TREPANAR Y AMPUTAR COMO DESIGNIO DEL HOMBRE
19
Esta vez no fue el mar, sino el río. Un río mucho
más extenso de lo que hubiera imaginado si se hubiese puesto a pensar en el
viaje que había emprendido. Si bien el trayecto por el océano había sido
extenso, muchas veces insoportable, todo lo que sucedía en el barco lo llevó a
hacer que el tiempo se hiciese casi imperceptible durante las últimas semanas.
Su enfermedad, la fiebre y el conocimiento de Elsa y su padre habían sido cosas
demasiado intensas para que no lo asombraran y ocupasen todos sus pensamientos.
Así, el tiempo pasó mucho más rápido que las largas millas de agua y más agua
hasta el continente que lo aguardaba.
Pero el
río era otra cosa. Una especie de víbora inmensamente larga que se escabullía
entre los densos matorrales de las orillas, y recién encontraba en los primeros
kilómetros de la desembocadura, atravesando el delta en que se abría otro río
mucho más ancho y extraño, un mar de agua dulce que llamaban Río de la Plata.
Un río que no comprendía del todo y que aceptaba las aguas de otros ríos que
nacían cientos de kilómetros al norte, no de montañas como era común en su
tierra natal, sino de llanuras elevadas, hastiadas de vegetación de todos
colores, densas como la selva, repleta de animales salvajes, de mosquitos, de
enfermedades, de traficantes, en fin de muertes de diversas formas.
Había
preguntado por la región de los indios a los que debía hallar. Se había
presentado al capitán como un seminarista jesuita que venía en misión de ayuda
evangélica. El capitán, un argentino viejo, viril aún a esa edad avanzada, de
hombros anchos, pecho fuerte y vello espeso que en esa tarde ayudaba a cargar
provisiones a su escasa tripulación, lo había mirado de forma extraña. Escupió
el cigarrillo al agua calma de la orilla del muelle, y lo interrogó con la
mirada, adivinando Maximiliano el comentario silencioso: los tiempos de la
evangelización ya habían pasado mucho antes. El silencio, sin embargo, se
rompió con la voz agreste del capitán.
-Ahora
los indios se mueren de hambre, pero no dejan de comprar armas a los
traficantes. Se matan entre ellos mientras practican brujerías. Las iglesias antiguas
se han venido abajo. Son promiscuos, sabe, joven, y cuando se trata de mujeres
matan por los menos a la mitad cuando nacen. Los he visto, créame, las meten en
el río y las ahogan. Después las envuelven en hojas de palmeras y dejan que los
cuerpecitos se vayan con la corriente.
Luego,
el viejo miró al compañero de Maximiliano. Era otro viejo como él, pero más
débil, alto y encorvado. Don Roberto parecía oler el aire del río, la humedad
eterna invadiendo la madera del pequeño barco, el sonido de las hojas de las
orillas movidas por el viento, los gritos de los hombres del muelle, los
ladridos de los perros, y hasta el siseo de las serpientes que podía escucharse
claramente cuando el rumor del agua
disminuía por la tarde temprana, después del mediodía. Maximiliano no
sabía hasta qué punto la ceguera de Don Roberto era completa. Era de suponerse
que sólo era del ojo izquierdo, pero con el tiempo en el lazareto había
observado que había empezado a ver mal también del lado derecho, o por lo menos
eso era lo que el anciano decía y él había observado en la mirada vidriosa y
perdida de ambos globos oculares. Se dio cuenta de cómo el capitán los
observaba, preguntándose quizá la razón de que un seminarista fuese en viaje de
evangelización a la selva del litoral acompañado por un viejo que no parecía
valerse por sí mismo. Entonces encontró en esto el motivo más plausible para
dar a la situación la apariencia más conveniente.
-Este es
mi padre, capitán, estamos los dos solos en el mundo. No podía abandonarlo en
manos de extraños. Además, él no me habría perdonado que lo dejase solo en la
ciudad.
El
capitán afirmó con la cabeza, desentendiéndose al fin de aquella conversación y
volviendo a las tareas que lo requerían, es decir la carga de mercancías para
vender y repartir en los diferentes pueblos y ciudades a orillas del río
Paraná, y la preparación del barco. Partirían en dos horas a lo sumo, cerca de
las cuatro de la tarde. Maximiliano y
Don Roberto estaban sentados en unas sillas de cuero roto que el capitán les
había ofrecido por ser dos pasajeros, si no pudientes desde el punto de vista
económico, sí respetables por su autoridad eclesiástica y humana. Era un barco
de carga, donde había únicamente dos o tres camarotes para transportar
pasajeros. Cuando Maximiliano llegó a aquel muelle del delta luego de recorrer
la ciudad de Buenos Aires hacia el sur, buscar transporte por extensos campos
donde vacas y caballos pastaban a los lados del camino, preguntar cientos de
veces por los contactos que Valverde le había indicado cuidadosamente en un
papel que llevaba en el bolsillo interno del saco de su traje, el mismo que el
médico del barco le había regalado, sintió que había pasado más penurias y
tiempo que todo el viaje por mar. Pero únicamente se trataba del principio de
un viaje que, lo sabía muy bien, sería más peligroso y difícil porque estaba en
sus manos inexpertas el no extraviarse. Era joven y nunca había salido de los
límites de la ciudad de Cádiz en toda su vida, y luego de salir de ella, sólo conocía
un barco que no hizo más que conducirlo en una dirección determinada. Nada tuvo
que decidir en todo aquel trayecto, ni que reflexionar o deducir. Sus
decisiones habían sido sólo personales, como si hubiese estado en una celda
durante toda su vida, y ahora se trataba de decidir ante el mundo que no
conocía, un espacio que era mucho más amplio, intrigante y extraño, desde el
clima hasta las personas que lo habitaban, sin hablar de las comidas, las
costumbres, el acento de un idioma que era el suyo y a la vez no lo era.
En todo
esto pensaba mientras veía, allí sentado en la cubierta, con sus pocas
pertenencias ya guardadas en el camarote que ambos compartían, el ir y venir de
los marineros subiendo y bajando cajas y bolsas por la rampa de madera que unía
el barco con el muelle. Escuchaba los gritos y los insultos que no lo
perturbaban porque casi no comprendía su significado, observaba los cuerpos
fornidos de los hombres y su jeringoza indescifrable de tatuajes y gestos
obscenos. El capitán los recriminaba de vez en cuando, y aunque él no lo veía,
en el tono de su reprimenda comprendía que se refería a la presencia de ambos
pasajeros que el viejo consideraba especiales. No eran viajantes de comercio,
ni mujeres de la vida, ni chicos que iban a una escuela de provincia alejada a
varios kilómetros río arriba. Eran un seminarista y su anciano padre, de origen
español, de la Madre Patria como lo escuchó decir al presentarse ese mismo día
más temprano.
Maximiliano recordó, sin embargo, mientras caía el sol de la tarde,
escondiéndose abruptamente tras los matorrales de árboles inmensos, que
entremezclaban sus ramas en múltiples abrazos que adivinaba imposibles de
romper, provocando una sombra prematura y fresca sobre el río, la cara de Elsa
cuando se despidieron. Estaban en la calle, luego de que las puertas del
lazareto se abrieron para ellos. No hubo policías esta vez en la puerta, sólo
la inspección de sanidad representada por el médico viejo y obsoleto que había
sido puesto allí para corroborar el cumplimiento de los tiempos de cuarentena.
Llevaba en su bolsillo un documento provisorio que los identificaba como
Maximiliano Méndez Iribarne y esposa. Aquel cambio en su apellido no le molestó
como lo habría hecho en otra oportunidad: era otro hombre ahora, lo sabía, o
por lo menos necesitaba serlo y sentirse tal, y un cambio en su nombre
verdadero era un buen comienzo.
Roberto
estaba junto a ellos, aguardando con la mirada en alto, viendo tal vez entre
tinieblas los campanarios de las iglesias cercanas, o las palomas que cruzaban
el cielo de Buenos Aires, todo ello acompañado por supuesto por los
imprescindibles sonidos de las campanas y los aleteos profundamente clavados en
el aire como espinas que pinchaban la piel invisible y sensitiva del viejo Roberto.
