jueves, 21 de diciembre de 2023

La luna sobre el Atlántico (Capítulos 11-13)

 

 LA EXPLORACIÓN EN LOS RÍOS DE LA MENTE

 

 

 

El cielo de Buenos Aires era diferente a cualquier otro que hubiese conocido. Era verdad que jamás en su vida había salido de la península, ni siquiera del ámbito de su terruño, del territorio de la provincia de Cádiz, así que no era probable que su mente pudiera correlacionar y su ánimo asombrarse por contraste alguno. El asombro llegaba, tal vez, del aire, y pensó ingenuamente que quizá a todos les pasaba, como les había ocurrido a los primeros exploradores de la zona, o a los primeros visitantes de la antigua ciudad recién fundada, que el aire extraño, frío y extremadamente húmedo, y sin embargo trepidante para el alma- no sabía por qué ahora pensaba en esta expresión-, hubiese penetrado en ellos como estaba penetrando en su cuerpo. No dijo alma, no. Dijo cuerpo en voz muy baja, más allá de la voz del pensamiento y muy por debajo de una voz externamente audible.

     Miró a su derecha, donde Elsa se agachaba levantando fardos de telas y comida, llevándolos uno por uno apenas unos metros, con la única finalidad de hacer tiempo mientras el barco atracaba. Sabían que la espera sería mucha, hasta quizá no podrían desembarcar sino al día siguiente, y eso que habían llegado al puerto a la diez de la mañana del domingo.

     Ahora era el mediodía en los márgenes de una ciudad cubierta de una tenue niebla veraniega, una ciudad que se ocultaba con deliberación de los ojos de los inmigrantes, celosa de sus tesoros, orgullosa de antemano por lo que ellos descubrirían cuando ella decidiera abrirles las puertas. Recibir el barco entre sus dársenas como brazos dispuestos a amar o machacar. El puerto de Buenos Aires era un filtro, y en esa espera de dos horas vio la más ínfima pero clara muestra de que no serían bien recibidos.

     Ni Elsa ni nadie más, parecían darse cuenta de lo enrarecido del aire, de esa peculiaridad que lenta y parsimoniosamente se iba develando, desenmascarando, como si el mismo aire estuviese envenenado con la crueldad y el mal modo de los habitantes. Aún sin haberlos escuchado, aún siquiera haberlos visto más cerca que a cien metros a través de la superficie del río, moviéndose como hormigas a lo largo de las escolleras, sí había escuchado la voz de los trabajadores del puerto, la voz de los hombres con su peculiar acento sudamericano. Y por más que gritasen las mismas indicaciones y dijesen las mismas cosas que cualquier obrero del puerto de Cádiz, el acento era hosco y las blasfemias sonaban no con entonaciones amenas o suavizadas por la familiaridad. Ni siquiera había gracia en los leves ritmos que parecían intuirse en las voces.

     La voz humana es un canto, pensaba Maximiliano, siempre hay un ritmo determinado, una música afín al significado de las palabras que se pronuncian. Esa música era del hombre que la emitía, pero germinada en una tierra determinada, de una familia en particular, de una historia en común. La diferencia, se dijo -mientras continuaba asomado al barandal, observando la ciudad que crecía cada minuto ante su vista, a pesar de que ya estaban quietos, como si entre la bruma que no era bruma sino una especie de polen veraniego que servía de máscara diáfana a la ciudad, la ciudad se fuese descubriendo deliberadamente, sin mostrarse del todo, como una actriz que observa la platea a través de un trozo de telón rasgado-, era que la música que Maximiliano escuchaba desde el puerto era arrítmica, violenta y sórdida.

      Elsa se acercó a él y lo llamó varias veces tocándole el brazo. Maximiliano salió de sus ensimismamiento, y se asombró del bullicio a su alrededor, de la agitación, de las voces castizas y los gritos porteños, entremezclados por encima del río, cuyas aguas hedían a muerte.

     -¿Vas a ayudarme, por favor?

    Él asintió, aunque no veía la utilidad de cambiar fardos de un lugar a otro si no bajarían del barco en largo tiempo. Pronto, sin embargo, vio que había muchos pasajeros rondando alrededor de las pertenencias entremezcladas de todos ellos. Había que precaverse de los ladrones, si durante el viaje no les era posible escapar, ahora ya en el puerto sólo necesitaban confundirse entre el gentío y huir hacia el puerto. Elsa lo miró con cansancio, como preguntándole con la mirada qué le sucedía. Luego, cuando eran las tres de la tarde, se sentaron finalmente sobre los fardos a que habían reducido sus escasas pertenencias, cada uno sobre el suyo. Don Roberto vestido con la ropa que había llevado la mayor parte del viaje, ahora lavada, porque no quería entrar al nuevo continente como un mendigo sucio y harapiento. Fumaba su pipa, contemplando el horizonte de Buenos Aires, como si estuviese más lejos de lo que en realidad estaba, pero no había signos de miopía ni ceguera en su expresión. Elsa se había lavado el cabello, ahora recogida en la nuca, con unos mechones que le caían sobre la frente y las mejillas enrojecidas por el calor y el esfuerzo. Maximiliano había tenido la suerte de recibir de regalo un traje nuevo que el médico de a bordo le obsequió cuando estaban a dos días de su arribo.

     -Le agradezco mucho su ayuda, caballero –le había dicho el doctor, palmeándole la espalda y desmintiendo con reluciente hipocresía todo el desprecio con que lo había tratado durante el viaje. Había reconocido en él al único hombre de estudios de toda la zona en cuarentena del barco, y su regalo era una concesión a una vieja y anticuada educación a la cual no podía contrariar sino a expensas de la paz de su espíritu social. Maximiliano recibió el traje, luego de unos segundos en que dudó si tirarlo por la borda o devolverlo con educación pero arrogantemente.  Lo aceptó, sin pensar, porque no hubo tiempo ni de un breve pensamiento que fuese más corto que el estallido de su memoria. El traje le recordaba la sotana que se había quitado definitivamente un  día no mucho tiempo atrás, y se dijo que nada era tan definitivo, que las cosas volvían en otra forma pero con la misma sustancia.

