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Ya no había
más Inquisición, pero quedaban los resabios de aquella mala costumbre arraigada
en el alma de los hombres. El alma humana es un ente colectivo. Maximiliano
pensaba así cuando leía los libros de teología. No existían en realidad almas
individuales, ni siquiera podían considerarse éstas como números que
conformaban una suma mayor y que los teólogos, -mediante misteriosos códigos
cuyas llaves encuentran y extravían a voluntad, como niños siguiendo un
caprichoso y a la vez rígido juego bajo la mirada del padre-, transformaban en
letras para formar una palabra muy corta en casi todos los idiomas del mundo.
Dios era la palabra más simple, más exquisitamente breve del vocabulario
humano. Una palabra que hasta los afásicos y los tartamudos no tenían dificultad
para pronunciar. La letra “d” era la primera que un niño aprendía a decir
cuando aún apenas tenía los esbozos de sus futuros dientes. La lengua, cuya simbología de muerte, sexo y
lenguaje, anatomía pura del hombre, era el primer instrumento de la fe.
Pero si Maximiliano hubiese dicho esto a
sus maestros en el seminario, lo habrían castigado con siete días de
aislamiento completo en su celda, con menor ración de comida y sin el
privilegio de asistir a las tres misas diarias. Fue lo que sucedió a dos meses
de su llegada. Estaban en el refectorio, desayunando en sus escudillas,
escuchando la lectura del padre Juan mientras ellos, sentados frente a las
largas mesas de madera desnuda, donde antiguas rayas habían perforado apenas la
superficie, donde sólo las migas del pan se atrevían a yacer sin ser
despreciadas o sus dueños castigados. Era curiosa esa ambivalencia en la
concepción de la higiene. El refectorio y las salas comunes debían mantenerse
estrictamente limpias, desnudas hasta lo inconcebible, hasta donde la oscuridad
brillara con su opaca presencia. Pero en sus celdas se los dejaba casi al libre
albedrío. La ropa de cama se cambiaba cuando ellos querían, y quien lo olvidaba
no era reprendido ni sermoneado. La ropa interior, de la cual todos no tenían
más de uno o dos juegos, era usada hasta que su dueño decidía lavarla. La
sotana de cada uno de ellos había pertenecido ya a algún cura ya muerto, y su
superficie gastada en los codos, y rodillas, incluso en el cuello, les daba una
imagen de velada vejez a hombres que en su mayoría no tenían más de veinte
años.
Maximiliano dejó la cuchara sobre la
mesa, y sus compañeros lo miraron. Sin hacerles caso, levantó la mirada hacia
el padre Juan, y preguntó:
-Disculpe, padre, pero quisiera hacer una
pregunta sobre el capítulo que está leyendo.
El cura levantó la mirada del la Biblia,
se sacó los lentes de armazón plateada con una mano temblorosa. Buscó en el
salón la voz del que había hablado, y encontró el brazo alzado de uno de los
seminaristas. Decidió ignorarlo antes que imponer una penitencia. Volvió a
bajar la mirada, pero la pregunta le llegó clara, y más claro aún era el tono
de impertinencia.
-Padre, quisiera saber si usted piensa que
lo que nosotros denominamos “el llamado de Dios” debe manifestarse de la misma
manera por cada uno para ser considerado real, o cada cual debe interpretarlo,
o sentirlo según su conciencia.
El cura lo miraba con asombro mientras
escuchaba. Él se daba cuenta que transgredía las reglas, pero no habría sabido
decir por qué lo hacía de todos modos. Tal vez fuese el recuerdo latente, aún
no digerido de la entrega del rebenque de su tío, y la devolución de la lleve
de la biblioteca. Maximiliano estaba dispuesto a decir a todos que no
necesitaba de una llave para pensar.
-¿Cuál es su nombre, hermano? –preguntó el cura.
-Maximiliano Menéndez Iribarne, padre.
El cura pareció hacer memoria, asintió con
la cabeza, y dijo:
-Primero la contestación: cuando el Señor
nos habla, lo hace en silencio. No hacen falta palabras, sino el más extremo
silencio. Cuando lo escuches, no será más que el rumor del viento pasando entre
las hojas de un árbol, o el ladrido de un perro, o el paso de una carreta una
tarde de domingo. ¿Cómo diferenciar “el llamado” entonces? No con la
conciencia, eso es en lo que te equivocas. Ni siquiera con el espíritu, porque
muy pocos son lo suficientemente maduros en este mundo como para saber escuchar
de esa forma. Tu cuerpo lo sabe, hijo mío, cuando sucede. Y si no lo sabe es
porque no sucedió.
Hizo una pausa, carraspeó, se limpió los
labios con un pañuelo.
-Ahora el castigo.
Y fue así que Maximiliano fue sentenciado a
siete días de aislamiento, con media ración diaria y la obligación de
permanecer desnudo hasta que cada una de esas siete noches, el padre Miguel
abría la puerta y comprobaba el número de laceraciones con las que debía
autocastigarse. Luego le devolvía la sotana y cerraba la puerta. El eco de la
cerradura resonaba en los claustros, acentuado por el frío y la humedad, que
excavaban las paredes formando laberintos en los que su mente se perdía cada
noche, buscando la cara de Dios mientras rezaba, mientras intentaba conciliar
el sueño cubierto por una sotana gastada. El viento penetraba por las grietas
de las ventanas, por debajo de las puertas así como el dolor penetraba su
cuerpo, porque aún no sabía lo que podía ser el alma.
En la última mañana de castigo, no
vinieron a quitarle la ropa. La sentencia se había cumplido y él era uno más de
los otros. Tenía el doble de latigazos en la espalda y el pecho, en los muslos
y en las plantas de los pies. Se miró las manos antes de abrir por sí mismo la
puerta.
-Dios sea alabado –murmuró antes de dejar
que el mínimo fragmento de luz penetrara en la celda, y salió caminando hacia
la primera misa del día. Había comenzado la Cuaresma. Se olían las ramas
quemadas en el huerto del convento, y se escuchaban el canto y las salmodias
que llamaban a misa, las campanas fúnebres repiqueteando a desgana. Sentía la
piel tirante y ardiente, el sudor le caía por la cara, y se olía si mismo como
un pútrido pedazo de carne cubierto de una costa negra, caminando hacia la nave
del convento.
Cuando llegó frente al altar, y mientras
unos pocos se atrevieron a levantar la vista de sus biblias para mirarlo, se
santiguó consiguiendo arrodillarse lentamente. A todos se les tenía prohibido
ayudarlo si se caía, así que fue un pequeño triunfo sentir que estaba de nuevo
de ahí, aspirando el incienso y contemplando a Cristo en su cruz con un orgullo
ciertamente irreverente, pero que no podía evitar. ¿Acaso la felicidad es un
pecado, o debemos avergonzarnos de nuestra propia fuerza o alegría? Cristo no
sonreía, la Iglesia se dilataba en su propio ego vacío, en su aire de completa
vacuidad. Como el cántico que ahora resonaba desde las filas de asientos, no
triste sino meditativo. Dios no es la imitación de una palabra, sino un sonido
gutural.
Sentir a Dios en el cuerpo es lo único que
podemos hacer, se decía Maximiliano mientras iba hacia su lugar junto a los
demás. Conciencia y pensamiento habían creado a Dios desde el principio de los
tiempos. Sin hombres no había Dios. Los campos de batallas se construían con
cuerpos, y el cuerpo era el más grande campo de batalla. El tiempo y los dioses
jugaban sus torneos ancestrales en los cuerpos de los hombres. Cuerpos
estériles o fértiles, sanos o enfermos, fuertes, débiles, viejos, hermosos o
feos. Los huesos era el premio, porque en ellos perduraba la sustancia con que
estaban hechos los grandes progenitores del mundo. La piedra persistía. Los
dioses, padres de demonios y hombres, persistían.
