jueves, 21 de diciembre de 2023

La luna sobre el Atlántico (Capítulos 4-6)

 

 MAXIMILIANO DESPUÉS DE PERDER A DIOS

 


Ya no había más Inquisición, pero quedaban los resabios de aquella mala costumbre arraigada en el alma de los hombres. El alma humana es un ente colectivo. Maximiliano pensaba así cuando leía los libros de teología. No existían en realidad almas individuales, ni siquiera podían considerarse éstas como números que conformaban una suma mayor y que los teólogos, -mediante misteriosos códigos cuyas llaves encuentran y extravían a voluntad, como niños siguiendo un caprichoso y a la vez rígido juego bajo la mirada del padre-, transformaban en letras para formar una palabra muy corta en casi todos los idiomas del mundo. Dios era la palabra más simple, más exquisitamente breve del vocabulario humano. Una palabra que hasta los afásicos y los tartamudos no tenían dificultad para pronunciar. La letra “d” era la primera que un niño aprendía a decir cuando aún apenas tenía los esbozos de sus futuros dientes.  La lengua, cuya simbología de muerte, sexo y lenguaje, anatomía pura del hombre, era el primer instrumento de la fe.

     Pero si Maximiliano hubiese dicho esto a sus maestros en el seminario, lo habrían castigado con siete días de aislamiento completo en su celda, con menor ración de comida y sin el privilegio de asistir a las tres misas diarias. Fue lo que sucedió a dos meses de su llegada. Estaban en el refectorio, desayunando en sus escudillas, escuchando la lectura del padre Juan mientras ellos, sentados frente a las largas mesas de madera desnuda, donde antiguas rayas habían perforado apenas la superficie, donde sólo las migas del pan se atrevían a yacer sin ser despreciadas o sus dueños castigados. Era curiosa esa ambivalencia en la concepción de la higiene. El refectorio y las salas comunes debían mantenerse estrictamente limpias, desnudas hasta lo inconcebible, hasta donde la oscuridad brillara con su opaca presencia. Pero en sus celdas se los dejaba casi al libre albedrío. La ropa de cama se cambiaba cuando ellos querían, y quien lo olvidaba no era reprendido ni sermoneado. La ropa interior, de la cual todos no tenían más de uno o dos juegos, era usada hasta que su dueño decidía lavarla. La sotana de cada uno de ellos había pertenecido ya a algún cura ya muerto, y su superficie gastada en los codos, y rodillas, incluso en el cuello, les daba una imagen de velada vejez a hombres que en su mayoría no tenían más de veinte años.

      Maximiliano dejó la cuchara sobre la mesa, y sus compañeros lo miraron. Sin hacerles caso, levantó la mirada hacia el padre Juan, y preguntó:

     -Disculpe, padre, pero quisiera hacer una pregunta sobre el capítulo que está leyendo.

     El cura levantó la mirada del la Biblia, se sacó los lentes de armazón plateada con una mano temblorosa. Buscó en el salón la voz del que había hablado, y encontró el brazo alzado de uno de los seminaristas. Decidió ignorarlo antes que imponer una penitencia. Volvió a bajar la mirada, pero la pregunta le llegó clara, y más claro aún era el tono de impertinencia.

     -Padre, quisiera saber si usted piensa que lo que nosotros denominamos “el llamado de Dios” debe manifestarse de la misma manera por cada uno para ser considerado real, o cada cual debe interpretarlo, o sentirlo según su conciencia.

     El cura lo miraba con asombro mientras escuchaba. Él se daba cuenta que transgredía las reglas, pero no habría sabido decir por qué lo hacía de todos modos. Tal vez fuese el recuerdo latente, aún no digerido de la entrega del rebenque de su tío, y la devolución de la lleve de la biblioteca. Maximiliano estaba dispuesto a decir a todos que no necesitaba de una llave para pensar.

     -¿Cuál es su nombre,  hermano? –preguntó el cura.

     -Maximiliano Menéndez Iribarne, padre.

     El cura pareció hacer memoria, asintió con la cabeza, y dijo:

    -Primero la contestación: cuando el Señor nos habla, lo hace en silencio. No hacen falta palabras, sino el más extremo silencio. Cuando lo escuches, no será más que el rumor del viento pasando entre las hojas de un árbol, o el ladrido de un perro, o el paso de una carreta una tarde de domingo. ¿Cómo diferenciar “el llamado” entonces? No con la conciencia, eso es en lo que te equivocas. Ni siquiera con el espíritu, porque muy pocos son lo suficientemente maduros en este mundo como para saber escuchar de esa forma. Tu cuerpo lo sabe, hijo mío, cuando sucede. Y si no lo sabe es porque no sucedió.

     Hizo una pausa, carraspeó, se limpió los labios con un pañuelo.

    -Ahora el castigo.

    Y fue así que Maximiliano fue sentenciado a siete días de aislamiento, con media ración diaria y la obligación de permanecer desnudo hasta que cada una de esas siete noches, el padre Miguel abría la puerta y comprobaba el número de laceraciones con las que debía autocastigarse. Luego le devolvía la sotana y cerraba la puerta. El eco de la cerradura resonaba en los claustros, acentuado por el frío y la humedad, que excavaban las paredes formando laberintos en los que su mente se perdía cada noche, buscando la cara de Dios mientras rezaba, mientras intentaba conciliar el sueño cubierto por una sotana gastada. El viento penetraba por las grietas de las ventanas, por debajo de las puertas así como el dolor penetraba su cuerpo, porque aún no sabía lo que podía ser el alma.

     En la última mañana de castigo, no vinieron a quitarle la ropa. La sentencia se había cumplido y él era uno más de los otros. Tenía el doble de latigazos en la espalda y el pecho, en los muslos y en las plantas de los pies. Se miró las manos antes de abrir por sí mismo la puerta.

    -Dios sea alabado –murmuró antes de dejar que el mínimo fragmento de luz penetrara en la celda, y salió caminando hacia la primera misa del día. Había comenzado la Cuaresma. Se olían las ramas quemadas en el huerto del convento, y se escuchaban el canto y las salmodias que llamaban a misa, las campanas fúnebres repiqueteando a desgana. Sentía la piel tirante y ardiente, el sudor le caía por la cara, y se olía si mismo como un pútrido pedazo de carne cubierto de una costa negra, caminando hacia la nave del convento.

     Cuando llegó frente al altar, y mientras unos pocos se atrevieron a levantar la vista de sus biblias para mirarlo, se santiguó consiguiendo arrodillarse lentamente. A todos se les tenía prohibido ayudarlo si se caía, así que fue un pequeño triunfo sentir que estaba de nuevo de ahí, aspirando el incienso y contemplando a Cristo en su cruz con un orgullo ciertamente irreverente, pero que no podía evitar. ¿Acaso la felicidad es un pecado, o debemos avergonzarnos de nuestra propia fuerza o alegría? Cristo no sonreía, la Iglesia se dilataba en su propio ego vacío, en su aire de completa vacuidad. Como el cántico que ahora resonaba desde las filas de asientos, no triste sino meditativo. Dios no es la imitación de una palabra, sino un sonido gutural.

     Sentir a Dios en el cuerpo es lo único que podemos hacer, se decía Maximiliano mientras iba hacia su lugar junto a los demás. Conciencia y pensamiento habían creado a Dios desde el principio de los tiempos. Sin hombres no había Dios. Los campos de batallas se construían con cuerpos, y el cuerpo era el más grande campo de batalla. El tiempo y los dioses jugaban sus torneos ancestrales en los cuerpos de los hombres. Cuerpos estériles o fértiles, sanos o enfermos, fuertes, débiles, viejos, hermosos o feos. Los huesos era el premio, porque en ellos perduraba la sustancia con que estaban hechos los grandes progenitores del mundo. La piedra persistía. Los dioses, padres de demonios y hombres, persistían.

