Viernes 14 de diciembre de 1849 (ocho de la mañana):
Virginidad viril, merecerías un templo por tu grandeza, y los
pueblos antiguos cometieron una equivocación olvidándote.
No haber dado todavía, a los veintiocho años, tus fuerzas a
ninguna mujer, como dice Pitágoras; o, como Goerres dice,
no haber saboreado aún; o no haber conocido, en términos
de Moisés; o, como los novelistas franceses, no haber
poseído aún, es un fenómeno, o más bien una rareza de la
que ninguno de cuantos conozco puede ofrecer otro ejemplo.
¿Es un bien o un mal?, ¿una estupidez o una virtud? He
ahondado con frecuencia en esta cuestión. Haber dormido
en todas las camas de Europa, desde Upsala a Malta y desde
Saint-Malo a Viena, lo mismo en los chalés que en los
albergues, junto a las pastoras bretonas o vecino de las
muchachas napolitanas, y no conocer la voluptuosidad más
que en la imaginación; haber tenido un temperamento
precoz entre los más; haber leído las cosas más perjudiciales;
haber tenido las más seductoras ocasiones, antes ya de los
veinte años; ser curioso hasta el crimen, y mucho más en lo
relativo al amor; ardiente y sempiterno vagabundo, ¿cómo
es posible que haya regresado al hogar natal con mi
inocencia de chiquillo? Son muchas las causas, elogiosas
algunas para mí, pero yo lo atribuyo a mi ángel de la guarda,
a mi natural honrado. Púber, liber; liber miser, tal es el
resumen de dos cartas del viaje último escritas a Bordier.
¿Quién me ha guardado? El respeto hacia el prójimo.
Siempre he sentido horror a hacer daño, a arrastrar a otro al
mal. La idea de corromper me resultaba insoportable, y la
muchacha o la mujer a quien no hubiese podido perjudicar
sería indigna de” mí. Y nunca pude resolver este dilema
moral.
La sinceridad: debiendo aconsejar a mis dos hermanas,
permanecí puro para no ser hipócrita. Porque odio la
hipocresía. Y no pudiendo admitir ni el vicio descarado ni la
simulación, no cedí.
La imaginación: centuplicando la cosa, lo mismo la
voluptuosidad que el remordimiento; la imaginación me ha
preservado con el espanto en la misma medida que me
tentaba con la seducción. Y el cuarto guardián ha sido mi
fabulosa y estúpida timidez. Jamás pude decir a una mujer
una palabra deshonesta, e incluso me cuesta un gran trabajo
no enrojecer cuando otros las dicen. Me he sonrojado con
frecuencia por otro y en su lugar; más que por mí mismo;
era el testigo que se abochornaba, y no el culpable. Esa
estúpida timidez me ha dejado algunos remordimientos que
aún subsisten: lamento mucho más los besos que hubiera
podido y debido dar en Estocolmo, en Cherburgo y otros
lugares, que otras acciones censurables. Esos recuerdos de
casta voluptuosidad me resultan queridos; tienen mayor
perfume para mí que la posesión completa para un libertino.
También fue poderoso guardián la desconfianza en mí
mismo. Sabía que cualquier chispa se convertiría en
incendio; que una vez suelta la apasionada furia tendría que
comprimirla más que reprimirla. Tuve miedo de mí y no me
atreví a abandonarme. Recuerdo haber rechazado a G., que
me arrastraba y a la que estrechaba en mis brazos, ambos ya
medio locos. Tuve entonces miedo al tigre de la pasión, no
osé arrancar la mordaza a la bestia feroz, abandonarme a mí
mismo. Y después lo sentí, sobre todo cuando supe que mis
escrúpulos para con ella le hacían demasiado honor y
demostraban excesiva delicadeza. Más que apagarla, aplasté
la tentación. Acaso fue una tontería: no se es completamente
hombre mientras se ignora a la mujer. Pero preferí la
ignorancia al remordimiento; para mí era un sacrificio que
otro cualquiera, menos devorado que yo por el ansia de
saber, acaso no comprenda. Además, me había jurado a mí
mismo ser tan heroico como la mujer pura, que no entrega
la flor de su castidad y su corona de virgen sino a quien le
ofrece a cambio la guirnalda de esposa. Me había jurado
hacer a aquella que conquistara mi corazón una ofrenda
exquisita y rara: la virginidad de mis sentidos con las
primicias de mi alma, un amor grande, completo, sin rotura
ni mancha; para poder aceptar sin enrojecer el don
equivalente, a fin de poder abrir ante sus ojos toda mi vida, y
dejarla hundirse en mí sin miedo a encontrar algún fango en
mis recuerdos, ni rivalidad, siquiera en sueños.
Si esto es una necedad, te doy gracias por ella, Dios mío.
También el ideal es un sueño, pero un sueño que prevalece
sobre todas las miserias de lo real.
Renunciar a la manzana de la ciencia es para un hijo de
Eva exceder en mérito a su madre; pero no soy yo quien lo
ha conseguido, sino mi ángel bueno, mi instinto, Dios en mí.
Yo quise morder el fruto, pero fue él quien paralizó mis
labios; yo quise pecar y he pecado; pero él me libró. Por esto
no puedo sentirme orgulloso, sino emocionado, reconocido,
humilde.
Empecé el Rig-Veda (traducción de Langlois).
En cuanto me acerco a uno de estos monumentos
antiguos, me caen escamas de los ojos. Me siento hombre
primitivo, treinta y ocho siglos más joven. La facultad de la
transformación, de la simplificación, es un don precioso. Yo
puedo simplificarme sin límites, olvidando mi medio, mi
época, y hacerme de otra edad; puedo olvidar tal o cual
sentido, volverme ciego, convertirme incluso en un ser
inferior al hombre, animal, planta... Puedo meterme en mi
cuerpo, sentirme en el limbo física y espiritualmente.
Simplificación, igual a liberación de toda esclavitud;
simpatía, igual a liberación del yo.
Hay una gran cantidad
de nuestras caras que me inspiran una repulsión
involuntaria; una especie de rencor por anticipado. Es mi
amor propio que se pone a murmurar. Quería quedar quieto,
pero no puedo. Debería estar en relación con nuestros
hombres de cierta distinción, como me ha ocurrido en otros
países, pero no lo estoy; e incluso me parece poco probable
que llegue a estarlo. Esta comparación poco ventajosa no
contribuye a mejorar mi humor; dado que a la reserva
respondo con la altanería, y a la desconfianza con la
repulsión.
Efecto singular del ejemplo: por todas partes sólo hacen
llegarme noticias de matrimonios. Y esto me da más deseos.
El santo estado me inspira más miedo que ganas; porque el
matrimonio prosaico me repugna, y el incierto me espanta.
Una extranjera de cierta facilidad y que reuniese las
cualidades morales ya señaladas, podría hacerme
reflexionar. Pero quiero ser tentado, y no proyectar a sangre
fría.
Ilustración: Isidoro Bianchi
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