-¿Me estarán escuchando? –dijo en voz muy
baja, y los que estaban más cerca lo miraron. No le hizo caso. Sintió que
alguien ponía una mano en su hombro derecho, pero el ardor se parecía demasiado
a una anestesia, y apenas se dio cuenta cuando la mano ya no estaba. Se dio
vuelta y vio que había sido uno de sus compañeros. No sabía su nombre, como el
de ninguno de los demás. No habría sabido decir cuándo lo vio por primera vez,
o si se sentaba cerca o lejos en el refectorio, o dónde estaba su celda. Ni
siquiera si había entrado con él o estaba desde antes. Era rubio, aunque como
todos, estaba casi rapado. La barba, signo obligatorio de la orden, era espesa
pero crecía en mechones que lentamente iban cubriendo las partes lampiñas.
Maximiliano imaginó que debió entrar al
mismo tiempo que él, porque la barba no estaba muy crecida, y además era
extremadamente joven. No debía tener más de quince años. Era alto y delgado. Su
mirada melancólica, pero no triste, sino pensativa, más bien serena.
Lo estaba mirando con complicidad, y le
guiño un ojo. Movió los labios con una palabra que entendió perfectamente:
“Fuerza”. Él le devolvió el favor con una sonrisa que sabía forzada pero que
intentaba ser sincera a pesar del dolor y el cansancio. Cuando la campanilla
llamó a arrodillarse, Maximiliano cayó dormido, y nadie se dio cuenta hasta que
su compañero de la derecha, el mismo que había intentado consolarlo unos
minutos antes, lo levantó y lo ayudó a caminar hacia su celda.
Cuando recobró la conciencia, estaba
acostado en ella. El padre Esteban estaba sentado en una silla junto a su cama,
secándole el sudor con un paño que ya estaba muy húmedo, pero que el cura
seguía pasando por la frente, la cara y las manos de Maximiliano. Gota sobre gota
de transpiración, embebiendo la tela hasta agotar su capacidad de absorber todo
el líquido humano que se despide cuando manifiesta la fiebre. Como ahora
sucedía: un frío intenso en la celda, por lo cual él temblaba, y sin embargo
sentía un calor tan intenso que hizo el inútil esfuerzo de levantarse para
quitarse la ropa. Esa sotana vieja y delgada por el desgaste era peor aún que
si fuese nueva y gruesa. Era el olor antiguo, el aroma a la transpiración de
aquel que la había vestido antes. Su anterior dueño yacía muerto mucho tiempo
antes, y sus huesos debían estar secos ya, pero el viejo sudor revivía en la
tela gracias al calor de otro hombre. Y era sí, se dijo Maximiliano, la forma
en que generación tras generación el conocimiento subyace, sobrevive, se abre
camino entre los senderos de la carne muerta.
-Quédese quiete, hijo.
La voz del padre Esteban eran ronca, y del
fondo de su garganta salía un soplido como de viento tanto tiempo retenido, que
ahora sonaba como un chiflido atenuado, escondido, dilatado hasta el último
extremo de su paciencia, esa paciencia que todo gemido soporta en silencio
hasta que estalla y se libera. La voz del padre Esteban correspondía con su
aspecto: fornido y bajo, de barba entrecana, de no más de cuarenta años, ojos
marrones y piel curtida por el sol. Era uno de los jardineros y cultivadores
del huerto del convento. Aunque no era éste su puesto de siempre, lo había
elegido lo mismo que se dedicaba a limpiar los pisos o los retretes, preparar
la comida, leer en el refectorio o cuidar enfermos. Era uno de los pocos que
salía sin permiso alguno del convento para hacer compras, y hacía reparaciones
o intercedía en los conflictos entre el Obispo y sus muchos opositores.
Maximiliano lo miró con ojos febriles, y
preguntó:
-¿Qué me pasó, padre?
-Te desmayaste, hijo. El hermano Aurelio
te levantó y te trajo hasta aquí.
- ¿Y dónde está él?
El padre Esteban le desabrochó la sotana y
le secó el pecho. Maximiliano jadeaba y su aliento era rancio.
-Ya lo sabes. Transgredió las reglas…
Maximiliano sabía que no era justo. Si él
había sido castigado era por su propia arrogancia al atreverse a hablar en el
refectorio, pero el hermano Aurelio había actuado por piedad.
-Pero no es justo… -dijo, sabiendo que aún
ahora estaba transgrediendo las reglas, no sólo las del silencio, sino
imponiendo un desafío a quien era un superior.
El padre Esteban le ordenó callarse con un
dedo en sus labios. Comenzó a tararear una canción no religiosa. Maximiliano no
la reconoció, pero sabía que no era ninguna de las permitidas. Sonaba como una
canción de cuna, o una vieja balada. No tenía letras, sólo era el sonido
escondido en la boca cerrada del padre Esteban. Cerró los ojos, abandonándose
al cántico más cercano que el repiqueteo de las campanas que volvían a llamar
para la misa vespertina. Se fue adormeciendo, mientras recuerdos no vividos
regresaban a su memoria olvidada. Tiempos en que su madre caminaba de la mano
de su padre por las playas de Cádiz, en las noches de verano, a la orilla de un
mar alumbrado por una luna blanca que ya entonces arrojaba huesos. Pero él no
podía verlos todavía, ni siquiera los imaginaba, porque aún no había nacido.
Sólo ahora se daba cuenta que desde la luna caían huesos como lluvia alrededor
de esa pareja que algún día lo engendraría. Y esos huesos eran como gotas
blancas de semen endurecido que la luna, macho y hembra simultáneamente,
arrojaba sobre la playa. Más allá, en la superficie del mar, otros fragmentos
de Dios caían para ser devorados por el infierno de las profundidades.
Su padre y su madre harían el amor en esa
playa esa y muchas otras noches, inquietos y nerviosos, sin desvestirse del
todo, sólo excitados y satisfechos, desilusionados y felices al mismo tiempo,
rodeados de la oscura luz de la luna, rodeados de los huesos de dioses muertos
en cuyas médulas volverían a crecen los gusanos de la vida. Ellos, hombre y
mujer, se estaban encargando de eso mientras se abrazaban, mientras sus besos
se guarecían en la cóncava oscuridad de la boca de la noche.
Durante los
siguientes días le dieron de comer, mientras recuperaba fuerzas y sentía que
sus piernas ya no temblaban. El sol continuaba enloqueciéndolo, los perros
pasaban y le lamían la cara enrojecida. Don Roberto se encargaba de arreglar la
manta que le daba sombra, pero Maximiliano le dijo:
-No se moleste, hoy me levanto para
ayudarlos.
-¿Ayudar a qué? –preguntó el viejo, con los
brazos alzados al intentar corregir la manta corrida por el viento. En ese momento
llegaba su hija, con gesto preocupado al ver lo que sucedía.
-¡Qué pasa, papá?
-Don Maximiliano quiere levantarse –dijo el
padre, el ceño levantado, como demostrando su no complicidad con el
atrevimiento de aquel joven dispuesto a oponerse al deseo de su hija.
-¿Cómo es eso, señor mío? Todavía está
débil.
Pero Maximiliano le levantó, para
demostrar con acciones en lugar de palabras que ya estaba listo para retomar su
vida y comenzar lo que había decidido hacer el día que atravesó la guardia que
separaba a los enfermos.
-Ya me ve –dijo, abriendo los brazos como
para mostrarse, señalando su cuerpo más delgado y su rostro ojeroso, el cabello
despeinado y la piel quemada, descalzo y solamente con pantalones de lana
viejos y demasiado chicos para él, dejando ver las pantorrillas y el nacimiento
de la raya del culo. Don Roberto se rió, y su hija no pudo evitarlo tampoco,
tapándose la boca con una mano y señalando a Maximiliano con la otra.