     -¿Me estarán escuchando? –dijo en voz muy baja, y los que estaban más cerca lo miraron. No le hizo caso. Sintió que alguien ponía una mano en su hombro derecho, pero el ardor se parecía demasiado a una anestesia, y apenas se dio cuenta cuando la mano ya no estaba. Se dio vuelta y vio que había sido uno de sus compañeros. No sabía su nombre, como el de ninguno de los demás. No habría sabido decir cuándo lo vio por primera vez, o si se sentaba cerca o lejos en el refectorio, o dónde estaba su celda. Ni siquiera si había entrado con él o estaba desde antes. Era rubio, aunque como todos, estaba casi rapado. La barba, signo obligatorio de la orden, era espesa pero crecía en mechones que lentamente iban cubriendo las partes lampiñas.

     Maximiliano imaginó que debió entrar al mismo tiempo que él, porque la barba no estaba muy crecida, y además era extremadamente joven. No debía tener más de quince años. Era alto y delgado. Su mirada melancólica, pero no triste, sino pensativa, más bien serena. 

     Lo estaba mirando con complicidad, y le guiño un ojo. Movió los labios con una palabra que entendió perfectamente: “Fuerza”. Él le devolvió el favor con una sonrisa que sabía forzada pero que intentaba ser sincera a pesar del dolor y el cansancio. Cuando la campanilla llamó a arrodillarse, Maximiliano cayó dormido, y nadie se dio cuenta hasta que su compañero de la derecha, el mismo que había intentado consolarlo unos minutos antes, lo levantó y lo ayudó a caminar hacia su celda.

       Cuando recobró la conciencia, estaba acostado en ella. El padre Esteban estaba sentado en una silla junto a su cama, secándole el sudor con un paño que ya estaba muy húmedo, pero que el cura seguía pasando por la frente, la cara y las manos de Maximiliano. Gota sobre gota de transpiración, embebiendo la tela hasta agotar su capacidad de absorber todo el líquido humano que se despide cuando manifiesta la fiebre. Como ahora sucedía: un frío intenso en la celda, por lo cual él temblaba, y sin embargo sentía un calor tan intenso que hizo el inútil esfuerzo de levantarse para quitarse la ropa. Esa sotana vieja y delgada por el desgaste era peor aún que si fuese nueva y gruesa. Era el olor antiguo, el aroma a la transpiración de aquel que la había vestido antes. Su anterior dueño yacía muerto mucho tiempo antes, y sus huesos debían estar secos ya, pero el viejo sudor revivía en la tela gracias al calor de otro hombre. Y era sí, se dijo Maximiliano, la forma en que generación tras generación el conocimiento subyace, sobrevive, se abre camino entre los senderos de la carne muerta.

     -Quédese quiete, hijo.

     La voz del padre Esteban eran ronca, y del fondo de su garganta salía un soplido como de viento tanto tiempo retenido, que ahora sonaba como un chiflido atenuado, escondido, dilatado hasta el último extremo de su paciencia, esa paciencia que todo gemido soporta en silencio hasta que estalla y se libera. La voz del padre Esteban correspondía con su aspecto: fornido y bajo, de barba entrecana, de no más de cuarenta años, ojos marrones y piel curtida por el sol. Era uno de los jardineros y cultivadores del huerto del convento. Aunque no era éste su puesto de siempre, lo había elegido lo mismo que se dedicaba a limpiar los pisos o los retretes, preparar la comida, leer en el refectorio o cuidar enfermos. Era uno de los pocos que salía sin permiso alguno del convento para hacer compras, y hacía reparaciones o intercedía en los conflictos entre el Obispo y sus muchos opositores.

     Maximiliano lo miró con ojos febriles, y preguntó:

     -¿Qué me pasó, padre?

     -Te desmayaste, hijo. El hermano Aurelio te levantó y te trajo hasta aquí.

    - ¿Y dónde está él?

    El padre Esteban le desabrochó la sotana y le secó el pecho. Maximiliano jadeaba y su aliento era rancio.

     -Ya lo sabes. Transgredió las reglas…

    Maximiliano sabía que no era justo. Si él había sido castigado era por su propia arrogancia al atreverse a hablar en el refectorio, pero el hermano Aurelio había actuado por piedad.

    -Pero no es justo… -dijo, sabiendo que aún ahora estaba transgrediendo las reglas, no sólo las del silencio, sino imponiendo un desafío a quien era un superior.

    El padre Esteban le ordenó callarse con un dedo en sus labios. Comenzó a tararear una canción no religiosa. Maximiliano no la reconoció, pero sabía que no era ninguna de las permitidas. Sonaba como una canción de cuna, o una vieja balada. No tenía letras, sólo era el sonido escondido en la boca cerrada del padre Esteban. Cerró los ojos, abandonándose al cántico más cercano que el repiqueteo de las campanas que volvían a llamar para la misa vespertina. Se fue adormeciendo, mientras recuerdos no vividos regresaban a su memoria olvidada. Tiempos en que su madre caminaba de la mano de su padre por las playas de Cádiz, en las noches de verano, a la orilla de un mar alumbrado por una luna blanca que ya entonces arrojaba huesos. Pero él no podía verlos todavía, ni siquiera los imaginaba, porque aún no había nacido. Sólo ahora se daba cuenta que desde la luna caían huesos como lluvia alrededor de esa pareja que algún día lo engendraría. Y esos huesos eran como gotas blancas de semen endurecido que la luna, macho y hembra simultáneamente, arrojaba sobre la playa. Más allá, en la superficie del mar, otros fragmentos de Dios caían para ser devorados por el infierno de las profundidades. 

     Su padre y su madre harían el amor en esa playa esa y muchas otras noches, inquietos y nerviosos, sin desvestirse del todo, sólo excitados y satisfechos, desilusionados y felices al mismo tiempo, rodeados de la oscura luz de la luna, rodeados de los huesos de dioses muertos en cuyas médulas volverían a crecen los gusanos de la vida. Ellos, hombre y mujer, se estaban encargando de eso mientras se abrazaban, mientras sus besos se guarecían en la cóncava oscuridad de la boca de la noche.

 

 

 *



Durante los siguientes días le dieron de comer, mientras recuperaba fuerzas y sentía que sus piernas ya no temblaban. El sol continuaba enloqueciéndolo, los perros pasaban y le lamían la cara enrojecida. Don Roberto se encargaba de arreglar la manta que le daba sombra, pero Maximiliano le dijo:

    -No se moleste, hoy me levanto para ayudarlos.

    -¿Ayudar a qué? –preguntó el viejo, con los brazos alzados al intentar corregir la manta corrida por el viento. En ese momento llegaba su hija, con gesto preocupado al ver lo que sucedía.

    -¡Qué pasa, papá?

    -Don Maximiliano quiere levantarse –dijo el padre, el ceño levantado, como demostrando su no complicidad con el atrevimiento de aquel joven dispuesto a oponerse al deseo de su hija.

     -¿Cómo es eso, señor mío? Todavía está débil.

     Pero Maximiliano le levantó, para demostrar con acciones en lugar de palabras que ya estaba listo para retomar su vida y comenzar lo que había decidido hacer el día que atravesó la guardia que separaba a los enfermos.

    -Ya me ve –dijo, abriendo los brazos como para mostrarse, señalando su cuerpo más delgado y su rostro ojeroso, el cabello despeinado y la piel quemada, descalzo y solamente con pantalones de lana viejos y demasiado chicos para él, dejando ver las pantorrillas y el nacimiento de la raya del culo. Don Roberto se rió, y su hija no pudo evitarlo tampoco, tapándose la boca con una mano y señalando a Maximiliano con la otra.

