jueves, 21 de diciembre de 2023

La luna sobre el Atlántico (Capítulo 19)

 

TREPANACIONES Y AMPUTACIONES

  



Esta vez no fue el mar, sino el río. Un río mucho más extenso de lo que hubiera imaginado si se hubiese puesto a pensar en el viaje que había emprendido. Si bien el trayecto por el océano había sido extenso, muchas veces insoportable, todo lo que sucedía en el barco lo llevó a hacer que el tiempo se hiciese casi imperceptible durante las últimas semanas. Su enfermedad, la fiebre y el conocimiento de Elsa y su padre habían sido cosas demasiado intensas para que no lo asombraran y ocupasen todos sus pensamientos. Así, el tiempo pasó mucho más rápido que las largas millas de agua y más agua hasta el continente que lo aguardaba.

      Pero el río era otra cosa. Una especie de víbora inmensamente larga que se escabullía entre los densos matorrales de las orillas, y recién encontraba en los primeros kilómetros de la desembocadura, atravesando el delta en que se abría otro río mucho más ancho y extraño, un mar de agua dulce que llamaban Río de la Plata. Un río que no comprendía del todo y que aceptaba las aguas de otros ríos que nacían cientos de kilómetros al norte, no de montañas como era común en su tierra natal, sino de llanuras elevadas, hastiadas de vegetación de todos colores, densas como la selva, repleta de animales salvajes, de mosquitos, de enfermedades, de traficantes, en fin de muertes de diversas formas.

     Había preguntado por la región de los indios a los que debía hallar. Se había presentado al capitán como un seminarista jesuita que venía en misión de ayuda evangélica. El capitán, un argentino viejo, viril aún a esa edad avanzada, de hombros anchos, pecho fuerte y vello espeso que en esa tarde ayudaba a cargar provisiones a su escasa tripulación, lo había mirado de forma extraña. Escupió el cigarrillo al agua calma de la orilla del muelle, y lo interrogó con la mirada, adivinando Maximiliano el comentario silencioso: los tiempos de la evangelización ya habían pasado mucho antes. El silencio, sin embargo, se rompió con la voz agreste del capitán.

     -Ahora los indios se mueren de hambre, pero no dejan de comprar armas a los traficantes. Se matan entre ellos mientras practican brujerías. Las iglesias antiguas se han venido abajo. Son promiscuos, sabe, joven, y cuando se trata de mujeres matan por los menos a la mitad cuando nacen. Los he visto, créame, las meten en el río y las ahogan. Después las envuelven en hojas de palmeras y dejan que los cuerpecitos se vayan con la corriente.

     Luego, el viejo miró al compañero de Maximiliano. Era otro viejo como él, pero más débil, alto y encorvado. Don Roberto parecía oler el aire del río, la humedad eterna invadiendo la madera del pequeño barco, el sonido de las hojas de las orillas movidas por el viento, los gritos de los hombres del muelle, los ladridos de los perros, y hasta el siseo de las serpientes que podía escucharse claramente cuando el rumor del agua  disminuía por la tarde temprana, después del mediodía. Maximiliano no sabía hasta qué punto la ceguera de Don Roberto era completa. Era de suponerse que sólo era del ojo izquierdo, pero con el tiempo en el lazareto había observado que había empezado a ver mal también del lado derecho, o por lo menos eso era lo que el anciano decía y él había observado en la mirada vidriosa y perdida de ambos globos oculares. Se dio cuenta de cómo el capitán los observaba, preguntándose quizá la razón de que un seminarista fuese en viaje de evangelización a la selva del litoral acompañado por un viejo que no parecía valerse por sí mismo. Entonces encontró en esto el motivo más plausible para dar a la situación la apariencia más conveniente.

     -Este es mi padre, capitán, estamos los dos solos en el mundo. No podía abandonarlo en manos de extraños. Además, él no me habría perdonado que lo dejase solo en la ciudad.

