Voces, gritos, chocar de escudos y el vertiginosoir y venir de guerreros-moscas multiplicadospor el fluir de la batalla, guerreros-saltamontes,guerreros-bólidos empenachados de fuego de cometas,guerreros-reflejos luminosos despedazados en el agua;y heridos sus tumbos peleadores, sus líquidos guerrerosque salen a oponer sus pechos de caracolas de cristalcontra los cazadores que bailan, después de la danzade las saetas, el baile de las quimeras…
MIGUEL
ÁNGEL ASTURIAS
LAS
RAZONES DE LOS DIOSES
Antes de correr, se quedó mirando la montaña, asombrado por
esos sonidos más grandes que los de cualquier animal o cosa que él hubiese
conocido alguna vez. Más maravillosos y extraños aún que las tierras de las que
le habían hablado, donde los hombres se asentaban para cultivar y construir
hogares para el resto de sus vidas, donde los niños crecían hasta hacerse
hombres en el mismo sitio en el que también morirían. Pero Tol nunca había
alcanzado a ver todo esto, ni siquiera lograba imaginar cómo sería ver un mismo
árbol, un lago de calmas aguas por más tiempo que el largo de un invierno. Sólo
sabía de la vida simple de su pueblo, de las cacerías, ceremonias y ritos en las
que el brujo era el representante de los dioses.
El viento y el
cielo habían estado avisando, desde varios soles atrás, con un aroma a tierra
húmeda y animales muertos, mientras las nubes se desplazaban alrededor de la
montaña. Los hombres se habían reunido varias veces para decidir la partida.
Los animales estaban huyendo hacia otras regiones y comenzaban a escasear en
los bosques de Droinne.
Pero el brujo
había decidido que aún no era el momento propicio.
Tol se preguntó la
razón. Si hubiesen partido enseguida, no habrían dado tiempo al espíritu de la
montaña para estallar. Le inquietó la idea de que habían sido engañados.
Con el primer
estallido, los temblores estremecieron la tierra y una fuerza invisible empezó
a empujar al pueblo como a un conjunto de hormigas arrasadas por un río
desbordado. Los niños lloraban tapándose los oídos. Las mujeres gritaban y
corrían sujetando a sus hijos de las manos. De todos lados aparecían las cabras
escapadas de los corrales. Los hombres intentaron reunir a sus familias y
organizar la huida, pero luego comenzaron a correr hacia cualquier parte que
viesen libre de las piedras de fuego que atravesaban el aire.
El cielo comenzó a
cubrirse de nubes grises y rojas que envolvían la cima del monte y el cielo
circundante. Después, más nubes cubrieron el horizonte, y toda claridad
desapareció.
Tol observaba
aquel fenómeno del que le era difícil apartar su mirada. De la cima salían
fuegos que caían sobre las laderas y comenzaban a descender hacia el valle. Los
bosques de encinas y abetos blancos eran invadidos por la lava y los árboles
estaban en llamas. Sólo comenzó a moverse al darse cuenta de que el miedo
empezaba a insensibilizar sus piernas, y se sintió a punto de caer. Inspiró
profundamente, y escapó mezclándose entre los demás. Pero sus ojos oscuros
seguían contemplado la montaña y el valle.
El calor le
quitaba fuerzas. Se apartó los cabellos lacios de la cara y se restregó la
barba y sorbió el sudor que la empapaba. La ceniza volvía a llenarle la boca y
la garganta aunque escupiera tantas veces que ya no le quedaba saliva, sólo una
costra de ceniza dificultándole respirar.
Vio a su mujer,
que se le acercó corriendo para abrazarse a su pecho. En sus ojos había un
temor desesperado, miraba hacia todos lados como si hubiese perdido algo. Luego
se apartó de él rápidamente y volvió a perderse en la multitud. Cuando pudo
encontrarla de nuevo, ella seguía buscando algo, pero ahora también intentaba
hablarle en medio de los gritos y el estruendo de la montaña, de las rocas que
cruzaban el aire.
-¡Los niños!-le
decía.
Cambiaron el
rumbo hasta casi hacer un semicírculo. Tol pudo ver al grupo de niños que
tropezaban en su huída. Las mujeres apenas eran capaces de calmarlos. Los pequeños
gritaban, mientras los más grandes señalaban hacia la montaña. Algunos se
habían quedado quietos, abrazados a sus perros y llorando.
A una edad aún menor
que la de sus hijos, él había formado parte de aquellos grupos liderados por
mujeres. Cuando los niños crecían lo suficiente para aprender a cazar, ellas
eran apartadas del pueblo para morir solas. Pero su madre había muerto antes de
eso, y al preguntarle a su padre Zor la causa, el rostro del viejo se
ensombrecía siempre con una expresión iracunda.
Tol buscó a sus
hijos entre los demás y los cargó sobre sus hombros, su mujer lo seguía a pocos
pasos. Comenzó a correr con la certeza de que iban a salvarse. Se sentía fuerte
como para arrastrar a su familia toda la distancia que fuese necesaria.
Soy un buen cazador, debo pensar que voy
detrás de alguna presa, si no quiero que la fatiga me detenga.
Pero había
comenzado a ahogarse aún cuando sabía que faltaba una larga distancia para
estar lejos del peligro. La ceniza caía en forma de lluvia incesante, espesa.
Mucho más he caminado otras veces, llevando
el doble del peso que ahora llevo.
Pensó en su padre
mientras avanzaba, eso siempre le daba fuerzas. Toda su vida había buscado
acompañarlo, aprender de él, porque había sido quizá el cazador más grande de
su pueblo. No podría decir cuántos días y noches caminaron juntos, ni tampoco
los atardeceres que presenciaron en aquellos viejos tiempos. La vida consistía
en cambiar de tierras permanentemente, y las estaciones y los lugares se
confundían en su memoria.
Ríos caudalosos o lentos como manadas de
bisontes, bosques frondosos o abiertos, de árboles rojizos, verde oscuros,
hayas o abetos, melocotoneros cuyos frutos saciaban mi sed en las tardes de
verano. Corzos y zorros, tejones y nutrias en los arroyos, castores
construyendo sus puentes endebles. Todo eso es
un solo recuerdo de colores y cosas confundidas, un único símbolo de la
vida con mi padre.
El viejo había
comenzado a debilitarse desde hacía un largo tiempo. Estaba enfermo, y tuvo que
reconocerse que muy pronto llegaría el día de su muerte. Recordaba que una vez,
cuando Tol era muy pequeño, lo había visto acercarse al grupo. Casi no conocía
a su padre, siempre partía lejos, a los bosques, a cazar. Ese día llevaba un
puñal de hueso atado a la manta de cabra que le servía de abrigo, la cabeza
cubierta con un gorro de piel de nutria. El rostro fuerte, rígido en su
expresión frente a las mujeres, se fue suavizando al ver a su hijo. Después de
abrirse paso entre ellas, levantó a Tol hasta sentarlo en sus hombros. Desde
allí arriba, Tol se sintió más grande que los otros niños, deseoso de gritarles
a todos que era el hijo del hombre más alto del pueblo. Entonces le sacó el
gorro de piel a su padre y apoyó la cabeza sobre los cabellos, enlazando las
manos bajo el mentón, acariciándole la barba. Y mientras caminaban, sintió los
pasos descalzos de Zor, retumbando en la tierra como dos masas invencibles
sobre la superficie del mundo. Una marcha que ni los mismos añosos árboles se
habrían atrevido a interrumpir.
El cielo se había
oscurecido aún más. El calor entorpecía sus pasos, sus piernas estaban débiles
y lo hacían tropezar con las rocas. Apenas podía mantener los ojos abiertos por
un rato, la ceniza y el sudor los lastimaban. Veía a su alrededor a las mujeres
con los niños en brazos, llorando mientras corrían. Miraban de vez en cuando a
la montaña, y no parecían comprender tantos ruidos extraños, tantos gritos y
gemidos. El mundo estaba muriendo, y el sonido venía de la boca enorme del dios
de la montaña.
Junto a unos
árboles vio a su padre. Bajó a uno de los niños y se lo entregó a su mujer.
Ella continuó y Tol se acercó al viejo.
Su padre estaba herido y tenía la cara cubierta de ceniza y respiraba con
dificultad. Puso pieles sobre las llagas del cuerpo y lo cargó sobre su
espalda, mientras agarraba a su otro hijo de la mano. Comenzó a caminar. El
terreno ganado en su carrera se perdía ahora en una lenta caminata, pero el
hecho de haber hallado a su padre le había dado confianza.
La gente se
dispersaba en todas direcciones, hasta perderse de vista. Hombres que él creía
reconocer agonizaban tendidos en el barro, algunos le extendían las manos al
verlo pasar. Otros pasaban a su lado y lo agarraban de un brazo, pero él se
desprendía de ellos.
Tol empezó a
sentirse mejor, a pesar del cansancio. La carga lo había obligado a calmarse, y
el rítmico paso lo había llevado a un soñoliento estado de ánimo. Presentía que
en algún lugar estaba el punto donde por fin iban a hallarse fuera del alcance
de la montaña.
El aire se había
enrarecido demasiado para ver muy lejos. Las piedras no cesaban de caer. Su
espalda y la del niño estaban lastimadas. El cuerpo de su padre, en cambio, ya
no le irritaba la piel. Tuvo el pensamiento, la idea curiosa de que eran un
solo cuerpo.
Un perro
acompañaba a su hijo con el lento paso de una pata quebrada, de vez en cuando
se detenía a lamerse las llagas del muslo. De pronto vio al animal olfatear el
aire y alzar las orejas. El perro comenzó a correr sin esperarlos. También
ellos oyeron después el sonido cristalino, el borboteo del agua
materializándose en sus oídos.
Cuando llegaron al
río, Tol se sentó a descansar en la orilla, mientras el niño y el perro
saciaban la sed. La mano de un hombre le tocó un brazo.
-¡Venga! Estamos
construyendo balsas y necesitamos ayuda.
Estaba
anocheciendo. El fuego en la boca del volcán seguía saliendo en forma de largas
lenguas de colores. Una capa de lava rojiza y humeante cubría la cima, bajaba
por las laderas y arrastraba los árboles del bosque en el que pocos días antes
había estado cazando.
Tol ayudó a cargar
ramas y unirlas con sogas. Los nudos que había aprendido de niño le salvarían
la vida.
Así, hijo, una vuelta con el dedo un poco
doblado, con la otra mano hay que girar la cuerda, una parte sobre la otra, y
luego otra vez, y dos veces más. Padre me enseñó este nudo en las noches de
lluvia en que no podíamos dormir.
Las balsas
fueron terminadas y las arrojaron al agua, sujetándolas con cuerdas para evitar
el arrastre de la corriente. Algunos empezaron a subir, y Tol corrió en busca
de su familia. Hizo abordar primero al niño, pero cuando llevaba a su padre en
brazos, uno de los hombres lo detuvo.
-¡No!- le dijo.
Había temido que
esa negativa se presentase de un momento a otro. El creciente rencor del pueblo
hacia ellos se había concretado finalmente en este gesto de desprecio. Pero no
estaba dispuesto a que lo rechazaran.
Empujó al otro, el
hombre se le interpuso nuevamente. Avanzó con fuerza una vez más, pero no pudo
defenderse sin las manos libres. Recibió un golpe, y cayó al suelo con su padre
encima. Sintió el sabor de la sangre en la boca, el olor del puño del otro
ensuciándole los labios.
Antes de que
poder levantarse, las balsas ya se habían alejado. Intentó alcanzarlas, pero
los hombres remaban con rapidez. Escuchó las voces de los que huían, diciendo
lo que no necesitaba oír de nuevo: Zor debió haber abandonado el pueblo.
-¡No vamos a
seguir arrastrándolo!- gritaron.
Alguna vez, tal vez muy pronto, me iré a la
tierra que se hereda con la muerte. Es necesario, un trabajo solitario, pero
aún no es tiempo, dijo mi padre tantas veces.
Desde la playa,
los observó mientras se alejaban. Por lo menos su hijo había quedado a salvo.
El perro también miraba el correr del agua y las balsas. Quizá extrañara a Zaid
tanto como él iba a hacerlo.
Miró al anciano a
su lado, que murmuraba sin sentido y gemía de dolor.
La noche era
oscura, iluminada sólo por los destellos del volcán. Construyó una balsa más
pequeña y se subieron a ella, dándose impulso con una rama. Avanzaron guiándose
por el reflejo de las antorchas de la orilla y de las otras balsas. Varios
hombres que nadaban intentaron subirse, pero él los expulsó. Los vio hundirse
en el agua que despedía un reflejo brillante, incandescente.
Lo más importante es mi padre, aunque sea lo único que me impide
salvarme también. Me siento bien con el viejo, mejor que con nadie más.
La balsa tocó
tierra en la costa opuesta. Caminaron un corto trecho entre fogatas y mujeres
que cuidaban a sus hombres heridos. Detrás de un despeñadero, quizá un muro de
roca con estrechas cuevas que aún no alcanzaba a distinguir, Tol acostó a su
padre y lo envolvió con pieles. Comenzó a adormecerse, pero un ruido creciente
de voces lejanas lo sobresaltó. La superficie del río se estaba moviendo, y la
misma incandescencia ahora crecía hacia ellos. El cielo se iluminó con
múltiples y breves fogonazos como relámpagos. La montaña misma parecía avanzar
con la forma de una masa dorada y roja. Sombras de brazos y piernas fueron
aclarándose a la luz de las llamas, crecieron como animales rodeados por un
halo rojizo, haciendo gestos de súplica hacia el cielo oscuro. El estruendo de
los árboles arrasados, de las ramas y el follaje encendido y humeante, los
perseguía. Los hombres y mujeres se arrojaron al río, y de los cuerpos surgió
el olor de la piel quemada. Entonces el río empezó a levantarse.
Tol apenas tuvo tiempo de recoger a su
padre y huir hacia las rocas altas. Escuchó el oleaje que arrasaba la playa y
derribaba los árboles del primer surco boscoso. Se arrodilló para tomar respiro
por un instante, y miró atrás. Cuando veía subir al río otra vez, alzaba a Zor
y continuaba ascendiendo. Desde las rocas del promontorio vio la luz escasa del
amanecer, y se dejó caer junto a un tronco muerto. De lejos se escuchaba el
murmullo de quienes habían seguido al brujo, en un sector aún más alto, en donde
podían verse las antorchas brillando entre los árboles. Pero estaba demasiado
cansado para pensar qué iba a hacer después.
La
noche y el frío habían atenuado el calor de las llamas, y Tol pudo dormir. En
la mañana, la llovizna de agua y ceniza seguía cayendo sobre los cuerpos. La
columna de humo continuaba surgiendo de la montaña.
Tol miró a su
padre. La frente y las arrugas de dolor se habían relajado.
Los sobrevivientes
ocupaban toda la extensión del cañaveral entre el promontorio y el comienzo del
bosque. Algunos comían alrededor de las fogatas, otros curaban a sus enfermos.
Un grupo caminaba hacia donde el resto del pueblo se había protegido con el
brujo. Los muertos no habían sido aún recogidos.
Tol sabía que era
necesario llevar a su padre allí también, pero quiso esperar a que el camino se
despejase, temía que lo detuviesen si lo reconocían. Luego cargó a Zor en su
espalda, y siguió a los otros a través de un sendero de árboles caídos. El
nuevo curso del río podía verse más allá, corriendo entre colores de tierra y
pequeños torbellinos amarillos que hacían brotar cadáveres del fondo.
Al ver a Reynod en
la playa, Tol se separó del resto.
El brujo caminaba
rodeado de los ayudantes que lo protegían, abriéndose paso con dificultad entre
los heridos acostados en la arena. La cabeza de cabellos canosos parecía
moverse según el gesto de la mano que revisaba los cuerpos. En la muñeca tenía
atada una cornetilla de madera cubierta de plumas.
Tol se había
acercado hasta detenerse detrás de los ayudantes. Cuando el brujo reconoció al
viejo Zor sobre los hombros del hijo, interrumpió su labor y fue hasta ellos.
Entonces comenzó a hablar en voz muy alta, con un acusador brazo alzado
dirigido a Zor. Muchos se apartaron asustados de su rostro.
-¡Ese hombre no
pertenece aquí! ¡Ha desobedecido la ley y deshonrado a su familia!
Tol nunca había
logrado que su padre le contase la causa de la ira del brujo. Ni siquiera
cuando esa furia había provocado que toda la familia también sufriese. Los
mantenían a distancia en las caravanas, pero los vigilaban, sin embargo, con
estricta rigidez. Una vez, cuando Tol era muy joven y recién casado, quiso
levantar una choza para proteger a su familia del sol intenso de una época
especialmente calurosa.
-¿Qué estás
haciendo?- le preguntó Reynod, rodeado por su séquito en la habitual ronda de
reclutamiento de cazadores.- ¿Vas a quedarte mucho tiempo acá? Nos sigues o nos
abandonas, pero ya no esperes mi protección.
Los otros lo miraban
con odio. Tuvo que dejar a un lado las ramas y las herramientas, y bajó la
vista en señal de obediencia. El brujo se alejó con esa mirada tan peculiar de
furia y vergüenza simultáneas que él nunca supo comprender.
Cuando se habla con Reynod, uno siempre se
equivoca, decía mi padre. Se convierte en otro cada vez que uno desea penetrar
en sus ojos, ver el proceso de su mente. Se adelanta a cualquier inocente
mirada que dure más de lo necesario, cerrando todo resquicio entre los párpados
capaz de revelar sus pensamientos. Se transforma en otro, de dureza
impenetrable.
La voz del brujo
lo distrajo del recuerdo.
-Por hombres como
Zor el espíritu de la montaña se ha enfurecido y nos castiga a todos. Ahora
debo averiguar si los dioses quieren que sacrifique a mis hijas. Si tengo que
hacerlo, ya no te salvarás de la hoguera, ni tampoco tu familia.
Después les dio la
espalda, y los demás volvieron a acercarse, rodeándolo de voces suplicantes.
Tol se quedó allí, mirando a su padre, que estaba despierto y lo había
escuchado todo. Las pieles sucias se habían adherido a las llagas, y con cada
movimiento daba un grito contenido. Lo llevó de vuelta al promontorio para
apartarlo de las miradas de los otros. Estaba hambriento y decidió ir a cazar.
El sendero que conducía al bosque estaba
ocupado por niños y mujeres que descansaban o buscaban a otros. Pasó entre
ellos, mirando con atención por si hallaba a sus hijos. Más adelante, la gente
se fue dispersando, hasta que todo el bosque pareció vaciarse de lamentos y
gritos. No escuchó ni un solo pájaro. De la corteza de los árboles manaba una
savia verde. Recordó el día que dejó su marca, por primera vez, sobre el tronco
de un abeto. La jornada de su iniciación.
Zor lo había
llevado a elegir su lanza en la choza del armero. Tol se sintió casi un hombre,
e ignoró las miradas del hijo del artesano, con el que había jugado hasta
entonces. Se puso a observar, con la vista atenta y seria, con las manos a la
espalda y el paso quedo, las armas de madera esparcidas en el suelo. Los
extremos de huesos que el anciano usaba como puntas, moldeándolos y sacándoles
filo. Luego, como un entendido, las tomaba entre sus manos para ponerse en
posición de combate.
La familia del
artesano había dejado de mirarlo. Pero Tol escuchó, mientras fingía estar
atento a su elección, la conversación de los hombres.
-¿Ya has decidido
a qué lugar lo llevarás?- preguntó el armero.
A Zor no le
gustaba hablar mucho, y contestó con desgano.
-Sí, detrás de la
laguna, será más fácil para Tol.
-Dicen que vieron
a unos extraños pasar por allí, montados en caballos que nunca vi en el Este.
Vestían ropas curiosas y cascos con cuernos. Parece que bajaron de unas barcas
en la costa norte, con armas más brillantes que las piedras o el hueso. Se
veían cansados, dicen, y durmieron hasta el amanecer. Después, no dejaron
rastros.
-¿Y qué?- le
inquirió Zor, serio, obligado a hablar más de lo que deseaba.- Yo también los
he visto, muy temprano en la mañana después de pasar la noche en los bosques.
Me habían dicho que eran como las apariciones, pero más bien son como
imaginamos a los dioses, de piel clara y cabellos como el sol. He pensado mucho
en ellos desde entonces.
Cabizbajo,
continuó hablando mientras miraba a su hijo.
- Pero creo que
son hombres simplemente, y no nos molestan. Cuando el Brujo decida dejar que
otros pueblos nos enseñen algo, los conoceremos. Por ahora, sólo somos
cazadores y súbditos de Reynod.
Tol sabía que
desde la muerte de su madre, el carácter de Zor se había vuelto casi
intolerable. Habían tenido la oportunidad de alejarse mucho antes, pero él se
había empecinado en permanecer en el ese pueblo que lo aborrecía. Como si no
quisiese dejar el cuerpo de su esposa, a la que creía ver desplazarse entre la
gente con la misma belleza de cuando estaba viva.
La vida con su padre había sido aislada y
solitaria. Levantaban cercas alrededor de las chozas que construían cuando la
migración se detenía por algún tiempo. Cercas no más altas que la altura de un
hombre, porque Reynod no deseaba perderlos de vista. Los cazadores los
vigilaban siempre, dispuestos a castigar a Zor si no los seguían hacia tierras
que eran cada vez más pobres. Muchas veces Tol había escuchado a su padre
lamentarse cada mañana en voz alta, preguntándose cuándo se detendría Reynod.
Pero fuera del límite de sus manos, como hastiado e indiferente a lo que el
brujo pudiera pensar o hacer, aquellos hechos se fueron borrando de su
preocupaciones.
Cada cinco inviernos la cerca era
abandonada, el pueblo cambiaba de bosques y las chozas volvían a levantarse.
Nunca habían conseguido alimentos ni ayuda de parte del pueblo. Sólo algunos
rebeldes venían a visitarlo. El artesano y constructor de armas iba a verlo con
la excusa de regresar la lanza que se había llevado para reparar, y se sentaba
junto al niño y su padre, sobre los troncos amontonados de la cerca,
contemplando la caída del sol. Las fogatas en los campos se apagaban, y las
columnas de humo ascendían. El canto de los búhos comenzaba en medio de la
noche. Después el artesano se iba y ellos se quedaban solos.
La mirada de Zor adquiría entonces una
acuosidad casi palpable, como si hubiese sumergido el rostro bajo la corriente
de un río calmo. Era una mirada de párpados caídos, de barba recortada sobre la
boca de labios levemente abiertos, expectantes. Tol tenía miedo de mirarlo en
esos momentos, porque no era su padre al que veía, por lo menos no al que
siempre había conocido. Fue en esa época cuando se dio cuenta de que Zor estaba
vencido. Por más que volviese a cazar todos los días, aunque a su regreso del
bosque lo alzara sobre los hombros, ya todo estaba acabado.
Al día siguiente del encuentro con el artesano, emprendieron
el camino al bosque, y se detuvieron en un claro. Tol se sintió atrapado dentro
de aquella barrera de enormes hayas, silenciosas figuras divinas de
impenetrable pensamiento.
Zor era alto en
ese entonces, la barba le crecía hasta muy cerca de los ojos y un espeso vello
le cubría el cuerpo y las piernas. A veces a Tol le agradaba pensar en su padre
como un enorme animal de lento caminar, fuerte y callado.
Recorrieron un
sendero estrecho, donde los rayos del sol alumbraban el polvo y las semillas
que giraban con la brisa y caían en la hojarasca. El pequeño Tol, mientras sus
ojos se perdían en la maraña de las ramas altas, pensaba en las historias que
su padre le había contado en muchas ocasiones sobre las cacerías de bisontes
cuando era muy joven. Se imaginaba entonces acompañándolo en esas jornadas,
saliendo del bosque junto a su padre como un cazador más, hacia las planicies
donde pastaban las grandes bestias.
Un gamo cruzó
velozmente el sendero y se detuvo en un arroyo. Se acercaron con sigilo,
escondiéndose tras los troncos, oculto el sonido de sus pasos por el rumor del
agua.
Tol arrojó la lanza
sin esperar la orden de su padre. Enseguida presintió que algo estaba mal. El
rostro de Zor se veía enojado. El animal había caído sobre un costado, la lanza
estaba clavada en una de las ancas, y de una mancha roja brotaba sangre
anegando el pasto a su alrededor. Zor comenzó a maldecir con palabras que el
niño nunca había escuchado antes, y fue en busca del gamo aplastando los
arbustos con paso furioso.
-¡No!-gritó cuando
Tol también quiso acercarse. Después arrancó la lanza y volvió a clavarla
detrás del animal, varias veces. Unos chillidos inundaron el bosque. Las aves
huyeron en bandadas desde los árboles. Entonces Zor levantó a la bestia sobre
los hombros y la cargó hasta donde estaba su hijo.
Tol esperó la
aprobación ardientemente deseada, pero nada obtuvo. Desde donde estaba, vio dos
crías ensangrentadas e inmóviles en la orilla del arroyo. El agua intentaba
arrastrarlas.
-No podíamos
dejarlas solas- fue lo único que le dijo su padre al regresar, y Tol aprendió
esa tarde que algunas veces también la piedad lo obligaría a matar.
-La muerte que
ofrezcas-le dijo su padre más tarde-debe ser siempre segura y terminante.
Tol escarbó en las
madrigueras y cazó dos topos y un conejo, halló codornices muertas. Por ahora
era bastante alimento para su padre enfermo. Al salir a campo abierto se
reencontró con el paisaje de los heridos acostados contra los troncos, bajo la
tenue e incesante lluvia de ceniza.
Ya era de noche
cuando terminaron de comer, pero la satisfacción tardó en llegar. Los trozos de
carne habían ensuciado la barba de Zor. Tol intentó limpiarle los labios
lastimados. El viejo había salido del letargo, y hablaron durante un largo rato
junto a la fogata. Después, su padre comenzó a mirarlo con fijeza. Algo en sus
ojos luchaba por ser contado.
-Van a sacrificar
a las jóvenes, hijo. Por mi culpa la montaña se enojó con el pueblo.
-Los Dioses se
enfurecen por todos nosotros- le respondió Tol, porque no entendía que su padre
creyese otra vez en los dioses de los que había renegado.
-Debo quitar
muchas vidas para calmar su ira, ésa será mi ofrenda.
-Pero padre,
cuáles dioses, si nunca te oí rezar.
-Debe haberlos,
¿no es cierto? Mira el volcán, hijo, la montaña me ha convencido de mi culpa
más que todos estos años de iniquidad.
Tol intentó
convencerlo de lo contrario, pero el viejo lo miraba con una expresión de
cruda, irremediable certeza. Parecía dispuesto a hacerlo como pudiese, aún sin
ayuda.
-Necesito que la
hechicera me prepare algo. No creo que tengas que explicarle nada.
Se resignó a
obedecerlo y se alejó guiado por la luz de las fogatas, el rumor del río, el
viento pesado y débil, el olor de la carne viva y quemada que se iba perdiendo
en la distancia. El aroma de la tierra húmeda crecía.
Percibió luego el
olor extraño, antiguo, de la hechicera.
Decían que la anciana era capaz de sobrevivir a todo desastre, un espíritu que
se hacía cuerpo cada que vez alguien la necesitaba. La encontró rodeada de
mujeres que rogaban por sus hijos heridos. El fuego iluminaba las manos de la
vieja, ágiles como si tuvieses hilos proyectados desde la techumbre oscura de
la noche. Un humo distinto, de tonalidades grises y ocres, se levantaba desde
las llamas y el río con un olor a especias, a nueces quizá, pero de pronto
cambiaba a otro olor a carne o cuero quemado. Aquel aroma comenzó a
embriagarlo, se sintió mareado y tuvo que entrecerrar los párpados para distinguir
a las mujeres que tenía delante.
Cuando se acercó,
ellas se apartaron. La hechicera levantó la mirada.
-Te esperaba desde
hace tiempo- le recriminó.
Cuando era niño,
muchas veces había acompañado a su madre a ver a la vieja en busca de
curaciones o consejos. Un miedo indecible lo hacía temblar en esas ocasiones,
con sólo ver esa cara entre las sombras de la choza, y sólo rogaba que ella no
se diese cuenta ni se fijase en él. Sobreponiéndose a ese temor que creía
muerto, comenzó a explicarle.
-Mi padre...
Pero la anciana lo
interrumpió.
-La bebida está
preparada- Y se perdió en la oscuridad alrededor de la fogata. Regresó poco
después con un recipiente entre las manos. Lo apoyó en las palmas de Tol y le
advirtió sobre sus efectos. Las mujeres seguían todo aquello con una expresión
de extrema reverencia. Tol miró el interior de la vasija, un líquido sin olor
ni apariencia extraña se balanceaba con los movimientos de sus manos.
-¡Tu padre te
espera!- le recordó ella con brusquedad.
Hizo el camino de
vuelta con la fuente abrazada a su cuerpo, protegiéndolo como si la vida de su
padre estuviese allí encerrada. Un niño llevando el líquido que la más inocente
torpeza haría derramar.
Al verlo de
regreso, Zor intentó levantarse y extender los brazos para exigirle el brebaje.
Tenía los ojos turbios y enrojecidos.
-La anciana dijo
que lo bebieras despacio.
Zor asintió con la
cabeza, pero bebió largos tragos, temblando, sin desperdiciar una sola gota.
Dejó la vasija vacía en el suelo y se dispuso a dormir.
Tol no tenía sueño
aún. Comenzó a limpiar el filo de su lanza sobre el fuego, hasta que el
crepitar de las llamas se fue extinguiendo con lentitud.
*
El sol apenas alumbraba una porción del horizonte, cubierto
de nubes grises.
Pocos habían
despertado. Alguna fogata aún perduraba entre los cuerpos dormidos. La
corriente se deslizaba con rapidez por el nuevo cauce junto al viejo lecho, ya
endurecido por la lava. El volcán seguía echando humo, pero en silencio.
Los gavilanes
sobrevolaron la zona durante todo el día, peleándose sobre los cadáveres.
Zor había
despertado. La luminosidad de la mañana le dejó ver el cambio profundo en el
cuerpo de su padre. Las llagas habían desaparecido, los músculos recuperaron su
forma bajo la piel. La barba era espesa y abundante como en su juventud. La
espalda se erguía recta y la voz no le temblaba.
-¡Vamos, hijo!- le
ordenó, mientras se levantaba para ponerse en camino. Parecía más alto que en
aquellos últimos años, con pasos seguros y sin tropiezos.
El hechizo no durará.
Tol lo siguió. La
caminata de su padre era ligera, fuerte como la de un joven yendo en procura de
alimento para su familia. A medida que se alejaban, algunos hombres los miraron
con resentimiento, sin fijar la vista mucho tiempo en ellos.
Los nuevos
despeñaderos formados por la lava, las terrazas de suelo caliente que se
escalonaban una tras otra a los costados del río, los separaba del sector en
que se había asentado el pueblo. Cuando Tol vio los primeros árboles del
bosque, antes de continuar, miró atrás, y tuvo una rara sensación. Miedo, tal
vez, pero no necesitaba pensar en eso ahora. Su padre había recuperado aquello
que él había perdido poco tiempo antes: la vitalidad de la cacería. El acoso
constante del brujo lo había relegado a las zonas pobres, sin permitirle cazar
en los mismos lugares que los otros. Casi sin darse cuenta, Tol había olvidado
la furia necesaria para matar.
Pero el anciano,
que apenas la noche anterior estaba herido y moribundo, se desplazaba entre los
árboles con movimientos sigilosos, pisando las hojas marchitas sin hacer ruido,
con pies de aire, con los sentidos atentos a murmullos o aromas que su hijo no
percibía. Varias veces se dio vuelta recriminándole su lento y torpe caminar.
Tol se sintió
entonces como un aprendiz de ese hombre rejuvenecido no tanto por aquel líquido
mágico, sino por el bosque con su aire de nítido misterio, los colores de la
sombra y la luz a través de las ramas, los gritos ocultos de los animales.
Se sentaron a
descansar en unas rocas, junto a helechos de hojas rojas que crecían al borde
del arroyo. Algo se movió al otro lado, de pronto. Se levantaron con rapidez
hacia el agua.
-Nos mojaremos
para que no sientan el olor- recomendó Zor.
Entonces comenzó
la cacería.
El calor había cedido un poco, y los animales
reaparecieron en la orilla en busca de agua y comida, aislados o en pequeños
grupos, sin la precaución que les era habitual. El fuego quizá debilitara sus
sentidos con los vientos calurosos. Estaban allí, abrevando como si no los
viesen o no les importase su presencia, al alcance de sus lanzas, de las manos
ansiosas de Zor por lograr el perdón de los espíritus.
Arrojaron las
lanzas y los animales comenzaron a dispersarse, pero corrían con debilidad. Las
manos de los hombres ya no fueron suficientes para arrancar las lanzas de los
cuerpos y usarlas nuevamente contra otro que se escabullía entre los arbustos.
Las bestias se convirtieron en visiones fugaces que corrían en todas
direcciones a esconderse detrás de los árboles, o chapoteando en los charcos al
borde del río. Pelajes de colores que huían, rozándolos. Los conejos y los
zorros trataban de encontrar las entradas perdidas de sus madrigueras. Las
gamuzas y los ciervos se quedaban parados
con una mirada ciega puesta en la profundidad del bosque. Luego se
desplazaban hacia atrás o adelante, cerca del agua a la que iban a desangrarse,
o se golpeaban contra los troncos, y se quedaban allí parados, esperando.
La sangre había
salpicado las caras de Tol y su padre con una máscara roja. Los dedos
resbalaban en los mangos y los limpiaban con hojas secas. Recién descansaron
cuando ya no tuvieron senderos libres por los cuales regresar. La mayoría esta
cubierta de cuervos que habían llegado a escarbar en los cadáveres.
Se acostaron en un
claro al ocultarse el sol, oyendo las pisadas de los animales que aún quedaban
vivos. Vieron el brillo opaco de sus ojos, como si buscasen protección en los
mismos hombres que los cazaban. Pero la noche era para reposar, y aún Zor lo
comprendía.
-¿Ya es
suficiente, padre?- preguntó Tol.
Las voces se
abrieron paso en la oscuridad, hasta mecerse entre las ramas, entre la ceniza
que seguía cayendo como nieve nocturna. El reflejo plateado del pelaje de las
bestias se interponía entre ellos y el río.
-Ahí están, nos
esperan. Se están entregando para que las jóvenes del pueblo se salven- le
contestó.
Tol temía a la
fuerza recuperada de su padre. Intentó dormir, pero no pudo. Sentado, con la
cabeza entre las manos, vigilaba el sueño intranquilo del viejo. Los puños de
Zor, duros como rocas, apretaban el polvo.
Llevaba a su padre sobre los hombros, a
través del bosque. Corría casi sin sentir el cansancio, sin diferenciar qué
parte del cuerpo le pertenecía a él o al anciano. Eran un hombre y un niño otra
vez, pero intercambiados. El joven llevando al viejo como antes el viejo había
cargado al otro en brazos. El sol se ocultaba en un horizonte indefinido,
demasiado perfecto para ser real. Así no son los anocheceres, pensó, algo pasa.
Y siguió con el pecho intranquilo y los hombros moldeados al endeble cuerpo que
llevaba, blando como una bolsa de plumas.
Dos hombres salieron del follaje, de las ramas en sombras que ocultaban
a los cazadores. Cada árbol era un enemigo con el rostro oscuro de la noche sin
luna, una noche ciega como si tuviese una venda sobre sus ojos de aire. Los
atacaron y clavaron lanzas en el cuerpo del viejo. Pero por más fuerza que
hiciera, o los gritos y ruegos y golpes con los que se defendiese, nada pudo
hacer para evitar que le quitasen a su padre. El cuerpo del viejo era una masa
casi líquida, un deshilachado paño húmedo de sangre.
Y él, que se había quedado quieto después de la pelea, sentado como un
inútil frente al dominio del mundo, observaba caer las bolas de fuego desde el
cielo.
-Tuve un
sueño triste- dijo Tol a la mañana siguiente.
El viejo lo miró.
-¿El fuego del
bosque?- preguntó.
Tol asintió.
-Son los dioses
que quieren darnos miedo. No pienses en eso.
Aún era temprano
para salir. El viento se había levantado y se escuchaba el movimiento de las
hojas, el chillido de unos pájaros sobre el rumor del arroyo. Poco después, el
amanecer los encontró otra vez en camino.
En algunos sitios
la vegetación era espesa y les costó penetrarla. En donde el arroyo formaba un
claro, los venados se habían refugiado con sus crías. También las sacrificaron,
pero los animales no habían intentado huir, sólo irguieron un poco las cabezas,
lo suficiente para mirarlos.
-Si no somos
nosotros, serán los carroñeros-dijo Zor, mientras limpiaba su lanza.
Tol lo escuchaba
como cuando era niño, reverenciando sus palabras. Pero hacia el atardecer no
hallaron más que cuerpos quemados, y un silencio pesado, como si el cielo
estuviese por caérseles encima. Un olor a lluvia venía del este, aún muy lejos,
más allá de la cima del volcán.
-¿Salvaremos a
tiempo a las vírgenes?- preguntó Tol.
-Todo depende de
cuántas víctimas quieren los dioses.
-¿Y quién lo sabe?
-Creo que nadie,
por eso debo seguir hasta que muera.
Tol se detuvo un
momento, mientras su padre continuaba delante. Miró los cuerpos esparcidos
sobre la hiedra rastrera, o flotando en las aguas del río. Imaginó que si estas
bestias no eran las víctimas, lo serían las vírgenes del pueblo. Por eso
decidió seguir, a pesar del cansancio y la matanza, que iba en contra de todo
lo que Zor le había enseñado.
Se quitó las pieles que lo abrigaban. Su
cuerpo hirsuto, parecido al de un animal encorvado, se confundió en la tenue
luz del mediodía brumoso.
*
Pasaron dos noches, y Tol recordó, como si la vieja hechicera
estuviese allí, las palabras que ella le había dicho.
Mientras más despacio beba, más durará.
Su padre lo había
hecho en largos sorbos, y el efecto aún continuaba. Pero cuánto más, era lo que
necesitaba saber. En el camino, mientras el viejo se adelantaba, Tol se
arrodilló un momento para rezar a los dioses.
De repente tengo miedo del tiempo, de que
las jornadas de caza no sean suficientes para conformar al espíritu de la
montaña. Los días no pueden atraparse ni detenerse, los animales alguna vez van
a agotarse. Entonces será necesario buscar otro bosque, y más brebaje, y más
tiempo para satisfacer un ansia divina que nadie será capaz de cumplir. Éste es
mi miedo, pero mi padre no parece pensar, él avanza en su hambre de víctimas.
Quizá ya no le importa si ustedes
existen o no. Si allí están, algo harán por salvarlas. Si no, lo mismo
da morir en el bosque o en la hoguera. Los cuerpos terminar siendo tierra y
carne quemada.
Oyó un ruido de
ramas y un grito. Zor había intentado arrojar una vez más su lanza y había
caído de cara al suelo. Tol corrió a ayudarlo, pero el viejo se levantó solo.
La frente le sangraba, y se puso a caminar con lentitud. Sus huesos se habían
debilitado nuevamente. Las piernas estaban flaqueando otra vez, la cara había
vuelto a cubrirse de manchas marrones. Se fue encorvando un poco más con cada
paso.
-Padre-empezó a
decir Tol, pero el sonido y el aroma del fuego lo interrumpió.
El cielo estaba
otra vez habitado por humo y oscuridad. Las llamas no llegaban esta vez del
volcán, sino de este lado del río.
Nos
atraparon, los cazadores de Reynod nos atraparon.
El fuego avanzaba
con rapidez. Las ramas se quebraban y caían alrededor de ellos. Tol ayudó al
viejo levantarse y caminar, pero las piernas de Zor ya no lo sostenían, y tuvo
que cargarlo sobre la espalda una vez más.
Miró hacia todos
lados, y no tuvo más alternativa que permanecer parado entre los árboles
lamidos por las lenguas del fuego. El olor de los almendros había invadido todo
el bosque, y los adormecía, elevando la memoria de Tol por encima del fuego
hasta llevarlo a su infancia.
El humo lo hacía
llorar como un niño.
La mirada del
viejo tenía una expresión de pesadumbre y renunciación. Entre el crepitar de
las ramas, Zor decía percibir ahora los gritos de las vírgenes del sacrifico.
-Son ellas las que
gritan, hijo, no pudimos salvarlas-dijo débilmente.-El llanto de las vírgenes
no puede confundirse con ningún otro grito.
-Los dioses nos
vienen a buscar, padre.
Esta vez el viejo
no le contestó. Tol lo cargó, buscando un sendero libre entre el fuego. El
cuerpo de Zor se le hizo liviano, tan etéreo y suave, que era como si el alma
lo estuviese abandonando con una imperceptible y cabizbaja marcha hacia lo
alto. Así lo había oído decir al brujo una vez, el peso del alma es mayor al
peso del cuerpo.
Después lo recostó
sobre un estrecho sector de tierra seca. Se sentó a su lado, puso las manos
sobre el pecho de su padre para sentirlo respirar, y comenzó a contemplarlo con
pena. Había envejecido mucho más que la edad que en realidad tenía.
-Sufro- murmuró el
viejo, con voz muy baja, con un quejido más parecido al rumor de un muerto que
al llanto.
Esa voz parecía
venir de otra parte, por eso Tol miró hacia arriba, a los esqueletos de los
árboles movidos por algo diferente al fuego o al viento, una especie de vaho
incandescente. Los ojos de su padre seguían abiertos, pero eran ya nada más que
la rígida expresión de las llagas del cuerpo.
Entonces
aparecieron los cazadores. Primero oyó el retumbar de sus pasos sobre la tierra
arrasada. Luego, vio los cuerpos avanzando entre las ramas, las caras feroces
pintadas de rojo y amarillo, los colores de la guerra en los rostros de los
hijos del sol.
Tol no supo qué
hacer al principio, sin embargo ahí cerca estaba el recuerdo, en su mente
confundida pero memoriosa. El día de su iniciación en el bosque se presentó
nítido y claro, como una revelación más fuerte que todo el resto de sus
creencias y del miedo que le habían enseñado.
La imagen piadosa,
la bella figura de su padre liberando del sufrimiento a las crías, era lo único
que le había dado un sentido concreto a su infancia, algo que recordaba sin
titubeos ni temor. Algo que podría contar paso a paso como si hubiese ocurrido
sólo unos pocos días antes. El acto que Zor había realizado, el gesto de piedad
y la caricia de muerte que había ofrecido a esos animales, sería exactamente
igual al acto que Tol estaba dispuesto a cumplir. Por eso levantó lo que
quedaba del filo de su lanza rota, y la hundió en el cuerpo de su padre.
Las bandadas de cigüeñas
levantaron vuelo desde la playa. Un grupo detrás de otro cruzaron el río, hasta
confundirse en el horizonte gris como sus plumas.
Zaid llamó a su padre, que se había
quedado en la orilla con el abuelo. El perro no se separaba de ellos, y
agitando la cola daba vueltas al borde del agua, contemplando al niño alejarse
con mirada melancólica.
Detrás, la alta sombra del volcán seguía
amenazándolos.
Muchas veces se había preguntado qué cosas
o seres habitaban en lo profundo de la tierra, y que ahora salían como fuego a
través de la boca de la montaña. Por más que viese a su padre o cualquier otro
cavar durante días y días, nunca nadie había llegado al final.
Los muertos están ahí, le había contado
una vez su abuelo. Son la tierra en la que caminamos. Ellos nos sostienen.
Pero más abajo, quiso saber él. El viejo
no volvió a responderle. Su rostro era una máscara tan oscura y dura como el
mismo barro que cubría a los muertos de los que hablaba.
-¡Padre!- gritó Zaid con los brazos en
alto, saltando sobre la endeble armazón de la balsa.
-¡Quieto, o te tiro al agua!- lo amenazó
alguien desde el conjunto de caras irreconocibles a su alrededor.
Una masa de ceniza, barro y agua se formó
sobre la superficie de la balsa. Zaid se sentó en un estrecho espacio entre las
espaldas y los pies de los otros. Todo movimiento comenzó a parecerle incómodo,
frotarse el cuerpo enrojecido por los insectos, hasta la simple necesidad de
orinar le producía ardores en la piel, y las manos le temblaban de frío.
Entonces lloró al pensar en su familia y
en su perro, a los que tal vez no volvería a ver. Ese llanto suyo era como el
de las mujeres. La proximidad de los cuerpos y el funesto olor, el aroma a
muerte que crecía alrededor, lo excitaban. Tenía casi trece inviernos, era alto
y muy delgado. Le gustaba pensar en sí mismo como un tallo verde, pero
inquebrantable, cuando le venía a la memoria el recuerdo del cuerpo fuerte de su
padre.
Cuando Tol salía de cacería, él y su madre
lo seguían hasta el sendero que llevaba al bosque. Zaid aún era demasiado
pequeño para acompañarlo. Muy temprano, antes del amanecer, los dos se
levantaban y caminaban junto a Tol, lamentándose al verlo partir solo, con la
lanza al hombro y el paso quedo, levemente inclinado hacia un lado. El sol
apenas empezaba a asomarse tras del camino de coníferas, mientras el chillido
de los petirrojos y la brisa con nuevos sonidos, frescos como el rocío de la mañana,
lo escoltaban. En ocasiones había soñado que iba con él, viéndose a sí mismo
desde la puerta de la choza. Como si fuese otro niño, en otro tiempo y
circunstancia, observando con admiración su propia espalda, fuerte y ancha como
la de su padre.
-Cuando seas tan grande como esto- le dijo Tol
un día señalando su propio pecho-
vendrás a cazar conmigo.
Y a la tarde siguiente fueron a ver al
constructor de lanzas, que había aprendido el oficio de su padre y su abuelo, a
quienes todos en su tiempo respetaron como grandes artesanos. El hombre empezó
a hablarles de su último viaje. Había encontrado extraños materiales
resistentes al uso y los golpes de las armas.
-¡El hueso y la piedra se quiebran con
facilidad, pero las lanzas que he visto penetran la carne como si fuese agua!-
Después se lamentaba con palabras que ellos no entendieron, quizá aprendidas en
las tierras que había visitado, y apartaba la mirada para esconder la
transparencia de sus ojos brillosos. El llamado de sus hijos más pequeños podía
oírse, claro y exigente, desde el interior de la choza. Era de mañana, y el
arrullo de la mujer surgió de pronto para calmarlos.
Siguió contando que cuando el brujo se
enteró de su hallazgo, mandó a sus hombres para quitarle las nuevas armas.
-Me agarraron de los brazos, y usaron mis
propias herramientas para amedrentarme. Mi familia me miraba. Mi padre, el
pobre viejo, estaba llorando. Las lágrimas le formaban surcos bajo los ojos.
¡Bien podrían haber sido las últimas de su vida! Por él tuve miedo, y les dije
entonces dónde había guardado las armas. Fueron a buscarlas a la cueva. El
brujo se quedó vigilándome mientras esperábamos en la choza. Pero sus ojos eran
pálidos como el aire. No bajé la cabeza ante él. Cuando escuchamos el sonido de
las armas, salió y ordenó enterrarlas en un lugar que él elegiría más tarde.
Después amenazó con quemarme vivo si insistía en mi rebeldía.
El rostro del artesano se había vuelto a
la vez triste y desilusionado cuando terminó su relato. Sus manos se mantenían
ocupadas con el continuo pulido de sus herramientas. Luego aplicó todo el
empeño y toda su ira en el silencio que siguió. El polvo caía y tapaba sus pies
con el polvo. Algunas astillas y cortezas saltaban a la luz de la mañana.
Zaid seguía jugando con el perro, lanzando
pequeños tacos de madera para que fuera a buscarlos Las palabras de los hombres
le llegaban nítidas.
-Recuerdo otros tiempos, Tol, cuando tu
padre usaba las mismas armas que ustedes ahora. No hemos aprendido nada, amigo
mío. Ahí afuera, más allá del mar hacia el norte, o de las montañas al sur, o
del río Droinne, hay otras cosas que te maravillarían. Los hombres construyen
aldeas y cultivan. El tiempo allí es frío o caluroso, pero nunca les falta
comida. Los niños se crían junto a los animales que les dan leche, y no
necesitan ir a cazar para alimentarse. Trabajan la tierra...
Zaid de pronto se sintió avergonzado. Lo
que escuchaba lo atraía, pero representaba una clara desobediencia al poder del
brujo. Intentó distraerse con la vista de las mazas y otras armas amontonadas
en un rincón oscuro de la cabaña. El artesano se puso a mirarlo con
desconfianza, fijando la vista luego en Tol, quien hizo el gesto de que no se
preocupase.
-Mi hijo y yo sabemos guardar secretos- le
dijo.
Pero Zaid se había quedado confundido con
aquel desafío a la autoridad de Reynod.
Sus ojos contemplaban con inquietud el
río. La superficie se estaba espesando en algunos partes. Las espaldas de los
hombres se balanceaban al ritmo del agua, y se sintió mareado. Cerró los
párpados, y al abrirlos se encontró con los senos sucios y cálidos de las
mujeres, y esto lo perturbaba más aún.
La otra orilla permanecía perdida en la
bruma. Quizá la corriente los estaba arrastrando hasta lo más ancho, o el río
se había desbordado. Algunos decían que era necesario alejarse de la montaña e
ir río abajo. Otros, que con seguridad se quedarían varados. Pero el resto
continuó remando, y él vio cómo las manos se lastimaban sobre la madera astillada.
El río estaba cubierto de ceniza. Los
cadáveres impedían el avance, y los empujaron con los remos. La piel de los
muertos se desprendía al tocarlos. Luego se hundieron con lentitud y las aguas
burbujearon alrededor.
Las mujeres de la balsa se miraban entre
ellas, sin dejar de amamantar a los niños. Zaid pensó en su madre. La última
vez que la había visto estaban los cuatro huyendo entre la multitud. Hasta que
hallaron al abuelo.
¿Por
qué mi padre nos abandonó por el abuelo?
Le tenía rencor al viejo Zor por la
maldición que había hecho caer sobre ellos, aunque lo único que sabía con
certeza era que el brujo lo había exiliado del pueblo mucho tiempo antes. Y el
viejo era, por lo que Zaid había visto en su vida, nada más que una figura
débil que un viento insignificante podría derribar. Los niños se alejaban de
Zaid cuando lo veían, o le gritaban frases injuriosas al encontrarlo en los
caminos. El nombre del abuelo estaba mezclado con la ira y el desprecio.
Escuchó que alguien lo llamaba.
-Nieto de Zor.
La voz llegaba del montón de caras, pero
le pareció por un instante que también venía del agua y de los ahogados, o de
la orilla abandonada, del cielo rojo y lleno de espíritus. Luego, el hombre
cuya voz había oído, se hizo un espacio entre los demás y apoyó una mano en el
hombro de Zaid.
-No tengas miedo- le dijo, y lo ofreció
una manta. Su manera de hablar era común, pero había un tono extraño, fingido
tal vez.
Zaid no pudo pensar, sin embargo, mucho en
eso. Sintió de pronto que su cuerpo se relajaba. El vello de la piel se le
había erizado en un escalofrío al sentir el escozor del tejido sobre la piel
irritada. Se acostó y cerró los ojos. No era importante ya quién estaba a su
lado, ni si la embarcación iba a hundirse o estancarse, hasta el cielo podría
venirse abajo por orden los dioses. Él sólo deseaba dormir, y cuando lo hizo,
fue igual encontrarse entre los brazos de su padre una vez más.
Ha llegado el
Brujo con el dolor.
La circuncisión y
el dolor.
Su rostro no es ni
ojos ni boca. Es pena, aflicción.
Está en el claro
al que lo han llevado, y la ceremonia empieza.
-¡No me lastimes
la barba, hijo!- le dice su padre.
Tiene deseos de
llorar. Siente entre sus manos la áspera solidez de la barba de Tol.
El momento de la paz anterior a la tormenta, la lividez antes
del dolor. Luego aparece el Brujo con su rostro pintado de rayas negras,
haciendo con los brazos gestos rituales de significado oscuro. Baila al ritmo
de una música que los ayudantes tocan en el bosque, y que Reynod parece dirigir
desde lejos, a través del follaje, las luces de las luciérnagas, los lúgubres
bostezos de los búhos y ese impenetrable
vaho de niebla y rocío que se asienta después del anochecer sobre el manto verde
oscuro.
¡Tum... tum... tum!
Los tambores son voces que duelen.
Ahora lo sabe ya definitivamente: el dolor viene de la oscuridad, llega con la
imprescindible música que le da una forma, buscando un cuerpo, un lugar cálido,
una mente dispuesta a alojarlo. Porque eso, lo extraño, desconocido, lo
temible, también necesita cobijo.
El Brujo se quita
la túnica con lentitud. Zaid y su padre también están desnudos. Entonces la
ceremonia inicia su terminación con el dolor del corte. La pérdida, el paso que
no puede detenerse o retroceder. El único día del mundo del que no se puede
regresar.
¡Tum
...tum ...tum!
La boca cerrada, no hay que gritar,
no es necesario avergonzarse. La tersura de las lágrimas debe olvidarse.
Desde la mitad de
esa noche rodeada de fogatas en honor de la infancia muerta, desde el calor de
los brazos y el pecho de su padre, despierta sobresaltado, gritando.
Siempre le sucedía lo mismo, incluso en
su lecho y rodeado de su familia. Pero esta vez despertó bajo un sol rojo.
Volvió a la lucidez entre desconocidos, rostros abotagados, contraídos. Había
menos que antes. Tal vez algunos cayeran al río mientras él dormía, otros quizá
habían intentado alcanzar la orilla. En los sitios vacíos quedaban restos de
comida.
El hombre que le había hablado, discutía
con otro más viejo, de barba y cabello largo, blanco. Los ojos del anciano eran
claros, tenía la piel enrojecida y se veía enojado. Zaid no entendió el
dialecto en el que hablaban. El viejo lo miró entonces por sobre el hombro del
otro.
-¡Despertó el nieto de Zor el Traidor!-
dijo el más joven al darse vuelta. Sonreía, pero Zaid retrocedió. El otro no le
hizo caso y se le acercó muy rápido para taparlo de nuevo, como si hubiese
descubierto algo en el cuerpo del niño.
-Nos pasa a todos- murmuró a su oído, y
señaló el bulto bajo la manta de Zaid.
No se había dado cuenta de que le había
pasado otra vez al despertar. Tenía el sexo tan rígido que a veces se sentía
enfermo. Miró al otro. La sonrisa del hombre era desagradable. La blanca cara
del viejo, con restos de una antigua magnificencia, se mostraba serena,
preocupada al mismo tiempo, como un dios encarnado que los estuviese vigilando.
Y más allá, el cielo gris se había llenado
de destellos rojos.
*
Al caer la noche del quinto día, quedaba
una sola mujer a bordo. Zaid escuchó, por encima del opaco rumor del agua
espesa, su llanto de pesar hundido en el silencio de las antorchas y las balsas
que los acompañaban. Vio el movimiento y oyó el gemidos de los hombres durante
casi toda la noche sobre la sombra de la mujer recostada con las piernas
abiertas.
Cuando amaneció, ella ya no se movía.
Desde la blancura de los muslos brotaba olor a sangre. Tenía un brazo
balanceándose sobre la superficie del agua. Unos débiles gritos llegaban de la
costa oculta en la bruma, el chillido de los gavilanes sobrevolaba el río.
Los hombres se levantaron y arrojaron el
cuerpo de la mujer. El sordo chapoteo de las aguas revueltas se extinguió con
rapidez. Habían quedado cinco hombres además del anciano y el niño. Pero ellos
dos sobrevivían, tal vez, por gracia de los otros, porque fue eso lo que él
pensó al ver los bultos cubiertos por las telas que envolvían a los bebés.
El hombre le habló.
-¿Dónde está tu abuelo?
-Se quedó con mi padre en la playa.
-Yo lo conocí, hace mucho tiempo. Mi padre
y él cazaron juntos muchas veces. Pero tu abuelo lo traicionó un día al dejarlo
abandonado en el bosque, delante de la bestia que le arrancó un pie.
Desde el volcán se oyó un nuevo estallido.
Bandadas de pájaros levantaron vuelo desde los árboles y unos gritos se
confundieron con las voces de los hombres que rezaban. El hombre miró hacia la
orilla por un momento, y luego continuó hablando.
-El viejo Zor desobedeció la Ley. Pasó su edad y se
quiso quedar entre el pueblo. Su comida se la quita a los niños...
-Mi abuelo aún caza su propio alimento- le
dijo Zaid.
-Pero esas presas deberían ser nuestras.
Deshonró a tu familia. Tu padre pudo haber sido el más respetado por su
destreza, y ahora todos lo rechazan. Los nietos de Zor deben ser nuestros
esclavos. Así lo ordenó el Gran Brujo.
Quizá sus padres, se dijo Zaid, al
mantenerse apartados, habían evitado a él y a su hermano los sufrimientos de
ese mandato. Pero ya no parecía haber excusa para más tolerancia. Como si la
montaña hubiese ordenado castigar a la familia de Zor al estallar.
El viejo estaba escuchando. Tenía el pelo
largo cubriendo la mitad de su cara, y el polvo formaba una espesa capa sobre
sus hombros. Bebía ahora un sorbo de agua de una vasija que luego escondió bajo
las piernas. Zaid no entendía por qué los demás no se la reclamaban.
En la noche, los hombres abrieron las
bolsas. Las fueron desenvolviendo con prolijidad, como si se cuidasen de no
romper el contenido. Las moscas salieron por la abertura, y Zaid alcanzó a ver
los cadáveres encogidos por el calor, despidiendo olor a sangre, a sal y
cabellos quemados. Los hombres los cortaron con cuchillos y los repartieron
entre ellos.
Él iba a ser el próximo, se dijo.
Pero el volcán habló de nuevo. Lo que
quedaba de la cima se había partido en dos y las rocas caían por las laderas.
Los gritos del pueblo volvieron a reanimarse y los pasos fueron creciendo hacia
el río. La gente comenzó a aparecer en la playa desde el bosque en llamas. Los
que alcanzaron la orilla trataron de nadar hacia las balsas. Pero los que
remaban los rechazaron con los remos. La corriente los arrastró.
Zaid entonces vio que la muerte era una
presencia capaz de palparse, que hasta podría haberle hecho un gesto para
llamarla, como a un animal domesticado. Estaba en el aire con la forma del humo
negro y la ceniza blanca, con la figura de la sombra de las rocas.
Los hombres de la balsa se recostaron
cuando ya no hubo más intrusos que intentaran subir. Quizá ahora pudiesen
descansar. La gente seguía gritando desde la playa, mientras el volcán brillaba
con cada bramido.
Debía ser la mitad de la noche cuando
Zaid descubrió el brillo de la lava descendiendo hacia el río. El crujido de
los árboles y el entrechocar de las piedras se fue acrecentando hasta
convertirse en un rugido que parecía hacer el caer de los cielos. La tierra
estaba gritando como si las almas de los muertos cabalgaran sobre el fuego
líquido. Hacía tanto calor, que los hombres en la balsa deliraban sin
despertar. Cuando el jefe despertó sobresaltado, enseguida lo hicieron los
otros y vieron la ola de fuego que avanzaba. Jadearon por el humo y el calor
aferrados a los bordes de la balsa. Sintieron el temblor y el movimiento de las
aguas desplazadas. El río había comenzado a elevarse cubierto de una masa
espesa de polvo amarillos, y el humo surgía del agua cuando la lava inundaba el
cauce. Entonces una ola más alta que los árboles comenzó a acercarse hacia
ellos. Algunos se tiraron, otros permanecieron quietos. El viejo se quedó
sentado y atado con una cuerda, dejando que la balsa lo sacudiese. Sólo
parpadeaba más de lo habitual, y sus ojos claros centellearon como dos puntos
celestes en la noche, dos cielos calmos.
Zaid se cubrió la cabeza y esperó. Se
sintió golpeado por agua, ramas y cuerpos. Pero la ola los había levantado en
lugar de derribarlos, y los balanceó como una hoja. Los troncos arrastrados la
golpearon contra las rocas, rodeados de los cadáveres que habían reflotado.
Luego abrió los ojos al mismo tiempo que la balsa volvía a descender, y las
olas volvieron a formarse más bajas esta vez. Ellos resistieron atados a los
maderos, pero la balsa se fue quebrando con los golpes.
Durante el resto de la noche se
mantuvieron a flote, hasta que la misma masa de agua que antes casi los había
hundido, los fue arrastrando río abajo antes del amanecer.
-El dios iracundo nos aparta con un gesto
de misericordia-dijo uno de los hombres, mientras miraban las ramas puntiagudas
clavadas en el piso de la balsa, reforzando la estructura y levantándose de los
maderos como mástiles.
En la líquida quietud de la noche, mientras
las llamas hacían desaparecer la tierra que dejaban atrás, tiraron los
cadáveres que el agua había lanzado sobre ellos.
*
En el cielo nublado, un
pájaro sucio cruzó el río. Pareció mirarlos por un momento, y se fue perdiendo
de vista entre los árboles del bosque de la otra orilla.
El nuevo cauce corría a través de un
cañaveral, y ellos habían encallado en una playa rodeada de riscos. A lo lejos,
aguas abajo, vieron las hogueras de los que habían logrado escapar.
Despertaron muy entrada la mañana, con los
cuerpos doloridos. Al mediodía el hombre le ordenó a Zaid:
-Ve a cazar.
Pero Zaid no se movió.
-¡Ve a cazar!- repitió.
-¿No va a acompañarme?
-Soy yo el que ordena y pregunta, nieto de
Zor el Traidor.
Entonces el niño se puso
en camino hacia el bosque, con una estaca a la que había sacado filo. Comenzó a
subir un largo desfiladero, hasta los primeros árboles del bosque. Miró hacia
la punta de los árboles, ni siquiera alcanzaba ver el cielo entre el follaje. Sólo
se filtraba una luz tenue, manchas blancas cruzadas por las ramas y los otros
troncos. El suelo estaba cubierto de ramas y troncos. Unas pocas aves chillaban
cuando él pasaba cerca. Se puso a caminar con pasos perdidos. Se sentó a
descansar en un claro, apoyó la frente en las manos, y pensó.
Iba de cacería, pero cómo hacerlo sin
experiencia, se preguntaba. Su padre no había podido enseñarle todo lo
necesario. Recordó cuando Tol le había hablado de ir a cazar juntos.
-Será el día en que tengas la altura de mi
pecho- le había dicho, y luego señaló el sexo del niño.
Para Zaid serían dos comienzos: el de la
primera cacería, y la noche en que conocería a la primera mujer. Pero nada de
esto sucedió, el volcán se había inerpuesto para vengar el desafío de su
abuelo.
El viejo tiene la culpa.
Lo único que halló y pudo atrapar fueron
tortugas y perdices. Encontró aves muertas y también las puso en la bolsa.
Cualquier cosa servía, porque no olvidaba a los niños de la balsa. Regresó con
la insistente idea de huir.
Pero la desobediencia me ata al pueblo. Sombras unidas con fuerza.
Líneas de brazos y hombros que terminan en el cuerpo de Reynod, tan grande, que
ya no es un hombre sino un monstruo con la figura de los dioses.
El hombre revisó la bolsa cuando él
regresó. Su rostro no mostraba conformidad, pero no se lo recriminó. Se
pusieron a trozar la carne, mientras el anciano permanecía siempre callado.
-Enciende una fogata para espantar a los
animales. Están tan hambrientos que saldrán del bosque para atacarnos.
Zaid juntó unas ramas y raspó una roca con
otra para encender el fuego. Miraba al hombre con furia mal disimulada.
-Esos ojos son los de tu abuelo-lo oyó
decir - rebeldes y desobedientes. Todos ustedes llevan la misma maldición en la
sangre. Voy a contarte la historia de mi padre, para que entiendas que tu
esclavitud es razonable y perdonada por los dioses. Lo llamaban Markus de los
Ojos Claros...
Le habló de cuando fue abandonado en el
bosque por Zor. Varios soles después, lo habían hallado desangrado y con un pie
convertido en una masa de carne muerta cubierta de hormigas. Las aves de rapiña
habían formado un círculo alrededor, pendientes a que él dejase de arrojarles
guijarros y finalmente se durmiese. Cuando los hombres del pueblo llegaron a
rescatarlo, una nube de moscas se levantó de la pierna carcomida.
-Pero él sobrevivió, con un pie cortado. Y
en lugar de dejar que mis hermanos mayores fueran de cacería, quiso seguir
haciéndolo él mismo, y me obligó a ayudarlo. Así me convertí en su nueva
pierna. Cada noche le rogaba a los dioses que le devolvieran la salud a mi
padre, porque yo no quería ser el apoyo sobre el que ponía el muñón para
arrojar su lanza. La mayoría de las veces fallaba, y un llanto horrible lo
estremecía, y ese temblor lo sentía en mi espalda. Yo también lloraba, porque
odiaba a Zor, y odiaba también a mi
padre por ser nada más que un hombre inútil. Pero no fueron los dioses quienes
me respondieron, sino la hechicera. Ella le dio un nuevo pie. Mi padre se
levantó una mañana caminando orgulloso, pero a la noche siguiente la pierna
había empezado a llenarse de gusanos. Le dio el pie de un muerto, y cada dos o
tres días una nueva pierna renacía para convertirse en podredumbre poco
después. Todavía me pregunto por qué la vieja castigaba a mi padre cuando Zor
era el culpable de todo.
Suspiró profundamente, atizó el fuego y
continuó hablando.
-Al principio se cortaba él mismo. Después
de mucho tiempo, por haberlo aprendido mirando, un día le pregunté: ¿Puedo
hacerlo? Me miró con compasión y dolor, con extrema pesadumbre, pero era una
mirada llena de belleza. Ni los dioses tienen esos ojos.
El hombre se frotó las manos frente a las
llamas. Era casi de noche, la ceniza continuaba cayendo como copos de nieve
seca.
-Fui yo quien le cortó desde entonces cada
nuevo pie, con el cuchillo de hueso que él mismo había moldeado. No podíamos
saber cuándo iba a detenerse esa maldición. Me dijo que iba a resistir, que ni
siquiera la obstinada crueldad de la hechicera podía ser tan duradera. Pasó el
tiempo, y nuestro rito de la pierna cortada y arrojada al río se hizo una
costumbre que había casi dejado de molestarme. Pero un día mi padre y yo fuimos
a ver al brujo. Él le dio un cuchillo, y después de utilizarlo dos veces, una
mañana ya no surgió otra pierna nueva. El muñón estaba seco y sin olor, y ambos
extrañamos el no tener que usar el filo del cuchillo nuevamente. Lo enterramos,
y nunca más volvimos a buscarlo. Pero a esa hora del anochecer en que
acostumbraba a cortar la pierna, nos quedábamos callados, mirando el fuego
hasta que se hacía la hora de acostarnos.
Durante un rato no volvieron a hablarse.
Tampoco se miraban.
-¿Dónde está él ahora?- preguntó Zaid
después.
El otro lo miró sorprendido al principio,
luego le respondió con indiferencia.
-Si no ves lo que está delante de tus
ojos, no soy yo quien va a decírtelo.
Creyó no haber entendido. Pero al recorrer
con la vista los objetos que lo rodeaban, se topó con el anciano, y supo que
aquel era Markus. No quiso saber más por esa noche. Pensar en su familia ahora
lo hacía sufrir. Miró al hombre que tenía la vista en el cielo, bajo el peso
negro de la noche. Zaid lo contempló por un rato como si pudiese ver en su cara
la verdad, pero el cansancio de los últimos días le trajo el sueño.
*
Cuando despertó en la
mañana, alguien lo había volteado boca abajo. Tenía la cara contra el suelo y
la garganta se le había llenado de tierra y arena. Pero sobre todo sentía un
dolor punzante que lo estaba hiriendo. Creía estar todavía bajo la fuerza del
mundo de los sueños, tal vez el espíritu vengativo de la montaña lo utilizaba
como parte del castigo.
Pero sintió las manos frías que lo
tocaban, y él gritó como si le clavaran una estaca en los huesos. Así llamó él
a lo que le estaba sucediendo. De esa manera lo pensó, porque la otra forma, el
verdadero nombre no era sólo imposible de aceptar, sino también de imaginarlo.
Pensó en su padre, en lo que Tol diría si viese lo que le estaban haciendo, y
Zaid sufrió por la vergüenza, no únicamente por el dolor.
Reconoció el olor y el peso balanceándose
detrás, el aliento acre del jadeo y la suciedad de la barba rozándole el
cuello. La repetida penetración lo hizo imaginar su cuerpo como una vasija en
la que el otro escupía sus órganos. Su propio pecho se hinchaba con la
presencia del extraño, y de su boca salió lo que había comido la noche
anterior. Los gritos del hombre a sus espaldas se convirtieron luego en gemidos.
Cuando el otro finalmente se apartó, se
dejó caer a su lado, boca arriba y aún agitado el pecho, ensombrecido por las
nubes del cielo pálido. Todavía gemía con roncos resoplidos de la garganta
cansada. Sudaba, y no había intentado todavía cubrirse. Se veía satisfecho, con
una expresión de plenitud y laxo descanso en el rostro.
Y Zaid supo que desde ese momento él se
había convertido en una mujer como la de algunas noches antes en la balsa, en
un objeto de satisfacción. Entonces su lucidez fue despertando de la bruma en
la que sus ojos habían entrado, y sus lágrimas habrían sido envidia del río.
la iniciación
alterada invertida el merecedor del dolor no es esto lo que mi padre dijo que
iba a sucederme no es esto
Los pensamientos llegaban y se iban
demasiado rápido, dejando un resto de dolor. El mundo tal como lo conocía había
desaparecido. Y ahora habitaba un cuerpo nuevo, rasgado. Pero la memoria aún
permanecía en el otro: el diáfano cuerpo del niño que había sido.
El
hombre se ríe. Sus manos se mueven sobre el pecho, los dedos siguen una música
que sólo el escucha. El ritmo que usó sobre mi cuerpo abriendo senderos
ríspidos que antes no estaban. Creador de la nueva especie que me habita.
Matriz
de esclavo.
Eso oyó decir, o por lo menos lo imaginó.
Pero de dónde pudo haberlo imaginado, se decía.
Matriz
de esclavo... matriz... matriz...
Repetía la voz a su
alrededor.
-Matriz de esclavo...-dijo esta vez
claramente la voz del hombre.
Más allá estaba el viejo, que había visto
y escuchado todo sin moverse. Zaid estiró un brazo hacia él, pero no pudo
levantarse, las piernas le dolían. Estuvo seguro por un tiempo que nunca lo
haría, que iba a permanecer allí el resto de su vida, con la boca contra el
piso y viendo pasar el mundo a sus espaldas.
Matriz
de esclavo.
La profunda voz ahora era una letanía
resonando en su cabeza, porque el hombre se había dormido. Recordó las pocas
leyes que su padre había alcanzado a enseñarle, cuando lo obligaba a recitarlas
cada noche, preparándose para la cacería que nunca realizarían juntos. Pensó en
aquella ley que hablaba de la indefensión de las víctimas.
Darles
la oportunidad de defenderse. Sorprenderlas con la astucia, no con trampas.
El tiempo pasó, y el hombre continuaba
dormido. La espera se le hizo más desesperante que el recuerdo. Habría deseado
dejar que las palabras aprendidas se perdiesen junto al honor. Estaban
impregnadas de tanta blancura, que eran casi imposibles de repetir.
Algo tenía que hacer, su cuerpo se lo
pedía. Iba a cambiar las cosas, era necesario darse vuelta y modificar esa
postura. Pero sobre todo, abolir la voz de la memoria. Y vio muy cerca la
estaca que había llevado al bosque para cazar.
Hizo el intento de moverse, fue
desplazando con lentitud cada uno de sus huesos pesados y dolidos. El viejo lo
miraba hacer aquel esfuerzo, sin delatarlo.
Zaid alcanzó la estaca y se levantó
despacio. Los muslos lastimados le sangraban, y la espalda se fue despertando
de a poco. Dio dos pasos hacia el cuerpo dormido del hombre.
-¿Cómo se llama él?- le preguntó al
anciano en un murmullo, porque no quería que despertase.
En los ojos claros del viejo descubrió un
brillo, una capa transparente de frialdad.
-No puedo decirlo- contestó. -Si pronuncio
su nombre, algo me hará levantarme y detenerte.
-Entonces calle- le dijo Zaid. Su voz
tenía ya el tono de un hombre. Levantó la estaca hasta por encima de su cabeza.
Miró al cielo, a sus manos que sostenían el arma bajo la tenue claridad de las
nubes grises. Cerró los ojos y pensó en su padre. Entonces se detuvo por un
momento. Luego murmuró algo que el viejo no entendió, y sólo volvió a abrirlos
al bajar la estaca con toda la fuerza de la que era capaz, contra el pecho del
hombre.
Vio un estertor y un
espasmo de ojos abiertos. El rictus estático del espanto. Las manos se agitaron
por un largo tiempo, y el temblor fue decreciendo lentamente. El vello del
cuerpo se erizó y los rubores pronto tomaron el matiz de la vegetación seca.
Las piernas se movieron defendiéndose de la nada, de una estaca clavada en otra
parte y en otro cuerpo, regiones separadas para siempre de lo que una vez había
sido un solo hombre.
Zaid era ya más sabio. Miró al anciano y
éste se estremeció con un gesto involuntario por primera vez desde que lo había
conocido. Luego el viejo sacó las piernas que habían permanecido envueltas bajo
una manta durante todo el viaje, se levantó y caminó arrastrando una pierna
hasta su hijo.
Entonces Zaid sintió derrumbarse la débil
esperanza de que el relato del hombre fuese un engaño, y la culpa de su abuelo
no existiese. El cuerpo de Markus, toda su desamparada y endeble figura,
mostraba la evidencia.
El viejo tenía un solo pie.
Sila miró por última vez
atrás, pero Tol y Zaid ya habían desaparecido entre los demás. Ella volvió a
mirar a su alrededor, pensando en el grupo de niños que había cuidado hasta
entonces, pero muchos estaban perdidos o sus padres se los habían llevado. Por
qué, se preguntaba, debía ella sentirse responsable con aquellos que la
rechazaban como a un miembro enfermo del mismo cuerpo que era el pueblo. Se
había encargado de darles comida, de evitar que huyeran o se perdiesen en los
caminos mientras migraban. Incluso a veces los amamantaba en la misma época que
había tenido a sus propios hijos, o sino les daba leche de las cabras de
crianza, que también debía arriar, porque las otras mujeres se desligaban de
ese trabajo si Sila estaba con ellas. Pero todo eso ahora le parecía un sueño
frente a lo que estaba viendo: piedras de fuego cayendo sobre hombres y
mujeres. Añoraba la choza que ella y Tol habían construido esperando quedarse
allí para siempre.
-Cuando no es el
brujo quien decide, son los dioses-murmuró.
Pero su hijo Sigur
no la había oído. El niño lloraba aferrado a su mano, corriendo con ella y
tropezando. Entonces ella lo cargó en sus hombros y tuvo un estremecimiento de
dolor en la espalda. Nunca se había recuperado de esa dolencia desde que había
dado a luz al niño, ya casi tan grande como su hermano aunque fuese menor.
La
gente pasaba de largo a su lado, algunos caían y se agarraban a sus piernas.
Sila se desprendía y continuaba corriendo. Necesitaba ver al brujo, se dijo.
Tol era miembro de una antigua familia, y ella, su mujer, tenía que ser
respetada a pesar del infortunio que el viejo Zor había hecho caer sobre ellos.
No alcanzaba a distinguir más el río
entre la gente y la bruma de humo y ceniza. Tuvo que bajar a Sigur nuevamente, pero el niño
tropezaba cada pocos pasos y se hundía en el barro. Tenía las rodillas
lastimadas y la espalda herida. Su hijo comenzó a llorar recién
entonces, abrazándose a su madre. Volvió a cargarlo y las lágrimas refrescaron
la piel de Sila. Ella se quitó la túnica de hilo y continuó desnuda bajo el
cuerpo de su hijo. Pensó en el agua aliviadora, y el pensamiento fue tan
acogedor como si se hubiese sumergido en un lago.
El camino estaba lleno de pozos con
ceniza. Había cuerpos con brazos y piernas abiertos, como si simplemente
descansaran, con esa ingenuidad con que a veces la muerte recubre a los
hombres.
Pero en los muertos no hay inocencia, le
había dicho su padre. Al mirarlos, uno se da cuenta que ellos ya lo saben todo,
por eso el silencio y los ojos cerrados. Sintió que la garganta, seca e
irritada por el humo, se le llenaba de sangre, y escupió saliva oscura. El niño
se había adormecido sobre su pecho, pero también tosía.
-Tranquilo, hijo- le decía al oído, apenas
palmeándole la espalda herida. Decidió caminar más despacio para descansar, y
comenzó a contarle la leyenda de una región lejana donde el mundo era de agua,
una extensión sin límites que llamaban mar.
Pero aunque el murmullo de su voz había conseguido tranquilizarlo, se quebró
con la fatiga. Las rodillas de Sila cayeron en el barro y se puso a llorar.
Miró alrededor en busca de ayuda.
Un hombre yacía inmóvil. Una mujer
jadeaba, y la estaba mirando sin pestañear. Muchos seguían pasando y le decían
algo que ella no comprendía. En todas las miradas había un brillo artificioso,
engañador. Como el reflejo del mediodía sobre los ojos abiertos de un muerto.
Nadie la reconoció, tampoco. Su piel antes
tan oscura y bronceada por el sol, estaba rasgada y cubierta por una máscara
blanca. Necesitaba la protección del brujo, la tragedia era más grande que el
conflicto con Zor, y ella sabía que eso los uniría al pueblo otra vez.
Los cuervos se acercaban y volaban muy
bajo. Al mirar arriba los ojos se le llenaban de humo, y debía restregarse
incesantemente.
-¡Fuera! ¡Fuera!- gritó, apretando al
niño, pero los cuervos no quisieron abandonarla.
Cerca del atardecer, todo era una gran
masa gris en la que se vislumbraban figuras sin contorno. Escuchó de pronto el
sonido del agua revuelta y comenzó a correr. La lluvia de polvo se iba haciendo
menos densa cerca del río. Vio a las mujeres que se zambullían, a los niños que
ya no lloraban. Pero casi en la orilla el cuerpo de Sigur se le hizo
imperceptible, y tuvo la fugaz sensación de llevar entre sus brazos la sombra
de algo que una vez había sido un niño. Una ausencia, se dijo, el vacío exacto
del cuerpo.
Pero nada de esto iba a preocuparla ahora.
Se zambulló y Sigur despertó exaltado,
pataleando y llorando.
La gente saltaba y se veía aliviada como
si esa tarde fuese tan eterna como el alma de los dioses, y el agua una
extensión de sus manos piadosas. Pero Sila, igual que la madre de Tol, cuyos
recuerdos él le había contado muchas veces, no confiaba realmente en los
creadores.
Su
voluntad es maliciosa, no harán lo que les pides, y jamás sabrás lo que ellos
quieren, solía decir.
La mujer
había muerto cuando Tol era aún muy pequeño, pero a través de la memoria de su
hijo, Sila había aprendido lo que diferenciaba a esa familia a la que decidió
unirse. Ese rasgo de impotencia en el creer, que los hacía dudar de todo y de
todos, excepto de su propia familia.
Pero los demás ya no la miraban con
particular encono. Nadie en realidad prestaba demasiada atención a los otros.
Primero fue el alivio acariciador del agua calmando las llagas, recién después
vendría la lucidez recuperada. Y entre el chapoteo del agua y las voces de los
niños, aún antes de reconocer su propia voz pidiendo ayuda, vio al brujo en la
playa opuesta.
Las pequeñas olas
lamían la arena cubierta de barro, llegaba hasta los heridos, que recogían el
agua y la volcaban en sus caras. La figura esbelta de Reynod se destacaba entre
los demás, alta, de movimientos severos, seguro siempre de sí mismo. Los
ayudantes lo acompañaban mientras él ponía su ungüento curativo sobre los
enfermos.
Su imagen era un
consuelo, era la fuerza que Sila había buscado, y sólo le quedaba alcanzar una
balsa que la llevase hasta él. Un grupo de hombres las estaban construyendo río
arriba. Volvió a la orilla y caminó hasta allí. Los troncos estaban todavía
tibios y despedían astillas de carbón cuando los hombres los partían con las
hachas. Muchos peleaban por subir a las balsas, pero ella se escurrió entre
ellos abriéndose paso y luchando con los codos. Se sentó en medio de un grupo
de mujeres, y fue entonces cuando reconoció los nudos que había visto hacer a
Tol alguna vez. Contemplando a los constructores a medida que se alejaba en la
balsa, pensó en su esposo. Recordó las tardes en que Tol construía cosas para
ella, sentado de rodillas junto a los niños. La barba castaña y espesa, la
mirada de ojos oscuros fija sobre las tablas moldeadas por sus herramientas.
Los hombres
seguían atareados en el trabajo de anudar los troncos con sogas de cuero o de
junco trenzadas. Intentó reconocer a su esposo en aquel grupo, pero le fue
imposible. Otras balsas a la deriva le obstruyeron la vista, llenas de niños y
mujeres que los amamantaban para mantenerlos callados. Creyó escuchar una voz
familiar desde una de ellas.
-¡Padre!
La voz de Zaid. Sila levantó la vista
buscando el origen de la voz, pero quizá, pensó, sólo la había imaginado.
Al llegar a la playa opuesta, se mezcló
con la multitud que gemía y rezaba en diferentes grupos a lo largo de la playa.
Ella alzó los hombros para avanzar sin miedo, había visto que la miraban y la
reconocían. Su cabello largo, oscuro y rizado bailaba sobre la espalda. Sigur
caminaba a su lado de la mano. Ella lucía casi arrogante en su marcha. Las
otras mujeres comenzaron a murmurar, y le abrieron paso a medida que avanzaba.
-Es la mujer de Tol- decían, con una mueca
de desdén en los labios, pero luego bajaron la mirada cuando ella pasó a su
lado. Esa imagen de madre e hijo caminando juntos y sin detenerse, como
dispuestos ambos a desafiarlos aún con sus cuerpos débiles, los inquietaba.
Sila se detuvo detrás del brujo, y ante
el silencio que todos hicieron al verla, Reynod se dio vuelta. Nadie supo
adivinar si fue sorpresa o furia lo que expresaba su rostro. La pintura ritual
era uniforme, una máscara de líneas rectas que cruzaban la cara desde la frente
hasta la boca, rayas negras representando a la muerte, la escisión, la fisura
en la cara de los hombres.
La
cara es el alma dividida en regiones, una zona del mundo separada por ríos
llevando el agua que muere desde las montañas hasta el mar sin nombre, la masa
de cielo líquido que recibe las almas de los moribundos. Allí también hay
estrellas que nunca alcanza el mar, pero
los peces plateados a la luz de la luna son estrellas precoces hacia la
nada.
Las palabras que Reynod pronunciaba al
comienzo de cada rito funerario eran piadosas en comparación con las que ahora
insistía en proclamar. La voz del volcán parecía utilizarlo como mensajero.
-¡Toda la familia de Zor se ha propuesto
destruirnos, y no cesan en su rebeldía!- gritó.
Sila se puso de rodillas, asustada.
-Vengo a rogarle humildemente por ayuda,
sólo eso- dijo ella, enlazando las manos y apoyándolas sobre los pies del
brujo.
-¡La humildad no existe en tu sangre ni en
tus ancestros, ni tendrá jamás lugar en tu descendencia! ¡La rebeldía nos llevó
al castigo de los Dioses!
Reynod agarró la cornetilla de madera y
emitió un corto, estridente sonido de furor. Después se abrió la túnica dejando
ver el pecho lampiño, sacó un estilete y lo apoyó sobre la cabeza de Sila. El
brillo del instrumento provocó un extenso reflejo hasta más allá de lo que
podía alcanzar a verse en ese atardecer. Un murmullo nació de la multitud. El
pueblo conocía la historia del estilete. El brujo les había relatado muchas
veces cómo, cuando era muy joven en su viaje de purificación a la altas
montañas del Sur, había hallado aquel fragmento en la nieve.
Decidí hacerme un lecho para descansar.
Excavé la tierra, y al ver huesos humanos los fui sacando y poniendo a un lado.
Cada uno me llevó a otro un poco más profundo cada vez, hasta que llegó la
noche, y seguían apareciendo más huesos. Yo los palpaba en la oscuridad por sus
bordes y luego tiraba de ellos para librarlos de su encierro. Cuando amaneció,
el pozo era tan profundo que me encontré sumergido hasta por encima de mi
cabeza, con una pequeña montaña de huesos dispuestos a caerse del borde de la
fosa y enterrarme. Pero no pude evitar seguir buscando.
Durante toda la mañana continuaron
surgiendo huesos, pero entonces descubrí un brillo cegador, un punto blanco y
punzante tan ardiente como un puñal en los ojos. Algo parecido a un sol enterrado
en la montaña. Me cubrí la cara con una mano, mientras con la otra tanteaba
entre la nieve y los huesos, cuando de pronto algo me cortó la piel. Mi mano sangraba, pero no me importó en ese
momento. Logré tocar los extremos del objeto, y tiré. Entonces el estilete
brilló en mis manos, aún más refulgente a pleno sol
Lo levanté
a distancia de mis ojos, tratando de ubicar una posición en que no
brillara tanto. Fue entonces cuando vi
una imagen radiante sobre una de las caras. La única figura, la sola
imagen posible acorde con las voces que me hablan. El origen del estilete es el
mismo con el que fueron hechos los Dioses.
Luego me postré en la nieve y extendí los
brazos al cielo. Me puse a rezar poniendo el estilete sobre una roca. Y las
voces me ayudaron, porque supe lo que debía hacer. Volví a levantarme y trepé
el muro de tierra hasta el montón de huesos. Clavé el estilete en ellos y los
huesos se quebraron con más delicadeza que con el hacha de piedra o una maza.
Son los dedos de los Dioses, me dije, son sus uñas las que cortan el material
con que están hechos los hombres. Es el instrumento de la obediencia y el
castigo.
Todos
estuvieron, entonces, irremediablemente seguros que el brillo iba otra vez a
alumbrar el gris día de la catástrofe, y se taparon los ojos.
Sila sabía que un corte con el estilete en
su cuero cabelludo significaba más que el signo inconfundible de los esclavos,
era la muerte. Y su movimiento fue una reacción que no existía en los sumisos,
en los de estrecha mente que habían nacido para servir a otros. Retiró la
cabeza, y un grito de asombro surgió a su alrededor.
-¡Oh, ustedes los rebeldes! ¡Están para
siempre castigados!-dijo el brujo. Y mientras proclamaba una vez más la
maldición para la familia de Zor, miró a Sigur. Fue esta mirada la que hizo
nacer algo más preciso que el miedo en el espíritu de Sila. Nada de lo ocurrido
resultaba importante comparado con esos ojos, ni siquiera las huellas de los
sufrimientos. Lo terrible era la total certeza, la atroz premonición de que el
niño estaba en peligro de muerte. Levantó a su hijo y corrió. Escuchó los pasos
que la perseguían sobre hojas y barro. Aunque se sabía vencida, sintió que el
cuerpo del niño formaba parte suya nuevamente.
Pero los hombres eran más fuertes, sus
piernas más largas y rápidas, y la distancia se fue acortando. Sin duda la
habrían alcanzado si la imagen de la hechicera no hubiese aparecido de pronto
frente a ella. La anciana, según decían, era capaz de desplazarse por los aires
con la misma facilidad que por la tierra.
Se había aparecido a su lado, con una mano
en alto hacia los cazadores. Después una negra palabra, con un sonido parecido
al crepitar del fuego y al masticar de los gusanos, salió de los labios de la
vieja. Los pasos de los cazadores desaparecieron, y no dejaron rastros de que
alguna vez hubiesen pasado por esas tierras.
La hechicera parecía un espantapájaros con
un brazo alzado. Los ojos oscuros y su centro giraban con serenidad y exentos
de la preocupación del tiempo. La edad o la muerte no actuaban en su cuerpo.
La historia
de la hechicera ya era una leyenda cuando los ancestros de Sila vivían. Algunos
decían haberla visto volar sobre nubes de humo, surgiendo de las fogatas para
tomar múltiples formas. Otros la vieron trasladarse sobre el agua y los árboles
sobre un par de serpientes que la llevaban hasta las cuevas de los Montes
Perdidos, donde ella tenía su morada.
Nunca nadie supo de dónde había llegado,
ni cómo creaba las extrañas luces del cielo nocturno en las épocas de los
festivales que conmemoraban los orígenes del pueblo. En las cuevas hacían sus
reuniones ella y sus aprendices, viejas de más de cien años que nadie nunca vio
llegar ni alejarse por los senderos que era necesario atravesar para alcanzar
las cuevas. Quizá bajaban del cielo, decían muchos, o surgían de la tierra, o
se transformaban en animales.
Era alta, y como Sila nunca antes la
había visto tan cerca, le asombró su vestimenta. Una túnica de colores
violentos la cubría desde los hombros, cosida con telas rasgadas de otras
vestiduras aún más antiguas. A veces, en el vestido podían distinguirse figuras
que mutaban de forma según la luz o la distancia desde la que se las observara.
El cabello centelleaba con el reflejo del sol entre las nubes de polvo, era
gris pero brillaba como la ceniza entre las brazas. El humo formaba un matiz
opaco sobre su piel, que sin embargo resplandecía llena de manchas rojas. Era
joven a veces, y extremadamente añosa un rato después; era ambas cosas al mismo
tiempo, ninguna en otras ocasiones.
Sila se arrodilló en una reverencia para
besarle los pies. Sigur lloraba y tosía.
-¿No ves que tu hijo te necesita?- dijo la
vieja.
Sila temió su ira y se secó los ojos, se
sentó en una roca y arrulló al niño. Ni el rumor del viento, ni el ruido de los
hombres llegaba ahora al bosque solitario en el que ellas se habían refugiado.
-Recuerdo cuando la madre de Tol vino a
verme, hace mucho tiempo... - empezó a contar la hechicera, su rostro había
tomado una expresión más gentil- ... preocupada por la elección de jefe de
tribu en la que Zor iba a participar. Tenía un presentimiento del que nunca se
había atrevido a hablar a su esposo. Ella pensaba que el gran remordimiento de
alguien muy cercano haría que su hombres fracasase. Una cosa imprecisa, ya lo
ves, pero que iba a revelarse quizá en esa ocasión. Por favor, Sabia
Conocedora, necesito saber, me rogó. Apoyé una mano en su frente, y la
respuesta estuvo ahí, entre mis dedos, una figura que también se formó en las
nubes. Pero estoy segura que jamás me comprendió.
Sila la miró con ojos implorantes, y la
anciana se dio cuenta de la pregunta que quería hacerle.
-No lo sé, ni lo
preguntes. Dónde están, no es mi deber saberlo a menos que ellos pidan mi
ayuda. Tu esposo estuvo conmigo en busca de un brebaje para su padre. Ambos
nacieron para ser renovadores de su pueblo. Lo mismo que tu hijo Sigur, el más
pequeño, pero el heredero elegido. Es lo único que puedo decirte.
Entonces una
sombra oscureció su cara y una sentencia de silencio cerró su boca. La
hechicera parecía una piedra sentada sobre otra piedra. Tal vez ni siquiera estaba allí, pensó Sila,
o sus palabras hubiesen sido pronunciadas. Creyó haber soñado, pero ella se
sabía despierta. Después se acostó sobre unas matas, con el niño sobre el
pecho.
¿Adónde
huir... cómo protegerlo del sacrificio?
La desobediencia es una flor que nace entre
las plantas, los cuerpos de mi familia.
La anciana se levantó y la tomó de una
mano. Caminaron juntas para salir del bosque, no hallaron a nadie en los
alrededores.
-Vas
a dormir. Cuando despiertes, te señalaré el camino.
Sigur estaba recostado otra vez junto a su
madre. Los insectos comenzaron a revolotear sobre las heridas del niño. Ella
los espantaba, pero el movimiento de su mano se hizo torpe, luego débil,
mientras sus párpados se iban cerrando, hasta que por fin se durmió.
Las hormigas se subieron a sus cuerpos.
La
hechicera preparó el altar y removió la tierra con los pies. Entró de nuevo al
bosque y volvió arrastrando con una mano los cadáveres de doce venados. Juntó
ramas verdes de los árboles jóvenes y
las puso sobre los animales.
En el fondo del bosque, en su centro,
había silencio. La vieja miró hacia allí, y el fuego se encendió a su lado. El
olor de las ramas frescas, se sumó al aroma de los cadáveres. Huesos y carne
quemada. Crepitación de ramas y esqueletos. El olor se mezcló entre las hojas
como una orden a ser obedecida sin resistencia.
El lenguaje de los cuerpos y su nueva vida
llegaba del fuego. La esencia de los muertos vivía en el humo renovador.
Sila despertó
ahogada por el humo. Vio la fogata animada por la vieja con movimientos rápidos
de sus dedos largos, descarnados y blancos. Las llamas devoraban su alimento,
sin extenderse más allá de lo que la anciana les había ordenado.
¿El
fuego puede hablar? ¿El fuego mata y crea, o son las voces de los que ha
matado?
Y las voces ahora le hablaban con los
labios de la vieja, la mano extendida hacia Sila, y un dedo señalando a su hijo
Sigur.
-Debes enterrar a tu hijo para salvarlo.
La voz se había hecho ya clara y dura como
una piedra golpeando en la frente de Sila.
-¿Enterrar?
- Enterrarlo para que no lo descubran.
-¿Matar a mi hijo?
-¡No pronuncié esa palabra! ¡No te atrevas
a poner palabras en mi boca!
El crepitar de la fogata se hizo más
intenso. El humo y el olor la ahogaban. Tapó la boca de Sigur, pero el niño
tenía los ojos enrojecidos.
-¿Cómo voy a hacerlo?
-Es tu problema. No hay mucho tiempo. Vas
a ir en busca de la región de los Árboles de los Ojos Muertos.
-¿Dónde?
-Deberás pensar. Me enfureces con tus
preguntas. Pensé que hablaba con una mujer digna de los hombres de tu familia.
Ése es tu bien, el único elemento que te redimirá, porque tus hijos ya no te
pertenecen.
Y desapareció, junto con el fuego y el
humo y el olor.
El silencio otra vez después de la última
palabra. Ni las huellas en la tierra quedaban, sólo el recuerdo de que algo
había sucedido en ese lugar. El sonido del río, el murmullo de la multitud, y
el tronar del volcán habían renacido. Hasta el aroma de la lava y los vientos
calurosos reaparecieron desde algún lejano exilio del tiempo.
Delante estaba el bosque y la desconocida
zona a la que debía llevar a Sigur.
*
Tres días más tarde, llegó a
un bosque de coníferas con ramas extrañamente torcidas. Sila sintió que los
árboles la miraban en esa tarde oscura en el centro del bosque. Sigur seguía
aferrado a su mano, temblando de frío y cansado, los párpados se le cerraban
pero se dejó llevar por su madre, tropezando con las ramas o las raíces que
sobresalían del suelo.
Encontraron animales muertos con heridas
abiertas o hilachas de carne que se había desprendido al arrancar las lanzas.
Unas crías de zorro aullaban, lamiendo de a ratos el cuerpo de la hembra
muerta. Sigur se detuvo a mirarlos, Sila creyó ver piedad en los ojos de su
hijo.
-Ya te enseñará tu padre que no deben
matarse a las hembras con crías.
Ese era el legado del cazador aprendido
de los ancestros, el más próximo de los cuales había sido el abuelo Zor, alguna
vez el hombre más respetado del pueblo. Y con ese recuerdo fresco y claro como
la hierba de aquel lejano día de sol que ahora venía a su memoria, le relató a
Sigur la ocasión en que había seguido a Tol y al viejo Zor.
-Llevaba poco tiempo de estar prometida a
tu padre. Tu abuelo y él me permitieron acompañarlos hasta la entrada del
bosque para cuidar las provisiones. Se adentraron y desaparecieron en la
penumbra con el último canto de los pájaros al final de esa tarde. Los lobos
aún estaban en silencio. Sabía que aullarían más avanzado el crepúsculo. Me
atraía tanto el bosque, que no pude resistir la idea de seguirlos a pesar de
que me estaba prohibido. Pero ya una vez había hecho lo mismo con mi padre, por
eso fui tras sus pasos.
“Veía las sombras de los cuerpos
moviéndose entre las ramas, rozándolas pero casi sin hacer ruido. Ellos apartaban
los arbustos con un brazo y con el otro sujetaban la lanza. Caminaron a orillas
del arroyo y bebieron, luego se detuvieron al mediodía a descansar bajo la
sombra de los árboles. Tol recogió algunas fresas y las compartió con su padre.
Las barbas se tiñeron de manchas moradas.
“No pronunciaron una sola palabra hasta
que reiniciaron su camino. Sus movimientos eran lentos, los brazos y piernas ni
siquiera se rozaban entre sí o con el resto del cuerpo. Eran como grandes
flores rústicas deslizándose por el bosque, moldeándose a su forma, ciñéndose a
ella como amantes que se adentrasen en su centro.
“Pero mientras trataba de no perderlos de
vista, tropecé con una roca escondida entre las hojas muertas, y me golpeé un
pie. No pude evitar el quejido que en vano traté de retener entre los labios.