Hasta él mismo los mencionó al salir a la calle: campanas y palomas, como si
fuesen lo único para ver y oír en la ciudad. Quizá también era lo único que
veía con su ojo derecho, como un complemento temático a la irreverente
religiosidad de la constante presencia en el izquierdo. Porque aunque no había
dicho nada sobre eso desde que salieran de España, el Jesús de don Roberto
estaba tan presente como su mismo cuerpo en esa ciudad nueva.
Se
habían besado con Elsa durante muchos minutos, se habían abrazado con anhelo y
tristeza, hasta con desesperación por tener que separarse. Ahora llevaba de
vuelta en su cuello la cruz de plata que Valverde le había devuelto cuando él
le entregó la otra mitad del pago por sus servicios.
-Véndela, Elsa, te servirá para alquilar una pieza decente hasta que
regresemos.
-No voy
a hacerlo, no sólo es un recuerdo para ti, mi amor, sino que si es en realidad
tan valiosa como Valverde te dijo, yo la malvendería. Además, quiero que la
lleves puesta para que los proteja en el viaje.
Elsa se
puso a llorar. Temía, dijo, no poder comunicarse con ellos.
-Te
mandaré esquelas desde cualquier puerto que estemos, no te preocupes. Te las
mandaré al central de correos y vendrás a buscarlas cada semana. Cuando tengas
una dirección definitiva, avísame. Tal vez ya estemos instalados entre los
indígenas.
-¿Pero
cómo sabrás adónde ir?
-Ya
hemos hablado con Valverde sobre eso. Hay un pueblo bastante aislado en la
provincia de Misiones donde siguen haciendo las curaciones que estamos buscando
para nuestro padre.
Elsa
sonrió y se abrazó aún más a él, mojando con sus lágrimas la ropa única y ya
desgastada de Maximiliano. Pero el olor de las lágrimas de Elsa era más
precioso que el olor del jabón limpio. Lo seguía percibiendo ahora que ya
estaban él y Roberto en la cubierta del barco pequeño, que comenzaba a
separarse del muelle con aparatosos quejidos de cadenas, madera, cuerdas
golpeadas como latigazos y gritos incomprensibles de hombres habituados al río como
eje de su vida. Vidas verticales que no contemplaban más que dos caminos
posibles, hacia arriba y hacia abajo. Vidas iguales, en realidad, a las de los
hombres piadosos que habría querido imitar si le hubiese sido permitida otra
elección para su vida. La vida vertical, y no el laberinto horizontal de
senderos entremezclados como las ramas de los árboles y arbustos que veía pasar
mientras el barco avanzaba corriente arriba. Entramados oscuros, hogar del frío
y el hambre, refugio de bestias.
Infierno
verde.
Los días
transcurrieron lentamente a lo largo de un río desconocido para él, pero que
como todos los ríos, era repetidamente una sucesión de costas y corrientes. La
novedad de las orillas de abundante flora fue perdiendo transcendencia a lo largo
de la primera semana, sobre todo porque no se detenían más que en muelles
endebles, donde los pocos habitantes de pequeños poblados, y a veces sólo
aldeas o parajes, esperaban con cancina actitud la llegada del barco que les
traía comida, tablones de madera para reparar sus desvencijadas chozas, y algún
pasajero que iba de un poblado a otro. En ocasiones, contaba el capitán a sus
distinguidos pasajeros, como consideraba a Maximiliano y a don Roberto, apoyado
en la escotilla, con una proverbial y obligada pipa casi siempre a medio
extinguir asomada por un costado de su boca, con palabras que apenas parecían
murmuradas, pero que Maximiliano comprendía más por asociación, con una
peculiar interpretación que le otorgaba la mirada del viejo capitán, los labios
que apenas se movían, los gestos de sus manos y, más que todo, el ambiente
lúdico y a la vez brutal del río por que el viajaban.
Por un
momento se le ocurrió que eran como tripulantes de un Leviatán depositado
humildemente en un río sudamericano, que poco a poco iba revelándose
inquietante con sus olores a veces nauseabundos, otras curiosamente
fascinantes, como si sobre las aguas, o de ellas, brotase el aroma de la carne
cocida por los aldeanos. Carne de pescado, casi siempre, que se mezclaba con el
aroma de los cuerpos sucios de los niños de vientres hinchados que se asomaban
entre la espesura y seguían el pasar del barco metros y metros, muchas veces
kilómetros, gritando con voces estridentes y sonrisas traviesas, arrojando
piedrecillas que apenas llegaban a la mitad de la distancia entre ellos y el
barco. El capitán siempre los saludaba sonando la bocina honda y grave, y
entonces los niños se detenían y agitaban las manos, y de vez en cuando uno que
otro se arrojaba a las aguas e intentaba inútilmente alcanzar el barco.
Fue en
una de estas ocasiones cuando ocurrió la primera tragedia del viaje. El capitán
ya le había contado a Maximiliano que los padres pasaban malos ratos tratando
de evitar que los chicos hicieran eso, pero cómo iban a controlarlos si tenían
proles más que numerosas, y se pasaban el día trabajando en los puertos o en
las fábricas del interior de la provincia, muchos otros cazando o pescando. En
fin, que los niños hacían lo que querían, y don Roberto entonces se rio, y ambos
lo miraron sorprendidos, porque era casi la única expresión de gusto que había
demostrado desde que zarparon.
-¿Le
recuerda su infancia, don Roberto? -preguntó el capitán.
-Me
acuerdo de mi hija...no podía detenerla cuando era un niña, corría por el campo
todo el día, a veces no la veía hasta entrada la noche. Cuando le preguntaba,
enojado, dónde había estado, empezaba un largo relato desde el momento que
había salido de casa desde la madrugada. Y se quedaba dormida en mis brazos aún
antes de terminar de contarme. Yo la llevaba a la cama, donde sus perros le
hacían compañía, ellos también agotados. Pero yo no tenía manera de
preguntarles, por supuesto...y me conformaba con acariciarles las cabezas y
cerrar la puerta. Y antes del amanecer ella ya estaba preparando el desayuno
con la leche que había ordeñado media hora antes de que el sol saliera o el
gallo cantase.
Don
Roberto se quedó mirando la lejanía sobre la superficie del río frente a la
proa, y Maximiliano se dio cuenta más tarde de la incongruencia del relato del
viejo frente a la mentira que debían sostener ante el capitán. Don Roberto se
había mostrado de acuerdo en simular el parentesco filial, aceptada la
necesidad de facilitar las cosas en una situación de por sí compleja. Pero ahora
la nostalgia por Elsa lo había llevado por carriles que no les convenían en ese
momento.
El
capitán se acercó al viejo y movió su mano derecha frente a los ojos de don
Roberto.
-Ya no
ve nada, ¿no es cierto? -preguntó a Maximiliano.
-Ha desmejorado
mucho, es verdad. ¿Por qué lo pregunta?
-Porque
esa misma mirada perdida tenía mi mujer cuando nuestro hijo murió. Se cayó por
la borda, hace veinte años, y desde entonces ella se ha quedado en mi casa, en
Paraná. Cuando vuelvo repite siempre lo mismo mirando el río, y me culpa,
porque mi chico se cayó el primer día que me lo llevé para enseñarle el oficio.
El
capitán se quedó ensimismado en sus pensamientos, y a Maximiliano le habría
gustado consolarlo, ofrecerle por lo menos una palabra afín a la profesión de
la que hacía vanagloria en aquel viaje. Pero era seguro que nadie esperaba tal
cosa de un estudiante, por más que se tratase de un seminarista. Los viejos no
esperan más que un oído atento y no palabras vanas que sonarían en el vacío.
Sin
embargo, la mente del capitán pronto se despejó de su ensoñación y lo
sorprendió con una pregunta:
-No me
dijo que tenía una hermana...
Maximiliano se sobresaltó porque se había convencido él mismo que ya
había pasado el tiempo suficiente para una explicación, y apartando la mirada
de un niño que en ese preciso momento se arrojaba a nadar en dirección al
barco, contestó:
-Mi
hermana se ha quedado cuidando nuestra casa, capitán.
-¿Y cómo
se portaba el chico?- preguntó a don Roberto.