     -¿Qué tengo? –preguntó, mirándose en busca de algo gracioso. Entonces vio al chico que lo había llamado aquel día en cubierta, riéndose también al tironear otra vez del pantalón. Se dio cuenta de lo que hacía reír a los demás e intentó levantarse el pantalón, con lo cual no hizo más que llevar las puntas hasta las rodillas y ajustarlo todavía más por delante. Las mujeres rieron o se taparon los ojos de vergüenza, los hombres padecían espasmos de carcajadas. Don Roberto se le acercó y le palmeó la espalda.

     -No se preocupe, Don Maximiliano, le daré uno de los míos.

     Media hora después llevaba un pantalón dos medidas más grande, atado a la cintura con una, y una camisa que también era del viejo.

     -Gracias, Don Roberto –pero el hombre no quiso aceptarlas, viendo que su hija era feliz al contemplarlos a ambos.

     -Usted hace reír a mi Elsa…  -dijo solamente, con la escueta mirada y la cortedad de palabra que los hombres de montaña acostumbran a usar. Luego se alejó hacia un grupo de hombres que lo esperaban, murmurando luego al mirar de tanto en tanto a la pareja.

     Elsa se había acercado a Maximiliano.

     -¿Ahora luzco mejor?

     -Luce muy bien, Don Maximiliano.

     -¿Me va a enseñar cómo ayudar a los enfermos?

     Ella lo miró con rudeza primero, luego con condescendencia.

     -¿Por qué entró acá, si me permite saber?

     -Porque así lo quise. Fui seminarista, querida Elsa...

     Ella se sonrojó con aquel trato.

     -Perdone si la ofendí, fue algo espontáneo, una forma de gratitud. ¿Acaso usted no me salvó la vida?

    -No hice más que cuidarlo, y también fue un acto de espontaneidad, de caridad entre nosotros…Quién sino va a ayudarnos hasta que lleguemos a América, tenemos suerte de que no nos tiren por la borda.

     El viento corría por cubierta, aliviando el calor y la piel irritada. El peinado de Elsa, atado en la nuca, dejaba suelto algunos mechones que se agitaban, como bailando, alrededor de la cara. Él los acomodó tras la orejas de ella, y vio sus ojos cerrarse por un momento, con placer, como descansando. Ninguno de ellos notó cómo los demás los miraban.

     -Usted también está muy cansada, debería tomase un día completo para dormir.

     Ella movió los hombros y dijo:

    -¿Para qué? Sería un día perdido y al siguiente estaría cansada igual que antes. Si me duermo creo que no despertaría más, así que sigo y me parece que no estoy cansada.

    -¿Pero usted estuvo enferma?

    -Creo que no, pero mi padre sí. Con fiebre, y se salvó por milagro. Así como lo ve hoy, es la mitad de lo que fue. Parece un anciano débil, y cuando subió a este barco era un hombre gordo y robusto, rebosante de salud.

    -Entiendo, por eso cuida a los demás, cree que no va a enfermarse si hasta ahora no lo hizo.

    -Así es.

     Una pausa de silencio entre ellos fue rodeada por la sirena del barco anunciando el almuerzo para los pasajeros sanos. Sabían que dos horas después llegaría la comida para ellos, envuelta en trapos y en platos que luego serían arrojados al mar. Un murmullo y gritos de protesta acompañaron, como era habitual desde el comienzo del aislamiento, a esa sirena que ahora era un símbolo de segregación.

     -Tenemos tiempo para que conozca a los enfermos, venga.

     La siguió hacia el sector de la popa donde estaban acostados los moribundos. Ya los había escuchado cuando estaba fuera de esa zona, especialmente durante las noches. Gemidos y algunos gritos que parecían aullidos, llantos que se asemejaban al ulular de los búhos en un bosque. Nada más que éste era un bosque de agua y el barco una nave de metal que arrasaba con los árboles. El mar era lo que dejaba atrás, un desierto donde los búhos se lamentaban porque ya no había donde asentarse, dónde descansar, ni un sitio en el que sus grandes ojos pudiesen acechar la noche, vigilarla como policías que controlaban a los fantasmas, sus desmedidas ambiciones de liderazgo, sus excesivas pretensiones de juegos y maldades. El mar como un desierto habitado por cantos ya muertos, iluminados éstos por estrellas tan lejanas como ignorantes e indiferentes de todo, del mal y del mar que los hombres recorren sobre una nave, un acorazado, un rompehielos abriéndose paso por el gélido bosque de la humanidad que está muriendo desde el comienzo de los tiempos. Y él había visto, mientras perseguía el itinerario y las estaciones de la luna, los huesos caer sobre el mar acompañados por el ritmo de esos gemidos previos a la muerte.

     Ahora que se acercaba a ellos en pleno día, el sol hacía el efecto contrario, pero el resultado era tan parecido como si fuese de noche. Los haces de luz eran caminos en el aire, iluminaban, como lo hacen en una habitación vacía las motas de polvo o los más diminutos insectos, esos huesos, o las sombras, los residuos, las estelas de polvo, quizá, que esos huesos dejaron luego de su larga y prolongada caída nocturna, justo hasta el amanecer, o tal vez incluso en las primeras horas del alba. Y al mediodía, cuando no debería existir sombra alguna, Maximiliano descubrió que ésta seguía viviendo, metamorfoseada, oculta en los haces de luz, protegida por lo que consideramos su enemiga y probablemente sea su amante. Como si la luz fuese la prostituta, la amante, la protectora, la madre de la sombra.

     Se agachó junto a cada hombre, mujer o niño, mientras Elsa le decía su nombre, cuánto tiempo llevaba enfermo, y luego, cuando se alejaban, las posibilidades de vida de cada uno, según el médico del barco.

     -Pero el doctor viene con sus enfermeras y ayudantes y los trata como ganado. No tiene el más mínimo recato por su dignidad. Ni siquiera los toca. Aparta las mantas con los pies, les hace tomar el pulso o la fiebre a sus ayudantes con guantes y barbijos, ni siquiera deja que la enfermera los toque. Me pasa el informe porque sabe que yo fui enfermera en mi pueblo, por lo menos un tiempo…

    -No lo sabía, me parece muy elogiable…

    -Nada de eso, apenas un par de años en el hospital más cercano, pero espero ganarme la vida con mi trabajo en América. ¿Y usted qué va a hacer, Maximiliano?

     -Todavía no lo sé, supongo que trabajar de lo primero que se presente.

    -¿Pero por qué viaja?

    Maximiliano no pudo evitar una sonrisa.

    -No tengo un motivo, Elsa. Ahora pienso que para estar aquí, ayudando en este barco, y mañana será por otra causa. El presente es la única razón de todo, suficiente para toda explicación.

    Ella se quedó pensando, con la vista fija en los ojos de él, o quizá en la frente colorada y el cabello revuelto por el viento.

    -¿En qué piensa?

    -En nada en especial, sólo en que en mi pueblo hay una vieja que va a misa todos los días. Todos la conocen y la evitan porque no hace más que hablar de castigos y dar advertencias. Ve nada más que lo malo en cada uno con quien se cruza en la calle. Un día se me apareció al dar la vuelta una esquina y me dijo algo antes de que pudiera escaparle. El futuro no se arregla, dijo, y el hoy ya se fue.