Ellos me oyeron y se dieron vuelta. Tuve que escapar antes de que me viesen,
pero mientras corría, pensaba en sus miradas ansiosas cuando se voltearon. Sus
barbas espesas, canosa una y joven la otra, los labios humedecidos y las
narices dilatadas olfateando el olor de la presa.
“Me persiguieron con las lanzas en alto y
corriendo como ciervos ágiles. Dos cuerpos humanos diferenciados sólo por los
signos del tiempo. Escuché el retumbar de sus pasos sobre la hierba rastrera.
“Seguí todo el largo del único sendero que
encontré libre, los tallos y las hojas espinosas me lastimaban. Yo sabía que
iba a ser castigada si se enteraban de mi atrevimiento, y con seguridad Tol
también me rechazaría. Hasta mi piel me delataba, porque tiene el color de un
animal oscuro que se escabulle entre un follaje verde claro. Me tiré al suelo y
empecé a arrastrarme hasta el arroyo para mojarme y despistar el olfato del
viejo Zor. No alcancé siquiera a acercarme antes de sentir sus sombras a mi
espalda.
“Estaba perdida, y si no gritaba se me
iría también la vida por las heridas que mi propio amado iba a hacerme. Me
rodearon, a muy pocos pasos de los helechos en los que quise esconderme. Vi la
lanza de Tol, separando las ramas, y no tuve más alternativa que gritar. Los
pájaros huyeron en bandadas desde los árboles, las ramas sacudidas y los
aleteos se fueron apagando, alejando con lentitud.
“Pero mi llanto continuó, aún mucho
después de que la lanza se detuvo no muy lejos de mi pecho”.
Sigur la había estado mirando mientras ella hablaba. Después
sus ojos se perdieron en el sueño, y ella entonces volvió a hablarle para
evitar que se durmiese. Pero sintió que seguían observándola desde los lados
del camino de árboles. Pequeñas luces semejantes al brillo de los ojos. Los
habitantes del bosque estaban muertos. Quizá fuese el reflejo de la luz de la
luna en los ojos abiertos de los que habían perecido huyendo.
-¡Mamá!- dijo Sigur.
El niño se tiró al suelo y se negó a seguir. Sila lo cargó en
los hombros, pensando en dónde podía estar la región de los Árboles de los Ojos
Muertos. La hechicera le había asegurado que al llegar, iba a presentirlo. Pero
cuanto más tardasen, más se acercarían los cazadores del
brujo. Se miró las piernas, eran delgadas como las de un ciervo, pero fuertes.
Los muslos transmitían esa fuerza a su espalda, y el cuerpo del niño colgaba de
su cuello como un collar de huesos.
Cruzó riachos, trepó rocas y se bañó en
las cascadas. Hizo marcas sobre la corteza de los troncos, pero no eran para
ella, tal vez le sirvieran a Sigur después, si sobrevivía. En la tercera noche
después de haber entrado en ese bosque, se detuvo en una zona donde los árboles
formaban un círculo amplio. No había hierba en el medio, sólo tierra seca. La
inquietó acercarse. Si se trataba de un altar a algún dios, debía estar segura
a cuál de ellos iba a entregar a su hijo.
Se mantuvo alejada del centro, rodeándolo,
escondiéndose entre los troncos distantes unos de otros por una distancia tan
exacta que parecía deliberada. Los árboles le llamaron la atención. No eran
altos como los que había visto hasta entonces en ese bosque, sino de copas
redondas y frondosas, con hojas anchas como palmas abiertas. No pudo distinguir
el color en la penumbra, pero parecían rojas, y se quebraban al tocarlas. La
luz de la luna parpadeaba con múltiples ojos entre las hojas. Entonces supo que
había llegado al lugar designado por la hechicera, y tomó a Sigur de la mano.
Cuando estuvieron dentro del claro, se
dispusieron a esperar. El tiempo pasó y el silencio demostraba que era sólo una
noche común, una noche más. Todo lo que había vivido le pareció en ese momento
un sueño sin sentido: el estallido de la montaña, la deshonra de la familia, la
persecución de su hijo. En la calma de aquel lugar habitaba el último vestigio
de la paz, un espacio donde el tiempo tenía piedad de los hombres. El chirrido
de los grillos, el llamado de los búhos, sonaron como cantos de reconciliación.
Los murciélagos rozaron el rostro de Sila con el olor del pelo y el rocío
llevado por la brisa nocturna.
Pero entonces la tierra en la que estaban
parados comenzó a hundirse. Era tierra seca pero demasiado blanda, parecida a
la arena, y lo mismo pasaba en cada lugar en el que se paraban.
-¡Esto es lo que la Hechicera quiso
decirme!- gritó entusiasmada, mientras el niño la miraba, sorprendido.- ¡La
única forma de esconderte en el bosque!
Cuando llegasen los perseguidores, ella
señalaría la tumba mostrando lo que había sido capaz de hacer con tal de
librarlo de sus manos. Le explicó a Sigur lo que iban a hacer, pero el niño
quería dormir, nada más, y ese cansancio era el aliado adecuado. Él dormiría
hasta que ya no existiese peligro.
Sila empezó a cavar. El espacio que
necesitaba no era grande, y cuando vio la pequeña fosa a sus pies, la
estremeció un temor que sabía era necesario reprimir. Confiaba en la hechicera
tanto como las mujeres de su familia lo habían hecho siempre, como la madre de Tol
había creído con una fuerza solo parecida a su desconfianza en los dioses.
Acostó a Sigur en el fondo, el niño ya
dormía. Después ató varios tallos verdes, formando un cilindro hueco, y puso el
instrumento en la boca de su hijo. Luego le dio un beso en la frente.
Lo
beso y me asombro de su belleza, de haber sido la creadora de quien ahora debo enterrar. Vuelvo a besarlo, lo
miro una y otra vez.
Simularé que lo he matado. Pero dudo. Me
digo que no puedo hacerlo, abandonarlo. Nunca sabré si lo he salvado en
realidad.
Sé que el tiempo sigue transcurriendo en
mi contra.
No lo veré más.
Devolvió la tierra a su lugar, sobre el
cuerpo de Sigur, que respiraba armoniosamente. Se aseguró que las ramas que le
llevaban el aire permaneciesen firmes por encima del nivel del suelo.
Cuando vio que ya todo estaba listo, se
recostó a su lado y durmió. Pero sus oídos no descansaron. El canto de los
tambores de sacrificio se iba acercando.
Ya amanecía. Las pisadas resonaban fuertes,
todo el bosque repetía los golpes. Sila vio sacudirse el follaje, y aparecieron
los cazadores. Sus rostros pintados de negro eran como manchas, restos de la
noche, hongos que crecían entre las hojas y las marchitaban. Corrieron hacia
ella y la levantaron de los brazos. Apoyaron las puntas de las lanzas contra el
cuerpo de Sila y preguntaron por Sigur. Ella se encogió de hombros. La ataron
contra un tronco y la azotaron, mientras otros buscaban al niño en los
alrededores. Luego la soltaron y la pusieron boca abajo contra el suelo, dos de
ellos se pararon en su espalda.
Sila apenas podía respirar ahora. Vio los
pies corriendo entre los árboles, buscando detrás de los arbustos, entre las
ramas. Los cazadores maldijeron, pero ella había dejado de sufrir, sabía ya que
Sigur valía mucho más que una batalla ganada para ellos. El niño era el
porvenir encarnado.
-¡¿Dónde está?!- volvieron a preguntar, y
la apretaron contra el suelo.
Sila sintió que la penetraban, uno después
del otro, y la ronda se repitió hasta el cansancio de los hombres.
No debo quejarme. Tomaré el veneno de su
sangre y me haré cargo de mis culpas y las suyas. Cargaré el peso de sus
cuerpos en mi vientre. Los haré nacer de nuevo. Seré su madre, y no tendrán que pedirme perdón. Serán carne y
parte de mis huesos, les daré permiso para quebrarlos. Y llorarán, lastimándome
entre lágrimas, y volveré a tomarlos en los brazos. Entre lamentos y lloros,
mamarán de mi sangre blanquecina, leche enrojecida. Míos para siempre, honrando
al único que no podrán herir. El del cuerpo que se alza entre ellos, el niño
gigante entre los hombres niños. Mi hijo Sigur, que a pesar mío sobrevivirá.
Los lejanos tambores seguían pronunciando
palabras de ritmos duros y lastimosos. Cuando volvieron a levantarla, vio que
los cuerpos desnudos de los hombres tenían círculos negros, ellos formaban
ahora un círculo que fue disolviéndose frente a ella. Sentía pisar agua y no
tierra, estar volando por sobre aguas negras que se ampliaban en círculos concéntricos.
Después vio el cielo blanco del amanecer, y en su espalda el polvo y las hojas
de espinas. Pero ella no pudo ver las lanzas enterradas con las puntas hacia
arriba sobre la que la habían colocado. Ella no gritaba porque nada sentía.
Pero los hombres dieron gritos de triunfo cuando comenzaron a arrastrarla sobre
los filos. El cuerpo de Sila quedó atravesado por profundas rayas de carne
muerta, marcado como una tierra arada, un campo a punto de sembrarse.
Se la llevaron cargando sobre los brazos
en alto, expuesto el cuerpo a la calidez del sol que fue secando la sangre,
mientras las moscas lo cubrían. Los cazadores y su presa se perdieron en la
niebla del amanecer.
*
Una cabeza se asomó de la tierra en la mañana. Como una roca
confundida entre la hiedra, con ojos como larvas blancas ocultos en los grumos
de barro. Había visto a esa mujer tan parecida a su madre, que lloraba entre
los hombres. Cuerpos entrelazados como lobos, sacudiéndose a su alrededor y
golpeándola.
Su mente crecía demasiado rápido, arrastrada
por una ira que no le daba tiempo siquiera para maldecir, o llorar, o
retorcerse de odio, desamparo. De lo único que tenía certeza, la sola idea de
suficiente fuerza para vencer a esa otra que deseaba desechar, era que la
tierra lo aprisionaba. Ese era un hecho simple que quizá podría resolver, libre
de la desesperación o recuerdos abrumadores y recientes.
Entonces esperó. El sol había salido y lo
alumbraba. Masticó los tallos verdes que había encontrado en sus labios al
despertar. La savia le refrescaba la garganta.
Al mediodía, una niña apareció corriendo
hacia él desde la bruma que había ensombrecido los contornos de los árboles.
Ella lo miró un instante y comenzó a excavar alrededor. La vio esforzarse y
jadear de cansancio. Sus uñas se habían lastimado, y tenía las manos y el pecho
sucios de tierra. Pero ella sonreía.
Sigur se vio liberado, y la niña se quedó
mirándolo. Era delgada, delicadamente bella. Después se sacudió la tierra de
las manos, y comenzó a reír muy fuerte. Él se había dado cuenta de que estaba
cubierto por una graciosa cáscara de barro seco, y rió con ella. Y mientras se
restregaba la piel, le preguntó de dónde venía. La niña sólo respondió alzando
los hombros.
-Me llamo Sigur- dijo él, y quiso también
saber su nombre.
-Todos, y ninguno- le contestó, sin darle
tiempo para otra cosa que para oír en su voz ahora madura y casi vieja, todos
los nombres posibles. Sin permitirle más que verla desaparecer transformada en
la experta conocedora de los hechizos que rigen el mundo.
Y cambiando de aspecto una vez más, ella
remontó vuelo sobre los árboles con la forma de un gran pájaro negro.
Caminó por la playa barrosa del río. La gruesa
túnica cubría su cuerpo fuerte, aunque la piel mostrase el deterioro de la edad
bajo el vello escaso, suave como el de un niño. Sus seguidores iban detrás y a
salvo junto a la figura protectora, caminando de rodillas mientras besaban la
manta arrastrada sobre la suciedad y los muertos.
-¡Reza por nosotros, Gran Voz de los
Dioses!-decían. Muchos otros lloraban y señalaban en lo alto a las aves que
sobrevolaban los cadáveres.
-¡Silencio!- ordenó él. Pero por más que
lo obedecieran, las caras de los heridos no podían dejar de mostrarse
desoladas.
-¡Moriremos!- repetían las mujeres en un
coro líquido de palabras y llanto. Los gritos alcanzaban a oírse aún
desde los refugios más lejanos, y ascendía al cielo como un vaho rechazado por
la lluvia.
En su mano izquierda estaba la bolsa de
cuero con el negro ungüento para curar a los heridos. Pronunciaba una plegaria
en voz baja, y la gente se serenaba para unirse al rezo con los párpados bajos
y las manos enlazadas. Así les había enseñado a rezar, luego de muchos
esfuerzos y castigos para que olvidasen los frenéticos bailes que habían
formado parte de sus ritos.
Reynod no era su verdadero nombre. No
aquel que su padre le había legado y que el pueblo que ahora gobernaba
transformó en un rudimento del original. Pero él había nacido de nuevo al
llegar a esa región de Droinne, y merecía también un nuevo nombre, si no
totalmente distinto, por lo menos diferente al que le hacía recordar a su
padre. Él debía olvidarlo para siempre. Era ya desde hacía mucho tiempo antes
el Gran Brujo que curaba enfermos y hablaba con los dioses. Y nadie jamás había
puesto en duda su sabiduría hasta que el desafío de Zor surgió de en medio de
los hombres para acusarlo de mentir al pueblo con falsos dioses.
El cazador había alzado su voz desde la
congregación que asistía a la ceremonia del mediodía. Su alta figura
sobrepasaba las cabezas de los otros. El cabello largo y crespo, oscuro como la
maleza en una noche de otoño. La voz ronca, fuerte, y esos ojos marrones que lo
estaban acusando como nunca antes nadie se había atrevido a hacerlo.
-¡Sacrificios!- había gritado Zor. -¡Hasta
cuándo!
Pero no fueron sus palabras las que lo
molestaron, sino el tono de ocultamiento que usó al pronunciarlas, como un
mensaje que le enviaba sólo a él, porque únicamente él lo comprendería. Reynod
estuvo entonces seguro que la amenaza seguía latente desde aquel día en que
ambos habían asistido juntos a los ritos
de iniciación.
Reynod se cubrió la cara con los brazos,
expresando así que el silencio que esa voz había provocado entre los demás, lo
lastimaba.
-¡Qué blasfemia!
Los ayudantes se miraron, no sabían qué
hacer ante aquel atrevimiento por parte de un hombre tan respetado en el
pueblo. Entonces uno de ellos agarró una lanza y corrió hacia Zor, mientras la
multitud también empezaba a abalanzarse sobre él.
-¡No!- gritó Reynod, levantando los
brazos. En su cara había ahora una expresión de tolerancia bajo la pintura
verde y negra, las líneas que dividían su cara con múltiples formas.- No le
haremos daño. Él y su familia desde hoy serán esclavos si quieren permanecer
bajo nuestra protección. Es lo único que la bondad de los dioses me permite.
Soy un espíritu generoso pero incomprendido.
Después bajó del altar, con la mirada
ensombrecida por una pena que sólo él parecía capaz de consolar, rodeado por
los súbditos que le confirmaban su fidelidad. Alzó la mirada mientras se
alejaba entre la multitud a su alrededor, y vio a Zor quedarse solo, parado en
medio del campo de los sacrificios. La tierra apelmazada y dura, sin hierbas,
bajo los pies de quien alguna vez había
sido su amigo.
Las aves insistían en seguir volando sobre
los cadáveres, tercas como esa muerte que parecía venir navegando sobre una
balsa, cruzando el río.
Su negra
figura, la máscara gris que oculta ojos vacíos. Allí está, mirando desde la balsa, y
tiene a un niño aferrado a su mano. Ella salta al agua con el niño y alcanza la
playa.
El cielo había tomado el color de las
plumas de los cuervos, que volaban bajo a pesar de los gritos y las piedras que
les arrojaban, a pesar aún de las fogatas cuyo humo debía mantenerlos lejos. Reynod se hizo sombra con las manos, contra
el reflejo que venía de la superficie del río. Se dio vuelta y prosiguió con su labor. No quería mirarla a los ojos.
Las manos de la gente aferrándose a él
para obtener la bendición, le daban seguridad.
Y entonces sintió en la
espalda el llamado de una mano áspera y fría.
Cuando se atrevió a mirar, Sila estaba
allí.
-Vengo a rogarle
por ayuda, Gran Maestro- le decía. Era esa voz igual a la que imaginó que
tendría la figura muerta en la balsa, parecida también a las voces divinas que
fluían continuas como el agua y el fuego del volcán. Al mirarla a los ojos, vio
a la otra, habitando en esa mujer para espiar al mundo desde aquel lado
invisible del extenso espectro de la realidad.
Pero
detrás de ella alguien lo estaba mirando. Un hombre del pueblo, con la ropa deshecha y la cara
deformada por las quemaduras. Y aunque era evidente que estaba muerto, en los
labios del hombre, se formaron dos palabras: la víctima.
Luego levantó una corona de algas de la playa, y la puso
sobre la cabeza de Sigur.
Después el muerto volvió a tenderse en la
arena.
Entonces Reynod cerró los ojos, asintió
con la cabeza, y supo que los dioses no necesitaban sangre vieja, sino la nueva
carne cuyo valor no consistía en su peso, sino en su potencial. Porque la carga
del futuro es siempre mayor que el tamaño del pasado.
Casi sin darse cuenta que sus manos
temblaban, tocó el estilete bajo su túnica, atado con un cinto de cuero al
cuerpo. Sacó la pequeña arma ante la que su pueblo siempre se postraba, por ser
el regalo de los dioses a su hijo predilecto.
Pero Sila se había apartado ya, sin darle
tiempo no solo a atraparla, sino siquiera a ordenar que la detuviesen.
Llevándose a su hijo, había escapado tan ágilmente como un ciervo saltando con
sus largas piernas sobre las rocas, y hundiéndose en el barro como si fuese
nieve.
Pasó el resto del día rezando y curando,
mientras la esfera pálida moría hacia el final de la tarde escondida tras las
lluvias de ceniza. Un murmullo de asombro lo hizo mirar atrás. Confundido entre
el polvo reconoció a Tol cargando a su padre sobre los hombros. Lo vio
acercarse con paso lento, dejar al anciano sobre la arena, y sentarse a
descansar.
El viejo Zor era de su misma edad, pero se
encontraba avejentado. Todos esos años en que mantuvo la maldición sobre su
casta, parecían haberlo destruido más que la culpa por la desobediencia. Porque
qué más había sido sino, obstinarse en permanecer en el pueblo cuando debió
haberse ido llevándose a su familia. Antes que tener que vigilarlos
constantemente como a insectos que no pueden ser matados, habría preferido
verlos partir. Porque quién en esa familia no sabría la verdad sobre Reynod, si
hasta en los ojos de los niños veía la amenaza. Zor se había quedado como una
espina clavada en la palma de su mano, y ya no le quedaba más que deshacerse de
ellos. Pero había esperado demasiado. Ya no podía terminar con él simplemente
con la muerte. Un hombre con los ancestros del cazador, no era eliminado o
silenciado con facilidad. Ahora Zor estaba herido de muerte, por fin, y la
ansiedad del pronto desenlace se acrecentó en su alma.
Las etéreas voces lejanas de los dioses le
habían hablado del estallido en sus sueños, de la inquietud que crecía en lo
profundo del volcán, de la multitud de almas que recobraban sus fuerzas. Los
espíritus bajo el mando del dios de la montaña.
El fuego del mundo está por empezar...los
dioses hablan por la boca de los muertos...las manos sangran...las rocas están
ardiendo y el cielo se esconde...el fuego comienza, la tierra está
temblando...el líquido fluye y se espesa...sube...las almas se están
enfureciendo y estallan...son ellas las que derribarán el cielo y hundirán la
tierra para siempre...y seguirán temblando alrededor de los hombres...hasta que
el último dé el último grito de congoja...y
el último hijo de las mujeres muera de dolor...
Reynod se agachó sobre el cuerpo de un enfermo, pero miraba a
Tol de tanto en tanto. El hijo buscaba ayuda entre los otros, muchos de los
cuales habían crecido y cazado con él. A pesar de retenerlos de los brazos,
para que los ojos no pudiesen ocultarse ni siquiera detrás de las barbas sucias
o la sangre seca, lo miraron con frialdad. Después, lo vio quedarse un rato
contemplando el sitio donde estaban Reynod y sus seguidores. Pero él deseaba
evitar las reprimendas y sermones que se veía obligado a dar cada vez que algún
miembro de esa familia se cruzaba en su camino.
El enfermo había muerto e hizo los
primeros pasos del ceremonial para encomendar el espíritu a los dioses. Un
movimiento de las palmas abiertas hacia arriba y los dedos separados, para que
la fluidez del alma pudiese pasar entre ellos y dar el salto al cielo. Los
súbditos lo observaron en silencio, y lo imitaron.
Pero la montaña le estaba hablando otra
vez. La enorme, múltiple voz, repercutió en su cabeza y él se cubrió los oídos
con las manos. Luego, se fue atenuando gradualmente, hasta ser la de un hombre
solo. Miró al cadáver, y escuchó su voz. Acercó su oído a la boca. Un rato
después, alzó una mano y dijo:
-¡Aquí están los traidores!
La gente miró a Tol y lo reconocieron,
pero se apartaron como un enfermo del que temían contagiarse. Un murmullo se
escuchó de boca en boca, y era más importante que el dolor de las heridas. Era
éste un acontecimiento esencial en la historia de su pueblo, una lucha entre
honores que los elevaba por encima de la tragedia.
Tol se acercó a Reynod y rogó por su
padre, con las manos sobre el pecho y la cabeza inclinada. La ceniza se había
acumulado en sus cabellos, y la sombra de una bandada de cuervos pasó con
rapidez sobre ambos.
Reynod tuvo entonces pensamientos de
fatales augurios. Se llevó las manos a la cara, sobre las líneas negras que
dividían su mente en dos partes.
Si
supieras lo que te aguarda, el destino que no me atrevo a pronunciar. Si aún
conociendo todo eso, luego te hablara de la sombra y el dolor de mi espíritu,
las insondables regiones de árida espera, sed y hambre, de espinas y polvo que
me reservan. Lugares construidos para mí, con mi sombra y tamaño, con las
medidas del espíritu que me habita y abandona, avergonzado de llamarse como me
llamo, y sin poder evitarlo, adorándome. Debes decirme, si aún sabiendo esto,
no cambiarías tus dones futuros por un poco de mis perennes dolores, una
pequeña parte de mi pena, un pinchazo tenue de mis espinas. Debes creerme, un
poco de dolor enriquecerá tu alma.
Buscó la complicidad de los dioses
levantando los brazos al cielo, y proclamó las conocidas razones del exilio y
la inmediata necesidad del sacrificio humano.
-El Espíritu de la Montaña deberá ser calmado
de cualquier modo. Tu padre es la causa de su furia.
Vio el gesto amargo de Tol. La
desesperanza en el rostro de un hombre fuerte pero cansado. Una mirada
fugazmente llorosa, aunque no podía asegurar que hubiese lágrimas en sus ojos.
Sintió un curioso orgullo por ese joven, que a pesar de todo, honraba y
permanecía fiel a su padre.
Tol había vuelto junto a su padre, seguido
por las miradas del pueblo. Lo dejaría ir para que sus llagas lo mataran.
Reynod tenía otro cuerpo que ofrecer al volcán. Después los vio alejarse
nuevamente por la playa, hasta perderse de vista entre el humo. Los quejidos de
los heridos volvieron a llamar la atención del brujo.
*
Antes del nacimiento de Tol, Zor y Reynod
acostumbraban a sentarse a la orilla de un arroyo después de cazar, para comer
ciruelas de los árboles del camino. Miraban el cielo entre los árboles,
recostados en la hierba. Las nubes pasaban, y taciturnos se ensimismaban en sus
pensamientos como si los cadáveres de las presas a su lado les hiciesen pensar
sobre la vida.
-Le enseñaré a mi hijo las leyes de la
cacería desde muy pequeño, así no podrá olvidarlas- decía Zor, los codos
apoyados en el suelo, y prestando atención al sonido del agua y al paso de
alguna bestia.
Pero
el rostro de Reynod se ensombrecía al escucharlo. Para él, el río hablaba con
gritos, los árboles con llantos entre las hojas, las aves con cantos y palabras
de dolor. Porque escuchaba las voces de los dioses día y noche. Entonces se
quedaba observando a Zor con la mente llena de aquellos sonidos perturbadores
que lo habían obligado a mantenerse siempre aislado de lo que alguna vez creyó
esperar y merecer, la vida simple y la deseada descendencia.
Cada verano, el pueblo se preparaba para
veinticinco días de festejos alrededor de las pruebas de destreza. Pero cada
diez años los festivales también debían elegir a la familia que ocuparía el más
alto rango del pueblo durante diez inviernos, y para eso los jefes de familia
se habían entrenado durante el verano anterior para pelear entre sí. Pero esta
vez era una ocasión especial, Reynod había decidido adelantar la competencia
antes de cumplirse el plazo, y no consideró si debía alguna explicación a su
gente.
Las mujeres acostumbraban a encender las
fogatas muy temprano la primera mañana de estío, y debían mantenerlas así para
cocinar lo que sus hombres cargarían sobre las espaldas después de la caza
nocturna. Una luz anaranjada apenas nacía por encima de los abetos cuando ellos
llegaban, las sombras de los hombres surgían de la niebla y dejaban caer las
presas. Ellas entonces se distribuían los cuchillos y se dedicaban a
desangrarlas y carnearlas, mientras los hombres iban al arroyo y se desnudaban
para limpiarse la sangre, porque nada necesitaban decirse ni explicarse. Lo
mismo habían visto hacer a sus padres, y de la misma forma lo habían hecho
ellos mismos desde que habían salido a cazar por primera vez.
Cada mañana, después de haber cazado lo
requerido por la ley, se unían al séquito que rodeaba al brujo y a los
competidores para recorrer las tierras en que se habían asentado hacía dos
inviernos, reclutando a los posibles candidatos a las pruebas.
Era el brujo quien estaba a cargo de la
elección final, pero todos miraban lo que los otros habían cazado y la forma en
que las mujeres cocían las presas. No sólo el olor y el sabor de las bestias
contaban para ser elegidos, sino la manera en que el fuego había sido
preparado, la forma de las brasas, y la armonía de los cortes puestos sobre las
llamas.
Durante dos noches los competidores
peleaban entre sí. Esta vez a las mujeres no se les permitía acceder al lugar
de la lucha. Los hombres peleaban sin armas entre los árboles, sin más fuerza
que las de sus brazos o piernas. En la mañana los cuerpos de los perdedores
eran abandonados junto a un arroyo, adonde sus mujeres iban a buscarlos.
Pero después de la tercera media luna
desde el comienzo del verano, frente al fuego en el que se sacrificaban trece
crías de gamos, el brujo anunciaba los nombres de los finalistas.
-He elegido, por consejo de los Dioses, a
Zor, hijo natural de las tierras del Droinne, y a Markus, fiel descendiente de
los que llegaron del Norte.
A la mañana siguiente, Zor se despidió de
su mujer y de su hijo, que apenas caminaba todavía, y se confundió en medio de
la columna de hombres que pasaron a buscarlo. Cuando llegaron al bosque, los
artesanos del pueblo pintaron las figuras del ceremonial en su cara. Durante
casi media mañana, dibujaron pequeñas siluetas humanas no mayores al tamaño de
un dedo en la cara del cazador. Eran las formas de sus ancestros, los que
habían participado de aquella competencia desde que los más viejos podían
recordar. Pintaron el resto del cuerpo con círculos rojos unidos entre sí,
representando la sucesión de las diferentes competencias a través del tiempo.
Luego lo vistieron con un taparrabo de piel de zorro, y enlazando sogas de
cuero alrededor de sus muslos para sujetar las armas.
Le presentaron los puñales, las lanzas y hachas
envueltos en grandes hojas verdes para que eligiese. Él abrió las hojas que
otros sostenían y escogió. Después le abrieron paso hacia donde estaba el
brujo, y los que lo habían servido y los que esperaban a que estuviese listo,
se pusieron en camino detrás de Zor.
Apenas alcanzó ver a su competidor entre
los hombres que formaban grupos cerrados alrededor de cada candidato. Un
monótono cántico que el brujo lideraba con su trompetilla desde la cabeza de la
caravana, ensombrecía los festejos y hacía parecer a esta elección la más
solemne y trascendente que hubiesen presenciado alguna vez.
Entre los árboles, por las sendas
cubiertas de flores azules que llevaban a los Montes Perdidos, los competidores
y el brujo continuaron solos. Los demás se detuvieron al cruzar las primeras
filas de troncos, y los contemplaron alejarse mientras se adentraban en la
espesura.
El sol ya estaba alto y alumbraba las
laderas de los montes, lejanos pero ya perceptibles. Los restos de la noche aún
escondidos en la maleza se iban desdibujando a medida que ellos avanzaban a
paso de hacha y golpes de lanchas contra las ramas. Los animales se escondían
en sus cuevas, las codornices los miraban desde sus madrigueras. Entre la
hiedra rastrera se ocultaron las serpientes. Algunos troncos estaban marcados
con las señas de otras competencias similares, y las cicatrices se habían
convertido en nudos deformes.
Caminaron durante casi todo el día, hasta
llegar a un claro.
-Markus- ordenó el brujo.- Tu tarea será derribar
árboles para cerrar este lugar como un refugio.
-Zor-dijo, indicando al árbol más alto.-
Tu tarea será trepar hasta la rama más alta, y traer el último pájaro que
encuentres ahí, vivo.
La luz del sol llegaba en rayos tenues a
través del follaje alto y espeso. El reflejo sobre las hojas daba un color ocre
a las caras de los hombres, en especial sobre la piel blanca de Markus. Su
peculiar fisonomía le hacía enrojecer con el sol con facilidad. Tenía pestañas
y cejas blancas. Ojos claros. Casi nada de color en toda su piel, y un silencio
pocas veces roto entre sus labios. Pero era fuerte, lo había demostrado por
mucho tiempo cazando para su familia de cuatro hijos varones. Diariamente
cargaba pesadas presas a través de los senderos de encinas, acompañado siempre
por sus hijos. Se lo veía cada noche en el camino hacia su gente, con las
antorchas iluminando su cabeza blanca y el cadáver de una presa sobre los
hombros. Los dos niños más pequeños lo acompañaban, mientras varios perros iban
tras el rastro de la sangre.
No dejaba de ser honorable para Zor
competir con ese hombre. Habían cazado juntos en la época en que Reynod ya no
era su amigo, dedicado a convertirse en el líder espiritual del pueblo. Si
alguna vez pensó Zor en alguien más para reemplazar a Reynod como compañero,
fue al ver a Markus con su muda marcha a lo largo de los caminos de barro entre
árboles oscuros, como una mancha de nieve en el verano verde del bosque. No
necesitó mucho tiempo para que esa confianza se viese confirmada más tarde
cuando empezaron a cazar juntos, pero el aspecto reservado de Markus había
continuado siendo siempre una barrera impenetrable.
Zor comenzó a trepar mientras escuchaba el
hacha de Markus contra los árboles. Se sabía más diestro para correr que para
trepar, pero a medida que subía las aves echaban a volar entre las hojas
desprendidas. Y justo cuando estaba casi en lo más alto, su memoria se obstinó
en recordar aquel sueño que tuvo la noche anterior, después de rezar en el
bosque, en el oscuro y tibio silencio del estío que siempre lo llenaba de
calma. Al dormirse más tarde junto a su mujer, extraños seres de negro lo
persiguieron
parecidos
a animales, creo. Lucen como ellos, pequeñas ratas negras que escarban los
troncos
se escabullen entre las hojas, la luna
alumbra su pelaje. Se meten entre las raíces que salen de la tierra, y las
comen. Suben por los troncos, los pelan hasta convertirlos en esqueletos
tristes
temblor de la tierra. Son los árboles que
caen huecos como cáscaras de huevo. Capaces de aplastarme. Uno se apoya en el
otro y caen en cadena. Su retumbar levanta tierra y hojas, destroza arbustos.
Escapo hasta la salida del bosque, hacia mi choza junto al río. Veo a mi mujer,
que me observa con las manos tapándose los labios, y una expresión tan extraña
en sus ojos, que siento el más terrible miedo de toda mi vida. Veo sus
lágrimas, el escalofrío recorriéndole el cuerpo como si tuviese una serpiente
bajo la ropa
viene a buscarme.
¡no! le grito, porque siento los troncos
que siguen cayendo detrás,
ella se acerca. Un árbol empieza a caer, a
encontrarla, como un amante. Están muy cerca uno del otro. Ya no puedo
rescatarla. Siento envidia de ese árbol que la toca
pero no es el árbol, sino una forma de la
muerte. Y los Dioses, allí arriba, observan. Los escucho reír. Es curioso cómo
una risa tan hermosa, fuerte y resistente a la tarea del tiempo, tenga también
esta porción de crueldad
una furia está creciendo en mí, lo sé,
lentamente
fingiré que no he presenciado tal matanza.
Fingiré que todavía creo en Ellos
aunque fuese nada más que eso, la
manifestación inofensiva de un ánimo ansioso, sabía que si se lo contaba a su
mujer, ella iría a preguntarle a la hechicera y tendría que postergar la competencia
para verla por fin tranquila. Eso era imposible ahora. Reynod había decidido
comenzar los festivales antes que los próximos fríos del invierno les
impidieran partir, pero él sabía que todo esto tenía relación con la
interrupción de Markus en la última ceremonia y lo que éste le había dicho al
brujo al oído. Días después, Reynod le había anunciado el adelanto de los
festivales.
-Si no estás dispuesto todavía, Markus
ganará por tu renuncia.
No era justo que así fuera, sobre todo
conociendo la frialdad con que lo trataba desde tiempo antes. Entonces tuvo que
aceptar.
La corteza era resinosa, y sus pies
resbalaban. En la parte baja se había precavido de las culebras buscando las
franjas de escamas verdes, partiéndolas con el hacha. Cuando logró llegar a lo
más alto, asomó la cabeza y se protegió la cara del sol. El manto de hojas que
formaban el techo del bosque se extendía hasta más allá de lo que podía ver.
Los picos de los montes se elevaban grandes hacia el oeste, y una línea de agua
brillaba como una serpiente a gran distancia. Sintió que por ese instante se
hallaba lejos del mundo de los cazadores, contemplando las bandadas que
levantaban vuelo y agitaban el polvo que bailaba a los rayos del sol, tenues
líneas de luz que descendían como sogas colgadas del cielo hasta el suelo del
bosque.
Oyó la caída de un árbol bajo la fuerza de
Markus. Los pájaros seguían huyendo y cruzando la silueta del sol. El aleteo se
convirtió en un viento que giraba incesante en los oídos de Zor. Polvo, hojas,
y un penetrante olor a plumas.
Afirmó los pies en la corteza, y encontró
varios nidos vacíos en una rama débil. Acercó una mano mientras se sujetaba con
la otra. Podía oír el llamado de las crías en los nidos. Y ya alcanzaba a
tocarlas cuando sintió los golpes del hacha de Markus en la base del tronco. El
nido se desprendió y lo vio caer. Las crías eran pequeños puntos negros
golpeando contra las ramas hasta desaparecer en la espesura.
Él mismo había visto la señal que Reynod hizo con su estilete
sobre la corteza del único árbol que Markus no debía tocar. Pero cuando se dio
cuenta de la trampa, supo que era demasiado tarde, y que los golpes no iban a
detenerse.
-¡Malditos sean para siempre tus hijos,
Markus!
Empezó a bajar, pero sabía que el tiempo nunca
sería el suficiente. El árbol comenzaba a ceder rápidamente. Markus era fuerte
y el tronco de madera tierna. Buscó las ramas de los árboles vecinos, pero
estaban lejos y eran endebles. Se abrazó
al tronco principal con brazos y piernas, pero luego tuvo que desprenderse y se
sujetó a una rama fuerte
El árbol se inclinaba, crujiendo y
entrechocando ramas con los árboles vecinos. Por un instante, quedó enganchado
sobre otro hasta que el peso lo hizo desprenderse una vez más. Y al caer la
sangre se iba del cuerpo de Zor, se ubicaba por encima de él como en una bolsa
atada al cuello guardando su alma hasta entonces devota de los dioses. Las
plegarias se dispersaron en un remolino de hojas y el vertiginoso fondo de
rezos inacabados.
estoy rezando luego de tanto tiempo
miro a los dioses, a sus caras imaginadas
por mis sueños. Un rostro especial para cada uno, según mis ideas de la
belleza, y no he visto mucha en mi vida: la luz del amanecer el día de mi
iniciación, el rostro de mi esposa, y poco más que eso. Todos los dioses tienen
la gentil sonrisa de una mujer en sus cuerpos luminosos de albas
imaginados. Y es a ellos a quienes rezo.
Mi propio pensamiento.
porque lo que se descree se derrumba en su
propia muerte. La magia se esfuma en su corta duración
rezos, qué son sino palabras perdidas. Mi
espíritu también se perderá.
Las hojas le salpicaban la cara como
azotes de las olas de un río revuelto en el cielo, veía las nubes correr una
tras otra en círculos, y las ramas lo golpeaban y marcaban y con rayas verdes
que luego se hicieron rojas, luego blancas como los huesos, luego negras como
la tierra acumulada sobre un cadáver.
A su lado pasaron mundos detrás de otros
mundos, idénticos porque en todos había una misma cara. Un rostro formado con
arena. Ojos amplios y bien abiertos, una boca de labios finos y dientes como
nubes.
El apacible rostro de su hijo Tol,
esperándolo.
Apenas esa mañana que ahora le parecía tan
lejana como el principio del mundo, se había despedido de él con un sereno beso
de tarde soñolienta, sostenido por los brazos de su madre. El niño había
intentado mantenerse despierto para verlo partir, pero finalmente había vuelto
a dormirse. El sueño que protegía de las penas a los hijos. Pero la mano
perezosa de Tol se fue despertando una vez más, y acarició la barba de su padre
con una sonrisa que nunca olvidaría, por más que espantosos mundos llegaran
para apropiarse de su espíritu.
Él se alejaba.
Su mujer y su hijo se perdieron en la
vegetación que les había legado. La tierra que conquistó para ellos, junto con
el derecho a adorarla y servirla, a usarla como un animal lo haría. Para
asentar allí su fertilidad. Y los árboles y la madera con que había construido
su choza, lo despidieron también esa mañana.
En el niño pensaba, y en los pliegues de
su frente se formó el sudor de los años inacabados, y al final, cuando la vida
parecía haberse suspendido o atascado en un mar de sangre que no alcanzó a
volcarse de su cuerpo, sintió que aún seguía girando, y que su cabeza trataba
de ubicarse en el lugar correcto. Intentó dejar los ojos cerrados, pero cada
vez que los abría miles de hojas verdes
pasaban por delante, y todo, hasta su memoria, era de color verde.
Entonces todo se detuvo, y se vio a salvo
en la hojarasca. Había hecho bien, se diría más tarde, en no aferrarse al
tronco principal ni resistir su peso, sino en seguirlo como una rama más. Se
tocó las piernas y las palpó como dos pesadas masas insensibles. El viento
seguía haciendo caer el resto de las hojas sobre él, pero apenas lograba
sentirlas. Un tibio adormecimiento dominaba el resto de su cuerpo. Pero todavía
estaba vivo. Era esto lo que no terminaba de asombrarlo, y decidió quedarse
quieto sobre el follaje, junto a los nidos rotos de las aves muertas.
*
Acostada junto a él, notó el extravío en el rostro preocupado de su
esposo. La luz de la luna penetraba a través de las rendijas de la choza.
Escuchó a los búhos desde el centro del bosque. No pudo evitar sentir un
estremecimiento.
-¿Qué pasa, mujer?-preguntó Zor. Pero ella
tuvo vergüenza de mostrarse miedosa.
-Nada- respondió, y desde entonces ya no
dejaría de recriminarse por haberlo perturbado.
Pensó en la visita que había hecho a la
hechicera el día anterior, recordó esas imágenes que la vieja había puesto en
su frente. Podía sentirlas aún grabadas en la piel, nítidas, y sin embargo
ocultas a su torpe comprensión.
Árboles
de todas clases, plantas que nunca había visto antes ni había llegado a
imaginar que podrían existir. Hojas de incontables tamaños y flores de otros
tantos colores. Desde las copas donde
habitaban las aves, venía un rumor, no de cantos, sino del viento que crece
entre los árboles antes de la tormenta. Pero esta vez no había una fresca brisa
con olor a savia, sino un extraño aroma a cadáveres: los cuerpos de los pájaros
colgaban de las ramas. Y esos cuerpos amortajados por hojas de pedernal,
emitían un sonido atronador. Todas las aves habían perecido, pero aún cantaban,
y eran el temblor creciente y doloroso con que la tierra se estaba quejando.
La
respiración entrecortada de su hijo Tol le llegaba desde un rincón.
¿Qué haré, sola con el niño, si algo le
pasa a Zor?
Los búhos le
decían algo, pero callaron de pronto. La luna era grande esa noche, aunque
incompleta. No necesitaba levantarse y mirar afuera para saberlo, los búhos
habrían continuado con su fúnebre discurso si hubiese habido luna llena. Su
esposo hizo un movimiento brusco mientras dormía, golpeándole la pierna.
-Zor- le murmuró al oído, sacudiéndolo con
suavidad de los hombros para despertarlo.
Él
abrió los ojos, la miró un instante, y la besó en el cuello.
-Sólo son sueños, mujer - se restregó la
cara, y meditó un momento, con la vista perdida.- Si alguna vez las pesadillas
se convierten en realidad, aborreceré a los dioses para siempre.
Ella lo hizo callar, cubriendo su boca con
una mano, asustada de esas palabras. Pero él había cerrado los párpados otra
vez, y ya no se atrevió a molestarlo de nuevo.
*
Lo estuvieron buscando un
largo rato entre los troncos derribados, bajo el sol que brillaba sin
obstáculos sobre sus cabezas.
-No puede estar vivo- dijo Markus.
-No lo digas hasta verlo, lo conozco de
hace mucho tiempo- contestó Reynod.
-Pero nadie es inmortal.
-Algunos lo son aún en contra de su
voluntad- Reynod pensaba en sus voces y visiones.
-La única inmortalidad de la que estoy
seguro... -dijo Markus. - ... es la que me dan mis hijos, pero no creo que lo
entiendas.-Y mientras hablaba mirando el sendero por el que iban, daba furtivas
miradas de costado a Reynod. El brujo inició un movimiento para golpearlo, pero
se contuvo recordando la advertencia de Markus.
Con esa misma impaciente inquietud lo
había interrumpido un día en la ceremonia de sacrificio de cada temporada,
donde inmolaban cabras y carneros a los dioses. Llegó empujando a los
penitentes que rezaban de rodillas, y subiendo al altar se le acercó para
sujetarlo de un brazo, como si fuese su vasallo. Un murmullo de asombro se
levantó de la gente, pero Markus no hizo caso de los guardias que intentaron
separarlo del brujo. Reynod les hizo señas de no intervenir. Entonces escuchó
lo que Markus tenía para decirle, una corta, exacta frase de rencor.
Sentía aún el aliento agrio de Markus
soplándole en la cara, el olor del recordatorio que traía consigo la
advertencia, y después, inevitablemente, la revelación. Un día iba a llegar en
que lo prometido, antes tan etéreo y lejano, tendría que cumplirse si no quería
verse arrebatado no sólo de su cargo, sino también de la vida si dejaba que el pueblo
se enterase.
Se había desprendido de las manos de
Markus, apartó de un golpe las fuentes y las pieles y cueros con sangre, y
anunció:
-¡Cuando pasen dos días a partir de esta
noche, comenzarán las pruebas para la elección del nuevo jefe! ¡Dedicaremos los
ritos al dios Sol!
Hizo sonar la cornetilla emplumada con
sonidos breves y entrecortados, solemnes. Una música que parecía percutir el
manto tenso de la tierra. Los hombres gritaron, excitados, por aquel adelanto
de los festivales, y las mujeres se juntaron para organizar los preparativos.
Reynod permaneció pensativo mirando el
carnero arrastrado por los cargadores hacia el pueblo, como prenda de la
ceremonia interrumpida. Miró el rastro de sangre que dejaba, un sendero rojo
indiferente al amarillento cielo del anochecer, al bosque de hayas y las
escarpadas rocas por el que la bestia debió haber brincado mucho antes. En el
valle y las colinas que lo rodeaban, la gente se había reunido alrededor de las
fogatas, y el humo subía como un rezo gris de contento y bienestar. La
adoración al dios Sol era un rito que no le agradaba, pero no había deseado
forzar demasiado las viejas tradiciones del pueblo. Pensando en el esfuerzo que
había necesitado para hacer cumplir las leyes dictadas por sus voces, se dio
cuenta que no soportaría perderlo todo. Él era el Elegido, y no podía destruir
los planes de los dioses, los proyectos milenarios que desembocaban en sus
manos. Era verdad que los había aceptado, pero así como se acepta el propio
cuerpo y la vejez.
Por eso cerró los ojos, y deseó
fervientemente ser más pequeño que una hormiga, una cosa insignificante en la
que los dioses no pusieran su mirada.
*
Oyó los pasos que se acercaban
por el follaje, las palabras aisladas cuyo significado pudo comprender a pesar
de la distancia. La furia crispó las facciones de Zor, pero le era imposible
moverse. Seguía de espaldas entre las hojas verdes que le manchaban el cuerpo
con savia fresca. Algunos pájaros se habían posado en sus piernas, y le picoteaban
la sangre seca, sobre la que se habían pegado semillas y frutos de los ciruelos
morados. El viento giraba con el olor de las ciruelas aplastadas. El sol caía a
pleno en el círculo abierto por los árboles caídos.
Al escuchar la voz de Reynod, recordó
aquel viejo día cuando ambos eran muy jóvenes.
El padre de Zor los había
llevado a cazar para la primera jornada de iniciación. Después de toda una
tarde de matar y cargar las presas hasta el pueblo, fueron llevados de vuelta
al bosque al anochecer. Caminaron hasta que la luna estuvo alta y llegaron a un
claro. Las sombras de las hayas sumían en nieblas grises el lugar más allá de
la fogata. Vieron a una anciana de cabellos largos moviéndose como si bailara,
sonriendo de la forma más extraña que hubiesen visto. Su padre palmeó las
espaldas de ambos, y se despidió.
La vieja los ayudó entonces a lavarse el
sudor y la sangre que les manchaba el cuerpo y las manos. Calentó agua sobre la
fogata, y la vertió sobre cada uno, aliviando el dolor de sus músculos tensos.
-Los esperan- dijo un rato después.
Siguieron el paso achacosa de la vieja que
arrastraba una pierna inútil, por un camino rodeado de almendros florecidos. La
luna reflejada en las flores alumbraba el sitio con una tenue luz blanca. La
vieja los llevó hasta donde había dos mujeres junto a un árbol. Y vieron por
primera vez a las hembras de una casta que les habían prohibido visitar
mientras fueron niños. Eran mantenidas por ancianas de carácter duro y pieles
curtidas. Vivían apartadas y no se las consideraba parte del pueblo, más que
para ocasiones como esa.
Las mujeres se sentaron al pie del árbol,
sin mirarlos a los ojos, manteniendo la vista baja, cruzaron las piernas y
dejaron ver el vello del sexo. Reynod se acercó y sujetó de los brazos a una de
las mujeres. Ella retuvo entre los labios apretados un breve gesto de dolor.
Después, él le rodeó el cuello con las manos. Zor murmuró algo, pero Reynod no
quiso escucharlo. Le dijo que se acercara y Zor tomó a la otra mujer. Empezaron
a moverse y a frotarse contra ellas, y las hicieron agacharse. Apoyaron las
palmas en la corteza del árbol, y apretaron sus cuerpos contra el de las
mujeres y las penetraron.
Los alientos brotaron blancos,
rítmicamente de las bocas, en el frío de la noche. Algunos insectos se posaron
en sus espaldas, y las picaduras excitaron más sus deseos. Las mujeres no
emitieron gritos de placer ni de dolor, ellas no podían hablar. Las viejas les
habían tapado los oídos con cera desde el nacimiento.
Zor se sentó en el suelo al terminar,
pero vio que Reynod estaba molesto y dolorido. Golpeaba a la mujer, mientras
intentaba ocultar al mismo tiempo su desnudez. Cuando se acercó a Zor, le dijo:
-No puedo.
Zor creyó entender. Abandonaron el claro,
y caminaron juntos hacia el pueblo. Le habló de curaciones que podía probar si
le preguntaba a la hechicera. Reynod aparentaba escucharlo, pero se había
ensimismado en su furor, y ya no hablaron el resto de la noche.
Nunca supo más de aquel asunto, ni
volvieron a hablar de eso. Muy pocas veces cazaron juntos otra vez. Reynod
estaba siempre triste y callado, apartándose de Zor con respuestas duras, de
pretenciosa superioridad. Más tarde, quizá al invierno siguiente, se había
alejado definitivamente de él, como si temiera que fuese a traicionarlo.
El esmero con que lo vio dedicarse después
para ser sacerdote del pueblo, le había hecho olvidar en parte lo de esa noche.
Los rezos y ceremonias que enseñaba, los complicados ritos, las leyes que las
voces divinas le dictaban y él decía escuchar, crearon un nuevo apogeo del
espíritu. El alma del pueblo parecía haberse apagado durante mucho tiempo antes
de la llegada de Reynod, y éste ahora rescataba la importancia de sus antiguas
creencias. Los más jóvenes se entusiasmaron al escuchar las palabras del brujo,
los hechos mágicos que él producía con sus ungüentos, y sobre todo las palabras
de castigo. Los sacrificios diarios creaban temor entre los hombres, pero
Reynod volvía a suavizar el corazón de su pueblo con historias que contaba
sentado en una roca al final de cada rito. Relatos que los dioses le habían
murmurado en las noches.
En las primaveras, cada tres temporadas,
nacían los hijos o hijas de Reynod, de madres elegidas entre las vírgenes. Pero
de la belleza de las mujeres únicamente podía obtenerse la superficie, porque
él sabía que jamás duraría demasiado. Cuando los hijos nacieran y fuesen
entregados al brujo, las madres tendrían que ser sacrificadas.
-Ha engendrado con el Elegido de los
Dioses- le dijo Reynod a Zor la tarde en que la primera mujer moría en la
hoguera. Fue esa la última vez que Zor gozó de su confianza. -Deben serme
fieles, y así me aseguro de ello.
Apenas alcanzaba a escucharlo. Un cántico
comenzó a elevarse de la gente que presenciaba el sacrificio. La mujer ya no
alcanzaba a verse entre las llamas. El crepitar del fuego hacía juegos en la
cara de Reynod. Su rostro brillaba en la luminosidad del atardecer, cuando las
cenizas de la fogata se esparcían con el viento nocturno, y los animales salían
del bosque en busca de los huesos.
Zor sentía el calor de las llamas en su
barba. Apretó el brazo de Reynod cuando la mujer comenzó a cubrirse de un manto
negro. El cabello de ella se había encendido.
Reynod lo miró entonces con recelo, y en
sus ojos vio aquel definitivo resentimiento que no se borraría nunca más.
*
Durante muchos días estuvo
llamando a la hechicera. Fue hasta un lugar apartado en un cañaveral, sobre un
promontorio con vegetación frondosa y setos de flores amarillas, desde donde se
veían con claridad las estrellas. Encendió fuegos, rezó y recurrió a hechizos
que sabía le agradaban a la anciana.
Al fin ella apareció.
-Te estuve rezando durante mucho tiempo-
le reprochó él.
Era una noche fría, pero más que eso, le
provocó estremecimientos ver cómo los sonidos del bosque se apagaron, y hasta
el viento se había detenido. La vieja lo miraba con ira.
-Hasta los dioses me responden enseguida.
-Sabes bien de dónde llegan esos
dioses...- empezó a decir ella, pero se detuvo al ver la expresión de extrañeza
en la cara de Reynod. Sonrió y dijo:-¿Será verdad que no sabes de dónde llegan?
Reynod no quiso responder. Sabía que ella
buscaba enfadarlo y empobrecer sus creencias, sacudir el altar de las voces que
escuchaba. Nunca había dudado, y no iba a desconfiar ahora de algo tan tangible
como aquellos ecos ancestrales.
-Son los dioses, y no me es permitido
interrogarlos, por eso estoy obligado a recurrir a tu magia.
Le habló de su
ineptitud para la procreación, la dificultad de concretar un acto que hasta el
más simple animal podía hacer con eficacia. La risa de la hechicera retumbó en
la cabeza de Reynod, y él habría deseado huir, abandonarlo todo y que la
maldita vieja se apoderase del mundo, si esa risa hubiese continuado un poco
más de lo que duró. Pero ella contuvo su sarcasmo un rato después, y apoyó las
manos resecas sobre los hombros de Reynod.
-Lo que algunos no
pueden hacer, otros lo hacen en su lugar-dijo ella, y desapareció.
Cuando buscaba una solución mágica, la
hechicera le ofrecía en cambio una ordinaria salida terrenal. Sintió odio de su
propia impotencia, del mal que lo aquejaba, y maldijo su vida. Se desnudó y
corrió hacia la orilla de un charco, donde caía una pequeña cascada. Se miró en
el reflejo del agua con la luz lunar, y abominó de su cuerpo, de la fláccida
carne y los huesos que eran su persona. Apretó su sexo con las manos,
intentando forzarlo a satisfacer sus deseos, pero sólo logró lastimarse.
De nada más que de esa despreciable
conformación podía disponer. Pero su mente continuaba intacta. Más fuerte que
el resto, su cabeza reemplazaba los defectos de sus formas. Se arrodilló y
comenzó a golpearse el pecho con los puños, los costados de la espalda, la
pelvis estrecha, el sexo inservible, las piernas débiles. Se arañó con las uñas
y con ramas de plantas espinosas se azotó la espalda. Después se agarró la
cabeza entre las manos, y la comprimió tanto como pudo, tratando de concentrar
toda la historia de su vida, que era finalmente la experiencia del mundo, en su
memoria. El dolor que su padre le había provocado como castigo, le había dado
fuerzas. El dolor crea cosas así igual que engendra hombres. Las guerras y las
muertes nacen del resentimiento. Podría encontrar la historia del mundo en su
propia infancia, en aquel lejano día junto a su padre a orillas de un río que
arrastraba a las víctimas de la peste.
Entonces supo lo que debía hacer. Pero no
pediría aquel favor a su amigo Zor, sino a otro.
*
Encontraron a Zor de espaldas
y con los brazos en cruz en el suelo. Las ramas formaban campos de diferentes
niveles alrededor de Zor. Su cuerpo habitaba un pequeño hueco sin sombra entre
las hojas. Saltaron por encima de las ramas hasta llegar a él.
-Vivo pero inútil, no puede moverse- dijo
Reynod.
Zor sólo agitaba los dedos de manos y
pies. Levantó un poco la cabeza y los miró. Dijo algo pero tenía la boca
entumecida, llena de saliva, y apenas se le entendía. Escupió a los pies de
ellos y le metieron tierra en la boca.
-Matarlo será muy fácil- dijo Markus.-Yo
lo haré, como siempre hago tu trabajo...-Cuando levantó el hacha sobre el
cuello de Zor, una figura apareció detrás, y el brujo gritó.
Era
su imagen. Su exacto reflejo, pero con la piel más blanca y una sonrisa que él
no recordaba haber tenido. Muchas veces había visto a ese otro que realizaba lo
contrario que él. El eterno malestar que lo hacía dudar de todos sus actos,
siempre.
La figura se movía hacia Zor, caminando
entre las perdices que lo observaban emitiendo su canto gutural, como un jadeo
de la hierba.
La sonrisa pareció dispersarse entonces en
el aire, les daba a las plantas un temblor sin viento. Los animales comenzaron
a correr. A veces se veía nada más que el agitarse de las ramas, pero luego se
vieron pasar cruzando el claro por encima de los troncos y las hojas que
cubrían a Zor. Todos parecían huir frente a la amenaza de una tormenta inminente.
Pero esta vez percibían el aroma del Otro.
-¡No!- gritó, pero no se dirigía a Markus,
que se había dado vuelta para mirarlo, con los brazos bajos y sin resistencia,
sino al otro que caminaba hacia él y amenazaba con tocarlo. Vio a Zor robando el
hacha de sus manos con un movimiento que era propio del pasado,
de los relatos de leyendas de antiguas cacerías contadas cuando caía la noche. Hasta
el mango del hacha se había amoldado al puño débil del cazador, y el arma cortó
el pie de Markus. El rostro se desgarró con el dolor, y se retorció en el suelo
apretándose la pierna contra el cuerpo.
Pero Reynod sólo se fijó en que el intruso
había desaparecido, y se sintió libre otra vez.
El bosque volvió a su serena
placidez habitual, a los sonidos comunes del atardecer. Pero tenía miedo de
volver a verlo si se quedaba. No sabía cómo ahuyentarlo, ni qué podría estar
planeando el Otro en la parte oscura del
mundo, la intangible zona de la que llegaba para atormentarlo.
Por eso huyó y los dejó solos.
Zor todavía tenía el hacha en su mano,
pero había vuelto a entumecerse. Markus se había puesto una rama entre los
dientes y la apretaba con fuerza. El pie parecía una bolsa de hojas aplastada
contra el suelo, una gran mancha roja ensuciando el follaje. La sangre se
hundía en la tierra a medida que brotaba, hasta que al final se detuvo, y se
oscureció al secarse.
-Gran muñeco blanco, te creímos tan
honorable... -dijo Zor, en un lamento, pero Markus no le prestaba atención y
murmuraba algo con el rostro crispado. Pero Zor nunca supo si el significado de
esos gemidos entrecortados era un rezo o una maldición.
El olor de la sangre se dispersó en el
aire enmohecido por la quietud del anochecer, voluble espacio de tiempo entre
la tarde luminosa y la noche que empezaba a moverse, quedamente, en el
centelleo de las luciérnagas y los ojos de los búhos. Viajó con la luz que se
perdía en el nacimiento de la negritud entre los troncos, la áspera oscuridad
del aire enfriándose a orillas del río. Nadó con la corriente hasta hallarse en
la región los grandes gatos que aguardaban la noche como a un cielo bienhechor,
escondidos en la hierba, agazapados, con los párpados apenas abiertos para
ocultar el brillo de los ojos, mirando a la luna y esperando que ella borrase
los contornos con sombras y difusas líneas, hasta hacer del mundo un ambiente
adecuado para el miedo.
El olor atrajo al animal de manchas grises
que ahora se estaba acercando a ellos.
Zor había percibido desde un poco antes el
aroma a sudor del pelaje. Iba a prevenir a Markus, pero algo lo detuvo. La
debilidad del cuerpo dolorido, tal vez, la pesarosa lobreguez del
adormecimiento, el deseo de acabar con el enemigo y sobrevivir.
El gato montés miró primero a Zor, como si
así se asegurase de su indiferencia. Después a Markus, que retrocedió con
torpeza apoyando una mano después de la otra sobre la tierra blanda,
arrastrándose con la vista fija en la bestia.
-No te muevas-dijo Zor, pero su voz fue
sólo un susurro.
Escucharon las pisadas sobre la hiedra. El
animal era un cazador como ellos. Las garras se extendieron y se asomaron entre
el pelaje de las patas. Los colmillos brillaron cuando abrió la boca. Los pelos
moteados y espesos del lomo se erizaron hasta la cola. Los largos bigotes
grises se habían tensado y temblaban.
Entonces se abalanzó sobre Markus y mordió
el pie. Markus gritó mientras trataba de retroceder, pero el animal hundía más
sus dientes. Luego sacudió la presa desgarrando los huesos y la carne que aún seguían
unidos al resto de la pierna. Y escapó con pedazos de carne en la boca para
perderse en la espesura.
De la pierna borboteaba un chorro de
sangre, formando una masa roja y oscura en el muñón. El largo cabello blanco de
Markus se mezclaba en la hierba, pero perdió la conciencia después del dolor.
Zor creyó seguir escuchando los pasos del
gato y el crujido del hueso entre los colmillos, aún cuando ya estaba lejos.
Necesitaba levantarse y llegar al límite del bosque en busca de ayuda. Comenzó
a arrastrarse siguiendo la guía de las estrellas entre los árboles, las sombras
de los troncos. La noche y los animales ahora le resultaban menos peligrosos
que los hombres.
Durante tres días avanzó arrastrándose.
Descansaba en las noches y bebía de la escarcha y el rocío nocturno. Se dio
cuenta que sus miembros iban adquiriendo fuerza, pero no la suficiente para
erguirse. Sintió cosquilleos en los dedos de las manos. Recostó la espalda con
llagas sobre las hojas frescas. Los huesos le dolían cada vez que se daba
vuelta. Sabía que era necesario alejarse del bosque si no quería que los
cazadores de Reynod viniesen a buscarlo.
Pudo arrastrarse hasta el último árbol
antes de los campos de turba al que llegaban los vientos fríos de la lejana
costa norte. Allí casi no había arbustos y el pasto escaso crecía en cortas y
finas hebras duras. Se quedó acostado, no tenía fuerzas para seguir. Miró el
paisaje desolado, los escarabajos que pasaban a su alrededor, y finalmente se
durmió.
Al despertar, sintió hambre. Trató de
levantarse, pero sólo pudo darse vuelta con más facilidad de la que esperaba.
También el dolor fue mayor.
Tengo
el cuerpo de una araña.
Pensó en Markus,
que debía seguir desangrándose en el bosque.
Tengo el espíritu de una araña.
Lamió luego el rocío del suelo, las
escasas gotas que le parecieron olas de agua fresca.
Nunca supo cuántos soles pasaron sobre él.
Cambiaba de posición de vez en cuando para no quemarse, pero ya no encontró
forma de cubrirse. Se arrepintió de haberse alejado de los árboles, pero ya no
tenía fuerzas para regresar.
Se
hunde en la niebla de la mañana en las praderas al oeste del Droinne. Los
bisontes pacen, los bisontes avanzan levantando el polvo que los envuelve.
Los hombres se
esconden detrás de la última fila de abetos antes de la pradera, y vigilan a
las bestias, que tienen las testuces
inclinadas y rumian con pájaros sobre los lomos. Los hombres salen en
grupos y llegan al gran claro, corren y se esparcen como un ancho y lento río.
Se acercan embadurnados de barro para ocultar su olor. Las lanzas recién
afiladas en los brazos en alto, brillando a la luz del sol que dispersa la
bruma.
“¡Soles de aquellos
días!”, recuerda. “Ya no volverán los tiempos de la abundante caza, las
hermosas bestias cuya carne se abre con el filo de los cuchillos. La carne que
satisface el hambre de los hijos y las mujeres, nuestra propia hambre de
fuerza, de sangre manchando las manos en
señal de mansedumbre.
“La masa de
músculos muertos derrumbándose en la tierra arremolinada por las pezuñas, el
cuerpo vencido.
“Los gritos
alrededor de las nobles cabezas caídas, los cantos y bailes, y luego el rito
del primer corte otorgado al más viejo. Sentir el cálido vaho de las entrañas,
estremeciéndonos con un escalofrío en medio del rubor del sol, aún demasiado
jóvenes para entender de lentitud o suavidad.
“El bochorno del
sol del verano iluminando la cresta de nuestro poderío en las praderas.”
Creyó seguir soñando cuando
vio a un grupo caminando a lento paso, no muy lejos de donde él estaba. Intentó
llamarlos pero tenía la garganta seca y fue incapaz de emitir más que un
quejido.
El cortejo avanzaba y se estaba alejando.
Entonces arrojó algunos pedruscos a los cuervos que lo habían rondado desde
días antes y que ahora lo aguardaban posados en el suelo. Las aves aletearon y
huyeron, los hombres que pasaban se dieron vuelta. Vestían de negro y tenían
las caras cubiertas por máscaras fúnebres. Manchas ovales y negras sobre los
labios y ojos, los círculos de la muerte alrededor de las manifestaciones de la
vida. Llevaban cargando un cuerpo envuelto en una mortaja de tela simple, el
muerto debía ser un execrado del pueblo.
Se habían detenido y lo señalaban. Un hombre
se separó de los demás y comenzó a caminar hacia él. Cuando estuvo a su lado,
lo cubrió con su sombra. Zor apenas distinguía las facciones, pero creyó
reconocerlo aunque no podía pensar con claridad.
-¡Zor! ¡Nos dijeron que había muerto!-
dijo el extraño.
Zor quiso hablar, pero tosió. El otro le
dio de beber de una bolsa sujeta a su cinto, y esperó a que tomase varios
tragos.
-Casi lo estoy- dijo Zor, más aliviado
después de escupir agua y sangre.- Allá atrás está Markus, quizá vivo todavía.
Pero antes de seguir con tu funeral, dame más agua o yo también acompañaré a tu
muerto. ¿Quién era, si puedo saber?
El otro lo ayudó a levantar la cabeza,
pero no contestó.
-¿No me oíste?
-Este cortejo es para tu esposa. El Brujo
suspendió los festivales, maldijo a toda tu familia y ordenó matarla. Si
descubren que salvamos su cuerpo de la hoguera, nos quemarán.
Zor lo miró otra vez con atención, y
recordó que ese hombre era el hijo del artesano de lanzas, uno de los pocos
cuyas familias se habían atrevido en contrariar a Reynod. Pero esto ya no
importaba. Los ojos de Zor giraron de un lado a otro de la llanura, mirando al
campo desolado, al cielo roto por líneas celestes entre las nubes grises, al
cortejo y las caras en la distancia, asomadas por entre el polvo como puntos
negros, grumos de tierra levantados del barro. Miró hacia la mortaja y adivinó
las formas del cuerpo. Se sintió perdido. Sus pies pisaban el vacío más que al
caer del árbol, más que en la insensibilidad del cuerpo roto. Sabía que pronto
iba a perder la razón si no se levantaba.
Hizo esfuerzos por erguir la espalda.
Pero después de intentarlo muchas veces se dio por vencido, y no halló otra
alternativa más que gritar.
El grito, más un llanto exhalado que un
grito, más un gemido que el grito de la furia, inundó toda la extensión del
campo de turba. Se esparció por el cielo nublado hacia la fría superficie de la
costa y del mar, mucho más lejos.
Porque el viento era el mensajero, el
viajero errante encargado de los desconsolados lamentos.
*
Una masa roja y de brillo
intenso bajaba por las laderas como una gran lengua en medio del mundo gris,
como un precoz crepúsculo y abrupta noche sin estrellas ni luna. Pero era la
luna la que estaba bajando de la montaña.
La lava color de luna caía
lentamente arrasando con los árboles y la gente. Los gritos provocaban el
pánico de los que observaban desde la playa. Reynod se quedó allí un largo
rato, rechazando los llamados de sus súbditos, que tironeaban de su manto para
obligarlo a huir. En la orilla opuesta, comenzaron a verse los gestos
desesperados de hombres y mujeres huyendo de la montaña que los seguía con la
lentitud de un monstruo con pies de fuego. Los que alcanzaron la orilla se
arrojaron al río, el olor de los cuerpos quemados se levantaba de la superficie
del agua.
La lava siguió bajando con su boca hecha
de llamas, y cuando finalmente llegó a las aguas, un denso vapor rojizo
ensombreció aún más el aire. Una nueva capa de nubes grises se había formado y
descendía en lentas, pesadas masas de vapor. La lava desplazó al río de su
cauce, las olas se levantaron primero espesas, luego más altas, una detrás de
otra, empujándose cada vez más lejos, hasta crear una montaña de agua que no
sólo inundó las playas adyacentes, sino todo el terreno de los desfiladeros
hasta más allá de los surcos rocosos, entre los primeros árboles de los bosques
en ambas costas.
El brujo y su gente habían huido hacia los
promontorios encima de esos mismos surcos que se estaban inundando. Había
tomado la decisión correcta, pensó al ver venir las aguas, al enviar a sus
hijos lejos y refugiar al pueblo en algún sitio lo más alto posible. Sabía que
el volcán no iba a conformarse con destruir sólo sus contornos. Las manos del
dios de la montaña se extenderían hasta acabar con el pueblo que albergaba a
los desobedientes.
El humo llegaba en bocanadas densas. Los
hombres de mayor confianza se protegieron junto a Reynod, que se había erguido
con los brazos en alto invocando la piedad divina, como si con ese solo gesto
pudiese dominar las fuerzas de la naturaleza. Después hizo un círculo con los
brazos y elevó la mirada al cielo. Los demás lo imitaron, aún cuando el agua ya
había subido y empezaba a rodear las base de los troncos. Temblaban mientras
rezaban, mientras sus rodillas se hundían.
-No teman- dijo él.- Conmigo estarán a
salvo.
El río corría junto al
desfiladero. Recién al llegar la noche se había serenado y formado un nuevo
lecho. Finalmente el agua comenzó a retroceder. Muchos se asomaron desde los
promontorios, apoyados en los troncos caídos para observar el nuevo cauce que
se desplazaba lentamente, oscuro, con grandes círculos humeantes y rojos como
hongos rodeando los cadáveres que pasaban flotando.
Los niños se despertaron con hambre y los
hombres fueron a buscar las cabras que habían huido. Regresaron arrastrando de
los cuernos a las que estaban muertas, y las cocieron al fuego. Las mujeres
ordeñaron al resto.
Reynod caminó entre su gente. No parecía
cansado, ni siquiera aceptó alimentarse hasta que los demás lo hicieran
primero. Se asomó de las rocas sobre el nuevo río, y creyó ver en la niebla,
entre los troncos erguidos como tallos verdes sobre la superficie ya mansa del
agua, una pálida penumbra de voluntad propia.
siluetas
indemnes a la destrucción, como si viniesen desde otro lugar nunca alterado.
visitantes asombradas del paisaje del que no creían ser la causa,
ellas, las inocentes hijas de lo
inexplicado, de lo imperecedero, como la sustancia de los huesos o el origen de
los gusanos y la sangre, naciendo del alma de los hombres, causa y fin de los
actos, iguales a sombras adentrándose en los cuerpos para cometer los más
atroces designios con el nombre de los otros
le hablaban en un idioma que no conocía,
que fue entendiendo poco a poco, un dialecto extraño de familiar cadencia, con
primitivos tonos de la infancia, escuchó con atención su relato: le estaban
hablando de los muertos,
-Nos esperan, padre no padre -dijeron.-
Los dioses esperan, nos llaman desde hace mucho
las hijas se equivocaban, sus espíritus
jóvenes veían lo que no eran en las sombras de los dioses, y debía hacerles ver
el error, el castigo a la familia de Zor era el castigo de los dioses sobre el
pueblo, él desataría los nudos en la garganta de los dioses, sería su voz, el
viento y el agua para barrer la sangre atrapada en las bocas de los creadores,
los haría decir sus nombres, que él nunca
supo,
las hijas iban a morir para la expiación
del honor del pueblo, para borrar las dudas que otros creaban en su mente,
vírgenes para los cuerpos de los dioses, el fuego de esos cuerpos transformados
en cenizas creando semillas, polen esparcido por los vientos
Reynod dio la espalda al volcán y ordenó:
-¡Preparan los altares de sacrificio, y
traigan a mis hijas!
Pero él no iba a desprenderse aún de los
tres varones. Si los había mantenido aislados e inalcanzables, tanto que nadie
más que dos guardianes y dos ancianas accedían a ellos, no era para perderlos
tan pronto. Sólo cuando él fuese demasiado viejo y sus enemigos acabados, los
hijos saldrían como estrellas brillantes para gobernar con la fuerza de un gato
montés uno, la astucia de un zorro el otro, y la delicadeza de una hoja el
tercero. Para complementarse y darse consejos, para turnarse en la tarea de
procrear con sus hermanas y continuar la pureza de la inteligencia y la
porosidad de esos ojos capaces de percibir la sustancia de los dioses.
Como él, aunque no fuesen hijos de su
carne, eso no importaba.
Uno de los niños una vez le había
preguntado:
-Padre, ¿cómo sabré si es un dios el que
me habla?
-Lo sabrás porque tus sentidos van a
decidirlo. Cuanto menos pienses, mayor será el campo de tu percepción.
Luego se acostaron, cubiertos por las pieles de osos que sus hombres
habían cazado, y que las mujeres cosían especialmente para los niños. Los dejó
durmiendo con el viento agitando sus cabellos largos, y Reynod levantó la vista
hacia la luna, que parecía estarlo mirando, y hablarle. Cerró los ojos a esa
luz blanca que lo observaba. Tapó sus oídos al viento que barría la superficie
del río, al murmullo del agua, a la lenta y exasperante voz de su memoria, con
ese tono lastimero de una madre preocupada.
Los hombres empezaron a construir el
altar. Usaron los troncos arrastrados por la inundación, también las balsas que
habían encallado y colgaban con murciélagos en los bordes de las rocas. Se
oyeron martilleos y mazazos durante cinco noches y días. Golpes de las hachas
en los troncos, y el zumbido de las voces que rezaban acompañando a los que
trabajaban.
El olor de las especias quemadas por los
ayudantes del brujo delante de los muertos, corrió a lo largo de las playas de
lava, que se iba enfriando lentamente.
Al final del sexto día, los altares
estuvieron listos. Algunos pocos hombres aún se dedicaban a colocar leña
alrededor de los troncos de nudos retorcidos y brotes abortados, erguidos en un
extenso campo de marga.
Reynod comenzó a caminar entre los
troncos. Contemplaba, con orgullo, la belleza de la construcción.
Cuando el volcán ya se había
apagado y la niebla desaparecido, escuchó el cántico de sus cazadores desde los
bosques, más allá de los montones de arenisca. Y entre las ramas de las hayas
lastimadas por el aire caliente y la ceniza de todos aquellos días, aparecieron
los hombres portando sus lanzas en alto, agitándolas en señal de victoria.
Las puntas rotas y con bordes como dientes
se balanceaban llevando el cuerpo de Sila, desgarrado y rojo, clavados los
cuatro miembros en cuatro lanzas. Enjambres de moscas se habían posado sobre el
cadáver. Pero la carne brillaba como el sol en los últimos días del verano.
-¿Dónde está el nieto de Zor?- preguntó.
Los hombres se miraron temerosos al ver la
furia del brujo. Reynod emitió un profundo suspiro de lamento, seguro ya de que
nunca nada sería suficiente para acabar con el recuerdo.
-¡Ustedes también serán entregados a los
Dioses!
La pintura en la cara de Reynod se había
deformado. Ya no era una fría máscara imperturbable, sino la mueca de algo que
retorcía su espíritu.
Las vírgenes fueron atadas a los maderos. Algunas eran de piel
oscura, pero otras tenían un matiz claro que transparentaba las venas del
cuello. Todas eran de cabellera lacia y larga que se movía sobre las túnicas
blancas. Caminaron con las cabezas gachas por el sendero abierto entre las
filas de guardias. De vez en cuando levantaban la vista para mirar a los
hombres. Eran de edades similares a la de Sila al morir, se dijo Reynod, pero
parecían niñas encerradas en cuerpos de mujeres. Sus formas delgadas acentuaban
la pequeñez de los senos y el vello de las pelvis. Sólo una de ellas lloraba,
pero en silencio, porque el brujo les había hablado de la necesidad del rito,
de la privilegiada suerte de ser elegidas para satisfacción de los dioses. Los
Creadores aman con especial devoción a quienes se sacrifican por Ellos, les
había enseñado.
Por eso subieron seguras, a pesar del
miedo, y miraban con tristeza a las que quedaban al pie del altar. Sabían que
el pueblo las observaba como si ellas no fuesen humanas, sino seres venidos con
una mancha de sangre en la espalda.
Habían nacido entre el fuego que mató a
sus madres, y así morirían. El fuego era su estirpe y el volcán había venido a
buscarlas. Reynod las había preparado para la muerte. Así de sabios eran los
dioses. El mundo que conocían ya no existía en ese lugar donde lo únicos
pájaros volaban sobre los cuerpos no enterrados.
El único consuelo era la figura del Gran
Padre allí adelante, con sus brazos en alto mientras rezaba. El cabello largo y
canoso cayendo sobre los hombros, el pecho ancho bajo la túnica ceremonial
tejida con fibras de juncos y cosida con hilos de carnero. Las grandes hojas
estampadas en la tela hundían y extraviaban la mirada en lo profundo de un
bosque oscuro, donde los animales olían a muertos.
Entonces el brujo inició la ceremonia,
entonando una música triste con su cornetilla de madera.
Ellas no habían olvidado la leyenda que él
les relataba cuando eran pequeñas. Venía a visitarlas rodeado de su séquito,
cubierto con pieles en invierno, con el torso desnudo en la primavera, en las
largas temporadas de caza. Cuando terminaba de acomodarse sobre las mantas que
sus ayudantes extendían sobre el pasto, ellas lo rodeaban en silencio, apenas
conteniendo el temor por el siempre impredecible ánimo del brujo.
-Desde hace mucho han admirado este
instrumento...-les decía.-Hay un árbol en la lejana región del Oeste, mucho más
allá del río, donde anidan las aves con el canto más hermoso. Yo he escuchado
las órdenes de los Dioses en sus trinos.
Cuando comenzaba a tocar, el resto de los
sonidos del mundo desaparecía. El bosque se transformaba para ellas en un sitio
de clara belleza. Las bandadas pasaban por por donde él tocaba, los insectos se
posaban en los hombros de las niñas, y la luz que entraba al bosque parecía
formar un aura alrededor de la cabeza de Reynod. Las mujeres que cuidaban a las
niñas se estremecían y caían de rodillas. Las jóvenes miraban, veían las
manchas rojas en la cara de Reynod, y entonces se miraban las manos.
El brujo era otro hombre en esos momentos,
quizá ni siquiera uno en realidad, sino varios hombres encarnados en la figura
de aquel sonido, una figura suspendida en el aire verde, cubierta de gotas de
rocío, del sudor de los animales y la nieve del invierno. Algo indefinido
pendiendo del cielo, arrastrado por los dioses del viento.
Después el brujo abría los ojos, se
levantaba y se iba. La rígida expresión de la autoridad volvía a su cara, la
dureza de la investidura sobre la blandura del rostro.
Reynod creyó escuchar un grito de hombre,
una voz conocida traída por el viento. Pero el tono de pesar era muy lejano, e
inverosímil, como si hubiese atravesado el tiempo o sobrevivido a su propia
decadencia y muerte frente al peso de la distancia, y lo adjudicó a sus
acostumbradas voces.
Volvió a concentrarse en la decisión de
las que iban a morir o a ser preservadas para su descendencia.
¡Ustedes,
en lo alto, por qué no están hoy conmigo! ¿Por qué dejan que mi máscara y mi
rostro sean diferentes, que los ojos sientan pesar y los labios un furor
traducido en sentenciosa fatalidad?
Cómo las elegiré
para la vida o la muerte, con qué ideas o pensamientos de futuro probable o
improbable. Ella sí... la otra no... la más pequeña tiene un largo tiempo de
fertilidad para que mis hijos procreen... la mayor ya no me será útil.
Recuerdo cuando
nació. Tanto tiempo, y tanto hielo y nieve y muertos han pasado, cubriendo la
delgada capa de piedad al ver su cuerpo indefenso entre las manos de la anciana
que se la llevaba, y los brazos de la madre que se adelantaron con el gesto
poderoso del anhelo, sin alcanzar a tocarla. Fue ésa la última vez que cometí
aquel error. Después, vendé los ojos de las madres, tapé sus oídos, y las llevé
a la hoguera.
Elegir.
Caminan juntas
hacia el fuego, pero separadas para siempre una de la otra, hijas irreconciliables
de mi tórrida alma.
Cuando terminó su
elección, había dos grupos: uno junto al altar, esperando. El otro caminaba
hacia los maderos.
Sacó el estilete. El brillo se alzó con el
reflejo sublimado del sol entre las nubes, un centelleo que hizo a todos
cubrirse la cara con los brazos. Entonces se acercó al primero de los hombres e
hizo un corte profundo en el lado derecho del cuello. La sangre se vertió
mientras el hombre gritaba y el corte seguía hacia el otro costado. Se había
formado un surco ancho, prolijo, burbujeante por el aire exhalado a través de
la segunda boca de labios nuevos.
Repitió el mismo proceso con cada uno de
ellos. La ropa ceremonial había quedado marcada por grandes manchas rojas, la
calidez de la sangre lo hizo pensar en los cadáveres que había abierto en los
últimos años. La distribución de los órganos, las fibras y membranas casi
trasparentes
las
manos, los músculos que las mueven, las costillas blandas como madera de los
juncos, el corazón sin sonido, un cuervo muerto en el hueco del tórax, las
culebras de las entrañas, los huesos de las piernas y su fortaleza, su noble
sensación de la distancia, y allí arriba la masa de los sesos, tan extraños,
fútiles en apariencia, tan impenetrables y mudos, que provocan el deseo de
aplastarlos para castigar su silencio.
Arrojó el estilete a un lado, y elevando
otra vez su mano derecha, hizo resonar la cornetilla con un llamado de extrema
vivacidad. La sangre se deslizó por su brazo hasta llegar al hombro y unirse al
resto de las manchas del cuerpo.
Los sonidos se fundieron entre sí a
través de sus ecos, se convirtieron en un canto grave de tonos lacerantes.
Y encendieron las fogatas a su mismo ritmo.
Era una música opaca sobre el fondo ocre
del cielo. Nubes grises y negras se fundieron una sobre otra y comenzaban a
descender sobre el pueblo.
El cielo caía sobre la tierra.
El mundo se transformaba en una estrecha
choza cerrada y sin aire, donde el humo ahogaba a aquellos que lloraban.
Las llamas terminaron de envolver los
cuerpos de las vírgenes. El miedo apareció en sus caras por un instante, pero
desapareció frente a la dura mirada de Reynod. Las llamas lamían sus piernas y
su sexo. El humo de las hogueras se fue haciendo negro, y las columnas se
fundieron en una gran masa que podría haber competido con los restos del
volcán. El fuego crecía con más fuerza. El crepitar de la madera sobrepasaba
los gritos contenidos de las vírgenes.
El cuerpo cruje al morir. Somos madera
del mundo, materia que el espíritu no puede controlar del todo.
El ruido
y el olor.
El aroma de la
carne me ha atraído siempre. Pero el tiempo anula mi olfato así como cierra mis
ojos, que miran sin pestañear, secos como pequeños dátiles sin sabor. Las cejas
arqueadas, el sudor en la frente corriendo como lluvia estival. Un sudor que mi
barba se encargará de secar.
Las ancianas se taparon
las bocas, pero era necesario que su rezo continuase, firme e incesante. Los
hombres que avivaban el fuego habían agotado las ramas y arrojaban otras nuevas
que traían desde los árboles más cercanos. Ramas verdes, que tardaban en
consumirse y exhalaban un olor a hierba fresca mezclada con la carne de las
vírgenes.
están tomando la forma de los árboles
El humo había empezado a secarlas, las
hacía parte de la vegetación del mundo
el crepitar de los
huesos es el sonido de la música que llega de la tierra, un repiqueteo de
mandíbulas, de dientes y colmillos, de costras que se deshacen
el quiebre de los
cabellos, de los dedos crispados, torcidos por atrapar el aire, la ruptura de
uñas como escarabajos sin patas
las fogatas gritaban, el
fuego tenía la voz de mujeres. Un sonido que mezclaba los rezos de la historia,
los relámpagos confundidos en palabras de crueldad y los truenos moldeados con
los elementos del cielo. Voces elevándose y huyendo del polvo, de la carne y el
fuego postrero y liberador que las había concebido
de
las caras que hacen muecas con sonrisas negras
pequeños volcanes ardiendo en busca del
cielo, escaleras de etérea sustancia en espiral, en combate con la la soledad
de las alturas, con las hojas que vuelan en el pecho del viento
si
no pudiese ver esas sombras que se elevan sin piedad de los que se quedan,
soportaría todo mirando la consumación del fuego y el brillo de las llamas
extinguiéndose en la noche hasta la mañana siguiente, pero el aroma de los
muertos entra en la memoria, escarba en los sitios del dolor y rescata pedazos
de la carne del pasado
el olor inextinguible,
el olor perdurable como las almas, el olor de los cadáveres.
LOS VIAJES DE CONOCIMIENTO
Mucho antes de llegar al pueblo del Norte, cuando aún tenía los puños cerrados sobre la lanza con la sangre de su padre, los hombres del brujo habían venido a buscarlos.
-¡Ya no es de ustedes!- gritó un instante después de levantar el cuerpo de Zor y arrojarlo a las llamas. Vio derrumbarse los árboles sobre el viejo, y recién entonces se dio vuelta para gritar. Pero no para deshacerse de los brazos que querían amarrarlo, sino para calmar el dolor marcado en sus manos. El llanto de Tol no se dirigía a los hombres fieles a Reynod, sino a los árboles y los animales que habían sobrevivido, a las voces que llegaban desde la orilla del río petrificado, los gemidos de mujeres vírgenes que morían en la hoguera.
Lo ataron de pies y manos y lo envolvieron en una red de caza colgando de una rama sobre los hombros de seis hombres. Pero más que el peso, eran sus movimientos incesantes los que retardaron el paso entre los sitios devastados por el fuego. Tol vio las llamas que se iban apagando lentamente, mientras el humo le secaba la garganta y el olor de los cadáveres crecía.
Los cazadores lo azotaron, pero los golpes parecían darle más energía a su ira mientras gritaba con los labios apretados contra la red.
El alma de Padre viaja conmigo.
Lo veía a los costados del camino, aparecía y desaparecía entre el follaje, su cara se asomaba entre los cuerpos de los hombres. También estaba en sus manos, el alma de Zor vivía en ellas, lastimadas, duras, rígidamente cerradas todavía como si aún sostuviesen la lanza. El rostro del espíritu era benévolo, y eso era lo que más le dolía. Si hubiese visto por lo menos un sesgo de reproche, el remordimiento habría tenido algún sentido para él. Pero sentir la culpa sin recompensa, - la expiación, por tratarse de su padre, estaba dada de antemano, y nada había ya más grande por obtener- lo hizo callarse por fin. Todo esfuerzo y pensamiento, incluso la pena, era inútil.
Entonces apareció un grupo de hombres desde un costado del camino. No reconoció las caras pintadas de negro, las dos anchas líneas grises que descendían por las mejillas para unirse en la boca, ni vio al principio la otra raya surcando la frente. Tres líneas y tres puntos que los rebeldes habían adoptado como desafío al brujo.
Los rebeldes atacaron a los primeros cazadores de la caravana. La red que sostenía a Tol cayó al suelo. Sintió su espalda lastimada y no pudo moverse, pero alcanzó a contemplar el brillo de las lanzas cayendo alrededor, la sangre que brotaba entre el polvo de ceniza, los puñales y las hachas que cortaban las cabezas de los fieles. Un viejo con una túnica gris salió de entre los árboles y ordenó enterrar las cabezas junto a los cuerpos. Entonces los guerreros obedecieron y levantaron los restos que relucían en sus manos con el tenue reflejo del sol entre de las ramas. El viejo se acercó a Tol con lentitud. La cara era fina y arrugada, unos largos mechones blancos caían en las mejillas llenas de pecas de vejez. Sacó un puñal de abajo de sus ropas y cortó las cuerdas.
Tol se liberó, pero no pudo levantarse aún por el dolor de la espalda. Los labios del viejo sonrieron. Hacía mucho tiempo que no veía la sonrisa de un hombre, se dijo Tol. Ni siquiera recordaba, en realidad, haber visto reír a su padre alguna vez. Pero al oír hablar al anciano, los matices monótonos de la voz hicieron que el resto del mundo desapareciese por un instante y los hechos pasados no fuesen más que los rutinarios cambios que los dioses designan en la vida de los hombres, más fugaces aún que una gota de rocío.
-Rescaté a tu padre una vez hace tanto que ya no recuerdo...-dijo el viejo, mientras lo ayudaba a levantar la cabeza y le daba de beber .- No te preocupes, vamos a sacarte de simulando tu funeral.
-¿Qué debo hacer?- preguntó Tol, y su cara parecía la de un niño.- El peso de mi padre me está venciendo.
-Tu padre jamás se sentaría en tus espaldas.
Tol quiso saber sobre su familia. Obtuvo la certeza de la muerte de Sila y la desaparición de sus hijos. Cuando comenzó a adormecerse por la bebida que el viejo le había dado, lo acostaron sobre una manta de piel y curaron sus heridas. Se dejó llevar, pero soñaba con la cara del que había sacrificado.
Tol no recordaba cómo había llegado al barco en el que los rebeldes lo habían dejado. Aún estaba demasiado aturdido por el recuerdo de la muerte de su padre. Recostado en la cubierta, creía ver el rostro de Zor en el cielo. Al principio no pudo moverse a causa de las heridas, pero él sentía que esa imagen lo aplastaba. Nadie de la tripulación intentó tampoco sacarlo de allí. Lo habían abandonado como a cualquier otro vagabundo, y pasaban casi sin mirarlo.
Al tercer día, se restregó de la cara la languidez del sueño, y tuvo que apoyarse en la barandilla al levantarse. Entonces vio la extensión del agua y el cielo, y sintió que el corazón se agitaba como frente a un vacío. Se dio cuenta de que los hombres lo estaban observando, suspiró profundo y se mantuvo en pie. Pero hacia donde mirase, no había más que una límpida superficie reflejando el sol y las nubes con tonos de azul y verde, como arbustos en una pradera líquida. Muy lejos, donde el azul y el verde se confundían al final del mundo, el mar era un cielo caído. Ése era su vértigo, pensó, la confusa idea de no ser nada dentro de un mundo que lentamente parecía disolverse.
La forma del barco le recordó una hoja de junco doblada en dos, embestida por las olas en los costados. Los remos lo impulsaban como a la liviana cáscara de un fruto. El viento hacía volar la espuma en la cubierta, y la madera estaba penetrada de conchillas. La sal fue pegándose a sus manos y brazos, sentía el sabor de la sal en la barba y la piel hastiada de sol.
Vio otro barco cruzarse con ellos, pero luego la soledad se hizo completa. Con cada día que pasaba se decía que ya no habría más tierra en el mundo. Por todas partes, no lograba ver más que agua. Pero no conocía el idioma de los hombres, y pensaba que preguntar era igual que mostrarse inferior. No sabía por qué los rebeldes habían confiado en ellos, si siempre había escuchado decir que temían más a los extraños que a la tiranía de Reynod. Hasta entonces sólo había escuchado rumores de que muy al norte llegaban hombres de tierras lejanas que por alguna razón no avanzaban al sur, como si tras los Montes Perdidos no hubiese tierras dignas de explorar, o no hubiese más que salvajes con los cuales no valía la pena comerciar. Entonces Tol pensó en las precavidas maniobras de los rebeldes para llevarlo hasta el barco, y tal vez habían dado a alguien más la tarea de cargarlo toda aquella distancia hasta la costa. Los rebeldes eran hombres desorganizados, casi como niños desobedientes todavía, que llevaban en el alma el temor que Reynod les había enseñado por todo lo extraño.
A veces, se detenía a observar a los hombres de pieles claras y cabellos rubios mientras él cumplía los trabajos que le asignaban. Los veía reunidos alrededor de gráficos dibujados sobre gruesos cueros de gran tersura. Colores y figuras pinceladas con cortos pelos de castor y tinta aceitosa, que le hablaban de un mundo grande y desconocido. Se consideró entonces a sí mismo menos que una de las bestias que solía cazar en los bosques. Su vieja lanza perdida había sido un instrumento antiguo y cruel, frente a esa delicada fragilidad de los pinceles.
Los avanzados, él así había decidido llamarlos, estudiaban los esquemas extendidos en grandes tablones en la proa, dibujando signos con el parsimonioso movimiento de sus manos delgadas, dándose indicaciones uno al otro, o señalando algo perdido en la distancia, una isla, un país lejano tal vez. Ellos notaban la mirada inquieta de Tol, sonreían complacientes y lo incitaban a acercarse. Pero él no se atrevió tampoco entonces a hablarles, temía ofenderlos, quizá se cansaran de él y lo arrojaran al mar.
Pero ellos comenzaron a enseñarle palabras de su idioma, lo sacaron del trabajo de los remos y lo entrenaron para tareas sobre cubierta. Y un día pisó los escalones que llevaban a la proa, mientras el sol de la media tarde se recostaba en sus hombros.
Las caras de los tripulantes estaban curtidas, sin rasgos de maltratos o señales de lucha. Tol se sintió viejo, herido y sucio frente a ellos, como un animal rescatado que no mereciera más que piedad.
-¿Adónde vamos?- preguntó.
Ellos se rieron, pero lo rodearon dándole palmadas de aprobación. Desde entonces aprendió a pescar en el mar, pero sobre todo quiso entrenarse en el arte del comercio. Sus intentos en los primeros puertos fueron fracasos. Terminaba peleando con los comerciantes de vientre abultado, gruesos brazos y cabezas cubiertas por gorros de piel de zorro. Gesticulaba ademanes de desacuerdo o consentimiento cuando no comprendía el dialecto, tratando de hacerse entender entre el bullicio de los que iban a la costa en busca de provisiones. Chocaba un puño contra su otra mano abierta si no estaba conforme con el trueque, entonces varios hombres aparecían ante una orden del comerciante que quería engañarlo. Lo rodeaban y lo empujaban hacia el centro del círculo. La gente se reunía alrededor para ver esas peleas que llenaban los largos días del estío. Los niños saltaban y reían, las mujeres gesticulaban, y los hombres se plegaban a la lucha. Los compañeros de Tol corrían a ayudarlo.
Y era ya era casi de noche cuando los ánimos se habían calmado finalmente, y regresaban al barco con las provisiones cargadas en carretas, abriéndose paso entre los que volvían a sus hogares tierra adentro.
El sol se ocultaba detrás del mar con el color de una herida.
*
El día que llegó a la Aldea del Norte por primera vez, contempló con asombro las fachadas de las cabañas, sus techos de madera cincelada, las paredes con ladrillos de barro cocidos en hornos cuyos fuegos no morían ni aún de noche. El humo que brotaba de ellos era blanco, y las llamas calentaban el suelo en el que los niños iban a cobijarse. Las carretas pasaban una tras otra desde antes del amanecer, tiradas por renos de astas cercenadas, entrando y saliendo del pueblo por las calles de arenisca.
Tol recorrió el pueblo perdido entre el bullicio de palabras extrañas de los que lo empujaban al pasar. Algunos se detenían a observar con curiosidad el color de su piel oscurecida por el viaje. Esas personas tan blancas y de ojos claros le resultaron extrañas. Le recordaban al único hombre que había conocido con tales cualidades, el viejo vecino de su padre, llamado Markus, una figura de tambaleante caminar entre los árboles de su tierra. Había esperado encontrar un sitio donde quedarse a vivir. Estaba cansado de navegar sin pisar tierra más de dos días seguidos.
Vagó por las calles hasta sentirse cansado, y decidió regresar al barco. En ese pueblo nada le era reconocible, nadie siquiera le entendía cuando intentaba obtener un poco de comida a cambio de trabajo. Todo lo aprendido le había sido inútil, la gente se apartaba de él, temerosa de su rostro oscuro de barba espesa y cabello largo.
Caminó por la costa mirando el cielo del fin de la tarde. Las olas le traían la memoria de lo perdido. Sólo le quedaba volver al mar en la nave que lo había traído, o arrojarse de los riscos. Vivo o muerto, el mar lo aceptaría, sin duda. Los dioses del agua, los mismos que hacían naufragar los barcos e inundaban los pueblos, iban a decidir por él. Pero cuando volvió al puerto, el barco había zarpado y se alejaba en la niebla. Enfurecido consigo mismo por su indecisión, siguió caminando por la orilla cada vez más apesadumbrado, ofreciendo su oficio de pescador por algo de comida.
Un hombre viejo, que limpiaba entrañas de pescado sobre unas piedras, levantó la vista al sentir el arrastrado paso de Tol.
-¿De dónde viene, extranjero?- le preguntó en el mismo dialecto de los hombres del barco.
Tol se tomó un tiempo para responder. Tenía la garganta seca por el frío.
-Del lugar que ustedes llaman el Sur. Vine en ese barco que ahora me abandona.
El pescador se dedicó a mirar con curiosidad las quemaduras en el pecho de Tol.
-¿Escapa de la guerra, extranjero?
-No, de la furia de los dioses. De la gran montaña de fuego que estalló del otro lado del mar.
Quizá el pescador le tuvo piedad al verlo allí sentado con la mirada perdida en el agua , o fue la única manera que encontró de darle alguna utilidad a su presencia, y le propuso alimentarlo a cambio de que lo ayudase a levantar las redes en las mañanas. Su hijo había muerto poco antes y estaba sin quien lo aliviase de tanto trabajo.
Como Tol no respondía, el viejo se rascó la barba, pensativo. Luego, con gesto malhumorado, se puso a mirarlo de pies a cabeza.
-Le daré un lugar para dormir, también- dijo.
Desde esa tarde, Tol fue su ayudante. Aprendió a tejer redes y a pescar con ellas. Para el final del invierno, el pescador decidió dejarlo solo a cargo de la recolección. Como muestra de confianza le entregó un cuchillo para que iniciara su propio trabajo. Tol probó el filo sobre los pescados. Sus manos se movieron como si esa tarea hubiese sido su labor de toda la vida. El viejo había notado la fuerza de sus brazos y su espalda al verlo trabajar en el mar, pero en los dedos ágiles que brillaban con las escamas, el cuchillo dejaba de ser sólo un arma para convertirse en una extensión de sus manos.
