como sobre un eje.
Sigur estaba
preocupado. Nunca había visto algo así. Las tormentas del Norte no se
anunciaban de esa forma.
-Miren-les dijo a
sus hombres, que conocían aquel país mejor que muchos otros en el grupo. Sigur
los había organizado según la experiencia y habilidades que demostraron durante
el viaje. Algunos eran relevados cuando las tierras ya les eran menos
conocidas. Pero hacía mucho que no había logrado reemplazarlos.
-¿Qué te parece,
Tarkus?-preguntó.
El hombre miró a
sus compañeros, se rascó la barba gris, luego parpadeó por el reflejo plateado
del sol a través de las nubes. Tenía la cara curtida, con ojos verdes que
resaltaban con la cabellera agrisada.
-Sabes que no le
temo a nada, Sigur, pero a eso sí le debo respeto. Está a dos días de nosotros,
y avanza directamente hacia aquí.-Se dio vuelta hacia la planicie, donde las
caravanas y la gente descansaban.
La columna
central, donde viajaban los principales con sus familias, se había ubicado en
el círculo interno para protegerse de posibles ataques. La columna derecha
estaba terminando de acomodarse en un círculo periférico al anterior. Eran
también los encargados de resguardar los alimentos y provisiones, y de cuidar a
los niños que habían perdido a sus padres. La última columna recién había
comenzado a asentarse, y tardarían casi todo el día en armar las vallas de
protección. Los maderos eran
transportados por bueyes que necesitaban descansar y comer. Las mujeres
se encargaban de levantar las tiendas, los hombres de preparar el fuego. Los gritos
de los rezagados se entremezclaban con los latigazos y el polvo. Todavía
quedaban cincuenta animales fuertes que llevaban maderos y tablas retumbando
sobre el suelo pedregoso y los montículos de nieve. Los niños corrían entre el
humo de las primeras fogatas y la tierra removida. El olor de las bestias se
erguía como un vaho fresco en el viento que azotaba la planicie.
Sigur y sus
hombres observaban desde la colina el fluir confuso y continuo de la gente. La
espiral se iba formando lenta, penosamente bajo la amenaza del cielo.
-También tienen
miedo-dijo uno.-Se ve en cómo se comportan, aunque no haya protestas.
-Los animales han
presentido la tormenta desde varios días antes, por eso cuesta
controlarlos-dijo Motz el cazador, que Sigur había traído de su aldea.
-No nos servirá de
nada quedarnos aquí, la tormenta va a arrasarnos.- Tarkus no miró a su jefe al
hablar, sino hacia el horizonte oscuro.
Sigur contempló
las regiones a su alrededor. La tormenta se extendía desde el norte, casi hasta
tocar las fronteras del oeste y las montañas. Al oriente, la estepa se abría
sin protección, quizá también sin alimentos ni agua. Los pocos que por allí
habían ido, regresaron hablando de rocas filosas entre hierbas venenosas, de
alimañas que salían de sus madrigueras para morder los pies de los que se
atrevían a pasar. Pero sobre todo mucho frío, demasiado para ser soportado sin
comida. Luego miró al sur, la meta que lo había guiado por cuatro inviernos, y
de la cual aún no estaba seguro cuánta distancia lo separaba. Sin embargo, era el
único camino que les quedaba.
Señaló el
altiplano en el sudoeste.
-¿Ven ese reflejo
en el cielo, claro como un lago después de la lluvia?
Los otros miraron
haciendo sombra con las manos en la frente. Murmuraron palabras de dudas.
-¿Dónde?-preguntaban,
pero ya Tarkus había visto lo que su jefe señalaba.
-El mar.
Sigur sonrió.
-Así es. Lo he
atravesado, y jamás podría olvidar cómo se ve. Está muy lejos, pero más cerca
está la Aldea
del Norte, un pueblo de pescadores y comerciantes prósperos.
-¿A qué
distancia?-preguntó otro, desilusionado ya de la posibilidad de huir, pero
nadie respondió.
Sigur sabía que no
habría tiempo de llegar a la aldea antes de ser alcanzados por la tormenta. Se
sentó en la nieve, cabizbajo. El viento le golpeaba la cara con sus propios
cabellos largos y rojos, con copos de nieve sucia. Los hombres daban vueltas a
su alrededor, las manos a la espalda. Unos pensando, otros con la mirada puesta
en el pueblo que seguía asentándose.
Uno de los que
conducían la caravana estaba subiendo la colina. Cuando llegó a ellos, se
detuvo a descansar y lo rodearon haciéndole preguntas. Él no les hizo caso y le
habló a Sigur.
-Señor, unos niños
han visto hombres pintados de blanco, al
sur. Dicen que no los vieron llevar armas. Pienso que son vigías, Señor.
Temo que pronto van a atacarnos.
-Deben ser de la
tribu que vencimos hace diez noches. Se propagan como hormigas, más rápido de
lo que avanzamos-dijo otro de los hombres.
-Debimos exterminarlos
a todos, ahora siempre los tendremos adelante.
Esperaban una
respuesta de Sigur.
-Tan cerca del
mar, tan cerca, y nos sucede esto-dijo él, con pesadumbre. Fue un comentario
hecho como si hubiese utilizado la voz del viento para decirlo. Hueco, áspero,
y con su aire de indudable certeza, fue casi un corte de filo para los que
escuchaban. Después, inspiró profundo y volvió a levantarse.
-Dispongan una
expedición . Por ahora nos defenderemos como podamos.-Hizo una pausa, mirando
hacia las caravanas.-Vamos a quedarnos, es mejor que la tormenta nos encuentre
afirmados en este terreno a que nos sorprenda en el camino.
Los otros
asintieron.
-Si los dioses nos
ayudan, quizá la tormenta cambie de rumbo-dijo Tarkus.-No sería la primera vez.
Pero Sigur apoyó
su muñón sobre el hombro de su amigo.
-No esperes
demasiado de los dioses. Nunca hemos visto que ellos nos eviten las tragedias.
Bajaron la colina
hacia la gran espiral que se asentaba sobre el valle cubierto de nieve. El
viento había aumentado, y dificultaba la instalación de las vallas.
Se oían órdenes y
protestas arrastradas por ráfagas con olor a lluvia, a uno y otro lado de la
caravana, que se iba desenrollando como una serpiente, mansa como un caracol. Los
bufidos de las bestias, los gritos incitándolas a avanzar, el choque de los
maderos y las voces de los que se pasaban cuerdas a lo largo de interminables
filas de hombres cansados. El trabajo no decreció en todo el día. Sólo los
niños se sentaron y cayeron dormidos en sus mantas separadas de la nieve por
paja. Al llegar la noche, los pilares no habían aún terminado de colocarse.
Sigur los
observaba desde la tienda de la colina. El espiral de la caravana se iba
formando con lentitud, pero al ritmo que llevaban podrían estar listos antes de
que la tormenta los encontrase. El centro del caracol de madera ya casi estaba
armado, pero no quiso ir todavía a revisar. Desde la colina le era más fácil
ver a su gente, y sabía que ellos tendrían que darse cuenta finalmente que él
no se escondía, sino que se hacía cargo de la responsabilidad del viaje.
Un grupo iría a
verlo esa noche, así le habían dicho. Estaban descontentos por la pérdida de
vidas durante aquellos cuatro inviernos. El germen del desorden podía sentirse
claramente cada vez que alguno lo miraba a los ojos. Nunca se habían atrevido,
sin embargo, a negarse a una orden, ni siquiera a retrasarse en cumplirla.
Tampoco hubo miradas de rencor, sólo una angustia dibujada en los gestos de los
más jóvenes. Una especie de sumisa desconfianza que lo lastimaba más que una
rebelión.
Las fogatas
demarcaban los contornos de la espiral en el valle. Algunas sombras se movían
alrededor con rapidez, otros con parsimonia. Sigur no alcanzaba a verlos, pero
sabía que eran los hombres cambiando de turnos para el trabajo. Las sombras que
se levantaban iban de regreso a la periferia de la espiral, las que se sentaban
dormirían para levantarse otra vez antes
del amanecer.
Sigur vio las
antorchas que subían la ladera en manos de cuatro o cinco hombres. Ello jadeaban, y el sudor brillaba a la distancia. Se adelantó
a recibirlos. Bajaron la mirada al encontrarse con él, e hicieron una breve
reverencia.
-Acérquense al
fuego.
Obedecieron y
dejaron sus antorchas junto a la fogata. Se sentaron alrededor, y Sigur los
invitó a beber de una vasija que se pasaron de uno a otro, sin hablar. Parecían
esperar que él lo hiciese primero. Uno de los ayudantes de Sigur quiso atenuar
la tensa calma.
-Estamos todos
cansados- murmuró.-Deberían hablar ahora para descansar después.
Los hombres del
pueblo lo miraron como a un adulador. Luego, dirigieron la palabra a Sigur.
-Lo hemos seguido
todo este tiempo, a pesar de las tormentas y los ataques, a pesar de los seres
amados que perdimos y enterramos, porque sabíamos que todo esto podría suceder
cuando salimos de nuestros pueblos. No nos ha mentido, Señor, los sabemos, y le
hemos sido fieles. Pero esta vez la desesperanza nos supera. El cielo del norte
se acerca. La tierra y la nieve se han levantado y caerán sobre nosotros. Ya no
importan los enemigos, los salvajes o los otros pueblos que podamos encontrar.
Queremos saber si ahora somos libres.
-¿Libres para
escapar? ¿A dónde?-dijo Sigur.- Lo que hayan pensado, lo pensé yo antes. La
solución no está en huir, porque no hay tiempo. Debemos quedarnos y ser como
rocas, piedras con raíces hasta lo más profundo. Sólo así los vientos no nos
arrastrarán.
Se levantó, atizó
la fogata, y observó el silencio en el rostro de los hombres.
-¿Libres para
qué?-repitió, sin enojo, pero sí con desilusión.- Están aquí por que han
elegido. Miren el pueblo, sus mujeres los esperan. Ellas construyeron la
espiral con ustedes porque así lo quisieron. Si yo les dijera que son libres,
¿a dónde irían?
Sigur se adelantó
hacia el que había hablado, lo hizo pararse y enfrentarlo.
-¡¿Hombres, no se
dan cuenta todavía?! Yo, sin ustedes, no puedo hacer nada. Pregúntense
entonces, ¿quién es el que está libre?
La luna era una
opaca bola de nieve, pequeña, deformada por las nubes, asomada detrás de la
colina, que en toda esa noche no ascendería más.
El hombre apoyó
una mano sobre el brazo izquierdo de Sigur. Los demás lo miraron con asombro
por aquella confianza. Sigur no se movió ni retiró el brazo. El hombre se
acercó luego a su cara, y dejó un beso
en la mejilla de su líder. Después se alejó, sin volver la mirada, y los demás
lo siguieron.
Los ayudantes
rodearon a Sigur, y comentaron aquel atrevimiento. Él no los escuchaba,
sólo una palabra se repetía en su cabeza
sin poder quitársela de encima. Algo le había dicho aquel hombre al acercase.
Una palabra, solamente. Sin razón aparente. Pero Sigur se sintió atado nuevamente
a un lazo humano. Moldeado por algo más que la compañía de otros seres marcados
como él. Luego de mucho tiempo, por ese único instante, no necesitó pensar ni
esforzarse por extender la mano que no tenía. Alguien más lo había traído de
vuelta a la raza de los hombres comunes, a la edad de los niños y al estado de
la paz.
Y la voz se
fue borrando en esa inquieta noche sin descanso, dominada por los golpes en los
maderos, los llantos de los bebés que despertaban, y por el viento, cada vez
más fuerte.
Sigur no había
hecho caso de las súplicas de sus ayudantes para que descansara. Los vio
resignarse a no poder convencerlo, y fueron a acostarse. Estuvo toda la noche
despierto. No tenía sueño. Pensaba en su
familia, y sus recuerdos se mezclaban con las familias que lo seguían. Tantas
veces los había observado trabajar, alimentarse, convivir entre peleas y
desgracias, entre caricias, que ya no sabía si sus propios recuerdos eran
ciertos o sólo imaginación. Comenzó a angustiarse por la vida de los que lo
seguían. Miró las primeras nubes de la tormenta que expandía los contornos del
cielo, como una montaña deformada por el viento, siempre inmensa, pesada igual
a una gran bestia nacida en los confines del mundo. Entonces se sorprendió al
sentir que sus labios temblaban y sus ojos se llenaban de agua.
La gente
descansaba en la temprana hora de la mañana. Sólo los animales rumiaban, y los
pilares de las vallas parecían dormir como los hombres que reposaban recostados
en ellos. El viento seguía soplando lo mismo que todos esos últimos días, pero
el pueblo continuaba durmiendo con el eco del viento en sus oídos, los cabellos
mecidos, los rostros sumisos a las ráfagas heladas y el agua nieve.
El viento corría a
su alrededor, abarcando la forma de su cuerpo, y de algún modo también habitaba
en él. Si el viento se hubiese detenido un solo instante, él se habría sentido
perdido, y la sola idea de pensar en eso, lo angustiaba.
Ya no se sentía
fuerte. No era más que un madero arrancado de los bosques, moldeado y clavado
en la colina, únicamente para resistir el viento. Y si no hubiese habido
viento, entonces...
Se resistiría a
esa idea de todas las maneras posibles. Cualquier elemento del mundo podía
desaparecer, excepto el viento.
El sol no se había
asomado todavía, pero su luz inundaba el valle, la espiral del pueblo
despertando, el rumiar de las cabras, el ladrido de los perros, y las primeras
voces de los hombres soñolientos. La franja negra de la tormenta y sus círculos
de nubes que descendían como una flor al abrirse seguía lejos, a día y medio de
distancia, tal vez.
Sus hombres
comenzaban a levantarse, pero él no se atrevió a moverse. Notarían su debilidad
si les hablaba con esa voz de niño temeroso reflejando sus pensamientos de
pánico. Sigur tenía la ropa mojada de un sudor frío, y comenzó a temblar.
Sintió la espalda húmeda, un escalofrío le recorrió las piernas. Entonces se
dio cuenta de que el viento había cesado, y por eso sudaba. Como si una pesada
mole de calor lo comprimiese, o enormes manos cayeran del cielo para sacarle el
líquido de la vida.
Y él se quedaría
vacío. Ya se estaba quedando vacío de pensamientos e ideas. Sólo el pavor era
algo concreto, a lo que aún podía sujetar su cordura. Pero el pavor perdía sus
formas y crecía, hasta abarcar el mundo sin límites, sin referencias a las
cuales aferrarse. Una esfera de miedo impenetrable y sin salida. Adentro y
afuera al mismo tiempo. Rodeándolo como un círculo de inconformidad definitiva.
Sigur se cubrió la
cara con las manos.
-¡No!
Los hombres se
acercaron, pero él se levantó y los empujó para correr colina abajo. Algunos
del pueblo lo señalaban sin saber quién era, otros se habían detenido en pleno
ascenso para observar a ese hombre que bajaba corriendo. Los ayudantes corrían
detrás de Sigur para evitar que llegara tan cerca de los otros que pudieran
reconocerlo. Pero era tarde para eso.
-El gran Señor ha
enloquecido-fue el primer comentario que se repitió bajo la sombra de las
tempranas nubes de tormenta, ahora quietas y expectantes sobre el valle. Los
niños regresaron a la caravana y contaron lo que habían visto. Entonces los
gestos de desesperación aparecieron en las caras de las mujeres y los viejos.
Se reunieron en grupos y comentaron lo que estaba sucediendo. Los hombres
corrieron hacia la colina.
Habían alcanzado a
detenerlo, pero Sigur gritaba con la mirada fija en el cielo, el rostro
contrahecho por el furor y el desasosiego. Lo sujetaron de los brazos, pero se
movía tanto y tanta era su fuerza, que cinco no fueron suficientes para
calmarlo, ni siquiera para detener el impulso de sus piernas agitadas que
lanzaban golpes a todo el que estaba cerca. El cabello rojo se veía oscuro y
mojado, la barba hedía con olor a saliva y transpiración. Parecía estarse
quemando por dentro.
Tarkus tuvo que tomar el mando.
-Vayan a buscar
tres hombres más de confianza. Motz, llame a sus guardias para apartar a la
gente. Dígales que Sigur está enfermo, pero que pronto curará.
Entonces los otros
empezaron a arrastrarlo de vuelta hacia la cima. Él luchaba por desprenderse.
Se desgarró las telas, y el torso lleno de pecas, de pequeños motas de vello
rojo, se sacudió entre los brazos de quienes ya no pudieron sujetarlo más. Sus
gritos los aturdían. La ausencia del viento era ahora más evidente, como si la
hubiesen visto hecha cuerpo en su líder, como una entidad que lo había
invadido.
El vacío del
viento utilizaba las vísceras de Sigur, su piel y su voz para manifestarse
nuevamente. El viento, que ya no podía ser viento, sino vacío, buscaba formas
en donde refugiarse. Su cuerpo era un remolino arrasando sin tregua ni descanso
al pueblo después de la desaforada calma, la extraña, vacía calma antes de la
tormenta.
Tarkus lo golpeó.
La cabeza de Sigur siguió confusa durante un rato, balanceándose con los ojos
cerrados. Murmuraba algo entre los labios con sangre. Los demás miraron a
Tarkus, pero nada le dijeron. Sigur había cedido su resistencia, y lograron
cargarlo hasta la tienda. Cuando lo acostaron, comenzó a temblar otra vez. Primero
las piernas, luego los brazos. Los dientes chocaban, y el cuello se había
crispado y tensado. Seguía sudando. Vieron que tenía ardores en todo el cuerpo
y mandaron a llamar a unas mujeres del pueblo para preparar el baño de especias
curativas.
Tarkus y un viejo lo desnudaron. Mientras uno
le frotaba la espalda y el pecho, el otro lo hacía con los muslos y piernas.
Levantaron sus brazos por encima de la cabeza, porque decían que así la sangre
volvería al cuerpo con más rapidez.
La cara de Sigur
estaba pálida, los ojos entrecerrados, la boca abierta con gotas de saliva cayéndole por el mentón. Lentamente, los
temblores fueron disminuyendo. Las mujeres habían llegado y terminaban la
preparación del baño en la tinaja. Eran dos viejas que ni siquiera miraron a
Sigur mientras observaban los cambios del líquido a medida que arrojaban
semillas y hojas. Un olor a castañas se esparció en el aire.
-Está listo-dijo
una de ellas.
Era más del
mediodía, pero el sol no alcanzaba a verse detrás de las espesas nubes grises.
Un grupo de arrieros esperaba fuera de la tienda, tratando de escuchar
noticias. El resto del pueblo seguía armando las empalizadas en el valle. La
tormenta se acercaba en silencio, sin viento ni truenos. Sólo relámpagos y el aroma
de la lluvia, que sin embargo aún no llegaba.
-Atrás-dijo Tarkus
a las mujeres.
Levantaron a Sigur
y lo dejaron en la tinaja. Los brazos le colgaban de los bordes, la cabeza se
balanceaba. Tarkus volvió a frotarle los hombros y la cara con el paño embebido
en el agua de especias.
-Es el dolor del
viento-dijo una de las viejas desde la entrada. -Durará todo un día. Mañana, él
estará como si nada le hubiese pasado, o perderá la razón para siempre.-Luego
salió junto con su compañera, inmunes ambas a las miradas de los hombres.
-Es verdad-dijo el
viejo cazador.-He oído hablar de este mal en la Aldea del Norte. La gente se
vuelve loca, se arroja al mar desde las rocas, con tal de no sentir el vacío
del viento. Eso decían, pero yo nunca lo creí.
-Pero el viento es
nada-dijo Tarkus, sin dejar de frotar la piel de Sigur.
-El viento es todo
mientras está, y la ausencia de todas las cosas cuando desparece. No se lo
puede reemplazar, y deja la sensación de muchos dedos apretando la cara. Pronto
la sensación se va perdiendo, y un calor la reemplaza.
El viejo se sentó
junto a Sigur, que ahora deliraba en un murmullo.
-Dicen los
pobladores que son como manos gigantes formadas por insectos que se aferran a
todo lo que se interpone en su camino. El viento siempre es más fuerte y lo
arranca todo a su paso. Cuando se detiene, las manos quedan adheridas a
nosotros, y entonces empiezan a penetrar la piel. Son dedos muertos, son como
el vacío en una garganta sin aire.
Volvió a mirar a
Sigur, y le acarició la cabeza como a un hijo.
Sigur deliró toda
esa tarde. Habían dejado a dos ayudantes para cuidarlo, porque Tarkus y los
demás jefes tuvieron que reprimir una revuelta en el pueblo. Muchos mensajeros
habían visto a hombres pintados de blanco entre la nieve, vigilándolos, y la
gente temía un ataque.
Volvieron a llamar
a las dos mujeres antes de la noche, y ellas hicieron nuevos preparados para
bañar la cabeza de Sigur cada vez que el ardor crecía. En la noche, la fiebre
había cedido, y él dormía. Lo cubrieron con mantas hasta el cuello. El fuego
crepitaba con estrépito, aislándolo de los gritos con que afuera, en el valle,
los grupos se alistaban para partir de expedición.
Tarkus había
ordenado preparar las armas y escudos, y formó un pequeño ejército que esperaba
sus órdenes.
-Si no regresamos
para mañana, quédense en el valle. No nos atacarán en la tormenta.
Prepararon los
trineos con pocas provisiones. Los perros ladraron durante un largo rato antes de
partir. De vez en cuando volteaban la cabeza hacia la colina, y aullaban.
Estaba tan oscuro,
que el cielo parecía un pozo, con sólo la línea del horizonte hacia el sur como
un halo blanco alumbrando esa parte de la tierra. Las nubes tenían contornos
blanquecinos y morados, tonos color naranja que pronto se esfumaban y perdían
sus formas, confundiéndose en una única masa de grises y negros hacia el norte.
Un aire helado había aparecido sin que nada lo trajese, ni viento ni brisa.
Los trineos avanzaron,
alejándose con las lanzas a los costados, a manera de tridentes para posibles
enemigos que apareciesen por los flancos. Toda la noche viajaron en la
penumbra, guiados por la delgada línea blanca del sur. Los perros seguían
silenciosos, sólo se escuchaba el rozar de las ligaduras de cuero y el jadeo.
Los hombres no podían verse entre sí, a veces únicamente el brillo de los ojos
en la oscuridad, pero siempre sobrepasado por los ojos de los perros.
Tarkus quiso que
los trineos viajasen separados por una distancia considerable. Si los atacaban,
el resto podría llegar en su ayuda o volver para dar aviso y buscar refuerzos.
Viajaban atentos al ruido de los pasos en la nieve, al rodar de los pedruscos o
los gemidos de los animales. Silvó, y todos se detuvieron.
-Escuchen-dijo.
No se veían uno
al otro, pero adivinaban la inquieta mirada de atención de su jefe. La
oscuridad era como un monstruo que no querían observar, porque el silencio la
hacía más temible. Pronto un sonido muy lejano y grave llegó desde una
dirección imprecisa. Los perros estaban temblando. Uno de los hombres bajó a
acariciarlos, pero los animales retrocedieron. No parecían enfurecidos, sino
asustados.
El ruido fue
creciendo. Era un estruendo apagado que viajaba por debajo de la nieve,
acercándose con mayor o menor rapidez por momentos. A veces aparentaba
detenerse y disminuir, como si se alejara, pero luego continuaba acercándose.
Los perros saltaban y tiraban de sus
riendas. El miedo venía del sur, pero no alcanzaban a ver todavía, y se
voltearon a mirar hacia el norte.
-No
regresaremos-les dijo Torkus, adivinando su inteción.-Ya no hay tiempo de huir
de la tormenta o de lo que sea que nos amenaza en el sur.
Los hombres
murmuraron, se escucharon corridas en la nieve, y luego golpes y jadeos.
Después se detuvieron y su respirar cansado fue el único sonido familiar esa
noche.
Entre dos muertes
posibles, eligieron la espera. No había líderes ni guías que los condujeran a
lugares mejores. El único en el que confiaban a ciegas yacía enfermo y sin
cordura. Aguardaron en la oscuridad. No encendieron una sola antorcha.
Esperaron, como muñecos de nieve, o como simples maderos en la planicie fría,
listos a ser arrastrados y dejarse llevar.
El amanecer casi
no se distinguió de la noche. Las viejas entraron a la tienda de Sigur. Él
estaba boca arriba, y al sentir la ráfaga, abrió los ojos. Uno de sus hombres
se le acercó, pero las
se habían adelantado y le hablaban con cariño.
-Hijo-le
dijeron.-¿Recuerdas cuál es tu nombre y el de tu madre?
Sigur miró a
alrededor. Se sentía descansado, como si esa fuese la primera mañana luego de
muchas noches de llevar dormido.
-No sé por qué me
lo preguntan, pero voy a responder a estas ancianas. Mi nombre es Sigur, hijo
de Tol y de Sila, y nieto de Zor el cazador.
Las viejas no
pudieron evitar lágrimas de gozo, y apretaron con sus dedos débiles un brazo
del joven.
-Lo hemos
recuperado-le dijo una a la otra.
Él quiso
levantarse, pero los hombres le pidieron que siguiera descansando. Le contaron
la situación del pueblo.
-Las empalizadas
están casi listas, pero la gente tiene miedo. Tarkus ha salido en busca de
enemigos, ayer, y no ha regresado. Nos ordenó quedarnos y mantenernos unidos.
-¿Y la tormenta?
Las ancianas
intervinieron.
-Debes ver lo que
sucede en el cielo, joven Señor, porque es algo que te concierne.
Los hombres las
miraron con enfado. Ellas se habían parado de espaldas a la luz que entraba a
través de la tela agitada por el viento, parecían dos columnas de roca,
indiferentes a toda severidad o reprimenda.
Sigur no quiso
obedecer a los recelos de sus ayudantes, y se levantó apoyándose en ellos.
Apenas una tela sucia de sudor lo cubría de cintura para abajo. Las mujeres le
dieron paso.
Ya no había gente esperándolo afuera. Todos estaban ocupados
preparándose para la tormenta. Sólo unos pocos niños sin padres se habían
sentado durante el día y la noche al pie de la colina para verlo salir.
A pesar de la
opaca luminosidad, tuvo que cerrar los párpados para no lastimar sus ojos. Se
frotó la cara, siempre apoyado en los brazos de sus hombres. Al principio
únicamente vio manchas deformando el paisaje. Luego, la vista se fue aclarando
y vio lo que se extendía alrededor de la colina.
La gran espiral de
la caravana estaba casi completa, sólo la cola del círculo mayor conservaba los
irregulares contornos de las vallas en construcción. Las fogatas despedían humo
blanco, subiendo al cielo cubierto de nubes tan uniformes que parecían una sola
gran masa oscura, como si el cielo
nocturno hubiese persistido hasta muy entrada la mañana, iluminado por algo que
surgía de algún lugar indefinido. La nieve se depositaba sobre las otras capas
de nieve, sucias por las bestias de carga que andaban libres sin que nadie les
prestase atención. Los perros de los trineos y las cabras estaban atados y
saltaban asustados. Algunos niños todavía jugaban entre los círculos de la
espiral, y miraban al cielo cuando algún relámpago o trueno los interrumpía.
Las viejas
levantaron su mano derecha en la misma dirección que los niños: el cielo del
norte.
-Allá vienen,
joven Sigur, te traen un mensaje.
Él miró,
esforzándose por distinguir esos pequeños puntos negros en el fondo gris del
horizonte. Algo había cambiado en la luz. Era más clara, no mayor, sino
simplemente más blanquecina, como si las nubes se estuviesen moviendo. Entonces
se dio cuenta de que la tormenta había llegado. Eran esos círculos de viento
que antes había visto muy lejos, y que ahora giraban arrastrando nubes desde
todas direcciones. Los círculos embebían las nubes más altas, y se dispersaban
sobre el valle para ascender nuevamente. El zumbido del viento se transformó en
un estruendo.
Los puntos negros
avanzaron velozmente. Sus figuras se fueron definiendo con claridad. Eran aves,
formadas en filas como un ejército, abarcando casi todo el cielo. Tenían
amplias alas negras, picos grises y corvos, y emitían graznidos que se perdían
con la distancia. Pero la tempestad no las afectaba aunque volaran por debajo
de las nubes.
Un olor a plumas
llegaba desde todas partes. Algunas cayeron alrededor de Sigur y su gente, y
las viejas las levantaron. Él tomó una y la acarició. Fue como estar tocando la
piel de Gerda después de mucho tiempo. Sintió que su fuerza recién recobrada
volvía a quebrarse.
-Llore, mi Señor.
No se avergüence-dijo una de las mujeres.
Se apartó de
ellas, sosteniéndose por sí mismo esta vez, y se secó la cara. Volvió a mirar el
cielo. Los pájaros habían formado una techumbre sobre el valle y la colina,
volando en círculos en dirección contraria a la espiral de la caravana. El
viento parecía ser más fuerte que antes. Las nubes se desplazaban con una
rapidez que nunca habían visto, y el ruido del viento era más que ensordecedor,
producía escalofríos que penetraban los huesos. Las aves seguían girando,
siempre girando en incontables vueltas cada vez más veloces, y el viento fue
elevándose, pasando entre las alas y subiendo, hasta quedar sólo una brisa con
aroma a tierra en la colina y sobre la gente.
Los relámpagos
continuaron, los truenos crecieron en intensidad. El pueblo podía sentir el
olor y el ruido de la lluvia que se había detenido en la barrera que formaban
los pájaros. Las plumas de las alas y la parte superior brillaban con el agua,
reflejando la luz del sol en haces blancos sobre la tierra, pero la mayor parte
de los rayos que pasaban entre las grietas del cielo tormentoso se perdían
entre la masa negra de las aves.
Algunos pájaros
comenzaron a caer.
Sigur caminó entre
ellos. Tocó las plumas negras, acarició las cabezas, y cerró los párpados de
las aves. Levantó una, le plegó las alas y la sujetó contra el pecho. Volvió
junto a las viejas, y siguió mirando al cielo.
Los pájaros
giraban más rápido todavía. El viento que intentaba descender era expulsado
hacia arriba con una fuerza que arrastraba también a las nubes y la lluvia de
un lado a otro del cielo. Una nueva lluvia de plumas caía al valle, y los niños
corrieron en su busca, saltando para atraparlas en el aire. Las madres querían
detenerlos, porque tenían miedo de los presagios, pero no lograron impedir que
ellos se cubriesen de plumas negras como pájaros sin alas.
Los niños que lo
habían esperado al pie de la colina también corrían detrás de las plumas, las
juntaban en sus puños, mostrándose uno al otro esos ramilletes negros. Entonces
uno de ellos se acercó a Sigur y le ofreció uno. Sigur se agachó, tomó el
ramillete de plumas, y después de quedarse un rato con los ojos cerrados, como
si estuviese escuchando algo, suspiró profundo.
-Mi hijo ha
nacido-dijo entonces, elevando la vista al cielo nuevamente.
Las viejas se
miraron, complacidas.
Los hombres
seguían perdidos en la contemplación de la tormenta.
Sigur, de pie
frente al valle, comenzó a acariciar al buitre muerto contra su torso desnudo,
como una mancha negra sobre el vello rojo de su pecho.
*
Cabalgaban sobre los lomos de los tarpanes. Sujetos a las
crines, sus cuerpos se balanceaban suavemente. Los cuellos cortos de los
caballos estaban mudando el pelaje, y las barbas claras que les llegaba al
hocico se mecían mientras trotaban.
Poco soles antes
de zarpar, le habían encargado a Tol averiguar el origen de las aves extrañas
que llegaban del norte y anidaban en los muelles, las construcciones del puerto
y el pueblo. Las naves estaban
preparadas, el cielo limpio, los hombres descansados. Todo listo para el viaje
hacia la región del Droinne, y pensó en las armas. Tenían suficientes en las
naves para matar a todo un pueblo.
-Son para
defendernos-había dicho a los jueces cuando se sorprendieron de la cantidad que
subían a los barcos.
-Las hiciste
construir sin nuestro permiso-le reprocharon.
-Son tierras
nuevas para ustedes, pero que yo conozco. Los pueblos de allí son guerreros.
Los jueces
finalmente aceptaron dejarlo partir. Entonces continuaron cargando los
instrumentos de guerra: lanzas de todas formas y tamaños, arcos y flechas,
catapultas, cientos de puñales, escudos de cuero y madera, piedras modeladas
como bolas, antorchas y enormes cantidades de paja, pero sobre todo fue el gran
número de troncos lo que sorprendió a todos. Había inventado varios
instrumentos que aún estaban a prueba, y Tol tenía la intención de armar formaciones de más de treinta hombres
escondidos en pesadas fortificaciones móviles. Incluso estaba dispuesto a
destruir los barcos si la madera no alcanzaba, o si no podía disponer de bosques.
De dónde habré creado todo esto. Yo, tan ignorante cuando huía del
volcán, que no fui capaz de salvar a mi mujer y mis hijos. Y ahora tan diestro
en los preparativos de una guerra. Es la edad, quizá. Mi cuerpo envejece y mi mente abre los ojos de
la experiencia. Triste inteligencia de la venganza, que sabe esperar con
paciencia de tortuga, creando mundos nuevos para que las manos maten y se
satisfagan. Pero una vez abiertas las manos, los ojos ya no pueden cerrarse, no
pueden ver cosas de otro mundo que no sea ése. Triste tiranía del rencor, que
ofrece algo de calma a sus siempre insatisfechas víctimas. Pero el rencor es
una llaga más duradera aún que el remordimiento, y no lleva a la sumisión y al
castigo, sino a la ira.
Los pájaros
empezaron a anidar en los techos de las cabañas, a asentarse sen los muelles,
los árboles junto a los caminos de la aldea. Intentaron espantarlos o matarlos,
pero siempre llegaban más cada mañana. No lastimaban a nadie ni comían de los
restos que los pescadores dejaban en el puerto. Los jueces temieron que una
gran tormenta de nieve y viento se estuviese acercando, y encargaron a Tol una
expedición por tierra. Preparó los tarpanes y las provisiones, dispuesto a
postergar la salida de los barcos. Pero antes volvió a pedir informes.
-Hay gente más al
norte-le dijo el jefe de vigías.-Hay huellas de trineos pesados, pero no creo
que lleven muchas armas. Tenga cuidado, Señor.
Tol agradeció la
advertencia, y al día siguiente partieron. Después de un día de viaje, los
veinte hombres cabalgaban sin que los inquietara la oscura tormenta que se
avecinaba en el cielo del anochecer.
-Se ha desatado ya
a dos días de aquí. No creo que haya peligro para la aldea, mientras no dure
demasiado.
-Llegará débil, si
lo hace. Sólo será una lluvia de tres días, a lo sumo.
Así hablaban. Tol
los escuchaba, pero ellos sólo notaron el movimiento afirmativo de su cabeza y
el sonido de un balbuceo. Lo conocían desde hacía mucho antes, cuando él era
uno más de ellos, aunque un poco mayor y más astuto en la caza, y con un pasado
del que no le gustaba hablar. Había
escuchado a sus hombres contarse historias mientras viajaban, historias de
luchas, guerras e injusticias, de las que su Tol había sido víctima y por las
cuales ahora exigía venganza. Él hacía un gesto hosco con la cabeza, un ademán
severo con los brazos o el grito rotundo de una orden para que se callaran. Los
había elegido entre los mejores del pueblo para entrenar a los demás e
incrementar el ejército, había vencido las críticas de la Asamblea durante largos
veranos de reuniones y pedidos.
Tol miró hacia
delante, donde una sombra manchaba el fondo blanco de la nieve iluminada por la
luz endeble del amanecer. Las nubes de la tormenta, aunque todavía lejos, se
desplazaban como deformes restos de un cielo que se agrietaba lentamente.
-Extraña tormenta,
miren allá-dijo uno.
En el norte, el
cielo se estaba moviendo, convulsionado, como destruyéndose a sí mismo. Pero no
caía, sólo una lluvia gris se batía sobre la tierra lejana. Algunas aves volaban
por encima de ellos, graznando con gritos angustiantes. Tol siguió el vuelo de
los pájaros, hasta que desaparecieron hacia el sur. Luego, volvió su atención a
la mancha en la nieve.
-Hay algo
adelante, creo que son trineos.
-Los animales sienten
algo-dijo otro de los hombres, acariciando a su caballo, que resoplaba y
agitaba la cabeza.
Tol ya lo sabía.
Su tarpán de pecho blanco y patas negras había estado inquieto desde mucho
antes. Ahora la sombra agrisada tomaba tonos precisos y diferentes, moviéndose
dentro de aquella indefinida masa en la niebla.
Entonces los
perros empezaron a ladrar.
-Tenían razón los
vigías. Son un pueblo organizado, y han mandado un grupo a explorar. ¿Pero por
qué se han detenido?
Tol no lograba comprenderlos.
Si se habían detenido desde la mitad de la noche anterior, ellos ya los habrían
alcanzado. Tal vez algo grave les hubiese ocurrido: hombres heridos, trineos
rotos, perros enfermos. Ninguna de estas causas le parecía suficiente para
detener a todo un grupo a la vez.
-Los perros y los
caballos tiemblan-dijo Tol, como si finalmente sus pensamientos hubiesen
llegado a una conclusión.- Estoy seguro que esos hombres, allá adelante, nos
tienen miedo.
-Mejor así.
Los hombres se
habían puesto a hablar en medio de las sombras con sólo el resplandor opaco de
la nieve contorneando las figuras de los jinetes y caballos.
-Unos mercaderes
contaron que la caravana reclutó gente de poblado en poblado durante los
últimos cuatro inviernos. Los guía un hombre al que acompañan las aves negras.
-Eso explica los
pájaros-dijo otro.
-Pero todo eso
son habladurías de viajeros y de mujeres-dijo Tol, que desdeñaba esas creencias
y supersticiones de sus hombres.- Es imposible que los buitres vengan de esas
regiones tan frías.
Y sin embargo, la
figura de un hombre caminando en la nieve, escoltado por pájaros que habrían
podido matarlo pero lo protegían, no le resultaba del todo extraña. Como si
alguna vez hubiese soñando con eso. Quizá fuese cuando pensó en el alma de su
padre ascendiendo y agitando las ramas del bosque aquel lejano día, parecida al
alma de un pájaro aliviado del peso de su cuerpo. No podía aún quitarse de las
manos ese recuerdo: había sido como cargar a un pájaro muerto.
El caballo se
encabritó. Él había tirado de las crines con demasiada fuerza mientras
recordaba. El sol se asomó sobre la estepa, dibujando alargadas figuras de
hombres y caballos. Vio entonces, muy cerca, los trineos esparcidos y quietos,
perros agazapados y hombres de pie, sosteniendo lanzas en alto. Casi hasta
creía ver las marcas de las venas como arañas crecidas en las caras frías, que
no parpadeaban, nítido el esfuerzo con que fruncían la frente para no temblar.
Tol levantó su
brazo en señal de paz, con la palma abierta.
-Cúbranme, pero no
ataquen-ordenó a sus hombres.
Tol comenzó a
cabalgar lentamente, hasta que los perros de los extraños le impidieron seguir.
Los animales se habían acercado y ladraban al tarpán. El caballo relinchaba,
meneaba la cabeza, agitaba las crines. Intentó corcovear varias veces, pero Tol
lo retuvo apretando los talones.
Los extraños lo
miraban, sin hablarle. Tol desmontó, como prueba de confianza, y dijo lo que
acostumbraba ante desconocidos.
-Vengo de la Aldea del Norte. Somos
hermanos de tierra y de paz.
El otro dejó
entonces la lanza en el trineo, mientras los demás, uno después del otro,
clavaban las suyas en la nieve. Tol caminó hacia ellos. Los alientos blancos se
mezclaron y fundieron en el aire de la mañana.
-Mi nombre es
Tarkus. Pertenezco a la gran caravana que viene del Norte-dijo con un acento
que Tol ya había escuchado en otros viajeros que habían llegado de aquellas
regiones.
-Hemos escuchado
de ustedes-contestó-pero nada sobre lo que buscan.
-Vamos al Sur, más
allá del Gran Mar.
La piel de Tol,
antes tan brillante por el reflejo del sol en la nieve, empalideció levemente.
Puso una mano sobre un hombro de Torkus, y éste retrocedió.
-No tengas miedo.
Mira a mis hombres. Están atentos a nosotros. Si alguno de nosotros dos muere,
no quedará estéril la venganza.
Luego Tol lo
invitó a sentarse al borde del trineo. El tarpán se acercó a su dueño,
despacio, mientras los perros ladraban.