     -Es interesante la idea, si me permite decirlo. Hay teólogos que hablan de lo mismo, claro que necesitan muchas más palabras y páginas…

     Ambos se rieron, y sus cuerpos se acercaron sin darse cuenta, y sus manos quisieron tomar las del otro pero no se atrevieron, y no tuvieron que hablar de ello porque en ese momento llegaron los empleados de la cocina con la comida. Eran cinco hombres vestidos con delantales, guantes y barbijos, como cirujanos que ofrecieran de alimento parte de los cuerpos que acababan de operar. Era curioso que a Maximiliano le viniese esa imagen a la mente. Cristo había sido también un cirujano de su propio cuerpo, había explorado, analizado y extirpado sus partes, purificándolo hasta que cada fragmento fuese digno de convertirse en alimento para los otros. Y ahora estos hombres traían lo que eran los restos de la comida que los pasajeros sanos habían dejado, aunque ninguno de la tripulación, y menos el capitán, lo habría reconocido.

      Se acercaron hasta los guardias, y de uno en uno fueron dejando las ollas grandes, los platos envueltos en telas, los botellones de agua. Fueron y vinieron varias veces, hasta que todo el montón fue depositado en la entrada del sector aislado, y luego, en silencio, y sin hacer caso a las protestas habituales de los enfermos, se dieron la vuelta y regresaron hacia la escalera que descendía hacia la cocina. Algunos miraron atrás antes de desaparecer, mientras se sacaban los barbijos o los delantales, y Maximiliano vio en ellos los miraban esa mezcla humana de lástima y desprecio, de tolerancia y miedo.

     Los hombres y mujeres, familiares de los enfermos o expuestos, o los mismos enfermos que podían valerse por sí mismos, corrieron hacia la comida y comenzaron a discutir como todos los días. Maximiliano había escuchado esas peleas mientras yacía con fiebre, pero recién ahora se percataba de la absurda actitud que tenían todos ellos. Le habría gustado interponerse en medio y conminarlos a entrar en razón, a distribuir el alimento con lógica y calma. Pero estaba seguro que lo considerarían un intruso que sólo esperaba obtener ventajas. Tomó a Elsa del codo y la miró, interrogándole sin pronunciar palabra.

    -Ya lo sé, pero qué podemos hacer…

    -¿Y usted y su padre cómo consiguen comida si no pelean?

    -Siempre queda algo al final. Nosotros comemos muy poco…

    El grupo junto a la entrada era numeroso, en su mayoría hombres que se empujaban con gestos que imitaban desafíos que en otro tiempo y lugar habrían significado una deshonra o una invitación a un duelo o pelea. Ahora eran nada más que movimientos pobres y débiles, las voces roncas se gastaban pronto, y esos cuerpos vestidos con ropas sucias, sudadas, dejaban lugar a las mujeres, que aparecían detrás de ellos para reclamar lo que sus maridos no habían tenido la fuerza o la astucia de conseguir: un pedazo de pan, un plato de caldo, un pedazo de carne mal cocida. Ellas llegaban con el pelo atado a la nuca pero suelto cuando las hebillas se desprendían con los manotazos y empujones. Algunas enviaban a sus hijos a escabullirse entre las piernas, y ellos eran los que a veces conseguían lo mejor, porque era mucha la comida que caía al suelo entre tanta pelea. A veces las ollas se volcaban, como ocurrió esta vez, y todos protestaban, mientras los guardias observaban primero con desprecio, luego con sorna, y finalmente con risas, como si viesen a bufones actuando a su servicio. Y Maximiliano debía reconocer que tenían razón, ellos se comportaban peor que bufones, porque al fin de cuentas éstos actuaban, pero los enfermos eran víctimas de su propia humillación, y el ridículo no era deliberado sino una consecuencia de su degradación.

     Era verdad que la situación era desesperante. Sin comida, sin medicamentos, sin ayuda en medio del océano. Y a pesar de que no estaban aislados, de que a pocos pasos había gente sana, disfrutando de la buena comida, bailando quizá al ritmo de una banda de bronces, y había radios con las que comunicarse con el resto del mundo, ellos se sabían desechados. Esa era la palabra, no olvidados ni despojados de derechos, sino simplemente desechados como cadáveres. La popa era un cementerio dentro del mismo barco, y el simple hecho de arrojarlos al mar cuando su corazón se detenía era comparable a cuando las tumbas son desalojadas luego de muchos años y los huesos tirados al osario o al crematorio.

      Sí, se dijo Maximiliano, confirmando lo que venía pensando desde hacía un tiempo. El mar era el infierno donde esperaban los demonios su alimento. Los huesos de los hombres y mujeres, los fragmentos del dios padre que los había engendrado a su imagen y semejanza. Esos eran los huesos primordiales, tanto como los que recibían desde la luna por las noches. Todos ellos incontables, innumerables pedazos de Dios. Cada célula petrificada era un hueso, una roca, una porción del tiempo, una mínima alícuota de piedad y misericordia robada al cadáver de Dios. Falanges extirpadas de la tumba del universo, un pedazo del cráneo partido con un escoplo y un martillo, como la mitad de una concha encontrada en una playa, o un mechón de pelo arrancado, una uña partida y negra. Incluso algún demonio hasta habría entregado la mitad de su eternidad por conseguir un testículo del envidiado Dios. Tener entre sus manos infernales la misma semilla de la creación, y jugar a imaginarse a ser el origen, el futuro y el dueño de un nuevo universo, sabiendo que ese testículo era nada más que un juguete muerto, y la imaginación el único instrumento siempre válido para cualquier acto que incluyera el sexo y la procreación como objetivos. Quizá Dios también fuese impotente la mayoría de la veces, o el gran útero, la concavidad formada por la confluencia del tiempo y el espacio en el momento justo, en el período inmediatamente posterior a la menstruación, al sangrado en el que se reconstruyen las paredes de esa simbiosis espectral, de esa convergencia sideral, estuviese falto de tonicidad, de libido, del suficiente entusiasmo y preparación para recibir el semen divino.

    Dios, como el hombre, sabe que todo depende de un algo incierto y especulativo, incluso su propia mente es nada comparada con la suerte de su propio sino. Expuesto y amedrentado por su misma naturaleza: la debilidad del mal, la ficción de la felicidad, la impotencia del bien y su incurable psicosis. Había leído textos de Freud en la biblioteca del tío José, pero dónde estaba el psicoanalista de Dios, dónde el diván en el que pudiese explicarse y escarbar en los viejos traumas de un dios que es su propio padre y su propio hijo. Si el hombre es imagen suya, es lógico pensar que Dios tiene los mismos problemas que el hombre. Histeria y represión, arrepentimiento y culpa, remordimiento y despiadada crueldad.

    

     Durante las siguientes horas observó la distribución no equitativa ni proporcional de los alimentos, las peleas lentamente apaciguadas por su propio agotamiento, la extenuación creada por el sol de la tarde y el estómago satisfecho, por lo menos parcialmente. Los niños se acostaron, las mujeres se dedicaron a limpiar la cubierta, los hombres se recostaron algunos, otros hacían tareas manuales o reparaban cosas, construían toldos y tejían redes. Muchos pescaban, pero las mujeres los regañaban porque en esas mismas aguas arrojaban los cadáveres.

     Maximiliano recorrió las filas de enfermos. Recordaba los nombres que Elsa le había mencionado, y sino volvía a preguntar a los mismos moribundos. Unos contestaban entre sueños, otros se quedaban en silencio, sudando y tosiendo. Llevaba un balde con agua limpia para limpiar las telas con que intentaba limpiar los esputos para que no se acumularan. Cambió la ropa a cinco que tenían diarrea y alimentó a diez niños enfermos. Elsa lo ayudaba, pero tenía su propia gente a la que estaba dedicada, y de tanto en tanto le dirigía una mirada. Él entonces sonreía y decía algo con los labios, y aunque ella simulaba no entenderlo, estaba seguro que lo hacía.

