Para Alberto Ramponelli
Muchas veces me he preguntado la razón de editar un libro. Cuando era muy joven, cuando recién había publicado mis primeros cuentos en revistas literarias, o incluso mi primer libro, con la evanescente jactancia de los recién iniciados, juzgaba lo que creía yo la imprudencia de los ya consagrados en crear meros remedos de la obra de cada uno. Porque consideraba, en el repentino y abundante fluir de la propia inspiración, que todo estaba en crear un texto tras otro, esmerándose en corregir, publicar y darlos a conocer. Incluso esperar la respuesta del público, y también aceptar el hecho de ser ignorado por los jurados de los concursos literarios como un mérito que nos relegaba al afortunado limbo de los talentosos e incomprendidos por los que consumen la supuestamente fácil literatura comercial.
Los motivos son tan variados como autores hay, multiplicados por las incontables características personales de cada uno y las circunstancias en que se encuentren. Por supuesto, las variables se multiplican si la selección es de textos propios, porque ya no hay parámetros externos que especifiquen y limiten nuestro trabajo. En el primer caso, pueden influir los aspectos económicos y los egocéntricos, en su mayor parte, y ambos confunden la calidad de los textos fingiéndolos seleccionados por el buen gusto, y sólo a veces condescendiendo en reconocer motivos sentimentales. Casi siempre nos equivocamos, o más bien nos engañamos, y la selección desentona en la mayoría de los casos con los gustos de cada lector, y casi invariablemente también con el del propio autor, tarde o temprano. El motivo principal es que la subjetividad, siempre inevitable, está más enraizada en nuestra psiquis que la utilizada para opinar sobre los demás, donde pueden y deben influir los factores de la educación para cambiar las costumbres aprehendidas. La selección, por lo tanto, debería hacerse, si el autor se obstina en realizarla por sí mismo, en una etapa de la carrera literaria donde se haya asentado tanto una valorada experiencia como una cantidad considerable de textos que representen las variantes dentro de un estilo, y sobre todo haber logrado la suficiente distancia entre el autor y su obra. Si este auto-reconocimiento no es del todo acertado, por lo menos debería prevalecer el sentido común que introduce la duda, elemento tan encomiable como poco estimado en general. Instalada la duda con el rango de única certeza, ella determina a la arbitrariedad como el solo factor común de la selección. Entonces sí podemos hablar de los textos sin compromisos predeterminados, dejando fluir los recuerdos y las circunstancias en que fueron creados, que a la altura de los años transcurridos pueden ser o no ciertos, pero tienen el sabor de lo entrañable, sensación que incluye tanto la satisfacción de lo realizado como el remordimiento por lo incumplido. Felicidad y dolor, en diferentes dosis o matices. Creo que eso es la virtud principal, y tal vez la gloria, de cualquier arte, su fin y su principio.
El tiempo todo lo invalida, o lo revalida.
Las rotundas afirmaciones se desvanecen, o se convierten en pedantescas frases que no significan nada. El tiempo va decantando los hechos, formando una capa de valores que puede apreciarse como aquellos frascos que nos hacían preparar en la escuela primaria en la asignatura de biología. Capas profundas que no desaparecen, sino que se consolidan, haciéndose pétreas y persistentes. Y a medida que ascendemos la vista, el resto toma colores más vistosos, atribuyéndolo equivocadamente a la mejor calidad de las sustancias. Por encima, y casi en la superficie, se sustentan los cambiantes productos de la cotidianeidad. Lo que cambia de un momento a otro, lo que por la mañana tiene el aspecto de lo nuevo, por la tarde se enturbia emitiendo un aroma nauseabundo.
El fondo, en cambio, permanece incólume. Lo que se ha formado en las primeras etapas de cualquier organismo, no tiene adonde ir más que ese último espacio que no deja salida. Bueno o malo, no tiene lugar por el cual escapar, y entonces, con el tiempo, ha aprendido a convertirse. La química es resultado de un aprendizaje, la física es la aplicación de esa experiencia, la psicología la metamorfosis de lo inerte en conductas futuras.
Lo inconsciente freudiano es un coágulo latente que dura toda la vida. Alguien, con una sola palabra como un filoso escalpelo, puede hacerlo estallar, y el resultado es la definitiva libertad o la locura, y ambos estados quizá representen lo mismo, si bien lo pensamos.
