El cielo de
Buenos Aires era diferente a cualquier otro que hubiese conocido. Era verdad
que jamás en su vida había salido de la península, ni siquiera del
ámbito de su terruño, del territorio de la provincia de Cádiz, así que no era
probable que su mente pudiera correlacionar y su ánimo asombrarse por contraste
alguno. El asombro llegaba, tal vez, del aire, y pensó ingenuamente que quizá a
todos les pasaba, como les había ocurrido a los primeros exploradores de la
zona, o a los primeros visitantes de la antigua ciudad recién fundada, que el
aire extraño, frío y extremadamente húmedo, y sin embargo trepidante para el
alma- no sabía por qué ahora pensaba en esta expresión-, hubiese penetrado en
ellos como estaba penetrando en su cuerpo. No dijo alma, no. Dijo cuerpo en voz
muy baja, más allá de la voz del pensamiento y muy por debajo de una voz
externamente audible.
Miró a su derecha, donde Elsa se agachaba
levantando fardos de telas y comida, llevándolos uno por uno apenas unos
metros, con la única finalidad de hacer tiempo mientras el barco atracaba.
Sabían que la espera sería mucha, hasta quizá no podrían desembarcar sino al
día siguiente, y eso que habían llegado al puerto a la diez de la mañana del
domingo.
Ahora era el mediodía en los márgenes de
una ciudad cubierta de una tenue niebla veraniega, una ciudad que se ocultaba
con deliberación de los ojos de los inmigrantes, celosa de sus tesoros,
orgullosa de antemano por lo que ellos descubrirían cuando ella decidiera
abrirles las puertas. Recibir el barco entre sus dársenas como brazos
dispuestos a amar o machacar. El puerto de Buenos Aires era un filtro, y en esa
espera de dos horas vio la más ínfima pero clara muestra de que no serían bien
recibidos.
Ni Elsa ni nadie más, parecían darse
cuenta de lo enrarecido del aire, de esa peculiaridad que lenta y
parsimoniosamente se iba develando, desenmascarando, como si el mismo aire
estuviese envenenado con la crueldad y el mal modo de los habitantes. Aún sin
haberlos escuchado, aún siquiera haberlos visto más cerca que a cien metros a
través de la superficie del río, moviéndose como hormigas a lo largo de las
escolleras, sí había escuchado la voz de los trabajadores del puerto, la voz de
los hombres con su peculiar acento sudamericano. Y por más que gritasen las
mismas indicaciones y dijesen las mismas cosas que cualquier obrero del puerto
de Cádiz, el acento era hosco y las blasfemias sonaban no con entonaciones
amenas o suavizadas por la familiaridad. Ni siquiera había gracia en los leves ritmos
que parecían intuirse en las voces.
La voz humana es un canto, pensaba
Maximiliano, siempre hay un ritmo determinado, una música afín al significado
de las palabras que se pronuncian. Esa música era del hombre que la emitía,
pero germinada en una tierra determinada, de una familia en particular, de una
historia en común. La diferencia, se dijo -mientras continuaba asomado al
barandal, observando la ciudad que crecía cada minuto ante su vista, a pesar de
que ya estaban quietos, como si entre la bruma que no era bruma sino una
especie de polen veraniego que servía de máscara diáfana a la ciudad, la ciudad
se fuese descubriendo deliberadamente, sin mostrarse del todo, como una actriz
que observa la platea a través de un trozo de telón rasgado-, era que la música
que Maximiliano escuchaba desde el puerto era arrítmica, violenta y sórdida.
Elsa se acercó a él y lo llamó varias
veces tocándole el brazo. Maximiliano salió de sus ensimismamiento, y se
asombró del bullicio a su alrededor, de la agitación, de las voces castizas y
los gritos porteños, entremezclados por encima del río, cuyas aguas hedían a
muerte.
-¿Vas a ayudarme, por favor?
Él asintió, aunque no veía la utilidad de
cambiar fardos de un lugar a otro si no bajarían del barco en largo tiempo.
Pronto, sin embargo, vio que había muchos pasajeros rondando alrededor de las
pertenencias entremezcladas de todos ellos. Había que precaverse de los
ladrones, si durante el viaje no les era posible escapar, ahora ya en el puerto
sólo necesitaban confundirse entre el gentío y huir hacia el puerto. Elsa lo
miró con cansancio, como preguntándole con la mirada qué le sucedía. Luego,
cuando eran las tres de la tarde, se sentaron finalmente sobre los fardos a que
habían reducido sus escasas pertenencias, cada uno sobre el suyo. Don Roberto
vestido con la ropa que había llevado la mayor parte del viaje, ahora lavada,
porque no quería entrar al nuevo continente como un mendigo sucio y harapiento.
Fumaba su pipa, contemplando el horizonte de Buenos Aires, como si estuviese
más lejos de lo que en realidad estaba, pero no había signos de miopía ni
ceguera en su expresión. Elsa se había lavado el cabello, ahora recogida en la
nuca, con unos mechones que le caían sobre la frente y las mejillas enrojecidas
por el calor y el esfuerzo. Maximiliano había tenido la suerte de recibir de
regalo un traje nuevo que el médico de a bordo le obsequió cuando estaban a dos
días de su arribo.
-Le agradezco mucho su ayuda, caballero
–le había dicho el doctor, palmeándole la espalda y desmintiendo con reluciente
hipocresía todo el desprecio con que lo había tratado durante el viaje. Había
reconocido en él al único hombre de estudios de toda la zona en cuarentena del
barco, y su regalo era una concesión a una vieja y anticuada educación a la
cual no podía contrariar sino a expensas de la paz de su espíritu social.
Maximiliano recibió el traje, luego de unos segundos en que dudó si tirarlo por
la borda o devolverlo con educación pero arrogantemente. Lo aceptó, sin pensar, porque no hubo tiempo
ni de un breve pensamiento que fuese más corto que el estallido de su memoria.
El traje le recordaba la sotana que se había quitado definitivamente un día no mucho tiempo atrás, y se dijo que nada
era tan definitivo, que las cosas volvían en otra forma pero con la misma
sustancia.
