10
La fuerza de un cuerpo que no conoce todo aquello de lo que es capaz. Y el hierro de una pala que no se quebranta frente al hueso humano, que no se acobarda ni se amedrenta ante el peso de la carne y la piedad y la blandura que impone con su intensidad bullente de sangre. Y además, una pala que posee un filo, lo más letal de esa cadena de elementos que conforman un crimen. En el fondo, en el origen, la oscuridad donde se esconde el motivo.
Maximiliano iba y venía de esas grutas imprecisas, de la luz a la sombra y luego de vuelta, consciente de ese pasaje y de sus motivos, dispuesto al silencio del pensamiento, que es un silencio poblado de voces imposibles de callar con ninguna clase de muerte.
Miró el cuerpo del hermano Aurelio tirado en el piso, las piernas abiertas, la derecha doblada, el torso a medias apoyada en una de las paredes, los brazos colgando con las palmas hacia arriba, los dedos crispados, la cabeza reclinada hacia la izquierda, la boca abierta y los párpados levantados. Era casi exactamente igual a una estampa religiosa, como la de los mártires semidesnudos que yacen en posiciones extrañas mientras agonizan, con la mirada en éxtasis, recibiendo en su seno al Espíritu Santo.
Arriba, en el hueco que llevaba hacia el aire libre, un hueco invertido, le parecía ahora, porque tenía la sensación de que habitaba allí en el pozo desde siempre, el sol había desaparecido encaminándose hacia la noche, perdido y extraviado. Y sintió piedad y tristeza, y una enorme conmiseración por el sol perdido como un niño, ese pequeño astro en medio de tantos millones de astros más grandes. Entonces se puso a llorar por el sol y la luz que desaparecía del mundo esa noche como todas, pero que era también la última noche para alguien. Y se dio cuenta de que ni siquiera eso le había dado al hermano Aurelio, porque había muerto antes de la llegada de la oscuridad. ¿Era esa mirada que ahora veía en los ojos del muerto un misticismo cruelmente elaborado para castigar a su ejecutor, o una real simbiosis del alma de aquel hombre con su Dios? ¿Acaso Dios estaba en ese pozo, arrastrando el alma de Aurelio e ignorando el cuerpo vivo de Maximiliano, como si lo visible fuese lo invisible, y el alma algo más concreto que la piedra?
Escuchó la voz del padre Silvestre y el padre Esteban llamándolo. La jornada de trabajo había terminado. Una cabeza se asomó por el borde del pozo, intentando ver en la oscuridad.
-Hermano Maximiliano, ¿está ahí?
Maximiliano golpeó la pared con la pala, como si siguiese paleando.
-Sí, padre, aquí estoy.
-Deje el trabajo, terminamos por hoy, lávese para la misa. Avise al hermano Aurelio, también. ¿Está con usted, no es cierto?
Maximiliano se dio cuenta de que el padre Esteban ni siquiera los veía. Respondió con la verdad.
-Así es, padre.
El otro se alejó, y su voz se perdió llamando a los otros hermanos, inmersos en los pozos, y los imaginó saliendo como escarabajos al comenzar la noche, en busca de comida. Cientos de escarabajos negros que se reunirían en torno a un altar mayor frente a un líder, para escuchar la palabra del dios escarabajo.
¿Notarían la ausencia del hermano Aurelio esa noche en misa o en el refectorio? Podría decir que el hermano no estaba bien, que se había acostado, que el trabajo del día había sido demasiado agotador. Ninguno de tales argumentos sería una mentira, sólo una de las miles ramificaciones de la verdad.
Dejó la pala y se acercó al cuerpo. Se dio cuenta de que lo que había visto no era del todo cierto. Sólo tenía el ojo derecho abierto, el izquierdo estaba perdido, cubierto de sangre, y todo ese lado de la cara y el cráneo hundido por el golpe. No se detuvo a pensar por qué había visto antes algo diferente, como si por un momento la cara de Aurelio hubiese sido la de un ángel hermoso penetrado por primera vez por el Espíritu, como una virgen. Hizo la señal de la cruz frente a esa cara lacerada, el rostro cuya deformidad consideró una liberación, una expiación para aquella alma atormentada por el orgullo, que blasfemaba la figura de Jesucristo con sus intenciones mundanas y su obscenidad escondida. La obscenidad que guardaba para los pozos oscuros y profundos, como si la muerte y el sexo fuesen una única criatura bestial que la luz del sol dividía en dos para quitarle poder.
-Rexit in pace – recitó, haciendo la señal de la cruz sobre la cara destrozada, sin temor de tocarla, manchándose la mano con sangre, limpiándose luego en la sotana ya sucia de barro. Y así, con las manos llenas del barro que limpió la sangre, que la absorbió hasta hacerla desaparecer, comenzó a palear tierra para cubrir el cuerpo.
Oscurecía con rapidez, y cuando hubo dados cinco minutos de paleadas lentas y costosas para su cuerpo ya cansado, dejó la herramienta a un lado y subió la escalera. Afuera, el convento había encendido sus luces, y llamaban a misa nocturna. Él era el único que faltaba unirse a la procesión que ya se veía avanzar desde las celdas hacia el templo. Las campanas sonaban a muerto. Por qué, se preguntó, y al prestar mayor atención, se dio de cuenta que sólo había sido su imaginación. Ahora las campanas llamaban con sus ocho campanadas habituales para la misa nocturna. Se cantaría el angelus, se rogaría por el alma de los muertos, se pediría la bendición del Santo Padre, se leería un fragmento de las escrituras, tal vez la parábola del hijo pródigo. Pero si era el padre Roberto el que leería esa noche, más probablemente elegiría el episodio del sacrifico del hijo de Abraham. Algo que dejara dudas en la mente de los seminaristas, algo que sembrara la discordia en el alma de cada joven ya aquejado por la incertidumbre entre la fe, la vocación y el conocimiento.