     Casi al anochecer llegó el médico para hacer su revisión diaria. Era más bien un reconocimiento de los muertos que una recorrida para ver los resultados de algún tratamiento. Por Elsa sabía que no había medicamentos que se estuviesen aplicando. El doctor, cuyo nombre no sabía, se acercó hasta él y le dijo:

    -Me sorprende su recuperación, pero más me sorprendió verlo aquí hace unos días…

    -Ya no tengo alternativa, como ve, pero este es mi lugar…

    El médico miró a su enfermera con suspicacia.

    -No entiendo…

    -He sido cura por unos meses, he estudiado teología. Mi deber es ayudar a los enfermos.

    -Claro, es verdad. Reconocí en usted a un hombre culto la vez que hablamos, pero no sabía de sus antecedentes religiosos. Mire, me gustaría revisarlo y sacarlo de este antro…

    Maximiliano sonrió, sin responder.

    -Vamos –dijo el médico, tomándolo de un brazo e indicando a su enfermera que podía tocarlo sin miedo.

     Maximiliano se resistió.

     -No dejaré el lugar, doctor. Agradezco su intención, pero a cambio de su favor, me gustaría que atendiese con más dedicación a estos enfermos.

    El médico lo miró con enojo. Elsa los estaba escuchando y se acercó, con la mirada alarmada.

Tocó a Maximiliano en un codo y le habló al oído. Ella tenía razón, le respondió él con un susurro, pero a veces había que presionar a la gente.

    -Está bien, por ser usted –contestó el médico. Esa tarde se quedó media hora más de lo habitual. Reconoció a los muertos y constató la mejoría de un par de enfermos. Pero sus indicaciones no fueron más que órdenes referentes a mantener la higiene y sobre todo el aislamiento con los pasajeros no infectados. Los ayudantes comenzaron a levantar  a los muertos para arrojarlos al agua, pero Maximiliano les gritó:

    -Esperen, por favor -. Luego se dirigió al médico: -Doctor, las mujeres me pidieron decir unas palabras por los muertos.

    El médico, de cabello canoso y cortado al rape, de barba espesa y lentes de plata, miró a su alrededor. Frente a él estaba el ex cura, muchas mujeres y varios niños enfermos. El viento desplazaba el humo de las chimeneas del barco hacia el oeste. Faltaba mucho para llegar a América, y la situación se le estaba escapando de las manos. Se sentía cansado y superado, limitado a ser un forense más que un médico. Detestaba dejar los pisos inferiores, donde el calor era menor y la gente estaba sana, donde el cielo no existía y por lo tanto no dejaba ver la mugre y la inmundicia, la vida muerta de esos hombres y mujeres que no podría ayudar jamás. Si ya estaban condenados, los detestaba, así como aborrecía la impotencia y la mediocridad.

     Sin decir nada, sólo haciendo un señal a sus ayudantes, se retiró con su séquito: los hombres vestidos de verde y la enferma alta y limpia, cubierta de blanco y la mitad de la cara tapada como una doncella musulmana. Parecía un jeque árabe retirándose a sus aposentes en las profundidades del barco, abandonando el desierto a su alrededor, el desierto del agua tan imposible de beber como la arena.

 

     Oscurecía cuando todo estuvo listo para la ceremonia. Elsa lo había ayudado a preparar todo: el misal que Maximiliano llevaba en su valija raída, y que ella sostenía frente a la mirada de él, que luego de leer un párrafo, le dirigía una mirada amable, lejana a la tristeza de ese atardecer que atestiguaba por primera vez un responso en el barco. Una despedida a media voz por la garganta gastada y débil de un hombre que alguna vez había deseado ser cura y ya no era más que un resto de aquella ambición: un ex cura. Quien se comprometía con Dios dejaba de ser uno más de la especie para ser un animal de voluntad ajena, una especie de ley ambulante, un juez y un fiscal que representaba a Dios.  El ex cura sentía vergüenza, el hombre remordimiento, pero quien estaba junto a esa mujer era una tercera persona, leyendo en un misal lo tantas veces leído y comprendido, pero hoy dicho como una conjetura, una sospecha, un indicio que hasta llegaba a ser más claro en los colores del crepúsculo y en la esfera del sol que se estaba zambullendo, deshaciéndose en el horizonte del mar. El viento era la voz de Dios soplando en la garganta del hombre que alguna vez deseó ser cura.

     Las mujeres repetían su salmodia, los hombres agachaban la cabeza como si rezaran, pero permanecían en silencio, por desconocer los rezos, por vergüenza o por orgullo. Los perros aullaban a la luna naciente, y los niños insistían en hacerlos callar, pero poco lograban con retos o mimos. La luna ascendía, y Maximiliano podía verla claramente ahora, sin necesidad de perseguirla. Miró los ojos de Elsa, y eran dos reflejos. El número dos, siempre. Dos órganos para engendrar, dos órganos para mamar, dos para ver y oír, dos para tocar y caminar. Dos para amar y procrear.

     Levantó las manos y recitó:

     -Victimae paschali laudes immolent christiani. La muerte y la vida se trabaron en imponente duelo: el autor de la vida, aunque muerto, ahora reina vivo.

     Sabía que estaba haciendo una mezcla irreverente, una versión libre de la misa, pero era verdad que lo hacía ahora como un laico, y el perdón y la condescendencia le serían otorgados como a cualquier otro. Pero también sabía que no era verdad. Había sabido exactamente como dar misa, sin olvidarlo aún, y lo que estaba haciendo era una irreverencia deliberada que sin embargo lo satisfacía y lo hacía sentirse de algún modo más vivo que antes. Un alguien más y diferente a aquel que había subido al barco un mes antes.

     De más lejos, más allá de las barreras de los guardias, veía que algunos de los pasajeros sanos y parte de la tripulación presenciaban la ceremonia con curiosidad y el debido respeto. Quizá el capitán estuviese allí, y también el médico. Probablemente el sacristán del barco mirase con enojo aquella ceremonia improvisada. ¿Pero había sacristán allí?, se preguntó. No lo había visto en toda la travesía, ni lo había buscado. Nunca se presentó a consolar a los enfermos, ni siquiera a calmar la ansiedad espiritual de los sanos. Probablemente no lo hubiera, no era obligación que en un barco de ese tipo hubiese alguno. Era él, quien ahora cumplía con el cargo, quien llevaba encima la atención de todos, los ojos de casi todo el barco, y a través de ellos él había vuelto a ser alguien más importante que un simple hombre. Entonces recitó, orgulloso y desafiante, dirigiendo la mirada hacia el capitán, a quien aún sin ver en la oscuridad de la noche que consumía la cubierta, adivinaba, escuchando con atención.

     -Terra tremuit et quievit, dum resurgeret in judicio Deus.

     Elsa tembló y sus manos casi dejaron caer el misal. Rápidamente se recuperó y lo miró. Él se  limitó a sonreír, haciendo la señal de la cruz en el aire. Los presentes se santiguaron. Luego caminó hacia los cadáveres y comenzó a arrojarles gotas de agua bendita. Caminó junto a ellos seguido por Elsa y dos niños que oficiaban de monaguillos. Algunos le habían conseguido hojas de laurel robadas de la cocina, y luego de deshacerlas con los dedos, las arrojaba también sobre los cuerpos.  Cuando llegó al último, dijo:

     -Pueden entregar los cuerpos al mar.