Tol le palmeó la sancas para que regresara con sus hombres. Volvió a sentarse
junto a Tarkus.
-Yo soy de esas
tierras, y mi nombre es Tol.
Su voz era clara y
baja, como si estuviese hablándole al oído. Tarkus, que lo miraba con asombro,
le dijo:
-El padre de mi
líder tenía tu nombre.
Tol cerró los ojos
y aspiró profundo antes de preguntar, tapándose con una mano la mitad de su
cara, como si temiese que lo que iba a escuchar fuese más fuerte que una
esperanza, o menos que un puñado de nieve derretido con el sol. En ambos casos,
no sabía aún si toleraría la verdad.
-¿Y cómo se llama
él?
Tarkus no había
entendido.
-¿Cómo se
llama?-repitió, dejando que el otro viese sus ojos turbios entre sus dedos.
Sin embargo,
Torkus ahora desconfiaba.
-¿Por qué quieres saberlo?
-Tal vez lo
conozca…-Pero la sola idea de que fuese cierto lo que presentía lo abrumaba más
que todo aquel tiempo de incertidumbre durante el cual había imaginado toda
clase de posibilidades.-Yo tenía dos hijos, y se llamaban Zaid, el mayor, y
Sigur, el más pequeño.
Tarkus miró al
hombre frente a él como si estuviese viendo algo que nunca creyó podría existir
más que en relatos o historias. El padre del gran hombre del Norte, liberador
de tierras y cazador de osos. El protegido por las extrañas aves negras, cuya
misión había atemorizado a los pueblos por los que habían pasado durante esos
cuatro inviernos. Se arrodilló frente a Tol.
-¡Señor! Nunca
imaginé este privilegio, ser el primero en descubrir que el padre de nuestro
líder está vivo.
Había agarrado a
Tol de las manos, y las besaba.
-Hombre, no te
humilles-le pidió Tol.-Tu gente te está mirando.
-No me importa,
ellos también lo harán.-Y se levantó haciendo gestos para que los otros se
acercasen.
Tol creyó
necesario llamar a su gente.
-¡Desmonten y
dejen a los caballos lejos, los perros los asustarán!-gritó.
Tarkus se había
rodeado de varios hombres, a los que se iban uniendo otros de los últimos
trineos. Los perros no dejaban de ladrar, pero ya nadie les hizo caso.
-Hemos encontrado
al padre de nuestro Jefe-les dijo Tarkus, e iba a pasar un brazo sobre los
hombros de Tol, como si se tratase de un amigo recuperado, pero se dio cuenta
de su atrevimiento. Y mientras cada uno de sus hombres se acercaba a saludar
con una reverencia, murmuró a los oídos de Tol:
-Señor, desearía
ser el primero en anunciarle a su hijo estas noticias, pero me contentaré con
llevarlo a su presencia. Esto, mi Señor, lo hará recuperarse del todo.
Tol era ahora
quien lo miraba con desconfianza.
-Ha enfermado.
Creo que el mal del viento lo afectó hace algunos días, y ha estado
delirando.-Levantó las vista a las nubes de tormenta, que seguían calmas.-Tal
vez no quede nada de la caravana en estos momentos.
-No he esperado
tanto para verlo morir cuando estoy tan cerca de él. Vayamos rápido, y será
mejor que lo hayan cuidado como es debido.
No había planeado
ser severo con aquellos que lo reverenciaban, pero se sabía poseedor de un
nuevo respeto difícil de quebrantar, que lo encumbraba no sólo por encima del
común de los hombres de su aldea, sino también de aquellos extranjeros.
Y sobre todo, la
nueva imagen de su hijo lo enorgullecía. Las acciones de Sigur, fueran cuales
fuesen, lo habían elevado también a él.
El cielo seguía
cubierto por un manto de nubes que descendían como niebla sobre el valle.
Tarkus y los suyos precedieron a los hombres y caballos de Tol. Cuando vio el
pueblo, gritó:
-¡Se han salvado!
Cuando pasaron las
colinas escarpadas, vieron que la espiral de la caravana permanecía intacta.
Oyeron la música de flautas y tambores. La gente era pequeña como hormigas
moviéndose frenéticamente entre las empalizadas. Las fogatas eran puntos
brillantes en la luz pálida de la tarde, humeando con el blanco color que las
nubes ya habían perdido, y parecía subir para restaurar el cielo.
Los hombres de la
expedición saltaron de los trineos y se abrazaron. La gente de Tol los
observaba, con una mano sobre los lomos de los caballos y la otra cubriéndose
los ojos del reflejo lastimoso de la nieve. El corazón de Tol latía más rápido,
la garganta se le había anudado con algo que subía del pecho cuando intentaba
respirar.
¿Cómo será mi hijo? Un hombre, luego de
veinte inviernos. ¿Se parecerá a mí, seguirá teniendo el color de los ojos de
su madre?¿Me reconocerá?. ¿Me estimará a pesar de tanto tiempo? Si sólo era un
pequeño cuando nos separamos.¿Cuánto conservará en la memoria sobre mí?
Torkus
comenzó a reparar su trineo, y Tol se le acercó. Estaban casi en la
desembocadura del camino que llevaba a la colina de Sigur.
-Unas ancianas lo
han estado cuidando. No me he atrevido a contrariarlas. Es que su hijo posee
algo que lo sigue y lo protege tomando formas especiales, de aves o de mujeres.
A veces, al mirarlo con atención, su cuerpo no parece pertenecerle. Como si
estuviese ahí y al mismo tiempo uno viera un cuerpo del pasado.-Torkus movió la
cabeza, subestimando sus propias palabras.-No creas en todo lo que digo, son
pareceres sobre lo que no entiendo, pero usted, que es su padre, lo
comprenderá.
Tol prestó toda
la atención necesaria, pero sus pensamientos lo llevaban hacia la colina.
Si no lo reconozco al verlo, amigo mío, no conozco a mi hijo en realidad.
Él no me conoce, tampoco. Ya no somos aquellos que fuimos, esa es la verdad.
Nadie es el de hace veinte inviernos. Nadie es el de ayer. Temo que la
desilusión crezca en nosotros, nos aparte de nuestros caminos elegidos. El
conocimiento y la ignorancia. Dónde se halla el punto intermedio de la
felicidad. Lejos, más alto que el sitio más alto del cielo.
-Él lo ha esperado
siempre, no se preocupe-le dijo Tarkus.
-Se va a
desilusionar cuando me vea. Yo también sentí lo mismo al ver a mi padre viejo y
débil.
-Pero usted es
todavía fuerte.
Tol no respondió.
La vida en las tierras del Droinne con Zor y su familia se le apareció vívida y
clara, como si el sol del bosque volviese a rodearlo en este valle. Los
recuerdos volvieron a tener un sentido real, cuando el regreso al pasado estaba
ya tan cerca, en una colina a pocos pasos.
Pero lo que fui y lo que soy no se unirán en
la mente de mi hijo. El padre de la infancia es siempre más grande y voraz que
el padre de la madurez. Tengo vergüenza de mi incipiente vejez, tan próxima, de
mis arrugas y mis descreimientos. Soy más duro que antes con el mundo, y más
endeble para con mi hijo. ¡Dioses de la incertidumbre, que por lo menos eso sea
suficiente!
Más tarde,
continuaron camino en dos grupos. Uno bajó al valle. El resto, con Tol, Tarkus
y cinco hombres, subieron el lecho del río seco que los separaba de la colina
de Sigur. Pronto vieron la tienda de color negro, las hilachas del cuero
batiéndose con el viento, las plumas de las aves levantándose y cayendo otra
vez en pequeños remolinos. Dos guardias en la entrada reconocieron a Tarkus y
se acercaron. Él les ordenó encargarse de los caballos.
Las telas de la
entrada se separaron, las manos de una vieja aparecieron en los bordes, tan duras
y secas como el cuero que apartaban. La cara de la anciana miró con asombro a
Tol, pero guardó silencio. Estaba oscuro. Tarkus caminó casi a ciegas hacia el
camastro de Sigur. Tol se había quedado parado cerca de la entrada.
-¿Por qué buscas
en el lecho de un enfermo a quien está sano?-dijo una voz desde el fuego.
Tarkus miró las
débiles brazas de leños verdes. Sigur estaba parado junto a la fogata, con una
manta negra y amplia que le caía desde los hombros. La manta estaba abierta por
delante, y dejaba ver el vello rojo del pecho desnudo, y luego se cerraba hasta
caer sobre los tobillos. Sus cabellos habían crecido en esos días de
convalecencia, estaba largos y revueltos, mojados aún como si recién hubiese
salido de un baño. Las manos estaban unidas delante del pecho, y parecían
sostener algo que la sombra impedía ver.
-Bienvenido, amigo
Tarkus-dijo Sigur, y sus labios se movieron entre la barba colorada como el
fuego.
Tarkus se había
acercado, pero recordando al que venía con él, se limitó a hacer una
reverencia.
-¿Amigo mío, no te
alegras de verme bien?
-Sigur, alguien te
espera-contestó Tarkus, y señaló la entrada.
Tol seguía de pie,
conteniendo la respiración, aunque parecía sereno. Una ráfaga, y su casaca se
batió con el viento. Luego el viento rodeó también a Sigur, cuya manta se movió
un poco, entonces algo se agitó con violencia. Lo que sostenía en sus manos
aleteó y emitió un graznido.
-¿Quién
eres?-preguntó Sigur.
Tol se acercó. La
luz daba en su espalda, y no permitía ver las formas de su cara. Se fue
acercando. Estaba ya muy cerca cuando Sigur retrocedió con un temblor. Las
llamas iluminaron el rostro de Tol, la misma cara del padre que había visto
veinte inviernos antes por última vez.
No pudo hablar,
sólo un balbuceo creció sobre su llanto retenido. Entonces cayó a los pies de
Tol y abrió los brazos. El buitre herido y ya recuperado salió volando de la
tienda. El batir de las alas se perdió en la distancia, mientras las viejas lo
seguían con la mirada.
Tol se dio vuelta
un instante, y volvió a mirar a Sigur, que se había abrazado a sus piernas.
Unas lágrimas cayeron por su cara. Las piernas le temblaron, tomó la cabeza de
su hijo entre las manos, y lo hizo levantarse.
Sigur obedeció lentamente,
pegándose al cuerpo de su padre, como si fuese el niño de cuatro años que
acostumbraba a subirse a sus hombros.
Eran ahora de la
misma altura. Sigur lloró lo que no había llorado el día que se separaron. Tol
lo sostenía con sus manos sudadas y temblorosas, pero fuertes.
-Todavía tienes el
color del cabello de cuando eras un niño-dijo Tol, acercándose a los labios de
su hijo para besarlo. Después, se abrazaron por un largo rato.
Tarkus los
observaba, avergonzado, y salió. Echó una mirada hosca a las ancianas, pero
ellas no necesitaban eso para saber que estaban de más, y se fueron.
Padre e hijo se
sentaron junto al fuego alimentado por nuevos leños, mirándose mutuamente sin
decirse nada.
-Tienes un nieto,
padre-dijo Sigur, luego del silencio.-El ave que viste salir es un mensajero
para mi hijo, que está en el Norte.
Tol se había
habituado a la idea de ser un hombre solitario. Y de pronto, era padre y
abuelo, sin saber cómo cumplir esas tareas. Era abuelo como su padre lo había
sido, y ocupaba el mismo lugar que su padre había ocupado alguna vez en la
familia. Pero el honor de Zor había durado muy poco, y el suyo llegaba quizá
demasiado tarde para disfrutarlo.
-Mi hijo es la
esperanza, padre. Ya te contaré todo.
Afuera había
anochecido. Seguían oyéndose el retumbar de los tambores y los ladridos de los
perros que corrían y jugaban con los niños. Pero ellos dos se habían
acostumbrado a la penumbra de la tienda, y dejaron correr el tiempo como si
fuese una noche más larga que cualquier otra.
Sigur hizo traer
comida. Mientras les servían, ellos continuaban mirándose, a veces en silencio,
otras hablando.
-¿Me conoces,
hijo? Sé que apenas me recuerdas, soy otro ahora.
-Padre, te miro y
veo al hombre que me cargó en su espalda ese día, corriendo, rodeados de rocas
calientes, junto a mi madre.
-Debo preguntar,
aunque casi sé la respuesta…-murmuró Tol.
-La mataron. Los
hombres de Reynod la mataron….-Sigur miró el fuego que crecía.-Nunca lo dije en
voz alta hasta hoy. ¿Podrías creerlo? No sé si te esperaba para hacerlo, pero
sí que es el día correcto para sacarme esas palabras de encima. La mataron,
padre. Yo los vi. Y la he vuelto a ver más tarde, en espíritu, revelándome el
deshonor de nuestro pueblo.
-Me contaron que
viajas al sur-dijo Tol.- ¿Pero por qué? ¿Y esas aves extrañas que te siguen?
Sigur extendió su
brazo izquierdo para mostrarle el muñón. Tol se sobresaltó.
-No te preocupes.
Hace mucho tiempo que no duele. Mi mujer viene de sitios que no conozco, de la
estirpe de las hechiceras. Ella y mi madre me encomendaron la tarea de
recuperar las tierras del Droinne para el viejo pueblo que las habitaba, antes
de la invasión y la masacre. Sólo sé que ellos van a regresar, los antiguos
habitantes volverán de alguna forma.
Tol no comprendía
del todo, pero todo eso no se alejaba demasiado de sus propios objetivos.
-Hace tiempo que
preparo una expedición hacia allí. Iba a buscarlos a ustedes y a recuperar el
buen nombre de mi padre. Si es que tu hermano ha sobrevivido.
-No he vuelto a
verlo nunca, padre. Pero volveremos juntos. Tus barcos y mis hombres.
Se levantó, y le
pidió que saliera con él. La noche estaba estrellada. Las nubes se estaban
dispersando. Una brisa fría pero suave les rozó las caras acaloradas por las
llamas. Una espiral enorme de fogatas se extendía por el valle.
-Me quedan más de
setecientos hombres, sin contar a sus familias, listos para pelear, animales de
carga y provisiones. Tenemos armas y podemos construir más.
Tol se puso a
pensar. Era eso más de lo que había esperado siempre.
-Llevaremos
también a los caballos, y tus hombres aprenderán a montar. Barcos cargados con
nuestros tarpanes. Los entrenaremos en las llanuras del este cuando lleguemos.
Ellos nos darán ventaja sobre los hombres de Reynod. Deben tener todavía armas
viejas. Cuando volvamos a la
Aldea del Norte, te mostraré los instrumentos que inventé.
Tol no pudo evitar
reírse con fuerza al verse junto a su hijo recuperado, frente a aquella
cantidad de hombres y animales que pronto formarían sus legiones. Pasó un brazo
sobre los hombros de Sigur, mirando el caracol de fuego formado bajo las
estrellas.
Un silbido plácido
anunciaba el viento, que pasaba muy por encima de sus cabezas.
El aullido de unos
perros, de tanto en tanto.
El grito de un
hombre obligando a su mujer a bailar al ritmo de una flauta.
*
Mientras la gente de Sigur se quedaba en las afueras, Tol y
su hijo y los principales hombres de ambos grupos entraron a la Aldea del Norte. Habían
pasado cinco días desde que postergaran la salida de los barcos, pero Tol
tendría que hacer muchos cambios.
-Iré a pedir
audiencia con la
Asamblea-dijo a Sigur, que miraba el pueblo con curiosidad.
-Estuve aquí
cuando era un niño, vine a cambiar pieles por alimentos. Ahora el pueblo es más
grande, o por lo menos así me parece.
-No te equivocas,
hijo. Cuando llegué, era la mitad de extenso. No es todo mérito mío, pero
cuando me hicieron jefe de su ejército, emprendimos expediciones y los impulsé
a ser más fuertes con los otros pueblos.
-Era una aldea
pacífica en ese entonces-dijo Sigur, observando las peleas en la calle y en los
puestos de los pescadores, a los hombres ebrios que caminaban perdidos por el
muelle. Algunas mujeres clamaban sus mercancías con desgano, cerca de las
construcciones que se habían multiplicado desde el puerto hasta mucho más allá
de los límites originales de la aldea. Las carretas iban por las calles de
barro apisonado, arrastradas por caballos que habían reemplazado a los alces
que utilizaban hasta poco tiempo antes.
Sigur cabalgaba en
un tarpán, que montaba por primera vez en su vida. Apenas lo espoleaba, para no
lastimarlo.
-Bellos
animales-dijo su padre.-Hemos traído algunos de la estepa, y los dejamos en la
llanura de la costa para procrearse. Te llevaré a verlos mañana, cuando hayas
descansado. Iremos en busca de muchos más para tus hombres.
-Necesitaremos
tiempo, padre. Entrenamiento…
-No te preocupes,
mis guerreros les enseñarán.
El crepúsculo
cubría de rojo las techumbres de paja y madera. Los grandes hornos de ladrillos
de barro humeaban en oscuras columnas que se perdían en la masa incierta de la
penumbra creciente. El bullicio del pueblo decrecía en las calles de los
comercios, pero aumentaba en la periferia, con las carretas y caballos, con los
grupos de hombres, mujeres y niños que regresaban a sus hogares. Los perros
ladraban, correteando entre la gente o bajo las carretas. A través de las
ventanas se veían las fogatas recién encendidas y se percibían los olores de la
carne asada, mezclándose con el sudor y el polvo de las calles. Cerca del
muelle, una enorme construcción, parecida a una gran caja de madera cuadrada
con sólo una abertura al frente y otra al mar, dejaba salir el ruido constante
de las mazas.
-Ése es el
astillero. Trabajé allí durante algunos inviernos, y en los veranos como
pescador.
Sigur se veía
cansado. Tarkus avanzó con su caballo hasta él.
-Señor, debemos
descansar.
-Tiene razón-dijo
Tol.-Sigur irá a mi cabaña, ustedes dejen los caballos en el establo del
pueblo. Mi gente les dará camastros y mantas.
Sigur les dio
permiso a sus hombres, y ambos se quedaron solos. Cabalgaron un poco más hasta la
cabaña de madera, ladrillos de barro y techo cubierto de ramas de pino. Las
ventanas estaban cerradas. La hierba crecía espesa alrededor, a pesar de la
nieve. Unos niños se habían reunido junto a una fogata. Al ver a Tol, arrojaron
nieve al fuego y huyeron corriendo.
-Entra y ve a
dormir- dijo Tol mientras desmontaban.-Guardaré los animales y te calentaré
agua.
Sigur obedeció. La
puerta estaba rota La oscuridad del interior parecía más vasta que el tamaño de
la cabaña, tanto que no alcanzaba a ver donde pisaba. Sintió el polvo bajo los
pies, el ruido de unas ratas, el olor a comida rancia. Vio la opaca línea de
una ventana y fue a abrirla. Entonces la luz escasa del atardecer entró para
alumbrar la estancia amplia y sucia.
Las brazas frías
de la chimenea parecían haber sido apagadas mucho antes. A los lados, sobre
unos estantes había bolsas de granos. De las paredes colgaban arcos, flechas,
azadones y mazas. Un tonel estaba cubierto con una tela. En el centro, una mesa
grande y dos bancos, llenos de polvo y telarañas.
Una escalera
llevaba a un piso donde estaba el camastro. Subió, palpando con cuidado los
escalones que sabía iban a romperse si se apoyaba muy fuerte. Por las rendijas
del techado caían pajillas de nidos de pájaros y astillas de madera, había
telarañas con pequeños huevos de insectos, que la luz del crepúsculo daba el
aspecto de collares de cuentas.
Sigur se acostó
envuelto en pieles de alce de pelo corto. Ni siquiera alcanzó a pensar en el
hogar de sus padres que esa calidez le recordaba. Cerró los ojos y durmió.
En la mañana, Tol
se había levantado antes del amanecer y salido a caminar. Cuando regresó, Sigur
aún dormía. Se asomó por la escalera y lo miró respirar tranquilo, todavía
vestido, mientras el sol atravesando las rendijas lo cubría de líneas blancas.
No se atrevió a despertarlo, y se quedó pensando cómo hubiese sido verlo
crecer.
Luego cargó cubos
de agua desde el fuego hasta el tonel. Había preparado dos tazones con leche y
dos trozos de carne de cerdo.
Sigur debió sentir
el olor, porque bajó y saludó a su padre.
-El sol trabaja
todos los días y no se retrasa al levantarse-dijo Tol, con una sonrisa.
-Pero el sol nunca ha estado enfermo, padre.
-Tienes agua para
el baño. Haré que traigan tus cosas.
Sigur se sacó la
túnica que llevaba desde que había estado convaleciente y las sandalias de
cuero, y se metió en el agua. Suspiró profundo. Su cuerpo se relajaba. Tol miró
las espaldas anchas y fuertes de su hijo, y el muñón de la mano izquierda.
-Me habría gustado
cuidarte esa mano-le dijo mientras le daba el tazón con leche.
-Ya te dije que no
me duele.
-¿Cómo
pasó?-preguntó, porque Tarkus no había querido contarle.
-Lo hice yo mismo,
padre, para sobrevivir.
Pero no quiso hablar más de eso. Tol se
quedó sentado junto a él. Su hijo bebía, paseando la mirada perdida por las
paredes de la cabaña.
-Una vez tuve un
ayudante. Era un niño todavía. A veces, me recordaba a ustedes. Después creció
y se fue. Nos sentimos como extraños cuando esto pasó. Lo había criado, pero al
crecer se convirtió en un hombre como cualquier otro, y yo había dejado de ser
a sus ojos lo que él había visto cuando era un niño.
-¿Qué ves en
mí?-preguntó Sigur, que lo miraba con los codos sobre el borde del tonel y el
tazón en su mano derecha.
-No sé. Veo un
hombre diferente a mi hijo, que sin embargo, sigue siendo mi hijo.
-No quiero que
seamos extraños, padre. Nuestro trabajo no permitirá la desunión.
Tol decidió deshacerse
de pensamientos perturbadores. Se levantó para servirse un trozo de carne, y
trajo un poco para Sigur.
-Esta mañana pedí
audiencia. Debemos presentarnos en dos días. Mientras tanto, iremos a buscar
caballos. Termina de comer y vestirte.
Se levantó y fue hasta la entrada. Un grupo
se acercaba.
-Aquí llega Tarkus
y otros hombres. Dos mujeres te traen ropa y flores.- Se volvió hacia Sigur,
sonriendo otra vez.-Te adoran, hijo mío, y eso me enorgullece.
La mañana era tan
clara que enceguecía. Terminaba el invierno, y la calidez se asentaba
lentamente en la estepa. Los hierbajos se abrían paso entre el hielo derretido
en pequeños charcos que formaban arroyos, como hilos de redes sobre la llanura.
La aldea amontonaba sus desperdicios en los alrededores, y se había levantado
un olor a excrecencias removidas por el deshielo. Tol iría a la aldea esa
mañana.
-Volveré a
buscarte.
Tarkus se quedó a
dar informes a Sigur, que lo escuchaba mientras las mujeres lo vestían,
colocándole bálsamos y especias sobre el cuerpo. Arreglaron su cabello, lavaron
sus pies con aceites, y le pusieron collares.
-Cuiden la casa de
mi padre-les ordenó cuando Tol volvió a buscarlo.
Ellas los vieron
cabalgar hacia la región de los tarpanes.
Al salir de la aldea, los senderos de tierra
apelmazada se fueron haciendo pedregosos. El cielo del este era rosado y gris
como plumas de gansos.
-Llegaremos esta
noche-dijo Tol.
Sigur miraba la
planicie bajo esos colores. Casi no podía recordar otra tierra que la del
blanco de la nieve. El trotar de los caballos lo adormecía. Cabalgó junto a su
padre toda la mañana, pero la conversación fue cayendo en un silencio
interrumpido sólo por las risas de los que hablaban detrás. Tol estaba pensativo,
y tenía la mirada perdida en el horizonte. Sigur refrenó su caballo y se unió
a los hombres de su padre, que callaron
al verlo acercarse. Él los acompañó sin hablar. Parecían incómodos, pero Sigur
no demostró esperar ningún trato especial. Siguieron en silencio un largo rato,
hasta que al darse cuenta que no se atrevían a hablar primero, les preguntó:
-¿Hace cuánto
tiempo están al servicio de mi padre?
-Diez inviernos,
Señor. Fueron batallas en el extranjero, pero nada que un buen grupo no haya hecho
con facilidad. Es un gran líder, podría gobernar al pueblo completo si
quisiera.
-¿En dónde han
estado?
-En el este, donde
están los hielos. Luego fuimos desde ahí hasta el sur. Hay bosques de tundra y
animales extraños. Una vez, los salvajes nos atacaron de sorpresa, entre dos
muros de piedra. Era una noche fría y nos refugiamos allí del viento. Pero Tol
logró organizarnos después del primer ataque, y los vencimos.
El hombre había
comenzado a buscar algo bajo su casaca. Sacó un amuleto.
-Esto perteneció a
uno de esos hombres. Su padre Tol me la entregó por mi valentía.
Sigur quiso ver de
qué se trataba, y el otro extendió su brazo para mostrarle el amuleto. Con la
luz dorada de la tarde vio un dedo seco, casi negro, con vello en el dorso.
Cerró los ojos, pero el otro no se dio cuenta de la expresión en su cara. Luego
abrió los párpados otra vez. Fue un dolor intenso y rápido, nada más. Sólo el
dolor que se repite de vez en cuando con el recuerdo. Pero algo quedó: un
esbozo de ira.
Los hombres son distintos. Y algunos, quizá, deben morir en beneficio de
los otros. Pero los cuerpos son iguales, ninguna mano es mejor que otra, ni más
o menos digna de una caricia o de un beso. La mano de aquel salvaje es también
mi mano.
-¡Espera!-dijo
enojado.
Ellos lo miraron,
preguntándose en qué pudieron haber ofendido al hijo de su jefe.
Sigur desprendió
la tela del muñón y lo extendió.
-¡Mira y
pregúntame si duele!
El otro no
contestó, pero en su cara se veía el esfuerzo por contener un insulto. El temor
al castigo de Tol era mayor, sin embargo, que el desafío que el hijo les estaba
haciendo. Los de adelante se detuvieron al oír la discusión. Tol dio la vuelta
mientras Sigur comenzaba a envolver su brazo.
-Creí que lo
sabían, padre. Que lo que se ha dicho sobre mí, había llegado hasta ellos. Pero
ni siquiera mi padre me conoce, y debo soportar la ofensa de tus hombres.
-¡¿En qué te han
ofendido, hijo, y los mataré?!
Tol miró a los
demás, que bajaron la vista.
-Hablo de los
amuletos que les das en recompensa. Pedazos de hombres. Fragmentos que podrían
ser de tus hijos.-Y levantó el brazo izquierdo a medio cubrir aún, para
recordarle de qué estaba hablando. Luego se acercó un poco, y murmuró a su oído.
-Hoy nadie me ha
ofendido más que mi propio padre.
Se fue cabalgando,
adelantándose a todos. Sus hombres lo siguieron, esperando apenas un gesto para
atacar a la gente de Tol, pero él no dijo nada.
-¡Vuelvan a su
formación!-ordenó Tol- ¡Y usted...- le dijo al que había hablado con
Sigur-...regresará al pueblo con un guardia! ¡Ya no pertenece a mi ejército!
Estaba oscuro
cuando se detuvieron. Nadie habló mientras comieron. Tres fogatas iluminaban el
mudo masticar de los guerreros y las caras preocupadas.
Tol y Sigur no
habían vuelto a mirarse en todo el resto del día y de esa noche. Se acostaron
luego de alimentar y cepillar a los caballos.
Antes de que
amaneciera, Sigur estaba de pie junto a su tarpán, cepillándolo. Tol sintió
frío, se había acostado casi denudo por el calor del viaje, y tenía temblores
recorriéndole el cuerpo. Se cubrió con las mantas y se frotó durante un rato,
luego se levantó y fue en busca del agua que se calentaba en la fogata. Uno de
sus hombres lo ayudó a colocarse la túnica de cuero de buey que las mujeres le
habían hecho al ser nombrado jefe. El pelaje era grueso pero se amoldaba al
cuerpo con comodidad. Un gorro le cubría la cabeza y parte de la cara, cerrado
bajo el mentón. Se calzó las botas, y fue hasta donde estaba su hijo.
Sigur se había
sentado en la nieve con el cabello mojado y los codos apoyados en las rodillas,
masticando un fragmento de grasa de venado.
-Hay leche en las
alforjas-dijo Tol.
Su hijo lo miró,
sin moverse, sin saludarlo. Amanecía, y el sol se levantaba detrás de la figura
rígida, desolada, de Sigur. Manchas doradas y agujeros de sol naranja se
habrían paso entre los rizos, que lentamente parecían desperezarse al moverse
con la brisa de la mañana.
-Debemos partir,
Señor-dijo un ayudante trayendo el caballo.
Tol asintió.
-Vamos, hijo.
Sigur arrojó los
restos de la comida al suelo. Con prolijidad y parsimonia, como quien hace un
trabajo por primera vez y deseo hacerlo bien, preparó la montura y subió. El
caballo dio un respingo.
-No te conviene
ese animal, hijo. Es peligroso y desobediente.
-No me des
consejos, padre.-Y partió al trote hacia los veinte jinetes que los esperaban
en la desembocadura del siguiente valle, donde estaban los caballos salvajes.
Una polvareda en
la planicie ocultaba todo lo que no fuese el cielo. Sólo se veían algunas aves
y la masa del polvo girando en el aire. Los hombres se detuvieron, pero los
caballos intentaron correr hacia aquella polvareda.
-Unos por
aquí-indicó Tol hacia la izquierda, después se dirigió a los de su
derecha.-Ustedes avancen un poco más por
el otro flanco. Debemos atrapar tantos como se posible hoy.
Pensaba en la Asamblea. Tenía
que regresar al pueblo antes que el recuerdo de su última presentación se
enfriara en la memoria de los ancianos. Debía convencerlos de emprender una
guerra en la que ellos no veían objetivo, y que para él comenzaba a tener cada
vez más sentido. Su mujer estaba muerta y uno de sus hijos quizá también, pero
la reivindicación de la memoria de su padre, y la ira que aún conservaba en sus
manos-la cara de Zor en sus palmas como una quemadura que nunca desparecía-
eran el impulso que lo llevaba a sentir el ímpetu de la fuerza y de la batalla
aunados en una misma confusión de fuerzas contrapuestas, la muerte y la sangre
en sueños diurnos, como si estuviese viendo allí el cielo rojo del norte, tan
parecido al cabello de su hijo.
Veinte jinetes
cabalgaron en formación, luego avanzó el siguiente grupo. Tol y Sigur se
quedaron a esperar la reacción de los tarpanes. La polvareda se hizo más
espesa, y el sonido de los cascos se apagó en la nieve. El caballo de Sigur se
encabritó y se levantó en sus patas traseras. Trató de retenerlo de las
riendas, pero el animal comenzó a correr hacia los otros. Tol los vio perderse
en la nube de polvo, de la que continuamente brotaban caballos intentando huir
de los lazos.
-¡Aquí, ya lo
tengo!-gritaban las voces.
Relinchos y voces
roncas, golpes de látigos y cascos al trote.. Tol penetró en la nube y alcanzó
a ver a su hijo controlando con dificultad a su caballo. Se agarraba de las
crines como si el animal fuese el manto extenso de la tierra a conquistar.
-¡Hijo!
Pero Sigur no lo
escuchaba. Se había sujetado con una rienda a la cintura y con la mano sana
preparaba el lazo. El caballo seguía corcoveando, pero él lo retenía golpeando
sus pantorrillas en los flancos.
Los tarpanes
corrían alrededor de los hombres. Los latigazos silbaban como un viento devastando
la calma paz del mediodía que había existido hasta que ellos llegaron. Cuando
atrapaban alguno, envolvían la cabeza con telas, y los animales se
tranquilizaban y se dejaban llevar.
Entonces apareció,
con un brillo diferente, una flor bruta en medio de la nieve, el más bello
tarpán que cualquier otro que Tol hubiese visto alguna vez. El polvo de nieve
le caía sobre el lomo completamente rojo, sin vetas ni cambios de tonos en todo
el pelaje. Era más semejante al fuego que a una flor salvaje, más semejante al
sol del poniente que al conjunto de esas flores del campo en el verano.
Brillaba resplandeciente, no reflejando la luz, sino resaltando frente a ella
su figura esbelta, de cuello ancho y largas crines. Las gotas de sudor le daban
reflejos púrpuras sobre la espesa línea de pelaje rizado y largo que nacía bajo
el hocico y continuaba por el cuello, el pecho y el vientre. La cola era más
amplia que la de cualquier otro tarpán, y al moverse parecía desplegarse como
alas.
Sigur no lo había
visto aún, y se esmeraba en atrapar a otro. Tol miró a sus hombres, y ellos
asintieron.
-¡Es suyo, Señor!
-¡Atrápelo!
Sabía que poseer
ese caballo lo honraría. Un signo más de su fuerza en contraste con la pálida
sabiduría de los miembros de la Asamblea. Con ese trofeo, con el hijo recuperado
y la leyenda que éste había traído consigo, nada podrían negarle. Ya lograba
verse en viaje por mar hacia las tierras del Droinne. Pero escuchó la voz de
Sigur espoleando a su caballo, y un tono distinto se había filtrado en esa voz.
Casi era la voz de
un niño.
La nieve se
levantaba y caía, incesante, como ceniza.
La nieve es ceniza, la ceniza es nieve de
fuego.
Fue como
verlo de vuelta veinte inviernos antes: corriendo de la mano de Sila, con la
espalda herida. El pequeño Sigur perdido en la ceniza del volcán.
Y supo que ya no
había distancia, que el tiempo no era un obstáculo suficiente para borrar no
sólo el sufrimiento de las pérdidas, sino también el poder que lo ligaba a las
armas, incluso la gloria obtenida a expensas del pueblo que lo había salvado.
-Nunca te di nada, hijo-murmuró, o pensó.
Lo cierto era que nadie podía haberlo escuchado. Y cuando sus hombres esperaban
que corriese hacia el caballo rojo, se quedó quieto. Simplemente señaló hacia
allí, porque Sigur lo estaba mirando en este momento, y éste entendió. Su hijo
se perdió de nuevo entre las sombras blancas, las siluetas de los tarpanes que
galopaban desbocados, huyendo de los hombres. No pudo verlo más por un largo
rato, y se quedó esperando, simulando controlar a los suyos.
Sigur volvió a
aparecer. Ahora corría a poca distancia del caballo rojo. Montaba con holgura,
algo inclinado sobre el lomo, atado el brazo sin mano al cuello de su tarpán, y
con la otra el látigo en alto. Espoleaba al animal y hacía girar el lazo en
espiral. El látigo levantaba un torbellino, y la figura de Sigur se alzaba en
el medio, surgiendo indemne. Más alto que los otros hombres, como el centro de
una tormenta. Y el caballo rojo corría delante, con las largas crines
moviéndose con el viento, desplazándose como pastizales en la primavera.
Entonces Tol vio,
cuando el animal pasó apenas a un brazo de distancia de él, que el animal
lloraba. Había surcos de pelo apelmazado bajo los ojos, más oscuros que el
resto, sin el brillo del sudor.
Pero los caballos no lloran, está cansado, y
los ojos irritados por el polvo.
No podía dejar de observarlo mientras daba
vueltas en el círculo al que su hijo lo había obligado a entrar. Sigur levantó
el látigo, pero el caballo rojo tenía la cabeza inclinada. El lazo le golpeaba
el cuello y lo hería, pero sin atraparlo. Sigur hizo intento tras intento.
Finalmente el látigo se enlazó al cuello, y Sigur tiró, resistiendo la fuerza
del animal que lo arrastraba. El caballo se detuvo, comenzó a dar vueltas
alrededor de Sigur. Seguió resistiéndose, encabritándose de tanto en tanto,
pero su fuerza se había apaciguado.
Todos los hombres
se detuvieron a mirar. Sigur observaa los movimientos del caballo sin soltarlo,
dando también vueltas con el brazo por encima de su cabeza, vigilando cada
resoplido, las gotas de sudor y la mucosidad en las fauces del animal. El
tarpán ya no corría, sino que trotaba rápido y sin tropiezos a pesar del
cansancio, siempre con la cabeza erguida.
Sigur aflojó el
látigo, hasta que el tarpán siguió el trote que él marcaba. El lazo no lo
lastimaba ahora, pero de la marca en el cuello salía sangre. Después lo liberó,
y el caballo dejó de trotar. Continuó
relinchando y coceando nervioso, parado en medio de la nieve como una rosada
fogata hecha de leños verdes.
-¡Quieto,
quieto!-decía Sigur al palmearle el lomo. Sin desmontar, dejando que ambos
animales se rozaran para olerse, acarició las crines, el cuello y la cabeza. El
tarpán se dejó tocar. De vez en cuando se apartaba un poco, pero luego volvía a
someterse.
-¡Preparen a los
animales!-ordenó Tol a su gente.
Cada caballo
atrapado tenía ya su lazo al cuello, y
los hombres los iban uniendo uno a otro. Si alguno quería escapar, la soga se
tensaría en el cuello de los demás. Tol cabalgó hasta donde estaba su hijo.
Sigur seguía agitado, con la ropa y el pelo mojados de transpiración y cubierto
de polvo.
-Te lo has
ganado-le dijo apoyando una mano en el hombro de Sigur, pero su hijo lo miró
con frialdad.
-No vas a
congraciarte conmigo ofreciéndome regalos-contestó.
Tol apartó su
mano. Ladeó la cabeza con desaprobación.
-Creía que habías
crecido, pero eres un niño todavía.
Iba a darle la
espalda cuando Sigur le habló.
-Me habría
gustado, padre, que no nos hubieses abandonado.
-¿Qué edad tenías?
Ocho o nueve inviernos, me parece. Tal vez me equivoqué al juzgarte. Tal vez no
recuerdas exactamente lo que pasó.
-Sí recuerdo.
-¡No sabes nada!
Tol estaba
enojado, y la mirada de Sigur no lo ayudaba a calmarse. -Tuve que quedarme con
tu abuelo, estaba herido y no podía dejarlo solo.
-Me acuerdo de mi
madre, que te llamaba y gritaba: ¡los niños!,
y te quedaste atrás. Siento todavía la mano de ella apretándome la mano
izquierda.
Tol miró el muñón
de su hijo, el dolor era sincero en la cara de Sigur. Suspiró con un quejido.
Cómo vencer este enorme río que nos separa. Apenas te veo en la otra
orilla, apenas te reconozco. Y ni siquiera me estás escuchando.
-Era mi
padre, y él no tenía a nadie más-dijo Tol.
-Pero en todo este
tiempo he pensado que podríamos habernos quedado juntos, nosotros y el abuelo.
-Imposible. Había
que escapar de la montaña y él no podía correr. Debíamos separarnos o morir
juntos, y no era una decisión fácil para mí. Si pudieras preguntarle a tu
madre, te diría lo mismo.
Sigur se irguió en
su montura, siempre con la mano sana sujetando el lazo que lo unía al caballo
rojo.
-Pero no puedo- contestó a su padre.
Ese era un
reproche más severo que todo lo que había escuchado antes de su hijo.
-¿Me estás
culpando de la muerte de tu madre?
-¡Nos abandonaste!
Las manos de Tol
temblaban.
-¡Maldito sea el
día que naciste para reprochar a tu padre! No me hagas decir lo que no me
atreví a contarle a nadie todavía.
Nos abandonaste.
Pero no era
su hijo el que repetía eso, sino la voz de las auroras boreales, de las olas en
los acantilados de la Aldea
de Norte, del viento nocturno que golpeaba las rocas trayendo el sonido de su
familia a través del mar.
Saltó de la
montura, se abalanzó sobre su hijo y cayeron al suelo. Los caballos huyeron y
se detuvieron perdidos tras el polvo de nieve ocultando a los hombres que
regresaban al pueblo. Tol había caído sobre el cuerpo de Sigur, pero éste no
intentaba defenderse.
-No me hagas
decirlo…-murmuró Tol. Su voz era ronca, casi ininteligible por el llanto
contenido, el entrecejo arrugado, las manos temblando. Se contuvo, mientras su
voz se convertía en un agrio sonido de resentimiento y pena. Sus puños no se
desprendieron de la casaca de Sigur. Estaban tan cerca, que podía sentir el
sudor, palpar con su cara la barba de su hijo, y era como estar mirándose a sí
mismo.
-¡Lo maté! Lo
sacrifiqué para que no lo mataran ellos. Lo culpaban por el estallido de la
montaña…-Su voz se rompió por un instante.-Los cazadores del brujo iban a
quemarlo vivo.