Con este material trabajan los escritores.
Las imágenes de la infancia, los recuerdos que imperceptiblemente se van metamorfoseando según lo vivido en el resto de los años, van tomando un sentido de irrealidad que para nosotros es absolutamente la más exquisita realidad. No hay tiempo mejor que el tiempo pasado, nos decimos, incluso tenemos resabios inclasificables de olores, sensaciones, imágenes, sonidos, armonías de tiempos que nos fueron del todo imposible haber vivido, porque aún no habíamos nacido. Pero hablamos del cuerpo material, este que nos somete al tiempo y a la intemperante desarmonía de lo meramente exterior: el hierro de los edificios, el concreto de las calles y la irreverente meteorología de lo caprichoso.
Yo hablo de los golpes iniciales, de las primeras caricias y los incipientes besos. De los paseos por la tarde en un barrio tranquilo, casi desierto a la hora de la siesta, caminando por veredas soleadas, viendo los negocios cerrados, las puertas de las casas entornadas para dejar entrar la brisa del verano, las ventanas abiertas por las cuales puede verse a un chico sentado a una mesa, dejado en penitencia porque no ha querido terminar su almuerzo. Gritos de una madre protestona por sobre el sonido de un televisor siempre encendido. El sonido de un disco girando, y el de una púa que se atasca. Y tal vez, una cama vacía y desordenada junto a la ventana, y también otro chico que desde la puerta de la habitación, nos sorprende espiando por la ventana, con cara de miedo, lento en sus movimientos pero astuto en su reveladora mirada de congoja. Él escucha, como nosotros, la música amarga del corazón humano que llena esa habitación, como si el corazón tuviese la forma y el aspecto de un cuarto de casa vieja, con paredes húmedas y piso descolorido, con una lámpara casi inútil intentando iluminar a regañadientes los rincones donde se esconde todo aquello que no quiere ser visto.
En esos rincones está el material con el que trabajan los escritores.
Es curiosa la sensación que se tiene de uno mismo con el paso del tiempo. Uno ve la forma en que los demás envejecen, y se lamenta por esta causa, pero no podemos saber con certeza si su propia percepción los exceptúa de considerarse tan viejos de cómo se ven. La vejez no es una sensación, simplemente, a ella colaboran la enfermedad, además del tiempo. Y no el tiempo considerado sólo como el transcurrir de las horas, sino el desgaste que provoca. ¿Y qué lo provoca? ¿Lo exterior solamente, o quizá también la evolución de la psiquis, que los antiguos pensadores llamaban alma? ¿La psiquis es únicamente un resultado del contacto con lo exterior a través de los sentidos, o también una evolución meramente interna?
Un cuerpo crece por el alimento que consume, pero también porque está en sus genes hacerlo. Incluso, como tantas veces se ha dicho, las uñas y el cabello siguen creciendo un corto tiempo luego de cesar la vida.
¿Tiene el alma una medida? ¿Puede hallarse en el cuerpo como puede encontrarse una glándula pequeña, que tan frecuentemente se deshace al intentar ser disecada por los métodos ortodoxos? Su búsqueda ha agotado a los filósofos mucho después que a los científicos, y sólo los teólogos, por sólo amor propio, siguen persistiendo en atribuirle al alma un espacio y una forma, adjudicando este recipiente a entidades ya muertas. Porque no comprendemos sino lo que imaginamos con los sentidos. Lo etéreo no existe si no es condensado en una forma aunque sea transitoria: si lo hemos visto por lo menos una vez, existe.
Las apariciones de la virgen, los fantasmas revelados con luces ultravioletas, las entidades sobrenaturales condensadas con sustancias como el helio, dándoles una forma dentro de un continente que pronto estalla por la energía contenida.
Nuestro coágulo inconsciente finalmente se romperá, distribuyendo por todo el torrente sanguíneo una serie de trombos que obstruirán la fisiología habitual. La muerte sobrevendrá de alguna manera, pero de la calidad de ese coágulo será la calidad de esa muerte.