-¿Qué tengo? –preguntó, mirándose en busca
de algo gracioso. Entonces vio al chico que lo había llamado aquel día en
cubierta, riéndose también al tironear otra vez del pantalón. Se dio cuenta de
lo que hacía reír a los demás e intentó levantarse el pantalón, con lo cual no
hizo más que llevar las puntas hasta las rodillas y ajustarlo todavía más por
delante. Las mujeres rieron o se taparon los ojos de vergüenza, los hombres
padecían espasmos de carcajadas. Don Roberto se le acercó y le palmeó la
espalda.
-No se preocupe, Don Maximiliano, le daré
uno de los míos.
Media hora después llevaba un pantalón dos
medidas más grande, atado a la cintura con una, y una camisa que también era
del viejo.
-Gracias, Don Roberto –pero el hombre no
quiso aceptarlas, viendo que su hija era feliz al contemplarlos a ambos.
-Usted hace reír a mi Elsa… -dijo solamente, con la escueta mirada y la
cortedad de palabra que los hombres de montaña acostumbran a usar. Luego se
alejó hacia un grupo de hombres que lo esperaban, murmurando luego al mirar de
tanto en tanto a la pareja.
Elsa se había acercado a Maximiliano.
-¿Ahora luzco mejor?
-Luce muy bien, Don Maximiliano.
-¿Me va a enseñar cómo ayudar a los
enfermos?
Ella lo miró con rudeza primero, luego con
condescendencia.
-¿Por qué entró acá, si me permite saber?
-Porque así lo quise. Fui seminarista,
querida Elsa...
Ella se sonrojó con aquel trato.
-Perdone si la ofendí, fue algo
espontáneo, una forma de gratitud. ¿Acaso usted no me salvó la vida?
-No hice más que cuidarlo, y también fue un
acto de espontaneidad, de caridad entre nosotros…Quién sino va a ayudarnos
hasta que lleguemos a América, tenemos suerte de que no nos tiren por la borda.
El viento corría por cubierta, aliviando
el calor y la piel irritada. El peinado de Elsa, atado en la nuca, dejaba
suelto algunos mechones que se agitaban, como bailando, alrededor de la cara.
Él los acomodó tras la orejas de ella, y vio sus ojos cerrarse por un momento,
con placer, como descansando. Ninguno de ellos notó cómo los demás los miraban.
-Usted también está muy cansada, debería
tomase un día completo para dormir.
Ella movió los hombros y dijo:
-¿Para qué? Sería un día perdido y al
siguiente estaría cansada igual que antes. Si me duermo creo que no despertaría
más, así que sigo y me parece que no estoy cansada.
-¿Pero usted estuvo enferma?
-Creo que no, pero mi padre sí. Con fiebre,
y se salvó por milagro. Así como lo ve hoy, es la mitad de lo que fue. Parece
un anciano débil, y cuando subió a este barco era un hombre gordo y robusto,
rebosante de salud.
-Entiendo, por eso cuida a los demás, cree
que no va a enfermarse si hasta ahora no lo hizo.
-Así es.
Una pausa de silencio entre ellos fue
rodeada por la sirena del barco anunciando el almuerzo para los pasajeros
sanos. Sabían que dos horas después llegaría la comida para ellos, envuelta en
trapos y en platos que luego serían arrojados al mar. Un murmullo y gritos de
protesta acompañaron, como era habitual desde el comienzo del aislamiento, a
esa sirena que ahora era un símbolo de segregación.
-Tenemos tiempo para que conozca a los
enfermos, venga.
La siguió hacia el sector de la popa donde
estaban acostados los moribundos. Ya los había escuchado cuando estaba fuera de
esa zona, especialmente durante las noches. Gemidos y algunos gritos que
parecían aullidos, llantos que se asemejaban al ulular de los búhos en un
bosque. Nada más que éste era un bosque de agua y el barco una nave de metal
que arrasaba con los árboles. El mar era lo que dejaba atrás, un desierto donde
los búhos se lamentaban porque ya no había donde asentarse, dónde descansar, ni
un sitio en el que sus grandes ojos pudiesen acechar la noche, vigilarla como
policías que controlaban a los fantasmas, sus desmedidas ambiciones de
liderazgo, sus excesivas pretensiones de juegos y maldades. El mar como un
desierto habitado por cantos ya muertos, iluminados éstos por estrellas tan
lejanas como ignorantes e indiferentes de todo, del mal y del mar que los
hombres recorren sobre una nave, un acorazado, un rompehielos abriéndose paso
por el gélido bosque de la humanidad que está muriendo desde el comienzo de los
tiempos. Y él había visto, mientras perseguía el itinerario y las estaciones de
la luna, los huesos caer sobre el mar acompañados por el ritmo de esos gemidos
previos a la muerte.
Ahora que se acercaba a ellos en pleno
día, el sol hacía el efecto contrario, pero el resultado era tan parecido como
si fuese de noche. Los haces de luz eran caminos en el aire, iluminaban, como
lo hacen en una habitación vacía las motas de polvo o los más diminutos
insectos, esos huesos, o las sombras, los residuos, las estelas de polvo,
quizá, que esos huesos dejaron luego de su larga y prolongada caída nocturna,
justo hasta el amanecer, o tal vez incluso en las primeras horas del alba. Y al
mediodía, cuando no debería existir sombra alguna, Maximiliano descubrió que
ésta seguía viviendo, metamorfoseada, oculta en los haces de luz, protegida por
lo que consideramos su enemiga y probablemente sea su amante. Como si la luz
fuese la prostituta, la amante, la protectora, la madre de la sombra.
Se agachó junto a cada hombre, mujer o
niño, mientras Elsa le decía su nombre, cuánto tiempo llevaba enfermo, y luego,
cuando se alejaban, las posibilidades de vida de cada uno, según el médico del
barco.
-Pero el doctor viene con sus enfermeras y
ayudantes y los trata como ganado. No tiene el más mínimo recato por su
dignidad. Ni siquiera los toca. Aparta las mantas con los pies, les hace tomar
el pulso o la fiebre a sus ayudantes con guantes y barbijos, ni siquiera deja
que la enfermera los toque. Me pasa el informe porque sabe que yo fui enfermera
en mi pueblo, por lo menos un tiempo…
-No lo sabía, me parece muy elogiable…
-Nada de eso, apenas un par de años en el
hospital más cercano, pero espero ganarme la vida con mi trabajo en América. ¿Y
usted qué va a hacer, Maximiliano?
-Todavía no lo sé, supongo que trabajar de
lo primero que se presente.
-¿Pero por qué viaja?
Maximiliano no pudo evitar una sonrisa.
-No tengo un motivo, Elsa. Ahora pienso que
para estar aquí, ayudando en este barco, y mañana será por otra causa. El
presente es la única razón de todo, suficiente para toda explicación.
Ella se quedó pensando, con la vista fija
en los ojos de él, o quizá en la frente colorada y el cabello revuelto por el
viento.
-¿En qué piensa?
-En nada en especial, sólo en que en mi
pueblo hay una vieja que va a misa todos los días. Todos la conocen y la evitan
porque no hace más que hablar de castigos y dar advertencias. Ve nada más que
lo malo en cada uno con quien se cruza en la calle. Un día se me apareció al
dar la vuelta una esquina y me dijo algo antes de que pudiera escaparle. El
futuro no se arregla, dijo, y el hoy ya se fue.