Hundió la cara en
el cuello de su hijo, y aflojó la fuerza de sus puños. Gemía con pequeños
gritos contenidos. Sigur seguía sin mirarlo, observando el cielo del
crepúsculo. A lo lejos, la manada se alejaba con los hombres envuelta en una
nube de polvo de nieve.
-Te
necesitaba-dijo Sigur.-Tuve tanto miedo.
Entonces pasó un
brazo por la espalda de Tol, acostado junto él, parte del cuerpo sobre el suyo
y la cabeza contra su cuello. Sentía su temblor, olía el mismo viejo aroma de
cuando su padre lo alzaba en hombros, y entonces lo abrazó. Primero despacio.
Después, al ver que la ancha espalda había perdido la fuerza de su juventud,
cerró un poco más los brazos.
Se miró la mano
sana, luego la izquierda, la que no existía y sin embargo aún podía sentir. Y
con el muñón acarició la cabeza entrecana y los cabellos largos de su padre.
*
Al comenzar la
primera jornada de la
Asamblea , ya no se aceptaban pedidos, sin embargo siempre
había quien lo intentaba, tratando de escabullirse entre los grupos de
expositores que esperaban en la entrada. Durante todo el día se producían
desórdenes y peleas entre los guardias y los que deseaban entrar sin permiso.
Algunos traían a sus hijos para que se mezclasen en el gentío, provocasen
tumultos y distrajeran a los guardianes. Luego, como si el deshielo y los
primeros cálidos vapores entre los que aparecía el verde oscuro del musgo bajo
la escarcha los estuviese llamando, muchos desechaban pasar todo el día dentro
de la calurosa estancia, siempre alimentada por la gran fogata que iluminaba
los techos altos y las paredes de barro y troncos.
A partir de la
sexta jornada, sólo se permitía la entrada de las autoridades del pueblo, de
las familias más antiguas, de los comerciantes y expedicionarios. Entonces, los
mercaderes y sus mujeres desfilaban por la entrada, vestidos con pieles de alce
y collares brillantes traídos de las regiones al oriente del Gran Mar. Los
hombres, fuesen expedicionarios o comerciantes, pasaban con las cabezas
erguidas, sin dignarse a mirar a los que los seguían con los ojos. Llevaban
casacas sobre túnicas tejidas con crines y colas de buey. Los gorros marcaban
su jerarquía, hechos con piel zorros colorados, o de alces blancos, que sólo se
encontraban en las montañas del oeste. Algunos eran de plumas coloridas,
vistosos pero sin la apariencia noble de los otros.
El décimo día, en
el que todo el pueblo tenía permiso para participar, era el turno de las
fuerzas de defensa. Tol había logrado obtener aquella jornada especial durante
las últimos cinco temporadas, y era un evento que lo había elevado por encima
de toda consideración ordinaria que se otorgaba a los demás funcionarios de la
aldea. Reconocieron las mejoras que él había propuesto, el entrenamiento de los
hombres reclutados, el buen ánimo que éstos demostraban ante su jefe, las armas
inventadas por Tol. Los barcos habían aumentado en número, construidos aún
durante las largas noches del verano. Los viajes eran también más frecuentes, y
ya no se esperaba a que regresaran los que habían partido para enviar nuevas
expediciones a otros lugares. Él había dicho a sus hombres que no embarcaran
extranjeros, que no trajeran mujeres ni niños. Pero a veces desobedecían, y Tol
los expulsaba de sus fuerzas.
La mañana del
último día de reunión, la mayoría del pueblo pensaba en los festejos de la
noche. Una ocasión en que las autoridades de la aldea se encargaban de los
preparativos, porque esa noche el pueblo sería el objeto de los agasajos.
Muchos se agolparon desde la tarde para aguardar la salida de Tol, que como
cada temporada, iba a presentar sus proyectos. Pero esta vez se corrió la voz
de que él había hallado a uno de sus hijos perdidos, del que habían oído hablar
a los mensajeros que llegaban del norte. Esa reunión de grandes hombres, que
eran además padre e hijo, los excitaba con ideas de esplendor, de familias que
estaban más allá de los dolores y pesares cotidianos.
Tol y Sigur
llegaron en sus caballos, animados por los gritos de la gente que les abría
paso y les arrojaba ramas de especias. Los guardias intentaron mantener el
orden, pero les fue imposible calmar a quienes rodeaban al jefe de expediciones
y a su hijo.
La gran fogata
iluminaba las tribunas, donde los jueces y sus ayudantes miraban la entrada de
los expositores. Sentados a diferentes distancias, para no hablarse entre sí ni
influir en el juicio de los otros, escuchaban las propuestas y votaban. Los
ayudantes entonces cantaban los votos a favor o en contra, y un tronar de
tambores cerraba la presentación.
Tol hizo entrar a
tres de sus hombres con pesados rollos en sus brazos. Hicieron reverencias,
girando hacia los cuatro puntos del círculo de tribunas. Luego, se quedaron
parados. Tol subió al entarimado central. Sigur dio un paso atrás.
-Honorables
jueces. Tengo hoy la alegría, antes de empezar mi exposición, de presentar a
ustedes a uno de mis hijos, al que he recuperado luego de mucho tiempo.
Sigur hizo una
reverencia hacia las encorvadas figuras de los ancianos, ocultos por la sombra,
que más allá de la luz del fuego, caía desde los techos. Encima, la plataforma
donde había peleado Tol mucho tiempo antes, parecía mecerse sobre las cabezas
de todos.
-Él tiene una
misión, Señores, y es regresar a las tierras de las que fuimos expulsados los
hombres de mi pueblo original. Como su padre, me he visto en el extraño
sinsabor de decidir entre mi deber con ustedes y mi deber con mi hijo. Pero
llegué al dichoso hallazgo de ver que ambos podían conciliarse, para ser una
potencia mayor y más eficaz.
Hizo un ademán con
la mano derecha, y sus hombres caminaron hacia las escaleras de las gradas.
Desplegaron los rollos y los entregaron a los ayudantes. Los jueces miraron con
paciente resignación aquellos esquemas, que ya habían visto antes.
-Me he atrevido
a traer estos mapas modificados por
nuevos planes. Nuestra expedición no se limitará a la costa Sur para avanzar
hacia el oeste. Cambiaremos la dirección hacia el delta del río Droinne, hasta
más allá de los Montes Perdidos.
Los jueces
estudiaron los cambios en silencio. Sus calvas relucían cuando bajaban las
cabezas y las llamas penetraban la penumbra de las gradas. Las manos delgadas y
pecosas destellaban aún en la sombra en la que apenas se movían. Tol dejó que
el silencio fuese el tranquilo guía de los viejos a través de aquellas tierras
que jamás visitarían.
-¿Con qué objeto?-
preguntó uno de ellos.
-La anexión de
tierras, Señor. Los usurpadores tomaron las amplias regiones, dominaron a mi
pueblo y lo expulsaron durante más de doscientos inviernos. Él último de ellos
ha estado en el poder por casi cuarenta inviernos, y ha degradado lo que queda
de mi pueblo con ritos de sangre y sacrificios, los ha sublimado con el miedo a
dioses de venganza que él dice escuchar. Los ha mantenido en la ignorancia y
alejado de todo contacto con el resto de los pueblos. Tendremos nuevas tierras
bajo nuestro dominio, y llevaremos los beneficios de esta cultura que ustedes,
hombres sabios del Norte, han aportado a la sabiduría del mundo.
El viejo que había
hablado se puso de pie, y el rollo cayó de sus rodillas con un sonido quebrado.
-Desde hace mucho
nos has traído planes y proyectos que hemos aprobado con reticencias. Tus
viajes, las nuevas modalidades del ejército, las naves, las armas, han creado
una imperdonable postergación en otras necesidades. Los pueblos con que hemos
comerciado ya no nos visitan, porque te temen. Los habitantes de la periferia
entran a la aldea y la saquean por las noches porque ya no les conviene nuestro
comercio. Los terrenos del astillero se expanden, los talleres de instrumentos de guerra
proliferan por todas partes, y no dejas que los mercaderes participen. Has
convertido a nuestra aldea en un pueblo de guerreros, y la inconformidad crece.
Los otros
asintieron con un movimiento de cabezas. Otro de los jueces tomó la palabra.
-Tu ejército ha
provocado desmanes y herido a nuestros propios hombres, mientras ibas a
atrapar tarpanes con tu hijo. Están
enojados porque creen que los has traicionado.
Tol iba a hablar,
pero el juez levantó una mano para detenerlo cuando un ayudante se le acercó
para hablarle al oído.
-He recibido
informes de que tres mujeres fueron violadas y encontradas muertas anoche. Dos
de tus hombres fueron detenidos esta mañana.
Pero Tol estaba
enojado.
-¿Quién se atrevió
a detenerlos? ¿Acaso no soy yo la fuerza del orden?
Los jueces se
miraron.
-Hemos formado un
grupo de control fiel a nuestros criterios-dijo uno de ellos, y volvió a
sentarse, con las manos enlazadas sobre el pecho, la mirada recta y fija en
Tol.
Lo han planeado todo desde antes que yo
entrara, y me hicieron hablar para humillarme delante de Sigur.
Tol sintió que ese
día todo se terminaba: el viaje que había planeado por veinte inviernos.
Sólo si me someto, si mi obediencia
es mayor que el resto de mi persona.
-Estos son
mis requerimientos, Señores.-Comenzó a decir, y sin esperar permiso, para
terminar formalmente lo que de la misma forma había empezado.-Necesito tres
naves más de las ya preparadas para llevar
a los hombres de mi hijo y a los tarpanes. Pido también autorización
para ausentarme por un tiempo que no puedo determinar con certeza. Dejo todo
esto a consideración de la honrada lucidez de quienes me escuchan.
Esperó la
sentencia. Miró a sus hombres, y ellos asintieron.
-¡Denegada!-Fue el
grito del vocero de los jueces.
Los tambores
resonaron por las grietas del suelo de tierra seca, anunciando el fin de la Asamblea. Pero Tol
siguió hablando a pesar que le estaba
prohibido después de la sentencia.
-¡Ustedes me
cuidaron, pero no son mi pueblo…!
Los ayudantes
llamaron a los guardias, pero Tol no dejó de hablar, apoyando un brazo sobre
los hombros de su hijo.
-¡Él es lo único
que me queda del viejo pueblo! Los dioses, si existen, saben que nunca me
detuve ante nada, ni de nada he dudado. ¡Hombres, al ataque!
Su grito de guerra
fue tal que nunca se había vuelto a escuchar desde la competencia que él había
ganado en ese lugar. Sus hombres corrieron a la entrada y empujaron a los
guardias que habían empezado a llegar, cerraron la puerta otra vez y montaron
para dispersarse en dirección del astillero, las caballerizas y el puerto.
Los gritos de la
gente llegaban de afuera, pero no entendían si a favor o en contra de ellos.
Tol enfrentó a los viejos.
-¡No voy a
lastimarlos si me obedecen!
Otros diez hombres
entraban después de abrirse paso entre la multitud y derribar a los guardias.
Las botas resonaron en las tablas. Los jueces se sentaron, pero los ayudantes
fueron golpeados y atados.
-La rebelión no te
llevará más que al crimen-dijo uno de los viejos.
Tol miró a Sigur y
comenzó a reír.
-¿Oíste eso, hijo?
Son sabios ancianos que no saben nada. Todos los hombres de este pueblo somos
piedras que hablan, nada más. Hablamos y no sabemos más que lo que una piedra
puede escuchar. No hay manera de conocernos uno al otro. Somos bestias en un
bosque oscuro, animales que se cazan entre sí. Hoy soy yo el cazador.
Hizo atar a los
jueces también, y se unió a su hijo que hablaba con los jefes de su gente.
-Los refuerzos ya
deben estar llegando-dijo Tol, y pronto escucharon el trote de los caballos que
se acercaban, confundidos ahora entre los gritos y el polvo que envolvía el
lugar en una nube que no lograba asentarse.
-No confío en
nadie. Debemos esperar a los que vienen de regreso antes de hacer alguna
proclama.-Tol se separó de los otros para meditar con las manos a la espalda,
dando vueltas entre las tribunas.
-Ven-le dijo a
Sigur.-¿Qué piensas?
-No necesitas mi
aprobación, padre. Es el pueblo en el que has vivido.
-Rebelarse
significa demasiado, hijo mío. No quiero mostrarme débil con los otros, pero
aún dudo…
Sigur lo miraba
con frialdad, como desconfiando de que esa duda fuese cierta.
-No confías en tu
padre, Sigur.
-Confío en mi
padre a mi respecto, pero estoy aprendiendo a conocerte. Hice de tu recuerdo
algo distinto a lo que veo ahora.
Llegaron los
refuerzos. Las botas volvieron a resonar alrededor de la fogata, avivada con el
viento de cuerpos que iban de un sitio a otro, controlando a los rehenes,
peleando contra los guardias, deteniendo a los del pueblo que querían entrar.
-¡Todos están con
usted, Señor!
-¡Quieren
proclamarlo…!
-En el pueblo
están preparando las armas y mandaron mensajeros a las aldeas vecinas. ¡Los
incitan a rebelarse también!
Los hombres le
hablaban casi todos juntos, jadeando después de haber cabalgado hasta él.
-Conocen bien a su
padre-dijo uno a Sigur. -Saben que es el hombre más fiel y preparado del
pueblo.
-Ha trabajado con
nosotros, y ascendido por méritos propios desde su llegada como un vagabundo,
eso es lo que se escucha en las calles.
-Señor, los jueces
no se han dignado nunca a hablar con la gente. Es el momento de reemplazarlos.
-Podría
convertirse en el rey de todo el Norte si logra el apoyo de las aldeas.
Tol los escuchaba
sin ansiedad. Le parecía correcto no exacerbar sus ánimos.
-Nuestro objetivo
es el viaje al Sur.- Miró a Sigur y se sintió satisfecho de haber dejado en
claro aquello.-Pero mientras preparamos las naves, vamos a ser los nuevos jefes
de este pueblo. Voy a salir a hablar con ellos.
Entonces todos se
apartaron para dejarlo pasar, y se llevaron a los jueces.
-Usaremos este
lugar para instalarnos. Traigan comida y provisiones. Manden venir a los
trabajadores del astillero y a los hombres de los establos. Mi hijo irá a
entrenar a su gente.
Sigur abrazó a su
padre y salieron juntos. Las puertas se abrieron y un estallido de euforia
entró con la luz de la tarde. Gorros, ramas y
telas floridas se alzaron hacia el cielo. El sol refulgió en los ojos de
los hombres. Dejaron las puertas abiertas, mientras Sigur caminaba entre las
filas de guerreros que contenían a la multitud. Gritos de júbilo se alternaban
con frases de muerte para los jueces.
-Sólo un gesto se
necesita, mi Señor, para que estén en sus manos.
Tol escuchó a su
segundo al mando, y asintió mientras veía alejarse a su hijo. La luz en la que se movía el polvo levantado hizo
brillar las semillas y hojas que flotaban con la brisa. La tensión de momentos
antes se había relajado, dejando una sensación de incertidumbre, calma pero
creciente.
-Lo esperan desde
hace mucho, mi Señor. Han visto cómo los otros pueblos guerreaban y
conquistaban mientras nosotros avanzábamos lentamente como ancianos, pensando
nada más que en los mapas y el comercio. En usted ven la fuerza, y le otorgan
su apoyo.
Aún antes de pasar
el umbral, la calidez de la hoguera se fundió en el vaho de los alientos de la
gente. Junto con la ola de vítores y aplausos, el aroma de la tierra fundido al
aroma del sudor se levantó como un viento que absorbiese todo lo que encontraba
en su camino. Tol se sintió atrapado por ese olor a tierra y hombres, y tuvo
miedo de respirar profundamente, como quien teme penetrar en el origen del
mundo, en el caos original, que sin la certeza de los dioses era más desolador
que nunca.
Había llegado al
círculo que sus hombres despejaron para que hablara, pero la multitud tardó en
calmarse. Las mujeres le lanzaban hojas y
tallos verdes que tejían y guardaban para quemar en las fiestas, mantas perfumadas con aceites.
Los hombres llevaban mazas, lanzas y puñales. Objetos que parecían haber hecho
por ociosidad y que de pronto tomaban significación hoy al aprecer quien podía
ser depositario de su confianza, de los secretos anhelos rumiados en las
noches. Deseos que la pesada paz del pueblo no toleraba, la inquieta ira que no
sabían de dónde llegaba, como si la paz necesitara morir para tener significado
nuevamente, desaparecer por un tiempo bajo el polvo y el barro levantado por la
guerra.
Pendientes de mis gestos. Pendientes de mi
seño. Un movimiento de mis labios podría causar la muerte de un hombre. Un
movimiento descuidado, sin intención, de mi entrecejo, y cien hombres por cada
pliegue de mi frente morirán mañana.
Pendientes de mis manos. Miran mis palmas como si vieran el porvenir.
Sus cara, ávidas, con una mueca de extraña voracidad, parecen ver lo contrario
a la vida que han llevado. Se enrojecen, se muerden los labios. Ven batallas y
guerras. Los gestos de una mano hacen sucumbir a los pueblos.
El pensamiento de un solo hombre, que se ha repetido hasta el cansancio
en cada acto. Oído en las olas de una playa y su golpe contra las rocas, en el
viento que cruza el mar, visto en los colores del cielo, manchas, pedazos de
sol que han estallado en el fondo de la noche. El pensamiento de un único
hombre tiene el tamaño del deseo de cientos. No es necesario que concuerden,
que se trate del mismo objeto de ansiedad. Solamente que unos quepan en el
otro, se acoplen como amantes.
Mi búsqueda no es la de ellos, y aquí estoy, sin embargo, siendo su
antes reprimido deseo de rebelión. Al fin expulsado y expuesto a la vista de
todos, sin vergüenza, creciendo siempre ante la unidad que cientos de hombres
van formando al plegarse, al sumar su puñado de ira al grito de los otros.
Y un gesto de mis manos, el movimiento de una ceja, hará que se levanten
con las armas en alto, y maten.
Los clamores a las
palabras de esa tarde, continuaron para apagarse lentamente hasta muy entrado
el final del día. Tol y sus hombres regresaron al edificio cerrando las
puertas. La luz de adentro era mayor que la de afuera.
Las estrellas
brillaban pálidamente, cubriendo al pueblo como un manto de luciérnagas
enfermas. La gente se había sentado a esperar las decisiones que esa noche iban
a tomarse dentro del recinto. Tol les había hablado de un nuevo mandato, de
reformas en el sistema de comercio, trueque y navegación. Pero él sabía que
esas reformas harían enfurecer a los mercaderes, y por eso necesitaba el apoyo
de fuerzas más numerosas: los marinos y los trabajadores del astillero.
Tol se sentó en el centro de la plataforma
donde esa misma tarde había empezado su última presentación. Los hombres
arrancaron las tablas de las gradas y formaron un círculo a su alrededor. Las
tribunas altas, vacías, rotas las más bajas, el desorden de maderas astilladas
en el piso, los restos de alimentos, armas y ropas que habían dejado los
hombres al entrar, le daba un aspecto de agradable familiaridad a ese lugar tan
lleno de recuerdos solemnes.
La hoguera
iluminaba el círculo de los nuevos jefes. Las palabras parecían encenderse con
chispazos muy breves al tocar el aire enmohecido por el aliento de los que
habían estado allí durante la tarde. El techo y la plataforma pendían sobre
ellos, igual que la noche sobre los que aguardaban afuera.
-Señor, debemos
decidir qué hacer con los jueces-dijo el que estaba a la derecha de Tol.
-Consejo-pidió él.
Cada uno,
empezando la ronda el que había preguntado, dio su opinión.
-Hay que
ejecutarlos.
-Es necesario,
para afirmar nuestra fuerza.
-No estaría de
acuerdo con eso, mi Señor, si no fuera por los mercaderes. Si ven debilidad,
juntarán fuerzas para vencernos.
Todos asintieron
con las cabezas y las voces alzadas. Luego, se formaron conversaciones en
pequeños grupos. Tol sabía que tenían razón. Pero pensaba en su hijo, y la sola
idea de lo que opinaría lo apesadumbraba. Temeroso de sentirse rechazado por
él, quería mostrarse ante Sigur como un hombre piadoso.
Realmente hemos crecido. Soy yo un viejo y él un hombre, me pregunto.
Todavía estamos en el pasado que no vivimos juntos. Me comporto como un padre
que debe realizar el trabajo duro para proteger a su hijo del inclemente mundo
de los hombres
Un clamor llegó de
afuera, las puertas retumbaron y se abrieron, las llamas se agitaron.
Sigur estaba entrando con su guardia.
Todos se levantaron y Tol fue a recibirlo.
-¿Cómo está tu
gente?-le preguntó.
-Bien, padre, han
sabido de la revuelta y nos apoyarán. Están preparados para el entrenamiento de
mañana. ¿Cuánto tardaremos en empezar el viaje?
-Espera-dijo a
Sigur, mientras se llevaba aparte a uno de sus guerreros.
-Aguarden mis
órdenes para la ejecución-le murmuró al oído.
-Pero, Señor…
-No te lo diré
otra vez.
El otro guardó
silencio, y ambos regresaron junto a los demás. El olor de la noche estaba
impregnado del aliento a comida rancia y a vino.
-Hay mucho que
arreglar antes de partir, Sigur, pero lo haremos mientras tu gente se prepara y
alistamos los barcos.
Uno de los jefes
de Tol se tocaba la barba mientras escuchaba.
-Señor-dijo,
interrumpiendo con timidez- me han
traído mensajes del puerto. Hay un representante de los pescadores esperando
audiencia para mañana.
-Acabo de verlo
mientras llegaba con otros dos portando sus arpones-agregó Sigur.
-Dicen que quieren
aclarar la situación con usted. Esperan ventajas y beneficios mayores de los
que obtuvieron hasta ahora.
Tol sonrió con
desdén.
-Aparecerán los
pedidos por todas partes, buscarán beneficiarse a expensas nuestras.
-Por eso debemos
mostrarnos fuertes-dijo el guerrero al que Tol había hablado aparte.
-Lo sé, pero
también el silencio sirve para debilitar a los enemigos. Si no saben qué
haremos, no sabrán cómo actuar.
El hombre miró a
Tol sólo un momento, y luego a Sigur, con la expresión de quien no logra
penetrar en una zona de conflicto, curioso y todavía más inquieto que antes,
sabiendo que de allí partirían las decisiones que lo involucraban también a él.
Tol presentía que
sus propios hombres desconfiaban de los que venían del norte. La actitud
precavida que había tomado, antes tan seguro de sí mismo, los preocupaba. Desde
la llegada del hijo, algo se había roto en la fuerza con que su jefe mandaba.
Ellos esperan un nuevo gobierno y Sigur aguarda su viaje. Qué es lo que
yo quiero, me pregunto. Por veinte inviernos alimenté los deseos y los desvelos
de mis noches, y sin embargo, ahora dudo. Viajar, luchar por recuerdos de cosas
que ya no existen. Si mi hijo escuchara estos pensamientos, me llamaría
traidor. Si mi otro yo, el de hace mucho tiempo, me escuchase, haría que esta
mano clavara un puñal en mi cuerpo.
Tol se miró la
mano derecha, en silencio. Los hombres, después de hablar entre ellos, se
retiraron murmurando.
-Padre, pronto
amanecerá. Vamos a descansar. Mañana nos espera mucho trabajo.
Tol padre tenía
los ojos brillosos. Con la mano que se había estado observando, acarició la
cara de Sigur. Tocó la oreja de su hijo, los párpados y la frente. Se acercó a
su oído, y murmuró:
-No dejes que
olvide quiénes somos. Dame un golpe o todos los que sean necesarios para
despertar mi memoria. Mi voluntad decaerá con los hechos que nos esperan, pero
te encargarás de levantarla.
Se escucharon los
pasos del cambio de guardia junto a los postigos de la entrada, y los que
dormían en las gradas se despertaron y bajaron.
-Necesito tu voz,
hijo, el color de tu pelo en mi recuerdo.
Sigur iba a decir
algo, pero su padre le dio la espalda, casi avergonzado, y se acostó cerca del
fuego. No durmió. Pensaba, con los ojos abiertos y fijos en las llamas.
Desvelado no tanto por lo que lo aguardaba, sino por lo que había dicho.
No volveré a mostrarme débil.
*
Cuando llegó el verano, los días cortos desaparecieron. La
nieve era nada más que granizo cubriendo las cabañas, formando goterones que se
deslizaban por los techos. Luego, durante toda la noche persistían en su
intento por no desaparecer, pero la mañana los derretía.
Unos perros que
lamían los charcos corrieron espantados cuando los caballos pasaron al trote.
Tol y Sigur salieron hacia el puerto antes del amanecer.
Los pescadores
habían insistido tanto, que ya no era posible ignorarlos. Querían acompañarlo
en su viaje, pero él estaba decidido a desplazarlos cuando llegara el momento
de zarpar. No iba a llevar gente que no pelearía su guerra.
Unos grupos se apartaron al paso de los
tarpanes y de los jinetes. Mirando a Tol, quizá pensaran que había sido siempre
un hombre inflexible, y sin embargo permitía que sus enemigos se manifestaran y
crecieran en número. Muchos de los que lo apoyaron el día de la Asamblea , se habían unido
a los mercaderes, que veían peligrar su comercio de pieles y aceites. Los
pueblos de la periferia ya no se proveían con ellos, y se abastecían por su
cuenta desde que Tol había eliminado las leyes de los jueces.
Tol pensaba también
en ellos, mientras veía el humo de las chimeneas y sentía el olor de la leche
caliente brotando y diseminándose por el cielo de la Aldea. Cerca estaba
el mar, azul, casi gris según las nubes reflejaran sus formas en las olas. El
aroma del mar lo llamaba con más intensidad cada día, y esperaba que los barcos
estuvieran listos por fin. Habían estado trabajando arduamente en el astillero,
la construcción avanzaba con firmeza. Su anhelo, al ver a Sigur a su lado, se
hizo más grande todavía.
Los pescadores lo
estaban esperando. Dos de ellos se acercaron a Tol con reverencias. Las manos
callosas, con cicatrices de cuchillas y anzuelos, estrecharon las manos de los
hombres del nuevo gobierno. Los pescadores eran hombres de pocas palabras, más
afirmados en sus hoscos gestos que en la virtud de su aparente sumisión.
Insistieron, tranquilos y porfiados, en sus pedidos.
Tol desconfiaba de
esa humildad. Sabía que eran capaces de traicionarlo.
-No he olvidado
sus peticiones-dijo al que había hablado.
Algunas barcas
estaban zarpando, y las velas se desplegaron junto a las gaviotas que se habían
posado en los mástiles. El sol ya había nacido con su esfera completa, y los
cegaba. Tol parpadeó y cambió de lugar. El otro hizo otra reverencia y adoptó
un nuevo sitio frente a él. Tenía la expresión del que desconfía sin disimular,
pensando que Tol estaba haciendo tiempo para postergar una vez más sus
promesas.
-Señor, hace mucho
tiempo que esperamos. Sabemos que todos se beneficiarán con el gran viaje, y no
queremos quedarnos atrás.
Otro que estaba al
lado, tomó la palabra.
-La Asamblea siempre nos ató
de manos. Los mercaderes se enriquecían y nosotros seguíamos pobres. Creímos
que usted sería distinto. Pero ha estado trabajando para gente extraña venida
del Norte.
Un murmullo
recorrió al grupo. Nadie se había atrevido a hablarle así a Tol.
Sigur puso una mano
sobre el hombro de su padre, lo había visto llevar una mano al cinto donde
descansaba el puñal. Tol entonces levantó otra vez la mano. Los caballos se
habían agitado, como si sintieran la tensión en esa clara mañana sin nubes.
-Veo que mi
silencio y mi precaución han sido mal interpretados. Por eso les diré mis
planes para que estén tranquilos. El nuestro es un viaje de guerra. No
llevaremos gente que no pelee. Cuando conquistemos, las siguientes naves irán
para comerciar.
-Pero cómo
estaremos seguros de que volverá-dijo el otro, echando un fugaz mirada a Sigur.
El desafío del
hombre terminó por exasperarlo, y Tol se dio vuelta para hablar con sus
hombres. Entonces uno se acercó y golpeó al que había hablado último, mientras
otros amenazaban al resto de los pescadores con las lanzas en alto. Pero la voz
del que se había sido golpeado, logró alzarse por encima de los gritos.
-¡Él no volverá!-Y
ya no pudo hablar porque le salía sangre de la boca.
Tol se colocó otra vez el gorro de piel,
murmuró algo al oído de su hijo, y montaron. Cabalgaron a paso lento, seguidos
por los ojos de los pescadores que se habían quedado quietos y temblando en la
bruma tardía y espesa.
A medida que se
adentraban en la Aldea ,
el bullicio de las carretas, los perros ladrando junto a los bueyes, los gritos
de las mujeres pregonando mercancías, fueron despejando la bruma, abriéndola
como un cuchillo de sonidos. Pasaron entre grupos de hombres con palas al
hombro que iban a despejar la nieve de los caminos. Todos se paraban al verlos,
dejándoles el paso libre, pero sin levantar la vista. Había hombres dormidos en
las calles. Sigur reconoció a algunos de los suyos, que venían por las noches a
buscar mujeres. Los hombres del pueblo habían comenzado a hastiarse de los
intrusos que no trabajaban, comían de sus alimentos y abusaban de sus esposas e
hijas.
Uno de los hombres
de Tol se acercó. Los tarpanes cabalgaron juntos.
-Hay que hacer
algo con los opositores, Señor.
-Lo sé. Pronto
daré mis órdenes.
-Dicen que usted
ya no es lo que era, Señor, que se ha puesto débil a causa de su hijo.
-Hay cosas que
puedes pedirle a un hombre, pero no a un padre. El momento llegará, no te
preocupes.
Se alejaron de la
aldea hacia los campos del este, donde los guerreros de Tol entrenaban a los
hombres de Sigur. La bruma era allí una capa blanca que se levantaba despacio,
como si estuviese suspendida y atada con sogas al cielo. Los caballos corrían,
los jinetes peleaban con lanzas. Algunos caían, volvían a montar y continuaban
practicando. La escarcha formaba charcos quebradizos en la tundra.
Tol mandó llamar
al encargado del entrenamiento. El mensajero regresó con el hombre.
-¿Cómo va todo?
-Muy bien, Señor.
Hace días que están preparados. El joven Sigur podrá hablarles de la capacidad
de sus hombres.
-Así es, padre. Si
tardamos más en partir, la espera podría alterar su paciencia y su fuerza.
Tol se alejó hacia
uno grupo de cincuenta hombres que daban la espalda al sol, practicando con
arcos y flechas. Los demás lo siguieron y desmontaron. La escarcha se quebraba
con sus pasos. Hacía mucho frío esa mañana, pero los guerreros sudaban y tenían
los torsos desnudos y el cabello suelto sobre los hombros. Los brazos rígidos
sujetaban los arcos, y de pronto las flechas volaron. La luz del sol doraba las
puntas con destellos deslumbrantes. Una bandada de cuervos se dispersó ante la
lluvia de flechas, y algunos pájaros cayeron muertos.
-Señor-le dijo el
jefe de arqueros.-Necesitamos material.
-Lo tendrán.
Tol apoyó una mano
sobre su hombro. Era uno de los pocos hombres en quienes confiaba. Lo había
conocido poco después de ganar la competencia, y lo había tomado como maestro
para aprender lo que muchos en la aldea consideraban un arte inútil: la
alquimia de la guerra. El hombre le había hablado de la capacidad combustible
de la tierra, los aceites y el material
de las rocas. Habían practicado juntos en las afueras del pueblo, y todo
esto se fundía en estas nuevas prácticas que ya no eran un sueño. Eran hombres
reales los que mezclaban con sus manos los materiales que él preparó
especialmente a pedido de Tol.
-Allí está lo que
imaginamos, amigo mío. La fuerza de la tierra descubierta por tu destreza-le
dijo Tol.
El otro se
avergonzó y miró hacia el sur, de donde llegaba un estruendo de maderas
golpeadas, cubriendo el zumbido de las flechas lanzadas por filas de veinte a
treinta hombres. Varias columnas de humo rodeaban el festejo de muchos otros
que saltaban con puñales en alto.
-Son los que
manejas las catapultas-le dijeron.
-Y el olor…veo que
ha funcionado el cebo.
El aroma de la
grasa quemada se dispersaba en el humo. Otros hombres comenzaron a correr por
la tundra, hasta un montículo de tierra que la nueva arma había arrancado.
Cuando vieron venir a Tol junto a los otros jefes, comenzaron a corregir el
desorden.
-Señor, vea el
pozo que hemos dejado-dijo uno al acercarse, servicial y entusiasmado por lo
que habían logrado luego de pruebas y fracasos.
La tierra había sido
arrancada. El olor era más intenso en el
fondo del pozo, del tamaño y la altura de tres o cuatro hombres..
-Hemos mezclado
los aceites con grasa, y las bolas de cebo deben dejarse descansar más tiempo
antes de quemarlas, pero tienen más duración.
Había una
construcción rectangular, sostenida por delante por dos columnas de troncos, y
en el centro por dos ruedas más grandes que los de una carreta. Unida al
armazón, una larga serie de ramas enlazadas por sogas terminaba en un extremo
con forma de recipiente hueco, como una olla grande. Algunos hombres tiraban de
otras sogas atadas a las ramas, con más fuerza a medida que aumentaba la
resistencia, tensionándola hasta que parecía que iban a ser arrancadas del soporte.
-¡No la suelten
todavía!-les gritaban algunos, mientras otros más traían bolas de cebo y las
ponían en el extremo. Siempre con las ramas tensas, casi a punto de quebrarse,
acercaron las antorchas. Apenas se veían las llamas en la opaca luminosidad de
la mañana, entre la humareda y la neblina ya menos densa.
Una llamarada
surgió del cebo, que pronto comenzó a consumirse.
-¡Fuego!-gritaron
varios a la vez.
-¡Cuidado,
Señor!-dijeron lo que rodeaban a Tol, pero él sabía que estaban fuera de su
alcance.
Las manos soltaron
las cuerdas y las ramas se desplegaron como un brazo que se cerraba sobre sí
mismo. El ruido de un latigazo cortó el aire, las ramas agitaron la armazón de
madera, que tembló sobre sus ruedas. La bola de fuego salió despedida, cruzando
el cielo como un sol que avanzara sin noción del día o de la noche, dejando una
corta estela de humo negro al pasar, que casi imperceptiblemente se extinguía
un rato después.
Ellos la vieron
pasar pos encima de sus cabezas, sintieron el calor que despedía. Pero antes de
que desapareciera del todo, la contemplaron con el mismo éxtasis que una
estrella fugaz, hasta que cayó lejos en campo abierto, donde los tarpanes
corrían, pero no hoy, porque todo el sitio había sido liberado para las
prácticas. El estruendo repercutió por el campo de entrenamiento.
Tol y los otros no pudieron dejar de
estremecerse por un instante y correr, aunque ya estuviesen fuera del peligro.
Por más que lo hubiese esperado, él no había pensado que el impacto sería tan
grande, y recordó el estallido del volcán. Pensó en sí mismo como un dios: era
él quien ahora había creado el fuego y la destrucción.
Entonces buscó la
aprobación en los rostros de los otros, y halló entusiasmo y asombro en todos,
excepto en la cara de Sigur. Su hijo parecía mirar aquel pozo con temor, luego
dirigir la vista atrás, como si esperase venir nuevas bolas de fuego pasando
por encima de él, rodeándolo.
Tol se dio cuenta
que las manos de su hijo temblaban, pero la fuerza por contenerlas endurecía su
cuerpo, erizaba el vello del cuello y hacía correr sudor por sus brazos. Tol
estaba casi seguro que su hijo hubiese estado solo, se habría cubierto la
cabeza con las manos y arrodillado en la tierra para ponerse a llorar.
Como los demás también lo estaban mirando,
Tol quiso distraerlos mandándolos a medir el tamaño del pozo. Se acercó a Sigur
y tomó la cara de su hijo entre sus manos. La mandíbula estaba tensa, los
dientes apretados y los labios fríos.
-Sé lo que todo esto te recuerda-le dijo-.
Pero piensa que el volcán y el brujo nos separaron. Nosotros seremos el volcán
ahora. Consuélate con esta idea: somos el volcán.
-¡Señor!-gritaron,
de lejos. Apenas se veía la figura del que se acercaba torpemente, corriendo y
tropezando en la tierra llena de montículos. Nubes de humo lo ocultaban
por momentos, y su voz se oía detrás de
los gritos de los que seguían entrenando. Una lluvia de flechas pasó muy alto
por encima del hombre, mientras unos pájaros solitarios se dispersaban.
-¡Señor!
La voz era más
perentoria, con un sesgo de tragedia en el tono. -¡Hay revuelta y traición!
¡Los mercaderes tomaron el astillero y van a quemarlo!
Los hombres se
habían reunido alrededor del mensajero y esperaron las órdenes de Tol. Él sólo
pensaba en sus naves.
-¿Y los barcos?
-Los que están en
el agua mantienen nuestras fuerzas, Señor.
El mensajero
jadeaba y le dieron de beber. Pronto se olvidaron de él, cuando Tol ordenó
buscar los caballos.
-Que un grupo tome
el pueblo, las caballerizas y el resto del puerto. Otro que vaya al edificio de
la Asamblea.
Nosotros iremos al astillero.
-Iré a buscar
refuerzos con mi gente, padre.
Tol estuvo de
acuerdo.
Cabalgaron de
regreso a trote rápido por el mismo camino de esa mañana, pero lleno de gente
que iba y venía, mirando los grupos de guerreros y caballos, y al ver a Tol se
apartaron con un respeto demasiado oficioso para ser sincero.
-Esperan a ver
quién gana para lamer sus pies-dijo Tol a su compañero.
El viento le
secaba el sudor que le había provocado el aire enrarecido en el campo de
entrenamiento.
-¿Atacaremos,
Señor?-preguntó el otro.
-Esperaremos a que
ataquen ellos primero. Iremos en paz. Da la vuelta a la aldea y refuerza la
entrada posterior.
Mientras sus
hombres se alejaban, comenzó a distinguir los contornos del astillero entre las
nubes de humo de las chimeneas. La alta techumbre se alzaba por encima de todas
las demás construcciones, recortada contra el fondo revuelto del cielo nublado
y el mar. La última construcción del pueblo, donde eran creadas y expulsadas
las naves que recorrerían el mundo. El único lugar que Tol había deseado
realmente desde su llegada. Ni el poder completo sobre aquel pueblo y toda la
región, ni las tierras que habría podido conquistar, tenían tanta importancia
como esos huesos de madera que nacían del astillero. Mástiles y esqueletos,
velas semejantes a alas, el vaivén de las olas y del viento rozando las plumas
de las aves en el puerto.
Sintió otra vez la
transpiración que le había corrido por el cuerpo frente al calor del fuego. Las
bolas de piedra del volcán lastimando a sus hijos e hiriendo la espalda de Zor.
En la cara de Sigur había visto la cara del pasado. No eran ellos dos hombres,
sino un niño y un padre muy joven que también tenía miedo, tanto, que no había
encontrado mejor manera de huir que avanzar y matar. Pero sobre todo debía
proteger a su propio padre con otra muerte menos indigna: ya que el viejo no
podía matarse a sí mismo, su hijo lo haría por él. Y la sangre en las manos con
las huellas de la lanza, y su grito largo, roto en pedazos cuando llegaron los
cazadores, diciendo no podrán matarlo,
está fuera de sus manos, aún podía escucharlo por encima de los cascos de
los tarpanes. Aún le dolía la garganta al recordar, y le temblaban las manos
como un niño asustado que busca la protección de su padre, que también está en
medio del fuego y al que debe salvar para que a su vez lo salve a él. Padre e
hijo eran uno solo, como hoy, mirando la cara de Sigur cubierta de terror. Y
con la furia que esa cara hacía brotar en él, podría hacer que los barcos
terminaran de construirse para zarpar hacia el Sur.
Tol sudaba, pero la desesperación apenas
podía entreverse en sus ojos, y él no dejaría que sus hombres, tiesos y
esperando órdenes, a su vez temerosos por el futuro, viesen su debilidad. Todos
miraban, en la entrada del astillero, cómo algunos hombres con largas casacas
negras y cintos envolviendo la cintura y el torso, a las órdenes de los
mercaderes, sacaban los cadáveres de los constructores de barcos. Los
amontonaban junto a la entrada, ya había tal vez más de veinte, y continuaban
sumándose.