-Ahora es tuyo. Parece que fue hecho para esperarte.
Tol quiso agradecerle, y le habló de lo que había planeado desde que vigilaba las manadas de bisontes al noreste de la aldea. Pasaba su tiempo libre explorando tierra adentro, y así había descubierto la forma de utilizar el cuero de aquellos animales para conservar la carne. Las bestias no migraban al norte, y los habitantes de las zonas altas envidiaban la abundancia de esa carne en la aldea.
-Son salvajes- le había dicho el viejo.- Vienen huyendo de las guerras en otros pueblos, desconfían de todos. Se esconden y se ocultan en la nieve, pero no saben cómo sobrevivir.
Tol se había puesto a pensar cómo hallarles otra utilidad a las manadas además de su carne. Un día comenzó a cortar el cuero y atravesar el cuerpo hasta las entrañas, luego envolvió un fragmento de carne con un trozo sano de la misma piel. Seis días después, aún se mantenía fresca como el primer día. Dejó pasaron noventa noches, y la carne seguía fresca.
Tol se dedicó entonces a construir una nueva lanza. El cielo estrellado le hacía recordar otras épocas y otros lugares. La mañana que estuvo listo, salió de cacería, solo.
Venció a una bestia por vez, tranquilo y sin ansiedad, sabiendo que nunca iba a ser como antes, en los tiempos de su padre, y por eso su corazón no llegó a agitarse con el oficio recuperado. Cazó con indiferencia mientras los animales corrían y la manada se dispersaba cuando él iba tras ellos arrojando su lanza. Dos días más tarde, regresó al pueblo cubierto de sangre y la lanza partida. La punta de piedra estaba rota, pero Tol la había revestido con mechones de las testuces. Lo vieron atravesar las calles arrastrando siete pieles de bisontes, casi enteras y aún con restos de músculos y grasa brillando al sol.
El viejo pescador se abrió paso entre los demás, y lo hizo descansar todo el resto del día. Habló del descubrimiento de Tol mientras éste dormía, y muchos hombres vinieron a ofrecerse para ayudarlos. Toda esa temporada Tol y el viejo prepararon los cueros y la carne que los cazadores traían después de perseguir a las manadas hacia el oeste o el sur.
De los pueblos lejanos a orillas de los ríos congelados del norte, llegaba la gente atraída por el rumor del hallazgo. Hombres y mujeres venían en trineos buscando aquella carne que podía conservarse por todo un invierno
Tol comenzó después a construir una cabaña más grande. Había dejado la tarea en manos de sus hombres y él se complacía en levantarse y construir las paredes con ladrillos de barro y troncos.
-Has aprendido más que yo en toda mi vida-le decía el pescador.- Deberías conseguir mujer, ahora que has dejado de ser un vagabundo.
Pero Tol no le contestó.
Fue una mañana, mientras trabajaba en el techo de la cabaña, cuando vio venir a un anciano cojeando por el camino. Tol puso una mano sobre la frente para defenderse del sol.
Era un viejo de ropas sucias y malolientes. En lugar de calzado, tenía trapos atados, y le faltaba un pie.
-Déme algo de comer-rogaba el viejo con una voz mohosa, áspera y gastada, extendiendo una mano llena de ampollas.
-¡No, fuera de aquí!- dijo Tol.
Cuando el otro ya se estaba yendo, recordó algo, una imagen o una voz perdida desde hacía mucho tiempo. O tal vez fuese lo que llamaban intuición, un mandato del mundo de los sueños. Algo inesperado que llegó a su memoria desde las nubes heladas del cielo cubriendo la aldea, del reflejo de la nieve sobre la madera de su nuevo hogar.
Se dio vuelta y llamó al anciano.
-¡Espere!- gritó.- ¿Cuál es su nombre?
El anciano parecía dudar. Un olor nauseabundo inundaba el aire a su alrededor.
-¡Vamos, si no quiere que lo tire al agua para lavarle esa mugre!- Y bajó del techo con gesto amenazador.
Pero en el mismo instante, el hombre, al mirarlo de frente, abrió los ojos todo lo que sus párpados le permitieron. Un color claro y brillante venía de ellos. Levantó los brazos en señal de espanto, y se puso a gritar. Retrocedió un paso, pero únicamente logró tropezar con los movimientos de sus piernas torpes, y cayó al suelo.
Tol fue a ayudarlo, pero el viejo se negó y volvió a gritar.
-¡Zor! ¡Aquí también me persigue!
-Tranquilo, no es a mi padre a quien ves, sino a su hijo.
Pero el otro seguía lamentándose, arrodillado y con los ojos llenos de lágrimas. La suciedad de la cara se había borrado un poco y mostraba una piel fina y casi tan blanca como la piel de los nativos de esa aldea.
-¿Cómo se llama?- volvió a preguntar Tol.
-Markus- contestó el anciano, - Vine a refugiarme en este pueblo que mis ancestros abandonaron.
Tol no pensó en el antiguo pasado, sino en el inmediato. En sus hijos perdidos. Se acercó al viejo y lo sostuvo de las ruinosas pieles que lo abrigaban. Insistió en que le dijera si sabía algo de ellos.
-Solamente vi a uno de tus hijos, al mayor. Ruego a las divinidades no volver a hallarlo.
-¡¿Dónde estaba, dónde está ahora?!
-Huyó del río después de matar a mi hijo.
Tol se irguió, serio y orgulloso, y miró hacia el camino por donde había visto llegar al viejo, como si por el mismo sendero viese venir a su hijo.
-Algo habrá hecho para merecer la muerte. Yo le enseñé al mío a diferenciar el bien del mal.
-Tu familia no conoce esa diferencia-le dijo Markus, con la frente de pronto arrugada y tensa, ahora el hambre era menos importante que el orgullo.
Tol desconfiaba, pero tenía que ayudarlo a recuperarse. Esa memoria era un tesoro que necesitaba abrir, un alimento para su propia memoria que buscaba el pasado con desesperada ansiedad.
Markus se quedó con él todo el tiempo que duró la construcción del barco en el que Tol trabajaba con otros cincuenta hombres. Había observado ese oficio con admiración al principio, y un día vinieron a buscarlo.
“Hace tiempo que te vemos pararte frente al puerto, le dijeron, nos hablaron de tus cacerías y tu fuerza, te necesitamos. Entonces el accedió y abandonó al viejo pescador. Se despidieron y el anciano ya no quiso volver a verlo, aunque tuviese que encontrarlo todos los días en la zona del puerto. Tol lo olvidó más pronto de lo que habría deseado.
El nuevo oficio que comenzaba a aprender era delicado por la somera exactitud de las líneas de flotación, casi una proeza que las tablas ensambladas al mantener a flote el peso de los barcos. Un arte efímero también por lo incierto de su vida, expuestas las naves a las tempestades, a los monstruos del mar, a la socavación traidora de las ratas escondidas en las bodegas. A veces encontraba insectos que roían la madera, a pesar de haber elegido él mismo el material de los árboles más fuertes. Todos estaban al tanto de que él había venido de los bosques, y eso le daba privilegios.
-Así eran las larvas en las llagas de mi padre-contó a Markus una tarde.- Y se convirtieron en gusanos, después llegaron los cazadores... y tuve que hacerlo.
El anciano permanecía en cama desde su llegada, mirando a Tol desde allí con la cabeza apoyada sobre un montón de paja, y los brazos sobre el pecho. El cabello blanco era como un halo apropiado de vejez.
Tol estaba arrodillado, machacando semillas con una maza cuadrada de mango oscuro sobre el suelo. Las llamas apenas iluminaban el interior de la choza, pero la noche avanzaba afuera.
-Quiero que veas mi pierna- le dijo el viejo, sacando el muñón de abajo de las mantas. - Mi hijo tuvo que cortarla muchas veces para que los diminutos espectros no me invadieran la sangre y el corazón.
Tol miró hacia la cama. Aunque lo intentase, no alcanzaba a distinguir del todo el rostro de Markus, oculto en un rincón del camastro.
-Pero nadie más que la bestia que te atacó fue la culpable.
Entonces el viejo irguió el cuerpo con las últimas fuerzas que aún le quedaban. La luz del fuego giraba en sus cabellos, y comenzó a hablar esta vez sin aceptar interrupción.
-Voy a decirte algo que tendría que haberte contado tu padre. Pero era muy suyo eso de ocultarse, el orgullo lo dominaba, y de ahí su desafío a la ley de Reynod.
Tol seguía preparando la masilla que iba a poner entre las ranuras del techo a la mañana siguiente. El sonido de la maza sobre las semillas resinosas servía de fondo al sonido de la voz. Markus hablaba con furia. Lo oyó relatar con lentitud y entre carraspeos y toses que entorpecieron el a veces incierto hilo de su narración, lo que había pasado en el bosque.
-La memoria no siempre tiene exacto sentido del tiempo. Pero desde ese momento lamento haber subestimado a tu padre-terminó diciendo.
Tol había dejado que una palabra brotase de sus labios, casi sin darse cuenta, mientras su atención abandonaba el trabajo para mirar a Markus. No sabía de qué manera esa palabra llegó a tomar tan enorme tamaño en la esfera de su mirada.
Era un sonido más que una palabra, nacido en la oscuridad apenas dominada por la luz del fuego, ansioso por escaparse de la choza y ascender al cielo nocturno, donde la blancura del hielo aún seguía brillando.
-Traición- dijo, pero nunca supo si en realidad la pronunció en voz alta, ni siquiera si el viejo lo había escuchado.
Pero la palabra era claramente nítida en sus labios, y parecía haber aguardado aquel momento desde el día en que había sido engendrada en la mente de algún lejano ancestro, porque nunca antes le pareció tan certera, tan justa como en ese instante.
La palabra surgió madura, letal.
Tol sabía que iba a llorar. Por más que el viejo fuese el mayor responsable o estuviese del todo libre de culpas, existía algo que Tol jamás podría dejar de lado. La inquebrantable verdad de que ya nada volvería a ser como antes, que era imposible realizar lo no realizado, decir lo que no había sido dicho, matar lo que debió haber muerto mucho tiempo antes. Ese pensamiento irrumpió en su cuerpo como si llegase desde el frío de la estepa, del aullido que los lobos cercanos daban en señal de trágica profecía, de la noche llena de ruidos y olas golpeando los acantilados. De pronto, una marea de descubrimientos hostiles llegaba del mar, desde la tierra del intenso calor que se condensaba en gotas viajando sobre las aguas, hasta formar aquella montaña de furibunda fuerza disfrazada de templanza. Era esto lo que debía mostrar su rostro. Serenidad, reteniendo el llanto que amenazaba delatarlo, mientras la maza seguía trabajando sobre las semillas, en su disimulada práctica y espera para un material más honroso.
Y el viejo continuaba hablando.
-En tus ojos veo el mismo odio que vi en los de tu hijo-decía la voz de Markus.- Y en tu padre cuando se quedó a ver cómo el animal me devoraba.
Tol dejó de machacar.
Con la maza en la mano rígida a un costado del cuerpo, oculta en la sombra de su ropa, caminó hacia el anciano.
Llevaba los ojos bien abiertos para distinguirlo en la penumbra del rincón.
Oyó la respiración entrecortada de Markus, el movimiento de los labios que se abrían y cerraban ociosamente.
Escuchó las pisadas de las ratas bajo el camastro.
El olor del viejo, un aroma a secreciones y heridas no curadas, surgía de las mantas como de un pozo de podredumbre, y le daba más razones a su acto.
-¿Qué pasa?- escuchó que preguntaba el viejo.
Pero no era importante la voz o el tono con que el otro hablase, ni siquiera si venía de esos labios cortajeados o de las paredes que lo rodeaban, casi exigiéndole una explicación de lo que iba a hacer.
Él no respondió. No iba a permitir que el aire obstruyese su camino, ni que el tiempo, aunque durase un parpadeo, lo disuadiera.
Cuando estuvo tan cerca del otro como el largo de su brazo extendido al sujetar el mango de la maza, los ojos del viejo lo miraron, muy claramente abiertos y sin esperanza.
-No te lamentes- le estaba diciendo ahora. Tol quizá tenía en su expresión, sin darse cuenta, un centelleo hondo y muy profundo de lamento o de misericordia.-Si el hijo mató al hijo, por qué no va el padre a matar al padre.
Markus no cerró los ojos al terminar de habla, pero él sí lo hizo. No se atrevía a hundirse más en la mirada del viejo, que había comenzado a atraparlo desde antes de levantar la maza
los círculos de los ojos se hacen profundos. Son dos túneles silenciosos que se unen en un único pozo sin fondo. Estoy cayendo, sin saber si alguna vez habré de detenerme. Pero el mundo se ilumina como el agua de un arroyo en un día brillante. El verde de los árboles me aplasta con el peso del cielo, los rayos queman mi espalda desnuda. Me doy vuelta. Dos pájaros grises pasan veloces, aleteando en mi cara. El olor de sus plumas sucias me aturde. Dos círculos negros descienden del cielo, dos columnas que se detienen en mis ojos. Acostado sobre la tierra, me dejo cegar por el sol
que cayó sobre la cabeza del viejo. Dos veces, tres, cuatro, y luego tantas como fueron suficientes para que los huesos se reblandecieran
y ni un solo pensamiento pudiese sobrevivir,
ni un recuerdo digno de permanecer,
una mente no merecedora de la memoria.
Y una ráfaga fría entró por las aberturas entre las tablas y arrastró el olor de la vejez, como si nunca hubiese estado allí.
*
Una noche antes del día en que los torneos lo llevarían finalmente al último juego, Tol abrió los ojos y miró el cielo todavía oscuro del Norte. Las luces nocturnas, las brillantes oleadas de luces blancas, amarillas y rojas giraban como mareas de sangre.
Se sentó en la escarcha y los líquenes que crecían entre las grietas, pero el hielo ya no le provocaba escalofríos. Su piel se había adaptado al clima. A veces le agradaba despertar y desperezarse hasta que sus músculos entumecidos tomaban fuerza. Luego salía a enfrentarse con el viento filoso que le golpeaba la cara. Algunos pájaros de plumas blancas y manchas negras alrededor de los ojos, aparecían desde los nidos subterráneos para buscar comida en la playa.
De ser un cazador en bosques, había tenido que moldearse a ese vacío del aire y la tierra. Por más que el viento nunca se detenía y daba forma a las cosas y a los hombres, siempre era más lento y débil que el mar; y la tierra retrocedía cada tarde frente al mar que extendía sus lenguas de espuma entre los acantilados. Tol estaba obligado a oír siempre aquel sonido que llegaba desde más allá de las playas de arcilla sobre altos riscos: el estruendo de las olas golpeando sobre los muros graníticos. Desde ese abismo sobre el agua, entre las piedras y los deltas de arena de las playas venían las voces de Sila y Sigur.
Tol ofrecía un festín a sus vecinos esa noche. Se habían sentado junto a unos arbustos combados por el viento. Cada uno de sus amigos bebió en su honor y triunfo el viejo almizcle fermentado durante cinco veranos. Gritaron y bebieron hasta el alba. Después lo abrazaron y se despidieron. Únicamente se quedó el sacerdote del pueblo. Entonces aparecieron las auroras boreales.
La noche que las vio por primera vez, había creído que el cielo iba a derrumbarse, o que los dioses estaban peleando con puños de soles. Pero después el asombro se hizo curiosidad. Aquellos fenómenos se producían antes del amanecer y después de extrañas tormentas sin lluvias. El viento era intenso y se detenía de un instante a otro, dejando una sensación de vacío más sofocante que su fuerza. Ni siquiera los nativos a veces lograban soportarlo, le había dicho el sacerdote. Muchos se arrojaban por los acantilados, enloquecidos de miedo y con la vista fija en el abismo, justo antes de que el sol empezara a asomarse sobre las playas.
El dolor del viento, llamaban los hombres a ese fenómeno de cada otoño. La gente se encerraba en sus cabañas, los hombres les pedían a sus mujeres que los ataran para no huir de ese vacío de viento.
-¿Cómo llenar el hueco del cielo luego de la tormenta, soportar el calor que no es calor, sino añoranza del azote constante sobre la piel quebrada?
El sacerdote recitó esa letanía en la cabaña de Tol. Era bajo de estatura y de hombros anchos, barba espesa y un vello oscuro que cubría el dorso de sus manos. Vestía con la piel de un oso blanco, y llevaba un gorro en forma de corona, con plumas blancas y negras de águilas de las Grandes Montañas del Sur.
Se taparon la cara con las manos y se ubicaron de frente a la estrella más brillante de esa noche. Repitieron la oración para las vísperas de los torneos, cuando el cielo daba sus señales después de las tormentas, las auroras con las almas de los muertos que volvían.
Tol le pidió consejos para la mañana siguiente, tenía miedo de lo que podían presagiar los cielos.
-Cada color es un estado del espíritu- comenzó a explicarle el sacerdote.
Aunque Tol ya lo había oído varias veces antes, le agradaba escucharlo mientras sus ojos se perdían en el cielo siguiendo los cambios de las auroras.
-Para los que murieron con la Gracia el rostro es blanco. Sin han cometido crímenes leves, amarillo, pero si son imperdonables, será rojo, pardo o negro. Aún en las noches estrelladas, la oscuridad vence por la multitud de almas en eterna pena. Los niños no deben salir en esas noches. Sus espíritus inocentes son atrapados por los condenados.
Tol se quedó pensando, con la vista fija en las centelleantes imágenes nocturnas. Una ola blanca y ocre pasó en ese momento cambiando de formas, y se fue quebrando en diferentes masas más pequeñas, alejándose todas hacia la claridad del norte.
-¿De qué color es el alma de mi padre? -dijo Tol-lVeo su cara, parece una mezcla de muchos tonos.
-Entonces aún debe deambular purgando sus culpas más leves, en espera de la sentencia por las mayores- le respondió el otro.
Tol no sabía si debía continuar. Su acto no era confesable ni siquiera al más piadoso de los hombres. La única manera de olvidar
la culpa que no puede nombrarse la culpa del asesino culpa que no puede nombrarse la culpa el nombre del asesino la culpa el asesino sin padre el nombre del hombre viejo la culpa que no podrá nombrarse hasta que
era encontrar a sus hijos.
-¡¿Cómo redimirme...?!- gritó Tol al despertar sobresaltado por los sueños, las manos cerradas en temblorosos puños para golpear su propio cara. El frío de la noche lo rodeaba como paredes de hielo. Pero justo antes del alba apareció la aurora boreal hecha únicamente para él. Porque la cara de su padre se asomaba como un alma inquieta e inquisitiva. El rostro del viejo tomaba formas imprecisas, colores tan claros que se confundían con el blanco de la nieve y la neblina matutina.
Tol salió de la choza para observar en ese cielo recién nacido, las grandes olas de luces que llegaban desde algún lugar del mundo de los dioses. Oyó el sonido de las olas cantando con las voces de sus hijos.
La única forma de rescatarlos
Puso un trozo de carne sobre el fuego, pensando otra vez en cómo librarse de ese lugar tan grande, de la llanura de nieve y tundra en la que no existían sombras donde esconderse.
es lograr los medios para ir en su busca. Debo convertirme en alguien importante en la aldea
Masticó con lentitud, la atención puesta en los recuerdos, la vista fija en el movimiento de las llamas. Las caras de sus hijos se le aparecieron entonces en medio de ellas, y habría deseado correr hasta la playa para escuchar la llamada de Sila en las olas, ver de nuevo su dulce rostro sobre las piedras.
sobre todo demostrar mi destreza. Si soy un cazador, uno de los mejores de mi viejo pueblo, entonces estoy preparado para ser un guerrero.
El sacerdote se había despertado y comenzaba a alejarse caminando hacia la aldea. La luz nocturna era intensa, aunque el tiempo y la costumbre habían hecho de la luz su compañera nocturna más amable, porque le permitía imaginar los tenues pasos sobre las rocas de los acantilados. Los sonidos del otro lado del mar, las auroras que continuaban perturbando al cielo y lo adornaban con proféticos símbolos de proezas y tragedias.
Pero lo que se anunciaba en el cielo, se convertía en pesadillas en su mente.
Amaneció con el cuerpo sudado, y con temor a no estar preparado para la primera prueba. Se había entrenado durante casi todos los veranos desde su llegada. Había aprendido el uso del arco y la flecha hasta adquirir una destreza que a todos asombró. Porque además de la fuerza de su cuerpo ganada por el trabajo en el puerto y el astillero, tenía el alimentos de su voluntad. Un alimento al parecer inagotable hasta que no se cumpliera su objetivo. Pero ya no se trataba solamente de luchas y demostraciones de habilidad, sino en hacerles ver a todos que él era el líder que llevaría la conquista a las tierras del Droinne. Pero los hombres del norte eran pacíficos, y había conocido enemigos desde su llegada.
Si mi pueblo tuviese esta inteligencia y sus ideas. Si tuviésemos su paz. Me habían contado alguna vez, hace mucho tiempo, que los vieron descender de los barcos en las playas al oeste del Droinne, con sus ropas extrañas y cascos con cuernos, armados con arcos y flechas que nunca dispararon contra nosotros. Tan cerca estuvieron, y tan alejados.
Muchos años le llevó aprender las leyes y costumbres de la Asamblea de Elegidos, el Consejo de Ancianos, la Sociedad Mercante. Todo el comercio y el trueque del pueblo giraban alrededor del puerto, al que llegaban los barcos desde lugares que él ni siquiera había soñado. Del otro lado estaba la ciudad, siempre cubiertas de escarcha las construcciones de madera y barro, levantándose del hielo y la estepa, refugios para el temple débil de los hombres altos y delgados. El cabello lacio, claro y largo alcanzaba sus hombros, les daba la figura de un pájaro encorvado y sin fuerza.
Pero ellos construían barcos para disminuir las distancias que los separaba del resto del mundo. Algo les había hecho preguntarse varias generaciones antes, qué había más allá del agua y de la nieve, y la respuesta había llegado de los árboles de los bosques cercanos al mar. Entonces se reunieron y hacharon desde antes del alba hasta después del crepúsculo. Las mujeres traían carne y agua, apareciéndose como espíritus de paso lento entre la niebla de las mañanas. Algunos hombres cargaban troncos hasta las playas para los muelles, y más tarde para construir los barcos. Y muchos más, la mayoría del pueblo, hombres jóvenes y viejos, niños que jugaban alrededor de los padres llevando ramas y herramientas, todos caminaban con sus cargas tierra adentro, para levantar la aldea. El traqueteo de los troncos arrastrados por los renos, el entrechocar de las astas confundido con el arrastre de la madera sobre el suelo, el vocerío de los niños saltando. La niebla del invierno, la humedad que los hacía transpirar después del mediodía, los movimientos de las mujeres bañando a sus hijos en el río. Eso los impulsaba. La idea de que la tierra, los árboles, las playas, el tenue sol y hasta la sombra del invierno, les pertenecía.
Tol se metió en la tinaja con agua cálida, y apoyó los brazos en el borde, pensando en la competencia. Tenía miedo.
Demasiados habían sido los beneficios que los dioses, antes siempre tan reticentes a él y su familia, le habían otorgado a una edad en la que no había esperado iban a llegarle. Todo lo que había pensado en esos años, cada detalle acorde a un fin común, lo convertía en un estratega que dibujaba esquemas intrincados sobre las rugosas telas de su memoria.
Mayor que todos los demás en los torneos, contaba con la experiencia y la capacidad obtenida en el rigor de las peleas con los animales, la altura y la distinción de su madurez. El viejo lo llamaban despectivamente sus contrincantes, pero él los había vencido y llegado a las últimas pruebas.
Aunque no había salido el sol, el reflejo del alba surgía detrás de las montañas del sur e iluminaba débilmente sus manos. Se las frotó una y otra vez con hastío. No lograba quitarse la sensación de que siempre estaban sucias.
-¡Más agua!- gritó, mirando la cara asustada de su aprendiz, un muchacho no mayor a la edad de sus hijos. El chico comenzó a volcar el contenido los recipientes que traía desde el fuego en el interior de la cabaña. Luego salía y llenaba los cubos en la gran fuente donde se acumulaba el agua de las lluvias.
-Más agua-volvió a decir, mientras el muchacho le volcaba el último cubo con la preparación que los curanderos le había entregado para protegerse del solsticio del mediodía. Después el chico trajo los paños que las mujeres de los jueces tejían para los participantes, y se dejó secar, mientras miraba el campo al oeste de la cabaña.
Una extensa caravana de espectadores se dirigía al anfiteatro.
-Mucha gente- dijo.
-Para su mayor gloria- contestó el niño.
Tol terminó de vestirse, ajustándose al cuerpo una casaca roja que lo protegería del frío. Se cubrió la cabeza con el gorro reglamentario. A lo largo del tiempo había tenido muchos gorros diferentes. Primero fue uno de cuero, simple y estrecho, después otros más vistosos. Finalmente, un día, los ancianos de la aldea le dieron éste que ahora llevaba, semejante en color al pelo entrecano y largo de su barba. Un sombrero de piel de los renos de las altas montañas, con dos cortas astas rudimentarias, que le daban el aspecto de un dios mitad animal y mitad humano.
Hubo veces en que se imaginó a sí mismo como una antigua divinidad de las estepas, blandiendo su maza sobre las llamas del sol.
El retumbar de los tambores había comenzado a invocar a los dioses. Los representantes de la Asamblea vinieron a buscarlo, pero él ya había salido caminando con lentitud hacia el anfiteatro. Rodeado del cortejo, miró el cielo despejado. El reflejo del hielo lo irritaba, y se secó los ojos varias veces. El niño había fijado su mirada en él, y parecía asustado.
-No tengas miedo- lo tranquilizó Tol, y apoyó su mano sobre la cabeza del chico.
Las ratas almizcleras se apartaron del camino y se hundieron en sus madrigueras. La escarcha se quebraba bajo los pasos del cortejo. Las colinas seguían ocultando el nacimiento completo del sol.
Cuando llegaron al campo de pruebas, oyó las fanfarrias en las trompetas de madera. Las mujeres aclamaban a los participantes a medida que entraban, arrojando flores y salpicándolos con perfumes de exquisitas especias. Los jueces estaban ya sentados a ambos lados del campo, y dieron su consentimiento con una señal de las cabezas erguidas. Eran viejos sabios, él lo sabía, pero su conocimiento giraba alrededor del comercio.
Yo busco algo más... y aquí empiezo.
Los competidores se ubicaron en los lugares marcados con el ritmo de los tambores, y se desplazaron con tanta exactitud, que los presentes no vieron más que un solo movimiento. Ya tenían los arcos preparados, y las flechas a sus espaldas.
Los ayudantes se sentaron juntos, como si la inquietud por la muerte de sus señores los uniera más que la rivalidad que creían sentir.
El aire no estaba frío, el sudor humedecía la ropa de Tol.
Escucharon un grito, el primer movimiento ordenado. El juez más joven se calentó las manos con su aliento, la túnica color de alga se replegaba y movía bajo sus brazos levantados. Hizo eco al gritar:
-¡Alkyser!
dios del norte, protege las almas de mis niños, dame fuerza,.el escudo sobre la piel, el espíritu de la no piedad.
Alguien dio un paso.
Las cabezas giraron. Buscaron la figura que se había escapado de las líneas. La sombra de cada uno temblaba como lombrices sobre el barro. Las sombras los traicionaban.
Se habían dispuesto a una distancia de cinco cuerpos, alineados con tanta prolijidad, que ninguno podía disparar al otro sin que un tercero se interpusiese. En eso, además, las leyes del juego eran precisas, y la eliminación por romperlas, irrevocable.
No sabían con precisión cuántos estaban allí, tal vez cincuenta, quizá más. El campo era muy extenso. Iban a eliminarse mutuamente con cautela, y podría llevarles toda la jornada. Las flechas no debían matar. El reglamento ordenaba sólo heridas en los brazos o las piernas. No mortales. El que erraba sería eliminado tanto como su víctima.
Las botas de algunos resbalaron sobre la nieve enlodada, y el temor a moverse por accidente era mayor que cualquier otro miedo. Uno dependía de la destreza del otro.
inteligencia
paciencia
La voz desde lo alto de la tribuna volvió a escucharse por sobre el silbido del viento.
-¡Thornmeld!
Desde las gradas se repitió la salmodia habitual. Pero un grito la interrumpió. El primer hombre cayó herido. Nadie había visto la flecha, dulce y silenciosa como una mariposa.
en mis manos estarán seguros, abandonen el juego, dejen su lugar para mí
Eso les habría dicho, y se los estaba diciendo en un murmullo que los jueces no aprobarían sin duda. No supo si alguien vio el movimiento de sus labios, pero ya no importaba. Sus labios y sus ojos, los brazos, las manos, eran un solo pensamiento.
una herida pequeña, solamente un flechazo certero y sin dolor
Los hombres comenzaron a caer uno tras otro.
Desplazamientos, zumbidos de flechas invisibles. Primero el sonido, luego la imagen. O primero el grito, o quizá la caída, el estrépito, el chapoteo de las palmas sobre el barro blanco.
Levantó un brazo con el arco, trabando el codo con firmeza.
quién o qué cosa podrá destruir mi brazo
Las aves que cruzaban el cielo en ese momento parecían cantarle a la fuerza inquebrantable de ese brazo.
Levantó el otro, puso la flecha sobre la cuerda y empezó a tensarla, doblando el codo derecho tan rígido en su flexión como el izquierdo en su extensión.
Las dos partes de su mente, complementadas y armoniosas.
El sol sobre su cuerpo, la luz brillante y fresca.
El futuro que se concretaba y estaba ahí, en ese exacto instante, confluyendo desde el porvenir hacia el presente como un regalo o un anuncio de dicha segura.
El rugido de la multitud.
La cara asombrada de los jueces, sus rostros satisfechos con la evolución del juego.
La luz ya más clara reflejando la ansiedad hecha nudos de hielo, gestos congelados en el aire.
Tol tensó aún más la cuerda, y disparó.
Iba a hacer luego muchos otros tiros certeros, resultado de largas prácticas diarias hasta la caída del sol durante varios veranos. Pero en el primer disparo sintió iniciarse la competencia con esa imprecisa y bella sensación de vitalidad. Lo mismo, exactamente, que había sentido en las cacerías con su padre, cuando Zor le había enseñado a usar la lanza.
Y de esa forma Tol se supo perdonado. Su padre y él eran uno solo otra vez, como cuando lo llevaba herido y lo había sentido otra vez parte de su mismo cuerpo. No unidos, sino entrelazados, desarmados y vueltos a concebir juntos.
padrehijo
hijo único de mi padre
Cuando las víctimas caían, los ayudantes las sacaban del campo dejando un rastro de sangre que la nieve absorbía. Pocos quedaban, y la espera entre cada movimiento se hizo mayor y más difícil de soportar. Si llegaba la noche antes de que hubiese sólo dos finalistas, los jueces suspenderían el torneo para reiniciarlo al día siguiente con nuevos competidores.
Era preciso terminar pronto, pero cómo lograrlo sin destruir las reglas, sin eliminarse a sí mismos intentándolo.
El sol se hundía detrás de las tribunas, sólo quedaba una parte de su esfera al final de la tarde. El cuerpo de Tol aún aguantaría un poco más, pero no el sol. Los cortos días del norte, que fundían la espera y el tiempo de los pescadores, eran hoy una maldición que él no podría contrarrestar.
Los jueces se levantaron con cansancio y preocupación en los rostros.
no deben hacerlo. Soles, ustedes que se han sucedido uno al otro, respetuosos del luminoso mundo otorgado por los dioses, solamente por hoy les pido que olviden el orden exacto de su paso. Rompan los senderos que los llevan a las plataformas del cielo, y únanse para atrasar la llegada de la noche. Si yo, con mi carne débil, soy capaz de sostener el peso de un día en mis hombros, ustedes, la semilla del tiempo, denme el perdón de un poco más de tiempo. ¿O deberé ofrecerles algo a cambio, una parte de mi cuerpo, un fragmento de mi alma, la vida de mis hijos?
Quedaban tres.
Miró a los otros dos. Uno a su derecha, apenas a cinco cuerpos, el otro quizá a más de veinte pasos, a su espalda.
La voz de los jueces habló.
-¡Magnusfer!
Las tribunas murmuraron un rezo de bienvenida a la oscuridad del poniente.
Tol imaginó la cara del dios de la noche, y elevó el arco sin mover ningún otro músculo más que los de sus brazos. Dirigió la mirada de un hombre a otro, como si sus ojos se hubiesen escapado del cráneo para sentarse sobre la punta de la flecha.
Un zumbido le rozó un oído. Ni siquiera lo había tocado en realidad, pero sabía que el que había disparado debió moverse en algún instante, porque ahora lo veía caer con una flecha en una pierna.
La multitud gritó y los jueces saludaron a los competidores.
Los músicos comenzaron a tocar. El viento del mar se había levantado y esparcía la música a lo largo de las playas y la aldea. El crepúsculo festivo vencía las antorchas que rodeaban a los finalistas con una neblina cálida. Las antorchas guiaron a la gente hacia el pueblo, donde las fogatas echaban humo con olores a carne y especias. Los agasajos estaban preparados para los ganadores de la primera jornada.
Tol y el otro se saludaron con respeto. Bebieron de grandes vasos terracotas un fermento de uvas traídas desde las islas del mar oriental. Los músicos siguieron tocando hasta mucho después de acabar la ceremonia, y la gente del pueblo comenzó a bailar cuando los jueces se fueron.
Tol estaba cansado. Después de recibir la bendición de los jueces, regresó a la cabaña con su ayudante. Detrás de ellos quedaba el bullicio de los que seguían festejando, la música y los gritos que se iban apagando.
Se desnudó y se dejó caer en su camastro. Por los vagos pensamientos del primer sueño, pasó la idea de la breve, intensa, la bella hembra de ojos jamás igualados. Esa entidad etérea de perfumes embriagadores que a muchos les agradaba llamar felicidad.
*
Se levantó antes del amanecer. Hasta esa costumbre le resultaba sorprendente esta vez. El solo hecho de abrir los ojos y haber arribado al último día de la competencia, era de por sí un regalo divino que no estaba seguro si alguna vez podría compensar. Si él estaba haciendo eso por venganza, hasta cuándo, se preguntó, los dioses iban a fingir no saber la verdad. Si habían destruido la montaña para castigar a su padre, ¿por qué lo beneficiaban a él?
Cuando los dioses cierran los ojos, los mortales viven. Zor solía decirlo, pero Tol recién había conocido su significado mucho más tarde. A pesar de no creer más en los dioses, su padre había dejado que él se criara con la fe común del pueblo.
Tol repitió esa frase en un murmullo, y le pareció escuchar la soledad absoluta en la voz de su padre en la tierra de los sin dioses.
Una nube blanca de vapor cálido se formó frente a sus labios secos.
-¿Cómo?- preguntó el niño, que lo miraba parado junto al camastro.
-Nada. Vamos a prepararnos.
Otra vez, el agua se calentó en el fuego, y los cubos fueron cargados y vertidos sobre su cuerpo, hasta que sus músculos estuvieron relajados, lúcidos como la mente que los regía.
Estuvo un rato mirando por la ventana, mientras el niño lo ayudaba a vestirse. Había amanecido, aunque la luz nunca hubiese desaparecido por completo. Siempre quedaba por las noches un manto blancuzco, un gran lago claro asomado desde las llanuras de roca calcárea.
Salieron al aire fresco de la mañana y caminaron hacia el edificio del torneo acompañados por la escolta que le habían designado la noche anterior. Ya desde lejos se veían las banderas batidas por el viento sobre las paredes exteriores. Las aves que formaban nidos en el techo, levantaron vuelo ante los hombres y mujeres que llegaban vestidos con sus mejores ropas.
La construcción era mucho mayor que su cabaña. Los muros de ladrillos tenían la altura de quizá cinco hombres, había pilares de troncos lisos o fenestrados sujetando el techo. De los bordes exteriores caían hojas de ramas secas, y la escarcha había formado una cortina de hielo.
Pero al verse tan cerca de la entrada, Tol sintió el repentino temor de quien es descubierto en una mentira.
Hasta cuándo los engañaré sobre mi fuerza, de la que yo mismo no me convenzo. Hoy me descubrirán, mi verdadero cuerpo se revelará ante todos. Mi esqueleto débil, mi alma penosa.
Le abrieron paso entre la música de las flautas y las palmadas de sus vecinos, que llegaron a él como ecos lejanos. Estaban allí, tocándolo, pero él los veía desde un distante sitio de su mente. Atravesó la entrada y le llegó el vaho caluroso de la gran hoguera en el centro, bajo la plataforma de pelea levantada como un altar. Los jueces se habían sentado en las tribunas, rodeado por pilares que se perdían en la altura más allá de las antorchas. La gente se acomodó en todo el espacio libre alrededor de la base, pero a los niños no se les había permitido entrar. Las mujeres se enlazaban las manos con ansiedad, mirando a lo alto, mientras algunos hombres se habían sentado sobre las vigas cerca del techo y sostenían antorchas para dar más claridad a la plataforma.
Abajo está el fuego, la seguridad y el conocimiento, la protección de los hombres.
Arriba, el frío y las sombras, el llanto, el miedo de los niños.
Y el único contacto entre los mundos es la tibieza del fuego en las plantas de mis pies. Un consolador alivio de cobardes.
Subió la escalera y dos mujeres se acercaron a quitarle la ropa. Le entregaron una vasija con aceite oliendo a almizcle y leche fermentada, que preparaban las viudas del pueblo para los festivales y ponían al fuego durante los cuatro días previos. Se dejó untar el bálsamo sobre el cuerpo por las manos cálidas de las mujeres.
Cerró los ojos. Se sentía liviano y pesado al mismo tiempo, como si habitara una nube de árboles suspendidos del cielo. Levantó los brazos y entrelazó las manos.
-¡Estoy listo!- gritó hacia los jueces. Sólo su mano derecha temblaba un poco, y recordó que esa mano había matado a Markus y a su padre.
La sombra del contrincante era tan alta y fuerte como la suya. Lo vio acercarse sobre la sombra imprecisa de los que miraban desde abajo, y arremetieron uno contra el otro. Tol lo agarró de la cabeza mientras el otro le golpeaba los costados. Comenzó a sacudirlo, pero el otro se liberó y lo sujetaba de los brazos para hacerlo caer al fuego.
Y Tol daba vueltas en sus pensamientos.
Las embarcaciones de comercio y exploración, las pacíficas naves llenas de mercancías, de seres delgados e inteligentes que dibujan gráficos inútiles, se convertirán en grandes barcos guerreros. Dispuestos a la conquista de nuevos territorios para la extensión del dominio. Pero sobre todo, para la venganza y la redención. Los únicos sentimientos que podrán movilizar barcos aún no creados a través de aguas tormentosas, hacia bosques incendiados, animales muertos y volcanes en extinción. Hasta esa figura solitaria e inconfundible, que con su cornetilla llama a la muerte y la hace actuar con el ritmo y la forma por ella dispuesta. Puedo verlo más allá del mar, su figura, sus brazos dirigiendo las llamas en que las vírgenes arden. Asesinatos, no expiación. Ceremonia de crímenes humanos, no divinos. Y mientras tanto, los dioses permanecen mudos.
Tol logró soltarse justo cuando uno de sus pies se balanceaba encima del fuego, y golpeó al otro haciéndole caer y resbalar en la resina hasta el otro extremo del tablado.
El otro volvió a correr hacia él y lo golpeó otra vez en el costado. Tol se estremeció por un instante pero alcanzó a aferrarlo de un brazo. El vello del antebrazo se había secado y ya no pudo retenerlo. Sintió el ruido de los huesos al romperse, y el otro se quedó inmóvil durante un rato, sin dejar de mirar a Tol. Los labios le sangraban. El sudor le había borrado la pintura y varios hilos de colores caían por su barbilla.
cómo vencer si no puedo sujetarlo por mucho tiempo. Sus ojos se han cruzado en mi camino, y aunque evite verlos, la mirada se queda en la memoria. La mirada del que tiene miedo. Como la primera vez que cacé, el mismo escalofrío, el ardor en la piel
Estaba en el bosque otra vez. La gente murmuraba desde las sombras como los pájaros que siempre miraban desde los árboles. La luz de la hoguera huía por los bordes de la plataforma igual que el sol del anochecer entre los troncos, y Tol pudo guiarse para calcular los pasos.
Empezó a retroceder, como si tomase impulso.
Vio en los ojos del otro la mirada de sospecha.
Un murmullo surgió del silencio, y lo convenció de la eficacia del plan. El rumor venía del rozar de las manos de las mujeres, de los pies de los hombres que se agitaban. Los sentía expectantes de cada movimiento, percibía la espera por la muerte de los que allí peleaban.
Ya había llegado al borde y estaba palpando la última tabla con los talones. Resbaló pero cerró los dedos, afirmándolos en las astillas. El otro debió comprender que Tol iba a abalanzarse sobre él, y con la mano herida pegada al pecho comenzó a retroceder.
Los cazadores saben que el miedo de la víctima es el mayor aliado.
El temor crea la grieta en la inteligencia.
Las lecciones de mi padre se repiten sin que pueda obligarlas a callar. Veo el miedo en los pliegues de la cara, en las manos que tiemblan, en los músculos de las piernas.
Atrás, amigo mío, no hay más camino que atrás.
No sé que hay en mis ojos, ya no me conozco. No sé qué hay en mi cara. Temo ver mi rostro en las lenguas del fuego. Pero no lo borraré si así gano mi batalla de hoy, por más que los monstruos estén ahí.
El otro siguió retrocediendo, dudando, pero la superficie resbaladiza lo traicionó y ya no tuvo a qué sujetarse. Los brazos se movieron en el aire y los cabellos largos se agitaron en la luz. Parecía bailar, se dijo Tol. Por un instante se sostuvo del borde. Los dedos del hombre parecían raíces delgadas que se rompían con facilidad. Luego cayó a la hoguera, pero no gritó.
Tol se quedó mirando el lugar en el que el otro había estado un instante antes, mientras la gente comenzaba a aclamarlo. Los músicos estaban tocando con estridentes y trinos de las flautas entre los gritos de la multitud que coreaba su nombre. Muchos corrieron hacia las escaleras llevando antorchas. Le arrojaban flores que se acumularon a su alrededor. Algunas antorchas se apagaron con el aliento del vocerío, y volvieron a encenderlas en la hoguera, en las llamas un poco más fuerte ahora por la carne nueva que ya nadie recordaba.
El niño se abrazó a una pierna de Tol y se había puesto a llorar. Él iba a levantarlo para que mirase a la muchedumbre, pero la confusión y el entrechocar de la gente se convirtieron en descontrol. Los guardias debieron subir para protegerlo. Dejaron pasar solamente a las mujeres que llevaban flores y collares de piedras. Se dejó uncir con especias y cubrir de flores.
Los jueces bajaron de las tribunas e intentaban abrirse paso entre la gente. Cuando subieron a la plataforma, le mojaron la cabeza con agua salada, el agua donde los dioses del norte habían nacido. Entonces todo el pueblo levantó las antorchas y vociferó un único y estridente grito de triunfo. Y Tol se abandonó al llanto largamente retenido, pero escondió la cara para que el reflejo de las llamas no lo delatara.
Sigur corrió entre los troncos quemados, bajo la luz del cielo oculto por las columnas de humo negro. Las aves sobrevolaban la llanura también quemada, picoteando los cadáveres.
Los cazadores se habían llevado a su madre hacia los bosques del este, así que él iba a escapar todo lo que pudiese en sentido contrario, o quizá a la costa norte. Ella le había contado que no muy lejos se hallaba el mar. Y ella, a pesar de no haberlo visto nunca, aseguraba que era hermoso.
Entonces Sigur caminó por cada sendero que parecía una salida, por las grietas entre barrancos, aberturas estrechas entre piedras altas o árboles. Caminó durante muchos días, se cruzó con gente de su pueblo. Pero no quiso hablarles para que no lo creyeran perdido y lo detuviesen. Salvo en las noches, no descansó.
Antes de que anocheciera cazaba una tortuga y le aplastaba la cabeza con una piedra. Le arrancaba el caparazón y la comía después de asarla en la fogata. Pero al correr los días el tiempo se hizo más frío y desolado, y tuvo que hurgar en las madrigueras sin encontrar nada. Luego pasaba casi toda la noche junto al fuego, temblando de hambre y frío, hasta que lograba finalmente dormirse. Pero el frío volvía a veces a despertarlo y veía entonces que el fuego se había apagado. La escarcha se formaba sobre su cara, alrededor de él en la tierra, y ya sólo le quedaba mirar hacia el norte en busca de la salida del sol.
Y una tarde escuchó un sonido extraño, regular y parejo. Era un repiqueteo, un percutir de muchos tambores a diferentes ritmos. La música se trasladaba por la tierra y subía por las piernas de Sigur. Bajó la mirada y vio que temblaban, como esas aves enfermas que había visto volando en su último viaje de reconocimiento para caer con el pico clavado en el suelo y las piernas levantadas. Pero eran los cuervos los que volaban casi encima de él. Miró hacia arriba, y la vista se le nubló. Ya no parecían cuervos, sino pájaros flacos y desplumados con grandes garras.
Se ocultó en un matorral aislado en medio de la llanura que comenzaba a ser cada vez más desolada hacia la costa del norte. Las aves se alejaron por un rato, pero pronto volvieron a volar sobre él. Entonces el sonido de los tambores se hizo más fuerte, y vio venir a un grupo de hombres. Pudo sentir incluso los pies descalzos que llegaban para rescatarlo.
Pero Sigur ya casi no era capaz de levantarse. Algo lo había aferrado, una especie de mano dejando algo en el hueco de su vientre, un nido que criara retorcidos espasmos y gritos. Y al salir del matorral, exhausto ya y en medio del campo, se dejó caer de rodillas y agitó los brazos en alto.
Los hombres continuaron avanzando al mismo ritmo, como si no lo hubiesen visto, o supiesen desde mucho antes de quién se trataba.
¿Pero quién me conoce en esta región tan lejos de mi gente? Los únicos que me buscan son
pensar en ellos y verlos, ahora sí clara y nítidamente caminando hacia él con las lanzas en mano, fue un solo instante. Los mismos que habían matado a su madre lo habían estado siguiendo con las caras pintadas y los taparrabos de piel de cabra, las lanzas adornadas con plumas, agitándose por encima de sus cabezas rapadas, con una franja negra y ancha que nacía de la frente. La marca de la cacería, se dijo él, murmurando con los labios secos y cortados, mientras los veía avanzar.
Pero Sigur ya no tuvo fuerzas para retroceder.
La figura de su madre estaba también frente a él, pero ella en nada podía ayudarlo. Los pasos de los cazadores se convirtieron en ecos que resonaron bajo el cielo gris, y retumbaron en sus oídos. Sigur sintió que su cabeza iba a romperse, que caía hacia un pozo formado en el suelo justo frente a sus pies, y que antes no había estado ahí.
Y desde la capa de humo que el volcán había creado, que aún seguía dispersándose mientras se disolvía lentamente, aparecieron pájaros negros como esqueletos emplumados. Las alas desplegadas eran casi tan anchas como la altura de los árboles, los picos anchos y corvos parecían estar formados con la dureza de las rocas, los ojos rasgados tenían pupilas ovales.
Sigur sintió las garras que lo levantaban de los brazos, y vio sus pies elevarse del suelo, y luego a los hombres empequeñeciéndose, mientras la llanura iba extendiendo sus fronteras. Los cazadores se convirtieron en un grupo inofensivo de hormigas enojadas, amenazando con lanzas tan pequeñas como astillas. La llanura se había transformado en un manto casi parejo de color verde templado de marrón. En la cúspide del volcán sólo quedaban las puntas ásperas y todavía rojas de las piedras ardientes, y la columna de humo seguía formando capas como hongos en el cielo.
Después descubrió, más allá de las últimas montañas, la gran llanura azul. Una superficie que se movía con suaves ondas, un enorme río sin límites.
¿Esto es la palabra que mi madre pronunció como un comentario más, un cuento que utilizó para distraerme?
Mar.
Pero yo creo es el fin del mundo.
El volcán y los dioses inmersos en el fuego, podrían ser devastados por estas aguas.
Ya no había nubes renovándose desde la boca de la montaña, ni ceniza ni sombras. Los ojos de Sigur se habituaron lentamente al brillo del sol que pasaba entre las plumas de las aves que lo llevaban. El viento frío irritaba las heridas de sus brazos, sentía que las garras del ave le llegaban hasta el hueso. Pero Sigur contuvo el llanto porque lo que veía estaba más allá de todo lo que él hubiese podido imaginar alguna vez. Quizá estaba muerto, se dijo, y sin embargo se sentía más vivo que antes. Aspiró profundo y cerró los ojos. Sintió el olor que llegaba del mar, claro y fuerte como una mañana de verano. Ya ni siquiera el frío lo molestaba, porque no era frío sino aire que le devolvía vida a sus sentidos.
Los pájaros dejaron de aletear y planearon, acercándose al agua. Sigur había visto lo que de lejos parecía un tronco flotando a la deriva, pero luego vio las velas colgando de los mástiles, abombadas por el viento, y las olas golpeando el casco cubierto de musgo.
Los hombres en la cubierta alzaron los brazos y señalaron hacia Sigur. Se veían agitados, hablándose entre ellos con entusiasmo. Algunos se habían arrodillado, como si él fuese un prodigio, algo más que un niño herido y rescatado por unos pájaros que después de todo tal vez eran sólo eso: aves, quizá buitres por su apariencia, pero con un curioso instinto de piedad.
Sigur vio las caras oscuras de los marinos. Los brazos abiertos y la mirada fija en el cielo, aguardándolo. Tan cerca estaba ahora del barco, que sintió el ruido de las velas agitadas.
Entonces el ave lo soltó y lo dejó caer sobre un montón de cuerdas enrolladas. Los hombres corrieron hacia él y lo rodearon. Los pájaros ya se estaban alejando.
Sigur levantó la cabeza y los hombres se arrodillaron. Murmuraron después unas palabras que no pudo entender, y uno de ellos comenzó a hablarle en una lengua extranjera. Cómo él no comprendía, los otros murmuraron, y otro se acercó y habló en el mismo idioma de Sigur.
-¡Hijo del Pájaro Bienhechor!- recitó el hombre en una letanía que todos repitieron.
Eran hombres de barba y cabello crespo dorado, cuerpos anchos oscurecidos por el sol. Vestían con casacas de cuero o llevaban los torsos desnudos.
Se le acercaron con respeto y se ofrecieron a curarlo. Lo ayudaron a caminar hasta un sector protegido por la sombra de las velas, y lo acostaron en un lecho de paja. Mientras uno le colocaba un ungüento sobre las heridas, otro regresó con comida. El agua que le dieron era dulce, no el salobre líquido que salpicaba la cubierta.
Dos días después, se había depositado una fina capa de sal en su piel, y el sol le había dado un color dorado. Preguntó por el uso de cada instrumento o estructura que veía, ellos le respondieron a través del único hombre que hablaba su idioma. Pero en cada respuesta había un temeroso respeto, como si tratasen con un dios niño, cuya ternura tuviese que ser protegida por la rustiicidad de sus cuerpos.
Era tan grande la extensión del agua, pensó muchos días más tarde, que ya no le importaba saber si se dirigían a alguna parte. El mundo parecía reducirse únicamente a la paz que lo rodeaba, incluso las razones de su ser y sus recuerdos del pueblo.
El barco, el cielo y el sol.
A veces las nubes, los hombres ocupados, los tranquilos y los alegres.
Las sogas y las velas, el hambre que ya había muerto, y el cosquilleo creado por el vaivén del barco en su cuerpo.
Una mañana se encontraron con otro barco. Sigur corrió a la borda para escuchar la conversación entre los tripulantes. Casi podía tocar el otro casco si extendía los brazos. Las voces de los hombres viajaban de una cubierta a otra por encima del agua.
-El enviado del Dios Pájaro está con nosotros. Nos ha contado que salió del volcán de los grandes montes que dejamos atrás hace varios soles.
-También venimos de ahí, pero hallamos algo distinto. Nos dejaron a este vagabundo que hace tres días está durmiendo en la cubierta.- Y una risa estridente voló con el viento y se perdió.
Sigur miró hacia donde señalaba el que había hablado. Un hombre sucio dormía boca arriba. Tenía la figura y los contornos de la cara levemente parecidos a los de su padre. Pero no alcanzaba a verlo bien, y además no podía ser él. Sigur lo había visto por última vez rescatando al abuelo mientras las piedras del volcán comenzaban a cubrirlo.
El otro barco se alejó hasta perderse de vista, y volvieron a quedarse solos.
Al día siguiente un grupo estaba discutiendo y peleando alrededor de algo que Sigur no podía ver. Se acercó, y todos hicieron silencio al verlo. No tuvo que preguntar nada, lo dejaron pasar y vio a una niña de su edad sentada en la barandilla, balanceando las piernas y golpeando la madera con los talones. Sigur reconoció a la misma que lo había rescatado en el bosque.
Ella lo miraba tranquila, el cabello claro agitado por la brisa y la piel muy blanca iluminada por el sol del mediodía.
-¿Cuál es tu nombre?- volvió a preguntar él, como la vez anterior, aunque no esperaba en realidad una respuesta.
-Gerda- le contestó.
Ahora sí ella tenía un nombre concreto, hasta podía tocarla sin temor a verla desaparecer. Pero los hombres la miraban con desconfianza.
-Apareció de la nada, como los demonios de la oscuridad-le dijeron a Sigur.
-Me salvó la vida una vez- la defendió él.- Se quedará con nosotros.
La niña saltó a cubierta y lo tomó de la mano. Ambos se sonrieron. Los hombres se apartaron, murmurando recelosos.
Durante todo el día, el murmullo de voces inconformes fue creciendo por encima del rugido profundo y sereno del mar. Si Sigur fijaba la mirada sobre alguno, de pronto se callaba y no podía saber si era ése el que había murmurado. Sigur no dejó sola a la niña en ningún momento. La agarró con fuerza de la mano mientras veía la mirada torva de los otros, que parecían amenazarlo como antes lo habían hecho los cazadores.
Había caído la tarde y muchos comenzaron a adormecerse después de comer. Por eso Sigur se sorprendió al ver una sombra vertical saltando de un mástil, pero ya la mano de Gerda se había desprendido de la suya. Sigur se trepó a las espaldas de los hombres e intentó golpearlos, pero lo apartaron como un perro pequeño y lo retuvieron de los brazos. Los demás levantaron de los cabellos a la niña y la hicieron pender sobre el agua.
-Ha venido a perturbar al enviado del Dios Pájaro. La devolveremos a su origen.
Sigur gritó que no lo hicieran, pero ya no había respeto ni obediencia en ellos. Ataron las manos de Gerda a una tabla y la dejaron colgando sobre el agua. Las olas golpeaban el barco mientras la niña bajaba y subía según el balanceo del barco. Dos hombres lo vigilaban para que no se acercara al borde. Se hizo de noche, y Sigur se preguntó cuánto aguantaría ella, cuánto soportarían las manos de Gerda.
Al amanecer, comenzó a formarse una capa espesa de nubes negras desde el horizonte que habían dejado atrás durante la noche. Los hombres se reunieron a mirar ese manto de neblina y humo tan parecido al que habían visto nacer de la boca de la montaña.
-Es la misma nube que nos perseguía desde el Sur, el humo negro del volcán sagrado.
Algunos se taparon la cara, otros se dejaron caer sobre cubierta.
- ¡Viene a buscarnos!
Sigur escuchó los rezos y plegarias que aquellos hombres tan fuertes ahora ofrecían como niños miedosos. Los dioses del viento eran los dioses de la niebla. Los que venían a llevarse las almas de los marinos perdidos en la bruma.
Las nubes se habían extendido por casi todo el cielo del sur, precedidas por un viento frío, y pronto comenzaron a rodear el barco con un zumbido ensordecedor. Entonces los insectos invadieron la nave en camadas que destrozaron todo a su paso. Luego un aleteo fue creciendo a la vez que la plaga disminuía. Los pájaros se acercaban, con las alas amplias y completamente desplegadas. Las todavía lejanas figuras de las aves iban tomando forma mientras los insectos se alejaban. Pero las bandadas llegaron una tras otra y sobrevolaron el barco. Los buitres se posaron sobre los mástiles.
La madera crepitó bajo el peso de las aves. La nave entera se tambaleó. Las alas se replegaban y dejaban espacio para las que iban llegando. Se distribuyeron con lentitud, casi con parsimonia sobre los maderos, y siempre había un lugar para otra más.
Cuando parecían haberse conformado con habitar el barco, sin que el continuo arribo de aves rezagadas se hubiese detenido, las primeras comenzaron a atacar a los hombres. Las garras se prendieron a las cabezas y con sus picos arrancaron orejas y narices. Los hombres trataban de protegerse, pero las aves picoteaban las manos, y luego el cráneo hasta abrirlo a la luz de la mañana. La lengua de los buitres tenía el viejo olor de otros muchos muertos.
Pero no habían atacado a Sigur, y su lado estaba Gerda, protegida por la sombra de las alas.
Los gritos se fueron apagando durante la tarde, los graznidos también se hicieron más esporádicos y suaves, como fatigados. Las velas desgarradas se batían suavemente con la brisa.
El crepúsculo se desprendió de la superficie del mar y se levantó como una gran mancha de carbón encendido.
En la mañana desplegaron las velas sanas, pero no eran suficientes para arrastrar al barco, la brisa de la noche había desaparecido. Entonces Gerda miró un largo rato hacia los pájaros posados en los mástiles, y de pronto éstos abrieron sus alas y las agitaron hasta crear un viento que levantó bocanadas de aire con olor a heces y sangre. Todas las aves hicieron el mismo movimiento y olas de alas se desplazaron de madero en madero, hasta que empezó a escucharse el crujido del casco que despertaba avanzando sobre las aguas quietas.
Los niños contemplaron los cadáveres. Sigur iba a cubrirlos. Pero ella le dijo que no lo hiciera.
- Ellos nos salvarán.
Los días transcurrieron con una mansedumbre propia del tiempo de los dioses. La apacible soledad en medio del mar hizo crecer una inquietud en el cuerpo de Sigur. Pero los ojos de Gerda, sus cabellos rubios y la tez tostada por el sol, lo serenaban.
Todos los días caminaban entre los cuerpos hinchados. Los párpados se habían abierto y las barbas crecido, las uñas eran también un poco más largas. Después los buitres descendieron para alimentarse. Fragmentos de carne y de huesos quedaban esparcidos en la cubierta al final de cada tarde, y los pechos de los hombres eran huecos invadidos por larvas cuando los pájaros volvían a asentarse en los maderos.
Entonces avistaron tierra.
La nave fue acercándose lentamente a la playa, en la que una aldea con cabañas se levantaba sobre los acantilados. Hombres con redes, cuchillos y pescados en las manos se pararon a mirar el barco. Las mujeres salieron de sus casas y los niños se asomaron a los bordes de las rocas. Pero las mujeres de pronto comenzaron a correr hacia ellos con sus faldas llenándose de arena, llamándolos a gritos, como si de pronto temiesen por ellos. Les taparon los ojos con las manos, porque no debían ver lo que estaban viendo.
Ese barco precedido por un nauseabundo aroma, que avanzaba sin viento hacia la playa. Arrastrado sólo por el aletear de cientos de pájaros negros sobre los mástiles, de velas desgarradas.
*
Los hombres del pueblo que lo habían cuidado desde su llegada, tenían el aspecto de pequeños osos gordos que se desplazaban con torpeza con sus gruesos abrigos de cueros y pieles. Sigur se hizo tan apocado en el hablar como lo eran los otros, que al llamarlo hacían un suspiro ronco con la lengua entre los dientes al final de su nombre. Había pasado por varios pueblos antes de encontrar a los hombres del viejo trineo, que venían de la zona más septentrional para cambiar pieles por alimentos. Gerda y él habían caminado por la periferia de un pueblo que llamaban Aldea del Norte, cuando los vieron pasar. Creyeron que iban a matarlos con las hachas que llevaban colgando de las alforjas, pero los hombres se acercaron y los recogieron.
Vivieron con dos familias diferentes durante poco más de quince inviernos. Las mujeres enseñaron a Gerda las labores de la cocina y la crianza de los niños, y los hombres a Sigur el arte de la caza y la pesca.
Gerda había crecido hasta hacerse una mujer hermosa que muchos de los hombres miraban con deseo. Pero ella había permanecido fiel a Sigur, aguardándolo sin mostrar cansancio o desilusión, y manteniendo el fuego de la choza hasta que él regresaba de cacería. Sigur le contaba todo lo nuevo que había visto en las planicies, mientras ella cocía la carne sobre las llamas, sin dejar de escucharlo y asombrarse de sus palabras. Él le contaba sobre los lobos ocultos en los bosques de pinos que aullaban en los crepúsculos, llorando por las almas que subían al cielo, y las auroras eran el medio para la eterna migración. Eso decían los nativos, y Sigur aprendió a callarse cuando escuchaba los aullidos. Les estaba vedado matar a los lobos. Quién iba a saber si los perros, casi sus hermanos de sangre, no se vengarían alguna vez dejándolos sin movilidad. Las piernas de los hombres jamás fueron útiles para caminar en esas llanuras de nieve donde el paso humano era menos que nada.
-Los perros nos salvan la vida todos los días. Nos llevan y nos traen desde donde hay alimentos- le había dicho uno de los hombres, mientras comían al anochecer alrededor de las hogueras. El canto amargo de los búhos llegaba desde los bosques, y era una monótona cortina de lamentos.
-Los lobos son los dueños de estas tierras, en las que estamos de paso- dijo el viejo al que muchos iban a pedirle consejo. Aunque delgado, aparentaba la fortaleza de los troncos, la barba levemente rizada le ofrecía un rostro de sabia autoridad.
Sigur lo miró atentamente, intrigado. Se sentó a su lado sobre las pieles los protegía de la escarcha
-Anciano...a veces tengo la inquietud de que debo ir más allá, me refiero al norte más lejano. Hay una especie de llamado...
La luna se parecía a una bola blanca subiendo poco a poco, una masa de tersa frialdad que reflejaba los restos del sol dormido. Desde la distancia llegaban los aullidos de los lobos, cada vez más fuertes al avanzar el ascenso de la luna. Los animales debían estar corriendo entre los árboles, peleando por las presas, lamiéndose las heridas, apareándose.
-Sus almas - dijo el viejo, señalando al bosque-son de nuestros muertos. Nos convertimos en lobos para vivir siempre.
Sigur hizo un gesto de sorna, y esto enfureció al hombre.
-¿Debo arrancarte el corazón para convencerte?
El anciano se levantó, por primera vez enojado desde que lo había conocido, con la frente arrugada y un puño tembloroso. Pero enseguida se serenó, y una de sus manos pecosas, de pálido rubio, se apoyó en un hombro de Sigur.
-Viaja al Norte, si no me crees. A veces es necesario ir en su busca.
-¿En busca de qué? Si mi familia quedó en el sur, por qué debo ir hacia el norte.
El viejo hizo un nuevo gesto de hastío.
-¿No te das cuenta? Las dudas son alas.
A la mañana siguiente, Sigur comenzó a construir el trineo como le habían enseñado. Le llevó muchas jornadas lograr la destreza necesaria para hacerlo, pero dedicaba cada mañana a esa labor, antes de salir a cazar. En las noches desangraba a los zorros, nutrias o castores, los despellejaba y carneaba, mientras su mujer los cubría con sal. El viento nocturno secaba el sudor que el vaho de la sangre le producía. Le contó a Gerda sobre el viaje que planeaba. Ella estuvo de acuerdo, y su aceptación fue algo más que un signo de tolerancia.
-Sí- le contestó con el tono de quien en realidad decide.
Cuando llegó el día, se levantaron antes del amanecer. Los perros ya estaban atados al trineo por quienes habían venido a despedirlos. Los hombres lo saludaron con un abrazo, las mujeres con un gesto de reverencia hacia Gerda. Los animales tomaron impulso desordenadamente, pero Sigur sujetó las riendas con firmeza, y la nieve corrió dócil bajo el trineo. Miró el perfil de su mujer contra el fondo de nieve, donde únicamente el humo de las últimas fogatas nocturnas interrumpía el paisaje. Los contornos de Gerda se acentuaban sobre aquel paisaje, les daba una estólida belleza a su figura.
El camino y las tierras por las que pasaban le eran familiares, pero no había estado allí jamás.
-A veces uno está seguro de pertenecer a un lugar- dijo Sigur.
-Es verdad - respondió ella - o a una misión encomendada.
-¿Qué misión?
-No lo sé. Miro a los perros y se me ocurre que no somos muy distintos a ellos. ¿Qué nos guía al Norte? Algo que no podrías decirme, aunque supieras todos los idiomas.
Perros guiando a perros.
Animales migratorios en busca de presas.
Cazadores.
El viaje duró tanto como la vida del hielo del invierno, y el tiempo que marcaba el árido paisaje tenía los signos inconfundibles del no tiempo. Un espacio fuera de la conciencia de las cosas. Aire y cielo iguales a los anteriores y a los que vendrían después. Las regiones transcurrían apenas diferentes unas de otras, dejadas atrás por el paso de los perros cansados.
Cuando las provisiones se acababan, Sigur se detenía a cazar en los alrededores. Gerda encendía una fogata junto al trineo, aguardándolo. Los perros sufrían. Se acercaban a ella para recibir caricias junto a la lumbre. Él regresaba a veces sin haber conseguido nada, ella nunca se lo recriminó. Pero cuando llegaba cargando las presas, los perros se relamían al olfatear los cuerpos, gimiendo y empujando con las patas a sus dueños.
En la mañana, el viaje continuaba. Hasta que ya no hallaron más bestias, ni bosques, ni arbustos aislados, ni siquiera musgo o rocas. Sólo hielo insalubre y duro, nubes líquidas que descendían como un goteo constante de la saliva del cielo.
Soportaron el hambre durante muchos días.
Entonces una tarde algunos de los perros cayeron muertos y los otros se detuvieron. Quedaban diez perros débiles y flacos, pero sus dientes aún resistían, porque Sigur vio que habían comenzado a masticar las riendas. Levantaban los ojos de vez en cuando, vigilando a sus amos. Él miró a su mujer.
-Van a matarnos, Gerda, y podrían salvarnos, ¿no es cierto?
Necesitaba obtener la aprobación que tanto buscaba en los ojos a veces duros de su esposa. Ella no dijo nada, pero sus ojos expresaban consentimiento.
Sigur bajó del trineo y fue acercándose a los animales con precaución. Los perros lo siguieron con la mirada, sin gruñir, casi inmóviles. Las riendas eran lo único que los retenía. Pero uno de ellos se había liberado y caminaba hacia él. Los otros también se desprendieron y avanzaban detrás.
Sigur tuvo que retroceder. Gerda buscó el hacha y se la alcanzó. Pero el movimiento despertó definitivamente el instinto dormido en los cuerpos domesticados de los perros, y los diez lo rodearon.
Sigur intentó vigilarlos uno por uno, sujetando el hacha con fuerza, que parecía una inútil amenaza frente a ellos. Los perros empezaron a gruñir, y la saliva resbalaba entre los colmillos. Él también tenía hambre, pensó. Tanta, que había pensado en matarlos desde varios días antes. Pero no lo había hecho, y ese error lo estaba pagando. Buscó los ojos de Gerda con un gesto desesperado. Ella tenía una expresión que le hizo recordar a alguien. Un rostro de mujer con ojos contemplativos que iban más allá de aquel momento.
Por los ojos de las mujeres, dijo mi padre una vez, puede verse el mundo.
El rostro de Sigur recobró la esperanza, y supo que no había más alternativa que el dolor. Apoyó la mano izquierda sobre el trineo y se aferró con toda su fuerza, hasta hacerla temblar. Una mano desnuda esperando que el frío la insensibilizara.
Observó el hacha en su otra mano, como si fuese el instrumento de una mente separada de la suya, y él fuese alguien que mirase la escena desde la altura del cielo.
El hacha en su mano derecha, cayendo sobre la otra y los dedos rodando sobre la nieve a sus pies.
Luego vino un dolor atenuado por el frío.
La sangre se espesó y se detuvo al oprimir la mano contra el cuerpo.
Sigur dirigió una mirada dolorosa a Gerda, que le devolvió otra llena de orgullo. Entonces él lanzó sus dedos cortados a la jauría, y los perros corrieron a devorarlos.
Gerda bajó del trineo y envolvió la mano de su esposo con telas.
-¡Hay que atacarlos ahora!- gritó Sigur, suspirando profundo para vencer el desvanecimiento que sentía venir. Agarró el látigo con la mano sana y lo enrolló en los cuellos de los perros. Los perros intentaban desprenderse y daban mordidas en el aire con sus lomos erizados, la boca llena de espuma y saliva, pero sus ladridos decrecieron con rapidez. Los arrastró uno por uno hacia donde estaba Gerda, mientras ella los decapitaba con el hacha.
El último, solo y masticando aún los restos de los dedos de Sigur, levantó la mirada. Los ojos brillaron en medio de la palidez de la nieve, y se abalanzó de un salto que no pudo terminar porque Sigur lo recibió con la punta del puñal. Al final de la tarde, cuando el naranja intenso del sol se ocultaba, todos los perros estaban muertos en el hielo.
Sigur se dejó caer al suelo, y Gerda corrió a ayudarlo. Intentó verle la mano herida, pero él la escondió de nuevo entre las telas manchadas de rojo.
-Estoy bien ...estoy bien... -repetía, mientras el aliento se escapaba laxamente de su pecho. Los párpados se le cerraban, y su cabeza se apoyó en las manos de Gerda.
Ella frotó su espalda para darle calor, y sintió con alivio la respiración leve pero rítmica de Sigur.
Por quince días se quedaron en el mismo lugar. Sigur deliró durante las primeras noches, soñando con las aves que nunca había vuelto a ver desde niño, y a veces pensaba en ellas, como esperando que regresaran para salvarlos.
Ella y él contemplaban el interminable ciclo del sol en el horizonte por las tardes. El color de la nieve se había convertido en el blanco de sus ojos. Destruyeron el trineo y con las tablas levantaron un refugio para morir con cierta dignidad. Los cueros secos de los perros les sirvieron de abrigo. La carne se les estaba acabando. Por las noches el viento se hacía más fuerte, y los arrastraba en el sueño hacia el camino lento, la gradual pérdida en la carrera de la sangre.
Sigur sintió una mañana que su mujer lo sacudía para despertarlo, señalando hacia un grupo que se les acercaba. El muñón le palpitaba y ardía como fuego. Estaba mareado, pero hizo un esfuerzo por levantarse y tomar las armas. Gerda lo ayudó.
Observaron a los hombres y mujeres que caminaban hacia ellos. Su aspecto no era distinto al de los habitantes de más al sur, bajos de estatura, su robustez mantenía el calor como antorchas encendidas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, vieron que el grupo tenía más de de veinte personas. Pronto se detuvieron y dos se adelantaron al resto.
El más viejo era un hombre de barba entrecana, que caminaba con un bastón de madera nudosa. Comenzó a hablarles en un dialecto que no entendieron, aunque percibían sonidos conocidos. La voz gutural poco necesitaba del movimiento de los labios, y el aliento despedía cálidos hálitos de fogatas recién apagadas. El otro intentó hablarles en el dialecto del Sur, pero dudando e interrumpiéndose cada dos palabras.
-Vimos a los pájaros negros en el cielo del septentrión hace largo tiempo, vienen cada centuria a anunciarnos los cambios. Hemos estado esperando algún extranjero desde entonces. ¿Eres el hijo del Pájaro Bienhechor?
Sigur no sabía cómo responder. Hizo un gesto de inquietud hacia Gerda, pero ella apartó su mirada como una madre que lanza a su hijo a enfrentar al mundo. Entonces él dijo casi sin pensar:
-Tal vez yo sea a quien esperan.
El más viejo levantó un brazo con la mano abierta hacia los que aguardaban detrás. El grupo completo se acercó y los rodeó para darles la bienvenida con gritos mesurados. Algunas mujeres se llevaron a Gerda para preparar los alimentos, y los hombres se sentaron a hablar frente al fuego. Uno por uno estrechó la mano sana de Sigur, mientras observaban con respeto las telas manchadas del muñón.
*
Permaneció en la región durante cinco inviernos. Acompañaba a los demás cuando emprendían expediciones en busca de arroyos o lagos bajo el hielo. Aprendió a escuchar el sonido del agua y sentir su vibración bajo el suelo. Pero un tronar constante que se confundía con el viento y los ríos, llegaba desde el norte.
Es Thornmeld, blandiendo su hacha sobre el sol, le habían dicho un atardecer, cuando los hombres se ponían a limpiar las lanzas junto a la hoguera, y el sonido de las lanzas imitaba el entrechocar de las armas del dios.
Le enseñaron a construir arpones para cazar animales bajo el hielo. Las entrañas manchaban la nieve con grandes goterones rojos, y el intenso calor que brotaba de los cuerpos los hacía recordar la tibieza de un lecho conyugal, como si fuesen ellos los que penetraban en el cuerpo de las hembras para cubrirse y regresar al origen. Sentirse niños que volvían como hombres junto a sus mujeres, a sus estrechos mundos individuales.
Sigur comenzó a destacarse por su destreza. Sabía interpretar el viento y su probable variación a lo largo de las tardes, distinguir los colores del sol y sus auras, las amplias nubes de aves migratorias que aparecían desde el norte y se perdían hacia el sur. Sus hombros se hicieron fuertes, su cuerpo más resistente, y soportaba el frío sin lamentarse.
Durante las noches del verano relataba sus recuerdos del volcán y de su madre, del viaje en barco y de los pájaros. Los hombres escuchaban sus palabras dejándose mecer por el curioso acento extranjero de Sigur. El calor de las fogatas en que las mujeres cocían la carne, el olor de la grasa al quemarse, los envolvía y enlazaba más fuertemente aún que la sombra del crepúsculo.
Les habló del lejano país donde no existía la nieve, donde el calor llegaba desde las grandes montañas creadoras del fuego. Relató su viaje, y la forma en que había matado a los perros.
-Nadie mata esos animales, ellos nos sustentan- le recriminó alguien una vez.
-Lo hice por sobrevivir- se defendió.
Pero después el resquemor con que habían reaccionado se transformó en respeto. Tal vez la carne de los perros lo había provisto de la fuerza y resistencia que lo caracterizaba, se decían entre ellos. Cuando él los acompañaba a cazar, siempre regresaban con más presas, cargando sobre los hombros el doble de peso que los demás. Los cabellos rojos de Sigur se cubrían de escamas al llevar las redes, y los pescados se balanceaban a su espalda.
Un día, mientras pescaban, Sigur vio a uno de los hombres acodarse junto a un chorro de aguas claras que brotaba entre las rocas y ponerse un paño frío sobre un hombro lastimado. El hombre había dejado al descubierto una gran mancha.
rojo sol
Una cicatriz
pezuñas
extensa, atravesando el vientre,
tierra verde
contrastaba en su blancura con el resto de la piel.
frutos
-¿Quién fue?- preguntó Sigur alzando la voz con fuerza casi sin darse cuenta, para hacer callar los extraños sonidos en su cabeza, expulsarlos con las voces de seres de carne y hueso.
El hombre se levantó y se desprendió el resto del taparrabo, hasta que todo su cuerpo quedó descubierto. Había más cicatrices, largas, anchas y entrecruzadas frunciendo la piel como una tela mal cosida.
esferas que nacen
-Los que se han enfrentado al gran oso blanco, y no tienen esto - dijo señalando sus heridas-están muertos. Es el mínimo recuerdo que deja.
Después uno de sus hijos lo ayudó a vestirse, pero él siguió hablando. Sus palabras temblaban como el agua del arroyo.
lluvias, aromas
-No solamente no nos deja entrar a su territorio, donde hay más y mejores carnes. Ha matado a muchos de los cazadores que se aventuraron a intentarlo. Devora a nuestros hijos con maldad, como si quisiera vengarse...
Sigur no pudo ver el brillo en los ojos del hombre, oculto tras el pecho de su hijo mientras se dejaba vestir.
-Mis dos hijos mayores murieron entre sus dientes...
Y el único que sobrevivía, miró a Sigur.
rojos brotando de un pecho blanco
el sol se derrumba
tierras
dolor
la herida se abre, las pezuñas se manchan de rojo, la sangre se espesa con lentitud, y toma la forma de una esfera que brilla sobre los campos y los bosques de un mundo extraño. Una tierra de claros amaneceres con nubes blancas que caen para crecer entre las plantas, ocres crepúsculos de flores estallando en el cielo, abriéndose hasta crear una tierra verde igual a la otra, la que vive bajo el agua. Lluvia de sombras verdes. Aromas que se elevan desde la tierra, perfumes de alfalfa, de pasto mojado, de animales apareándose. Polvo de heces que cae del cielo. Semen que brota de fuentes de la tierra. Criaturas que se gestan con gritos y gemidos.
La tierra muere de la misma manera que nace.
La esfera se hunde otra vez, se oculta y se alimenta.
La tierra sin dueño.
El alma sin cuerpo.
Los bosques perdidos.
Dio un grito y un golpe de puño sobre la madera del camastro. Gerda lo había agarrado del brazo, y lo consolaba.
-Fue una pesadilla, nada más-lo consoló ella con voz de agua.
Entonces le contó su sueño, mientras Gerda lo escuchaba en silencio, mirando el movimiento de los insectos en las tablas del techo, asintiendo a cada palabra de su esposo como si ya las conociera.
-Cuando vi la cicatriz, creí que estaba viendo una mancha en el cielo del norte. Un desgarro en la piel y un sol que nace de la herida.
-¿Y qué hace el sol?- preguntó ella.
-Vuelve a hundirse, pero no sé donde, en otro cuerpo, en otro lugar.
-¿Eso lo has soñado o lo has visto?
-Lo vi mientras miraba al hombre. Estaba allí pero me sentía lejos. A veces pienso en mi madre, puedo verla en pleno día, mirándome mientras ando por los caminos, desde lo alto de una colina, a veces en la nieve que corre a ras de tierra y luego se levanta en torbellinos.
Un centelleo fugaz atravesó el cielo y se filtró por las rendijas de la cabaña, brillando en el sudor de la cara de Sigur. Él se cubrió la cara y su mujer lo acarició.
-¡El oso me llama, allí está!- Se levantó para correr hacia la puerta de la cabaña. Afuera la penumbra y el silencio era respuestas intolerables. Su cara se deformó en el esfuerzo por distinguir algo en la oscuridad, por ver los ojos del animal que creía estar oliendo. Gerda se acercó a ambos se apoyaron en la pared del umbral.
-Debes ir- dijo ella, señalando el norte.
En la mañana, Sigur reunió a sus vecinos. Ellos se miraron después de escucharlo, preguntándose si Sigur se había vuelto loco. Trataron de hacerlo cambiar de idea.
-Cuando te contamos lo del oso...- comenzó a decir el hombre de las cicatrices.
Sigur no quiso dejarlo terminar.
-No tiene que ver con ustedes, sólo conmigo, y ni siquiera estoy seguro de eso. Lo que les pido son consejos sobre cómo matarlo.
Los hombres se entusiasmaron con la idea de que alguien de su pueblo tuviese la valentía de enfrentarse al oso. La bestia había mantenido su dominio sobre el noreste durante demasiado tiempo.
-Hace mucho que vigilo los ríos y las crecidas-dijo uno de los jóvenes- las épocas en que los peces vienen desde las aguas del norte. Es la zona de desove más grande. Si la conquistamos, tendremos alimentos todos los inviernos. Iré a ayudarte.
Pero el padre del joven apareció abriéndose paso entre los otros y lo agarró del brazo. Le murmuró una reprimenda al oído mientras miraba a los demás. Sigur dijo:
-No voy a arriesgar vidas que no me pertenecen. Mía es la decisión y el riesgo.
-Y también la gloria, si lo vences- le contestó el otro, como si desconfiase del verdadero propósito del viaje.
Sigur no respondió. Decidieron que saldría dos días después, y regresaron a sus chozas en busca de las mejores armas que tuviesen para ofrecerle. Cuando volvieron al otro día, el cielo estaba despejado y se reunieron en grupos fuera de la cabaña para elegir de los arpones y los cuchillos. Los hombres miraban a Gerda, erguida a la puerta de su cabaña, iluminada por el sol del mediodía, cosiendo retazos de pieles que Sigur vestiría para la cacería. La veían valiente y orgullosa, tan diferente al resto de las mujeres, que parecían niñas frente a ella.
-El puñal del viejo Armsted es el mejor...- decía uno de barba corta.
-¡No! El de mi padre es más nuevo...- lo contrariaba otro.
Sigur escogió su arsenal, pero si el viaje iba a ser tan largo como esperaba, sólo debía cargar lo necesario más las reservas de alimentos.
-Es época de alumbramiento, el oso será más feroz que otras veces- le advirtieron.
Algunos lo negaron y comenzaron a discutir con el que había hablado.
-Está bien...- los interrumpió Sigur, y quiso atenuar su preocupación.- Me verán volver vestido con su piel. Se los prometo.
-No nos prometas nada- le dijo el hombre de las cicatrices.- Tuyo es el asunto porque lo pediste.
*
Bandadas de pájaros negros atravesaban el cielo cubierto de nubes grises. Un tamiz de nubes en diversos tonos de blanco y negro. Negro tormentoso con centelleos de relámpagos. Blanco sucio, como gotas de barro brotadas de una ciénaga.
Aleteaban a ritmo pausado, con las anchas alas desplegadas. El viento entre las plumas. Los acompasados aleteos sólo perceptibles por el brillo del sol a través de las nubes en espiral.
Dos, tres, cuatro movimientos, y los pájaros seguían avanzando en una perfecta serie de hileras sin fin, sin molestarse, sin que las alas chocasen. No existía error en esas largas caravanas aéreas determinadas por antiguas generaciones. Miles de aves que volaban de una región a otra entre las nubes o por encima de los árboles o en medio de la lluvia.
Las bandadas se dispersaron y otras nuevas aparecieron desde el norte. El zumbido de las alas descendió hasta extenderse por sobre la superficie del mundo, y el chillido de los picos corvos se fue perdiendo hasta más allá mucho más allá del horizonte. Gritos que dejaron de ser gritos en su implacable unicidad para convertirse en ecos, silbidos que llegaban del cielo como si los dioses estuviesen soplando sobre los bosques.
Pero de todas esas aves, un pájaro se apartó. Se fue separando de los otros muy despacio, hasta bajar a la altura de los árboles. Y allí su tamaño creció.
Lo que parecía un ave de contornos delgados, la grotesca y desnutrida imagen de ave migratoria, se convirtió en la bestia de pico ralo, ojos rasgados con pupilas ovales que se abrían y cerraban como bocas de peces. Su cuerpo era un conjunto de músculos fuertes que se movían al tiempo de una quejosa respiración. Las alas eran como grandes ramas verdiazules, con manchas rojas y doradas, que comenzaron a desplegarse hasta tener el largo de muchos cuerpos.
El pájaro se posó sobre una roca, y volvió a cambiar de forma una vez más. Miraba a sus compañeras en el cielo, como el que deja algo para siempre en busca de otra cosa más deseada.
La transformación.
La metamorfosis del ave en una niña. El oscuro plumaje en el matiz tostado de una piel suave. Los ojos grandes en marrones ojos de mirada humana. Las alas en brazos delicados, y las garras en pies.
La niña estaba ahí, frente a él, observándolo. Extrañamente familiar para su maltratada memoria, recuerdos abolidos para sobrevivir, atenuados, cubiertos de ceniza pero firmes como madera.
Una niña que pudo haber sido madre o hija, esposa y amante o todo ello al mismo tiempo. Pero ahora era lo que había venido a ser.
La que estaba a su lado en el lecho. La mujer llamada Gerda.
Sigur despertó agotado e inquieto. Miró a su lado, Gerda seguía durmiendo.
Siempre soñaba lo mismo después de un día de mucha labor, con las marcas habituales del cansancio en el cuerpo, los músculos débiles y un sopor que le cerraba los párpados. Pero especialmente cuando el ansia lo impulsaba a deshacerse del pensamiento y lo hacía temblar mientras cortaba madera para el fuego. Cada golpe era un intento por evitar ese sueño, pero regresaba casi cada noche. Y en las contadas veces en que no soñaba, se entristecía. A la mañana siguiente y durante todo el resto del día, deseaba únicamente volver a dormirse y no despertar hasta verlo cumplido una vez más. Porque el sueño tenía la cruel virtud de recordarle el día que su madre había muerto, y él había huido del bosque.
Acarició el cabello de Gerda, y dijo:
-Voy a volver, no te preocupes. Ya me enterraron una vez, ¿no es cierto?
Gerda apoyó su cabeza sobre el pecho de Sigur, sintiendo el aroma del aceite que ella le preparaba cuando iba de cacería para aislar su piel del frío.
Luego partió. Las botas de cuero de focas, que había reforzado hacía tiempo con la piel de los perros que había matado, casi no dejaron huellas en la dura nieve de la noche anterior. Llevaba la bolsa con las flechas a la espalda, y el arco sobre el hombro. Una alforja con carne salada para el viaje colgaba de su cuello.
Caminó por la orilla del río. Le habían dicho que el territorio del oso estaba río arriba, más allá de una barrera infranqueable que marcaban los huesos que le habían servido de alimento. Cruzó las aguas congeladas y siguió hasta encontrarse con cavernas obstruidas por la nieve.
Cavó una fosa poco profunda y aguardó. Arrojó la carne no demasiado lejos. Puso trozos de hielo suelto detrás de él, para escuchar a la bestia si se le acercaba -quizá el cebo no llegara a engañarla- y continuó vigilando las entradas a las cuevas.
Sólo pudo escuchar el silbido del viento durante casi toda la tarde. Un amplia sombra gris comenzó a extenderse desde el norte, pero él sabía que nunca oscurecería del todo.
Pasaron dos días, y el animal no se había presentado. Aquella tardanza, esa ausencia, era más perturbadora que el frío o el hambre. Se sintió rodeado por la espera, como si ésta se hubiese encarnado en el silencio y en las formas de la nieve. Por un momento pensó que los ojos lo engañaban al no mostrarle más que la superficie árida del mundo, la opacidad de la noche que no era noche ni día, y estaba allí, empujándolo hacia abajo, enterrándolo.
En la madrugada, un fragmento del sol empezó a alumbrar la nieve. Estiró sus músculos entumecidos, pensando que tal vez la bestia no aparecería nunca, cuando finalmente la vio salir de una de las cuevas.
Era más grande que cualquier otro animal que hubiese visto antes, de un pelaje blanco interrumpido sólo por los ojos, el hocico de puntos grises, y las garras que dejaban huellas de su sombra al caminar. Detrás, lo seguían dos crías.
La hembra estaba sola con sus hijos.
El oso más pequeño se tambaleaba, una mancha roja le cubría el lomo. Otro animal lo había atacado, pensó Sigur, y no podían migrar. Por eso ella estaba ahora en busca de alimento, malhumorada y poco complaciente. Daba vueltas frente a la entrada, resoplando y empujando a las crías con el hocico para que regresaran a la cueva, pero volvían a salir.
Sigur se levantó con precaución después de comprobar que el viento soplaba en sentido opuesto y no llevaba su olor. Esperaba que ella se acercase, pero la osa tardaba en avanzar empujando a sus hijos. Sigur pensó en la vez que su madre había seguido a su padre al bosque cuando estaban comprometidos. Ella le habló del miedo, de la sensación de verse perseguida y atrapada, de las manos de los cazadores sobre las lanzas. Y ella había pensado, le dijo entonces, en los hijos que tal vez no tendría.
El animal dejó de insistir en su intento de mantener protegidas a las crías, y se fue acercando despacio hacia la carne que esperaba en la nieve. El sol de la mañana se reflejaba en el pelaje de los osos con tonos blanquecinos y dorados. Las crías caminaban tropezando o saltando con sus patas cortas. La más enferma aún permanecía lejos cuando la sombra de una nube la cubrió.
Sigur no tenía mucho tiempo, sólo una oportunidad para arrojar la flecha certeramente y en el momento exacto.
Levantó el brazo con el arpón. La delgada sombra de su cuerpo llegaba hasta la osa. El animal levantó la cabeza y lo miró, pero Sigur lanzó el arma. Sólo se dio cuenta cuando el arpón ya estaba en el aire, en ese indefinido instante de su recorrido, que una de las crías había alcanzado a su madre, y la lanza se había clavado en ella.
el miedo es más rápido, designio de los dioses, restos de sus lágrimas, grietas en el alma de los hombres
no hay manera de huir del miedo
Comenzó a correr sin mirar atrás, y oyó los primeros pasos de la hembra tras él. Pero ella se detuvo. Sigur se dio vuelta, vio los gestos que hacía la osa por reanimar a su cría, empujando el cuerpo con el hocico, mordiéndolo para despertarlo. Entonces levantó la vista otra vez hacia él, y en esos ojos había más fuerza que en los músculos. Era una mirada de odio casi noble por tan puro, una furia de belleza irreconciliable con lo humano.
Ella emitió ahora unos sonidos extraños, como gritos y alaridos entremezclados, como si un hombre y una bestia gritaran a la vez en forma discontinua. Sigur recordaba que el anciano de la aldea le había dicho que los muertos ocupaban los cuerpos de los animales. Trató de mantenerse sereno y preparó el arco. El animal se le acercaba con rapidez. La nariz dilatada despidiendo el blanco aliento, los colmillos como dos largas gotas de leche congelada.
Sigur levantó el arco y lo sostuvo en el pliegue del muñón de su mano izquierda. Puso la flecha y tensó la cuerda con la mano sana.
Temblaba a pesar suyo, los dedos flaqueaban, la vista se le hizo una sola mancha blanca.
Disparó.
La osa dejó de correr por un momento, pero luego siguió avanzando más lentamente. Por instantes se caía sobre una de las patas, y volvía a levantarse.
Sigur disparó varias veces más. Pero ella continuaba acercándose, esforzándose por llegar a él, mientras la furia transformaba su cara en otra cosa más parecida a un humano que a un animal. Y recién cuando muchas flechas se clavaron en su cuerpo y el pelaje se tiñó de rojo, dejó de correr.
Las manos de Sigur tiritaban. Cerró los párpados y esperó, como si eso fuese suficiente para tornar los hechos a su favor. Luego volvió a abrirlos.
Tumbada en la nieve, la osa aún vivía. La mirada brillaba con el sol blanco reflejado en sus ojos, lo estaba observando a él fijamente.
Y Sigur escuchó que le hablaba
era un hombre alto, de rostro fino y nariz corva. El cabello largo y entrecano tenía suaves ondas. Al ir de cacería sus músculos se tensaban, las arrugas desaparecían. Un día lo seguí para conocer el bosque del que tanto me hablaba. Fui tras él con sigilo, pisando donde él pisaba para no ser oída, y con respirar muy bajo y contenido.
Ese mundo me maravilló. Los árboles frondosos de tantas formas y hojas diferentes, las flores que nunca antes había visto, el canto de las aves parecido al arrullo de los dioses del sueño. El sol penetraba el follaje, y al pasar la mañana, el calor me obligó a detenerme y descansar.
Entonces escuché unos pasos. Tal vez mi padre me había descubierto, aunque también podía ser un animal, no sabía por entonces diferenciar la calidad de las pisadas. Quise esconderme, pero los pasos parecían venir de todas partes, y tuve miedo. Ya me imaginaba muerta en la hiedra, a mi padre llorando a mi lado sin consuelo. Las hojas ya ni siquiera lograban cubrirme, y el llanto me delataba. Entre las ramas vi los ojos de un lobo, que se acercaba lentamente, casi no parecía moverse. Pero la expresión no era amenazante, como si sólo estuviese explorando.
Soporté el miedo todo lo que pude, pero se me escapó un grito al verlo ya tan cerca. Una mano surgió de la espesura, y pensé que era una garra transformada en una mano humana, el espíritu de la bestia que se había convertido en hombre para engañarme. Pero esa mano me sujetó del brazo y me arrastró lejos del peligro.
Después de desahogarme llorando, descansé en las rodillas de mi padre. Lo miré entre los párpados heridos por las lágrimas, y temerosa de su castigo. Él me observaba con las cejas fruncidas y la mirada seria.
“La desobediencia, hija, es el peor de los defectos. El único que terminará matándote antes de la vejez.”
Dije que sí con la cabeza y me sequé los ojos. Su voz no tenía furia, tampoco piedad.
“Tuviste el privilegio de que fuese tu abuelo y no otro el que encontraste, sino yo no habría alcanzado a salvarte.”
No entendí al principio. Mi abuelo estaba muerto y no lo había conocido.
“Cada vez que vengas al bosque verás lobos, zorros, osos, aves. Muchos de ellos son animales de almas humanas. Son los espíritus de los muertos que toman lugar en los cuerpos de las bestias. Por eso me aseguro bien antes de matar.”
Me tomó de la mano y recorrimos juntos el camino de regreso. Comenzó a contarme que mi abuelo y todos sus ancestros habían vivido al noreste del Droinne, donde desaguan las corrientes del río hacia el gran mar, en las playas de acantilados bajos y surcos rocosos, donde nacen los bosques. Antes, hacía mucho tiempo, cuando aún ni siquiera mi padre o mi abuelo habían nacido, el río fue depositando tierra y pedruscos hasta formar las colinas en la que crecen ahora los abetos. Hacia el sur, la barrera de árboles cada vez se extendió más hasta proteger la zona del frío del norte. Detrás, el mar continuaba luchando contra las rocas, y el viento contra los árboles.
En los bosques crecieron todos nuestros ancestros. Pero un día los pueblos que venían del sudoeste, avanzaron en busca de nuevos territorios. Hubo guerras, batallas incontables. Los hombres de nuestro pueblo resistieron, y habrían podido luchar mucho tiempo si una fuerza extraña no hubiese apoyado a los invasores. Nadie supo quién o qué multiplicó las armas y les enseñó curiosas estrategias y trampas contra nosotros. Las ancianas que se dedicaban a llamar a los espíritus, dijeron que esa raza de piel más oscura y ojos marrones, tenía una virtud peculiar. La llamaban percepción de las voces, porque eran capaces de oír sonidos tan hermosos que sólo podían provenir de los dioses. Y porque los divinos seres estaban de su parte, ellos avanzaban conquistando, sin piedad de los que quedaban atrás. Mataron a la mayoría de los hombres, y sólo los niños sobrevivieron después de huir con sus hermanas y madres hacia las cuevas de la costa norte. Desde allí regresaron una generación más tarde, con otros nombres para no ser reconocidos. Uno de ellos fue mi abuelo. Los invasores habían deshecho el producto de muchos años de progreso, adoraban a dioses crueles, cazaban sin medida ni misericordia y tenían criaturas con sus propias hijas o hermanas.
Mi padre y yo caminábamos entre la vegetación oscurecida, mientras la luna subía. Creí ver en las sombras los ojos de esos hombres de lo que él me hablaba, y me aferré fuerte a su mano. Me dijo que las viejas del pueblo habían recurrido a una antigua hechicera, a la que ninguno de los hombres había visto antes, pensando que sólo se trataba de una leyenda inventada por sus mujeres. Jamás presenciaron las tratativas, las ocultas reuniones entre la Hechicera y las demás ancianas en los claros del bosque. Pero cada mañana, quedaban los restos de fogatas apagadas, fragmentos carbonizados de madera o cuero, ya sin forma. Todos comentaron entonces que pronto comenzarían los preparativos para una nueva batalla; pero el tiempo transcurrió, sin proclamarse la guerra.
La gente fue olvidando, y las mujeres volvieron a su rutina. La juventud de mi abuelo pasó, relegado él y su pueblo a vivir desterrados, migrando, aunque con el pensamiento siempre en los intrusos. No sabían cómo vencer a esas familias de hábitos salvajes. Una de las más temidas se hacía llamar Reynhold, y en ella habían nacido varios perceptivos. Fueron éstos el único obstáculo frente a nosotros, como una muralla de hombres, de ojos abiertos día y noche, descubriendo cada uno de nuestros intentos por reconquistar la tierra.
La generación anterior a la de mi abuelo comenzó a morir. Fue en ese tiempo cuando las viejas retomaron su tarea de sabias. Al terminar los funerales se quedaban solas ante las tumbas, sin permitir siquiera la compañía de la familia del muerto. Durante toda la noche siguiente se escuchaban sus voces y gemidos, el roce de las palmas frotadas contra la tierra recién removida, el repiqueteo de los pedruscos bajo los pies desnudos. Después, los hombres comenzaron a decir a sus mujeres que más animales habitaban los bosques. La gente se reunía en las noches para planear expediciones, pero muchos se negaban. Decían haberse enfrentado con nuevas camadas de lobos extraños a los que no se atrevían a matar. En los ojos de esos animales brillaba el reflejo de una luna deforme. Entonces uno de los hombres, mientras escuchaba a los otros, se cubrió la cara con las manos para ocultar sus lágrimas. Todos lo miraron, y sin que nadie se lo pidiese, empezó a contar lo que había visto. La noche anterior había encontrado a su hermano, que estaba muerto desde que era un niño, acariciando el lomo de un lobo entre los troncos caídos. Un escalofrío le recorrió la espalda, y tuvo que bajar la flecha que había apuntado hacia la bestia. El espectro de su hermano se sumergió en el cuerpo del animal.
