Maximiliano buscó la luna cada noche hasta hallarla entera o en pedazos. A veces apenas
visible, pero sabiendo que allí estaba su sombra. La sombra de la luna, su lado oculto, su
siempre escondida cara, como si alguna deformidad le diese vergüenza, o hubiese en ese
lado de su superficie cosas, objetos o seres que le diese vergüenza mostrar, o escondiese
como quien se reserva armas para una guerra próxima.
¿Quién podría interpretarla? Contemplando la nube blanca de la luna a pleno día, bajo el
sol refulgente, entre olas de luz reflejadas por las olas del mar, aportando su rugido para
que ambos mares, el de luz y el de agua fuesen hermanos gemelos que rara vez se juntaran.
Se preguntó por qué nadie más veía la luz de la luna bajo el hálito esplendente y el aroma
nauseabundo que el sol despertaba en la carne muerta. Cuál era la razón de no ver las
manos de la luna arrojando sus huesos sobre el mar, porque esa era la causa de las olas. No
el viento ni las corrientes marinas, ni siquiera los demonios de las profundidades, ávidos
ellos mismos de los huesos frescos que la luna arrojaba cada día, escondidos tras los haces
del sol. Huesos que por la noche la luna iluminaría para alimentarlos y hacerlos revivir.
Él soñó con la lluvia de huesos, y desde entonces buscó la luna cada noche.Ilustración: "El globo-ojo" de Odilon Redon
No hay comentarios:
Publicar un comentario