-Traición-dijo
Tol.-Y sé quién fue.
Los demás
recordaron al hombre que había enfrentado a Sigur días atrás. Pero fue lo
último que pensaron antes de ver las flechas que llegaban desde el astillero, y
se refugiaron detrás de los depósitos de maderas y granos.
-Ve a la Asamblea y trae
refuerzos-ordenó Tol a su segundo ayudante.-Manda avisar a mi hijo que
necesitamos de todos los hombres disponibles.
Cuando el
mensajero iba a partir, llegaron tres de sus hombres con un prisionero. Tol
reconoció a uno de los mercaderes, y comenzó a golpearlo. El hombre se contrajo
en el suelo como un perro con espasmos, y apenas logró gritar suavemente antes
de escupir sangre. Tol volvió a levantarlo de las ropas finas, como las que los
hombres de su profesión acostumbraban a usar: una camisola blanca de seda de
gusanos, sucia por los aceites del astillero y con goterones de sangre. Hacía
el intento de hablar, pero no podía. Tol buscó él mismo un cubo de agua y mojó
la cara del mercader, que escupió sangre y dientes. Entonces habló con voz
gangosa.
-Maldito seas,
extranjero.
Luego levantó un brazo, señalando detrás de
Tol. Cuando se dieron vuelta, vieron la columna de humo que nacía de la
cubierta de un barco recién terminado y anclado junto al astillero.
¡El tiempo que se quema con las naves! Veinte inviernos y veranos
puestos en cada tabla, soga y tela de los barcos. Mi sudor en esos barcos. Mi
alma en ellos. ¡Ardo y todos arderán conmigo!
¡Padre, qué dolor tienen mis manos! Veo la sangre. Un padre es padre
cuando cría a los hijos. Un hombre es esposo si cuida a su mujer. Y el fútil y
cobarde esfuerzo se va con el fuego y el humo. Más me valía haber tomado las
armas y ser vencido hace veinte inviernos, que esperar el mismo tiempo y verme
así burlado.
Soy lo que hice de mí. Soy mi propio dios, que juega conmigo y se ríe,
que se matará a sí mismo exactamente cuando yo muera.
Sacó un puñal, y
lo clavó en el cuerpo del hombre a sus pies.
-¡Ya está! Así van
a acabar los demás.-Miró a su gente y dijo:- Quiero que formen un camino seguro
a través de la aldea hasta el puerto. Usen todo lo que encuentren, destruyan
las casas si es necesario. Vayan a buscar caballos y súbanlos a los otros
barcos.
El ruido de los
que cabalgaban en su ayuda llegó a ellos.
-¡Allí viene su
hijo!
Sigur se acercaba
con jinetes y hombres a pie, armados con lanzas, arcos y flechas, hachas y
mazos. Eran quizá más de cien guerreros. Tol cabalgó a su encuentro.
-¡Bien, hijo!
Dividan sus fuerzas en dos, y ataquen sólo con la primera columna cuando yo les
diga. No tengan en cuenta a los constructores, ya deben estar todos muertos.
Sigur miró la nave
que se quemaba.
-No te
preocupes-le dijo Tol.- Podremos lograrlo con las que nos quedan. Zarparemos
después de tomar el astillero. ¡Este pueblo estará muerto desde hoy!
Sigur nunca había
visto esa ira en los ojos de su padre. Tol y su gente partieron hacia el
astillero.
Llegaron muy cerca
de la entrada, pero los hombres que sacaban los cadáveres habían ya cerrado los
postigos. Desde las aberturas del techo en declive comenzaron a atacarlos con
flechas, pero ellos se protegieron con los escudos en una formación que él les
había enseñado, un círculo cerrado que avanzaba como el caparazón de una
tortuga.
Las fuerzas de los
mercaderes parecían limitarse a la que mostraban, y la única amenaza verdadera
era la destrucción de las naves. Las flechas sólo se detenían el tiempo
necesario para volver a preparar los arcos, y recomenzaba. Tol y sus hombres
seguían avanzando muy despacio, protegidos por la coraza de escudos que los
cubría por arriba y los costados. Las flechas se rompían o se desviaban contra
ella. Algunos tarpanes eran heridos en los flancos, pero no lo suficiente para
detenerlos o sacarlos de las filas.
Ellos no atacaron
todavía, sólo se acercaron lentamente al edificio. Casi era mediodía cuando las
flechas comenzaron a hacerse menos frecuentes. Entonces Tol se asomó por detrás
del escudo. El sol le daba pleno sobre el rostro sereno, un poco pálido desde
hacía un tiempo, de barca corta y entrecana. Levantó un brazo, y poco después
se oyeron los pasos de los hombres que llegaban desde la gran playa abierta
junto al puerto.
Montículos de
tablas, restos de paredes y cabañas ocupaban el enorme espacio en que sus
hombres habían comenzado a hachar y destruir. Pero en medio se habían formado
dos filas que cargaban un tronco de árbol en hombros, y se acercaban al
astillero.
Las flechas se
detuvieron definitivamente. Las cabezas de algunos mercaderes se asomaron por
las aberturas del techo, brillando los cabellos rubios con el sol intenso que
sucede al despejarse las nubes, al acabarse la lluvia y levantarse la niebla.
El caparazón de
escudos se dividió en dos, sus formas se alteraron y volvieron a moldearse.
Eran ahora dos tortugas más pequeñas.
-¡Ataquen!-fue el
grito de Tol.
Los hombres que
cargaban el tronco avanzaron más rápido, casi corrían cuando pasaron entre
ellos. Un nuevo grito de júbilo se oyó de pronto, claro como un estallido de
olas contra un muelle: el tronco había destruido las puertas del astillero, y
una gran oscuridad salió de la boca de la entrada.
Los fragmentos
golpearon los escudos y asustaron a los tarpanes. Los dos grupos rompieron su formación y se
alinearon con las lanzas apuntando adelante y los escudos frente al pecho. Pero
los guerreros transpiraban. El cuero seco y cubierto de pátinas de aceite
endurecido se calentaba fácilmente bajo el sol, y los antebrazos parecían estar
metidos en hogueras tras esos escudos.
La sombra del
interior se fue diluyendo, y vieron los esqueletos de los barcos. Por los
andamios que colgaban de los mástiles, los mercaderes intentaron escapar hacia
las salidas en el techo, pero las flechas de los que esperaban afuera los
detuvieron. Y sus cuerpos cayeron uno a uno en un espacio abierto entre las
plataformas, entre los hombres y los caballos de Tol.
Los guerreros
rebeldes huían por atrás. Cuando salieron tras ellos, los vieron arrojarse al
mar y nadar, mientras las maderas en llamas del barco caían alrededor. Los
vieron gritar, alzar los brazos entre el fuego que flotaba sobre las aguas,
para luego desaparecer.
-Ejecuten a los
jueces-ordenó.
Dejó un grupo
cuidando el astillero, y fue a ver el camino que sus hombres construían a
través de la ciudad.
Desde el puerto se
abría un ancho sendero protegido a los lados por tablas clavadas como estacas, arrancadas de
las cabañas de los alrededores. Los dueños se lamentaban de rodillas, llorando
junto a los restos de sus casas, pero al ver a Tol se alejaban corriendo. Otros
se atrevieron a seguirlo, agarrados a las crines del caballo y las ropas de
Tol, rogando que no les hiciera daño. Él seguía avanzando y los ignoraba.
-¡Saqueen las
casas de los mercaderes!-dijo a sus hombres, y éstos cabalgaron al sector de
los comercios, destruyeron almacenes y depósitos, y tomaron provisiones para
los barcos.
El largo camino,
al final del día, era tan extenso que llegaba hasta los establos alejados del
pueblo, atravesando incluso el edificio de la Asamblea. Los
caballos habían escapado por las puertas abiertas por los saqueadores, entre
las tablas de las gradas también arrancadas, y se unieron a los otros que
llegaban desde los establos, y muchos más que venían de los campos.
Los animales
corrían en dirección al puerto. Pero pronto fueron tantos que se habían
convertido en un viento fuerte y arrasador que levantaba polvo y arena y tierra
atravesando el pueblo. El tronar de los cascos llamaba la atención de los que
vivían más alejados y se acercaban a observar el paso de cientos de tarpanes
corriendo hacia el puerto.
Y cuando los
últimos comenzaron a atravesar el centro de la aldea, rezagados, brillando su
pelaje con el sudor y las motas de polvo y arena que volaban bajo el sol,
apareció, detrás y a pie, denso y oscuro, el ejército de Sigur.
Avanzaban
lentamente, casi con aparente desgano, tal vez cansados pero con la mente
renovada por la cercanía del mar, llevando sus pertenencias envueltas en mantas
y pieles sobre las espaldas, o atados a los trineos que arrastraban sobre la
tierra ya libre de nieve pero aún endurecida. Una multitud de perros los
acompañaba, corriendo alrededor y precediéndolos con ladridos. Los niños
saltaban excitados luego de la larga y quieta espera a la que habían sido obligados.
Se adelantaban a sus padres que encabezaban la caravana, pero las madres iban a
buscarlos para llevarlos atrás otra vez, porque veían o presentían el peligro
allá adelante.
Tol se había
parado a la puerta de la
Asamblea , desde donde miraba pasar a los caballos
atentamente, como si pudiese distinguirlos uno por uno.
-Algunas hembras
están preñadas, no podremos llevarlas, sobre todo ahora que tenemos un barco
menos. Y espero que seis naves sean suficientes, porque no dejaremos nada
detrás.
Su ayudante sabía
que esas palabras significaban más de lo que decían.
-No dejaremos nada
en pie-repitió Tol, en voz un poco más baja, mirando al pueblo, como si hablase
consigo mismo más que para los demás. Después, envolvió la punta de una lanza
con telas encebadas en aceite de pescado robado de los almacenes del puerto, y
la encendió con una antorcha. Sin
desmontar, la llevó lo más que pudo hacia arriba y atrás, y la arrojó con
fuerza hacia el edificio.
La lanza encendida
entró por una de las ventanas, y al principio nada sucedió, pero pronto el humo
y las llamas crecieron hasta salir por la puerta principal y el techo. Todos
contemplaron cómo la construcción se iba convirtiendo en una sola hoguera de
madera crepitante, deshaciéndose y derrumbándose. Anochecía, y la luz del fuego
resaltaba bajo un cielo limpio, azul oscuro, más desolador aún que el fuego que
se elevaba hacia él. Un estruendo marcó la caída del edificio, pero las llamas
siguieron consumiendo los restos.
-Lo mismo harán
con la aldea-ordenó Tol, y se adelantó a cualquier posible resquemor, porque
sabía que ellos habían nacido allí.-El que se niegue, se quedará, abandonado y
entre las ruinas.
Ninguno se atrevió
a mirarlo a la cara. Recogieron las antorchas apagadas, las envolvieron en
cebo, y pasaron, uno tras otro, en una larga fila, junto al fuego. Cuando todas
estuvieron encendidas, se dispersaron por el pueblo.
Tol los vio
cabalgar hasta las puertas de las cabañas todavía en pie, derribar las puertas
y arrojar las antorchas. Los habitantes salían gritando, y se quedaban parados
lejos, viendo desaparecer sus casas entre el humo que subía al cielo
oscurecido.
La noche fue
ocultando las movedizas sombras de los incendiarios. La noticia de lo que
estaban haciendo corrió más rápido que ellos, y cuando la gente escuchaba los
cascos de los caballos, huían de sus casas para refugiarse en el puerto y las
playas cercanas.
-¡Fuego!-gritaban
las mujeres.
Los niños
lloraban prendidos a sus faldas. Los hombres sacaban de sus casas todo lo que
podían antes de que los hombres llegaran. Entonces el retumbar de los jinetes
se aproximaba y los precedía antes de que pudieran verse tras el humo que
llegaba del resto del pueblo. Llevaban el fuego en el extremo de sus brazos, y
el mismo fuego parecía cabalgar sobre caballos briosos que sólo los guerreros
podían domar.
Muchos en la aldea
habían contado la historia de cómo Tol se salvó de las llamas en un vieja
competencia, y que la fogata, alimentada con el cuerpo de su contrincante, había subido hasta él para luminar todo el
interior de la
Asamblea. Como si el fuego hubiese sido creado especialmente
para él. Por eso ahora se decían que lo entregaba a sus hombres de mano en
mano, para formar la fogata más grande que alguna vez hubiese visto esa región.
Y la gente quería salvarse huyendo hacia el mar, donde Tol tenía sus barcos
preparados. Irían a rogarle a ese dios del fuego que se apiadase de ellos y los
llevase consigo.
Tol y los suyos
cabalgaron de regreso a la costa. En el puerto, tuvieron que abrirse paso
apartando a golpes a la gente. El incendio de la aldea iluminaba la noche, sin
casi distinguirse del día que lo había precedido. Un halo blanco, con destellos
rojos, relampagueante, se elevaba por encima del pueblo como la mitad de una
enorme esfera.
El tarpán de Tol
se asustó, y se puso a corcovear entre las sacudidas de la gente y de sus
hombres, entre la confusión y las peleas por huir, por hablar con él, entre los
llantos de las mujeres que se tiraban frente a los caballos con sus niños en
brazos.
Debía ser
medianoche. La guardia los esperaba junto a la gente de Sigur. Pero su hijo no
estaba allí.
Las estrellas
lucían como pálidos puntos por encima de las llamas. El fuego se reflejaba en
el agua, y hasta los barcos parecían quemarse con el reflejo del fuego sobre el
mar.
-¡Mojen las
cubiertas y mantengan las velas arriadas!-ordenó, sin quitar la vista
enfurecida de la nave perdida.
Durante toda la
noche vio arder la aldea. Los caballos habían empezado a subir a los barcos.
Los hombres abordaban con las armas nuevas, troncos, catapultas, cientos de
bolsas con cebo y vasijas de aceite, bolsas con polvos y granos, toneles de
agua y comida. Subían cargados y regresaban en busca de más provisiones,
tirando de cuerdas que arrastraban toneles y troncos.
No hubo descanso
para nadie en toda la noche. Y al amanecer, mientras el sol poco a poco se iba
haciendo más fuerte que el fuego entre las cenizas del pueblo, algunos
comenzaron a despertar del leve sueño en el que finalmente se habían sumido
cerca de la madrugada.
Él también se
había adormecido un poco en la cubierta de uno de los barcos, pero se lavó la
cara y ordenó a sus ayudantes que trajeran informes sobre el alistamiento.
-¡Zarparemos esta
mañana!-gritó desde cubierta a los hombres que se habían reunido a esperar
órdenes.
Entonces se
distribuyeron por el puerto y la playa para abordar las otras naves, rechazando
a la gente del pueblo que quería subir. Tol había ordenado que quien pasase la
guardia, debía ser muerto, y no hubo manera de que alguien se acercase a él, ni
los gritos de súplica, ni los rezos, fueron suficientes. Pero no podía dejar de
ver la expresión de los que se quedaban, sus caras tristes, los gestos
desesperados. Los miraba apoyado en la baranda, contemplando los intentos de la
gente por vencer a los guardias y arrojarse al mar para nadar hasta los barcos.
Un viento se
levantó, de pronto, y él se frotó la cara para quitarse el olor que llegaba
desde el puerto. Ese aroma que él había tenido en sus manos durante mucho
tiempo. Podía ver a los pescadores con los puños en alto, dirigidos hacia él.
Veía a las mujeres arrodilladas con las cabezas cubiertas y golpeando el suelo
con ira.
Pero Tol
necesitaba estar en silencio. Porque la palabra equivalía al riesgo de deshacer
todo en un instante, las estructuras de
madera que lo separaban del bullicio furibundo y lo transportaban al pasado que
extrañaba. Hablar o pronunciar palabras de justificación era como apiadarse del
mundo.
Giró la cabeza a
barlovento. Alineadas junto al suyo, estaban las otras naves, con la proa
apuntando a mar abierto. Los cascos se balanceaban plácidamente. Las velas
estaban siendo desplegadas, los remos preparados. Los hombres subían a los
mástiles, atando cabos y sogas. Órdenes en gritos se escuchaban a lo largo de
cubiertas, llevadas por el viento que
corría entre las velas y las combaba. Los relinchos de los tarpanes surgían
desde los fondos bajo cubierta, con un olor a pelo húmedo que se mezclaba con
el aroma del mar.
Vio un movimiento
de masas en la playa, un conjunto casi homogéneo en su diversidad de ropas y
caras, que se iba desplazando hasta dejar un claro en el que entraban otros
hombres desde las ruinas de la aldea, por el camino recién abierto. Sigur
llegaba finalmente al final de su ejército y su gente, que seguía abordando con
exasperada lentitud. Pero nadie de la aldea se acercaba a su hijo. Algunos se
apartaban tapándose la cara con las manos, pero no por miedo, porque no
temblaban. No era el temor que lo profesaban a Tol, sino un respeto que iba más
allá del aspecto de ese hombre de cabello rojo, hombre de fuego que venía del
Norte, sino de las historias que habían llegado con él. Pero también la
vestimenta colaboraba, tan blanca como una mancha de nieve en medio del verano,
una blanca luna grande y limpia en los cielos del equinoccio de primavera.
Sigur se había
vestido con la piel del oso, y caminaba llevando de las riendas al tarpán de
pelo rojo.
Mi hijo, una luna en plena mañana, y el sol
que la sigue. La luna que se va lentamente, acongojada pero orgullosa de su
triunfo. El sol que viene a serenar los espíritus del caos nocturno en que se
sumen los instintos. Uno al otro se arrastran y empujan, se encrespan y se
enlazan, cargando uno al otro, inseparables y siempre enemistados.
Sigur había
arribado al puente que conducía al barco. Desde lejos, la gente ya no intentaba
abordar y se había quedado quieta y callada mientras lo veían subir. Los cascos
del tarpán retumbaban en las tablas. Unos gritos airosos de mujeres se
escucharon en el silencio que todos los hombres habían hecho. Tol estaba
orgulloso de ser su padre, y sin embargo algo lo perturbaba. El fuego seguía
llameando en algunas cabañas, pero eran más las columnas de humo surgiendo de
las brazas. Sigur parecía haber surgido de las ruinas con ese hermoso caballo,
sobreviviendo a la destrucción creada por su padre. Y eso era como recriminarle
su acción.
Su hijo estaba
ahora frente a él, mirándolo con sus bellos ojos claros y el pelo sobresaliendo
por debajo del gorro blanco. La piel de oso le cubría los hombros, pero por
delante una serie de lazos le cruzaban el pecho, y en la cintura, un cinto de
piel de cabra.
-¿Cómo has dormido, padre?
No esperaba la
ironía de su hijo, apenas el rencor que ya había aceptado. Pero tras él estaba
el paisaje de la desolación, y no podía negar que fuese obra suya. No iba a
responderle, sin embargo.
Sigur lo siguió
mirando, insistiendo en una respuesta.
Decir sí o no era
recordar la noche y el desvelo, el derrumbe de las casas, era lo mismo que
reconocer la impotencia del sueño frente al remordimiento que había intentado
hacer callar escuchando el crepitar del fuego. Tol endureció la expresión de su
cara. No iba a ceder, ni siquiera con su hijo, esta vez.
Entonces oyó otra
voz. Sigur le estaba hablando, lo veía mover los labios, pero no era la voz de
su hijo. Llegaba de otra parte, muy lejana, porque era tenue y dulce, sobre
todo desolada y triste.
Los labios de su
hijo dejaron de moverse, pero la voz continuaba. Era una especie de viento que
hubiese atravesado una distancia más grande que el mundo conocido. Débil y
agotada, quizá, pero cuya ternura no se había perdido tampoco con la aspereza
del tiempo o la distancia.
Una ráfaga cruzó
la cubierta del barco y combó las velas. Los hombres dieron gritos de alerta.
Luego, el viento se detuvo. Tol había visto agitarse los pelos de oso con ese
viento, pero continuaban balanceándose
aún cuando ya había pasado y el aire estaba quieto, pesado y vacío. Un calor
intenso había cubierto el barco y todo el puerto.
Sigur miraba a su
padre con la misma dócil y a la vez juzgadora expresión. Algunos pájaros cruzaron el cielo. Las velas
estaban inmóviles, como muertas.
Tol escuchó otra
vez la voz, más fuerte esta vez, que llegaba del cuerpo de Sigur. Y de pronto
supo que se equivocaba. No venía del interior de su hijo, ni siquiera de la
boca, sino de la piel de oso. Los pelos se mecían continuamente a pesar de la
ausencia del viento. Su hijo no siquiera movía un dedo de la mano frente al
pecho.
Entonces Tol
observó mejor, y vio que el movimiento del pelaje formaba figuras. Primero dos
círculos, luego un tercero, más alargado, como una boca.
Era una cara. Y le
estaba hablando.
La voz era un
canto de mujer. Nacía de la piel que abrigaba a Sigur.
Tol recordó la voz
que creía haber olvidado después de tantos años.
La voz de Sila
cantaba, arrullando a su hijo. Mucho antes que el mundo y sus tragedias los
arrastrase. Cuando Tol era aún joven y confiaba en la felicidad que la vida le
traería.
La voz de Sila era
un arrullo que hacía dormir. La cálida, suave voz que lo había acariciado al
casarse, la que besó su barba en el lecho en que durmieron por primera vez. El
aliento condensándose en gotas sobre los labios abiertos.
Ella le hablaba, y
parecía obligarlo a dormirse. Pero él no deseaba el sueño ni sus pesadillas.
-¡No hables!-dijo
Tol, lo más bajo posible para que los demás no lo oyeran. Contuvo el dolor que
de pronto le comprimió el pecho, y se sujetó a los brazos de Sigur, que lo
miraba casi indiferente y frío.
-Pero si no te
estoy hablando, padre.
Tol no lo escuchó.
La voz de Sila crecía y agitaba las velas. Era ahora sí un viento que hizo
volar los gorros y las sogas de los mástiles. Un viento que secó el sudor de la
mañana en las espaldas de los hombres.
El canto sin
palabras se había hecho alto y agudo, casi un grito por instantes, y se estaba
desbordando del barco hacia las aguas.
-¡No hables
más!-gritó Tol, y su cara se frunció dolorosa y con más pena que terror.
Se sostenía del
brazo de su hijo, mirando el mar. El eco de la voz se alejaba, dispersándose
por toda la costa de lo que quedaba de la Aldea del Norte. El canto de
Sila, su estridente llanto, parecía un conjunto de mujeres en pena llorando
desde antes del principio del tiempo, porque el tono de congoja era más pesado
que lo que arrastra el tiempo, era inconsolable.
Pero las voces
llegaban también de la playa, y unas a otras se unían hasta comenzar a ascender
hacia las nubes, separadas por aquel viento extraño que los sonidos producían.
La luz de la
mañana se había hecho blanca, brillaba y refulgía en la superficie de las velas
y los cascos de los barcos, golpeados por las olas acrecidas por el viento.
Las columnas de
humo del pueblo se habían inclinado en dirección al mar, como pilares que se
doblaban sin derrumbarse, sosteniendo el cielo que parecía estar cayendo sobre
todos ellos.
El canto de Sila
dominaba tierra, mar y cielo, cubriendo las cosas del mundo como una sustancia
penetrante que se petrificaba al secarse.
Y entonces el
canto se hizo tan intenso y rígido, que se hundió en el mar, como una inmensa
piedra nacida en el aire.
Las naves están partiendo. Las olas
golpeando el duro casco de madera. La espuma salta y se acumula en la cubierta.
Desaparece al filtrarse al fondo, o se seca dejando una baba de sal que carcome
el maderamen. Las algas crecen, forman un espectro verde oscuro, suave a las
caricias de los hombres. Las manos callosas ya casi no sienten. Cierran los
ojos y acarician el musgo, como si tocasen los senos de una mujer seca, ya no
joven, pero una mujer al fin.
Cierran los párpados y ven el cuerpo bajo sus cuerpos. El barco es una
gran hembra que pueden acariciar en cada resquicio. El viento les limpia la
cara de sudor, despeja los cabellos de la frente, y sienten la mano del sol que
los toca con dedos y uñas rotas. Pero es el sol, después de todo.
Es el mar donde el tiempo puede ser perdonado, porque es piadoso, porque
no parece transcurrir. Donde aún el viento pasa y desaparece, y vuelve a rozarlos
sin premeditación, sin la idea del día o la noche como tiempos que se suceden
para no regresar. Hoy también puede ser mañana, y no hay pena ni prisa en eso.
No existe la angustia de la noche que llega, de la oscuridad sin fondo en que
se hunde el barco, del abismo con que el cielo envuelve al mar.
El mar es entonces un cómplice de los hombres que navegan en las
frágiles naves. Mece los barcos como si fuesen cunas donde los niños duermen o
sueñan con ojos abiertos. Los hombres se dejan llevar, y miran al cielo.
El ruido de los remos, subiendo y bajando. El sonido del agua en los
oídos, el sabor de la sal en la boca, la áspera sal que raspa la frente quemada
por el sol. Y la piel existe, el cuerpo vive, y los hombres saben que podrían
morir en ese instante, sin lamentarse. Son una parte del mundo que ha venido a
buscarlos. Los elementos frágiles que moldean las formas del mundo. Abren los
ojos y ven las nubes que lentamente van creciendo. Blancas, luego más oscuras
hasta hacerse negras, inmensas, uniéndose unas a otras igual que monstruos sin
cara venidos desde más allá del mar. Del confín del mundo donde el mundo se
pierde y cae en lo desconocido, quizá en la nada. Relámpagos, y los mástiles se
balancean con el impulso del viento más fuerte.
Han ordenado arriar las velas.
Los remos trabajan con menos fuerzas. El mar está encrespado. Las olas altas
invaden la cubierta. Pero aún no ha oscurecido. Es media tarde. La niebla se
levanta de la superficie, envolviendo a los barcos. La claridad opaca se
transforma en perdidas formas sin contornos. Gaviotas pasan, raudas, ciegas, y
chocan con los mástiles. Caen a cubierta y los hombres las guardan como
reservas. Alguien enciende una antorcha y avanza con ella muy cerca de las
velas. Le gritan que la apague si no quiere incendiar el barco.
La tormenta se ha detenido. El mar está calmo. La niebla pesa sobre las
aguas. Hace mucho calor. Los hombres traspiran y esperan. Saben que la
tempestad llegará. Piensan en los que caerán por la borda, en si las naves
podrán resistir.
A medianoche, cuando ya nada puede verse más que la lámpara de aceite
del vigía en la altura del palo mayor, como una estrella solitaria, el viento
aumenta de pronto. Un tronar continuo los estremece desde un tiempo antes. Los
relámpagos los alumbran, y sus caras parecen pálidas aunque no lo estén,
parecen tensas aunque quieran fingir que no es así. Los estallidos del cielo
desnudan el alma de los hombres.
Llueve muy fuerte. Las velas, por más que han sido recogidas, se embeben
de agua y chorrean como cascadas. Uno, dos rayos seguidos estallan, lejos, y
las olas golpean, castigan con ferocidad. Se escuchan órdenes a gritos de un
extremo al otro de las naves. Señales de los faroles de una a otra, cortadas
por la lluvia y los relámpagos. El barco se tambalea de costado. A sotavento,
la tormenta arrecia peligrosamente. Están inclinados, y el agua se acumula a
barlovento. Varios se encargan de sacarla con cubos, pero saben que es un
trabajar inútil. El fondo se ha inundado, dicen algunos.
Un mástil cae a cubierta. El quiebre de la madera ha sonado apagado por
el viento. Corren a mirar. Hay dos, tal vez más cuerpos bajo el mástil. Casi no
se ve en la oscuridad que los faroles no logran dominar. Se apagan
constantemente. Deberán, entonces, soportar la noche y la tormenta como ciegos.
Sólo guiados por la intermitencia de los relámpagos. Pero éstos son menos
frecuentes. La lluvia es lo peor, azota sin piedad. Y el viento no cede.
Los hombres saben que muchos han caído al agua, pero no los ven. Oyen
sus gritos al perderse entre la espuma de las grandes olas. La tenue blancura
los arrastra como una nube de polvo de huesos. Ellos saben que los muertos
brillan en la noche, que los huesos sudan, y el fluido en que se convierten los
cuerpos flota en las aguas como aceite con brillo propio.
Sin embargo, deberán resistir hasta la mañana.
Y al amanecer, no hay rastros de tormenta. Las seis naves han
sobrevivido, aunque una ha quedado inclinada, y otras con los mástiles caídos.
De barco en barco llegan informes de los daños a través de las señales
de luces de los vigías o de hombres que recorren la distancia en botes. Veinte
hombres han desaparecido. Mástiles y velas deberán ser reconstruidos y
confeccionadas otra vez. Los caballos están enfermos, pero se recuperan. Las
provisiones de la nave más averiada se han inundado. A la distancia, desde el
primer barco, ven cómo el último tira al mar los deshechos. Desde las otras
naves, han comenzado a arrojar también algunos cuerpos.
El sol es intenso, y quema. No hace frío. Unos cosen velas rotas, otros
martillean, otros reman. Las naves, una detrás de otra, navegan sobre aguas
calmas, azules, bajo un cielo sin nubes. Tras ellas, como la cola de un animal
cansado, el último barco avanza pesadamente, inclinado a barlovento. Puede
verse a sus hombres caminar con cautela, mientras siguen sacando agua durante
todo el día. Esperan que el sol seque las cubiertas. Un olor a podredumbre,
dulce y agrio a la vez, gira alrededor de las naves. El olor del agua de lluvia
en los deshechos, en las telas arruinadas, en los cadáveres que flotan
alrededor y se alejan muy lentamente.
El calor, sin embargo, lo irá transformando, y el viento, que en la
tarde va a llegar, traerá el aroma de siempre, el aroma de la sal.
Y ese día y el siguiente fueron parecidos a los que siguieron. Un verano
tormentoso. Un otoño más plácido, y al comienzo del invierno, el frío se asentó
en las cubiertas. La escarcha se trizó con un sonido semejante al graznido de
los cuervos. La madera de los cascos crujió como a punto de quebrarse.
Hubo hambre entre los hombres, y algunos caballos morían cada mañana.
Una epidemia tomó una de las naves y muchos hombres y animales murieron. El
barco fue aislado al final de la flota.
Pero un día se oyó un grito desde el mástil del vigía, que se repitió en
las seis naves.
-¡Tierra!
La mirada de los hombres se llenó de luz.
*
Había visto los barcos desde dos días antes, cuando eran sólo
dos puntos negros en la línea que separaba el mar del cielo. En las noches,
especialmente, llegaba a verse una muy tenue luz titilando, como una estrella
caída luchando por no hundirse.
Después, dos días
más tarde, cuando esa mañana Cesius salió de su refugio entre las rocas de la
playa, ya no vio dos puntos negros, sino barcos cuyas velas se combaban con el
viento, refulgentes a pesar de las hilachas de los bordes y la suciedad que las
cubría. El movimiento de los remos los hacía balancearse como el avanzar de una
oruga. Eran pequeños barcos todavía a la distancia, pero detrás de los primeros
aparecieron otros puntos, rezagados. Tres, tal vez, o más si prestaba mayor
atención. Quizá fueran las sombras de las olas en contraste con el brillo
intenso del sol sobre el agua.
Sin embargo, de los primeros no tuvo dudas. Se
sentó sobre las rocas para limpiar y cortar los pescados que sus redes
atraparon esa mañana. Cada vez que se adentraba en el mar, sus ojos se perdían
en la contemplación de las naves, que parecían tan quietas y serenas, que eran
casi una respuesta a lo que había estado soñando aquellos últimos tiempos.
Desde que la
muerte de su padre y de su hermano, de la huída de Britan, a él solamente le
restaba esconderse. No sabía cuánto iba a durar esa vida, pero no lo inquietaba
demasiado pensar que así viviría siempre. Mientras el nuevo jefe del pueblo no
lo buscara, él lograría sobrevivir si lo dejaban en paz. No serían diferentes
sus días a los que ya llevaba, solo, apartado de los suyos, componiendo cantos
que recitaba para su soledad, para la luna que a veces decidía acompañarlo en
noches desveladas. Palabras para las voces del agua, del río o de aquel lugar
en que le tocase vivir. Palabras para el techo que lo cubría, las piedras, la
tierra o las ramas de su refugio. Para los peces que lo alimentaban, el aire y
el viento que refrescaba el sudor nocturno. Únicamente el pensar y hablar
consigo mismo lo consolaba.
Desde hacía mucho
tiempo que no valían nada las explicaciones que había dado a la disconformidad de
sus hermanos por su voluntario aislamiento. Ellos lo habían invitado a formar
parte del destino del pueblo. Su padre, el hombre que hablaba con los dioses,
sin embargo nunca le recriminó aquello. Lo dejó irse, conocedor de las
aptitudes que había demostrado desde que era un niño, cuando se levantaba en
medio de la noche y corría desnudo entre los árboles, llamando a la luna su madre y a las nubes su ropa. Telas desgarradas que quería
tomar extendiendo los brazos, trepando los árboles, para arrancarlas del cielo
y protegerse del frío. Cada mañana iban a buscarlo para bajarlo de las ramas en
las que se había quedado dormido, los brazos y las piernas colgando, la cabeza
y el cuerpo apoyados en la corteza.
Al crecer, esa
búsqueda se transformó en fiebre y desaliento. Sus pasos eran más pesados y
lentos, una frase incierta y sin sentido brotaba de sus labios. El sudor le
corría por el cuerpo y se secaba contra los troncos en los que buscaba paz al
ímpetu de su sexo. Ya no despertaba, agotado, en la rama de un árbol, sino que
seguía dormido cuando Britan llegaba a buscarlo. Cesius murmuraba entonces las
mismas frases entrecortadas que esa noche había pronunciado sin interrupción,
como una ola creciente de palabras que eran una fuerza en sí mismas, pidiendo destruir
el bosque con la intensidad de su significado, para transformarlo en cielo.
Hacer llegar las nubes, o espantarlas como se patean las piedras sueltas.
Convertir el mundo a su voluntad por una noche. Vivir en otro lugar que no
fuese éste, el anterior al día que los demás se apropiarían de la tierra y
vendrían con las sogas de la razón.
Pero los inviernos
atenuaron la inconsistente miríada de fuerzas contrapuestas que lo
atormentaban, luchando por su cuerpo como si fuese presa de espíritus superiores.
Ya no corría desnudo por el bosque, sino cubierto de livianas telas que las
viejas del pueblo le tejían con finas hebras de hojas de ciruelos, caminando
descalzo sobre la hiedra, si aguardar a que la luna saliese. Él la llamaba con
sus cantos, los mismos que no surgían espontáneamente, sino pensados y
retenidos en la memoria durante todo el día. El sol o la lluvia parecían
dictarles aquellas palabras, y él las adornaba con otras que realzaran la
belleza de esos intentos que el mundo cotidiano fallaba en transmitir. Él era
el instrumento, la voz que daba un orden al caos del mundo.
Por eso Reynod, su
padre, lo había dejado en paz. Porque sabiendo de su aptitud, parecía descansar
a veces en su hijo menor. Lo que de pureza tenía aún su vieja voluntad, la
triste inocencia de las voces de los dioses que escuchaba, del origen más
remoto de ellas, persistía en Cesius. No eran voces entonces, eran palabras de
belleza teñidas de melancolía. Las palabras de los dioses que su padre había
logrado transmitir al pueblo con fuerza brutal, como una orden sin asomo de
piedad, eran cantos en la voz de Cesius.
Él lo sabía. Pero
desde la muerte de su padre, los cantos, las epopeyas que creaba y se iban
acumulando en la memoria, fueron convirtiéndose en oscuros presagios. Los
cantos eran bellos, pero tristes. Inmensos, aunque acababan en frases sin
sentido. Largos cantos que terminaban matándose a sí mismos, y sin embargo, no
podía borrarlos de su memoria.
Cargando las redes
en sus hombros, de espaldas al mar, las palabras llegaban con las olas y se
impregnaban en la arena. Y él las leía, pronunciándolas en voz alta. El agua le
hablaba de barcos, naves que él había decidido ignorar, pero al volver la vista
allí seguían, un poco más grandes, resistentes no sólo a la fuerza del mar,
sino a la fragilidad de la memoria, a la débil resistencia de la vista de un
simple hombre. El ruido de las olas le daba ritmo al canto de las naves.
Pero Cesius veía
más que eso, alcanzaba a ver otras aguas y una barcaza cuya sombra no
distinguía del todo, y lo perturbaba. La imagen de la barca era lo más
importante en este día de verano, mientras dejaba caer las redes y los pescados
en la playa. Las manos callosas, de vello oscuro en el dorso de los dedos. De
piel dorada, oscurecida por el sol. El cuerpo encorvado, las piernas
flexionadas, los tobillos apoyados en la arena caliente. Las manos abriendo las
entrañas de los pescados, con el sol cayendo sobre su espalda. La vista a veces
se alzaba hacia las aguas, vigilando el lento crecer de las naves con el correr
de la tarde, al mismo ritmo con que la luz decrecía y el frío arreciaba.
Entonces las pequeñas luces lejanas se convertían en estrellas fuertes
reflejadas por el mar.
Cinco barcos, y
otro aún lejano en la distancia.
En la noche, arrojó agua a la fogata. La
ceniza se levantó con una nube de humo hasta hacerse nada más que una grisácea
capa que se confundía en la oscuridad. Más allá, la frontera del oeste y del
norte estaba siempre alumbrada por guardias con antorchas, día y noche, frente
a los peligros que de allí podrían llegar. La forma en que Zaid gobernaba era
distinta a la del brujo. Reynod los había hecho migrar de región en región,
como una manada de hombres que no aceptaba nuevos adeptos ni disidencias. Eran
un pueblo cerrado pero sin barreras ni cercos, inmutables en su número, en la
pureza de las castas que lo formaban.
Pero el pueblo de
Zaid era un lugar con barreras de fuego y agua. Límites siempre alumbrados por
destellos. Hasta el cielo formaba también una barrera de nubes negras. Hacia
fuera irradiaba luminosidad, pero adentro una creciente negritud crecía. Él
podía verlo desde su refugio, desde las rocas golpeadas por las olas. El valle,
lejos, parecía hundirse en el fango que el lago iba formando en su incesante
avance.
En esta noche de
estrellas sin luna, Cesius miró hacia el mar, y vio las luces de los barcos,
que de a poco comenzaban a virar hacia donde él estaba, tal vez evitando
acercarse a las playas iluminadas. Decidió esperarlos. El aire era tibio. Cerca
de la orilla, la brisa le trajo gotas de las olas que rompían allí cerca, al
alcance de sus manos. Sólo alcanzaba a distinguir la blancura de la espuma, más
allá de la cual las luces de los barcos iban aumentando. Eran ya seis naves claramente
visibles, a gran distancia una de otra. Sobre la cubierta de la más cercana se
veía el movimiento de los hombres, pequeños como hormigas. Puntos desplazándose
bajo y sobre los mástiles y travesaños, como hormigas en las ramas del barco.
Eran árboles flotantes que llegaban de desconocidas tierras.
Estuvo
observándolos durante toda la noche. Vio cómo bajaban los botes y los hombres
descendían con gritos contenidos y órdenes casi susurradas que él no pudo oír.
Las lámparas habían sido apagadas a las mínimas necesarias. A pesar de estar
tan cerca, lucían lejanas como luciérnagas suspendidas a pocos pies sobre el
mar, o semejantes a esos peces cuyos cuerpos brillan al saltar en la noche con
la luz de la luna.
El amanecer
comenzaba. La bruma se había asentado sobre el agua, pero las figuras pálidas
de las lámparas se abrían paso en la neblina, balanceándose en los botes. Las
pequeñas barcas se mecían con las olas de la rompiente. Las primeras fueron
surgiendo, naciendo desde la masa informe de la niebla. Puntos de luz débil que
se convirtieron en hombres y remos, hombres y madera. Voces de hombres que
temblaban en las gargantas roncas de humedad y cansancio.
Cuando el primer
bote pasó la rompiente, quedó encallado en la arena. Era ya casi de día, pero
la bruma ocultaba a los tripulantes. Sólo uno podía distinguirse con cierta
claridad, una figura alta, de anchas espaldas, cubierto de pieles oscuras. En
una mano llevaba una antorcha levantada. En la otra, una lanza. Pero Cesius no
vio su cara. Dos botes más llegaron después, y serían diez los que encallarían
a lo largo de la mañana. Una bandada de cigueñas cruzó el cielo en busca de
alimento, pero la extraña actividad de ese día las hizo seguir de largo sin
detenerse.