      Qué significaba ese traje, se preguntó, cuando lo tuvo en sus manos y miró al doctor irse junto a su enfermera del brazo, alejándose de la epidemia hacia el puerto, hecho y cumplido ya con su trabajo, en paz en mente y espíritu, lleno de anécdotas para contar en las tertulias de café de la ciudad en largas noche de ocio y esparcimiento, luego de las también largas jornadas en el hospital donde contaría los mismos incidentes a sus colegas e intercalaría en sus conferencias y expondría como enseñanzas de vida a sus apesadumbrados pacientes. No cabía duda que iba a ser uno más entre los contadores de historias durante la próxima década en una ciudad joven que progresaba a pasos acelerados y gigantescos. Pero a Maximiliano de quedaba un traje usado, evidentemente inadecuado para pasearse como un caballero por cualquier calle de la vibrante ciudad, pero apto para sentirse distinto entre los otros que descenderían del barco. Un signo de distinción, que no haría más que demostrar la diferencia con que ya lo trataban los demás.

     Era verdad que había ayudado a salvar ciertas vidas, o quizá no hubiese hecho más que consolar con palabras vacías los cuerpos que no querían dejar que sus almas escapasen en medio de la nada, en una superficie sin tierra. El cuerpo exigía morir sobre tierra, sintiéndose huérfano sobre el agua o en el aire. Eso lo sabía Maximiliano con suma claridad. El agua transportaba los cuerpos, como había hecho con el hermano Aurelio; el aire acarreaba los gérmenes de enfermedades invisibles a los ojos humanos; la tierra, en cambio, recibía y abrigaba las fronteras del cuerpo, daba paz al alma, tranquila ya de dejar en buenas manos el recipiente que le había dado cobijo. ¿El alma, adónde va, entonces?, se preguntó Maximiliano. Miró al cielo diurno como respuesta, buscando la luna blanca como una nube perforada, deshilachada, un algodón usado y abandonado por una enfermera cansada apenas terminado su turno nocturno. Una enfermera que viera asomarse el sol por la ventana del cuarto donde ha estado cuidando a un paciente, y aún antes de que llegue su relevo, coloca la última inyección y arroja el algodón en alguna parte, sin darse cuenta. Y ese pedazo de algodón se escapaba por la ventana y subí al cielo, confundiéndose con la luna que se apagaba, la luna muerta del día, la mortaja de telarañas que la cubría mientras el sol empezaba a cumplir con su deber.

      La luna sobre la tarde de Buenos Aires no le respondió, porque apenas pudo hallarla. La desconocía así como ella aparentaba desconocerlo a él. Otra tierra es otro mundo. La memoria podía cambiarse, el pasado era tan poco importante, tan trivial que se volaba como el algodón ante un viento próspero. La ciudad era una evidente muestra del progreso, lo que dejaba detrás era polvo y humo. Maximiliano esperaba con ansia que así fuese, pero la futilidad de este concepto, de esta concepción de la vida le producía un dolor semejante a un pozo vacío que exigía ser llenado. Lo negro exigía lo blanco, lo hondo reclamaba lo alto. Todo volumen hueco debía ser completado. La física de los cuerpos respondía a la lógica positivista. Dios se hundía en los abismos, el cuerpo de Dios no flotaba como los barcos. Se hundía en el mar hasta el fondo de las simas a que llevaban sus huesos en torbellinos.

     Pronto, abandonaría la endeble superficie del mar, donde cada día y noche escuchó los llamados de los demonios. Entonces miró al viejo Roberto, tratando de ver la turbiedad de su ojo izquierdo, pero lo único que encontró fue una exquisita claridad, casi como si el sol de la media tarde refulgiese esplendorosamente en la pupila.

 

     Entre las tres y las seis de la tarde, los pasajeros de las cubiertas inferiores, los pasajeros sanos que nunca estuvieron en contacto con el tifus, desembarcaron en una larga y lenta fila, junto con valijas y baúles. Era tan evidente la deferencia entre ellos y aquellos hombres y mujeres, que no pudo más que pensar una blasfemia silenciosa en contra de Dios. Mientras los veía descender por la escalerilla con sus ropas cuidadas y limpias, sus valijas cargadas por sirvientes, las mujeres con sus peinados prolijos y sus joyas, los hombres con sus bastones y sus trajes, los perros llevados de la correa, los niños sonrientes y juguetones, aislados de la mísera mirada con que los enfermos de la popa los contemplaban, asomados al barandal. Buenos Aires no era ninguna utopía, simplemente otro mundo donde las mismas diferencias se conservarían intactas, los mismos crímenes y falsedades. El hombre no era capaz de inventar nada nuevo, se dijo Maximiliano, o más bien, se corrigió: no era capaz de tolerar cambios. La humanidad era una especie que únicamente sobrevivía al ver a mano los parangones de siempre.

     Buscó complicidad y comprensión en la cara de Elsa, pero ella continuaba sentada sobre su fardo, indiferente a lo que sucedía en el puerto. Sólo lo miraba de tanto en tanto, echándole una mirada ofuscada, o quizá fuese sólo agotamiento. Él sabía que ella estaba enojada porque había aceptado el traje de manos del doctor. Para ella era como una traición hacia la gente a la que había dedicado tiempo y cuidados. Desde entonces apenas le había dirigido la palabra. Ahora la miraba como un chico avergonzado, pero no era esa la palabra exacta. Se sentía orgulloso de lo que había hecho, y ningún traje podría quitarle lo logrado. Eso era lo que ella no comprendía. El vestirse bien y verse prolijo y limpio era casi una necesidad de su espíritu. No renegaba del barro ni del sudor, sólo valoraba lo bueno de la vida cuando llegaba a sus manos. Entonces se reconoció, por primera vez en mucho tiempo, parte de la familia del tío José. Cuánta diferencia podía ver en el orgullo del uniforme de marino y el traje que él ahora llevaba. Nada más que matices, sólo importaba la estampa que el traje le aportaba. Atrás había dejado la renuncia a los bienes y lujos terrenales. Cuando había tenido a Dios, éste lo era todo, alimento, ropa y plenitud espiritual, pero al perderlo, un vacío enorme se había creado a su alrededor, como si Dios fuese un pedazo de tela que de pronto se hubiese desgarrado y quedado prendido entre las ramas de un matorral, y él hubiese emergido desnudo y hambriento.