¿Cómo puede clasificarse la calidad de ese quiste, si así queremos llamarlo, de sangre estancada? Estamos hablando alegóricamente. Los elementos que conforman el coágulo inconsciente pueden ser revelados lenta y parsimoniosamente a través de filtros que los depuran. Las aguas estancadas bajo superficies pulcras, irrumpen violentamente, de la manera más inesperada. Las aguas que se recambian, aunque turbias, tienen mayor posibilidad de sobrevivir.
El agua del mar, por ejemplo.
Durante tantos siglos las hemos dañado, dejándoles la tarea de reorganizar el ciclo del ecosistema, como si el mar fuese el dios encargado de perdonar nuestros pecados. Y tal vez sea así, hasta que este último dios piadoso resulte destruido por nosotros. Hasta que este dios inmenso se agote o se canse, y crezca o desaparezca, quién sabe.
Me han contado historias extrañas sobre el mar, pero la más constante es que de allí surgen, o regresan, seres o criaturas que tal vez imaginamos, y con las cuales he escrito algunas historias. Pero cuando las vemos con una determinada forma, aunque sea un cuerpo muerto sobre la arena de una playa cualquiera en una tarde nublada, no nos cabe duda de esa realidad. Si se nos ocurre levantar la vista hacia el mar gris, no es difícil imaginar que las olas y su sonido son un dios que entrega más de lo que se lleva. ¿Hay una cuenta providencial que mantiene los tantos igualado? ¿El cuerpo tiene un espacio para el alma? ¿Si nuestro cuerpo muere, adónde va el alma?
El cuerpo es una guerra constante, de eso podría asegurarlo mi amiga Cecilia. Yo estuve con ella la última noche de su vida, y lo que me entregó al despertar y verla muerta ha dejado de ser una experiencia traumática para convertirse en un privilegio del recuerdo. Permanecen sus incontables escritos que testimonian su sufrimiento y la manera en que intentó, sino combatirlos, por lo menos sufrirlos. Porque saber sufrir los sufrimientos no es sólo un juego de palabras, sino la forma más sabia, por lo única, de llevarlos a cuestas.
Combatirlos es desgastarse en el fracaso. Desistir es dejarse aplastar y arrastrar por ellos. Sufrirlos es cargarlos encima, como el mito de Sísifo. La piedra se nos caerá una y otra vez, pero cada comienzo es una esperanza, y la visión de la cuesta un desafío. Si la esperanza y el desafío son falacias, hay falacias que cumplen el rol de dioses eternos.
Cecilia luchó toda su vida contra los problemas de su cuerpo, y nunca se rindió, porque avasalló el dolor escribiendo lo que sentía. La enfermedad puede ser invalidante para la psiquis como para el cuerpo, y generalmente lo es. Pero para quienes han sufrido y aprehendido ese dolor desde muy pequeños, la intensidad va cediendo su lugar a la costumbre. El dolor se va hundiendo en lo que nosotros aquí llamamos metafóricamente un coágulo. Lo que queda en la superficie es deformidad, incomodidad, incordialidad. Pero lo que vemos regularmente también va tomando la forma de la costumbre, y la deformidad es la de los otros, no la nuestra.
Si es que existe un cauce que drene el dolor, o un laboratorio interno que realice la alquimia correspondiente para que la angustia se transforme en un campo llano por el cual caminar sin penas.
Ese es el objetivo, no deliberado ni programado, que nunca debe ser forzado, por el cual trabajan los escritores.
Hace poco nació mi hijo. Precisamente durante un tiempo en el que había dejado de escribir y puesto a leer autores diversos, de cuya lectura surgió un libro de crítica literaria. El paseo, casi una promenade sentimentale, me hizo pensar en que debí necesitar ese tiempo prestado para enfrentar el nacimiento de mi hijo. Porque mi hijo ha nacido enfermo, o eso creo. Así me lo dice su aspecto, como lo hacen también los médicos, y mi esposa, y todos quienes lo ven. Por eso tratamos de hurtarlo a la mirada de los demás, y en ocasiones inclusive a la nuestra. Mi hijo tiene una mano deforme, y me he preguntado de quién es la culpa. ¿De mi cuerpo, de mis genes? ¿Tal vez de los ya tan antiguos resabios de mis ancestros? ¿O es una representación de las culpas de la humanidad?