El hombre que
había bajado primero hundió los pies en la arena húmeda, y se acercó acompañado
por otros hacia donde él estaba, pero no parecían haberlo visto. Dirigían la
vista hacia la playa y las rocas.
Cesius no se
atrevió a llamarlos. A pesar de su peculiar mansedumbre y su falta de
desconfianza ante los hombres, éstos que ahora llegaban del mar le indujeron
temor. La bruma se iba abriendo mientras caminaban, desgarrándose en volutas de
vapor blanco y pesado, dejando gotas de sudor en la cara. Podía ver los rostros
cubiertos de transpiración, que se limpiaban con el dorso de las manos. Sus
figuras grises, con puntas de lanzas y escudos frente al pecho, aparecieron a
escasos pies de Cesius. Entonces ya no supo evadirlos, aunque hubiese querido o
tenido tiempo para decidir si eran buenos o malos por su aspecto. Ahora que ya
estaban delante de él, vio al principal, que llevaba un casco hecho con pezuñas
de bisonte, y en el rostro una amarga mirada de cansancio.
-¿Eres del
pueblo?-le preguntó el extraño no sólo en su misma lengua, sino con el idéntico
acento de su gente. Los otros, detrás, cambiaban miradas, con las armas en
actitud vigilante.
Cesius creyó
percibir un gesto desconfiado en la voz del principal, ronca y desgastada. Bajo
los ojos había unas manchas negras, quizá luego de muchos días sin dormir. Miró
los pies, hinchados y ulcerados.
-Sí-contestó.-Pero
no vivo con los demás. La playa es mi hogar.
-¿Por qué?-volvió
a preguntar el otro.
-Porque así lo
deseo-dijo, y tomó una postura arrogante, extraña en él, que delataba su miedo.
Quiso creer que el hombre, ya algo viejo, no tenía tanta fuerza como demostraba
su estatura.
-¡Tu nombre!
-Cesius.
-¿De qué familia?
-¿Quién lo
pregunta?-se defendió.
El otro pareció
cansarse de aquel juego, y con un ademán hizo que sus hombres lo apresaran.
Mientras dos lo estaban sujetando de los brazos, Cesius sintió el olor de
pescados rancios, de suciedad acumulada en su pelo largo y ensortijado. Quién
sabía cuánto tiempo habían estado navegando, o cuánto que no comían o bebían.
El principal se
sacó el casco, y sus cabellos entrecanos cayeron sobre los hombros. Su rostro
era recio, firme en los contornos. La cabeza se irguió, orgullosa, y los labios
se abrieron. Un hilo de sangre corrió por las costras de los labios.
-Tol, hijo de Zor
el Cazador. Si algo te han enseñado, sabrás de quién estoy hablando.
Cesius había
escuchado de aquella familia por boca de su padre, que habló de su
desobediencia, de cómo el viejo Zor se había rebelado a sus leyes, para luego
ser expulsado del pueblo. Pero sobre todo sabía lo que él mismo conoció: la
llegada de Zaid.
-Si vienes a ver a
tu hijo, acá no lo encontrarás. Dónde él esté, yo debo huir.
La mirada de Tol
abandonó el débil ensueño en que parecían haberse sumido por un momento. Por
primera vez lo vio abrir los ojos realmente, como si no hubiese despertado
desde que había salido del barco. Ojos de color marrón claro, pálidas órbitas
blancas que contrastaban como nubes dentro de un tornado de tierra negra.
-¿De qué estás
hablando?
-Tu hijo Zaid es
el jefe de nuestro pueblo, un tirano que no permite el entierro de los muertos.
Miró hacia el
oeste, como si pudiese ver más allá de las rocas que ocultaban el valle. Hizo
una señal con la cabeza, pidiendo que lo soltaran. Tol accedió. Entonces Cesius
caminó hasta la roca más alta, y lo siguieron.
El viento
arrastraba las nubes que se esparcían sobre el mar y el valle. El sudor de los
rostros se fue secando, y los hombres hicieron gestos de alivio frente al
viento fresco. Todas las miradas se dirigieron hacia el valle. Cesius señaló la
mancha negra que cubría la mitad sur.
-El lago los está
invadiendo, y cada noche crece un poco más. Mira las nubes.-Su mirada se alzó hacia
la masa oscura en el cielo.-Estamos en verano, pero las nubes nunca se apartan.
Tol seguía sin
comprender la causa ni la relación de Zaid con todo esto. De pronto, sintió un
escozor en las piernas, y tuvo que sentarse. Los otros lo ayudaron, atando
antes a Cesius. Más hombres que subían por las rocas. Uno se acercó a socorrer
a Tol. Era de cabellos rojos, que caían enredados sobre la espalda. Vestía una
piel más fina que Tol, una piel que alguna vez había sido blanca.
-¡Padre!
Tol levantó la
mirada e hizo que Sigur se arrodillara junto a él. Lo tomó de un brazo,
temblando. Su cara se había transformado en una expectante expresión de
ansiedad. Las bolsas bajo los ojos desaparecieron, y se restregó la cara y la
barba al hablar.
-Tu hermano está
aquí-dijo, repitiendo la frase varias veces, como si quisiera convencerse a
sí mismo.-Debemos hablar con él, ya no
es necesario luchar. Zaid es el jefe del pueblo.
Sigur hizo un
gesto de confusión ante el cambio de
planes. Miró al que habían apresado y pidió explicaciones.
-Tu hijo es un
tirano-dijo Cesius, sereno, sin odio en la voz, mientras Tol lo observaba con
recelo.
-De eso no tengo
miedo-dijo Tol.
Sigur lo miraba
rencorosamente, pero el viejo parecía respirar admiración tras la palidez de
sus ojos.
-Yo lo he sido, y
tu también. No digas que arrastraste a todos tus hombres sólo por voluntad de
ellos. Si tus actos no te hacen un tirano, lo hacen tus palabras.
Sigur bajó la
mirada.
-Necesitamos
órdenes-dijo uno de los hombres.
-Formen una
barricada en este borde del valle, con guardia permanente. Después, construyan
un muelle para bajar los cadáveres y los hombres.-Tol respiró profundo y tomó
aliento.-¡Y por todos los dioses que no han querido ayudarnos, busquen comida y
agua!
Los hombres se
fueron, y unos pocos se quedaron con ellos.
-¿Dónde está
Reynod?-preguntó Sigur.
-Mi padre ha
muerto el otoño pasado.
Cesius notó cómo
los otros se miraban, sorprendidos.
-No se preocupen
por mí, conozco el odio entre nuestras familias, y no lo comparto. Mi padre me
crió diferente a mis hermanos. Yo no hablo de resentimientos, sino de cantos.
Mi familia se ha deshecho, ya lo ven. Quedo yo solamente, y mi fuerza es una
voz tan frágil como este la brisa del mar.
-Está
mintiendo-dijo Tol a Sigur.-Zaid no puede ser lo que él dice. Si es el jefe, lo
logró por sus méritos. Recuerda que debe haber sufrido tanto o más que
nosotros.
Pero Sigur parecía
querer más explicaciones. Se apartó de su padre y fue hasta Cesius. Le dio un
golpe en el costado.
-¡Estás mintiendo!
¡¿Cómo puede mi hermano ser un tirano?!
Cesius mantuvo
silencio mientras se recuperaba. Vomitó sangre y luego habló.
-Cada uno es uno y
muchos. A veces, ni siquiera elegimos cuál de nuestras caras prevalecerá con el
tiempo.
Padre e hijo se
miraron. El viento se había llevado la niebla, y los barcos surgieron entonces
como grandes montañas acostadas sobre el mar. Las proas, balanceadas por las
olas, tenían maderas rotas. Algunos mástiles se apoyaban en los otros o sobre
la borda, y las velas colgaban rotas de los travesaños. Unas columnas de humo
se elevaban de las cubiertas, y un hormiguero de hombres iba de un sitio a otro
ocupados en sus tareas. Pero en sus movimientos se veía el mismo cansancio, el
desgano que estaba en los que habían desembarcado.
Varios botes más
comenzaron a ser bajados al agua. Los hombres descendían por las cuerdas con
fardos de herramientas y armas, y avanzaban lentamente hacia la costa. Primero
fueron diez, luego quizá cuarenta o cincuenta que traían una veintena de
hombres cada uno. Y desde los barcos continuaron descendiendo durante todo ese
día.
Cesius vio desde
lo alto del acantilado a los botes que llegaban y a los hombres que descendían
para agruparse en torno a sus jefes. Tol siguió con la mirada aquel proceso, ya
recuperado del dolor en sus piernas. Un hombre le estaba curando las llagas de
los pies.
-Este aire lo
mejorará, Señor, es más seco. La arena es limpia.
-Lo sé, amigo mío-contestó Tol, apoyándose en
los hombros del otro, sin que sus ojos perdiesen movimiento de lo que pasaba en
la playa.
Sigur permanecía
apartado y cabizbajo, ensimismado en pensamientos tristes. Tenía su mano sana
bajo la piel de oso, delante del pecho. Jugaba, quizá, con algo que escondía.
Entonces sacó la mano con dos plumas negras. Cesius, sentado en el suelo y
libre ahora de ataduras pero con la mirada de los guardias fija en él,
observaba a Sigur jugar con las plumas entre sus dedos. No supo decirse si algo
murmuraban los labios al moverse, porque no pudo escucharlos. Pero sí estuvo
seguro de haberlos visto soplar las plumas y besarlas, acariciando sus propias
mejillas con ellas, y luego volvió a guardarlas bajo su abrigo. Parecía no
importarle que alguien lo estuviese viendo. A Cesius le provocó curiosidad el
hecho de ver a un hombre de esas características mostrando tal sensibilidad.
Había imaginado que los recién llegados eran fuertes, de endurecidas almas,
cuyos brazos habían sido hechos sólo para cargar lanzas y empuñar puñales.
Dejaron de
prestarle atención durante el resto de aquel día, salvo para ofrecerle
alimentos que él rechazó. Desde el acantilado, vio a los hombres desnudarse y
bañarse en el mar. Sus cuerpos estaban delgados: los huesos de los hombros se
asomaban como puntas de mástiles y los tobillos como extremos de muñones
enfermos. Los jefes favorecían a los más fuertes, dándoles de comer primero. Al
mediodía, los cazadores regresaron con no pocas piezas, sobre las que todos se
abalanzaron sin esperar a que se cociesen al fuego. Después, el entusiasmo por
la comida mermó. El hambre había sido satisfecha, y una lánguida pesadez los
adormeció, aún a los jefes y al mismo Tol. Había comido y bebido agua dulce, se
había deshecho de sus ropas sucias, para recostarse al sol de la tarde, cuya
tibia calidez era diferente a la de mar adentro.
Cinco días
tardaron en construir los muelles. Más de doscientos hombres habían tomado la
playa. Casi la mitad mantenía la guardia frente al valle, y Cesius pudo
escuchar los informes que le traían a Tol. A pesar de que no se escondían, la
gente del pueblo no parecía haberlos visto, dijeron los mensajeros. Sólo los
fuegos nocturnos eran más numerosos, y nunca se apagaban. Era como si
presintieran su presencia, la barrera que rodeaba al valle del que no podrían
salir. No porque ellos se lo impidiesen, sino por algo que tal vez los empujaba
más que la presencia de los recién llegados. Quizá fuese ese lago junto al
centro del valle, esas olas de espuma gris que brillaban con la luz de la luna.
Pero los guardias habían visto que la luna nunca alumbraba más allá de la
medianoche. Las nubes se iban haciendo más densas, casi impenetrables a todo
rayo de luz. Únicamente las mañanas se teñían de un color naranja, en un tenue
cambio de la habitual crudeza de su aspecto.
-Es extraño que
Zaid no haya mandado representantes-dijo Tol al escucharlos.
-Trama algo-le
dijo Cesius.-La mujer que trajo con él y los muertos del lago son parte de su
plan.
-¡Calla!
-Cuando estés
preparado, te llevaré a ver el valle, a escuchar las voces de la gente y las
caras en la penumbra. Cada uno de nosotros lleva dos muertos en el rostro. El
nuestro y el que nos ha tocado llevar en vida. ¡Si oyeras las voces de los
muertos en el agua, las olas con sonidos como gritos! ¡Y a lo lejos, apenas
perceptibles, en el centro justo del lago, está la barca!
-¡Calla!
-¡…la barca!
Tol lo golpeó
varias veces. Los guardias rodearon a Cesius, pero nada había que pudiera hacer
él para levantarse o amenazarlos. Sólo las palabras que no podía pronunciar, y
que sin embargo parecían estar escritas en la cara amoratada.
Al décimo quinto
día, los barcos se acercaron a los muelles terminados, que se adentraban en el
mar como dos grandes manos para sujetar a los barcos. Muchos hombres más
bajaron entonces. Los que estaban enfermos eran cargados en tablas o restos de
velas rotas. Una larga fila de mujeres los siguió, llevando cada una de la mano
varios niños.
Luego, casi antes
del crepúsculo, aparecieron los caballos. El estruendo de los cascos sobre los
muelles repercutió por toda la playa. Se levantaron nubes de arena que
empalidecieron el ya oscuro azul del cielo estival. Los hombres los guiaban con
golpes de látigos para hacerlos formar en dos columnas que ocupaban todo el
ancho de los muelles. Al llegar a la playa, se reunieron en manadas entre los
acantilados.
Cesius nunca había
visto animales como esos, pero su extraña belleza, los colores del pelaje tras
el polvo, y sobre todo los tonos de la luz crepuscular en los lomos, lo
hicieron salir de la tienda y quedarse parado allí, en el borde de las rocas,
para contemplarlos.
Los barcos iban
desapareciendo en una sombra que llegaba del mar y hundía en ocres tonos las
luces de las lámparas de aceite que acompañaban el desembarco de los tarpanes.
De pronto, vio un animal de pelo rojo, con crines largas y revueltas. Parecía
levemente más alto que los otros, aunque la robustez del cuerpo y de las patas
lo asemejaba al resto. El caballo corría junto a los demás a lo largo del
muelle. Los pilares temblaban más que al principio. Algunos hombres gritaron
órdenes para detener el paso. Los gritos se perdieron en el estruendo general,
y la arena apenas dejaba ver los movimientos de los brazos señalando hacia
dónde había que guiarlos..
Las naves se
balanceaban más que antes con la marea, aliviadas por el peso que los había
ocupado hasta entonces. El caballo rojo fue de los últimos en salir. Iban más
despacio, quizá más cansado. Las gotas de sudor no podían ocultarse ni aún bajo
la polvareda y la arena. Brillaban bajo la luz movediza de las lámparas que se
balanceaban colgadas a los lados del muelle.
El sol, oculto en
la mitad de su esfera, formaba un largo camino sobre las aguas, casi tocando la
playa. Los últimos calores hicieron sudar a los caballos, pero la brisa del mar
corría como un hálito de aire fresco a lo largo de la costa. El mismo viento
que golpeaba la cara de Cesius era el que pasaba sus manos ásperas sobre el
lomo del tarpán. Y fue entonces que creyó sentir que el animal lo estaba
mirando.
Al principio fue
la duda, después la certeza de que sobre él, entre tantos hombres, el caballo
había fijado la mirada. El tarpán comenzó a cabalgar un poco más sereno, sin
inquietarse cuando los otros caballos lo golpeaban al pasar. Ni siquiera los
látigos le llamaban la atención. Venía derecho hacia él, todavía muy lejos,
pero como si buscase un camino más corto entre la multitud. Al pie de los
acantilados, un mar de nubes precedía al verdadero mar, y abriéndose paso entre
ellas, el tarpán cabalgaba con sus crines rojas agitadas por la brisa.
Pero un caballo y
un jinete se interpusieron en el camino, y un lazo le rodeó el cuello. Cesius
no pudo distinguir quién era, luego vio el gorro blanco y la cabellera roja del
hombre. Se dio vuelta y vio que lo habían dejado solo. Sigur debió haber bajado
del acantilado durante la tarde, para ayudar en el descenso de hombres y
caballos, y era él quien ahora intentaba atrapar al animal. Y sin saber por qué
razón, si jamás había tenido algo propio ni se había aferrado a cosas en toda
su vida, Cesius sintió que le arrebataban algo.
Nada de los que
los recién llegados traían le interesaba, ni ansiaba poseer las grandes naves,
ni las armas o las mujeres que había visto descender de los barcos. No quería
siquiera la destreza que demostraban construyendo muelles y organizando todos
aquellos preparativos. Los sabía más inteligentes y avanzados, no cabía duda.
Pero ese caballo era distinto. No se trataba de la necesidad de ser su dueño,
ni de la satisfacción de verlo cada mañana pastando frente a su choza y
esperándolo para que lo llevase a cabalgar. Tuvo la sensación de que si perdía
de vista a ese caballo, la idea misma del futuro, la imprescindible seguridad
de que mañana, o dos días o un invierno después, él desaparecería. Y eso lo
hizo sentirse como al borde de un abismo. La inquietud se transformó en un
cosquilleo recorriéndole el cuerpo, el corazón agitado y la frente mojada.
Entonces ya no pudo quedarse allí, y del acantilado por la bajada más cercana.
Corriendo y
tropezando, logró llegar a la playa. Algunas mujeres le interrumpieron el paso.
Cuando salió del sendero entre las rocas, las manadas se habían hecho más
densas de lo que parecían desde arriba. Alcanzaba a ver, sin embargo, a Sigur
cabalgando junto al caballo rojo, que lo obedecía, pero el animal daba vuelta
la cabeza y estaba mirando a Cesius. Tres hombres se acercaron a Sigur para ayudarlo
con la manada.
Cesius hizo fuerza
para abrirse paso entre los flancos de los tarpanes. Avanzaba con lentitud
hacia el caballo que Sigur estaba llevando hacia el centro de la playa. La
marea había subido y quedaba muy poco espacio libre. Cuando finalmente alcanzó
a encontrarse con ellos, recién entonces recordó a los guardias que no había
visto y debieron haberlo seguido desde que comenzó a bajar. Pero ya no
importaba. El tarpán se agitó, se desprendió del lazo y comenzó a correr hacia
él. Estaban uno frente al otro, mirándose. El animal sudaba, contrastando su
brillo con la opaca arena que lo cubría. Cesius levantó los brazos y los pasó
alrededor del cuello del tarpán, apoyando la cabeza sobre el hocico.
Los demás los
observaron con asombro. Los otros animales seguían pasando, pero los hombres
detuvieron su tarea para mirar aquello que no comprendían.
-¡Señor!-le dijo
uno a Sigur.-¡Su caballo!
Sigur no contestó.
Cesius había escuchado, y en sus ojos estaba reflejado el miedo. Si el caballo
era del hijo de Tol, jamás lo obtendría.
-¿Cómo es que
conoces a este animal?
Entonces no tuvo
más alternativa que decir la verdad, aunque mentir habría sido menos absurdo en
este caso.
-No lo
conozco-respondió. Tuvo que gritar para seguir hablando. Aunque el tumulto de
los trotes iba menguando, el bullicio de la gente se había acrecentado por el
hambre. Las fogatas comenzaron a ser encendidas, y los niños lloraban
alrededor. Lo que empezó a decir no tenía sentido, como jamás lo tuvieron sus
cantos nocturnos.
-Eres dueño de lo
que no posees. Ves el sol, y no lo tienes. Pero el sol se cría en tu piel y tus
entrañas. Comes sol, escupes sol, porque está en tu cuerpo. Tocas la hierba que
comes, pero en realidad saboreas tus propios labios. El sol en tu lengua, la
lengua que se come a sí misma y mastica las entrañas de tu ser. Eres dueño de
todo si está en tu cuerpo, pero no eres dueño de nada al final del día. Debes
devolverlo, así como devuelves los cuerpos a la tierra.
Una fogata se
había encendido junto a la tienda de Tol. Cesius seguía acariciando al animal
mientras hablaba.
-Aunque no
conozcas algo, lo sabes porque está en el cuerpo. La sangre es la misma aquí y
en los confines del mundo. Y la sangre habla. La sangre es el tiempo. Sin
tiempo no hay sangre ni muerte. Las tres son una misma cosa, vidas
independientes que se alimentan una de la otra. Sangre. Muerte. Tiempo.
Verdugos de la razón y la cordura. No hablo de paz, porque no importa. Sólo
interesa, como una balsa en un río o en el mar, el saber. El conocimiento que
nos salva, que retrasa la mordida del tiempo que nos aturde con la idea de lo
que no puede poseerse. Eso es lo que quiero decir. Nada tenemos y lo tenemos,
sin embargo, en el cuerpo, riéndose de nosotros. Mirándonos desde dentro con
una odiosa sonrisa. Tan pequeño que no podemos atraparlo, tan fuerte que puede
destruirnos. Esto es lo que quiero explicar. Al fin lo he encontrado. El
porvenir.
Acarició al
caballo, ya sereno y sumiso. Sigur hizo un gesto de hastío, quizá de
desilusión. El caballo nunca se había mostrado tan obediente y entregado como
esta vez, ni siquiera al atraparlo en las tierras del Norte.
-¡Que se lo
lleve!-ordenó, y se fue cabalgando rápido y sin mirar atrás, hacia donde lo esperaba
su padre.
*
Retiró la mano del cuerpo de su padre. El viejo había dejado
de respirar. Acercó la cara al los labios. Ni un suave aliento que delatase
vida. Sólo el olor de la vejez. La piel oscurecida. La barba entre las arrugas
de la cara, pliegues que fueron marcando el aspecto de la enfermedad que lo
había consumido.
Si el viejo se
había mantenido en pie hasta poco tiempo antes, si iba al campo de batalla, en
la retaguardia, a observar los resultados, si aún se mantenía atento, a pesar
del dolor en los oídos, durante las reuniones para definir estrategias, era por
la fuerza de su voluntad inquebrantable, firme, y más dura que nunca.
Únicamente, se dijo Aristid, por ver cómo los rebeldes resistían después de las
primeras derrotas. Batallas perdidas o suspendidas por razones que no
comprendían. Enfrentaban enemigos diferentes. Muerto uno, aparecía otro que era
más extraño aún. Y bajo la forma de la familiaridad, con el rostro de una
familia amiga, había llegado un nuevo hombre para algo que ellos no lograban
entender. Sólo vieron en Zaid una nueva estrategia de la tiranía. El viejo
artesano sabía que lo importante era luchar, pero había dejado de ver a la
gente, de oír los llantos por los no enterrados. Dejó de oler el aroma de los
cadáveres desde el lago. Si así no lo hubiese hecho, no habría tenido voluntad
para continuar peleando.
Y ahora se lo
llevaban. El mismo olor que habían intentado siempre mantener alejado con
fuegos e incienso, crecía en el lecho donde reposaba el cuerpo. Echó
más leña al fuego, y la luz aumentó espantando las sombras que las mismas
llamas provocaban entre las ropas y los cabellos del viejo. Buscó especias y
granos entre los fardos apoyados contra la pared, para arrojarlos también a las
llamas. Un aroma intenso inundó el lugar. Tan fuerte, que parecía ser una
burla, una imitación del olor de la muerte. Aristid buscó aceites, y los
esparció sobre el cuerpo. El olor se hizo más dulce. Pero al acercarse otra vez
al rostro de su padre, abrió la boca del viejo, y sintió el inconfundible
perfume del vacío, como gritos apagados en la boca oscura.
Por eso arrancó
brutalmente las mantas y cubrió con ellas todo el cuerpo y la cara, con rápida
furia, sin cuidarse de los ritos que los demás, mirándolo, parecían estar
reprochándole no cumplir. Se detuvo un momento, buscando algo que no encontraba
alrededor. Se le acercaron y le tocaron un hombro. Los miró, y sus puños,
sujetando las mantas, se aflojaron. Se llevó las manos a la cara, y olió el
mismo aroma que nada lograba hacer desaparecer. Entonces abandonó a su padre al
cuidado de los otros, y salió.
Era de noche. Sus
hombres pasaban cargando cuerpos y armas. Las vidas de su pueblo se habían
trastocado en una atenta mirada continua hacia el lago suspendido del cielo.
Mientras más días transcurrían, los rebeldes atrapados en la emboscada iban
muriendo sin poder hacer nada más que resistir. Ni siquiera luchaban. Reynod
había muerto, el hijo mayor había muerto también, y los otros dos habían
desaparecido. Y el hombre que debía ser su aliado, era su enemigo.
Padre, si te vas ahora, no podré hallar la
solución. No se qué hacer, padre. Ese olor me vence. Ni siquiera tengo deseos
de luchar, porque el enemigo no tiene cara. Tiene, sí, el rostro de un amigo
que no es fiel. Y no se puede matar esa cara, porque sería como matarme. No lo
conozco y sin embargo es nieto de tu mejor amigo. Es nuestra sangre, padre, y
eso no puede matarse. En él reconozco una fuerza que me está consumiendo sin
haberlo visto o tocado. Es ese olor que está en mis manos, y a veces huelo
también en las noches que no logro el sueño. La imagen de Zaid lo invade todo.
Los aromas que lo siguen y rodean, la oscuridad del lago y el cielo a su
alrededor. Quiero entrar allí, padre, porque estás entrando. Es un lugar
sereno, lo sé. La entrada es la cara sin nariz, consumida por el fango.
Las rodillas de
Aristid se habían hundido en el barro. Se levantó al ver una luz que avanzaba
con rapidez hacia él, balanceándose en la penumbra como una luciérnaga que
volase en círculos, creciendo hasta alumbrar la cara del mensajero.
-¡Señor!-dijo la
voz del joven sin barba, delgado y bajo. Poco mayor que un niño, debía tener
apenas unos cuantos inviernos más de vida que su propio hijo.
-¡Señor!-repitió
jadeando, pero no podía decir más con su garganta seca.
Aristid le dio de
beber del tonel junto a la tienda. El joven luego suspiró profundamente, y se
arrodilló.
-¿Qué ibas a
decirme?
-¡Señor! El jefe
del grupo del norte manda avisarle que llegaron barcos a la costa, con cientos
de hombres y animales. Hace ya dos días que atracaron. Corrí lo más rápido que
pude, señor. Otro grupo me sigue y llegará en tres días.
En ese momento una
estrella cruzó el cielo, rápida y brillantemente. Pero Aristide ya no creía en
la infabilidad de los dioses, sino más que nada en su infinita crueldad.
¿Un presagio de bienaventuranza? ¡No! Con seguridad, los dioses usan las
estrellas para engañarnos como a niños, como a este joven que aún cree en las
cosas de ese otro mundo. Pero al ver una estrella, yo veo a los dioses ponerse su máscara de
piedad. La máscara se afloja fácilmente con la sonrisa que bajo ellas se va
formando. La sonrisa que les provoca la ingenuidad de los hombres.
-Ve a calentarte
junto al fuego y duerme. Dile a los demás que yo te mando. Mi mujer y mi hijo
te darán abrigo y comida.
El joven se fue,
sin antes olvidar besarle una mano. Aristid no se movió de allí en toda la
noche. A falta de sacerdotes, tuvo que aceptar la ayuda de los ancianos que
conocían a su padre desde que eran jóvenes. Vio entrar y salir a los viejos y
sus hijos, guerreros que desde hacía largo tiempo soportaban el rigor del
hambre y la resistencia. Los mismos que habían abandonado sus puestos por un
rato al llegarles el mensaje de la muerte del gran artesano de armas. El líder
de los rebeldes. Tal vez llorasen, o cerrasen los ojos por un instante antes de
emprender el camino hacia la tienda del anciano. Estaban llegando uno tras
otro, en una larga fila que Aristid saludaba con extremo pudor y con orgullo.
Apenas separó los labios para pronunciar un agradecimiento casi mudo. Los
hombres entraron y salieron durante toda la noche. Los viejos se apoyaban en
los brazos de los hijos. El amanecer los halló en la misma rutina, pero eran
más los que entraban que los que salían. Muchos habían decidido velar el cuerpo
por tres días, como era costumbre, aunque no hubiese sacerdotes para cumplir
con los ritos.
-Muchos de
nosotros somos más puros que aquellos que se dicen hombres nobles y nos han
traicionado-dijo un amigo de su padre.
-Hombres que
podemos enterrar a un muerto como debe hacerse. Hombres que no deshonrarán la
memoria de los muertos ensuciando los cuerpos con manos traicioneras. Contados
hombres, como tu padre o el viejo Zor, que ya no están con nosotros.
-¡Y es su
nieto quien lo contradice ahora!-dijo Aristid.
-Así es, pero
nuestro fin no es vengarnos. Recuerda lo que nos ha mantenido firmes desde los
tiempos en que vimos los primeros intentos de Zor por contradecir a Reynod.
Abrir el pueblo al mundo. Respirar el aire de los otros pueblos, las enseñanzas
y libertades de que aquí nos vimos privadas como si no las mereciéramos. Nos
sumimos en la ignorancia por más de cuarenta inviernos, algunos aceptándola,
otros ocultando el conocimiento como un mal o una enfermedad. ¡Oh, hijo!-se
lamentó el viejo alzando las manos.-Recuerdo la hogueras y los sacrificios. La
ciega devoción al Brujo, que nos sometía con sus oraciones, los rezos a los
dioses, sus ungüentos y curas.
Aristid quiso
consolarlo con un abrazo, y se apartaron en la niebla, lejos de la tienda para
que nadie lo viese llorar. Pero muchos habían escuchado sus lamentos, y
murmuraban entre sí con un contenido tono de ira y desconsuelo.
-Confíe, viejo
amigo, en que los venceremos. Nuestra tarea es sobrevivir, no sólo liberar al
pueblo. Los que se han quedado allí, quizá no merecen ser salvados. Pero pienso
en nosotros, en mi hijo y en los niños de la barca a la deriva en el lago. Los
entregados. Y no puedo soportar el furor que crece en mi pecho cuando pienso en
ellos.
Los ojos del
viejo se abrieron más, claros y secos, igual que el sol de esa mañana que se
iba limpiando de neblina. Ni una nube ensuciaba ya el horizonte, donde, hacia
el norte desaparecían los pálidos puntos de las estrellas rezagadas.
-Amanece. Debemos
empezar los funerales.
Mientras el viejo
se retiraba, rodeado de sus dos hijos, Aristid les dijo que la próxima reunión
sería esa noche en su tienda. Volvió a entrar, el cuerpo estaba untado en
aceite y cubierto de hierbas aromáticas. El olor de la muerte había cedido
finalmente. El fuego relumbraba sobre el cadáver desnudo, contraído y de
miembros delgados. Sólo la cabeza parecía grande, con el halo blanco de los cabellos
crespos y aún erguidos. Y no pudo evitar sentir una congoja, un estremecimiento
en la garganta. Pero no mostró emoción alguna.
Caminó hacia el
camastro, se arrodilló y rezó. Los otros, aunque no era la costumbre en el
momento de iniciarse recién los ritos, lo imitaron. La fila de guerreros que
deseaban despedirse y permanecían afuera, debieron resignarse a esperar a que
saliera el cortejo. Luego éste se abrió paso entre ellos, y le arrojaron
especias. Delante, Aristid llevaba de la mano a su hijo. Su mujer, vestida de
blanco, los seguía. Más atrás, un grupo de guerreros formaba dos columnas de
doce hombres. Con los brazos en alto, mantenían tensa una tela fina, cuyos
hilos transparentaban al fulgurante sol sobre el lecho del muerto. El cuerpo se
balanceaba con los pasos lentos, irregulares, de los hombres sobre el barro.
Grandes surcos quedaban del lluvioso invierno de la guerra, cuando las pisadas
de los guerreros habían formado pozos y montículos bajo la llovizna constante.
Ya seca, la tierra parecía tener olas petrificadas, pequeñas o grandes
ondulaciones y surcos que ni siquiera el tórridos sol era capaz de quebrar y
convertir en polvo.
Le agradaron
aquellas muestras de afecto, pero Aristid se sentía solo. Aun la mano de su
hijo le resultaba lejana, como una rama caída que él había recogido, pero que
nunca volvería a ser parte del tronco original, y quedaba un vacío, una idea de
extravío.
Padre se ha ido, y estoy solo.
Después de
recorrer la distancia entre la tienda y las primeras rocas donde, mucho más
allá, estaban los hombres atrapados, aguardando, resistiendo, el cortejo
comenzó a subir la escalinata esculpida en la piedra. Su gente le había dicho
que era un sitio digno para un altar. Entre dos altos muros, a los que se accedía
por un hueco en uno de ellos, hallaron un puente de roca que los unía. El
viento silbaba entre los muros como entre las paredes de un enorme caracol. Y a
medida que subían, el viento aumentaba. La inclinación de la escalinata obligó
a los que llevaban el cuerpo a esforzase más, transpirando y ascendiendo muy
lentamente para mirar dónde apoyaban los pies. Tanteaban en la roca que los
ojos no podían ver por la sombra entre los muros. Ya no necesitaban de la tela
protectora, así que los que la habían llevado dejaron las lanzas en la entrada
y ayudaron a los otros.
Aristid continuaba
siempre adelante, cargando a su hijo en brazos a pesar de que ya era un niño
grande. Su mujer caminaba sin ayuda, apoyando las manos en los muros de piedra.
Los que cumplían la función de sacerdotes arrojaban especias hacia esos que
eran testigos del paso del hombre muerto. Un golpe de sol iluminó la cara de
Aristid. Él y el niño se taparon los ojos. Estaban en la cima, por fin. Cuando
se fueron habituando a la luz, contemplaron el paisaje. Como círculos
concéntricos, primero estaba la superficie enlodada donde sus hombres se habían
asentado. Pudo ver las tiendas, los fuegos, los heridos y mutilados que
aguardaban el fin de la guerra, sabiendo que ya no podrían luchar. Era un vista
gris, punteada de tanto en tanto por brillantes fogatas que elevaban columnas
de humo como niebla, anegando el cielo con una palidez continua y cerrada. Más
allá estaban las mujeres y los niños, los ancianos y las primeras chozas donde
vivían. Ése era el mundo que él se había comprometido a defender. Los únicos,
entre todo el pueblo al que él había pertenecido, que fueron fieles a los
rebeldes. Detrás de las chozas, se veían los restos verdinegros del valle,
algunos bosques y riachos, y muy lejos, hacia el este, la recortada figura de
los Montes Perdidos.
Aristid miró hacia
el norte. El lago le pareció más grande que antes. Pero nada distinguió de lo
que le habían contado: el ascenso de las aguas al cielo.
Imaginación y ensueño de los guerreros
cansados
Pero aquella
ondulada superficie negra lo atemorizaba. Las orillas avanzaban, curiosamente
rápidas a pesar de la aparente consistencia de las aguas, como fango
hundiéndose con su propio peso, y que sin embargo tenía la fluidez de un río de
montaña. Cerca, escondido más allá de un bosque, alcanzó a ver la periferia del
pueblo que el nieto de Zor gobernaba.
Las pisadas del
cortejo atrajeron de nuevo su atención. Los hombres, sudorosos y enceguecidos
por el sol, suspiraron profundamente, se detuvieron un momento, y continuaron.
Algunos los guiaban por delante hacia el puente para evitar el abismo
escarpado. El sol les daba de frente, así que caminaban casi a ojos cerrados.
Aristid dejó a su hijo con la madre, y antes de apartarse, se dio cuenta de que
el niño observaba aquel proceso con éxtasis. Los ojos tal brillaban por la luz
cegadora, tal vez por el miedo, por el pozo oscuro entre los muros allí debajo,
adonde llevarían al abuelo. Entonces el niño comenzó a correr, y pudo agarrarlo
de un brazo antes de que sus pies pisaran el vacío. La madre fue hasta ellos,
asustada y mirando a ambos sin comprender. Aristid sostenía al niño con
dificultad mientras éste se resistía y golpeaba el pecho de su padre, sin dejar
de gritar y llorar.
-¡No lo hagas,
padre!
-Nada malo va a
pasar, hijo-lo consolaba él.
-¡No lo entregue,
padre! ¡Los otros lo esperan!
-¿Quiénes lo
esperan?-preguntó, reteniendo la cara de su hijo con una mano para que lo
mirase a los ojos.
Su madre se
abrazaba a ambos, como si sintiese que podía perderlos a los dos en la cercanía
del pozo oscuro. El niño contempló fijamente los ojos de su padre, pero no lo
observaba a él en realidad. Aristid se dio cuenta que había puesto su mirada
más atrás, en un sitio perdido en la distancia. Se dio vuelta, y vio la
penumbra en el lago. Recordó la mirada de su hijo el día que los niños fueron
puestos en la barca a la deriva. Lo besó en la frente, haciendo que apoyara la
cabeza temblorosa sobre su hombro.
-El abuelo estará
en el puente por tres días, y luego los dioses se lo llevarán con Ellos.
Su mujer lo miró,
agradecida. Ella sabía lo que él pensaba de los dioses, las dudas que
lentamente lo habían llevado a considerar la nada como esencia del mundo. Pero
no había por qué darle más desconsuelo al niño, más del que ya tenía.
Pasaron dos
noches, y Aristid miraba el arco del puente sobre el sendero entre las rocas en
sombra. Las débiles antorchas junto al cuerpo alumbraban apenas a los guardias.
Se adivinaba los perfiles rígidos, pero las caras no podían verse, y tal vez
ellos tuvieran los ojos cerrados. Las rezadoras se habían ido también, y sólo
velaban los restos aquellos hombres cuyas memorias eran más pasajeras que el
agua siempre renovada de los ríos.
Dormir mientras se vela a un muerto. Abrir los
ojos de vez en cuando ante algún sonido nocturno, y luego descansar otra vez.
Pero él podía verlos, por lo menos sus figuras alzadas como troncos en esa
tosca roca de formas extrañas. Un puente que no unía nada importante. Ésa era
la transitoria tumba de su padre, como si toda su vida mereciese nada más que
eso, un símbolo de lo que había hecho: luchar, rebelarse. Hacer con su vida un
puente que no llegó a unir nada.
Las luces
persistían, a pesar de su debilidad, y Aristid las contemplaba desde la entrada
de su tienda casi viendo respuestas en ellas. Desde afuera se escuchaba el
delirio de su hijo en voz alta y aguda. Su mujer le había rogado que no se
alejase del niño, que se veía cansado y nervioso, y ya no se levantaba de su
cama. Aristid temía por su vida, pero no podía olvidarse tampoco del que
aguardaba allí en lo alto.
Dos días pasaron,
y los ritos se sucedieron con paso tranquilo. Recordó los funerales de Reynod,
vastos, llenos de pompa y con cientos de hombres lamentando la pérdida. De
pronto, vio dos puntos claros moviéndose en el sendero bajo el arco. Tal vez
fuese el cambio de guardia, pero no era la hora todavía. Sintió los pasos de
alguien que corría hacia él. Un mensajero se presentó, jadeando.
-Llegan los
hombres de la frontera norte, Señor.
-Así lo
esperaba-dijo Aristid.-Lleva el mensaje a mi segundo, y que prepare una reunión
de inmediato.
El otro corrió a
cumplir la orden, y él entró a la tienda a avisar a su mujer. Ella lo miró
apesadumbrada. Su hijo no dormía desde hacía dos días. Tenía los párpados
cerrados, pero sudaba y se movía incesantemente. Entre sus puños apretaba una
tela que su madre le había dado para secarse.
-Abuelo….-repetía-…te esperan, abuelo. Los niños te esperan.
Aristid salió. No
podía ver así a su hijo. Si iba a morir, que fuera rápido y no lastimase de esa
manera a sus padres.
Los muertos. Cuánto hacen doler. Qué
orgullosa tarea la de ellos. Sólo piensan en sí mismos. Todo lo poseen. La
eternidad. Y aún así se esfuerzan por atormentarnos.
Quiso apartar esos
pensamientos. El suelo irregular retrasaba su camino hacia donde dormían los
hombres. Muchos fueron al encuentro del mensajero.
-¿Señor, para qué
han venido los hombres del mar?
-No lo sé-dijo él,
y se abrió paso buscando a los recién llegados de la frontera.
Los cuerpos de los
hombres aún desnudos y sorprendidos en medio de la noche se desplazaban algo
retorcidos por el sueño. Murmullos y voces de sorpresa se alzaron al ver a su
jefe presentarse inesperadamente. Más a la derecha, los del norte estaban
lavándose en unas tinajas que otros llenaban con agua fría.
-¿Qué tienen que
informar?-dijo él.
-Señor, lamentamos
el estado en que nos encuentra, pero no creímos necesario molestar su sueño…
Otros hombres los
interrumpieron para que no siguieran hablando, porque no habían tenido tiempo
de avisarles de la tragedia de su jefe.