       Aspiró profundo el extraño aroma del río, orgulloso de soportar la hediondez de la superficie cubierta de pescados muertos. Se dio cuenta que había sido la llegada de ellos la causa de tal olor, al drenar las aguas residuales del barco. Desde los muelles echaban chorros de agua para limpiar el casco de la proa, cubierto de mugre. Era la suciedad de los enfermos la que invadía el puerto y quizá provocado la muerte de los peces. Y como una afirmación a sus pensamientos, vio ascender por otras escalerillas a varios soldados y policías, custodiando a hombres con guardapolvos.

      -¡Elsa! –gritó, pero cuando ella lo miró asustada, ya los hombres estaban en la cubierta, empujando y golpeando sin distinción a los que se les acercaban preguntando cuándo los dejarían desembarcar.

      Los soldados se abrieron paso entre la multitud de hombres y mujeres que se dieron cuenta que sólo atacando podrían defenderse de ellos. Alguien gritaba:

     -¡Alto, deténganse! –pero nadie sabía quién ni a quiénes se le ordenaba.

      Maximiliano agarró a Elsa de un brazo y la llevó hasta donde estaba su padre. Don Roberto se había parado y estaba siendo empujado hacia los policías que aparentemente pretendía juntarlos a todos contra la barandilla.

     -¡Papá! –llamaba Elsa, pero Maximiliano no la dejó ir sola en busca del viejo. Ambos se abrieron paso entre la gente que empujaba y los soldados que golpeaban. Todos iban en cualquier dirección, o por lo menos así parecía porque Maximiliano empujaba y retrocedía, era embestido de un lado y de otro. Escuchó que lo llamaban algunas mujeres que él había cuidado, sintió que lo agarraban de un brazo y de otro, pero él únicamente intentaba no perder de vista al viejo. Por un momento lo vio hundirse en la marea de gente, hasta creyó ver una mancha de sangre en su cabeza luego del golpe de un fusil. Entonces se dijo que no se perdonaría el dejar morir a Don Roberto. La vergüenza ante la mirada de Elsa sería insoportable, pero aún más lo era la idea de no saber qué sucedía en los ojos del viejo. Es verdad que era otro más que decía ver a Jesús, como el hermano Aurelio, otro loco visionario que se creía privilegiado, pero esta vez estaba Elsa y su amor, Elsa y su cuerpo. Y sobre este mundo de sentimientos y vergüenzas, estaba la lógica irrefutable de su razonamiento: si había más personas capaces de ver, con un ojo enfermo, a Dios personificado, por qué no él. No era que desease quedarse ciego para vislumbrar a Dios en la insondable oscuridad, sino el comprender, como un científico armado con las herramientas de la teología, las causas y los motivos de tal privilegio. Esto lo sabía desde el día que escapó del convento y fue a explorar, como en una selva en la que siempre hubiese vivido y en la que leyese por primera vez el significado de cada planta y animal, la enorme biblioteca del tío José.

 

 

 

*

 

 

 

Cuando todavía la tormenta no había amenguado, Maximiliano escapó del convento sin que nadie se diese cuenta de su huida. Como si la lluvia en lugar de amedrentarlo le hubiese servido de manto protector, de cortina velada, de muro irrompible tras el cual él escondía su corazón abierto, exponiéndolo a la lluvia para que se apagase el ardor que aún sentía luego de saber que el hermano Aurelio no era más que un esqueleto arrastrado por las aguas en camino al mar.

      ¿Por qué causa le dolía el corazón?, se preguntaba mientras corría bajo la lluvia, resbalando en el barro entre los montículos de tierra que él y sus compañeros habían levantado. Si no había hecho más que justicia por mano propia, no existía razón para sentirse apesadumbrado. Sin embargo, aboliendo la vida de aquel muchacho jactancioso que se creía privilegiado por Dios había creído a la vez apagar una luz, cerrar un párpado más grande que el de un ojo de un hombre normal. El hermano Aurelio se había atrevido a morir casi en la misma posición de Jesucristo, pero en una cruz que yacía sobre la tierra. ¿Quería decir esto que él había matado, como un soldado romano, a Cristo una vez más?

      Si Dios estaba dispuesto a servirse de un cuerpo y una mente enferma como la del hermano Aurelio, quería decir que Dios estaba comenzando a mostrar sus harapos. Sexo y Dios, hombres y mujeres, hombres entre hombres mostrando su lascivia, restregándose los cuerpos en camas con crucifijos y rosarios junto a espejos y aroma a incienso.

      Maximiliano sentía ardor en el corazón, pero su boca estaba seca y su garganta sedienta. Se paró en medio de la lluvia y abrió la boca, dejando que el agua entrase y lo ahogara. Pero como siempre, tuvo miedo de morir, tosió y se arrodilló en el barro, se arrancó la sotana y comenzó a masturbarse. Y cuando acabó sintió la viscosidad de su semen mezclado con sangre. Supo que se había lastimado, y así estaba bien, era lo correcto. Si alguna vez se había castigado la espalda, resultaba razonable que ahora castigara el órgano que ardía casi tanto como su corazón. Se dejó caer en el suelo, sintiendo la lluvia en su espalda, la tierra en la boca con un sabor extrañamente semejante al del jardín del tío José en los días previos a la primavera. Lluvia y sol se mezclaban con una curiosa perspectiva de reconciliación, como si el recuerdo atenuara las diferencias, con el solo fin de hacerlo ver, descubrir, revelar a su propia mente acontecimientos que habría deseado mantener en las sombras del olvido.

