miércoles, 20 de diciembre de 2023

LA LUNA SOBRE EL ATLÁNTICO

 




Corriendo a lo largo de la cubierta, buscó la luna cada noche hasta hallarla entera o en pedazos. A veces apenas visible, pero sabiendo que allí estaba su sombra. La sombra de la luna, su lado oculto, su siempre escondida cara, como si alguna deformidad le diese vergüenza, o hubiese en ese lado de su superficie cosas, objetos o seres que le diese vergüenza mostrar o escondiese como quien se reserva armas para una guerra próxima.
     ¿Quién podrá interpretarla?, se preguntaba él, contemplando la nube blanca de la luna a pleno día, bajo el sol refulgente, entre olas de luz reflejadas por las olas del mar, que además aportaban su rugido para que ambos mares, el de luz y el del agua fuesen hermanos gemelos que rara vez se juntaran. Momentos esporádicos que sólo podían contemplarse en alta mar, allí donde ellas, trescientas y pico de personas, estaban quietas como suspendidas en el tiempo, ausentes del espacio real y del tiempo contable. Flotando a la deriva como si viajasen en el aire. Rodeados de las sustancias etéreas que las formaron en el principio de los tiempos.

     Maximiliano se preguntó por qué ellos no se daban cuenta de todo esto. Por qué no veían la luz de la luna bajo el hálito esplendente y el aroma nauseabundo que el sol despertaba en la carne muerta, las pieles sucias y la madera hastiada de sal y sangre. Cuál era la razón de que teniendo ojos, no vieran las manos de la luna arrojando sus huesos sobre el mar, porque esa era la causa de las olas. No el viento ni las corrientes marinas, ni siquiera los demonios de las profundidades, ávidos ellos mismos de los huesos frescos que la luna arrojaba cada día, escondidos tras los haces del sol. Huesos que por la noche iluminaría para alimentarlos y hacerlos revivir.

    Él soñó con la lluvia de huesos, y desde entonces buscó la luna cada noche.

Ilustración Autorretrato de Otto Dix


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