Practicaba la medicina desde hacía
largo tiempo, y su nombre había llegado hasta cada pueblo. Pero cuando ya no
pudo ir a todos los lugares de donde lo llamaban, comenzó a enviar a sus
alumnos. Ellos se habían hecho tan sabios como su maestro, y se dispersaron
para ejercer su arte fundando templos hospitales por el mundo hasta entonces
explorado.
Si le preguntaban por su origen, él respondía que jamás había conocido a
sus verdaderos padres. Los dioses lo abandonaron al cuidado de una pareja
humana. Tuvo luego como maestro al centauro Quirón, a quien le debía su sabiduría.
De niño iba hasta el lago a esperarlo, aún antes de que amaneciera. Y mientras
la oscuridad y la niebla se despejaban, Quirón aparecía atravesando las aguas
desde la orilla opuesta. La gente del pueblo pensaba que no vivía solo, pero nunca
nadie pudo saber con quién. Pasaba su vida en los bosques, en busca de las
plantas medicinales. No había hombre o animal en esa época que conociese mejor
las enfermedades o los remedios que el bosque guardaba.
Se vieron por primera vez, una mañana en que el centauro recorría las
praderas alrededor del lago. Como todos los seres intermedios entre los dioses
y los hombres, Quirón se enfurecía fácilmente cuando un humano se atrevía a
hablarle sin que le concediese antes la palabra. Pero cuando vio al joven,
tímido, mirándolo con ansiedad entre los árboles, le permitió acercarse. El
niño empezó a contar lo que sus padres le habían relatado sobre sus ancestros.
Aunque al principio se mostró incrédulo, el centauro se dio cuenta que el joven
era diferente a los otros humanos. Los hábitos vulgares lo deslucían, pero eran
parte inevitable de su convivencia con los hombres. Desde aquel día decidió
tomarlo como aprendiz y enseñarle los secretos de la medicina.
El niño llegaba temprano a la playa del lago para repasar las lecciones
del día anterior. Su maestro emergía de
la niebla con el torso humano descubierto, el pelo encrespado en la espalda y
el pecho, espeso y confundido con el pelaje equino, intensamente negro, siempre
mojado. Él notaba que Quirón lo miraba con lástima al verlo tan delgado y
descalzo, con esa túnica blanca y sucia que su madre le había hecho. Pero como
él se esforzaba por aprender, sintió que iba ganándose su afecto.
El centauro le hizo pasar cada vez más tiempo a su lado, y él se fue
alejando de la casa paterna casi sin darse cuenta. Cada año vivía menos tiempo
allí, a veces sólo durante el verano, hasta que un día sus padres murieron y se
encontró frente a sus cuerpos rígidos. Seres ordinarios e irreconocibles como
los cadáveres que hallaba al caminar en los bosques.
Luego salió al campo a cavar las fosas, y mientras lo hacía, miraba la
tierra cultivada y ahora solitaria a su alrededor. Tuvo la sensación de que ese
lugar ya no le pertenecía, un lugar del que se había alejado y al que ya no
amaba. Envolvió los cuerpos en sus mortajas, y los enterró, devolviendo la tierra
excavada a las tumbas. No estaba seguro si era su deber llorar.
Abandonó el campo y regresó al lago. El pensamiento de que la enfermedad
de sus padres quizá podría haber sido curada, lo atormentó todo el camino.
Quirón le había dicho una vez que la vida tenía su curso natural. Nada era
capaz de impedir el deterioro progresivo. Sólo era necesario curar los males
que la apartaban de ese camino, los que detenían las tareas humanas o llevaban
a la muerte precoz. Al reunirse con su maestro le contó lo sucedido, y Quirón
estuvo de acuerdo en que los enterrara lejos del lago.
-Ellos son podredumbre-le dijo.-En
vida te alimentaron, pero nada más hicieron.
Él creyó en su maestro y puso a un lado el recuerdo de sus padres.
Años después se hizo alto, una
barba rojiza cubría su rostro de mirada reflexiva. Fue ganando renombre entre
los humanos, y Quirón parecía sentirse satisfecho. El maestro seguía sin
revelarle nada sobre su vida, por eso él fue preguntando en cada casa que visitaba.
Le contaron que siglos antes Quirón había sido el favorito de los dioses, pero luego
se había apartado para permanecer solo en el bosque. Todos pensaban que debía
serle imposible soportar la soledad, y el orgullo por su pasado estaba
creciendo otra vez en él. Pero esto ya lo sabía, en los últimos tiempos era
fácil ver el cambio brusco de su ánimo, como si una indefinible impaciencia lo
estuviese dominando.