      El olor a semen le traía recuerdos de prostíbulos visitados por él con el tío, que lo empujaba y lo aporreaba con el rebenque para que se animase de una vez con las putas. Las dos primeras veces había entrado con él en cuarto, y le había dicho a la puta cómo tenía que estimular al muchacho, incluso él mismo lo había hecho. Maximiliano sentía la mano del tío tocándolo, frotándolo hasta que estaba preparado para penetrar a la mujer que esperaba en la cama, con las piernas abiertas y su abismo caliente dispuesto a recibirlo como si del último camino del mundo se tratase. El mejor y último camino que cualquier hombre estaría dispuesto a recorrer antes de morir. Y recordaba el rebenque del tío José golpeándole las nalgas mientras él la penetraba, dándose cuenta que los golpes lo excitaban aún más. El tío sabía lo que hacía, y cada vez que Maximiliano acababa, sentí dolor y agradecimiento, sonriendo al tío José que lo miraba y acariciaba las tetas de la puta, tocándose con inútil fuerza su entrepierna.

    Y cuando se iban juntos, el tío lo abrazaba, ebrio, inestable su marcha por las calles de Cádiz, hasta la casa. Entonces Maximiliano lo ayudaba a desnudarse y lo dejaba en su cama, cubierto con una sábana, para irse después a su propia habitación. Allí se sacaba la ropa, tocaba el semen seco en su piel, y se dormía, pensando en el placer que había ayudado a dar al tío José, el bondadoso tío José que había estado dispuesto a cobijarlo y criarlo como a un hijo cuando sus padres murieron.

     El tío José como padre y madre al mismo tiempo. El viejo tío, como un Dios impotente, yacía en el barro junto a él, compartiendo su crimen contra con los curas afeminados, pero recriminándole la huida, llamándolo marica de mierda. Maximiliano sabía que todo era cuerpo y fluidos, que el hombre estaba hecho de huesos y carne que se pudre. Que el mismo Jesucristo era un esqueleto cuyo cráneo posee dos órbitas huecas, capaz de reflotar si el agua de lluvia, como esta noche, inundaba su tumba. Por eso Dios tuvo la inteligencia suficiente para llevar al cuerpo de su hijo hacia el mar, para protegerlo de los gusanos de la muerte.

      La tumba de Cristo es el mar.

      Entonces Maximiliano levantó la cabeza del barro, como si de pronto hubiese visto o sabido algo tan evidente que lo sorprendía no haberse dado cuenta antes. Un hijo sepultaba a su padre, no un padre a su hijo. Cuando éste moría antes, la vida del padre era una muerte en vida. Por eso Dios se deshacía de sus propios huesos y los arrojaba al mar, a la tumba del hijo atrapado en torbellinos, en simas profundas inundadas de agua, agujeros negros que absorbían toda luz y sonido, tiempo y espacio. Oscuridad, silencio, y una risa estentórea fluyendo desde alguna parte o desde ninguna. Tal vez desde la memoria, el infierno de los hombres.

     

     Por eso no recordaba, como una bendición distorsionada y cruel de un dios menor y burlón, cómo era que llegó a la casa. No tenía memoria de haberse levantado por sus propias fuerzas ni que alguien más lo encontrara y lo recogiera, reconociéndolo y llevándolo hasta la casa donde no hacía mucho tiempo había vivido con el tío José. Tampoco sabía cuántos días pasaron, ni cuánto duraron los lapsos de conciencia que le llegaban como breves estallidos brumosos entre esa niebla espesa llamada olvido. La imagen de la fachada de la casa en medio de la noche, iluminada por relámpagos, las ventanas iluminadas desde adentro, dejando entrever las figuras de las sirvientas del tío. A esas horas ellas debían estar durmiendo, así que no era posible que su recuerdo fuese real. Pero Maximiliano ya sabía que los sueños a veces también podían ser tan reales como la como vigilia, porque son parte de ella.

      ¿Pero quién lo rescató y lo cargó hasta el frente de la casa? O quizá ni siquiera fue llevado en andas, sino en brazos, y su cabeza se balanceara sobre el brazo de algún hombre fuerte. Y fue entonces que recordó aquel olor, el aroma a tabaco del tío. Era éste tan penetrante, que perduraba en la ropa a pesar de los continuos lavados, en los muebles y alfombras, hasta su piel olía eternamente a tabaco. Era frecuente que le preguntaran dónde lo conseguía, pero él siempre prefería evadir una respuesta concreta, fuera por hacerse el misterioso o porque no veía razón para dar una contestación inútil para quien preguntaba. Sólo quien hubiese visitado los mismos lugares del mundo que el tío José habría sabido de qué sitio, calle, esquina y tabaquería él hablaba. Así que se limitaba a decir que en Cuba, Puerto Rico o en las Filipinas, cualquier lugar exótico, relacionado siempre con noches sórdidas, mujeres de la calle y el aroma inconfundible de la humedad y de la sangre.

      Ahora sabía quién lo había encontrado. El tío José debía estar por allí, quizá él mismo había llegado hasta cerca de la casa en medio de la fiebre, desnudo como estaba y empapado de lluvia y sudor. La cabeza le palpitaba y los ojos le ardían, y fue el tío el que lo levantó en brazos- estaba seguro, podía oler el aroma del tabaco aún ahora, en cama y cubierto con sábanas y mantas cálidas-, y lo llevó hasta su cuarto, mientras las sirvientas preguntaban qué le había pasado al pequeño Maximiliano, para las que nunca dejaría de ser un niño.

       Ellas iban y venían desde la cocina y el baño, trayendo toallas secas y calientes, palanganas de agua cálida para lavar el barro que se había metido entre los dedos de sus manos y pies, en las orejas, impregnando de suciedad la blanca piel del consentido.

