Dando diente con encía, la vieja ña Tocuatra contaba que la vio pasar y hundirse en la laguna, de vuelta, al anochecer, con una brazada de leña á sü rancho; José Contreras, su nieto, aseguraba que también la vio, no una, sino varias veces, y el capataz y las hijas del capataz, y el pulpero y la mujer del pulpero, y casi los peones todos de la estancia: era de estatura desaforada, más alta que los árboles más altos; su manto parecía una nube de tormenta que fuera rasando la tierra, en cuyas negruras temerosas se envolvía completamente, sin mostrar pie ni mano, ni los encendidos carbones que está obligado á gastar todo buen fantasma. Tampoco olía á azufre; algún asustado testigo, de largas narices, juraba que si á algo olía era á tabaco, síntoma de progreso, que también á lo sobrenatural y extraordinario alcanza, sin que este detalle amengüe en un ápice la legitimidad de la espantosa aparición.
La cual, como queda dicho, era toda negra y llevaba dos meses de pasear aquellos contornos, obligando á cerrar puertas y ventanas á cada quisque así que anochecía. Como no hacía otro ruido al andar que el que produciría el batir de unas alas de murciélago, la visión repentina y horrible desarmaba el ánimo del precavido y del valiente como quiebra una paja el aire, y á merced suya le rendía allí donde le encontraba; que tal le acaeció á aquel matón de Hilario, quien con el facón desnudo salió una noche de truenos á esperar á la viuda junto á la tapia del cementerio, y patas arriba se le halló á la madrugada en el mismo sitio, con más miedo que vergüenza.
Sentados alrededor del fogón, mate en mano, mientras al calor de la llama el ensartado cordero, acabadito de desollar, se tostaba lindamente en el asador, los gauchos evocaban recuerdos de apariciones semejantes que en otro tiempo asolaron el pago, y las chinas jóvenes, de morenotas carnes y trenzas de cerda, no se atrevían á moverse del temor que las daban sus inquietas siluetas dibujadas sobre los muros ahumados de la cocina. Pegados al pecho de sus madres, los niños gemían de miedo del coco, y todos, grandes y chicos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, valientes y pusilánimes, temblaban y santiguábanse al tender las sombras sus crespones sobre la comarca.
El único que se mantenía sereno y despreocupado era ño Usebio el del pajonal. Hasta se burlaba del fantasma, diciendo le iba á hacer y acontecer y que ¡ay! si osaba aparecer del lado de su rancho cruzarle el camino: amartillado el trajeo, á la mano el lazo, ya podía venírsele encima una legión de espectros, que él las temía más á los vivos que escurren el bulto, que á los muertos que resucitan, y á un ánima del purgatorio se la ahuyenta con padrenuestros. Para cobardes, Hilario.
Cada tarde, concluida su faena, montado en su bayo dorado y al trotecito diriíase hacia el pajonal solitario, allá en los confines del poblado. Iba cantando alegremente; pero así que apartado se encontraba en la inmensidad del campo, enmudecía, soltaba las riendas y giraba miradas recelosas, encogido el espíritu y floja la voluntad... Porque ño Usebio, dijera lo que dijese, temía más á los muertos que á los vivos: gaucho de pelea, bravucón de oficio, su valor y sus hazañas eran ya legendarias y en aleluyas las celebraban los chicos de la escuela; ningún hombre se le ponía delante, ni él consentía que se le pusiera. Pero hay deudas con los muertos que no se pagan con la propia vida, y hay ánimas que si vuelven á la tierra no es para recoger un padrenuestro. Y cuánto, cuánto á la difunta Rosario debía ño Usebio!
Con ella pudo casarse, y dejó desdeñoso que se casara con otro; mas todo fué verla en brazos ajenos y entrarle la codicia y despertársele la mala pasión, de tan violento modo que, casada la hermosa hija doña Tocuatra con el ño Contreras, la arrebató á poco en su caballo y en un rincón de la pampa la tuvo secuestrada largo tiempo á su capricho. La devolvió á su hogar cuando de ella quedó harto, y la arrebató de nuevo cuando los colores de la salud y del buen trato embellecieron la flor que él había ajado; y entre estas alternativas murió el blando Contreras de pena, nació el José, en cuyo tipo gallardo sospechaba el raptor vislumbres de la propia sangre, y enfermó y murió Rosario maldiciéndole.
Esta maldición pesaba sobre ño Usebio como una piedra que no le dejara levantar su cabeza, encuadrada de lacia melena gris, sino por el resorte de la soberbia, en el corro de la pulpería; de continuo, en la soledad, la clavaba sobre el pecho, dentro del cual ni de noche ni de día cesaba el escarabajeo de los remordimientos, á modo de hirviente gusanera. Aquel fantasma, aquella viuda lúgubre que rondaba el pago, bien podía ser el alma condenada de Rosario, que venía á buscarle para que fuera á compartir con ella el castigo, como instigador y causante del pecado. Y ño Usebio no lo dudaba, dispuesto desde luego á entregarse sin resistencia á quien le reclamaba de orden de la justicia divina, ante la cual no hay armas que valgan, bravatas ni valentía.
Conforme ño Usebio se acercaba al pajonal, que ya la noche cubría por completo, comenzaba á rezar en alta voz, y entraba en su rancho, el que apre- suábase á cerrar con barra y cerrojo, lasta entonces, felizmente, no había topado con el fantasma, y la dilación le parecía augurio de que su arrepentimiento sincero alcanzaría á rescatar su crimen á la larga, y sus oraciones el reposo de Roano.
Pero una noche, la de San Juan, sus ojos espantados le divisaron en mitad del camino, semejante á columna de humo que tocara el cielo. Las Palabras del avemaria se le atragantaron ño Usebio en la garganta, como puñado de piedrecillas que quisiera tragarse.
— ¡Jesús! ¡Jesüsl ¡Jesús! — dijo por tres veces.
Y se vino del bayo abajo, herido de terror. Apenas estuvo derribado, la. inmensa mole negra se movió y avanzó hacia el mísero, que la miraba llegar repitiendo ¡Jesús! ¡Jesús! con horrible castañeteo de dientes; ya la tenía cerc, ya la tenía encima, tan grande, tan negra, que llenaba y obscurecía el contorno... No Usebio dió un salto y corrió hasta su rancho, intentó cerrar, no pudo, y se agazapó en un angulo, murmurando siempre: «¡Jesús!»
Como fuego fatuo, la sombra le persiguió y entró con él, que era maravilla que siendo tan grande lo consiguiera. Ño Usebio la vio erguirse delante de la ventana envuelta en el rayo de luna, rodeada de una turbina ba de murciélagos. Y dando la cara contra el suelo, gimió:
— ¡Rosario Contreras, perdón!
Él solo era el culpable del nefando delito en que la familia de Contreras perdió la honra y la felicidad; él solo el merecedor del castigo eterno; si Rosario pagaba en el purgatorio cuentas ajenas, que se hiciera justicia, y ya que su última hora había llegado, tuviera Dios misericordia de él.
— ¡ Perdón ; misericordia ! — balbuceaba tembloroso.
Entonces se oyó un gran ruido, tal como si el rancho se derrumbara, y estalló un grito de fiera que huele la sangre. No Usebio vio caer el armazón de palitroques y de trapos que á José servía para su broma siniestra, y surgir al muchacho, descompuesto, terrible, el facón en alto, vengador casual de ignorados agravios.
No Usebio le reconoció, y diciendo por última vez «jJesúsl», se entregó sin defen-
derse...
Desde aquella noche la viuda desapareció del pago.
Ilustración: Ray Donley
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