     El capitán afirmó con la cabeza, desentendiéndose al fin de aquella conversación y volviendo a las tareas que lo requerían, es decir la carga de mercancías para vender y repartir en los diferentes pueblos y ciudades a orillas del río Paraná, y la preparación del barco. Partirían en dos horas a lo sumo, cerca de las cuatro de la tarde.  Maximiliano y Don Roberto estaban sentados en unas sillas de cuero roto que el capitán les había ofrecido por ser dos pasajeros, si no pudientes desde el punto de vista económico, sí respetables por su autoridad eclesiástica y humana. Era un barco de carga, donde había únicamente dos o tres camarotes para transportar pasajeros. Cuando Maximiliano llegó a aquel muelle del delta luego de recorrer la ciudad de Buenos Aires hacia el sur, buscar transporte por extensos campos donde vacas y caballos pastaban a los lados del camino, preguntar cientos de veces por los contactos que Valverde le había indicado cuidadosamente en un papel que llevaba en el bolsillo interno del saco de su traje, el mismo que el médico del barco le había regalado, sintió que había pasado más penurias y tiempo que todo el viaje por mar. Pero únicamente se trataba del principio de un viaje que, lo sabía muy bien, sería más peligroso y difícil porque estaba en sus manos inexpertas el no extraviarse. Era joven y nunca había salido de los límites de la ciudad de Cádiz en toda su vida, y luego de salir de ella, sólo conocía un barco que no hizo más que conducirlo en una dirección determinada. Nada tuvo que decidir en todo aquel trayecto, ni que reflexionar o deducir. Sus decisiones habían sido sólo personales, como si hubiese estado en una celda durante toda su vida, y ahora se trataba de decidir ante el mundo que no conocía, un espacio que era mucho más amplio, intrigante y extraño, desde el clima hasta las personas que lo habitaban, sin hablar de las comidas, las costumbres, el acento de un idioma que era el suyo y a la vez no lo era.

     En todo esto pensaba mientras veía, allí sentado en la cubierta, con sus pocas pertenencias ya guardadas en el camarote que ambos compartían, el ir y venir de los marineros subiendo y bajando cajas y bolsas por la rampa de madera que unía el barco con el muelle. Escuchaba los gritos y los insultos que no lo perturbaban porque casi no comprendía su significado, observaba los cuerpos fornidos de los hombres y su jeringoza indescifrable de tatuajes y gestos obscenos. El capitán los recriminaba de vez en cuando, y aunque él no lo veía, en el tono de su reprimenda comprendía que se refería a la presencia de ambos pasajeros que el viejo consideraba especiales. No eran viajantes de comercio, ni mujeres de la vida, ni chicos que iban a una escuela de provincia alejada a varios kilómetros río arriba. Eran un seminarista y su anciano padre, de origen español, de la Madre Patria como lo escuchó decir al presentarse ese mismo día más temprano.

     Maximiliano recordó, sin embargo, mientras caía el sol de la tarde, escondiéndose abruptamente tras los matorrales de árboles inmensos, que entremezclaban sus ramas en múltiples abrazos que adivinaba imposibles de romper, provocando una sombra prematura y fresca sobre el río, la cara de Elsa cuando se despidieron. Estaban en la calle, luego de que las puertas del lazareto se abrieron para ellos. No hubo policías esta vez en la puerta, sólo la inspección de sanidad representada por el médico viejo y obsoleto que había sido puesto allí para corroborar el cumplimiento de los tiempos de cuarentena. Llevaba en su bolsillo un documento provisorio que los identificaba como Maximiliano Méndez Iribarne y esposa. Aquel cambio en su apellido no le molestó como lo habría hecho en otra oportunidad: era otro hombre ahora, lo sabía, o por lo menos necesitaba serlo y sentirse tal, y un cambio en su nombre verdadero era un buen comienzo.

     Roberto estaba junto a ellos, aguardando con la mirada en alto, viendo tal vez entre tinieblas los campanarios de las iglesias cercanas, o las palomas que cruzaban el cielo de Buenos Aires, todo ello acompañado por supuesto por los imprescindibles sonidos de las campanas y los aleteos profundamente clavados en el aire como espinas que pinchaban la piel invisible y sensitiva del viejo Roberto. Hasta él mismo los mencionó al salir a la calle: campanas y palomas, como si fuesen lo único para ver y oír en la ciudad. Quizá también era lo único que veía con su ojo derecho, como un complemento temático a la irreverente religiosidad de la constante presencia en el izquierdo. Porque aunque no había dicho nada sobre eso desde que salieran de España, el Jesús de don Roberto estaba tan presente como su mismo cuerpo en esa ciudad nueva.

     Se habían besado con Elsa durante muchos minutos, se habían abrazado con anhelo y tristeza, hasta con desesperación por tener que separarse. Ahora llevaba de vuelta en su cuello la cruz de plata que Valverde le había devuelto cuando él le entregó la otra mitad del pago por sus servicios.

     -Véndela, Elsa, te servirá para alquilar una pieza decente hasta que regresemos.

     -No voy a hacerlo, no sólo es un recuerdo para ti, mi amor, sino que si es en realidad tan valiosa como Valverde te dijo, yo la malvendería. Además, quiero que la lleves puesta para que los proteja en el viaje.