Miró al fondo del pozo y no vio más que oscuridad. Nada había, más que la intensidad propia del vacío, o era tierra tan oscura que se asemejaba al abismo de la nada. Fuera cual fuese la posibilidad, se contentó con haber creado aquel esquema, aquel esbozo que pretendía imitar la nada, un sitio donde quien pusiese la vista no encontrara más que la indiferencia propia hacia lo que no existe. Tanto fue así, que el padre Silvestre apareció de entre las sombras junto a las paredes del convento, y Maximiliano escuchó que lo llamaba. No sabía si lo estaba viendo sobre el montículo de tierra, aún sentado. Escuchó otra vez sus nombres, y esta vez respondió.
-Sí, padre, acabo de salir y recojo mi ropa.
-Dos minutos, hermano, sólo le doy dos minutos para asearse y asistir a misa.
Lo vio adentrarse en el convento. No había preguntado por el hermano Aurelio. Fuese suerte o no, no quiso tentar a la providencia que se la facilitaba, y caminó rápido hacia su celda. Se desvistió y se lavó con el agua de la palangana, la misma que había usado esa mañana al levantarse. Estaba tibia y sucia, pero a él le pareció fresca comparada con el calor que le había provocado la agitación y el temor dentro del pozo. Se restregó la cara, y aunque no tenía espejo sintió las costas de barro en la barba y el cuello. Se lavó las manos, y bajo la tierra encontró la sangre pegada. Se restregó esta vez con más fuerza, y las manchas se fueron licuando. La sangre lucía como nueva, como si él mismo se hubiese lastimado al frotarse, pero luego que la sangre quedó en la palangana, tiñendo el agua sucia de un turbio color rosa morado, vio que sus manos estaban indemnes. No solamente limpias, sino que hasta se veían hermosas.
Entonces se dijo que había cumplido con su deber, que se había purificado a sí mismo al tiempo que purificada el espíritu de alguien más. Había liberado el alma pecaminosa de Aurelio, su inaceptable orgullo de creer ver a Dios, y eso lo redimió a él también. Como el alma de Cristo a través de la comunión. Se dio cuenta de que ahora era él quien se creía tan importante como Cristo. El orgullo del hermano Aurelio, en lugar de desaparecer, había pasado a él.
Sabía que la misa estaría terminando, y que vendrían a buscarlo para llevarlo a la celda de aislamiento, pero ahora no le importaba más que deshacerse de su propio cuerpo blasfemo, de ese cuerpo que agraviaba a Jesús sólo por el hecho de vivir. Incluso muerto su cuerpo iba a seguir ofendiendo a Dios. Agarró el rebenque del tío José y comenzó a castigarse la espalda, luego siguió con sus muslos, sus hombros, su cara. Se desnudó y castigó sus genitales. Se puso de pie y lastimó sus pies. Y a pesar del dolor no gritó ni lloró, sólo hizo muecas silenciosas, y ése era su regalo para Dios, el silencio que todo lo perdona y todo lo limpia, el eterno silencio donde la nada, en lugar de oscuridad, es blanca como el vientre de la Virgen.
Escuchando los pasos de los seminaristas saliendo del templo y yendo a sus celdas, adivinando los pasos de las sandalias del padre Esteban que se acercarían tarde o temprano, o quizá no fuese él, sino otro de los celadores, menos condescendiente, menos flojo para imponer castigos, porque ya era la segunda vez que Maximiliano transgredía las reglas. Se acercaban a su puerta. Abrió los ojos y vio al padre Esteban y a dos curas más mirándolo con los ceños fruncidos y una expresión ofuscada. Maximiliano no pudo levantarse, y tampoco quería hacerlo. No lo obligarían a dejar esa postura de sumisión, nunca más se permitiría estar a la misma altura de un hombre, la misma altura a la que Cristo había estado alguna vez. Y volvió a darse cuenta de que la obstinación en mantener su autocastigo era también una forma de orgullo: todo olía a orgullo y vanidad en el hombre, hasta la modestia, hasta la entrega de todo. Si se estaba castigando el cuerpo era porque valoraba tanto su cuerpo que lo consideraba digno de recibir un castigo, y digno también de redimirse alguna vez. El cuerpo es el templo del alma, había aprendido, y la iglesia un edificio donde los artificios se jactan de representar a Dios.
Nuestros ojos son vanidosos, se decía él, nuestras manos hieden a orgullo, nuestras espaldas erguidas avasallan el mundo con jactancia. Y un cadáver quizá fuese el más poderoso signo del orgullo. Sin moverse ni hablar, imponía con su silencio el aroma supremo de la vanidad: el cuerpo hedía entonces más que en cualquier momento mientras estuvo vivo, un olor que no podía detenerse, que viajaba con el viento y continuaba en las narices de quienes alguna vez lo habían percibido. Un olor cuya presencia persistía más que el silencio, porque se disfrazaba utilizando las mismas maniobras usadas para combatirlo: era así como el aroma de las flores recordaban el olor de la muerte. Los cementerios eran jardines de cadáveres florecientes.
¿Serán, entonces, la primavera y el verano, épocas de mayor muerte porque también hay más vida? ¿Son el otoño y el invierno simples reyes herederos que gobiernan porque su verdadero rey, la vida, estará ausente por un tiempo?
Olió el aroma de la piel de los curas, el áspero matiz de sus barbas en el cuello, y el imaginario perfume de la sangre. A veces veía un corte en lugar del cuello blanco de los curas, una raya roja que tanto lo atraía, que él necesitaba sentir, alguna vez, el calor de algún filo. Ni las uñas de las putas, ni el puñal de algunos de sus amigos, ni siquiera el frío aliento del tío José cerca de su cuello se había acercado a esa necesidad, esa imperiosa necesidad física. Tal vez Cristo habría sentido eso mismo desde mucho antes de ser clavado en la cruz, el dolor como premonición, el dolor como expiación porque deshacía el cuerpo en miles de fragmentos al mismo tiempo que lo juntaba en un solo sentir. Las múltiples partes del cuerpo, conformando una unidad, se disociaban y congregaban sucesivamente en una acumulación simultánea de vida y muerte, de construcción y destrucción de una espiral cuyas vueltas se iban rompiendo para dejar círculos cerrados y permanentes alrededor del alma encerrada en el débil cuerpo de un seminarista, de un joven de mente obtusa y cuerpo excitado.