Cuando llegamos a la choza, alumbrada por el fuego en el que mi madre calentaba la comida, nos detuvimos. Antes de entrar, mi padre dijo:
“Tu abuelo no pudo elegir, tuvo que ser un lobo al instante de su muerte. Pero será también mi privilegio y el tuyo elegir nuestra morada.”
La voz desapareció para confundirse con las voces del viento. Sigur cayó sentado en la nieve. Llevó sus manos a la cara sus manos, miró entre los pliegues de sus dedos el cuerpo caído, y el recuerdo de la violación y la muerte de Sila se formó sobre la nieve. Calor sobre frío alternándose en las imágenes que había querido olvidar. Pero hoy ya se sentía un hombre, y no había tiempo para excusas ni postergaciones. Los sueños se habían encargado de reforzar el dolor y la angustia de su soledad mientras ella desaparecía sobre los brazos de los cazadores
madre, me has abandonado
será porque miré sin hacer nada para ayudarte
y además esta carga: el nuevo conocimiento
a veces podría odiarte, madre, a veces puedo amarte y odiarte al mismo tiempo
Se dio cuenta de que necesitaba una prueba de su hazaña. La ira se concentró en la ríspida excitación de sus músculos, y debía deshacer algo entre ellos.
Destruir y mutilar.
Y allí había un cuerpo que necesitaba inmolación.
Primero cubrió la cabeza, -por nada del mundo iba a mirar esos ojos otra vez- y fue desprendiendo la piel. Tiró de ella mientras con el muñón la separaba el tejido de la grasa y la carne. Una telaraña de sangre fluyó con delicadeza y se fundió como flores rojas en hielo.
Reparó los orificios de las flechas con una mezcla de grasa. Así pudo confeccionar su nueva vestimenta. Se desnudó y permaneció parado un rato al ver la sombra de su cuerpo sobre la nieve. El viento le hablaba al oído, le hacía caricias con manos cóncavas y muertas. Era grato imaginarse para siempre solo en medio de la nada. Sin pensar en el mundo que se le había venido encima, en el inmenso trabajo futuro que cargaría en sus hombros.
¡Oh dioses, sientan mi flaqueza y mi corazón pequeño!
Mi espalda no es más fuerte que la de un hombre solo.
¡Oh, madre, por qué a mí!
El mundo, la gente que lo puebla, me abruma.
La carga de mi raza, el peso de la especie, sobre la espalda.
La esperanza y la redención, en mis brazos.
Las plegarias, los llantos, los gritos, encerrados en los puños.
Y la supervivencia de un pueblo en mis ojos.
Nadie ha nacido para esto, ni puede enseñársele tampoco.
Entonces se vistió con la piel de la osa, e hizo también un gorro con los fragmentos sobrantes, y comenzó a caminar hacia su hogar.
Durante casi cinco días, el retumbar de la maza del dios Thornmeld pudo escucharse desde el Norte. Y toda la noche anterior a su regreso sonaron los golpes, todavía más fuertes, en el cielo rojo. Sigur miró las auroras boreales, por si alcanzaba a distinguir la forma del dios dibujada en el horizonte, pero nada vio. Se sentía abandonado a pesar de aquel sonido, que ahora parecía solamente un fenómeno más de la naturaleza.
Una mañana vio las columnas de humo, elevadas igual que pilares sosteniendo el cuerpo de los dioses, o las dudas crecientes sobre los dioses. Las primeras chozas del pueblo fueron surgiendo como pequeñas hormigas sepultadas en la nieve.
Los hombres lo reconocieron al verlo llegar vestido igual a un rey de las estepas, con la gran capa blanca cayendo a sus espaldas, los cabellos rojos y la barba cubierta de escarcha. Corrieron hacia él y lo rodearon, pero no se atrevieron a poner un solo dedo sobre la piel de la osa, ni a tocar las armas que él había traído de vuelta. Ya muchos otros se estaban acercando ahora. Las mujeres lo siguieron a cierta distancia y con las cabezas gachas.
Cuando Sigur llegó al centro de la aldea, les dio permiso para besar la piel del animal, mientras él caminaba entre la gente. Los gestos de asombro y afecto, de sumo respeto, formaron un halo de veneración a su alrededor. Y se dirigió con lentitud, interrumpido por los ademanes piadosos del pueblo, hacia la cabaña donde su esposa lo aguardaba.
*
Acostado y con la vista fija en los tablones del techo, no pudo descansar en casi toda la noche, dejando que los tiempos de su vida
la extensa vida antes de mi vida, lo que viví siendo otros, siendo ellos en mí, hasta obtener la experiencia de las generaciones
volviesen uno tras otro desde su memoria, sin orden ni medida. El sol brillaba con opacos destellos en el amanecer, el fin de la luminosa noche inundada de recuerdos.
Así debía ser, se dijo, la ansiedad que agradaba a los espíritus malévolos, siempre atentos a la vigilia de las almas intranquilas. Cómo no sentir inquietud, entonces, si lo esperaba la tarea de convencer a los demás del destino al que estaba condenado, como el sol de aquellas regiones a no hundirse nunca.
Apartó las mantas, sin que Gerda despertase. Miró su desnudez y volvió a cubrirla. Se vistió con pereza y cobardía. Lo afligía el olor de la madera ardiendo, el calor del lecho, el aroma de la piel de su mujer, la plácida sensación de la muerte del sueño y su despertar. Todo esto lo retenía allí, diciéndole: No vayas, y vivirás para siempre. Su cuerpo, cultivado en las tareas de la caza y la construcción del hogar, le hablaba, las viviendas del pueblo que veía desde la cabaña, el color del frío amanecer en el horizonte, trayendo la soledad igual que una mujer estéril trae el vacío a su alrededor.
Gerda se levantó. Sacaron las vasijas de leche que almacenaban entre cubos de hielo bajo el piso. El ruido del hielo al romperse entre las manos de Gerda, el olor de la leche al calentarse, todo esto lo recordaría más tarde. Bebieron, mirándose a los ojos mientras entibiaban sus manos sobre las vasijas. Se besaron.
Sigur salió. El viento había amainado un poco y arrastraba la nieve que había caído esa noche. Sus amigos lo estaban esperando junto al trineo. Amarraron a los perros, ajustaron las provisiones y buscaron en el cielo señales propicias para el viaje. Algunos se habían puesto a rezar. Sigur se detuvo una vez más antes de partir. Había escuchado que Gerda le decía algo, en un murmullo.
-¡¿Cómo?!- preguntó, gritando por encima del viento. Pero no esperó que ella le contestase, porque en realidad un instante después se dijo que había escuchado y comprendido bien esas palabras murmuradas que hablaban del hijo que iba a venir, más suaves y acariciadoras aún que el viento de verano, un remanso de sol y brisas cálidas rodeándolos a ambos. Volvió adonde ella estaba y la besó. Acarició el vientre cálido y aún delgado en el que crecía el hijo. Las manos de ella lo tocaron para dejarle en la barba el calor de sus dedos.
Los hombres tenían preparadas dos pieles más para abrigarlo. Cuatro se ubicaron en el primer trineo, y los otros seis en los restantes. Los latigazos resonaron en medio del viento. Los perros ladraron, mordiéndose sin furia unos a otros. La visión del camino se aclaraba a medida que amanecía, y las riendas se tensaron con fuerza. La corta caravana se puso en marcha.
Estaban dispuestos a no detenerse hasta llegar a la primera población que encontrasen. Sigur no había planeado un trayecto en especial, pueblo u hombre que hallaran, sería el objetivo de su discurso. Pero sí había estado pensando desde muchas noches antes, cuando el recurrente sueño no se presentaba, en las palabras que pronunciaría para reclutar hombres, masas de hombres, hasta quizá pueblos enteros, para arrastrarlos hacia el Sur.
Esa mañana el sol brillaba, relumbrando sobre el pelaje de los perros. Había en esos ojos agitados una entusiasta mirada de fidelidad, de alegría quizá. Si los animales eran felices, por qué no él, después de todo. El más diestro y fuerte, así lo había demostrado. Y los hombres que lo acompañaba lo eran casi tanto como él, seres de las poblaciones perdidas en el olvido y el silencio del hielo.
Cuando llegaron al primer pueblo, dos hombres lo acompañaron junto a un par de perros, los demás se quedaron a cuidar a los otros, que ladraban mientras Sigur se alejaba. La aldea le era conocida, allí había ido a comerciar con provisiones y pieles. Vio a un viejo, un curandero quizá, parado en medio de un grupo de hombres frente a la puerta de una cabaña. Los que lo rodeaban reconocieron a Sigur porque los viajeros habían traído la historia de su proeza con la osa.
Un hombre alto, no demasiado, pero fuerte y corpulento. En la espalda puede cargar dos venados a la vez, y su pelo largo es rojo. Tanto como la aurora del Norte, decían, y el relato se había esparcido por la estepa después de que la manada de osos se replegara al norte. Toda la rica zona del noreste se abrió entonces al paso de los pueblos vecinos. Más de cincuenta pueblos se abalanzaron hacia esas tierras, y la historia del hombre que mató a la bestia y era heredero de una raza usurpada, fue pasando de boca en boca.
-Bienvenido, joven Sigur- dijo el anciano. Los rostros de los demás se iluminaron al saludarlo. Caras bronceadas por el reflejo del sol en la nieve, arrugadas unas o cubiertas otras por espesas barbas bordeando ojos muy claros. Pero eran miradas secas, como si estuviesen siempre furiosas, o padeciendo un dolor que les daba aquel brillo constante.
Sigur ofreció su mano derecha enguantada al viejo curandero. Los otros observaron la mano izquierda, porque decían que la había perdido en una pelea con perros salvajes. Después miraron al cielo, porque les habían dicho que el joven era seguido por una bandada de aves negras. La mano izquierda era sólo un muñón cubierto en telas a un costado del cuerpo, tranquila igual que un animal dormido, y el sombrero de oso blanco, si era verdad lo que habían escuchado, se veía sucio y común. Pero aún los que se mostraban más reticentes a alabarlo, le abrieron paso con respeto. Las pocas mujeres que acompañaban a sus esposos bajaron la mirada al encontrarse con sus ojos. Los perros de los alrededores ladraban sin cansancio.
-Necesitamos una plataforma- pidieron los ayudantes de Sigur, y algunos hombres se ofrecieron construirla. Enseguida el viejo se acercó y lo tomó del brazo.
-Mis respetos, Sigur. Tu destreza proviene de una insigne estirpe de cazadores. De línea de mujer te llega tu herencia.
Él lo miró no del todo extrañado por la sapiencia del viejo, y caminaron juntos hacia el tablado que los demás habían empezado a improvisar. La madera estaba manchada de sangre.
-Los restos del matadero te servirán para dirigirnos la palabra, joven señor.
-Lo agradezco, anciano- Y lo besó en la frente.
El viejo se quedó parado, al parecer absorto por el honor que le había hecho, y varios lo rodearon. El silbido del viento se oía detrás de las construcciones: el depósito de leña, la cabaña del curandero y el almacén de pieles y aceites.
-¡Hombres!- comenzó a decir Sigur.- ¡Vengo a buscarlos! Si algo saben de mí, es la capacidad que he demostrado y el legado que he recibido. Les ofrezco una tierra cálida donde las plantas crecen hasta obligarnos a caminar a golpes de hacha, y los árboles tienen el tamaño y la altura del cielo. Donde los ríos son tibios y el agua es siempre abundante. Hay tantos animales, que parecen nacer entre nuestras manos. ¡Vengan solos o con sus familias! Sus hijos crecerán más fuertes y menos temerosos. Este frío intenso, hombres del norte, entorpece la inteligencia.
Al terminar, nadie habló. Lo miraban desde sus hoscos rostros. Aquel destacado joven había interpretado sus deseos con tal exactitud, que era como verlos convertidos en figuras de nieve, pero teñidos de la desesperanza al mismo tiempo. Anhelados y contenidos deseos.
Sigur sabía que eran fugitivos de zonas de hambre y guerra, y la nieve les había ofrecido al principio paz y una mediana prosperidad. Pero habían conocido otros clima en otros tiempos, y esos recuerdos permanecían encendidos en su memoria, lejos de la nieve que retardaba el pensamiento.
-Porque la mente es ligereza y calor-terminó diciendo- y el último paso de la vida a la quietud, el postrero vuelo de la alada conciencia.
Sigur escuchó el murmullo temeroso, que fue creciendo hasta ocultar el ladrido de los perros. Después de todo, ¿qué les ofrecía él? Hambre, seguramente, durante un viaje impredecible donde las tormentas y otros hombres podrían llegar a exterminarlos. Así se animó a hablar uno de ellos. El sol brillaba en la cara del hombre como sobre un trozo de hielo.
-¡Señor!- le dijo.- ¡Tenemos miedo!
Los demás asintieron con un movimiento de cabezas.
-Lo creo- respondió Sigur.- Pero mientras más seamos, más seguros estaremos.
Sin embargo, no tuvo la suficiente destreza para convencerlos. La mayoría se alejó, dándole la espalda y regresando cabizbajos hacia donde sus familias los esperaban.
Al final de la tarde, después de reuniones en grupos alrededor de fogatas que luchaban contra la noche inminente, unos pocos hombres se le unieron, confiados más en lo que se decía de Sigur que en el triunfo del proyecto. La luz del crepúsculo moría, y quedaban en el cielo sólo manchas desgarradas del color de las ciruelas.
Sigur y el curandero caminaron hasta los trineos.
-¿Esperabas tener éxito de inmediato?- se atrevió a preguntarle el viejo.
El resto se dispersaba como un conjunto de hormigas huyendo a sus refugios. Sigur suspiró. Detrás del anciano, los frutos morados del cielo abrían sus pulpas y la dejaban caer con las semillas de la noche.
Apoyó una mano sobre el hombro del anciano.
-Creo que no- le dijo.
Tal vez deba convencerme a mí mismo, todavía.
Las mismas miradas se repitieron en el siguiente pueblo, más pobre que el anterior. No había construcciones, ni tarimas o tablados en donde elevarse por sobre las cabezas de los habitantes, que habían venido de muchas aldeas vecinas al saber de su llegada. Lo observaban con temor y desconfianza, envueltos en abrigos y gorros de piel de zorro. Gotas de mucosidad les helada caía de las narices, y los párpados blancos de escarcha, parecían moverse leyendo las palabras en los labios de Sigur.
-¡Me conocen! Ya saben quién soy y les han dicho ya lo que voy a hacer. Les ofrezco la tierra y la riqueza, que aunque no siempre van juntas, adonde me dirijo no nace una sin la otra. Tan seguro estoy, que he dejado a mi mujer más al norte, y a mi hijo que aún crece en su cuerpo. Ella es la tierra y él su fruto más preciado. Miren a sus hijos y piensen en eso. Dejo mi descendencia, la única, quizá, que tendré en el resto de mi vida. Los desafío a hacer lo mismo, si son tan hombres como yo lo soy!
La única forma de movilizar el letargo de esos hombres era ser duro y exigente, pensaba. Los miró a los ojos, uno por uno, pero los otros bajaban la mirada. Luego un murmullo de entusiasmo comenzó a crecer, tímida primero, entre los más jóvenes. Los viejos, que habían llegado a esa región casi una generación antes, los observaban con temor, pero nada dijeron. Los jóvenes siguieron hablando entre ellos después de dispersarse, yendo y viniendo durante la tarde. Después, se dirigieron a hablar con Sigur.
-¡Yo voy con usted, Señor!
-¡Yo también!
-¡Y yo!- gritaron, más seguros de su decisión al ver que otros se unían al grupo.
Se les dio tiempo para recoger sus trineos, armas y más perros. Cuando partieron del pueblo, eran ya una caravana extensa despedida por mujeres y niños que los seguían hasta más allá de los límites del poblado. Sólo algunos viejos los acompañaron hasta que cayó la noche, con rostros melancólicos en que se adivinaba la pena.
En todas las poblaciones por las que pasaron desde entonces, comenzaron a llamarlo Gran Señor. La noticia de su viaje los precedía de pueblo en pueblo, y en cada uno hallaban más hombres reunidos, aguardándolo para celebrar su arribo con ceremonias donde lo agasajaban con comidas y música.
Llegaron a una aldea mucho más grande que las anteriores, y luego de entrar con su séquito habitual y los casi trescientos hombres que había logrado reunir, Sigur se levantó del trineo. Llevando a dos perros a su lado, caminó hacia el centro de este nuevo pueblo.
Los pobladores lo rodearon para tocarlo, pero sus hombres formaron una barrera que lo protegía. Los niños se le acercaban con ofrendas que las mujeres les habían encargado entregar.
-Demasiado respeto, pero nada de lealtad- les dijo Sigur a sus hombres, en voz alta, mientras avanzaban. Y esas palabras se esparcieron como un quejido de desaprobación y reprimenda del gran hombre hacia los pobladores. La gente las escuchó y fueron repetidas de boca en boca a través de las filas que lo seguían hacia el centro del pueblo, y gestos de vergüenza aparecieron en las caras.
Sigur se había vestido con la piel de la osa del norte, seguro de que tal aspecto acentuaría la fuerza de sus palabras. Necesitaba convencer a muchos más hombres.
Si vieran mi cuerpo debajo de estas pieles, si viesen mi cuerpo de hombre, no me temerían. Aunque fuerte, tengo sólo dos brazos, y aunque valiente, también he sido pretencioso.
Irguió la espalda, enfrentó con mirada desafiante a la multitud, y subió al entarimado que le habían construido. Los perros vigilaban a su alrededor, cautelosos.
Clavó el hacha en la madera que tenía delante de la plataforma.
Extendió el muñón de su mano izquierda con un gesto de extrema delicadeza, como quien ofrece lo más valioso de su persona para ser reverenciado.
Entonces, uno de los perros lamió lo que quedaba de su mano, y varias voces de asombro surgieron de la gente.
-¡Me conocen, hombres! ¡Les ordeno acompañarme! El que no venga se enfrentará conmigo a mi regreso.
Se detuvo porque todos señalaban hacia el techo de un establo. Se dio vuelta y vio al buitre, posado tranquilo y atento, sobre el borde del alero. Las aves habían regresado, y ya no se sentía tan solo. Luego volvió la mirada al pueblo.
-Tal vez piensen que nunca regresaré, pero la duda será la herramienta que cavará sus fosas.
Enseguida se apartó para volver a su trineo, sin hacer caso de las lisonjeras súplicas de los más destacados para que visitase sus casas.
El ave lo siguió hasta la caravana, y se posó junto a él.
Tuvieron que esperar casi todo el día a los hombres que se les unirían. Casi no hubo ninguno en aquella aldea que no estuviese dispuesto a seguirlo. Cargaban bolsas de ropa y comida, y algunos llevaron también a sus mujeres e hijos. Hubo despedidas, llantos de resignado descontento, aclamaciones de victoria y bienaventuranza. Los que se quedaban, contemplaron a la larga caravana despertar lentamente de su letargo sobre la nieve.
El buitre levantó vuelo y se unió a la bandada que había aparecido desde el cielo del Norte, para escoltarlos. La niebla del crepúsculo invernal los envolvió a todos en su sombra.
LAS VIRTUDES DE LA MUERTE
Un anochecer de colores arduamente dilatados por múltiples soles, amarillos fuertes y oscuros. Nubes que parecen restos de combustiones inconclusas. Un cielo que desaparece en su caída, se derrumba hacia arriba, a otro cielo superior y quizá más calmo o más perenne. Pero aquí, cerca de la tierra, hasta el aire se endurece, se petrifica luego de la última unión de sus elementos, después de ser fuego, gas, líquido y otra vez gas, aire y fuego nuevamente. El cielo se convierte en tierra, en madera, como si los árboles esparcieran sus semillas también allí, capaces de brotar en el barro suspendido, el humo de barro.
“Ellos nos sostienen. Son la tierra.”
La cercanía de la tierra espanta a los habitantes primordiales del cielo. Insectos, aves, semidioses, fenómenos sin nombre en irremediable indefensión por estar hechos de material indigno. Es en estos anocheceres cuando los monstruos surgen y dominan el paisaje. Y mientras lúgubres formas salen de un opaco sol que está muriendo, los monstruos se han reunido alrededor de la madre que comienza a emerger desde el otro extremo del cielo.
“El suelo sobre el que caminamos.”
La luna le habla a sus hijos en un lenguaje de tonos boscosos, un bosque árido. Y cada uno de las figuras en la superficie de esa luna, es el punto en que se inicia el fin de los hombres. Cada habitante, cada barca o casa, niño, mujer o anciano, ve con nitidez su comienzo y su irrevocable finitud. Por eso, cuando ella, la diosa de la noche, surge en el cielo, los cuerpos reviven.
“Nos sostienen, son la tierra, caminamos sobre ellos.”
El resto se esfuma en la nada. Y el vacío induce la piedad de los muertos. Los que ya han sido y conocen la ausencia del ser. Renacen los nervios de sus miembros muertos, que sólo la diosa es capaz de estimular.
“Nos sostienen en la tierra sobre la que...”
Nacen de los sitios donde fueron enterrados, y olvidan el lugar de pesadumbre. Sitio de limitada sapiencia, insoportable quietud. Bailan, encienden fogatas. Son rostros que tuvieron ojos, manos. Voces que se han hecho ásperas esta noche.
“Caminamos sobre ellos, no caemos porque nos sostienen.”
Él está en medio de las fogatas. Escucha la enorme voz que le repite frases oídas muchas veces, confundida con los gritos y el retumbar de la piel de muertos en la renovada noche de esperanza. La luna mueve sus múltiples ojos, parecida a una fosa cavada en la tierra oscura del cielo, en la que desea meter las manos y llenar sus palmas con esas larvas. La vida que come vida en la muerte.
Son la tierra sobre la que caminamos, repite la voz.
Aparta los ojos de aquella luna, y escucha la orden. Pero la voz, por más que se parezca a una orden, es sólo afirmación. Un recuerdo que se había propuesto olvidar por pertenecer a su abuelo.
Ve la cara en la multitud. Entre los rostros informes, reconoce la cara de alguien a quien vio morir. Y se le está acercando.
El cuerpo es diferente a los otros, como si nunca hubiese estado expuesto a los gusanos. Él conoce ese cuerpo carente de ruindad que camina hacia él. Pero su memoria se resiste a la revelación del nombre.
La figura se abre paso entre los bailes y orgías de los muertos. Se agranda, cada vez más clara a la luz de la luna que intenta facilitar la memoria de Zaid.
Él sufre, llora por no reconocer a quien cree es su obligación dar un beso en la frente, y quizá también poner sus manos sobre el cuello y cerrarlas. Pero, se dice, ya hice algo como eso. Resultados, de eso se trata finalmente, que por cualquier medio son los mismos. Debe reconocer el rostro.
Cuando se le ha acercado, entrecierra los párpados y fuerza la vista ante la cara frente a la suya. La ovalada faz de barba y ojos de impreciso color sonríe con un leve gesto de desdén en los labios. Las pupilas se tornan ovales según el movimiento de los ojos, como un animal del bosque.
Entonces nace un gruñido de furia de la profundidad de la boca abierta.
Ahora lo sabe. Comprende el idioma, aunque sin haberlo aprendido nunca, y ve lo que está grabado en la cara del muerto.
El rostro sin nombre, piensa, al despertar.
Abrió los ojos al sol que empalidecía detrás de nubes espesas. Su cuerpo todavía era el de un niño que estaba creciendo, y le dolía. Pero él no pensaba demasiado en esto aún, sino en la memoria de los sueños que se obstinaban en recordarle que no había enterrado al hombre.
El abuelo Zor le repetía su tediosa letanía una y otra vez. Era curioso cómo las palabras de aquel viejo se habían fijado en su memoria con más fuerza que cualquier otra cosa dicha por quienes él creía admirar.
Ellos nos sostienen.
Los enterrados.
Su tarea de soportar el peso de los vivos.
Sin ellos, vivos y muertos continuarían siendo, como en los orígenes, una sola masa común de fango.
Tu voz de tierra, tu boca llena de aire y de nada. Si no fui más que tu instrumento, en contra aún de mi débil voluntad, porque mi cuerpo también es débil todavía. ¡Maldito seas, viejo cazador!
Después de correr todo un día a lo largo de la orilla del río, comenzó a pensar en lo que había hecho. Tenía la sensación de que algo faltaba. No entraba en ello el arrepentimiento, lo sabía; sin embargo, matar a un hombre dormido, aunque fuese el hombre que lo había humillado, no era un acto que su padre aprobaría. Si uno mata es para comer o defenderse, le había dicho Tol, y su defensa ahora le parecía venganza. Únicamente había logrado que el alma de la víctima lo amenazara en sus sueños.
Se detuvo a mirar las aves que volaban en grandes bandadas sobre toda la zona. Algunos hombres, a lo lejos, intentaban espantarlas con gritos y piedras. Alcanzó a distinguir los colores de la túnica del brujo. Reynod rezaba e incitaba a las aves a marcharse. Pero tal vez ellas tuviesen otros dioses, otros temores, porque permanecieron allí dando vueltas sin cansarse, atentas a cualquier cuerpo inmóvil. Una llovizna gris diluía los contornos de los árboles, la superficie del río, la tierra que se apelmazaba en altos montones de barro donde chocaban las olas de la corriente.
Miró hacia atrás, dispuesto a regresar, pero recordaba el sitio exacto donde había dejado a Markus. El paisaje había cambiado demasiado en poco tiempo, y caminó hacia la gente que rodeaba al brujo con la esperanza de que el viejo hubiese sido llevado hasta allí. Pasó entre las brasas humeantes a lo largo de la playa repleta de muertos y heridos. Una caravana avanzaba alejándose del río hacia el norte. Los miembros vestían hábitos negros y raídos, y un anciano caminaba al lado del muerto que cuatro hombres cargaban.
-Debe ser el funeral de un hombre importante- dijo alguien que se había parado junto a Zaid, mirando la misma procesión. Las nubes se dispersaron por instantes y dejaron que el sol iluminara el bosque de abetos, las sombras largas y pálidas de los árboles formaron columnas que se arrastraban por el suelo hasta ellos.
-El viejo es el líder de los rebeldes, se parece al artesano…pero no sé a quien llevan.- El hombre que hablaba echó una mirada hacia la congregación del brujo, y bajó la voz. -Debe ser uno que se hace el muerto para huir.
Zaid lo miró con asombro. Sabía que a los rebeldes ni siquiera se los debía mencionar, su condición era más precaria aún que la de un esclavo.
-Hijo, no me mires así- le dijo el otro.- Nadie les prestará atención ahora, todos estamos ocupados en enterrar a nuestros muertos.
Zaid se alejó siguiendo el camino de la orilla. De vez en cuando, se daba vuelta para observar a los que se dirigían hacia el norte buscando refugio en la costa lejana. De vez en cuando llegaban ráfagas heladas del mar, lejano pero fiel mensajero del invierno. Sintió escalofríos que hicieron temblar su cuerpo casi desnudo e irritado por el ardor de las quemaduras. El viento le punzaba la piel como langostas. Apuró el paso hacia un grupo que se protegía junto a una fogata. Algunas mujeres lo vieron llegar tiritando y se adelantaron para abrigarlo con pieles que olían a sangre.
-¿Cuál es tu nombre?- le preguntó una mientras lo conducía cerca del fuego. Repitió la pregunta dos o tres veces, pero él no iba a decir su nombre. Incluso esperaba no ser reconocido con esa máscara de tierra. Tuvo entonces una idea que facilitaría su búsqueda, y dijo:
-Soy el nieto de Markus, el de los Ojos Claros, y busco a mi abuelo.
Nadie supo responderle. Del río de lava subía un vaho cálido que ni siquiera la brisa frío del norte lograba vencer del todo. Estaba anocheciendo. Más lejos, donde muchos estaban reunidos y rezaban, varias hogueras despedían un denso humo negro con el olor de la carne quemada. Entonces caminó hacia la voz del brujo, cada vez más clara y fuerte a medida que se acercaba.
-¡Las vírgenes tienen el aroma de la savia de los tallos verdes, tardan y sufren y se resisten a quemarse! ¡Gracias a ellas la ira de los dioses ha cesado!
Se escuchó un clamor, casi un tronar, de los hombres y mujeres que rodeaban a Reynod. Los cuervos que sobrevolaban las hogueras se alejaron con el estampido de las voces. La gente comenzó a dispersarse cuando terminó la ceremonia, y Zaid se encontró en medio de cientos de hombres y mujeres que buscaban a sus muertos. Levantaban las cabezas de los cadáveres del barro y las dejaban caer de nuevo. Cuando alguno era reconocido, los hombres lo cargaban, o varias mujeres lo arrastraban. Y los brazos y piernas de los muertos hacían entonces el último camino a las fosas, balanceándose en las espaldas de sus deudos.
Zaid buscó también el rostro sin nombre, pero todos los cuerpos le resultaban perfectamente iguales: tristes, oscuros, rígidos. La muerte era la máscara más hábil del mundo, le había dicho el abuelo Zor una vez.
párpados cerrados o abiertos, ojos de mirada perdida. rostros y cuellos deformes. bocas entreabiertas, lenguas torcidas. lenguas negras. sangre seca. hormigas entrando en los oídos. picotazos de carroñeros que prueban la carne y la desprecian.
Durante cinco días estuvo preguntando y buscando a Markus o a su hijo, pero se daba cuenta de lo imposible que sería encontrar una cara entre tantas que habían perdido su fisonomía para siempre. Y cuando ya la niebla se había asentado al final de la tarde, escuchó una voz que gritaba en la neblina, entre los árboles.
-¡Traigan más hachas, palas y tierra!
Debía ser uno de los enterradores, se dijo Zaid. No había conocido a muchos de esa casta de voz monótona aunque firme, de tonos tristes y resignados, los de ojos negros igual que sus ropas. Esa tela les ajustaba el cuerpo como si midiese su talla para la fosa en la que algún día iban a descansar. Se decía que cavaban su propia tumba en la mañana de la última jornada de trabajo decidida por ellos en la vejez. En la tarde de ese día aún habrían de cavar para otros, pero después, cuando el sol terminara de esconderse, se dejarían caer en el pozo que la lluvia taparía con la tierra amontonada a un costado. Todo esto se decía de ellos, y si era cierto lo que Zaid había escuchado, el conocimiento de los enterradores sobre la muerte iba a serle útil a él.
Se metió en la niebla del bosque, guiado por las voces, el jadeo de los cavadores. Como una figura de humo apenas más definida que las otras sombras a su alrededor, el hombre estaba parado junto a un árbol, con un brazo extendido hacia el montón de cuerpos acarreados por sus ayudantes. Cuando sus ojos se acostumbraron, pudo ver que vestía de negro y la barba casi le ocultaba la cara con un halo oscuro. Pero el otro lo descubrió mirándolo, y aprecien enfadarse.
-¿Qué estás buscando?
Entonces unos pocos rayos pálidos y ocres del sol atravesaron la niebla, y Zaid distinguió la marca en la frente del hombre, la mancha de carbón ardiente que lo confirmaba en su cargo.
-Quiero saber... - empezó a decir Zaid, pero empezó a toser y escupir saliva y sangre.
El otro le dio agua de una vasija.
-Quiero saber... -repitió. - ...si puedo hablar con ellos... - Y señaló a los cadáveres.
El hombre lo miró extrañado y lo hizo sentarse con él junto un árbol. Las ramas crujían con el viento, mientras la humedad de la tarde los hacía sudar.
-¿Quién te dijo que van a responderte? Hay veces que ni siquiera a mí me contestan.
-De eso depende mi paz- contestó Zaid.
En sus ojos debió dibujarse un brillo que conmovió al hombre, porque éste dejó la vasija a un lado y desvió la mirada con rapidez vigilando el trabajo de los otros cavadores. La tierra mezclada con ceniza, hojas y ramas, era una maraña de barro viscoso e impenetrable que entorpecía el trabajo.
-Tengo que saber si hay un muerto que conozco entre los enterrados. Sino, deberé buscarlo y cavar la fosa.
Zaid creyó que no le estaba prestando atención, pero de pronto le pareció escucharlo gemir. El hombre luego se dio vuelta, tenía una expresión cercana a la pena.
-Hijo, eso puede llevarte toda la vida.- La voz del enterrador se oyó acongojada.
-Pero no es eso a lo que tengo miedo- contestó Zaid.
Entonces el otro lo agarró de los hombros y le besó la frente. No era un signo de cariño, sino de dolor, pensó Zaid, los labios eran secos y ásperos como la tierra con pedruzcos.
-Hay elegidos, hijo mío, y de vez en cuando nos encontramos, reconociéndonos...
El beso tuvo, mientras duró, la certeza de una condena, pero no excluía la misericordia por la nueva alma dedicada a tal tarea.
-Piedad a los muertos, piedad para él- murmuró el hombre con lo párpados cerrados, y después marcó la frente de Zaid con un puñado de tierra.
-Ahora estás ungido. Serás el más importante de mis ayudantes. Desde este momento, te entrego mi azada.
Zaid trabajó todo el resto del día cavando fosas. De vez en cuando, se sentaba a descansar, secándose la frente y levantando la mirada para ver a lo lejos. Más allá de los otros cavadores, que se agachaban y se erguían sin descanso, detrás de los árboles caídos y la neblina y la ceniza que aún flotaba en el aire, alcanzó a descubrir a los ayudantes del brujo. Estaban sepultando los cuerpos de las jóvenes en un sitio de la playa, elegido sin duda por Reynod. La fosa de las vírgenes era labor exclusivo de su séquito. Los cuerpos habían sido envueltos con grandes hojas verdes, y parecían larvas de gusanos aguardando las crecidas del río para regresar al espíritu del bosque.
Pero los cuerpos de la gente del pueblo se abandonaban a la tarea de los enterradores, porque la tierra, lodo y podredumbre, había dicho Reynod, era el material impuro con que habían sido creados.
Durante los días siguientes, el maestro le enseñó lo que debía saber para su labor, pero Zaid únicamente pensaba en el rostro de sus sueños, buscándolo en cada uno de los cuerpos que sepultaba.
-¿Cuál es tu nombre?- le había preguntado el maestro muchas veces, sin conseguir respuesta. Y volvió a hacerlo una vez más.
El joven pensó en mentirle, pero recordando a aquel a quien no lograba encontrar, se dio cuenta que ya le resultaba innecesario.
-Mi nombre es Zaid...y busco a Markus el de los Ojos Claros.
El enterrador detuvo su tarea y reflexionó, apoyando una mano sobre el mango de la azada y la otra sobre un hombro del muchacho.
-Soy uno de sus hijos.
Zaid lo miraba con resentimiento, como si también el maestro hubiese estado guardando un secreto.
-¿Por qué estás buscando a mi padre?
Tardó en hallar una excusa que reemplazara la verdad.
-El viejo me cuidó en la balsa en que huimos- dijo el joven-y lo perdí de vista. También allí estaba otro de sus hijos.
-Ese debió ser mi hermano, el menor de todos, el que tuvo que soportar la locura de mi padre. Si te contara lo que Volfus llegó a hacer para el viejo...
Así que ése es su nombre, y su cara vuelve como en las noches. Pero hoy estoy despierto, aunque los bailes de la niebla oculten el bosque y los hombres que lo habitan.
Los ojos pequeños, creciendo como dos círculos de agua cuando se arroja una piedra, siempre más grandes, oscuros, sin fondo, sin límites que calmen la sensación de caída en los abismos.
Los ojos de luna en creciente.
Un lobo aullando, sobre una roca, a la noche reflejada en sus ojos.
Un lobo negro rogando a la luna, monstruo amarillo de ira.
-Un hombre malo- agregó Zaid, sin pensarlo, y temió la reacción del maestro, que tardó en responder.
-No he vuelto a verlo desde niño, pero ya entonces era extraño. Aunque nadie es malo, hijo, lo sé porque ellos me lo han dicho.
Miró entonces hacia los cadáveres vueltos boca abajo en la gran fosa que estaban cavando. Después agarró varios puñados de ceniza y los esparció sobre los cuerpos. Murmuró una letanía cerrando los ojos. Al abrirlos, vio que Zaid lo observaba.
-Ya aprenderás. A mí me llevó mucho tiempo. Un día estarás feliz si por lo menos uno llega a hablarte.
Zaid retomó el trabajo con esa esperanza. Al anochecer, se marcharon juntos con las azadas al hombro y los pies desnudos sobre la tierra sembrada de huesos nuevos. La luna los guiaba hacia la choza del enterrador. Después de comer, durmieron con los músculos tan tensos como rígidos estaban los que habían sepultado.
Vivió tres inviernos con el maestro, y aprendió el oficio hasta adquirir su misma destreza. Se levantaban antes que el sol, y luego de lavarse en la cascada que el arroyo creaba detrás de la cabaña, se vestían con las estrechas ropas negras. La espalda de Zaid había crecido con la tarea cotidiana de las excavaciones. Sus hombros también eran fuertes a raíz de cargar tantos cuerpos enmohecidos, estáticos como troncos.
Y él seguía buscando en cada uno el rostro del que debía provenir la paz. La serenidad para sus sueños. Hasta intentaba hablarles cuando se quedaba solo, encargado de tareas menores como limpiar las herramientas, elegir o remover las tierras para el día siguiente, enterrar, a veces, recién nacidos que las madres daban a luz ya muertos en el bosque. Recordaba en esas ocasiones a los niños devorados en la balsa, y la piedad lo hacía dedicarles una parte especial de su tiempo.
-Yo lo hago, maestro- le había dicho un día, y el otro cedió, no sin cierto orgullo por la dedicación de su aprendiz.
Pero los muertos nunca le respondieron.
Los párpados permanecían cerrados, y aunque los abriese, forzando la piel seca, palpando la dureza de los ojos, nunca halló signos de respuesta. Los labios morados no se movieron jamás con la revelación.
Su cuerpo ya no es cuerpo. Es aire, es un puñado de tierra, tal vez ni siquiera eso. Polvo que gira entre las ramas, escarcha en las alas de los pájaros, heces bajo las patas de los corzos. Pero él posee el no tiempo entre sus manos, y yo el tiempo que vuela en las alegrías y se arrastra en las penurias.
La quietud y el silencio sin viento ni brisa, ni el más leve movimiento del aire.
La nada, el tiempo detenido.
Una noche se sentó a descansar sobre una roca. Se quedó dormido y despertó poco antes del amanecer. La fetidez de los cadáveres que había dejado sin enterrar se levantaba de los pozos abiertos inundando el bosque. Un pequeño fuego le daba un poco de luz y calor. Miró la cara del último que aguardaba ser enterrado. Vio una herida entre los labios y la nariz, y tuvo una extraña idea. Un conocimiento que nadie pudo haberle enseñado, pero allí estaba en su mente, claro y fácil de comprobar.
Temió equivocarse, pero lo peor que podía ocurrir era despertar la ira del muerto, y aquello resultaba por lo menos algo nuevo frente a la nada del silencio. Con un golpe del borde de la azada, hundió y partió el rostro. Los huesos se rompieron y la cabeza quedó abierta en dos fragmentos.
Zaid transpiraba, aunque la madrugada era fría. Estaba seguro que vería el origen del lenguaje, de la memoria de los hombres. Sacó las astillas una por una, se lastimó muchas veces los dedos embarrados. Detrás de los huesos rotos vio una masa blanda cubierta por una membrana crepitante e hinchada por líquidos internos. Con el filo de un cuchillo la cortó, y el material opaco y nauseabundo se derramó sobre el suelo. El líquido cedió de intensidad lentamente, y él trató de retener la masa gris entre los dedos, pero se resbalaba. Parecía que aún después de todo, la esencia de la revelación se le seguía negando. Entonces oyó la voz del maestro a sus espaldas, y vio la apenas nítida luz del sol que se estaba asomando lejos, muy débil aún, como una antorcha que lo pusiese al descubierto cometiendo un error.
-¡Sacrilegio!¡Quién te enseñó esto!-gritó el maestro, sujetándolo de un hombro y dándole un golpe en la cara.
Zaid lo miró con vergüenza.
-Es que nunca me hablaron…
El otro movió la cabeza con desconsuelo y suspiró profundo.
-Tu problema es que estás buscando el espíritu entre los cuerpos sin vida. Y yo de eso no sé nada. Sólo conozco de cadáveres.
Su voz temblaba al hablar, y Zaid tuvo la sensación de que el maestro nunca había dicho eso en voz alta.
-¿A quién estás buscando?
-Volfus- contestó Zaid, de una sola vez, y ese nombre pareció hacer un surco en su cara, sembrando tristeza y pesadumbre. –Yo lo maté, y cada día que pasa, maestro- Zaid ahora lloraba- su cuerpo se pudre, y el alma migrará para siempre a expensas de mi paz.
-No te preocupes, no te culparé de su muerte. Ya te dije que Volfus era extraño, y de mal modo debía terminar. ¿Y si hallas que ha sido sepultado?
-Me habré deshecho de la culpa.
La mirada de Zaid se trasparentó, como si con sólo decirlo, se viese libre de la oscuridad tras sus ojos.
La luz de la mañana caía en trenzas de sol alrededor de las encinas, y se reflejó en la mirada del enterrador. El maestro se había puesto a meditar, sentado junto a Zaid al borde de la fosa, mirando ambos la cabeza abierta del cadáver en la que los pájaros habían empezado a escarbar. Pasó un brazo sobre los hombros de su aprendiz, y le habló como quien despide a un hijo.
-Mi padre enterró el cuchillo con que Volfus le amputaba el pie de muerto. Se me ocurre que pudo haber llevado el cuerpo a ese lugar.
-¿Está seguro?
-Soy de la familia de Markus, no lo olvides... pero será tu trabajo buscar a otro de mis hermanos, el que ha aprendido a curar a los enfermos. Es el único que conoce el lugar. Una vez me dijo que desenterró el arma, sin que nuestro padre lo supiera, y la guardó. Vive al oeste del delta del Droinne, en los Campos Abiertos.
Zaid partió en la tarde, con las ropas que habían sido del enterrador cuando era joven y una bolsa con provisiones balanceándose a su espalda. Dos o tres veces se dio vuelta para saludar a su maestro, pero justo cuando el brillo del sol desaparecía y era ocupado por la primera sombra del anochecer, el enterrador creyó ver algo más junto al muchacho mientras se alejaba. Un animal, quizá, pero tan alto como un hombre. Una sombra, se dijo, nada más. Tomó la azada y regresó al bosque para retomar su tarea.
*
La tierra apenas estaba perturbada por lomas con pastizales verdes o amarillentos balanceados por el viento, por colinas bajas parecidas a las jorobas de los dioses que viven debajo del mundo para controlar a los muertos. Algunas hondonadas estrechas se alternaban en la llanura, y la luz, reflejada sobre el pasto y los arbustos, se hundía en ellas como tragada por la tierra.
Durante todo el verano que duró su viaje, la gente que encontró en los caminos le habló de los pueblos del este. Decían que los hombres parecían serenos, pero acostumbraban a enfurecerse en las noches al beber el vino preparado con las uvas que sembraban. Le describieron también las casas y chimeneas de piedra construidas por los mismos hombres y mujeres que trabajaban la tierra.
Cuando llegó al valle, se detuvo a mirar la aldea a lo lejos. Pero el anochecer ya se había asentado, el pueblo aún estaba más allá de medio día de distancia, y el sueño comenzaba a vencerlo. Se recostó entre unas altas plantas de hojas verde oscuro que no reconocía, entre espigas movidas por un viento templado dispersando las semillas. Se sintió protegido por los tallos, mientras trataba de distinguir de dónde venía un rumor de agua, tenue pero continuo, que no había podido descubrir en todo el camino.
Volvió a abrir los ojos por un momento antes de dormirse finalmente, y vio las espigas que se alzaban hacia la luna, menos cruel y más blanca que en los bosques de su infancia.
En la mañana siguió caminando hacia el rumor del agua, y encontró un arroyo angosto encerrado entre tablas. El amanecer hacía brillar los campos. Hasta mucho más allá de su vista, los colores de la tierra se sucedían sin interrupción. El amarillo oscuro, el blanco, el morado, dispuestos en sectores de diversos tamaños, uno tras otro, unidos por caminos y senderos deshabitados.
No halló a nadie en todo el día, y cuando el hambre y el calor lo agobiaban, vio una carreta y un buey que pastaba al costado del camino. Él no llevaba armas, sólo un puñal viejo y la ropa que el enterrador le había legado, y se colocó junto al animal buscando a alguien por los alrededores. Oyó una voz ronca, y la sombra de quien le hablaba se interpuso entre él y el sol.
-¡¿Qué busca?!- dijo el hombre viejo. Tenía las cejas espesas y la piel curtida.
-Busco a Draiken.
-El médico vive en la aldea- le contestó de mal humor, mientras descargaba un atado de paja. Era un anciano de hombros anchos, barba canosa sobre una cara broncínea, y con la cabeza cubierta por un paño sucio. Al ver a Zaid ensimismado en la contemplación del buey, gritó:
-¡Ustedes, los salvajes! Viven migrando y cazando... nunca aprenden nada. Este animal puede matarte con una patada, pero nunca te avisará. Es más peligroso que las bestias de los bosques.- El viejo movía la cabeza en señal de resignación.- Ustedes llegan en hordas, destrozan mis cultivos peor que una plaga. Y cuando no encuentran caza, matan a los bueyes.
Zaid le preguntó si había visto a alguien de su pueblo. El viejo se rió. Cómo pensaba el joven que tendría tiempo de reconocer a uno siquiera de tantos que lo habían saqueado. Pero la mirada del joven ablandó su hosquedad.
-Muchos vinieron después del estallido del volcán. Escuché decir que quemaron vivas a las vírgenes del pueblo, pero yo no lo creí, eso no puede pasar en estos tiempos. Hasta algunos querían vivir aquí y rezar a sus dioses sangrientos. ¡Oh, ustedes, los ignorantes y salvajes!
Repitió esa frase incontables veces mientras iban hacia la aldea. Zaid se dio cuenta que el viejo estaba casi ciego cuando lo vio subir a la carreta palpando las riendas, dejando que los caballos la arrastraran por los campos verdes, a través de los sembrados y cruzando los arroyos. La luz del crepúsculo comenzaba a teñir los arbustos del camino con una capa de niebla roja.
Escuchó las voces y la música que aumentaban a medida que se acercaban al pueblo. Un hombre tocaba un instrumento de madera y cuerdas, y muchas mujeres lo rodeaban. Otros hombres discutían y se amenazaban con los puños, pero luego reían y se palmeaban las espaldas mutuamente. Un tambor percutía donde unos niños jugaban corriendo. Las puertas y ventanas de las cabañas se sacudían con la ventisca, que arrastraba un cálido olor a manzanas cocidas.
El dialecto que escuchaba hablar era más difícil que en el resto de los pueblos que había conocido, pero el viejo le había enseñado algunas palabras en el camino. La gente hablaba un lenguaje menos hosco que el suyo, quizá más delicado, pero había semejanzas en muchos sonidos con los de su propio idioma.
Ya era casi de noche. Como no quiso pedir comida al viejo de la carreta - la frase de reproche contra el pueblo de Zaid, repetida hasta el cansancio, lo apesadumbraba-, ahora estaba más hambriento. Necesitaba hallar a Draiken si quería comer y dormir un poco.
Caminó por las calles, mientras lo observaban desde las casas. Se dio cuenta de que las mujeres dejaban de remover los cucharones en las ollas puestas al fuego al verlo pasar, y los hombres detenían el martilleo sobre las tablas. Pero nadie se animaba a observarlo más que unos instantes. Si sus miradas se cruzaban, entonces rápidamente bajaban la vista y murmuraban algo entre dientes. Los niños que se le acercaban enseguida retrocedían ante el grito de sus madres, que los hacían volver y los encerraban. Un sonido, una palabra extraña podía oírse vibrar en el aire, como si todas las voces del pueblo la estuviesen pronunciando al mismo tiempo.
La gente siguió sus pasos mirando por los postigos entreabiertos. Los ojos de los curiosos a veces se dirigían más arriba de él, o detrás, o a sus costados. Zaid miró alrededor por si alguien lo acompañaba, pero nadie había. Los perros le ladraban al pasar, luego el ladrido se convirtió en un aullido perdido en la oscuridad. La luna hizo que la sombra de las casas se extendiese sobre las calles. Los sonidos que había escuchado al entrar a la aldea decrecieron, y la música había cesado del todo. Las últimas voces se ocultaron tras las puertas. Sólo un viejo se animó a indicarle dónde vivía el médico.
-Al terminar la calle-dijo.
Halló el lugar y se paró frente a la puerta. Golpeó con el puño tres veces.
Un hombre alto y delgado, con una corona de cabello corto y blanco, la barba rubia, abrió la puerta. Zaid se sorprendió del parecido con Markus. El hombre intentó volver a cerrar la puerta, pero luego se quedó quieto mientras miraba hacia la derecha de Zaid.
-Su hermano el enterrador me ha enviado.
Cuando el otro volvió a mirarlo, pareció serenarse y le dejó entrar. Un fuego alumbraba la habitación desde un rincón. Las paredes estaban cubiertas de estantes con instrumentos que brillaban con las llamas, pinzas hechas con astillas de huesos, cuchillos y estiletes de muchos tamaños. Sobre las mesas había cuerpos humanos, algunos cortados en fragmentos, otros completos.
El hombre estaba mirando a Zaid, sin pronunciar una palabra. No se apartaba de él tal vez por no mostrarse cobarde, pero tampoco se animaba a acercarse más. Sólo después de un rato, señaló hacia el espacio junto a Zaid.
-¿Qué le has hecho a la sombra que te acompaña?- preguntó.
-¿Qué sombra?
El otro lo observaba más con desconfianza.
-¿Entonces, no la ves, nunca la has visto? -Retrocedió unos pasos y se apoyó en la mesa.- ¡Estás maldito, no te acerques!- Pero no le hablaba al joven, sino a la sombra.
-Su hermano me manda para aprender el oficio.- Zaid deseaba ignorar el miedo del médico.- Lo ayudaré todo el tiempo que me ordene, como esclavo si así lo quiere, a cambio de algo que necesito saber.
-Si llegas del mundo de los muertos, no hay nada que pueda enseñarte.
-Es que intento huir de ellos. Si lo que está viendo es lo que sufro en mis sueños, entonces lo entenderá.
-Veo a Volfus, parece estar vivo pero es una sombra nada más.
-Usted puede decirme dónde lo llevó su padre.
-¿Por qué...?
Zaid miró hacia los cuerpos sobre la mesa. Sus ojos brillaron al ver los inseguros reflejos de la carne muerta sobre el tablón. Draiken tapó los cadáveres con una tela, y ocultó también los instrumentos que podían convertirse en armas.
-Yo lo maté- murmuró Zaid. Y la sombra a su lado fue creciendo, y el hombre gritó:
-¡Cuidado!
Pero Zaid nada había visto ni sentido.
-No se preocupe- dijo, tan apaciblemente, que aparentaba tener más años que el mundo.- Él me espera en el sueño, sabe que es algo que no podré evitar. Si fuera posible la vigilia constante...
Draiken echó leña al fuego hasta hacerlo tan intenso, que expulsó la oscuridad de la habitación. Nada más que el techo permanecía en penumbras, y el espectro se había ocultado allí. Luego preparó algo de comer y beber.
Zaid no dejó nada en su fuente, y aunque se sentía insatisfecho, el adormecimiento lo fue venciendo. Sus párpados se cerraban con lentitud, y la cabeza se inclinó sobre un hombro. El médico tenía los codos apoyados en la mesa y un vaso de madera con leche tibia y miel entre las manos. Le hablaba para mantenerlo despierto.
-Mi hermano...
-¡No! El enterrador no quiere que se pronuncie su nombre. Piensa que al nombrarlo se le quitan años a su vida.
-Ya lo sé-le contestó, sin poder evitar sonreír- Mi hermano el que habla con los muertos. Allá él y sus creencias.
-Me dijo que su padre pudo haber enterrado a Volfus en el mismo lugar donde dejó el cuchillo.
Draiken lo miraba desconfiado esta vez.
-Crié a Volfus por casi diez inviernos, era el menor de nosotros. Se convirtió en un hombre resentido, pero aún lo quiero, y no estoy seguro de ayudar al que lo mató.
Zaid sintió el frío de una sombra moviéndose justo bajo el techo.
-¿Qué es, qué forma tiene lo que ve? -preguntó, no por convencer a Draiken, sino porque si ya nada más había por hacer, por lo menos necesitaba averiguar si el muerto que los demás veían era igual al de sus noches.
-Es un hombre, un cadáver sin podredumbre todavía, y a veces un lobo.- El hombre hablaba fijando la vista en la sombra, luego volvió a mirarlo. - Mi padre me contaba que en el bosque viven muchos espíritus con la forma de animales. Pero el de Volfus es cambiante...- Y miró de vuelta al techo.-... a veces parece un hombre, a veces un lobo.-La voz de Draiken se quebró de pronto, como si se diese cuenta recién ahora de que no veía al pequeño hermano que recordaba, sino la sombra en la que se había convertido.
Un animal sin contornos que absorbía la memoria de los que lo habían conocido. Una criatura de formas vagas buscando la figura constante, definida, junto a la cual todo lo demás sería sólo un recuerdo desaparecido para siempre, extraviado en el frío y acre aliento que brotaba de esa boca de muerto.
*
De Draiken aprendió todo lo que éste supo enseñarle, pero no lo que esperaba. La revelación del entierro de Volfus se iba postergando indefinidamente. Pero ya no era importante esa urgente necesidad de sepultar el cuerpo para seguir con su propia vida. La culpa había tomado el sabor rancio de las frutas demasiado maduras, y todas las mañanas despertaba con una amarga saliva, como quien mastica sus sueños.
Cada vez que insistía o pronunciaba en nombre de Volfus, el médico lo miraba con reproche y luego se perdía en sus recuerdos. Por eso Zaid no volvió a preguntarle. Sabía que era necesario complacerlo y trabajar para él, soportando a la vez las amenazas del espíritu de Volfus en las noches.
Aprendió a conocer las plantas que curaban y los signos de enfermedad en la gente que iba a ver al médico. Venían viejas doloridas, niños torcidos y llorosos, hombres con llagas. Draiken mostraba dedicación para cada uno, aunque al final del día se sintiese agotado y tuviese los ojos enrojecidos. Se restregaba entonces los párpados con las manos sucias, porque a veces el agua escaseaba en verano. Los enterradores esperaban alrededor de la cabaña, siempre con esa mirada de tierra mojada, y cuando había algún muerto que llevarse, lo cargaban y partían en silencio.
Durante las tardes, visitaban enfermos con la carreta que un viejo y pesado buey arrastraba con lentitud. La gente los saludaba al verlos salir del pueblo y entrar en la pradera. Zaid sentía una especie de vértigo al mirar el cielo vacío sobre las planicies. A veces se adormecía por el balanceo de las ruedas y soñaba que caía hacia arriba, absorbido por el cielo que fácilmente se confundía con la tierra en el horizonte. Era una pradera amarilla de espigas, una tierra azul con flores rodeadas de frutos como pequeños soles rojos, blancas bandadas de pájaros vegetales que nacían del viento. Hasta donde alcanzaba a ver, había nada más que amalgamados reflejos inconclusos del sol sobre una enorme laguna de plantas. El movimiento de las hojas era como agua que se convertía en aire, ascendiendo en un vaho de la tierra húmeda para alimentar la insaciable boca de las nubes.
Una mañana, el hijo de una de las familias más viejas de la región llegó corriendo.
-¡La abuela se muere!- gritó. Se pusieron en marcha hacia la choza que distaba a más de medio día de viaje. Ya la noche se había instalado con una luna de bordes áureos cuando llegaron.
-La vieja va a morir- le había dicho el maestro durante el viaje.- Te mostraré entonces cómo se derraman los humores de los cuerpos.
Encontraron a la mujer sobre su camastro cubierta por una manta de pelo de cabra, con los ojos cerrados y los labios abiertos. La fogata iluminaba su cara con una blancura no natural. El pecho aún se movía. Draiken apartó la manta y vio la piel seca, el cuerpo contraído en un espasmo de oscuro ostracismo. Intentó flexionar las piernas y brazos, pero la vieja se resistió a que la moviesen. Todo lo que aún le daba vida se había concentrado en las piernas y brazos, pero su mente estaba ausente y los ojos cerrados a los estímulos. Luego descubrió una herida sucia y fétida en una mano.
-Un perro la mordió hace un tiempo...-dijo el nieto.
El médico llamó a Zaid. Lo hizo acercarse al cuerpo para que lo revisara como le había enseñado. Entre ambos dieron vuelta a la vieja. Draiken empezó a palpar la espalda.
-Aquí esta el humor que da vida a los miembros- explicaba señalando la nuca de la vieja.- Cuando se derrama por una herida que no se cierra en el momento oportuno, es irrecuperable. La armazón del cuerpo se seca y se atrofia. Es una canal entre los huesos, lo mismo que tantas veces viste en los cadáveres. Pero esta vez se está pudriendo por efecto de la mordedura, por eso quiero que hagas el corte que te enseñé. Después taparemos la herida.
Zaid calentó un estilete sobre el fuego. Hicieron salir al nieto y al resto de la familia. Los murmullos asustados llegaban de la otra habitación.
-Son supersticiosos- decía el médico.- Esperan hechizos y brebajes, y si no ven bailes y retorcimientos, piensan que nada se hizo por salvarlos. Estarían más satisfechos con Reynod. Pero cuando dejé a mi familia y conocí el resto del mundo, aprendí que todos somos nada más que hombres, carne que se pudre y huesos rotos.
Tocó el cuerpo de la vieja varias veces mientras hablaba. Sostuvo la mano enferma, y la miró como si la esencia de esa humanidad, todo lo que la anciana había sido siquiera por un instante alguna vez y todo lo que sería más tarde si vivía, fuese cual fuese el resultado de esa noche, estaba contenido entre las manos del médico. Entonces Zaid tomó el estilete, pero sus dedos temblaban. Clavó la punta en el centro de la espalda, y brotó la sangre.
-¡Más profundo!- dijo Draiken.
Un líquido espeso de olor fétido fluyó con rapidez y más abundante todavía que la sangre.
-Recoge un poco-le ordenó mientras limpiaba la herida.
Zaid puso unas gotas en una vasija y Draiken se la llevó para observarlo a la luz de la fogata. Estudió su consistencia y fluidez contra las paredes del recipiente.
-¿Sigue saliendo?
-Poco, y es más rojo.
-Hay que taparlo, ya es suficiente.
-¿Pero qué es?
-Los humores del cuerpo degenerados por esa herida mal curada.
Después cubrieron el orificio con telas. Draiken hizo entrar a la familia. Había que esperar hasta el día siguiente para saber si la abuela iba a salvarse, les dijo. Todos se fueron, y sólo el nieto se quedó con ellos.
La luz hacía juegos de sombras sobre la manta que tapaba el cuerpo de la anciana.
*
Los jóvenes se habían acostado en el suelo con pieles que los dueños les habían ofrecido. Draiken se sentó al lado de la enferma, vigilando al mismo tiempo a su discípulo, que se movía y se quejaba en sueños. El nieto se despertó.
-Vuelve a dormirte, él siempre tiene sueños malos- murmuró Draiken. Dudaba si debía despertar a Zaid. No deseaba verlo sufrir, pero un sentimiento que llegaba de su infancia le impedía hacerlo, el amor por su hermano le hacía difícil sentir otra cosa que no fuese indiferencia por el sufrimiento del muchacho.
Zaid daba vueltas, se desprendía de las mantas y se tapaba de nuevo un rato después. Tenía piel cubierta de sudor. A veces se golpeaba a sí mismo, pero esos golpes se agotaban pronto, dejando un resto, un pequeño movimiento que se unía al anterior y formaba una sombra con los deshechos del miedo.
Draiken vio, o creyó ver algo semejante a dos ojos brillantes en un cráneo delgado y largo. Hasta estuvo seguro de ver el parpadeo, como la luz intermitente de una luciérnaga rondando el cuerpo dormido de Zaid.
Después sintió el olor, y no tuvo dudas. Era el aroma del pelo húmedo de los animales del bosque. ¿Cómo un olor así podía llegar a aquellas planicies?, se preguntaba. Solamente si alguien lo hubiese traído consigo, y allí estaba el muchacho con aquella bestia habitando su cuerpo, tomando su forma, acechándolo y escondiéndose de él en él mismo. Imaginó a Zaid huyendo de aquella presencia en sus sueños, enfrentándosele al instante siguiente, por una vez valeroso, para descubrir enseguida que el enemigo ya había escapado. Nunca lograría el joven darse cuenta a tiempo que el otro estaba oculto en sus propios ojos, nunca podría hacerlo antes de la llegada de la mañana. Sintió pena por Zaid, pero era el merecido castigo, se dijo.
Los ojos que había percibido se dejaron ver más nítidos a medida que avanzaba la noche, y el olor era ahora más fuerte aunque impreciso, parte quizá de un ser incompleto y fragmentado que recién comenzaba a formarse, a adquirir cuerpo. Entonces se quedó dormido sin darse cuenta, y creyó haber despertado sólo un rato después, pero ya vislumbraba el halo tenue del sol asomándose al filo del campo. El fuego de la choza se había extinguido, y los jóvenes continuaban dormidos. Las paredes eran más claras, el sol apenas alcanzaba a tocarlas.
Y pudo ver, primero con escasa nitidez, la forma de un animal, un perro que quizá la familia había olvidado junto a la abuela. ¿Eran suyos esos ojos, ese olor? La silueta comenzaba a moverse, sin agitar la cola, y parecía observarlo. Pero los ojos no eran de un perro, la forma tan robusta del lomo tampoco, por lo menos no de alguno que Draiken hubiese visto en esa región.
La figura jadeaba, desdibujada en la sombra. La lengua, de rosa oscuro, parecía lamer los restos de la noche que moría. Un temor encarnado, osificado, hecho ojos y cráneo. El pánico en el cuerpo, siempre condenado a seguir creciendo.
La sombra avanzaba hacia la cama.
Escuchó las pisadas de la bestia. Un paso tras otro, sigilosos entre el crepitar de los últimos leños. Sintió el olor de la saliva que caía en hilos entre el pelo y las comisuras de la boca.
Draiken tocó a la anciana, y su extrema frialdad lo sacudió. Estaba muerta desde hacía mucho y él no se había dado cuenta.
El animal se estaba acercando para devorar el cuerpo.
Pero antes siquiera de poder agarrar algo con qué matarlo, sintió los dientes hundiéndose en su mano. El dolor dominó su voz, y sólo pudo dar un largo grito que despertó a los otros. Pero ellos únicamente vieron a la vieja en su cama, y al médico parado junto a ella, respirando con gemidos como si se ahogara, y pálido como si la sangre lo hubiese abandonado. Envolvieron la mano con vendas, mientras Draiken los miraba sin expresión, con los ojos abiertos pero sin ver. Algunos miembros de la familia entraron y los observaron en silencio y con recelo. Zaid ayudó a su maestro a salir de la cabaña.
La luz de la mañana los encegueció. Lentamente, Draiken fue recuperando el color. Metió la cabeza en un cubo de agua para despejarse y se secó. Posó su mirada, aún con restos de pánico, sobre su aprendiz, y lo sujetó fuertemente de los hombros. Entonces comenzó a hablarle como nunca lo había hecho antes, en un tono tan peculiar que el muchacho recordaría tanto como las palabras de su abuelo.
-Tengo miedo-dijo.-Volfus ya no es mi hermano, sino otra cosa imposible de reconocer a menos que se esté muerto. Nada de lo que he aprendido puede explicarlo. Mis conocimientos son limitados, las cosas que he creído como parte de la vida, son sólo la superficie de ella.-
Se le acercó a un oído, rozándole la mejilla con su barba.
- Hoy saldremos en busca de la tumba de mi hermano.- Con los labios heridos por haberse mordido de espanto toda la noche, le dio un beso en la frente.
-Perdón.- Murmuró después, y se puso a llorar con la cara escondida entre las manos, sin buscar más apoyo que sus piernas cansadas. Encogido, como lo estaba la anciana muerta en la cabaña.
*
Regresaron a la aldea por provisiones, y salieron del pueblo en la misma carreta a la que esta vez habían atado dos bueyes jóvenes.
Iban silenciosos. Draiken cavilaba con la mirada perdida en el final de la planicie, y Zaid lo observaba, ansioso por saber lo que había sucedido durante la noche. Pero no se animaba a preguntarle.
Atravesaron campos en los que la luz de la tarde brillaba con un color casi ocre a medida que el sol se ponía. El caminar de los bueyes fue lento y firme, casi no les hizo sentir el paso de los días. Al anochecer desataban a los animales, comían algo y dormían bajo la carreta.
Dos días después, Zaid halló la oportunidad para hablarle. Había oscurecido, y las nubes eran grandes bocas negras reflejadas en las lagunas.
-¿Qué pasó en la casa de la vieja?- se atrevió finalmente a preguntar.
El médico lo miró un momento, mientras desarmaba las yuntas. Parecía preocupado por decidir lo que iba a decir o iba a ocultar.
-Cuando te pedí que vinieras, fue para que vieses que la imagen que te perturba en las noches es el líquido de la vida convertido en una sustancia pegajosa y maleable. Creí estar seguro que Volfus era nada más que eso. Pero la otra noche un lobo me atacó, y la herida en mi mano no la hizo alguien sin cuerpo. Te estás enfrentando con hechos que no comprendo y temo. Ya no importa si está o no enterrado, él ha conseguido un cuerpo ahora.
Les llevó todo el otoño llegar al límite occidental del delta del Droinne. Debían atravesar aún el laberinto de hondonadas y cañones por donde los afluentes se abrían paso entre rocas escarpadas y riachuelos. Cuando se encontraron en campo llano, vieron que los ríos se habían desbordado con las tormentas del último invierno. Sólo alcanzaba a verse un extenso lago sin límites, moteado de montículos de juncos y arbustos, algunas lomas de tierra oscura sobresalían del agua formando una red de pequeñas islas a lo lejos.
-Tendremos que rodear la inundación.
-Pero nos llevará todo el otoño- se lamentaba Zaid.
-No hay otra manera. El bosque que buscamos está mucho más al este. Hace tanto que no voy, que tendrás que guiarme.
El joven sabía, sin embargo, que el aspecto de la región cambiaba con cada estación de lluvias, que los brazos y afluentes del río eran diferentes cada año. Después de la erupción del volcán, el lecho principal y las playas se habían desplazado. No podía estar seguro de reconocer ni el más pronunciado recodo del cauce.
-No he regresado desde que era un niño- dijo, tratando de que su voz no demostrase inquietud.
Draiken suspiró e hizo un gesto de resignación.
-Entonces estamos igual.
Decidieron dormir temprano esa tarde para continuar más despejados a la mañana siguiente. En la noche, el aire se convirtió en una pesada masa de agua suspendida del cielo. Hasta el viento era caluroso e irrespirable. Ni siquiera tuvieron deseos de comer, pero tenían que hacerlo para que las provisiones no se desperdiciasen.
Al otro día comenzaron a rodear el delta lo más cerca posible de la orilla. Las patas de los bueyes se hundían y se agotaban con rapidez antes de llegar la noche. Las nubes se habían reunido formando una sola capa gris que ensombrecía y plateaba el horizonte, sin distinguir el límite entre el cielo y el agua del lago.
-¿Cuándo va a llover?- se quejaba Zaid, secándose el sudor de la cara y mirando hacia arriba.
Algunos relámpagos aparecieron hacia el norte, pero fueron nada más que amenazas de una tormenta que no llegaba.
-Si llueve-dijo Draiken-nos hundiremos en el barro.
Y Zaid no estaba convencido de que pudiesen librarse de eso. Los animales parecían dominados por los cambios del aire, se agotaban con facilidad y a veces un resquemor, una inquietud parecía excitarlos.
Draiken miró atrás. Unas huellas extrañas en el fango lo perturbaron. Además de las pisadas de los bueyes, había otras más pequeñas. Miró a Zaid balanceándose sobre el cabrestante con los ojos cerrados. Tal vez dormía. Las extrañas huellas se iban formando a cada paso que ellos daban, justo detrás a veces.
-¡Zaid!- gritó.
El muchacho despertó, y las huellas se retrasaron, más lentas y lejanas.
-No te duermas..., el otro nos sigue.
Antes de empezar a llover por fin, un rayo atravesó el cielo y luego cayó una granizada intensa y pesada. Condujeron a los bueyes hacia el bosque, pero los animales casi no habían comido en tres días y avanzaban lentamente bajo las piedras de hielo. Al final de la tarde tuvieron que bajar de la carreta y caminar hasta el árbol más próximo. Lo que parecía un bosque era un conjunto de no más de veinte árboles, la mayoría quemados por el rayo que habían visto un rato antes. Las ramas se fueron venciendo y se quebraron poco tiempo después. Entonces se escondieron lo más posible contra los troncos, mientras alrededor caía un mar de hojas y ramas rotas. Los esqueletos de los árboles ya no podían cubrirlos.
Siguió lloviendo con la misma intensidad durante todo el día. Miraron a los bueyes, que continuaban quietos, amarrados a las yuntas. Las ruedas se hundían y el agua inundaba la carreta. Vieron cómo la tierra se abría, vieron la creciente penumbra que había comenzado a cubrirlos. Apenas alcanzaban a vislumbrar ya los límites del río, que estaba creciendo hacia ellos.
Lo único que comieron fueron los frutos húmedos del árbol y el agua de lluvia. Draiken cayó enfermo cuatro noches más tarde. Las raíces se estaban desenterrando y los troncos se quebraron. Zaid desplazó de lugar a Draiken a medida que las aguas avanzaban. Pero ya casi no había árboles donde protegerse, y continuaba lloviendo.
Los cadáveres de los bueyes sobresalían del barro. El cielo conservaba sus tonos de grises pálidos. En las zonas altas, en las colinas más allá del delta, ocultas en la bruma, el verde de las praderas se había convertido en un amarronado bosque de tierra, como nubes fangosas que se levantaban del suelo por la fuerza de la lluvia.
Draiken abrió los ojos. Seguía aturdido por la enfermedad que le hacía toser puñados de un líquido fétido y amarillo, pero no dejaba de buscar a su alrededor con la mirada. El lobo, indemne bajo la tormenta, los observaba a ambos: al hombre enfermo acostado, y al muchacho de rodillas junto a él.
-Que no te venza- murmuró el médico.
Zaid afirmó con la cabeza, y quiso tranquilizar a su maestro. La voz de Draiken era cada vez más débil.
-Hay que terminar con él- siguió diciendo, mientras sujetaba una de las manos de Zaid y la ponía sobre su pecho. El muchacho palpó la forma de un cuchillo.
-Es el cuchillo de mi padre y de mi hermano. Lo desenterré antes de dejar el Droinne.- Tosió y tuvo que aguardar un rato para reponerse.- Cuando te hayas deshecho de Volfus, irás a buscar al viejo místico del sur. Montag, lo llaman. Él sabe de almas, yo sólo sé de cuerpos.- Y su mirada se cerró.
El lobo estaba allí, de pronto concreto y sin el aspecto incorpóreo con que Zaid lo había visto en sus sueños. Cuando Draiken murió, el animal comenzó a acercarse en la lluvia, atraído por la herida de la mano otra vez abierta, convertidos los tejidos de la carne en una masa de blandos deshechos.
Zaid buscó entre la ropa de Draiken. El puñal estaba atado al pecho con una soga. Desgarró las telas mojadas con dificultad, y tocó el mango de madera. El filo estaba envuelto por una funda de cuero, y comenzó a desatarlo.
El lobo se acercaba, abría la boca mostrando el abismo entre sus dientes. Zaid siguió luchando por arrancar la soga que no quería romperse. Estaba a no más de un brazo de distancia cuando logró sacar el cuchillo. Hizo un movimiento rápido y a ciegas hacia delante, sin ver más que una masa confusa de pelos grises que olían a lluvia.
Un chorro de sangre manó de la mandíbula del animal y le salpicó en la cara , todo a su alrededor adquirió matices rojos, hasta la lluvia era roja, y aquel breve paisaje, pensaría más tarde, había sido el signo más hermoso y terrible que vio en toda su vida.
Después la sangre se disolvió en el agua que corría por el pelaje del lobo, quieto y jadeante frente a Zaid. La corriente del agua fluía entre las patas de la bestia, fundiéndose para desaparecer en el barro.
Cuando se limpió los ojos y levantó la vista, el animal se alejaba y se perdía en la planicie que él había creído completamente inundada. Pero la sombra del lobo se confundía con la opaca sustancia de la lluvia y la niebla.
Dos noches más tarde, había dejado de llover. La masa densa, pétrea del cielo se fue agrietando, y el sol reapareció entre las nubes quebradas.
Envolvió el cuerpo de Draiken con una manta que el maestro había sacado de la carreta antes de abandonarla, y lo ató con sogas de junco trenzado. Rasgó las ropas y formó sogas que ató alrededor de su cintura. Comenzó a arrastrarlo tomando el camino de vuelta hacia la aldea. No sabía si los caminos estarían libres, pero no quería enterrarlo en tierras blandas para que al día siguiente el cadáver se pudriese bajo el sol. Iba a llevarlo hasta el pueblo para darle la sepultura adecuada. Ya tenía, se dijo, un alma acechándolo para siempre, y no deseaba a otro hijo de Markus sobre su espíritu.
*
Zaid se hizo cargo del trabajo del médico. Llegaban para verlo por las mismas causas y dolores que había visto curar a Draiken, y él los aceptaba a todos. A veces, los enfermos venían con problemas que más parecían desviaciones del alma que del cuerpo, entonces algo brotaba en su mente al ver ese torrente de imágenes piadosas en los ojos de la gente. Imágenes semejantes a sueños por su contraste con lo que la realidad ponía frente a ellos. Las miradas de los hombres reflejaban tragedias, llantos, quejidos desconsolados, y las antiguas causas del dolor y la pena se presentaban descarnadas y crueles. Quizá aquel conocimiento le llegase de su propio cuerpo habituado al dolor del sueño, a la persecución y a los ojos de los muertos bajo una enorme luna blanca.
Los cultivos se habían perdido con la inundación, y el pueblo tuvo que esperar dos veranos a que la tierra se curase. Los muertos se multiplicaron a causa del hambre. Los más jóvenes cruzaban las aguas en busca de trabajo y comida, y al regresar tenían las piernas llagadas e impedidas por fuertes dolores. Los partos se adelantaban en las mujeres desnutridas, y los padres le llevaban a sus hijos sobre los hombros, delgados como ramas secas que se quebraban al acostarlos en el camastro.
Pero cuando ya nada podía hacerse, como remedio o simple consuelo, aceptaba revisar los cuerpos como si todavía estuviesen vivos, no para solucionar lo irremediable o revivir lo que no podía ser recuperado, sino para que los deudos partieran con algo a cambio de lo que dejaban. Todos lo respetaron desde entonces.
Y muchos años después, al crecer y hacerse hombre, algunas mujeres fueron a vivir con él. Pero un día cualquiera las echaba abruptamente, arrastrándolas sobre el barro frente a su cabaña. Los vecinos no se atrevieron nunca a contradecirlo o recriminárselo, ni siquiera al ver las heridas en las espaldas de las mujeres sobre el polvo. Las palabras que Zaid pronunciaba al hacer esto eran tan incomprensibles como si hubiesen sido dichas en otro idioma, o viniesen de un dialecto tan inclasificable como el de los sueños. Ni siquiera la brisa fresca o el sol matutino clarificaba un poco aquellos gestos o su significado. Al día siguiente, las madres llegaban para ofrecerle a otra de sus hijas, porque temían que la furia acumulada en sus días castos se desatase sobre el pueblo y ya no quisiera curarlos.
Una mañana, Zaid sintió que su cuerpo estaba definitivamente formado. Supo que sus huesos eran fuertes y sus músculos tenían la rigidez necesaria. Al mirarse en el reflejo del agua, viéndose el rostro de rasgos duros, el cuello ancho y los amplios hombros formados en el acarreo de los muertos y de los enfermos, se dio cuenta que el momento había llegado. Quizá nunca más volvería a estar tan lúcido como entonces, ni sentirse más comprometido con la causa que lo movía desde que era un niño. Aquel suceso del pasado era su toda su vida, aunque otra cosa continuaba oculta debajo de la violación y la esclavitud que había sido la razón del ultraje, el motivo del crimen, la causa del eterno sin descanso de Volfus. No la maldad o la locura, jamás tan variables como los intereses de los hombres, ni la voluntad de los dioses, que tal vez ni siquiera existían más que para las catástrofes y las tragedias. Sino la culpa del abuelo Zor, sólo la culpa vivía procreándose indefinidamente. Multiplicándose como hormigas sobre una fruta madura, convirtiéndose en aire y viento, abarcándolo todo, infiltrándose en cada resquicio de la superficie del mundo. Hasta hacerse ella y la tierra una masa de recriminación, de causa y efecto sin fin ni posibilidad de retorno, sin el más remoto sueño de redención.
La única forma de matarla era exterminar la otra culpa, y como escalones borrados con cada paso, las culpas irían perdiéndose en la memoria. Hasta el origen de la primera, la semilla del dolor primordial, la que hería con el solo argumento de su palabra incomprensible: la irreversibilidad de un acto imperdonable.
Se fue de la aldea una noche tan oscura como en la que había arribado, pero esta vez nadie lo vio. La cabaña que había habitado con Draiken quedó abandonada, y dos o tres hombres aguardaron en la puerta a la mañana siguiente, sin saber que Zaid se había ido.
El camino de regreso a los bosques de Droinne fue más rápido y menos agobiante que sus recuerdos de aquel largo trayecto hecho cuando más joven. Trepó una colina y miró hacia el este, sintiéndose capaz de adivinar a través de los macizos de roca de los Montes Perdidos, lo que quedaba de su pueblo.
-Espíritus de la vergüenza- dijo en voz alta, entrelazando las manos y ahuecándolas frente a su boca. Entonces volvió a abrirlas para que ese deseo pronunciado y cultivado por la calidez de su aliento en las palmas, volase con el viento que soplaba del oeste.- No dejes que regrese como un niño dolorido. No volveré hasta recuperar mi orgullo.- Dejó en el camino las pocas cosas que había llevado consigo, y tomó solamente el hacha.
Durante todo ese día y los siguientes, derribó árboles y preparó la tierra. Luego construyó una choza a la orilla del arroyo. Un invierno y una primavera transcurrieron después de haberse establecido.
Y en el siguiente verano, se asomó una mañana al umbral, mientras los restos del rocío nocturno goteaban del alero mojándole los pies. Volvió a entrar, se secó con una manta y usó otra para cubrir a la mujer que dormía. Recién se dio cuenta de que la extrañaría al ver su cuerpo oscuro respirar tan serenamente.
Buscaba algo en todas las mujeres que había conocido, y en cada una faltaba eso que debía completar el conjunto indefinido de piezas que él llamaba dioses. Pero de todas ellas, ésta era la única a la que tal vez extrañaría.
Salió de la cabaña. El sol calentó poco a poco su cuerpo débil por la embriaguez de la noche. Se desperezó con un bostezo apagado que atrajo a los perros. Ellos saltaron a su alrededor, moviendo las colas. En la orilla del arroyo, se arrodilló para lavarse la cara, y sumergió luego todo el cuerpo. Necesitaba desligarse de los restos del sueño, de las imágenes del bosque en que los muertos danzaban, del rostro de Volfus acercándose con los ojos de un lobo.
El sueño era grande y pesado como un árbol crecido entre sus ojos.
Los perros esperaban en la orilla y se acercaron a lamerle los pies. El contacto con el pasto fresco lo hizo relajarse. Aquel día de caza sería soleado, y la idea de que el sol había salido especialmente para protegerlo en su aventura, lo hacía feliz. Porque entonces se veía parecido a la imagen que recordaba de su padre.
Mientras se secaba, su mujer salió de la cabaña con la vasija del ordeñe apretada contra el cuerpo. Las cabras brincaron en el corral cuando ella entró. Detuvo a una de la cola, y se sentó a ordeñarla, entrecerrando los ojos mientras lo hacía, monótonamente. Aunque había amanecido mucho antes, a ella le gustaba dormir, y era difícil lograr que se levantara con el alba.
pero es buena. Tienen razón los que me dijeron que las mujeres negras son fieles
Ella le estaba mirando con su perezosa sonrisa. Él le respondió con un gesto reprensivo de las cejas fruncidas, aunque no pudo mostrarse demasiado severo.
La dejó en su tarea y fue hasta el depósito donde guardaba las armas bajo tierra. Corrió dos tablones y se metió en el pozo. Separó dos o tres lanzas para elegir la que usaría. Volvió a salir y se sentó a dar filo a las puntas. El metal que había traído de la aldea era fuerte, y al afilarlo, el brillo lucía imponente.
mi padre estaba en lo cierto al decir que el brujo nos mantenía aislados. Si viera él estos materiales de los hombres del Este
El sol de la mañana se reflejaba en las lanzas, cegándolo a medida que las iba girando entre sus manos. Levantó la vista y vio que Tahia lo miraba con una maternal expresión de pena. Zaid no sabía si enojarse o reírse de tal mirada. Entornó los ojos, con un gesto desdeñoso en los labios. Ella bajó los párpados rápidamente, y se fue llevando la vasija sobre un hombro.
-Yo no sentiré pena cuando haga lo que debo - se dijo Zaid en voz baja.
Volvió a la choza y dejó la lanza elegida bajo el alero. Fue hasta donde estaba Tahia, de espaldas y agachada frente al fuego. Zaid se le acercó y comenzó a acariciarla para penetrar en el cuerpo de su mujer como alguien, mucho tiempo antes, había entrado en el suyo cuando él era un niño. Y como cada vez que recordaba y comparaba ambos momentos, no sintió nada más que un dolor ausente de angustia, como si aquel viejo dolor hubiese huido transformado en líquido, en secreciones blancas y puras fluyendo del cuerpo.
Tahia no lo rechazó, pero al sentirse lastimada hizo un involuntario movimiento para apartarse. Zaid se enojó. Intentó acercase a ella otra vez, acariciando sus pechos esta vez con suavidad.
-La más hermosa -le susurró al oído. - La más hermosa que he tenido. - Y fue suficiente para vencer su resistencia. Sobre la espalda oscura de la mujer, las blancas manos de Zaid parecían estrellas de cinco puntas sobre un cielo de verano. El calor que se desprendía de su esfuerzo por sujetarla se mezclaba con el calor de las llamas, un pálido fuego frente a la luz de esa mañana brillante. La tuvo en sus brazos mucho tiempo, sintiendo cómo ella se iba desvaneciendo. Pero los párpados de Tahia aún estaban abiertos, y los ojos atentos. Parecían estar absorbiendo sus pensamientos.
voy a hacerlo
Recorrió el cuello de Tahia con sus besos.
después de poseerla. Su boca altera mi espíritu y perturba a los dioses
Más tarde, cuando el sudor, los gemidos y el rozamiento de una piel contra la otra habían desaparecido, ya todo aparentaba haber sido hecho, menos lo único importante.
bien, lo que me molestaba ya no está, la misericordia de esa mirada que me dedicó, mi respuesta a su conmiseración
Se separó de Tahia para aproximarse al fuego. Se sentó y la observó levantarse otra vez, con esa graciosa pereza que lo hacía sonreír siempre.
-El aceite- le ordenó él. La vio ir en su busca, regresar a su lado y retirar la tapa del recipiente. El aroma de la tierra, los zumbidos del viento que rozaba las hojas unas contra otras como amantes entregados a la penumbra sin tiempo de la noche, inundó el aire cálido de la cabaña.
Zaid se recostó, y Tahia fue vertiendo el aceite espeso y tibio sobre su piel. Lo esparció con la punta de los dedos en cada sector y pliegue del hombre que la había adoptado. El que le dio un hogar, un fuego, y el preciado abrigo todavía más cálido que la fogata, su propio cuerpo para cubrirla. El mismo que ahora untaba como signo de preparación y despedida. Pasó sus manos sobre la tensa fragilidad de cada músculo, la fuerza que se iba acrecentando hasta hacer de él un árbol, una roca y una piedra en movimiento.
Zaid apreciaba aquellas manos que pronto ya no vería más. Eran una ausencia en su propia presencia, algo que estaba y no estaba. El tiempo tendía a confundirlo a veces, haciéndolo pensar en el futuro como si fuese su presente.
Iba a extrañarla.
Mirar la oscura piel, suavemente cubierta por el vello del cuello, de las axilas, del sexo oculto entre las sombras de los muslos. La extrañaría, y se preguntaba adónde había ido el valor del que hasta entonces se había sentido orgulloso. Porque solamente un gran coraje era imprescindible para clavar el cuchillo en esa carne tersa, mirándola a los ojos, sabiendo que ella, pasiva, voluntaria y resignadamente, se le entregaría como siempre, una vez más, en su totalidad. Su cuerpo completo, los brazos y manos abriéndose y cerrándose en espasmos de placer, las piernas retorcidas, los párpados entreabiertos para ver la nada detrás de él, mientras la poseía.
Cuando ella acabó con el aceite, se alejó en busca de las pinturas que aguardaban desde la noche anterior para espesarse con el frío. Zaid reposaba en el haz del sol que había logrado entrar. La brisa fresca le provocó escalofríos. Se miró el cuerpo, brillante. Cerró los ojos y se adormeció unos momentos recordando las palabras que Tahia le había dicho al conocerlo: “Mi hermoso Señor”.
-¡Tahia!
Ella apareció asomándose desde la puerta.
- ¿Dónde estabas?
-Mirando a los perros. Cuando vuelvas, una de las hembras tendrá cría.
Le hizo señas para que se sentara en sus rodillas.
-Mujer, lo que voy a hacer en el bosque no tiene posibilidad de retorno, y necesito el apoyo de los dioses y todas las magias y poderes de los que pueda lograr el favor. Tu deber es prometerme que me serás fiel mientras esté ausente.
Ella lo abrazó de inmediato y lloró.
-Estas lágrimas no prometen nada. Aunque lo digas, tu palabra es de mujer, inconstante y vulnerable.- Zaid separó su cara de la de ella. Tahia seguía llorando, y de pronto lo empezó a mirar ya no con miedo, sino con una expresión más parecida al rencor.
-No me mires así- dijo él. - Nunca fuiste ni te prometí que serías más que esos perros, cuando te traje a mi casa.
Los animales esperaban sentados a la sombra, fuera de la choza, y movieron las colas al saberse nombrados. Ella los miró, y reaccionaron con ladridos. Se apartó de Zaid, trajo las pinturas y se arrodilló junto a él.
-No quise hacerte enojar- dijo ella, con la mirada baja.
Zaid le acarició el cabello, como hacía con sus animales, y al darse cuenta, retiró la mano con brusquedad.
no ablandes mi alma, piedad
lejos debe quedarse tu bella casa, misericordia
lejos de mi alma oscura, que no te da cabida ni consuelo
Zaid, nieto de Zor el Traidor, Zaid el humillado, el cazador de espíritus
Se paró delante de Tahia para que comenzara a pintarlo. Ella primero untó una pátina gris oscuro hasta cubrirle todo el cuerpo, haciéndolo parecido a un cielo nublado. Luego dibujó rayas blancas, cortas, y pequeños círculos con los pulpejos de los dedos. Las uñas de Taia le hicieron sentir tenues pinchazos y cosquilleos que provocaron su risa, entonces ella alzó la vista para mirarlo y sonrió.
Zaid se contempló los brazos y manos, piernas y muslos. Los aceites se iban oscureciendo al secarse, y finalmente tomaron un tono opaco de gris matizado con manchas negras. Tenía el aspecto del pelaje de un lobo.
Sólo restaba la cara, pero las pinturas rituales le devolvieron la memoria de la carne, y recordó al brujo el día de la circuncisión. Su cuerpo se contrajo y apoyó una mano sobre el sexo.
Tahia se apartó, pero enseguida sus ojos se enternecieron. Zaid se puso de rodillas frente a ella. Su cara se había contraído esperando que el dolor se fuera, y a medida que desaparecía, vio a su mujer y sus ojos de lástima. Tuvo vergüenza.
Odió a la que lo miraba con ese gesto maternal de piedad.
Entonces la fuerza para el gran acto llegó de ese lugar, en el momento exacto.
Sintió los dientes apretados de furia, y la boca pronunció palabras que no quería decir.
-¡No me mires así! ¡Te obligaré a ser fiel, hembra de perro, hembra de bestia!- Y agarró el cuchillo que estaba sobre la mesa.
Pudo ver la mirada de Tahia, sus brazos abiertos, las manos agitándose, y luego nada.
Únicamente la sangre.
*
Pasó un dedo de su mano derecha sobre la sangre. Con ese dedo, se frotó la frente desde la base del cabello hasta una ceja. Se detuvo, cerró los ojos, y se pintó el párpado con la misma línea roja. Luego, volvió a abrirlo, y continuó sobre la mejilla hasta la comisura de la boca.
Se ensució otra vez el dedo, para seguir la línea por el borde externo de la barbilla. Después, todo a lo largo del cuello.
Era la línea de la valentía.
Con un dedo de la mano izquierda, repitió el proceso sobre el lado derecho de su cara. Frente, ceja, ojos abiertos y cerrados y abiertos otra vez, párpado, mejilla, labios, barbilla y cuello.
Era la línea de la destreza.
Sumergió los pulgares en el gran charco rojo que se había formado bajo la espalda de Tahia. Con los pulpejos, hizo una nueva línea desde el centro de la frente sobre la nariz y el labio superior. Cerró la boca, pasó los dedos sobre los labios. La línea siguió por el centro del mentón y la garganta, hasta la depresión central del cuello.
La tercera era la línea de los dioses.
Ahora ya estaba listo. Sacó el cuchillo de Markus del sitio donde lo había enterrado en el suelo de la cabaña, bajo el camastro en el que dormía Tahia. Lo desenvolvió y comenzó a limpiar el mango sucio de humedad y tierra. El filo aún era eficaz, pero se puso a mejorarlo un poco más sobre el fuego.
La luz entraba con los signos de las tempranas horas de la tarde. En el umbral, los perros lo miraban. Cada movimiento de Zaid se convertía en un pestañeo, un agitar de colas y orejas, un erizarse del lomo, un gemido, una dilatación en las pupilas de las bestias. Husmeaban de vez en cuando el olor que llegaba desde el cadáver, encogido en un rincón y rodeado por el charco oscuro que era a la vez una cuna y una mortaja.
Las llamas lamían el filo del hueso dejando manchas oscuras en la superficie. Lo probó en su propio dedo, y surgió un delgado surco rojo. Debía ser el mismo filo que muchas veces cortó el pie de muerto del viejo Markus.
-Bien- dijo en voz alta, dirigiendo la mirada hacia los animales.- Estoy preparado.
Ellos se levantaron para rodearlo, con las cabezas en alto. Los ojos estaban pendientes del más leve signo que la cara de Zaid expresaba, las orejas levantadas y atentas, las mandíbulas manando saliva. Como había decidido llevarlos para atrapar al lobo, los había dejado sin comer desde el día anterior, y durante el camino los cebaría con grasa, apenas lo suficiente para mantenerlos fuertes y hambrientos a la vez.
Antes de partir, envolvió el cuerpo de Tahia con unas telas que Draiken le había enseñado a preparar para mantener los cadáveres. Quería que el bello cuerpo de su mujer no se viese perdido del todo. Aquel depósito bajo tierra le daba además el clima adecuado para alejarla de los insectos y gusanos. Allí esperaría, se dijo, el día de su regreso.
Los perros lo observaron mientras dejaba caer los tablones, el ruido espantó a las aves de los árboles vecinos que huyeron en bandadas. Después cubrió la entrada con tierra y rocas. Se ató el puñal con una soga alrededor del cuerpo y practicó varias veces desenvainarlo con la mano derecha. Miró hacia los bosques de su infancia, como si ya pudiera verlos a pesar de la distancia, y comenzó a caminar hacia el este.
Al atardecer, los perros lo precedían en el camino, ladrando, atentos y cumplidores en la tarea de avisar, a quien quisiera o no escucharlos, que su amo estaba pasando por esa región. Zaid parecía balancearse al caminar. Alternaba el paso de sus piernas con el extremo ancho y romo de la lanza como bastón. Iba con la cabeza gacha, puesta la mirada en el suelo y los terrones del camino. Pero no estaba mirando eso, sino otro sitio y otro tiempo por venir, la estrategia planeada, los movimientos y maniobras para el éxito de la cacería. Más tarde, sólo entonces, imaginaría la recompensa de la paz, en cómo serían los sueños sin pesadillas, la gran ausencia y el vacío dorado del rostro ido para siempre. Y esa sensación se la transmitía el cielo al oscurecer. Su propia sombra, proyectada hacia el este, parecía una punta de flecha marcando el camino a seguir. La señal que los dioses le daban. La sombra fue adelgazándose, hasta convertirse en una línea negra acompañada de otras, las de los árboles y los perros, de las pocas aves que atravesaban la silueta del sol que se ocultaba. El camino se perdía entre brumas. Las luciérnagas brillaban justo delante de sus ojos, mientras los perros saltaban para atraparlas. Enjambres de saltamontes, cientos en aquella época estival, pasaban sobre los árboles y algunos se posaron en sus hombros.
Aún había muchos arroyos y ríos por cruzar, una gran distancia lo separaba del bosque oriental de los Montes Perdidos. La noche lo detuvo y se durmió. Los perros se acostaron, con las orejas erguidas y atentas. Zaid pudo dormir con serenidad.
Despertó con un fuerte aleteo de aves que volaban hacia el norte. Los árboles eran más abundantes y la vegetación se iba transformando. Los arbustos del delta dejaron lugar a altas hierbas y enredaderas a ras de tierra. Luego, cuando los macizos rocosos estaban ya tan cerca que debía alzar la cabeza para ver la cima, aparecieron árboles de tonos rojizos, amarillos y verde claro. El bosque de laderas empinadas había comenzado, la periferia por lo menos, dando indicios de lo que podía hallarse en las hondonadas y colinas entre los montes. Hacia el sur, una serie de nudos gigantes conducían a la lejana zona donde las montañas estaban siempre nevadas.
Sabía que no iba a encontrar a los lobos todavía. Los escondites estaban seguramente en sitios ocultos entre los abetos y su maraña de raíces. Siguió caminando mientras los perros se adelantaban a explorar el origen de los olores que sólo ellos percibían. Iban a ser sus narices las primeras en descubrir el refugio del lobo, él lo sabía.
Pasó la tarde con un único hecho importante, la caminata y el pensamiento, dos planos separados de una misma ansiedad y duda creciente: la forma de enfrentar lo que hasta entonces había sido una imagen inatrapable. Vino también la noche, y el día siguiente, y la noche y tres lunas y soles más.
El bosque se iba condensando en una sombra guarecida por los montes, las quebraduras de la tierra hechas protuberancias, cicatrices cubiertas de plantas que crecían donde apenas un puñado de tierra era capaz de asentarse entre las piedras. Fosos con setos de cerezos rojos como manchas de sangre, bosquecillos de melocotoneros cuyos frutos recogió como provisión. Pero los perros bebieron muy poca agua de los arroyos. Algo los impelía a rechazarla.
Llegó un día de lluvia, y las arañas y serpientes salieron de sus escondites. Zaid vigilaba las ramas y el suelo. En la tarde, los perros se habían puesto a ladrar alrededor de una víbora asomada entre la hiedra. Pero antes de que Zaid pudiese matarla, uno de los perros había sido mordido. Los demás se apartaron y la serpiente se escabulló entre las hojas.
El perro herido se había sentado a lamerse la herida. La vida del perro se fue extinguiendo. El brillo de los ojos se fue borrando con lentitud. Los otros lo miraban, callados, con las colas bajas. El perro intentó mantenerse erguido, pero las patas se le aflojaron, y cayó de costado. Los ojos siguieron abiertos por un rato, se hincharon y se deformaron los rasgos de su cara. Abrió la boca por última vez, y dejó caer la lengua llena de espuma. Tuvo dos accesos de ahogo antes de morir.
Zaid lo levantó y caminó hasta un árbol grande. Se puso a cavar una pequeña fosa entre las raíces que sobresalían del suelo. Los otros perros se le acercaron y lo ayudaron a excavar con sus patas. Él se les quedó mirando, y después dejó el cuerpo en la fosa.
Cuando continuaron su camino, esta vez los animales ya no corrían. Lo acompañaban a su mismo paso, apesadumbrados, y tal vez pensando también, como él lo hacía.
Unos días más tarde, la angustia del hambre reemplazó el anterior estado de ánimo de los perros. No habían comido más que grasa y tomado un poco de agua con desgano. Zaid temió por su propia seguridad, pero estaba demasiado cerca de la meta como para cometer el error de alimentarlos y arrebatarles la furia. Los senderos entre las coníferas eran más empinados, con pequeñas cascadas que marcaban claros en las laderas. De vez en cuando, descubrían cuevas de ardillas o tejones de los que debía alejar a los perros con amenazas.
Una tarde los animales se detuvieron, husmearon el aire un largo rato, y se pusieron a aullar. Se erizó el pelo de los lomos y las colas se tensaron. Ladraban en círculo alrededor de un refugio tras unos árboles caídos. Algunos empezaron a excavar, otros saltaban encima de los troncos, o se tendían en sus patas delanteras, agazapados y sin dejar de ladrar.
