miércoles, 13 de diciembre de 2023

LA FRACTURA ESFENOIDAL (Plan de obra a manera de prefacio)

 

  

   “La materia del mundo era un dios denominado Caos”    

                         Thomas Hobbes                                                                    



 

 

 


“La fractura esfenoidal” es un díptico constituido por las novelas "La luna sobre el Atlántico" y "Los murciélagos del Brasil", que cuenta la historia de varios personajes a lo largo de cuatro décadas, entre fines de siglo XIX y comienzos del XX, en un espacio geográfico constituido por la provincia de Buenos Aires y el litoral argentino. Sin embargo, estas historias tienen proyecciones hacia tiempos previos, además de hacia otras geografías de Europa y América.

     Cada una de estas narraciones tiene una trama argumental que se basta a sí misma, siendo susceptibles de leerse en forma independiente, pero varios son los elementos que conectan las novelas, tanto personajes, sucesos o lugares en común. Y el principal factor común, sin embargo, que intenta unirlas abarcativamente no representa un eje temático, sino un factor causal primigenio, de naturaleza incierta y por tal  motivo más capaz de aceptar múltiples derivaciones y consecuencias.

      En ciencia se considera que de las células primordiales, o células madre, derivan todas las múltiples especificaciones o especializaciones de los sistemas biológicos. El factor primigenio en estas novelas no es su protagonista absoluto, pero sí el escenario de fondo que aparece de tanto en tanto, silencioso y entre brumas. A veces sirve de explicación a episodios y sucesos, otras veces tiende a agregar complejidad, pero siempre cumple la función de representar un punto de reparo, un sitio o causa conocida en la cual el lector -más que los propios personajes, que nunca serán conscientes de este factor común, sino sus simples instrumentos- encontrará una supuesta lógica interna que otorga verosimilitud propia  a la gran trama.

     No debe confundirse esta verosimilitud  con lo que usualmente se llama razón pura, ni siquiera el tan trillado sentido común. La lógica del argumento será propia de él, porque incluso la locura posee una lógica propia. A eso debe recurrir el lector, quizá incorporando esa lógica a su propio mundo, o más propiciamente, incorporándose él a la lógica del mundo narrado.

      Este factor primigenio es una fractura. Como tal, constituye una solución de continuidad en una superficie previamente indemne. Donde antes no había un espacio, ahora lo hay. Y ese espacio debe ser llenado, porque la física, y su gran predecesora, la metafísica- y rendimos memoria a Pascal en especial- nos dice que la naturaleza aborrece el vacío. ¿Es la naturaleza una entidad pensante, o por lo menos está conformada por una pura intuición? O yendo aún más abajo en la escala de complejidades, ¿es de un automatismo absoluto? Si hablamos de automatismo, hablamos de reflejos, y entraremos en materia de lo puramente orgánico.

      Por lo tanto, en una fractura, que en este caso ocurre en un hueso, el espacio abierto tiende a llenarse con los elementos que lo rodean, tal vez sangre, tal vez aire. Un espacio que no debería existir, y que es ocupado por elementos que no deberían estar ahí, necesariamente creará perturbaciones. Estas perturbaciones serán lo que en medicina se llaman signos, es decir pruebas físicas que pueden ser demostradas con cualquier sistema sensitivo natural o artificial, sean nuestros ojos, oídos, manos o cualquier aparato artificial que sea capaz de determinar su presencia. Pero estas perturbaciones también provocarán sensaciones puramente subjetivas en el sujeto donde ocurran, y entonces las llamamos síntomas.

      Los síntomas, mucho más que los signos, son susceptibles de múltiples interpretaciones. La capacidad de tolerancia al dolor, las experiencias previas del sujeto, los niveles intelectuales del mismo, las características psicológicas y emocionales, todas ellas influirán tanto en la intensidad de tales síntomas, como en la verosimilitud de su presencia o manifestación. Con el tiempo, el ser humano se ha acostumbrado a simplificar la complejidad, la contradicción constante de los factores que lo rodean, reduciéndolos a ciertas ideas que se van asentando en la psiquis colectiva, y formando el conjunto de tradiciones comunes, lo que llamamos cultura.

      Estas simplificaciones, desde su estado de ideas concretas y satisfactoriamente explicativas para determinados fenómenos, tienden a subir a un plano más abstracto, para servir de esa manera como paliativos culturales,- porque la cultura es también un gran remedio curativo, quizá el más importante creado por el hombre-, para conductas humanas, sucesos naturales o simplemente para todo aquello que no tiene una razón determinada. Estas ideas toman el rango de símbolos.