Qué significaba ese traje, se preguntó,
cuando lo tuvo en sus manos y miró al doctor irse junto a su enfermera del
brazo, alejándose de la epidemia hacia el puerto, hecho y cumplido ya con su
trabajo, en paz en mente y espíritu, lleno de anécdotas para contar en las
tertulias de café de la ciudad en largas noche de ocio y esparcimiento, luego
de las también largas jornadas en el hospital donde contaría los mismos
incidentes a sus colegas e intercalaría en sus conferencias y expondría como
enseñanzas de vida a sus apesadumbrados pacientes. No cabía duda que iba a ser
uno más entre los contadores de historias durante la próxima década en una
ciudad joven que progresaba a pasos acelerados y gigantescos. Pero a
Maximiliano de quedaba un traje usado, evidentemente inadecuado para pasearse
como un caballero por cualquier calle de la vibrante ciudad, pero apto para
sentirse distinto entre los otros que descenderían del barco. Un signo de
distinción, que no haría más que demostrar la diferencia con que ya lo trataban
los demás.
Era verdad que había ayudado a salvar
ciertas vidas, o quizá no hubiese hecho más que consolar con palabras vacías
los cuerpos que no querían dejar que sus almas escapasen en medio de la nada,
en una superficie sin tierra. El cuerpo exigía morir sobre tierra, sintiéndose
huérfano sobre el agua o en el aire. Eso lo sabía Maximiliano con suma
claridad. El agua transportaba los cuerpos, como había hecho con el hermano
Aurelio; el aire acarreaba los gérmenes de enfermedades invisibles a los ojos
humanos; la tierra, en cambio, recibía y abrigaba las fronteras del cuerpo,
daba paz al alma, tranquila ya de dejar en buenas manos el recipiente que le
había dado cobijo. ¿El alma, adónde va, entonces?, se preguntó Maximiliano.
Miró al cielo diurno como respuesta, buscando la luna blanca como una nube
perforada, deshilachada, un algodón usado y abandonado por una enfermera
cansada apenas terminado su turno nocturno. Una enfermera que viera asomarse el
sol por la ventana del cuarto donde ha estado cuidando a un paciente, y aún
antes de que llegue su relevo, coloca la última inyección y arroja el algodón
en alguna parte, sin darse cuenta. Y ese pedazo de algodón se escapaba por la
ventana y subí al cielo, confundiéndose con la luna que se apagaba, la luna
muerta del día, la mortaja de telarañas que la cubría mientras el sol empezaba
a cumplir con su deber.
La luna sobre la tarde de Buenos Aires no
le respondió, porque apenas pudo hallarla. La desconocía así como ella
aparentaba desconocerlo a él. Otra tierra es otro mundo. La memoria podía
cambiarse, el pasado era tan poco importante, tan trivial que se volaba como el
algodón ante un viento próspero. La ciudad era una evidente muestra del progreso,
lo que dejaba detrás era polvo y humo. Maximiliano esperaba con ansia que así
fuese, pero la futilidad de este concepto, de esta concepción de la vida le
producía un dolor semejante a un pozo vacío que exigía ser llenado. Lo negro
exigía lo blanco, lo hondo reclamaba lo alto. Todo volumen hueco debía ser
completado. La física de los cuerpos respondía a la lógica positivista. Dios se
hundía en los abismos, el cuerpo de Dios no flotaba como los barcos. Se hundía
en el mar hasta el fondo de las simas a que llevaban sus huesos en torbellinos.
Pronto, abandonaría la endeble superficie
del mar, donde cada día y noche escuchó los llamados de los demonios. Entonces
miró al viejo Roberto, tratando de ver la turbiedad de su ojo izquierdo, pero
lo único que encontró fue una exquisita claridad, casi como si el sol de la
media tarde refulgiese esplendorosamente en la pupila.
Entre las tres y las seis de la tarde, los
pasajeros de las cubiertas inferiores, los pasajeros sanos que nunca estuvieron
en contacto con el tifus, desembarcaron en una larga y lenta fila, junto con
valijas y baúles. Era tan evidente la deferencia entre ellos y aquellos hombres
y mujeres, que no pudo más que pensar una blasfemia silenciosa en contra de
Dios. Mientras los veía descender por la escalerilla con sus ropas cuidadas y
limpias, sus valijas cargadas por sirvientes, las mujeres con sus peinados
prolijos y sus joyas, los hombres con sus bastones y sus trajes, los perros
llevados de la correa, los niños sonrientes y juguetones, aislados de la mísera
mirada con que los enfermos de la popa los contemplaban, asomados al barandal.
Buenos Aires no era ninguna utopía, simplemente otro mundo donde las mismas
diferencias se conservarían intactas, los mismos crímenes y falsedades. El hombre
no era capaz de inventar nada nuevo, se dijo Maximiliano, o más bien, se
corrigió: no era capaz de tolerar cambios. La humanidad era una especie que
únicamente sobrevivía al ver a mano los parangones de siempre.
Buscó complicidad y comprensión en la cara
de Elsa, pero ella continuaba sentada sobre su fardo, indiferente a lo que
sucedía en el puerto. Sólo lo miraba de tanto en tanto, echándole una mirada
ofuscada, o quizá fuese sólo agotamiento. Él sabía que ella estaba enojada
porque había aceptado el traje de manos del doctor. Para ella era como una
traición hacia la gente a la que había dedicado tiempo y cuidados. Desde
entonces apenas le había dirigido la palabra. Ahora la miraba como un chico
avergonzado, pero no era esa la palabra exacta. Se sentía orgulloso de lo que
había hecho, y ningún traje podría quitarle lo logrado. Eso era lo que ella no
comprendía. El vestirse bien y verse prolijo y limpio era casi una necesidad de
su espíritu. No renegaba del barro ni del sudor, sólo valoraba lo bueno de la
vida cuando llegaba a sus manos. Entonces se reconoció, por primera vez en
mucho tiempo, parte de la familia del tío José. Cuánta diferencia podía ver en
el orgullo del uniforme de marino y el traje que él ahora llevaba. Nada más que
matices, sólo importaba la estampa que el traje le aportaba. Atrás había dejado
la renuncia a los bienes y lujos terrenales. Cuando había tenido a Dios, éste
lo era todo, alimento, ropa y plenitud espiritual, pero al perderlo, un vacío
enorme se había creado a su alrededor, como si Dios fuese un pedazo de tela que
de pronto se hubiese desgarrado y quedado prendido entre las ramas de un
matorral, y él hubiese emergido desnudo y hambriento.