Zaid sabía que por fin lo habían hallado. Estaba oscuro, y la pintura roja de su cara brillaba con el reflejo del crepúsculo a través del follaje, los ojos de los perros también relampagueaban en la incipiente penumbra.
El rostro del lobo estaba asomado a la entrada de la cueva, mirándolo receloso. Los perros continuaban ladrándole, pero no se amedrentaba por ellos. Miraba solamente al que había venido a buscarlo, y en lugar de volver a su refugio, huyó pendiente arriba. Lo desafiaba a seguirlo.
Zaid no iba a desairarlo. Lo perseguiría hasta donde fuese con tal de terminar con lo que se había iniciado hacía mucho tiempo, tan firme en su memoria como una huella en la lava. El origen de la tragedia que los había unido el día que subieron a la misma balsa.
Corrió tras el animal, siguiendo a los perros. La bestia saltaba las piedras y los troncos, cambiando de dirección con rapidez. El sudor corría por la frente de Zaid, y la garganta se le secaba con el viento. Empezó a sentir que las piernas se le dormían en el terreno ascendente. Las piedrecillas lo hacían resbalar, y varias veces cayó de rodillas.
El lobo huía sin enfrentarlo. La cola de pelo espeso, los ojos rutilantes al girar la cabeza para ver a su perseguidor, imágenes que se deshacían con los débiles destellos de la luz de la tarde entre las ramas. Hasta que ya no pudo verlo más. Todo el resto del día lo estuvo buscando, con el temor de verse sorprendido a la vuelta de cada sendero o detrás de cada árbol.
Mantuvo una fogata débil durante la noche, apenas suficiente para iluminarse. No estaba cansado. Los perros se sentaron a su alrededor, atentos como siempre a los sonidos nocturnos. Uno de ellos de pronto alzó la cabeza y saltó hacia la oscuridad más allá del fuego. Otros lo siguieron.
-¡Quietos!- gritó, y pudo detener por lo menos a los últimos, que se quedaron dentro del halo de luz, escuchando los gemidos desde la penumbra, el sonido de la piel desgarrada, el agitarse de los arbustos con el choque de los cuerpos unidos en una pelea que sonaba como una danza. Los animales, excitados en el límite exacto de la luz, apenas lograban contenerse para no correr. Zaid intentó calmarlos, porque estaba decidido a no intervenir. Sabía que los otros perros no regresarían, y no quería perder también a los únicos que le quedaban.
En la mañana, enterró los cuerpos y continuó adentrándose al este en una meseta menos frondosa, entibiada por un sol sereno. Los demás animales del bosque parecían saber que él no los buscaba. Los zorros lo veían pasar desde sus madrigueras, y los ciervos lo observaban sin escapar.
El cansancio comenzaba a dominarlo, pero era más pesadumbre que cansancio. Se restregó los ojos. Un punzante dolor de cabeza lo hizo buscar la sombra de una encina. Partió algunas bellotas entre sus dedos para aspirar el aroma. Los rayos del sol caían con largas flechas, y vio las motas de polvo, las semillas que seguían la dirección de la brisa. Pensaba continuamente, sin poder detenerse, y ésa era su perdición. El pensamiento traía consigo la desdicha y el recuerdo.
el pensar no debería ser para los hombres, pero estamos hechos de su sustancia
Se había quedado quieto, boca abajo y con los ojos cerrados, sintiendo el zumbido del dolor en su cabeza. Oyó el crujir de una rama, pero ya era demasiado tarde para reaccionar. Sintió unos profundos rasguños en la espalda, y el ardor fue tan intenso que lo hizo tirarse al suelo, mientras veía cómo los perros habían salido a defenderlo y peleaban con el lobo, que ahora parecía más grande, como un hombre en cuatro patas.
Los perros luchaban en desventaja. Dos estaban muy heridos y se quedaron quietos a un costado. El lobo entonces huyó de pronto, no porque no hubiese tenido oportunidad de terminar con ellos de una sola vez, sino por esa inexplicable causa que lo hacía reservar las fuerzas, medirlas, para dominar a Zaid con firmes y esporádicas masacres.
Mientras los perros se lamían las heridas, él, allí acostado, se sentía otra vez como el pequeño Zaid de la balsa, vencido y boca abajo, viendo pasar al mundo a sus espaldas. La piel le ardía de una forma que jamás imaginó podían doler los rasguños de una garras, por más fuertes que fuesen. Se recriminó una y otra vez su error, la equivocación inadmisible, sintió deseos de llorar. Los perros aullaban.
Decidió levantarse, lentamente.
Logró pararse, y con la lanza sacrificó a los animales que sufrían. Los otros lo miraron por un momento, y se sentaron a descansar. Esa noche, preparó una cura de hierbas frescas. Se recostó de espaldas sobre las hojas untadas con ella. Los párpados se le cerraban al mirar las copas de los árboles mecidas por el viento. Los grillos chirriaron bajo los rojos reflejos de la luna sobre las hojas de las encinas. No podía moverse mucho, y ni siquiera trató de hacerlo al presentir que el lobo lo vigilaba, escondido en alguna parte detrás de los troncos, mientras el sonido del viento acompañaba su aullido estentóreo. Ese canto le produjo un escalofrío en la espalda herida, pero era tan bello y tan cruel como la forma del alma a la que pertenecía. Estaba casi seguro que no iba a atacarlo esa noche. Era probablemente otro el método que el lobo había elegido para exterminarlo.
Los perros tenían miedo, y se acostaron junto a Zaid. Sintió el temblor de sus cuerpos acurrucados contra él, pero no iba a calificarlos de cobardes. El temor era un gran maestro.
Cuando amaneció, fue a lavarse al arroyo y encontró el cadáver de otro de los perros. Sólo quedaban dos. La espalda se le había aliviado lo suficiente para continuar, y se puso en marcha. Mientras caminaba, su piel parecía rígida como una soga atándole los hombros. Los animales iban a su lado, cabizbajos, el hambre al que los había sometido era menos fuerte que el miedo.
son nada más que pequeñas bestias, en cambio el otro tiene la mente de un hombre, y actúa acorde a la medida de su crueldad, pero por qué tanto pensar
definir, nombrar, actuar y perder en consecuencia.
La pérdida desde el primer brote y concepción del pensamiento más elemental.
El pensar para perder, y perder para dedicar la vida al pensamiento.
Nacer irremediablemente fracasado.
Sintió los pasos del lobo. Se detuvo, y las pisadas también lo hicieron. Avanzó y se reiniciaron. Los perros parecían adormecidos, continuaban caminando sin hacer caso más que a sus propios dolores. Zaid sujetó el mango del cuchillo con fuerza, dispuesto a morir con la mano allí, aunque el puñal nunca alcanzase a salir de su funda. Dispuesto a ser enterrado de esa forma, si hubiese habido alguien que se encargase de eso.
Con la otra mano en la lanza, miró hacia todos lados. Escuchaba los pasos y crujidos en la hojarasca, el viento sobre el pelaje del lobo, el rumor del pelo espeso. Podía oírlo, y era extraño, como si viniese de otro mundo donde el lomo de los lobos hubiese sido concebido con un material más noble que la piel de las simples bestias mortales.
Y el ataque vino del cielo, de las ramas suspendidas sobre él. De las ramas suficientemente fuertes para sostener el peso de un lobo grande, pero no para soportar el impulso de su salto. La madera se rompió al brincar y cayó quebrando la lanza. Zaid tenía al animal encima, un pelaje abundante y duro cubriéndole la cara. Las garras se prendieron a sus hombros y se hundieron en la carne. Las patas traseras se apoyaron sobre él. El pecho del lobo estaba en su cara. Su brazo izquierdo no tenían fuerzas y el hombro se le había adormecido.
El lobo buscó su cuello.
Zaid podría detener la boca del lobo con el brazo derecho muy poco tiempo más. Trató de deshacerse de la sangre, la tierra y el cuerpo que tenía encima moviendo la cabeza. De a poco, la mano izquierda se hizo más sensible y los dedos despertaron. En un momento los dos quedaron tumbados de costado, y él apoyó el codo para meter la mano entre su pecho y el vientre del lobo. Alcanzó el puñal, y lo hundió en el cuerpo.
El lobo se estremeció y mordió el aire, se mordió a sí mismo donde había sido herido, y se revolcó en el suelo. Pero no pudo levantarse otra vez. Los ojos ya no lo miraban. Cayó sobre el polvo, y de la boca brotaron puñados de sangre oscura.
Zaid lo estuvo observando mientras agonizaba. Luego de un último temblor, la bestia no se volvió a moverse. Él se acercó, oliendo saliva y sangre como si éstos fuesen los elementos esenciales del bosque. Miró con curiosidad los párpados aún levantados, los ojos sin descanso. Pero ningún signo de vida parecía resistir. Entonces, sin explicarse por qué razón, sin pensarlo siquiera, se arrodilló junto al lobo, apoyó una mano sobre el pelaje, lo acarició y lo besó.
Los perros se le acercaron, pero esta vez no había temor ni sumisión. Zaid se apartó del lobo y quiso recompensarlos con una caricia, pero le gruñeron. No lo miraban con el furor del hambre, como pensó al principio. No lo estaban observando como lo hacen los animales, sino como lo hacen los hombres.
-¡Váyanse! ¡Están libres!- les gritó.
Pero no se fueron. Los ojos de los perros hablaban.
La voz de Volfus estaba en ellos.
Dioses, no me tienten con esa cosa incierta llamada esperanza. No pidan que crea en lo que veo del cielo o la tierra, en el agua que beberé, en el verde que verán mis ojos, o las hierbas que me alimentarán. No esperen que confíe en el goce de las mujeres, las palabras de los hombres, en la sombra de las aves o las nubes que lleguen a protegerme alguna vez, ni en los árboles que me cobijarán.
No confiaré más, aunque lo desee con desesperación, ni siquiera en mí. No existe desvelo mayor que esperar la redención. Cuando no hay más que el fracaso marcado por la ley del nacimiento, la naturaleza del cuerpo en cada región de la piel y de los huesos, cuando nada de lo que pueda hacerse cambiará el origen, y cada acto es inútil, entonces no hay razón para creer.
La esperanza nace de la ignorancia, del ingenuo ánimo del alma por ver una verdad en un acto, un hecho que jamás se cumplirá sólo por confiar.
Caminamos por el mundo bajo el dominio de los dioses, su voluntad que es pura incertidumbre. Las catástrofes son el fondo de las tragedias humanas.
El tiempo es la única divinidad que nos recrea cada día a la luz del sol. Nos forma con el barro, el agua y la sal. Nos hallamos en medio del bosque provistos de un cuerpo y un mundo del que creemos disponer, pero nada hay más equivocado. La culpa espera allí, al principio y al final del camino, o mirándonos desde la oscuridad entre los árboles. Hasta a veces pensamos que se ha distraído, pero son momentos estrechos, finamente cortados en el espesor del tiempo, en que somos felices porque no sabemos la verdad.
Este es nuestro estado. Recambio de ideas bajo la forma de creencias, y con cada idea rota se produce una cicatriz insensible, indolora, rosada no por lo nuevo, sino por la fragilidad de su simiente.
¿Deberé caminar de vuelta al sitio de mi nacimiento o de mi destino? Aunque en diferentes lugares, es el mismo. Qué importa hacia dónde vaya, si los portadores del peso de mi alma me acompañan con la figura azarosa de dos animales. Los miro, y me observan. ¿Ellos hablan? Sí, me digo. ¿Acaso los moradores de la muerte alguna vez han dejado de hablarnos, de contarnos sus dolores, de hacernos recordar la muerte y el tiempo que nos falta?
Por eso, Dioses, les ruego por última vez en mi vida, y declaro de esta manera mi renuncia a Ustedes, que se olviden de mí para siempre.
Ya tengo compañía.
Zaid dio la espalda al sol que nacía y se alejó del lago, donde las aguas se movían con el chapotear de cientos de patos. Un estertor llegaba de los abetos mecidos por el viento, esos restos del viento cuya precoz ancianidad se refugiaba en los bosques. Y un aroma hediondo venía de allí, para mezclarse con el aire fresco de la mañana.
Los perros lo flanquearon. Sus caras se mostraban secas, indiferentes. Ya no movían las colas como antes al seguirlo, y las orejas se mantenían en alto todo el tiempo.
El camino de regreso fue demasiado penoso. Una delgada sombra de tristeza se había formado frente a los ojos de Zaid. La esfera del sol diminuía: el verde era más oscuro, la tierra negra más parecida al vacío, el cielo más pesado. Se miraba las manos, y la sangre estaba allí, reseca, formando grumos de rugosa consistencia. Sintió como si llevase sobre la cabeza todo el peso de un dios, de cuya maldición no podría deshacerse hasta que esa misma deidad lo decidiera. Ni el huir, ni el matar, ni el matarse le parecía suficiente.
Para qué agregar otro espectro al cielo de espíritus rebeldes, en busca de lo que ni siquiera ellos saben. Soportaré hasta que ya no pueda, y desde ese punto seguiré tolerando el peso que tendrá mi cuerpo en ese instante acabado. Siempre hay otra fuerza para cada embestida. Y los dioses lo saben. Tal es el terror. Saben y actúan para nuestra ignominia.
Pensó en Tahia. Regresaría por su cuerpo para devolverle la vida que le había quitado inútilmente. La misma vitalidad que ahora estaba a su lado con la forma de los perros, bajo la cara de la domesticidad. Dos salvajes espíritus mitad humanos. Partes de un mismo hombre al que no volvería a atreverse a eliminar, si no deseaba cubrir al mundo con aquella raza de mensajeros de los muertos.
La imagen de su mujer se plasmó en sus ojos, detrás de la membrana de niebla y pesar. La imagen de un sol de desvelos y proezas que lo ayudarían a volver a casa, al cuerpo de Tahia depositado en un hueco en la tierra.
Atravesó pueblos siguiendo caminos que no recordaba haber recorrido antes. Las mujeres se detenían a mirarlo con desconfianza, aferrando a sus hijos pequeños contra las faldas, como si los estuviesen salvando de la podredumbre y la peste que ese hombre, desgreñado y sucio, parecía esparcir con su paso. Era un mendigo flanqueado por dos perros, que a diferencia de estar siguiéndolo, aparentaban resguardarlo, vigilarlo quizá. Si hasta el aspecto de los animales era mejor que el del hombre, más erguidos y menos sucios, con una mirada serena y recta. Los perros miraban a veces hacia los lados, a la gente. Pero los pobladores se apartaban al sentir un aroma antiguo de desconocido origen.
Zaid llevaba telas raídas encima de la piel aún manchada por la pintura ritual. A pesar del sudor y la sangre de la pelea con el lobo, de la lluvia y los arroyos por los que había cruzado, la marca del cazador seguía siendo parte de su cuerpo. Los rasguños del lobo y las tres líneas en su cara seguían allí, atenuadas por el tiempo, sobre la piel que se reproducía igual que un ser independiente, un animal díscolo y siempre vital. Lo mismo que su barba y sus uñas seguirían creciendo después de la muerte. Y esa palabra era la que gritaban los ojos de los hombres y mujeres que lo observaban, la certeza de que él siempre había sido así, con su aspecto actual, su edad, su corvo andar, la mirada de inmensa pena, y la extraña compañía que lo escoltaba.
Lo que con seguridad los otros no podían presentir, era la presencia del puñal bajo las ropas, el relieve del hueso sobre el pecho. Un hueso esculpido para matar a otros huesos aún vivos, maraña de gusanos pétreos armando la estructura del arma. Un hermano infiel, que a causa de su belleza, era repetidamente perdonado. Por eso Zaid lo llevaba encima, y su propio esqueleto parecía consentirlo.
Sólo de vez en cuando levantaba la mirada de los terrones y piedras del sendero por el que iba. De cualquier modo iba a llegar, los perros se encargarían de eso. Vio a un hombre sentado en una roca a la salida de la última aldea que había atravesado.
-¿Quiere comer algo, mendigo?- le preguntó el hombre, removiendo las brasas sobre la que se asaba una pierna de cordero.
Zaid lo miró, luego a la comida. Los perros se relamieron y unos hilos de saliva cayeron de sus bocas.
-Sólo para ellos- respondió.
El hombre frunció las cejas al verlos, de pronto malhumorado y arrepentido de su ofrecimiento.
-¡No!¡Ni a ellos ni a usted! Ahora que lo veo mejor, esa sangre en las manos es de una cacería reciente. ¡Váyase, váyase pronto!
Zaid se miró las palmas. La sangre se le estaba licuando nuevamente. Observó a los animales, y los notó más grandes frente al alimento, cuyo aroma inundaba el aire hasta convertir a todo el lugar en el solo y único objeto del hambre a satisfacer. Después de mirar los ojos de los perros y asentir, sintió la soledad del sendero a esa hora del crepúsculo, las escasas luces de la aldea y el silencio absoluto de los pájaros, el viento suspendido entre las ramas. Los restos del sol ya oculto, la luna indecisa y el cielo del color de las uñas de un niño muerto.
Zaid se abrió las ruinosas telas que le cubrían el pecho, y tocó el puñal. La funda que lo envolvía era tan frágil como las manos de una mujer. El cuchillo salió con facilidad al aire frío y acre del anochecer. Pareció tomar un brillo especial, como una sonrisa dibujada en el filo bajo el reflejo de la luna.
La mano con el arma se movió en una breve danza, y el hombre sentado ni siquiera llegó a apreciar aquel baile que precedió a su muerte.
Como un animal sin control.
Pensó en eso, mientras la carne del hombre yacía esparcida y devorada a medias por los perros y él.
Después de haber satisfecho el hambre, rodeado por la crepitación del fuego y el ruido de los huesos entre los dientes de los perros, se sintió mejor. Menos débil, aunque sin saber a expensas de qué parte de su espíritu.
En la mañana, ya no estaban. El lugar había quedado sembrado de huesos con carne maloliente, cenizas y sangre sobre la tierra humedecida de rocío.
Los habitantes de la aldea, al ir a los campos, comentaron los ruidos y aullidos que habían escuchado durante la noche. Pero no se atrevieron a mover un solo objeto de aquel sitio. Dejaron que el amanecer alumbrara lentamente el camino y los vestigios de la noche. Un desasosiego se plasmó en el aire frío, y una densa neblina prevaleció durante todo el día, a pesar del sol. La sombra tardó muchos días en disiparse. Los niños y los viejos iban a contemplarla en sus ratos libres. Los hombres se reunían al volver de los campos para discutir qué hacer, indecisos y temerosos de acercarse al lugar.
Y siete días más tarde, la niebla disminuyó lo suficiente para que los pobladores decidieran deshacerse de los huesos. Pasaron todo un día enterrando los restos, y se fueron a sus casas para limpiarse ese olor de las manos. Pero durante algún tiempo evitaron pisar la tierra removida, haciendo un breve rodeo en el camino.
*
Cuando llegó a la cabaña en la que había vivido con Tahia, había tanta quietud, que hasta el arroyo parecía correr mucho más lentamente. El sol caía a pleno, pero una especie de filtro atenuaba la luz y formaba un reflejo hiriente sobre los ojos de Zaid. Pensaba en Tahia, en su cuerpo envuelto en el aceite que, así lo esperaba, la había mantenido indemne.
Los perros se sentaron frente a la cabaña, pero él no se atrevió a entrar. Fue directamente hacia el depósito bajo el suelo. Los vientos, la lluvia y el abandono habían levantado montículos de tierra y hecho crecer plantas alrededor. La entrada estaba tapada y se abrió paso a fuerza de hacha.
Levantó la tapa. Las ratas salieron y se escondieron en la vegetación. Un olor de muerto se liberó al aire de la tarde, subió hasta el rostro de Zaid y se dispersó. Los perros levantaron los hocicos, movieron las colar y ladraron.
Zaid se tapó la boca con una tela, y penetró en la oscuridad. Era esperable, se dijo, el silencio, pero no esa fosforescencia en el rincón donde había dejado el cuerpo. Era un brillo opaco, vencido casi por la densa negrura que lo rodeaba, pero firme y constante.
El fulgor de los muertos.
Su memoria se puso a recitar la salmodia del ritual fúnebre de su pueblo.
El fulgor de los muertos perdurará para siempre.
El brillo imperecedero de los no enterrados.
Pero sabía que esta vez no repetía palabras, sino que creaba una nueva sentencia. Se acercó pisando los pedruscos, las ramas viejas, las heces endurecidas de las ratas. Estiró una mano buscando el cuerpo. Y al tocarlo, seguro de su decrepitud inofensiva, lo levantó en brazos.
Una multitud de hormigas brotó de las telas. Cortó los lazos que él mismo había atado, separó las mantas y puso al descubierto el cuerpo encogido de Tahia, en la posición anterior al nacimiento, esa postura que también era la más conveniente o agradable para morir. A pesar del tiempo, el cuerpo permanecía intacto. Los párpados no estaban hundidos. La piel estaba todavía sana, el cabello más largo, el vello de los brazos y del sexo más abundante, las uñas también habían crecido. Las manos continuaban sobre el pecho ocultando los senos, duros como lomos de tierra negra.
Fue hasta la cabaña en busca de las pieles del invierno. Reemplazó las telas moviendo a Tahia como si cambiase a un niño dormido. Dejó la cara descubierta, no se atrevería a tocar los ojos. Después se ató dos correas a los hombros, otras dos por delante del pecho en forma de cruz, y una más alrededor del cuello. El cuerpo de Tahia estaba ahora atado a su espalda.
Los perros nos siguen con ojos de hombre aún no sentenciado.
Mi carga y yo.
El cuerpo rígido a mi espalda, con esos ojos cerrados viendo el reino del que llegan para perturbarme. Para vivir mi vida más que yo mismo, ocupándola. Siendo la esencia de la memoria, una sola mente de innumerables nombres.
Ser uno y todos.
Ser cielo, y tierra cóncava, fría oscuridad.
Las nubes devorando mi sombra. Sin luz la sombra se esconde.
Y eso será lo único verdadero y lo más extraño en el mundo.
El viaje en busca del hombre al que llamaban “el místico” lo llevaba a las Montañas del Sur. Los viajeros decían que eran sitios tan helados, que hasta los dioses podrían establecer únicamente moradas transitorias.
Dejaron atrás la espesura del delta, luego los pinares ensombrecidos, las praderas de pasto oscuro y morado. Los árboles se hicieron escasos, de ramas y hojas pequeñas. La tierra era pedregosa, cubierta de nieve endurecida. Las colinas sembraron el camino de lomas y hondonadas que anunciaban los primeros montes. El cielo se había poblado de nubes densas sobre las montañas.
Un día contempló la extensión de los territorios dejados atrás, el vuelo de las aves que sobrevolaban los bosques, perdiéndose en la bruma que todo lo consumía.
Así deben sentirse los dioses al ver el mundo como barro entre las manos.
Los perros no mostraban cansancio. Él se había negado a alimentarlos, así que cada dos días ellos desaparecían en busca de presas. Pero regresaban siempre. Desde algún lugar del camino, aparecían para escoltarlo. Aunque se desviara, aunque se mezclara entre las plantas donde no había posibilidad de abrirse paso, ellos terminaban encontrándolo.
Y el estrecho y peculiar grupo de humanos no humanos, de animales sin calidad de bestias, se internó en los senderos de las laderas de las altas montañas. No era su destino subir a las cimas, sino hallar las cuevas, los lechos cálidos de los habitantes que, según había oído contar, eran tan longevos como los imprecisos años de la luna.
El viento se hizo más fuerte hasta convertirse en agudos silbidos congelados. La nieve tenía el peso de pequeñas piedras blancas. Encontró un refugio entre un muro de roca y una barrera de troncos muertos. El cielo se estaba oscureciendo. Las nubes se deshacían y volvían a formarse con la forma de enormes como montañas invertidas.
Los perros caminaban con lentitud, con miradas torvas y temerosas. Una inquietud les hacía mover los ojos y las orejas en permanente atención, como si viesen algo que Zaid aún no podía percibir.
-¿Qué es, qué pasa? -les preguntó.
Entonces un viejo apareció desde atrás de una roca blanca pulida por el viento, y al verlos de frente, se cubrió los ojos. Tenía la misma expresión que había notado en Draiken.
-¿Cuál ha sido el dios que te castigó de esta manera, hijo?- dijo el hombre más con melancólica tristeza que con miedo.
Zaid sintió alivio al oír esa voz terrosa que lo llamaba “hijo”. Estaba cansado ya de las voces impersonales y perfectas de los muertos. Pero el anciano le hizo recordar a su abuelo Zor. Apartó las manos de las correas y se tapó la cara.
El abuelo que me habló de los muertos por primera vez, y no supe entenderlo. Quizá él vio en mi infancia, a mi alrededor, la sombra que me acompaña.
Y una furia que quiere salir, pero hoy se ha disuelto en el agua de mi cuerpo.
El anciano lo miraba.
-¿Qué es lo que está viendo? -quiso saber Zaid, ansioso por el cambio de ánimo de sus espíritus.
-Ellos sufren. Están mirando las montañas, al viento que lleva vida de un sitio a otro.
Después el viejo observó a los perros. Zaid se adelantó a responderle.
-Son dos y representan a uno. Tal vez usted pueda ver la forma original del que me sigue.
Pero el viejo dudaba, como si no supiese cómo comenzar.
-Nadie merece tal carga en sus hombros, hijo mío.- Levantó los brazos para formar la base de un gran círculo en el que pretendía abarcar un mundo.- Es una enorme corona de rostros asustados que lloran. Es un árbol de una frondosidad parecida a la del cielo entre dos cumbres. ¡Te rodean por todas partes, te tocan, te están besando! ¿Puede ser que no te des cuenta?
El anciano jadeaba con una mano sobre el pecho.
-Solamente una vez antes vi algo semejante, en alguien todavía más joven. Pero quiero que entres a mi refugio, y te contaré todo cuando hayas descansado.
Se apoyó sobre un hombro de Zaid, tocó el cadáver de Tahia y se alejó otra vez.
-Te temo-dijo, pero volvió a acercarse y esta vez lo agarró de una mano.
La oscuridad de la cueva tardó en disiparse frente a los ojos lastimados por el reflejo de la nieve. A Zaid nada de esto le importó en ese momento, sólo quería dormir en un sueño sin sueños. Se dejó caer, y no supo nada de la vida hasta que despertó, dos días más tarde.
*
Mientras él dormía, el viejo Montag miraba a los perros rondando a su dueño. Habían rechazado la comida, y hasta el mismo descanso, como distracciones ante la gran amenaza que sentían sobre ellos. Aullaban y corrían de la entrada de la cueva hasta la oscuridad del fondo.
Los espíritus se habían escondido contra el techo. Sus formas cambiantes e imprecisas parecían adosadas a las rocas, y los murciélagos que allí anidaban salieron volando. Pero los muertos estaban atrapados. Y él, Montag, atrapado con ellos. Sabía que lo rechazaban.
Desató el cadáver de la espalda de Zaid, y lo puso en un rincón. No tuvo miedo, a diferencia de lo que había sentido frente a los otros seres que llegaron con el muchacho. Era sólo un cuerpo inmóvil, el único, tal vez, que dormía realmente en su inquebrantable retiro del espíritu. No sintió curiosidad, tampoco, por saber de quién se trataba.
Durante dos días preparó alimentos, meditó, hizo sus tareas cotidianas procurando mantener protegido a su visitante con el fuego siempre encendido y pieles para abrigarlo.
Cuando Zaid despertó, se frotó la cara y se puso a mirar alrededor. Después le sonrió al viejo.
-No creo que hayas dormido bien.
-Fue suficiente si pienso en otras noches que he pasado. Pero estoy sucio y hambriento.
Sabía que era un intruso y se avergonzó de sus pretensiones.
-No te preocupes- dijo el viejo, lo ayudó a levantarse y salieron.
La mañana era fresca. Montag lo llevó a una cascada cerca de la cueva, el agua caía en una hondonada templada por el sol. Zaid se metió desnudo en la laguna y comenzó a temblar. Sin embargo su cuerpo despertaba finalmente, libre de las ropas que lo habían vestido durante el viaje. Se restregó la cara, la barba larga y los músculos entumecidos. Tenía los párpados impregnados con una costra de sangre que se fue desprendiendo con dificultad.
Montag lo miraba desde la orilla, y pensaba. El joven tenía la espalda vencida por la carga del cadáver, y hacía esfuerzos por enderezarse con la influencia suave del agua. Las pinturas en la piel, manchas grises que simulaban el pelaje de los lobos, llamaron su atención.
-Creo que podría quedarme aquí para siempre- dijo Zaid, cerrando los ojos mientras el agua corría por su cara.
Montag le alcanzó un cuchillo, y el muchacho comenzó a cortarse la barba. También se cortó el pelo y luego se recostó al sol.
-Sin viento, este lugar debe ser el mejor para vivir...
-Podrías hacerlo, si es tu deseo.
Zaid dejó de mirar las cumbres y le dijo al viejo:
-Si es usted Montag, el místico, sabe que no vine para eso.
-Sí lo soy, pero aunque sea viejo no lo sé todo. Sólo digo que tu voluntad te dirige, hijo. Eso es lo único que importa cuando todo lo demás está muerto.- Le alcanzó unas ropas de apretado tejido.
-Cuando estés listo, te esperaré adentro para comer.
Zaid regresó a la cueva y los perros le gruñeron, después lo olvidaron y siguieron dando vueltas por todo el interior. Miró entonces hacia el techo, donde las sombras asustadas se habían refugiado.
- Por primera vez me han dejado solo, y no me había dado cuenta de su ausencia. Eran ya como mi sombra, como las uñas de mis dedos...
-Y la carne que comías, el aire que respirabas- lo acompañó el viejo en su lamento. - Ahora debes sentarte a comer, y te contaré cómo llegué a estas montañas.
“Vengo del Norte, más allá del gran Mar, que cuando está tranquilo parece un manto de hojas secas, pero también es una embravecida bestia que azota los barcos y las almas. Sí, ya lo sé. No es fácil imaginarlo. Solamente hay que pensar en una enorme cáscara de un fruto cualquiera, capaz de llevar a muchos hombres a través de las aguas, y que los dioses soplan levantando olas que embisten las barcas. Así pasan días que no es posible contar, hasta que sale otra vez el sol y sólo importa permanecer en la cubierta, sin distinguir ya el cielo del mar, con la piel bronceada y rejuvenecida. Pero adentro, en este lugar que no controlamos-Montag se golpeó el pecho - uno sabe que nada será igual desde entonces. El mar lo cambia todo, hasta la visión que uno tiene de su propia vida.”
Montag suspiró y bajó la mirada.
“Dejé a mi familia en la Aldea del Norte, el pueblo próspero en el que crecí y donde nacieron mis hijos. Lo hice porque algo me obligó. Un deseo, pensé en ese momento, de vivir sin la zozobra constante de la voluntad del mar. Allí el mar es el que decide y manda. Un monstruo que nos atrae tan irresistiblemente, que toda nuestra vida se transforma en agua, en peces y en barcazas. Eso durante el verano, cuando hay luz y podemos pescar. En las estaciones oscuras, pasamos los inviernos en los astilleros construyendo barcos que los llevarán a ellos, a los viajeros y comerciantes, a regiones lejanas.
“Cuando dejé mi pueblo ya era un hombre grande. No viejo, pero mis hijos estaban casados y uno de ellos se preparaba para ser miembro del Consejo de Sacerdotes. Fue el único en ir a despedirme al puerto. Mi mujer decidió olvidarme para siempre, y yo qué podía hacer, si tenía esa ansiedad borboteando en mi cuerpo, haciéndome cosquillas por dentro. Sentía más deseos, puedo asegurarlo, de correr, de construir, conocer mujeres y beber, hasta de volar si hubiese podido, o nadar venciendo al mar, que cuando era joven. Vi el agua interminable frente a mí, sin promesas, sin decirme esta vez qué hacer, y ya no le tuve miedo. No era mi dueño, sino la susurrante voz imperecedera que iba a consolar mis ansias insatisfechas. El baño de agua fría que calmaría el impetuoso, insospechado deseo a mi edad. Yo era fuerte, me hice fuerte levantando troncos y recogiendo redes. El cuerpo me rogaba que cambiara.
“Mientras me alejaba de la costa, mi hijo agitó los brazos en señal de despedida. Comencé a extrañarlo en ese momento, y me conmoví. Voy a regresar, le grité haciendo eco con las manos, para que oyera desde la playa. No sé si pudo escucharme. Bajó la mirada y me dio la espalda. Lo miré irse caminando de vuelta al centro de la aldea. Supe que yo, su padre, había desaparecido de su historia.”
El viejo se restregó la cara para ocultar el brillo de sus ojos, que de todos modos se veían entre los dedos flacos.
“Desde entonces, tuve la certeza de existir sólo para ese barco y su tripulación, en la que era nada más que una fuerza de músculos y piernas ágiles, una boca para alimentar en abundancia. En las noches, a veces tardábamos en dormirnos, y conversábamos. Algunos relataban historias, otros tocaban instrumentos que ocultaban el zumbido acompasado de las moscas o el rasguido suave de las ratas bajo cubierta. El aire nocturno nos refrescaba, mirando la luna que intentaba esconderse detrás de la tierra que habíamos dejado.
“Me hice amigo de varios, pero casi todos eran muy jóvenes y no se me acercaban más que para tratar asuntos del barco. Los más veteranos nos reuníamos después de que ellos se iban a dormir. Los ojos se les cerraban lentamente, con la pálida belleza de hembra de esa media luna sobre nosotros.
"Montag, me preguntaban, qué vas a hacer cuando lleguemos a tierra. Entonces me ponía a pensar, y me reía solo. Me miraban como si estuviese loco.
“No sé, les contestaba, voy a caminar, recorrer lugares y asentarme en el que más me agrade. Pero yo sabía que la sola mención de quedarme en un sitio me haría pensar en lo que había dejado atrás, así que iba a seguir siempre viajando.
"Hay una zona de la que me contaron maravillas, dijo entonces uno de ellos. Su cara brillaba con el tinte azul del cielo nocturno reflejado en el agua. El mar no nos abandonaba. No aún conforme con rodearnos, se metía dentro del barco con esa claridad prestada.
"Dicen, siguió contando, que está en las altas montañas del Sur, muy tierra adentro. Donde las nieves son eternas y las nubes ocultan las cumbres. En las cuevas se esconden hombres ancianos, tan viejos, que algunos cuentan más de quinientos inviernos.
“Todos nos abandonamos a una carcajada que temimos despertara al resto de la tripulación. Se escuchó un grito y el tronar de unas cadenas, entonces callamos, pero sin dejar de sonreír. Nuestro amigo nos miraba muy serio, hasta quizá ofendido.
"Es verdad lo que les digo, e hizo una pausa, pensando que tal vez había cometido un error al contarnos esto. Yo no los he visto ni puedo probarlo, solamente les digo lo que escuché de boca de otros.
"Te engañaron, lo interrumpió uno de los marineros más viejos, la mayoría de esas historias son mentiras. Viajamos y vemos cosas raras, pero así nos parecen porque de donde venimos no acostumbramos a verlas. Ustedes viven casi todo el año en la aldea, en cambio yo he viajado y visto cosas que los asombrarían. Pero eso de vivir tanto tiempo, e hizo un gesto incrédulo moviendo la cabeza. Yo, sin embargo, me quedé pensando un rato en lo que había escuchado, y me atreví a preguntar:
“¿No te dijeron a qué se debe su longevidad? Los demás me observaron, intrigados.
"Parece que es el aire, o el agua de la montaña, la cercanía del cielo y su supuesta eternidad, me respondió, y nadie se rió esta vez.
“Nos fuimos a dormir, mientras yo pensaba no en aquel sitio ni en ningún otro, sino en el ancho de mi pecho, y en la fuerza sin medida que me dominaba. Deseé tener una mujer entre mis brazos esa noche.”
*
Zaid miraba al techo de la cueva, donde los espíritus seguían ocultos. Bajó la vista hacia Montag, que había hecho una pausa en su relato. La luz de la tarde llegaba tenue y cada vez más pálida desde la entrada cubierta por grandes ramas secas, atravesadas por un olor a lluvia y el rumor del viento.
-Aquí llueve todas las noches en esta época. Son los hielos que durante el día forman nubes en las cimas. Después, cuando venga el invierno, la nieve no nos dejará salir.
Zaid recordó que no había llegado para quedarse. Se levantó y fue hacia el rincón donde estaba el cuerpo de Tahia. Lo iluminó con una antorcha mientras cortaba las cuerdas. El reflejo blanco del cuchillo llamó la atención de Montag.
-Hermoso puñal.
-Demasiado hermoso- contestó- para la tarea que le he dado. Pero tal vez deba ser así, sólo lo verdaderamente bello es fuerte para hacer ciertos trabajos.
Continuó desatando el bulto, y el cuerpo fue descubriéndose de a poco. Las telas eran muchas, y las fue extendiendo junto al fuego para secarlas. Cuando el cadáver estuvo destapado del todo, lo alumbró. Montag se acercó.
Tahia tenía ahora una expresión distinta en la cara. Los labios estaban abiertos, con las comisuras hacia abajo, la mandíbula levemente caída. Las cejas fruncidas y los ojos entornados, fijos en algo. Los dedos de las manos extendidos y separados. Zaid retrocedió, su cara estaba cubierta de sudor. La luz de la antorcha se movía con el temblar de sus manos, y distorsionaba el tamaño de las cosas en el estrecho mundo de la cueva.
-Tranquilo, hijo- dijo el viejo.
-Pero... no entiendo... ella... me ha estado mirando siempre, entonces...
-Fueron ellos los que la asustaron durante el viaje.- Montag señalaba al techo.-No todos los muertos forman una comunidad armónica. Existen recelos, deseos contrariados. Tu mujer te sigue, por piedad, aunque desearía alejarse de los que te perturban.
Los perros continuaban en el fondo. No habían comido en todo el día, y no habían reclamado alimento. Apenas se escuchaba su respiración.
Zaid sintió escalofríos e intentó abrigarse con lo primero que sus manos hallaron cerca. Sin darse cuenta, había tomado las telas que acababa de retirar del cuerpo de Tahia. La frialdad de los harapos lo inquietó aún más, pero no se los quitó. Se dedicó a mirar su propia mortaja, ensimismado y con ojos llenos de miedo. Seguía temblando. El sudor ya le cubría el cuerpo, y sus piernas se debilitaron hasta hacerlo caer. Montag lo sostuvo, después le tocó la frente.
-Estás ardiendo, hijo.-Le desprendió las telas y frotó el cuerpo con las pieles que reservaba para cubrirse el pecho en el invierno.
Zaid se sintió acariciado, como si su madre estuviese allí, curándolo.
Madre, hace cuánto tiempo que no te veo. Te he extrañado, he rogado por tu presencia, he pensado en tu cara tantas veces. ¿Y mi padre y mi hermano? Volvamos, madre, volvamos a estar juntos en el bosque. Padre y yo iremos a cazar. No olvides prepararnos una gran comida para el regreso. Llegaremos antes del anochecer, y te daré ese beso que siempre me estás pidiendo.
Mi primogénito, el que siempre creí el más bello y fuerte. Nunca esperé que fuese tu destino ser el carretero de los muertos. Yo no pondré mi sombra sobre tu espalda. Te ayudaré, te frotaré con aceites cuando estés cansado. Te cubriré de besos, soñando que beso el cuerpo de tu padre. Los dos son uno, los dos son hombres, mis amantes. ¡Hijo querido, cómo lamento, cómo lamento...!
-¡Despierta!- La voz antes suave era ahora la voz ronca y agotada de Montag.
Zaid abrió los ojos. Las manos del anciano le calentaban el pecho, y el aroma de los aceites lo iba despejando. Un vapor se levantaba del fuego en el que la preparación se entibiaba. Tosió. Una saliva blanca y espesa manchó el suelo.
-No te detengas-le indicó el viejo.
Zaid lo miraba como si viese a un dios, con la mirada inocente del que se cree perdido y comienza a reencontrar el camino de su cuerpo. Volvió a toser, y esta vez el líquido vino de más hondo y era oscuro. Casi toda la noche continuó así, mientras Montag arrojaba aquella podredumbre en la fogata, con un rezo entre los labios. El humo se hacía más abundante e inundada el techo. Los espíritus se movían y provocaban un sonido de sordos golpes contra la piedra que no podían atravesar. Las sombras se hicieron más tenues, casi imperceptibles, y los silenciosos gritos de pesadumbre y dolor retumbaron en ecos que finalmente penetraban las rocas, para disolverse en la sustancia porosa de lo inerte y pétreo.
Durante toda la noche, Montag permaneció en vigila para cuidarlo. Zaid no dormía del todo. No podía huir de los sueños de siempre, a la vez que escuchaba el relato lejano y consolador del viejo.
“Te he contado-decía Montag, acariciando la frente de Zaid-cómo me enteré de la existencia de estas montañas. El barco llegó al delta de un río que lo nativos llamaban Luar. Las aguas marrones arrastraban troncos, ramas y barro porque era la época del deshielo. El barco no podía avanzar río arriba, y debimos bajarnos. Fuimos varios los que abandonamos la tripulación, pero no nos dejaron llevarnos provisiones. Nos pusimos a caminar siempre hacia el sur. El horizonte era tan amplio que no podrías imaginarlo de no haberlo visto. Sin montes, ni siquiera colinas, sólo una meseta plana de color verde y pocos árboles interrumpiendo el sol en la llanura. Había ovejas y cabras, y los pastores hablaban con un siseo extraño. Nos hicimos entender después de un largo rato, y como el día ya estaba muriendo, logramos que nos abastecieran de agua y alimento en sus casas.
“Dormimos bien esa noche, cansados como estábamos, con la piel aún reseca por el sol del mar. Nos veíamos tan bronceados, que los lugareños parecían copos de nieve al lado nuestro. Nos miraban con asombro, como si fuéramos de tierra oscura. Cómo íbamos a explicarles, sin conocer bien su lenguaje, que éramos más blancos que ellos, que nuestros ojos claros no eran fruto de hechizos. Los hijos de los pastores corrían alrededor mientras conversábamos con sus padres. Acariciaban nuestras ropas de piel de oso, mirando con sorpresa los arpones que habíamos robado del barco.
“El país de esos hombres era pacífico, y un clima cálido hacía brotar los frutos de las siembras con que se alimentaban todo el año. No eran cazadores, pescaban de vez en cuando en los ríos. Compartimos con ellos varias noches junto a las fogatas, bajo la luz de una luna serena, hermana de las otras lunas brujas de mis tierras.
“Nos contaron que unos pueblos salvajes del este los habían atacado muchas veces durante su historia, y se establecían por mucho tiempo si la región era prolífica en animales. Pero era sobre todo en los inviernos cruentos, cuando las manadas de bisontes migraban, en que las hordas de ese pueblo llegaban en mayor número.
“Las veces que sentimos sus pisadas retumbando en la tierra, temblamos. Llevamos a nuestro ganado hasta los acantilados, pero los campos terminan siempre arrasados, me dijo uno de los pastores.
“¿Conocen la tierra de los longevos?, pregunté, creo que así los llaman, dicen que allí se puede vivir casi una eternidad. Se miraron uno al otro, el fuego relampagueaba en sus caras desconfiadas.
“Nadie viaja sin el permiso de los Ancianos, me respondió uno de ellos, se reúnen en la Asamblea , a orillas del río, más al sur.
“Amigos, les dije a mis compañeros, durmamos esta noche, y mañana partiremos hacia esa aldea. Nos acostamos entre bostezos y palabras de gratitud para quienes nos habían refugiado. Las fogatas se fueron apagando una después de otra. Sólo se escuchaba el berrear de las ovejas y los últimos ladridos de los perros pastores. La luz del crepúsculo ya era casi imperceptible.
Todos me han abandonado.
Veo sus almas alumbrarme en el claro del bosque más grande del mundo, un bosque que tiene el nombre del mundo.
Estoy solo, y tengo miedo.
Desolación y silencio, ni un fugitivo o moribundo sonido me acompaña. Estoy desatado de los lazos de los hombres. Soy una mota de polvo girando en el aire, indeciso e incapaz de decidir, sin fuerza para vencer ni siquiera mi propia perezosa voluntad.
Soy la pluma de un ave enferma en el viento, ceniza que alguna vez fue otra cosa ahora irrecuperable, una brizna de hierba entre los dientes de una bestia, la gota de agua sobre sus labios.
Nada me es ya conocido, nadie me conocerá. El mundo no existe ni tiene sentido porque lo que daba razón a la memoria, ha muerto. Ni voces, ni caras, ni gestos o golpes. Sin el tímido o irritado golpe de quien me haya aborrecido. Por lo menos el odio es algo, una madera a la cual aferrarse en este deambular perdido en medio de oscuras estrellas verdes. Árboles que deberían ser el hogar que no recuerdo.
Ellos se han ido. Me han abandonado, y por eso ya no existo.
“En la mañana, nos desperezamos como si hubiésemos dormido muchos días. Después de bañarnos a la orilla del río, nos pusimos en camino. No había rastros de los pastores, sólo la hierba del campo carcomida por las manadas. El pueblo debía estar río arriba, así que caminamos por la playa, con ramas como bastones. Supimos que la travesía iba a ser larga, sobre todo cuando el extenso paisaje de llanuras continuaba intacto después de diez días. Pero en el cansancio de las piernas notamos el ascenso casi imperceptible hacia el origen del río.
“¿Dónde está ese pueblo?, preguntó uno de mis amigos, no creo que exista. Quise darles ánimos, porque no era fácil conseguir comida en esos lugares. Los peces eran espinosos y de poca carne, y el agua se fue haciendo fría.
“El que quiera volver al mar, está libre, les dije cuando pasaron casi treinta noches y aún no habíamos hallado el lugar. Después de todo, nadie estaba obligado a compartir conmigo mi extraña ansiedad.
“Yo regreso, decidió uno. Mientras se alejaba, los demás lo observamos durante un rato, con las espaldas algo encorvadas, la boca abierta exhalando el vapor de la mañana, las barbas crecidas. No le dijimos nada. Nos limitamos a levantar la mano que se había mantenido abrigada hasta entonces bajo la ropa, como la única y suficiente demostración para despedirlo. Luego, las manos regresaron a su lugar, y los otros se pusieron a mirarme, pero no lo soporté mucho tiempo, así que seguí adelante.
“La playa se fue transformando en senderos pedregosos entre altos riscos y el río, que corría cada vez más fuerte. Uno estuvo a punto de resbalar cuando pasábamos por un pasaje angosto y embarrado. De vez en cuando hallábamos a varios pescadores, pero ninguno quiso responder a nuestras preguntas sobre la región que buscábamos.
“Vean a los Ancianos, fue lo único que contestaron. Estábamos cansados. La cabeza nos daba vueltas al ritmo del agua, y ese ritmo era al que nuestra voluntad se había sometido con tal de sobrevivir. Ese pensamiento marcaba nuestros pasos torpes. En dos ocasiones, matamos cabras extraviadas. Las carneamos y cocimos, sin saber cuándo íbamos a volver a comer algo semejante. Hasta calentamos la sangre al fuego y la bebimos como un vino espeso.
“Una tarde llegamos a un promontorio donde desembocaban dos afluentes del Luar. Vimos un conjunto ruinoso de chozas y el movimiento continuo de gente que daba vida a los caminos. Era una aldea pobre al borde del más angosto riacho que terminaba en el cauce principal. El agua que pasaba junto al pueblo parecía estancada, vencida por el ímpetu de los otros afluentes, un líquido oscuro y sin brillo repleto de suciedades y excrecencias. Podía escucharse el ladrar de muchos perros a lo lejos, tristes ladridos de animales viejos. Un griterío apagado de niños se escabullía también entre la niebla que había comenzado a asentarse sobre las aguas. La bruma fue creciendo hasta abarcar todo el ancho del cauce, y se desbordaba como una masa maleable hasta sumergir los márgenes y toda la aldea. Pronto no quedó cuerpo o cabaña que pudiese verse claramente desde donde estábamos.
“El pueblo parecía estar acostumbrado, porque la gente de las calles fue confundiéndose en la niebla, incorporándose a su sustancia. Como si la aldea fuese amante de la niebla y le diese significado a su vida de agua y barro. Hacia allí caminamos antes de que oscureciera completamente.
En esta playa, solo, parado en la arena que las olas lamen sin mojarme, miro hacia el sur, la fúnebre caravana de dolientes. Los hombres tienen el cuerpo pintado de amarillo, con rayas negras sombreándole el torso. En sus cabezas llevan penachos de plumas de cuervos, anunciando sus desvelos, el hambre de oscuridad.
Detrás, vienen los portadores del incienso purificador, el aroma a especias y aceites que penetran el alma del que sobrevuela su propio funeral.
Luego, los deudos, los rostros apesadumbrados de mis padres y mi hermano. Caminan cabizbajos tras los hombres que cargan el cuerpo del hijo, con la sombra del hijo envuelto en la mortaja. Vuelo sobre él ... sobre mí ..., y mis contornos los abarcan, los cubren como si quisiera protegerlos de todo mal, de cualquier desconocida voluntad de tragedia.
Aún son jóvenes, pero las lágrimas los afean. Padre está vestido de negro, y dos manchas le oscurecen las mejillas y la barba. Lleva una capucha de luto, alta y adornada con ojos secos de búhos. Madre está cubierta por una túnica blanca, porque las mujeres señalan el camino de la descendencia. No pueden vestir de negro, no deben llevar sombras que perturben el vientre acogedor del porvenir. Ella no llora, mira la tierra que pisa y piensa en el cielo.
Mi hermano ha crecido, es casi un hombre, pero la suave barba no logra ocultar sus ojos todavía débiles. Una naciente fortaleza está surgiendo en el color del espíritu que se asoma por sus ojos. Él es la luz que alumbra el funeral por debajo de la línea de mi cuerpo alzado al cielo.
Los veo acercarse, y puedo palpar mi desesperación, grande como una bola de madera y fuego creciendo en mis entrañas, luchando por salir, quemándome.
No quiero estar muerto.
Lo grito al viento que agita las olas del río mudo, los vestidos del ritual, las llamas del fuego que precede a mi cadáver. Agito las manos sin correr, porque mis piernas pesan, llenas de arena.
-¡No, padres! ¡Vivo!
Y empiezo a reírme. Las nubes son testigos de mi alegría al verlos, al recuperarlos, mi alegría engañosa.
No me oyen. Continúan caminando hacia el altar que me espera.
“Mis amigos y yo llegamos y la niebla se despejó un poco, pero aún así nos vimos casi desamparados en aquella aldea. Nos miraban con hosquedad, como si nunca hubiesen visto extranjeros antes. Interrumpían sus trabajos, dejando las herramientas y palas, y se secaban el sudor, murmurando entre ellos un dialecto extraño al vernos pasar. Debimos parecerles bestias, con nuestras barbas largas, las ropas raídas. Nos acercamos a un grupo frente a una choza, pero retrocedieron. Quién sabe qué estarían pensando, ¿en los puñales que íbamos a sacar de debajo de la ropa, en la sangre que se derramaría de sus cuerpos? Los vimos bajar los azadones al suelo y apoyar las manos sobre el mango. Una posición fingidamente neutra, pero no inofensiva.
“Buscamos a los ancianos de la Asamblea , dije yo, sin saber si me entendían. Se miraron varias veces, como en un juego sin palabras. Entonces me di cuenta, por primera vez, que esos hombres no tenían edad; algo que no pude definir en ese momento, les daba intemporalidad a sus facciones. No hablaron, pero un gesto de conformidad se reflejó en las caras. El que estaba más cerca, estiró un brazo hacia mí. Vi en sus ojos el deseo de reencontrarse con algo perdido. Pero retiró la mano sin lograr rozarme siquiera, y luego señaló hacia el final del pueblo, apenas visible entre la bruma. Intenté estrecharle la mano para agradecerle, pero él se apartó, y en lugar de miedo o furia, vi la más triste congoja en sus ojos. No me tientes, parecía decirme, no me recuerdes lo perdido. Nos encaminamos hacia donde había indicado, y al darnos vuelta, sentí sus miradas sobre nuestras espaldas al alejarnos.
“Tres soles nos había llevado cruzar los afluentes y estábamos cansados. Teníamos la piel irritada por los mosquitos y otros insectos que jamás habíamos visto antes. Sin embargo, la idea de dormir me daba la sensación de tiempo perdido. Por eso continué solo. Mis compañeros se tendieron junto al bebedero de los cerdos y a los pocos caballos flacos, compartiendo el mismo lugar y el descanso con los perros.
“A pesar del sol que nacía entre la niebla pesada y dura, que tardaría medio día más en esfumarse, los innumerables hilos de agua alrededor de la aldea levantaban un vapor constante y soporífero. No alcancé a distinguir la construcción sino hasta llegar muy cerca. Descubrí entonces la casa de la Asamblea , precaria pero grande si la comparaba con el resto de las chozas. Estaba rodeada por profundos surcos de barro hechos por las carretas. Nadie respondió a mi llamado, así que entré. La oscuridad de adentro era gris, me recordaba al mar revuelto antes de una tormenta. Alguien me tocó un brazo, y me hizo una pregunta que no entendí.
“Busco a los Ancianos Sabios, dije en voz baja, el lugar parecía obligarme al respeto. Percibí otras sombras moviéndose a alrededor. Mis ojos se fueron acostumbrando de a poco a la penumbra, y pude ver a los cuatro ancianos. Después de observarme como moscas dando vueltas a mi alrededor, fueron hasta una mesa al fondo de aquel cuarto de tamaño aún indistinguible, y se sentaron en unos tablones. Se habían dispuesto en un orden simétrico según sus estaturas. Los dos del centro eran altos, delgados, de cabeza calva y cara alargada. Uno tenía la barba en punta, blanca. En los extremos, uno era pequeño, de espalda firme y rígida, el otro llevaba el cabello largo hasta los hombros, casi tan hermoso como el de una mujer.
“Sabios Ancianos, empecé a decir, soy un marinero del Norte, que ha sabido de la extraña tierra que esconden las montañas del Sur.”
“¿Y por qué la buscas?”, preguntó el de cabello largo.
“Porque... no sé cómo explicarlo... abandoné a mi familia sin saber lo que buscaba, y me encuentro perdido justo en la entrada de mi sueño...
“Eso es, un sueño, dijo el de barba, severamente. El más bajo lo interrumpió, más conciliador.
“¿Cómo llamarías a tu sueño, extranjero?
“Me quedé pensando unos instantes que me resultaron demasiado largos por no saber cómo responder, pero ellos no se inquietaron.
“Deseo. Así puedo llamarlo, creo. Algo me está comiendo desde adentro, es lo único que sé. Una fuerza tan grande que podría llevarme hasta el fin del mundo, y matarme si no consigo lo que busco. Lo más extraño de todo, es que no me importa pasar el resto de mi vida fracasando. Los ancianos comenzaron a hablarse, deliberando sobre mis palabras.
“Debes saber, extranjero, dijo entonces el de barba, que los que no soportan vivir en la región de los Longevos, vuelven al pueblo, y ya no son los mismos. Desear y rechazar no es el comportamiento para hombres honestos. Se debe ir en busca de lo que realmente se necesita, y necesitar lo que se ansía. Una y otra son la cabeza y la cola de la misma serpiente que llamamos hombre.
“¿Es que los pobladores, pregunté en la pausa que hizo el otro, han perdido la cordura?
“Si así nombras a ese espacio que está en sus cabezas y tiene la marca del tiempo, que ocupando todos sus pensamientos y sueños, los acosa sin fin ni descanso, sí, eso es lo que les ha pasado.
“Afuera, unos niños se habían acercado para espiar entre las rendijas. Las voces de sus padres los llamaban desde lejos. El anciano que hasta ese momento se había mantenido callado, enderezó la espalda en su banco de madera y paja, y habló.
“Hay una sola pregunta que voy a hacerte, y será suficiente para que llegues al sendero que te señalaremos. Una sola también es la respuesta correcta.
“Tal vez sonreí, no estoy seguro, pero aquel gesto debió molestarlo.
“No creas que será tan fácil. Mientras más lo pienses, más dificultosa será. Mientras más busques, más nubes, círculos de obstáculos, sombras te separarán de la respuesta. Si la sabes, saldrá de tu memoria como el agua de una cascada. Está allí, o no lo está.
“Bien, Ancianos, lo entiendo.
“Entonces, pronuncia el nombre del primer dios, el padre de los dioses, su creador.
“Me quedé mudo de extrañeza. Parecía una pregunta muy simple, pero era imposible de responder. Quién había creado a los dioses más que ellos mismos, que eran eternos. Busqué en mis recuerdos todas las palabras oídas, todos los nombres que conocía, o que mi memoria me daba por sabidos. Sudé, sentí las gotas espesas de la inquietud mojándome la espalda. Mis manos húmedas se frotaban entre sí, nerviosas. Iba a perder la única oportunidad que se me daba en un juego que creí injusto, y me enojé.
“¿Ustedes, Ancianos, creen saberlo todo? ¿Acaso tienen ese nombre y aún siguen vivos? Es imposible averiguar tal palabra, venerables viejos. Si los dioses nacieron de la nada, que ellos mismos crearon, entonces no existen, porque son la nada de la que surgieron. Nada puede engendrarse de la nada.
“Cuando terminé, tenía un dedo acusador extendido hacia ellos, mientras temblaba. Los vi levantarse, creí que enojados, pero se dirigieron una mirada de común acuerdo. Hasta me pareció verlos llorar por un instante. Se me acercaron y me tomaron de las manos. Sus manos, hijo, eran tan bellas, tan endebles como las de un muerto, y lamento que ahora me veas lagrimear así, pero no puedo evitarlo. Me abrazaron mientras me decían: ese es el nombre. Y me revelaron el sitio del sendero.
Mi cuerpo amortajado no es mi cuerpo.
Soy un alma rondando los sitios de su muerte. Sé que muero para el mundo, y esta idea, junto al cielo nublado y las aves que sobrevuelan el río, es gris. Puedo comunicarme con el paisaje, que permanece indemne al pasar de los hombres. Soy parte de la tierra, un pájaro más sumergiendo su pico en el agua en busca de alimento.
Veo a mi padre besando la mortaja antes de ser llevada al altar, y el Gran Brujo aparece con ellos, cubierto por la capa de pieles de lobo, amplia, imponente, como si las bestias los estuviesen protegiendo. Porque más que su cuerpo, su envejecida cara, las manos manchadas de lunares, es la túnica la que le da verdadera autoridad. Hasta la cornetilla de colores atada a su mano es más fuerte que su voz gastada.
El dolor crece con lentitud. Del brujo llega. Con solo mirarlo, me punza con astillas que nacen de sus ojos. Lleva la cornetilla a los labios y entona una música triste, pero tan suave y hermosa, que no es extraña la devota sumisión del pueblo a su voluntad. Sabe cómo gobernarlos, exaltar su espíritu, sus maleables sentimientos. Los tiene entre las manos, entre los dedos que sujetan el instrumento. Un cántico solemne se inicia, la gente se postra en la arena, y las aves detienen su aleteo para escucharlo.
Si no fuese mi propia muerte, también me plegaría a este místico entusiasmo. El brujo enciende la hoguera con las antorchas, las llamas se elevan como pájaros asustados. Hacia arriba, todo es gris, una opaca masa que se esparce entre la gente. Mis padres permanecen de rodillas, rodeados, engullidos por el humo. El brujo camina alrededor del fuego.
Mi cuerpo se quema.
Me toco el pecho, sacudo las piernas comprobando mi corporalidad, suspendido en ese estado del no tiempo tan parecido a la muerte, tan penosamente similar, que más parece una falacia creada para mi engaño. Entonces abro lo ojos a la contradicción. Una frase nada más, una interrogación inverosímil por su aparente futilidad. Pero la duda es un gusano que me carcome el cuerpo hasta dejarlo como un vacío espacioso dentro del esqueleto. Una carcasa ahora inhumada. Lo otro, los restos defecados por aquel gusano interrogador, soy yo, éste yo.
La memoria y las lágrimas, la inaudible voz, gritando. Las manos y los brazos rígidos del temblor extendidos hacia la cáscara que ya ni siquiera es eso.
Una nada hacia otra nada.
*
Zaid golpeó a Montag al despertar. El viejo intentó protegerse lo mejor que pudo.
-¡Hijo¡¡Soy yo!¡Es un sueño nada más!
Estaba junto al fuego, transpirando, y tenía los puños fuertemente cerrados contra el pecho del viejo. Había salido de repente sano y salvo de sus sueños, lúcido y aliviado al tocar la ropa y el cuerpo del anciano. Luego lo soltó y se llevó las manos a la cara, pero sintió un cosquilleo en las palmas. Al mirarlas, se levantó asustado, y las sacudió sobre las llamas.
-¡Quíteme a estas bestias!-gritaba. Unos seres diminutos resbalaban de sus dedos y caían al fuego. Las llamas crecieron y volvieron a disminuir en seguida.
-No te asustes, los estás expulsando...
Si Montag tenía razón, era bueno lo que le estaba sucediendo, pero se sentía horriblemente mal. Peor aún que antes, cuando sólo los llevaba dentro o encima del cuerpo, casi sin sentirlos más que durante las noches.
-¡¿Hasta cuándo?! ¡Mire, estoy sudando con un hedor de muertos!
De la piel brotaban gotas con la forma de pequeños cadáveres. Montag lo obligó a acostarse de nuevo, y calentó una preparación en la que había puesto unas hojas verdes. Zaid siguió vomitando y tosiendo sobre las llamas durante todo el día.
El viejo fue hasta el cuerpo de Tahia. Corrió las telas. El cuerpo había cambiado desde que estaba allí. Las piernas y los brazos estaban extendidos, y el anterior gesto de dolor había cambiado a una expresión de reposo.
Zaid lo miraba desde su lecho, asombrado por aquel cambio. Quiso levantarse pero no pudo.
-Ya te explicaré cómo pasó-dijo Montag- pero antes debo seguir contándote.
“Cuando salí de ver a los ancianos, era casi de noche. Nada en el pueblo se había movido. La luz continuaba igualmente mortecina como en la mañana. Mis amigos estaban despiertos, hablando con un hombre y un muchacho. Al verme, me saludaron, aunque no parecían ansiosos esta vez por saber mis noticias, sino preocupados por otra causa.
“Montag, me dijeron, este hombre y su hijo nos contaron que hay peste del otro lado del río. La mitad de los afluentes traen muertos al cauce principal. Tuvimos suerte de no encontrarnos con los cadáveres.
“Así es, afirmó el hombre. Tenía una mandíbula pronunciada, cuello ancho y fuerte, pero una expresión casi infantil y llorosa en los ojos. Al hablar, su voz resultaba trágica.
“Hace tiempo que no podemos cruzar en busca del curandero, y miró a su hijo, apretando con brusquedad un brazo del joven. El muchacho era alto y delgado. Se veía la rigidez de sus huesos en rápido crecimiento a través de la piel cetrina y pálida. El vello de la barba brotaba escaso. No era muy semejante a su padre, sino más estrecho de hombros, y sus ojos brillaban. Era uno la casi completa inversión de las características del otro, como si la herencia se hubiese mirado en un reflejo invertido antes de hacerse carne. Los dos poseían el cabello bastante largo, con rizos grandes que les daba cierta belleza.
“Montag, el pobre hombre necesita ayuda, y nosotros nos acordamos que usted curó heridos en el barco, y hasta le salvó el brazo a uno que se quemó, ¿se acuerda?
“Me puse a reír, y los miré con complacencia.
“Van a hacerle creer que soy un brujo. ¡No! He aprendido ciertas cosas, pero nada más.
“Por qué no le cuenta, le pidieron mis amigos. El hombre entonces los observó con desconfianza.
“Se lo diré solamente al él, dijo, señalándome. Y fuimos a buscar albergue y comida, mientras caminábamos callados. Yo pensaba en qué extraña presencia era la de aquellos dos, que con solo aparecer y hablarnos, nos habían hecho casi olvidar que debíamos seguir nuestro viaje.
“El muchacho venía detrás. Sentí su mirada fuerte en mi nuca, y me di vuelta. Enseguida bajó la vista. Caminaba con un exagerado balanceo del cuerpo, arrastrando los pies, parecían pesarle más que la luna que se elevaba en ese momento sobre su espalda. El padre, que dijo llamarse Reynhold, nos llevó a un establo en el que habían pasado las últimas seis noches.
“Esperando cruzar el río, todas las mañanas me levanto y voy a mirar si hay cadáveres. Hasta hoy los he visto a todos, algunos rígidos, otros hinchados o de un color que me quita el hambre. Algunos parecen vivos, las corrientes les mueven los brazos como si nadaran.
“Esa noche, mientras preparábamos la fogata, nos trajo alimentos del pueblo. Nos ofreció todo con una diligencia que conquistó el ánimo de mis compañeros. El hijo se mantenía apartado, y aunque su padre lo llamaba, se negaba. El hombre entonces seguía hablando de otras cosas. Después me pidió que nos separáramos del grupo, y cuando los demás finalmente dormían, me contó su historia.
“Mi hijo y yo somos de los pueblos del noroeste. Si no ha visto alguna vez una masa de hombres, mujeres y niños desplazándose como un enorme lago que se mueve por la tierra en pendiente, no imaginará nunca lo que era mi pueblo. Mi familia había venido del oeste junto a muchas otras. Nos aceptaron con dificultad al principio, decían que veníamos de ancestros salvajes, y era verdad. Pero hace ya mucho tiempo, antes de mi generación, que dejamos de migrar, cuando nos encontramos con la costa y el mar. Los viejos decían que en esos precipicios terminaba el mundo, pero los más jóvenes sabían que es sólo una forma en que la tierra se hunde bajo el agua. Habíamos visto los barcos de los pueblos del norte, sin duda más avanzados, y establecimos comercios y trueques con ellos. Éramos pacíficos, así lo entendieron. Algunos nos hicimos pastores, y otros cultivaron la tierra. Fuimos felices, puedo asegurarlo. Yo me uní a mi mujer hace tantos años como la vida de mi hijo. Es el único que tuvimos, y fue nuestra sombra y preocupación no poder darle hermanos. Los curanderos decían que era a causa de mi mujer, pero los sacerdotes del pueblo aseguraban que alguien de mi familia debió cometer algún delito nunca confesado, o quizá lo haría alguien de mi descendencia, por eso se nos castigaba. La verdad es que mi pequeño fue creciendo con un carácter tímido, sobreprotegido, es cierto, pero se nos hizo inevitable actuar así. ¿Usted es padre? ¿Acaso no ha sufrido con cada golpe o llanto de sus hijos, como si fuera el fin de su vida, o peligrase el destino del mundo? ¿No tuvo la sensación de que todo dejaba de existir o de tener sentido si su hijo no era totalmente feliz? Creció, y nunca pudimos hablarle, o lograr que nos hablara. Me refiero a que dijese algo más que sí, padre o sí, madre. Hasta a veces deseé que me gritase o golpease para saber que estaba vivo de algún modo, que por lo menos la furia le daba una característica humana. Usted lo ve ahí, dormido, con ese cuerpo de hombre joven, y le parecerá uno más. Pero no es así. Él oye voces. Sí, no me mire con asombro. Dice que escucha voces, y no sé desde cuándo. Lo descubrí recién después de la muerte de su madre, al verlo, durante las noches, moverse como si estuviese despierto. Sin embargo, duerme. Su cuerpo reposa, también sus sentidos, pero su mente vive en otra región, una zona para mí impenetrable. Digo que tal vez desde antes le ocurre esto, porque la única vez que me habló, después de lo que hizo, mencionó la orden a que lo sometieron los dioses. Así los llama él: voces de los dioses. Al principio era una sola, la que le ordenó matar, después se hicieron múltiples cuando cumplió con ese deber.
“El hombre dio un suspiro de cansancio. Sus recuerdos lo agotaban más que las palabras o la intensidad con que eran relatados.
“Todo empezó un día que lo llevé de cacería por primera vez. Se puso a mirarme ciegamente en medio del bosque. ¿Me entiende? Mi miraba sin descubrirme. Mientras trataba de guiarlo en el uso de la lanza, me observaba con tal detenimiento que parecía buscar dentro de mi alma. Pero no a mí, en realidad, sino a mis ancestros. A los hombres que habían tenido el mismo poder que él para percibir las voces de los otros mundos. Dos generaciones habían pasado sin presentarse en mi familia. Y había vuelto sin saber, yo, un hombre simple, cómo controlarlo. Mi hijo movió la cabeza, asintiendo no a mis indicaciones, sino a otra voz que sólo estaba en su cabeza. Tenía ya la estatura de ahora. El viento agitaba su pelo y las ramas de los árboles con un sonido de trueno y un escalofrío en la piel del aire. Volvamos antes que anochezca, le dije. Él había cazado muy bien ese día, tan bien que me sentí orgulloso. Pero hoy pienso que debí haberme dado cuenta antes. ¿Por qué no había cometido ni siquiera un error? Era como si alguien más hubiese estado con él todo el tiempo para indicarle la dirección y el punto exacto del blanco. Alguien que pudiese estar en todas partes a la vez. Cuando regresábamos a casa, se desató la tormenta. Insistió en cargar las presas solo. Acomodé los dos cervatillos sobre su espalda encorvada por el peso. Me sorprendió descubrir esa fuerza en mi hijo. La sangre de los animales corría por su espalda desnuda, goteando por el camino de tierra y lluvia que nos conducía a casa. Yo iba detrás, pisando esa sangre, con los ojos puestos en su cuerpo incomprensible, sus huesos jóvenes, tratando de leer en su alma. Entonces, tuve miedo. ¡Hijo!, le grité en el viento que traía el anuncio de una mayor tempestad, ¡no llegaremos antes de que se desborde el arroyo, te ayudaré a cargarlas! Se dio vuelta. Con la luz de los relámpagos vi en su rostro una mirada a la que todavía temo cuando la recuerdo, porque no eran los ojos de mi niño: tenían la experiencia del mundo. Al llegar a la cabaña, mi mujer nos estaba esperando con comida caliente. Él había dejado los ciervos en la entrada. No los dejes ahí, hay que ponerlos en lugar seco. Me miró como un hombre mira a otro que se atreve a ordenarle algo sin el derecho a hacerlo. Me dio la espalda para entrar, y lo agarré del brazo, pero se soltó con fuerza y me empujó. Antes de poder evitarlo, ya estaba adentro. Su madre había corrido para abrazarlo. Los miré uno junto al otro, tan estrechados, que decidí posponer mi reprimenda para más tarde. Ella estaba demasiado feliz por él, por su iniciación. Continuaron abrazados un tiempo que me pareció excesivo, pero no los interrumpí. Él apenas había cruzado el umbral. El cuerpo de mi mujer estaba oculto por el de nuestro hijo, sólo se veían sus brazos enlazados, las piernas y las caderas levemente inclinadas, la cabeza apoyada sobre un hombro. Escuché su llanto de emoción, y los gemidos ahogados. ¡Vamos, mujer, ya basta!, le grité. Pero al acercarme sus manos se habían separado y caían flojas sobre la espalda de él. Las piernas no la sostenían, sino que colgaban. Sus caderas eran un péndulo. La cabeza se balanceaba como si acariciase su hombro. ¿Qué pasa?, pregunté. Los músculos de mi hijo temblaban, como cuando se deja de hacer una gran fuerza. El cuerpo de mi esposa se fue deslizando de sus brazos y cayó al suelo. El olor de la comida quemada se unió al relampagueo y el repiquetear de la lluvia sobre el techo. Ellos la quieren, me dijo él, y yo, aturdido, le di un golpe tras otro, hasta deformarle la cara. Me detuve únicamente cuando supe que también podía matarlo.
“Reynhold se agitó al contarme todo esto, y quise consolarlo. Aunque me resultaba increíble su relato, no creía que no fuese sincero.
“Esa noche llovió más que todo el resto del invierno, y la mañana nos descubrió inundados y acostados en los camastros húmedos, quietos y en silencio. Enterré a mi mujer en una colina alta. Después nos encerramos, sin ver a nadie por muchos días, esperando que el agua bajase. Mi hijo estaba apoyado contra una pared, las rodillas dobladas y la cara entre las manos. Yo lo miraba, pensaba en un castigo, pero cualquiera que hallaba era también un castigo contra mí mismo. La lluvia continuó e hizo correr la tierra de las colinas, que los árboles apenas pudieron retener antes que llegase a nuestra aldea. Y el agua desenterró a los muertos. Ya no pudimos escondernos del mundo, ni vivir en la choza como si fuésemos tan inocentes como el techo que nos cubría. Puse mi fe ciega en tal deseo. Prefería tener miedo de mi hijo, encerrado allí, a tener que soportar el juicio de los demás. Cuando vinieron a buscarnos y les conté todo, me trataron aún peor. Les dije la verdad, porque así lo dispuso mi confusión. Pensaron, en cambio, que deseaba librarme del castigo culpándolo a él. Iban a matarme. Entonces huimos. Desde aquel día no nos detenemos, y lo que ahora busco es que alguien me ayude a castigarlo. No puedo hacerlo solo, no porque no me atreva, sino porque simplemente no son suficientes estas manos para cumplirlo.
“Pero qué castigo es ése, pregunté.
“Debe ayudarme a terminar con nuestra sangre. ¿Sabe lo que eso significa para mí? Es el último de mi familia, que alguna vez fue la más grande de las grandes tribus. Será el último, definitivamente.
“Quise saber si en verdad estaba dispuesto a matarlo.
“Quiero quemar su descendencia, me contestó, desterrarla del mundo, ¿no lo entiende? Quitarle sus hijos, robarle la posibilidad de tenerlos, antes que sea tarde. Sé que aún es virgen, lo he estado vigilando día y noche. Cada vez que me veo obligado a dormir, sufro pensando en lo que está haciendo. Tal vez, hasta sabe de mi propósito y procure evitarlo cuando llegue el momento. Lo he alejado de las mujeres, para que su semilla no devore al mundo con esta sangre. Le pido que me asista el día que lo castre.
“El hombre estaba dispuesto a interrumpir para siempre la línea de su raza. Habíamos pasado toda la noche hablando. Fuera del establo, la luz de la mañana empalidecía el fuego. Me sentí inquieto y deseoso de deshacerme del hombre.
“Lo que me pide no puedo hacerlo, le contesté, cómo voy a estar seguro que no fue usted quien mató a su mujer. El hombre me miró con ira, y me dijo: Lo que usted busca, si no me equivoco, es el portal a la región de los Longevos.
“¿Acaso va a decirme lo que hasta los ancianos querían negarme?
“Esos viejos tramposos no le dirán nada aunque responda a sus preguntas, y si lo hacen, no hallará el lugar con sus indicios. No han vuelto a las montañas desde hace siglos. Son los únicos que han sobrevivido al volver al pueblo. En las montañas no tiene a quién gobernar ni quien los venere. ¿Cree que van a compartir con alguien más su eterna vida? Se matarían entre ellos si supiesen con certeza que son capaces de morir. Yo sé de ese lugar porque mi hijo lo sabe, se lo he oído decir mientras hablaba en sueños con sus dioses.
“Sin ese dato, Zaid, habría pasado mi vida buscando la entrada sin hallarla. Cuando llegué a los senderos que llevan a las montañas un tiempo después, pude comprobar que el hombre tenía razón. Si tus pasos te dirigieron directamente hacia aquí, fue por ellos, los que ahora nos miran desde el techo. Te guiaron. El hijo de Reynhold lo sabía también, y yo vi, en esa revelación, la paz de mi alma. Toda mi vida iba a convertirse en un absurdo fracaso si lo rechazaba. Me he preguntado cientos de veces si tuve el derecho de castigar a su hijo de esa manera, de obtener mi casi eternidad a expensas de la suya. Debía responder rápido, porque la oportunidad se estaba esfumando con la noche que se iba. Reynhold me extendió su mano para confirmar el pacto. Dudé un instante, pero de más estaban los pequeños retaceos si ya se había trazado algo más grande, del tamaño de mi deseo.
“Decidimos hacerlo dos días después. No les dijimos nada a mis amigos. Los mandamos a buscar provisiones a aldeas vecinas, y no regresarían hasta el día siguiente. Se despidieron antes del crepúsculo para aprovechar la noche viajando. Calenté agua sobre la fogata, y preparé las telas y el cuchillo.
“El muchacho y su padre regresaron con la leña y la arrojaron al fuego, que creció iluminando todo el establo. El hombre me miró, y asentí. Fingimos quedarnos hablando entrada la noche, hasta que el hijo se acostó y estuvimos seguros que dormía. Cómo se agitó mi corazón al acercarme, qué presentimientos horribles tuve frente a la débil lumbrera del fuego.
“Nos abalanzamos sobre el joven, que comenzó a resistirse con todas sus fuerzas. Yo le sujetaba las piernas, mientras el padre se arrodillaba sobre su pecho y lo retenía de los hombros. Sus gritos sacudían las llamas, y la luz hacía que el mundo también se moviese o protestase. Las sombras del techo bajaban y subían. Nuestras sombras iban de pared a pared. Y sus gritos eran espantosos. El padre sacó de entre sus ropas un tubo de madera con una sustancia para adormecerlo que las viejas del pueblo le habían dado. Quiso abrirle la boca, pero lo mordía, e intentamos retenerle la mandíbula con una cuerda.
“¡Yo lo tengo y usted eche el líquido!, le grité, pero el muchacho cerraba la boca con fuerza, y sus ojos se fijaron en mí con odio. Entonces decidí golpearlo para que no siguiera lastimándome con esa mirada.
“Hizo bien, dijo Reynhold, mientras vertía el líquido, pero la voz le temblaba. Lo desnudamos, y lavé el cuerpo con agua tibia. Agarré el cuchillo.
“Yo voy a hacerlo, me pidió, sólo dígame dónde cortar sin matarlo. Le señalé lo que me había pedido, mientras él sostenía el filo en su mano derecha. Tuve que envidiar su fortaleza, por lo menos al principio. Cuando todo iba bien, y a pesar de haberlo atado, el chico empezó a mover las piernas y levantó la cabeza. No pensé más que en volver a golpearlo, pero ya no quiso desmayarse. No podía amordazarlo tampoco porque no dejaba de morderme las manos.
“¡Hijo, soy yo, tu padre, el que va a hacerlo! Nadie más deberá responder el día que quieras vengarte. Pero esto es mi deber. Su voz se quebró hasta desaparecer en el espasmo del fuego que crepitaba. No dijo más, y después vi la sangre brotando.
“Espere, le dije, y me di cuenta de lo absurdo de la advertencia mientras cubría la herida con telas que se empapaban una tras otra. Las manos le temblaban tanto, que no podía fijar el cuchillo en un punto exacto, menos aún con la sangre manchándole la cara.
“¡Déjeme a mí!, le pedí. Lo hice comprimir la herida mientras yo limpiaba. Como no me obedecía, volví a gritarle. Pero no se movió. Miraba al hijo, que seguía dando gritos insoportables, aunque al menos no había logrado desatarse. El dolor, Zaid. El dolor infligido en los demás es un umbral del que no se puede regresar. Yo oía esos alaridos con el alma temblando. Los ladridos de los perros llegaban desde lejos, como voces de lamento y acusación.
“Reynhold se había puesto a cambiar otra vez las telas, echando lejos el agua teñida de rojo oscuro. El color del joven, en cambio, se iba tornando blanco. Quise decirle al hombre que no era ése el sitio que yo le había señalado, pero no quise recriminarlo más. Terminé lo que él había hecho, y cosí la piel. La sangre se fue deteniendo con lentitud. Iba a arrojar al fuego el fragmento cortado cuando el padre me detuvo, y lo puso dentro de un saco de cuero.
“Salí del establo. Me asombró ver que todavía fuese de noche. Unas líneas luminosas de ojos caninos me esperaban, aullando, sin acercarse. Parecían angostas sendas de estrellas sobre el río. Me acerqué a una orilla aparentemente libre de muertos. Los perros me gruñeron al seguirme. Me saqué las ropas con sangre y las dejé a un costado. Los animales se abalanzaron sobre ellas, y permanecieron después al borde del río. Me sumergí para lavarme, pero no me atreví a salir enseguida. Veía a los perros dando vueltas en la orilla y aullando. Luego, se fueron dispersando a medida que amanecía. Sólo uno me siguió con la mirada mientras me cubría con lo que había quedado de mis ropas.
“Regresé y vi que Reynhold había lavado a su hijo y lo acostaba sobre una manta seca. A cada rato le cambiaba las telas y secaba el sudor. El único signo de vitalidad en el muchacho era un temblor que se resistía a ceder, como el último escalón antes del vacío.”
-¿Sobrevivió?- preguntó Zaid luego de un largo rato en el que había estado pensando, como si algo más lo molestara sin saber qué con exactitud.
-Sí. Cuando se repuso, la peste ya había acabado, y lograron cruzar el río. Seguirían caminando hacia el este, más allá del Droinne, me dijeron. Luego no supe más de ellos. Pero hasta la tarde que partieron, el hijo seguía oyendo voces que lo aturdían día y noche, haciéndolo sufrir tal vez más aún más que nosotros.
-Y usted consiguió lo que buscaba, ¿no es cierto?
Montag no respondió.
*
Zaid se sintió recuperado. La preparación que el viejo le había hecho beber mientras hablaba, le había dado fuerzas. Pero Montag no estaba en la cueva. Intentó levantarse y mover las piernas entumecidas. Dio algunas vueltas y tropezó con los cuerpos de los dos perros. Su pelaje relumbraba con el reflejo claro de la mañana desde la entrada.
Los espíritus también habían desaparecido del techo, su ausencia se revelaba más por la quieta paz del vacío allí arriba, contra las rocas lisas. Aún temía no haberse deshecho de todos, y se palpó el cuerpo, se frotó la barba y el cabello en busca de las pequeñas bestias que había estado expulsando. Al ver que el anciano regresaba, fue hacia él y se arrodilló.
-¡Gracias, maestro, por librarme de ellos! Dígame si ve algo más a mi alrededor, alguno que queda todavía y yo no pueda ver.
-Por ahora no. Pero yo no hice nada, fue este lugar el que ha purgado tu espíritu.
-Quiero enterrar a los perros, les tengo miedo aún a sus cadáveres.
-No vamos a hallar tierra profunda en estas montañas, nada más que roca. Los pondremos en una bolsa para arrojarlos al arroyo.
Zaid sostuvo la bolsa de cuero mientras Montag levantaba los cuerpos y los echaba dentro. Después la cargó sobre los hombros y salieron. El sol le golpeó en la cara, cerró los párpados y se tapó la cara con la mano libre. Montag lo ayudó a protegerse.
-Despacio, debí prevenirte antes.
-No importa, ya me acostumbraré. Sígame contando. Me quedé pensando en el joven. ¿Cuál era su nombre?
-El padre nunca me lo dijo, pero en esos lugares suelen llevar el mismo nombre de padres a hijos.
Zaid continuó el resto del camino pisando con cautela, sus piernas seguían débiles. El reflejo de la nieve le enturbiaba los ojos, y comenzaba a dolerle la cabeza. Sin embargo, no pudo alejar el pensamiento de la similitud con el nombre de Reynod.
-¿Cuándo pasó todo eso?
-Hace demasiado tiempo como para acordarme exactamente, pero el padre ya debe estar muerto, y el hijo debe tener la misma edad que tendría tu abuelo.
¿Y si es él, si es el Brujo el hombre que mató a su propia madre y fue castrado por ese acto? Si así fuese, ¿cómo nacieron sus hijos e hijas? Si en eso ha mentido, tal vez también sobre mi abuelo.
-Cuando ellos se fueron -siguió diciendo el viejo- el padre me contó el secreto del portal. Tuve entonces el consuelo, pequeño, fútil, pero al fin un consuelo, de saber que me habría sido imposible encontrarlo sólo con las indicaciones de los ancianos. Ya has visto el sendero por el que llegaste el primer día, tan estrecho entre los muros de roca, una entrada angosta que cierra la vista del cielo y deja en sombras la pendiente. Demasiado parecida a las otras, cambiando de un día a otro por el viento, jamás la habría hallado por mí mismo
no es posible. Acaso quizá sus voces lo hicieron sentirse superior, y sin duda lo era, pero lo otro, lo de su descendencia, ¿fue acaso un favor de los dioses
atravesé el umbral, y durante un tiempo estuve enfermo. Te conté sobre mi fuerza, del ímpetu inexplicable que me obligó a huir de mi pueblo, cruzar el mar, y destruir la vida de un hombre que recién comenzaba. Eso fue lo que expulsé, no un muerto, sino una especie de masa borboteante que crecía en mí desde mucho antes. Durante todas esas noches recordé a los que hice sufrir, las recriminaciones de los que abandoné, y el hijo de Reynhold se me apareció tantas, tantas veces, que lo creí ya un fragmento más de la forma de mis ojos
Reyn ... nod ... hold, ..reynhold ... nombres intercambiables, indiferentes como las palabras en la boca, nefastas como las palabras en la boca. sonidos que no pueden borrarse. clavados en la memoria. determinando una forma, un pasado inventado por esa misma memoria que miente como si fuese de otro. nos inventamos. a cada momento nos creamos
mucho después, regresé a mi tierra. Visité a mi familia. Uno de mis hijos era ya un sabio sacerdote, y me sentí orgulloso. Mi mujer había muerto, y mis otros hijos se habían ido a otras regiones. Sabía que no volvería a verlos. Dejé recuerdos al único que quedaba, le entregué un gorro de piel y una pluma de la primera ave que cacé en las montañas. Eran como pensamientos convertidos en objetos para que persistiesen más que la memoria. Luego volví, y desde entonces he estado esperando mi muerte. No es un deseo, sólo la espero. Ella tarda. Está bien. Lo reconozco, a veces la llamo en voz muy baja, tengo miedo de que me escuche. Otras, lloro, porque sé que llegará. Me doy cuenta de que a pesar de mi edad, del original deseo que me trajo aquí, no he logrado sentirme, ni por un instante, un dios.
nadie está libre de culpas? ni los sabios, los místicos, los que curan y hablan con los dioses. Qué desilusión, triste desengaño saber que el hombre más temido y respetado es sólo un niño malvado que creció. Pero no puedo juzgarlo ¿soy inocente? Ni ahora, que los muertos me dejaron, puedo decir que he cambiado. Por fuera únicamente. Más limpio, más sereno, pero la misma memoria.
Arrojaron la bolsa al torrente que caía de las cimas. El agua arrastró los cuerpos hasta hacerlos desaparecer, montaña abajo. Retomaron el camino de vuelta.
-¿Qué pasa?- preguntó Montag, al verlo pensativo.
-Nada. Pienso en mis padres, en mi pueblo.
El viejo se apoyó en el hombro de Zaid para regresar a la cueva. Pero algo había cambiado. Lo presintieron apenas se estaban acercando. Un humo blanco salía de adentro, con olor a leche de cabra y el aroma de la carne que Montag guardaba para el invierno. Un sonido de pasos, de una voz que cantaba una letanía extraña llegaba desde el interior.
-¿Será alguien de las montañas?-preguntó Zaid.
Montag parecía extrañado de que así fuese. Demasiado tiempo había pasado desde que lo visitaron por última vez.
-Algún salvaje, entonces. Déjeme que entre primero, quédese aquí.
El viejo no se veía convencido. Apretó por un momento el brazo del joven para retenerlo. Por primera vez, parecía temer quedarse solo.
Zaid entró. Al principio, la vista aún débil lo engañó formando un velo frente a los ojos. Luego fueron rompiéndose y desapareciendo, y en su lugar surgieron las cálidas paredes de la cueva. El techo fue tomando forma, el suelo de tierra apisonada, la fogata, la vasija con la leche, las bolsas de sal y la carne. El aroma le trajo entrañables recuerdos de su madre.
Una mujer estaba allí, esbelta, delgada y muy hermosa.
Tanto como lo era Tahia.
Reconoció el cabello corto, de pequeñas motas negras, la piel oscura, los ojos brillantes y abiertos, parpadeando. Los senos nunca demasiado grandes, sino rígidos, con sus tímidos pezones como picos de pichones. Las caderas suavemente moldeadas. La sombra del sexo, impenetrable, último bosque inexplorado del mundo.
-¿Tahia? -se atrevió a decir, temiendo que la imagen desapareciese con solo nombrarla.
Ella le sonrió. Los labios se abrieron, los dientes brillaron como restos óseos que contaban los caminos por los que habían pasado y su funesta compañía. Habló, no la boca, sino el color, la suavidad de piedra moldeada, la leve separación entre los dientes relataba los sitios y los destinos recorridos.
Él se acercó.
Las manos de Thaia estaban frías, pero gotas de sudor le caían por los hombros. Zaid la secó con suavidad, apenas se animaba a tocarla. No podía apartar la mirada de ese perfil de madera muerta que volvía a despertar. Su mano izquierda se alzó para acariciarle la cara, mientras ella parpadeaba. Su perfil permanecía en la sombra, con dos puntos grises en el lugar de los ojos, pero ya se vislumbraba aquella sonrisa que siempre había logrado conquistarlo.
Deseó besarla, darle únicamente un beso simple en la mejilla, sin embargo el remordimiento lo contuvo. Puso sus manos bajo los codos de Tahia, para sujetarla mientras la ayudaba a caminar. Ella hizo un gesto que él comprendió, y la dejó sola para recostarse. Siguió limpiando su piel con agua tibia, mientras la acariciaba.
-Mi Tahia, mi mujer- repetía, y sus manos se reencontraban con lo que habían perdido. La memoria de las manos era fiel.
Montag había entrado. Zaid comenzó a contarle, aunque no hubiese necesidad, pero el entusiasmo lo dominaba.
-Ha vuelto para siempre, ¿no es cierto?- Y miraba a Tahia. Ella tenía la vista fija en él, y le acariciaba una mejilla con una mano ya más tibia.
-Te conozco... - dijo ella.- Pero no sé tu nombre.
Zaid dejó de sonreír. Sus párpados se cerraron y los labios se hundieron para no llorar.
la ira crece y es dolor. Es un hueso en el que se han acumulado las espinas, los árboles y las rocas del mundo, que se parte en tantos pedazos que ya no volverán a unirse
-¿Qué debo hacer?- le suplicó a Montag.
-Decir tu nombre.
-Pero si lo pronuncio, ya no podré ser otro del que fui.
El viejo se le acercó, sostuvo la cabeza de Zaid entre sus manos y la apoyó sobre su pecho para que llorara sin que ella lo viese.
-Escucha. Mi corazón tiembla, hijo, no trabaja. Tiembla, desde aquel día...
Entonces Zaid supo que más valía decirlo de una sola vez. La culpa no se desvanecería mientras existiese el tiempo.
-Soy yo, mujer, el hombre que te ha matado.
Ella no respondió. Simplemente sus escalofríos desaparecieron, y las gotas de sudor de sus manos ahora recorrían la barba de Zaid.
La ira se abre camino.
Huye por mi boca, se extiende con la forma de un hueco blanco que parece ampliar el techo más allá de sus límites reales, hacerlo tan abarcador como el cielo. Allí hay palabras, repiqueteos de maderas chocándose y vientos que pasan a través de instrumentos de música. Un conjunto de ecos que se transforma en punzantes dolores, similares al antiguo dolor, aquel que lastima mi sexo cada vez que recuerdo el nombre y la figura del que lo provocó.
... hold, dicen los ruidos en el hueco blanco de la furia.
Por ese espacio huye el remordimiento, porque yo determino, desde hoy, las fronteras de mi mundo.
*
Prepararon provisiones para el viaje, y se despidieron de Montag.
Tahia le extendió una mano, pero el viejo se apartó. Zaid se rió de él, y Montag, casi avergonzado como un niño, se dejó besar por Tahia.
Fue un beso ríspido en su mejilla, sin el sabor cálido que las mujeres, él así lo recordaba, solían dejar con sus labios. Pero el anciano nada dijo. Fingió que todo estaba bien cuando Zaid lo abrazó como si fuese su padre.
Los jóvenes partieron, y él los observó mientras bajaban la montaña, tomados de la mano.
Se sentía débil. Se preguntó por qué no había evitado que ella lo tocase. Por qué, después de tantos años esperando, había dejado que sucediese así, tan abruptamente.
Sentado al borde del camino, sus sentidos se fueron debilitando. Sus manos caían a los lados, sin fuerzas. Ya casi no alcanzaba a ver a los que se iban, empequeñeciéndose hasta desaparecer entre las rocas y la niebla.
Ni siquiera estaba seguro de seguir vivo al recordar lo que había visto en la mirada de esa mujer al recibir su beso.
El gran hueco negro en el lugar de los ojos.
LOS CUERPOS EN EL LAGO
Todo a su alrededor era un conjunto de caras, muchas veces indefinidas e irreconocibles, pero todas pertenecían a los hombres del pueblo que se había rebelado. Y al mismo tiempo que las armas y los brazos, los golpes y las heridas se sucedían en su cuerpo o en los cuerpos de los otros, el sudor que empapaba a los hombres y las lágrimas de los heridos, todos esos inconfundibles flujos del miedo, cayeron en la tierra como ofrendas.
Las lanzas y las flechas llegaban de muchos rostros que parecían ser del mismo hombre, hijo del viejo que pensó iba a serle siempre fiel.
El artesano de armas, tallador de arcos.
Recordaba cuántas veces éste le había pedido que dejara las lanzas antiguas y adoptara los arcos y flechas que había traído de otros pueblos. Pero el brujo siempre rehusaba apartarse de sus ideas, los principios que mantenían aislado al pueblo. Los rebeldes habían llegado al final de sus protestas pacíficas, de sus reclamos por una forma de vida que Reynod no estaba dispuesto a consentir. Y cuando su amenaza era ya demasiado tangible para ignorarla, y escuchando el ruego de sus propios hombres que pedían nuevas defensas contra los rebeldes, tuvo que recurrir a las armas que había secuestrado al tallador.
Abrir los horizontes, le había pedido el viejo artesano un día, respetuosamente, en la reunión que cada temporada le solicitaban para hablar de asuntos del pueblo. El armero y su hijo mayor llegaron muy temprano, después de atravesar la escarcha de la colina de una mañana de invierno. El viejo era un poco mayor que Reynod, pero lo espalda curva, el cuello débil, eran signos lamentables de su oficio. Los ojos claros eran ya inútiles, casi ciegos, aunque conservaban su brillo. La barba blanca marcaba el triste perfil de un ermitaño arrastrado a la fuerza fuera de su choza. Reynod miró con crudeza el rostro severo del joven.
-¿Cómo te atreves a alejar de la calidez del fuego a tu padre?- le reprochó, mientras extendía una mano para llevar al viejo hacia unas mantas de piel junto al fuego. Lo envolvió una ternura que a él mismo le resultaba extraña. Verse a sí mismo, aún erguido el cuerpo, los brazos fuertes, al lado del pequeño torso del armero, le dio escalofríos, como si una mosca invisible le recorriese la piel dejándole las manchas del tiempo con sus patas.
-Escucha a mi hijo- pidió el anciano, y Reynod miró al otro con desconfianza.
Aristid comenzó a hablar de lo mismas reclamaciones que los rebeldes venían haciendo desde hacía largo tiempo. Un gesto de hastío se dibujó en los ojos de Reynod, y levantando la mirada al techo, como si los dioses compartiesen su impaciencia, le devolvió a Aristid una expresión rígida, furibunda, y no lo dejó terminar.
-Has escuchado mi última palabra hace mucho. Si debo volver a hablar de esto, no será con mis labios, sino con el lenguaje de mis manos para cerrar tus ojos de una vez…
El joven hizo silencio y frunció los labios con fuerza, necesitaba callar lo que pensaba. Luego tomó a su padre de un brazo para alejarlo de Reynod. El brujo no dijo nada, pero observó el rostro de Aristid mientras éste giraba la cabeza hacia él antes de perderse en la claridad que avanzaba entre la bruma de la mañana.
Era la misma expresión que ahora se estaba formando en cada guerrero enemigo, en cada mano al empuñar una lanza, en las mejillas barbadas de los rebeldes, tan bien entrenados, que no era posible entender cómo habían obtenido aquella destreza. Debió haberlos exterminado cuando tuvo oportunidad, pensó, pero en realidad hablaba en voz alta sin darse cuenta del filo de las flechas rozándole los brazos, de los puñales de los que ya casi no podía defenderse.
Somos muchos...venceremos porque somos muchos y los dioses nos apoyan.
Pero se repetía esto como si tuviese que convencerse a sí mismo. El número era lo más importante, y se arrepintió de no haber movilizado a todos. Los rebeldes los habían sorprendido. Los escudos con la imagen de los dioses se astillaban con los golpes de hacha, las piernas se quebraban y la sangre corría como el sudor. Las flechas parecían pájaros que volaban hacia los hombres. Y los hombres caían, y muchos otros aún caminaban enterrando los gritos en sus heridas. El sol seguía brillando sobre la danza de los que guerreaban. Más allá de la vista de Reynod, los rebeldes resistían y avanzaban sobre la masa confusa de sus legiones.
La cornetilla emplumada se había perdido. No sabía por qué la recordaba en este momento. Quizá deseara hacer música allí, unificar los llantos, los silbidos de las lanzas y flechas, el percutir de las cuerdas de los arcos, el chapoteo de los pies en el barro, el golpe de cuerpos, el crujir de las manos para sujetar de la cola al alma -animal díscolo de piel viscosa-, o enlazarla del cuello y encerrarla en el hueco íntimo del pecho.