Una
respuesta requería mentir descaradamente, y sabía que eso no quería hacerlo don
Roberto. Pero en ese momento, un Dios bastante cruel concibió toda una caótica
situación para venir en ayuda de Maximiliano, que era un joven Don Quijote que
iba por los caminos del mundo defendiendo una gloria celestial que de a poco
iba tornándose oscura y retorcida, pero sin duda propia del más alto genio
dramático. Porque así podría calificarse, según pensara Maximiliano después,
recostado en su camarote y oyendo el silencio encumbrado en los grillos,
anclado en el oleaje de las aguas contra la proa y descendiendo desde los
árboles habitados de tenebrosos cantos fúnebres, como si no fuesen pájaros los
que cantaban sino viejas plañideras alrededor de un féretro. Muchas veces se le
ocurrió tal idea en la noche: que el barco era un enorme féretro arrastrado por
las aguas, en sentido contrario a la corriente, como si la muerte llevase un
camino invertido, revirtiéndose, transformándose, recostado en su camarote, sintiendo
el golpeteo de las olas casi en el piso bajo su espalda, mucho más claramente
que en el océano que había atravesado.
No tuvo
que contestar, porque el capitán de pronto gritó y corrió a estribor,
reclamando su rifle. Los marineros corrieron también y empezaron a arrojar
piedras al agua, mientras uno de ellos le traía el rifle al capitán.
Maximiliano no entendía qué pasaba, fascinado en ver la figura del viejo con su
arma como un cazador experto. Rememoró los libros que había leído en la biblioteca
del tío José, recordó los relatos de viajes que el tío contaba, no a él, sino a
las visitas. Los instrumentos de caza, los trofeos que traía: cuernos,
colmillos, dientes, pieles.
Luego
vio, en el río, las aguas removidas, fluyendo y creando haces luminosos a
medida que el sol caía y brotaba de las olas agitadas por el chico que había
visto zambullirse unos minutos antes, y de quién sólo veía los brazos y la
cabeza asomándose con desesperación de la superficie del agua. No porque
estuviese ahogándose, y por ello no comprendió al principio, porque el reflejo
de la luz sobre el río agitado lo cegaba. Siguiendo la dirección de los brazos
de los hombres que señalaban algo en el río, vio una cabeza alargada, casi toda
verde. Pronto vio al yacaré en toda su longitud, nadando en dirección al chico,
más veloz que él. Fue suficiente mirar todo aquello como si fuese una obra de
teatro, la obra de un gran dramaturgo llamado Dios, a quien Maximiliano conocía
no por su bondad sino por su exquisita crueldad. Si Dios estaba muerto, éstos
eran los actos arbitrarios con que tal vez se embanderaban los ángeles rebeldes
para lograr un poder que ni su propio líder se habría atrevido a buscar.
El
capitán disparó muchas veces, pero las balas hacían salpicar el agua alrededor
del yacaré, sin matarlo. Maximiliano escuchó al viejo lanzar insultos a los
cuatro vientos, muchos tan desconocidos que no comprendía. El capitán se
empecinó en recargar el arma y disparar una y otra vez. Un par de marineros se
arrojaron para ayudar al chico, pero la distancia era más de la esperada, y el
yacaré se acercaba. Así, cuando estuvo a no menos de diez metros, se
detuvieron, dieron vuelta hacia el barco, sin subir, como si su presencia en el
agua atenuara un poco la culpa que sentían. Miraron hacia arriba al capitán,
todos lo estábamos mirando, en el barco y desde la orilla los otros niños
desnudos y los pocos adultos, un viejo y tres mujeres con los pechos desnudos
mientras lanzaban gritos desesperados.
Maximiliano volvió su vista al agua.
El
yacaré abrió su boca enorme, mostró sus dientes como un demonio brotado del
fondo, porque hasta entonces se había mantenido apenas un poco por debajo de la
superficie, evitando mostrar todo su tamaño al capitán y sus balas. El cuerpo
del chico se hundió en el agua y penetró en la boca del animal como tomado por
un abismo. Eso parecía el río, que pronto se oscureció primero con el color de
la sangre, luego del barro, luego del color del silencio que se tendió sobre
las aguas como un monstruo dormido. No era la primera vez que sucedía, ni la
primera que la tripulación había presenciado. El capitán bajó el rifle y lo
golpeó contra la baranda. Vieja arma, dijo entre dientes, puta vieja arma hecha
de mierda, repitió.
Las
mujeres lloraban, los otros niños miraban el agua teñida como algo maravilloso.
Los marineros volvieron a su trabajo y el barco siguió su avance corriente
arriba. Maximiliano hizo la señal de la cruz y murmuró una letanía aprendida,
que surgió como un reflejo, tan rápida para el instante como lo había sido el
surgir del arma del capitán. Pero ninguno de los dos sería eficaz: ni una
salvaba ni la otra consolaba. Él sabía que no existe ningún tipo de salvación
en expiar las culpas, y que el consuelo no es más útil que la tarea de hechar
polvo sobre los muertos. Dio la espalda al río y miró a don Roberto. Había
escuchado todo, seguramente mucho más claramente que ellos, y habría visto,
quizá, la danza de reflejos sobre el agua, siguiendo el ritmo de la música
ancestral de los gritos. Entonces se dio cuenta que se estaba tapando los ojos.
Maximiliano creyó que lloraba.
-Tranquilo...
Cuando
intentó apartarle las manos de la cara, el ojo izquierdo del viejo estaba claro
y refulgente como el sol sobre el agua agitada, hasta pudo ver las olas
remontándose con la fuerza de los cuerpos del chico y del animal. Fue un
destello que duró un tiempo impreciso, que se revirtió de inmediato. Pero el
ojo izquierdo ahora ya no estaba opaco con la nube que había ganado durante el
tiempo en el lazareto. La ceguera ahora era blanca, si es que era tal ceguera.
Quiso
preguntar al viejo si había visto algo, pero hacerlo habría sido como
interrogar a un juez sobre la naturaleza de su sentencia. Lo que estaba
viviendo en el ojo izquierdo era capaz de ver más allá de lo más profundo, era,
quizá, capaz de crear la profundidad y hasta de iluminarla.
Maximiliano apartó la mirada del viejo, como si hubiese descubierto la
desnudez del anciano. Pero en realidad apartó la mirada para no cometer una
blasfemia, repitiendo una reverencia que habría resultado más una burla que una
adoración.
La luz
del mundo sería siempre opaca para él de ahí en más, y era la mortaja en la que
se envolvería, como un escudo o un arma, para defenderse del abismo luminoso
que estaba obligado a extirpar.
20
Y los días se convirtieron en un suave murmullo de aguas tranquilas y viento traspasando el follaje de las orillas. Un sol bestial caía como plomo fundido sobre la cubierta. La brisa de la mañana se convertía en aire estancado trayendo el aroma del pescado podrido sobre la arena lejana, porque el ancho del río iba aumentando corriente arriba. Por la tarde Maximiliano y don Roberto se enclaustraban en su camarote improvisado, en realidad un depósito con dos camastros y dos palanganas con agua que renovaban recién cada dos días, además de un mismo orinal que compartían para no tener que utilizar el mismo baño que la tripulación, si tenían que levantarse por la noche. Pero no había más alternativa que usarlo, por supuesto, y a veces Maximiliano se veía obligado a ir mientras algún marinero también estaba ahí, pero ni uno miraba al otro ni se hablaban más que para darse los buenos días o las buenas noches. No había desnudez que los avergonzara, sólo estaba en su propia mente la vergüenza, él eso lo sabía muy bien. Todos creían que era un jesuita, pero no lo trataban diferente. No creían que estuviese más allá de las necesidades de todos los hombres, los anhelos y las virtudes, los errores y hasta de los horrores que se vierten en los sueños de cada uno por las noches. Lo saludaban con respeto pero le echaban miradas de complicidad cuando se reunían a jugar a las cartas en sus ratos libres, o cuando se ponían a cantar, borrachos, en la cubierta hasta altas horas de la madrugada, mientras el río fluía silencioso en aquellas noches bochornosas, dónde sólo el alcohol y pensamientos libidinosos hacían soportable el calor, porque lo hacían confundirse con sus propios cuerpos, como si ellos fuesen las fuentes del calor y no sus víctimas.