-Descansen-dijo
Aristid.-Beberé con ustedes. También he hecho largos caminos, y entiendo lo que
es el cansancio.
Recordó, mientras
los miraba vestirse y preparase, cuando él era sólo un joven más entre muchos
grandes hombres. Una joven voz que debió obligar a que la escucharan, a pesar
de ser hijo de uno de los principales. Ahora, en cambio, él era el líder, y se
sentía solo como entonces, y asustado. Su segundo y todos los de su edad ya
habían llegado al recibir las noticias, pero él se sentía tan solo como entre
un grupo de niños que no comprendían su dolor.
Miraba el fuego,
prestaba atención al crepitar casi más fuerte que la voz opaca de los hombres.
Aceptó la vasija de vino que le ofrecieron y sintió el sabor levemente dulce
calentado sobre las llamas. Pero no se atrevió a mirar a los demás, porque
sabía que sus propios ojos brillaban y no quería que ellos se diesen cuenta.
Cuando todos estuvieron listos, se formaron frente a él.
-Con su permiso,
Señor.
-Hablen.
-Hace cinco días
llegaron los barcos a la costa norte. Grandes naves como nunca hemos visto
antes. Atracaron lejos de la orilla, pero los hombres que bajaron de ellos
construyeron muelles con rapidez. Traían troncos y hasta rompieron sus botes
para construirlos. Después bajaron cientos de hombres con sus mujeres, y cuando
nos dispusimos a venir a informarle, estaban bajando caballos, tantos que no
pudimos contarlos.
-¿Armas?
-Sí, Señor.
Lanzas, arcos y flechas. Y muchos instrumentos y artefactos que no conocemos.
-¿Cómo son, cómo
se visten?
-Sus ropas son muy
hermosas a pesar de verse sucias. Visten pieles de bellos osos y bien cuidadas
cabras. Pero ellos se ven enfermos, creo que débiles por el hambre. Los
observamos desde nuestros refugios en las rocas, y oímos sus voces. Hablan un
idioma extraño, pero algunos, que parecían ser los jefes, usaban palabras en
nuestra lengua.
Aristid consultó
con sus ayudantes, mientras los otros aguardaban.
-¿Se veían
hostiles?-preguntó uno de sus hombres.
-No sabría
decirlo, Señor. Pero demostraban su intención de asentarse aquí para mucho
tiempo.
-¡Y no se
conformarán con la playa!-gritó otro.- ¡Hay que prepararse para luchar!
-Esperen-dijo
Aristid.-Debemos saber si son enemigos nuestros o de los fieles. Pueden
facilitarnos la lucha si pelean contra ellos.
-¿Pero qué
ganaremos con que ellos los venzan, si no podremos ganarles a los nuevos?
Aristid miró al
que hablaba, pero uno de los recién llegados dijo:
-Señores, si
hubiesen visto sus fuerzas... Son superiores en armas, de eso no tengo dudas.
-¿Cuántos hombres
pueden viajar en esos barcos?-preguntó Aristide.
-Tal vez trescientos en cada uno, si no contamos a las
mujeres, niños y animales.
-Pero pueden llegar
más.
-Es verdad.
Aristid decidió
oponerse a la idea de luchar a ciegas.
-De cualquier
modo, los fieles son muchos más. Hemos contado casi dos mil hombres, que
sabemos que no podremos vencer nosotros solos. Insisto en ver a los nuevos.
Saldremos en expedición hacia la costa en dos días.
Pero el recién
llegado pidió otra vez la palabra.
-Podrían
sorprendernos antes, Señor.
-Estamos en duelo,
mi padre ha muerto. No habrá luchas mientras duren los funerales.
El otro se quedó
quieto, sin saber cómo excusarse. Alguien se le acercó para hablarle al oído
sobre el hijo de Aristid. Entonces ya no pudo pronunciar palabra frente a su
jefe, que lo estaba mirando duramente y luego se volvía para regresar a su
tienda. Los guerreros, silenciosos y cabizbajos, se dispusieron a descansar lo
que quedaba de esa noche.
Sobre este puente de piedra, en este último día de tus funerales, te
entrego, padre, a la región de los muertos. El sol decae como una brasa que se
extingue sin que nadie la alimente con nuevos maderos, ni siquiera con un soplo
que avive las llamas por un tiempo más. La sombra de las rocas te aplasta.
Pongo mis manos en ella, y es pesada, dura y fría.
A ambos lados, están los guerreros, mirándote, mirando mis actos. Mis
manos, por si tiemblan. Pero no observan mis ojos. La máscara de cuero me cubre,
lo que las viejas me dieron para no ver la cara de la muerte. Dicen ellas que
cuando se toca a los muertos, una parte de esa zona se mete en la sangre de los
vivos, y siembra la discordia, el conflicto, la desesperación. Vemos el límite
sin límite, la frontera que debemos cruzar sin armas. No llevo guantes. Mis
manos se defenderán solas. Y es mi padre a quien cubro con las telas que lo
acompañarán para siempre.
Levanto la manta de cuero. Su cara queda libre. Me alcanzan la vasija
con aceites, antigua, con forma de cáliz, cuya tapa alguien ha perdido hace
mucho tiempo. El olor es dulce, tanto, que a veces se transforma en un
insoportable aroma casi agrio. Pero debe ser el perfume de los muertos que
baila en el aire. Para eso lo hemos dejado aquí tres días, para que la esencia,
el alma perfumada se despegue del cuerpo y avise a los seres del aire que está
preparada para despedirse definitivamente de nosotros. Aún del aroma, porque
eso también se extingue. Y entonces no queda más que la nada.
Vuelco lo aceites sobre tu cara, que está brillando. Las luces del ocaso
caen con las gotas espesas por tu frente y tus mejillas. Los párpados cerrados.
Los labios finos. La barba casi pétrea. Te ha crecido la barba en estos días,
padre. Por qué razón, me pregunto. Miro los pies, libres aún de la mortaja. Tus
uñas también han crecido. Si pudiéramos, mis hombres y yo, besar tu barba y tus
uñas, para sacar de ellas el secreto que las hace vivir en medio de la muerte.
Un secreto acorde a la mente de los Dioses. ¿Y si los Dioses también mueren? Si
pudiera recortar las uñas de todos lo muertos y construir el casco de una nave
inmensa, ¿navegaría hacia la vida o hacia la muerte? ¿De un sitio a otro,
continuamente y sin fin?
Tu rostro pierde belleza, parece aplanarse como visto bajo el agua.
Entonces te cubro totalmente con la manta, y envuelvo tu cuerpo con lazos como
un fardo. Vuelvo a colocar aceite, esta vez como un hilo de esencia espesa
sobre la tela. Devuelvo la vasija, me dan una bolsa con hojas secas. Tomo puñados
y las deshago para esparcirlas sobre el aceite. La brisa del anochecer no logra
despegarlas.
Luego raspo una piedra sobre otra, hasta saltar las chispas que brotan
aún débiles, como niños que no han nacido todavía. Pero la antorcha se enciende
por fin, y alzándola lo más que puedo, miro a mis hombres.
Harán los mismo conmigo, les digo. Pero ellos no necesitan prometerlo en
voz alta. La antorcha cae sobre el fardo. El fuego estalla, como si lo hubieses
estado esperando, padre, como si lo hubieses estado esperando desde que
naciste.
En la mañana,
Aristid y otros treinta hombres partieron hacia la costa del norte. Algunos de
los que de allí habían venido, fueron con ellos. Ninguno pudo convencerlo de
quedarse en el pueblo. Él era el jefe, le habían dicho, el único capaz de
organizarlos. Si llegaban a herirlo de muerte, tal vez todo lo hecho hasta
entonces se perdería en el vacío del pasado.
-Mi padre luchó
para que la rebelión se valiese por sí misma.
-Pero, Señor,
todos los mayores han muerto de hambre en el último invierno de la guerra, y de
los jóvenes, usted es el único a quien respetamos.
Aristid, que
miraba en ese momento a su hijo, que seguía delirando, mientras le hablaban,
había rehusado aquellos argumentos con un gesto de hastío. Movió sus manos como
si apartase de su cara un insecto, y no volvió a mirar a los otros. Ellos
salieron de la tienda y se prepararon a partir.
Tres días
estuvieron viajando. El clima se hacía más cálido a que medida que dejaban las
montañas, y las rocas fueron dejando su paso a arbustos bajos sobre tierra
salpicada de arena. Vieron la amplia meseta interrumpida por colinas, y en el
horizonte un gran reflejo brillante que ondulaba y parecía estar suspendido del
cielo.
-¡El mar!-gritó
uno de sus hombres.
Aristid caminaba
cabizbajo y pensativo, luego levantó la mirada y puso una mano sobre su frente.
El brillo dorado del sol le hizo fruncir los párpados. Aún no veía más que
rocas bajas al final de toda aquella extensión.
-Detrás de las
colinas, Señor…-le indicó otro.-Hemos tomado este camino para rodear el valle
de los fieles. Atrás de las rocas están los intrusos. Sus guardias están
apostados en las laderas.
-Manden dos
hombres a explorar. Tenemos que estar seguros de que no nos esperan.
Dos guerreros se
separaron del resto y desaparecieron en el reflejo enceguecedor del sol. Los
demás decidieron descansar y reponerse. El calor los abrumaba desde que habían
salido, y las provisiones de agua se habían agotado como si hubiesen pasado
mucho más tiempo de travesía.
-Estamos en medio
de enemigos-dijo él, mirando al norte.
Quienes lo
escucharon, asintieron sin contestar. Todos sabían mirar únicamente hacia esa
dirección, ávidos los ojos por ver entre las matas de arbustos y el cielo
límpido, entre los rayos centelleantes del sol sobre el pasto seco, un
movimiento. Incluso la fútil brisa del verano al mover una rama no podía ser
dejada de lado.
La espera duró
medio día. Recién cuando el sol se ocultaba, los enviados volvieron con paso
lento, apoyándose en las lanzas para avanzar. Algunos se adelantaron a
recibirlos con agua, y recogían las ropas empapados de sudor que los otros se
sacaban. Aristid se les acercó y pidió informes.
-Camino desierto,
Señor. Solamente hay guardias en la zona noroeste del valle. Más allá, las
rocas están libres para observar. Pero no deben ir más de diez hombres.
Aristid les dijo
que descansaran, y eligió a nueve.
-Duerman-les dijo
a todos esa noche.-Descansen sus ojos para mirar mañana con atenta presteza. Si
supieran ver el alma en el cuerpo de los hombres... De esto depende la batalla.
Elegiremos enemigos, y eso no es un privilegio de todos los días.
Salieron antes del
amanecer. Aristid iba a la cabeza de una columna compacta, vigilantes las
miradas de hombres, vigilantes las miradas y las armas dispuestas. No
pretendían demostrar su escaso poderío: que el enemigo dudara, que los viese
indefensos, y ellos entonces sacarían sus espinas y aguijones ocultos.
Las colinas se
elevaban como jorobas verdes, con arbustos bajos y escasos árboles torcidos.
Antiguas rocas que parecían estar allí desde antes que el mar. El pasto fue
desapareciendo y en su lugar crecían plantas de hojas largas y delgadas. Matas
de arbustos floreciendo entre montículos de arena y roca. Una brisa suave trajo
olor de lasitud desde las colinas. El camino continuaba marcado por pisadas que
muchos otros hombres habían profundizado quizá cientos de inviernos antes.
Generaciones que habían desparecido como la arena arrastrada por el viento y el
mar.
-No me dijeron que
esta zona estaba habitada.
-No lo sabemos en
realidad, Señor. Son marcas muy viejas. Toque las pisadas en esta roca, son de
hace más de cien inviernos, quizá.-Luego el hombre miró hacia el lejano sendero
que conducía a las colinas, entre muros escarpados.-Las plantas han crecido
recientemente, invadieron los espacios libres entre la piedra. La tierra parece
haberse recuperado después de mucho tiempo. Nadie de nuestra gente ha venido
por acá desde hace más de cincuenta inviernos, por lo menos.
El resto del
camino estaba rodeado por muros con la altura de varios hombres, demasiado. Las
raíces de las plantas que crecían en lo alto y sobresalían de las paredes, les
sirvieron para sujetarse. La luz de media tarde iluminaba la mitad superior,
pero el resto permanecía dentro de una sombra fría. No dejaban de mirar hacia
arriba, pendientes de una emboscada. A media tarde seguían ascendiendo, pero
finalmente encontraron la salida. Las paredes de piedra se interrumpieron de
pronto, y en la cima de la colina a la que habían llegado, la más alta de
todas, se sentaron sobre el suelo de arenisca y piedras. Miraron hacia el
norte, y vieron el mar. Ninguno lo había visto antes, y lo que alguna vez
imaginaron, era diferente a lo que veían. Se quedaron quietos, protegiéndose
del sol con las manos en la frente y mojando sus cabezas con el agua que traían
de reserva. Algunos permanecían parados, boquiabiertos.
-¡Por los dioses!
-¿Pero dónde
termina? No alcanzo a verlo.
-Allá, en el
horizonte las aguas caen al vacío. Así me han dicho.
-Escuchen-les
dijo.
Un sonido de aguas
cayendo sobre sí mismas, tersamente. Luego, una apagada estridencia daba
comienzo a la continua ruptura de las olas que golpeaban las rocas y morían en
la playa, dejando cadáveres de espuma en la arena. Como el límite entre ambos
mundos. Avance y retroceso de fronteras.
Como en la guerra.
-Escuchen-insistió.
Pero mientras
algunos cerraban los párpados, adormecidos por el sol, él abrió más los ojos,
buscando el origen de un sonido distinto al que había oído hasta entonces.
Y vio a los hombres del mar llegar a la playa al pie del
acantilado. Una formación con lanzas y escudos detrás de un líder vestido con
pieles blancas y un gorro que apenas ocultaba una melena de cabellos rojos.
Parecían estar explorando, buscando por los alrededores de la playa y haciendo
comentarios entre ellos, señalando lugares, tal vez las entradas a las cuevas
bajo los acantilados.
Aristid hizo una
señal a su gente para que retrocediera, pero fue este movimiento el que los
delató. Los hombres del mar levantaron las cabezas y corrieron hacia la base
del acantilado y treparon por una escalera esculpida en las rocas. Él sabía que
estaba atrapado, el sendero de regreso era demasiado estrecho para huir a
tiempo. Ordenó preparar las lanzas y puñales, pero los recién llegados
aparecieron uno tras otro, y su número se hizo el doble al de ellos, y luego
tres veces más. Caminaron en posición amenazante, el escudo en una mano y la
lanza en la otra. A la espalda cargaban arcos y flechas, y de las cinturas
colgaban un látigo y una bola de piedra dentada.
Cuando los
rodearon y quedaron atrapados contra los muros de piedra, el líder apareció
entre los demás. Al terminar de subir, buscó con la mirada a quien podría ser
el jefe de aquellos hombres, y sus ojos cayeron directamente en Aristid. Era un
hombre joven, aún más joven que él. Tal vez por eso no tuvo miedo ni vergüenza.
Ser vencido por un número mayor de hombres no lo deshonraba, pero sí que su
enemigo fuese un viejo escondido tras la fuerza de sus hombres. Ahora que lo
veía de cerca, sus rasgos le sugirieron vagos recuerdos, como si alguna vez lo
hubiese visto antes. No tenía señal de amenaza en el rostro.
-¿Quién eres?-le
preguntó el extraño en una lengua extranjera, que sin embargo logró entender.
Aristid no
respondió. Se sentía como el jefe de una manada a punto de morir. Animales a
quienes los cazadores se dignaban dirigir una palabra antes de matarlos.
-Vamos a morir
peleando-dijo él.
-No te pregunto
eso, sino tu nombre.-El lenguaje del extraño estaba plagado de acentos
extranjeros, pero hablaba sin dificultad.
-¿Acaso mi nombre
va a salvar nuestras vidas?
-Tal vez…
Entonces Aristid
suspiró cuando la imagen de su hijo vino a su memoria.
Se parece a un niño, creo que ya lo he visto
alguna vez.
-Soy Aristide, de
la estirpe de los artesanos. Soy el líder de los rebeldes.
Vio que el otro le
sonreía y hacía una señal a sus hombres para que dejaran las armas, mientras
decía:
-He sabido de
ustedes, y esperaba encontrarlos.
-¿Pero cómo es que
habla nuestra lengua?
-Porque aquí nací,
en las tierras del Droinne. Conozco cada fluente, brazo y recodo de este río.
Era muy pequeño cuando me fui, pero esos recuerdos no se pierden, sino que
crecen cuando no se tiene más en qué pensar.
Aristid lo
observaba con asombro. El sudor le corría por la cara y se secó con el dorso de
las manos. Dio órdenes a sus hombres para descansar. Los dos jefes se sentaron
uno junto al otro al borde del acantilado, mientras los demás compartían el
agua sin dejar por eso de mirarse con desconfianza.
-Me llamo Sigur,
nieto de Zor.
Aristid sonrió.
Escuchar ese nombre le dio tanto alivio como la brisa fresca que venía del mar.
Pero entonces recordó a Zaid, y el temor volvió.
-Si llegan en
ayuda de tu hermano, no es ésta la forma de tratarnos. Hablarnos y darnos de
beber antes de aniquilarnos no es digno.
-Insistes en decir
que los mataré.
-Porque eres
hermano de nuestro enemigo.
-Te equivocas. Me
han dicho que Zaid es jefe del pueblo, así que ha recuperado lo que fue de los
abuelos de nuestros abuelos. Lo que el pueblo del Oeste les quitó, hasta casi
hacernos desaparecer. Dame tiempo, y te contaré más tarde toda la historia.
-No lo entiendo.
Tu hermano es un tirano, y no lo sabes. Lo que odiábamos de Reynod, ha sido
superado por la ceguera de Zaid, su cruel obstinación en dejar a todos sin
hogar más que este valle en que crece el lago muerto. No entierra los
cadáveres, y hace que los hombres se cacen entren ellos en las noches sin luna,
porque tienen hambre.
Sigur parecía
confundido.
-Es mi sangre, y
debo hablar con él antes de hacer cualquier otra cosa.
-No lo harás. Ni
siquiera lo reconocerás.
Y en la cara se
Sigur apareció una expresión de ira.
-Es verdad, pero
tampoco a ti te conozco y sin embargo he decidido no matarte.
Durante la tarde
compartieron la pesca y planearon las acciones para los siguientes días.
Aristid regresaría con los suyos en espera de Sigur y su padre, que irían al
valle a hablar con Zaid, y necesitaban que él los acompañase para hacer la paz.
Pero para Aristid no había paz posible, sólo veía una oportunidad para llegar
al valle sin ser atacado. Su gente se mezclaría con los recién llegados, y si
los fieles los agredían, no tendrían más remedio que pelear junto a los
rebeldes. No confiaría en los hombres del mar, por más que sus líderes hubiesen
nacido en Droinne.
Si solamente
lograse infiltrar sus hombres entre los escudos de los recién llegados, haría
progresar la enfermedad fatal sobre la tiranía. Hombres gusanos como gusanos
guerreros que carcomieran desde dentro el poder de Zaid. No, no se dejaría
engañar. El lazo de la sangre siempre era más fuerte que los ideales, si es que
Sigur era realmente sincero. En cuanto viese a su hermano, sucumbiría. El
hermano mayor, al que nunca se puede vencer completamente.
A la mañana
siguiente, un viento frío los despertó cuando ya había amanecido. El mar había
crecido estaba alto, y las olas llegaban hasta muy cerca de donde estaban
acostados. Se desperezaron y se calentaron al sol, esperando que la arena se
entibiase, lentamente. Muchos se metieron al agua y compartieron la mañana, y
resultaba extraña esa confianza entre ambos grupos. Sigur y él habían logrado
mostrarse seguros uno del otro ante los demás, y fue suficiente para que los
guerreros se sintiesen casi como niños cuyos padres entablaban una amble, una
postergada pero segura y tranquila conversación.
Mirando el mar, él
pensaba, esperando que todos se alistaran, llenaran sus alforjas, limpiaran las
lanzas de la arena que las había cubierto durante la noche. Su propio puñal, a
pesar de haber transcurrido sólo un día, parecía cubierto de pequeñas manchas.
Tan rudimentario frente a los metales de los recién llegados, que le daba
vergüenza limpiarlo mientras ellos miraban. Por eso se negó a hacerlo antes de
partir de la playa, también una frontera inaccesible que los atrapaba entre las
rocas y el mar.
Sigur levantaba la
vista la vista hacia él de vez en cuando desde el círculo en que sus hombres se
habían formado para comer. Otros hacían maniobras de entrenamiento en la playa,
o simplemente corrían. Pero él oyó detrás, sobre el acantilado, una voz que lo
llamaba, y todos se dieron vuelta. Aristid se llevó las manos a la frente para
hacer sombra y verlo mejor. No era el mismo mensajero, seguramente el otro ya
había muerto.
No le dieron
tiempo a bajar. Los hombres de Sigur lo atraparon, mientras Aristid corría
hacia ellos.
-¡Es un
mensajero!-gritó.
Enseguida lo
soltaron y lo llevaron con los demás. El joven era delgado y bajo, y temblaba
junto a aquellos guerreros fuertes. Su cabello largo estaba mojado, adherido a
la cara por el sudor. Cuando estuvo frente a su jefe, lo miró en silencio.
-¿Qué ha
pasado?-preguntó Aristid.
Pero el mensajero
no respondió, mirando desconfiado a los que no conocía.
-Habla, estamos
entre aliados.
-Señor…el niño ha
muerto anoche.
Aristid se mantuvo
quieto, sin expresión en el rostro. Una paz fría bajo el sol del verano. Los
ojos cerrados, el cabello cabalgando con el viento en su frente, la cabeza
levemente ladeada. Un lado de la cara iluminado, el otro en sombra. Abrió un
poco los párpados. Un ojo brillante, oculto por un mechón de pelo oscuro. El
otro ciego por la sombra. Como si mirase no lo que tenía delante, arena y rocas
y hombres que nada significaban para el ojo del presente. El ojo fijo en la
memoria inmediata, suspendida del cielo tan azul, tan luminosamente espléndido,
que era como si el niño estuviese mirándolo desde el sol. A él, su padre,
confundido entre tantos hombres en esa playa.
Se dio vuelta
hacia el mar. Los otros le abrieron paso, y únicamente su gente lo acompañó,
sin tocarlo, sólo con la mirada puesta en la arena, o sobre los extraños, de
nuevo desconfiados. Cuando alguien moría, cuando un niño moría, alguien debía
tener la culpa.
Aristid agarró el
puñal. Los otros se acercaron, pero retrocedieron ante su negativa. Decidieron
dejarlo solo. Entonces, mientras las olas lamían sus pies, hundiéndose un poco
en la arena húmeda, cabizbajo y sin llorar, comenzó a limpiar su arma.
*
Se lamentó del mal que afectaba sus piernas. Ya no sería
nunca más el mismo hombre que había zarpado de la Aldea del Norte. Como un
castigo. Un mal que iría a arrebatarle el tiempo que le quedaba de vida.
Repleto su pasado de una jamás saciada necesidad de ver cambios a su alrededor.
Un mundo diferente como lo era el mar de la tierra. Una inquietud que sus
piernas hinchadas y oscurecidas no le permitirían ver.
Sobre el caballo,
sus piernas se insensibilizaban y el dolor de las llagas se hacía más
tolerable. Las mismas que había visto en los animales durante el viaje.
-¿Quién lo
hirió?-había preguntado la primera vez, celoso del trato que daban a sus
bestias. Pero hoy su propia ingenuidad le provocaba una triste sonrisa.
Un castigo latente en el cuerpo de los
animales, aún antes de que hubiesen llegado a aquellas tierras, quizá antes
todavía de que partiesen, antes incluso de que él incendiase el pueblo. La
epidemia se había extendido por todo el barco. Cincuenta caballos habían muerto
antes de poder hacer algo. Por las mañanas y cada tarde, los cuerpos que
supuraban bajo el sol en la cubierta, donde los habían llevado para protegerlos
de la humedad, eran arrojados al agua con nauseabundos vahos que descomponían y
contagiaban a los hombres. Entonces éstos también empezaron a morir. Y todo
esto en medio de la nada. Del mar que se extendía enorme, sin darles señas de
estar avanzando. Únicamente el sol era su guía, pero el sol exacerbaba las
llagas, y tenían que permanecer bajo cubierta, untándose ungüentos uno al otro
con gritos de dolor.
Luego, cuando la
misma plaga había afectado a otras dos naves, la mortandad decreció finalmente.
De un barco a otro se dieron señales para mantenerse aislados. Ni siquiera
permitió que se llevase comida a los barcos infectados, y los enfermos se
resignaban, sabiendo que lo que quedaba en los depósitos había estado en
contacto con los caballos, con sus heces blancas como leche, con pieles
cubiertas de úlceras rojas en lechos profundos de supuración maloliente. Los
hombres se convertirían en lo mismo, en masas blandas enrojecidas por el sol, y
almas que empalidecían en el reflejo vacío del mar.
Hubo muchos
moribundos sobre cubierta, despidiendo heces que se esparcían sobre la madera,
mientras los rostros se fruncían como si los estuviesen lacerando. Poco después
se quedaban inmóviles. Entonces Tol los levantaba. Eran livianos, tanto como un
viejo sin músculos, como Zor al morir. Sin el peso del alma. Sólo carne
deshaciéndose por acción del sol. Y los arrojaba por la borda. Pero sus manos
habían tocado las heces del hombre, así como lo había hecho con la primera
llaga del caballo enfermo.
Tol se miró los
dedos, recordando los contornos de las llagas, los círculos que formaban, y su
memoria se llenó con la blanda fetidez de las heces que no había podido
limpiarse del todo. Aún cuando disponía de tanta agua alrededor, de que el
mundo era sólo y nada más que agua, nada limpiaría lo ya hecho.
La mancha, la
marca, la semilla.
Sobre el caballo,
mirando ahora sus piernas, se consoló con la idea de que por lo menos Sigur se
había salvado. Lo había visto tomar el mando, respetado por todos con la misma
veneración que él había merecido hasta entonces. Pero la mirada de los hombres
que cabalgaban alrededor de su hijo, tenía algo diferente. La sensación de que
lo obedecían aunque el joven apenas murmurara su orden, como si incluso sus más
simples deseos fuesen un mandado vociferado en voz alta.
El balanceo
llevaba su cabeza de un lado a otro del horizonte de sus ojos. Era esta la
primera mañana del viaje hacia el valle. Las rocas de la costa daban lugar a la
aridez, donde el sol caía a pleno sobre los restos resecos del pasto. Sólo
crecían, erguidos y punzantes, los arbustos espinosos. Pero más lejos, una
mancha de color verde oscuro, hundida entre montes y colinas, los aguardaba.
Mucho había oído sobre el valle y el lago, pero por más que creyese en la
palabra de Cesius, no iba a convencerse nunca de que su hijo Zaid fuese un
tirano. La noticia de que había recuperado el pueblo arrebatado a Zor, lo
complacía con la casi certeza de que ya no necesitarían pelear. Y este consuelo
aliviaba la pesadez de sus piernas, y se dio cuenta de dónde llegaba: la cabeza
cansada, los ojos agotados, el cuerpo como un tronco astillado y ablandado por
la humedad. La mente, en acuerdo con su cuerpo, se consolaba con la suspensión
de la batalla.
Pero si no es así, si a pesar de todo
debemos pelear…
Allí estaba Sigur
para hacerlo.
Viajar, planear tanto. Tanto deseo
acumulado, convertido en piernas que se deshacen con el viento. Fui yo, al
menos, la barca que llevó a su hijo sobre el mar.
Sin embargo,
intentaba rebelarse una y otra vez en contra de tales ideas.
¿Pelear padre contra hijo, hermano contra
hermano? Nunca llegaremos a eso.
Por qué, si él había engendrado a ambos, uno
sería tan honroso hombre de mando, y el otro alguien repleto de maldad, según
decían. Ni las circunstancias habrían de cambiar la bondad de sus hijos.
Hace
mucho tiempo pensaba en ellos como en hombres extraños. Ajenos a mí por los
hechos del mundo. Hombres simplemente. Ni buenos ni malos. Pero la maldad o la
bondad nos acercan, mueven ánimos, despiertan abandonadas creencias. Puede
ignorarse a un hombre, pero no a un hombre que actúa. Y ahí está el horror: en
la elección del acto que lleva a otro hombre, a su padre, tal vez, a amarlo o
aborrecerlo.
La caravana
avanzaba con ellos adelante. Sigur, custodiado por quince hombres a cada lado.
Detrás, tres guardias seguían a Cesius, que cabalgaba sobre su rojo tarpán,
pensativo y silencioso. Luego estaba él, casi recostado sobre el lomo del
animal, para mantener las piernas
levantadas. Echó una mirada atrás. Un mar de cabezas se balanceaba,
avanzando en sus caballos, y más lejos, ampliándose la caravana como un
sembradío de hombres, estaban los que iban caminando con arcos, flechas y
escudos a la espalda, parecidos a cientos de escarabajos en busca de refugio.
Trescientos hombres los acompañaban, el resto se había quedado en la playa
esperando ser llamados.
Al final de la
segunda jornada, cuando el crepúsculo se asomaba entre los árboles de la
montaña más alta del oeste, vieron una masa de hombres moviéndose hacia ellos
desde la zona baja de la ladera. El sol, naranja, les daba de frente, y Tol se
irguió en su caballo.
-¡Son ellos!-gritó
uno de sus hombres.
Sigur dibujó con
sus brazos un gran círculo de bienvenida. En seguida cabalgó hacia su padre,
mientras el ruido de los cascos de una docena de tarpanes se dirigía hacia
allá.
-¡Aristid y los
suyos! Lo reconocerás, es muy parecido a su padre-le dijo a Tol.
Tol apenas los
recordaba, pero no dijo nada. La caravana se detuvo, y los grupos más alejados
siguieron un breve trecho y también se detuvieron. Era ése el verano más
caluroso en mucho tiempo. Se secó la frente con el dorso de las manos.
-Estamos
acostumbrados al clima del norte-dijo él.
-Es verdad-asintió
Sigur.-¿Cómo están tus piernas?
No se miraban.
Tenían la vista fija en los movimientos de los rebeldes.
-No me duelen.
Cuando haga menos calor, empezaré a entrenarlas otra vez. Pude morir…
Sigur esta vez lo
miró, porque su padre había puesto una mano sobre su brazo.
-Me salvaste…
Pero Sigur, escondiendo
los ojos tras el cabello largo que le caía sobre la frente, rojos y sucios bajo
el sol del anochecer, nada le contestó. Tol presentía que todo iba a repetirse.
Que los hijos se convertían en padres de sus padres. Así cómo él había ayudado
a Zor con el preparado de la hechicera, Sigur le había salvado la vida con
aquella mezcla de sabor amargo que preparó durante el viaje. Le había dicho a
su hijo que no cambiase de barco. Al verlo en la balsa, acercándose a la nave
infecta donde él estaba, le había gritado:
-No te acerques o
te mato.
Sigur no lo
obedeció.
-Prefiero matarte
antes que verte morir como yo.
Pero su hijo
siguió avanzando, solitario en medio de una tarde nublada, rodeado sólo por
agua y nubes. El chapoteo de los cuerpos en el mar se escuchaba de lejos,
mientras la balsa se abría paso entre los cadáveres hacia la nave de su padre.
Los brazos castigaron los remos hasta que finalmente llegó, golpeando el casco
y sujetándose a la madera por un lazo que Sigur arrojó con fuerza hacia la
cubierta. Luego se irguió en la balsa.
-¡No subas! ¿Qué
vienes a decirme?
-¡Alcánzame otra
soga, padre! ¡Ataré la vasija para que la subas! Debes beber de ella a pequeños
sorbos, y te curarás.
Y mientras Sigur
ataba el recipiente, cerrado con una funda de cuero, Tol creyó estar
escuchándose a sí mismo mucho tiempo atrás. Pero él, a diferencia de Zor, no
bebería con desesperación.
Desenvolvió la
vasija. De sus manos cayó una pluma negra, que había estado envuelta en la
funda. Debía ser de aquel pájaro que Sigur tenía el día que se encontraron.
Olió el preparado, sin saber definirlo. Entonces lo bebió a lentos y breves
sorbos, sintiendo el sabor amargo de las aves del norte. Su carne mezclada con
especias. Vertió el contenido en la boca hasta que no quedó una sola gota, y
arrojó la vasija al mar. Luego, mirando a su alrededor, como quien esconde un
tesoro sin querer que nadie lo vea, guardó la pluma entre la ropa y el pecho.
Eso y el líquido,
o tal vez la misma necesidad de no morir sin antes ver realizado su objetivo,
lo hicieron recuperarse. Quizá todo esto junto, pero la mezcla de Sigur tenía
el privilegio de llevar consigo un recuerdo repetido. Imágenes que le hablaban
del acercamiento final entre padre e hijo, el instante en que uno de ellos
entraría en la muerte.
Pero ahora que se
había salvado, miraba a Sigur moviéndose con el tibio respirar de su aliento
acre. Su hijo casi no sonreía ya. Le hablaba con serenidad, sin enfado ni
recriminación, pero con una oscura, impenetrable tristeza que cubría su frente,
repleta de pensamientos. Hablaba, pero los ojos de Sigur se iban hacia los
montes que rodeaban el valle. Pensando en su hermano, tal vez. La misma
incertidumbre que él sufría. Pero era algo más, también. Con las manos
agarrando las crines del tarpán, y las piernas apretando los flancos del animal
que buscaba hierbas, su hijo parecía saber más que su padre.
-¿Qué piensas?-le
preguntó.
La columna de
hombres descendía como una víbora entre los arbustos de la ladera.
-Nada, padre.
-Dudas de tu
hermano.
Sigur lo miró con
pesadumbre.
-Ese es el
problema, padre. No tengo dudas, y me agradaría tenerlas.
-Entonces crees
que nos ha traicionado.
-Traición habría
sido de saber que vendríamos. Él actuó de acuerdo a sus deseos anteriores,
cualquiera fuesen.
-Debe haber una
razón, y tal vez veamos que todo lo que dijo Cesius es engaño.
-Padre, Aristid me
ha contado lo mismo. Y recuerda que ambos vienen de familias enemigas, por más
que Cesius haya abandonado a la suya.
Un hormigueo de
sonidos llegaba arrastrándose por la tierra, y subía por las patas de los
caballos. Las pisadas de los rebeldes se desplazabas como hormigas en una
caravana que reptaba entre los árboles y se esparcía hacia la planicie donde
ellos aguardaban. Las voces también se dejaron escuchar con gritos de mando.
Tol las oía, sintiendo que eran extraños los que allí venían. Su pueblo, los
hombres que siempre habían defendido a su padre, le resultaban ajenos a su
propia vida. Era tanta la distancia del tiempo y las costumbres, que hasta su
objetivo, se había convertido en una cosa aislada, como un muro que lo protegía
y debía arrastrar con demasiado esfuerzo. Una obsesión que se alimentaba a sí
misma, girando sin hastiarse nunca de su repetición.
Los rebeldes
llegaron en noche cerrada. Las antorchas iluminaron la columna que ya no era
tal, sino un conjunto de hombres que arribaban en grupos, agotados aún antes de
comenzar cualquier batalla. Fueron apareciendo en grupos de veinte o treinta
hombres, a veces sólo de unos pocos, sin nadie que los presentara ante los
jefes. Se aislaban en un sector oscuro del campamento, alrededor de fogatas
pequeñas, para descansar, con la mirada siempre baja y puesta en sus armas o
sobre las llamas. Pero un grupo mayor se acercó a recibirlo, iluminadas las
cabezas por los juegos de las antorchas en sus cabellos oscuros.
Tol se apoyó en el
hombro izquierdo de su hijo. Se sentía sano, descansado y ávido por mostrarse
fuerte frente a los demás. Del círculo de antorchas en que los hombres se
perdían, entre sombras fundidas unas sobre otras, surgió una protegida por
otras dos. Tol no veía sus caras, sólo siluetas recostadas contra el sol
artificial de esa noche. Las llamas le recordaron, fugazmente, a la Aldea del Norte. Las figuras
avanzaron hasta ellos, y la del medio se arrodilló.
Él sintió que
alguien tomaba su mano y la besaba. La barba le produjo un escalofrío en el
antebrazo. Era corta y punzante, y el aliento tenía el aroma de los fermentos.
En cambio, la sombra era más gentil y etérea.
-Señor…-dijo la
voz, ronca y joven, de tonos pausados.
Entonces Sigur
arrancó una antorcha de manos de uno de sus guardias e iluminó el rostro de
Aristid. Los ojos de éste brillaron al levantar la mirada. Seguía de rodillas,
con la mano de Tol entre la suyas.
-Señor, es un
honor para nosotros.
-De pie-le pidió
Tol, sin reconocerlo. Buscó rasgos familiares en la cara de Aristid, las
facciones del padre. El otro se levantó.
-Recuerdo, Señor,
cuando vino con su hijo a la choza de mi padre.
-No es posible.-Se
apresuró a contestar.-Sigur nunca fue de caza conmigo, era muy pequeño cuando…
-Su otro hijo,
Señor…
Tol se sintió
apesadumbrado y herido. Había rencor en la voz del otro.
-¿Tanto es tu odio
que me apenas así?
-Tal vez, no lo
sé. Pero recuerde a Zor. Piense en el odio, y tendrá su razón. Los dolores no
se olvidan, el rechazo tampoco, y el odio surge fácilmente de ellos.
-No es eso lo que
acordamos-interrumpió Sigur.
-Yo no he acordado
nada. Somos aliados por necesidad. Mire atrás. Hay cientos de hombres esperando
órdenes para morir, por lo menos una sola razón válida. Sin dudas ni
remordimientos que debiliten la fuerza del motivo que los trajo hasta acá. No
cederé mis hombres a la sombra de
la duda. Ustedes y nosotros. No mezclados. Si no fuese su
hijo mayor el que nos separa…
Tol asintió, en
silencio. En la cara de Aristid había algo de melancolía.
-¿Dónde está el
respeto que le debes a mi padre?-dijo Sigur.
-El respeto se
acabó con la muerte de mi hijo. Sólo debo respeto a mí mismo y a los míos.-Se
acercó a Tol, y éste hizo un rápido gesto de defensa.
-No me tengas
miedo-le dijo, y le dio un beso en las mejillas.-Por el pasado-murmuró después.
Se dio vuelta y se perdió en el claro de luz de las antorchas.
El viaje continuó
durante tres días. El conjunto de hombres y armas se desplazó lentamente por
las zonas escarpadas, cubiertos de piedras los senderos y bosquecillos hacia
los Montes Perdidos. Caminos estrechos en los que entraban no más de diez
hombres a la vez. La gente de Aristid se había ido mezclando entre los hombres
de Tol. Su actitud tranquila y amistosa contrastaba con la severidad de su
jefe. Parecía una estrategia, y Tol no dejó de notarlo. Pero un aliado era un
amigo, se dijo, y Aristid, como enemigo, podía ser impredecible. Así que
observó, desde su montura, las manchas de ropas oscuras de los rebeldes,
confundiéndose como círculos de sangre entre las ropas claras y las pieles
blancas de sus propios hombres.
Se acercaba una
tormenta desde el sur. Nubes deformes y negras dejaban ver relámpagos aislados,
que provocaron escalofríos en los caballos.
-Lloverá-dijo él,
para romper el silencio en el que habían estado cabalgando desde hacía
rato.
Cesius iba a su
lado. El tarpán rojo se veía nervioso, sacudiendo la cabeza, como si quisiera
deshacerse de las riendas.
-¿Lo dice por las
nubes en el valle? Siempre han estado allí, desde que se formó el lago de la
inundación hace algunos inviernos. Ya le he hablado de esto, pero no esperaba
que lo entendiese hasta verlo por sí mismo.
Adelante, la gente
que Sigur conducía se había detenido al borde del valle, el sitio más cercano al
que podían llegar sin entrar al pueblo. Alcanzaban a verse como una mancha gris
en la neblina, que a pesar de ser mediodía, permanecía como un crepúsculo
continuo. Pero los pensamientos de Tol se interrumpieron cuando vio una flecha
sobre el cuello de su caballo. El animal se encabritó un instante y luego se
derrumbó, mientras muchas más caían alrededor. Él pensó en sus piernas, y saltó
antes de que el caballo lo aplastase, pero su lanza se partió y el crujir de la
madera resonó fuerte, como si fuese el único sonido del mundo en ese instante.