Pero el médico, que tuvo la amabilidad de acercarse a hablar y consolarme, me ha dicho que su familia ha padecido de una enfermedad, sino igual, parecida. Incluso me ha mostrado las secuelas en su propio cuerpo. Y entonces yo me pregunto: ¿tiene sentido seguir escribiendo y vivir en un sitio oscuro de la mente cuando el exterior debe ser combatido? ¿Puede modificarse el mundo con nuestro pensamiento escrito? ¿Siquiera podemos modificar la piedra con que está construida nuestra psiquis: el coágulo endurecido y ya definitivamente pétreo?
Sería como romper una roca con la punta de una lapicera.
Horadar, lenta, parsimoniosa, obstinada e infructuosamente, la superficie. Hasta ver el polvo que se va desprendiendo, y que poco a poco, casi imperceptiblemente, es mayor, aunque casi no se note.
Este es uno de los motivos para publicar. No exponerse en una vidriera que fácilmente puede ser apedreada y robada. No el subirse a una torre de marfil, abatida por el tiempo y el ácido de las modas.
Sino construir una habitación de casa vieja, con olor humano y paredes húmedas, una cama con sábanas desordenadas, una lámpara triste colgando del techo, una mesa con papeles y un lápiz gastado, con migas de pan en el suelo deslucido, mientras el ruido de la calle intenta destruir el silencio que un chico se obstina en conservar, con la mirada ensimismada, puesta en la ventana abierta que da a la calle Las rotundas afirmaciones se desvanecen, o se convierten en pedantescas frases que no significan nada. El tiempo va decantando los hechos, formando una capa de valores que puede apreciarse como aquellos frascos que nos hacían preparar en la escuela primaria en la asignatura de biología. Capas profundas que no desaparecen, sino que se consolidan, haciéndose pétreas y persistentes. Y a medida que ascendemos la vista, el resto toma colores más vistosos, atribuyéndolo equivocadamente a la mejor calidad de las sustancias. Por encima, y casi en la superficie, se sustentan los cambiantes productos de la cotidianeidad. Lo que cambia de un momento a otro, lo que por la mañana tiene el aspecto de lo nuevo, por la tarde se enturbia emitiendo un aroma nauseabundo.
El fondo, en cambio, permanece incólume. Lo que se ha formado en las primeras etapas de cualquier organismo, no tiene adonde ir más que ese último espacio que no deja salida. Bueno o malo, no tiene lugar por el cual escapar, y entonces, con el tiempo, ha aprendido a convertirse. La química es resultado de un aprendizaje, la física es la aplicación de esa experiencia, la psicología la metamorfosis de lo inerte en conductas futuras.
Lo inconsciente freudiano es un coágulo latente que dura toda la vida. Alguien, con una sola palabra como un filoso escalpelo, puede hacerlo estallar, y el resultado es la definitiva libertad o la locura, y ambos estados quizá representen lo mismo, si bien lo pensamos.
Con este material trabajan los escritores.
Las imágenes de la infancia, los recuerdos que imperceptiblemente se van metamorfoseando según lo vivido en el resto de los años, van tomando un sentido de irrealidad que para nosotros es absolutamente la más exquisita realidad. No hay tiempo mejor que el tiempo pasado, nos decimos, incluso tenemos resabios inclasificables de olores, sensaciones, imágenes, sonidos, armonías de tiempos que nos fue del todo imposible haber vivido, porque aún no habíamos nacido. Pero hablamos del cuerpo material, este que nos somete al tiempo y a la intemperante desarmonía de lo meramente exterior: el hierro de los edificios, el concreto de las calles y la irreverente meteorología de lo caprichoso.
Yo hablo de los golpes iniciales, de las primeras caricias y los incipientes besos. De los paseos por la tarde en un barrio tranquilo, casi desierto a la hora de la siesta, caminando por veredas soleadas, viendo los negocios cerrados, las puertas de las casas entornadas para dejar entrar la brisa del verano, las ventanas abiertas por las cuales puede verse a un chico sentado a una mesa, dejado en penitencia porque no ha querido terminar su almuerzo. Gritos de una madre protestona por sobre el sonido de un televisor siempre encendido. El sonido de un disco girando, y el de una púa que se atasca. Y tal vez también, una cama vacía y desordenada junto a la ventana, y también otro chico que desde la puerta de la habitación, nos sorprende espiando por la ventana, con cara de miedo, lento es sus movimientos pero astuto en su reveladora mirada de congoja. Él escucha, como nosotros, la música amarga del corazón humano que llena esa habitación, como si el corazón tuviese la forma y el aspecto de un cuarto de casa vieja, con paredes húmedas y piso descolorido, con una lámpara casi inútil intentando iluminar a regañadientes los rincones donde se esconde todo aquello que no quiere ser visto.