Fue en una de esas noches que los escuchó hablar, al salir a cubierta porque no podía conciliar el sueño. Dejó a don Roberto en su camastro, como siempre con la vista ciega dirigida al techo y el ojo izquierdo a medio cerrar, sin saber a ciencia cierta si estaba dormido o despierto. Se puso un pantalón y subió con el torso desnudo, dispuesto a soportar los mosquitos y los tábanos, que al fin de cuentas no lo molestaban tanto porque la transpiración abundante embadurnaba su cuerpo con un sudor casi protector.
Los hombres estaban reunidos en la popa, eran cuatro o cinco, a la luz de una lámpara en medio de la ronda. Se veía el reflejo de sus ojos sobre las botellas, y los naipes hacían sombras largas sobre la cubierta. Oyó risas, y la conversación fue tomando forma en sus oídos. Hablaban del clima, de cómo muy pronto, llegarían las lluvias. El capitán había ordenado preparar las provisiones y los aparejos para una tormenta fuerte, que se avecinaría tal vez mañana, o a más tardar pasado.
-Debemos llegar a Paraná al mediodía, entonces, para protegernos en el puerto- dijo uno. Los demás asintieron, y se regocijaron de aquella perspectiva, pero no era sólo por la tormenta.
-Mañana en la ciudad nos esperan las mismas putas lindas- dijo el mismo de antes, riéndose, y un choque de botellas reveló el brindis que representaba su contento.
Maximiliano miró la luna, en cuarto creciente, que se ocultaba y desprendía rápidamente de las nubes interpuestas entre ella y el mundo que pretendía iluminar. El hueso blanco de la luna desde donde caían huesos por la noche. Los había visto caer la jornada anterior, pero estaba tan acostumbrado que ya no le llamaban la atención. Desde el día que vio aquel destello en el ojo de don Roberto, sabía que el fantasma de Dios lo acompañaba, el fantasma que necesitaba expiar sus culpas entregando sus huesos a poderes más fuertes, haciendo la terrible concesión de su propio cuerpo con tal de recuperar la vida y el poder que había perdido, como un empresario derrochador que había hecho muy malas inversiones, y despedido de sus celestiales oficinas a los empleados más capaces e inteligentes, aquellos mismos que por esa misma inteligencia podían elevarlo o destruirlo.
Pensó en la ciudad que no conocía. Paraná. Le sonaba a selva, a aborigen, pero no debía ser tal. Quizá un pueblo grande con casas de adobe, porque no podía imaginar que en medio de toda aquella selva pudiese surgir el cemento de la civilización. Sin duda la naturaleza era siempre más fuerte, y sus propios instintos así se lo demostraban. Sentía ahora un deseo que no podría evadir por mucho tiempo. Extrañaba a Elsa, y se apoyó en la baranda, mirando la superficie del agua justo al lado del barco, y aquel fluir le recordó la humedad en el cuerpo íntimo de Elsa, el deslizarse de sus manos sobre ella.
Miró a los hombres, que se habían dado cuenta de su presencia. Creyó que lo llamaban.
-Venga, padrecito- le decía uno, quizá el más viejo, sin respeto pero con una ternura de beodo.
Maximiliano se acercó sin decir nada. Los otros lo observaron, y supuso que ya sabían en lo que él estaba pensando desde un rato antes. Se cruzaron miradas. Maximiliano, sin bajar los ojos, hizo un recuento interior de lo que podía estar demostrando sin darse cuenta, pero era evidente que el sudor lo traicionaba, las gotas de transpiración en su frente y el corazón acelerado.
-Si quiere, padrecito, mañana nos acompaña… las señoritas saben cómo hacerlo sentir bien a uno- dijo el viejo, y los otros rieron sin estridencias, casi a escondidas, quizá por dudar de la reacción del joven seminarista.
-No creo, amigos míos, que mi deber para con Dios me lo permita, pero compartiré con ustedes un poco del aguardiente, si me lo permiten.
Los hombres se pusieron de pie y lo palmearon, empujándolo hacia el estrecho espacio alrededor de la lámpara. Se pasaron las botellas, hablando de todo un poco, pero ellos querían saber cosas sobre España, sobre cómo era el seminario. Entonces uno preguntó:
-¿Y cómo se las arreglan cuando tienen hambre de hembras?
El más viejo interrumpió para decir:
-¡Qué preguntas irrespetuosas para un joven culto como nuestro padrecito! Todos saben que se las arreglan solos, o entre ellos.
Y la risa del viejo repercutió sobre la cubierta, remarcada por la de los otros, ya tan borrachos que se reían de lo que fuese, incluso de la cara de pasmo de Maximiliano. Su silencio no fue mal interpretado, sino como una señal de ingenuidad.
-No se preocupe, padrecito, antes que los viejos maricas del seminario acaben sobre usted, usted va a aprender lo que son las verdaderas hembras.- Se le acercó al oído y comenzó a instruirlo sobre cómo comportarse con ellas. Luego, dijo a sus amigos:
-Ya está hecho, mañana se portará como todo un macho.
Todos celebraron pasando otra botella de las varias que estaban escondidas bajo las poleas y cuerdas. Maximiliano se levantó para irse, y todos hicieron lo mismo. Era hora de acostarse y dormir y espantar la borrachera para la mañana temprano. El más viejo fue con él, sosteniéndose de su brazo, se tambaleaba y murmuraba entre dientes. De pronto, se detuvo y miró las nubes que tapaban la luna.
-Mañana habrá tormenta, y el capitán nos hinchará las pelotas para atracar a tiempo en la ciudad. Pero mañana la pasaremos muy bien, hijo mío- le dijo, palmeándole la espalda con dos golpes fuertes. –Nos descargaremos y estaremos tranquilos por un tiempo. La calentura es como la electricidad que se está acumulando con esta tormenta. ¿No es cierto?
No aguardó respuesta. Se metió en la sala donde dormían los marineros, en el suelo algunos y otros en cuchetas. Se cayó de costado y comenzó a roncar. Maximiliano pasó entre los que dormían y se dirigió a su camarote. Se acostó otra vez, esperando conciliar el sueño finalmente. Pero el alcohol lo había despertado más, había excitado su imaginación y sintió que necesitaba satisfacerse a sí mismo. Miró a don Roberto a un metro de él, con los ojos abiertos. Se esforzó, entonces en aguantar. No sabía lo que iba a hacer al día siguiente. Sólo estaba seguro de la electricidad que fluía alrededor del barco, que nacía de las aguas del río, que comenzaban a encresparse como atraídas por imanes en el cielo. Sin necesitar de mirarlas, sabía que las nubes actuaban más eficazmente así escondidas que mostrándose completas como putas baratas. Las mejores son, se dijo, como si lo hubiese aprendido de boca de los marineros un rato antes, las que seducen con un solo toque de sus manos en el sitio correcto y en el momento adecuado, las que aciertan porque huelen el perfume que mana del hombre, y el hombre huele sin saber la húmeda conciencia que habita entre las piernas de una mujer.
La luna y sus grietas.
La muerte y sus pliegues.
El día amaneció nublado y frío. Un viento del sur empujaba al barco en su viaje hacia el norte, así que para media tarde ya estaban en Paraná. Para esa hora el viento era ya demasiado fuerte y la lluvia caía con pesadas gotas que repercutían sobre el río con un sonido tan intenso que atenuaba las habituales voces de los marineros al atracar. Debieron luchar contra el viento para dejar el barco bien protegido en el puerto.
La ciudad era eso, una ciudad grande a orillas del ancho río. Ya desde varios kilómetros antes podían verse las orillas despejadas de vegetación, la aparición de fábricas, de aserraderos, de astilleros, de casas pobres, de ganado pastando a orillas del río. Cabras, vacas, perros enfermos, niños pobres, mujeres lavando ropa, hombres pescando. Una multitud pareció surgir de la nada luego de kilómetros de selva.
Maximiliano sintió cierto alivio, como si el no sentirse ya solo en medio de la nada fuese suficiente para darle la anhelada idea de que era uno más entre muchos otros. Lo que no soportaba era la sensación de ser diferente, de que pesaba sobre él una responsabilidad distinta y más grande. Un cerco que lo aislara de los otros, un filtro que eligiera lo que él debía ver, penetrand en la realidad última de las cosas y los hombres. Perdido en la multitud, se sentía más seguro, pero estaba al tanto de que no duraría mucho tal certidumbre.