Olió el aroma del padre Esteban y se abrazó a él, y sintió las manos del cura abrazarlo, subiéndolo hasta su altura para ayudarlo a caminar fuera de la celda. No lo llevaban hacia el sector de aislamiento, sino hacia la enfermería. El padre Rogelio comenzó a revisarlo con sus instrumentos médicos: el estetoscopio rozó su pecho y le dio escalofríos, el bajalenguas de metal se metió en su boca y lo hizo toser, la pinza con algodón y desinfectante pasó pos sus heridas para provocarle un ardor muy parecido al mismo fuego.
-Agua –pidió.
Le alcanzaron un vaso, y al levantar la cabeza vio que estaba cubierto con una sábana limpia, impecablemente blanca. Escuchó, de pronto, un trueno, y se sobresaltó. Los otros debieron creer que despertaba de alguna pesadilla o mal sueño que había tenido en ese medio sueño de los estados febriles.
-Tranquilo, hermano –dijo alguno a su alrededor, pero no supo quién.
Sintió que de inmediato alguien abría una ventana para dejar entrar el olor de la lluvia, pero ese aroma trajo consigo no el recuerdo del pasto mojado, sino el de la tierra removida de los pozos de drenaje. Escuchó que conversaban a su lado, sin seguir la lógica de la conversación.
-Es un pecado que llueva justo hoy…
-…no debe lamentarse…
-…el agua limpiará los pozos…
-….ablandará la tierra…
-…lo que se hizo es suficiente…
-…ya no nos inundaremos…
-….el agua se llevará todo.
Si allí terminó la conversación fue únicamente por estruendo que el trueno trajo con la lluvia, que cayó a cántaros, y escuchó entre risas la palabra diluvio, y percibió los efluvios del vino en el ambiente junto al fuego, y el aroma de los libros que no era precisamente la biblia, porque el papel era menos santo y estaba impregnado de olores non-sanctos. Aroma a orina y a semen, a transpiración bajo la sábanas. Pero de dónde llegaba ese aroma, se preguntó Maximiliano, mientras abría los ojos e intentaba ver lo que los demás hacían muy cerca de él, en el salón pequeño que servía de enfermería, pero que, como todos ya sabían, era utilizado para beber alcohol y tener conversaciones no permitidas. Sin embargo, no vio más que sombras y figuras sentadas alrededor de una mesa, algunas levantándose y otras sentándose, casi siguiendo el ritmo de los truenos y la lluvia, como si hubiese una danza escondida, una coreografía quizá, que los curas estaban ensayando sin saberlo, títeres de los dioses paganos que, según dicen, surgen cuando las fuerzas de la naturaleza superan la voluntad del Dios supremo.
Maximiliano vio los relámpagos iluminar la serie de figuras y estampas que se dibujaban en la sala, unas veces como congregaciones de hombres santos, otras como campesinos y pescadores arracimados alrededor de una figura capital, Cristo probablemente, pero intercaladas con estas imágenes, vio hombres desnudos alrededor de mujeres también desnudas, vio botellas de alcohol y mucho humo, contempló figuras de arte maya dedicadas a representar orgías, violaciones y asesinatos. Vio niños muertos, fetos muertos colgando de sogas atadas a las vigas del techo, hachas sobre las mesas, bisturís médicos y pinzas, fórceps, cuchillos y tijeras. Vio telas blancas manchadas de rojo, camas con colchones rotos, elásticos, huesos, muchos huesos largos. Cabellos cortados de todos los colores posibles, lacios y rizados, mechones enteros arrancados con partes de piel humana. Y también sabía que el agua arrastraría todo aquello con su piedad, su misericordia inabarcable, su perdón extremadamente benévolo, demasiado para el objeto al que se dirigía: el hombre, ese tallado inacabado por Dios, engendro que debió ser abortado por su conducta aún antes de serle otorgada la vida, ese pedazo de tierra formada con heces y barro.
Miró hacia la ventana abierta, y sin verlo, adivinó el torrente que fluía junto a las paredes del convento, formado y alimentado por la lluvia que sí podía ver caer intensamente entre relámpago y relámpago, y que oía aún con más claridad en la densa oscuridad de la avanzada noche. Ignoró las imágenes reales o imaginadas de los curas en la sala, y siguió el camino de la piadosa lluvia a través de recovecos y pasillos, de túneles y desagües. Enumeró mentalmente los tejados del convento, las caídas de agua, los sectores que siempre se atascaban, las grietas en las paredes. Y cuando todos y cada uno de estos caminos y obstrucciones fueron superados, pensó en aquel torrente bajando hacia el primer pozo que ellos habían cavado durante el día. El agua fluyó con su propio peso dentro de la zona más honda, arrastrando tierra y pedruscos, incluso las palas que algunos de los seminaristas habían dejado olvidadas. Podía escuchar, ahora sí, aquel torrente por encima del ruido de la lluvia, pero era un sonido que no podría confundirse con nada más, porque tenía la característica de lo profundo, como una oquedad de pronto ocupada, repercutiendo el sonido del agua con un eco inicial que pronto, imperceptiblemente, fugazmente, desaparecía, para volver a formarse en el siguiente túnel.
Hasta que en uno de esos tantos túneles el agua iba a encontrarse con un obstáculo muy débil, un montón de tierra interpuesta en su camino y también un cuerpo. Y para el agua este cuerpo no era más pesado ni muy diferente en condición y naturaleza a esa misma tierra que llevaba arrastrando desde unos metros antes. Acostumbrada a arrasar con todo desde el principio de los tiempos, la corriente se deshizo de los obstáculos y se llevó consigo al cuerpo del hermano Aurelio, lo envolvió en su torbellino de pequeños remolinos interiores, coágulos de barro que cubrieron el cuerpo como si quisiesen curarlo o detener heridas ya muertas. Como un médico ignorante que desconoce los signos de la muerte, el agua se considera a sí misma más poderosa que su propia ignorancia, cura lo que no necesita ser curado y mata lo que aún puede estar vivo todavía. Sin embargo, es como el tiempo, lo que arrastra lo deshace y lo devuelve al fango, lo disuelve, se introduce y lo introduce en su misma sustancia. Por eso el agua es piadosa como Dios, todo lo perdona porque nada le es ajeno.