Sus manos dejaron la lanza y el escudo, para tocarse el cuerpo. Pero no estaba seguro que le doliese el pecho, porque la cabeza también le traía recuerdos, y el dolor se centraba en esa parte de su viejo cuerpo. El dolor entre sus piernas era el mismo, pero regresaba acentuado por el paso del tiempo. El corte impreciso, la sangre que manchaba a su padre, la expresión de piadosa crueldad que había visto en su cara, y que hoy se dibujaba en el cielo: el sol era uno de sus ojos, y las aves se habían formado para modelar los contornos de la cara.
El dolor se iba y regresaba. Cuando se hacía conciente como una idea, entonces no era tan intenso. Pero luego se escabullía con mayor destreza, y las manos no alcanzaban a atraparlo. Quería detener ese ardor tan parecido al alma, que era como si ella quisiese escaparse por las heridas y diseminar las semillas en las llagas.
Había caído sentado en el barro, y ya no lo agredían, tal vez lo creyeran muerto. Su postura no era demasiado extraña para los muertos en las batallas. Los espíritus a veces elegían tales formas para humillar a los vencidos, ofreciendo la espalda y el pecho a los cuervos para alimentarlos, y convertirse en aves que coman la carne de otros guerreros.
Pero Reynod estaba vivo todavía, y miró al suelo en busca de la cornetilla emplumada. Había charcos de agua llenos de barro y piedras, pies que iban y venían con los tiempos imprecisos de una batalla que se estaba prolongando demasiado. Se abrió paso entre las piernas de los que luchaban y entre los muertos. Levantó pedazos de cuerpos, escarbó en la tierra, blanda como las nubes grises que se habían formado sobre ellos. Halló el instrumento, sucio y roto, pero fiel a su dueño. La cornetilla con las plumas del urogallo que había matado el día que llegó al pueblo en su camino hacia el este. Intentó repararla, pero nada iba hacer que fuese la misma que había sido, símbolo de bienaventuranza y redención pasa esa lejana tarde en que había decidido revelar al pueblo elegido las voces de los dioses. Reunir ese conjunto de hombres perdidos en los ritos del sol y los dioses del mal en una sola creencia y un único culto.
Recordó la mañana en que el canto del urogallo lo había despertado. Al principio no sabía de qué animal se trataba. Si era de una bestia aquel sonido semejante al trueno en pleno cielo sin nubes. Pero una pátina de rugosa decrepitud en el canto, un rasgar de troncos quizá, o como pájaros escarbando una roca con sus picos, inútil y tristemente. Era un canto que insistía en algo sin finalidad, concentrado aunque ingenuo, esforzado y alegre, con un matiz de cansancio y bienestar a la vez. Todo esto en tonos muy altos, pero opacos. El canto no de un hombre, sino de muchos, dominados por la ronca voz de un anciano fuerte y de amplio pecho. Un anciano cuya voz fuese la resonancia del tiempo.
Era una mañana de pleno sol bullendo sobre las praderas al oeste del río Droinne. Reynod caminaba con la tristeza adherida a la piel, una cáscara de miel y polen sobre el cuerpo amargo. Le agradaba sumergir sus pensamientos en la pena, como quien lame su herida para saber que aún vive. Todavía sentía, a veces, la presencia ausente de las partes de su cuerpo, la extrañeza de lo arrancado. Pero el sol lo apartaba de tales ideas, y se preguntaba entonces por qué no habían regresado las anteriores dulces voces, porque las de ahora eran secas igual que el canto del urogallo. Como si lo que le hubiesen quitado fuese eso: la garganta de los dioses que su sexo había engendrado.
En esto pensaba cuando oyó al ave mucho más cerca, oculta entre los arbustos de una hondonada que desembocaba en el río. Los arbustos se movían y dejaban ver colores vivos como el sol. Una parte del sol parecía haber descendido y estar refrescándose a la orilla del agua. El sol tenía voz, una voz ronca de hombre fuerte y viejo, dominante pero benévolo. Entonces, las últimas ramas del último arbusto se abrieron, y el urogallo surgió en su esplendor. Todo rojo, todo verde, todo amarillo y negro. Esbelto, erguido, el cuello extendido y la cresta en alto, balanceándose orgullosa y esquivamente en el aire de la mañana.
La brisa movía sus plumas y el viento existía sólo por el cuerpo de la criatura que alimentaba. El urogallo paseaba con delicadeza detrás de una hembra que huía no con demasiada prisa. Pero ninguno vio al hombre que los seguía con la lanza. La hembra pudo escapar hasta perderse de vista, pero el urogallo cayó al suelo. Su canto, sólo vencido en su extraña belleza hasta entonces por su figura, se convirtió en un grito largo, casi semejante al de un niño que se estuviese ahogando. Reynod recordó su propio dolor, y mientras corría hacia la presa, intentó deshacerse del recuerdo de la cicatriz en su entrepierna.
Reynod desplumó al ave con encono. Las plumas se amontonaron a un costado, y luego se esparcieron con el viento que venía del río. Eligió las mejores plumas, y de pronto se dio cuenta que no había pensado qué iba a hacer con ellas. Pensó durante toda la tarde con las plumas en sus manos, observándolas en el silencio que el río acompañaba con el fluir del agua. Y supo entonces que la música del urogallo debía continuar, y esta vez nunca moriría.
Buscó entre los árboles el que tuviese las flores más bellas. Encontró uno con estaba perdiendo las hojas antes de la temporada de otoño, y sus ramas peladas formaban ojos vacíos entre el resto. No tenía flores, pero las hojas caídas eran grandes y hermosas. Tenían el color del agua del río después de una tormenta. Entonces talló una cornetilla con una rama gruesa y ató las plumas a ella. Luego, se llevó la punta del instrumento a la boca y sopló.
La música que surgió lo satisfizo, y cada sonido lo conformaba un poco más, hasta convencerse que el árbol elegido le había sido asignado por los dioses. Volvió a mirarlo, y le pareció entonces el más bello árbol que hubiese visto en toda su vida, y el sonido que surgía de la corteza, mecido entre sus dedos, debía sin duda llegar de los sueños en que las deidades se habían abandonado luego de crear los seres del mundo. Los pájaros de los alrededores comenzaron a acercarse y sobrevolar el claro en el que Reynod se había sentado. Sólo podía escucharse, además de la música, el aleteo de las aves que seguían llegando, hasta que la claridad del cielo se fue perdiendo más allá de los pájaros que volaban en círculos más cerrados a medida que otros se iban sumando.
La luz del bosque desapareció en una gran sombra de ojos grises y picos corvos. Y la música se fue moldeando a la oscuridad creciente entre las plantas, los senderos entre las ramas, donde se dibujaban figuras incorpóreas. El sonido se atenuó hasta caer a una profundidad de bajos instintos, de apesadumbrados pensamientos. La música viajaba por regiones del cuerpo de Reynod, sitios que se asemejaban también a las vísceras de los dioses. Ellos tenían lo que le habían quitado: el sexo, y el canto era lo que le habían dado a cambio.
Pero él debía recuperar lo suyo. Entregar lo que fuese con tal de recuperarlo. El encumbramiento de los dioses, la adoración de un pueblo entero entregada a Ellos. Miles de espíritus que se convertirían en incontables con el correr de las generaciones.
Los entregaría a cambio del más elemental fragmento de su cuerpo.
El sonido podía viajar en el tiempo, porque ésa era la danza del aire que empujaba a los hombres, moviendo sus brazos de músculos tensos, cubierto el vello del pecho por la sangre de los otros. Nada parecía protegerlos ya, ni las pieles y cueros con que él les enseñó a cubrirse al pelear, aunque aquella idea fuese tan rudimentaria como simple su propio conocimiento de la guerra. No había tenido tampoco más alternativa que sacar a sus hijos del aislamiento y generar la camaradería entre ellos y los hijos de los hombres que sabía más tarde tendrían que enfrentar a los rebeldes. Pero sólo Sorkus, el mayor, demostró real interés y una hábil, natural destreza para la guerra.
-Los rebeldes están produciendo cada día más tumultos- les había dicho Reynod un día a sus hijos, junto a la corriente de un río que ocultaba sus palabras para cualquier otro oído extraño. Ya no confiaba del todo ni siquiera en sus ayudantes.
Sorkus lo había mirado entonces, con sus ojos oscuros de quince inviernos, el cuerpo casi de un adulto, el pelo crespo y largo, negro pero moteado de luminosidades marrones bajo el sol reflejado en la hierba. Sin embargo, la mirada estaba también llena de respeto y temor, ansioso por conformar a su padre. Fue el único de los tres que cada día, durante los siguientes veranos, practicaba lanzamientos con las armas del tallador, que habían perdido el viejo polvo en el que estuvieron enterradas mucho tiempo. Entrenaba por las mañanas, nadaba luego en el río, comía, repasaba estrategias y armaba en su mente grupos de combate en su mente durante las tardes, que luego comentaría a su padre. En las noches, se perdía en la oscuridad para explorar los asentamientos de los rebeldes, que vivían apartados del pueblo, obligados a depender del dominio de Reynod para alimentarse, porque siempre recibían los restos de los animales que las avanzadas de cazadores del brujo hallaban primero. Nadie reconocía que estas familias se hubiesen sublevado, y menos se atrevían a decir algo en contra del respetado armero y su familia, pero las miradas eran frías y sólo discretamente tolerantes.
Los ojos de Sorkus estaban frente a él. Irreprochables, duros como los fuertes puños que aquel prometedor guerrero de quince inviernos había desarrollado ahora, diez veranos después. Reynod sintió que esas manos lo levantaban del campo de batalla como si tuviese el peso de las plumas perdidas en el barro. Miró a su hijo, el rostro era casi irreconocible. La barba sucia de sangre, el pelo surcado por cortes heridas leves y otras más profundas, aunque no suficientes para quitarle el alma y esa voz de dios melancólico, que siempre había hecho sentir a su padre seguro de su descendencia.
La cabeza del viejo colgaba sin fuerza, después de tantos tiempo de no haber cedido jamás. Sólo sus ojos vivían y miraban al cielo limpio, tranquilo a pesar del desastre y su baile girando en torno de los hombres que peleaban. Nada más que gritos venían del cielo, y luego también sus oídos dejaron de percibirlos, entonces le pareció que la vida del cielo comenzaba a alzarlo del lecho terroso de los hombres.
Cargado en los brazos de Sorkus, veía el sendero abierto a sus costados por sus guerreros mientras lo veían pasar herido. Habría querido continuar con ellos. El sendero era estrecho, las caras se sucedían y superponían a medida que avanzaba. Todas confluían finalmente en rasgos comunes, hasta recordarle a aquel otro que le había traído el dolor al cuerpo. Sintió un hueco ocupando su vientre, lleno de un líquido negro, maloliente, que drenaba al suelo por las manos y las piernas de Sorkus.
Pero no fue esto lo que sacudió su espíritu al principio-más tarde tendría tiempo para la desesperación y los rezos-, sino el ver una figura de mujer a lo lejos, de piel oscura, que descendía la colina a cuyo pie se desarrollaba la batalla. Muchas aves habían comenzado a revolotear la zona en busca de carroña, y en ese momento una bandada acompañaba a la mujer en su descenso. Su caminata era lenta, parecía no querer lastimarse los pies con los pedruscos. Estaba seguro que ella no miraba al suelo, sino más adelante.
Tal vez lo observaba a él.
Detrás de ella, había un joven de rasgos familiares, tan conocido, que el obstinado olvido lo irritó más que el dolor de las heridas. Pero no importaba por el momento ese hombre, sino ella. También la había visto antes, pero no como a alguien de rostro preciso, particular, sino quizá como un sueño vislumbrado no en una batalla, sino en el estallido de un volcán que arrojaba rocas.
No era su cuerpo lo más llamativo, sino el rostro. Quizá los ojos brillantes resaltando a través de la distancia del campo, sobre el verde oscuro de la suave ladera de la colina. Eso era lo inquietante, porque la figura que había visto en un río desbordado por la lava, muchos tiempo antes -ya lo recordaba, la memoria venía, finalmente-, era la misma.
Una belleza sin tiempo, y por eso sin posibilidad de pérdida alguna. Constante, lejana a veces, pero perenne. Fuerte, delgada. Oscura en su fisonomía, pero transparentes en sus ojos. Podían adivinarse sus pensamientos, verse las formas mansamente construidas de su cerebro. En sus vueltas y circunvoluciones, uno se mareaba y se perdía, hasta hallarse distinto y vacío después de recorrerlo.
El cerebro de la muerte era vertiginoso.
Las lenguas del cerebro llamaban a los hombres, sus manos los tocaban, y ese instante se convertía en todo el tiempo. Igual y sin espacio y sin esperanza.
Por eso Reynod lloró. Se puso a gemir como no lo había hecho desde el día que lo mutilaron. Después, tocó la barba de su hijo, la barba espesa que él nunca llegó a tener, y comenzó a limpiarle el cuello con una caricia.
Las caras de las mujeres.
Reynod se preguntaba por qué razón ellas se presentaban siempre sin ser llamadas. Como ahora lo hacía también su madre con los cambios de la muerte en sus arrugas, en las cejas fruncidas de dolor y los labios crispados. La cara oculta contra su hombro derecho, el abrazo que comprimió el frágil pecho de esa mujer cuyo corazón se agitaba con la intuición. Ella debió sentir, entre los brazos de su hijo, las armas invertidas de un afecto que había rogado mientras criaba a ese niño extraño que sólo hablaba con los dioses.
Y el cerebro de la muerte también vibraba en el cráneo tembloroso de su madre acostado en su hombro, en el cabello canoso cuyas hebras negras comenzaban a eclipsarse y sucumbir como hojas en invierno.
Pero debo detenerme, no pensaré más si quiero mantener mi lucidez. No deseo que ella, la gran asesina inocente, la hermosa mensajera del mundo sin tiempo de los muertos, me sorprenda con su más fácil discurso. Llevaré mis pensamientos a otro lugar y tiempo, tal vez también a otra mujer, y así lograré engañar a la divina, la postrera risa sin dientes que me mira cada vez que cierro los ojos, desde el día que nací. Pensaré en la mujer de Zor.
Zor, mi amigo, si así puedo llamarte en el umbral de los recuerdos, a la entrada de la región en la que habitas. No viste cómo tu mujer me enfrentó aquel día. Cuando te abandoné en el bosque junto a Markus, regresé al pueblo en busca de tu familia. Lo que habías descubierto cuando éramos jóvenes, me amenazaba, y la imagen de tu mujer y tu hijo me ofreció la respuesta para obtener tu silencio. Eran tan indefensos, que matarlos habría sido menos difícil que retorcer el cuello de un gato.
Ella estaba sentada frente a la fogata, esperándote, levantando la vista hacia la puesta del sol, desde donde habrías llegado de habértelo permitido yo. Tu hijo Tol no debía tener más de dos inviernos, y jugaba con un perro que le lamía la cara. Un perro tres veces mayor que su tamaño, y me dije que con un poco de furia incitada, el animal se convertiría en una bestia.
Mis hombres plantaron sus lanzas en la tierra árida alrededor de tu choza. Me miraron, recogiendo las ideas de mis ojos, y fueron hacia el perro. Tardaron en enfurecerlo mientras lo amenazaban con puntapiés y con piedras. El niño gritaba, llamando a su madre, que permanecía retenida contra el suelo por otros dos de mis hombres. Era hermosa, Zor, hasta la desesperación la embellecía en formas que no creí posibles en una mujer. Ella era, en ese momento, su esposo y su hijo a la vez, los poseía en sus ojos y en los movimientos de sus dedos cerrándose contra la tierra. Cinco surcos iguales, hondos, como si quisiesen hallar el agua que calmara su ansiedad.
El pequeño Tol nos miraba, y había callado. Jamás sabré si recuerda algo de aquel día. El perro se había enfurecido, encerrado en un círculo de hombres, gruñendo y ladrando. Entonces levanté a Tol, y él empezó a moverse como un cachorro de lobo enajenado. Hice el movimiento de arrojarlo dentro del círculo donde estaba el perro, pero no lo dejé caer. La saliva del animal corría por las comisuras de la boca, saltando y mordiendo el aire cada vez que yo apartaba al niño. La polvareda giraba en espiral con la brisa del pronto anochecer que descendía de los árboles. Las ramas absorbían los últimos rayos del sol, y el canto de los grillos surgió anunciando el inicio de un rito.
Después, no sé por qué lo hice, no hubo trazos de miedo o culpa, desgarré un fragmento de mi ropa y vendé los ojos de tu hijo. La madre dejó de llorar. El silencio fue entonces más pesado que el vocerío de quienes me maldecían.
El perro me miraba. Levanté otra vez al niño. Tol estiraba los brazos y sus ruegos a la ceguera del aire frente a él. Pero me di cuenta demasiado tarde de la serenidad oculta de su voz bajo la delgada estridencia del llanto.
La voz de un niño es lo más cercano a la mirada perdida y virgen del recién nacido, a la caricia de los dioses. La voz que están aprendiendo a usar, el significado de las palabras que por primera y única vez quieren decir lo que dicen. Tal descubrimiento era capaz de vencer las paredes del círculo del miedo, de penetrar el cráneo del perro y hablarle a la rudimentaria masa de sangre que ladraba, comía y se procreaba sin penas ni remordimientos.
Tol habló.
Dijo: “Perro”.
Los grillos se callaron. La brisa se acrecentó para refrescar las mejillas acaloradas del pequeño. Sentí un rubor en mi cara, que creí pertenecía a otro que ya no era yo mismo, Reynod el Brujo, sino el anterior, el otro, el doble superior que alguna vez fui.
El perro manso de un niño llamado Tol volvió a surgir entre las garras y el pelo erizado, los colmillos escondidos ya en la boca cerrada, vergonzosamente. Los hombres lo herían con las lanzas para enfurecerlo, y de las heridas manaba la sangre, pero ya nada parecía molestarlo.
Dejé a Tol a un lado, pero no le quité la venda. Fui hasta tu mujer. La hice pararse, y me acerqué a su cara. Sentí el aroma de su piel, Zor, y te envidié. Ella no se apartó, su cuerpo permaneció rígido como un tronco, pero su aroma delataba su material humano.
Llamé a uno de mis hombres, pero ni siquiera lo miré, mis ojos estaban atados a los de tu mujer, mi nariz a su aroma. Luego, me entregaron un puñal. Los ojos de tu mujer parpadearon al ver el arma, después se quedaron fijos en mí. Rocé con el filo su cuerpo, su sexo, sus pechos tan agitados como si contuviesen dos corazones. Llegué hasta el cuello y su boca. Los labios se cerraron.
-Por Zor-murmuró. Hasta eso te ofrecía. Pero no lloró. Y yo pensé en mí, en la ausencia de ese aroma a mi lado, para siempre. Las mujeres tienen, en mis sentidos, el olor y el gusto de la tierra, la dureza de los guijarros que regresan para tumbarnos de espaldas, definitivamente.
Con la sangre que brotó, pinté mi cara con cinco líneas. Los hombres me observaron, impacientes y agitados, dando vueltas a mi alrededor, temerosos de la oscuridad naciente, más asustados que el pequeño Tol junto a su perro.
Entonces, hundí el filo como se penetra una estaca en el agua. Tan débil y fluido era su cuerpo, que temí fuese a deshacerse y esparcirse igual que ceniza. Ella era eso, ceniza y polvo, agua y barro, humo. Era una mujer, mi amigo Zor, tan bella, escrutadora y despiadada como lo es la muerte.
*
Aristid tenía el sabor amargo de la sangre en la boca, y los cortes en los labios se abrían al hablar. Escupió los dientes sueltos. Se tocó la mandíbula quebrada y una hinchazón en un lado de la cara. Se miró en el reflejo del charco donde fue a lavar sus heridas. La piel del lado izquierdo había sido casi por completo arrancada, y parecía tener doble rostro.
Debía hablar con Sorkus, insistió en repetirse, para que ni el dolor lo distrajese de sus próximos pasos. No asistir a la reunión era lo mismo que negarse al acuerdo de paz, y su padre tenía razón al decir que los rebeldes no resistirían mucho tiempo más. Sus hombres continuaban acostados sobre lo que había sido el campo de batalla durante toda esa tarde. El resto yacía esparcido y muerto, fragmentos de cuerpos atravesados por lanzas.
Pensó en su padre, ansioso en la choza de la colina norte por saber el resultado de la batalla. Debían haberle llegado mensajeros, pero esperaba probablemente ver a su hijo.
Tan hablador y convincente a veces, el viejo no había logrado hasta entonces sacar las antiguas ideas de la cabeza de Reynod. La última vez que intentaron hablarle, después de varios días de atravesar las filas de los guardias, que al verlos decían: “Hoy no, quizá mañana”, el brujo había al fin aceptado reunirse una vez más con ellos, no sin antes hacer una reprimenda a Aristid por haber expuesto a su padre al frío.
El viejo armero estaba tenso, con el cuerpo tembloroso mientras él lo ayudaba a caminar, ansioso quizá por disimular su desventaja frente al brujo, esa diferencia de edad que no era mucha,, pero que convertían su vejez en debilidad y al otro le daban el atributo de la fuerza. La voz del anciano, sin embargo, sonó segura cuando pidió a Reynod que esuchara a su hijo.
Aristid entonces inspiró profundo el aire frío que pasaba en ráfagas breves por la colina. Se sintió importante por primera vez. A pesar de haber dejado de ser un niño hacía muchos inviernos antes, la mirada de su padre siempre lo había intimidado. Precaución, era la palabra más veces repetida por el armero, para obtener lo que se quiere lograr. Pero él pensaba que había llegado el tiempo en que los rebeldes debían romper los obsoletos ritos de Reynod, y permitir la entrada del mundo a la mente de su pueblo.
Durante mucho tiempo intentó convencer a su padre. Los crímenes contra la familia de Zor habían sido execrables y fuera de toda motivación real. Hasta vio ceder al armero a veces, pero la fuerza de sus principios siempre prevaleció, y sin doblegarse le había dicho: “Primero nos prepararemos, de lo contrario todo esfuerzo se perderá como el humo de una fogata recién apagada.”
Fue por eso que Aristid habló con irrefrenable entusiasmo del progreso, de las armas nuevas que habían visto en el extranjero, de las tierras del Sur más allá de las altas montañas. Mencionó los barcos que llegaban a la costa norte, en los cultivos de la tierra en el oeste. Pero a cada nueva idea que proclamaba con orgullo y con un tono de esperanza, Reynod negaba con la cabeza.
-Ya les he dicho muchas veces que mi pueblo se mantendrá en sus costumbres. No lo dejaré en las manos de hombres desgastados por espíritus sin dioses. No permitiré la no creencia.
Los labios de Aristid se abrieron luego para el grito primero de la rebelión, pero un dedo de la mano de su padre surgió entre sus abrigos. El dedo era un pequeño gusano que aquellas mismas aves que los sobrevolaban parecían haber estado buscando. Ese dedo hizo un lento pero firme camino hacia la boca, y se posó sobre los labios serenos, plácidamente y en paz.
Aristid no habló, pero su rostro hizo un gesto de disconformidad, un temblor involuntario frente a las mismas palabras escuchadas hasta el cansancio. Habían pasado toda la mañana y parte de la tarde discutiendo. Cuando salieron, el sol ya había declinado, y las aves emitían gritos de caza sobre la colina. Sus aleteos violentos sobre el pasto, sus zarpazos, sonaban como mordazas rotas de pronto.
Al regresar a casa, las mujeres los miraron con tristeza y reproche, porque los ojos de la guerra ya se habían dibujado en el rostro de los hombres. Luego, ellas se alejaron con los niños para juntar las cabras abandonadas en los campos. El viejo se apoyó sobre los hombros de su hijo.
-Debes mirarlos todo lo que puedas-le dijo, mientras observaban la lucha de los niños por reunir a los animales, y escuchaba las risas de las mujeres que parecían brillar con los últimos rayos del sol caído sobre el polvo.- Llegará el momento en que todo esto estará nada más que en tu cabeza, y deberás conformarte. Después de las batallas que vendrán, solamente la memoria va a quedar. Por eso, espera, hijo, posterga la ira, y da un día más al mundo.
Entraron a la choza y dibujaron el esquema de sus planes sobre madera, con puntas de carbón.
Esa noche, el fuego iluminó los rostros cetrinos de los hombres que iban llegando y entraban para sentarse alrededor del gran esquema bosquejado sobre las tablas. La familia se mantuvo quieta en un rincón, respetuosa de los hombres y ancianos amigos del viejo, todos fundadores o jefes de clanes cuya autoridad no se atreverían a molestar.
Aristid se sentía como un niño sin experiencia entre aquellos amigos de su padre. Él no había visto del mundo más que los límites impuestos por el miedo y la obediencia a Reynod. Pero los otros habían conocido tierras lejanas cuando eran muy jóvenes, habían visto a hombres y mujeres cuya descripción lo asombraba y lo conducía a sitios de penumbras por lo que su imaginación lograba abrirse paso sin ayuda de la razón. Viajaba con las palabras pronunciadas en un rincón oscuro del bosque, en la choza donde el fuego iluminaba las bocas de los viajeros, sus ojos, que miraban hacia la oscuridad pero tenían la luz como esencia de los hechos que relataban. Cuando todos estuvieron sentados alrededor de las tablas, cada uno anunció el número de guerreros de que disponían, y las familias a su cargo.
Muchos habían sido convencidos finalmente luego de la forzada marcha hacia el este, donde encontraron solamente tierras inundadas. Aristid y los rebeldes, relegados al final de las caravanas, habían llegado últimos a la enorme capa de cielo reflejado sobre los campos anegados. Árboles muertos se alzaban del agua como picos en medio de una calma sólo perturbada por la brisa que mecía las aguas. Cada dos o tres noches, la lluvia alimentaba la inundación, y entonces los insectos brotaban para abalanzarse sobre el pueblo a las orillas del lago.
Los enjambres llegaban sobrevolando la superficie. El zumbido hacía llorar a los pequeños, y los niños más grandes se tapaban los oídos. Las mujeres cubrían a sus hijos con ramas o aceites que las viejas habían preparado. Una tenue claridad se formaba lentamente en el cielo azul opaco, oculto detrás de la espesa capa de nubes cargadas de relámpagos. Reynod se había empecinado en instalarlos allí, aún cuando él mismo debía soportar el ataque de los insectos. De vez en cuando les decía a quienes le preguntaban hasta cuándo iban a permanecer allí:
-Imiten a los dioses. Tengan la virtud de la paciencia. Del agua hemos nacido, así me fue revelado por Ellos, y por eso nos abastecerán en el sufrimiento. El dolor nos hará valorar el bienestar que vendrá después.
Los ritos continuaron celebrándose por las tardes, y el fuego se erguía desde las hogueras con sacrificios de animales, pero los insectos no desaparecían ni con el humo ni con el fuego.
Pasaron cinco veranos y cinco otoños, y la caza comenzó a escasear. Los niños se metían en el lago en busca de peces, pero eran poco abundantes en esas aguan inmóviles, sólo renovadas por las lluvias. Los hombres se peleaban por las presas, y comían los pescados crudos antes que otros se los robaran, sucios aún de las extrañas escamas amargas y negras que los cubrían.
Un día vieron a un anciano del séquito del brujo vomitar y evacuar aguas toda una tarde. Dijeron, al día siguiente, que lo habían visto esa noche huir de su choza hacia el lago, delirando y gritando como si el fuego lo persiguiera. Nadie volvió a verlo por diez días. Lo buscaron, sus nietos lo esperaron en la orilla. Una mañana, el lago devolvió el cuerpo cubierto de llagas bajo las algas. Lo enterraron sin ceremonias.
Reynod ordenó que no se rezara por el viejo. El agua lo había castigo. El agua se hacía impura por las iniquidades de los hombres. La capa de inmundos residuos que se iba acumulando sobre el lago eran los restos de cuerpos impuros. Era esa la prueba mayor a soportar por el pueblo que los dioses habían elegido, y la gente, sintiendo el olor del anciano que las olas habían arrojado con desprecio en las playas, acataron el castigo.
Los niños comenzaron a caer enfermos, y muchos morían cada día. Los hombres ya no se levantaban para cazar, se sentían demasiado débiles. Muchos dejaron de ir a los herbazales para evacuar, lo hacían entre las chozas separadas por senderos de aguas estancadas. Los recién nacidos no lograban vivir más de un día.
La familia de Aristid se mantuvo alejada del resto del pueblo. El viejo armero decidió entonces no dar más oportunidades al brujo.
-Reynod ha rechazado todos los pedidos y consejos- dijo a sus amigos en la asamblea que reunió esa noche en su choza.- Es hora de detenerlo. Me asombro de que haya llegado el día de tener que decirlo, yo, que siempre he insistido en la paz.- Hizo un gesto de resignada pesadumbre, y se tambaleó un poco.
Aristid creyó que su padre iba a caerse, pero el viejo levantó la mano para indicarle que se encontraba bien.
- No estoy sano. Mi corazón falla y estoy casi ciego, así que no estaré con ustedes. Pero mi hijo llevará en su pecho dos corazones a la batalla.
Los hombres que decidieron tomar el mando de los rebeldes eran diez. Cada uno dijo tener no menos de cien guerreros a su disposición. Aristid, sin embargo, consideró tales números como una exagerada reacción de entusiasmo. Aquellos hombres estaban en la mediana edad, algunos ya eran ancianos, y habían tenido una vida sólo interrumpida por esporádicas peleas entre clanes. Habían soñado, tal vez, con ser algo más que simples hombres que se reproducían y morían como insectos estivales. Pero el dominio y la vergüenza, como estacas que Reynod había levantado sobre sus cabezas, los quebrantaba. Si nada más grande podía obtenerse con aquella magia que el brujo conservaba en sus manos, si nada podía lograrse contra la voluntad de los dioses que hablaban por la boca de Reynod, entonces no quedaba más que resignarse al paso del tiempo y al olvido de la tierra.
Eran esos mismos hombres los que tenían ahora una sonrisa de dientes rotos bajo narices corvas y delgadas. Los cabellos escasos y las barbas largas. El vello del pecho como plumas blancas asomándose de las casacas. Las incipientes jorobas denunciando la edad de los más viejos.
Aristid era el único joven de la reunión, y apreciaba los venerados rasgos alumbrados por la fogata.
La imagen que deseamos. Esa a la que nos negamos a renunciar aunque cada reflejo en cada ojo de los otros nos muestre lo contrario. La imagen que nos sobrevive y nos tolera.
Tenían ellos también una visión alterada del pequeño mundo que los rodeaba. Sus clanes eran tan reducidos, que no habrían logrado resistir ni dos días a las fuerzas de Reynod. Además, eran hombres no del todo convencidos de sus ideas. Una mañana prometían fidelidad, y en la noche rectificaban su compromiso. Pero uno de ellos pidió la palabra. Bostezó antes de hablar, y miró al techo en busca de los haces de luz que le indicaban la posición de la luna entre las rendijas de las tablas.
-Debemos decidir hoy el ataque. Sin planes nadie estará dispuesto a apoyarnos. Puedo asegurarles que convenceré a doscientos hombres, que es más de lo que podrán decir ustedes. Saben que las familias de mi grupo siempre han sido fieles seguidores de Zor y los suyos.
Los demás aprobaron con un murmullo de satisfacción. La placidez en el rostro del viejo armero fue el primer signo de alivio para Aristid en todo ese día.
-Mi plan- continuó diciendo el que hablaba, adelantándose a la pregunta que Aristid había mostrado con su gesto- es atacar cuando comiencen las lluvias. Los guerreros del brujo no están acostumbrados a pelear en el barro de los campos abiertos. Nosotros estamos aislados y disponemos de tierras para prepararnos. Tenemos árboles para construir armas, y creo que el venerable armero recordará cómo eran aquellas que el brujo escondió. Estoy seguro que ni siquiera prestarán atención a nuestros movimientos. La enfermedad está diezmando al pueblo.
El hombre parecía satisfecho de la firmeza con que había hablado. Aunque arrogante, a Aristid le pareció sincero, y tal arrogancia podía ser necesaria para incentivar la voluntad de los otros.
-¿Pero cómo atacaremos?- preguntó él.
Todos lo miraron como a un joven atrevido que se entrometiese en la conversación de los mayores, sin embargo ninguno le respondió, mientras se miraban confundidos. Otro, tan anciano como el armero, pidió la palabra.
-Amigos. Todos hemos tenido pequeñas luchas internas. Peleas de no más de treinta o cincuenta hombres. Los hechos últimos nos han revuelto la sangre estancada en el cuerpo. La fuerza de los más jóvenes-dijo señalando a Aristid- se agita. Lo veo en sus ojos, en los movimientos de sus dedos mientras hablamos, en esas piernas que no quieren quedarse quietas y lo obligan a dar vueltas entre estos viejos sin mucha experiencia en la guerra. Porque la verdad es que no conocemos a Reynod. Ignoramos su procedencia, lo que su mente ha creado y conservado desde antes de llegar a nosotros. ¿Qué ha sido, qué ha hecho?, les pregunto. ¿Los dioses le hablan? Y si Ellos lo apoyan, ¿qué nos espera más que la derrota y la muerte de nuestras familias?
Los demás miraron al armero.
-Sólo les digo esto porque si comenzamos la guerra, debemos ser sinceros en cuanto a lo que tenemos. Poco es, si me permiten la verdad.
Aristid ya no pudo mantenerse callado.
-Padre, venerables amigos de mi padre. Recuerdo el día que el brujo escondió las armas que mi padre trajo del extranjero, humillándolo delante de todos. Yo lo vi llorar, y me reproché la cobardía de mi quietud. Lo vi llorar y aún puedo verlo cada vez que contemplo su cara.
Una tos de niño se escuchó detrás de las paredes, seguida por las risas de algunos otros. Aristid aprovechó la distracción para deshacerse del llanto que había anudado su garganta, y gritó a sus hijos que fueran a dormir. Los pasos pronto desparecieron en el silencio oscuro de la choza vecina. Miró a su padre, pero éste, lejana y perdida su débil atención, tenía los párpados cerrados, las manos sobre el bastón, y se había colocado una capa sobre los hombros y la cabeza para protegerse del frío.
Cuando vio que lo dejaban seguir hablando, les pidió acercase a estudiar los esquemas. Hizo traer antorchas y esbozó sus planes dibujando figuras de hombres combatiendo. Borró y volvió a bosquejar otros con carbón, hasta lograr que todos comprendiesen el plan que había ideado durante largas noches de inquietud, dándole la definitiva forma que ahora presentaba al juicio de los otros.
*
El dolor que sienten los dioses. Ellos mueren conmigo.
Su voz es un susurro en las heridas que borran los límites de mi piel y hacen de mi cuerpo un camino hacia el mundo.
Sus voces parecen las de niños enfermos, dominados por el ardor y el delirio, sólo el susurro de sus madres los une todavía con un delgado hilo de saliva al resto del mundo.
El sonido de las madres que cantan, meciéndolos.
Siempre el sonido de una mujer, aún al final de todo.
Madre, aquí estás, tan lúcida todavía a pesar del tiempo desde tu muerte. Uno envejece también en la muerte, se cansa de haber muerto, quizá.
Pierdo sangre, y tengo miedo.
Las pieles del camastro en el que Sorkus lo había acostado se estaban empapando de sangre. Su hijo estaba cerca, hablando con los hombres probablemente sobre la batalla. No sabía cómo había terminado, o si aún continuaba. Iba a preguntar, pero se dio cuenta que no podía abrir la boca. Tenía la lengua seca. El aire lo ahogaba, enrarecido por el vaho del sudor y las especias que sus sacerdotes quemaban para apartar a los espíritus indeseables. El humo azulado se acumulaba bajo el techo de la choza. Las hojas trenzadas que los protegían de la lluvia, impedían también la fuga de aquel aroma tan parecido al cuerpo pesado de una madre de pechos grandes y cabeza oblonga, de mirada torva y sonrisa falsa. Apretándolo, ordenándole dormir con la voz crepitante de las llamas.
Levantó una mano, señalando la fogata, y miró a Sorkus. Pero no lograría que lo entendiese y evitara que ese espíritu que se estaba formando en la choza terminara ahogándolo.
Había líquido bajo su espalda. Le pareció estar viajando en una canoa sobre un río de aguas serenas y espesas. Giró la cabeza, parpadeó, la tierra entre los cabellos le cayó en los ojos al moverse. Al toser, escupió una masa tan densa como ese mar sobre el que su cuerpo había sido colocado. Era su cuerpo sobre su propio cuerpo, la parte sólida de él sobre la líquida. La carne y los huesos flotando en la sangre. Y se vio subir, ascender en una balsa sobre un río desbordado. Llegar al techo del cielo, el suelo de los dioses, las plantas de los pies divinos, y ser aplastado.
-¡No!- gritó con suficiente fuerza para vencer la mordaza que los dioses habían puesto sobre su boca.
Sorkus y los sacerdotes se acercaron. Reynod hizo gestos desesperados con sus manos, precarios signos que señalaban su espalda.
-Hay una herida profunda en el vientre, Señor-murmuró uno de los sacerdotes.
Pero Sorkus sabía que su padre era conocedor de las enfermedades.
-Ayúdenme a levantarlo-ordenó, y entre tres lo giraron hacia un costado.
El rostro de su hijo había tomado el aspecto de un niño asustado, tan diferente al que había tenido en la batalla.
-¿Qué hay?- preguntó el brujo en voz muy baja.
-No sé, padre. Hay un bulto alrededor de la herida.- Entonces miró a los sacerdotes que habían revisado al brujo, y les recriminó su error amenazándoles con un puño.
-¡Viejos inútiles, no han visto esta herida!
Reynod le dijo a Sorkus:
-Hijo...debe venir Britano.- Pero ya no pudo hablar más, porque escuchó el bullicio de mucha gente fuera de la choza. Las voces de los guardias intentaban detener la muchedumbre.
¿Qué reclaman? Los cuidé como a niños toda mi vida. Los traje a este páramo de agua donde los dioses duermen. Éste es su lecho, la calma impasible del agua que cae del cielo. El cielo reflejado en ella, los rostros de los dioses que ya no son sólo voces. Los he visto desde la orilla. El sonido de las olas los anuncia.
Cuando vi la extensa superficie, lo supe. Llovía una cortina de espinas sobre las espaldas del pueblo. La gente me seguía, asombrada de haber llegado a tan triste desolación. Árboles mustios surgiendo del agua oscura, nubes grises y relámpagos reflejados igual a sombras sobre las sombras del lago. Se sentaron a contemplar lo que no comprendían. Los perros empezaron a aullar, y los hombres los miraron en silencio. Los niños lloraron. Los jóvenes tenían una expresión común de labios caídos, ocultos entre las barbas recién crecidas. Sus espaldas eran un solo gran muro frente a la playa cambiante del lago. Quizá no veían lo que únicamente yo alcancé a apreciar en toda su belleza.
Allí estaban los dioses, parados sobre la superficie del agua, caminando, haciendo crecer sus rostros terribles. Cada rostro era una voz, las antiguas voces que, luego de tanto tiempo, eran piadosas.
El aullido de los perros fue creciendo también. Quienes intentaron hacerlos callar, sólo lograron enfurecerlos. Sus quijadas parecían haber sido creadas para aquel aullido que tenía palabras en sus tonos, como finales de frases en un grito, gemidos ahogados, llorosos quejidos de hembras o niños reclamando alimento, silenciosas salivaciones de viejos que exhalaban el último aliento.
Las caras de los dioses estaban satisfechas. Sus sonrisas, si eso eran los pliegues de los labios formados en las ondulaciones del agua, si eran ojos las ramas secas de los árboles, si las nubes inflaban sus pálidas mejillas. Nunca supe cuántos eran. Cada vez que miraba, crecían en número y a su vez eran diferentes. Como si los que viera antes se hubiesen borrado de pronto, y al mirar de nuevo, no fuesen los mismos, sino otros a los que se habían sumado muchos más.
Pero yo había llegado.
Desde la lejana época del viaje con mi padre, desde las primeras voces no comprendidas, éstos finalmente eran mis Dioses.
Las sombrías caras que no dejaban de mirarme.
*
Aristid miraba la caída del sol detrás del bosque, más allá del campo donde habían estado peleando. Un halo anaranjado rodeaba el círculo incompleto y aplastado contra la tierra. Una mancha brillaba con intensidad dentro de la esfera, degenerándose con la llegada de la noche.
Pero el color de alas de pájaros grises dominaba todo el horizonte. Varias bandadas volaban encima de los cadáveres no cubiertos. Los hombres trabajaban con esmero para enterrarlos, daban órdenes y utilizaban cualquier herramienta, escudos partidos, puntas de lanzas, todo lo que sirviese para remover la tierra dura como piedra en lo más profundo. Cavaban, y los brazos y las espaldas se estremecían con los golpes, las caras también temblaban al mismo ritmo, sin quitar la vista del suelo. Luego levantaban los cuerpos como si fuesen perros muertos recogidos del campo luego de una noche de cacería, era esa misma indiferencia la que se veía en sus ojos, la desmemoriada insensibilidad de la costumbre. Otros cubrían las fosas, y de pronto se detenían a mirar con curiosidad, porque no podían explicarse la razón de que la tierra se acabara antes de tapar la fosa completamente.
De vez en cuando hablaban entre ellos. Decían que Reynod estaba grave, que habían visto a Sorkus cargarlo en brazos. Habían contemplado lo que nunca creyeron posible: el protegido por los dioses moribundo en los brazos de su hijo, la cabeza hacia atrás, los ojos abiertos y llorosos, el cabello blanco moviéndose con el balanceo de los pasos de Sorkus. Las miradas de los guerreros fueron tan desoladoras, que no sólo se arrodillaban al paso de sus jefes, sino que por primera vez, cien hombres, tal vez incluso la legión entera, habían llorado juntos.
-Necesitamos su consejo- le dijo un guerrero, jadeando después de correr para alcanzarlo. Tenía la ropa mojada y sucia, iba descalzo, y una herida le inutilizaba el brazo izquierdo.- El grupo del norte sigue luchando, pero no va a resistir mucho más. Piden consejo sobre si tienen que continuar o retroceder.- El mensajero bajó la mirada, avergonzado.- Saben que perdimos hoy, y temen que los abandonemos.
-Dígales que resistan sin atacar, sólo por esta noche. Para el amanecer iremos a buscarlos con refuerzos.
El mensajero se fue corriendo. Se oyeron luego saludos de bienaventuranza desde la oscuridad y las fogatas, donde los hombres descansaban, abrazos rápidos, palmadas en las espaldas y gritos. Pero el mensajero no se detuvo mucho tiempo con cada uno.
Aristid caminó hacia la choza de Reynod, del otro lado del campo, detrás de las líneas marcadas por las filas de guerreros fieles. A su izquierda, escuchaba el repiqueteo de la lluvia sobre el lago, a cuya orilla el pueblo aguardaba desde hacía dos inviernos los preparativos para la guerra. De vez en cuando veía grupos de jóvenes que avanzaban para curiosear detrás de toldos y chozas. Los cuerpos antes erguidos, oscurecidos por el sol del Este, se veían débiles y pálidos. Las estaciones de las lluvias no cesaban, alimentadas las nubes por el agua de la gran inundación.
Y desde que ellos llegaran, la mortandad de peces se había convertido en una plaga incontrolable. Primero fue aquel viejo cuyo cuerpo fue carcomido por las ratas que huían de las madrigueras inundadas. Después, los insectos continuaron la enfermedad en los niños. Amanecían con los rostros hinchados y sin poder respirar, algunos morían antes de tragar la savia de hierbas que las ancianas preparaban. Se organizaron rezos tres veces por día, liderados por el brujo, que cada noche ordenaba los preparativos para que los niños enfermos fuesen sangrados. Los que sobrevivían, se miraban en la piel los cortes secos y negros, cubiertos de hojas en las que pequeños gusanos blancos parecían trabajar para restituir el color normal de la sangre.
En toda la zona no podía respirarse más que el aroma de las sustancias que las viejas cocinaban cada mañana, quemando las uñas de los muertos mezcladas con la orina de los enfermos. Conjuros que la hechicera les había enseñado en las noches cuando adoptaba la figura de un búho o entre las llamas de una fogata en el bosque. Aristid no creía en ella, por lo menos no en sus dones mágicos. Según su padre, se trataba de una anciana extraña que debió morir mucho antes que él naciera, si es que en realidad había existido alguna vez.
Pero los insectos no cesaron de procrearse. Al acostarse el sol sobre las aguas estancadas, los insectos depositaban sus huevos. Y antes del alba, nubes de enjambres aparecían suspendidas sobre el agua, avanzando hacia la orilla. Entonces las mujeres corrían para llevar a los niños hasta las piletas de madera con aceites.
Una de esas noches, mientras ayudaba a sus hijos a sumergirse en las piletas, Aristid tuvo un sueño peculiar. Vio que muchos hombres corrían por los extensos llanos empantanados a los que el brujo los había conducido. No comprendió al principio el significado, ni por qué razón estaba soñando con inmensidades que jamás había visto. Los cazadores nunca salían en grupos mayores a diez hombres, mientras los clanes peleaban únicamente por cuestiones internas, agravios, robos de vírgenes, o alguna muerte injusta y ocasional. Pero aquel sueño lo atemorizó más que el triste, oscuro porvenir que veía caer sobre su gente. Eran hordas de hombres furiosos corriendo, rodeados por el sonido de tambores, o de pisadas, tal vez, que retumbaban en la tierra seca levantando polvo. Y esas formas imprecisas le golpearon la cara y enturbiaron sus ojos hasta hacerlo lagrimear como un niño. Desde entonces, temblaba en las noches, no por los insectos que saldrían con la llegada del sol, sino al soñar con esas legiones que atravesaban campos más allá de los cuales parecía acabar el mundo.
Un día vieron al brujo reuniendo a sus sacerdotes en la playa, alrededor del altar en honor de los dioses del lago.
-¿Qué estará haciendo?- preguntó el viejo artesano a su hijo.
Aristid subió a un árbol.
-Hay muchos niños en la orilla, y los están subiendo a una barcaza.
-Pero... ¿qué son esos llantos?- decía el viejo, ansioso, tocando las piernas de Aristid que colgaban de una rama.
-Son las mujeres, están gritando por los niños. ¿Qué irán a hacer con ellos?
La lluvia hacía a sus párpados más pesados, y el esfuerzo de su vista más penoso. Se limpiaba la cara con el brazo, pero no había forma de secarse la humedad que brotaba de su piel en gotas de sudor. Uno de sus hijos se había acercado a ellos, y se puso a llorar al escucharlos. El anciano le dio un pequeño golpe en el hombro, retándolo.
-Espera, padre, está mirando hacia allá.- Había algo extraño en los ojos de su hijo, y le preguntó: -¿Qué ves?
El niño no contestó enseguida. Levantó un brazo, con un dedo extendido hacia el lago. Sus párpados y sus labios se movieron con inquietud.
-Ahí...ahí está, padre... ¡miren!, es...es tan grande, ¡oh, no sé! ...son muchos, uno encima del otro... ¡tengo miedo, no quiero ir, no...!
Su voz creció hasta transformarse en pavor y el lágrimas cubriendo su cara. El pequeño se había orinado sin darse cuenta, y su cuerpo temblaba como una rama sometida por el viento del invierno. El abuelo intentó abrazarlo, pero el niño seguía llorando, siempre con el brazo extendido, y la otra mano sobre el sexo. Aristid bajó del árbol.
-¡¿Qué ves?!- Sabía que su hijo sufría, pero también que esa visión era única, y que si la dejaba esfumarse en la inatrapable sustancia de donde había llegado, perdería la comprensión de sus propio sueño, quizá. Sacudió a su hijo de los hombros, mientras seguía preguntando.
-¡Padre, no dejes que me lleven! ¡Se los llevan al agua, a todos!
Entonces Aristid vio lo que veía su hijo.
Reynod hace un nuevo sacrificio para los dioses del lago.
Esa tarde, la familia y todos los que decidieron seguirlos, levantaron sus cosas y se alejaron aún más del resto del pueblo. Durante la semana siguiente organizó grupos para explorar en busca de cuevas. Les ordenó a las mujeres que recogieran toda planta que sirviera de alimento, y a los hombres salir de cacería a los bosques, sin detenerse hasta almacenar suficientes presas para abastecerse por mucho tiempo. El padre recuperó la ansiedad de su juventud, y se puso a enseñar la construcción de lanzas y arcos a los más jóvenes. Otros hombres se unieron a Asistid y lo acompañaron por las noches para escuchar sus planes.
-Basta de sacrificios. Reynod nos está masacrando. Dejemos de ser las víctimas ofrendadas a sus dioses.
Los que aún creían en las divinidades, murmuraron con la vista fija en las brazas.
-Los dioses son éstos…- insistió Aristid, matando un insecto que se había posado en su cara- …y nos están devorando junto a nuestros hijos.
La luna se había dejado ver antes de medianoche, y los hombres pudieron mirar entonces en los ojos desnudos de todo pensamiento de excusa o de culpa, los rasgos del pasado y la memoria libre del miedo al castigo. Uno de ellos se levantó.
-La única familia que se le ha enfrentado fue la de Zor, y no sabemos qué ha sido de todos ellos. Por eso tenemos miedo. Pero somos muchos, y yo no creo en los dioses que lo defienden. Dudo que el Brujo sea más que un hombre común, que sangra y muere como cualquiera.
Los demás hablaron entre ellos, mientras las brazas brillaban con el soplido de sus alientos. La luna volvió a ocultarse. Las mujeres aparecieron, trayendo vasijas y alimentos, y se retiraron tan silenciosamente como habían llegado. Un llanto se escabulló desde la oscuridad hasta ellos, y alguien recordó a los niños de la barcaza, que debía seguir avanzando, lentamente, hacia el centro del lago.
-¿Vamos a salvarlos?- preguntó una voz bajo un piel de cabra que protegía la garganta del frío de la noche.
-Arriesgarse es morir. Cuando seamos fuertes, venceremos.
Pero él estaba pensando en su hijo, que no había podido recuperar la calma desde el día que vieron la barca. Los ojos del niño no dejaban de mirar hacia el lago, aún cuando lo arrastraran lejos, o pusiesen vendas sobre sus ojos. Su cabeza giraba, tarde o temprano, en esa dirección.
-Esto es lo que he planeado.
En el polvo y bajo las antorchas, dibujó los pasos para la batalla.
-Aquí y del otro lado de los montes estaremos nosotros. Un grupo central se encargará de sorprenderlos. Cuando intenten huir por los lados, nuestros flancos los detendrán. Después será una lucha hombre a hombre, y para eso debemos entrenarnos.
-Pero somos pocos.- Objetó uno, mientras se restregaba la barba, como si tratara de arrancase las dudas.
-Los ancianos amigos de mi padre son jefes de muchas familias que se oponen a Reynod. Líderes que no convenceremos a menos que les mostremos nuestra decisión. Padre tiene influencias en ellos. Guardan rencor al Brujo y nos ayudarán. Mañana empezaremos los entrenamientos. Vayan a dormir.
Se alejaron de la fogata con caras preocupadas por la decisión que acababan de tomar. Algunos se arrodillaron y rezaron. Otros, se fueron caminando con sus mujeres, que habían venido a buscarlos. Algunos solitarios, mascando hojas, se acostaron en sus lechos, pensando en la lucha que los aguardaba. Pero todos miraron hacia el lago por lo menos una vez antes de dormirse, oliendo el hedor que de allí nacía.
*
El cuchillo cortaba los restos de la pierna del guerrero. Una lanza había quebrado el hueso debajo de la rodilla, y durante la espera fuera de la choza, se había convertido en un fragmento frágil como carbón, con el olor de las larvas trabajando y carcomiéndolo.
El guerrero gritaba, como lo habían hecho los otros poco antes, y como más tarde lo harían los demás al pasar por sus manos para remediar lo incurable, para el gesto casi inútil de darles preparados a beber o cortando las partes destrozadas de sus cuerpos.
-¡Otro!- gritó Britan a sus ayudantes, que corrieron a reemplazar el cuchillo que había usado desde la mañana y ya no tenía filo. Algunos, que su padre o él mismo había entrenado, trabajaban con esmero. Pero los heridos querían que solamente él los curase.
-Quiero al hijo del Gran Jefe- decían, alzando un poco las cabezas entre los brazos de quienes los cargaban desde el campo de batalla, en medio de los estertores, el frío y el delirio que formaba gusanos frente a sus ojos. Pequeñas serpientes que sus mentes sentían en las piernas, en los huecos de los vientres, en las flechas clavadas y erguidas como rayos de sol. Los hombres las arrancaban, pero las puntas permanecían dentro.
Britan sabía que no podría atenderlos a todos. Su padre, de quien había aprendido sobre el cuerpo de los hombres, quien le había dado lecciones sobre la forma y la función de los órganos con los cadáveres de hombres que mataban especialmente para eso, ya estaba viejo y demasiado ocupado con la guerra. Ahora el brujo era un guerrero que mandaba los heridos a su hijo. Volvió la atención al hombre que gritaba entre sus manos. Tocó el hueso roto de la pierna y comenzó a cortarlo.
-¡Bien alto!
Los ayudantes levantaron el muñón para que él lo cosiera. Sentía que también su resistencia se quebraba. Hacía un día entero que estaba parado, y la fila de heridos aún era muy larga. La lluvia traspasaba el techo y una fina cortina de agua caía sobre ellos. Puso un empasto de hojas limpias en la herida, se llevaron al enfermo y trajeron a otro.
-¡Señor!- lo llamaron desde la entrada.- ¡Lo necesitan en la choza de su padre!
-Sigan ustedes- dijo, frotándose los ojos y abandonando los instrumentos en manos de los otros.
Afuera, había una larga fila que se extendía hasta perderse en la bruma del polvo y de la noche que avanzaba. Al verlo salir, lo rodearon, pero sólo prestó atención a un grupo alrededor de algo que no alcanzaba a ver. Le dieron paso, un lancero tenía la mitad del cráneo abierto, y una masa roja con astillas de hueso colgaba de la herida.
-Todavía respira-dijo alguien.
Ya lo sabía, pero no perdería el tiempo. Agarró un puñado de tierra y la dejó caer sobre la cara del hombre. Los demás dejaron el cuerpo donde estaba.
Sintió una mano que lo tomaba del hombro, y de pronto se vio deseando, contra lo que había sido su temperamento hasta entonces, nada más que cerrar los ojos, sin importar quién fuese el que lo buscaba ahora, y descansar. Entonces las imágenes de lugares desconocidos se abalanzaron en sus ojos como lo hacían en los sueños.
Viajaré a través del mar que mi padre niega. Conoceré el mundo y los hombres que mi padre niega. Las costas que están sobre nosotros, nacidas antes, más sabias aún que nuestros padres. Los hallazgos que me han relatado los viajeros, la prosperidad que mi padre niega.
Sus ojos volvieron a abrirse y se dio vuelta. Los dedos que lo habían tocado se mezclaron en su cabello lacio y largo. La nariz recta, las cejas negras, la frente ancha que goteaba sudor, los labios cortados, los dientes amarillos, todo su rostro reflejaba cansancio. Sorkus lo estaba mirando.
-Vas a dormir después de ver a nuestro padre-lo oyó decir, y lo llevó a través de un camino con hedor de muertos, oscuramente disimulada la tibieza cálida del otoño nocturno por ese aroma dulce de la carne que se pudre. El repiqueteo de la lluvia sonaba en los charcos alrededor de los cuerpos, limpiándolos de tierra, lágrimas de los dioses que caían para desenterrar a los pocos que habían sido sepultados esa tarde.
-Habrá que volver a sepultarlos mañana. Si los rebeldes nos dejan.
El rostro de Sorkus se había enfurecido otra vez, pero su hermano escuchó sólo las palabras, pensando en Reynod.
-¿Cómo está?
-Mal. Agoniza desde que cayó el sol, pero sabía que estabas ocupado con nuestros hombres.
Britan se detuvo para mirar a su hermano, la imperturbable máscara que a veces se parecía tanto al rostro de Reynod, como si hubiese sido moldeada no desde el nacimiento, sino con los inviernos. Y esa rigidez era la que tenía que tomar decisiones como la de esa noche. Como si su padre ya estuviese muerto, o necesitase de esa muerte para justificar su decisión.
-No me mires así, por todos los dioses te lo pido.- Sorkus había dicho esto frente a él, pero con la vista hacia otro lado, mojados los párpados por la lluvia, mojado el pelo crespo y la barba, lo único que parecía diferenciarlo del rostro de Reynod. Había murmurado esas palabras casi tan tenuemente como los gemidos que llegaban desde la choza de los heridos.
Britan creyó ver cómo el mentón de Sorkus temblaba, de frío tal vez, y apoyó la palma de su mano sobre la frente del otro, quien hizo un gesto huraño, pero se dejó tocar.
-Estás enfermo, será mejor que lleguemos pronto y tomes algo que voy a prepararte.
Cuando entraron a la cabaña grande, el incienso los recibió con la densa masa azulada que buscaba resquicios por donde huir hacia la noche. Sorkus le ofreció una mirada cómplice al ver una vez más los inútiles esfuerzos de los sacerdotes. Britan hizo un gesto de ira frente a los olores que los sacerdotes habían creado con mezclas quemadas al fuego, aromas que habrían espantado a los mismos dioses cuyos favores pretendían recuperar.
-¡Saquen de aquí a los falsos!- gritó.
Reservado tanto si se trataba de la guerra como de la vida cotidiana, parecía abrir su alma ahora, exponer su habilidad en la destreza de los movimientos y la rapidez de sus ideas. Los largos inviernos pasados explorando los cadáveres que su padre le mandaba para estudiar, el esmerado esfuerzo por lograr el conocimiento que el brujo no había alcanzado, lo confrontaron con los viejos ritos que los sacerdotes imponían y que Reyunod no había querido tampoco alejar del todo. Porque el brujo sabía que la magia lo había elevado al sitio en el que estaba, u aunque parecía orgulloso de su hijo, la inteligencia que se estaba desarrollando en Britan, ese instinto para ver la enfermedad, lo inquietaba.
Los guardias entraron para llevarse a los viejos sacerdotes.
-Necesito ayudantes, por lo menos dos, y el material que guardo bajo mi camastro.
Sorkus mandó traerlos. Britan se acercó al cuerpo del viejo, le abrió los párpados y comprobó la palidez. La mancha roja del camastro se había convertido en una costra espesa, resquebrajada en parte por el calor de la fogata. El viejo no se movía, pero su aliento, aún cálido, entibió el rostro de Britan.
Sorkus comenzó a contarle lo que habían visto en la espalda del padre. Lo dieron vuelta. El bulto original se había transformado en una fruta morada que secretaba un líquido amarillo y espeso.
-Debe haber una flecha clavada desde esta mañana.
Los demás lo miraron y declararon su ignorancia con un gesto de hastío y culpa.
- O quizá una roca o una astilla-dijo atenuando su tono de reproche.- Hay que abrirlo, hermano. Si está allí la sacaremos y eso podrá detener la enfermedad.
Entonces se quitó las ropas mojadas. Se frotó el cuerpo para secarse, y notó que su cuerpo se resentía, pero era necesario continuar despierto. No había comido nada en todo el día, aunque no quiso probar más que agua antes de curar a su padre. En el fondo de la cabaña, vio a una de sus hermanas, la que le había sido destinada para unirse, y con ella se apartó hasta un rincón.
La túnica blanca que la cubría se balanceaba como los cabellos negros sobre los hombros. Britan le murmuró algo al oído. Luego ella se colocó detrás y comenzó a frotarle la espalda. Las manos tibias que lo aliviaban del sudor, de la lluvia fría, que desanudaban su carne rígida y tensa, que lo apartaban de los ojos de los heridos, de los temblores y sollozos, de los cuerpos cortados.
-Está todo listo, Señor-le dijo un ayudante, que volvió a dejarlos en la casi oscuridad cuando se retiró con la antorcha.
Britan despertó de esa mansa pradera de intenso verde en la que se había puesto a soñar. Vio la oscuridad del rincón y la luz en el otro sector, pero no vio más a su hermana, sólo le quedaba el recuerdo de esas manos en el cuerpo. Ella lo había moldeado una vez más después de la confusión en que su mente se había dispersado durante todo el día. De la memoria de tantos rostros tristes, él regresaba casi indemne.
Terminó de vestirse con ropas secas y regresó junto a su padre. Sorkus ya no estaba. Sus ayudantes habían lavado el cuerpo, que lucía tan pálido como debía ser cuando era un niño. El viejo, que nunca tuvo mucha barba, volvía a adquirir el aspecto de la infancia. Pero no se atrevieron a quitarle el taparrabos, porque Reynod había dejado expresamente dicho que nunca lo hicieran.
-Yo se lo sacaré.
Britan sabía que el orgullo de su padre no se vería menoscabado siendo su hijo quien lo hiciera. Colocaron el cuerpo de costado y sobre el lado sano. Se paró delante y comenzó a cortar las telas. Los demás permanecían tras la espalda del viejo.
Cuando lo desnudó, no estaba seguro de lo que había visto. La sombra de los muslos cubría el sexo. Le levantó una pierna delgada y envejecida. El vello se había perdido, o nunca lo había tenido si juzgaba por la poca barba y el ancho pecho blanco y liso de Reynod. La sombra del sexo también era blanca.
Entonces vio una cicatriz rosada y deforme, que creyó debía ser una quemadura, o los restos de una enfermedad. Meditó antes de revisarla con cuidado, porque deseaba preservar la intimidad que el cuerpo y la autoridad de su padre demandaban. Volvió a cubrirlo, pero ya no lo abandonó la inquietud.
*
El filo corta. Al principio no duele. Después viene el dolor.
Mi voz cae, se dispersa en las aguas, se derrumba en el sueño. Estoy cayendo, y el dolor me empuja, no como una mano que aplasta, sino como el peso de una carga.
El dolor tiene también un peso tan concreto como el motivo que lo provoca. Y no es uno solo, nunca hay un único dolor que sea tan fuerte para crearse a sí mismo. Son uno a uno los que nacen y se unen. Dolores que no parecen serlo apenas surgen, sino fragmentos que se van enlazando.
El dolor es redondo. Duro, blanco y circular. Parecido al sol. Se encamina por el mundo igual que una semilla oblonga, a lo largo de las suaves laderas de las montañas. Arrastra piedras que toman nuevas formas. Se deshacen de sus vestiduras y muestran las cuevas de sus cuerpos de dolor.
Así crece el dolor, y sube a nuestras espaldas.
Es una costra de suciedad que no puede arrancarse sino a expensas de amputar una parte del cuerpo.
Me están abriendo.
El dolor deja lugar al crepitar de los huesos. La cobertura de mi corazón se abre como un arco por el que penetra una mano. Toca el corazón y lo aparta. Explora. Experta y segura. Sabe lo que hace.
Baja hacia el vientre, pero deberá encontrarse con los pilares y la cúpula del mundo de mi cuerpo. Entra aire. No debería suceder, y la mano aún no lo sabe. La mano del hombre que debe ser mi hijo.
Los dedos se encuentran con mi espalda, bajan por ella, por dentro, tocan un gran cilindro largo y pulsátil. Se detienen. Dudan.
La sensación de que nadie sabe, ni uno mismo, qué hay allí, y uno portándose como un dios, bello como el dios de ese instante. Nadie sabe qué está tocando y qué es lo que hará con ese fragmento del hombre en sus manos.
Tal vez allí esté su alma, quizá esa carne sea la respuesta a las iniquidades del mundo.
La creación entre los dedos, entre la fuerza de los dedos, y la duda como único instrumento de esa fuerza.
El día que Markus regresó, no esperaba volverlo a ver después de la competencia con Zor. Lo creía lejos, humillado por lo que todo el pueblo sabía, la vergüenza de no haber sabido enfrentarse a un animal del bosque. Pero muchos lo habían visto recuperarse, y tal noticia había llegado a él.
Markus venía cojeando a través del gentío, con una pierna cortada hasta por debajo de la rodilla. Se apoyaba en su hijo al caminar. El niño encorvado sostenía el muñón de su padre sobre la espalda, y estaba llorando. Al ver a ambos, Reynod supo que debía hacer cualquier cosa por acallar la voz de Markus. Por más que no hiciera caso de las acusaciones que creía inevitables, el daño a su autoridad ya habría sido hecho.
Le abrieron paso a medida que el hombre y su hijo avanzaban arrastrando piedrecillas por el camino que conducía al altar, entre los charcos de la sangre del cordero. Markus estaba sudando bajo el sol que iluminaba su cabello blanco con leves destellos rubios. El hijo parecía la sombra a los pies de su padre. Luego, se detuvo frente al brujo. Un rayo de sol se reflejó en el cuchillo clavado en el cordero, y los cegó por un instante.
-Vengo a que me cures-dijo Markus.
A Reynod le habían dicho que los gritos de Markus resonaban cada noche desde su choza hasta invadir todo el bosque. No eran palabras, sólo gritos sin sentido cortando el aire de la noche hasta cansar su voz. La que ahora oía, era una voz semejante, cascada y rota.
-Vas a curarme-repitió, no como una orden, no tenía fuerza para eso, sino simplemente como una afirmación que ya estuviese cumplida de antemano.
Reynod no contestó. La gente esperaba su respuesta. Se sacó la túnica ceremonial y cubrió la espalda de Markus, que temblaba. Los demás hicieron un gesto de admiración y se retiraron con lentitud. Pero cuando estuvo fuera de la mirada del pueblo, se sintió inseguro frente a la mirada del otro. Los sacerdotes seguían allí, y necesitaba deshacerse de ellos. Ordenó que se llevasen al niño. Reynod siguió los lentos pasos del enfermo hacia la choza. Las últimas ramas estaban siendo puestas en el techo, atadas con trenzas de juncos.
-Dejen eso para mañana.
Los hombres se fueron, los guardias dejaron a Markus. Ahora solos, parecían recelosos de romper el silencio. Hablaron de Zor.
-No lo he visto, es lo mejor para él-dijo Reynod.
-Se ha acobardado después de la muerte de su mujer. Pero yo no te tengo miedo, y quiero que me devuelvas mi pierna.-Entonces comenzó a desatar las telas que envolvían el muñón. Las capas de tela se fueron abriendo una a una, y al mismo tiempo que las sacaba, unas hojas puestas sobre la herida absorbían la sangre y la supuración que manaba sin detenerse. Cuando la última se desprendió, Reynod vio que pierna parecía recién amputada.
-¿Cómo la has conservado así?
-No lo hice yo, sino la misma vieja hechicera que me ha maldecido al darme un pie de muerto cada dos o tres días, y obligándome a cortarlo yo mismo o mi hijo. Te pido que detengas su maldición, curándome para siempre.
-Pero...-El brujo se calló al darse cuenta que iba a decir en voz alta lo que jamás se había dicho siquiera a sí mismo.
-¿Qué todo es mentira?-dijo Markus.-Una palabra falsa encarnada en el cuerpo de un hombre. Lo sé. Pero tus voces y tus dioses me han intrigado desde que nos conocemos, y esta duda ha crecido con mi desesperación.
Reynod sabía que algo debía hacer. El pueblo estaba allí afuera, aguardando la hora del próximo rezo, los sacerdotes vendrían a buscarlo, los hombres lo esperaban también para la Asamblea de la noche. Pero él pensaba en la parte de su vida que sólo ese hombre conocía. Esa memoria que no era posible eliminar, que no desaparecería aunque la sepultase lo más profundamente posible en la tierra del olvido. Un fragmento resistente de la vida de los hombres era la tal memoria, un hueso tan inquebrantable, o aun más quizá, que la voluntad de un dios.
De eso se trataba, del hueso de la pierna de Markus, cuyas manos se la ofrecían como si fuese un niño dormido. Un niño o una pierna, en este caso era lo mismo. Darle la vida era algo que nunca había hecho. Por un momento, un escaso lapso de tiempo en el que casi se había dejado convencer, cerró los ojos y oró. Pero pronto se dio cuenta de la falacia: no sabía rezar más que en voz alta, frente a sus súbditos, y no vislumbraba a los dioses más que en esos momentos, al alzar los brazos y gesticular. El resto del tiempo siempre habían sido sólo sonidos, palabras que pronunciaba hasta estando dormido. Voces dichas y oídas simultáneamente, y eso lo había conservado lúcido: dejar salir las voces guturales que su cuerpo emanaba. Ejercicios y juegos de los dioses, risas que repercutían en sus vísceras, y ellas secretaban savias y líquidos, aire expulsado con la forma de palabras.
Intentó entonces nuevamente su acto, como lo hacía ante sus fieles, pero Markus lo interrumpió.
-¡No necesito tus ritos! ¡Sólo toca mi pierna, a ciegas, o sumérgela en la saliva o las heces de tu cuerpo infértil, y haz que viva!- El rostro de Markus había perdido su triste serenidad para convertirse en furia, mientras apoyaba su pierna sobre el pecho de Reynod.
El brujo retrocedió, y Markus cayó al suelo. Y al verlo así, volvió a sentirse seguro.
-No me amenaces si no tienes forma de cumplir.
A nada iba a verse obligado. Markus era únicamente un pedazo de hombre entre sus manos. Y no tuvo más que pronunciar su pensamiento para vencerlo por fin.
-Esta pierna está más viva que el resto de tu cuerpo.
Markus gimió.
Reynod creyó conveniente entonces un gesto de piedad.
-Trataremos a tu pierna como a un hijo. Voy a levantarte y me ayudarás a labrar la herramienta que deberás tener desde ahora siempre a mano.
Hizo que Markus se acostara con la pierna sobre una tabla. Fue en busca de un recipiente envuelto en cuero resquebrajado. Dentro estaba el instrumental de madera tallada y rocas de diferentes filos. Se sentó en un banco, se sacó el resto de la vestidura ceremonial y comenzó a trabajar.
Markus lo observaba abrir los músculos, levantarlos como escamas secas, como pieles quemadas. Pero no le dolía. El brujo ponía toda la fina exactitud de sus dedos en el trabajo, mirándolo de vez en cuando, y Markus asentía, sin saber a qué, si a la pregunta de si era verdad que no le dolía, o aceptando resignadamente la tarea de Reynod.
-Señor...- dijo una voz desde afuera.
-Hoy suspenderemos todo- respondió el brujo.
En la mano izquierda, la pinza de ramas de abedul se movía como un pequeño insecto; en la derecha, el filo de una piedra blanca comenzaba a cavar en el hueso, hasta separarlo del resto. Reynod pensó entonces en su estilete, y fue en su busca.
-¡Qué bella estructura es la del hombre!- dijo Reynod, libre de la sequedad que vivía en sus expresiones, de la indiferencia aparente y el oculto vacío que era su máscara habitual. Algo había estallado en sus ojos al ver el mundo y su interminable variedad cada vez que le era permitido explorar en el cuerpo de los hombres. Miró a Markus una vez más, y le entregó el estilete.
-Eres cazador y has tallado tus propias lanzas. Talla ahora el cuchillo con tu propio hueso.
Markus tomó el estilete, pero las manos le temblaban. Un viento frío atravesó las tablas de la choza. El sol de la media tarde estaba cayendo a la altura de sus caras, formando líneas de luz y sombra entre las rendijas. Reynod se limitó a observarlo, mientras el otro, descubierto de carne, amarillo el hueso por los restos de grasa que cubrían la superficie, se puso a tallar.
La frente de Markus sudaba, pero había comenzado a dominarlo un ímpetu que no iba a detener si deseaba terminar su trabajo. Sólo un instante que se detuviera, era suficiente para no recomenzar nunca más. Por eso talló, aunque lloraba con los hombros encogidos y tragando las lágrimas.
Cuando terminó, era de noche. Reynod seguía a su lado, no para controlar la tarea, sino observando la lenta caída de Markus. Para asegurarse que la labor que lo mantenía vivo fuese la misma que más tarde lo haría sucumbir.
Markus levantó la vista. Su cabello sin color reflejaba el brillo de las llamas. Ya no estaba trémulo. Sus manos sostenían el nuevo cuchillo, contemplándolo a la luz del fuego. No era más largo que su mano abierta, blanco, con tenues tintes verdes de hongos y marrones de vejez. Tenía una leve convexidad en cada cara, y una protuberancia en la base del hueso para cortar y machacar. El extremo se afinaba en una punta que Markus pasó por uno de sus dedos para probar el filo.
A Reynod le asombró la destreza demostrada en esa artesanía. Markus había sabido utilizar el borde anterior y fino del hueso como filo. Había buscado la trama escondida en su propio esqueleto, hasta hallar la sonrisa terrible de los huesos. Que de sus lágrimas, de la marca que su segura caída habría de dejar más adelante, surgiese tal bello instrumento, lo hizo pensar en la contradicción de los dioses, el incomprensible regalo que ellos le daban a quien pronto no iba a ser más que un mendigo errabundo.
Entonces extendió una mano hacia la cara de Markus. Con el dorso de sus dedos acarició la mejilla y la barba. Tal vez el otro ni siquiera lo notara, perplejo como estaba en la contemplación de su pequeña obra. Con sólo dos dedos tocó la piel de Markus, y supo que era suficiente. Que él, el hombre de escasa barba, consolaba al hombre absorto mirando el objeto de su última gloria y desesperación. Retiró la mano. Se dio cuenta que sudaba.
-Cortarás desde hoy tu pie de muerto con esta arma, y la maldición se detendrá.
Markus lo miró una vez más antes de irse. Sus ojos claros lo observaron por debajo de la sombra del cabello. El cuchillo estaba guardado ya entre sus ropas.
La mano llega a la boca del respirar. La entrada al vientre del aire que los niños exhalan cuando corren. Juega con el cuerpo como si fuese suyo, esa mano extraña.
El aire es dolor.
Corre como el viento que entra en los cuerpos de los niños enfermos. La mano explora, escarbando como en la tierra, a ciegas. Más abajo, hasta las raíces, los huesos que se abren en líneas de cuerdas blancas, grises, marrones, extendiéndose en las ramas invertidas del árbol. Alimentan y absorben la savia, la sangre. Los toca, y duelen, siempre, cada elemento tiene la capacidad de la voz y el grito.
La mano palpa una masa de líquido maloliente. El olfato de las vísceras lo sabe antes que el hombre. El líquido estancado nace y se recrea. Se acumula, y es caliente. Su color es el del sol de la tarde. El sol también esta aquí dentro. La mano lo toca, pero el sol se deshace y muere. Se resquebraja, echando de las entrañas el líquido de su muerte. El sol consume la vitalidad de la creación.
Los dedos intentan romper la burbuja del sol. Pero no están solos. Algo duro está entre ellos, con un filo.
El dolor. Un estallido seguido de la densa calma del aire, antes del abismo. El derrumbe se aproxima. No puedo pensar. Caigo. Mi pensamiento se aleja, no me pertenece. Lo veo quedarse en el filo de la montaña.
*
Un bosque de hombres parecían las filas de guardias a las que se acercaba. Y todos ellos tenían ojos resplandeciendo con el brillo de la lluvia.
Lo miraban, y Aristid se sabía reconocido. Lo habían visto pelear con fiereza, y por eso lo respetaban. Era esa misma valentía la que lo llevaba al campo de los enemigos para el acuerdo de paz, si lograba llegarse a tal acuerdo.
Se desplazaba lentamente, dolorido por sus heridas, obligado a atravesar mojones de tierra y ramas que habían servido de muros y vallas en el frente. No podía cruzar los grandes charcos sin riesgo de resbalar con su pierna débil, así que tuvo que rodearlos, y la espalda comenzó a molestarlo también entonces.
Mucho antes de ver a los guardias, el campo y los muertos eran una única superficie negra y lisa bajo el gris capote del cielo. El lago no parecía de agua, sino una parte del cielo caído, siempre quieto, semejante a una era desolada de tierra dura como roca, y sintió otra vez el aroma nauseabundo del lago.
Ya más cerca, alcanzó a ver los lomos de los cuerpos que flotaban en el agua, y los imaginó exhalando los restos fétidos, vacíos hasta de los pensamientos que alguna vez los habitaron, y éstos también parecían haberse vuelto negros, espesos como las aguas. Muy a la distancia, creyó ver la barca del sacrificio, pero no estuvo seguro de distinguirla.
Levantó una mano hacia la primera fila, mostrando la palma en la que había dibujado un círculo azul. Luego, con un dedo, dibujó un nuevo círculo en su frente, y así confirmó que venía en misión de paz. Giró la cabeza hacia un costado y hacia el otro, indicando que estaba solo. Iba a decir algo, pero el grito de una bandada de cuervos que en ese momento descendía sobre los cadáveres apilados, lo disuadió de su intento. Sabía que era tarde para pedir por los cuerpos de sus hombres, ya los enemigos los arrastraban hacia el agua.
Los guardias se abrieron para dejarlo pasar, y volvieron a cerrarse tras él.
-¡Mensajero en paz!- Fue la voz que se repitió de hombre a hombre a lo largo del camino que conducía a la cabaña de Reynod. Nadie se le acercó para escoltarlo. Había grupos trabajando en el tallado y construcción de armas alrededor de las fogatas. El sol crepuscular aún podía verse, oculto detrás de las nubes densas suspendidas sobre el lago, rodeadas de un halo amarillo, opaco y seco como el centro de un hueso muerto.
Esperó a que Sorkus viniese a buscarlo, no se sentía seguro caminando entre los hombres que lo miraban silenciosamente. Se había detenido, y sintió que esto provocaba inquietud en los que lo observaban, supuso que pronto comenzarían las preguntas y empujones. Pero nada de esto sucedió. Era su mente la que giraba en torno de posibles miedos, recordando a la vez el gesto que Sorkus le había hecho esa tarde mientras peleaban.
Ambos estaban luchando. Sorkus trataba de deshacerse de un rebelde que no cesaba de amenazarlo con su lanza, y Aristid tenía un guerrero encima buscando cortarle el cuello. Logró separarse y le clavó un puñal en el pecho. Entonces su mirada se encontró con la de Sorkus cuando éste se deshacía de su enemigo con un golpe de hacha en el vientre. Ninguno de los dos supo con certeza quién había hecho el primer gesto. Tal vez fuese un signo malinterpretado que cambió las ideas que uno tenía del otro hasta ese momento. Un cambio que les pareció un remanso de agua clara entre las tristes olas del lago. Alguno de los dos hizo el movimiento del círculo en la frente, quizá sólo para secarse el sudor. Pero fue suficiente para que el otro, con los ojos fijos en el enemigo, hiciese el mismo círculo en la palma de su mano.
Sus miradas luego se apartaron sin prisa ni temor, seguros de algo que sobrevendría más tarde, cuando terminase la batalla. Fuese cual fuese el resultado, sobre la firme roca del encuentro, a la hora precisa, se crearía un nuevo pensamiento. Ese día seguirían peleando, pero una cuerda se había aflojado entre ellos, aunque sus manos batallaran y los ojos buscasen enemigos, y la piedad no tuviese lugar más que para no matar a un hombre por vez.
Después uno de los suyos lo había sujetado de un brazo, señalándole la pierna, y recién entonces él se había dado cuento que estaba herido.
-¡¿Cómo están las otras fuerzas?-preguntó.
-¡Resistiendo! El plan se mantiene pero sin avances. Los fieles trataron de huir por los lados del lago, pero no pudieron. Nos faltan hombres.
-¿Cuál frente es el más débil?
-El este.
-Que se retiren, no hay más que el río adelante, y que refuercen el frente oeste. ¡Que ataquen sin piedad! ¿Me escuchaste?- Agarró al hombre del cabello, sujetando su cabeza como si fuese a darle un beso de despedida u oler el pelo para recordarlo.
-¡Sin piedad!- repitió la voz del que llevaría el mensaje, y se fue corriendo.
Las fuerzas fieles del este avanzaron, seguras de la derrota de los rebeldes, pero retrasaron su marcha al bordear uno de los afluentes del Droinne. Sólo les quedaba caminar por las laderas de los montes que se extendían hacia el oeste.
Los rebeldes se unieron al frente restante, y avanzaron con fuerza al principio. Aristid no había estado allí, pero escuchó el relato del primer mensajero. El joven había llegado mientras él pensaba en las pérdidas de esa tarde.
-Señor...ayer avanzamos. Los fieles cayeron en una llanura tan grande que no se puede alcanzar a ver el final. Seguimos caminando con los hombres más altos adelante para avistar enemigos. Atravesamos tres ríos muy anchos, esperando llegar al lago. Al fin vimos su reflejo en el cielo. ¡El lago se había levantado, Señor, créame!
El mensajero se había puesto a llorar, y Aristid no comprendía.
-El lago se elevó con toda su profundidad hasta el cielo, y colgaba como si tuviera cuerdas que lo atasen a los dedos de los dioses. Nos quedamos mirando, confundidos y preguntándonos si era un sueño en medio de la batalla, o si la lucha era un sueño. Había oscurecido todavía más y comenzó a llover. El pasto se deshizo y el barro se formó muy rápido. Las aguas del lago desbordaban y caían como lluvia sobre nosotros. Ya no pudimos seguir. Resbalamos cuando intentábamos caminar, y nos encegueció una neblina de polvo entre la lluvia. Las primeras filas fueron vencidas y tuvimos que retroceder. El jefe nos ordenó esperar. Me enviaron ante usted, Señor, para pedir consejo.
Esa fue la primera vez en aquella tarde que les ordenó continuar hasta el fin del día. Lo volvió a hacer varias veces cuando los mensajeros regresaban con nuevas noticias. Pero al último no le permitió regresar. Esperaría el resultado de la reunión con Sorkus esa noche.
Sorkus salió de la cabaña del brujo. Caminó hacia él, sólo. La mirada no se mostraba ofuscada ni rencorosa. Era un guerrero y nada más. Era diestro en lo suyo, un excelente luchador con el que no se atrevería a pelear cuerpo a cuerpo. El pelo crespo y largo de Sorkus caía mojado sobre el cuello, iluminado por la luminosidad extraña que siempre venía del lago.
Aristid se preguntó, mientras lo veía acercarse, cuánto más duraría su propia osadía, cuánto el engaño, la simulación de fuerzas y legiones de las que no disponía, antes de que Sorkus se diese cuenta.
La luna se había asomado brevemente. Parecía, detrás de la cabeza de Sorkus, tener otras mil cabezas semejantes a las del hijo de Reynod. Los contornos bailaban una danza de agua de río montañoso, un vaho sin color que brotaba en contraste con la oscuridad del cielo. Pero dentro de la esfera, las figuras estaban quietas, asustadas de verse así sorprendidas al despejarse las nubes, como si se abriesen después del amor o de un crimen.
Aristid sabía que no todos, aunque miraran desde el mismo sitio, verían lo mismo. Porque él llegaba a ver un mundo con una superficie de leche espesa, caliente, recién salida de las ubres de la hembra del sol. La que se esconde cuando nace la mañana y se asoma, orgullosa o pálida, pero completa, solamente un día cada veintiocho noches. Esto no podía explicárselo a los hijos de Reynod. Las ventajas de predecir las estaciones, de establecerse en las llanuras y trabajar la tierra. Aprender de los extranjeros la habilidad de transitar los ríos y construir carretas que vencieran distancias más grandes que las que los pies podrían lograr jamás. Y sobre todo, abandonar la sangre de los dioses. Todo eso era un sueño vislumbrado en los relatos de quienes habían viajado, hombres que su padre conoció alguna vez y de los que él sólo había escuchado.
-¿Qué buscas?- le preguntó Sorkus, con su corona de luna sobre la cabeza. No se veía ni enojado ni sereno, únicamente indiferente, tal vez cansado. Ninguno de los dos había dormido desde varios días antes.
-¿Cómo está tu padre, me han dicho que está herido?
Sorkus asintió, con las manos a la espalda, el mentón en alto y los ojos enrojecidos.
-Mi hermano se encarga de sanarlo. Pero no celebres su desgracia, yo estoy aquí para continuar su tarea.
Aristid hizo el gesto de la paz, el círculo sobre la frente.
-Hicimos esto en medio de la batalla, y quiero creer que significó algo.
-No perdamos el tiempo, los hombres deben dormir y yo velar por mi padre.
-Mi propuesta es que tu padre abra los límites del pueblo y deje entrar a los maestros que enseñen a nuestros hijos lo que nosotros no sabemos. Hay incontables cosas detrás de esas montañas y más allá del mar al norte.
-¿Y qué será de nuestras virtudes?
-¿Cuáles? Hace casi cincuenta inviernos que tu padre nos gobierna con dioses que no hemos visto, y que no traen más beneficios que sólo los que él ve.
Sorkus miró a los guardias, pero él mismo les había dicho que no intervinieran y se mantuviesen lejos mientras hablaba con el rebelde.
-No me provoques, porque no saldrás vivo de acá.
-Entonces entrarán mis hombres, y aunque estén agotados, se arrastrarán para atacarte con puños y dientes. ¡No cederán, te lo prometo!
Al ver que la reunión estaba desvaneciéndose en fútiles amenazas que ninguno podría cumplir, por lo menos no hasta que sus hombres se recuperaran, Sorkus comenzó a serenarse.
-¿Por qué tanta saña por atacarnos? Siempre han vivido alejados con sus familias y en paz.
-No lo ves porque estás dentro de la influencia de Reynod. Pero nosotros sabemos que ante el más mísero intento de separarnos definitivamente, tirará de la cuerda con que nos retiene. Te haré una pregunta que te responderá. ¿Dejaría tu padre que te alejaras de él?
Sorkus se había puesto a pensar, con la mirada baja, dibujando en el suelo con el pie un círculo que borraba y volvía a dibujar. La luna, asomándose de tanto en tanto, parecía adorar su cabello, y lo hacía lucir casi blanco en medio de la noche. Aristid no sabía cuántos años tenía Sorkus, pero era el mayor de los tres hermanos, y mayor que él.
-Temo a los dioses. A veces, también creo escucharlos en el agua del lago, hablándome.
-Temes a tu padre. Él te ha convencido de ellos desde que eras un niño.
-¡No es verdad! Las curaciones que ha hecho son obras de los dioses. ¡¿Cómo negarlo?!
-¿Pero cuál es el número de los que ha salvado? Mi padre me ha dicho que todos a quienes salvó murieron más tarde, cuando debían hacerlo. Curaciones sí, no hechos divinos. Tu padre le enseñó todo eso a tu hermano, y él no habla de los dioses sino de hombres y fenómenos del mundo natural. Está alrededor de ustedes la verdad, igual que esta luna que no podemos negar.
Aristid lo tomó del brazo, y señaló hacia la gran esfera blanca que se estaba ocultando otra vez. Un sonido de lanzas y pasos se escuchó, muy cerca, y se sintió en peligro.
-Creo que tus hombres me matarán.
Sorkus levantó un brazo para indicar que todo estaba bien.
-Lo que quiero decir es que si tu padre muere, tendrás la oportunidad de cambiar las cosas. No necesitamos pelear.
-Me estás pidiendo demasiado, aún cuando compartiese tus ideas. Tengo miedo de los dioses porque creo en mi padre. Su imagen y sus voces se repiten en mi memoria todos los días. Cada cosa que hago él me la ha enseñado, me ha visto hacerlas y me ha corregido una y otra vez. A su manera pienso y ya no podré habituarme a otra. Envejeceré pensando como mi padre. Él está aquí.-Y señaló su cabeza.-De jóvenes, pudimos ser amigos, por eso te digo esto. Pero si lo repites, no sólo lo negaré, sino que te mataré llamándote mentiroso.
-La guerra…-murmuró Aristid.
-No la elegimos, nos la dieron nuestros padres. ¿Acaso el tuyo no te ha hablado? Cada uno de ellos es una confusión y un fracaso. Una duda que nos envuelve y se nos mete en la cabeza hasta hacerse carne.
-Pero yo estoy convencido de lo que digo, tengo razón, ¿no es verdad?- Y parecía buscar ahora un consuelo.
-No importa ya. Vuelve con los tuyos y diles que abandonarás la causa, que vivirás solo sin importarte lo que suceda con nosotros. Verás que no te dejarán. No te permitirán la soledad, y sin embargo te verás tan solo como un perro entre lobos.
-La guerra…-repitió Aristid, cabizbajo, y se volteó para alejarse.
-¡Mañana en la mañana mis fuerzas atacarán!
Escuchó vociferar a Sorkus, no para él sino para que los hombres lo oyeran. Todos, los heridos y los guardias, se movieron en la oscuridad y lo vitorearon.
-¡Que tus dioses mueran!-respondió Asistid.
Sorkus dio la orden de que lo dejaran regresar sano y salvo. Entonces pudo atravesar de vuelta el campo enemigo, rodeado de voces que lo maldecían, pero sin más heridas que con las que había llegado.
-La guerra…-siguió murmurando, mientras se acercaba a las fogatas de su gente, pensando en la calidez de las llamas que lo aguardaban.
*
Las caras se retuercen en el agua, no las reconozco. El dolor me confunde. Pero dónde vive el dolor.
Levanto los párpados. Mis ojos ven las sombras de quienes me resguardan. Junto a la puerta, los guardias. A mi izquierda, el fuego entibiando este lado de mi cuerpo excavado por las manos de los hombres como si fuese de tierra. Yo, mi propia fosa.
Del otro lado, los sacerdotes insisten con el incienso para apartar a la muerte. Lo hacen según se los he enseñado, pero con un esfuerzo que más parece condescendencia que anhelo. No se dan cuenta de lo que está detrás de las llamas. Más allá de la luz, en ese rincón al que nadie va porque a nadie le agrada la oscuridad cuando alguien está muriendo.
Él está una vez más allí. El Otro ha regresado. Se sienta en ese rincón de escasa luminosidad que no parece ser parte de un lugar, sino un fragmento de la noche arrancado y caído como algo abandonado. Y ahí habita él, igual que los insectos que se crían bajo las rocas, los gusanos que procrean un mundo perenne en las sombras de las piedras.
No se mueve, por lo menos no lo ha hecho desde que desperté, pero he vuelto a dormirme, ansioso de ya no verlo al abrir los ojos otra vez. Le temo porque no me habla. Tan parecido a mí, tiene sin embargo esa sonrisa que renueva la envidia como una herida sin cerrar.
Le dolía la herida en el costado, los bordes aún abiertos para que los líquidos siguiesen supurando. Lo habían colocado con el cuerpo medio inclinado hacia la izquierda. Se sentía un hombre de agua que no terminaba de vaciarse, un esqueleto cubierto de cueros perforados.
Había abierto los ojos, sin responder a las preguntas de sus hijos. Volvió a cerrarlos, y su mente se adentró en una balsa que alguien arrastraba por el campo de batalla, mientras cientos de seres sin vida se abrían paso para abandonarlo. Vaciándolo.
Tenía sed, pero no podía hablar.
La misma sed que cuando era joven, al ver a su padre a su lado al despertar. Sabía lo que le habían hecho, viendo incluso las marcas de las cuerdas en sus manos, sintiendo el entumecimiento de la cara por los golpes, los labios heridos. El sabor de la sangre le calmó la sed durante todo aquel día, hasta que en una de las frías noches siguientes escuchó la despedida del hombre que había ayudado a su padre. Se daban la mano bajo la incipiente luz del alba, y él los observó alejarse. Un perro comenzó a lamerle la mano. Miró otra vez hacia la luz. Ellos se dieron vuelta varias veces para mirarlo, pero su padre bajó la vista al suelo. Después se le acercó.
-Nada diré desde hoy, no te reprocharé el odio-le dijo.
Separó los labios para contestar. Una costra se desprendió y la sangre cayó por la comisura de la boca. El padre se acercó para limpiarlo, pero él giró la cabeza. El perro le lamió la mejilla y los labios.
Siete días más tarde, empezó a levantarse y caminar lentamente, reteniendo la respiración cuando la herida volvía a abrirse. Pero el tiempo fue formando una cicatriz extensa y gruesa, que le daba la sensación de tener la corteza de un árbol, de convertirse en un vegetal. Eso era, quizá, nada más que un tronco incapaz de dar semillas.
De noche lloraba, pero el verse sangrar y el dolor lo distraían de la desesperación. Se dio cuenta que el mismo dolor lo salvaba de arrojarse al río o clavarse el cuchillo de su padre.
A veces, iba hasta la orilla, donde aún las aguas arrastraban a las víctimas de la peste, e intentaba orinar. El perro lo acompañaba, mirándolo, sentado a su lado a la luz de la luna, y gemía. La noche pasaba, y en la mañana él estaba dormido boca abajo, mojado en la orina que había brotado sin aviso mientras descansaba.
En las tardes, su padre lo abrigaba con pieles de carneros, y luego se dedicaba a construir la choza, o despellejaba los animales que había cazado en la noche, y los cocía. No hablaron durante largo tiempo. El padre sólo se le acercaba para darle de comer. Pero él pensaba nada más que en las voces de los dioses, que no habían regresado todavía.
Y si eran ellos, se preguntaba, si el dolor fuese la voz distorsionada de los dioses.
Ellos, tal vez, habían sufrido con él la misma derrota, y no podían hablar más que de esa forma. Ahora se sentía más seguro. Ya no era sólo él, sino ellos y él. Uno apoyándose en los otros, apuntalándose como bastones.
-Padre, ¿qué hiciste con lo que me quitaste?
Reynhold estaba en el techo de la choza, enlazando las ramas que había traído esa mañana del bosque, y lo miró.
-En el fuego…-contestó.
El hijo se irguió y se apoyó en un codo. Desconfiaba, y lo observaba con odio. El otro no pudo sostener esa mirada por mucho tiempo.
-Rescaté una parte, la puse en un saco y lo enterré.
-Quiero que me lo des, necesito preparar un ungüento que me cure de una vez. No podré levantarme y caminar hasta que sane.
Reynhold no le preguntó qué clase de preparación era, no cómo la había aprendido, sólo estaba seguro ya qye las voces de su hijo continuaban indemnes. Él estaba allí, de ahora en más, para ayudarlo. Bajó del techo, caminó hacia el centro de la choza inconclusa y excavó hasta desenterrar un saco de cuero atado con cuerdas. Regresó adonde estaba su hijo y lo puso a su lado.
-Necesito hojas de esas hojas que están allá, padre.-Y señaló un conjunto de arbustos frondosos y morados.- También esas enredaderas, y todas las perdices que puedas cazar. Te esperaré hasta la noche si es necesario, y no te apartaré de tus tareas más que este día.
Su voz era clara y tranquila. Sonaba como una voz sin rencor. No era, en cambio, la de un hombre, sino más parecida al ruido de las ramas que se quiebran con el viento fuerte. Era precisa y exacta, sin tonos severos ni tímidos murmullos. Irrecuperables luego de pronunciadas.
Reynhold agarró su lanza y se cubrió la cabeza con un gorro de piel al ver las nubes oscuras que se avecinaban desde el norte. Mirando una vez más a su hijo, sin decir nada se alejó. Sus pasos se perdieron en la espesura, mezclados con los llamados guturales de las aves, que de a poco fueron tomando el tono del llanto, como el tono con que los hombres lloran.
Antes el anochecer, estuvo de vuelta. El sol le alumbraba la cara acongojada.
-¿Has llorado, padre?
El hombre se restregó los ojos para borrar los rasgos de la pena, y dejó caer la bolsa con las perdices. Reynod entonces las revisó una por una, conforme al comprobar que eran del tamaño que esperaba.
-Bien, padre, has traído las más viejas, las que estaban a punto de morir en esta época.
Después revisó las hojas y las puso en un recipiente de barro que había moldeado en su ausencia, y que ya estaba seco. Se sentó con la vasija entre las piernas abiertas, quieto un rato al sentir el desgarro que siempre aparecía al moverse. Ya casi no se veía la cara de su padre. La luna recién se levantaba y la penumbra se hacía más fría. El otro entonces se acostó no muy lejos, de espaldas a él.
Reynod comenzó a recitar una letanía que recordaba de cuando era niño. Mientras abría el pecho de las perdices, las metía en la vasija y cantaba. La sangre y los huesos triturados con el mortero fueron formando una masa que tardó en satisfacerlo. El ruido de los huesos era también como su voz, exacto. Los búhos estaban callados esa noche, y los grillos muertos. Ni siquiera había murciélagos volando de árbol en árbol. La luna seguía lerda en ascender. El canto de Reynod y los sonidos de su mortero eran el manto que atenuaba el brillo y la estridencia de la tierra.
Las hierbas ablandaron la consistencia de la preparación, que olía fresca y fuerte. El aroma era no sólo extraño, sino que parecía despertar sus otros sentidos, trayéndole imágenes de heridas y cuerpos mutilados que sanaban. Abrió el saco de cuero, y la firmeza que había tenido hasta ese momento en su tarea, desapareció. Se sorprendió al verse temblar. Desató los nudos. El cuero quebrado se abrió solo, dejando ver la masa de tejidos blandos y secos, sin forma definida. Lo levantó y la dejó caer en la vasija. Cuando sus manos estuvieron libres, entonces dejó de temblar. Encendió el fuego, y lo mantuvo toda la noche calentando la fuente, revolviendo y cantando hasta que sus labios se dormían. Pero las manos nunca se cansaron porque recordaban lo que habían tocado.
Al amanecer, seguía revolviendo, y de la vasija salía humo con olor a carne. Nada más que el simple aroma de las perdices cocidas. El padre se levantó y husmeó el aire sin acercarse. Las llamas se habían apagado para el mediodía, y el líquido era ya un ungüento frío, de color amarronado y con la consistencia adecuada para ser untado sobre las llagas. Lo volcó entonces en un pequeño saco de cuero que le había pedido coser a su padre.