Eran las seis de la tarde cuando el barco finalmente quedó bien aparejado en el muelle. Los empleados del puerto recibieron al capitán como a un viejo conocido. Estuvieron hablando un largo rato en el muelle, mientras Maximiliano los observaba desde cubierta, aguardando el permiso para descender. Los marineros hacían lo mismo, nerviosos porque sabían que aún les quedaba la tarea de bajar lo que debían entregar en la ciudad, y quizá subir provisiones para el resto del viaje. Pero esto último quizá quedaría para el día siguiente, si consideraban que pocas horas de luz restaban, y ya la tormenta encapotaba el cielo, oscureciendo aún más el inminente crepúsculo.
Finalmente, el capitán hizo la señal de desembarcar. Los hombres bajaron y abrieron las puertas de los depósitos. En menos de una hora dejaron en el muelle las cajas y bolsas, los hombres del puerto se encargarían de llevarlas a los almacenes. El capitán les gritó algo con una amplia sonrisa, y Maximiliano adivinó que los elogiaba.
-¿Siempre son tan rápidos y diligentes cuando apura la tormenta? –preguntó un funcionario del puerto, que tal vez no los conocía.
-Más que la tormenta –dijo el capitán- lo que los apura son las hembras.-Luego levantó la mirada hacia Maximiliano y lo llamó.
-¡Baje, padre!
Maximiliano desembarcó y saludó a ambos.
-Usted y don Roberto serán mis invitados esta noche.
-No es necesario molestarse por nosotros, capitán…
-¡Cómo que no! No se van a quedar en el barco con la tormenta que se viene. Los alojaré en mi casa. Mi mujer se alegrará de tener visita.
-No quiero molestar…
-Escuchemé, padre, tómelo como un favor, se lo pido. Ya le conté de mi mujer, está sola tanto tiempo, que su visita, más siendo la de un sacerdote, la consolará de muchos sinsabores. Créame…se lo ruego si es necesario…
Maximiliano miró por un instante a los marineros con los que anoche había estado. Se despabiló la cabeza de los malos pensamientos, y aceptó la proposición. Volvió al barco a buscar a don Roberto. Juntaron la única pertenencia que llevaban, una liviana valija con dos mudas de ropa cada uno. Cuando estuvieron en el muelle, don Roberto dio un suspiro de alivio, y los demás sonrieron de gozo.
-Me alegro ver que esta pausa en el viaje lo alivia del encierro, don Roberto.
-Así es, capitán- contestó Aún tenía el ojo izquierdo blanco. El capitán lo notó, pero no dijo nada.
Subieron a un carro llevado por un caballo lindo pero viejo, como un antiguo vestigio de tiempos para siempre idos. Era casi incongruente con el paisaje de aquella ciudad, donde lo destartalado del puerto se mezclaba con las construcciones nuevas y aún inútiles, otras precarias y destilando pobreza. El capitán, ya lejos de su cargo, parecía un simple aldeano tomando las riendas del carro y azuzando al animal con constantes y suaves llamados de atención.
-Se distrae con facilidad el viejo zaino, perteneció a mi hijo, y no he querido venderlo, usted comprenderá. Y para que no se anquilose en un establo lo mantengo en forma de esta manera. Pocas veces son las ocasiones en que uso el carro, y mi mujer casi nunca. Sólo la chica que la ayuda en los quehaceres lo saca para ir al centro para las compras.
Maximiliano asintió en silencio, concentrado en observar los alrededores de la ciudad que iba adquiriendo forma a medida que se adentraban en calles más habitadas. Almacenes, autos motorizados recién traídos de Europa, muchos carros por supuesto, fábricas nuevas echando humo por sus altas chimeneas.
-Es la hora de salida de los obreros- dijo el capitán, mientras señalaba el grupo que se dispersaba desde un gran terreno colindante a un edificio cuadrado, con dos chimeneas enormes como troncos muertos de un bosque quemado.
Y aquella imagen se repitió a lo largo de varias calles, para luego perderse entre casas de familia recién construidas, apelmazadas, casi pegadas una a la otra. A Maximiliano se le ocurrió la imagen de un dominó que cualquier viento haría caer muy pronto. Miró hacia el cielo, las nubes eran más negras, el viento las había traído y eran tantas que permanecían ahora como estancadas, acumulándose, amenazando con desembolsar su contenido de un momento a otro.
-Este es el barrio de los inmigrantes.- También miró al cielo, y dijo:- Ya pronto llegamos. Mi casa está detrás de ese terreno que ve allí. –Señaló un gran baldío cubierto de yuyales. Unos minutos después, vio la casa que los altos pastos ocultaban. Era antigua estancia, ancha y baja, rodeada en todo su perímetro por una galería de madera. Los pilares formaban una recova, dando sombra a las puertas y ventanas con postigos de madera, detrás de los cuales se veían las formas delicadas de cortinas blancas manchadas por el tiempo y las moscas.
No había árboles alrededor, sólo en extenso pastizal que no parecía molestar a nadie, como si fuese un medio de ocultamiento frente a los extraños. El viento se había detenido, y los pastos dejaron de moverse, tomando la forma de una mar tranquilo, sereno, encapotado por las grandes nubes que crecían, se adensaban, inexorables.
El caballo se adentró en el terreno y se detuvo delante de la casa. El capitán bajó, y juntos ayudaron a don Roberto. Luego agarró sus propias cosas y la valija de ellos, tomando el sendero de tierra pisada que conducía a la entrada. Lo siguieron despacio, inseguros de ser bienvenidos por la dueña de casa. Al subir los cortos escalones, se hallaron casi a oscuras bajo la sombra de la recova. Maximiliano oyó abrirse la puerta, y una luz tenue de lámpara de aceite salió de pronto, más como un vaho que como luz, contorneando la forma de una mujer joven bajo el dintel. Escuchó la voz que decía:
-Bienvenido, capitán…-Y se detuvo al ver extraños.
El capitán obvió el saludo, e indicó que pasaran.
-Entren, por favor.
La sala estaba atiborrada de muebles antiguos, empolvados, muchos cubiertos por fundas y mantas tejidas. Vio pieles vacunas, quizá, pieles de cabras y otros animales sobre el piso. Había un hogar frío y seco, con tizones apagados tal vez mucho tiempo antes. Se sentía más húmedo y frío adentro que en el exterior. Un olor penetrante a animales, a pelo mojado, a amoníaco. Entonces una cuasi manada de gatos apareció por una puerta que se abrió en la pared de la derecha. Detrás de ellos, que se esparcieron por toda la sala, sin hacer caso omiso de los visitantes, apareció la mujer del capitán. Se acercó con tranquilo paso a través de la sala, esquivando los muebles y sillas, las pieles, los platos de alimentos para los gatos, haciendo sonar sus tacos sobre la madera que crujía vieja y cansada.
-Querida, estos son mis invitados por esta noche. El hermano Maximiliano Méndez Iribarne, y su padre don Roberto. Se protegerán esta noche de la tormenta antes de seguir viaje hacia las misiones.
La mujer pareció sorprendida de tal incongruencia en los tiempos actuales, tanto o más que lo había hecho el capitán al conocerlos. Pero pronto tal impresión se vería corregida por una causa más acertada: lo que había dado tal expresión al rostro de la mujer era otra cosa, quizá lo que veía, invisible, rodeando o inmerso en el alma de Maximiliano. Porque no había otra manera de expresarlo. Aquella cara de mujer madura, de más de cincuenta años, envejecida por la pesadumbre, delgada, con pómulos marcados donde la sombra parecía haber esculpido en sus huesos, era más inteligente e intuitiva, sin duda, que el alma caritativa y bondadosa, y sin duda simple, de su marido.
Llevaba un vestido marrón, a la moda europea de quince o veinte años antes, más monacal que propio de una señora culta y de clase elevada. Eso era lo que cantaba su rostro, los restos avejentados de un señorío apagado para siempre, enajenado por rebeliones transitorias y siempre fracasadas, finalmente vencido y enclaustrado por decisión propia en esa amarga expresión que denotaba, más que su cara, toda su figura.
No era alta, no era erguida; no era jactancia y antipatía ni desprecio. Era encorvada, levemente, con manos de leve temblor que hacía descansar una sobre otra, como dos niñas caprichosas que debía controlar continuamente. Entonces dijo, con la voz suave de un pájaro cansado:
-Sean ustedes muy bienvenidos. –Y se acercó a saludar primero a don Roberto, como correspondía por la edad, pero que Maximiliano sintió como un acto esquivo hacia él.