     Entonces cuatro hombros comenzaron a cargar los cadáveres envueltos en mortajas improvisadas con mantas viejas y los tiraron por sobre la baranda. El golpe de los cuerpos contra la superficie del mar fue un ruido sordo, un chapoteo apagado por la fuerza creciente de las olas contra el casco. Cuando él último fue arrojado, Maximiliano se asomó y contempló cómo se hundían. Y fue entonces que oyó, o sintió por primera vez aquello que luego lo perturbaría en sus sueños.

     Los cuerpos eran absorbidos. No se hundían lentamente, ni siquiera con rapidez, como sucedería si tuviesen un peso que actuara de ancla, que tampoco era ese el caso. Eran literalmente absorbidos, desapareciendo de la superficie del agua no más de dos minutos después de ser arrojados. Elsa se colocó a su lado, apoyada en la baranda, y la miró por si ella estaba viendo lo mismo que él. No vio sorpresa ni asombro, sólo lágrimas y un enorme cansancio.

     -¿Por qué se hunden tan rápido? –preguntó.

     Ella, sin mirarlo, atinó a contestar con un argumento que sin duda había escuchado en bocas de terceros.

     -El tifus consume los bronquios, deja los pulmones vacíos, por eso se llenan de agua enseguida…

    -Pero eso pasaría si aún respiraran…

    -No sé, Maximiliano, ¿por qué me lo pregunta?

    -¿No ve, no escucha? –le preguntaba, extrañado de la ceguera de ella.

     Había empezado a escuchar el canto de alegría, un hosanna desde abajo del agua. Los demonios tenían sus misas de regocijo, sus misales lo mismo que los discípulos de Dios. Levantó la vista hacia la luna, y vio cómo los huesos caían a la superficie del agua, sobre las olas encrespadas. Los huesos largos y las calaveras que eran golpeadas contra el casco del barco. Podía sentir el golpe de esos huesos rotos repercutiendo por toda la estructura de la nave, y tuvo el desesperado impulso de tomar a Elsa de las manos y correr a protegerse, ayudarla a sujetarse de algo mientras pasaba aquel maremoto de huesos.

     -¿Se siente mal, Maximiliano?

     Él la miró. Se sintió empapado en sudor, el corazón agitado y las manos crispadas sujetando los codos de Elsa.

    -Me lastima…-dijo ella.

    La soltó y se tapó la cara. Ella intentó apartarle las manos.

    -Dígame qué le pasa, por favor…

     Entonces sólo pudo decir, como quien se atreve a pronunciar algo por primera y única vez en voz alta, llorando y negándose a la verdad que su propia boca estaba pronunciando:

    -Dios ha muerto, mi querida Elsa. Quién sabe desde cuándo está muerto.

 

 

 

*

 

 

Durante los siguientes siete días, Maximiliano pensó en el hermano Aurelio. Sabía que su aislamiento era más severo aún de lo que había sido el suyo, porque desobedecer las reglas de la Orden a conciencia, era castigado más severamente que simplemente expresar un pensamiento. Lo que él había hecho era discutir principios, debatir sobre dogmas y teología, y por más que esto fuese peligroso para la estabilidad de una institución tan firmemente arraigada como la Iglesia, se le concedía una leve flexibilidad. Aún la madera de un viejo tronco posee  la capacidad de mecerse con un viento fuerte, porque está en su naturaleza saber que si no cede, se partirá en dos, indefectiblemente.

     La Iglesia, entonces, permite ciertas dudas, concede permisos para que algunas preguntas puedan ser planteadas en voz alta. Suficientes para dar la impresión de libertad, pero siempre hasta el límite exacto que la imagen y el miedo de Dios establecen: la barrera que la fe debe sobrepasar y ante la que la esperanza tiene que detenerse, quizá para siempre. Fe y esperanza son dos carros arrastrados por dos caballos viejos y cansados, cuyos ojos miran el muro que la cara de Dios representa, ensimismados, como si fuesen capaces de leer leyes inscriptas a cincel. Una espera, la otra también aguarda. Ambas con el morro caído, levantando los párpados de tanto en tanto, sabiendo que en los carros que arrastran no hay nadie, sólo la sombra del mundo que dejaron atrás.

     Desobedecer las reglas de la Orden era castigado con siete días de aislamiento y una mezquina ración de alimentos. Cada noche, un celador abría la puerta y presenciaba el autoflagelo del hermano castigado. Ambos se miraban uno al otro, sosteniendo la mirada de uno el cuerpo del otro, para que ninguno pudiera caer de cansancio o pena, ni el que se castigaba ni el que debía imponer la disciplina. Probablemente haya sido el padre Esteban que se encargó de la vigilancia, y por más que los superiores supieran de la clara debilidad del padre para con sus discípulos, lo dejaron a cargo del castigo del hermano Aurelio. Al fin de cuentas era un novicio muy joven, demasiado todavía, para desprotegerlo o someterlo a una rigidez tan extrema que rozara el aislamiento absoluto o la absoluta falta de ayuda.

     Maximiliano se preguntaba qué sucedería si su compañero llegaba a gritar. Nadie en aquellos claustros podría acudir a él, no sólo porque les estaba vedado, sino por el silencio que dominaba por encima de todo ruido en aquel lugar. Salvo las campanas y las letanías, lo que sucedía tras las puertas de las celdas era un misterio que sólo quien habitaba en ellas conocía. Generalmente la soledad y la desnudez, y unos cuantos gemidos de lamento. Pocos rezos dentro de la celda, sí mucho cansancio y aburrimiento, mucha pesadumbre y desconsuelo. Pero como toda semilla, ellas germinan y engendran seres invisibles que no pueden vivir en la seca humedad de aquel sitio, y por eso se convierten en preguntas, que como toda pregunta, es estéril y vana en esperanza, sin futuro, a menos que encuentre una respuesta. Y las respuestas que podría hallar tras las puertas se esconden o son asesinadas apenas éstas se abren. La luz del sol entra, pero no la luz de la certeza.

     El autocastigo, entonces, anulaba la capacidad del remordimiento y la conmiseración hacia uno mismo. Es así como Maximiliano debía ver al hermano Aurelio en esos momentos: sentado en su cama, la espalda curvada, los codos apoyados en la rodilla y la cabeza en las manos. Con los ojos cerrados o abiertos, pero de cualquier forma mirando las moscas volando alrededor, posándose en su cabello sucio, merodeando el colchón y saboreando el aroma proveniente de la palangana de porcelana escondida bajo la cama. Tal vez el hermano Aurelio no se atreviese a moverse en todo el día de esa posición, la única que garantizaba la lenta cicatrización de las llagas de la noche anterior. Si pensaba algo, no sabría expresarlo de ningún modo, salvo con el silencio, más expresivo que cualquier otra forma de comunicación. El zumbido de las moscas era música, las campanas marcaban el antes y el después del día, y los lejanos cantos de los hermanos un eco y una sombra del mundo que había dejado atrás, para siempre.

     Cuando lo vio otra vez en la misa vespertina, sentado en el mismo sitio desde donde lo había visto venir para ayudarlo el día que se desmayó, tuvo la intención de llamar su atención de algún modo. Estaba a dos filas adelante, a la derecha. Miró en esa dirección cuando debía estar mirando al suelo, tosió un par de veces, incluso hizo que sonaran sus pies desnudos sobre la madera del piso. Pero algunos ya lo miraban con reprensión, y decidió guardar para otro momento la oportunidad de agradecerle.