Imaginó el cadáver de Aurelio siendo arrastrado por la corriente a través de los diversos túneles, hasta el último que desembocaba en el arroyo. Y la fuerza de la corriente se hizo entonces mayor, y el cuerpo dio vueltas y vueltas, giró y golpeó contra las paredes, se dobló como un muñeco de trapo y finalmente fue arrojado en el arroyo, sin oportunidad de descanso porque allí la corriente era más intensa debido a la lluvia, y muy pronto fluyó más rápido pero con menos brusquedad, porque el lecho era más ancho y diversas corrientes paralelas lo envolvían como si ahora sí supiesen que ya estaba muerto definitivamente, y decidieran hacerle una mortaja de agua.
Entonces Maximiliano supo que esos huesos nunca de desharían, nunca se pudrirían lo suficiente como para no dejar rastros en alguna parte. Hasta los cabellos del hermano Aurelio seguirían flotando y balanceándose, parecidos a las algas, formando parte de la naturaleza del fondo del mar. El cuerpo blasfemo y la mente enferma del hermano persistirían en el agua durante incontables siglos, alimentado por el agua para convertirse en un vegetal marino, en algas, en carne que alimentaría a los peces. Y los fragmentos de aquel ojo izquierdo seguirían viendo a Dios aún después de muerto, en el fondo del mar, oculto el ojo en todas las cosas, en millones de peces que alimentarían a otros tantos cuerpos. Los huesos de Aurelio se convertirían en rocas donde el mal podría asentarse, o quizá esas rocas eran altares de huesos petrificados de muchos otros cuerpos degradados por el mal.
Si la tierra era el origen del hombre, que nacía inocente, era ella misma el destino del hombre bueno. Pero el agua, alimento de la vida, engendraba el deseo y la perversión. Todo líquido, como la sangre y las secreciones del cuerpo, eran un remolino de caos. Vida y muerte, alternadas, inestabilidad y perturbación. Sólo Dios era serenidad y paz, muerte permanente. Una roca, también. Y por eso los demonios se camuflaban, se transformaban para imitarlo, envidiosos de la paz eterna de las piedras.
Los huesos del hombre eran lo más parecido a Dios.
Los anhelados tesoros que los demonios querían arrebatar a un Dios que ya estaba muerto, robando sus huesos desde su sepultura en la luna.
El cementerio de la luna tenía una sola tumba, desde siempre abierta porque nunca fue cerrada.
Los huesos de Dios estaban indefensos como los de un anciano solo y ciego.
El cielo de
Buenos Aires era diferente a cualquier otro que hubiese conocido. Era verdad
que jamás en su vida había salido de la península, ni siquiera del
ámbito de su terruño, del territorio de la provincia de Cádiz, así que no era
probable que su mente pudiera correlacionar y su ánimo asombrarse por contraste
alguno. El asombro llegaba, tal vez, del aire, y pensó ingenuamente que quizá a
todos les pasaba, como les había ocurrido a los primeros exploradores de la
zona, o a los primeros visitantes de la antigua ciudad recién fundada, que el
aire extraño, frío y extremadamente húmedo, y sin embargo trepidante para el
alma- no sabía por qué ahora pensaba en esta expresión-, hubiese penetrado en
ellos como estaba penetrando en su cuerpo. No dijo alma, no. Dijo cuerpo en voz
muy baja, más allá de la voz del pensamiento y muy por debajo de una voz
externamente audible.
Miró a su derecha, donde Elsa se agachaba
levantando fardos de telas y comida, llevándolos uno por uno apenas unos
metros, con la única finalidad de hacer tiempo mientras el barco atracaba.
Sabían que la espera sería mucha, hasta quizá no podrían desembarcar sino al
día siguiente, y eso que habían llegado al puerto a la diez de la mañana del
domingo.
Ahora era el mediodía en los márgenes de
una ciudad cubierta de una tenue niebla veraniega, una ciudad que se ocultaba
con deliberación de los ojos de los inmigrantes, celosa de sus tesoros,
orgullosa de antemano por lo que ellos descubrirían cuando ella decidiera
abrirles las puertas. Recibir el barco entre sus dársenas como brazos
dispuestos a amar o machacar. El puerto de Buenos Aires era un filtro, y en esa
espera de dos horas vio la más ínfima pero clara muestra de que no serían bien
recibidos.
Ni Elsa ni nadie más, parecían darse
cuenta de lo enrarecido del aire, de esa peculiaridad que lenta y
parsimoniosamente se iba develando, desenmascarando, como si el mismo aire
estuviese envenenado con la crueldad y el mal modo de los habitantes. Aún sin
haberlos escuchado, aún siquiera haberlos visto más cerca que a cien metros a
través de la superficie del río, moviéndose como hormigas a lo largo de las
escolleras, sí había escuchado la voz de los trabajadores del puerto, la voz de
los hombres con su peculiar acento sudamericano. Y por más que gritasen las
mismas indicaciones y dijesen las mismas cosas que cualquier obrero del puerto
de Cádiz, el acento era hosco y las blasfemias sonaban no con entonaciones
amenas o suavizadas por la familiaridad. Ni siquiera había gracia en los leves ritmos
que parecían intuirse en las voces.
La voz humana es un canto, pensaba
Maximiliano, siempre hay un ritmo determinado, una música afín al significado
de las palabras que se pronuncian. Esa música era del hombre que la emitía,
pero germinada en una tierra determinada, de una familia en particular, de una
historia en común. La diferencia, se dijo -mientras continuaba asomado al
barandal, observando la ciudad que crecía cada minuto ante su vista, a pesar de
que ya estaban quietos, como si entre la bruma que no era bruma sino una
especie de polen veraniego que servía de máscara diáfana a la ciudad, la ciudad
se fuese descubriendo deliberadamente, sin mostrarse del todo, como una actriz
que observa la platea a través de un trozo de telón rasgado-, era que la música
que Maximiliano escuchaba desde el puerto era arrítmica, violenta y sórdida.
Elsa se acercó a él y lo llamó varias
veces tocándole el brazo. Maximiliano salió de sus ensimismamiento, y se
asombró del bullicio a su alrededor, de la agitación, de las voces castizas y
los gritos porteños, entremezclados por encima del río, cuyas aguas hedían a
muerte.