Ella observó la mirada perdida del viejo, y sonrió. Luego miró a Maximiliano y le dio la mano. Un escalofrío le recorrió el brazo al tocarla. Estaba fría, más bien helada. Sus ojos claros, verde intenso, le hicieron recordar dos moscas posadas sobre un pan de manteca blanca recién retirado del frío.
-Mi nombre es Natacha-dijo, y tal nombre coincidió con un agotado acento que, igual que casi todo en esa casa, fue sacado a relucir como un cadáver de glorias pretéritas.
-Mi mujer es polaca, vino en la primera oleada de inmigrantes allá por los sesenta, antes de que llegaran todos los demás.
-Así es-afirmó ella.- Mi familia se asentó por estos lares en una hermosa granja. –Suspiró, apesadumbrada, resignada a repetir algo por enésima vez, y que sin embargo esperaba con ansia:- Todo lo que queda es esta casa y ese pastizal que han visto afuera.- Pero más que demostrar pena y sensación de pobreza, su tono denotaba un orgullo postrero, empecinado, como si la casa fuese una fortaleza y el pastizal un mar inabordable que la protegía del resto del mundo.
Entonces Maximiliano vio las cruces colgadas de las paredes, los rosarios de cuentas negras, balanceándose sin motivo, igual que plumas de pájaros embalsamados. ¿O no era así?, se preguntó, mientras la mujer le hablaba ahora, sentados todos en sillones cubiertos con pieles de vacas pintas, sobre la necesidad de la religión en aquellos sitios abandonados de la piedad de Dios.
-No hay iglesias que valga la pena visitar en la ciudad, no hay servicios religiosos como debe ser. Todo es trivialidad, delincuencia, pobreza sin dignidad y honradez.
Su marido la miraba con contento, era evidente que las visitas habían hecho resurgir un aspecto poco frecuente en su mujer, pero pronto se borró tal impresión. Mirándolo de frente, para bajar la vista en seguida, ella dijo:
-Desde que se llevó a mi hijo, sólo tengo a Dios y esta casa. Y su visita, claro, de vez en cuando.
Maximiliano comprendía el insulto, pero no la otra parte de aquella frase. De todos modos, fue suficiente para que los hombres allí presentes se sintieran afectados, en solidaridad con el capitán. Éste se levantó, pero ante la mirada de su esposa volvió a sentarse. No había dejado de soltar su valija, dispuesto a ir a darse un baño y descansar. Pero no podía, aún.
-María, traiga un té para los señores, por favor. Luego prepare la cena. No olvide alistar la casa para la tormenta.
La chica, que recién ahora salió de la sombra junto a la puerta que había cerrado cuando ellos entraron, y desde la que no se había movido, fue directamente hacia una puerta del fondo. Unos gatos la siguieron, seguros en la esperanza de recibir las sobras de la cocina, otros se quedaron rodeando los sillones, subiendo y bajando. La mujer acariciaba uno sobre su falda.
-Te preparé el baño, querido- le dijo a su marido.- Hay agua caliente. Andá y descansá.
Aquel cambio en la voz y el tono era típico de una mujer resentida, y avergonzada de su resentimiento, dispuesta a adoptar cualquier oportunidad de ser amable, de demostrar que no es ni siente como todos creen que es y siente, como ella misma sabe que en realidad es: resentida, cruel e impiadosa. Luego miró a Maximiliano, dejando que su esposo se alejara con sus cosas, hacia la puerta por donde ella había aparecido y que sin duda llevaba a los dormitorios.
-¿Dónde piensa asentar, su misión, hermano?
-No estoy segura, señora…
-Por favor, llámame Natacha.
-Gracias…señora Natacha…-Ella sonrió de su torpeza, y él celebró esa relajación en la charla.- Perdón, en mi país y en mi casa, la severidad de mi tío José me acostumbró a ciertas tradiciones…
-Y yo lo celebro, mi querido hermano, se lo aseguro. En estos pagos, me siento como un almendro extirpado de mis tierras e implantado en medio de la selva. Mi marido es un hombre atento, culto, pero cuando regresa de sus viajes debo obligarlo a dejar en la puerta de casa todas las malas costumbres de su profesión. Cada vez me cuesta más, y yo cada vez estoy más vieja y cansada. Ya no tengo ni el consuelo de mi hijo, salvo cuando viene a visitarme.
María llegó con el servicio de plata. Dejó la bandeja en una mesa, junto a un frutero de porcelana como centro de mesa, sobre un mantel de encaje.
-Este servicio es el resto de un samovar que trajeron mis padres desde Varsovia. Lo que no se ha perdido, fue robado. Lamento no ofrecerle lo que sin duda se merece. Su acento, señor mío, su presencia- y esto lo dijo dirigiéndose a don Roberto- me halagan sobremanera. Me retrotraen a tiempos idos, cuando era joven, cuando estaba enamorada y mi hijo era pequeño. Si usted hubiera visto la estampa de mi esposo cuando era joven, recortada su figura contra el horizonte de un atardecer cualquier en estos llanos, o junto al río. Cuando regresaba de sus viajes, fuerte y esbelto, con su barba corta y rubia, la piel quemada.
Un silencio se quebró con el maullido de los gatos desde la cocina.
-Veo que le agradan mucho los animales- dijo don Roberto.
-Así es, mi querido señor, son una compañía enorme. Tan intuitivos, además, y tan inteligentes. Mi hijo los adoraba, y por eso ellos saben cuándo está por llegar.
Don Roberto no contestó, Maximiliano se quedó mirando, perplejo, a la mujer. Estaba loca, evidentemente, y decidió no contradecirla. Era como una niña viviendo en un mundo pasado, y su esposo no hacía más que mantener intacta las apariencias. De no ser así, ella se derrumbaría de inmediato, y eso él no podría tolerarlo, la culpa y el remordimiento se lo impedían.
Pero don Roberto, entonces, preguntó:
-Sepa disculpar mi torpeza, querida señora, soy un campesino nada más, un montañés, criador de ganado. Pero me gustaría saber si ve a su hijo con frecuencia, si sus ojos…cómo explicarme…si ve algo en sus ojos que antes no veía.- Dijo todo esto interrumpiéndose, tratando de hallar las palabras correctas y suficientemente educadas, moviendo las manos como si atrapara esas palabras en el aire, como moscas delicadas creadas por su mente.
La mujer sonrió y puso sus manos sobre las del viejo.
-Lo ha expresado bellamente, mi querido señor. Es verdad lo que usted dice, veo en sus ojos algo muy hermoso, lo mismo que veo en este momento en uno de los suyos.
-¿Y qué es?-. La voz de Maximiliano intervino como un golpe indeseado en la conversación. Ella lo miró por primera vez con abierto desprecio. Ignorándolo con la mirada, pero contestando a la pregunta, dijo:
-¿Es como Dios, no es cierto, mi dulce don Roberto?-. Y miró otra vez a Maximiliano, sin soltar las manos del viejo, como aferrada a una figura de salvación.
Maximiliano supo que ella lo sabía todo. Esa misma noche, cerca de la madrugada, el conocimiento sería demasiado vasto, pero ya sentía que no debía haber aceptado la invitación del capitán ni haber entrado nunca en esa casa.
21
Maximiliano fue a su habitación, después de que le sirvieran a él y a don Roberto una cena abundante preparada por manos femeninas, que le hizo recordar los tiempos en la casa del tío José, cuando le hacían sopas, pasteles y todo lo que él quisiera, siempre calientes los platos, la mesa preparada, y ellas a los costados suyos, aguardando sus caprichos, ansiosas por complacerlos, y desilusionadas apenas algo, la más mínima cosa, lo enfurruñaba: el té levemente frío, la sopa demasiado caliente o lo que se le ocurriese inventar con tal de contrariarlas. Disfrutaba de aquel dominio que ejercitaba sobre ellas cuando el tío estaba de viaje. Semanas, a veces meses donde él era el dueño de la casa, sin necesidad de adoptar obligaciones. Claro que esto fue cuando era un niño, después se hizo ensimismado y triste, en opinión de las viejas criadas que lo habían visto crecer. Mientras recorría el pasillo detrás de María, pensó en ellas. Todo lo que había sucedido en los últimos días en Cádiz le resultaba extraño, demasiado alejado, como si fuese otro al que le habían ocurrido tales cosas, porque en realidad no sentía ningún dolor, sólo añoranza. Ni nostalgia siquiera, que tampoco involucraría algún tipo de remordimiento, si eso era lo que esperaba sentir o hallar en un recoveco de su alma.