Quirón lo interrogaba sobre sus progresos, pero sobre todo pretendía
saber si los hombres eran agradecidos para con los dioses. En escasas ocasiones
le hablaba de cuando era parte del Olimpo y había conocido los favores divinos.
Doblaba el torso para acercarse al oído de su alumno, y con el pelo erizado, relataba
historias libidinosas. Luego, su mirada parecía perderse en el recuerdo, y se
quedaba en silencio hasta la llegada de la noche.
Era ya un hombre que había entrado en la segunda mitad de su vida, y
enseñaba a sus propios alumnos. Un día le hablaron de un hombre cuya existencia
no se aseguraba con certeza, pero que muchos afirmaban haber visto. Fue hacia
la isla donde supuestamente vivía, porque si era verdad, se trataba de un ser
excepcional. Debió recorrer también varias montañas, desde cuya altura
alcanzaba a ver el mar y la costa continental de la que había partido.
El hombre que buscaba se le apareció detrás de un árbol, casi desnudo
excepto por una tela oscura envolviendo su pelvis flaca, con los puntiagudos
huesos que parecían querer escaparse del cuerpo.
-¿Qué busca?-le preguntó, con una voz débil, semejante a la brisa que
barría la montaña.
Conversaron hasta el anochecer y durante todo el día siguiente, y antes
de partir, sintió en la boca y la nariz un sabor, un olor extraño, como la
sensación de estar hablando con un muerto. Porque alguien de más de trescientos
años de edad debía haber vuelto de la muerte para justificar su presencia. Pero
no había sido así. El anciano contaba hechos ocurridos hacía mucho tiempo,
anécdotas que nadie más podría conocer de no haberlas presenciado. Había
realizado todo tipo de trabajos, formado una familia de diez hijos y
sobrevivido a ellos y sus descendientes. Tenía la piel bronceada con
intensidad, las plantas de sus pies duras como rocas. Cuando las manos del
maestro palparon aquel cuerpo tres veces centenario, no encontró nada malo en
el viejo, sólo dolores leves y esperables a su edad. Luego se despidieron,
mientras el sol calcinante seguía alumbrando la cima desprotegida.
Al abandonar la isla, pensó en las palabras que el viejo le había dicho
cuando él quiso saber cómo sobrevivir al
cansancio mortal del trabajo diario, a las enfermedades cotidianas, tan
frecuentes que era imposible expulsarlas, como visitas indeseadas más fuertes
que nosotros. El anciano no supo responderle, solamente se dejaba llevar, le
dijo, por el impulso desconocido de la vida.
Por eso iba preguntárselo a Quirón.
Cuando el centauro escuchó todo esto, comenzó a correr y corcovear de un
lado a otro de la playa, furioso. Nunca lo había visto así, menos aún en los
últimos tiempos, inmerso en un estado de íntima melancolía. Se protegió entre
las plantas mientras lo escuchaba gritar en el idioma de los centauros.
Después, Quirón se detuvo ante él, agitado todavía, gritando con ira que la
vida de ese anciano era inconcebible. Así como una vez le había dicho que era
su deber combatir los males que apartaban a la vida de su curso natural,
también era imprescindible hacerlo con los que la prolongaban innecesariamente.
-Les está prohibido a los hombres imitar a los inmortales-dijo
finalmente.
El joven había aprendido esto al morir sus padres, pero ahora se daba
cuenta de lo que desde entonces lo inquietaba: la idea de que aún podrían estar
vivos si él los hubiese cuidado con su conocimiento. Pero ya nada era posible
hacer, y le resultaba doloroso.
Le habló a Quirón como jamás se había atrevido a hacerlo antes.
-Si es un mal acercarse a la inmortalidad, también lo es para los
semidioses. Ustedes no son dioses, ni hombres, ni animales, sino una parte de
cada uno.
Quirón escuchó el desafío de su discípulo, pero nada contestó. Se dio
vuelta para regresar al lago, y se hundió en las aguas hacia la orilla oscura
del bosque.
Los seres intermedios estaban extinguiéndose. Los hombres tampoco tenían
confianza ya en el poder divino. Eran tiempos diferentes a los de la época
dorada. Él sabía que a pesar de los beneficios de su arte, los hombres habían
dejado de adorar a los dioses. Vivían atentos a su propia vida, y se aislaban
con sus familias luego de ser curados. Eran agradecidos con él y sus alumnos,
pero rara vez iban a los templos.