-¿Vas a ayudarme, por favor?
Él asintió, aunque no veía la utilidad de
cambiar fardos de un lugar a otro si no bajarían del barco en largo tiempo.
Pronto, sin embargo, vio que había muchos pasajeros rondando alrededor de las
pertenencias entremezcladas de todos ellos. Había que precaverse de los
ladrones, si durante el viaje no les era posible escapar, ahora ya en el puerto
sólo necesitaban confundirse entre el gentío y huir hacia el puerto. Elsa lo
miró con cansancio, como preguntándole con la mirada qué le sucedía. Luego,
cuando eran las tres de la tarde, se sentaron finalmente sobre los fardos a que
habían reducido sus escasas pertenencias, cada uno sobre el suyo. Don Roberto
vestido con la ropa que había llevado la mayor parte del viaje, ahora lavada,
porque no quería entrar al nuevo continente como un mendigo sucio y harapiento.
Fumaba su pipa, contemplando el horizonte de Buenos Aires, como si estuviese
más lejos de lo que en realidad estaba, pero no había signos de miopía ni
ceguera en su expresión. Elsa se había lavado el cabello, ahora recogida en la
nuca, con unos mechones que le caían sobre la frente y las mejillas enrojecidas
por el calor y el esfuerzo. Maximiliano había tenido la suerte de recibir de
regalo un traje nuevo que el médico de a bordo le obsequió cuando estaban a dos
días de su arribo.
-Le agradezco mucho su ayuda, caballero
–le había dicho el doctor, palmeándole la espalda y desmintiendo con reluciente
hipocresía todo el desprecio con que lo había tratado durante el viaje. Había
reconocido en él al único hombre de estudios de toda la zona en cuarentena del
barco, y su regalo era una concesión a una vieja y anticuada educación a la
cual no podía contrariar sino a expensas de la paz de su espíritu social.
Maximiliano recibió el traje, luego de unos segundos en que dudó si tirarlo por
la borda o devolverlo con educación pero arrogantemente. Lo aceptó, sin pensar, porque no hubo tiempo
ni de un breve pensamiento que fuese más corto que el estallido de su memoria.
El traje le recordaba la sotana que se había quitado definitivamente un día no mucho tiempo atrás, y se dijo que nada
era tan definitivo, que las cosas volvían en otra forma pero con la misma
sustancia.
Qué significaba ese traje, se preguntó,
cuando lo tuvo en sus manos y miró al doctor irse junto a su enfermera del
brazo, alejándose de la epidemia hacia el puerto, hecho y cumplido ya con su
trabajo, en paz en mente y espíritu, lleno de anécdotas para contar en las
tertulias de café de la ciudad en largas noche de ocio y esparcimiento, luego
de las también largas jornadas en el hospital donde contaría los mismos
incidentes a sus colegas e intercalaría en sus conferencias y expondría como
enseñanzas de vida a sus apesadumbrados pacientes. No cabía duda que iba a ser
uno más entre los contadores de historias durante la próxima década en una
ciudad joven que progresaba a pasos acelerados y gigantescos. Pero a
Maximiliano de quedaba un traje usado, evidentemente inadecuado para pasearse
como un caballero por cualquier calle de la vibrante ciudad, pero apto para
sentirse distinto entre los otros que descenderían del barco. Un signo de
distinción, que no haría más que demostrar la diferencia con que ya lo trataban
los demás.
Era verdad que había ayudado a salvar
ciertas vidas, o quizá no hubiese hecho más que consolar con palabras vacías
los cuerpos que no querían dejar que sus almas escapasen en medio de la nada,
en una superficie sin tierra. El cuerpo exigía morir sobre tierra, sintiéndose
huérfano sobre el agua o en el aire. Eso lo sabía Maximiliano con suma
claridad. El agua transportaba los cuerpos, como había hecho con el hermano
Aurelio; el aire acarreaba los gérmenes de enfermedades invisibles a los ojos
humanos; la tierra, en cambio, recibía y abrigaba las fronteras del cuerpo,
daba paz al alma, tranquila ya de dejar en buenas manos el recipiente que le
había dado cobijo. ¿El alma, adónde va, entonces?, se preguntó Maximiliano.
Miró al cielo diurno como respuesta, buscando la luna blanca como una nube
perforada, deshilachada, un algodón usado y abandonado por una enfermera
cansada apenas terminado su turno nocturno. Una enfermera que viera asomarse el
sol por la ventana del cuarto donde ha estado cuidando a un paciente, y aún
antes de que llegue su relevo, coloca la última inyección y arroja el algodón
en alguna parte, sin darse cuenta. Y ese pedazo de algodón se escapaba por la
ventana y subí al cielo, confundiéndose con la luna que se apagaba, la luna
muerta del día, la mortaja de telarañas que la cubría mientras el sol empezaba
a cumplir con su deber.
La luna sobre la tarde de Buenos Aires no
le respondió, porque apenas pudo hallarla. La desconocía así como ella
aparentaba desconocerlo a él. Otra tierra es otro mundo. La memoria podía
cambiarse, el pasado era tan poco importante, tan trivial que se volaba como el
algodón ante un viento próspero. La ciudad era una evidente muestra del progreso,
lo que dejaba detrás era polvo y humo. Maximiliano esperaba con ansia que así
fuese, pero la futilidad de este concepto, de esta concepción de la vida le
producía un dolor semejante a un pozo vacío que exigía ser llenado. Lo negro
exigía lo blanco, lo hondo reclamaba lo alto. Todo volumen hueco debía ser
completado. La física de los cuerpos respondía a la lógica positivista. Dios se
hundía en los abismos, el cuerpo de Dios no flotaba como los barcos. Se hundía
en el mar hasta el fondo de las simas a que llevaban sus huesos en torbellinos.
Pronto, abandonaría la endeble superficie
del mar, donde cada día y noche escuchó los llamados de los demonios. Entonces
miró al viejo Roberto, tratando de ver la turbiedad de su ojo izquierdo, pero
lo único que encontró fue una exquisita claridad, casi como si el sol de la
media tarde refulgiese esplendorosamente en la pupila.