María era muy bella, y recién ahora lo notaba. Tenía la lámpara frente a ella, iluminando el pasillo. Él veía entonces los contornos del vestido recortado contra aquella luz. Vio la forma en que caminaba, el perfil de su cara cuando giró un poco la cabeza para contestar algo que él preguntó, la forma de su mandíbula, el cabello que le caía sobre los hombros, los brazos levantados, uno con la lámpara, otro con unas toallas y sábanas limpias. Sus hombros eran fuertes, acordes con la silueta de sus senos evidentes bajo el vestido ni demasiado estrecho ni demasiado holgado. No pensó si era rubia o de tez oscura, lo más probable era descubrir con la luz diurna del día siguiente que sus cabellos eran color azabache y la piel clara, tal vez pálida. Por lo que escuchó de su tono, no era extranjera, pero tampoco indígena. Debía tener diecinueve o veinte años, pero parecía desenvolverse muy bien en la casa y disfrutar de la confianza de la esposa del capitán, la cual no debía ser una patrona condescendiente.
Don Roberto lo seguía, con su puño apretando la tela posterior del saco de Maximiliano. Eran como los seguidores de una exquisita luz transportada por una virgen vestal a través de los pasillos oscuros de la muerte. Sintió, por un instante, el eco de sus pasos, como si el pasillo fuese eterno y muy alto, en lugar de ser sólo el pasillo de una casa común que en medio de la noche encontraba ínfulas de caserón sombrío y embrujado.
Llegaron a la puerta del cuarto que les habían designado. María abrió y un aire de humedad y encierro les llegó a las narices. Ella emitió una leve risita de disculpa, un sonido como de oro gastado en medio de la humedad. Abrió las ventanas, y el viento intenso, el aroma del pastizal mojado entró parar inundar la habitación y escaparse por la puerta en busca del pasillo vetusto y sombrío. Los tres respiraron con alivio, porque gotas de sudor ya habían comenzado a caer por la frente de Maximiliano. Era la humedad u otra cosa, se preguntó.
Se sentaron a aguardar que ella tendiese las camas. La vio moverse de un lado a otro, preparando la habitación, deteniéndose aquí o allá unos segundos, contemplando si no habían quedado pliegues en las sábanas, sacando frazadas del armario. Se detuvo con los brazos cruzados y la frente levemente fruncida, echando un vistazo general a la habitación.
Sí, se dijo Maximiliano, era bella, tanto que no pudo apartar sus ojos cuando los de ambos se cruzaron, y un rubor cruzó la cara de María. Luego, en esa misma cara oscurecida por las sombras de la noche, creyó ver una sonrisa, los dientes de ellas asomándose cómplices y coquetos por detrás de los labios que se le ocurrieron húmedos y cálidos. Y entonces supo que debía hacer algo, que la noche anterior no había dejado abonar las semillas de su cuerpo. Que el deseo siempre se despertaba por más que se adormeciera por momentos. El deseo carnal era invariablemente obsesivo, irremediablemente constante, hasta que fuese satisfecho.
Sabía que bajo sus ropas, la piel le sudaba y el corazón estaba acelerado, que sentía cosquilleos en sus genitales y los ojos le dolían de tanto desear. La boca segregaba saliva que se veía en la obligación de tragar. Sus manos le temblaban algo, como si estuviese hambriento. Se secó la frente con las mangas, se levantó hacia la ventana y aspiró el viento fresco de la tormenta que todavía no se había desatado, pero que muy pronto llegaría.
-Si necesitan algo, llamen, por favor, me quedaré en la cocina por una hora más- dijo ella, retrocediendo hacia la puerta del cuarto.
-Muchas gracias- respondió don Roberto-. Pero no queremos molestar más.
-Es verdad, María, todo está muy bien. Le agradecemos sus atenciones.
Ella sonrió. Otra vez brillaron un poco sus dientes.
-No suelo dormirme hasta muy tarde, sufro de insomnio, así que no es molestia.
-Lamento escuchar eso, ¿y cómo se las arregla para trabajar durante el día?
-Duermo un poco la siesta, no hay mucho que hacer por aquí, salvo cuando la señora se siente mal.
-Lo entiendo-dijo Maximiliano, que también sonrió.-Por lo de su hijo, supongo.
-Sí, señor, a veces…tiene crisis…sueños…y hay que cuidarla.
La puerta seguía abierta, y una sombra se acercó hacia el marco. La joven no la había visto, pero Maximiliano vio a Natacha, seria, dando por descontado que había escuchado todo.
-Gracias, María, eres muy amable en poner al tanto de los vaivenes de esta casa a nuestros invitados.
María se fue casi corriendo, con la cabeza gacha.
-Lo lamento, señora…Natacha. Fue mi culpa y mi indiscreción. Ha sido un terrible error de mi parte.
-Eso es evidente. Su padre, aquí presente, no lo habría cometido en toda su vida. Ahora dígame, mi querido don Roberto, ¿se encuentra cómodo?
Ignoró a Maximiliano el resto del tiempo que permaneció en la habitación. Hizo sentar al viejo en un pequeño sofá a unos metros de la cama, y ella se sentó a su vez a su lado. La oyó preguntar algo casi a los oídos de don Roberto. Él creyó ver que ella lo miraba de reojo mientras hablaba con el viejo, como si estuviese murmurando y hablando mal de él. Aquello lo enfureció, porque no creía que eso fuese algo más educado que la indiscreción que él había cometido un rato antes. De todos modos, no podía reprocharle nada a esa mujer. Era, además, un invitado en la casa, y se debía sobre todo a la persona del capitán. Éste también, una víctima de la agrura de su mujer. Después de su baño, se había sentado a la mesa sólo un rato para presentar sus excusas e irse a dormir.
Luego ella besó las manos de don Roberto y se levantó dispuesta a irse. Se dignó dirigir una mirada ofuscada a Maximiliano y decir, sin dirigirse a él en apariencia:
-Espero que disfruten de una buena noche, y que la habitación les agrade. Es la mejor de mi casa. Aquí dormía mi hijo cuando vivía con nosotros.
Fue hasta una cómoda donde María había colocado una palangana de porcelana. Abrió el primer cajón y sacó un retrato. Lo colocó sobre la mesa y lo contempló.
-Este es mi hijo Ariel.
Maximiliano creyó confundir el nombre por un fugaz instante, creyó oír Aurelio.
-Hermoso nombre- fue lo único que atinó a decir.
Ella afirmó con su silencio, se dirigió a la puerta, echó un último vistazo, como memorizando el estado de las cosas para corroborarlas al día siguiente.
-Buenas noches- dijo.
-Buenas noches-respondieron ambos hombres casi a la vez, pero ella ya había cerrado la puerta.
Ayudó al viejo a desvestirse y acostarse. Se desnudó en la oscuridad, disfrutando del aire fresco de la ventana.
-Va a entrar agua cuando llueva- dijo don Roberto en la oscuridad.
-¿Y eso qué importa? No le tengo miedo a esa bruja.
El viejo no respondió. Lo vio quedarse quieto con la vista fija en el cielo raso, y penetrar en esa zona incierta que no era sueño ni vigilia, y al que él ya se había acostumbrado, al punto que no lo molestaba, porque había decidido como considerarlo dormido.
Sentía que estaba contento y excitado, que la electricidad de la tormenta le había transmitido una energía que lo llevaba a despreciar las reglas y las costumbres. Dormía desnudo por primera vez en mucho tiempo, sin vergüenza, si pensar en qué dirían los demás en la misma habitación. Miró su propio cuerpo en las sombras, pasó sus manos por el vello de su cuerpo, y se preguntó el por qué no hacía lo que deseaba, lo que necesitaba hacer.
