lunes, 24 de marzo de 2025

Diario íntimo (Henri Frederic Amiel)

  







Viernes 14 de diciembre de 1849 (ocho de la mañana):


Virginidad viril, merecerías un templo por tu grandeza, y los 

pueblos antiguos cometieron una equivocación olvidándote. 

No haber dado todavía, a los veintiocho años, tus fuerzas a 

ninguna mujer, como dice Pitágoras; o, como Goerres dice, 

no haber saboreado aún; o no haber conocido, en términos 

de Moisés; o, como los novelistas franceses, no haber 

poseído aún, es un fenómeno, o más bien una rareza de la 

que ninguno de cuantos conozco puede ofrecer otro ejemplo. 

¿Es un bien o un mal?, ¿una estupidez o una virtud? He 

ahondado con frecuencia en esta cuestión. Haber dormido 

en todas las camas de Europa, desde Upsala a Malta y desde 

Saint-Malo a Viena, lo mismo en los chalés que en los 

albergues, junto a las pastoras bretonas o vecino de las 

muchachas napolitanas, y no conocer la voluptuosidad más 

que en la imaginación; haber tenido un temperamento 

precoz entre los más; haber leído las cosas más perjudiciales; 

haber tenido las más seductoras ocasiones, antes ya de los 

veinte años; ser curioso hasta el crimen, y mucho más en lo 

relativo al amor; ardiente y sempiterno vagabundo, ¿cómo 

es posible que haya regresado al hogar natal con mi 

inocencia de chiquillo? Son muchas las causas, elogiosas 

algunas para mí, pero yo lo atribuyo a mi ángel de la guarda, 

a mi natural honrado. Púber, liber; liber miser, tal es el 

resumen de dos cartas del viaje último escritas a Bordier. 

¿Quién me ha guardado? El respeto hacia el prójimo. 

Siempre he sentido horror a hacer daño, a arrastrar a otro al 

mal. La idea de corromper me resultaba insoportable, y la 

muchacha o la mujer a quien no hubiese podido perjudicar 

sería indigna de” mí. Y nunca pude resolver este dilema 

moral. 



La sinceridad: debiendo aconsejar a mis dos hermanas, 

permanecí puro para no ser hipócrita. Porque odio la 

hipocresía. Y no pudiendo admitir ni el vicio descarado ni la 

simulación, no cedí. 



La imaginación: centuplicando la cosa, lo mismo la 

voluptuosidad que el remordimiento; la imaginación me ha 

preservado con el espanto en la misma medida que me 

tentaba con la seducción. Y el cuarto guardián ha sido mi 

fabulosa y estúpida timidez. Jamás pude decir a una mujer 

una palabra deshonesta, e incluso me cuesta un gran trabajo 

no enrojecer cuando otros las dicen. Me he sonrojado con 

frecuencia por otro y en su lugar; más que por mí mismo; 

era el testigo que se abochornaba, y no el culpable. Esa 

estúpida timidez me ha dejado algunos remordimientos que 

aún subsisten: lamento mucho más los besos que hubiera 

podido y debido dar en Estocolmo, en Cherburgo y otros 

lugares, que otras acciones censurables. Esos recuerdos de 

casta voluptuosidad me resultan queridos; tienen mayor 

perfume para mí que la posesión completa para un libertino. 



También fue poderoso guardián la desconfianza en mí 

mismo. Sabía que cualquier chispa se convertiría en 

incendio; que una vez suelta la apasionada furia tendría que 

comprimirla más que reprimirla. Tuve miedo de mí y no me 

atreví a abandonarme. Recuerdo haber rechazado a G., que 

me arrastraba y a la que estrechaba en mis brazos, ambos ya 

medio locos. Tuve entonces miedo al tigre de la pasión, no 

osé arrancar la mordaza a la bestia feroz, abandonarme a mí 

mismo. Y después lo sentí, sobre todo cuando supe que mis 

escrúpulos para con ella le hacían demasiado honor y 

demostraban excesiva delicadeza. Más que apagarla, aplasté 

la tentación. Acaso fue una tontería: no se es completamente 

hombre mientras se ignora a la mujer. Pero preferí la 

ignorancia al remordimiento; para mí era un sacrificio que 

otro cualquiera, menos devorado que yo por el ansia de 

saber, acaso no comprenda. Además, me había jurado a mí 

mismo ser tan heroico como la mujer pura, que no entrega 

la flor de su castidad y su corona de virgen sino a quien le 

ofrece a cambio la guirnalda de esposa. Me había jurado 

hacer a aquella que conquistara mi corazón una ofrenda 

exquisita y rara: la virginidad de mis sentidos con las 

primicias de mi alma, un amor grande, completo, sin rotura 

ni mancha; para poder aceptar sin enrojecer el don 

equivalente, a fin de poder abrir ante sus ojos toda mi vida, y 

dejarla hundirse en mí sin miedo a encontrar algún fango en 

mis recuerdos, ni rivalidad, siquiera en sueños. 



Si esto es una necedad, te doy gracias por ella, Dios mío. 

También el ideal es un sueño, pero un sueño que prevalece 

sobre todas las miserias de lo real. 



Renunciar a la manzana de la ciencia es para un hijo de 

Eva exceder en mérito a su madre; pero no soy yo quien lo 

ha conseguido, sino mi ángel bueno, mi instinto, Dios en mí. 

Yo quise morder el fruto, pero fue él quien paralizó mis 

labios; yo quise pecar y he pecado; pero él me libró. Por esto 

no puedo sentirme orgulloso, sino emocionado, reconocido, 

humilde. 



Empecé el Rig-Veda (traducción de Langlois). 



En cuanto me acerco a uno de estos monumentos 

antiguos, me caen escamas de los ojos. Me siento hombre 

primitivo, treinta y ocho siglos más joven. La facultad de la 

transformación, de la simplificación, es un don precioso. Yo 

puedo simplificarme sin límites, olvidando mi medio, mi 

época, y hacerme de otra edad; puedo olvidar tal o cual 

sentido, volverme ciego, convertirme incluso en un ser 

inferior al hombre, animal, planta... Puedo meterme en mi 

cuerpo, sentirme en el limbo física y espiritualmente. 

Simplificación, igual a liberación de toda esclavitud; 

simpatía, igual a liberación del yo. 


Hay una gran cantidad 

de nuestras caras que me inspiran una repulsión 

involuntaria; una especie de rencor por anticipado. Es mi 

amor propio que se pone a murmurar. Quería quedar quieto, 

pero no puedo. Debería estar en relación con nuestros 

hombres de cierta distinción, como me ha ocurrido en otros 

países, pero no lo estoy; e incluso me parece poco probable 

que llegue a estarlo. Esta comparación poco ventajosa no 

contribuye a mejorar mi humor; dado que a la reserva 

respondo con la altanería, y a la desconfianza con la 

repulsión. 


Efecto singular del ejemplo: por todas partes sólo hacen 

llegarme noticias de matrimonios. Y esto me da más deseos. 

El santo estado me inspira más miedo que ganas; porque el 

matrimonio prosaico me repugna, y el incierto me espanta. 



Una extranjera de cierta facilidad y que reuniese las 

cualidades morales ya señaladas, podría hacerme 

reflexionar. Pero quiero ser tentado, y no proyectar a sangre 

fría. 





Ilustración: Isidoro Bianchi




No hay comentarios:

Diario íntimo (Henri Frederic Amiel)

   Viernes 14 de diciembre de 1849 (ocho de la mañana): Virginidad viril, merecerías un templo por tu grandeza, y los  pueblos antiguos come...