Aspiró profundo el extraño aroma del
río, orgulloso de soportar la hediondez de la superficie cubierta de pescados
muertos. Se dio cuenta que había sido la llegada de ellos la causa de tal olor,
al drenar las aguas residuales del barco. Desde los muelles echaban chorros de
agua para limpiar el casco de la proa, cubierto de mugre. Era la suciedad de
los enfermos la que invadía el puerto y quizá provocado la muerte de los peces.
Y como una afirmación a sus pensamientos, vio ascender por otras escalerillas a
varios soldados y policías, custodiando a hombres con guardapolvos.
-¡Elsa! –gritó, pero cuando ella lo miró
asustada, ya los hombres estaban en la cubierta, empujando y golpeando sin
distinción a los que se les acercaban preguntando cuándo los dejarían
desembarcar.
Los soldados se abrieron paso entre la
multitud de hombres y mujeres que se dieron cuenta que sólo atacando podrían
defenderse de ellos. Alguien gritaba:
-¡Alto, deténganse! –pero nadie sabía
quién ni a quiénes se le ordenaba.
Maximiliano agarró a Elsa de un brazo y
la llevó hasta donde estaba su padre. Don Roberto se había parado y estaba
siendo empujado hacia los policías que aparentemente pretendía juntarlos a
todos contra la barandilla.
-¡Papá! –llamaba Elsa, pero Maximiliano no
la dejó ir sola en busca del viejo. Ambos se abrieron paso entre la gente que
empujaba y los soldados que golpeaban. Todos iban en cualquier dirección, o por
lo menos así parecía porque Maximiliano empujaba y retrocedía, era embestido de
un lado y de otro. Escuchó que lo llamaban algunas mujeres que él había
cuidado, sintió que lo agarraban de un brazo y de otro, pero él únicamente
intentaba no perder de vista al viejo. Por un momento lo vio hundirse en la
marea de gente, hasta creyó ver una mancha de sangre en su cabeza luego del
golpe de un fusil. Entonces se dijo que no se perdonaría el dejar morir a Don
Roberto. La vergüenza ante la mirada de Elsa sería insoportable, pero aún más
lo era la idea de no saber qué sucedía en los ojos del viejo. Es verdad que era
otro más que decía ver a Jesús, como el hermano Aurelio, otro loco visionario
que se creía privilegiado, pero esta vez estaba Elsa y su amor, Elsa y su
cuerpo. Y sobre este mundo de sentimientos y vergüenzas, estaba la lógica
irrefutable de su razonamiento: si había más personas capaces de ver, con un
ojo enfermo, a Dios personificado, por qué no él. No era que desease quedarse
ciego para vislumbrar a Dios en la insondable oscuridad, sino el comprender,
como un científico armado con las herramientas de la teología, las causas y los
motivos de tal privilegio. Esto lo sabía desde el día que escapó del convento y
fue a explorar, como en una selva en la que siempre hubiese vivido y en la que
leyese por primera vez el significado de cada planta y animal, la enorme
biblioteca del tío José.
*
Cuando
todavía la tormenta no había amenguado, Maximiliano escapó del convento sin que
nadie se diese cuenta de su huida. Como si la lluvia en lugar de amedrentarlo
le hubiese servido de manto protector, de cortina velada, de muro irrompible
tras el cual él escondía su corazón abierto, exponiéndolo a la lluvia para que
se apagase el ardor que aún sentía luego de saber que el hermano Aurelio no era
más que un esqueleto arrastrado por las aguas en camino al mar.
¿Por qué causa le dolía el corazón?, se
preguntaba mientras corría bajo la lluvia, resbalando en el barro entre los
montículos de tierra que él y sus compañeros habían levantado. Si no había
hecho más que justicia por mano propia, no existía razón para sentirse
apesadumbrado. Sin embargo, aboliendo la vida de aquel muchacho jactancioso que
se creía privilegiado por Dios había creído a la vez apagar una luz, cerrar un
párpado más grande que el de un ojo de un hombre normal. El hermano Aurelio se
había atrevido a morir casi en la misma posición de Jesucristo, pero en una
cruz que yacía sobre la tierra. ¿Quería decir esto que él había matado, como un
soldado romano, a Cristo una vez más?
Si Dios estaba dispuesto a servirse de un
cuerpo y una mente enferma como la del hermano Aurelio, quería decir que Dios
estaba comenzando a mostrar sus harapos. Sexo y Dios, hombres y mujeres,
hombres entre hombres mostrando su lascivia, restregándose los cuerpos en camas
con crucifijos y rosarios junto a espejos y aroma a incienso.
Maximiliano sentía ardor en el corazón,
pero su boca estaba seca y su garganta sedienta. Se paró en medio de la lluvia
y abrió la boca, dejando que el agua entrase y lo ahogara. Pero como siempre,
tuvo miedo de morir, tosió y se arrodilló en el barro, se arrancó la sotana y
comenzó a masturbarse. Y cuando acabó sintió la viscosidad de su semen mezclado
con sangre. Supo que se había lastimado, y así estaba bien, era lo correcto. Si
alguna vez se había castigado la espalda, resultaba razonable que ahora
castigara el órgano que ardía casi tanto como su corazón. Se dejó caer en el
suelo, sintiendo la lluvia en su espalda, la tierra en la boca con un sabor
extrañamente semejante al del jardín del tío José en los días previos a la
primavera. Lluvia y sol se mezclaban con una curiosa perspectiva de
reconciliación, como si el recuerdo atenuara las diferencias, con el solo fin
de hacerlo ver, descubrir, revelar a su propia mente acontecimientos que habría
deseado mantener en las sombras del olvido.