     Elsa se puso a llorar. Temía, dijo, no poder comunicarse con ellos.

     -Te mandaré esquelas desde cualquier puerto que estemos, no te preocupes. Te las mandaré al central de correos y vendrás a buscarlas cada semana. Cuando tengas una dirección definitiva, avísame. Tal vez ya estemos instalados entre los indígenas.

     -¿Pero cómo sabrás adónde ir?

     -Ya hemos hablado con Valverde sobre eso. Hay un pueblo bastante aislado en la provincia de Misiones donde siguen haciendo las curaciones que estamos buscando para nuestro padre.

     Elsa sonrió y se abrazó aún más a él, mojando con sus lágrimas la ropa única y ya desgastada de Maximiliano. Pero el olor de las lágrimas de Elsa era más precioso que el olor del jabón limpio. Lo seguía percibiendo ahora que ya estaban él y Roberto en la cubierta del barco pequeño, que comenzaba a separarse del muelle con aparatosos quejidos de cadenas, madera, cuerdas golpeadas como latigazos y gritos incomprensibles de hombres habituados al río como eje de su vida. Vidas verticales que no contemplaban más que dos caminos posibles, hacia arriba y hacia abajo. Vidas iguales, en realidad, a las de los hombres piadosos que habría querido imitar si le hubiese sido permitida otra elección para su vida. La vida vertical, y no el laberinto horizontal de senderos entremezclados como las ramas de los árboles y arbustos que veía pasar mientras el barco avanzaba corriente arriba. Entramados oscuros, hogar del frío y el hambre, refugio de bestias.

      Infierno verde.

     Los días transcurrieron lentamente a lo largo de un río desconocido para él, pero que como todos los ríos, era repetidamente una sucesión de costas y corrientes. La novedad de las orillas de abundante flora fue perdiendo transcendencia a lo largo de la primera semana, sobre todo porque no se detenían más que en muelles endebles, donde los pocos habitantes de pequeños poblados, y a veces sólo aldeas o parajes, esperaban con cancina actitud la llegada del barco que les traía comida, tablones de madera para reparar sus desvencijadas chozas, y algún pasajero que iba de un poblado a otro. En ocasiones, contaba el capitán a sus distinguidos pasajeros, como consideraba a Maximiliano y a don Roberto, apoyado en la escotilla, con una proverbial y obligada pipa casi siempre a medio extinguir asomada por un costado de su boca, con palabras que apenas parecían murmuradas, pero que Maximiliano comprendía más por asociación, con una peculiar interpretación que le otorgaba la mirada del viejo capitán, los labios que apenas se movían, los gestos de sus manos y, más que todo, el ambiente lúdico y a la vez brutal del río por que el viajaban.

     Por un momento se le ocurrió que eran como tripulantes de un Leviatán depositado humildemente en un río sudamericano, que poco a poco iba revelándose inquietante con sus olores a veces nauseabundos, otras curiosamente fascinantes, como si sobre las aguas, o de ellas, brotase el aroma de la carne cocida por los aldeanos. Carne de pescado, casi siempre, que se mezclaba con el aroma de los cuerpos sucios de los niños de vientres hinchados que se asomaban entre la espesura y seguían el pasar del barco metros y metros, muchas veces kilómetros, gritando con voces estridentes y sonrisas traviesas, arrojando piedrecillas que apenas llegaban a la mitad de la distancia entre ellos y el barco. El capitán siempre los saludaba sonando la bocina honda y grave, y entonces los niños se detenían y agitaban las manos, y de vez en cuando uno que otro se arrojaba a las aguas e intentaba inútilmente alcanzar el barco.

     Fue en una de estas ocasiones cuando ocurrió la primera tragedia del viaje. El capitán ya le había contado a Maximiliano que los padres pasaban malos ratos tratando de evitar que los chicos hicieran eso, pero cómo iban a controlarlos si tenían proles más que numerosas, y se pasaban el día trabajando en los puertos o en las fábricas del interior de la provincia, muchos otros cazando o pescando. En fin, que los niños hacían lo que querían, y don Roberto entonces se rio, y ambos lo miraron sorprendidos, porque era casi la única expresión de gusto que había demostrado desde que zarparon.

     -¿Le recuerda su infancia, don Roberto? -preguntó el capitán.