Afuera, la tormenta mandaba relámpagos que iluminaban el cuarto, y su cuerpo brillaba, blanco, y se vio diferente. Ya no era un chico, era un hombre. Se levantó, se puso los pantalones solamente, y salió de la habitación. Adentro había quedado el viejo dormido y la ventana abierta. Adentro habían quedado el miedo, las buenas costumbres y las apariencias. Adentro había quedado la culpa y el remordimiento, los ojos de Dios que lo vigilaban y lo obligaban a ser un observador, un celador en el cruel instituto de Dios. Los demonios a los que temía y que necesitaba combatir, los demonios que habían vencido a Dios y apoderado de sus huesos, construyendo con ellos palacios infernales en el fondo del océano.
El agua y la lluvia que formaban mares ahora tenían otra connotación. La humedad de las mujeres era algo que reivindicaba la mala reputación que él le había otorgado a los mares. Si la luna, seca, llena de piedras y de huesos, podía tener tanta influencia en las mareas, no era extraño que el agua fuese en realidad la que dominaba sobre las superficies estériles y secas.
El macho es una superficie seca, polvo de piedra. La hembra lo seduce, lo disuelve, lo diluye en arroyos primero, luego en ríos, finalmente en mares.
Detrás, en el cuarto, quedaban encerradas la pesadumbre y la responsabilidad, la culpa ante Dios y ante el tío José. El dolor escondido y el grito de boca tapada. Delante, en el pasillo de aquella casa extraña, estaban sus brazos y sus piernas, sus manos fuertes repletas de deseos. Por una vez en su vida, por primera vez, quizá, ya no libraba ninguna batalla consigo mismo.
El permiso había llegado a él, por fin. Gracias a la tormenta de esa noche, que ahora sentía abalanzarse finalmente sobre el río cercano y la llanura. Aplastando el pastizal, sometiendo la techumbre de la casa con un ruido ensordecedor, acelerando los latidos de su cuerpo anhelante, derecho hacia el cuarto en que sabía estaba María. Esperándolo, sino qué otro significado tenían aquellas sonrisas de labios abiertos, aquellos comentarios sobre el insomnio, más que indicar que ella también extrañaba a un hombre desde hacía mucho tiempo.
Llegó y golpeó sin temor de que alguien más en la casa lo escuchase. María abrió la puerta. En la oscuridad de la habitación, sólo una vela muy débil descubría un costado de la cama estrecha, de una sábana colgando. Un aroma a mujer invadió la nariz de Maximiliano. María cerró, se le acercó por detrás, acariciando su espalda. Él la dejó hacer, sintiendo la forma de sus manos en su espalda desnuda, luego sobre su pecho. Se dio vuelta, la levantó en brazos y la llevó a la cama. No veía más que un costado de su cara, pero con su cuerpo descubría los senos de María, las costillas, los glúteos, los muslos, hasta llegar a tocar con sus labios lo que sin saber había estado anhelando.
La lluvia parecía destruir el techo, golpeaba puertas, azotaba las paredes de la casa. Imaginaba que el río se desbordaría hasta llegar a la galería, y la sensación de inundación lo satisfizo.
Fue entonces cuando se abrió la puerta de la habitación de María. Podría haber sido el viento que paseaba por los pasillos, pero encuadrada por el marco estaba la figura de la señora Natacha, como una pintura representando a un demonio recién salido del océano.
-Así que aquí está, hermano de Dios, piadoso sacerdote de Satanás. Seduciendo a mi sirvienta mientras su padre se muere en el cuarto de mi hijo.
Maximiliano se había levantado para taparse con las sábanas. Mientras ella hablaba, se puso los pantalones y corrió hacia la puerta. Ella se interpuso.
-¡¿Qué pasó con don Roberto?!- le preguntó. Ella lo miró con primero con sorna primero, luego dijo:
-No se preocupe, mi hijo ha llegado justo a tiempo para rescatarlo.
Maximiliano corrió hacia el cuarto, sabiendo que la mujer lo seguía. En la habitación, don Roberto estaba sentado en la cama, empapado, chorreando agua, intentando sacarle la ropa mojada, mientras tosía. Él se acercó y lo sacudió de los hombros, sabiendo que no hacía más que cometer un error detrás de otro, que el viejo no tenía la culpa, que debía calmarse. Y sin embargo necesitaba descargarse en las cosas y los seres que habían interrumpido aquel acto del que se sabía culpable y que había disfrutado como ninguna otra en toda su vida.
-¿Qué estaba haciendo, viejo? ¿Cómo se le ocurrió acercarse a la ventana con esta lluvia?
Es absurdo, se dijo a sí mismo, a la vez que deseaba callar la risa sarcástica de Natacha a sus espaldas. Sabía que ella se regocijaba en verlo descontrolado, furioso, mostrándose como en realidad debía ser. Porque eso era lo que ella había visto al verlo y saludarlo por primera vez el día anterior.
O tal vez alguien más se lo había contado.
Tal vez hubiese sido aquella presencia que ahora veía en el ojo izquierdo de don Roberto, que había perdido su opacidad y se tornaba claro como el escenario de un teatro muy bien iluminado. Donde las luces y las sombras eran las necesarias y las justas para mostrar las acciones de un drama tan antiguo, que el mismo Dios había escrito, y continuaba representándose ante plateas vacías.
En la pupila del ojo izquierdo estaba Ariel. Rubio y hermoso, atlético y fuerte como un adolescente de quince años criado en el campo.
-¿Lo está viendo, no es cierto?- escuchó que preguntaba Natacha.- Ha venido a compadecerse de su padre, si es que se trata de su padre en realidad.
Ariel lo miraba a los ojos, y se había puesto de frente y parado ante él. El ojo izquierdo era un escenario en un gran teatro, sin duda, y Maximiliano se asombró de cuánto había crecido en esclarecimiento aquella capacidad que nació en la cabeza de don Roberto.
Entonces Ariel comenzó a balbucear, sin sonido, sólo moviendo los labios.
-Quiere hablar, pero no puede, no halla palabras para definirlo- dijo Natacha.
-¡¿Definir qué?!
-La clase de demonio que es usted, para darle su lugar en los círculos del mar.
Ahora ya sabía.
Don Roberto empapado, como si recién hubiese surgido del océano, visto las ciudades infernales construidas con los viejos huesos de Dios. Conocido los sectores habitados por las diferentes clases de demonios, las habitaciones entrevistas a través de las ventanas, las cosas y las costumbres de esos seres, tal como si fuesen familias taciturnas sentadas alrededor de mesas pobres.
Ariel.
Jesús.
Era él quien estaba ahora frente a Maximiliano.
Y como no podía desatar su furia sobre el viejo, no porque lo fuese sino porque era el padre de la mujer que realmente amaba; y como la culpa era a la vez un conocimiento absoluto y una absoluta desesperanza, se dio vuelta para mirar a Natacha.
La vio parada, erguida como una vestal orgullosa, y más joven y hermosa que como lucía la tarde anterior. Por ello, por tal hermosura, podría haberse detenido, pero él sabía claramente que lo bello es con más frecuencia cruel que bondadoso, y la sonrisa de triunfo en la cara de Natacha no terminó de formarse. No le fue otorgado aquel último deseo, que era el de decir una frase hiriente más a aquel hombre que había venido a romper la desastrosa monotonía de su vida. Como si ese hombre fuese un fin y un milagro.
Un golpe de su mano derecha, una bofetada simplemente, pero tan fuerte que la hizo caer al suelo y sangrar contra la punta de aquella cómoda donde estaba el retrato de su hijo.
Cuando levantó la mirada hacia la puerta, vio al capitán, que buscaba algo en otro cajón de esa misma cómoda, nervioso, a medio vestir. Las manos le temblaban como no le habían temblado al apuntar al yaguareté. Miraba a Maximiliano, como vigilándolo, como sintiéndose vigilado, como si la fuerza de aquel joven estuviese sobrepasando su reconocida vejez, su debilitamiento, como si estuviese avergonzado de que lo viesen casi desnudo, así como lo había visto dominado por el carácter de su mujer.
Tardó mucho en hallar el revólver, se diría que dando tiempo a Maximiliano para reaccionar. Entonces lo vio levantar en brazos al viejo y agotado don Roberto, y salir corriendo por la puerta y de la casa.
Maximiliano escuchó en la oscuridad dos disparos, vio la luz de dos fogonazos iluminarlo brevemente. Pero ya era tarde para cualquier otra cosa que no fuese el camino por delante: la clandestinidad y la selva.
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