En esos rincones está el material con el que trabajan los escritores.
Es curiosa la sensación que se tiene de uno mismo con el paso del tiempo. Uno ve la forma en que los demás envejecen, y se lamenta por esta causa, pero no podemos saber con certeza si su propia percepción los exceptúa de considerarse tan viejos de cómo se ven. La vejez no es una sensación, simplemente, a ella colaboran la enfermedad, además del tiempo. Y no el tiempo considerado sólo como el transcurrir de las horas, sino el desgaste que provoca. ¿Y qué lo provoca? ¿Lo exterior solamente, o quizá también la evolución de la psiquis, que los antiguos pensadores llamaban alma? ¿La psiquis es únicamente un resultado del contacto con lo exterior a través de los sentidos, o también una evolución meramente interna?
Un cuerpo crece por el alimento que consume, pero también porque está en sus genes hacerlo. Incluso, como tantas veces se ha dicho, las uñas y el cabello siguen creciendo un corto tiempo luego de cesar la vida.
¿Tiene el alma una medida? ¿Puede hallarse en el cuerpo como puedo encontrarse una glándula pequeña, que tan frecuentemente se deshace al intentar ser disecada por los métodos ortodoxos? Su búsqueda ha agotado a los filósofos mucho después que a los científicos, y sólo los teólogos, por sólo amor propio, siguen persistiendo en atribuirle al alma un espacio y una forma, adjudicando este recipiente a entidades ya muertas. Porque no comprendemos sino lo que imaginamos con los sentidos. Lo etéreo no existe si no es condensado en una forma aunque sea transitoria: si lo hemos visto por lo menos una vez, existe.
Las apariciones de la virgen, los fantasmas revelados con luces ultravioletas, las entidades sobrenaturales condensadas con sustancias como el helio, dándoles una forma dentro de un continente que pronto estalla por la energía contenida.
Nuestro coágulo inconsciente finalmente se romperá, distribuyendo por todo el torrente sanguíneo una serie de trombos que obstruirán la fisiología habitual. La muerte sobrevendrá de alguna manera, pero de la calidad de ese coágulo será la calidad de esa muerte.
¿Cómo puede clasificarse la calidad de ese quiste, si así queremos llamarlo, de sangre estancada? Estamos hablando alegóricamente. Los elementos que conforman el coágulo inconsciente pueden ser revelados lenta y parsimoniosamente a través de filtros que los depuran. Las aguas estancadas bajo superficies pulcras, irrumpen violentamente, de la manera más inesperada. Las aguas que se recambian, aunque turbias, tienen mayor posibilidad de sobrevivir.
El agua del mar, por ejemplo.
Durante tantos siglos las hemos dañado, dejándoles la tarea de reorganizar el ciclo del ecosistema, como si el mar fuese el dios encargado de perdonar nuestros pecados. Y tal vez sea así, hasta que este último dios piadoso resulte destruido por nosotros. Hasta que este dios inmenso se agote o se canse, y crezca o desaparezca, quién sabe.
Me han contado historias extrañas sobre el mar, pero la más constante es que de allí surgen, o regresan, seres o criaturas que tal vez imaginamos, y con las cuales he escrito algunas historias. Pero cuando las vemos con una determinada forma, aunque sea un cuerpo muerto sobre la arena de una playa cualquiera en una tarde nublada, no nos cabe duda de esa realidad. Si se nos ocurre levantar la vista hacia el mar gris, no es difícil imaginar que las olas y su sonido son un dios que entrega más de lo que se lleva. ¿Hay una cuenta providencial que mantiene los tantos igualado? ¿El cuerpo tiene un espacio para el alma? ¿Si nuestro cuerpo muere, adónde va el alma?