-Es interesante la idea, si me permite
decirlo. Hay teólogos que hablan de lo mismo, claro que necesitan muchas más
palabras y páginas…
Ambos se rieron, y sus cuerpos se
acercaron sin darse cuenta, y sus manos quisieron tomar las del otro pero no se
atrevieron, y no tuvieron que hablar de ello porque en ese momento llegaron los
empleados de la cocina con la comida. Eran cinco hombres vestidos con
delantales, guantes y barbijos, como cirujanos que ofrecieran de alimento parte
de los cuerpos que acababan de operar. Era curioso que a Maximiliano le viniese
esa imagen a la mente. Cristo había sido también un cirujano de su propio
cuerpo, había explorado, analizado y extirpado sus partes, purificándolo hasta
que cada fragmento fuese digno de convertirse en alimento para los otros. Y
ahora estos hombres traían lo que eran los restos de la comida que los
pasajeros sanos habían dejado, aunque ninguno de la tripulación, y menos el
capitán, lo habría reconocido.
Se acercaron hasta los guardias, y de uno
en uno fueron dejando las ollas grandes, los platos envueltos en telas, los
botellones de agua. Fueron y vinieron varias veces, hasta que todo el montón
fue depositado en la entrada del sector aislado, y luego, en silencio, y sin
hacer caso a las protestas habituales de los enfermos, se dieron la vuelta y
regresaron hacia la escalera que descendía hacia la cocina. Algunos miraron
atrás antes de desaparecer, mientras se sacaban los barbijos o los delantales,
y Maximiliano vio en ellos los miraban esa mezcla humana de lástima y
desprecio, de tolerancia y miedo.
Los hombres y mujeres, familiares de los
enfermos o expuestos, o los mismos enfermos que podían valerse por sí mismos,
corrieron hacia la comida y comenzaron a discutir como todos los días.
Maximiliano había escuchado esas peleas mientras yacía con fiebre, pero recién
ahora se percataba de la absurda actitud que tenían todos ellos. Le habría
gustado interponerse en medio y conminarlos a entrar en razón, a distribuir el
alimento con lógica y calma. Pero estaba seguro que lo considerarían un intruso
que sólo esperaba obtener ventajas. Tomó a Elsa del codo y la miró,
interrogándole sin pronunciar palabra.
-Ya lo sé, pero qué podemos hacer…
-¿Y usted y su padre cómo consiguen comida
si no pelean?
-Siempre queda algo al final. Nosotros
comemos muy poco…
El grupo junto a la entrada era numeroso,
en su mayoría hombres que se empujaban con gestos que imitaban desafíos que en
otro tiempo y lugar habrían significado una deshonra o una invitación a un
duelo o pelea. Ahora eran nada más que movimientos pobres y débiles, las voces
roncas se gastaban pronto, y esos cuerpos vestidos con ropas sucias, sudadas,
dejaban lugar a las mujeres, que aparecían detrás de ellos para reclamar lo que
sus maridos no habían tenido la fuerza o la astucia de conseguir: un pedazo de
pan, un plato de caldo, un pedazo de carne mal cocida. Ellas llegaban con el
pelo atado a la nuca pero suelto cuando las hebillas se desprendían con los
manotazos y empujones. Algunas enviaban a sus hijos a escabullirse entre las
piernas, y ellos eran los que a veces conseguían lo mejor, porque era mucha la
comida que caía al suelo entre tanta pelea. A veces las ollas se volcaban, como
ocurrió esta vez, y todos protestaban, mientras los guardias observaban primero
con desprecio, luego con sorna, y finalmente con risas, como si viesen a
bufones actuando a su servicio. Y Maximiliano debía reconocer que tenían razón,
ellos se comportaban peor que bufones, porque al fin de cuentas éstos actuaban,
pero los enfermos eran víctimas de su propia humillación, y el ridículo no era
deliberado sino una consecuencia de su degradación.
Era verdad que la situación era
desesperante. Sin comida, sin medicamentos, sin ayuda en medio del océano. Y a
pesar de que no estaban aislados, de que a pocos pasos había gente sana,
disfrutando de la buena comida, bailando quizá al ritmo de una banda de
bronces, y había radios con las que comunicarse con el resto del mundo, ellos
se sabían desechados. Esa era la palabra, no olvidados ni despojados de
derechos, sino simplemente desechados como cadáveres. La popa era un cementerio
dentro del mismo barco, y el simple hecho de arrojarlos al mar cuando su
corazón se detenía era comparable a cuando las tumbas son desalojadas luego de
muchos años y los huesos tirados al osario o al crematorio.
Sí, se dijo Maximiliano, confirmando lo
que venía pensando desde hacía un tiempo. El mar era el infierno donde
esperaban los demonios su alimento. Los huesos de los hombres y mujeres, los
fragmentos del dios padre que los había engendrado a su imagen y semejanza.
Esos eran los huesos primordiales, tanto como los que recibían desde la luna
por las noches. Todos ellos incontables, innumerables pedazos de Dios. Cada
célula petrificada era un hueso, una roca, una porción del tiempo, una mínima
alícuota de piedad y misericordia robada al cadáver de Dios. Falanges
extirpadas de la tumba del universo, un pedazo del cráneo partido con un
escoplo y un martillo, como la mitad de una concha encontrada en una playa, o
un mechón de pelo arrancado, una uña partida y negra. Incluso algún demonio
hasta habría entregado la mitad de su eternidad por conseguir un testículo del
envidiado Dios. Tener entre sus manos infernales la misma semilla de la creación,
y jugar a imaginarse a ser el origen, el futuro y el dueño de un nuevo
universo, sabiendo que ese testículo era nada más que un juguete muerto, y la
imaginación el único instrumento siempre válido para cualquier acto que
incluyera el sexo y la procreación como objetivos. Quizá Dios también fuese
impotente la mayoría de la veces, o el gran útero, la concavidad formada por la
confluencia del tiempo y el espacio en el momento justo, en el período
inmediatamente posterior a la menstruación, al sangrado en el que se
reconstruyen las paredes de esa simbiosis espectral, de esa convergencia
sideral, estuviese falto de tonicidad, de libido, del suficiente entusiasmo y
preparación para recibir el semen divino.
Dios, como el hombre, sabe que todo depende
de un algo incierto y especulativo, incluso su propia mente es nada comparada
con la suerte de su propio sino. Expuesto y amedrentado por su misma
naturaleza: la debilidad del mal, la ficción de la felicidad, la impotencia del
bien y su incurable psicosis. Había leído textos de Freud en la biblioteca del
tío José, pero dónde estaba el psicoanalista de Dios, dónde el diván en el que
pudiese explicarse y escarbar en los viejos traumas de un dios que es su propio
padre y su propio hijo. Si el hombre es imagen suya, es lógico pensar que Dios
tiene los mismos problemas que el hombre. Histeria y represión, arrepentimiento
y culpa, remordimiento y despiadada crueldad.
Durante las siguientes horas observó la
distribución no equitativa ni proporcional de los alimentos, las peleas
lentamente apaciguadas por su propio agotamiento, la extenuación creada por el
sol de la tarde y el estómago satisfecho, por lo menos parcialmente. Los niños
se acostaron, las mujeres se dedicaron a limpiar la cubierta, los hombres se recostaron
algunos, otros hacían tareas manuales o reparaban cosas, construían toldos y
tejían redes. Muchos pescaban, pero las mujeres los regañaban porque en esas
mismas aguas arrojaban los cadáveres.
Maximiliano recorrió las filas de
enfermos. Recordaba los nombres que Elsa le había mencionado, y sino volvía a
preguntar a los mismos moribundos. Unos contestaban entre sueños, otros se
quedaban en silencio, sudando y tosiendo. Llevaba un balde con agua limpia para
limpiar las telas con que intentaba limpiar los esputos para que no se
acumularan. Cambió la ropa a cinco que tenían diarrea y alimentó a diez niños
enfermos. Elsa lo ayudaba, pero tenía su propia gente a la que estaba dedicada,
y de tanto en tanto le dirigía una mirada. Él entonces sonreía y decía algo con
los labios, y aunque ella simulaba no entenderlo, estaba seguro que lo hacía.