     -Me acuerdo de mi hija...no podía detenerla cuando era un niña, corría por el campo todo el día, a veces no la veía hasta entrada la noche. Cuando le preguntaba, enojado, dónde había estado, empezaba un largo relato desde el momento que había salido de casa desde la madrugada. Y se quedaba dormida en mis brazos aún antes de terminar de contarme. Yo la llevaba a la cama, donde sus perros le hacían compañía, ellos también agotados. Pero yo no tenía manera de preguntarles, por supuesto...y me conformaba con acariciarles las cabezas y cerrar la puerta. Y antes del amanecer ella ya estaba preparando el desayuno con la leche que había ordeñado media hora antes de que el sol saliera o el gallo cantase.

     Don Roberto se quedó mirando la lejanía sobre la superficie del río frente a la proa, y Maximiliano se dio cuenta más tarde de la incongruencia del relato del viejo frente a la mentira que debían sostener ante el capitán. Don Roberto se había mostrado de acuerdo en simular el parentesco filial, aceptada la necesidad de facilitar las cosas en una situación de por sí compleja. Pero ahora la nostalgia por Elsa lo había llevado por carriles que no les convenían en ese momento.

     El capitán se acercó al viejo y movió su mano derecha frente a los ojos de don Roberto.

     -Ya no ve nada, ¿no es cierto? -preguntó a Maximiliano.

     -Ha desmejorado mucho, es verdad. ¿Por qué lo pregunta?

     -Porque esa misma mirada perdida tenía mi mujer cuando nuestro hijo murió. Se cayó por la borda, hace veinte años, y desde entonces ella se ha quedado en mi casa, en Paraná. Cuando vuelvo repite siempre lo mismo mirando el río, y me culpa, porque mi chico se cayó el primer día que me lo llevé para enseñarle el oficio.

     El capitán se quedó ensimismado en sus pensamientos, y a Maximiliano le habría gustado consolarlo, ofrecerle por lo menos una palabra afín a la profesión de la que hacía vanagloria en aquel viaje. Pero era seguro que nadie esperaba tal cosa de un estudiante, por más que se tratase de un seminarista. Los viejos no esperan más que un oído atento y no palabras vanas que sonarían en el vacío.

     Sin embargo, la mente del capitán pronto se despejó de su ensoñación y lo sorprendió con una pregunta:

    -No me dijo que tenía una hermana...

     Maximiliano se sobresaltó porque se había convencido él mismo que ya había pasado el tiempo suficiente para una explicación, y apartando la mirada de un niño que en ese preciso momento se arrojaba a nadar en dirección al barco, contestó:

    -Mi hermana se ha quedado cuidando nuestra casa, capitán.

    -¿Y cómo se portaba el chico?- preguntó a don Roberto.

     Una respuesta requería mentir descaradamente, y sabía que eso no quería hacerlo don Roberto. Pero en ese momento, un Dios bastante cruel concibió toda una caótica situación para venir en ayuda de Maximiliano, que era un joven Don Quijote que iba por los caminos del mundo defendiendo una gloria celestial que de a poco iba tornándose oscura y retorcida, pero sin duda propia del más alto genio dramático. Porque así podría calificarse, según pensara Maximiliano después, recostado en su camarote y oyendo el silencio encumbrado en los grillos, anclado en el oleaje de las aguas contra la proa y descendiendo desde los árboles habitados de tenebrosos cantos fúnebres, como si no fuesen pájaros los que cantaban sino viejas plañideras alrededor de un féretro. Muchas veces se le ocurrió tal idea en la noche: que el barco era un enorme féretro arrastrado por las aguas, en sentido contrario a la corriente, como si la muerte llevase un camino invertido, revirtiéndose, transformándose, recostado en su camarote, sintiendo el golpeteo de las olas casi en el piso bajo su espalda, mucho más claramente que en el océano que había atravesado.

     No tuvo que contestar, porque el capitán de pronto gritó y corrió a estribor, reclamando su rifle. Los marineros corrieron también y empezaron a arrojar piedras al agua, mientras uno de ellos le traía el rifle al capitán. Maximiliano no entendía qué pasaba, fascinado en ver la figura del viejo con su arma como un cazador experto. Rememoró los libros que había leído en la biblioteca del tío José, recordó los relatos de viajes que el tío contaba, no a él, sino a las visitas. Los instrumentos de caza, los trofeos que traía: cuernos, colmillos, dientes, pieles.