Entre las tres y las seis de la tarde, los
pasajeros de las cubiertas inferiores, los pasajeros sanos que nunca estuvieron
en contacto con el tifus, desembarcaron en una larga y lenta fila, junto con
valijas y baúles. Era tan evidente la deferencia entre ellos y aquellos hombres
y mujeres, que no pudo más que pensar una blasfemia silenciosa en contra de
Dios. Mientras los veía descender por la escalerilla con sus ropas cuidadas y
limpias, sus valijas cargadas por sirvientes, las mujeres con sus peinados
prolijos y sus joyas, los hombres con sus bastones y sus trajes, los perros
llevados de la correa, los niños sonrientes y juguetones, aislados de la mísera
mirada con que los enfermos de la popa los contemplaban, asomados al barandal.
Buenos Aires no era ninguna utopía, simplemente otro mundo donde las mismas
diferencias se conservarían intactas, los mismos crímenes y falsedades. El hombre
no era capaz de inventar nada nuevo, se dijo Maximiliano, o más bien, se
corrigió: no era capaz de tolerar cambios. La humanidad era una especie que
únicamente sobrevivía al ver a mano los parangones de siempre.
Buscó complicidad y comprensión en la cara
de Elsa, pero ella continuaba sentada sobre su fardo, indiferente a lo que
sucedía en el puerto. Sólo lo miraba de tanto en tanto, echándole una mirada
ofuscada, o quizá fuese sólo agotamiento. Él sabía que ella estaba enojada
porque había aceptado el traje de manos del doctor. Para ella era como una
traición hacia la gente a la que había dedicado tiempo y cuidados. Desde
entonces apenas le había dirigido la palabra. Ahora la miraba como un chico
avergonzado, pero no era esa la palabra exacta. Se sentía orgulloso de lo que
había hecho, y ningún traje podría quitarle lo logrado. Eso era lo que ella no
comprendía. El vestirse bien y verse prolijo y limpio era casi una necesidad de
su espíritu. No renegaba del barro ni del sudor, sólo valoraba lo bueno de la
vida cuando llegaba a sus manos. Entonces se reconoció, por primera vez en
mucho tiempo, parte de la familia del tío José. Cuánta diferencia podía ver en
el orgullo del uniforme de marino y el traje que él ahora llevaba. Nada más que
matices, sólo importaba la estampa que el traje le aportaba. Atrás había dejado
la renuncia a los bienes y lujos terrenales. Cuando había tenido a Dios, éste
lo era todo, alimento, ropa y plenitud espiritual, pero al perderlo, un vacío
enorme se había creado a su alrededor, como si Dios fuese un pedazo de tela que
de pronto se hubiese desgarrado y quedado prendido entre las ramas de un
matorral, y él hubiese emergido desnudo y hambriento.
Aspiró profundo el extraño aroma del
río, orgulloso de soportar la hediondez de la superficie cubierta de pescados
muertos. Se dio cuenta que había sido la llegada de ellos la causa de tal olor,
al drenar las aguas residuales del barco. Desde los muelles echaban chorros de
agua para limpiar el casco de la proa, cubierto de mugre. Era la suciedad de
los enfermos la que invadía el puerto y quizá provocado la muerte de los peces.
Y como una afirmación a sus pensamientos, vio ascender por otras escalerillas a
varios soldados y policías, custodiando a hombres con guardapolvos.
-¡Elsa! –gritó, pero cuando ella lo miró
asustada, ya los hombres estaban en la cubierta, empujando y golpeando sin
distinción a los que se les acercaban preguntando cuándo los dejarían
desembarcar.
Los soldados se abrieron paso entre la
multitud de hombres y mujeres que se dieron cuenta que sólo atacando podrían
defenderse de ellos. Alguien gritaba:
-¡Alto, deténganse! –pero nadie sabía
quién ni a quiénes se le ordenaba.
Maximiliano agarró a Elsa de un brazo y
la llevó hasta donde estaba su padre. Don Roberto se había parado y estaba
siendo empujado hacia los policías que aparentemente pretendía juntarlos a
todos contra la barandilla.
-¡Papá! –llamaba Elsa, pero Maximiliano no
la dejó ir sola en busca del viejo. Ambos se abrieron paso entre la gente que
empujaba y los soldados que golpeaban. Todos iban en cualquier dirección, o por
lo menos así parecía porque Maximiliano empujaba y retrocedía, era embestido de
un lado y de otro. Escuchó que lo llamaban algunas mujeres que él había
cuidado, sintió que lo agarraban de un brazo y de otro, pero él únicamente
intentaba no perder de vista al viejo. Por un momento lo vio hundirse en la
marea de gente, hasta creyó ver una mancha de sangre en su cabeza luego del
golpe de un fusil. Entonces se dijo que no se perdonaría el dejar morir a Don
Roberto. La vergüenza ante la mirada de Elsa sería insoportable, pero aún más
lo era la idea de no saber qué sucedía en los ojos del viejo. Es verdad que era
otro más que decía ver a Jesús, como el hermano Aurelio, otro loco visionario
que se creía privilegiado, pero esta vez estaba Elsa y su amor, Elsa y su
cuerpo. Y sobre este mundo de sentimientos y vergüenzas, estaba la lógica
irrefutable de su razonamiento: si había más personas capaces de ver, con un
ojo enfermo, a Dios personificado, por qué no él. No era que desease quedarse
ciego para vislumbrar a Dios en la insondable oscuridad, sino el comprender,
como un científico armado con las herramientas de la teología, las causas y los
motivos de tal privilegio. Esto lo sabía desde el día que escapó del convento y
fue a explorar, como en una selva en la que siempre hubiese vivido y en la que
leyese por primera vez el significado de cada planta y animal, la enorme
biblioteca del tío José.
12
Cuando
todavía la tormenta no había amenguado, Maximiliano escapó del convento sin que
nadie se diese cuenta de su huida. Como si la lluvia en lugar de amedrentarlo
le hubiese servido de manto protector, de cortina velada, de muro irrompible
tras el cual él escondía su corazón abierto, exponiéndolo a la lluvia para que
se apagase el ardor que aún sentía luego de saber que el hermano Aurelio no era
más que un esqueleto arrastrado por las aguas en camino al mar.