Reynod se desnudó. Algunas manchas de sangre ensuciaban las pieles del camastro, como todos los días. Reynhold lo miraba hacer, sentado lejos, con las manos sobre la cabeza, aparentemente sereno, pero golpeándose a sí mismo con los puños de tanto en tanto.
El hijo comenzó a esparcir el ungüento sobre su cicatriz abierta. No gritaba, pero fruncía el rostro de dolor al tocarse. El padre se tapaba la cara, luego volvía a mirar y lloraba. Los labios de Reynod también sangraban. El perro huyó de la choza y se escondió entre los árboles, siempre ladrando.
Reynod se secó el sudor y volvió a cubrirse el cuerpo con ungüento. El ardor llegó a serle insoportable, pero luego, lenta y apaciblemente, fue cediendo a medida que el cansancio lo llevaba al sueño.
Era media tarde, las nubes cubrían el cielo con amenazas de tormenta. El padre se le acercó para acomodar unas mantas que lo abrigaran. Hasta que oscureció, se dedicó a terminar de cubrir el techo con ramas. Después se sentó junto a su hijo, vigilando su descanso hasta la mañana siguiente.
La cabeza del padre estaba apoyada en su mano cuando despertó. Miró el cielo entre las rendijas del techo. Las nubes parecían congeladas. Apartó con suavidad la cabeza y se sacó las mantas. No vio manchas de sangre. Pudo moverse, darse vuelta y pararse sin dolor. Corrió desnudo hacia el río. El perro lo siguió agitando la cola y saltando.
El sol lo cegaba y se cubrió los ojos hasta habituarse. Su cuerpo desgarbado, alto, la espalda vencida por la debilidad, las piernas delgadas, los dedos de las manos entumecidos, el cabello largo. Al verse en el reflejo del agua, se imaginó una larva que salía de su capullo. Miró las aguas contaminadas del río, pensando si se atrevería a beber de ellas. El perro también esperaba su decisión. Hizo un gesto rápido de indiferencia, y formando una cuenca con sus manos, bebió.
Un murmullo creció en sus oídos, en torrentes y cascadas, estruendos que se hicieron voces. Los dioses se deslizaban sobre el río y lo estaban mirando, y él podía ver hacia donde iban. Un lugar aún lejano, más allá de los montes, donde el reflejo del agua y el olor de la carne se elevaban como alientos de la tierra.
Sabía que los dioses habían recuperado su dominio. Él los había aliviado y lo recompensaban quitándole el silencio que lo abrumaba.
-Soy un instrumento- dijo en voz alta, para sí mismo y para el río que llevaría esas palabras, para las aves que picoteaban en la arena, para el perro sentado a su lado, con las orejas erguidas y la mirada atenta.
Su padre había despertado y se le acercaba con una manta.
-Hace frío para que estés desnudo, hijo.
-No importa, padre.- Y lo rechazó, sin dejar que se acercara más.-Estoy curado.-Hizo una pausa, pensando.- Me curé a mí mismo.
Se llevó las manos al pecho, las entrelazó y apuntó sus pulgares al centro de su cuerpo. El cabello chorreaba agua en la orilla, la cara, limpia, dejaba ver los ojos libres de la dolorosa penumbra de aquellos tiempos.
Reynhold descubrió otra vez la mirada que aborrecía, la que había visto el día que murió su esposa. Se cubrió los ojos y se arrodilló frente a su hijo.
-¡No me mires así! ¡De qué son esos ojos que tienen voz, parecen ser más grandes que tu cuerpo, se estiran por el cielo!
-No estoy haciendo nada, padre. Ves, mis manos están quietas.
Y el viejo miró, sin pensar en el miedo que había confesado un rato antes. Las manos de su hijo estaban ahora junto su cara, rodeándolo sin tocarlo, y en las palmas había ojos que pestañeaban. Reynhold se puso a gritar. El perro huyó otra vez, una bandada voló hacia el otro lado del río. Después, escapando de esas manos que lo miraban, el hombre corrió a esconderse también en el bosque.
Se oyó un batir de alas, ramas rotas y un aullido prolongándose en la distancia. Luego, todo se hundió en un silencio abrupto y rígido.
Reynod no volvió a ver a su padre.
Más tarde, abandonó la choza y remontó el río hacia el este.
Un día se sentó sobre una roca a soplar la cornetilla que había construido, cubierta con las plumas de un urogallo. No le sería difícil hallar enfermos luego que la peste desolara la región y dejase postrados a los que quedaban vivos.
-¿Cuál es tu nombre?- le preguntó una anciana, la primera persona que se acercó a él luego de haber hecho música durante casi todo un día.-Tu nombre debe ser tan hermoso como este canto.
-Mi voz proviene de los dioses- dijo él.- Mis manos son su instrumento. Los que me tocan, se curan y viven mucho tiempo.
En ese claro entre los árboles, los que se habían reunido a su alrededor murmuraron, hablándose con asombro. La figura de Reynod, tan serena como la roca sobre la que estaba sentado bajo el sol de la tarde, entre el polvo y las semillas de las flores flotando junto a sus dedos sobre la cornetilla, lo asemejaba a un dios recién descendido del cielo. El abrigo le cubría sólo un hombro, y dejaba ver su pecho sin vello. El gorro era la piel suave y simple de un perro.
La anciana trajo a su hombre enfermo, con llagas en la cara.
-Cúrelo, si puede.
Reynod sacó el ungüento de la bolsa atada a su brazo derecho, y lo pasó sobre las heridas. El hombre sintió el contacto frío del preparado, y un alivio transformó su expresión. Se postró frente a Reynod para besarle los pies. La mujer lo miraba con miedo, pero al ver que las llagas se iban borrando, y que al tocarlas su esposo ya no gritaba, se abrazó a él y juntos lo adoraron. Los que habían visto esto se acercaron, preguntando qué era aquel ungüento tan maravilloso.
-Agua del río de la peste- contestó Reynod.
La mujer dejó de sonreír, mientras el resto lo miraba sin comprender. Pero cómo entender los designios de los dioses, cómo seguir el entendimiento de aquello que curaba con las mismas armas que habían enfermado.
Entonces aparecieron otros, que se habían mantenido ocultos entre los árboles, escuchando, esperando qué iba a suceder con aquellas promesas de bienaventuranza. Lo que no entendían los fascinaba y sobrecogía como una tormenta o una inundación. Tan incomprensible y natural como ellas era el misterio de ese hombre joven que sanaba y tocaba el instrumento de los cielos.
Reynod curó a cada uno de los que se acercaron, y éstos trajeron más enfermos, y tuvieron que llevarlo a su pueblo a las orillas de un angosto río. Las noticias de que había llegado finalmente el sanador se extendieron por toda la región. Algunos dijeron que venía de los territorios de oeste, que habían pertenecido a la raza que engendraba a los perceptivos y que muchas generaciones antes les había quitado las tierras y matado a su gente. Pero otros aseguraban que el gran hombre había nacido de las entrañas de los dioses, de las aguas del cielo que caen de las montañas y crean los ríos.
Le construyeron una choza, lo abastecieron de alimentos.
Conoció a un joven llamado Zor, cuya familia era una de las más respetadas del pueblo.
-No tengo padres más que los del cielo- les había dicho, y lo aceptaron. Eran los únicos que lo trataron como a uno más de ellos, sin dones ni talentos especiales. Comía con la familia, a veces los acompañaba a cazar, y hablaba con Zor sobre lo que ambos habían visto del mundo, descubriendo uno en el otro la sagacidad ausente en el resto.
Sus curas continuaron, y la gente pensó que había llegado la prosperidad de mano de los dioses. Comenzaron a rendirle tributos que él no había pedido. Lo llevaban a presenciar sus ritos, y al ver él los festivales donde sólo regía el desorden y las risas, que adoraban a bestias del bosque con el mismo respeto que a él, erigiendo dioses tan fácilmente como los derribaban, sintió que ofendían a los creadores.
Entonces se paró sobre el techo de una cabaña y gritó:
-¡Los Dioses los pusieron a prueba! ¿Van a perder sus favores? ¿Están dispuestos a pasar otra vez por las miserias de la peste? Si pierden la oportunidad de redimirse, miles de pestes caerán sobre ustedes.
Todos bajaron las miradas. El gran hombre tenía razón, se dijeron. Apenas alguien los había curado, parecían haber olvidado a los muertos que arrojaron al río durante aquellos últimos inviernos.
Reynod suavizó sus gestos y abrió los brazos como un padre que recibe a sus hijos arrepentidos. Organizó rezos comunitarios y sacrificios de corderos para limpiar las almas de los que morían. A los recién nacidos se los apartaba de sus madres para que Reynod expurgara sus malos espíritus. Decían que les hablaba al oído, soplando el aliento de los dioses, y que los niños exhalaban gritos de voces roncas con olor a podredumbre. Luego él mismo los devolvía a sus madres, que le besaban las manos dando gracias a los creadores.
Pero un día les dijo:
-Esta tierra es pobre, debemos migrar a otras más prósperas.- Señaló hacia el este, en dirección hacia unas montañas que se levantaban entre las brumas.- Hacia allí iremos, donde los dioses nos esperan a los pies de los montes.
Y los picos gastados, hoscos, de los Montes Perdidos se vieron libres por un momento de las nubes que los cubrían, y brillaron bajo el sol que alumbraba el verde de sus bosques.
*
El que esperaba en el rincón estiró una mano.
Apenas se alcanzaba a ver como una mancha opaca en la oscuridad. La piel verdosa, salpicada con lunares, arrugas en los nudillos deformados, los dedos delgados y sucios.
A la uña del pulgar le faltaba la media luna blanca.
El temblor de la mano llamó la atención de Reynod. Si continuaba asomando fragmentos del cuerpo desde el rincón oscuro, pensaba él, el otro iría acercándose más, hasta tocarlo, y eso era lo que no podría soportar. Porque presentía que nada de todo lo que antes le hubiese ocurrido era tan terrible como eso, y ver la sonrisa que él nunca tuvo.
Cuando el incienso se fuese debilitando, cuando todos estuviesen dormidos excepto él. Cuando el fuego no fuera más que brazas, el silencio tendría la suficiente fuerza para hacer que el otro saliera de su escondite.
Pensó en el ungüento, en que quizá volvería a salvarse, pero era ya demasiado tarde para decirle a su hijo dónde lo había guardado. Britan estaba a su lado, entrecerrados los ojos y su mente inmersa en un sueño frágil.
-¿Cómo estás, padre?- lo oyó preguntarle, al despertar.
Reynod tenía la boca seca, un aire frío le corrió por la garganta y tosió. Su hijo lo acomodó de costado para limpiarlo.
Él pensaba en los dioses, que habían enmudecido nuevamente. El dolor ocupaba su lugar. El dolor no iba a abandonarlo más, no había tiempo ya. No sentía calores ni vahídos como antes que su hijo intentara curarlo, pero sí un vacío.
Me has curado, le habría dicho a Britan, pero me has empujado también un paso hacia Ellos. Iba a acariciar la mejilla de su hijo, pero no pudo. Se dio cuenta que hasta su respiración era tan débil, que ni siquiera lograba notar el movimiento de su pecho. La vista se le nublaba de a poco. Un color semejante al del lago ocupaba todo el espacio frente a él.
El lago en el que había hallado el hogar de los dioses.
Aunque estaba lejos, lo veía con nitidez. Las aguas calmas, tan sigilosas las olas, que se dirían cubiertas de arena bajo el cielo gris con su perenne llovizna de tierra líquida.
Muchos rostros se asomaban de las aguas, con los ojos abiertos y el cabello mojado pegado a las orejas. Pero no podía verlos más abajo del cuello. Algunos comenzaron a aparecer más lejos o más cerca, rápidamente, sin darse cuenta de cuándo habían surgido.
Eras las caras de sus voces.
Coincidían con ellas con implacable exactitud, las mismas fisonomías que había imaginado mientras las escuchaba a lo largo de su vida.
Él no estaba en la playa, pero sus pies avanzaron hacia la orilla. Ya no miraba adelante, sólo hacia sus pasos sobre el barro. Vio otra cara al tocar el agua, formada con las gotas que se fueron agrupando, hasta dibujar el rostro a sus pies.
Pero él ya no quiso ver y se cubrió los ojos.
No, madre, no me esperes, ni vengas a buscarme. No ocupes el lugar de los dioses que me salvaron la vida. El agua no es tu sitio. Tu cara oscura pertenece a la tierra, madre. No tiene la suavidad del agua, ni puede unirse como ella. Tu cuerpo es tierra seca, imposible de unificar, para siempre resquebrajada.
¡No debo verte! No evites mi encuentro con los Creadores, no me castigue así. Te daré mi cuerpo, madre, si lo reclamas, pero no me quites la eternidad.
El rostro no desapareció.
Reynod sacudió el agua con los pies, pero volvió a formarse, clara e inexpresiva, serena y silenciosa. Una cara más en el lago, ni siquiera más importante que el resto, pero era la única que había realmente conocido en vida.
Presintió la tormenta muchos días antes, su padre no le había anunciado todavía el día de la iniciación. Pero al oír los primeros truenos, al viento golpeando las ramas con ira, los relámpagos que iluminaban la impureza del bosque esa noche, supo que algo se había roto dentro suyo. Las voces se habían apagado de pronto, y tanto silencio acrecentaba los presagios de los truenos. Los dioses no hablaban, y él estaba indefenso en medio de la vida.
Después de haber cazado las presas y cargarlas en sus hombros, ignorando los gritos de su padre, lejanos, ingenuos como los gemidos de las perdices en sus nidos, supo que en algún momento, algo que aún desconocía iba a desviarlo como un tronco caído en el camino, y obligarlo a tomar un rumbo por el que en realidad no había caminos.
-¡Déjame ayudarte!- le dijo el padre.
Pero él no se lo permitiría. Dos presas era demasiado para cargar sobre sus hombros, y sin embargo lo estaba haciendo. No iba a darse vuelta tampoco, no sabía lo que sus manos harían al ver la mirada de su padre. Mientras mantuviese la vista hacia delante y las manos sujetando las patas de los venados, estaba seguro de controlarse.
Vio la choza iluminada a fogonazos por los relámpagos, cortada por las sombras de los árboles. Después descubrió el fuego en el que su madre cocía los alimentos con que los aguardaba. Dejó caer las presas en la entrada, y ella corrió a abrazarlo.
-¡Ya eres un hombre!- le decía, mientras él la rodeaba con sus brazos, enlazando las manos en la espalda de su madre. Ella había apoyado la cabeza en su pecho, y lloraba.
-Madre…
Ella levantó la mirada. Un relámpago la alumbró, pero lo que había en sus ojos no era sólo el color de siempre, sino los múltiples rostros de los dioses.
Esa noche vio la cara del tiempo en la mirada de la mujer.
Los pequeños puntos negros de los ojos eran dos grandes excavaciones donde habitaban miles de formas y caras. Incontables, dispuestos en hileras, mudándose luego, metamorfoseando sus fisonomías. Los contornos de los rostros se superponían.
También hablaban.
Sus voces eran las que había escuchado siempre, pero estaban confundidas unas con otras. Las formas no coincidían con las voces. Los dioses estaban todavía creándose, era el cuerpo de su madre quien los engendraba.
Y él debía hacerlos nacer.
Entonces la apretó más, y ella se abandonó a él, feliz y recompensada. El olor del cabello tibio, cálido por la cercanía del fuego, lo extasiaba. Ella se estremecía, y sus lágrimas mojaban el pecho de su hijo. Presionó un poco más todavía, cerrando los brazos como si no hubiese nada entre los dos.
Ella jadeaba.
-No…- la oyó decir, con los labios apretados contra él, mientras trataba de separarse, sacudiendo los brazos, que perdían fuerzas. Sus manos lo golpearon por unos instantes, pero pronto cedieron, fláccidas como hojas vencidas por el bochorno del verano.
La noche gemía con su llanto de astillas de agua sobre la tierra, sobre los bosques y los hombres perdidos que debían estar cazando, aún a esas horas de la noche, especialmente en esas horas de la oscuridad. La tierra se iba haciendo más pesada con el agua, tanto como el cuerpo de su madre deslizándose de sus brazos.
Luego, nada. La sostuvo sin dejarla caer. Y nada. Ni un suspiro que confirmase el traspaso de los dioses, de aquellos rostros con sus voces. Los párpados continuaban abiertos. Los puntos negros se habían ensanchado, hasta detenerse finalmente. La entrada a las cuencas de los dioses permanecía abierta, pero era nada más que una entrada vacía.
Sintió las manos de su padre que lo golpeaban, pero se resistió, sus pensamientos lo hacían indiferente.
No podía explicarse por qué razón no había recuperado las voces divinas.
El cuerpo de su madre estaba boca abajo, los brazos estirados hacia el fuego y la vasija que había estado revolviendo hasta que ellos llegaron, rota a su lado. El olor de la comida le daba a la choza un desolador aire de cotidianeidad ya perdida para siempre. Se limpió la cara y escupió los dientes que los golpes de su padre le habían arrancado.
Pero no podía dejar de mirar el cuerpo.
Ella tenía aún la misma expresión cándida de siempre, sólo su tez era un poco más morada. Ella estaba muerta, y los dioses insistían en no abandonarla.
Se cubrió la cara con las manos.
Entender pensar negar pensar lo niego debo decirlo no lo niego sí los muertos los dioses las voces en sus cuerpos voces sin caras cuerpos que yacen separados los dioses pensamientos que duelen lo negaré todo engañaré a los dioses al mundo al río que cambia le contaré una y otra vez la misma historia diré tantas veces que terminaré por creer los sigo escuchando todos deberán soportar mi pena construiré pilares que me sostengan borraré mi mente ya lo estoy haciendo no recuerdo hay cosas que olvido mi rostro a los ocho inviernos el fuego que encendí por primera vez el perro que me mordió lamió la herida la primera cacería golpeándome lo olvidaré hasta borrar cada punto de la faz de mi madre cada punto que formaron sus ojos ya ahora mismo hundiré mi cabeza en el barro y negaré todo negaré que haya otros dioses que no sean de lodo negaré que haya más dioses que este polvo y los gusanos naciendo de los cuerpos de los muertos
Mientras bajaban de las montañas, se detuvieron a mirar el fondo de las grietas entre las rocas. Pero no se atrevieron a ir por esos estrechos, a pesar de que podrían haber evitado un largo camino. Tahia se negó a atravesarlas.
-No- dijo simplemente, la frente y la cara fundidas en un frío enojo.
-¿Por qué?-preguntó Zaid.
Ella ni siquiera lo miró. Se sacó el gorro y sus cabellos rizados cayeron sobre el cuello y las pieles que la abrigaban.
-Sólo sé que no debemos ir por ahí-le dijo bruscamente.
Zaid no había oído antes tal entonación de ira en su voz. Durante el camino de regreso a las tierras del Droinne, ella había cambiado. Tal vez fuese el agotamiento, la falta de comida o el frío. La humedad que se levantaba del río había comenzado a sonrojar su piel.
Zaid contempló la masa verde de los bosques que crecía a medida que se acercaban, los mismos en los que había corrido siendo niño, y los recuerdos llegaron con intenso ardor, como si un gusano se moviese en sus venas cada que pensaba en esas tierras. Él confiaba en Tahia, porque algo en su mujer lo había llevado por los senderos correctos a través de tantos ríos y campos. Pero estaba confundido, y quizá lo perturbase también su propio corazón al pensar en sus padres y su hermano.
Tahia apoyó las manos sobre las mejillas de Zaid.
-Está oscuro, son caminos que no tienen fondo-dijo, refiriéndose otra a vez a las hondonadas.
-Pero…
-¡No! Aquí dentro…-y ella señaló su propio pecho, aunque su expresión quería decir todo el cuerpo-…está demasiado oscuro. Necesito luz para guiarme.
El cuerpo de Tahia le pareció un mundo de gritos y dolores que se silenciaban al fijar los ojos en el cielo azul que cubría y rodeaba los montes. Más allá de donde se habían detenido, un verde espeso moteado de grises sombras y floridos rojos se extendía hasta los afluentes del gran río. Tahia esta vez se sujetó a su brazo derecho, abandonándose. Continuaron caminando, mientras su triste sonrisa no dejaba de enternecerlo.
La carga de carne salada envuelta a sus espaldas era menos pesada después de tantos días. Entre los árboles, escucharon el fluir de arroyos y el chillido de algunas aves. El sol estaba alto, y el rumor de los animales les hablaba de la hora de alimentarse. Pero no tenían hambre. En Zaid había nacido un resquemor que le contraía los músculos y lo hacía sudar. Tahia continuaba mirando con atención cada detalle del lugar. Nunca habían tenido sus ojos tal tamaño de atención y curiosidad. De tanto en tanto, se separaba de él para adelantarse hacia los claros, desde donde podía ver toda la extensión del valle. Resbalaban a veces en el barro, y se reían como niños. Tahia le ofrecía su boca en esos momentos, y él sentía en sus labios un sabor impreciso, amargo pero no desagradable. Un sabor cuya peculiaridad era la forma, el tamaño de algo a ser llenado por otro algo que no podía definir.
Un hueco, una enorme fuente que ni siquiera contiene aire. Ella se ahoga.
Habían llegado casi al pie de la última montaña antes del valle. El sol les doraba el cuerpo con un prístino reflejo, pero pronto nubes negras y malformadas comenzaron a cubrir el cielo. Se sentaron a descansar y cocieron la carne en la fogata. Zaid se sumergió en el río, mientras ella le dedicaba sonrisas desde la orilla. Él se daba cuenta que los pensamientos de Tahia se dirigían hacia otra parte, porque su rostro era una máscara. Pensar en ella lo atraía también a la idea del vacío. Mirando el agua, notó que las suaves olas eran también máscaras debajo de las cuales estaba la nada. Hasta el dolor desaparecía en esas aguas, que ella había recogido para calentar al fuego. Así era también cuando yacían juntos en el lecho. Él se sentía curado del dolor, y los recuerdos le llegaban como imágenes ante las que su piel era insensible. Mientras ella estuviese con él, la templanza de la nada lo protegería de la tierra.
Pasaron la tarde recostados en la orilla junto a las brazas, agotadas como el sol del atardecer. Escucharon truenos desde el sudeste, por encima de los bosques de hayas en los Montes Perdidos.
De espaldas y con un brazo bajo la cabeza de su mujer dormida, Zaid miró al este, hacia las montañas que volvían a elevarse más allá del cauce que el Droinne había escarbado para abrirse paso al mar. Las sombras de las nubes depositaron un halo opaco sobre las cosas. Los árboles sólo eran visibles cuando el viento los movía, y el río brillaba con los relámpagos. Los pájaros pasaban rápidos para refugiarse. Nubes de polvo se levantaron con las ráfagas de aire frío y húmedo. Tahia tuvo un temblor y se aferró más a su brazo.
-Vamos a refugiarnos- dijo él.
Ella asintió, sin abrir los ojos, pero volvió a dormirse. Entonces la levantó en brazos y caminó hasta protegerse bajo los árboles. La lluvia formó pozos en la tierra, venciendo las ramas que parecían puentes y canales por los que la lluvia caminaba para caer en los grandes charcos. El olor de la tierra mojada, tan claro y familiar, se fue haciendo lo único reconocible en medio de la noche.
Al día siguiente, llovía más suavemente. Continuaron el camino entre la niebla. Luego, la llovizna se convirtió en torrentes, y las ramas caídas y arrastradas interrumpían el camino. Durante todo el día no pudieron distinguir más lejos que el largo de sus brazos, únicamente la masa verdosa de los montes aún lejos. Temían pisar senderos resbalosos que simulaban rocas y eran nada más que barro, y a las serpientes en los charcos. A media tarde llegaron a una cabaña. El cauce se había desbordado, pero la corriente golpeaba las paredes de ese refugio con respeto.
Por las ventanas, vieron a un grupo de mujeres alrededor de un fuego. Ellas se dieron vuelta cuando todavía no habían llamado a la puerta. No era posible, se dijo él, que oyeran sus pasos por encima del ruido de la corriente y la lluvia. Una anciana se levantó y fue hasta la puerta. Tenía el rostro cruzado de surcos profundos como los hechos por la lluvia en la tierra. Una cara llena de pozos donde prevalecía la sombra de la desconfianza.
-Queremos protegernos- pidió Zaid.- Mi mujer se siente enferma.
La vieja lo miró detenidamente, sin responder ni dejarlos entrar. Sólo después de un rato, se hizo a un lado. No era alta ni fuerte, pero Zaid no se animaba a forzar esa mirada antigua como el bosque que los albergaba.
Ayudaron a Tahia a desvestirse, la cubrieron con una manta seca y la hicieron sentarse junto al fuego. Zaid comenzó a sacarse las ropas mojadas, pero ellas lo miraron hoscamente con esos ojos secos y pequeños entre las arrugas. Tahia le hizo un gesto que él comprendió, entonces tuvo que ceder. Las mujeres se comprendían una a otra con una complicidad en la que él nunca podría penetrar. Salió enojado, volteando la vasija de la leche junto a la entrada y lastimándose un pie. El olor de la leche se esparció, e hizo más evidente ese algo impreciso que las hermanaba y las separaba de él. Bajo el alero, se quitó la ropa y se vistió con una túnica colorida que la vieja le había entregado.
-Fue de mi esposo- le dijo ella, pero Zaid la recibió con incredulidad, pensando que debía ser robada. Estaba tejida con una lana de cabras puras y bien alimentadas. Se notaba en la calidez de la tela sobre su cuerpo, borrando los escalofríos y sumiéndolo en una tibieza de manos frotadas.
Al volver, Tahia tenía el cabello casi seco, y le sonreía. Las viejas sólo movieron la cabeza en señal de conformidad, lo único que sus inexpresivos ojos parecían capaces de ofrecer. Qué podían estar haciendo allí tantas mujeres solas, se preguntaba él, pero pronto se dejó vencer por la soñolencia y se acostó junto a Tahia, apoyando la cabeza sobre sus muslos. Ella lo acariciaba y hacía rulos con el cabello entre sus dedos, luego le besaba la barba y las orejas. Él cerró los ojos. No supo cuánto tiempo estuvo dormido.
Al despertar, la lluvia continuaba y el fuego aún era fuerte. Pero Tahia y las mujeres no estaban. Por encima del sonido de la lluvia, llegaba un murmullo parecido a un canto. Se levantó. Las piernas le dolían y la herida en el talón lo hizo tambalear. Recorrió la choza, buscando hasta en los rincones donde la luz no llegaba. Nadie, sin embargo, estaba allí ahora. El sonido seguía, más claro, pero parecía venir de las paredes.
-¡Tahia!
Nada más que aquel canto respondió. Las rendijas entre las tablas dejaban pasar el olor de la lluvia y los relámpagos. El sonido debía llegar de alguna parte dentro de la choza. Pisó las tablas del piso, uno de los bordes curvados por la humedad se balanceó. Golpeó con el pie sano y logró desprenderla. Entonces el cántico de las mujeres se hizo más nítido y fuerte.
Bajó por una escalera de piedra. De las paredes resbalaba un líquido que no era agua, sino un aceite que hacía brillar los muros. Al final de la escalera había una bóveda amplia, oscura y viciada de olor a carne podrida. Entonces palpó la roca para refutar lo absurdo de una idea que, de pronto, se le había ocurrido. Olió su mano manchada del líquido. La luz podía hacerlo confundir, pero no el aroma de la sangre. Se limpió en la túnica e intentó ver en la tenue luminosidad que llegaba del fondo. A medida que se acercaba, vio a las mujeres caminando alrededor de un cuerpo acostado en una tabla. Pero no vio a Tahia. La llamó y oyó su propia voz repetida por el eco.
La vieja que los había recibido giró la cabeza, como si respondiera de pronto al llamado que él había hecho a Tahia. Le resultó gracioso que la anciana de rostro delgado y cabello gris pretendiera, quizá, compararse con la belleza de su mujer. Ella le hizo la señal de que se acercara. Zaid llegó junto a ella y distinguió al que yacía sobre las tablas. El cuerpo estaba amortajado con una túnica parecida a la suya, pero dos viejas, sujetando una fuente de la que manaba un olor a fermentos mientras hacían reverencias con un murmullo entre los labios, le impedían acercarse más. La otra dijo algo que él no entendió y lo dejaron pasar.
Por primera vez pudo ver con claridad la figura del hombre, tal vez el esposo de la anciana mayor. Distinguió mejor los colores de la tela.
Era idéntica a la que él llevaba.
Y la cara también se asemejaba a su propia cara.
Las manos sobre el pecho estaban sucias de sangre, como las suyas.
No quería levantar la vista hacia las viejas, sólo huir de allí, pero una mano del muerto lo agarró de la tela, y lo oyó decir:
-Tres veces se anunciará tu muerte.
Los ojos del muerto no se habían abierto. Los labios volvieron a cerrarse con un brillo de saliva cayendo de la boca.
Zaid no recordaba qué había hecho después. Despertó al atardecer, recostado otra vez sobre los muslos de Tahia, con el sol entibiando sus mejillas, las brazas apagadas y el cuerpo envuelto en sudor.
-Estuviste enfermo-dijo ella.- Temblaste toda la noche, pero te froté la espalda para que no te tomaras frío.
Él la miró como si no entendiera. Se levantó y recorrió la cabaña. Allí estaban los restos de la vasija de leche y las telas abandonadas en el suelo. Golpeó la madera del suelo, pero ningún esfuerzo fue suficiente para levantarla.
-¿Qué estás buscando?
-¡La cueva! ¿Dónde están las mujeres?
-Se fueron al amanecer, se refugiaban de la lluvia como nosotros.
-¡Pero el funeral del esposo...!- decía, y al escucharse hablar tenía la sensación de estar contando un sueño.
Ella se acercó a consolarlo, pero Zaid la rechazó. Tuvo deseos de matarla otra vez, pero lloró y se abrazó a las piernas de Tahia.
-¡Voy a morir! ¿No dijiste que ibas a protegerme?
-Te llevo de mi mano, estoy a tu lado, pero qué esperas encontrar estando rodeado de la oscuridad.
Las manos de Tahia jugaban con su alma como con un puñado de tierra, él lo sabía. Y tenía miedo de las palmas que lo acariciaban.
Durante tres días no se hablaron. Recorrieron caminos escarpados que la tormenta convertía en desfiladeros peligrosos, rocas y cúmulos de lodo, árboles viejos que se desprendían por la lluvia. Hallaron a dos cazadores que dijeron haber abandonado el pueblo de Reynod. Los hombres se veían enfermos.
-¿En dónde los han visto?-les preguntaron.
-Los dejamos en la ensenada tras el tercer recodo del Droinne. Allí donde empieza la zona inundada.
-¿Por qué dejan el pueblo?
Ellos se miraron, dudando.
-¿Quién lo pregunta?
-Soy el primogénito de Tol.
Entonces ambos sonrieron y se abrazaron, sus figuras débiles parecían desarmarse con la alegría que demostraban.
-¡Por fin has llegado, nieto de Zor! Hemos esperado por mucho tiempo. El Brujo no ha arrastrado a la peste, pero nadie se atreve a contradecirlo. Nos unimos a los rebeldes, que están luchando. Pero nosotros…- Se abrieron las ropas y mostraron las llagas en el cuerpo.- Estamos enfermos porque hemos bebido del agua del lago.
En sus ojos y en sus manos se notaba el anhelo por abrazar a Zaid, pero la lluvia corría por las caras, por los cabellos mojados y las manchas de la peste, que sangraban.
-Es la maldición que se repite, pero esta vez dura demasiado-dijeron ellos.
Él miró a Tahia, y ellos entonces también lo hicieron. Al ver los ojos de la mujer, dejaron de sonreír. Luego se fueron sin despedirse, casi huyendo y dándose vuelta de vez en cuando mientras se perdían en la espesura del bosque.
Siguieron caminando hasta la ensenada de la que nacía una planicie verdosa bajo el manto de la niebla, la misma que él había atravesado en su viaje al oeste. Pero se veía distinta, llana y cubierta de un verde más oscuro, como una gran superficie de moho maloliente sobre el valle. Se abrieron paso entre la maleza hasta un hondonada que terminaba hacia el norte, pero más allá había sólo tierra yerta y hecha fango por la lluvia. Y lo extraño era que de allí se levantaba una nube de polvo que giraba suspendida en el aire. El cielo era oscuro, alumbrado por relámpagos desde las montañas del oeste.
Y más al norte, un gran lago.
Zaid lo reconoció y recordó a Draiken, la lluvia que lo había matado, tan parecida a ésta. El desborde del Droinne había cedido, pero las aguas estancadas persistían, aisladas de su origen por una lengua de tierra amenazada con anegarse una vez más. Le dijo a Tahia que mirase hacia allí Era la primera vez que le hablaba en días.
-Ese es el lugar.
Ella asintió, sin demostrar curiosidad, como si lo conociese de antes. Se la veía distante y orgullosa. Mientras más avanzaban, más diferente parecía. Sólo estaba un poco más gorda, pero continuaba bella como siempre, firme y erguida, la piel tensa con ese color morado que la asemejaba a frutos maduros a punto de abrir su pulpa.
La nube de polvo dejaba ver puntos brillantes como ojos abiertos en la tela de esa tierra aérea de movimientos y colores imprecisos. Bajaron y ladearon las rocas y los árboles. La nube y el polvo se fueron haciendo menos densos, entonces vieron las figuras de cientos de hombres dispersos hasta más allá de lo que alcanzaban a ver.
-¡Pelean! ¡Son de mi pueblo!- gritó Zaid, con el brazo en alto. Por la frente le caía el sudor de la lluvia. Pero detrás de los hombres que guerreaban, vio la superficie del lago todavía más oscura, a pesar de que la niebla había casi desaparecido. Las aguas ni siquiera reflejaban los relámpagos. Sólo alcanzaba a ver las olas con su lento movimiento de aguas espesas. Zaid miró a su mujer.
Ella estaba contemplando atentamente las aguas, y comenzó el descenso, sin esperarlo. La siguió, y mientras bajaban, escucharon los gritos de guerra, el choque de las lanzas y el zumbido de las flechas que volaban como pájaros sobre los hombres y el campo. El ancho del río los separaba de la batalla, y se sentaron a observar.
Zaid creía reconocer algunas caras, pero más familiares le resultaban las formas de moverse de los hombres. Los gestos no se perdían con el tiempo, se afianzaban, obstinados en ganar el cuerpo hasta fundir los nombres y las caras en un solo movimiento o gesto que los representara. Los que no habían cambiado sobre todo eran los más viejos. Las cabezas blancas se veían entre los grumos de sangre y barro seco. Reconoció al viejo artesano de lanzas a un costado del campo, apartado, protegido por hombres jóvenes.
Tahia miraba más lejos.
-Caminemos hacia allá-dijo ella, y le mostró el recodo del río del que había brotado el lago.
Los gritos de guerra continuaban, atenuados por el ruido de la lluvia en la corriente. El lago iba tomando forma a medida que se acercaban, plasmándose en el paisaje con una austera, aunque no serena, inmovilidad. Algo sobresalía de las aguas por momentos, muy rápidamente, y era imposible reconocer de qué se trataba. Zaid se sintió atraído, y abandonó su atención de la batalla a sus espaldas. Se irguió sobre unas rocas y forzó la vista para ver la causa de aquellos desplazamientos, de las olas casi pétreas que nacían y volvían a hundirse.
Tahia no hizo caso de sus palabras de asombro. Los ojos de ella eran dos blancas esferas lunares en medio del agrisado paisaje, sobre un rostro que cada vez se asemejaba más a la vacía cara de la anciana en la choza.
De las olas se levantaban manos con dedos abiertos, uñas largas y rotas, pieles manchadas por las algas. Surgieron cabezas con cabelleras duras, rígidas como espinas, otras calvas y cubiertas de insectos. A veces, algunos cráneos mostraban cuencas vacías, flotando a la deriva en aquel lago de lentas corrientes.
Un olor fuertemente dulce y empalagoso surgía de allí. Él reconoció ese aroma como el barro que se impregna en la piel una noche de cacería. Un perfume de algo escondido bajo la tierra removida. Tierra y agua en un gran ciclo que tal vez aún no había terminado, pero que iba a repetirse después incontables veces, por más que él y los suyos ya no estuviesen en el mundo.
Tahia caminó hacia la orilla. Sumergió los pies y se detuvo un instante. Una mano le sujetó la pierna, los dedos cubiertos de vello negro, de venas y tendones tensos, apretaron el pie de Tahia. Ella miró. La mano la soltó de pronto con tranquila conformidad, y volvió a sumergirse. Continuó avanzando, hasta hundir la mitad del cuerpo. Alrededor, las manos, las cabezas de bocas abiertas que aún parecían estar ahogándose, balbuceaban gritos sin palabras. Ella extendió los brazos hacia todos ellos como si quisiera consolarlos, abarcando con el arco de sus brazos la pesadumbre y el dolor revuelto en las negras aguas.
Zaid escuchó que los hombres se acercaban cruzando los surcos rocosos al este de la laguna. Llevaban armas cuyo brillo desaparecía en el polvo que levantaban. Frente a ellos, había otro grupo que los aguardaba con las lanzas en alto, y en sus ropas supo que eran los hombres de Reynod. Los fieles estaban atrapados entre el lago y los montes.
Tahia también había escuchado el tronar de las pisadas. El rumor de las armas repercutió por las aguas, y los cráneos se balancearon. Ella miró a Zaid y murmuró algo que él jamás llegó a escuchar, pero sí comprendió el movimiento de los labios, el desplazarse de las gotas de lluvia en la cara de Tahia, dibujando palabras.
Escuchó el mensaje a través de aquellas formas en su rostro.
Ayuda te ayudaré esta vez Luego después será tu Labor será tu trabajo.
Las aguas comenzaron a elevarse.
Había estado mirando los labios de Tahia por un largo rato. Y cuando comprendió el mensaje, ya los brazos de su mujer se estaban levantando, y con ellos la superficie del lago empezó a formar olas sin viento ni violencia. Suaves olas espesas como paredes de árboles subiendo, siempre subiendo y formando innumerables columnas líquidas y remolinos de agua, donde giraban las caras de bocas deforme. Manos y piernas se desprendían de los muros de agua y volvían a entrar, girando sin detenerse, con el canto de voces lejanas, cientos de graves y profundos gritos que se sucedían unos a otros. Cuerpos sobresaliendo del agua y mostrando las marcas de la peste. Las caras eran huesos y eran carne, y los gusanos se desprendían con la fuerza de las olas. La carne gritaba entre los dientes negros.
Zaid no pudo tenerse en pie y se arrodilló con la vista hacia el lago del cielo, hacia ese cielo vencido por los elementos de la tierra, desde donde las cabezas de los muertos miraban, y las manos se abrían y cerraban continuamente.
Los guerreros se habían detenido y comenzaban a retroceder hacia los montes, sin dejar de contemplar la nube de agua suspendida, como si los huesos estuviesen a punto de caer sobre todos ellos. Eran hombres que creían haberlo visto todo, excepto eso.
*
Padre ha muerto.
Quisiera dormir tres días, pero los heridos siguen llegando a pesar de la tregua, que nadie sabe cuánto durará. El silencio hiere. Se oye en los gritos. La paz breve siempre duele. Pero no tengo ansias de entrar al campo bajo la lluvia de flechas.
Padre ha muerto, y mi hermano tomará su puesto. Sin la magia, únicamente la fuerza corporal. Cuando me mira, sé que me reprocha no pelear con ellos. Adivino que mi tarea es nada más que una excusa a sus ojos.
Debería dejar a los muertos con los muertos, y salir con mi lanza y mi arco. No es cobardía lo que me impide hacerlo, es la sensación de perder el tiempo en luchas que no me llevarán a nada. La idea de matar o ser herido sin objeto que lo valga.
Si el orden del cielo y de las cosas, la forma del mundo y de sus días, la luna y sus figuras en el hielo, el sol, el sudor del verano, si todo esto lo he visto en el cuerpo de los hombres, en la costumbre involuntaria de las vísceras, cómo podré darles menos valor que a esas palabras agrupadas bajo el nombre del honor, un instante de algo bien hecho y destruido luego por el pensamiento. Nada dura, y cambiamos, la mente muda sus ropas más rápido que las aguas de una cascada. Pero el cuerpo sigue siendo inocente a pesar de todo, trabaja, siempre, y pocas veces habla o se queja. La vida del cuerpo es plena y grande como el sol. La sangre es el agua que podría apagar al mismo sol. La belleza de la mano que cubre la luna, y la comprime en su palma. Las suaves líneas de un pie, el palpitar del pecho. Los huesos, árboles del cuerpo.
Descansar. Dormir. Cerrar los ojos.
Padre ha muerto.
Se lavó las manos y la cara. Volvió junto al lecho de Reynod para cerrarle los párpados. Lo cubrió con una manta. Estaba solo en la mitad de la noche, y hasta los guardias se habían adormecido. Sabía que le quedaba algo pendiente. El fuego casi se había extinguido, sólo persistía el reflejo del agua acumulada en las vasijas.
Fue hasta la entrada y miró a los heridos, que descansaban por fin. A lo lejos, el inminente amanecer tenía el color de las pústulas. Algunas lanzas se alzaban del campo de batalla, meciéndose con el viento. Caminó hacia la choza de los enfermos. Sus ayudantes ya no trabajaban. Tanta quietud no era normal. Por qué él, que también merecía descanso, seguía despierto. Se quitó la ropa y se acostó, la cabeza sobre las telas manchadas de sangre, las piernas sobre la humedad de la orina. Sus ojos se fueron cerrando con la vista sobre las piernas y brazos amputados formando un montículo alto contra la pared, y cuya sombra lo alcanzaba. Pero del leve sueño salió abruptamente al sentir el contacto frío de la piel de su novia hermana.
-No te asustes-dijo ella, pasando una mano helada por la mejilla de Britan.
Él temblaba por el frío que la lluvia había traído esa noche, y terminó por despertarse del todo. Las manos de ella eran de agua, sus dedos acariciaban igual que gotas heladas.
-Te vi tan quieto, al lado de los muertos.-Ella tomó las manos de Britan y las apoyó sobre uno de sus pechos.
El sintió cómo el cuerpo de su prometida vibraba, rogando algo más allá del límite de las costumbres. Él se había negado hasta entonces a casarse con ella, porque sabía que sería sacrificada en cuanto le diera un hijo. Así había sucedido con las esposas de Sorkus. La diferencia estaba en que su hermano no había amado a las mujeres con la que tuvo descendencia. Incluso había intentado olvidar ese deseo con la llegada de la guerra. Pero su cabeza seguía alimentando la ansiedad del cuerpo, y ya no encontraba sosiego. Ella miraba los muertos a su alrededor. Entonces la atrajo hacia él y comenzó a besarle el cuello, a rozar la nariz contra la piel de sus hombros. Tomó una mano de su novia, la apretó con fuerza, y la llevó hacia su sexo. Ella se sobresaltó, sin decir nada.
Britan y su mente se fueron perdiendo en un campo extenso como la piel de la mujer. Un campo de cielo nublado pero sin lluvia, sin tristeza, sólo amablemente gris. Y en medio de la gran llanura, una pequeña fogata. La piel de ella se fue entibiando mientras la acariciaba. La acostó sobre las mantas y ya no pudo detener el deseo que olía a sangre, y el tiempo pasado cortando piernas y cerrando heridas se convirtió en un impulso con la forma del cuerpo moldeado entre sus manos. Los huesos frágiles de la mujer bajo el peso de sus músculos. Luego el grito desesperado de ambos, como si ella lo hubiese estado esperando también desde la vez que se vieron en la cabaña donde las mujeres cocinaban. El fuego cociendo la carne que los hombres comerían. Era él quien entraba en la cálida choza de carne en que ella ahora lo estaba cobijando. Después se apartó de su lado y se llevó las manos a la cara. Se mordió los labios al mirar los pedazos muertos a su lado, y lloró en silencio durante un largo rato.
-¿Cuándo nos iremos?- preguntó ella, mientras le rozaba la mejilla con la punta de los dedos.
-Debo quedarme para los funerales.
Ella nada respondió, pero comprendía. Cuando se fue, Britan salió de la choza.
-Ya no llueve- le dijo el guardia, que tal vez había visto y escuchado todo.
-Es verdad.
Miraron la luna en el cielo despejado. Pronto los heridos despertarían.
-Que mis ayudantes vayan a la cabaña de mi padre-ordenó, y se fue caminando hacia allí. Vio movimientos y sombras, pero adentro no vio más que el cuerpo. La fogata se mecía con las ráfagas del viento matinal entre las tablas. El cadáver estaba descubierto de la manta con que lo había dejado tapado, con un brazo caído extendido hacia el rincón en sombras. Se acercó y trató de doblarlo, pero estaba rígido. Debía prepararlo, cubrirlo y maquillarlo de la mejor forma que pudiese para no molestar la susceptibilidad del pueblo. No era que a él le importase, sino que los sacerdotes vendrían pronto y lo considerarían un mal augurio. Impaciente por que llegasen sus ayudantes antes de que el sol despertase a los ancianos, decidió desnudar a su padre para ganar tiempo. Comenzó a sacar las mantas que habían absorbido la secreción de las heridas, y las arrojó al fuego. Un aroma nauseabundo se esparció, y los guardias se asomaron.
-¡Afuera!-gritó. Después levantó el cuerpo, y apoyó la espalda del viejo en su brazo derecho. Su cara se acercó a la de Reynod, rozando la mejilla y la nariz de rasgos largos y delgados. Nunca, que él recordase, había estado tan cerca de su padre. Pero tampoco nunca más desde hoy sentiría su aliento a especias cada noche al terminar los ritos, con su gesto duro y severo. Hoy, sin embargo, el viejo se veía tan tranquilo e indefenso, que ya no parecía Reynod el Brujo, sino uno de los tantos ancianos que había tenido que curar alguna vez.
Acercó un poco más su mejilla a la cara del muerto. Las pieles se rozaron. Los brazos le temblaron al abrazarlo. Apenas se dio cuenta, inspiró profundo y continuó su tarea. Retiró la túnica y las pieles. No le sorprendió ver la superficie suave de la piel, sabía que Reynod siempre había carecido de vello espeso. Luego se dedicó a limpiarle la espalda que aún drenaba sangre y pestilencias.
Cortó la tela que cubría las piernas y la parte inferior del cuerpo. Vio las heridas de la batalla y las que él había hecho al intentar curarlo. Echó agua y lavó las cicatrices y la sangre. Cuando llegó al sexo, se detuvo. Pasó un brazo alzando las caderas, y el resto del cuerpo con el otro. Las piernas se abrieron, y volvió a ver la gran cicatriz que había descubierto la noche anterior. Se decidió a no tener reparos esta vez en hacer su trabajo, pero tomaría los recaudos necesarios.
Miró hacia la entrada. Los guardias continuaban en sus lugares. Hizo llamar al que había estado en la otra choza. El centinela entró y Britan apoyó una mano en su hombro para acentuar la confianza, para hacer más duradera la lealtad.
-No dejes que nadie entre hasta que yo lo ordene. Por ninguna causa. Ni siquiera ni hermano debe pasar.
El centinela preguntó qué diría a los ayudantes que acababan de llegar.
-Que regresen a la salida del sol, y esperen.
El guardia salió, lo oyó hablar con los otros y comenzaron a cerrar la entrada con tablas. Britan puso leña al fuego, que se había casi consumido con las telas del muerto. Ahora había más luz. Revisó el cuerpo otra vez. Los muslos fláccidos, tensos solamente donde comenzaba la gran cicatriz, que convertía la piel en un grueso cuero rosáceo terso y duro, sin arrugas. Y en el centro, debajo del sexo, encontró cicatrices contrahechas e irregulares, pero nada más. Él sabía de qué se trataba. Ya de pequeño había castrado muchos animales.
Palpó las cicatrices, tan suaves, que parecían haber sido hechas demasiado tiempo antes para que Britan pudiese recordarlo, quizá más de los que él tenía de vida. Pero eso era imposible.
Padre nunca se ha apartado del pueblo. Nunca se lo vio enfermo. Jamás pasó un día sin que alguien estuviese en su presencia. Los juicios, los reclutamientos, los diarios rezos, impostergables, requirieron de su presencia constante.
Acercó la antorcha un poco más. El calor reavivaba el aroma de las costras. Unas larvas blancas se deslizaban por las heridas. Britano arrojó agua, frotando con un cepillo de pelos duros, hasta que la piel de Reynod fue tomando el color de su juventud. La sangre perdida la empalidecía aún más, y las llamas bailaban sobre la superficie limpia, casi rosada como la de un niño. Las llamas parecían las manos de una mujer surgida del fuego para llevarse al hombre a un viaje.
Secó cada gota que pudiese dejar un rastro impuro entre los pliegues de la cara, del cuello o las manos. Limpió las uñas. Recortó la escasa barba y el pelo hasta dejarlo casi a ras de piel.
Sin pelos en el cuerpo. Un hombre de su estatura, su ancho de hombros, sin pelos en el cuerpo. Nada más que una capa de cabellos rubios cubriendo el centro de su pecho, el comienzo de su espalda.
Y sólo en el sexo se notaba su crecimiento y madurez, que parecía haberse detenido antes de desarrollarse del todo. No quiso ya pensar al descubrir el camino de sus ideas. Iban fluyendo con suave soltura, así era como mejor siempre había razonado, como su inteligencia le había permitido aprender lo que sabía del cuerpo y de los hombres. Mirando, pensando.
Pero no es posible. Si hay algo que no es posible en el mundo, es esto.
Quiso recordar a los amigos de su padre, alguien a quien pudiese preguntar, pero no había ninguno. Nadie había llegado a estar estrechamente unido a Reynod. Nadie jamás que pudiese jactarse de su confianza.
Por lo menos no en el tiempo de mi vida.
Padre estaba solo. Un pueblo lo rodeaba. Él hablaba y conducía siempre las vidas de los otros.
El silencio de Reynod lo seguía aislando, definitivamente ahora. Y él, Britan, examinando con la mirada y las manos, intentaba descubrir otras marcas que le contasen la historia del viejo brujo, que lo aliviaran del peso del vacío, del vértigo de la verdad a la que su razón lo estaba llevando.
-¡Señor!-llamó el guardia a través del tablado.- Los sacerdotes reclaman entrar.
-Que esperen a que salga.
Los ancianos escucharon, y uno habló:
-Señor, hijo de Reynod, entendemos su pesar, pero debió avisarnos esta noche de la muerte de su padre. Es nuestro deber preparar el cuerpo para los ritos fúnebres.
-¡Sé mejor que ustedes lo que hay que hacer!
-Pero no es la costumbre.-La voz comenzaba a perder la serenidad. -Mi Señor conoce las leyes que su padre nos ha enseñado. Debe haber testigos del proceso, por lo menos uno de los sacerdotes debe estar con usted.
Un murmullo fue creciendo del otro lado, luego las pisadas en el barro se alejaron. Uno de los guardias se acercó y su sombra cortada se extendió por debajo de la puerta.
-Están enojados, mi Señor. Van a buscar al jefe Sorkus.
-Lo sé.
Debía apresurarse, sus pensamientos se habían estancado en uno que bloqueaba a todos los demás, que crecía y amenazaba con sumirlo en un vacío que nunca había sentido antes. El vacío rodeando la cabaña, y él en medio de esa abrumadora montaña junto un cuerpo extraño.
Porque ya no sabía de quién era.
Sacó las agujas de hueso y los hilos de carnero de la bolsa que Reynod guardaba bajo su camastro. Olió el aroma que las manos del brujo habían dejado, las que él alguna vez respetó y amó, aunque ya no le parecían dignas. Y hoy cometía un sacrilegio tomando a su cargo esa tarea, pero no iba a dejar que nadie más viese lo que había descubierto. Los sacerdotes, que solían intrigar a espaldas del brujo, comenzarían a sembrar dudas en el pueblo, y la guerra con los rebeldes no toleraría tales cosas.
Tomó las rocas guardadas en la bolsa. Abrió la boca del cadáver y metió una piedra entre los dientes.
-Que la muerte no tenga el sabor de los gusanos-recitó, pensando en el inútil esfuerzo de todo aquel proceso por evitar que los huesos se convirtiesen otra vez en tierra. Cubrir los orificios para que no penetraran las larvas del tiempo que tejen los días uno a uno. Cosió los labios que sangraban al pasar la aguja. Limpió la barbilla y continuó. Puso unas piedras más pequeñas en los orificios de la nariz.
-Que la muerte no posea el olor de los gusanos.
Cosió las alas de la nariz y perforó el tabique con lentitud. Para los párpados, eligió una aguja más fina.
-Que la cara de la muerte no sea más grande que la luna.
Colocó después una piedra en cada oído, dobló las orejas y las cosió.
-Que la muerte tenga el sonido de la música del agua.
Dio vuelta el cuerpo. Buscó una vasija y volcó un poco de aceite, la calentó en las brazas, y cuando estuvo listo, lo vertió sobre la cicatriz del sexo. Apoyó una piedra encima, esperó a que el aceite se enfriase.
-Que la muerte no entre, que la muerte no te haga doler como una mujer, que la muerte únicamente te acaricie…
Volvió a calentar el líquido, y cubrió el resto. La piel fue tomando una tonalidad amarillenta que relucía ya no con las llamas, sino con los primeros rayos del sol que entibiaban la choza. Hubo movimientos afuera, y unos golpes fuertes hicieron temblar las tablas.
-¡Hermano!- lo llamaba Sorkus.- ¿Qué pasa?
-Estoy terminando de amortajar a Padre.
Las voces de los ancianos se alzaron para protestar.
-¡Señor! No estaremos presentes en el funeral si nos quita el privilegio del amortajamiento.
-¡Hermano, debo entrar!
-¡No!
-¡Soy su hijo, también!- Sorkus se oía furioso.-Puedo derribar la cabaña si quiero.
Britan sólo veía las sombras contra el sol. El aroma del aceite les decía a los ancianos que el rito estaba terminando.
-Sorkus, nunca te he sido desleal. He curado a los hombres que enviaste a las batallas durante tres días seguidos, sin descansar ni quejarme.
-Entonces no me provoques.-La voz de Sorkus había cambiado. Su sombra hizo una señal y las otras sombras se apartaron. Luego se apoyó contra las tablas.
-Te pido un poco más de tiempo-dijo Britan.
-¡No! Perderemos el apoyo de los sacerdotes, y el pueblo confía en ellos, aún más con esta guerra que nos llevará tiempo terminar.
-Si te dejo entrar, perderemos guerra y poder. No tendremos ya con qué defendernos, ni qué defender en realidad.
-¡¿Pero qué pasa?!- Sorkus ya no intentaba calmar su ira.
-Confía-le pidió Britan.
Sorkus retrocedió, sin decir nada más.
Únicamente alzó el brazo derecho, con una orden, y las tablas crujieron bajo el peso de los hombres que penetraban.
*
Sorkus hablaba, y con las manos dibujaba figuras del pasado, que pronto desaparecían en el humo de las fogatas. El pueblo escuchaba sus palabras de pesar y desconsuelo. Sus pies a veces tocaban el borde de la plataforma. Habían construido el altar durante la mañana, porque el de la orilla del lago había sido destruido por la flechas de fuego de los rebeldes. El cuerpo de Reynod, detrás y a su derecha, estaba rodeado por la bruma del incienso que los sacerdotes habían encendido con ramas de árboles sagrados. Se veían malhumorados, murmurando la disconformidad que necesitaban demostrar de algún modo. Parecían no escucharlo, y hasta habían olvidado el canto y la salmodia del funeral. Sorkus notó las miradas de la gente dirigidas hacia el rumor de los sacerdotes. Apenas era el mediodía de la primera jornada de los ritos, y temía lo que pudiese sobrevenir.
Frente a mí, la guerra, el acecho de los rebeldes, el silencio y la tregua en que no puedo confiar. Desde aquí los veo, asentados al otro lado del lago, esperando.
Frente a mí, el dolor, la confusión que se mezcla en las palabras.
El caos que mi hermano ha colocado en mi alma.
La duda crece. Me nubla la vista, y hablo sin ver más que los objetos del miedo.
-Yo, primogénito del Gran Padre, asumiré el mando del pueblo. He demostrado mi lealtad. Tendrán que mostrarme la misma obediencia que a mi padre, porque estamos en guerra. Estos tres días serán de descanso y reflexión. Tenemos el deber de unirnos para vencer. Por eso, es necesaria la reconciliación.
Miró a los sacerdotes con severidad, ellos bajaron la vista y él volvió a hablar. Esta vez todos hicieron silencio. El incienso de color verdoso se elevaba en columnas. La lluvia había cesado, y espacios todavía estrechos se abrían entre las nubes.
-Pero estamos aquí para hablar del gran Reynod. ¿Qué podré decir de mi padre más de lo que ya saben? Su sabiduría era evidente, nos extasiaba con su conocimiento de las cosas del mundo visible y del otro, el que pertenece a los dioses. Porque Ellos le hablaban, era diferente al resto de nosotros. Cuántas cosas no nos ha dicho, es algo que jamás sabremos. Sólo nos contó lo necesario para vivir. A veces, saber de más puede quitarnos la simple vida que los dioses nos han dado. Somos pequeños como mis hijos.- Sorkus señaló a los dos niños que jugaban moldeando puñados de barro.-Ellos ignoran, y son benditos por eso.
Daría la mitad de mi vida por ser como ellos. Sólo esta mañana fue que yo era un niño todavía.
-Nunca más tendremos a un hombre semejante, porque no era únicamente un hombre, sino el Elegido. Un ser superior que nos benefició con su presencia.- La voz se le quebró. Tenía la garganta gastada por los gritos de la batalla. Los músculos del cuello le dolían, pero ninguna mujer lo aguardaba en su choza con una bebida caliente, ninguna que lo acariciase. Bebió agua. Su mirada se cruzó con Britan, a un costado del altar. Podría haberle demostrado otra vez su ira, como esta mañana, pero sólo parpadeó varias veces, ocultándole sus ojos.
El incienso había tomado el color del crepúsculo, los sacerdotes estaban quemando ramas de un árbol de tronco rojo. El crepitar comenzaba a confundirse con el ritmo de la danza que los hombres vestidos con túnicas verdes y amplias habían iniciado. Nadie los vio subir al altar, ocultos por el humo. Pero ahora se veía claramente su vestimenta ancha, moviéndose con el baile, como grandes hojas arrancadas del mismo árbol que ardía en las llamas.
Los sacerdotes tenían las cabezas cubiertas por una corona de palomas blancas, cuyos ojos muertos brillaban como puntos grises. Pero aún con las caras pintadas de negro, carecían de las figuras apropiadas para el funeral.
No se atreven a rebelarse, pero sí me enfrentan con esta humillación. Eligen deshonrosas señales para expresarse, los rostros desordenados con la expresión del enojo. Pero qué le darán al pueblo a cambio de su traición. Sus manos callosas de viejos. Sus ritos repetidos hasta el cansancio. Le entregarán nada más que dudas, y el pueblo necesita certezas como del aire que respira para no deshacerse igual que el polvo con el viento.
Debo congraciarme con ellos hasta el término de la guerra.
Los hombres hacían giros en su danza, círculos sobre sí mismos y alrededor del cadáver. Una espiral que se iba cerrado al ritmo de los tambores.
-El ritmo de la vida se aleja, el corazón sucumbe.-Uno de los viejos comenzó finalmente a recitar la salmodia con los brazos en alto, rodeado por los otros sacerdotes.
Sorkus temía una interrupción en cada movimiento. Los ancianos se habían serenado, fríos y discretos, y él sintió ese leve, transitorio apoyo, como un alivio. Sin embargo, desconfiaba. Los murmullos durante la ceremonia parecían haber constituido un acuerdo, un plan.
Miró a su hermano, ensombrecido por la pena y tan ajeno a la destreza y decisión que había mostrado siempre. Difícil era ver a Britan así, rodeado de guardias, con los ojos ofuscados dirigidos a él, los codos sobre las rodillas, y su prometida parada detrás. Por lo menos tenía mujer que lo consolara. Buscó a su hermano menor, pero ni siquiera llegó a verlo entre el pueblo.
Todos estaban rezando, siguiendo la letanía del viejo sacerdote. La danza continuó hasta que los bailarines rodearon el cuerpo, y juntaron las manos sobre el cadáver para formar un techo que lo protegiese del sol. El cielo ya estaba despejado, los charcos de agua reflejaban la luminosidad del atardecer. Las nubes se alejaban hacia el lago.
Sorkus les dio la espalda y habló.
-Aquellos que estén preparados para recibir la ofrenda, que se acerquen.
Tres ciervos machos habían sido sacrificados, y su sangre acumulada en un gran fuente. Los sacerdotes comenzaron a pasarse una vasija de mano en mano, desde la fuente en que recogían la sangre hasta el más viejo, que entregaba a cambio la ofrenda de la carne. Los bailarines habían bajado del altar, y golpeaban la tierra con los pies, simulando el tronar del principio de los tiempos.
-Los dioses están hoy con nosotros-dijo el sacerdote.- Miren el sol que se oculta. El alma de nuestro gran Jefe se ha abierto paso entre las nubes, y las ha vencido. Los dioses lo reciben con regocijo.
Su voz es sincera. No pueden fingirse esas palabras. El anciano conoció a mi padre lo mejor que él se dejó conocer. Fue una vida cuyos pilares van siendo colocados por el recuerdo de quienes lo trataron. Una construcción armada a posterior, en el porvenir. Existe hoy más que ayer. Hoy empieza su vida. Y debe reír. Se está riendo de nuestras insignificantes penas, de la maraña de incertidumbres en que hemos entrado con su muerte.
Padre nos ha dicho su más tremenda palabra, después de morir.
La danza persistió hasta que el día se fue extinguiendo. Las fogatas, círculo de estrellas alrededor del cuerpo, lo seguían alumbrando. Cuando el último hombre del pueblo recibió la ofrenda de los sacrificios, los sacerdotes cambiaron sus túnicas por otras negras. Lo hicieron en la oscuridad más allá de las fogatas, mientras un murmullo de disconformidad continuaba llegando de ellos. A veces el fulgor de la luna se reflejaba sobre la piel de un brazo, una pierna, una cabeza calva. Luego, los ayudantes trajeron un gran manto tejido que cinco sacerdotes desplegaron para cubrir el cuerpo de Reynod, para que el rocío de la noche no lo perturbase.
Sorkus no quiso ver a nadie al terminar la ceremonia. No tenía sueño y necesitaba meditar. Se recostó mirando la esfera blanca de la luna, deforme y cortada entre las ramas del cobertizo. Así era su corazón, se dijo. Dividido en muchos pedazos, y cada uno pensaba en cómo volver a unirse al otro. Sólo un hecho lo consolaba, la terminación de la jornada. Pensó en Britan. Le agradaba hablar con él, pero no iría a verlo esa noche. Iba a rezar, y sin embargo, no sentía deseos de hacerlo.
-¡Señor, ha llegado un mensajero!-le dijeron.
Hizo entrar al hombre, que tenía la cara cubierta de heridas.
-Señor, nos atraparon hace día y medio. Creímos que íbamos a morir, pero los rebeldes se detuvieron sin razón. Las hordas bajaban las colinas y se quedaron quietas de repente. Miraban al cielo, y dejaron de prestarnos atención. Entonces levantaron los brazos señalando el cielo con gritos de espanto. Buscamos por todos lados el motivo de su miedo, y no vimos más que las nubes, la lluvia de siempre, y una línea negra sobre el lago, como una bandada lejana. Era eso tan importante como para acobardarse y detenerse, nos preguntamos. Y pensamos en un hechizo que el Gran Brujo, su padre, les ha enviado. Nos está protegiendo desde la muerte. Entonces nos pusimos a rezar. Desde ayer soportamos la barrera que los enemigos no quieren abrir. Se han quedado quietos, esperando, con la vista puesta en el cielo. Parecen aguardar algo de esa línea de sombra.
Sorkus mandó traer agua y comida. Una idea lo inquietaba mientras oía al mensajero. Hizo venir también al sacerdote más viejo, el único en quien podía llegar a confiar.
-Viejo sabio, perdón por distraer tu sueño, pero la crisis no permite muchas horas de descanso, ni respeta la salud de los ancianos. Acabo de saber algo que me preocupa, aunque felizmente.
El viejo lo escuchó el relato y parecía conmovido, pero Sorkus sabía cómo les gustaba fingir a esos viejos intrigantes. Apoyando una mano sobre un hombro de Sorkus, le dijo:
-Lo lamento… lo lamento.-Y movió la cabeza en señal de pesar y arrepentimiento.-Siempre supimos lo que tu hermano descubrió. Reynod nunca lo dijo abiertamente, pero siempre lo sospechamos. Hay cosas que no pueden ocultarse. Ahora su alma es más poderosa de lo que habíamos pensado. Ha hechizado a los rebeldes, los ha sometido a su voluntad ya invariable. Nos está mirando, y con seguridad escuchó la traición que trazamos contra su hijo. En el tercer día de los funerales, te haríamos beber un preparado para eliminarte, y como tus hermanos no desean tu cargo, nosotros tomaríamos el poder.
Sorkus no se sorprendió, esa confesión satisfacía su orgullo más que enfurecerlo. Pero entonces se dio cuenta de lo endeble de la realidad en la que había crecido. Nada había a qué aferrarse, nada seguro, y tal vez ni siquiera los dioses fuesen más que juegos de la mente.
Caminó alrededor del anciano, pensando en cómo dejarlo ir sin sentirse humillado. El sacerdote parecía sincero, pero fingir era tan fácil como respirar.
¿Qué haría mi padre en mi lugar?
Volvió a dudar de quién era su padre. De nada tenía certeza, todos mentían, todos llevaban máscaras y lágrimas de agua impura. Y de él se aguardaba la decisión correcta, en un instante cuya pérdida equivalía a la absoluta caída de su mundo. De lo que había aprendido, sólo quedaban dudas. Lo único que no cambiaba de formas eran las armas, la eficacia de las armas que nunca fallaban.
Mirándolo encorvado, agitado con respiraciones cortas, interrumpidas por sofocos y toses, deseó sacudirlo de los hombros hasta obligarlo a decirle la verdad. Demasiadas veces había escuchado, cuando era niño, las conversaciones a espaldas de su padre, había visto las miradas cómplices entre los sacerdotes. Era ésta la ocasión que ellos debían haber estado esperando todo ese tiempo. Si dejaba salir indemne al viejo, le estaría dando permiso para llamarlo cobarde, y eso era más peligroso que ser asesinado.
Debo ver la verdad, anciano. Abrir tu cabeza para ver la sinceridad de tus palabras. ¿Hay una ruptura, un abismo, entre ellas? ¿Un contraste más grande que el de los colores del día y la noche? Yo debería saberlo, pero sólo conozco de guerras, de luchas hombre a hombre, de armas. Sé nada más que lo que mi padre me enseñó para sobrevivir. No de las almas y su diversidad.
El anciano seguía sentado, mirando hacia la entrada. Sorkus no lograba distinguir si los ojos permanecían abiertos. Tal vez estaba dormido, o, una vez más, fingía. El corazón del viejo estaba enfermo, se sofocaba con facilidad, y a veces se ponía tan pálido que la sangre no llegaba a sus manos blancas y frías. Lo oyó toser otra vez y apoyarse para no caer.
-Anciano.
No escuchó respuesta. La cabeza se había caído con el mentón sobre el pecho, balanceándose al ritmo de la respiración entrecortada. Sorkus subió al camastro y se arrodilló detrás con una manta de piel en sus manos.
Lo que haría mi padre.
La manta cubrió la cabeza del sacerdote. El viejo despertó y comenzó a moverse con desesperación. Las manos se sacudieron arrancando mechones de los bordes. Alcanzó a tocar las manos de Sorkus, pero ya no tenía fuerzas para lastimarlas.
Lo que padre haría.
Las toses se repitieron, los gemidos intentaron convertirse en palabras. Las piernas apenas se movieron dos o tres veces. Los brazos de Sorkus continuaron sujetándolo. Los mantuvo firmes hasta sentir que el peso del viejo caía. No deseaba ver un solo espasmo o parpadeo, un dedo que quedase temblando cuando él retirase la manta. Como si él no hubiese participado en esa transición, como si no hubiese sido él quien lo hiciera. Y pensó en Reynod, miró sus manos y vio cómo se parecían a las manos del brujo.
Sacó la manta y el cuerpo cayó de costado.
-¡Guardias!-gritó, mientras apoyaba la cabeza en el pecho del viejo. -¡Llamen a mi hermano! Su corazón se ha detenido al conocer las acciones del alma de mi padre.
Los hombres que entraron, lo vieron intentando hallar vida en el cuerpo.
Los otros sacerdotes se negaron a oficiar el funeral de Reynod en la mañana. Sólo la insistente certeza de Britan de que el viejo sacerdote había muerto sin violencia, los convenció de continuar. Pero sus miradas parecían golpes de rocas cada vez que se fijaban en Sorkus. Él sostuvo esas miradas todo el día con el rictus severo de quien se sabe seguro.
El alba había nacido fría, pero el sol comenzaba a entibiar a la gente reunida para despedir al hombre que hablaba con los dioses y los había conducido por cuarenta inviernos. Y una común expresión de desconsuelo prevalecía en los rostros. Ni siquiera la enfermedad y el hambre que encontraron a orillas del lago habían logrado borrar la mansedumbre que la prodigiosa voz y figura del brujo provocaba en ellos.
Los cargadores llevarían el cuerpo de Reynod a lo largo del camino sembrado de semillas blancas y pieles de linces. La voluntad del brujo había sido la de ser depositado en el lago. No era la costumbre, pero tampoco era común el hombre que lo exigía.
Esa noche había recuperado la confianza en su padre, y necesitaba olvidar lo que su hermano le había dicho. Tomó al mensajero como asistente, y no dejó que se separase él durante los ritos. De vez en cuando, mientras observaba el traslado del cuerpo del sacerdote hacia el altar, preguntaba al mensajero por aquel fenómeno que había visto en la batalla, y al escuchar una vez más el relato, se vanagloriaba del favor que su padre les estaba haciendo.
Algunos hombres encendieron llamas alrededor del cuerpo. Las mujeres arrojaron al fuego especias que ayudarían al alma a subir al cielo. Dedicaron casi toda la tarde a honrar su figura, y los sacerdotes no cometieron errores en las letanías. Luego, continuaron los preparativos para el funeral de Reynod.
Los que habían bailado el día anterior se vistieron con telas azules, del color del agua que el lago debió tener alguna vez. Descendieron del altar y se formaron a los lados del sendero. Las mujeres se ubicaron detrás y en los espacios libres, de modo que al pasar el cadáver del brujo, pudiesen cubrirlo con las hojas verdes de sus fuentes. Las brazas de las fogatas fueron recogidas con azadones por los esclavos y llevadas hasta el camino. Entonces las colocaron sobre las semillas y el barro. Las pieles se desplazaron a un lado, y cuando los leños ya tibios estuvieron esparcidos, volvieron a colocarlas encima. El olor de la grasa quemada se disolvió en el aire de la tarde apenas madura. El sol tenía la fuerza lentamente recuperada de un convaleciente. No había viento, pero el murmullo de la multitud pareció reemplazarlo y mover las llamas.
Sorkus precedió la fila de sacerdotes que cargaban el cuerpo. Llevaba en su mano derecha la cornetilla emplumada que alguien había encontrado entre el barro del campo de batalla, y el estilete en la izquierda. No iba a hacer uso de ellos, por ahora. La sucesión iba a concretarse al terminar los funerales. Un pueblo que no había cambiado de jefe espiritual por tanto tiempo, necesitaba aquellos tres días de congoja y meditación antes de una nueva época. Comenzó a bajar del altar, pisando las pieles tibias. Estaba descalzo, pero llevaba puesto las vestiduras que sus hermanas habían cosido esa noche para la ceremonia,
tejían, mientras yo mataba al viejo
hecho con hebras de junco entrelazadas, formando dibujos de cazadores y dioses. Una de las mujeres que había sido exceptuada del antiguo sacrificio de las vírgenes, dibujó sobre las hojas las formas de los dioses según los relatos de Reynod. Los brazos de Sorkus estaban descubiertos, y el vello de los hombros y brazos se arremolinaba y casi concordaba con las figuras. En la cabeza tenía una corona de plumas de urogallo. Luego frotaron su piel con aceites.
Cada paso dado sobre el camino balanceaba las plumas de su corona. Daba un paso y se detenía, otro y volvía a detenerse. El séquito de sacerdotes iba detrás, con las cabezas gachas, los hombros erguidos y un brazo en alto sosteniendo la tabla con el cadáver. De éste sólo alcanzaba a verse la mortaja negra y las cenizas de la fogata con que lo habían cubierto.
Los tambores sonaban débiles. Aunque se lo propusieran, los miembros del cortejo no lograban un paso igual al anterior, una pausa semejante a la otra, porque los golpes eran irregulares en todos los tambores, y así caminaban todos, a distintos ritmos. Pero el aparente retraso de pronto comenzó a mostrar armonía. Algo se estaba creando en la marcha, una música acompasada, serpenteante que ascendía hacia el cuerpo y lo contagiaba. Por eso les pareció a los hombres que lloraban y a las mujeres que arrojaban hojas y semillas, que el cadáver subía muy por encima de todos ellos, y se estiraba en sombras hacia el cielo, como una enorme larva negra.
El cortejo llegó a la playa. Sorkus se detuvo a escasa distancia de la espuma gris de las pequeñas olas. En un sector había cuatro personas al borde del agua. Un joven demasiado delgado para su esbeltez, como si hubiese pasado hambre mucho tiempo y se notase en su figura alargada. La mujer a su lado era de piel oscura, y estaba jugando con dos niños desnudos. Sorkus pensó en sus hijos, que había dejado custodiados por los guardias. Pero estos dos se les parecían mucho, a pesar de no distinguirlos bien a la distancia. Los adultos no pertenecían al pueblo. No sólo no los recordaba, sino que las ropas sucias hacían evidente su vagabundeo. Entonces miró a la mujer con atención, los contornos del cuerpo, las curvas de los pechos y la espalda, la línea de la cabeza recortada contra las grises nubes, los pies cubiertos con las algas muertas del lago. Debió haberse zambullido un rato antes, y ahora estaba empujando a los niños hacia el agua.
Sorkus se reprochó el distraerse con aquellos extraños. Volvió la atención a la ceremonia para obedecer la voluntad de su padre, a pesar de todo. Dejarlo en las aguas pestilentes que el viejo había elegido como última morada. Se acercó al cuerpo y comenzó a soplar la cornetilla. Muchas veces había escuchado esa tonada, esmerándose en aprenderla cuando era niño.
El pueblo seguía sus movimientos. Los ojos de todos habían perdido la pesadumbre. Era una mirada nueva, podía sentirla en esas sonrisas apenas esbozadas, en las caras de los niños alzados sobre los hombros de sus padres, en las manos de las mujeres apoyadas en los brazos de sus hombres.
El sonido empezó tímidamente, velado por la sombra del atardecer. Luego creció. Una música continua, sin fracturas ni incertidumbres, sin titubeos entre los caminos del aire. Un tono suave, brillante a veces, nunca demasiado agudo, pero siempre más allá de la monotonía que podría conducirlo al olvido o la indiferencia. Sujetaba la cornetilla contra los labios, los dedos vibrando sobre la madera. La cabeza en alto, los hombros moviéndose con leves balanceos según lo requiriese el sonido. Las mujeres lloraban. Los hombres lo contemplaban ya sin penas ni desconfianzas. Muchos eran guerreros que sólo dos noches antes habían luchado y sido heridos, pero no tenían cansancio.
Entonces dejó de tocar. La música se interrumpió tan bruscamente, que pareció seguir sonando por su propia fuerza durante un rato.
-La música de mi padre se irá con él-dijo Sorkus. Colocó la cornetilla sobre el pecho del cadáver y la ató con una cinta de cuero rojo.
Los sacerdotes cargaron otra vez el cuerpo y lo pusieron en una balsa. Debían aguardar hasta el crepúsculo para que la marea se la llevase. Las antorchas fueron encendidas a lo largo de la playa.
Cuando se hizo de noche, el cuerpo apenas lograba verse ya entre la niebla. La costa parecía una barrera de estrellas marcando el límite del mundo de los vivos con el mundo de los muertos. Los sacerdotes iban a recitar un canto de alabanza, pero la gente se les había adelantado, y cantaban con una voz sin palabras, que se esparció hacia la sombra del lago.
Sorkus buscó una vez más los contornos de la balsa, pero ya no podía verla. Igual que los niños sacrificados tiempo antes en la otra barca a la deriva, su padre esperaba encontrarse con los dioses. Volver al regazo de donde había nacido y al que sus oídos lo unieron toda su vida.
Padre y sus dioses, sus padres dioses que le hablaban. Nadie jamás creerá tanto como él creyó. ¡Padre! ¿Los dioses viven allí, los has visto? ¿Son los mismos que te hablaron, estas caras horribles que nacen del agua? ¿Puede la belleza nacer de la fetidez?
Le llamó la atención otra luz en el lago, una antorcha sobre una pequeña barca que también se alejaba de la costa donde había visto a los extranjeros. De pronto, sintió un temor que lo obligó a abandonar la ceremonia y correr. Algo le estaba diciendo que no se equivocaba, que las ideas no llegaban por sí solas, que cuando el alma sentía algo, eso había tomado cuerpo en alguna parte del mundo. Los que lo siguieron no pudieron alcanzarlo. Él corrió, y la distancia hasta la choza le pareció mucho mayor a la que antes había recorrido.
La tierra frente a la entrada tenía las huellas de sus hijos, y otros dos pares de pisadas las rodeaban. Sorkus entró y vio a la pareja de la playa. Estaban esperándolo, el hombre sentado y ella parada a su lado, con una mano en el hombro de su esposo. Los guardias habían desaparecido. Preguntó por sus hijos. Tuvo que buscar entre las sombras la respuesta, no habían encendido el fuego, o lo habían apagado antes de que él llegara. El hombre se levantó, pasó una mano por la cintura de la mujer, y dijo:
-Mi nombre es Zaid, hijo de Tol y nieto de Zor el Traidor. Así llamaban a mi abuelo. Debes saberlo porque Reynod le puso ese nombre.
Sorkus recordaba la historia de la familia exiliada, del castigo de los dioses por culpa del más viejo y el sacrificio de sus hermanas. Reynod solía relatarle aquellos hechos cuando le hablaba del pueblo.
-No sé por qué vuelves, si tu familia ha sido execrada. Pero ahora me importa saber dónde están mis hijos.
Se había acercado a Zaid, tan alto como él, pero la espalda angosta contrastaba con el ancho pecho de Sorkus. Un olor extraño venía de la mujer. La miró por un instante, y tuvo la fugaz sensación de estar viendo solamente una sombra fría.
-Viste la barca-respondió el hijo de Tol.- Una barca estrecha y corta para contener a dos niños en un viaje no demasiado largo. Las aguas se encargarán de guiarlos.
Sorkus no pudo contestar. Una mano le comprimió las entrañas y vomitó lo que los sacerdotes le habían dado a beber en la ceremonia. Luego comenzó a juntar mantas, a recoger la carne fría abandonada en las brazas, y puso todo en una bolsa que cargó a su espalda.
-Ve a buscarlos-le dijo Zaid mientras lo miraba hacer.-El viejo que mataste te hará un sitio, los hombres que aniquilaste en la batalla te aguardan. Tu padre también te espera. Él, que toda su vida estuvo buscando este lugar.
Antes de salir, Sorkus se dio vuelta una vez más. Vio que el hijo de Tol tenía algo que brillaba en su mano. El estilete, pensó. Pero no era temor, sin embargo, lo que invadió su cara mientras se alejaba hacia el lago.
Era desesperación.
*
Los guardianes no lo habían dejado solo mientras duraron los funerales, pero cuando su hermano abandonó la ceremonia, Britan se mezcló en la confusión. La gente se había descontrolado y estaba invadiendo los sitios reservados para los sacerdotes. Algunos miraban a Sorkus, que se alejaba de regreso a las chozas, y se preguntaban qué había pasado, por qué su jefe huía de esa manera.
Britan corrió en la misma dirección que su hermano, pero Sorkus se había alejado demasiado, oculta su sombra por la sombra de los árboles. Antes de llegar a las chozas, lo vio pasar a su lado en la oscuridad en sentido contrario, pero esa sombra se alejaba nuevamente hacia la playa. En la orilla del lago lo encontró agachado y empujando una balsa.
-¡Sorkus!-gritó, pero el otro ya se había subido y remaba. Britan quiso meterse al agua, pero el olor le era insoportable. Se apartó de las olas que manchaban sus pies con grumos espesos. Se quedó observando la silueta oscura de su hermano a la luz de la media luna, balanceándose la barca con rítmica y lenta firmeza. Entrando en el filo de lo que ya no podía verse, en las aguas más profundas, en el centro de la zona imprecisa que ni siquiera de día llegaba a vislumbrarse. El movimiento de los remos aún se distinguía, pero el rumor sordo de las olas era ahora el único sonido constante.
En el pueblo, se había dispersado el rumor de la desaparición de Sorkus, y muchos se reunieron alrededor de las chozas de los sacerdotes. Los guardias intentaron detenerlos, pero la gente hablaba y vociferaba. Sólo la obligación del silencio para la tercera jornada de exequias les hizo mantener una endeble calma el resto de la noche. Las mujeres no durmieron, ni pudieron apartar la mirada de la zona donde los rebeldes continuaban su espera. Los sacerdotes dieron órdenes de evitar desmanes, pero no lograron averiguar si alguien había visto a Sorkus luego de su huída.
Britan no deseaba comparecer ante ellos hasta la mañana siguiente. Escondido detrás de los primeros árboles del bosque, los observó entrar a la choza de Reynod con rostros preocupados, gesticulando y alzando en la voz palabras de traición. Dejarían pasar esa noche sin resoluciones para demostrar que controlaban los conflictos. Simularían dormir, también, hasta que el alba hubiese avanzado lo suficiente.
El pueblo en sus manos. ¡Que desgraciada herencia nos dejaste, padre! Esto se acaba.
Britan se acostó pensando en su prometida, en sus planes de exilio. Pero no podía irse sin saber por lo menos que había sucedido con Sorkus, y el pensamiento de la obligación para con el pueblo no era menor, tampoco. Por fin se había dormido, cuando no mucho después lo despertaron.
-Señor, hay reunión de Consejo. Los sacerdotes lo buscan.
Britan asintió. Ya no podría aplazar más el asunto.
-¿Voy como prisionero?-preguntó.
-No, señor. La ausencia de su hermano ha anulado todas sus órdenes.
Miró hacia el valle. El humo de las fogatas se elevaba como todas las mañanas. Creyó haber dormido muy poco, pero el sol rompía los puñados de sombra en que los niños habían descansado. Se veían delgados, lo mismo que todos los nacidos desde el asentamiento junto al lago. Los hombres iban de familia en familia, probablemente distribuyendo o buscando noticias.
Desde el centro del poblado llegaba el llamado de un cuerno de caza, hundiéndose y quebrando el aire frío. Buscaron el origen del sonido, y vieron una caravana que avanzaba por el camino hacia las chozas principales. Pero se dieron cuenta que eran sólo los rezagados de otros tantos grupos que tal vez habían pasado por aquel lugar desde mucho antes del amanecer. Y a través de la barrera de árboles, apareció un enorme grupo de gente que nacía de la choza de Reynod, daba vueltas por el centro del pueblo y regresaba.
Britan y el guardia se acercaron. Era extraño que la gente todavía no hubiese mostrado su descontento con muestras más violentas que aquella caravana. Los que lo vieron llegar le abrieron paso, y aquel respeto lo halagaba. Pero pronto supo que se había equivocado. Las caras de tímida obediencia miraban hacia delante, donde un hombre y una mujer caminaban tocando música. Vio el instrumento que emitía aquel sonido, una calavera que el hombre soplaba en cada órbita vacía, alternadamente, tapando una con los dedos a veces abiertos, a veces más cerrados. El cráneo también tenía otros pequeños orificios que creaban muchos otros diferentes tonos. El viento parecía recorrer cada rincón del cráneo, las huellas de las venas, los laberintos del hueso, hasta salir no sólo como un sonido seco, sino cargando un sabor determinado del tiempo.
Un tono que al sembrar el aire alrededor de la caravana, se hizo profundo, tan bajo que ninguna voz humana podría haberlo imitado. Sin embargo, Britan creyó sentir, entre las pausas, el chillido de un pájaro. Aunque no era exactamente eso tampoco, sino, tal vez, el llanto de un niño.
Junto al hombre, la mujer percutía un tambor rudimentario. Sus manos parecían dos alas negras que chocaban obstinadamente sobre la superficie del tambor, y el sonido que hacía nacer era más a un aleteo que un percutir.
-¿Quiénes son?-quiso saber, pero los guardias no supieron contestarle.
-Dicen que es el hijo de Tol-le dijo un viejo que se había acercado a ellos.
-Así es-confirmaron unas mujeres.-Es el primogénito de Tol y nieto de Zor.
-¿Viene en favor de los rebeldes?-preguntó Britan.
-No sabemos, así debería ser, porque su familia siempre fue ayudada por ellos.
Sin embargo, ni el viejo ni las mujeres deseaban comprometerse. Todas eran nada más que conjeturas, le respondieron, y luego se apartaron.
La caravana había llegado hasta la choza de Reynod. Britan suspiró profundo y caminó con los guardias. Un grupo les impidió el paso, pero él no les hizo caso y ordenó a sus hombres avanzar. Los forcejeos se convirtieron en golpes entre los guardias y los que defendían a los extraños. Britano logró entrar a la choza. Vio a varios de los hombres de Sorkus junto a los sacerdotes.
-Siéntese-le dijeron.
-¿Pero quiénes son…?
-Señor…-lo interrumpió uno de los sacerdotes.-…hay un hecho inesperado. Otro más, así es, y no podemos cambiarlo. Usted ha sido testigo, usted sabe la verdad. Deberá declarar cuando se le pida hacerlo, y será pronto. El hijo de Tol está llegando.
Miró hacia la entrada. Los guardias que habían venido ya no estaban. Otros ahora formaban un espacio libre frente a la choza, y entre las exclamaciones de la gente, apareció el hijo de Tol. Llevaba la calavera pendiendo de una cuerda atada al cinto. La mujer lo seguía, iluminada de espaldas por el sol de la mañana. Su figura esbelta pasó entre las miradas de los hombres, que no pudieron apartar sus ojos de ella.
-Me regocija ver al que cura a los enfermos-dijo Zaid.- Tengo recuerdos gratos de otro hombre que también lo hacía, y me enseñó muchas cosas. Era hijo de Markus el de los Ojos Claros. De él he conseguido este cuchillo.
La voz era alegre, libre de cualquier preocupación, incluso de la ironía. Hasta había una leve sonrisa bajo la barba. La mano izquierda se apoyaba sobre un hombro de su mujer, percutiendo los dedos sobre los huesos de ella, como si tocase una flauta. La miraba de vez en cuando, y la mujer le respondía con un giro de los ojos, un movimiento casi imperceptible de sus rizos. Parecía estar hablándole siempre, comunicándole órdenes que él se encargaba de manifestar en palabras.
El cuchillo en sus manos era de hueso, y se lo estaba ofreciendo a él, pero Britan lo ignoró.
-El hijo de Tol-dijo el sacerdote que antes había hablado- nos pidió esta mañana convocar al pueblo de la manera que has visto. Nos contó lo mismo que vimos al amortajar a Reynod. Él no lo ignoraba, a pesar de haberse ido cuando era un niño. Ha pedido tu presencia y tu opinión sin haberte conocido antes. Debes escucharlo.
Britan se preguntaba la razón de tanto respeto por aquel cuya familia había sido execrada por su padre, y esa duda estaba en su mirada, en el inmoderado gesto de ira en su cara.
-No tengas miedo-le dijo Zaid.-No he venido a destruir al pueblo ni a defender a los rebeldes. Llegué con la intención de unificarlos y dirigirlos en el sendero de la verdad.
La mujer apoyó una mano sobre el brazo de su esposo. Él asintió mirándola de costado por un instante.
-Pero no nos demoremos más. Te ofrezco este cuchillo. Quiero que lo toques y lo acaricies igual que lo harías con una mujer. Quiero que lo huelas, que lo pongas contra tu pecho y sobre tus piernas. Hasta que recuerdes.
Britan miró a los otros, pero nadie aparentaba saber más de lo que se había dicho hasta ese momento. La voz de Zaid dominaba el tiempo en el interior de la choza, y su cuerpo delgado y alto era una especie de pilón alrededor del cual los demás giraban.
-Tu padre…-decía esa voz, curiosamente cada vez más lejana mientras sus manos tocaban el filo del cuchillo, los bordes blanquecinos o manchados con puntos rojos, el mango gastado por el roce de los dedos. No pudo apartar los ojos del arma, de esa blancura que ya no lo era
blanca, amarilla de grasa adherida a su forma original
el molde del que había nacido, lo veía con clara intensidad a medida que el tiempo le regalaba momentos para tocar el cuchillo
lo conozco, pero…no sé, no sé quién o qué es
-Reynod fue castrado.
tal vez, desde el mundo conocido, desde la cabaña, Zaid le seguía hablando, pero él no escuchaba con demasiada atención
veo la pierna, al hombre y la pierna, qué prodigio del sueño, la veo, la pierna cortada y yo
cruzó una rápida mirada con la mujer, y sintió un vuelco del corazón, un golpe y un retorcimiento de las entrañas. El dolor pasó del vientre a su pierna, y sintió tal debilidad que no pudo sostenerse en pie
una enfermedad tan rápida, o era él quien estaba en otro tiempo ya, recorriendo espacios superpuestos, viendo el mundo y sus historias como quien vuela en el lomo de un gran pájaro sobre una aldea, su propia aldea antes y después de haber sido creada
se tambaleó y cayó sobre la rodilla sana, aunque nada malo veía en la otra a pesar del dolor. Algunos se acercaron a ayudarlo, pero esta vez fue la mujer quien habló. Detuvo a los hombres con una señal de la mano y se acercó a Britan. Le dio un beso en la mejilla y alivió su pena.
-El dolor recuerda- murmuró.-El dolor no se equivoca.
-El dolor pasa de hombre a hombre, de padre a hijo…-Era él quien estaba hablando, recitando desde una distancia tan cercana como la de sus propios huesos.
el cuchillo le pertenecía por herencia: el hueso de la pierna
es mi pierna y no lo es, pertenece a mi cuerpo y sin embargo no me la han arrancado
-¿A quién mataste para construirlo?-preguntó al levantarse. Empujó a la mujer a un lado y se enfrentó a Zaid.
Sabía que estaba haciendo preguntas inútiles, pero usar su voz y sentir que aún podía manejar su propio cuerpo a voluntad, servía para cubrir brevemente la verdad con una pátina de cebo, hasta que pudiese entenderla.
-A tu padre lo mató tu padre.
-No hables con oscuridad ni con frases robadas a los dioses-contestó.
-Pero si no crees en los dioses…-le recriminó Zaid.-.. si has visto la carne de los hombres y la has cortado hasta hace dos noches cientos de veces. Debes dejar que tus dedos palpen tus pensamientos para que surjan ideas.
Britan gritó. Nadie esperaba que reaccionara así, él, que siempre se había mostrado tan precavido, tan controlado y sabio para su juventud. Fue un grito corto desde el viento que rozó las paredes de su pecho haciéndolo sangrar hálitos, grumos de tierra de la historia de su cuerpo rebrotado y enterrado y luego vuelto a desenterrar. Era parte de un círculo donde la consistencia de los huesos se volvía tan frágil como la que había sentido entre sus manos al amputar a los guerreros.
Sé quién es la semilla de mi creación, de quién las palabras que me nombran y me crean, dónde está ahora la vida del que yo era, y su voz, la que me ha nombrado, sin mi nombre ya no soy, no me veo en la cara de los otros, no tengo más lo que tuve, no tengo más lo que soy, mi nombre.
La mujer le tocó la frente, y Britan se apartó como en contacto con el hielo.
Zaid relató la historia de Reynod durante el resto de la tarde, aunque no la forma en que la había conocido. La transmitió como si la supiese desde siempre, como si tuviese más tiempo de vida del que aparentaba. Mostrando una sabiduría de la que formaba parte, y no que él hubiese adquirido con el tiempo. Era joven, aunque algo demacrado, pero de sus ojos, de los labios entre los cuales brotaba la historia, surgía una fuerza que nadie se atrevió a interrumpir.
Ni siquiera el bullicio de la gente fuera de la choza parecía distraer a los que lo escuchaban. Allí también había llegado el rumor de que el hijo de Tol estaba contando cosas relativas al pasado del pueblo, y las palabras apenas oídas se fueron esparciendo de boca en boca por toda la región.
La choza se asemejaba a un bosque donde un claro servía de reposo al cazador. Pero el cazador no necesitaba correr o perseguir a sus presas, porque se habían agazapado a sus pies, pendientes de las manos que las acechaban, del gesto de los labios, el chasquido de los dedos, y una mirada de ella, la mujer del cazador.
Cuando llegó el ocaso y el chillido de las aves nocturnas detuvo el relato de Zaid, él miró hacia el techo de la choza, como si pudiese ver a través. Los gritos de algunos niños que regresaban de sus juegos en los bosques vecinos se unieron al vocerío de las mujeres que los llamaban. El murmullo del pueblo volvió a alzarse, y los sacerdotes estaban inquietos.
-Decidimos…-dijo uno de ellos-…ante la muerte de nuestro guía espiritual, del que no renegaremos, y la desaparición de su sucesor inmediato, el nombramiento de una nueva familia para guiarnos. Las causas de su exilio ya han sido borradas por los nuevos hechos. Lo que aquí se dijo, no deberá ser repetido. El que desobedezca…- y miró a Britan-…será sometido a nuestras leyes. Luego del tercer día de las exequias, se prepararán las celebraciones para el primogénito de Tol, nieto de Zor.
Britan se acostó sabiendo que ésa sería su última noche en el pueblo. Ellos no esperarían demasiado para matarlo. Pero pensaba en Sorkus. Su otro hermano no le preocupaba, mezclado con el pueblo y perdido en su trabajo de artesano desde mucho antes, había dejado de ser una preocupación para los sacerdotes.
Su prometida había llegado en medio de la noche para huir juntos.
-No-le dijo él.-Me quedaré a esperar a Sorkus. Nos esconderemos hasta que vuelva.
-¡Pero van a matarnos!- Ella lloraba sobre el pecho de Britan.
Entonces la abrazó y se acostaron, mientras él acariciaba su cabello lacio y oscuro.
-La mujer de Zaid es muy hermosa, ¿no es cierto?-preguntó ella.
Él asintió, pero el recuerdo de esa mujer lo perturbaba, y rechazaba como algo repulsivo el solo hecho de compararlas. La mujer de Zaid tenía belleza, pero algo incierto la hacía más acorde al tacto que a la visión de esa hermosura. Cuando la miraba, sentía que su piel vibraba con gritos. Había llegado a oler también, esa tarde, un aroma agrio que no venía de ninguno de los hombres, porque él los conocía desde hacía mucho tiempo, tampoco llegaba de Zaid. Era el olor de las mujeres, no se equivocaba, pero más parecido a la acre dulzura de la carne muerta y descompuesta.
-Demasiado hermosa para ser verdadera, creo.
Ella levantó la cabeza para mirarlo, extrañada, sin embargo estaba exhausta por el llanto y volvió a cerrar los párpados.
Al amanecer, salió de la choza y contempló el cielo libre de nubes. El brillo pálido del invierno prevalecía por sobre las esporádicas manchas del sol que estallaban detrás de las bandadas que bajaban a tierra. Porque no todos los cuerpos de la batalla habían sido aún enterrados, y los que sí lo estaban tenían sepulturas de barro, que al secarse se agrietaba.
El olor del lago, a pesar de todo, los había habituado, y ya casi no se habrían dado cuenta si no hubiese sido por los pájaros que descendían y se llevaban pedazos de carne de los cadáveres en sus picos. Las alas pasaban cada vez más bajo, haciendo sombras fugaces. Otras aves seguían a las carroñeras, se posaban en las ramas de los árboles bordeando el campo y esperaban su turno. Los rebaños de cabras se agitaban al escuchar los graznidos, y saltaban contra las cercas.
Su prometida había salido y lo tomaba del brazo. Tenía la mirada asustada mientras miraba hacia el campo, sus ojos eran como dos pequeños guijarros negros. Él la besó y comprendió su miedo.
-Vamos a preparar las provisiones. Hay unas grutas que el lago ha dejado libres en la playa.
Abandonaron la choza y el pueblo. Miraron atrás varias veces al alejarse, pero de a poco las dudas se fueron borrando, y lo que al principio creyeron era nostalgia, se perdió en las tinieblas de la duda. Al mirar de nuevo al frente, ya eran otros. Los conocimientos, se dijo él, no iba a perderlos por ninguna causa. Si en algo le servía su constante incertidumbre con respecto a los dioses, era que lo confirmaba como una criatura independiente, un cuerpo que podía alimentarse a sí mismo y una mente capaz de pensar sin ayuda. Era un alma cuyos recuerdos hechos pesadillas o premoniciones podrían ocultarse cada mañana al despertar, bajo los incandescentes reflejos del sol.
Tomaron el camino que conducía al lago, envueltos por un nuevo aroma a verde, a vegetación brotada con las lluvias. En la playa, buscaron las grutas.