     Luego vio, en el río, las aguas removidas, fluyendo y creando haces luminosos a medida que el sol caía y brotaba de las olas agitadas por el chico que había visto zambullirse unos minutos antes, y de quién sólo veía los brazos y la cabeza asomándose con desesperación de la superficie del agua. No porque estuviese ahogándose, y por ello no comprendió al principio, porque el reflejo de la luz sobre el río agitado lo cegaba. Siguiendo la dirección de los brazos de los hombres que señalaban algo en el río, vio una cabeza alargada, casi toda verde. Pronto vio al yacaré en toda su longitud, nadando en dirección al chico, más veloz que él. Fue suficiente mirar todo aquello como si fuese una obra de teatro, la obra de un gran dramaturgo llamado Dios, a quien Maximiliano conocía no por su bondad sino por su exquisita crueldad. Si Dios estaba muerto, éstos eran los actos arbitrarios con que tal vez se embanderaban los ángeles rebeldes para lograr un poder que ni su propio líder se habría atrevido a buscar.

     El capitán disparó muchas veces, pero las balas hacían salpicar el agua alrededor del yacaré, sin matarlo. Maximiliano escuchó al viejo lanzar insultos a los cuatro vientos, muchos tan desconocidos que no comprendía. El capitán se empecinó en recargar el arma y disparar una y otra vez. Un par de marineros se arrojaron para ayudar al chico, pero la distancia era más de la esperada, y el yacaré se acercaba. Así, cuando estuvo a no menos de diez metros, se detuvieron, dieron vuelta hacia el barco, sin subir, como si su presencia en el agua atenuara un poco la culpa que sentían. Miraron hacia arriba al capitán, todos lo estábamos mirando, en el barco y desde la orilla los otros niños desnudos y los pocos adultos, un viejo y tres mujeres con los pechos desnudos mientras lanzaban gritos desesperados.

     Maximiliano volvió su vista al agua.

     El yacaré abrió su boca enorme, mostró sus dientes como un demonio brotado del fondo, porque hasta entonces se había mantenido apenas un poco por debajo de la superficie, evitando mostrar todo su tamaño al capitán y sus balas. El cuerpo del chico se hundió en el agua y penetró en la boca del animal como tomado por un abismo. Eso parecía el río, que pronto se oscureció primero con el color de la sangre, luego del barro, luego del color del silencio que se tendió sobre las aguas como un monstruo dormido. No era la primera vez que sucedía, ni la primera que la tripulación había presenciado. El capitán bajó el rifle y lo golpeó contra la baranda. Vieja arma, dijo entre dientes, puta vieja arma hecha de mierda, repitió.

     Las mujeres lloraban, los otros niños miraban el agua teñida como algo maravilloso. Los marineros volvieron a su trabajo y el barco siguió su avance corriente arriba. Maximiliano hizo la señal de la cruz y murmuró una letanía aprendida, que surgió como un reflejo, tan rápida para el instante como lo había sido el surgir del arma del capitán. Pero ninguno de los dos sería eficaz: ni una salvaba ni la otra consolaba. Él sabía que no existe ningún tipo de salvación en expiar las culpas, y que el consuelo no es más útil que la tarea de hechar polvo sobre los muertos. Dio la espalda al río y miró a don Roberto. Había escuchado todo, seguramente mucho más claramente que ellos, y habría visto, quizá, la danza de reflejos sobre el agua, siguiendo el ritmo de la música ancestral de los gritos. Entonces se dio cuenta que se estaba tapando los ojos. Maximiliano creyó que lloraba.

    -Tranquilo...

     Cuando intentó apartarle las manos de la cara, el ojo izquierdo del viejo estaba claro y refulgente como el sol sobre el agua agitada, hasta pudo ver las olas remontándose con la fuerza de los cuerpos del chico y del animal. Fue un destello que duró un tiempo impreciso, que se revirtió de inmediato. Pero el ojo izquierdo ahora ya no estaba opaco con la nube que había ganado durante el tiempo en el lazareto. La ceguera ahora era blanca, si es que era tal ceguera.

     Quiso preguntar al viejo si había visto algo, pero hacerlo habría sido como interrogar a un juez sobre la naturaleza de su sentencia. Lo que estaba viviendo en el ojo izquierdo era capaz de ver más allá de lo más profundo, era, quizá, capaz de crear la profundidad y hasta de iluminarla.

     Maximiliano apartó la mirada del viejo, como si hubiese descubierto la desnudez del anciano. Pero en realidad apartó la mirada para no cometer una blasfemia, repitiendo una reverencia que habría resultado más una burla que una adoración.

     La luz del mundo sería siempre opaca para él de ahí en más, y era la mortaja en la que se envolvería, como un escudo o un arma, para defenderse del abismo luminoso que estaba obligado a extirpar.

 

 

 

 

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