Casi al anochecer llegó el médico para
hacer su revisión diaria. Era más bien un reconocimiento de los muertos que una
recorrida para ver los resultados de algún tratamiento. Por Elsa sabía que no
había medicamentos que se estuviesen aplicando. El doctor, cuyo nombre no
sabía, se acercó hasta él y le dijo:
-Me sorprende su recuperación, pero más me
sorprendió verlo aquí hace unos días…
-Ya no tengo alternativa, como ve, pero
este es mi lugar…
El médico miró a su enfermera con
suspicacia.
-No
entiendo…
-He sido cura por unos meses, he estudiado
teología. Mi deber es ayudar a los enfermos.
-Claro, es verdad. Reconocí en usted a un
hombre culto la vez que hablamos, pero no sabía de sus antecedentes religiosos.
Mire, me gustaría revisarlo y sacarlo de este antro…
Maximiliano sonrió, sin responder.
-Vamos –dijo el médico, tomándolo de un
brazo e indicando a su enfermera que podía tocarlo sin miedo.
Maximiliano se resistió.
-No dejaré el lugar, doctor. Agradezco su
intención, pero a cambio de su favor, me gustaría que atendiese con más
dedicación a estos enfermos.
El médico lo miró con enojo. Elsa los
estaba escuchando y se acercó, con la mirada alarmada.
Tocó a
Maximiliano en un codo y le habló al oído. Ella tenía razón, le respondió él
con un susurro, pero a veces había que presionar a la gente.
-Está bien, por ser usted –contestó el
médico. Esa tarde se quedó media hora más de lo habitual. Reconoció a los
muertos y constató la mejoría de un par de enfermos. Pero sus indicaciones no
fueron más que órdenes referentes a mantener la higiene y sobre todo el
aislamiento con los pasajeros no infectados. Los ayudantes comenzaron a
levantar a los muertos para arrojarlos
al agua, pero Maximiliano les gritó:
-Esperen, por favor -. Luego se dirigió al
médico: -Doctor, las mujeres me pidieron decir unas palabras por los muertos.
El médico, de cabello canoso y cortado al
rape, de barba espesa y lentes de plata, miró a su alrededor. Frente a él
estaba el ex cura, muchas mujeres y varios niños enfermos. El viento desplazaba
el humo de las chimeneas del barco hacia el oeste. Faltaba mucho para llegar a
América, y la situación se le estaba escapando de las manos. Se sentía cansado
y superado, limitado a ser un forense más que un médico. Detestaba dejar los
pisos inferiores, donde el calor era menor y la gente estaba sana, donde el
cielo no existía y por lo tanto no dejaba ver la mugre y la inmundicia, la vida
muerta de esos hombres y mujeres que no podría ayudar jamás. Si ya estaban
condenados, los detestaba, así como aborrecía la impotencia y la mediocridad.
Sin decir nada, sólo haciendo un señal a
sus ayudantes, se retiró con su séquito: los hombres vestidos de verde y la
enferma alta y limpia, cubierta de blanco y la mitad de la cara tapada como una
doncella musulmana. Parecía un jeque árabe retirándose a sus aposentes en las
profundidades del barco, abandonando el desierto a su alrededor, el desierto
del agua tan imposible de beber como la arena.
Oscurecía cuando todo estuvo listo para la
ceremonia. Elsa lo había ayudado a preparar todo: el misal que Maximiliano
llevaba en su valija raída, y que ella sostenía frente a la mirada de él, que
luego de leer un párrafo, le dirigía una mirada amable, lejana a la tristeza de
ese atardecer que atestiguaba por primera vez un responso en el barco. Una
despedida a media voz por la garganta gastada y débil de un hombre que alguna
vez había deseado ser cura y ya no era más que un resto de aquella ambición: un
ex cura. Quien se comprometía con Dios dejaba de ser uno más de la especie para
ser un animal de voluntad ajena, una especie de ley ambulante, un juez y un
fiscal que representaba a Dios. El ex
cura sentía vergüenza, el hombre remordimiento, pero quien estaba junto a esa
mujer era una tercera persona, leyendo en un misal lo tantas veces leído y
comprendido, pero hoy dicho como una conjetura, una sospecha, un indicio que
hasta llegaba a ser más claro en los colores del crepúsculo y en la esfera del
sol que se estaba zambullendo, deshaciéndose en el horizonte del mar. El viento
era la voz de Dios soplando en la garganta del hombre que alguna vez deseó ser
cura.
Las mujeres repetían su salmodia, los
hombres agachaban la cabeza como si rezaran, pero permanecían en silencio, por
desconocer los rezos, por vergüenza o por orgullo. Los perros aullaban a la
luna naciente, y los niños insistían en hacerlos callar, pero poco lograban con
retos o mimos. La luna ascendía, y Maximiliano podía verla claramente ahora,
sin necesidad de perseguirla. Miró los ojos de Elsa, y eran dos reflejos. El
número dos, siempre. Dos órganos para engendrar, dos órganos para mamar, dos
para ver y oír, dos para tocar y caminar. Dos para amar y procrear.
Levantó las manos y recitó:
-Victimae paschali laudes immolent christiani. La muerte y la vida se trabaron en imponente duelo: el autor de la vida,
aunque muerto, ahora reina vivo.
Sabía que estaba haciendo una mezcla
irreverente, una versión libre de la misa, pero era verdad que lo hacía ahora
como un laico, y el perdón y la condescendencia le serían otorgados como a
cualquier otro. Pero también sabía que no era verdad. Había sabido exactamente
como dar misa, sin olvidarlo aún, y lo que estaba haciendo era una irreverencia
deliberada que sin embargo lo satisfacía y lo hacía sentirse de algún modo más
vivo que antes. Un alguien más y diferente a aquel que había subido al barco un
mes antes.
De más lejos, más allá de las barreras de los guardias, veía que algunos
de los pasajeros sanos y parte de la tripulación presenciaban la ceremonia con
curiosidad y el debido respeto. Quizá el capitán estuviese allí, y también el
médico. Probablemente el sacristán del barco mirase con enojo aquella ceremonia
improvisada. ¿Pero había sacristán allí?, se preguntó. No lo había visto en
toda la travesía, ni lo había buscado. Nunca se presentó a consolar a los
enfermos, ni siquiera a calmar la ansiedad espiritual de los sanos.
Probablemente no lo hubiera, no era obligación que en un barco de ese tipo hubiese
alguno. Era él, quien ahora cumplía con el cargo, quien llevaba encima la
atención de todos, los ojos de casi todo el barco, y a través de ellos él había
vuelto a ser alguien más importante que un simple hombre. Entonces recitó,
orgulloso y desafiante, dirigiendo la mirada hacia el capitán, a quien aún sin
ver en la oscuridad de la noche que consumía la cubierta, adivinaba, escuchando
con atención.
-Terra
tremuit et quievit, dum resurgeret in judicio Deus.
Elsa tembló y sus manos casi dejaron caer
el misal. Rápidamente se recuperó y lo miró. Él se limitó a sonreír, haciendo la señal de la
cruz en el aire. Los presentes se santiguaron. Luego caminó hacia los cadáveres
y comenzó a arrojarles gotas de agua bendita. Caminó junto a ellos seguido por
Elsa y dos niños que oficiaban de monaguillos. Algunos le habían conseguido
hojas de laurel robadas de la cocina, y luego de deshacerlas con los dedos, las
arrojaba también sobre los cuerpos.
Cuando llegó al último, dijo:
-Pueden entregar los cuerpos al mar.