    

     Días después, estaban cavando una zanja de drenaje. El parque posterior del convento se inundaba cuando llovía. Los padres superiores habían reclamado al obispado, y el Obispo había hablado con las autoridades de la provincia. Pero estos trámites y conversaciones llevaban dos años, y las inundaciones del parque habían echado a perder tres cosechas completas, además de que las aguas entraban al convento y hacían estragos en los depósitos del sótano. En más de una ocasión, Maximiliano había visto salir a las ratas, escaleras arriba, huyendo del agua hacia otras zonas más secas y oscuras del convento. Sin duda, muchos las encontraron después en sus propias celdas, o en el mismo refectorio o la nave principal donde se ofrecía misa. Luego de cada lluvia, se escuchaba el carcomer de las ratas detrás del altar, pero nadie se atrevía a sonreír, ni siquiera el cura se animaba a protestar. Todos oían, pero nadie hablaba de las ratas. Sólo desde la cocina podían escucharse golpes y escobazos, incluso algunas maldiciones que sonaban como demoníacas blasfemias en medio del silencio. Como si fuese la voz del mismo Lucifer, que luego de aparecerse entre las llamas del horno, sucumbiese él también a la molesta gestación, la inefable permanencia y constancia de las ratas. La voz del demonio en las lenguas de los hermanos que cocinaban.

      Ese día entró en la cocina luego de quitarse las botas viejas que compartían todos los novicios cuando debían atravesar los cuartos inundados. El hermano Sebastián era el único cocinero, pero había dos o tres muchachos que el orfanato de la ciudad enviaba para ayudar en diversas tareas, cocinar, hacer mandados, trabajar en el huerto. Algunos luego entraban como novicios, pero sólo los que habían demostrado constancia. Los demás terminaban huyendo a la menor oportunidad en el camino entre el orfanato y el convento, y no volvían a verse jamás.

     -¡Hostia! –dijo el hermano.- ¡Ratas de mil demonios! ¡Que satanás se las lleve de vuelta al infierno!

     Y así siguió maldiciendo, luego de comprobar que el que entraba no era más que un novicio.

    -¡Qué quiere! –le preguntó de mala gana, viendo una mueca muy pequeña de sonrisa en la boca de Maximiliano.

      Este se disculpó, porque sabía que al otro no le gustaba que entrasen sin permiso en su cocina.

     -Hermano Sebastián, necesitamos agua fresca.

     -¿Y no tienen suficiente en todo el lugar? ¡Agáchense y beban como perros!

     Era la primera vez que lo veía tan furioso, y fue en ese momento que el padre Esteban entró y el hermano Sebastián se calló la boca de inmediato.

     -Perdón, Padre –dijo después.

     El padre Esteban no le hizo casi y agarró a Maximiliano de un codo para hacerlo salir de la cocina.

     -Ya me avisaron que las ratas se comieron todo el maíz que compramos ayer…

    -Lo lamento –dijo Maximiliano, pero sabía que el racionamiento duraría por lo menos toda una semana. Mientras tanto, ellos debían continuar lo que habían empezado esa mañana. El padre Silvestre, que tenía un cuñado ingeniero, hizo venir a su pariente el día anterior. Luego de recorrer el convento casi inundado en un tercio de su extensión, el ingeniero había recomendado hacer un drenaje de urgencia, cavando en el parque un canal de dos metros de profundidad hacia la zona más baja que daba al río.

     -Puedo mandar a mi gente –se había ofrecido, según escucharon algunos de los hermanos que pasaron cerca mientras los cuñados caminaban hacia la puerta.

    -No podremos pagarle…- contestó el padre Silvestre.

    -Déjame hacerlo como una donación…

     Pero a la mañana siguiente, el cuñado se presentó  con los planos del canal de desagüe pero sin los trabajadores. Nadie preguntó nana, pero todos se dieron cuenta que el ofrecimiento de donar tiempo y trabajo no había tenido éxito entre los empleados. Entonces los cuñados se despidieron con un apretón de manos, el ingeniero se marchó en su recién adquirido Ford T, y el padre Silvestre, con los planos enrollados, caminó hacia los hermanos y novicios, diciendo:

    -Vamos a trabajar, y ofreceremos el esfuerzo a Cristo Nuestro Señor.

     Todos se santiguaron, luego caminaron hacia el depósito, y el hermano Andrés, encargado de las herramientas de labranza y mantenimiento, entregó a cada uno una pala, una zapa o un azadón. Unos siguieron al padre Silvestre con la herramienta al hombro, otros arrastrándola, otros al frente como presentado armas.

     Maximiliano llevaba una zapa y estaba dos pasos detrás del padre. Eran las ocho de la mañana, y ya habían escuchado misa dos veces, desayunado en el refectorio y trabajado dos horas sacando la mercadería mojada del sótano bajo la cocina. Estaba cansado, pero el sol recién parecía salir, y estaba tan joven el cielo, que de algún modo, la energía y la firmeza del padre Silvestre se le contagió sin pensarlo. Miró atrás un momento, pensando que tal vez podría compartir una sonrisa cómplice con alguno de sus compañeros, y vio al hermano Aurelio, que arrastraba una pala por el suelo, y hasta sus mismos pies parecían arrastrarse por la tierra despareja. Como no tenía botas, sólo unas sandalias, salpicaba barro adelante y atrás. Algo de ese barro cayó en la cara de Maximiliano y el otro se paró, mirando con expresión de disculpa. Los que lo seguían se detuvieron, lo miraron con desprecio y continuaron su camino detrás del padre Silvestre. Por qué generaba ese sentimiento en los demás, Maximiliano no lo sabía. Era verdad que ahora se veía más enflaquecido, con un aspecto demacrado que no tenía antes del castigo de la semana anterior. Ni siquiera le había crecido la barba o el bigote todavía, y su cara de niño lo alejaba, sin querer, de los otros seminaristas. Los curas tampoco lo consideraban demasiado listo, y era evidente que si estaba allí a pesar de su edad era porque alguno de ellos pagaba un favor a los parientes del muchacho.

     Maximiliano se preguntó si pertenecería a alguna familia de renombre, pero luego se dijo que ya no importaba. Muchos en el convento debían estar en una situación parecida, unos contra su voluntad y por encargo de sus familias, otros por voluntad propia, pero en contra del mandato familiar. Unos y otros eran como exiliados, habitantes en un país extranjero, donde el gobierno lo constituía un ser invisible al que debían rezar, y representado únicamente por un crucifijo colgado con un clavo en la pared de una habitación austera y estrecha. Un crucifijo vacío, o a veces con un hombre tallado o moldeado en cerámica o barro, clavado a su vez en manos y pies.

      Puso una mano sobre el hombro derecho de Aurelio, y sin hablar, le hizo un guiño con un ojo. El otro entendió y sonrió. El “gracias” estaba dicho sin pronunciar, definitivamente y sin necesidad de palabras; sólo el elocuente silencio silbando en el aire de una mañana ajetreada, el silencio insinuante y quejumbroso como el ronroneo de un gato excavando en el barro seco. Palabra ausente que enunciaba la comunión que Jesucristo intentó hacer penetrar en el cuerpo y el alma de los hombres con ritos complicados y cruentos, el sacrifico del cordero y el redimir del hombre, cánones y dogmas que difícilmente podrían calificarse de aceptados para siempre o en forma completa y absoluta. Con sólo el silencio, Dios habría conquistado el mundo en menos tiempo de lo que dura un grito, o el beso de dos amantes.

     Pasó un brazo por encima de los hombros de Aurelio y caminaron juntos hacia la futura zanja de desagüe. El padre Silvestre mandó construir, en un extremo, un pequeño dique que detendría las aguas de la inundación hasta que la zanja estuviese lista. Los hermanos ahora parecían más entusiasmados de lo que había visto desde su llegada. Iban y venían trayendo maderas y baldes, siempre en silencio, pero con risas escondidas y pasos rápidos. Hasta el padre Silvestre parecía más joven, mientras el padre Esteban colaboraba en lo que podía, haciendo, como acostumbraba, cualquier tarea.