¿Por qué causa le dolía el corazón?, se
preguntaba mientras corría bajo la lluvia, resbalando en el barro entre los
montículos de tierra que él y sus compañeros habían levantado. Si no había
hecho más que justicia por mano propia, no existía razón para sentirse
apesadumbrado. Sin embargo, aboliendo la vida de aquel muchacho jactancioso que
se creía privilegiado por Dios había creído a la vez apagar una luz, cerrar un
párpado más grande que el de un ojo de un hombre normal. El hermano Aurelio se
había atrevido a morir casi en la misma posición de Jesucristo, pero en una
cruz que yacía sobre la tierra. ¿Quería decir esto que él había matado, como un
soldado romano, a Cristo una vez más?
Si Dios estaba dispuesto a servirse de un
cuerpo y una mente enferma como la del hermano Aurelio, quería decir que Dios
estaba comenzando a mostrar sus harapos. Sexo y Dios, hombres y mujeres,
hombres entre hombres mostrando su lascivia, restregándose los cuerpos en camas
con crucifijos y rosarios junto a espejos y aroma a incienso.
Maximiliano sentía ardor en el corazón,
pero su boca estaba seca y su garganta sedienta. Se paró en medio de la lluvia
y abrió la boca, dejando que el agua entrase y lo ahogara. Pero como siempre,
tuvo miedo de morir, tosió y se arrodilló en el barro, se arrancó la sotana y
comenzó a masturbarse. Y cuando acabó sintió la viscosidad de su semen mezclado
con sangre. Supo que se había lastimado, y así estaba bien, era lo correcto. Si
alguna vez se había castigado la espalda, resultaba razonable que ahora
castigara el órgano que ardía casi tanto como su corazón. Se dejó caer en el
suelo, sintiendo la lluvia en su espalda, la tierra en la boca con un sabor
extrañamente semejante al del jardín del tío José en los días previos a la
primavera. Lluvia y sol se mezclaban con una curiosa perspectiva de
reconciliación, como si el recuerdo atenuara las diferencias, con el solo fin
de hacerlo ver, descubrir, revelar a su propia mente acontecimientos que habría
deseado mantener en las sombras del olvido.
El olor a semen le traía recuerdos de
prostíbulos visitados por él con el tío, que lo empujaba y lo aporreaba con el
rebenque para que se animase de una vez con las putas. Las dos primeras veces
había entrado con él en cuarto, y le había dicho a la puta cómo tenía que
estimular al muchacho, incluso él mismo lo había hecho. Maximiliano sentía la
mano del tío tocándolo, frotándolo hasta que estaba preparado para penetrar a
la mujer que esperaba en la cama, con las piernas abiertas y su abismo caliente
dispuesto a recibirlo como si del último camino del mundo se tratase. El mejor
y último camino que cualquier hombre estaría dispuesto a recorrer antes de
morir. Y recordaba el rebenque del tío José golpeándole las nalgas mientras él
la penetraba, dándose cuenta que los golpes lo excitaban aún más. El tío sabía
lo que hacía, y cada vez que Maximiliano acababa, sentí dolor y agradecimiento,
sonriendo al tío José que lo miraba y acariciaba las tetas de la puta,
tocándose con inútil fuerza su entrepierna.
Y cuando se iban juntos, el tío lo
abrazaba, ebrio, inestable su marcha por las calles de Cádiz, hasta la casa.
Entonces Maximiliano lo ayudaba a desnudarse y lo dejaba en su cama, cubierto
con una sábana, para irse después a su propia habitación. Allí se sacaba la
ropa, tocaba el semen seco en su piel, y se dormía, pensando en el placer que
había ayudado a dar al tío José, el bondadoso tío José que había estado
dispuesto a cobijarlo y criarlo como a un hijo cuando sus padres murieron.
El tío José como padre y madre al mismo
tiempo. El viejo tío, como un Dios impotente, yacía en el barro junto a él,
compartiendo su crimen contra con los curas afeminados, pero recriminándole la
huida, llamándolo marica de mierda. Maximiliano sabía que todo era cuerpo y fluidos,
que el hombre estaba hecho de huesos y carne que se pudre. Que el mismo
Jesucristo era un esqueleto cuyo cráneo posee dos órbitas huecas, capaz de
reflotar si el agua de lluvia, como esta noche, inundaba su tumba. Por eso Dios
tuvo la inteligencia suficiente para llevar al cuerpo de su hijo hacia el mar,
para protegerlo de los gusanos de la muerte.
La tumba de Cristo es el mar.
Entonces Maximiliano levantó la cabeza
del barro, como si de pronto hubiese visto o sabido algo tan evidente que lo
sorprendía no haberse dado cuenta antes. Un hijo sepultaba a su padre, no un
padre a su hijo. Cuando éste moría antes, la vida del padre era una muerte en
vida. Por eso Dios se deshacía de sus propios huesos y los arrojaba al mar, a
la tumba del hijo atrapado en torbellinos, en simas profundas inundadas de
agua, agujeros negros que absorbían toda luz y sonido, tiempo y espacio.
Oscuridad, silencio, y una risa estentórea fluyendo desde alguna parte o desde
ninguna. Tal vez desde la memoria, el infierno de los hombres.
Por eso no recordaba, como una bendición
distorsionada y cruel de un dios menor y burlón, cómo era que llegó a la casa.
No tenía memoria de haberse levantado por sus propias fuerzas ni que alguien
más lo encontrara y lo recogiera, reconociéndolo y llevándolo hasta la casa
donde no hacía mucho tiempo había vivido con el tío José. Tampoco sabía cuántos
días pasaron, ni cuánto duraron los lapsos de conciencia que le llegaban como
breves estallidos brumosos entre esa niebla espesa llamada olvido. La imagen de
la fachada de la casa en medio de la noche, iluminada por relámpagos, las
ventanas iluminadas desde adentro, dejando entrever las figuras de las
sirvientas del tío. A esas horas ellas debían estar durmiendo, así que no era
posible que su recuerdo fuese real. Pero Maximiliano ya sabía que los sueños a
veces también podían ser tan reales como la como vigilia, porque son parte de
ella.