      Recordaba ya, gracias a la piedad con que la memoria se honra a sí misma de vez en cuando, que fueron los rostros de las dos viejas sirvientas las que lo calmaron cuando él abrió los ojos y no veía más que el cielo raso frío y muerto, donde las lámparas colgantes eran soles nocturnos sin calor, y cuando giraba la cabeza allí veía las mesitas de luz llenas de frascos de remedios, vasos de agua y recipientes con sales y especias. Habían recurrido a toda posible artimaña casera para aliviarlo a él y a su fiebre, pero no pensó la causa por la cual no habían llamado a un médico.

      Fueron, entonces, las caras de las sirvientas las que lo consolaron al principio, y el aroma a tabaco del tío, que representaba su presencia por más que él no viera su rostro.

     -Tío…-recuerda haber dicho entre gemidos de su garganta seca. Aquel a quien llamaba se mantenía fuera de su visión, no así su voz, que daba órdenes con un tono carente de ofuscación o enojo. La voz del tío era dulce, por lo menos él así lo escuchaba en su estado febril, suave pero firme, diciendo cosas que no entendía, pero que sonaban como consuelos dirigidos especialmente a él, únicamente a su sobrino Maximiliano.

     Y cuando habían pasado muchos minutos o muchas horas, quizá días con soles que no había visto o confundió con los soles nocturnos de las intensas lámparas colgantes, las sirvientas dejaron de hacer sombras a su alrededor, abandonaron su cuchicheo y sus lágrimas en la habitación, -apagándose uno, secándose las otras,- y se retiraron a sus dormitorios para descansar.

     -Vayan a dormir, yo lo cuidaré.

     Esto lo había escuchado claramente, y ya no tuvo miedo a que el tío José lo golpeara ni le reprochara su conducta. El viejo tenía miedo, él lo sabía y se daba cuenta en el temblor de las callosas manos cálidas que comenzaron a tocarlo cuando las mujeres cerraron la puerta de la habitación. Las manos se apoyaron en el pecho de Maximiliano, y él abrió los párpados y vio por primera vez desde que se habían separado en el convento, la cara cetrina, más delgada ahora, de barba más larga, sin anteojos, despeinado y sudoroso cuando le tocaba el pecho para retirar, lentamente, las sábanas humedecidas.

     -Creí que estabas muerto allá afuera…-dijo el viejo.

      Siguió acariciándolo como a un chico, Maximiliano se sentía bien, bendecido por el tiempo y su constancia, dispuesto a  disfrutar de los resultados de sus largas plegarias rogando por el cariño del tío José, del cual no dudaba, pero menguado y ensombrecido desde que era pequeño por sus maneras rígidas. El viejo lo acariciaba como no lo había hecho en todos esos años, tal vez se apiadara de él y sus sufrimientos, no sabía la razón pero era agradable abandonarse a la noche en manos del descanso que el tío le ofrecía.

      Muy lentamente se adormeció, y por ello el sobresalto se le hizo mayor al despertar con un escalofrío. Se sintió sin sábanas ni mantas, pero alguien le frotaba la piel para calentarlo. Levantó un poco la cabeza y vio al tío con la boca en su entrepierna, y Maximiliano se dio cuenta de su erección, pero nada hizo ni se dispuso a hacer. El viejo sólo se dio cuenta cuando él puso su mano derecha sobre la cabeza del tío, tirándole del cabello, intentando apartarlo sin demasiada convicción. Quién sabe cuánto tiempo llevaba haciendo eso, porque se dio cuenta que su placer llegaba al clímax muy pronto y su semen se escurría en la boca del tío.

      El viejo levantó la mirada, se apartó un poco y se limpió los labios con una mano. Con esa misma mano, se acercó a la cara de su sobrino y le cerró los párpados. Dijo algo que Maximiliano no entendió,  algo que sonó como una obscenidad parecida a la que le había enseñado a decir a las prostitutas. Luego sintió el cuerpo pesado y de ropas mojadas acostarse junto a él, agitado, vencido.

      Maximiliano lo miró de costado por un segundo, y vio más en ese instante que en todos aquellos años de convivencia: la deplorable arruga de la ira en su mentón, la cicatriz del desvelo en sus ojos, el barro de su tristeza manchándole la cara.

 

 

 

*

 

 

 

Logró agarrar al viejo Roberto de un brazo, justo cuando un grupo de soldados empezaba a acercarse hasta donde estaba, aporreando sin mirar a quien porque todos eran rebeldes y enfermos, todos vagabundos viciosos que venían a América a infestar con su mugre y sus enfermedades la tierra del imponderable progreso. Maximiliano vio de lejos las cachiporras balanceándose como imaginó que mucho tiempo antes lo harían las lanzas en alguna vieja guerra, como también debían estar haciéndolo las escopetas en las guerras del actual mundo.

     Hombres con armas y hombres sin armas. Así se dividía el mundo, desde siempre. Por eso vio el esqueleto enclenque del viejo Roberto, de pronto indefenso y más débil ahora que podía compararlo con gente más sana que aquella con la que había estado viviendo los últimos meses. Hombres fornidos y fuertes frente al cuerpo esmirriado del viejo. Entonces pensó que él mismo debía verse extremadamente delgado, y comprobó que sus pulmones ya no resistirían mucho más aquel ajetreo, las peleas por lograr o huir hacia algún sitio que no encontraba. Bajar del barco, tal vez, pero hacia dónde. En el puerto encontraría más soldados, y probablemente la cárcel, o quizá algo peor, la muerte en manos de alguna cachiporra mal empleada en manos de algún policía inexperto o iracundo, o de alguna bala perdida, o simplemente aplastado por la muchedumbre que amenazaba con desbordarse del barco y caer a empellones por la débil escalerilla hasta el muelle.

      Pero pudo sujetarlo, primero estirándose con mucho esfuerzo, luchando contra los cuerpos que se interponían, de soldados, policías o de los mismos hombres, mujeres y niños que peleaban por embestir y huir al mismo tiempo. Escuchó gritos y órdenes de alguien que intentaba calmarlos:

     -¡Deben quedarse quietos, por favor, mantengan la calma! ¡Bajen despacio, no queremos lastimar a nadie!