      Maximiliano cambió de herramienta con Aurelio, lo veía débil y cansado, y creyó que la zapa sería menos trabajosa para él. Tomó la pala y comenzó a levantar tierra allí donde su compañero ablandaba y removía. La mañana avanzaba con lentitud pero con esmerada y prudente esperanza de ser un día diferente, y por lo tanto memorable en la vida del convento. El olor a tierra húmeda se levantaba del suelo agotado, que producía frutos viejos y desabridos desde ya hacía mucho tiempo. El terreno alrededor del convento estaba viejo, y por más que agregaran abonos, los productos que daba no tenían más que el sabor, casi, del mismo abono con que era alimentada.

      Levantó la vista y vio al hermano Aurelio parado, con la zapa apoyada en el suelo y a él apoyado en le mango, mientras mirara la tierra que acababa de remover.

     -¿Pasa algo, hermano? –preguntó Maximiliano.

     El otro lo observó unos segundos antes de responder.

     -Nada. Descanso un poco.

     A Maximiliano no le pareció que le estuviese diciendo la verdad. La mirada del muchacho había estado fija en ese pedazo de tierra, y se acercó hasta allí. Removió con la pala, y en ese instante Aurelio lo agarró el brazo con fuerza. Temblaba y sudaba ahora más que hasta hace recién por el trabajo que hacían, y miraba con miedo la tierra levantada.

     -Pero a usted le pasa algo, dígame que es.

     Lo agarró de los hombros y lo hizo sentar en el suelo. Estaban lejos de los otros, y aunque los estuviesen mirando, no le importó. Se arremangó la sotana, levantó un poco el ruedo y lo ató con el cinto hasta cerca de las rodillas. Como Aurelio sudaba, le desabrochó el cuello. Vio la horquilla del esternón del muchacho, el pecho blanco y sin vello alguno. Se miró sus propias piernas, velludas y fuertes por el trabajo del campo en la estancia del tío José. ¿Qué era lo que llamaba su atención sobre el hermano Aurelio?, se preguntó. No era simplemente la necesidad de protegerlo como un hermano mayor, tampoco la soledad o el silencio obligado de la orden, que al fin de cuentas él había elegido por su propia voluntad. Y cuando pensó precisamente en esto, se dio cuenta de la pregunta que quería hacer en ese momento: si alguien más, además de él mismo, había escuchado a Dios llamándolo a sus filas, requiriéndolo como un soldado reclutado sin papeles ni órdenes legales de por medio, sólo la palabra y el deber, la obediencia debida al padre y al maestro, al tutor y al jefe, a aquel que, por encima de nosotros, estamos obligados por razones inciertas pero demasiado duras y concretas para ser explicadas, o rotas, que de todos modos llega a ser lo mismo. Un razonamiento desarma argumentos, y por lo tanto los deshace.

     -¡Cómo encontró su vocación, hermano? –preguntó, cuando ambos se sentaron al borde de la fosa recién comenzada, sobre la todavía poco elevada montaña de tierra excavada que se acumulaba a los costados.

     Aurelio lo miró y pareció quedarse pensando. Maximiliano le dio tiempo, era casi mediodía y pronto la campanilla sonaría para llamarlos al refectorio.

     -Vi a Nuestro Señor, hermano.

     Maximiliano continuó esperando. No le sorprendió al principio la respuesta, pensó que era una metáfora, una forma de decir que todos vemos a Dios en las cosas del mundo, su presencia habitando cada ínfima forma de plantas y animales, aún de las casas y los artefactos que el hombre construye.

     -Fue hace seis meses, más o menos. Estaba en mi hogar, con mis padres, sentados a la mesa. Vivimos en una casa de la afueras de Cádiz, rodeados de terrenos inhabitados y calles de tierra. Es una casa señorial, que mi abuelo construyó hace ochenta años. De noche se escuchan a los perros y a los búhos, nunca al mismo tiempo. Primero los búhos, alrededor de la medianoche, anunciando la caída de la noche definitiva, la secuencia irremediable de los espíritus danzando alrededor de los árboles. Cuando ellos callan, los perros ladran asustados durante dos o tres horas, hasta que se agotan y se duermen. Luego viene el viento, suave o fuerte, pero con su constante silbido que se aleja dejando el aire gélido que cada mañana nos recibe al despertarnos. ¿Nunca vio por la mañana, hermano, el patio helado y vacío, como si ni siquiera quedaran árboles, como si lo único presente fuesen sus propios ojos creando una imagen que sabe de antemano que no durará mucho, porque es fantasía, reflejo de la vida, eco del sonido ya ausente, como la luz de estrellas lejanas que han muerto muchísimos años antes? Cosas fantasmas, igual que hombres fantasmas.

     Maximiliano tosió y miró alrededor. Los demás también se habían sentado, no parecían hablar, y aunque lo hubiesen hecho el padre Esteban, ahora el único celador, no los habría reprendido. Aurelio se quedó mirándolo, como si buscase una señal de que entendía de lo que estaba hablando. Luego continuó:

     -Esa noche miré al cielorraso y vi la araña pendiendo sobre nosotros, y vi también a la otra araña, la de verdad, tejiendo su tela entre los candelabros. El calor de las velas no parecía hacerle daño, al contrario, se movía con rapidez y eficiencia. Mis padres me preguntaron qué estaba mirando, y yo solamente iba a contestarles la verdad, pero justo en ese momento sentí un dolor muy fuerte en el ojo izquierdo, como si me estuviesen pinchando con algo filoso. El dolor no me penetró en la cabeza, pero era profundo, hasta el fondo del ojo. Bajé la cabeza y emití un quejido. Mi madre se levantó de la silla y me acarició el pelo, consolándome. Yo me aparté de ella porque el dolor continuaba y me sentía cada vez más nervioso. Me tapé la cara con las manos y me froté el ojo izquierdo con fuerza. Mi padre dijo que me había entrado polvo, y que fuese al lavabo. No sé por qué me negué, tampoco sé la razón de que volviese a mirar hacia el cielorraso, donde la araña continuaba tejiendo su tela, ya más larga, viéndola descender hacia el mantel, y sin que mis padres se diesen cuenta. El ojo me dolía, me pinchaba tremendamente, pero no había perdido mi capacidad de visión. Veía claro y nítido, sin lágrimas siquiera, y me di cuenta entonces que jamás había visto tan nítidamente las cosas del mundo. Cada borde de objetos y elementos de la casa tenía su relieve, su gama de color, su estructura de material, su medida exacta. No sé cómo expresarlo…yo sabía, con sólo ver, cuál era el fin, el mensaje, quizás, la solución y disolución de la sustancia con que estaban conformados, como si sustancia y forma fuesen un conglomerado dispuesto en base a un fin previamente determinado.

     Hizo una pausa y frunció las cejas, sin duda interrogando en silencio si todo eso era comprendido por quien lo escuchaba. Maximiliano entendió la pregunta, y ávido por saber más, cumplió con su deber de interlocutor comprensivo y entusiasta.

    -Dios en el principio de todas las cosas…-dijo.

    Aurelio sonrió, complacido.

    -Así es, hermano. Incluso en esa araña. Porque yo la veía muy claramente, a pesar de su diminuto tamaño. Observé cada una de sus patas, las que usaba para sujetarse a la tela, y las que utilizaba para tejerla. Era como presenciar la construcción una escalera de descenso al mismo tiempo que se descendía. Un milagro, podría decir, y por qué no, si fue en ella donde vi la cara de Dios. En el rostro de esa araña.

 

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