¿Pero quién lo rescató y lo cargó hasta
el frente de la casa? O quizá ni siquiera fue llevado en andas, sino en brazos,
y su cabeza se balanceara sobre el brazo de algún hombre fuerte. Y fue entonces
que recordó aquel olor, el aroma a tabaco del tío. Era éste tan penetrante, que
perduraba en la ropa a pesar de los continuos lavados, en los muebles y
alfombras, hasta su piel olía eternamente a tabaco. Era frecuente que le
preguntaran dónde lo conseguía, pero él siempre prefería evadir una respuesta
concreta, fuera por hacerse el misterioso o porque no veía razón para dar una
contestación inútil para quien preguntaba. Sólo quien hubiese visitado los
mismos lugares del mundo que el tío José habría sabido de qué sitio, calle,
esquina y tabaquería él hablaba. Así que se limitaba a decir que en Cuba,
Puerto Rico o en las Filipinas, cualquier lugar exótico, relacionado siempre
con noches sórdidas, mujeres de la calle y el aroma inconfundible de la humedad
y de la sangre.
Ahora sabía quién lo había encontrado. El
tío José debía estar por allí, quizá él mismo había llegado hasta cerca de la
casa en medio de la fiebre, desnudo como estaba y empapado de lluvia y sudor.
La cabeza le palpitaba y los ojos le ardían, y fue el tío el que lo levantó en
brazos- estaba seguro, podía oler el aroma del tabaco aún ahora, en cama y
cubierto con sábanas y mantas cálidas-, y lo llevó hasta su cuarto, mientras
las sirvientas preguntaban qué le había pasado al pequeño Maximiliano, para las
que nunca dejaría de ser un niño.
Ellas iban y venían desde la cocina y el
baño, trayendo toallas secas y calientes, palanganas de agua cálida para lavar
el barro que se había metido entre los dedos de sus manos y pies, en las
orejas, impregnando de suciedad la blanca piel del consentido.
Recordaba ya, gracias a la piedad con que
la memoria se honra a sí misma de vez en cuando, que fueron los rostros de las
dos viejas sirvientas las que lo calmaron cuando él abrió los ojos y no veía
más que el cielo raso frío y muerto, donde las lámparas colgantes eran soles
nocturnos sin calor, y cuando giraba la cabeza allí veía las mesitas de luz
llenas de frascos de remedios, vasos de agua y recipientes con sales y
especias. Habían recurrido a toda posible artimaña casera para aliviarlo a él y
a su fiebre, pero no pensó la causa por la cual no habían llamado a un médico.
Fueron, entonces, las caras de las
sirvientas las que lo consolaron al principio, y el aroma a tabaco del tío, que
representaba su presencia por más que él no viera su rostro.
-Tío…-recuerda haber dicho entre gemidos
de su garganta seca. Aquel a quien llamaba se mantenía fuera de su visión, no
así su voz, que daba órdenes con un tono carente de ofuscación o enojo. La voz
del tío era dulce, por lo menos él así lo escuchaba en su estado febril, suave
pero firme, diciendo cosas que no entendía, pero que sonaban como consuelos
dirigidos especialmente a él, únicamente a su sobrino Maximiliano.
Y cuando habían pasado muchos minutos o
muchas horas, quizá días con soles que no había visto o confundió con los soles
nocturnos de las intensas lámparas colgantes, las sirvientas dejaron de hacer
sombras a su alrededor, abandonaron su cuchicheo y sus lágrimas en la
habitación, -apagándose uno, secándose las otras,- y se retiraron a sus
dormitorios para descansar.
-Vayan a dormir, yo lo cuidaré.
Esto lo había escuchado claramente, y ya
no tuvo miedo a que el tío José lo golpeara ni le reprochara su conducta. El
viejo tenía miedo, él lo sabía y se daba cuenta en el temblor de las callosas
manos cálidas que comenzaron a tocarlo cuando las mujeres cerraron la puerta de
la habitación. Las manos se apoyaron en el pecho de Maximiliano, y él abrió los
párpados y vio por primera vez desde que se habían separado en el convento, la
cara cetrina, más delgada ahora, de barba más larga, sin anteojos, despeinado y
sudoroso cuando le tocaba el pecho para retirar, lentamente, las sábanas
humedecidas.
-Creí que estabas muerto allá afuera…-dijo
el viejo.
Siguió acariciándolo como a un chico,
Maximiliano se sentía bien, bendecido por el tiempo y su constancia, dispuesto
a disfrutar de los resultados de sus
largas plegarias rogando por el cariño del tío José, del cual no dudaba, pero
menguado y ensombrecido desde que era pequeño por sus maneras rígidas. El viejo
lo acariciaba como no lo había hecho en todos esos años, tal vez se apiadara de
él y sus sufrimientos, no sabía la razón pero era agradable abandonarse a la
noche en manos del descanso que el tío le ofrecía.
Muy lentamente se adormeció, y por ello
el sobresalto se le hizo mayor al despertar con un escalofrío. Se sintió sin
sábanas ni mantas, pero alguien le frotaba la piel para calentarlo. Levantó un
poco la cabeza y vio al tío con la boca en su entrepierna, y Maximiliano se dio
cuenta de su erección, pero nada hizo ni se dispuso a hacer. El viejo sólo se
dio cuenta cuando él puso su mano derecha sobre la cabeza del tío, tirándole
del cabello, intentando apartarlo sin demasiada convicción. Quién sabe cuánto
tiempo llevaba haciendo eso, porque se dio cuenta que su placer llegaba al
clímax muy pronto y su semen se escurría en la boca del tío.
El viejo levantó la mirada, se apartó un
poco y se limpió los labios con una mano. Con esa misma mano, se acercó a la
cara de su sobrino y le cerró los párpados. Dijo algo que Maximiliano no entendió, algo que sonó como una obscenidad parecida a
la que le había enseñado a decir a las prostitutas. Luego sintió el cuerpo
pesado y de ropas mojadas acostarse junto a él, agitado, vencido.
Maximiliano lo miró de costado por un
segundo, y vio más en ese instante que en todos aquellos años de convivencia:
la deplorable arruga de la ira en su mentón, la cicatriz del desvelo en sus
ojos, el barro de su tristeza manchándole la cara.
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