      Muchos respondieron al mismo tiempo, pero Maximiliano no les prestó atención ni a ellos ni a las voces que desde el puerto gritaban a través de los megáfonos. Eran más de las seis de la tarde y el sol se estaba ocultando detrás de la ciudad. Pensó, en una breve analogía totalmente ajena a sus actos, que el sol chocaría y se destruiría contra la tierra, porque en su tierra natal y durante todo el largo viaje, el sol se ocultaba siempre sumergiéndose en el mar, apagándose como quien apaga una fogata echando pequeños chorros de agua, deleitándose con el humo y la fascinante lucha de los elementos. La parte inferior de la esfera del sol tocaba tierra, y en lugar de verlo reflejado en la pulida superficie del agua, transformándolo en un reflejo de lo que había sido, sin calor ni realidad, pero con la grácil ilusión de los espejos, lo veía cortado en tajadas, como un enorme horma devorada rápidamente por comensales ávidos de queso y vino.

     De la otra mano sujetaba a Elsa, que a pesar de toda la fortaleza que había demostrado aquel último tiempo, ahora se dejaba llevar por cualquier leve empujón.

     -¡No te sueltes, mi amor! –dijo él, sin darse cuente cómo esas palabras surgían tan espontáneamente que no había tenido tiempo de impedirles salir. Miró a su lado, un poco atrás, donde ella estaba, vio sus ojos observándolo como si fuese la única persona en ese momento. Solo, luchando con la nada como un payaso o un mimo. Empujando un viento inexistente, arrastrándola contra una marea que ella no pareció ver durante algunos segundos después de oírlo gritar aquello.

      Entonces él se detuvo lo suficiente para que ella llegase a su lado y  pasó su brazo izquierdo por encima de los hombros de Elsa, y continuó luego caminando con ella al lado, protegiéndola, apretándola contra cu cuerpo como si fuese un tesoro y un escudo al mismo tiempo. De la propia debilidad surgía la fuerza, y así como dos eran más que uno, supo que tampoco debía dejar a Don Roberto, que amenazaba con soltarse.

      Había llegado al embudo que representaba la salida por la escalerilla de descenso. El viejo estaba agarrado a su brazo pero dos o tres personas, siempre cambiantes, le impedían acercarse más. Maximiliano temía que se cansase y se soltara, pero pronto alcanzaron el primer escalón. Se dio cuenta que el viejo estaba ya sobre el peldaño, antes que él y Elsa. Un policía trataba de impedirles bajar, pero la multitud lo había derribado y varios jóvenes lo mantenían sobre el piso y lo golpeaban. Los soldados que estaban en la cubierta intentaban con inutilidad mantenerlos en la proa. Nadie había dado orden de disparar, gracias al cielo, se dijo Maximiliano. Habría heridos por golpes, pero las autoridades de la aduano de Buenos Aires habían decidido evitar una carnicería mayor.

      Don Roberto miró atrás y los vio. Maximiliano contempló con azoramiento esa mirada turbia y confundida, tan obtusa y perdida bajo el cielo nítidamente claro pero envejecido de aquel domingo sobre el puerto. El ojo izquierdo del viejo brillaba, podía asegurarlo, y entonces no pudo más que embestir con todo su peso y el de Elsa sobre los imbéciles que se metían en el medio y acercarse al viejo para rescatarlo. Porque Don Roberto Aranguren estaba siendo arrastrado hacia un lugar que no conocía y del cual tenía mucho miedo. Era una mirada que él contemplaba otra vez, pero que recién ahora reconocía, lo conmovía como un lugar que jamás creía que alguna vez iba a extrañar. La nostalgia que llegaba inesperadamente, la melancolía no deseada pero imperecedera en su diáfana certidumbre.

     -¡Roberto, agárrese fuerte!

     -¡Papá! –gritó Elsa, llorando, conmovida por el temblor de los brazos de Maximiliano.

     Y los tres bajaron peldaño tras peldaño la endeble escalerilla que a cada paso los amenazaba con dejarlos caer al agua entre el muelle y el barco, para atraparlos antes de llegar al nuevo continente. Porque no habrían llegado hasta no pisar la tierra escondida bajo los adoquines del puerto, no habrían arribado realmente sino cuando la suela de sus botas o zapatos, gastadas por el trabajo y el tiempo, se impregnaba con el barro de una tierra desconocida.

      Desconocida por virgen para las dos terceras partes de la población del mundo, por cruel en su misterio de destino soñado y nunca cumplido, por la bondad prometida y la esperanza abortada, por la amplitud de su horizonte contrastando con la estrechez de sus refugios. América era tan grande que no cabía en sus ojos, tan extraña que no podía concebirla su imaginación.

     Los tres, finalmente, pisaron Buenos Aires, y los recibió el griterío de megáfonos desde la aduana, el vaho intenso a pescado desde los botes del muelle, la humedad naciente que aún quedaba latente desde el frío crepúsculo.

     Todo esto fue tan fuerte para ellos, que no pudieron más que detenerse en sus pasos hasta entonces firmes, como asustados, y casi arrepentidos de su suerte.

 

     Había muchos edificios y galpones rodeando el puerto, ninguno tenía carteles así que no sabían a dónde dirigirse. Los que bajaron antes eran empujados por la policía hacia un lugar muy grande, de puertas altas y techos con frisos de estilo grecorromano. Buenos Aires tenía esa inmensidad casi incongruente de las ciudades modernas, pero sobre todo a esa hora del anochecer  la ciudad comenzaba a adquirir un tinte frío y desolado, tan triste y amargo como nunca ninguno de los tres había sentido antes en ninguna parte.