Algún tiempo después, durante el que no volvió a ver a Quirón, lo
llamaron desde la isla del anciano. Los mensajeros le dijeron que el viejo
estaba muy enfermo y lo mandaba buscar. Cuando llegó, lo encontró con una
herida en el pecho.
-Se me va el alma por este hueco en el cuerpo- gimió el anciano cuando
él llegó. Apoyó la cabeza en su brazo y dijo que Quirón lo había herido. Por la
lealtad que unía al médico con el centauro, había querido decírselo él mismo.
Quirón subió una noche a la montaña, con el lomo cubierto de sudor y una
mirada de odio. Se había erguido en sus patas traseras, desbocado y gritando
con un aire inconfundible de ira exacerbada. Luego sacó un puñal que llevaba
atado a la espalda, y lo arrojó contra el anciano. El viejo aseguró no haber
sentido dolor al principio, mientras veía la expresión desolada del centauro, y
escuchándolo decir, antes de irse, que nadie podía desafiar a los inmortales.
-Parece tener la necesidad de recuperar el favor divino desesperadamente-dijo
el viejo, justo antes de morir.
Aunque intentó curar la herida, con todos los métodos que conocía, ese
cuerpo, a pesar de sus incontables años,
había resultado también ser mortal.
Dejó que sus ayudantes se encargaran del anciano y regresó al valle.
Estaba anocheciendo, y fue directamente hacia el bosque donde vivía el centauro.
La niebla se había hecho densa a la mitad del lago, pero siguió remando sin
temblor hasta llegar a la otra orilla. Nunca había estado allí. El bosque
parecía más impenetrable cuando la luna se ocultaba. Había ojos centelleantes
en las sombras, una helada brisa movía las hojas y rozaba su cuello. Mirando
hacia arriba en busca de la luna, pudo verla filtrándose entre las ramas altas.
Poco después descubrió la choza. Le resultó extraño que Quirón viviese
en una construcción humana, en la que podía verse luz de cebo y percibirse el
aroma de la comida reciente. Acercándose con precaución, se asomó a una de las
ventanas.
No tuvo tiempo de preguntarse qué era lo que estaba viendo antes de
sentir los brazos del centauro alrededor del cuello. Creyó perder el sentido
por un instante, pero en seguida se vio liberado. Quirón no gritaba ni parecía
enfurecido. Solamente fijó su mirada condenatoria en él, preguntando la causa
de que estuviese en sus dominios sin permiso.
El maestro le dijo con aspereza que el anciano había muerto. Entonces el
centauro, como única respuesta, miró hacia la ventana, y otra vez la antigua
expresión de tristeza ensombreció su rostro. Las patas delanteras comenzaron a
cojear, y su torso humano se dobló sobre el cuerpo equino. La cola se escondía
entre las ancas, el pelo brillaba con la luz de la luna.
-Hice todo por complacer a los Dioses, pero no me han devuelto a la que
yo más deseaba.
Su voz se deshizo como el viento contra los árboles. Hizo sentar a su
discípulo sobre una roca, y comenzó a hablarle de su amante, de su belleza, de
cómo ella, en los lejanos tiempos, lo acompañaba en el bosque buscando especias.
Entre ambos habían curado las enfermedades de los seres inferiores. Los dioses se
habían mostrado satisfechos al verse más adorados por los humanos. Pero fue en
esa época cuando hallaron una sustancia extraña en la savia de viejos árboles
extintos en otros bosques, que tenía un efecto reversible sobre la muerte.
Había logrado que algunos hombres volviesen a la vida. Cuando los dioses lo
supieron, destruyeron los antiguos árboles y mataron a su amante para castigar
el desafío de Quirón. La ahogaron en el lago, de donde él rescató su cuerpo.
Y aún entonces no pudo hacer otra cosa más que continuar desafiándolos.
-Ellos le quitaron la vida- dijo Quirón.-Pero yo interrumpí el proceso
de su muerte.
Durante días intentó reanimarla, y cuando finalmente ella comenzó a
moverse, el cuerpo se detuvo para repetir los mismos gestos una y otra vez.
Pero nada nuevo había aprendido ella desde aquel día, algo diferente que por lo
menos le ofreciese a él la sensación de que no todo estaba acabado. Esto era lo
único que Quirón seguía esperando.
El viejo centauro entró a la choza. Él miró por la ventana una última
vez, y vio el cadáver de una humana, carcomido por insectos que zumbaban a su
alrededor, llevando entre sus manos de hueso una fuente de frutas frescas para
Quirón.
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