El olor a semen le traía recuerdos de
prostíbulos visitados por él con el tío, que lo empujaba y lo aporreaba con el
rebenque para que se animase de una vez con las putas. Las dos primeras veces
había entrado con él en cuarto, y le había dicho a la puta cómo tenía que
estimular al muchacho, incluso él mismo lo había hecho. Maximiliano sentía la
mano del tío tocándolo, frotándolo hasta que estaba preparado para penetrar a
la mujer que esperaba en la cama, con las piernas abiertas y su abismo caliente
dispuesto a recibirlo como si del último camino del mundo se tratase. El mejor
y último camino que cualquier hombre estaría dispuesto a recorrer antes de
morir. Y recordaba el rebenque del tío José golpeándole las nalgas mientras él
la penetraba, dándose cuenta que los golpes lo excitaban aún más. El tío sabía
lo que hacía, y cada vez que Maximiliano acababa, sentí dolor y agradecimiento,
sonriendo al tío José que lo miraba y acariciaba las tetas de la puta,
tocándose con inútil fuerza su entrepierna.
Y cuando se iban juntos, el tío lo
abrazaba, ebrio, inestable su marcha por las calles de Cádiz, hasta la casa.
Entonces Maximiliano lo ayudaba a desnudarse y lo dejaba en su cama, cubierto
con una sábana, para irse después a su propia habitación. Allí se sacaba la
ropa, tocaba el semen seco en su piel, y se dormía, pensando en el placer que
había ayudado a dar al tío José, el bondadoso tío José que había estado
dispuesto a cobijarlo y criarlo como a un hijo cuando sus padres murieron.
El tío José como padre y madre al mismo
tiempo. El viejo tío, como un Dios impotente, yacía en el barro junto a él,
compartiendo su crimen contra con los curas afeminados, pero recriminándole la
huida, llamándolo marica de mierda. Maximiliano sabía que todo era cuerpo y fluidos,
que el hombre estaba hecho de huesos y carne que se pudre. Que el mismo
Jesucristo era un esqueleto cuyo cráneo posee dos órbitas huecas, capaz de
reflotar si el agua de lluvia, como esta noche, inundaba su tumba. Por eso Dios
tuvo la inteligencia suficiente para llevar al cuerpo de su hijo hacia el mar,
para protegerlo de los gusanos de la muerte.
La tumba de Cristo es el mar.
Entonces Maximiliano levantó la cabeza
del barro, como si de pronto hubiese visto o sabido algo tan evidente que lo
sorprendía no haberse dado cuenta antes. Un hijo sepultaba a su padre, no un
padre a su hijo. Cuando éste moría antes, la vida del padre era una muerte en
vida. Por eso Dios se deshacía de sus propios huesos y los arrojaba al mar, a
la tumba del hijo atrapado en torbellinos, en simas profundas inundadas de
agua, agujeros negros que absorbían toda luz y sonido, tiempo y espacio.
Oscuridad, silencio, y una risa estentórea fluyendo desde alguna parte o desde
ninguna. Tal vez desde la memoria, el infierno de los hombres.
Por eso no recordaba, como una bendición
distorsionada y cruel de un dios menor y burlón, cómo era que llegó a la casa.
No tenía memoria de haberse levantado por sus propias fuerzas ni que alguien
más lo encontrara y lo recogiera, reconociéndolo y llevándolo hasta la casa
donde no hacía mucho tiempo había vivido con el tío José. Tampoco sabía cuántos
días pasaron, ni cuánto duraron los lapsos de conciencia que le llegaban como
breves estallidos brumosos entre esa niebla espesa llamada olvido. La imagen de
la fachada de la casa en medio de la noche, iluminada por relámpagos, las
ventanas iluminadas desde adentro, dejando entrever las figuras de las
sirvientas del tío. A esas horas ellas debían estar durmiendo, así que no era
posible que su recuerdo fuese real. Pero Maximiliano ya sabía que los sueños a
veces también podían ser tan reales como la como vigilia, porque son parte de
ella.
¿Pero quién lo rescató y lo cargó hasta
el frente de la casa? O quizá ni siquiera fue llevado en andas, sino en brazos,
y su cabeza se balanceara sobre el brazo de algún hombre fuerte. Y fue entonces
que recordó aquel olor, el aroma a tabaco del tío. Era éste tan penetrante, que
perduraba en la ropa a pesar de los continuos lavados, en los muebles y
alfombras, hasta su piel olía eternamente a tabaco. Era frecuente que le
preguntaran dónde lo conseguía, pero él siempre prefería evadir una respuesta
concreta, fuera por hacerse el misterioso o porque no veía razón para dar una
contestación inútil para quien preguntaba. Sólo quien hubiese visitado los
mismos lugares del mundo que el tío José habría sabido de qué sitio, calle,
esquina y tabaquería él hablaba. Así que se limitaba a decir que en Cuba,
Puerto Rico o en las Filipinas, cualquier lugar exótico, relacionado siempre
con noches sórdidas, mujeres de la calle y el aroma inconfundible de la humedad
y de la sangre.
Ahora sabía quién lo había encontrado. El
tío José debía estar por allí, quizá él mismo había llegado hasta cerca de la
casa en medio de la fiebre, desnudo como estaba y empapado de lluvia y sudor.
La cabeza le palpitaba y los ojos le ardían, y fue el tío el que lo levantó en
brazos- estaba seguro, podía oler el aroma del tabaco aún ahora, en cama y
cubierto con sábanas y mantas cálidas-, y lo llevó hasta su cuarto, mientras
las sirvientas preguntaban qué le había pasado al pequeño Maximiliano, para las
que nunca dejaría de ser un niño.
Ellas iban y venían desde la cocina y el
baño, trayendo toallas secas y calientes, palanganas de agua cálida para lavar
el barro que se había metido entre los dedos de sus manos y pies, en las
orejas, impregnando de suciedad la blanca piel del consentido.