      Cádiz era una ciudadela antigua y enorme, y Maximiliano estaba acostumbrado a las callejas estrechas y las viejas casas, pero aquí, en Buenos Aires, el clima parecía dominar no sólo el ánimo de sus habitantes, sino haber embebido de humedad las paredes de cada casa. Las dársenas, el edificio de la aduana, las grúas que en ese momento estaban descargando grandes cajas de los barcos anclados, los adoquines prolijamente distribuidos formando arcadas que debían formar algún dibujo coherente para quien pudiese observarlos desde la altura, los recientes automóviles que repiqueteaban y tronaban con sus motores, los carros a sangre cuyas ruedas chirriaban detrás de caballos que dejaban su bosta para que el aire enrarecido la perpetuara durante muchos días sobre las calles. Más lejos, hacia la izquierda, oyeron el llamado de una locomotora que se acercaba con sus vagones de carga. El humo eclipsaba la poca luz que aún persistía, como a regañadientes, ansiosa por irse luego de aquel domingo intenso de sol y muchedumbre. Porque el sol era como un dios urbano que contemplaba la vida ajetreada de los habitantes, y sin decir nada en contra ni a favor, dejaba que ellos supiesen de su presencia vigilante, como una conciencia severa pero a la vez conciliatoria. Más bien el día, la luz diurna, que el sol representaba como un rey que ya no gobierna pero sigue en su puesto como un símbolo de una vieja y caduca forma de vida. Lo caduco podía serlo siempre sin pasar nunca al estado de degradación, un estado definido por la circunstancia, por ello la monarquía del sol sobre las ciudades era una alegoría que cada hombre y mujer necesitaba para organizar su vida. La vigilancia de su conciencia diurna, y la liberación de los instintos durante las noches ciudadanas.

     En las oficinas de la aduana vieron por primera vez los carteles y los adornos que anunciaban los festejos de aquel año por el centenario de la independencia. Los salones parecían haber sido recientemente remodelados, los mosaicos encerados por donde corrían los carritos que hombres de camisa blanca y pantalones negros, gruesos, llevaban, uno empujando de atrás, otros dos arrastrando con ganchos y poleas.

     Tras un mostrador alto, había muchos empleados con guardapolvos grises, antejos y gorras. Casi ninguno estaba quieto por mucho tiempo, iban y venían con paquetes y encomiendas, dando gritos a pesar de estar muy cerca entre sí. El ruido era, sin embargo, demasiado fuerte para que no lo hicieran, no sólo por sus propias voces sino por las maquinaras de afuera, las máquinas registradoras en el interior, el clásico timbre de la campanilla que anunciaba el pago de los impuestos y tributos requeridos.

     Maximiliano se preguntó en qué oficina les correspondía anunciarse, y si se trataba del edificio correcto. A ambos lados tenía a  Elsa y a don Roberto, que miraban perplejos la altura de  los techos, el enjambre de hombres y mujeres que pasaban por su lado. Ellos venían del campo, de un pueblo montañés, y era muy difícil que alguno de los dos hubiese visitado una ciudad como esa alguna vez.

     Los policías los habían dejado entrar sin empujarlos, y vio en su mirada un cierto recelo por aquella mansedumbre. ¿Se habría equivocado al intentar registrarse voluntariamente? Había escuchado advertencias de la gente del barco antes de atracar sobre que los dejarían en cuarentena también en tierra, pero él no lo creía posible. Para eso había médicos en la aduana, para corroborar su estado y darles vía libre para entrar a la ciudad. Si las autoridades veían que se presentaban pacíficamente y con la documentación en regla, no debía haber problemas. No había hablado mucho de eso con Elsa, pero con lo poco que ella dijo le dio a entender que ambos tenían los papeles en regla.

      Miró a su alrededor a muchos de los sobrevivientes del tifus con sus familias, siendo aporreados y empujados hacia una zona donde la policía los arracimaba para llevarlos a la cárcel. Reconoció sentirse como Pedro el apóstol cuando le preguntaron tres veces si conocía al prisionero Jesucristo. Tenía miedo, esa era la verdad. El lugar, la inmensidad de aquella ciudad desconocida, de la que había visto nada más que la boca de entrada, lo intimidaba. Era, quizá, el rechazo y la malquerencia lo que presentía, o veía en realidad con toda claridad, no únicamente en los golpes con que los recibían, sino en las caras de los empleados de aquellas oficinas.

      Esa misma expresión que ahora veía en primer plano, intensificada por la voz y el tono desconcertante, con que un hombre alto les exigía con brusquedad, con latente desconfianza y un enorme hartazgo en el fondo de los ojos:

     -¡Documentos! – mientras sostenía una lapicera en la mano derecha y una lista en la izquierda. Miraba su aspecto y sus ropas con fijeza, alternativamente, pero hablándole en especial  Maximiliano.

      Él buscó en los bolsillos de su traje. Elsa le entregó los papeles de don Roberto y de ella directamente al policía. Maximiliano seguía buscando, cada segundo más inquieto por la mirada que el oficial le echaba de reojo mientras revisaba los otros papeles. Fue recién después de varios minutos de buscar infructuosamente cuando recordó que había dejado su pasaporte en el bolso ahora extraviado en medio de la pelea sobre cubierta. Ya había pasado el tiempo suficiente, parecía decirle el policía, acostumbrado a los trucos y manejos de los inmigrantes.

      Elsa se agarró a su brazo, mientras le preguntaba qué sucedía.

     -Los dejé en el bolso- dijo él, simplemente, mirando hacia el barco lejano y viejo, allá afuera, detrás de las ventanas del edificio de oficinas, como un recuerdo ya irrecuperable, hasta casi irreal. Lo único verdadero ahora era esa ciudad en la que resultaba un extraño, alguien que había perdido su identidad, y se dijo a sí mismo, como descubriendo y sorprendiéndose de sus propias estratagemas inconscientes, que eso, tal vez era lo mejor que le podría haber sucedido. Perder su identidad era perder su pasado, dejando atrás lo que debía ser olvidado para siempre, y el barco y el mar habían sido los instrumentos adecuados. Pero de inmediato imaginó la luna pálida aún sobreviviendo a plena luz del día, ya tomando fuerza a final del domingo, y recordó los demonios del mar alimentándose con los huesos de Dios. Todo parecía confabularse para dirigirlo hacia un destino, hacia un fin determinado que no conocía, y allí estaba el agua para borrar el pasado como borra las huellas de los hombres al arrastrar cadáveres, o consumir los huesos sumergidos a lo largo de los años. Cada día era un nuevo comienzo, una recomposición de su mente y su conciencia, persistiendo únicamente una duda, una inquietud que parecía ser inconciliable con cualquier clase de respuesta o satisfacción.