Sin embargo había gritos de desbandada, órdenes de mando, galopes y zumbidos de
interminables flechas. Sus hombres caían. Muchos escapaban, pero vio que
algunos formaron un refugio con sus escudos, pero las flechas continuaron
aumentando de intensidad.
Cesius quiso
ayudarlo, Tol ya se había levantado. Las piernas le obedecían. Luego lo ayudó a
subir al caballo rojo, y galoparon hasta el círculo donde estaba su gente. Una
boca se abrió en el centro, negra y cálida, llena de calor y sudor de hombres.
Invadida de quejidos y temblores que el orgullo no dejaría demostrar por mucho
tiempo. La luz gris se filtró por las ranuras entre los escudos, sobre los que
las flechas seguían repiqueteando con el mismo y exacto sonido de una lluvia
torrencial. Los recibieron entre los haces de luz donde el polvo giraba.
-¡Nos atacaron por
retaguardia!-se lamentaba alguien.
-Eso ya lo
sabemos-dijo Cesius.- Estaba seguro que Zaid no nos iba a dar tiempo siquiera
de hablar. No toma riesgos.
-Pero él no sabe
que es a su familia a quien ataca-dijo Tol.
Cesius no
insistió.
-Esperaremos a que
se detengan las flechas. Después enviaremos dos mensajeros a Sigur. Uno tendrá
que ser un señuelo. Pero si fallan, no habrá oportunidad para un tercero.
Un oscuro bosque
cercano los separaba de Sigur y sus hombres. Los caballos se habían negado a
acercarse esa noche, porque los lobos habían aullado, y sólo aceptaron
continuar cuando el sol iluminó el camino. Debían salir de la trampa antes de
la noche siguiente.
Un rato después
las flechas disminuyeron sus fuerzas.
-Ahora es
tiempo-dijo Tol.
Un mensajero salió
cabalgando. Lo vieron perderse de vista mientras las flechas lo seguían como
bandadas de pájaros pequeños y largos. El segundo mensajero partió recién
entonces, tomando un camino hundido en la grava alta. Ni siquiera el polvo se
levantó a su paso. Dos escudos lo protegían apoyados en los flancos del
caballo. Las nubes estaban creciendo. Los relámpagos centelleaban entre las
flechas e iluminaron al mensajero mientras desaparecía tras los árboles de la
ladera oeste.
-¡Avancemos!
El caparazón de
escudos se fue desplazando hacia el sur. Cuando llegaron a los bosques, el
reflejo opaco del sol sobre el cuero iluminó un poco más el suelo, y las
flechas se perdieron entre la masa de los árboles.
-¡Nos atraparán
aquí, Señor!
-Por eso hay que
avanzar. Mira estos viejos árboles. Son presas fáciles para el fuego.
Durante toda la
tarde, huyeron hacia la salida que terminaba en la planicie donde debía estar
Sigur. No se escuchó más que el galopar y los relinchos asustados de los
tarpanes. El sol aparecía de tanto en tanto entre las nubes que el viento
intentaba arrastrar. Los caballos comenzaron a excitarse, se detenían y
golpeaban la tierra con las patas. Se dieron vuelta y vieron lo que temían: el
fuego que alguna flecha encendida había iniciado en un viejo tronco. Ellos eran
rápidos, más que el fuego, pero el bosque era también un enorme alimento para
una hoguera.
El caballo rojo
continuaba cabalgando sin cansancio, llevando a Cesius y a Tol, pero a pesar de
su fuerza, comenzó a relegar terreno a otros, perdiéndose en el conjunto de
hombres y animales.
-¡Sigan, no se
detenga!-gritaban algunos para animar a sus compañeros.
-¡Qué desastre,
Señor!
-¡Nos ha
sorprendido deshonrosamente!
-¡No se
desanimen!-dijo él, jadeando, olvidado ya de su enfermedad, creyéndose otra vez
joven. Su pelo canoso se mecía con docilidad con el viento frío entre los
cientos de árboles que aún les quedaba por atravesar.
El fuego del
bosque. Su sueño de mucho tiempo atrás. Él era ahora el viejo y no el joven.
Los árboles siempre son los mismos. El fuego
quema de la misma forma. Los hombres mueren como siempre. El cuerpo no tiene
secretos para eso. La muerte alumbra los espacios entre los huesos, y ya no hay
secretos, misterio ni dudas.
Los
mensajeros debían haber llegado, pero era inútil. No eran perseguidos por
hombres, sino por el fuego contra el que nadie podía combatir, sólo había que
dejarlo crecer hasta que su alimento se acabase. Tol se sujetó con fuerza
contra la espalda de Cesius, porque sintió que los árboles se balanceaban sobre
su cabeza y temía caerse del caballo.
Pero pronto se
hallaron en terreno abierto, de pasto verde y brillante. Una pradera amplia con
una curva suave que llevaba hacia el oeste. La tarde acababa, y parecía
relumbrar sobre la hierba, que absorbía la luz para volver a reflejarla en
tonos verduzcos y ocres. Allí empezaba el valle, donde la colina descendía en
una extensa pendiente. Y en contraste con la casi etérea luminosidad, como si
permaneciese suspendida de las nubes, la oscura materia del lago semejaba un
abismo cuyo fondo no lograba verse del todo. Las nubes seguían girando en
espiral, moteadas con manchas claras y naranjas.
Vieron hombres
asomándose desde la curva horizontal de la colina. Primero las cabezas, luego
los cuerpos, finalmente los caballos. La gente de Sigur cabalgaba con rapidez hacia
ellos. Tol sintió alivio. Ya no estaban solos. Pero el fuego crecía detrás,
tomando los últimos árboles. La humareda inmensa subía al cielo, cubriendo de
gris las escasas partes por las que aún penetraba el sol.
-¡Padre!-se
escuchaba gritar a Sigur a la distancia, entre el trote de los tarpanes.
Tol dijo a Cesius
que fuera hasta la colina, e hizo el ademán a los suyos para que los siguieran.
Ya no podía precisar cuántos hombres le quedaban.
-¡Padre!-gritó
Sigur una vez más.
El caballo de su
hijo llegó a su lado, y los brazos de Sigur lo agarraron de la cintura y lo
llevaron a su propio tarpán. Tol sintió recuperar su fuerza. En el pecho
percibió el cosquilleo de la pluma, y dejó que Sigur tomara el mando.
-¡Vamos al
valle!-lo oyó ordenar, con el brazo izquierdo en alto.
Todos miraron
atrás una vez más, hacia el fuego que ya no podía avanzar sobre la hierba
fresca y los pastos jóvenes.
Cesius, Tol y
Sigur iban adelante, y pronto alcanzaron el extremo oeste de la colina. La
ladera tenía una pendiente, como la orilla de un río o una playa. Pero los
caballos comenzaron a encabritarse otra vez.
-¡El fuego!
-Ya no es fuego lo
que temen, y no está detrás sino adelante-dijo Sigur.-Tiemblan diferente.
Era verdad, era un
temblor distinto, casi podía palparse la desesperación. Los tarpanes se
calmaban por momentos, y luego intentaban retroceder. A pesar de sujetarlos de
las crines y apretar los flancos con fuerza, las bestias querían huir. Detrás,
el fuego continuaba, quieto pero constante.
-¡Van a
matarnos!-dijo Tol.-¡Quieren llevarnos de vuelta a las llamas!
-No, padre. Es que
huyen del valle, ¿no lo ves?-Y miró hacia el lago.
El cielo parecía
caer con su pesado color morado sobre toda la región, hasta más allá de los
montes.
-Por todos los
dioses-murmuró Sigur.
-¿Qué ves?
-¡Miren!-gritó,
alzándose en su montura sobre el caballo inquieto.
Los demás se
aproximaron para ver. La ladera era un oscuro camino sin contrastes. Únicamente
los relámpagos continuaban con su lumbre intermitente. Unos brillos se habían
formado en la superficie del lago. Un aire frío, de tormenta, atravesó la zona,
y las nubes giraron más rápido, cambiando las tonalidades del cielo de una casi
noche a un estado de crepúsculo lluvioso. Algo había crecido en el aire. Algo
que había hecho erizar el pelaje de las bestias. Incluso los hombres sintieron
un escalofrío en la espalda y un hormigueo en los brazos.
-¿Qué es
esto?-preguntó Tol, que sentía que en sus piernas volvía a circular la sangre
más rápidamente.
-Es la vida, así
huele la vida-dijo Cesius.
Los bultos en la
superficie del lago se estaban moviendo como en oleajes espesos que no rompían
en ninguna playa. Se elevaban y aparentaban alzarse hacia el cielo para volver
a caer en incontables gotas vacías.
-Yo vi las aguas
alzarse al cielo, pero esta vez están naciendo.
-¿Quiénes?
A Tol le
exasperaba la forma en que Cesius contaba las cosas, como si hablara siempre
para sí mismo y no a los demás.
-Toman la vida de
los seres a su alrededor. Se alimentan. Los muertos quieren volver a vivir. Ya
no quieren ser sólo sombras que algunos hombres ven a veces.
Los caballos se
hicieron incontrolables y comenzaron a correr hacia el bosque. Sólo el tarpán
rojo se mantuvo un poco más sereno, y golpeando la cabeza contra los que
estaban a su lado, parecía hablarles. Entonces los tres caballos se mantuvieron
firmes, aunque temblorosos, mientras sus dueños contemplaron a los bordes del
lago empezar a extenderse y abrirse como dedos. Los bultos se habían convertido
en cosas sin forma definida, pero avanzaban arrastrando oleadas de fango y
barro.
Las masas de agua
estaban cambiando rápidamente. Ahora eran piernas que cargaban torsos y brazos
y cabezas mezcladas, que pronto empezaron a incorporarse a los cuerpos.
Cuerpos de
guerreros.
Estaban cubiertos
de algas verdes y llevaban armas. Lanzas en el brazo izquierdo, puñales en la
mano derecha. Las cabezas alzadas, los cabellos negros y largos. Las barbas
espesas. Los pechos cubiertos de un vello que dibujaba la forma de una espiral,
como si el cielo se hubiese gravado allí.
De toda la costa
del lago, los guerreros surgieron y caminaron en todas direcciones. Lentamente,
y sin detenerse. Igual que ciegos, pero tenían ojos. Puntos pequeños en medio
de las caras ocultas por los cabellos largos. Puntos negros como carbones
recién sacados del fondo de una grieta, de un pozo donde el agua había
alimentado el cultivo de los muertos.
*
-¡Mujer!
Tahia desnuda
caminando hacia el agua. Sola, y con los ojos cerrados.
Te entregas a ellos. Los has extrañado más
de lo que me amas.
Pero Zaid no
podía reprochárselo. No en ese momento en que ella se estaba sacrificando para
darle poder. La única fuerza que ella conocía por haberla tocado con los dedos
de su alma endurecida, mucho tiempo antes, a través de la entrada sin luz del
depósito de armas de la vieja choza que habían compartido. Su mortaja y su
tumba. Tal vez con esos ojos muertos, sin nada que hacer más que mirar la
oscuridad, ella había observado las armas y las ratas. Para cuando despertó,
sus anteriores dudas o inseguros pensamientos ya se habrían cubierto con el
polvo y adquirido el filo que hiere.
-Los intrusos del
mar…-le dijo ella hace dos noches, acostados bajo el manto de niebla, húmeda y
calurosa, mirando el cielo del lago. Tahia hablaba como si tradujese otras
voces que llegaban desde ese lugar cuyos elementos: agua, fango y nubes,
parecían fundirse unos en otros, para volver a separarse y unirse nuevamente,
sin detenerse nunca en su ciclo. Girando en espiral, centelleando a veces. Una
densa oscuridad sin fondo se iba cerrando en el centro, donde ya no podía
distinguirse nada con claridad, ni una ola o reflejo. La arena de la playa ya
no era arena, sino terrones duros como piedra.
-Los intrusos del
mar-repetía ella-vendrán, y son fuertes, pueden vencerte.
-No lo harán.
-Créeme si yo lo
digo.
-No dudo de tu
palabra. Pero esta vez te equivocas. Encontré las armas del jefe de los
rebeldes, que Reynod había escondido.
-Pero falta mucho
tiempo para que estén preparados. Tú mismo lo dijiste hace días y postergaste
el ataque.
La mirada de Tahia
seguía fija en las nubes que se desplazaban pesadamente, como si el cielo
hubiese decidido cambiar su morada sin decidirse del todo todavía. El vértigo
sobresaltó a Zaid, y sintió que era él quien se movía o la tierra que se estaba
levantando.
-Me esperan-dijo
ella.-Desde hace tanto…Prometí volver. Les dije que volvería a la vida por un
tiempo a preparar los hechos necesarios para su retorno. El regreso de los que
nunca mueren. Qué puede ser más grande que ellos. Ustedes, los mortales, no son
nada. Terrones que se deshacen al cerrar un puño.
Zaid la miró,
apesadumbrado. Algo le apretaba el pecho y le oprimía la garganta. Sus ojos se
humedecieron y se recostó sobre el cuerpo de Tahia.
-Tengo miedo de
quedarme solo. Nada podré hacer en tu ausencia.
Ella rió.
-¿Acaso no te
acuerdas cuando me cargaste desde nuestro hogar hasta las montañas? Has
sobrevivido sin mi ayuda mucho tiempo, pero esto no puedes hacerlo solo. No es
tu tarea siquiera, sino la mía. Ellos-dijo, señalando el lago-son los míos.
Carretero de los muertos.
No recordaba
quién le había dado tal nombre. Bestia y carreta a la vez. Eso era él.
Instrumento de los otros.
Matriz…matriz.
Las voces se
mezclaban en su memoria.
Dador de placer.
Instrumento.
Y luego nada. Materia para el deshecho y el tiempo. Y luego nada. Ni siquiera
el alma. Había nacido sin alma. Con esa idea que alumbraba su mente como si
después de tantos inviernos aún fuese nueva, volvió a sentir aquel viejo dolor
de la infancia. La piel le ardía, y comenzó a sacarse las ropas. Tahia lo
miraba, sin temor. Con las piernas abiertas, las rodillas apoyadas junto a las
caderas de su mujer, Zaid se rascaba el cuerpo desnudo con las uñas hasta
lastimarse. Cuando ya no sabía como deshacerse de aquel dolor, se acostó sobre
Tahia y sus labios se pusieron a recorrer el cuerpo de ella. Luego comenzó a
morderle las mejillas, los labios, el cuello. Siguió más abajo, los senos, las
caderas. Los dientes de Zaid besaban y mordían, sin mirarla ni una vez, con los
ojos cerrados y las cejas fruncidas. Las marcas quedaron en la piel, pequeñas,
con un halo blanco alrededor de un punto rojo.
Entonces, ya sin
encontrar otro lugar que devorar con besos, Zaid la penetró con más fuerza que
lo habitual. Ella se abandonó a los brazos del hombre que parecía bailar sobre
su cuerpo, cuyo sudor goteaba sobre Tahia e irritaba sus heridas. Zaid no
quería dejarla. Un vaivén de idas y venidas a través del tiempo. Un día
eliminado, un invierno. Así iba contando él, con gemidos y el dolor del rostro.
Cuando hizo su gesto final, la empujó hacia un lado y se quedó como estaba,
boca abajo, con los ojos abiertos, de espaldas a Tahia. Su piel estaba cubierta
de gotas que le corrían por los hombros. Tenía la mirada puesta en el lago,
perdida como si viese otra cosa en realidad, tal vez un río quieto.
La siguiente noche
durmieron separados. Él no se atrevió a mirarla a los ojos, pero ella sí lo
observaba.
-Hoy no, querido.
Debo prepararme para mañana. Tu cuerpo ha dado frutos esta vez, y tengo que
entregarme.
Zaid no entendió.
Por eso, en la tarde del día siguiente, cuando ella se desnudó y comenzó a
acariciarse el vientre, supo lo que ella había querido decirle. Quiso detenerla
cuando Tahia comenzó a caminar hacia la orilla del lago.
-Ellos me esperan
para despertar. Aguardan el fruto que les devolverá la vida.
Carretero de los muertos, bestia de arrastre
de las almas, cuerpo nacido para alimentar otros cuerpos. Muerte, resurrección
y muerte. Muerte, resurrección y muerte…
Las nubes bailaban
sobre las aguas, igual que él lo había hecho sobre el cuerpo de Tahia, blando
como el fango del lago. Las nubes estaban procreando algo en esas aguas. Las
vidas vacías de la muerte.
-¡Mujer!-gritó
mientras ella escapaba hacia la orilla. Pero cuando ella se dio vuelta para
mirarlo, él vio los ojos blancos que nunca había descubierto antes. Una blanca
nada.
La muerte es oscuridad, me han dicho. Pero
no es así. La muerte es blanca. Blancura de ciego frente al sol.
Tahia entró
al lago. Los pies se hundieron, rodeados por círculos de agua que ya no parecía
tan espesa. La solitaria y pequeña figura de su mujer bajo la sombra espiral de
las nubes. El horizonte oscuro confundiendo el cielo de agua y las aguas nubes.
La indefensa silueta de la mujer se hundía lentamente. Pero entonces unos seres
empezaron a nacer de la superficie, y treparon por el cuerpo de Tahia. Eran más
grandes que simples gusanos del barro. Más parecidos a humanos empequeñecidos.
Él estaba seguro
de lo que veía, porque lo recordaba. Pequeños cadáveres subían por la piel de
Tahia y allí desaparecían. Él, que había expulsado cuerpos como esos en las
montañas, estaba viendo a los muertos recuperar un verdadero cuerpo.
Cuando ella se
sumergió hasta el cuello, dos manos surgieron del agua. Nunca sabría a quién
habían pertenecido alguna vez, o por qué fueron tales manos y no otras. Por qué
no cientos o sólo una. Las manos empujaron la cabeza de Tahia bajo el agua, y
ya no volvió a salir.
Zaid temblaba.
Miró alrededor, pero no vio nada, como si estuviese aislado del tiempo en aquel
espacio de colores extraños. Manchas rojas aparecían de vez en cuando entre las
nubes. Puntos amarillos que brotaban del lago.
De allí llegaba el
ruido de burbujas, pero sabía que no había peces en ese lugar. Entonces
descubrió las caras formándose con la brisa que movía las aguas. Los ojos, la
boca, los contornos, creándose igual que lo hace un niño cuando dibuja con una
rama sobre la arena. Las caras planas enfrentaban al cielo, y luego se
inclinaban hacia la playa. Toda la superficie era un manto continuo de rostros,
porque habían surgido uno después de otro sin que él tuviese tiempo de verlos
todos. Rápidamente, dos y tres a la vez en un sector, otros mucho más lejos. Y
cuando todas las caras se inclinaron juntas, los cráneos nacieron como pequeños
montes. Bultos de fango. Barro moldeado por extrañas manos. Las cabezas se
levantaron del agua, y surgieron los cuellos que las mantenían firmes. Cuellos
anchos y desnudos de piel. Después aparecieron los hombros y los brazos. Manos
de dedos perfectos, rígidos y en puño, sujetando mangos de puñales de hueso y
lanzas cubiertas de algas.
Y los guerreros,
porque eso eran, Zaid lo sabía, llegaban con sus propias armas para pelear por
él. Salieron del agua formando filas que se dirigían a la playa. Caminaban en
largas columnas que se extendían hasta su origen, en el centro impreciso del
lago. Pero nada indicaba que dejarían de nacer. Cabezas, brazos y piernas
seguían apareciendo, y mucho más atrás, el borboteo continuaba creándolos.
Los guerreros
avanzaron hacia él. Estaban ya tan cerca, que no pudo evitar ver el color de
sus ojos escondidos bajo los cabellos. Los ojos tenían el aspecto del carbón.
Diminutas rocas negras. Los labios eran delgados como lombrices. Y mientras
observaba acercarse aquellas caras, la primera de todas se detuvo frente a él.
Zaid no tuvo miedo. No sintió más que un vacío en el que el tiempo cumplía su
orden implacable. Tiempo y espera en el vacío. Eso era la muerte.
Los guerreros se
arrodillaron. Las lombrices de los labios se separaron. La voz del hedor se
esparció en el aire.
-Señor-dijeron todos juntos, y las nubes
sobre Zaid comenzaron a descender y formar un cono hacia la tierra, por donde
el cielo parecía hundirse. Pero cuando el eco de las voces desapareció, las
nubes se calmaron.
No les preguntaría
nada. Si cada vez que ellos hablaran, el mundo haría un movimiento para
perecer, el poder que ahora él tenía era demasiado inapreciable como para malgastarlo.
Era casi como si él fuese la muerte. Pero no se haría ilusiones. Él era,
únicamente y como siempre, un ejecutor.
Los guerreros se han quedado quietos.
Apenas alcanzan a verse en medio de la noche. Sólo resaltan sus hombros y
cabezas, cubiertas por una pálida blancura, como el polvillo de alas de
mariposa. Es verano, y los insectos vuelan a su alrededor. Pero ahora están
dormidos, quizá, si es que ellos realmente duermen. Sus ojos de carbón no se
han cerrado, sin embargo. Las armas están oscurecidas por la sombra de los
cuerpos. Les dirigí una mirada y me han comprendido. Hoy descansaremos, les
dije después, para pensar en mañana. Todos giraron sus cabezas al mismo tiempo
hacia el frente, y ya no volvieron a moverse.
No puedo dormir. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos. Me duelen. Quiero
mirar a los guerreros. Siento el miedo de mis hombres ante ellos. Sé que
ninguno duerme esta noche. Únicamente los muertos lo hacen, y no para
descansar. Ellos nunca descansan y siempre duermen.
Me gustaría cerrar los párpados, y que el sueño me invadiera tan
brutalmente como antes lo hacía, acompañado por los seres espectrales y su
continuo acoso. Pero hoy soy otro hombre, y ellos están ahí afuera, no dentro.
Me son fieles y me obedecerán con una simple mueca de mis labios.
Si al despertar yo estuviese solo. Desatado de todas esas manos muertas.
Sólo yo, aislado, como muerto.
Cinco de mis hombres se acercan y se sientan alrededor del fuego.
-Estamos asustados, Señor.
-No tengan miedo a los que salieron del lago. Yo voy a conducirlos,
ustedes preparen sus filas como siempre.
-No es sólo eso, Señor. Tememos su reacción cuando sepa lo que venimos a
decirle. Los mensajeros heridos nos hablaron esta noche.
-¿Y qué dijeron?
Las caras de los hombres estaban pálidas frente al fuego, los labios se
movían muy quedamente.
-Han escuchado el nombre de Sigur, el nombre de Tol, y nosotros sabemos…
Yo los miro con atención. Sé que no mienten. Nada me asombra a estas
alturas de mi vida. Pero creo que debo resistirme a ser tan crédulo.
-Han mentido, son unos traidores.
-Están muriendo, mi Señor, no creo que nos mientan.
Esperan mi respuesta. ¿Quién, en cambio, contestará mis dudas? El dolor
brota otra vez, en la cabeza, como un vocero de llantos, gemidos y desgarros de
huesos rotos por la pena. Como tambores sonando en funerales. “Maldito sea el
que nace bajo el signo de la nada”, debió decir mi madre al descubrir que el
día que nací no había cielo. Mi madre con la túnica blanca del día de mi
funeral soñado.
-¿Había una mujer con ellos?-pregunté.
Negaron con la cabeza. Madre ya no está. Pero el funeral no se detendrá
por un solo ausente. Continuará su paso por la playa, hasta la hoguera. Mi
padre, fuerte y alto, camina erguido frente al cortejo. Mi hermano ya es un
hombre también. Avanzan con la vista al frente. Las caras serias, pero la
mirada resplandeciente, escoltando el lecho en el que me llevan. Veo mi cara
claramente, y esta vez no tengo miedo.
¡Vida del sueño, usas el tiempo como barro para convertirlo en piedra!
“Nos sostienen, son la tierra en la que caminamos”. El abuelo Zor tenía
razón. De mí hablaba. Pero mi cuerpo sobrevivirá a mi muerte. Me defenderé.
¡Los enemigos llegan!
El fuego del
bosque era una línea dorada en el alba sobre la colina, un muro de humo se
levantaba en todo el horizonte. Delante, el mar de pasto continuaba en la
sombra nocturna. El manto de la niebla lo seguía aplastando. Y era ese manto el
que se fue moviendo en pequeños remolinos: los hombres del mar se adentraban en
ese otro mar inclinado. Navegando en sus caballos como sobre botes. Riendas
como remos. Crines como velas.
No los veía aún,
pero a veces el brillo de una lanza centelleaba en el amanecer. La niebla se
iba levantando, rápida, molestada y ofendida por los intrusos. Descendían en
dos amplios flancos, por el oeste y el norte de la colina. Dos grupos más con
hombres a caballo avanzaban igual que olas hacia una orilla. El tamaño de cada
columna variaba por momentos, sus contornos se iban modificando, y tal vez
fuesen sólo señuelos que escondían más hombres detrás. Debía haber más de
quinientos sólo a la vista, y ni siquiera el fuego parecía haberlos asustado.
El mar de pasto
era tan extenso que tardarían en llegar. Debían saber que los habían visto ya,
pero confiados en su número y en la fatalidad incierta de la guerra, no
esperarían a que el fuego se apagase para recibir refuerzos.
Zaid así pensaba,
y dio orden de atacar. Los hombres avanzaron hacia la colina en largas filas de
casi cien guerreros cada una. No utilizaría a los del lago aún, si podía
evitarlo. Las dos primeras columnas comenzaron a subir la ladera. No estaba
cada hombre detrás del otro, sino alternados y cubriendo los espacios vacíos
entre cada fila. Llevaban las flechas en las ballestas, listas a disparar,
ordenados en la posición que Zaid les había enseñado.
-¡Disparen!
Su voz se hizo eco
en las voces de los otros jefes, hasta llegar a los guerreros, y las flechas
volaron formando un gran arco dibujado en el cielo claro de la mañana. El arco
comenzó a recorrer la segunda mitad de su trayecto. Él había imaginado el
recorrido hasta la cima de la colina, y así estaba sucediendo. La lluvia de
flechas cayó sobre la zona norte. En el oeste, los enemigos no se habían
detenido, pero aunque vacilaban, siguieron avanzando, y de allí brotó una
oleada de flechas rojas y candentes que quemó el aire y cayeron sobre la gente
de Zaid.
-¡Sigan!-decían
los jefes, de grupo en grupo, en gritos que se repitieron mientras las flechas
continuaban surgiendo de uno y otro lado.
Zaid entró a
pelear. Los hombres quisieron detenerlo, pero él corrió con su lanza en alto y
se abrió paso entre las últimas filas hasta llegar al frente. Tuvo que saltar
sobre los cadáveres quemados y flechas clavadas que todavía ardían. Los heridos
que lo vieron pasar, aumentaron sus quejidos apretándose una pierna, un brazo,
o el costado del cuerpo herido.
Los jefes lo
rodearon, con las caras cubiertas de sangre y los brazos con heridas abiertas.
Los cadáveres habían sido apilados a un lado para no molestar el avance. Todos
seguían luchando más adelante, con hachas y puñales contra los enemigos que
llevaban la ventaja del número y los caballos, desde podían patear y arrojar
lanzas antes de que ellos pudieran acercarse. Pero las nuevas armas de metal
que Zaid había encontrado escondidas por los viejos rebeldes eran más fáciles
de manejar, armas moldeadas y pulidas por el fuego.
-¡Maten a las
bestias!-gritó, y los animales empezaron a caer con sus jinetes. Luego
arrancaban las armas y volvían a clavarlas sobre el hombre.
Zaid se adentró
más en el frente. Un tarpán lo empujó. Él se levantó con furia y clavó su
lanza. El animal se tambaleó y cayó sobre el jinete. Zaid hundió en puñal en el
hombre. Algunos vinieron a ayudarlo, y siguieron luchando en el poco espacio
libre, mirando a todos lados al sentir el filo de las armas y los golpes de los
cascos. Los cadáveres los hacían tropezar, los huesos expuestos se quebraban al
pisarlos. Rescataban las armas todavía útiles, y avanzaban lentamente y hombre
a hombre, siempre hacia delante. Los hombres del oeste eran más numerosos,
llegaban protegidos por escudos.
-¡Masa!-ordenó, y
los guerreros se agruparon con las lanzas en alto apuntando al cielo.
Las filas de atrás
estaban desorganizadas y continuaban peleando con los que llegaban del norte.
Los enemigos no parecían agotar ni disminuir su número. Pero Zaid y los suyos
peleaban con los puñales a dos manos contra todo lo que estuviese en su camino
de avance, abriendo brechas entre las filas enemigas. Como una masa roja de un
volcán, pensó él, debían convertirse en algo tan fuerte y fulminante como la
lava.
El lado norte de
la colina se mantenía igual, ninguno de los frentes lograba avanzar demasiado.
Ordenó a sus hombres ir hacia allí, y sintió la sangre que se le iba secando en
la piel. Pronto volvía a mancharse cuando su puñal se clavaba en otro pecho,
arrancaba el arma y otra vez la hundía en el siguiente que aparecía a su lado,
o detrás del que había matado. Uno de los jefes de su ejército le estaba
gritando, pero apenas lo alcanzaba a ver.
-¡Voy delante!-le
decía, avanzando a golpes de lanza con su mano derecha, mientras usaba el puñal
contra los que intentaban detenerlo. Lo vio vencer una barrera de diez hombres
a fuerza de gritos furiosos y desesperados golpes de filo. Los enemigos lo
rodeaban, pero fuera del alcance de sus brazos, cada vez que trataban de
acercarse los amenazaba.
Zaid se dio cuenta que había abierto un
camino para ellos, y ordenó a los demás que lo siguieran. El claro se había
agrandado cuando llegaron. Los caballos retrocedían y los jinetes no lograban
controlarlos, como si Zaid y los suyos fuesen portadores de una plaga.
-¡Formen!-gritó, y
todos se ubicaron en un círculo, apuntando las lanzas hacia el centro y
aumentando el círculo a medida que llegaban más. Los enemigos seguían
retrocediendo. Pero entonces vio las bolas de espinas que llevaban atadas con cuerdas
a los brazos. Las revolearon en el aire varias veces y comenzaron a lanzarlas
contra ellos. Con un solo golpe las gruesas espinas de madera atravesaban los
cráneos y los hombres caían con las cabezas partidas. A veces las bolas tenían
dientes y se adherían al cráneo, entonces volvían a tirar de las cuerdas y las
arrancaban con pedazos de huesos y carne. Las limpiaban con sus cuchillos y
volvían a arrojarlas. El silbido de todas esas bolas atravesando el aire al
mismo tiempo daba la impresión de una tormenta. Pero el cielo, limpio y
luminoso, el sol brillante en lo más alto de esa mañana, estaba tan sereno como
un indiferente testigo de la batalla.
Las bolas
golpeaban sólo una vez y eran efectivas para matar, pero ellos tenían que
acercarse para usar los puñales y hachas, y necesitaban más de dos o tres
heridas para acabar con cualquiera. Cuerpo a cuerpo con los enemigos, casi cara
y pecho frente al aliento de los otros. Las lanzas tampoco les brindaban
ventaja, las bolas las alcanzaban y partían. Los hombres de Zaid comenzaron a
retroceder. El número fue disminuyendo, y se dio cuenta que en poco tiempo
habían retrocedido el doble de lo que habían avanzado esa mañana. Todo el
flanco oeste huía de vuelta hacia el valle.
-¡Señor! ¡¿Qué
haremos?!-le decía uno de sus hombres, parado sobre el barro, con las piernas
abiertas y tensas, los brazos caídos, apenas sujetando lo que quedaba de la
lanza. El arco partido colgaba de su espalda y las flechas estaban perdidas en
el lodo. Los ojos eran dos manchas oscuras en la cara cubierta de sangre y una
irreflotable expresión de pena más que de
miedo. Era tristeza sin consuelo, porque las fatales armas habían
llegado como puños de los dioses.
Entonces Zaid
recordó a los guerreros del lago, y mirando al sol, se preguntó si los muertos
necesitaban de la sombra o despertarían aún a pleno día.
-¡Atrás!-gritó, y
todos obedecieron y retrocedieron rodeando a su jefe y defendiendo la
retaguardia mientras escapaban. Algunos estaban disconformes, pero no protestaron.
-¡Atrás!-insistió
al ver que lo hacían lentamente y con desgano.
-¡No somos
cobardes!-dijo una voz perdida en el tumulto, entre el silbido de las bolas
dentadas y el chocar de los escudos.
-¡Atrás,
atrás!-repitió casi con desesperación, porque no podía explicarles en ese
momento, y temía que cualquiera de ellos arruinara el plan que tanto tiempo y
dolor le habían costado, aún sin saber que lo había estado creando desde aquel
día en la balsa, o quizá mucho antes, el día de la circuncisión.
Pronto llegarían
a las playas, donde los cadáveres del lago esperaban quietos y formados en
perfectas filas.
Despertar, dijo él en voz alta.
Pero continuaron
sin moverse, con los ojos de carbón cerrados y el pelo de algas agitándose en
la brisa. Zaid pensó que tal vez ellos estaban aguardando algo más. Eligió uno
de los cuerpos de la batalla y lo levantó en su espalda. Las piernas del muerto
arrastraban sobre el barro y dejaban surcos. Luego lo dejó caer y lo empujó
hacia la orilla. El cuerpo se hundió, pero
nada sucedió. Buscó otro, lo arrastró de los brazos, pasando
entre las filas y alimentó las aguas con el cuerpo. La superficie se movió en
círculos concéntricos entre las piernas de los guerreros.
Nada sucedió
tampoco.
-¡¿No es
suficiente?!-gritó en voz muy alta, para que todo el lago lo escuchase.-Si no
lo es, acá hay más, siempre habrá más para ustedes. Nunca cesará el alimento.
Sus hombres lo
miraban tristes y desconsolados, y aunque tenían miedo de esas aguas y los
seres que habían surgido, cada uno pensaba sólo en su próxima muerte.
Zaid fue y volvió
cargando los cuerpos de los que habían sido sus hombres, los que tanto habían
resistido, y ahora estaban siendo devorados por el lago.
Muerte y resurrección.
Los guerreros muertos son los creadores de las larvas.
Los que
continuaban llegando a la playa luchaban contra los jinetes que los perseguían
sin cansancio. Habían perdido más armas en la huida y sólo les quedaban sus
cuerpos para defenderse. Entonces vieron que entre ellos habían aparecido otros
guerreros que no conocían. No eran hombres comunes, sino restos de diversos
cuerpos unidos y elementos del agua. Los hombres se apartaron al oler la
fetidez de los otros. Se abrió un claro en cada uno de los grupos hacia donde
los muertos avanzaban. Y vieron que en el frente enemigo, los caballos
comenzaron a encabritarse y arrojar a sus jinetes.
El pensamiento de
Zaid era uno con lo hechos que estaba contemplando, un lazo lo unía a la
realidad, sin interrupción. No era sólo pensamiento ni únicamente realidad.
Sólo presencia absoluta.
Muerte y vida
unidas.
Muertevida.
Esta era la
palabra del presente, deshecha y esparcida en el barro como presente
irrefutable.
Ella su propio
origen y finalidad.
Lo demás: absurdo
y abominación.
Los muertos y su
fuerza por encima de la tierra.
*
-¡Vencidos!-se lamentó Sigur, mientras su padre cabalgaba a
su lado, erguido a pesar del cansancio, y mirando atrás, a los espectros de
guerreros que los seguían.
-Solamente una
batalla, hijo.
Sigur lo había
visto rejuvenecer en plena pelea. Era el mismo que recordaba huyendo del
volcán. La esbelta y alta figura de anchas espaldas. Únicamente el cabello
encanecido y la piel con pecas de vejez delataban la distancia que había creado
el tiempo. Pero hoy, manchados de sangre la cara y los brazos, sudoroso y sucio
el rostro, y enlazada a su mano derecha una bola dentada, era más que un simple
cazador. Más aún que el hombre joven que había sido cuando él, Sigur, era
pequeño. Un cazador de hombres, y su estampa lucía como la imaginación infantil
lo había bosquejado, tantos inviernos antes.
Su padre nunca
había dejado de ser su padre.
Los rodeaba una
cabalgata de casi cuatrocientos hombres que huían del valle, perseguidos por
las apenas perceptibles pisadas de los guerreros del lago. Los perseguidores no
los amenazaban ni arrojaban lanzas. Sólo los seguían como cazadores seguros de
que en algún momento las presas se detendrían. Ni sigur ni Tol podían culpar a
los suyos del miedo frente a esas sombras y su aspecto, sobre todo aquel olor
insoportable. Algunos no habían podido volver a abrir los ojos luego de
mirarlos, y otros se pusieron a gritar y a correr, abandonando armas y
caballos. Pero la mayoría miró hacia al bosque, y cabalgaron hacia allí. No
había más que el bosque de troncos caídos y otros en pie despidiendo humo
blanco y gris, pero muchos otros árboles continuaban ardiendo a lo lejos.
Entonces entraron.
Un calor intenso surgía del suelo, aunque los caballos no se rebelaron: los
perseguidores eran una amenaza mayor para ellos. El olor de cascos y pelos
quemados al tocar las brazas entre las cenizas, inundaba las gargantas de los
hombres. Iban en silencio, más lenta y precavidamente. Los troncos parecían
capaces de quebrarse con un solo roce. Una liebre de pelo chamuscado pasó veloz
por entre las patas de los tarpanes, pero los caballos no reaccionaron.
Tol seguió
mirando atrás de vez en cuando. Los guerreros continuaban ascendiendo la larga
ladera de la colina.
-Nuestra gente
debía haber llegado ya. Los deben haber matado.
-No lo creo-dijo
Sigur.-Tal vez todavía tratan de defenderse y atravesar el bosque. Recuerda que
hace apenas un día que arde.
Cabalgaron hasta
que llegó la noche. Las filas de guerreros se asomaban ya por encima de la
cumbre. Luego, al salir la luna, las sombras del crepúsculo se dispersaron
sobre el bosque. La luna rojiza alumbraba desde un cielo morado los contornos
humeantes de los árboles. Pero sobre el valle, continuaba la oscuridad.
-Descansemos-dijo
Tol.-No se atreverán a entrar sabiendo que esperamos refuerzos.
Sigur dudaba. La
mayoría se acostó luego de alimentar a sus caballos, enlazando las riendas a
sus muñecas para despertarse apenas los animales se moviesen. Otros cepillaron
el pelaje de las bestias mientras vigilaban. Sigur les había prohibido encender
fogatas. Su padre y él se sentaron sobre rocas, escuchando el resoplido
constante de los animales asustados. Se
quedaron silenciosos por un rato, pero había algo latente en ellos que no
sabían cómo decir.
-¿Lo viste, padre?
Tol miró a su hijo
y bajó la mirada al suelo.
-Sí. Se parece a
tu abuelo a esa edad. El cabello espeso, la nariz recta…
-No nos vio, ni
siquiera nos buscó.
-Quizá no sabe de
nosotros.
-Sí lo sabe, pero
no le importa.
-No creo en
eso-dijo Tol, terminante.
Luego fijaron la
vista en el horizonte azulado de la noche sobre la colina. Atentos a cada
pisada o crujido sobre la hojarasca. La voz monótona, gastada, de cada uno,
había sonado con tonos irritantes en los oídos del otro.
-Dormiré un
poco-dijo Sigur.
Tol asintió y
también se acostó donde estaba, sobre un lecho de paja en un hueco apenas
excavado.
Sigur se separó de
su padre y caminó entre los guardias. No tenía deseos de dormir. Pensaba en su
hermano, en la batalla perdida, y en qué sucedería mañana. Miró varias veces
hacia lo profundo del bosque, donde pálidas manchas de ceniza y humo impedían
la llegada de su gente. Después, se volvió a observar el borde de la colina,
donde las sombras humanas aguardaban.
Por qué no vienen por nosotros, por que se retrasan. Si no necesitan
descansar, si la noche es su ámbito propicio, por qué no vienen a acabar con
nosotros.
Sabía que los
muertos actuaban siempre así, acechando ocultos, ofreciendo fútiles esperanzas
para el comienzo del día. La muerte solía llegar al alba. Era una costumbre,
así como los sueños llegaban también a esa hora.
Los sueños tal vez son de los muertos, o sus
palabras. Por eso despertamos tan pronto, asustados. No pueden evitar tocarnos,
y la piel de los sentidos reacciona y nos despierta. Nos rescata por un día más
del abismo.
Se estaba
adormeciendo allí parado, con las manos a la espalda y las piernas firmes, un
poco abiertas. Balanceándose como si los brazos de su madre aún lo sujetaran.