Recordaba ya, gracias a la piedad con que
la memoria se honra a sí misma de vez en cuando, que fueron los rostros de las
dos viejas sirvientas las que lo calmaron cuando él abrió los ojos y no veía
más que el cielo raso frío y muerto, donde las lámparas colgantes eran soles
nocturnos sin calor, y cuando giraba la cabeza allí veía las mesitas de luz
llenas de frascos de remedios, vasos de agua y recipientes con sales y
especias. Habían recurrido a toda posible artimaña casera para aliviarlo a él y
a su fiebre, pero no pensó la causa por la cual no habían llamado a un médico.
Fueron, entonces, las caras de las
sirvientas las que lo consolaron al principio, y el aroma a tabaco del tío, que
representaba su presencia por más que él no viera su rostro.
-Tío…-recuerda haber dicho entre gemidos
de su garganta seca. Aquel a quien llamaba se mantenía fuera de su visión, no
así su voz, que daba órdenes con un tono carente de ofuscación o enojo. La voz
del tío era dulce, por lo menos él así lo escuchaba en su estado febril, suave
pero firme, diciendo cosas que no entendía, pero que sonaban como consuelos
dirigidos especialmente a él, únicamente a su sobrino Maximiliano.
Y cuando habían pasado muchos minutos o
muchas horas, quizá días con soles que no había visto o confundió con los soles
nocturnos de las intensas lámparas colgantes, las sirvientas dejaron de hacer
sombras a su alrededor, abandonaron su cuchicheo y sus lágrimas en la
habitación, -apagándose uno, secándose las otras,- y se retiraron a sus
dormitorios para descansar.
-Vayan a dormir, yo lo cuidaré.
Esto lo había escuchado claramente, y ya
no tuvo miedo a que el tío José lo golpeara ni le reprochara su conducta. El
viejo tenía miedo, él lo sabía y se daba cuenta en el temblor de las callosas
manos cálidas que comenzaron a tocarlo cuando las mujeres cerraron la puerta de
la habitación. Las manos se apoyaron en el pecho de Maximiliano, y él abrió los
párpados y vio por primera vez desde que se habían separado en el convento, la
cara cetrina, más delgada ahora, de barba más larga, sin anteojos, despeinado y
sudoroso cuando le tocaba el pecho para retirar, lentamente, las sábanas
humedecidas.
-Creí que estabas muerto allá afuera…-dijo
el viejo.
Siguió acariciándolo como a un chico,
Maximiliano se sentía bien, bendecido por el tiempo y su constancia, dispuesto
a disfrutar de los resultados de sus
largas plegarias rogando por el cariño del tío José, del cual no dudaba, pero
menguado y ensombrecido desde que era pequeño por sus maneras rígidas. El viejo
lo acariciaba como no lo había hecho en todos esos años, tal vez se apiadara de
él y sus sufrimientos, no sabía la razón pero era agradable abandonarse a la
noche en manos del descanso que el tío le ofrecía.
Muy lentamente se adormeció, y por ello
el sobresalto se le hizo mayor al despertar con un escalofrío. Se sintió sin
sábanas ni mantas, pero alguien le frotaba la piel para calentarlo. Levantó un
poco la cabeza y vio al tío con la boca en su entrepierna, y Maximiliano se dio
cuenta de su erección, pero nada hizo ni se dispuso a hacer. El viejo sólo se
dio cuenta cuando él puso su mano derecha sobre la cabeza del tío, tirándole
del cabello, intentando apartarlo sin demasiada convicción. Quién sabe cuánto
tiempo llevaba haciendo eso, porque se dio cuenta que su placer llegaba al
clímax muy pronto y su semen se escurría en la boca del tío.
El viejo levantó la mirada, se apartó un
poco y se limpió los labios con una mano. Con esa misma mano, se acercó a la
cara de su sobrino y le cerró los párpados. Dijo algo que Maximiliano no entendió, algo que sonó como una obscenidad parecida a
la que le había enseñado a decir a las prostitutas. Luego sintió el cuerpo
pesado y de ropas mojadas acostarse junto a él, agitado, vencido.
Maximiliano lo miró de costado por un
segundo, y vio más en ese instante que en todos aquellos años de convivencia:
la deplorable arruga de la ira en su mentón, la cicatriz del desvelo en sus
ojos, el barro de su tristeza manchándole la cara.
*
Logró
agarrar al viejo Roberto de un brazo, justo cuando un grupo de soldados
empezaba a acercarse hasta donde estaba, aporreando sin mirar a quien porque
todos eran rebeldes y enfermos, todos vagabundos viciosos que venían a América
a infestar con su mugre y sus enfermedades la tierra del imponderable progreso.
Maximiliano vio de lejos las cachiporras balanceándose como imaginó que mucho
tiempo antes lo harían las lanzas en alguna vieja guerra, como también debían
estar haciéndolo las escopetas en las guerras del actual mundo.
Hombres con armas y hombres sin armas. Así
se dividía el mundo, desde siempre. Por eso vio el esqueleto enclenque del
viejo Roberto, de pronto indefenso y más débil ahora que podía compararlo con
gente más sana que aquella con la que había estado viviendo los últimos meses.
Hombres fornidos y fuertes frente al cuerpo esmirriado del viejo. Entonces
pensó que él mismo debía verse extremadamente delgado, y comprobó que sus
pulmones ya no resistirían mucho más aquel ajetreo, las peleas por lograr o
huir hacia algún sitio que no encontraba. Bajar del barco, tal vez, pero hacia
dónde. En el puerto encontraría más soldados, y probablemente la cárcel, o
quizá algo peor, la muerte en manos de alguna cachiporra mal empleada en manos
de algún policía inexperto o iracundo, o de alguna bala perdida, o simplemente
aplastado por la muchedumbre que amenazaba con desbordarse del barco y caer a
empellones por la débil escalerilla hasta el muelle.
Pero pudo sujetarlo, primero estirándose
con mucho esfuerzo, luchando contra los cuerpos que se interponían, de
soldados, policías o de los mismos hombres, mujeres y niños que peleaban por
embestir y huir al mismo tiempo. Escuchó gritos y órdenes de alguien que
intentaba calmarlos:
-¡Deben quedarse quietos, por favor,
mantengan la calma! ¡Bajen despacio, no queremos lastimar a nadie!