Entonces cuatro hombros comenzaron a
cargar los cadáveres envueltos en mortajas improvisadas con mantas viejas y los
tiraron por sobre la baranda. El golpe de los cuerpos contra la superficie del
mar fue un ruido sordo, un chapoteo apagado por la fuerza creciente de las olas
contra el casco. Cuando él último fue arrojado, Maximiliano se asomó y
contempló cómo se hundían. Y fue entonces que oyó, o sintió por primera vez
aquello que luego lo perturbaría en sus sueños.
Los cuerpos eran absorbidos. No se hundían
lentamente, ni siquiera con rapidez, como sucedería si tuviesen un peso que
actuara de ancla, que tampoco era ese el caso. Eran literalmente absorbidos,
desapareciendo de la superficie del agua no más de dos minutos después de ser
arrojados. Elsa se colocó a su lado, apoyada en la baranda, y la miró por si
ella estaba viendo lo mismo que él. No vio sorpresa ni asombro, sólo lágrimas y
un enorme cansancio.
-¿Por qué se hunden tan rápido? –preguntó.
Ella, sin mirarlo, atinó a contestar con
un argumento que sin duda había escuchado en bocas de terceros.
-El tifus consume los bronquios, deja los
pulmones vacíos, por eso se llenan de agua enseguida…
-Pero eso pasaría si aún respiraran…
-No sé, Maximiliano, ¿por qué me lo
pregunta?
-¿No ve, no escucha? –le preguntaba,
extrañado de la ceguera de ella.
Había empezado a escuchar el canto de
alegría, un hosanna desde abajo del agua. Los demonios tenían sus misas de
regocijo, sus misales lo mismo que los discípulos de Dios. Levantó la vista
hacia la luna, y vio cómo los huesos caían a la superficie del agua, sobre las
olas encrespadas. Los huesos largos y las calaveras que eran golpeadas contra
el casco del barco. Podía sentir el golpe de esos huesos rotos repercutiendo
por toda la estructura de la nave, y tuvo el desesperado impulso de tomar a
Elsa de las manos y correr a protegerse, ayudarla a sujetarse de algo mientras
pasaba aquel maremoto de huesos.
-¿Se siente mal, Maximiliano?
Él
la miró. Se sintió empapado en sudor, el corazón agitado y las manos crispadas
sujetando los codos de Elsa.
-Me lastima…-dijo ella.
La soltó y se tapó la cara. Ella intentó
apartarle las manos.
-Dígame qué le pasa, por favor…
Entonces sólo pudo decir, como quien se
atreve a pronunciar algo por primera y única vez en voz alta, llorando y
negándose a la verdad que su propia boca estaba pronunciando:
-Dios ha muerto, mi querida Elsa. Quién
sabe desde cuándo está muerto.
6
Durante los
siguientes siete días, Maximiliano pensó en el hermano Aurelio. Sabía que su
aislamiento era más severo aún de lo que había sido el suyo, porque
desobedecer las reglas de la Orden a conciencia, era castigado más severamente
que simplemente expresar un pensamiento. Lo que él había hecho era discutir
principios, debatir sobre dogmas y teología, y por más que esto fuese peligroso
para la estabilidad de una institución tan firmemente arraigada como la
Iglesia, se le concedía una leve flexibilidad. Aún la madera de un viejo tronco
posee la capacidad de mecerse con un
viento fuerte, porque está en su naturaleza saber que si no cede, se partirá en
dos, indefectiblemente.
La Iglesia, entonces, permite ciertas
dudas, concede permisos para que algunas preguntas puedan ser planteadas en voz
alta. Suficientes para dar la impresión de libertad, pero siempre hasta el
límite exacto que la imagen y el miedo de Dios establecen: la barrera que la fe
debe sobrepasar y ante la que la esperanza tiene que detenerse, quizá para
siempre. Fe y esperanza son dos carros arrastrados por dos caballos viejos y
cansados, cuyos ojos miran el muro que la cara de Dios representa,
ensimismados, como si fuesen capaces de leer leyes inscriptas a cincel. Una
espera, la otra también aguarda. Ambas con el morro caído, levantando los
párpados de tanto en tanto, sabiendo que en los carros que arrastran no hay
nadie, sólo la sombra del mundo que dejaron atrás.
Desobedecer las reglas de la Orden era
castigado con siete días de aislamiento y una mezquina ración de alimentos.
Cada noche, un celador abría la puerta y presenciaba el autoflagelo del hermano
castigado. Ambos se miraban uno al otro, sosteniendo la mirada de uno el cuerpo
del otro, para que ninguno pudiera caer de cansancio o pena, ni el que se
castigaba ni el que debía imponer la disciplina. Probablemente haya sido el
padre Esteban que se encargó de la vigilancia, y por más que los superiores
supieran de la clara debilidad del padre para con sus discípulos, lo dejaron a
cargo del castigo del hermano Aurelio. Al fin de cuentas era un novicio muy
joven, demasiado todavía, para desprotegerlo o someterlo a una rigidez tan
extrema que rozara el aislamiento absoluto o la absoluta falta de ayuda.
Maximiliano se preguntaba qué sucedería si
su compañero llegaba a gritar. Nadie en aquellos claustros podría acudir a él,
no sólo porque les estaba vedado, sino por el silencio que dominaba por encima
de todo ruido en aquel lugar. Salvo las campanas y las letanías, lo que sucedía
tras las puertas de las celdas era un misterio que sólo quien habitaba en ellas
conocía. Generalmente la soledad y la desnudez, y unos cuantos gemidos de
lamento. Pocos rezos dentro de la celda, sí mucho cansancio y aburrimiento,
mucha pesadumbre y desconsuelo. Pero como toda semilla, ellas germinan y
engendran seres invisibles que no pueden vivir en la seca humedad de aquel
sitio, y por eso se convierten en preguntas, que como toda pregunta, es estéril
y vana en esperanza, sin futuro, a menos que encuentre una respuesta. Y las
respuestas que podría hallar tras las puertas se esconden o son asesinadas
apenas éstas se abren. La luz del sol entra, pero no la luz de la certeza.
El autocastigo, entonces, anulaba la
capacidad del remordimiento y la conmiseración hacia uno mismo. Es así como
Maximiliano debía ver al hermano Aurelio en esos momentos: sentado en su cama,
la espalda curvada, los codos apoyados en la rodilla y la cabeza en las manos.
Con los ojos cerrados o abiertos, pero de cualquier forma mirando las moscas
volando alrededor, posándose en su cabello sucio, merodeando el colchón y
saboreando el aroma proveniente de la palangana de porcelana escondida bajo la
cama. Tal vez el hermano Aurelio no se atreviese a moverse en todo el día de
esa posición, la única que garantizaba la lenta cicatrización de las llagas de
la noche anterior. Si pensaba algo, no sabría expresarlo de ningún modo, salvo
con el silencio, más expresivo que cualquier otra forma de comunicación. El
zumbido de las moscas era música, las campanas marcaban el antes y el después
del día, y los lejanos cantos de los hermanos un eco y una sombra del mundo que
había dejado atrás, para siempre.
Cuando lo vio otra vez en la misa
vespertina, sentado en el mismo sitio desde donde lo había visto venir para
ayudarlo el día que se desmayó, tuvo la intención de llamar su atención de
algún modo. Estaba a dos filas adelante, a la derecha. Miró en esa dirección
cuando debía estar mirando al suelo, tosió un par de veces, incluso hizo que
sonaran sus pies desnudos sobre la madera del piso. Pero algunos ya lo miraban
con reprensión, y decidió guardar para otro momento la oportunidad de
agradecerle.
Días después, estaban cavando una zanja de
drenaje. El parque posterior del convento se inundaba cuando llovía. Los padres
superiores habían reclamado al obispado, y el Obispo había hablado con las
autoridades de la provincia. Pero estos trámites y conversaciones llevaban dos
años, y las inundaciones del parque habían echado a perder tres cosechas
completas, además de que las aguas entraban al convento y hacían estragos en
los depósitos del sótano. En más de una ocasión, Maximiliano había visto salir
a las ratas, escaleras arriba, huyendo del agua hacia otras zonas más secas y
oscuras del convento. Sin duda, muchos las encontraron después en sus propias
celdas, o en el mismo refectorio o la nave principal donde se ofrecía misa.