     Al principio y al final estaba Dios. En el medio nada, sólo una multitud de caminos que debería recorrer al mismo tiempo. Sólo los puntos extremos de su vida eran claros, uno y otro metas y puntos de salida simultáneos, intercambiables. Era él un nadador que recorría y recorrería eternamente una pileta de natación a lo largo de todo su largo, ida y vuelta. Nada más que en esta idea yacía su seguridad, sino de la salvación, sí de la inmortalidad de su alma. No morir, eso era lo principal, el basamento más profundo, la mínima porción de raíz que le quedaba de su fe consumida por el fuego de la culpa y de la duda, desmoronada sobre un lecho de cenizas entre las que nada podría rescatar. Si Dios era capaz de morir como lo había hecho, y sin embargo el mundo continuaba fluctuando en sus múltiples planos más eternos que el mismo universo primordial del que tanto hablaba su religión.

     Entonces, como un condenado a cadena perpetua, contestó a la última, descortés y perentoria orden del policía.

      -Los he perdido.

      Elsa salió en su defensa, nerviosa, mirando a uno y otro, buscando al mismo tiempo en su ropa y las pocas cosas que había salvado del barco.

     -¿Estás seguro, buscaste bien? Mira que este traje no es tuyo y no estás acostumbrado, tal vez lo pusiste en algún bolsillo interno.-Y se puso a buscar en la chaqueta, dándose cuenta que de nada serviría, haciendo tiempo en espera de algo mejor, y sabiendo que acababa de cometer una equivocación trivial, pero que podría empeorar las cosas.

     -¿Cómo que el traje no es suyo? –preguntó el oficial con sarcasmo, y se veía la satisfacción y el hartazgo que le provocaban encontrar a uno de los que en la aduana acostumbraban a llamar indeseables.

     -Se lo regaló el médico de a bordo- intervino Elsa, pero ya era tarde para rectificaciones.

     El policía agarró a Maximiliano de un brazo y lo llevó consigo atravesando el salón hacia una puerta del fondo. Dos o tres policías más se le sumaron, pero Elsa ya no sabía a quién recurrir. Todos le parecían ogros que estaban allí para arrestarlos. Su fuerza, la que había obtenido curtiendo su cuerpo y su espíritu con el trabajo rudo de la montaña, había amenguado, sumiéndose en una timidez dominada por el miedo. Se puso a lagrimear, mientras iba de un oficial a otro, diciendo:

      -¡No, por favor! ¡Déjennos buscar en el barco otra vez!- Y al decirlo, se daba cuenta de su ingenuidad, de esa especie de actuación premeditada que surgió de algún lugar de su personalidad, y que podría llamarse artimaña de mujer o lastimoso ruego de indigente. Sabía lo que ellos eran en esa ciudad, simples perros dependientes de la piedad de los amos del lugar.

      Y cuando se llevaron a Maximiliano tras la puerta de la última oficina, viéndolo desaparecer detrás de los cuerpos uniformados, ensombrecido el cuerpo de Maximiliano por la sombra de aquella oficina en la cual no llegan las luces del salón principal, ni la declinante luz del día, ni los vapores del barco o los gritos de ruego que ella estaba dando, escuchó la única pregunta que esperaba recibir desde el principio, desde el mismo instante en que salió en su defensa, y quizá desde antes, cuando el barco estaba atracando en el puerto, y ellos dos, extraños sin relación alguna, llegaban juntos, unidos más por el pavor de la común incertidumbre que por cualquier clase de amor que estuviese naciendo entre ambos.

     -¿Y usted qué es del señor?

      Elsa miró los altos techos del edificio de la Aduana, miró a su padre, sentado en un banco de madera, contemplando absorto y perdido a su alrededor, miró sus manos sin ningún anillo, sólo sus dedos de piel cortajeada y sus uñas rotas. Sin miedo, respondió:

     -Soy su mujer.

     Sabía que buscarían en sus documentos, que comprobarían la veracidad o no de su argumento, pero hasta que corroboraran la mentira, la dejarían esperar por él, acompañarlo y saber qué sería de Maximiliano.

      Esperó muchas horas junto a su padre, sentados en el mismo banco de madera, con sus pertenencias esparcidas en el suelo luego de que los empleados de la aduana las revisaran sin cuidado y bruscamente. No encontraron nada más que ropa sucia, la cual requisaron para quemar por riesgo de infección. Así que se quedaron sin nada, sólo sus papeles, sus billeteras con pesetas que de nada les serviría hasta no cambiarlas en la ciudad, y la angustia que vestían como una ropa gastada y execrable.

     A las dos de la mañana, y luego de ver salir y entrar oficiales y civiles por la misma puerta del fondo, Maximiliano apareció acompañado por dos policías de cada lado. Los tres fueron hacia donde ella estaba. Uno de ellos, dijo:

     -Señora Méndez Iribarne, su marido, usted y su padre quedarán en cuarentena en el hospital. Agradezca al juez, es esto o la cárcel para su marido. Acá queremos gente que trabaje, no ladrones…

     Elsa miró a Maximiliano sin entender del todo por qué lo llamaban así, pero también se daba cuenta que cuarenta días no eran nada más que la prolongación del mismo suplicio al que ya estaba acostumbrada. No recordaba a quién se lo había escuchado decir, pero se consoló pensando que un infierno conocido es mejor que ser extranjero en el paraíso.

 

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