La brisa nocturna, siempre con olor a quemado, lo rodeaba y lo envolvía,
meciéndolo. Cuando abrió los ojos, la claridad del día se asomaba por el este.
Aún no había salido el sol, pero el cielo lucía más claro y las estrellas se
debilitaban. Entonces vio llegar un ave desde el norte. Las alas anchas se
movían dos o tres veces y luego permanecían quietas, planeando, después volvía a
aletear otras tantas. Solitaria, el ave volaba directamente hacia él.
Reconoció al
pájaro: un buitre negro, mensajero de su hogar del norte. El ave graznó con
fuerza ya muy cerca de él, y comenzó a dar vueltas a su alrededor. Sigur
levantó el brazo izquierdo y el pájaro se posó sobre el muñón. La cabeza, tan
oscura que casi no se veían los ojos, se movió de un lado a otro, como si no lo
viese o no estuviese interesado en verlo aún.
-Mensajero, ¿cómo
está mi familia?
El ave agitó las
alas, y un montón de plumas cayó al suelo. Con el pico corvo se rascó el pecho.
Recién entonces se dignó a mirarlo. Sigur bajó un poco el brazo, para que el
ave le hablase al oído. El pico se acercó a él, y Sigur escuchó las voces tan
ansiosamente añoradas.
Tu hijo crece tan grande y fuerte como se
espera de tal simiente. No te asombres si pronto tus hazañas se olvidan, y las
de él prevalecen. Te dignarás a llevar el nombre de Padre. Padre de la semilla
que dará frutos, y estos frutos más descendientes. Y la generación esperada
llegará por fin. La época en que el pueblo del norte será dueño de la tierra
del sueño.
No soy yo quien te habla, padre, sino mi futuro. Mi porvenir se hace voz para saludarte y
mostrarte mi cara con mi voz, ya que nunca me has visto. Por eso, hoy marco mi
porvenir en tu memoria. Por eso, padre, te digo que te enorgullezcas de mí como
te enorgulleces de ti mismo. Las almas llegan, padre. Se romperá el antiguo
hechizo que las brujas crearon en los bosques. A eso he venido, a decirte que
no dejes de mirar el cielo esta mañana.
Sigur sintió un
fuerte dolor de desgarro en la oreja. El ave se apartó se apartó un poco, pero
se quedó prendida a su brazo. Sigur se tocó con la mano derecha. Sólo colgajos
de carne quedaban, la sangre le inundaba el oído y chorreaba por el cuello. Se
dio cuenta que ya no podía oír de ese lado. Pero esto no pareció preocuparlo.
Obedeció, llevando la vista al cielo, y vio la inmensa bandada de aves negras
que se acercaba desde el norte. Primero era una franja que cubría el horizonte
lejano, después se convirtió en diferentes líneas de bandadas cada vez más
anchas y grandes.
-¡Padre!
Algunos corrieron
a él, y al verlo mirar al valle comenzaron a preparar las armas, pero nada
veían llegar desde ahí.
-¡Prepárense a atacar! Formen un solo flanco
junto a los caballos, pero no monten.
Los hombres no
entendían el propósito. Aún medio dormidos, alistaron sus armas.
Tol se acercó a su
hijo.
-¿Qué pasa?
-Nada que no
tuviese que pasar. Mira, padre, allí vienen.
Tol miró al cielo.
Las bandadas eran innumerables. Llegaban en inmensos grupos, uno detrás del
otro, y las primeras no estaban demasiado lejos ya.
-Necesitamos los
tarpanes, padre. Debemos hacer que los refuerzos traigan también sus caballos.
¡Mensajeros!-llamó a su derecha, y les ordenó ir en busca de los otros.
Las bandadas
estaban casi sobre ellos. Las más cercanas comenzaron a dar vueltas. Las
siguientes las rodearon formando círculos concéntricos a medida que llegaban.
En el cielo del norte no podía verse límite al número de aves. Continuaban
naciendo de la distancia, acrecentándose, amenazando con borrar la luz del sol
con sus anchas alas desplegadas. Los graznidos se hicieron estridentes, y un
polvillo sin color caía de las plumas.
Cesius estaba
junto a Sigur, y las contemplaba extasiado.
-Nunca vi antes
algo tan hermoso-dijo.-Escuchen. Están formando una palabra con los graznidos.
Inclinó un poco la
cabeza y cerró los ojos, prestando concentrada atención.
-¡Sí! Vienen a
ayudarte, son tuyos y de tu hijo.
Sigur lo miró, no
demasiado asombrado de la intuición de ese hombre a quien nada le había contado
de su vida. Los demás estaban terminando de juntar a los caballos cuando un
viento descendió desde donde giraban los pájaros. El cabello rojo de Sigur se
agitó, las crines se movieron con el viento, polvo y hojas dieron vueltas en el
aire, despertando a todos de la pesadez matutina.
Del centro del
gran círculo, los pájaros negros comenzaron a bajar. Seguían graznando, y los
hombres tuvieron que taparse los oídos para no aturdirse. Entonces la primer
ave se posó en el lomo de uno de los caballos. El tarpán se agitó por un
instante, luego se quedó quieto, más manso que si su propio jinete lo hubiese
montado. El resto de los pájaros fue haciendo lo mismo uno después del otro. Se
posaron en cada lomo, en el orden en que las filas de animales habían sido
formadas. Pero en el cielo, el estrecho hueco dejado por las que bajaban, era
enseguida ocupado por las otras, así que la extraña penumbra de la mañana no
logró desvanecerse del todo. Un olor a tierra y plumas llegó con aquel polvillo
desprendido de los cuerpos. Al posarse sobre los tarpanes, aleteaban por un
momento, apretando el lomo con sus garras, sin lastimarlos.
Los hombres se
fueron apartando de los animales al ver aquello. Algunos, miedosos de la ira de
los dioses, se arrodillaron para rezar. Otros parecían ansiosos por entender lo
que estaban viendo, con la mirada asombrada y fija en lo que sucedía.
Ya casi la
totalidad de los caballos estaban ocupados por los pájaros, enfrentando la
colina que llevaba al valle. La primera de las filas estaba lejos de Sigur,
pero pudo ver que el ave en el centro estaba cambiando de forma. Recordó el
sueño de sus noches en el norte. Era eso lo que había visto, y creyó que había
estado soñando. Pero ahora todas las aves se estaban transformando en
guerreros.
El pico corvo se
iba aplastando. El plumaje se convertía en cabellos oscuros que reflejaban las
claridades con que la extraña luz matutina golpeaba sus figuras. Las plumas
caían al suelo, y las alas se plegaban y enrollaban hasta convertirse en brazos
gruesos. Las patas se alargaron, perdieron las garras y se hicieron piernas.
Ya no eran
pájaros, sino hombres.
Eran guerreros.
El pico se había
convertido en un puñal en los cintos. Las plumas en piel cubierta de vello ocre
y taparrabos sujetos con lazos. Los ojos parecían algo cerrados, confundidos
quizá ante el despertar de nuevas formas. Miraban de un lado a otro. Las manos
firmes en las crines, como si temieran caerse. Porque tal vez no reconocían su
nuevo cuerpo, o quizá no recordaran el cuerpo recuperado. Luego, un sonido
gutural salió de las gargantas. Lo que había sido su graznido, era ahora un
quejido que lentamente fue transformándose en grito.
Y un brazo se alzó
de la primera fila. El pájaro hombre había terminado su transformación, y
estaba gritando con el brazo alzado:
-¡Al ataque!
A él se unieron
las voces de los otros, mezcla de chillido y canto, con los brazos en alto, aún
echando plumas que revoloteaban alrededor, los puñales cortando el viento que
el resto de las aves aún provocaban al seguir descendiendo en las últimas
filas. Entonces partieron al galope, las siguientes las siguieron a corta
distancia.
Los hombres de
Tol retrocedieron con las armas en las manos y sin dejar de señalar lo que
veían. Tal vez pensaban que todo aquel prodigio se les vendría encima para
castigarlos. Algunos corrieron de vuelta al bosque.
-¡Prepárense!-gritaba Tol.-Debemos seguirlos. Para eso hemos venido.
Pero ellos no se
dejaron convencer. No era eso lo que habían esperado encontrar. Fuerzas que no
comprendían, poderes cuyo favor podía tornarse fácilmente contrario. Sin saber
de dónde llegaban esos seres o a quién respondían, lo mejor era temerles y
huir.
-¡Cobardes!-dijo
Tol.
Los hombres de
Sigur no se movieron de sus lugares, pero temblaban. Se veía en el movimiento
de los ojos que seguían los pasos de los pájaros hombres. Sigur escuchó que la
tierra tronaba con los cascos de los caballos. El chillido de las aves en el
cielo se había acrecentado, porque ya no quedaban tarpanes libres. Sus ruidos
ya no eran graznidos, sino voces impotentes, y algunos pájaros bajaron y
atacaron a los hombres que miraban.
-¡Tengan
paciencia!-gritó Sigur, pero no a ellos, sino a los pájaros.-Ya se acercan más
caballos.
Una manada llegaba
desde el bosque, rodeada de ceniza agitándose en el aire. Las crines bailaban y
los jinetes espoleaban a los caballos. Cada hombre cabalgaba uno y llevaba de
las riendas otros diez. Eran trescientas bestias, tal vez quinientos tarpanes
dispuestos a marchar. Detrás, reapareció Aristid al mando de un grupo de
doscientos hombres.
-¡Traje todos los
refuerzos que quedaron de la resistencia! Estoy orgulloso de ellos, se
empecinaron en salvar a los caballos del fuego.
-¡Bien!-dijo
Sigur, y comenzó a guiar a los tarpanes hacia los lugares libres dejados por
los que habían avanzado.
Aristid jadeaba
luego de la cabalgata, y se había sentado a beber. El agua se atascó en su
garganta cuando vio a las aves que tapaban todo el cielo más allá del bosque
del que acababa de salir, y se convertían en hombres sobre el lomo de los caballos.
Las piernas le temblaron y el vértigo casi lo hizo caer. No había comido ni
bebido lo suficiente en cuatro días.
-Dioses-murmuró.
-¿Qué maldición es esta?
Sigur no perdió
tiempo en explicarle.
-Prepara a tus
hombres, en cualquier momento deberán avanzar.
-Pero….-Aristid no
dejaba de señalar a los hombres aves. -¿Ellos van a luchar?
-La primera
batalla, pero tal vez debamos continuar nosotros. No sabemos cuánto resistirán
los enemigos.
Aristid no volvió
a preguntar. Arrojó la vasija y corrió a alertar a los suyos. Sigur vigiló con
celosa mirada la metamorfosis de cada ave.
-¡Padre, quédate
acá hasta que veas retroceder a los guerreros del lago! ¡Entonces avanza!
Sin esperar
respuesta, salió al trote y se puso al frente de los guerreros del cielo, que
continuaron sumándose detrás de las últimas filas. Tol lo vio desaparecer el
frente de las columnas, hundiéndose tras la ladera de la colina.
Sigur encontró a
los guerreros del lago resistiendo el avance de los hombres aves, penetrando
con lanzas el pecho de los tarpanes. Pero sus hombres respondían con golpes de
filo de puñal segando cabezas y brazos que caían al fango. Él se seguía
preguntando por qué los enemigos no habían avanzado durante la noche. Fácilmente
los habrían vencido en la oscuridad.
Tal vez tienen miedo a lo oscuro. Si vienen de la región sin luz, si
vagan perdidos en la niebla continua de un cielo sin dioses. El cielo de la
tierra al que ellos se atan con un eterno deseo de regresar. Volver a ser
hombres. ¿Extrañarán tanto la luz, acaso, que ya no soportan la oscuridad?
Los hombres
pájaros se abrieron paso entre los grupos compactos de los guerreros muertos.
Sin embargo, luego de tal vez medio día, quizá más, éstos volvieron a avanzar contra
todo lo que hallaron a su paso. Los caballos intentaron retroceder, y los
obligaron a continuar en la batalla. Los huesos de los muertos se quebraban y
se asomaban de la carne, pero los brazos partidos continuaban luchando, y las
piernas rotas seguían caminando.
Los jinetes del
cielo peligraban tan cercanos al hacha de los muertos. Los hombres pájaros
siguieron cercenando cabezas a su paso. Sigur avanzó con refuerzos para relevar
a los heridos, pero las almas hecha carne de los hombres pájaros, libres por
fin del hechizo de las brujas, no quisieron descansar. Entonces se levantaron y
buscaron los caballos sanos, y volvieron al frente.
Los hombres que
avanzaban caminando mataban con lanzas y puñales a un lado y a otro.
Los cráneos abiertos eran
huesos como conchas de caracol dadas vuelta. Cráneos abiertos como frutos con
pulpa derramada, cayendo, colgando de los cuellos, balanceándose en las
espaldas.
-Una batalla sin
fin-dijo Cesius, que había acompañado a Sigur a pesar de su negativa.
-Ellos
determinarán el final. Yo soy solamente un instrumento, mi cuerpo es nada
frente al tiempo que ellos han esperado. Creo que lo entendí demasiado tarde.
Continuó
observando el fragor de la batalla, el entrechocar de las armas y los cuerpos.
Sucio de barro, cubierto de heces y fragmentos de carne y astillas de los
huesos de los muertos. El olor de la sangre y el aroma a podredumbre. Pero
también el otro aroma, el de las plumas y el perfume del aire del norte. Por un
instante, que volvió a perderse enseguida en su memoria, volvió a sentir el
aroma de Gerda, el de su cabello claro cubierto de copos de nieve.
Miró a los hombres
pájaros, y la vio a ella.
Miró a los pájaros
hombres, y vio a los suyos.
Buscó en el cielo
a su hijo, y lo halló en cada par de ojos de cada ave.
Entonces dio un
grito de alerta, haciendo avanzar otra vez a sus guerreros. Comandando el
ejército que él había formado a lo largo de tanta distancia recorrida, y que no
podría repetirse quizá en miles de inviernos.
-¡Ataquen!
Su voz se repitió
por las filas y columnas que guerreaban, desordenadas y cansadas, pero que
obedecieron sin detenerse.
-¡Ataquen!
Los hombres
avanzaron. Los guerreros muertos retrocedieron. Los caídos fueron aplastados
por los caballos, y aunque podrían volver a levantarse, ya no tenían motivo
para hacerlo. Todo cuerpo era capaz de recuperarse, esa era la tarea del agua,
pero la carne muerta era un obstáculo insalvable. Por eso los cuerpos se fueron
hundiéndose en el barro, desfigurando las formas de la misma lenta manera en
que habían nacido del agua.
-¡El lago!-dijo
Cesius.
Sigur levantó la
vista. Estaban ya muy cerca, y los enemigos retrocedían hacia allí. Una enorme
masa de barro se desbordaba de las orillas, pero no alcanzaba a ver la causa.
Buscó a su hermano, pero sin hallarlo. Habría querido despedirse de él.
Y no supo por qué
había pensado en eso.
Su caballo se
encabritó. Eran demasiado los cuerpos aplastados en el suelo. Avanzaban sobre
carne y huesos clavados en el fango y las bestias trotaban tambaleándose y
lastimándose con las astillas. Al llegar a la playa, vieron que el lago había
disminuido sus bordes. Toda la zona que atravesaban había estado cubierta por
el agua, sembrada ahora de cuerpos tan viejos que parecían haber sido
sepultados cientos de inviernos antes.
El lago se estaba
secando.
Entonces
escucharon los llantos.
Al principio no
lograron distinguir de dónde llegaban. Eran gemidos entrecortados, pero que
nunca se interrumpían del todo. Diferentes tonos sucediéndose uno al otro, y
eran tantos que no podían provenir de una sola persona. Muchos estaban llorando
en algún lugar, y no eran los hombres heridos, porque los llantos eran débiles
y agudos. Venían de algún lugar desde el centro del lago.
Cesius se irguió
en la montura, tratando de ver y prestar atención al sonido.
-¿Qué es?-preguntó
Sigur.
Cesius señaló al
lago.
-¡Los niños!
Sigur esperó a que
le explicase.
-Los niños
abandonados en la barca a la deriva. ¡Ellos están llorando!
-Pero están
demasiado lejos para escucharlos.
-Es que están
muertos, ¿no los ves?
Y Sigur siguió
con la mirada el punto que Cesius señalaba. En el centro del lago, una mancha
opaca se esforzaba por salir de la bruma.
Cesius se veía
extasiado por aquel descubrimiento.
-Si supieses
cuánto lloraron las mujeres del pueblo. Cada mañana, durante varios inviernos,
iban hasta la orilla y esperaban. Las aguas se corrompían noche a noche, y el olor
las envolvía como un mensaje que ellas se negaban a escuchar. ¡La barca de los
niños muertos! ¡Allí está, surgiendo de la sombra!
Los llantos se
hicieron más fuertes, y comenzaron a herir los oídos de Sigur como espinas. Un
escalofrío le recorrió la espalda. Trató de concentrarse en el avance de sus
hombres, que continuaban venciendo a los guerreros del lago. Las aguas se
estaban secando con rapidez, y los conducía hacia el centro. Pronto vio la
barca con mayor claridad. Era un casco alto y sin velas. No se movía ni se
balanceaba, sólo conservaba una leve inclinación. Estaba, quizá, encallada. No
alcanzó a ver a nadie adentro, pero la niebla, despejándose de a poco, se
desplazaba alrededor en diferentes direcciones, como si débiles vientos exhalados
de pequeños pechos la empujaran.
Los llantos
siguieron un poco más fuertes, y Sigur pudo diferenciar hasta seis o siete
voces, sólo algunas más identificables. Imposible de saber cuántas eran en
realidad. Cada una parecía desdoblarse a su vez, multiplicarse en incontables
tonos.
Sigur pensó en su
hijo.
El graznido de las
aves en el cielo se había atenuado, pero servía de fondo para confundirse con
los llantos de los niños.
Los pájaros y los
niños lloraban.
Sigur seguía
pensando en su hijo. La sola idea, fugaz, de que podía estar sufriendo, fue
semejante a la sensación de aquella vieja hacha cortando su mano izquierda.
-¡Ataquen!
¡Ataquen!-gritó sin pensar.
Los guerreros y
sus bestias que aguardaban en la cima de la colina, avanzaron. El rugido de los
cascos retumbó a lo largo de toda la colina, la masa de caballos y jinetes
levantó el polvo como una nube de tierra desmoronándose desde el cielo. Pero
Sigur recién entonces se dio cuenta que Cesius y él estaban en medio del camino,
sin que ninguna señal los distinguiera en la bruma.
-¡Protégete!-le
gritó a Cesius.
Luego se
separaron.
Vio desaparecer a
Sigur entre el resto confuso de animales y hombres. El polvo lo había envuelto,
pero el cabello rojo lograba distinguirse de tanto en tanto. Después, las
últimas filas que se unían a las primeras, comenzaron a atropellarse entre sí.
Tal vez la tierra de la ladera se había aflojado luego de tantas batallas. Tal
vez el rocío nocturno y la lluvia habían removido las raíces que formaban el
esqueleto de la tierra.
Lo que Cesius veía
era una avalancha de tierra, hombres y caballos resbalando y cayendo por la
colina, creciendo al sumarse a los hombres que estaban a la mitad del camino
inclinado. Pero el frente continuaba inmutable, siempre avanzando e ignorante
de lo que pasaba.
Cesius cabalgó
hasta acercarse lo más que pudo a la avalancha que ya se había detenido. El
polvo levantado era una masa que sólo le permitía escuchar los gritos de los
hombres. Decidió desmontar y seguir a pie. Los heridos intentaban levantarse de
debajo de las enormes bolas de barro que cubrían los cadáveres. Sólo se veían
manos y piernas sobresaliendo de la superficie. Muchos llamaban desde debajo de
los caballos muertos. Las puntas de las costillas de los tarpanes parecían
jaulas clavadas en el fango. Los gritos que reclamaban ayuda lo aturdieron,
pero él estaba dispuesto a ignorarlos para buscar de Sigur.
Los pocos hombres
que pudieron levantarse, tenían los brazos quebrados, y en los huesos expuestos
había plumas que todavía continuaban cubriendo las heridas. Movían las cabezas
como suelen hacerlo los pájaros heridos, y agitaban los brazos para sacudirse
como inútiles alas lastimadas.
Entonces vio, no
muy lejos, un grupo de hombres de pie. Corrió hacia ellos, saltando sobre los
cadáveres y resbalando a veces, hasta abrirse paso entre los que allí se
reunían. El cuerpo de Sigur yacía bajo el peso de varios muertos que los demás
aún no habían terminado de apartar, mientras otros paleaban la tierra de los
costados y rompían los huesos con las azadas.
Cuando finalmente
lo liberaron, él se acercó para comprobar lo que ya sabía. El cadáver estaba
cubierto de barro, con parte del cráneo arrancado y mucha tierra tapándole la
mitad abierta de la cabeza, las piernas partidas y dobladas como tallos, en una
postura humillante y deshonrosa. No era la muerte para un hombre como Sigur, se
dijo Cesius. Si todo lo que había oído era cierto, no era esa la muerte
merecida. Entre tantos hombres que allí estaban, había tres que habían llegado
con Sigur de la región del Norte. Lo supo porque los vio arrodillarse junto al
cuerpo y comenzar a limpiarlo, mientras rezaban en voz alta y sin mirar a nadie
más.
-Thierhold-repetían-Thierhold…
Enderezaron las piernas de Sigur, lavaron su cara y el
cabello rojo y largo, hasta darle un aspecto que piadosamente podía llamarse
digno en medio del desastre que los rodeaba.
La muerte en el barro
La muerte en el fuego.
El resto siempre es polvo y ceniza, polvo y humo.
Se acercó al
cuerpo cuando los demás se apartaron un poco, y se agachó, murmurando algo que
los otros no entendieron.
-¿Cómo se lo diré
a tu padre?-siguió preguntándole, preguntándose.
*
Cuando vio que sus hombres retrocedían, Tol dio a toda voz la
orden de avanzar. Su gente y la de su hijo cabalgaron entonces al trote,
alejándose del suelo gris del bosque hacia la pradera de tierra removida por
tantos cascos y pisadas. El pasto había sido totalmente arrancado, los caballos
saltaban las raíces de los arbustos que formaban una maraña de barro y
pedruscos.
La gente de Sigur
parecía estar triunfando, y una ciega confianza, a la que antes no se había
atrevido a ceder, comenzó a formarse en su ánimo. Por eso fue tan inesperada la
sensación siguiente, como si le hubiesen cortado una mano con un arma
invisible, sin dolor aún, pero que más tarde llegaría, sin duda. Pero ahora fue
solo eso, la sensación del temblor de tierra llegando desde más allá de la
mitad de la ladera. Una lluvia de barro que ascendía, para luego caer
levantando el poco polvo ya seco. El polvo sobre el lomo de los tarpanes. El
polvo en la cara de los hombres que morían.
Pudo ver, de
lejos, cómo los animales estaban resbalando y aplastándose entre sí. Tol miró a
Aristid a la distancia. Lo vio hacer un gesto afirmativo, y continuaron
avanzando.
Él volvió a sentir
aquella inquietud extraña que cada vez se parecía más a un mal presagio. El
sonido de muchos llantos le llamó la atención. No de hombres, sino de niños.
Qué pueden estar haciendo niños en esta
batalla.
Sin detenerse, Tol
señaló su oído derecho con la mano alzada, mirando a Aristid. Éste afirmó con
la cabeza, levantando los hombros en señal de ignorancia. Había algunos claros
en el cielo, las aves disminuían su número y un tímido sol se asomaba formando
grandes y fugaces círculos sobre el campo. Un brillo opaco resaltaba las masas
de hombres al cruzar la colina, hasta que otra gran bandada cubrió otra vez el
sol.
Los llantos
resurgieron, convertidos en gritos de niños que ya no soportan el dolor, o la
tristeza, o quizá la soledad de su estado. Entonces Tol vio que el lago se
había reducido a un espacio no mayor al que podían ocupar cuarenta hombres, y
estaba casi seco.
En el centro, una
barca inclinada se estaba moviendo.
Sin agua
suficiente para navegar, y sin embargo se estaba moviendo.
Las maderas del
casco y la cubierta cedieron y cayeron al fango, lo único que quedaba de las
extensas aguas. Mientras las maderas caían, desprendiéndose no como si algo las
hiciese estallar desde adentro, sino por su propia podredumbre, un conjunto de
extrañas figuras apareció desde el interior.
Tol hizo detener a
sus hombres antes de llegar a lo que ahora era una playa seca frente a las
ruinas del lago. Aristid también interrumpió la marcha, y todos estaban más
altos que el nivel de la playa, así que vieron lo que restaba del lago, nada
más que barro secándose tan rápidamente que podía verse el vapor del agua elevándose
del suelo y dejando montículos secos y duros, de donde sobresalían espículas de
hueso o huesos enteros como columnas rotas.
Y siempre en medio
de una aridez creciente, estaba la barca deshecha, alumbrando como una hembra
extrañas figuras cuyas formas todavía eran irreconocibles.
Entonces los
pájaros negros abrieron un enorme agujero azul en el cielo, y de la barca
surgieron innumerables aves blancas, de un plumaje tan claro y brillante que
encegueció los ojos de los hombres que observaban.
Los pájaros
blancos, más grandes que los mensajeros del Norte, desplegaron sus alas tan
anchas como todo el largo de la barca, y subieron hacia aquella abertura del
cielo. Uno a uno, volaron hasta perderse de vista en las alturas,
confundiéndose sus contornos pálidos con el azul difuminado del horizonte.
Tol se sintió
perdido en un mundo que ignoraba. Qué eran sus aspiraciones mortales, sino
tristes y pequeños conflictos frente a esa batalla que iba más allá del tamaño
de su espíritu.
Si no los hubiese abandonado aquel día. Si no me hubiese apartado de
Sila y mis hijos. Ni el sacrificio de mi padre estaría entre las llagas de mi
alma. Ni la gran distancia que me separa del amor de Sigur.
Y el espíritu de Zaid no se habría convertido en lo que es. Yo pude
haber sido su protector. Pude haberlo abrazado y hacer que eso fuese suficiente
para transformarlo en otro hombre.
Tol no logró
deshacerse de esa angustia, cuyo origen no podía tocar ni ver con sus manos.
Algo que no venía del profundo pasado, sino de lo que aún no había sucedido. Un
filo abriéndole el pecho sobre el exacto centro de las costillas.
Su corazón latía
con inusitada rapidez, y ni siquiera durante la batalla lo había sentido
agitarse así. Entregó el mando a Aristid y fue hacia los restos del lago. Un
grupo de cinco o más hombres se acercaban a él. Notó el cansancio, el balanceo
de las patas heridas de los tarpanes resbalando sobre la inclinación del suelo.
Reconoció el caballo de Cesius, y aunque sintiera alivio de volver a
encontrarlo, no dejó de inquietarse. Cuando estuvieron cerca, Cesius se
adelantó.
Tol adivinó su
rostro bajo la triste máscara de tierra y sangre. Pero sobre todo, se dio
cuenta de qué eran aquellas líneas finas, blancas y limpias, surcos que recorrían
de arriba abajo las mejillas de los otros hombres. Entonces dos de ellos se
abrieron paso entre los demás, y detrás apareció un caballo cargando un cuerpo.
Boca abajo, las piernas colgaban por un flanco y los brazos por el otro. Los
cabellos se balanceaban con el movimiento del tarpán sobre los montículos del
campo de batalla. Algunos cabellos largos cubrían la cara del muerto. Cabellos
rojos.
Sigur muerto.
El único que iba a
heredar la tierra, muerto.
Tol gritó sin
bajarse de la montura. Un grito que podría haber desgarrado los músculos de su
garganta, sonando profundo y largo, prolongándose en el eco de los montes.
Los hombres lo
vieron apretar los puños temblorosos, hundiendo las uñas en las crines y
tirando de ellas tan fuertemente, que el tarpán comenzó a moverse y relinchar.
Acudieron a él, pero no les prestó atención.
Cuando su grito
finalmente se detuvo, seguía con los ojos cerrados y las cejas fruncidas, pero
no lloraba. Su cabello entrecano, la barba casi blanca, se agitaban más con el
temblor del cuerpo que con la brisa, sin embargo él permanecía más quieto que
la tierra a sus pies. Luego abrió los párpados, y sin mirar a nadie desmontó y
caminó hacia Sigur. Apoyó su cuerpo contra el de su hijo, escondiendo la cara
sobre la espalda del muerto. Estuvo así un largo rato, y de pronto, como un
brusco despertar, sujetó en un puño un mechón de cabellos de Sigur, y los cortó
con su puñal. Después los ató y envolvió con el lazo de cuero que sostenía el
hacha contra un costado de su pecho. Los demás lo observaban como si
presenciasen un rito, silenciosos y ensimismados en su tristeza.
Tol entonces
suspiró profundamente con un quejido, y comenzó a hablarles a los dos hombres
más cercanos a Sigur. Sus ojos parecían apenas capaces de contener la furia.
-Escuchen. Sé que
ustedes llegaron con él desde la tierra del Norte. Preparen el cuerpo como es
debido, y llévenlo de vuelta para que mi nieto honre su memoria. No lo
enterraré en estas tierras malditas.
Dirigió su mirada
hacia el valle. Aristid se acercaba a la desnuda superficie donde había estado
el lago. Muchos hombres lo secundaban caminando lentamente sobre los huesos y
el barro. La gente del pueblo también iba hacia allí, pero desde lo que había
sido el margen opuesto y donde habían estado asentados los últimos largos y
funestos inviernos. Allí donde Reynod los había llevado, cuando aún eran
dóciles y creían en él. Cargando azadas y hachas, esas lejanas y estrechas
siluetas caminaban cabizbajas, aunque firmes. No lentamente, sino con una
seguridad que nunca antes habían demostrado, por lo menos no que Tol recordara
cuando vivía con ellos.
Estaban solos por
primera vez.
Por primera vez
estaban sin un hombre que los guiara. Sin embargo, caminaban no con las manos
vacías, sino con herramientas e instrumentos de trabajo. Algo iban a hacer,
algo ocupaba sus mentes.
Tol los observó
detenerse y comenzar a remover la tierra, fangosa todavía en el centro, dura
alrededor. Hombres y mujeres penetraron la tierra con sus azadas, rompiendo los
terrones casi pétreos, matando los gusanos del barro.
Quebraron los
restos de los huesos hasta hacerlos astillas.
Y Aristide, a un
costado del gran grupo de gente, los miraba trabajar. No los incitaba a hacerlo,
sólo los contemplaba. Y la gente del pueblo le dirigía una mirada de vez en
cuando. Los dientes relucían a veces en el rostro de las mujeres, y los
hombres, únicamente con el movimiento continuo e ininterrumpido de los
músculos, mostraban su gentil aceptación.
Tol devolvió sus
pensamientos al cuerpo de Sigur.
Llevaban a su hijo
a la costa y hacia los barcos.
Sólo Cesius
permaneció a su lado.
-Finalmente debo
creer en los dioses…-murmuró Tol.
Cesius esperó que
continuase hablando.
-¿Por qué no
debería toda mi familia morir en mis manos? ¿Por qué unos y no todos?
Hizo otra pausa,
siempre mirando al pueblo que había dejado más de veinte inviernos antes.
-Han estado
volando en los aires de la fatalidad estos pensamientos desde mucho antes que
yo naciera. Pensamientos tan crueles, ideas perpetradas con tal perfección, que
sólo pueden haber nacido de la mente de los dioses.
Sin mirar a
Cesius, volvió a montar. Se quedó quieto un instante. Sacó el hacha de su funda,
y se deshizo de la lanza, ya rota, y del puñal. Ambos se hundieron en el barro,
como restos inútiles de un guerrero.
Cabalgó, sin
objetivo preciso, sabiendo únicamente que debía dirigirse al extremo este del
valle, donde el principal número de enemigos permanecía esperando aún el avance
de los rebeldes. Las chozas humeaban. Muchos niños lloraban solos, arrodillados
y abrazados uno al otro.
Tol avanzó entre
las mujeres que se acercaron a él llorando. Se agarraban de las crines y la
cola del caballo, dejándose arrastrar mientras suplicaban que les perdonase la
vida. Él las fustigó con el lazo hasta lograr que se soltaran. Otros huyeron al
verlo, asombrados de verlo llegar solo, siendo él el gran vencedor.
Los más viejos lo
miraban, señalándolo. Hasta podía él adivinar qué decían a pesar de no poder
escucharlos entre los gritos. Nada más que viejos, niños y mujeres quedaban. El
resto, había ido a cavar en el lago seco.
Al final del
pueblo, un grupo de hombres con armas lo esperaba. Eran los últimos guerreros
que sobrevivían de la guardia de Zaid. Formaron un muro al verlo avanzar, y él
detuvo el caballo.
-¡Hijo!
Los hombres
murmuraron. Detrás, alguien los empujó para abrirse paso. Zaid apareció entre
ellos y caminó hacia su padre. Parecía haber estado llorando.
No pronunció
palabra. Sabía que no era necesario.
Cuando vio a Tol
darse vuelta otra vez, lo siguió.
Los hombres que lo
vieron partir perdieron su último orgullo al ver que su líder se alejaba
cabizbajo tras un viejo de gestos duros. Luego fueron en busca de lo que
quedaba de sus familias.
Tol no se animó a
mirar atrás. Escuchó los pasos de Zaid sobre el polvo, arrastrados casi, y pudo
imaginar su figura macilenta y contraída por la vergüenza.
La pena lo venció
por momentos, pero esa misma pena era a la vez tan profunda, que movilizaba sus
entrañas y hacía nacer la furia que hasta allí lo había arrastrado. Porque ya
no estaba seguro de que hubiese ido por su voluntad, sino que un puño hecho de
dolor, tan grande como la mano de los dioses, lo había tomado de los hombros
para llevarlo hacia su hijo.
No es venganza, estoy seguro. Es algo que no
sé nombrar. Lo que me impide verle la cara sin sentir dolor.
Reemplazar su abrazo con el filo de un arma. Si un abrazo pudo haberlo
hecho ser otro hombre, ahora esto también lo hará.
No es venganza. Maldita sea mi alma, más de lo que ya lo está, si fuese
así.
Porque soy su padre, debo hacerlo. Salvarlo de sí mismo.
Eso es. Debo convencerme, aunque duela más que el dolor de todos los
hombres hasta hoy nacidos en el mundo.
¡Dioses que juegan con las almas!
¡Aborrezco de ustedes!
¡Aborrezco del mundo!
Cuando se
hallaron otra vez en el lago seco, lejos del resto de los hombres, Tol se
detuvo. Hizo girar al caballo, y se encontró con los ojos de Zaid.
Hacía veinte
inviernos que no miraba esos ojos. Ni siquiera le resultaba parecido al niño
que había dejado en la balsa. Si no hubiese respondido a su nombre, no habría
podido reconocerlo jamás. Desechó aquel pensamiento. Verlo como un desconocido
no ayudaba a su tarea, sino al contrario. Lo hacía sentir que aquel hombre era
ajeno al dolor que reclamaba compensación.
Palabra extraña. No sé por qué pienso en
ella.
Ya no sé si una muerte compensa a otra. Tal vez una lleva a la otra, y a
otra, siempre. No podemos detenernos.
Vio los cabellos
oscuros de Zaid balancearse a cada lado de una raya en medio del cráneo. Su
hijo había ocultado sus ojos al verse sorprendido mirando la espalda del padre
mientras caminaban.
No se atreve a mirarme directamente, y
observa receloso, como quien cavila desastres en la oscuridad de su escondite.
Su mente es oscura. Lo he visto en sus ojos, apenas un instante. Pero no
son los ojos de su madre, como lo fueron los de Sigur.
Ahora lo sé: son los míos.
Sintió un
extraño alivio. Lo que debía ser hecho, la lógica de su pensamiento lo
confirmaba.
Inspiró profundo.
Estuvo a punto de perder las fuerzas por el llanto que peleaba por surgir.
Luego emitió un grito semejante al que había dedicado a su otro hijo, pero más
gastado, con un tono de troncos quebrados, de viento tormentoso derribando
árboles en un bosque antiguo. Espoleó al tarpán, y cabalgó a trote rápido con el
brazo derecho en alto y el izquierdo sujeto a las crines.
En la mano alzada
llevaba el hacha.
Quiso no ver. Pero
fue inevitable.
El rostro de Zaid
se levantó justo cuando estaba sobre él. Vio sus ojos llenos de espanto, los
brazos de su hijo levantados para cubrirse. Y ya no tuvo Tol la fuerza
necesaria para acabar con todo de un solo golpe. El hacha hirió sin lograr
matarlo. El arma había entrado por un hombro de Zaid, y allí seguía clavada,
mientras el brazo colgaba de una masa espesa de músculos.
Su hijo gritaba,
pero mordiéndose los labios al mismo tiempo, como si quisiera contenerse.
Parecía sentir vergüenza de mostrarse débil ante su padre.
Tol bajó del
caballo y se arrodilló junto a él.
-¡No quería esto!
¡No lo quería de esta forma!-decía balbuceando.- ¡Debes creerme! Un solo golpe
seco, hijo mío, y no habrías sentido más dolor que el picotazo de una codorniz.
Pero de pronto flaqueé. Mi maldita mano me traicionó.
Se miraba la palma
derecha, cerrándola luego con fuerza para lastimarla con sus uñas. Entonces
arrancó el hacha del cuerpo de su hijo, y un borboteo de sangre salió abundante
e incontenible del costado del pecho bajo el hombro.
Zaid respiraba
dificultosamente, con un silbido que parecía salir no de la boca, sino de la
herida, y entonces apretó la mano de su padre con la suya.
-Padre-alcanzó a
murmurar.
Tol acercó el oído
a los labios de Zaid.
El olor de su
hijo.
El mismo aroma que tenía de niño. El mismo
aroma. El mismo aroma. El mismo aroma…el mismo aroma…el mismo…aroma…el mismo
Cerró los
ojos, para no llorar, y escuchó.
-Les dije que no
avanzaran esta noche…-Y sus labios se apagaron al cerrar los ojos.
Sin embargo, la
sangre siguió fluyendo por unos momentos, hasta detenerse. Hasta convertirse en
una nueva laguna espesa, roja y oscura. Pero pequeña, del tamaño de su cuerpo.
Tol, con las
rodillas hundidas en la sangre, intentó levantarse, repitiendo entre dientes
esas últimas palabras que había escuchado, como si quisiese entenderlas. Pero
de tanto repetirlas comenzaron a perder significado. Con el filo del hacha,
cortó un mechón de pelo de Zaid, y lo colocó junto al de Sigur, contra su
pecho.
Volvió a sentir
que su cuerpo se abría con una imaginaria herida en el centro de sus costillas.
Pero escuchó el tronar de los cascos de un caballo que pasaba
junto a él, y alguien lo levantó de los hombros. Se encontró de pronto sobre el
rojo tarpán de Cesius, que lo llevaba con él. Tol enlazó las manos en la
cintura de Cesius, mirando pasar el paisaje: los montes, la gente cavando, las
humaredas del pueblo y las últimas aves que regresaban al Norte.
Cerró los ojos, y
pensó. Así se habría quedado, si no hubiese sentido un ardor en sus manos. Se
soltó para mirarlas, sin entender lo que el otro le decía, tal vez
advirtiéndole que no se soltara. Pero las manos le ardían tan intensamente, que
quizá estaba herido y no se había dado cuenta.
Entonces, apoyando
el dorso de las manos sobre la espalda de Cesius, las abrió, y ya no pudo
contener el dolor de su pecho.
En las palmas vio,
recién formados, grandes y pesados, dos corazones latiendo.
Tol se dejó caer
del caballo, golpeando la espalda contra unas rocas del suelo. Al recobrarse,
yacía boca arriba sobre el polvo. Pero ya no tenía nada en las manos. No podía
moverse. Apenas logró girar un poco la cabeza hacia un costado, vio que Cesius
se había detenido para mirar atrás, pero quizá al creerlo muerto, continuó
cabalgando. Tol se quedó quieto contemplándolo alejarse. Nada le quedaba ya por
hacer más que eso.
Los cabellos de
sus hijos, mezclados con el blanco vello de su pecho, lo acariciaban. El sol
caía pleno sobre la tierra, entibiando también su rostro con cálidos hálitos.
El tarpán rojo continuaba alejándose, más hermoso que nunca antes. Tal vez lo
único verdaderamente hermoso que recordaba haber visto en toda su vida,
perdiéndose en la distancia, hasta ser nada más que un pequeño punto.
Y luego, ni
siquiera eso, en la espléndida aridez de la tierra.
Castelar, diciembre 2001- diciembre
2008
ISBN 978-987-1692-68-2
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