Luego de cada lluvia, se escuchaba el carcomer de las ratas detrás del altar,
pero nadie se atrevía a sonreír, ni siquiera el cura se animaba a protestar.
Todos oían, pero nadie hablaba de las ratas. Sólo desde la cocina podían
escucharse golpes y escobazos, incluso algunas maldiciones que sonaban como
demoníacas blasfemias en medio del silencio. Como si fuese la voz del mismo
Lucifer, que luego de aparecerse entre las llamas del horno, sucumbiese él
también a la molesta gestación, la inefable permanencia y constancia de las
ratas. La voz del demonio en las lenguas de los hermanos que cocinaban.
Ese día entró en la cocina luego de
quitarse las botas viejas que compartían todos los novicios cuando debían
atravesar los cuartos inundados. El hermano Sebastián era el único cocinero,
pero había dos o tres muchachos que el orfanato de la ciudad enviaba para
ayudar en diversas tareas, cocinar, hacer mandados, trabajar en el huerto.
Algunos luego entraban como novicios, pero sólo los que habían demostrado
constancia. Los demás terminaban huyendo a la menor oportunidad en el camino
entre el orfanato y el convento, y no volvían a verse jamás.
-¡Hostia! –dijo el hermano.- ¡Ratas de mil
demonios! ¡Que satanás se las lleve de vuelta al infierno!
Y así siguió maldiciendo, luego de comprobar
que el que entraba no era más que un novicio.
-¡Qué quiere! –le preguntó de mala gana,
viendo una mueca muy pequeña de sonrisa en la boca de Maximiliano.
Este se disculpó, porque sabía que al
otro no le gustaba que entrasen sin permiso en su cocina.
-Hermano Sebastián, necesitamos agua
fresca.
-¿Y no tienen suficiente en todo el lugar?
¡Agáchense y beban como perros!
Era la primera vez que lo veía tan
furioso, y fue en ese momento que el padre Esteban entró y el hermano Sebastián
se calló la boca de inmediato.
-Perdón, Padre –dijo después.
El padre Esteban no le hizo caso y agarró
a Maximiliano de un codo para hacerlo salir de la cocina.
-Ya me avisaron que las ratas se comieron
todo el maíz que compramos ayer…
-Lo lamento –dijo Maximiliano, pero sabía
que el racionamiento duraría por lo menos toda una semana. Mientras tanto,
ellos debían continuar lo que habían empezado esa mañana. El padre Silvestre,
que tenía un cuñado ingeniero, hizo venir a su pariente el día anterior. Luego
de recorrer el convento casi inundado en un tercio de su extensión, el
ingeniero había recomendado hacer un drenaje de urgencia, cavando en el parque
un canal de dos metros de profundidad hacia la zona más baja que daba al río.
-Puedo mandar a mi gente –se había
ofrecido, según escucharon algunos de los hermanos que pasaron cerca mientras
los cuñados caminaban hacia la puerta.
-No podremos pagarle…- contestó el padre
Silvestre.
-Déjame hacerlo como una donación…
Pero a la mañana siguiente, el cuñado se
presentó con los planos del canal de
desagüe pero sin los trabajadores. Nadie preguntó nana, pero todos se dieron
cuenta que el ofrecimiento de donar tiempo y trabajo no había tenido éxito
entre los empleados. Entonces los cuñados se despidieron con un apretón de
manos, el ingeniero se marchó en su recién adquirido Ford T, y el padre
Silvestre, con los planos enrollados, caminó hacia los hermanos y novicios,
diciendo:
-Vamos a trabajar, y ofreceremos el
esfuerzo a Cristo Nuestro Señor.
Todos se santiguaron, luego caminaron
hacia el depósito, y el hermano Andrés, encargado de las herramientas de
labranza y mantenimiento, entregó a cada uno una pala, una zapa o un azadón.
Unos siguieron al padre Silvestre con la herramienta al hombro, otros
arrastrándola, otros al frente como presentado armas.
Maximiliano llevaba una zapa y estaba dos
pasos detrás del padre. Eran las ocho de la mañana, y ya habían escuchado misa
dos veces, desayunado en el refectorio y trabajado dos horas sacando la
mercadería mojada del sótano bajo la cocina. Estaba cansado, pero el sol recién
parecía salir, y estaba tan joven el cielo, que de algún modo, la energía y la
firmeza del padre Silvestre se le contagió sin pensarlo. Miró atrás un momento,
pensando que tal vez podría compartir una sonrisa cómplice con alguno de sus
compañeros, y vio al hermano Aurelio, que arrastraba una pala por el suelo, y
hasta sus mismos pies parecían arrastrarse por la tierra despareja. Como no
tenía botas, sólo unas sandalias, salpicaba barro adelante y atrás. Algo de ese
barro cayó en la cara de Maximiliano y el otro se paró, mirando con expresión
de disculpa. Los que lo seguían se detuvieron, lo miraron con desprecio y
continuaron su camino detrás del padre Silvestre. Por qué generaba ese
sentimiento en los demás, Maximiliano no lo sabía. Era verdad que ahora se veía
más enflaquecido, con un aspecto demacrado que no tenía antes del castigo de la
semana anterior. Ni siquiera le había crecido la barba o el bigote todavía, y
su cara de niño lo alejaba, sin querer, de los otros seminaristas. Los curas
tampoco lo consideraban demasiado listo, y era evidente que si estaba allí a
pesar de su edad era porque alguno de ellos pagaba un favor a los parientes del
muchacho.
Maximiliano se preguntó si pertenecería a
alguna familia de renombre, pero luego se dijo que ya no importaba. Muchos en
el convento debían estar en una situación parecida, unos contra su voluntad y
por encargo de sus familias, otros por voluntad propia, pero en contra del
mandato familiar. Unos y otros eran como exiliados, habitantes en un país
extranjero, donde el gobierno lo constituía un ser invisible al que debían
rezar, y representado únicamente por un crucifijo colgado con un clavo en la
pared de una habitación austera y estrecha. Un crucifijo vacío, o a veces con
un hombre tallado o moldeado en cerámica o barro, clavado a su vez en manos y
pies.
Puso una mano sobre el hombro derecho de
Aurelio, y sin hablar, le hizo un guiño con un ojo. El otro entendió y sonrió.
El “gracias” estaba dicho sin pronunciar, definitivamente y sin necesidad de
palabras; sólo el elocuente silencio silbando en el aire de una mañana
ajetreada, el silencio insinuante y quejumbroso como el ronroneo de un gato
excavando en el barro seco. Palabra ausente que enunciaba la comunión que
Jesucristo intentó hacer penetrar en el cuerpo y el alma de los hombres con
ritos complicados y cruentos, el sacrifico del cordero y el redimir del hombre,
cánones y dogmas que difícilmente podrían calificarse de aceptados para siempre
o en forma completa y absoluta. Con sólo el silencio, Dios habría conquistado
el mundo en menos tiempo de lo que dura un grito, o el beso de dos amantes.
Pasó un brazo por encima de los hombros de
Aurelio y caminaron juntos hacia la futura zanja de desagüe. El padre Silvestre
mandó construir, en un extremo, un pequeño dique que detendría las aguas de la
inundación hasta que la zanja estuviese lista. Los hermanos ahora parecían más
entusiasmados de lo que había visto desde su llegada. Iban y venían trayendo
maderas y baldes, siempre en silencio, pero con risas escondidas y pasos
rápidos. Hasta el padre Silvestre parecía más joven, mientras el padre Esteban
colaboraba en lo que podía, haciendo, como acostumbraba, cualquier tarea.