El cuerpo es una guerra constante, de eso podría asegurarlo mi amiga Cecilia. Yo estuve con ella la última noche de su vida, y lo que me entregó al despertar y verla muerta ha dejado de ser una experiencia traumática para convertirse en un privilegio del recuerdo. Permanecen sus incontables escritos que testimonian su sufrimiento y la manera en que intentó, sino combatirlos, por lo menos sufrirlos. Porque saber sufrir los sufrimientos no es sólo un juego de palabras, sino la forma más sabia, por lo única, de llevarlos a cuestas.
Combatirlos es desgastarse en el fracaso. Desistir es dejarse aplastar y arrastrar por ellos. Sufrirlos es cargarlos a cuestas, como el mito de Sísifo. La piedra se nos caerá una y otra vez, pero cada comienzo es una esperanza, y la visión de la cuesta un desafío. Si la esperanza y el desafío son falacias, hay falacias que cumplen el rol de dioses eternos.
Cecilia luchó toda su vida contra los problemas de su cuerpo, y nunca se rindió, porque avasalló el dolor escribiendo lo que sentía. La enfermedad puede ser invalidante para la psiquis como para el cuerpo, y generalmente lo es. Pero para quienes han sufrido y aprehendido ese dolor desde muy pequeños, la intensidad va cediendo su lugar a la costumbre. El dolor se va hundiendo en lo que nosotros aquí llamamos metafóricamente un coágulo. Lo que queda en la superficie es deformidad, incomodidad, incordialidad. Pero lo que vemos regularmente también va tomando la forma de la costumbre, y la deformidad es la de los otros, no la nuestra.
Si es que existe un cauce que drene el dolor, o un laboratorio interno que realice la alquimia correspondiente para que la angustia se transforme en un campo llano por el cual caminar sin penas.
Ese es el objetivo, no deliberado ni programado, que nunca debe ser forzado, por el cual trabajan los escritores.
Hace poco nació mi hijo. Precisamente durante un tiempo en el que había dejado de escribir y puesto a leer autores diversos, de cuya lectura surgió un libro de crítica literaria. El paseo, casi una promenade sentimentale, me hizo pensar en que debí necesitar ese tiempo prestado para enfrentar el nacimiento de mi hijo. Porque ha nacido enfermo, o eso creo. Así me lo dice su aspecto, como lo hacen también los médicos, y mi esposa, y todos quienes lo ven. Por eso tratamos de hurtarlo a la mirada de los demás, y en ocasiones inclusive a la nuestra. Mi hijo tiene una mano deforme, y me he preguntado de quién es la culpa. ¿De mi cuerpo, de mis genes? ¿Tal vez de los ya tan antiguos resabios de mis ancestros? ¿O es una representación de las culpas de la humanidad?
Pero el médico, que tuvo la amabilidad de acercarse a hablar y consolarme, me ha dicho que su familia ha padecido de una enfermedad, sino igual, parecida. Incluso me ha mostrado las secuelas en su propio cuerpo. Y entonces yo me pregunto: ¿tiene sentido seguir escribiendo y vivir en un sitio oscuro de la mente cuando el exterior debe ser combatido? ¿Puede modificarse el mundo con nuestro pensamiento escrito? ¿Siquiera podemos modificar la piedra con que está construida nuestra psiquis: el coágulo endurecido y ya definitivamente pétreo?
Sería como romper una roca con la punta de una lapicera.
Horadar, lenta, parsimoniosa, obstinada e infructuosamente, la superficie. Hasta ver el polvo que se va desprendiendo, y que poco a poco, casi imperceptiblemente, es mayor, aunque casi no se note.
Este es uno de los motivos de publicar un libro. No exponerse en una vidriera que fácilmente puede ser apedreada y robada. No el subirse a una torre de marfil, abatida por el tiempo y el ácido de las modas.
Sino construir una habitación de casa vieja, con olor humano y paredes húmedas, una cama con sábanas desordenadas, una lámpara triste colgando del techo, una mesa con papeles y un lápiz gastado, con migas de pan en el suelo deslucido, mientras el ruido de la calle intenta destruir el silencio que un chico se obstina en conservar, con la mirada ensimismada, puesta en la ventana abierta que da a la calle.
Septiembre 2023
Ilustración: Pawel Kuczynski
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