Muchos respondieron al mismo tiempo, pero
Maximiliano no les prestó atención ni a ellos ni a las voces que desde el
puerto gritaban a través de los megáfonos. Eran más de las seis de la tarde y
el sol se estaba ocultando detrás de la ciudad. Pensó, en una breve analogía
totalmente ajena a sus actos, que el sol chocaría y se destruiría contra la
tierra, porque en su tierra natal y durante todo el largo viaje, el sol se
ocultaba siempre sumergiéndose en el mar, apagándose como quien apaga una
fogata echando pequeños chorros de agua, deleitándose con el humo y la
fascinante lucha de los elementos. La parte inferior de la esfera del sol
tocaba tierra, y en lugar de verlo reflejado en la pulida superficie del agua,
transformándolo en un reflejo de lo que había sido, sin calor ni realidad, pero
con la grácil ilusión de los espejos, lo veía cortado en tajadas, como un
enorme horma devorada rápidamente por comensales ávidos de queso y vino.
De la otra mano sujetaba a Elsa, que a
pesar de toda la fortaleza que había demostrado aquel último tiempo, ahora se
dejaba llevar por cualquier leve empujón.
-¡No te sueltes, mi amor! –dijo él, sin
darse cuente cómo esas palabras surgían tan espontáneamente que no había tenido
tiempo de impedirles salir. Miró a su lado, un poco atrás, donde ella estaba,
vio sus ojos observándolo como si fuese la única persona en ese momento. Solo,
luchando con la nada como un payaso o un mimo. Empujando un viento inexistente,
arrastrándola contra una marea que ella no pareció ver durante algunos segundos
después de oírlo gritar aquello.
Entonces él se detuvo lo suficiente para
que ella llegase a su lado y pasó su
brazo izquierdo por encima de los hombros de Elsa, y continuó luego caminando
con ella al lado, protegiéndola, apretándola contra cu cuerpo como si fuese un
tesoro y un escudo al mismo tiempo. De la propia debilidad surgía la fuerza, y
así como dos eran más que uno, supo que tampoco debía dejar a Don Roberto, que
amenazaba con soltarse.
Había llegado al embudo que representaba la
salida por la escalerilla de descenso. El viejo estaba agarrado a su brazo pero
dos o tres personas, siempre cambiantes, le impedían acercarse más. Maximiliano
temía que se cansase y se soltara, pero pronto alcanzaron el primer escalón. Se
dio cuenta que el viejo estaba ya sobre el peldaño, antes que él y Elsa. Un
policía trataba de impedirles bajar, pero la multitud lo había derribado y
varios jóvenes lo mantenían sobre el piso y lo golpeaban. Los soldados que
estaban en la cubierta intentaban con inutilidad mantenerlos en la proa. Nadie
había dado orden de disparar, gracias al cielo, se dijo Maximiliano. Habría
heridos por golpes, pero las autoridades de la aduano de Buenos Aires habían
decidido evitar una carnicería mayor.
Don Roberto miró atrás y los vio.
Maximiliano contempló con azoramiento esa mirada turbia y confundida, tan
obtusa y perdida bajo el cielo nítidamente claro pero envejecido de aquel
domingo sobre el puerto. El ojo izquierdo del viejo brillaba, podía asegurarlo,
y entonces no pudo más que embestir con todo su peso y el de Elsa sobre los
imbéciles que se metían en el medio y acercarse al viejo para rescatarlo.
Porque Don Roberto Aranguren estaba siendo arrastrado hacia un lugar que no
conocía y del cual tenía mucho miedo. Era una mirada que él contemplaba otra
vez, pero que recién ahora reconocía, lo conmovía como un lugar que jamás creía
que alguna vez iba a extrañar. La nostalgia que llegaba inesperadamente, la
melancolía no deseada pero imperecedera en su diáfana certidumbre.
-¡Roberto, agárrese fuerte!
-¡Papá! –gritó Elsa, llorando, conmovida
por el temblor de los brazos de Maximiliano.
Y los tres bajaron peldaño tras peldaño la
endeble escalerilla que a cada paso los amenazaba con dejarlos caer al agua
entre el muelle y el barco, para atraparlos antes de llegar al nuevo
continente. Porque no habrían llegado hasta no pisar la tierra escondida bajo
los adoquines del puerto, no habrían arribado realmente sino cuando la suela de
sus botas o zapatos, gastadas por el trabajo y el tiempo, se impregnaba con el
barro de una tierra desconocida.
Desconocida por virgen para las dos
terceras partes de la población del mundo, por cruel en su misterio de destino
soñado y nunca cumplido, por la bondad prometida y la esperanza abortada, por
la amplitud de su horizonte contrastando con la estrechez de sus refugios.
América era tan grande que no cabía en sus ojos, tan extraña que no podía
concebirla su imaginación.
Los tres, finalmente, pisaron Buenos
Aires, y los recibió el griterío de megáfonos desde la aduana, el vaho intenso
a pescado desde los botes del muelle, la humedad naciente que aún quedaba
latente desde el frío crepúsculo.
Todo esto fue tan fuerte para ellos, que
no pudieron más que detenerse en sus pasos hasta entonces firmes, como
asustados, y casi arrepentidos de su suerte.
Había muchos edificios y galpones rodeando
el puerto, ninguno tenía carteles así que no sabían a dónde dirigirse. Los que
bajaron antes eran empujados por la policía hacia un lugar muy grande, de
puertas altas y techos con frisos de estilo grecorromano. Buenos Aires tenía
esa inmensidad casi incongruente de las ciudades modernas, pero sobre todo a
esa hora del anochecer la ciudad
comenzaba a adquirir un tinte frío y desolado, tan triste y amargo como nunca
ninguno de los tres había sentido antes en ninguna parte.