Maximiliano cambió de herramienta con
Aurelio, lo veía débil y cansado, y creyó que la zapa sería menos trabajosa
para él. Tomó la pala y comenzó a levantar tierra allí donde su compañero
ablandaba y removía. La mañana avanzaba con lentitud pero con esmerada y
prudente esperanza de ser un día diferente, y por lo tanto memorable en la vida
del convento. El olor a tierra húmeda se levantaba del suelo agotado, que
producía frutos viejos y desabridos desde ya hacía mucho tiempo. El terreno
alrededor del convento estaba viejo, y por más que agregaran abonos, los
productos que daba no tenían más que el sabor, casi, del mismo abono con que
era alimentada.
Levantó la vista y vio al hermano Aurelio
parado, con la zapa apoyada en el suelo y a él apoyado en le mango, mientras
mirara la tierra que acababa de remover.
-¿Pasa algo, hermano? –preguntó
Maximiliano.
El otro lo observó unos segundos antes de
responder.
-Nada. Descanso un poco.
A Maximiliano no le pareció que le
estuviese diciendo la verdad. La mirada del muchacho había estado fija en ese
pedazo de tierra, y se acercó hasta allí. Removió con la pala, y en ese
instante Aurelio lo agarró el brazo con fuerza. Temblaba y sudaba ahora más que
hasta hace recién por el trabajo que hacían, y miraba con miedo la tierra
levantada.
-Pero a usted le pasa algo, dígame que es.
Lo agarró de los hombros y lo hizo sentar
en el suelo. Estaban lejos de los otros, y aunque los estuviesen mirando, no le
importó. Se arremangó la sotana, levantó un poco el ruedo y lo ató con el cinto
hasta cerca de las rodillas. Como Aurelio sudaba, le desabrochó el cuello. Vio
la horquilla del esternón del muchacho, el pecho blanco y sin vello alguno. Se
miró sus propias piernas, velludas y fuertes por el trabajo del campo en la
estancia del tío José. ¿Qué era lo que llamaba su atención sobre el hermano
Aurelio?, se preguntó. No era simplemente la necesidad de protegerlo como un
hermano mayor, tampoco la soledad o el silencio obligado de la orden, que al
fin de cuentas él había elegido por su propia voluntad. Y cuando pensó
precisamente en esto, se dio cuenta de la pregunta que quería hacer en ese
momento: si alguien más, además de él mismo, había escuchado a Dios llamándolo
a sus filas, requiriéndolo como un soldado reclutado sin papeles ni órdenes
legales de por medio, sólo la palabra y el deber, la obediencia debida al padre
y al maestro, al tutor y al jefe, a aquel que, por encima de nosotros, estamos
obligados por razones inciertas pero demasiado duras y concretas para ser
explicadas, o rotas, que de todos modos llega a ser lo mismo. Un razonamiento
desarma argumentos, y por lo tanto los deshace.
-¡Cómo encontró su vocación, hermano?
–preguntó, cuando ambos se sentaron al borde de la fosa recién comenzada, sobre
la todavía poco elevada montaña de tierra excavada que se acumulaba a los
costados.
Aurelio lo miró y pareció quedarse
pensando. Maximiliano le dio tiempo, era casi mediodía y pronto la campanilla
sonaría para llamarlos al refectorio.
-Vi a Nuestro Señor, hermano.
Maximiliano continuó esperando. No le
sorprendió al principio la respuesta, pensó que era una metáfora, una forma de
decir que todos vemos a Dios en las cosas del mundo, su presencia habitando
cada ínfima forma de plantas y animales, aún de las casas y los artefactos que
el hombre construye.
-Fue hace seis meses, más o menos. Estaba
en mi hogar, con mis padres, sentados a la mesa. Vivimos en una casa de la
afueras de Cádiz, rodeados de terrenos inhabitados y calles de tierra. Es una
casa señorial, que mi abuelo construyó hace ochenta años. De noche se escuchan
a los perros y a los búhos, nunca al mismo tiempo. Primero los búhos, alrededor
de la medianoche, anunciando la caída de la noche definitiva, la secuencia
irremediable de los espíritus danzando alrededor de los árboles. Cuando ellos
callan, los perros ladran asustados durante dos o tres horas, hasta que se
agotan y se duermen. Luego viene el viento, suave o fuerte, pero con su
constante silbido que se aleja dejando el aire gélido que cada mañana nos
recibe al despertarnos. ¿Nunca vio por la mañana, hermano, el patio helado y
vacío, como si ni siquiera quedaran árboles, como si lo único presente fuesen
sus propios ojos creando una imagen que sabe de antemano que no durará mucho,
porque es fantasía, reflejo de la vida, eco del sonido ya ausente, como la luz
de estrellas lejanas que han muerto muchísimos años antes? Cosas fantasmas,
igual que hombres fantasmas.
Maximiliano tosió y miró alrededor. Los demás también se habían sentado,
no parecían hablar, y aunque lo hubiesen hecho el padre Esteban, ahora el único
celador, no los habría reprendido. Aurelio se quedó mirándolo, como si buscase
una señal de que entendía de lo que estaba hablando. Luego continuó:
-Esa noche miré al cielorraso y vi la
araña pendiendo sobre nosotros, y vi también a la otra araña, la de verdad,
tejiendo su tela entre los candelabros. El calor de las velas no parecía
hacerle daño, al contrario, se movía con rapidez y eficiencia. Mis padres me
preguntaron qué estaba mirando, y yo solamente iba a contestarles la verdad,
pero justo en ese momento sentí un dolor muy fuerte en el ojo izquierdo, como
si me estuviesen pinchando con algo filoso. El dolor no me penetró en la
cabeza, pero era profundo, hasta el fondo del ojo. Bajé la cabeza y emití un
quejido. Mi madre se levantó de la silla y me acarició el pelo, consolándome.
Yo me aparté de ella porque el dolor continuaba y me sentía cada vez más
nervioso. Me tapé la cara con las manos y me froté el ojo izquierdo con fuerza.
Mi padre dijo que me había entrado polvo, y que fuese al lavabo. No sé por qué
me negué, tampoco sé la razón de que volviese a mirar hacia el cielorraso,
donde la araña continuaba tejiendo su tela, ya más larga, viéndola descender
hacia el mantel, y sin que mis padres se diesen cuenta. El ojo me dolía, me
pinchaba tremendamente, pero no había perdido mi capacidad de visión. Veía
claro y nítido, sin lágrimas siquiera, y me di cuenta entonces que jamás había
visto tan nítidamente las cosas del mundo. Cada borde de objetos y elementos de
la casa tenía su relieve, su gama de color, su estructura de material, su
medida exacta. No sé cómo expresarlo…yo sabía, con sólo ver, cuál era el fin,
el mensaje, quizás, la solución y disolución de la sustancia con que estaban
conformados, como si sustancia y forma fuesen un conglomerado dispuesto en base
a un fin previamente determinado.
Hizo una pausa y frunció las cejas, sin
duda interrogando en silencio si todo eso era comprendido por quien lo
escuchaba. Maximiliano entendió la pregunta, y ávido por saber más, cumplió con
su deber de interlocutor comprensivo y entusiasta.
-Dios en el principio de todas las
cosas…-dijo.
Aurelio sonrió, complacido.
-Así es, hermano. Incluso en esa araña.
Porque yo la veía muy claramente, a pesar de su diminuto tamaño. Observé cada
una de sus patas, las que usaba para sujetarse a la tela, y las que utilizaba
para tejerla. Era como presenciar la construcción una escalera de descenso al
mismo tiempo que se descendía. Un milagro, podría decir, y por qué no, si fue
en ella donde vi la cara de Dios. En el rostro de esa araña.
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