     Entonces, de su condición meramente física como signos indefectiblemente demostrados, pasan a convertirse en síntomas susceptibles a la duda, y luego al valor de símbolos. Ya con este nombre, serán más generales y abarcadoras, susceptibles también a múltiples dudas, pero éstas dependen ahora sólo de los diferentes puntos de vista culturales que nacen de condiciones orgánicas: la variantes en la alimentación,  las formas de cortejo o los diversos valores comerciales. Pero el símbolo está por encima de todas estas condiciones previas, mucho más alto en el nivel de los factores puramente cotidianos, y mucho más lejano en el tiempo, tanto que la memoria colectiva ya ha perdido la noción exacta de su origen. Llegados a este rango pueden tomar el nombre de mitos, según la cultura de la que hablemos.

     Por lo tanto, mientras más remoto sea su lugar en el tiempo, menos comprobable, y por lo tanto más probable. Y de esta manera será imposible derribarlo por ninguna noción particular. Sólo la ciencia aplicada y aprehendida en la psiquis colectiva ha derrumbado algunos, pero los símbolos-o mitos- tienden a renacer, porque no tienen cuerpo y no pueden ser destruidos. Son ideas que adquieren tanta fuerza que permanecen siempre latentes. Son como fantasmas, o si queremos como imágenes holográficas. Están y no están donde las vemos. O las imaginamos donde queremos verlas. Y están allí porque las vemos.

      El máximo símbolo es, seguramente, la idea de la divinidad. Ya no estamos en el ámbito de lo físico, de la carne y de los huesos. Estamos en el nivel de la metafísica. Dios es el máximo exponente de la cultura humana;  no la mejor ni la más sublime, simplemente la máxima potencia del símbolo. Y el símbolo puede ser expoliado, puede ser negado una y otra vez, incluso puede comprobarse la inexistencia absoluta de lo que representa, pero no ser derribado definitivamente.

      El origen del símbolo es, como vimos, lo orgánico, y las diversas religiones han intentado hacer descender la idea a nivel de la carne. Dios desciende a la tierra hecho hombre, sufre laceraciones, sangra y sus huesos también son rotos. El hombre, sin embargo, aborrece el vacío como la naturaleza. El cuerpo muere y se degrada. Donde hubo algo ya no hay nada. Esa nada debe ser llenada. Y cuando no hay nada con que llenar esa nada, aparece la imaginación, que siempre estuvo allí, que creó el símbolo y se perfeccionó con él.

     El símbolo, por lo tanto, es el puente entre lo orgánico físico y las ideas metafísicas.

     El esfenoides es un hueso extraño. Está ubicado casi en el centro del cráneo humano, formando una gran parte de la base. Constituye las paredes posteriores de las órbitas, y por su orificio principal, estrecho, pasa el nervio óptico y los vasos sanguíneos que lo irrigan. Su forma es muy peculiar: aislado en un preparado anatómico, parece tener la forma de un pájaro con las alas extendidas.

     Estas peculiaridades lo predisponen a muy diversas patologías neurológicas, manifestadas en signos comprobables. Pero si hablamos de síntomas, éstos son más confusos y complejos. Habrá manifestaciones ópticas, primordialmente. Ilusiones en su mayoría, alucinaciones muy probablemente, y también ceguera, que puede ser otra forma de alucinación. ¿No ver nada, o ver la oscuridad, no puede ser también resultado de la subjetividad? Si lo que vemos es diferente a lo que está frente a nosotros nos llamarán estúpidos. Si vemos lo que no está delante, nos llamarán locos.

     Los que ven a Dios, finalmente el máximo símbolo creado por el hombre, a través de una fractura en la base del cráneo, ¿cómo se llamarán?

    Esa es la pregunta que los personajes de estas novelas nunca se podrán hacer porque están tan inmersos en la situación que los define, que no pueden ver más allá de su propio interior.

     La fractura esfenoidal extrapola el dolor, la angustia, la amargura existencial, y hasta quizá la incomprensible inconsecuencia de la vida, hacia el exterior. Y una vez allí, la duración de esta imagen, símbolo o representación, como quiera llamársele, es tan efímera, tan absurda, que deberá volver a su origen, a riesgo de convertirse en una caricatura de una obsesión, y seguramente para exterminarse a sí misma.

      El cuerpo morirá, y sólo los huesos a lo mejor duren un poco más. Y durante todo ese tiempo extra otorgado a la pobre sustancia de la cal, la fractura continuará viéndose, y hasta palpándose, como un espacio latente donde ya no hay realmente nada.

 

 

Ilustración: Girl with a hawkshaw earning de Vladimir Chebakov

 

                                                                                                           

                   

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