Cádiz era una ciudadela antigua y enorme,
y Maximiliano estaba acostumbrado a las callejas estrechas y las viejas casas,
pero aquí, en Buenos Aires, el clima parecía dominar no sólo el ánimo de sus
habitantes, sino haber embebido de humedad las paredes de cada casa. Las
dársenas, el edificio de la aduana, las grúas que en ese momento estaban
descargando grandes cajas de los barcos anclados, los adoquines prolijamente
distribuidos formando arcadas que debían formar algún dibujo coherente para
quien pudiese observarlos desde la altura, los recientes automóviles que
repiqueteaban y tronaban con sus motores, los carros a sangre cuyas ruedas
chirriaban detrás de caballos que dejaban su bosta para que el aire enrarecido
la perpetuara durante muchos días sobre las calles. Más lejos, hacia la
izquierda, oyeron el llamado de una locomotora que se acercaba con sus vagones
de carga. El humo eclipsaba la poca luz que aún persistía, como a
regañadientes, ansiosa por irse luego de aquel domingo intenso de sol y
muchedumbre. Porque el sol era como un dios urbano que contemplaba la vida
ajetreada de los habitantes, y sin decir nada en contra ni a favor, dejaba que
ellos supiesen de su presencia vigilante, como una conciencia severa pero a la
vez conciliatoria. Más bien el día, la luz diurna, que el sol representaba como
un rey que ya no gobierna pero sigue en su puesto como un símbolo de una vieja
y caduca forma de vida. Lo caduco podía serlo siempre sin pasar nunca al estado
de degradación, un estado definido por la circunstancia, por ello la monarquía
del sol sobre las ciudades era una alegoría que cada hombre y mujer necesitaba
para organizar su vida. La vigilancia de su conciencia diurna, y la liberación
de los instintos durante las noches ciudadanas.
En las oficinas de la aduana vieron por
primera vez los carteles y los adornos que anunciaban los festejos de aquel año
por el centenario de la independencia. Los salones parecían haber sido
recientemente remodelados, los mosaicos encerados por donde corrían los
carritos que hombres de camisa blanca y pantalones negros, gruesos, llevaban,
uno empujando de atrás, otros dos arrastrando con ganchos y poleas.
Tras un mostrador alto, había muchos
empleados con guardapolvos grises, antejos y gorras. Casi ninguno estaba quieto
por mucho tiempo, iban y venían con paquetes y encomiendas, dando gritos a
pesar de estar muy cerca entre sí. El ruido era, sin embargo, demasiado fuerte
para que no lo hicieran, no sólo por sus propias voces sino por las maquinaras
de afuera, las máquinas registradoras en el interior, el clásico timbre de la
campanilla que anunciaba el pago de los impuestos y tributos requeridos.
Maximiliano se preguntó en qué oficina les
correspondía anunciarse, y si se trataba del edificio correcto. A ambos lados
tenía a Elsa y a don Roberto, que
miraban perplejos la altura de los
techos, el enjambre de hombres y mujeres que pasaban por su lado. Ellos venían
del campo, de un pueblo montañés, y era muy difícil que alguno de los dos
hubiese visitado una ciudad como esa alguna vez.
Los policías los habían dejado entrar sin
empujarlos, y vio en su mirada un cierto recelo por aquella mansedumbre. ¿Se
habría equivocado al intentar registrarse voluntariamente? Había escuchado
advertencias de la gente del barco antes de atracar sobre que los dejarían en
cuarentena también en tierra, pero él no lo creía posible. Para eso había
médicos en la aduana, para corroborar su estado y darles vía libre para entrar
a la ciudad. Si las autoridades veían que se presentaban pacíficamente y con la
documentación en regla, no debía haber problemas. No había hablado mucho de eso
con Elsa, pero con lo poco que ella dijo le dio a entender que ambos tenían los
papeles en regla.
Miró a su alrededor a muchos de los
sobrevivientes del tifus con sus familias, siendo aporreados y empujados hacia
una zona donde la policía los arracimaba para llevarlos a la cárcel. Reconoció
sentirse como Pedro el apóstol cuando le preguntaron tres veces si conocía al
prisionero Jesucristo. Tenía miedo, esa era la verdad. El lugar, la inmensidad
de aquella ciudad desconocida, de la que había visto nada más que la boca de
entrada, lo intimidaba. Era, quizá, el rechazo y la malquerencia lo que
presentía, o veía en realidad con toda claridad, no únicamente en los golpes
con que los recibían, sino en las caras de los empleados de aquellas oficinas.
Esa misma expresión que ahora veía en
primer plano, intensificada por la voz y el tono desconcertante, con que un
hombre alto les exigía con brusquedad, con latente desconfianza y un enorme
hartazgo en el fondo de los ojos:
-¡Documentos! – mientras sostenía una
lapicera en la mano derecha y una lista en la izquierda. Miraba su aspecto y
sus ropas con fijeza, alternativamente, pero hablándole en especial Maximiliano.
Él buscó en los bolsillos de su traje.
Elsa le entregó los papeles de don Roberto y de ella directamente al policía.
Maximiliano seguía buscando, cada segundo más inquieto por la mirada que el
oficial le echaba de reojo mientras revisaba los otros papeles. Fue recién
después de varios minutos de buscar infructuosamente cuando recordó que había
dejado su pasaporte en el bolso ahora extraviado en medio de la pelea sobre
cubierta. Ya había pasado el tiempo suficiente, parecía decirle el policía,
acostumbrado a los trucos y manejos de los inmigrantes.
Elsa se agarró a su brazo, mientras le
preguntaba qué sucedía.
-Los
dejé en el bolso- dijo él, simplemente, mirando hacia el barco lejano y viejo,
allá afuera, detrás de las ventanas del edificio de oficinas, como un recuerdo
ya irrecuperable, hasta casi irreal. Lo único verdadero ahora era esa ciudad en
la que resultaba un extraño, alguien que había perdido su identidad, y se dijo
a sí mismo, como descubriendo y sorprendiéndose de sus propias estratagemas
inconscientes, que eso, tal vez era lo mejor que le podría haber sucedido.
Perder su identidad era perder su pasado, dejando atrás lo que debía ser
olvidado para siempre, y el barco y el mar habían sido los instrumentos
adecuados. Pero de inmediato imaginó la luna pálida aún sobreviviendo a plena
luz del día, ya tomando fuerza a final del domingo, y recordó los demonios del
mar alimentándose con los huesos de Dios. Todo parecía confabularse para
dirigirlo hacia un destino, hacia un fin determinado que no conocía, y allí
estaba el agua para borrar el pasado como borra las huellas de los hombres al
arrastrar cadáveres, o consumir los huesos sumergidos a lo largo de los años.
Cada día era un nuevo comienzo, una recomposición de su mente y su conciencia,
persistiendo únicamente una duda, una inquietud que parecía ser inconciliable
con cualquier clase de respuesta o satisfacción.
Al principio y al final estaba Dios. En el
medio nada, sólo una multitud de caminos que debería recorrer al mismo tiempo.
Sólo los puntos extremos de su vida eran claros, uno y otro metas y puntos de
salida simultáneos, intercambiables. Era él un nadador que recorría y
recorrería eternamente una pileta de natación a lo largo de todo su largo, ida
y vuelta. Nada más que en esta idea yacía su seguridad, sino de la salvación,
sí de la inmortalidad de su alma. No morir, eso era lo principal, el basamento
más profundo, la mínima porción de raíz que le quedaba de su fe consumida por
el fuego de la culpa y de la duda, desmoronada sobre un lecho de cenizas entre
las que nada podría rescatar. Si Dios era capaz de morir como lo había hecho, y
sin embargo el mundo continuaba fluctuando en sus múltiples planos más eternos
que el mismo universo primordial del que tanto hablaba su religión.
Entonces, como un condenado a cadena
perpetua, contestó a la última, descortés y perentoria orden del policía.
-Los he perdido.
Elsa salió en su defensa, nerviosa,
mirando a uno y otro, buscando al mismo tiempo en su ropa y las pocas cosas que
había salvado del barco.
-¿Estás seguro, buscaste bien? Mira que
este traje no es tuyo y no estás acostumbrado, tal vez lo pusiste en algún
bolsillo interno.-Y se puso a buscar en la chaqueta, dándose cuenta que de nada
serviría, haciendo tiempo en espera de algo mejor, y sabiendo que acababa de
cometer una equivocación trivial, pero que podría empeorar las cosas.
-¿Cómo que el traje no es suyo? –preguntó
el oficial con sarcasmo, y se veía la satisfacción y el hartazgo que le
provocaban encontrar a uno de los que en la aduana acostumbraban a llamar
indeseables.
-Se lo regaló el médico de a bordo- intervino
Elsa, pero ya era tarde para rectificaciones.
El policía agarró a Maximiliano de un
brazo y lo llevó consigo atravesando el salón hacia una puerta del fondo. Dos o
tres policías más se le sumaron, pero Elsa ya no sabía a quién recurrir. Todos
le parecían ogros que estaban allí para arrestarlos. Su fuerza, la que había
obtenido curtiendo su cuerpo y su espíritu con el trabajo rudo de la montaña,
había amenguado, sumiéndose en una timidez dominada por el miedo. Se puso a
lagrimear, mientras iba de un oficial a otro, diciendo:
-¡No, por favor! ¡Déjennos buscar en el
barco otra vez!- Y al decirlo, se daba cuenta de su ingenuidad, de esa especie
de actuación premeditada que surgió de algún lugar de su personalidad, y que
podría llamarse artimaña de mujer o lastimoso ruego de indigente. Sabía lo que
ellos eran en esa ciudad, simples perros dependientes de la piedad de los amos
del lugar.
Y cuando se llevaron a Maximiliano tras
la puerta de la última oficina, viéndolo desaparecer detrás de los cuerpos
uniformados, ensombrecido el cuerpo de Maximiliano por la sombra de aquella
oficina en la cual no llegan las luces del salón principal, ni la declinante
luz del día, ni los vapores del barco o los gritos de ruego que ella estaba
dando, escuchó la única pregunta que esperaba recibir desde el principio, desde
el mismo instante en que salió en su defensa, y quizá desde antes, cuando el
barco estaba atracando en el puerto, y ellos dos, extraños sin relación alguna,
llegaban juntos, unidos más por el pavor de la común incertidumbre que por
cualquier clase de amor que estuviese naciendo entre ambos.
-¿Y usted qué es del señor?
Elsa miró los altos techos del edificio
de la Aduana, miró a su padre, sentado en un banco de madera, contemplando
absorto y perdido a su alrededor, miró sus manos sin ningún anillo, sólo sus
dedos de piel cortajeada y sus uñas rotas. Sin miedo, respondió:
-Soy su mujer.
Sabía que buscarían en sus documentos, que
comprobarían la veracidad o no de su argumento, pero hasta que corroboraran la
mentira, la dejarían esperar por él, acompañarlo y saber qué sería de
Maximiliano.
Esperó muchas horas junto a su padre,
sentados en el mismo banco de madera, con sus pertenencias esparcidas en el
suelo luego de que los empleados de la aduana las revisaran sin cuidado y
bruscamente. No encontraron nada más que ropa sucia, la cual requisaron para
quemar por riesgo de infección. Así que se quedaron sin nada, sólo sus papeles,
sus billeteras con pesetas que de nada les serviría hasta no cambiarlas en la
ciudad, y la angustia que vestían como una ropa gastada y execrable.
A las dos de la mañana, y luego de ver
salir y entrar oficiales y civiles por la misma puerta del fondo, Maximiliano
apareció acompañado por dos policías de cada lado. Los tres fueron hacia donde
ella estaba. Uno de ellos, dijo:
-Señora Méndez Iribarne, su marido, usted
y su padre quedarán en cuarentena en el hospital. Agradezca al juez, es esto o
la cárcel para su marido. Acá queremos gente que trabaje, no ladrones…
Elsa miró a Maximiliano sin entender del
todo por qué lo llamaban así, pero también se daba cuenta que cuarenta días no
eran nada más que la prolongación del mismo suplicio al que ya estaba
acostumbrada. No recordaba a quién se lo había escuchado decir, pero se consoló
pensando que un infierno conocido es mejor que ser extranjero en el paraíso.