-Estamos muy cerca de las hondonadas de los guerreros- dijo ella, y de pronto miró hacia arriba.- ¿Qué es eso?
Britan observó la delgada línea negra suspendida del cielo.
-Lo que dijeron los mensajeros, lo que detuvo la guerra a nuestro favor. Hace tres o más días que está allí. Pero olvidemos esto, solamente me importa mi hermano.
Él sabía que la espera sería imprecisa, y que en algún momento tendrían que irse, por más que Sorkus nunca volviese.
Hallaron una cueva vacía, los muros cubiertos de musgo y las marcas borrosas del nivel que las aguas habían ocupado. Las algas reemplazaban la fetidez original, pero de todos modos ellos quemaron especias para aislarse del aroma del lago. Las heces de los pájaros les sirvieron para alimentar el suelo, y las enredaderas crecieron hasta cubrir la entrada a lo largo de los días. Como ni siquiera los niños iban a jugar allí, podría pasar mucho tiempo antes que alguien los encontrase.
Durante algunas noches después escucharon cantos, tambores festivos y gritos. Los festivales en honor del hijo de Tol habían comenzado. Se subían a una roca alta, y de lejos alcanzaban a ver las fogatas, a escuchar el percutir de los tambores y los instrumentos de madera. La línea negra sobre el lago fue desapareciendo detrás del humo a medida que las fiestas avanzaban. Después, los gritos de los guerreros volvieron a escucharse y ya no cesaron.
Parados en esa roca, él erguido, el cabello largo, la barba nunca demasiado espesa, ella tomada de su brazo, pequeña, temerosa, observándolo con timidez, vieron pasar las nubes y los soles de muchos días, escucharon los sonidos de los hombres al cambiar el rumbo y el destino del pueblo. Los nuevos poderes cuyas leyes y costumbres adivinaban por los cantos, los movimientos en masa y el polvo levantado.
-Ha comenzado otra vez la guerra-murmuró él, con la vista fija en la sombra verde de los árboles que ocultaban el valle.
Ella, temblando, prendida a Britan como un animal miedoso, no pudo evitar transmitirle su estremecimiento.
Una mañana vieron un punto balanceándose sobre las aguas, acercándose con lentitud. Cuando se hizo más grande y más claro, reconocieron la balsa en la que Sorkus había partido. Un hombre estaba dentro, sentado, con la espalda encorvada, los brazos caídos y la cabeza contra el pecho. El sol daba a pleno sobre su cabeza, pero la tenue y constante niebla ensombrecía la superficie del lago.
La balsa encalló en la rompiente. Las olas la empujaron, el hombre despertó. Britan reconoció la cara de su hermano. Sorkus se levantó y empezó a impulsarse hacia la playa con los restos de una tabla. Poco fue lo que pudo avanzar.
-Tengo que ayudarle-dijo, y corrió al agua a pesar de los ruegos de ella por evitarlo.
Sorkus había saltado y el cuerpo estaba hundido hasta la cintura. Caminaba con debilidad contra las olas, llevando sobre los hombros un bulto que había sacado de la balsa. Mientras se acercaba, Britan vio que el bulto ya no era uno solo sino dos, y Sorkus los cargaba sin mirar hacia delante, sino hacia las olas que lo rodeaban. Cuando finalmente su hermano levantó la vista, le dijo:
-Debiste huir.
Su voz apenas se oía por encima del rumor del agua y aquel otro sonido extraño, aquellos gemidos vagos que nacían del fondo del lago. Apenas Britan le tocó un brazo con la punta de los dedos, Sorkus lo miró con pánico y se puso a llorar, como si hubiese roto la membrana tensa que tenía en la mirada.
Su cara se contrajo bajo la barba, su llanto era ronco. Levantó los brazos, los bultos estaban atados entre sí al cuello y quedaron pendiendo en su espalda, luego abrazó a su hermano. Britan no recordaba que alguna vez lo hubiese hecho.
Caminaron hacia la cueva y Sorkus se tumbó en el suelo junto al fuego apenas entró. Britan lo ayudó a sacarse las pieles mojadas. El cuerpo estaba cubierto de lombrices y larvas entremezcladas en el vello o adheridas a la piel. Calentó un poco de agua, y con un paño mojado empezó a desprender los parásitos uno por uno. Sorkus gritaba, sin quitar su mirada del rincón donde había dejado los bultos. Vio a la mujer de su hermano, pero no dijo nada. Britan comprendió y le pidió que los dejara solos.
Entonces Sorkus habló.
-Remé toda la noche y el día siguiente. Podía ver el sol, bien claro encima mío, pero la niebla no me dejaba ver más allá del largo de la balsa. Escuché voces de llamado, chapoteos, y cada vez que me volteaba, no había más que niebla y agua fétida. Muchas veces estuve a punto de volcar, sentía manos que se aferraban a la balsa, otras que me tocaban. Pero las sombras desaparecían enseguida bajo el agua. Sabía que me estaban mirando constantemente, me desafiaban para hacerme olvidar mi búsqueda. Traté de ver la barca de mis hijos. Navegué no sé cuánto tiempo, pero jamás hallé la otra costa. Las aguas estaban más calmas, se espesaban, y el bote se fue deteniendo, hasta que los remos se quebraron y me abandoné a la corriente, si existía. Creo que ni siquiera había llegado al centro del lago todavía, y ese centro era mi esperanza de encontrarlos. Todo a mi alrededor, la quietud, la niebla, los gritos apagados, esos gestos escondidos de seres sin forma, me trataban como si ya estuviese muerto.
Sorkus tosió y bebió de la vasija que su hermano le ofrecía.
-Creo que estuve muerto mientras recorría el lago, ¿es posible? No son los heridos que has intentado curar, ni los recién muertos que se van de tus manos. La vida que se escapa de entre los dedos, hermano, mi hermano…-Y dijo esto llorando y apoyando una palma sobre la cara de Britan.- Ellos son distintos, son partes de otra cosa. Cada fragmento de esos cuerpos llora aislado, esperando formar el todo que no es su ser original, sino otro más grande. Todos ellos unidos y separados a la vez, eso es la muerte. Una ruptura en continua disolución, una pérdida que nunca acaba. La espera eterna sin esperanza. Eso es, y por eso entendí, cuando encontré la barca de mis hijos, su balanceo sobre el agua, la bruma que la habitaba y que había desplazado la vida de sus cuerpos, ahora tendidos y quietos. El golpeteo de las olas, pequeñas y duras como mazas, como puñados de tierra, nunca lograría despertarlos, ni tampoco mis llamados ni mi llanto.
“Pero alguien sí podría. El que les había quitado la vida iba a devolvérsela. Me tiré al agua y nadé entre manos que me sujetaban y caras que me hablaban con voces de agua sucia y bocas llenas de algas. Llegué a la barca y subí. Ellos estaban desnudos y tenían la piel azul, los ojos todavía abiertos e hinchados, los cuerpos quebradizos como dos ramas secas. Los envolví en las mantas que había traído y los amarré a mi cuerpo. Después remé con unos palos que arranqué de la otra barca cuanto pude hasta que perdí el dominio de mí, sin saber qué dirección estaba tomando. A la deriva, a la deriva…siempre. Si eso era un lago, me dije, algún día llegaría.”
Sorkus se durmió, repitiendo esas palabras hasta convertirse en un murmullo. Britan lo cubrió con unas mantas, pero su hermano tuvo escalofríos todo el resto de ese día y de la noche.
Cuando despertó, Sorkus ya estaba levantado y preparando los bultos para cargarlos.
-¡Huyan!-le dijo mientras lo abrazaba con más fuerza que antes.- A mi vida le queda sólo un día, pero ustedes van a salvarse. Debes obedecerme esta vez, por todos los dioses o por todo lo que respetes. Sé lo que te digo. Si ves a nuestro hermano Cesius, que se vaya con ustedes.
Britan no pudo dejar de lamentarse con amargura al sentir ese abrazo. Nunca nadie, ni siquiera una mujer, lo había estrechado de ese modo.
-¡Oh, hermano! ¿De qué semilla hemos nacido, qué castigos estamos pagando?
-De la semilla del lamento, del dolor de los dioses somos carne-dijo Sorkus.
Lo vieron caminar hacia el valle, y se alistaron para partir.
-¿A dónde iremos?-preguntó ella cuando vio cuántas direcciones y cuánta incertidumbre los rodeaba.
Les habían dicho que más allá de los campos al oeste del Drionne estaba el mar, y más lejos aún, las costas de acantilados donde comenzaban las tierras verdes, llenas de animales mansos que podían criarse en gran número. Tierras donde el agua dulce de las lluvias no producía alimentos para los muertos, sino que era clara y sabrosa.
Hacia allí se dirigieron, apenas los primeros pasos los alejaron del pueblo que ya no los aceptaría jamás.
*
Tahia confeccionó la vestimenta para la batalla durante toda la noche. En la mañana, ayudó a Zaid a ponerse la casaca negra que dejaba libres los brazos, cerrada por delante con cinchas. La falda era de piel de cabra, con un cinto que servía de soporte al cuchillo de Markus.
Le puso el arco y el estuche con las flechas a la espalda. Luego, Zaid le pidió la pintura. Ella entonces preparó, como lo había hecho mucho tiempo antes, junto a un río claro, una mañana después de ordeñar las cabras, mientras los perros la miraban desde la puerta de una choza. Esta vez, en cambio, no había aguas frescas, sino un lago sucio e inagotable. Y ambos, hombre y aguas, eran diferentes. Otro hombre distinto al de aquella mañana. Ella, sobre todo, era no solo otra, sino algo más, completamente alterado aunque en apariencia semejante, algo definitivo ahora.
Tahia hundió sus dedos en la vasija con las pinturas. Los pasó sobre las mejillas de Zaid, haciendo dos marcas negras que nacían de las orejas y descendían hasta los labios. Después él cerró los ojos, y ella dibujó un halo oscuro a su alrededor. Cuando los abrió, tenía dos sombras habitadas por las blancas esferas de sus ojos. Zaid se puso el gorro de plumas que había usado Sorkus en los funerales. Ella lo besó en los labios y permaneció parada en el umbral, mirándolo partir con sus guerreros.
Mientras caminaba, sentía que quienes lo observaban le temían de la misma forma que había temido a Reynod cuando era niño. Los sacerdotes lo miraban también con cierta mansedumbre, ni siquiera ellos habrían logrado tanta adhesión, tan profundo respeto de parte de la gente. Todos parecían ver en él algo más grande que su simple cuerpo, fuerza sin duda superior a sus propios y cotidianos cansancios humanos. No se trataba ya de la reivindicación de la familia, su padre o su abuelo estaban sumergidos para siempre en la sombra del pueblo, porque no eran más que hombres.
No tengo las armas que el tiempo podría darme, ni los hombres preparados con lo que he aprendido en mi viaje. Pero debo ganar para convencerlos. Entonces no habrá fuerzas que me desplacen de mi lugar, y serán ellos quienes morirán antes de verme lejos del sitio en que me pusieron.
Todavía no confiaba en nadie más que en Tahia. Los hombres que iban a luchar a su lado tenían su edad, pero no los recordaba. Algunos se habían atrevido a dirigirle una mirada amistosa, pero al encontrarse con su expresión austera, bajaban la vista. Le ofrecieron una lanza, y se sintió torpe con aquellos instrumentos hoscos. El recuerdo de las armas que había visto en otras partes lo encolerizaba, lamentando no haber tenido tiempo de cambiar las costumbres de la guerra. Pero a falta de armas adecuadas, utilizaría la destreza. Los mensajeros le habían traído informes de que los rebeldes se estaban abasteciendo a través de las mujeres, que llegaban todos los días a través de senderos diferentes del bosque. Habían descansado durante la tregua, se habían fortalecido, y resistirían a Zaid a pesar de las aguas suspendidas sobre ellos.
Tahia le dijo que nunca haría algo más por él que eso: la nube de aguas pendiendo del cielo. Pero no importaba. Hoy era parte de su pueblo otra vez, un miembro reconocido y valorado por encima de todos los demás. Había dejado de ser el carretero de los muertos, era quien los comandaba: ellos eran su apoyo, sus aliados.
El entrechocar de las lanzas los acompañaba. Iban subiendo una colina al este del lago, que llevaba al campo de batalla. El cielo agrisado con nubes de tormenta empalidecía el brillo del día, el sol se asomaba lento entre el caminar de esas nubes que llegaban del norte. Los árboles fueron disminuyendo en número, los arbustos se hicieron más bajos, de hojas anchas y espinosas, entonces el paisaje se amplió en una planicie de barro en la que cientos de pájaros carroñeros buscaban restos. Luego el suelo se fue agrietando, alzándose a los costados y formando muros hasta llegar a un barranco. Vieron, a lo lejos, la negra línea en el cielo, borrada en partes por las nubes. Contra la orilla norte del lago, estaban las columnas de los fieles atrapado, y a la derecha, el humo de las fogatas de los rebeldes.
Comenzaron a bajar por la ladera más boscosa para ocultarse. Pero aún antes de llegar al claro donde terminaban la ladera y la hondonada, escucharon el grito del avance de los enemigos. No había tenido tiempo siquiera para preparar las formaciones, pero Zaid sabía que su número era mayor.
-¡Adelante!-gritó, con el brazo en alto hacia el centenar de hombres a su izquierda.
Ellos avanzaron, su fuerza e ira recuperadas, pero desordenadamente. Las filas se deshacían apenas se formaban, tropezando y golpeándose entre ellos, desgastando las fuerzas en riñas inútiles.
-¡Avancen! ¡Únanse en masa!
Los guerreros se organizaron en una formación como la punta de una flecha, y las lanzas apuntando hacia el frente.
Los rebeldes aparecieron desde atrás de los árboles que ocultaban la hondonada. Sus gritos crecieron como un río desbordado y envueltos en nubes de polvo. Estaban enardecidos, más de lo que él había esperado, y vio que la línea negra del cielo había desaparecido.
Los fieles formaron una barrera que los otros trataron de vencer con un golpe frontal, pero pronto cambiaron de estrategia y comenzaron a rodearlos como un conjunto de perros alrededor de una rueda. Las hachas golpearon las primeras filas, y se defendieron cruzando las lanzas como escudos. Pero uno de los hombres de la barrera cayó. La masa se fue agrietando mientras uno tras otros caían, y por el hueco entraron los rebeldes.
-¡Adelante!- ordenó Zaid a la siguiente formación.
Los arqueros eran los únicos a los que había alcanzado a darles indicaciones antes de la batalla, quizá suficientes porque ahora avanzaban lentamente pero con los arcos y las flechas preparados. La primera fila se arrodilló.
-¡Disparen!
Las flechas formaron un amplio arco y cayó sobre los hombres que rodeaban el círculo. Nuevas oleadas derribaron a las siguientes filas. Él sabía que morirían muchos de sus propios hombres esta vez, el círculo era una mezcla indistinguible de guerreros de ambos bandos. Pero confiaba en que los rebeldes hubiesen puesto a toda su gente en ese ataque.
El tercer grupo se preparó para avanzar, pero llevaba piedras en lugar de flechas.
-¡Cambien las flechas por rocas!-gritó, y entró con ellos al ataque, mientras una docena de hombres protegían sus flancos.
-¡Adelante!-Y su voz se fue dispersando a través de los cuerpos apretados y enfurecidos que avanzaban. Todos lo miraron por un instante, los ojos brillantes y llorosos, los cabellos mojados de sudor, las bocas abiertas y jadeando. Avanzaban sin detenerse, alzando los brazos con gritos de furia que crecían de boca en boca, hasta hacerse un coro de jadeos, de pasos fuertes y golpes de lanzas y de piedras.
Lanzaron las piedras contra la gran rueda ya rota de los rebeldes, como si sus alientos y no sus músculos las hubiesen arrojado.
Penetraron en el círculo y formaron grietas y claros en el centro. Los fieles peleaban con rocas en los puños. Los rebeldes sólo tenían lanzas viejas que pronto se partían. Las piedras golpeaban los cráneos y una masa roja brotaba entre los huesos y los hombres morían en el barro. Algunos heridos se mantenían en pie, dando hachazos a su alrededor, pero luego cedían y caían unos sobre otros, mezcladas las cabezas sobre los vientres abiertos de los otros, sobre la tierra que se había metido en las heridas de los que todavía no habían muerto.
La rueda de los rebeldes fue destruyéndose lentamente.
El olor de los enemigos, pensaba él, mientras sus manos se hundían en el pecho de los rebeldes, era más distinguible que las caras, porque todos estaban cubiertos de sangre y negros de barro. Todos parecían iguales, excepto por lo que sus cabezas contenían, y la única manera de saberlo era abrirlas, romper los cráneos con piedras, hallar los pensamientos y destruirlos.
Cortar las formas de la mente cortando las formas de las vísceras.
Vio cómo los huesos de los enemigos se levantaban de la tierra, cómo los otros cuerpos caían sobre las astillas de sus aliados, de los hombres que poco antes lo habían mirado como si fuese un nuevo dios. Y ése era el triunfo, contemplar las vidas que peleaban por él y morían por su causa, penetrados por lanzas como dedos filosos de los dioses.
Cuando el sol se ocultó esa tarde, era sólo una esfera mutilada por el horizonte, de naranja oscuro, que brillaba contra un cielo casi negro, dando sólo un poco de luz a los hombres que sobrevivían. Ninguno más apareció detrás de la hondonada. Los jefes rebeldes habían huido, y su ausencia le daba a Zaid la victoria.
Sus hombres lo rodearon y lo observaron quietos a pesar del dolor en sus caras. Algunos se habían sentado, otros sostenían a los heridos y a los que habían perdido las piernas. Muchos arrastraban armas rotas, y los restos de los arcos pendían delante de los pechos lastimados.
Pero ninguno dejó de acudir a su llamado, y lo escucharon.
-No permitiré desobediencias ni desórdenes. Mientras estemos aquí, pelearemos. No vamos a subestimar a los enemigos.
Ellos miraron los cuerpos de los rebeldes caídos alrededor de ellos, los patearon y maldijeron con furia, haciéndose eco de las palabras de Zaid.
-Señor-le dijo su segundo.-Tenemos que volver.
-¡No! Vigilaremos por si vuelven a atacar. Mañana estaremos más seguros.
Hizo traer agua de un arroyo para lavarse y dar de beber a los hombres.
Los caminos estaban despejados y los rebeldes habían desaparecido. Pero sabía que quedaban más detrás del bosque al norte del lago. Se quitó la ropa de guerra, la hizo quemar, e intentó dormir. Abrió los ojos por un momento para murmurar un rezo que Tahia le había enseñado para el final de la batalla. Se recriminó haber olvidado decirlo antes, y aborreció de su arrogancia.
Mi victoria, o la suya, acaso. La de ellos, que viven en el lago, los restos de los hombres, los restos imperecederos del agua que se alimenta a sí misma. Avanzará en busca de todos estos cuerpos ciegos que me rodean hoy. Deberemos retirarnos mañana. Pero esta noche ellos olerán la carroña e inundarán el mundo para llevárselos, y quedará limpio otra vez.
Ella, la gran diosa de la carroña.
La que limpia la podredumbre del mundo y la carga en su vientre.
Al amanecer, los guerreros se prepararon para volver al pueblo. Pero antes de partir, Zaid vio que algunos hombres llevaban azadones para enterrar a los suyos.
Él lo prohibió.
-¡Señor!-protestaron algunos, mirándolo con una mano en la frente para protegerse del sol, que esa mañana había salido fuerte y enceguecedor.
-¡Obediencia!-Fue lo único que dijo en respuesta.
Esperó. Aguardaría todo lo necesario hasta obtener la completa lealtad. El cuerpo de Zaid no era grande, pero allí parado, con la manta de piel manchada de sangre cubriéndole los hombros, su torso parecía respirar un aire renovado y colérico. Los hombres sólo olían fetidez y veían cuervos revoloteando a su alrededor. Pero él respiraba un aire de triunfo que lo hacía asemejarse más que nunca a un dios hecho hombre. Le debían la victoria, y eso era algo que jamás podrían negarle.
Entonces uno de ellos dejó caer el azadón. Se oyeron otros caer después. Los hombres retrocedieron cabizbajos a sus filas, pasando delante de su jefe sin mirarlo. Ninguno levantó la vista, ninguno emitió un solo quejido, ni siquiera murmurado. Tomaron las armas, formaron filas y columnas, cargaron a los heridos, y comenzaron a caminar lentamente de regreso al pueblo.
Zaid los siguió como un padre que vigila a sus hijos reprendidos. No pudo evitar que algunos se diesen vuelta para mirar a los muertos, ni dejar de oír el quejido silencioso de esas miradas. Sentía en ellos el mismo temor que él había tenido cuando niño: la inquietud al dejarlos desenterrados. Habría querido decirles algo, pero esos ojos lo evadían, se escapaban por encima de sus hombros hacia más atrás. Y había algo que comprendió no llegaría nunca a controlar. La singular piedad de esos ojos fijos en los compañeros abandonados, más grande aún que el temor a los dioses.
-¡Miren adelante!-les gritó, y todos retomaron sus lugares y posiciones. Se levantó un murmullo de las filas, que el eco entre los muros hizo más profundo, como si llegase desde la misma piedra. Pero las rocas fueron haciéndose más bajas, hasta que un camino suave las reemplazó para conducirlos al valle.
Las mujeres los esperaban, los siguieron en silencio con caras tristes, seguras de la respuesta a la pregunta que no se animaban a hacer. Algunas se atrevían a acercarse y se colgaban de los brazos de los guerreros, preguntando dónde habían dejado a los otros.
Cuando llegaron a las primeras chozas, una multitud los seguía y aclamaba, arrojándoles hojas verdes recogidas por lo niños, mientras peleaban, y luego hojas quemadas oliendo a incienso y aceites. Habían encendido nuevas fogatas, sacrificado animales en su honor y en el de los dioses que les habían concedido la victoria. Columnas de humo se elevaban desde todo el valle. Más hombres ancianos, mujeres y niños llegaban continuamente a su encuentro. Se lanzaron al aire coronas de flores. Los bailarines habían comenzado a danzar en el mismo altar donde Reynod había sido velado. Los tambores repiqueteaban con un ritmo vertiginoso. El aroma de la carne cocida viajaba con el viento.
Pero las viudas se quedaron atrás, apretando los brazos de los hombres rezagados que trataban de ignorarlas. Al final de la caravana, llegó Zaid. Ellas lo miraron con desafío, luego se dieron por vencidas. Cambiaron su enojo por súplica, regresaron camino hacia al lago.
Zaid fue alzado en hombros por hombres que vestían las ropas que usaban en los festivales, otros tocaban instrumentos de música con flores en los cabellos y las manos. Lo cubrieron con collares de flores, le bañaron la cabeza con bálsamos. Los sacerdotes lo esperaban en el altar para darle los honores oficiales. Lo cargaron hasta allí, mientras él saludaba con la expresión beatífica de alguien que era más que un hombre, porque les había dado un triunfo que el anterior hombre que hablaba con los dioses no había podido darles.
Tahia lo acompañó a subir al altar. El beso que se dieron fue vitoreado por el pueblo.
-Demos gratitud sin fin al hijo de Tol. Nos ha salvado de la gran crisis de nuestro pueblo-dijo uno de los sacerdotes.
Zaid sería ungido con el aceite que Reynod había creado y traído consigo el día que llegó al pueblo más de cuarenta inviernos antes.
-Te ungimos, nuevo guía espiritual, con el beneplácito de tu antecesor. Desde ahora serás nuestro guía hasta que los dioses te lleven.
La mano pasó dos veces delante de la cara de Zaid, sin tocarlo. Después se posó en ella, se amoldó a su forma. Y el olor lo devolvió a la lejanas épocas de su infancia, a lo recuerdos del brujo y al dolor de su sexo.
Su rostro se frunció bajo la mano del viejo, pero nadie lo vio, quizá sólo el sacerdote sintiera en la palma que sus facciones se habían movido. Cuando la mano lo dejó libre, ya no mostraba signos de sufrimiento, no quedaba más que una máscara impávida en la que, según algunos dirían más tarde, no había nada.
Y al retirarse la mano y sentir la tibieza del sol, vio, por un instante, el rostro de Sorkus en la multitud.
El viejo continuaba con los honores. El bullicio seguía a su alrededor. Por eso él se olvidó de esa cara por un largo rato. Esperaban que hablara, pero Tahia le indicó discreción. Ella le rodeó un brazo con el suyo, y se quedó quieta a su lado, con la suave sonrisa de una mujer sumisa, agradable para todas las otras mujeres del pueblo.
Pero Sorkus apareció otra vez. Su inequívoco rostro era cada vez más claro y cercano. Un espacio de silencio y asombro crecía mientras caminaba hacia el altar. Estaba sucio y débil, pero era él.
Los que estaban de espaldas se voltearon al ver el pánico en la mirada de Zaid. Sorkus avanzaba despacio, desplazando a la gente con sólo su presencia. Tenía el cabello y la barba todavía cubiertos con la suciedad del lago, la ropa destrozada le cubría sólo la cintura y los muslos. Las piernas apenas parecían sostenerlo. De los hombros colgaban dos bultos atados con tiras de cuero.
Los ojos de Sorkus lo estaban mirando, llenos de ira.
Ese mediodía el sol brillaba con una intensidad que nadie recordaba hubiese tenido en por lo menos los últimos cinco años. El verano comenzaba. Sin embargo, Sorkus tenía su propia sombra en los ojos, y Zaid pudo ver en ellos lo que él había visto en los días pasados en el lago.
Sorkus pisó el altar. Las tablas crujieron. Los guardias ni siquiera se le acercaron. Los sacerdotes retrocedieron.
Zaid únicamente miró los pies, no los ojos, no miraría otra vez los ojos. Murmuró a los oídos de Tahia.
-No me dijiste que volvería, que iba a ser tan fuerte como yo con su vuelta.
Ella no le contestó.
Sorkus llegó frente a él y se detuvo. Se miraron mutuamente. Uno, alto y erguido, cubierto de honores y perfumado de aceites y flores, con una mujer a su lado y el favor del pueblo. El otro, encorvado por el peso de los bultos que olían fétidos, casi desnudo y rodeado de sombras.
Sorkus desató los nudos. Arrojó uno después del otro, los cuerpos de sus hijos. Los cadáveres estaban hinchados, las bocas abiertas mostraban los dientes como dos sonrisas, y de las pústulas brotaban líquidos malolientes.
De la gente surgieron gritos. Los sacerdotes se taparon la boca.
Zaid sintió algo en su garganta.
-Recuerdo un sueño…-murmuró.
Pero la voz de Sorkus, la voz del prometedor hijo del brujo, se escuchó entonces invadiendo todos los espacios que el sol del nuevo verano ahora alumbraba.
-No es un sueño, esta vez. Me dijeron, ellos, los perdidos, que tu mujer ha vuelto de aquel sitio. Quiero que mis hijos vuelvan.
Zaid había esperado ese pedido desde que lo vio llegar.
-No querrás…-empezó a decir, pero luego levantó una mano y le indicó que se acercara. Era el gesto de quien está dispuesto a una confidencia, y parecía haber compasión en sus ojos. Una mirada de amistad que todo el pueblo entendió como signo de su benevolencia.
-Cuando los veas, te arrepentirás-le dijo en voz baja, porque sabía que Tahia lo estaba escuchando.-No estás seguro de lo que pides…
Sorkus tenía su cara sucia y cortajeada muy cerca de él. Podía oler más que su piel, podía percibir el miedo, como un animal huele a su presa.
Apoyó una mano en la mejilla de Sorkus, que no se apartó, y secó las lágrimas que caían sobre los cuerpos de los niños.
Luego, la mano derecha de Zaid buscó algo bajo la túnica. El estilete de Reynod destelló de pronto a la luz de la mañana, y encegueció a Sorkus un instante antes de su grito. Antes de que el filo le atravesara el corazón, y cayera muerto sobre sus hijos, cubriéndolos con la misma sangre con que ellos habían sido engendrados.
LOS GUERREROS ALADOS
Elegían noches sin luna, cuando ésta era apenas una línea o acaso una esfera no mayor a cualquier otra de las estrellas, incluso más pálida. O cuando las nubes cubrían todo el cielo, y las noches se parecían entonces a la ceguera. Noches tan oscuras como los ojos de la Hechicera , afirmaban las mujeres.
Ellas sabían que esos ojos eran ciegos, totalmente blancos, carentes del punto negro y el círculo claro que se alternaban las luces y sombras. Pero la vieja hechicera lo había visto todo con los ojos de los otros. Había bebido la luz a través de los demás, se había alimentado con su sangre y fortalecido con la carne. Los huesos de los otros apuntalaban sus piernas frágiles. Los que alguna vez llegaron a verla, decían que sus piernas eran como dos ramas secas a punto de quebrarse, sujetas por dos serpientes enlazadas. Las manos, dos puñados descarnados de falanges rotas acariciando las escamas de las víboras.
A ella esperaban. Las más jóvenes agazapadas tras los arbustos. Las mayores, sin temor pero extasiadas de respeto, se habían ubicado alrededor de una fogata.
Las llamas crecían. Iluminaban el claro en medio del bosque. Detrás de las mujeres paradas, que se habían tomado de las manos, estaban las ancianas. Tenían las cabezas gachas y la vista fija en la tierra. Se balanceaban de adelante hacia atrás, con un murmullo sordo y parejo que nacía de sus labios cerrados.
Las jóvenes temblaban ocultas por los arbustos. Tenían frío, pero sus madres les habían asegurado que al final de esa noche serían mujeres. Cuando la Hechicera apareciese, los ojos de la anciana se alimentarían de ellas, y la juventud se perdería en el aire, condensada en la brisa detenida entre las hojas más altas de los árboles. Entonces ellas gritarían, para convertirse en mujeres sin edad. Elegidas. Experimentadas. Con el conocimiento del mundo en sus vientres.
Tres ancianas alimentaban el fuego, pasándose una a otra ramas y especias. Los aromas invadían el bosque, imprecisos primero, incontables luego de la medianoche. El olor de la sangre se impregnó en las narices de las jóvenes. Después, el olor de la leche quemada lo reemplazó, hasta fundirse con la humedad de la tierra y de los troncos caídos.
Las mujeres llevaban objetos al fuego, cosas que habían pertenecido a sus ancestros, y que ellas habían conservado toda su vida. Quizá fragmentos de algo más grande, arrancados antes de su final destrucción. Las mujeres los llevaban envueltos en telas limpias, ocultos bajos las faldas, luego de haberlos rescatado del abandono en un agujero de sus chozas. Los hombres se habían quedado mirándolas mientras ellas se alejaban en el crepúsculo hacia la reunión que todos sabían iba a realizarse esa noche.
-Quédate y duerme. Ni siquiera sueñes-les ordenaron a sus hombres y a sus hijos.
Ellos sintieron un escalofrío recorrerles el cuerpo, pero callaron y se encerraron en sus casas.
Todas, ni una sola mujer que hubiese pasado la edad fértil, se negó a entregar sus pertenencias. Las tres viejas iban desde la fogata hasta el sitio donde se habían reunido las demás para dar sus ofrendas. Era una larga fila que no terminaba ni siquiera más allá de la oscuridad entre los troncos. Se ayudaron con antorchas para no perderse en los caminos que conducían al bosque, pero sabían que tendrían que apagarlas al llegar. Sólo las manos eran necesarias para encontrarse, palpar los rostros, los brazos que traían los regalos. Las viejas regresaban a la fogata, y la luz estallaba por algunos instantes con el nuevo alimento que arrojaban, pero ellas bajaban la vista al suelo.
Un fuerte olor a leños se mezcló en el aroma del fango con heces. El olor de la tierra brotaba del fuego, de la madera que se había alimentado de esa tierra, y se deshacía en sus sustancias originales.
Las jóvenes se asomaron desde atrás de las ramas, escondiendo su desnudez. Vieron cintas de cuero que caían como pequeños pájaros muertos. Muñecos con forma de hombres, cubiertos de polvo blanco. Ramas con hojas secas, teñidas de rojo. Algunas bolsas se abrían antes de caer al fuego, y los restos de niños no nacidos se esparcían entre la brazas. Úteros enteros eran arrojados al fuego, ofrecidos igual que corazones abiertos sobre las palmas de las viejas.
Las que rezaban, elevaron su voz al crecer las llamas. Un casi imperceptible temblor se fue desplazando a través de las manos enlazadas. Las viejas también se estremecieron, y el suelo repercutió con el golpeteo de los pies descalzos.
-Los fragmentos de la vida…-decían, pero la voz se perdía en el crepitar del fuego. Las llamas eran altas, las sombras de los árboles bailaban y amenazaban caer sobre ellas. Un viento frío comenzó a correr entre las ramas superiores, y el baile de los árboles y el fuego se animó frente a la estática mirada de las viejas.
Las encargadas de las ofrendas iban y volvían con los brazos llenos de indefinidos elementos. Cosas que a veces daban la impresión de moverse solas entre sus manos, pero ninguno tenía un color preciso o un olor en especial. Estaban secas, como si la oscuridad les hubiese robado sus características antes de devolverlas al fuego. Y al quemarse, los objetos lloraban con el aroma que despedían, lágrimas con olores, igual que las mujeres ahora lloraban al entregarlas. El fuego parecía quemar sus caras, pero sólo las alumbraba con una nitidez implacable.
La humedad de la noche había desaparecido. El calor de la hoguera cubrió todo con una seca y polvorienta capa de tierra resquebrajada. El barro se había secado, el sudor esfumado de las pieles de las jóvenes. Sus cuerpos desnudos eran parecidos a hojas de acacias en un mediodía de invierno. Opacas, porosas y sin edad. Ellas se sentían envejecer, pero no lloraban. Acurrucadas siempre, unas contra otras, detrás de los arbustos rastreros. Aguardando.
Entonces sintieron que algo les manchaba el sexo. Luego llegó el viento. Tocaron la tierra donde estaban sentadas. Pasaron las manos por las sombras en las que habían intentado protegerse, y acercaron los dedos a sus narices. Olieron y gritaron. Habrían querido huir, pero la desnudez las retenía.
-¡Sangre!-gritaban. Se abrazaron. Algunas llamaron a sus madres. Sus llantos se elevaron por encima del crepitar del fuego.
El rezo de las viejas continuaba, indiferente. Las jóvenes se levantaron de la tierra cubierta de pequeños charcos de sangre y orina. Sus cuerpos no les respondían. Sus cuerpos eran otros.
Una de las ancianas del círculo giró la cabeza hacia su compañera. La otra asintió, y se separó de las demás. Las que quedaban cerraron la brecha abierta. La mensajera llevó una fuente hacia la fogata, y esperó que se calentase. Tranquila, sin mostrar impaciencia por los gritos, esperó. Tocó la madera, y conforme con la temperatura que había alcanzado, caminó de regreso al círculo, ofreciendo la fuente a las mujeres adultas.
A su turno, cada una bajó la cabeza por un instante, y la fuente se fue llenando de saliva. Al cerrar la ronda, la mensajera escupió a su vez, y se dirigió hacia las jóvenes.
Ellas la vieron acercarse, sin dejar de llorar sus miradas cambiaron a una mueca de alivio. La mujer extendió una mano, y todas se apartaron, pero la vieja no iba a tocarlas. Se arrodilló en el barro con sangre que despedía olor a orina de vírgenes, y apoyó las palmas. Luego levantó dos puñados de barro, y dejó que resbalara de sus dedos hasta caer en la fuente.
Cuando terminó de llenarla, mezcló el contenido con su mano derecha, mientras con la otra se apoyaba en el suelo. Su cuerpo se movía con un leve balanceo, los ojos cerrados, como si cumpliese una rutinaria tarea. Pero bajo las gastadas ropas se veía el movimiento pausado de los brazos, y una sombra de vello claro le daba matices casi blancos a su cuello y su cara. Los ojos brillaron cuando abrió los párpados.
-Tranquilas, hijas, ya han hecho su labor-les dijo en voz muy baja, no le estaba permitido consolarlas.
Las jóvenes más cerca de ella comprendieron, pero las otras seguían temblando ante el canto de las viejas.
-Los fragmentos de la vida se ofrecen…-repetían éstas, sin terminar, no interrumpidas, sino creando la expectativa necesaria. Parecían obedecer órdenes de un plan recién creado y no los procesos de un rito más antiguo de lo que podían, quizá, recordar.
Un viento helado descendió desde las ramas altas hasta el fuego. El rubor de las jóvenes sufrió un alivio momentáneo, semejante a la palma fría de un hombre posada en sus mejillas. El viento se convirtió en gotas de rocío que caía de las hojas y de las piedras, deslizándose también por las espaldas de las ancianas, que no dejaban de moverse en círculo. Habían aumentado el volumen de sus voces.
-Los fragmentos de la vida se ofrecen a la tierra. La tierra los devuelve…
De pronto, agacharon sus cabezas, sin separarse ni detenerse. Giraban más rápido. La altura de las llamas las sobrepasaba. Las tres cargadoras se habían detenido, con algunas ofrendas en sus manos. Las jóvenes callaron su murmullo, se tomaron de las manos y miraron la fogata.
La mensajera se levantó lentamente con la fuente. Se veía el esfuerzo que hacía para cargar la vasija sobre sus hombros, pero nadie habría de ayudarla, ni ella lo esperaba. Era su tarea, y la había cumplido durante más de la mitad de su larga vida. Se puso de pie, derecha, suspirando. Luego, regresó hacia el interior del círculo. La brecha se abrió de nuevo sólo para ella. Las cargadoras se apartaron a un lado, y se sentaron a esperar.
-Los fragmentos de la vida…-decía el rezo, creciendo siempre-…se ofrecen a la tierra. La tierra los devuelve con la forma…- se interrumpían para comenzar una vez más. A veces, sus voces destempladas perdían sincronía, y cada una comenzaba con cualquier palabra de la oración, dando nuevos matices al cántico.
La mensajera se acercó al fuego. Las llamas casi la rozaban. Levantó la mirada, dejando que el calor le entibiase la cara y la tiñera de rubor. Se complacía con aquel contacto, como si el sol estuviese frente a ella, dorando su piel. Después, levantó la fuente más arriba que la altura de su cabeza, y dejó caer el contenido en la hoguera.
Los rasgueos de las brazas que se entrechocaban, de los maderos quebrados, precedió al humo que comenzó a brotar poco después. Primero sólo aquel sector de la hoguera brilló con más colores que los simples rojos y amarillos. Un morado, como el de los árboles enfermos o el de la piel de los muertos, empezó a dispersarse hasta abarcar todas las llamas. La fogata parecía una enorme flor de pétalos violetas. Una flor con muchos brazos que reptaban, algunos a ras del suelo, otros elevándose hacia los árboles.
-La tierra devuelve la vida con vida, en nuevas formas. Las formas buscan nuevos cuerpos…
El olor era intenso. Las jóvenes se tapaban la nariz y la boca con las manos, pero aún así era imposible evitarlo. El olor ahora formaba parte de sus memorias, y brotó todavía más fuerte, como cadáveres cuya podredumbre se liberaba con el fuego.
Las jóvenes lloraban otra vez, asustadas del humo que las rodeaba. Se apretujaron una contra otra, frotándose las caras, pero no hallaban un solo sitio de su piel en que aquel aroma no se hubiese impregnado. Y la forma del olor se hizo la forma del humo, y la forma del humo era la de una nube que se esparció por el bosque. Adhiriéndose a la superficie de las cosas, penetrando en ellas hasta ser las cosas humo y aroma.
Hojas con el olor de la muerte. Troncos inertes. Tierra con músculos fláccidos. Piel de contextura rígida.
Ser todos los seres del bosque.
Ser el bosque.
Un bosque sin vida, sosteniéndose por el humo de los muertos. Los que sostienen la tierra en la que los hombres caminan y las mujeres paren y rezan.
Donde los hombres cazan.
Los animales aparecieron.
Nadie los había visto antes, pero quizá ya estuviesen allí desde el comienzo de la noche. Sus ojos brillaban con el color del fuego reflejado en ellos. Muy leves tonos de blanco se vislumbraban de tanto en tanto entre las llamas, y un rojizo pálido surgió por instantes, y las lenguas blancas se mezclaron con las otras. Luego, el rojo se hizo más fuerte, pero el olor no disminuía, ni tampoco el humo.
Las mujeres continuaban su ronda, mientras a sus espaldas se formó un halo oscuro. Se dieron vuelta para ver el brillo de los ojos que espiaban entre los árboles y las rocas. Eran pequeñas estrellas formando una constelación alrededor de las mujeres. E iban creciendo en número. Cada vez que miraban, las estrellas crecían, se acercaban, y diversos contornos se iban delineando detrás. El reflejo de un pelaje claro, el movimiento de una oreja, el rasguño de una pata sobre las piedras, un gemido, un aullido apenas esbozado, un graznido con vergüenza y con ira.
El humo cubrió el cielo entre las ramas altas, y comenzó a descender otra vez. Era frío, a pesar de haber nacido de las llamas. Las mujeres lloraron, incluso las más viejas, cuando el humo las tocaba. Y penetró en sus ropas, rozó sus cuerpos con manos sin forma, dedos sin forma, pero fuertes y múltiples. Viajaba sin viento o brisa, ni siquiera los sonidos habituales del bosque le daban un sentido de ubicación o de tiempo.
El silencio petrificó el transcurrir de la noche.
El crepitar de la hoguera no era ahora un sonido, sino una figura más del humo.
Los animales se acercaron, y a cada paso iban deshaciéndose del miedo. Sus perfiles se aclararon, sólidos como la tierra a sus pies. Pero la tierra temblaba. Un estremecimiento muy débil aún, desplazándose hacia la hoguera, con la misma intensidad desde todas partes, para confluir en el fuego. Entonces el aroma se hizo irrespirable. Algunas mujeres cayeron al suelo, las demás resistieron el vértigo de la tierra que desaparecía, como si las estuviese absorbiendo y ellas se dejaran llevar ya sin huesos ni carne, transmutadas en polvo.
Los lobos se detuvieron detrás del círculo.
Jaurías de lobos pardos.
En grupos, fueron saliendo de la oscuridad, hasta quedarse otra vez quietos, con los lomos erizados, las colas erguidas, las orejas erectas, los hocicos mojados. Las caras resaltaban con la luminosidad de las llamas. El pelambre rojizo parecía una corona alrededor de aquellas miradas que carecían de las señales del tiempo. Sensaciones y estímulos sin pasado, sólo reacción, reflejos.
Entonces movieron sus patas hacia la hoguera, sin miedo de las mujeres que los observaban. Sus pisadas en la hojarasca, las ramas quebradas, el barro, eran signos de una lenta transición. El humo penetraba por sus narices cada vez más excitadas y húmedas.
Los lobos comenzaron a frotarse los cuerpos unos contra otros, sin apartar la mirada del fuego. Las orejas se habían erguido ante el crepitar, pero parecían a la espera de algo más. Quizá de voces que vendrían de las llamas, de la tierra o el aire. Todo ya aparentaba ser un solo elemento, aunque convertido por instantes en diferentes formas, diversas manifestaciones de la misma fuerza brotada del suelo.
Empezaron a verse figuras indefinidas en la densa opacidad del humo. El olor había dejado de ser nauseabundo, y era ya casi dulce pero algo fétido todavía. Las mujeres lo sentían y saboreaban.
El olor tomaba la forma de la garganta de los lobos. La saliva caía por la comisura de la boca y el cuello de los animales. Se lamieron uno al otro aquel aroma dulce del pelaje, y se restregaron en el barro. Necesitaban cubrirse con el olor de la antigua tierra.
Las figuras del humo se fueron moldeando como hojas movidas por el viento. Las cabezas de los lobos seguían los movimientos de aquellas formas.
El humo tenía los contornos de los hombres.
Los brazos se elevaban, rodeando a las jóvenes, y ellas se estremecieron y lloraron. Las sombras retrocedieron y volvieron a unirse a la masa del humo, pero pronto aparecieron nuevamente.
Esta vez eran cabezas que miraban hacia las caras de los lobos.
Los animales habían comenzado a temblar. Algunos corrieron de un lado a otro, saltaban, se mordían, pero la mayoría de los machos fueron a estrecharse entre ellos junto a la hoguera.
Las mujeres habían vuelto a tomarse de las manos, con los ojos brillantes y asustados.
El humo fue cambiando sus movimientos. Se concentraba alrededor de los lobos. Los animales retrocedieron y se apretaron un poco más. Trataron de huir, tropezaron con las viejas, pero ya no podrían escapar, ellos lo sabían. Se revolcaron en la tierra, gimieron y aullaron. Miraron, hacia los árboles, la oscuridad de la que habían llegado, y no querían regresar.
Pero el olor de la carne de las ofrendas los atraía desde las llamas.
Las ancianas reiniciaron su letanía al ver el miedo de las bestias.
-La tierra devuelve a los muertos con las formas del aire y del viento. Se convierte en el aroma de los ancestros, en las semillas de sus almas conservadas en los cuerpos de los vivos. Ustedes cobijarán los espíritus de los desesperados, los exiliados de la tierra de los cuerpos. El cuerpo es la tierra del alma. El cuerpo es el alma de la tierra. Cada uno regresa al otro y se confunden. Serán refugios, hasta que el Bienhechor los libere.
Los lobos prestaban atención a la voz de las mujeres. Habían dejado de temblar, sus lomos rojizos eran como las brazas que se apagaban entre las cenizas. Luego se sentaron sobre las patas traseras, y el líder comenzó a aullar e hizo perder el miedo a los otros. Todos lo imitaron. Los aullidos se fueron uniendo discordantes en un lamento estridente, que poco a poco fue tomando un tono triste y doloroso. Un canto tan apesadumbrado, que las figuras del humo se acercaron más a ellos, como si lo reconocieran.
Las figuras se fueron adelgazando hasta la estrechez de una hebra, de una brizna de paja. Los lobos seguían aullando con las cabezas erguidas y los hocicos apuntando al cielo oscuro. Y el humo penetró por las narices de los lobos y sus bocas abiertas. Se mezcló con el aire que aspiraban para emitir su canto de pena, y ya no pudieron ser otra cosa más una sola sustancia, elementos confundidos por la naturaleza del aire convertido en líquido del cuerpo.
Sangre.
Pequeñas almas girando por el cuerpo de los lobos. Voces trastocadas en aullidos que se perderían en los huecos de la noche para volver a surgir cada noche en cada bosque.
Los animales se agazaparon con los hocicos contra el suelo y entre las patas. Se fueron callando uno después del otro, y cuando el último aullido se apagó, una de las ancianas comenzó a hablar.
-Vayan y den su mensaje a todos en los bosques. Los pájaros viajarán lejos y llevarán las fuentes de las almas. El pueblo del hombre vivirá entonces en el resto del mundo hasta que pueda regresar a su tierra.
Las jóvenes miraron el sol que estaba surgiendo en el horizonte. La oscuridad se debilitaba y el frío crecía. Se dejaron caer al suelo, exhaustas. Las viejas les devolvieron las ropas que les había quitado en la medianoche. Sus cabellos estaban sucios, las caras demacradas, y la claridad del día delataba la blancura triste de la piel.
Caminaron débilmente hacia la salida del bosque. Sabían que sus padres las esperaban con alimentos y abrigos. Estaban tristes, pero sólo era angustia provocada por el cansancio. Sabían que el cuerpo que ahora llevaban no era el mismo con el que habían partido de sus hogares.
Las ancianas rompieron el círculo y arrojaron tierra a los restos de la fogata. El humo que brotaba era gris, y sin significado alguno. Una sustancia corriente, mero instrumentos del fuego y la madera.
Los árboles fueron tomando la claridad de la mañana en sus ramas altas, mientras la luz comenzaba a descender a la hojarasca. Todas las hojas de las ramas bajas estaban marchitas o quemadas.
Los lobos habían desaparecido. Nadie los vio huir o correr a esconderse de la luz del día.
Ni siquiera quedaba el fétido aroma de los muertos.
Sólo el olor de los lobos.
*
-Hay cosas que no son recuerdos, simplemente se saben. A veces me veo como la última capa de nieve sobre tantas otras que cubren la tierra del invierno. Escarbo en la memoria, encuentro vestigios de muchas vidas pasadas. Recuerdo hechos antiguos. Quizá sea sólo mi imaginación. ¿Pero es posible que yo sea más de lo que veo, que merezca el reverencial respeto, el temor en los ojos de todas ustedes, mujeres, compañeras del infortunio y del goce?
Gerda tenía una mano entre las de la mujer arrodillada junto al camastro. A través de las manos, le transmitía calor, porque Gerda temblaba. Más que la fiebre que la había invadido desde tres noches antes, tan intensa como si el verano se hubiese escondido en su cabeza, temía por la vida de su hijo. Se miraba el vientre, agitado por escalofríos y las patadas del niño.
-Calma- murmuraba, acariciándose la piel tensa, cubierta de sudor. Le habían puesto trozos de hielo alrededor del cuerpo. Pero cada noche el calor volvía a acrecentarse, y de nada servía traer más nieve ni cubrirla de blanco.
La mujer le frotó los brazos y las manos, luego la cara, el cuello, las piernas. Gerda se sentía mejor cuando le sacaban el hielo y comenzaban a frotarla como ahora lo hacían, igual que a una niña enferma.
-Es extraño, pero no recuerdo mi niñez, solamente el día que rescaté a Sigur. Tengo tanta memoria de cosas, imágenes, dolores de gente que nunca conocí…
Miró a la mujer que la escuchaba.
- ¿Puede ser que el frío entorpezca mi inteligencia, como dice mi esposo? ¿Qué no sepa más de mí que estas dudas? Sé que soy otra. Tengo la certeza de la ignorancia. Pero hoy es el calor del frío que borra todo, todo lo perturba.
La mujer la estrechó entre sus brazos, contra su pecho. Tenía la edad para ser su madre, pero las delicadas maneras con que la trataba eran un signo más del temeroso respeto, de la distancia insalvable que había entre ambas.
Habían mandado a buscar a las curanderas del pueblo dos días antes. Tal vez tardaran cinco días o más en arribar. Los hombres estaban abriendo, mientras tanto, un sendero en la nieve desde el umbral de la cabaña. El ruido de las palas, los resoplidos de los hombres al agacharse y erguirse, eran el único acompañamiento verdadero para Gerda. Las mujeres que vivían cerca solían entrar a la choza de a una por vez, para no perturbarla. El silencio era opaco y sordo, encerrado por la nieve que caía y se acumulaba en el techo. Las ráfagas la helaban cuando se abría la puerta, pero no habría podido soportar los días sin esa corta vista del exterior. Veía la luz del invierno, la imperecedera blancura que viajaba en el viento. Unos puntos negros, en medio de la nieve, se movían como hormigas: los hombres trabajaban, alejándose, abriéndole un camino a las curanderas.
-Nuestros hombres trabajan día y noche. Saben lo que tu esposo está haciendo por ellos, lo que tu hijo significa. Y por eso cavan y retiran la nieve. Un sendero para que el mal que te aqueja se aleje de tu cuerpo. Por allí regresará tu esposo, a consolarte, y saldrá tu hijo, a poblar el mundo.
Gerda escuchaba estas palabras cada mañana, murmuradas a su oído por la vieja a quien le había tocado cuidar de ella la noche anterior. Era recién entonces cuando despertaba del todo y se sentía lúcida, aunque agotada por los escalofríos nocturnos. Como no podía moverse, su cuerpo se había concentrado en los recuerdos.
En las tardes, sus acompañantes dormitaban, y ella, levantando un poco la cabeza, observaba entre las rendijas de las tablas abombadas por el peso de la nieve. Delgados hilos de agua se colaban hasta el suelo, y grandes manchas de nieve derretida marcaban la madera. A veces oía el crujir del alero y del techo justo sobre ella.
La nieve me ha sepultado, y la gente camina sin saber de mi presencia.
La idea comenzó a inquietarla. Sacudió de un hombro a la mujer hasta hacerla despertar, y quiso obligarla a salir y mirar. La otra intentó calmarla, diciéndole que eran solamente unos pájaros que habían empezado a llegar el día anterior.
-Cuando vine esta mañana, estaban en el techo. Eran cinco, me parece, cuando sólo ayer era uno. Los hombres me dijeron que están llegando desde todas direcciones, y se posan aquí arriba, sin volver a levantar vuelo.-Y la mujer miró al techo durante un rato, escuchando las pisadas.
Gerda se limitó entonces a escuchar el aleteo continuo, los picotazos en la madera. Los imaginaba uno junto al otro, cubriendo el techo de la cabaña rodeada por la nieve. En ocasiones, oía el desplegar de las alas levantando vuelo, quizá en busca de alimento.
-¿Cómo son?- preguntó una tarde. Aunque de algún modo ya lo sabía., en boca de otros el indefinible recuerdo dejaría de ser sólo una extraña virtud de su imaginación.
Las dos que la acompañaban se miraron, presentían lo inútil de la respuesta, pero contestaron dispuestas a gastar el tiempo de la espera.
-Son negros. Tienen plumas negras que no devuelven la luz. Son parecidos a pozos profundos cuando dejan de aletear o moverse. Los hombres dicen que son buitres. Los sacerdotes dicen que son los pájaros que regresan cada cien inviernos. Nosotras nunca los hemos visto antes.
Gerda siguió atenta a las pisadas, los graznidos y picotazos. Debía haber muchos, a juzgar por aquellos ruidos. Ni los gritos de los hombres o los golpes de las herramientas habían logrado espantarlos. Allí se quedaron y los días transcurrieron. La ansiedad de la espera fue creciendo con el número de pájaros.
Ella seguía temiendo por la solidez de la construcción.
- No sé si la madera soportará la nieve y las aves -les decía a las mujeres, apoyando la cabeza cansada sobre las mantas. La fiebre no la abandonaba, y sus ojos, casi rojos, parpadeaban con lágrimas que habían comenzado a lastimar su piel. Las viejas le secaban la cara y la consolaban.
-La choza aguantará.
-Pero mi hijo…-insistía ella, llorando sin saber contenerse y avergonzada de que las otras la viesen así, porque algo le decía que no era realmente ella quien lloraba.-….nacerá en pleno invierno, aislados como estamos, con su padre tan lejos, y el hogar se derrumbará…
La desesperación había borrado la belleza de su rostro, y era igual al de tantas otras mujeres de la región. Al verla así, las viejas parecían mostrarse menos miedosas, la tocaban y le hablaban ya sin las reservas o esa distancia que habían creído necesario anteponer.
Pasaron las noches, y el día del alumbramiento se acercaba. La fiebre cedió por unas cuantas jornadas, Gerda se sintió más fuerte. Los ruidos de las palas habían decrecido, y se escuchaban muy de tanto en tanto.
-Dígales a los hombres que no dejen de cavar por ningún motivo.
-No lo harán- le respondió la mujer mientras calentaba la comida.-No dejarán de hacerlo hasta que lleguen las curanderas. Pero ya estarás mejor…
-No importa. En estos días he recordado que fui yo quien las llamé, no a las curanderas del pueblo, sino a otras, no sé cuándo, pero sé las palabras que pronuncié…- Se quedó pensando un rato.
La fiebre, sin embargo, regresaba siempre, pero con intermitencias, y la hundía en pozos de los que despertaba más cansada y confundida. Su hijo también se movía en el vientre y la golpeaba.
Una joven entró de pronto, dejando que el viento frío azotara el interior de la cabaña. La vieja se enfureció y sacudió a su nieta por los cabellos. El viento seguía helando la habitación.
-¡Cierren!-ordenó Gerda, y su voz tan fuerte no parecía venir del cuerpo hinchado y débil. Las otras dos se quedaron mirándola por un momento, y en seguida fueron a cerrar la puerta. La más joven, aún agitada, pidió permiso para hablarle, mientras la abuela la miraba desconfiada. Los ojos de la nieta iban de un rostro al otro, buscando aprobación.
-Habla-dijo Gerda.
Cuando iba a comenzar, tosió y la vieja le palmeó la espalda, moviendo la cabeza con un reto en los labios.
-Los hombres han visto a los pájaros en el camino, a medio día de aquí. Dicen que se han posado sobre la nieve. Ni los gritos, ni las piedras ni las amenazas con las palas los hicieron huir. Entonces siguieron trabajando. Las aves parecían vigilarlos. No tienen miedo de los pájaros, así dijeron ellos, pero yo creo que sí. Si las hubiera visto, aves más grandes que esto…-Y abrió los brazos tanto como pudo.
-Sigue…
-Los pájaros estuvieron ahí hasta el anochecer, sin moverse. Los hombres dejaron la labor y se fueron caminando con las herramientas sobre los hombros. Debieron temblar mientras se daban vuelta para observar a los pájaros, que los seguían con la mirada. Pero las aves se convertían en manchas grises en la penumbra sobre la nieve.
La abuela se había sentado, sorprendida por la desconocida elocuencia de su nieta. Nunca la había oído hablar así. La torpeza de su llegada se había tornado en una casi madura fluidez de pensamiento.
-Mi padre estaba entre ellos, y al volver a casa nos contó todo esto. Tenía la cara fría, no tanto por la escarcha, sino por el miedo. La mirada le brillaba, y no quitaba los ojos del camino. Después de un rato, nos dijo que había visto a las aves empezar a moverse. No levantaron vuelo, sino que caminaron un poco más erguidas, más altas. Creyó haberlas visto bajar al sendero que ellos habían abierto. Pero…-. La joven se puso a llorar de repente, con la cara entre las manos y arrodillada frente al camastro. La abuela intentó separarla de Gerda, avergonzada otra vez de su nieta.
-Deja que termine de hablar-dijo ella, y tomó las manos de la joven, frías y blancas.
-Esta mañana, antes de que amaneciera, mis padres me mandaron a servirla junto a mi abuela. Salí. Mi hogar no dista demasiado del camino, así que poco tardé en llegar. Esperaba ver a las aves, pero no las encontré. Las huellas de sus patas aún no se han borrado. Pero al asomarme por el muro de nieve que da al sendero, las vi. ¡Oh, Señora!
-¿A las aves?-preguntó Gerda.
-¡No! ¡A las mujeres, a las brujas!-La joven se tapó la cara una vez más. Su abuela se apartó de ella, y miró hacia la puerta azotada por el viento.
-¡Eran tan horribles, tan horribles! ¡Y me miraron! ¡Les vi los ojos, y no eran ojos! ¡Estoy manchada, Señora!
Gerda no tuvo tiempo de indicarle a la vieja que consolara a su nieta. La puerta se había abierto con la fuerza de una ráfaga, pero nada había en el largo sendero, recto, que desembocaba ante la choza desde el fondo indefinido del horizonte nevado. Nada más que el aullido del viento se escuchaba por encima del llanto de la joven. La anciana no se había movido de su lugar. Los aleteos de los pájaros en el techo habían cesado, pero podía sentirlos en el techo, como si fuesen ellos los que sostenían en alto la estructura.
Entonces, apenas perceptible aún, comenzó a verse un punto oscuro al final del camino, que lentamente fue aumentando de tamaño. Tenía un movimiento acompasado, como el vaivén de una mujer meciendo a un niño. Eso fue lo primero que Gerda pensó.
-Es una de las mujeres del pueblo…-dijo sonriendo a las dos que la acompañaban. Pero pronto su sonrisa se borró al distinguir que varias otras siluetas se iban diferenciando de la anterior, naciendo de ella quizá. Estaban lejos, pero las franjas blancas de la nieve podían verse separando los cuerpos de las que llegaban.
-Al fin…-dijo esta vez, sabiendo que ellas dispondrían de todo mejor que las mujeres de la aldea. Sin embargo, el temor de la joven la tocó como una mano fría sobre el vientre entibiado por las mantas. No las conocía, por lo menos no las recordaba, y como tantas otras veces, tuvo el presentimiento de que le eran familiares. Pero entonces la sola idea de pensar en ellas comenzó también a resultarle grata, la hizo sentirse cobijada.
Volvió a mirar con atención. Estaban ya a mitad de camino. Había seis mujeres que caminaban en dos filas. Cada una, a pesar de su extremo parecido en las ropas, iba adquiriendo individualidad a medida que se acercaban. Aún era difícil distinguir las caras detrás del viento sucio con hojas y nieve. Vio los vestidos negros que las cubrían, las mantas también oscuras sobre la cabeza, y los delgados puntos blancos de las manos se juntaban frente al cuello para evitar que el viento se las arrebatara.
Poco después, escuchó el ruido de las suelas de cuero sobre la nieve apisonada frente a la entrada. Las dos primeras ocupaban todo el espacio del umbral. La luz a sus espaldas ensombrecía los rostros ocultos por las capuchas. Gerda no se animó a hablarles. Desde su camastro hizo una reverencia con su mano derecha.
Una mano blanca y débil, cubierta de manchas marrones y de nudillos engrosados, salió de abajo del vestido de una de las recién llegadas, y saludó con una reverencia similar. Luego se apoyó en la pared para darse impulso, y se oyó el rozar de la madera con algo duro como uñas. Otra la imitó, y ambas dieron el primer paso que las ponía definitivamente lejos de la nieve, sobre las tablas cálidas del piso de la cabaña.
Cuando las seis entraron, la última cerró la puerta, y el resto se ubicó a su alrededor. Las ropas estaban raídas, y de los bordes de las telas con que se tapaban la cabeza salían los cabellos blancos. En las manos frente al pecho, resaltaban los huesos bajo la piel. Las caras estaban resecas, cubiertas de surcos y pliegues. Las narices era largas y corvas, los labios muy delgados, tanto que casi parecían carecer de ellos. Los pómulos altos terminaban en un mentón afilado. Las cejas eran blancas, pero había oscuridad donde debían estar los ojos. Todo lo que Gerda pudo distinguir fue la ocre palidez de los párpados. Tal vez ellas nunca habían tenido ojos, y habían recorrido el camino a ciegas, se dijo.
-¿Debo recordar?-preguntó.-. La fiebre me oculta cosas.
No sabía si esperar respuesta. No consideraba posible que alguna voz pudiera nacer de las brujas. Pero una de ellas le contestó, apenas abriendo los labios. Las arrugas del cuello se movieron un poco mientras hablaba. La voz tenía el sonido de un rozar de escamas. Pero un olor a tierra vieja y estancada había nacido de la boca de la anciana.
-No te asombres de no saber, porque más tarde recordarás.
Bajo la vencida techumbre de la choza, resonó un eco breve, aunque sólo persistió aquel sonido de escamas rozadas. Después, otra de las brujas habló. Esta vez el ruido y el olor eran como plumas movidas por un viento frío, y los pájaros en el techo aletearon.
-Ni te asombres de sufrir como mujer, porque darás vida al hijo de un hombre.
La voz de la tercera era seca, cortante, despojada como una forma más del vacío sin quejidos.
-Nosotras nos encargaremos-les dijo a las que habían estado cuidando a Gerda. Sacó la mano de abajo del vestido y comenzó a desprenderse de la capucha.
La abuela y la nieta se taparon los ojos, luego se dieron vuelta y abrieron la puerta, huyendo de la cabaña, sin volverse a mirar.
El cabello de la bruja se agitó un poco, pero estaba atado en la nuca en una trenza. La parte posterior del cráneo era alargada, como si al nacer lo hubiesen comprimido por los lados. Las orejas estaban un poco más altas que la altura de los ojos, eran delgadas y casi transparentes. La frente ancha tenía un aspecto viscoso, cubierta de sudor. La bruja se pasó el dorso de una mano por la cara.
-Sólo por usted, mi Señora, hemos venido desde nuestras tierras. Hace siglos que no nos encomiendan una tarea como esta.
-Cuidarla, Señora de la Gran Sabiduría.
-Tratarla como a una hija, a usted, nuestra Madre y Maestra de los hechizos que rigen al mundo.
Las demás, excepto una que permaneció en silencio, continuaron la letanía. Se pusieron a distribuir las labores. Una volvió a cerrar la entrada, mientras otras alimentaban el fuego con leña. Derritieron hielo en una fuente para calentar agua. Ninguna, incluso la que se había quitado la capucha, abrió los párpados.
Gerda comenzó a sentir el familiar contacto de los recuerdos llegados desde la oscura región de la memoria. Un olor a cotidianeidad la fue adormeciendo al verlas trabajar a ciegas. Se dejó tocar por la mano de la más anciana de las seis, mientras le cambiaba las ropas sucias que hedían a sudor y a nieve vieja.
Las brujas arrojaron al fuego las telas, vasijas y paños con aceites. Las llamas calentaron el aire helado que entraba por las rendijas. Una cargó leña desde un rincón oscuro en el que nunca parecían agotarse las reservas de maderos. Leño a leño, durante todo el resto de ese día y la noche, alimentó el fuego.
Las que preparaban la fuente se habían dividido las tareas. Una traía fragmentos del hielo filtrado del techo, la otra revolvía el agua con el hielo recién echado. Recién se detuvieron cuando la anciana que consolaba a Gerda levantó una mano. Entonces sacaron las bolsas escondidas bajo las ropas, desataron los nudos, y vertieron el contenido en el agua. Una tras otra, incluso la mayor, pasaron junto a la fuente para volcar el polvo gris, que al caer dejaba un halo sucio flotando en el aire.
Gerda sintió el olor de la ceniza y la irritación de la garganta con el polvo que giraba en el interior de la cabaña. Tosió, y los dolores del parto comenzaron. Espasmos que apenas le dieron tiempo para recuperarse antes del siguiente. Ya no eran pequeñas patadas, sino la sensación del cuerpo retorcido y estirado, una y otra vez. Algo que se rompía y desgarraba con cada espasmo. Pero aún no alcanzaba a ver lo que había esperado que se le revelara. El dolor la hundía en un oscuro mundo donde los sentidos funcionaban precariamente. Sólo veía a las brujas, atentas a sus gritos. Sentía las manos de las viejas sujetándola de los brazos, olía el aroma de las cenizas en el agua con una fetidez que la ahogaba, como si en el agua se cociesen los cuerpos de los muertos, o el hielo volviese a formarse encerrando la ceniza. Una forma de la persistencia y la eternidad.
-Los muertos sobreviven a su muerte-dijo una de las viejas.
Gerda pensaba que los muertos venían a pedirle favores, a que los dejase utilizarla como instrumento de supervivencia.
La anciana se había aferrado a su brazo derecho, y la frente apoyada en el camastro rezaba una nueva letanía.
-Los muertos vienen, están en el agua y el hielo, en el fuego y la ceniza. Te buscan, Maestra.- Después levantó la vista hacia la hoguera, ordenando más hielo y fuego. Las otras se apresuraron a cumplir, y el agua se transformó en vapor y humo cuya ceniza volvía a descender.
Gerda sintió que las gotas de vapor le caían en la piel y se convertían en manchas con el olor de la tierra. Se vio cubierta de pequeñas fosas abiertas en su piel. El humo ascendía, abandonaba las cenizas a su alrededor y regresaba afuera por los espacios entre las tablas del techo, para convertirse otra vez en nieve y luego en hielo arrancado por las manos incansables de las brujas.
Pero a ella el dolor la preocupaba más que la tierra sobre su piel. Algo se rompió definitivamente dentro de ella, y el agua fluyó como si hubiese bebido todo aquel hielo que se fundía y volvía a formarse sin detenerse. El agua mojó el camastro y cayó al suelo, y en el charco también cayeron cenizas que se convirtieron en el fango donde las brujas sumergieron sus manos y se frotaron las caras desesperadamente.
-¡El líquido del cuerpo vital que alimentó a tu hijo! El líquido filtrado de tu sangre. El agua que se embebe de la ceniza de los muertos-recitaban.
Gerda no podía hablar. Estaba muy cansada, y su hijo todavía no había nacido. Pero ya no necesitaba decir nada, el olvido se había desgarrado y ella comenzó a ver lo que siempre había estado al alcance de sus manos.
el nacimiento de mi estirpe en la creación del mundo, en un lugar de los cielos, la mansedumbre de quienes lo habitábamos, hasta que los seres sin forma llegaron a reclamar su preeminencia, ellos recordaban la vida, y extrañaban su dominio, no podían dejar de recordar, la memoria era alimento para la ira, decían que estaban antes que nosotras porque la nada comienza antes que la vida
los muertos regresan de donde han venido, no de la vida, sino de la muerte antes de la vida, la nada existe en la nada del después, están antes que las brujas que los llaman, antes que los dioses que crean las cosas, porque los muertos son la nada con que los dioses crean el mundo, la tierra está hecha con los elementos de esa nada, la tierra es muerte, está formada por muertos, y cuando ellos regresan, la memoria de la nada se concreta en la angustia, la desesperación, el rencor que no se contiene porque no posee contornos fijos, la tierra no puede ser contenida, se apelmaza, se seca y flota con el viento que agita las sustancias, el polvo que viaja y crea los astros
y los muertos no toleran la ausencia de las cosas, es su sustancia, pero no soportan esa tierra en sus gargantas henchidas de recuerdos, los ahoga, porque no puede la memoria deshacerse de sí misma, los muertos son esa nada tocada, golpeada, moldeada por un instante con ese algo que hace ver el color del sol en los ojos de los hombres, el cuerpo deja una marca que no pueden olvidar, la carne es dolor, el hueso es dolor, y la pena que deja es amarga, pero cada uno sabe que es la señal de la individualidad, y el fracaso del cuerpo el común fondo de la humanidad
la nada extraña el cuerpo, y el dolor del cuerpo no trae más que dolor transformado en ira, el conocimiento del cuerpo propio crea una memoria, y el recuerdo es carne también, es un hueso más en el esqueleto del mundo, fragmento, astilla, mota de polvo que duele y ahoga la memoria de los vivos
dioses o brujas no existen más que a expensas de los muertos, y los seres que protegen son enemigos de los cuerpos que quedan, no son muchos los huesos construidos, los formados por los elementos contados del mundo, algún día se acabarán, ellos lo saben, y los cuerpos deberán renovarse, entonces regresarán, pero habrá batallas por recuperar la posesión de esos cuerpos, esos mundos endebles de carne y huesos frágiles que hasta una hoja puede lastimar, cuerpos deseados como se extraña una mano que ya no está en nuestro brazo, triste miembro perdido que regresó a la tierra y espera su vuelta
que seguiríamos su camino, y tarde o temprano también nosotras seríamos ellos, reclamando en medio de la nada los dominios de los vivos, extrañar lo es todo, es ser y no existir, tomamos el lado de los buenos muertos, los que fueron privados de sus tierras primero y luego de sus cuerpos y los llevamos a habitar la carne de los animales, los protegemos, los muertos buenos son los que en lugar de furor sienten deseos de reivindicación, a ellos elegimos, los que desean venganza y miran con ojos secos a los muertos de la historia del mundo, tan cansados de su muerte, que ya no son más que seres con una forma indefinida, aunque semejante a los contornos del odio, los límites precisos que llevan a la oscuridad
no ser es ser, y las batallas por retener las virtudes de la vida comenzaron, se desenterraron los misterios empolvados por el olvido en las mentes de las brujas, ellas, las que juegan con las virtudes de la muerte a expensas de los hombres, estos instrumentos de la vanidad de viejas mujeres que esconden su belleza tras los gestos y palabras que hablan de eternidad, para convertir el despojo de la tierra en algo más útil que la humillación, la lucha por vencer las formas de la muerte con otras tantas formas de la vida descendió hacia los dominios de los hombres, porque los hombres son niños que no recuerdan la nada y juegan con los huesos como si fuesen elementos que no tuviesen fin, y juegan con la carne como si nunca fuese capaz de convertirse en podredumbre, los hombres ríen cuando son niños, lloran cuando ven en el cielo el fin del tiempo y la lluvia de polvo sobre sus cabezas, contemplan azorados las grietas de la carne y la fragilidad de su cráneo frente a las uñas de los muertos
y en ese momento cuando la lucha debe tomar fuerzas, los viejos saben que detrás está la muerte y el regreso a la no sensación, y eso los asusta, capitulan con los muertos que los visitan en las noches, se unen a sus fuerzas para reservarse un espacio en la lucha, porque cada guerrero recuperará un cuerpo, con la esperanza inevitable, la enorme fe que crece cada primavera en los alisios del no tiempo, como un árbol que crece en alto y ancho, abarcando el bosque, consumiendo la esperanza de los otros árboles por crecer, la fe que vive comiendo el deseo de los otros, la esperanza vital de que el día que ellos triunfen, el cuerpo recuperado sea su antiguo y entrañable cuerpo
-Los hombres mueren cuando crecen…-decía la anciana a nadie en especial, sólo recitando una ancestral plegaria-…se hacen fuertes, han dejado las almas en los vientres de sus madres, de sus jóvenes esposas, y cuando son hombres maduros, luchan con cuerpos sin almas, porque sólo cuerpos tienen para perder. Acaso no has visto cómo miran cada mañana su reflejo en el agua de un pozo, de un río, cómo se preparan y se visten para la lucha. Son cuerpos que los muertos reclaman, que miran desde el fondo esos pozos con envidia, y los hombres apenas ven unos puntos negros como piedras en el lecho del río. ¡Dominios de los muertos! Danzaremos todos en el baile circular de la vida. Ustedes, haciéndose oír por los hombres como si fuesen dioses. Nosotras, reclamando el regreso a la vida con hechizos y trampas. Eso nos han dejado. Apariencias. ¡Oh, ustedes! Las reales sombras de piedra, espíritus que golpean más duro que cien montañas, que hablan la lengua de la roca, más eterna que nuestros cabellos grises dóciles al viento, ese viento más eterno aún por inatrapable y devorador de rocas. En el círculo caeremos durante nuestras peleas, cien veces y luego miles de veces otras cien por el resto del tiempo. Un tiempo más duradero que el viento mismo, porque nace con la nada. En la danza celebraremos la vida por turnos, instantes que tal vez duren siglos, pero al final algo va a agotarse, sin remedio.
La voz de la bruja se interrumpió con un grito agudo dominado por el llanto. Los pájaros en el techo graznaron en respuesta, los chillidos rodearon la cabaña y las aves aletearon. Algunas echaron a volar y regresaron a estrellarse contra las paredes. La estructura se estremeció. Una de las brujas miró entre las rendijas.
-Está anocheciendo, y no hay luna-dijo.-Los pájaros volarán con nosotras y tu hijo.
El olor de las plumas prevaleció por encima del aroma de las cenizas. El ruido de los aleteos ya no cesó. Gerda estaba mareada. Escuchaba a los pájaros volando alrededor de la cabaña, cada vez más rápido, y ella se hundía en un vértigo que la transportaba y la sostenía en el aire.
Las brujas gritaron con un chillido igual al de los pájaros, excepto la sexta anciana, que nunca había hablado. Fue la única que se mantuvo serena. Se acercó a Gerda con los brazos extendidos y las manos abiertas. La tomó de los tobillos, y la hizo flexionar las piernas. Ordenó, con un movimiento de la mano, que trajesen agua. Después embebió un paño en el líquido espeso y tibio, que tenía ahora la suavidad de las plumas.
Gerda miraba al techo, y sintió cómo la vieja la limpiaba, y comenzó a relajarse, hasta casi no sufrir mientras su sexo se iba dilatando.
El hijo avanzaba hacia la luz.
Ella veía lo que él veía: el círculo abierto al mundo de las brujas y la nieve.
El mundo de maderos y de fuego, de pájaros creando un viento de plumas que atravesaban las paredes y hacían temblar las tablas. La nieve entraba, enturbiando el aire. El fuego se agitó, sin apagarse.
La sexta bruja tomó la cabeza del niño entre sus manos.
Las falanges formaron pequeños pozos en el cráneo. Fue moldeando sus manos a la silueta de la criatura, y lo arrastró hacia fuera.
El niño comenzó a llorar, pero el llanto era más parecido al de un viejo hombre triste que al de un niño.
Gerda dio un último grito de dolor, pero su hijo ya estaba fuera de ella para siempre, en los brazos de la bruja, que esta vez levantó la vista hacia Gerda, se sacó la capucha y abrió los párpados.
Los ojos eran los suyos, su cara y sus cabellos.
Las otras hicieron lo mismo, y la miraron. Todas tenían las formas de los rostros que ella alguna vez había tenido.
Comenzaron a murmurar un canto que se confundió con el aleteo de los pájaros y sus graznidos.
Las tablas del techo se vencieron y rompieron. Se abrió un gran hueco por donde entraron ráfagas heladas, sacudiendo las ropas de las mujeres y las mantas del camastro. Un remolino de plumas negras precedió la entrada de las aves.
Gerda ya no era ella. Sus piernas se habían convertido en patas con uñas, los brazos en alas que se desplegaron. Su cara se había alargado y había nacido un pico corvo sobre la boca. Entonces comenzó a volar, y las otras brujas fueron tras ella a medida que sus cuerpos tomaban la forma de los buitres.
Cientos de aves negras surcaron el cielo. El camino despejado por los hombres se había cubierto otra vez de nieve. Las paredes de la choza que se mantenían en pie, estaban llenas de rasguños, y ya no había techo.
La gente de la aldea salió de sus casas para ver la columna de aves que nacía de la cabaña destrozada, y que continuó surgiendo aún cuando ya casi todo el cielo estaba cubierto de aves. Parecía haber un nido interminable en el fondo de la tierra bajo esa cabaña.
Las mujeres se arrodillaron frente a la cabaña, algunas rezando, otras demasiado asustadas para siquiera moverse. Pero tres de ellas se animaron a entrar. Las últimas aves continuaban naciendo de las paredes y lo que quedaba de la estructura amenazaba con derrumbarse. Y encontraron al niño protegido entre las mantas.
Las aldeanas se acercaron y lo cubrieron con sus cuerpos para resguardarlo del aleteo de los pájaros que nacían de abajo del camastro. Salieron antes de que las paredes cayeran definitivamente, pero ellas sólo tenían ojos para las largas filas de pájaros que volaban en dirección al Sur. Se cubrieron con las manos del extraño reflejo de la luna, que desaparecía y volvía a surgir entre las amplias alas de los pájaros.
Los hombres rodearon a sus mujeres para ver al niño, y juntos tomaron el camino de la aldea, pero sin dejar de mirar hacia arriba de vez en cuando.
Los pájaros continuaron surgiendo durante toda la noche y el día siguiente, hasta que el último se perdió de vista en la espesa niebla y las nubes negras de una tormenta que había comenzado a formarse, cubriendo el horizonte.
*
Era la tercera tormenta en treinta días, y el último invierno había sido el más crudo de los cuatro que llevaban viajando. Había logrado reunir casi mil personas desde que partió de la aldea, pero el invierno se había llevado más de cien entre mujeres y niños. Los hombres aún resistían, pero estaban agotados y muchos se habían quedado en los pueblos por donde pasaban.
Una masa de nubes negras avanzaba desde el norte. Se formaban y deshacían con el viento, que también los obligaba a protegerse las caras y encorvar las espaldas para avanzar. Las nubes giraban y se desplazaban hacia ellos esa tarde, los relámpagos aparecían de tanto en tanto. Una densa neblina había comenzado a formarse a lo lejos, y la lluvia estaba cayendo fuerte y densa. Llegaría a más tardar al anochecer a la colina donde se habían asentado. Pero la neblina y la oscuridad seguían avanzando y las nubes de tormenta girando como sobre un eje.
Sigur estaba preocupado. Nunca había visto algo así. Las tormentas del Norte no se anunciaban de esa forma.
-Miren-les dijo a sus hombres, que conocían aquel país mejor que muchos otros en el grupo. Sigur los había organizado según la experiencia y habilidades que demostraron durante el viaje. Algunos eran relevados cuando las tierras ya les eran menos conocidas. Pero hacía mucho que no había logrado reemplazarlos.
-¿Qué te parece, Tarkus?-preguntó.
El hombre miró a sus compañeros, se rascó la barba gris, luego parpadeó por el reflejo plateado del sol a través de las nubes. Tenía la cara curtida, con ojos verdes que resaltaban con la cabellera agrisada.
-Sabes que no le temo a nada, Sigur, pero a eso sí le debo respeto. Está a dos días de nosotros, y avanza directamente hacia aquí.-Se dio vuelta hacia la planicie, donde las caravanas y la gente descansaban.
La columna central, donde viajaban los principales con sus familias, se había ubicado en el círculo interno para protegerse de posibles ataques. La columna derecha estaba terminando de acomodarse en un círculo periférico al anterior. Eran también los encargados de resguardar los alimentos y provisiones, y de cuidar a los niños que habían perdido a sus padres. La última columna recién había comenzado a asentarse, y tardarían casi todo el día en armar las vallas de protección. Los maderos eran transportados por bueyes que necesitaban descansar y comer. Las mujeres se encargaban de levantar las tiendas, los hombres de preparar el fuego. Los gritos de los rezagados se entremezclaban con los latigazos y el polvo. Todavía quedaban cincuenta animales fuertes que llevaban maderos y tablas retumbando sobre el suelo pedregoso y los montículos de nieve. Los niños corrían entre el humo de las primeras fogatas y la tierra removida. El olor de las bestias se erguía como un vaho fresco en el viento que azotaba la planicie.
Sigur y sus hombres observaban desde la colina el fluir confuso y continuo de la gente. La espiral se iba formando lenta, penosamente bajo la amenaza del cielo.
-También tienen miedo-dijo uno.-Se ve en cómo se comportan, aunque no haya protestas.
-Los animales han presentido la tormenta desde varios días antes, por eso cuesta controlarlos-dijo Motz el cazador, que Sigur había traído de su aldea.
-No nos servirá de nada quedarnos aquí, la tormenta va a arrasarnos.- Tarkus no miró a su jefe al hablar, sino hacia el horizonte oscuro.
Sigur contempló las regiones a su alrededor. La tormenta se extendía desde el norte, casi hasta tocar las fronteras del oeste y las montañas. Al oriente, la estepa se abría sin protección, quizá también sin alimentos ni agua. Los pocos que por allí habían ido, regresaron hablando de rocas filosas entre hierbas venenosas, de alimañas que salían de sus madrigueras para morder los pies de los que se atrevían a pasar. Pero sobre todo mucho frío, demasiado para ser soportado sin comida. Luego miró al sur, la meta que lo había guiado por cuatro inviernos, y de la cual aún no estaba seguro cuánta distancia lo separaba. Sin embargo, era el único camino que les quedaba.
Señaló el altiplano en el sudoeste.
-¿Ven ese reflejo en el cielo, claro como un lago después de la lluvia?
Los otros miraron haciendo sombra con las manos en la frente. Murmuraron palabras de dudas.
-¿Dónde?-preguntaban, pero ya Tarkus había visto lo que su jefe señalaba.
-El mar.
Sigur sonrió.
-Así es. Lo he atravesado, y jamás podría olvidar cómo se ve. Está muy lejos, pero más cerca está la Aldea del Norte, un pueblo de pescadores y comerciantes prósperos.
-¿A qué distancia?-preguntó otro, desilusionado ya de la posibilidad de huir, pero nadie respondió.
Sigur sabía que no habría tiempo de llegar a la aldea antes de ser alcanzados por la tormenta. Se sentó en la nieve, cabizbajo. El viento le golpeaba la cara con sus propios cabellos largos y rojos, con copos de nieve sucia. Los hombres daban vueltas a su alrededor, las manos a la espalda. Unos pensando, otros con la mirada puesta en el pueblo que seguía asentándose.
Uno de los que conducían la caravana estaba subiendo la colina. Cuando llegó a ellos, se detuvo a descansar y lo rodearon haciéndole preguntas. Él no les hizo caso y le habló a Sigur.
-Señor, unos niños han visto hombres pintados de blanco, al sur. Dicen que no los vieron llevar armas. Pienso que son vigías, Señor. Temo que pronto van a atacarnos.
-Deben ser de la tribu que vencimos hace diez noches. Se propagan como hormigas, más rápido de lo que avanzamos-dijo otro de los hombres.
-Debimos exterminarlos a todos, ahora siempre los tendremos adelante.
Esperaban una respuesta de Sigur.
-Tan cerca del mar, tan cerca, y nos sucede esto-dijo él, con pesadumbre. Fue un comentario hecho como si hubiese utilizado la voz del viento para decirlo. Hueco, áspero, y con su aire de indudable certeza, fue casi un corte de filo para los que escuchaban. Después, inspiró profundo y volvió a levantarse.
-Dispongan una expedición . Por ahora nos defenderemos como podamos.-Hizo una pausa, mirando hacia las caravanas.-Vamos a quedarnos, es mejor que la tormenta nos encuentre afirmados en este terreno a que nos sorprenda en el camino.
Los otros asintieron.
-Si los dioses nos ayudan, quizá la tormenta cambie de rumbo-dijo Tarkus.-No sería la primera vez.
Pero Sigur apoyó su muñón sobre el hombro de su amigo.
-No esperes demasiado de los dioses. Nunca hemos visto que ellos nos eviten las tragedias.
Bajaron la colina hacia la gran espiral que se asentaba sobre el valle cubierto de nieve. El viento había aumentado, y dificultaba la instalación de las vallas.
Se oían órdenes y protestas arrastradas por ráfagas con olor a lluvia, a uno y otro lado de la caravana, que se iba desenrollando como una serpiente, mansa como un caracol. Los bufidos de las bestias, los gritos incitándolas a avanzar, el choque de los maderos y las voces de los que se pasaban cuerdas a lo largo de interminables filas de hombres cansados. El trabajo no decreció en todo el día. Sólo los niños se sentaron y cayeron dormidos en sus mantas separadas de la nieve por paja. Al llegar la noche, los pilares no habían aún terminado de colocarse.
Sigur los observaba desde la tienda de la colina. El espiral de la caravana se iba formando con lentitud, pero al ritmo que llevaban podrían estar listos antes de que la tormenta los encontrase. El centro del caracol de madera ya casi estaba armado, pero no quiso ir todavía a revisar. Desde la colina le era más fácil ver a su gente, y sabía que ellos tendrían que darse cuenta finalmente que él no se escondía, sino que se hacía cargo de la responsabilidad del viaje.
Un grupo iría a verlo esa noche, así le habían dicho. Estaban descontentos por la pérdida de vidas durante aquellos cuatro inviernos. El germen del desorden podía sentirse claramente cada vez que alguno lo miraba a los ojos. Nunca se habían atrevido, sin embargo, a negarse a una orden, ni siquiera a retrasarse en cumplirla. Tampoco hubo miradas de rencor, sólo una angustia dibujada en los gestos de los más jóvenes. Una especie de sumisa desconfianza que lo lastimaba más que una rebelión.
Las fogatas demarcaban los contornos de la espiral en el valle. Algunas sombras se movían alrededor con rapidez, otros con parsimonia. Sigur no alcanzaba a verlos, pero sabía que eran los hombres cambiando de turnos para el trabajo. Las sombras que se levantaban iban de regreso a la periferia de la espiral, las que se sentaban dormirían para levantarse otra vez antes del amanecer.
Sigur vio las antorchas que subían la ladera en manos de cuatro o cinco hombres. Ello jadeaban, y el sudor brillaba a la distancia. Se adelantó a recibirlos. Bajaron la mirada al encontrarse con él, e hicieron una breve reverencia.
-Acérquense al fuego.
Obedecieron y dejaron sus antorchas junto a la fogata. Se sentaron alrededor, y Sigur los invitó a beber de una vasija que se pasaron de uno a otro, sin hablar. Parecían esperar que él lo hiciese primero. Uno de los ayudantes de Sigur quiso atenuar la tensa calma.
-Estamos todos cansados- murmuró.-Deberían hablar ahora para descansar después.
Los hombres del pueblo lo miraron como a un adulador. Luego, dirigieron la palabra a Sigur.
-Lo hemos seguido todo este tiempo, a pesar de las tormentas y los ataques, a pesar de los seres amados que perdimos y enterramos, porque sabíamos que todo esto podría suceder cuando salimos de nuestros pueblos. No nos ha mentido, Señor, los sabemos, y le hemos sido fieles. Pero esta vez la desesperanza nos supera. El cielo del norte se acerca. La tierra y la nieve se han levantado y caerán sobre nosotros. Ya no importan los enemigos, los salvajes o los otros pueblos que podamos encontrar. Queremos saber si ahora somos libres.
-¿Libres para escapar? ¿A dónde?-dijo Sigur.- Lo que hayan pensado, lo pensé yo antes. La solución no está en huir, porque no hay tiempo. Debemos quedarnos y ser como rocas, piedras con raíces hasta lo más profundo. Sólo así los vientos no nos arrastrarán.
Se levantó, atizó la fogata, y observó el silencio en el rostro de los hombres.
-¿Libres para qué?-repitió, sin enojo, pero sí con desilusión.- Están aquí por que han elegido. Miren el pueblo, sus mujeres los esperan. Ellas construyeron la espiral con ustedes porque así lo quisieron. Si yo les dijera que son libres, ¿a dónde irían?
Sigur se adelantó hacia el que había hablado, lo hizo pararse y enfrentarlo.
-¡¿Hombres, no se dan cuenta todavía?! Yo, sin ustedes, no puedo hacer nada. Pregúntense entonces, ¿quién es el que está libre?
La luna era una opaca bola de nieve, pequeña, deformada por las nubes, asomada detrás de la colina, que en toda esa noche no ascendería más.
El hombre apoyó una mano sobre el brazo izquierdo de Sigur. Los demás lo miraron con asombro por aquella confianza. Sigur no se movió ni retiró el brazo. El hombre se acercó luego a su cara, y dejó un beso en la mejilla de su líder. Después se alejó, sin volver la mirada, y los demás lo siguieron.
Los ayudantes rodearon a Sigur, y comentaron aquel atrevimiento. Él no los escuchaba, sólo una palabra se repetía en su cabeza sin poder quitársela de encima. Algo le había dicho aquel hombre al acercase. Una palabra, solamente. Sin razón aparente. Pero Sigur se sintió atado nuevamente a un lazo humano. Moldeado por algo más que la compañía de otros seres marcados como él. Luego de mucho tiempo, por ese único instante, no necesitó pensar ni esforzarse por extender la mano que no tenía. Alguien más lo había traído de vuelta a la raza de los hombres comunes, a la edad de los niños y al estado de la paz.
Y la voz se fue borrando en esa inquieta noche sin descanso, dominada por los golpes en los maderos, los llantos de los bebés que despertaban, y por el viento, cada vez más fuerte.
Sigur no había hecho caso de las súplicas de sus ayudantes para que descansara. Los vio resignarse a no poder convencerlo, y fueron a acostarse. Estuvo toda la noche despierto. No tenía sueño. Pensaba en su familia, y sus recuerdos se mezclaban con las familias que lo seguían. Tantas veces los había observado trabajar, alimentarse, convivir entre peleas y desgracias, entre caricias, que ya no sabía si sus propios recuerdos eran ciertos o sólo imaginación. Comenzó a angustiarse por la vida de los que lo seguían. Miró las primeras nubes de la tormenta que expandía los contornos del cielo, como una montaña deformada por el viento, siempre inmensa, pesada igual a una gran bestia nacida en los confines del mundo. Entonces se sorprendió al sentir que sus labios temblaban y sus ojos se llenaban de agua.
La gente descansaba en la temprana hora de la mañana. Sólo los animales rumiaban, y los pilares de las vallas parecían dormir como los hombres que reposaban recostados en ellos. El viento seguía soplando lo mismo que todos esos últimos días, pero el pueblo continuaba durmiendo con el eco del viento en sus oídos, los cabellos mecidos, los rostros sumisos a las ráfagas heladas y el agua nieve.
El viento corría a su alrededor, abarcando la forma de su cuerpo, y de algún modo también habitaba en él. Si el viento se hubiese detenido un solo instante, él se habría sentido perdido, y la sola idea de pensar en eso, lo angustiaba.
Ya no se sentía fuerte. No era más que un madero arrancado de los bosques, moldeado y clavado en la colina, únicamente para resistir el viento. Y si no hubiese habido viento, entonces...
Se resistiría a esa idea de todas las maneras posibles. Cualquier elemento del mundo podía desaparecer, excepto el viento.
El sol no se había asomado todavía, pero su luz inundaba el valle, la espiral del pueblo despertando, el rumiar de las cabras, el ladrido de los perros, y las primeras voces de los hombres soñolientos. La franja negra de la tormenta y sus círculos de nubes que descendían como una flor al abrirse seguía lejos, a día y medio de distancia, tal vez.
Sus hombres comenzaban a levantarse, pero él no se atrevió a moverse. Notarían su debilidad si les hablaba con esa voz de niño temeroso reflejando sus pensamientos de pánico. Sigur tenía la ropa mojada de un sudor frío, y comenzó a temblar. Sintió la espalda húmeda, un escalofrío le recorrió las piernas. Entonces se dio cuenta de que el viento había cesado, y por eso sudaba. Como si una pesada mole de calor lo comprimiese, o enormes manos cayeran del cielo para sacarle el líquido de la vida.
Y él se quedaría vacío. Ya se estaba quedando vacío de pensamientos e ideas. Sólo el pavor era algo concreto, a lo que aún podía sujetar su cordura. Pero el pavor perdía sus formas y crecía, hasta abarcar el mundo sin límites, sin referencias a las cuales aferrarse. Una esfera de miedo impenetrable y sin salida. Adentro y afuera al mismo tiempo. Rodeándolo como un círculo de inconformidad definitiva.
Sigur se cubrió la cara con las manos.
-¡No!
Los hombres se acercaron, pero él se levantó y los empujó para correr colina abajo. Algunos del pueblo lo señalaban sin saber quién era, otros se habían detenido en pleno ascenso para observar a ese hombre que bajaba corriendo. Los ayudantes corrían detrás de Sigur para evitar que llegara tan cerca de los otros que pudieran reconocerlo. Pero era tarde para eso.
-El gran Señor ha enloquecido-fue el primer comentario que se repitió bajo la sombra de las tempranas nubes de tormenta, ahora quietas y expectantes sobre el valle. Los niños regresaron a la caravana y contaron lo que habían visto. Entonces los gestos de desesperación aparecieron en las caras de las mujeres y los viejos. Se reunieron en grupos y comentaron lo que estaba sucediendo. Los hombres corrieron hacia la colina.
Habían alcanzado a detenerlo, pero Sigur gritaba con la mirada fija en el cielo, el rostro contrahecho por el furor y el desasosiego. Lo sujetaron de los brazos, pero se movía tanto y tanta era su fuerza, que cinco no fueron suficientes para calmarlo, ni siquiera para detener el impulso de sus piernas agitadas que lanzaban golpes a todo el que estaba cerca. El cabello rojo se veía oscuro y mojado, la barba hedía con olor a saliva y transpiración. Parecía estarse quemando por dentro.
Tarkus tuvo que tomar el mando.
-Vayan a buscar tres hombres más de confianza. Motz, llame a sus guardias para apartar a la gente. Dígales que Sigur está enfermo, pero que pronto curará.
Entonces los otros empezaron a arrastrarlo de vuelta hacia la cima. Él luchaba por desprenderse. Se desgarró las telas, y el torso lleno de pecas, de pequeños motas de vello rojo, se sacudió entre los brazos de quienes ya no pudieron sujetarlo más. Sus gritos los aturdían. La ausencia del viento era ahora más evidente, como si la hubiesen visto hecha cuerpo en su líder, como una entidad que lo había invadido.
El vacío del viento utilizaba las vísceras de Sigur, su piel y su voz para manifestarse nuevamente. El viento, que ya no podía ser viento, sino vacío, buscaba formas en donde refugiarse. Su cuerpo era un remolino arrasando sin tregua ni descanso al pueblo después de la desaforada calma, la extraña, vacía calma antes de la tormenta.
Tarkus lo golpeó. La cabeza de Sigur siguió confusa durante un rato, balanceándose con los ojos cerrados. Murmuraba algo entre los labios con sangre. Los demás miraron a Tarkus, pero nada le dijeron. Sigur había cedido su resistencia, y lograron cargarlo hasta la tienda. Cuando lo acostaron, comenzó a temblar otra vez. Primero las piernas, luego los brazos. Los dientes chocaban, y el cuello se había crispado y tensado. Seguía sudando. Vieron que tenía ardores en todo el cuerpo y mandaron a llamar a unas mujeres del pueblo para preparar el baño de especias curativas.
Tarkus y un viejo lo desnudaron. Mientras uno le frotaba la espalda y el pecho, el otro lo hacía con los muslos y piernas. Levantaron sus brazos por encima de la cabeza, porque decían que así la sangre volvería al cuerpo con más rapidez.
La cara de Sigur estaba pálida, los ojos entrecerrados, la boca abierta con gotas de saliva cayéndole por el mentón. Lentamente, los temblores fueron disminuyendo. Las mujeres habían llegado y terminaban la preparación del baño en la tinaja. Eran dos viejas que ni siquiera miraron a Sigur mientras observaban los cambios del líquido a medida que arrojaban semillas y hojas. Un olor a castañas se esparció en el aire.
-Está listo-dijo una de ellas.
Era más del mediodía, pero el sol no alcanzaba a verse detrás de las espesas nubes grises. Un grupo de arrieros esperaba fuera de la tienda, tratando de escuchar noticias. El resto del pueblo seguía armando las empalizadas en el valle. La tormenta se acercaba en silencio, sin viento ni truenos. Sólo relámpagos y el aroma de la lluvia, que sin embargo aún no llegaba.
-Atrás-dijo Tarkus a las mujeres.
Levantaron a Sigur y lo dejaron en la tinaja. Los brazos le colgaban de los bordes, la cabeza se balanceaba. Tarkus volvió a frotarle los hombros y la cara con el paño embebido en el agua de especias.
-Es el dolor del viento-dijo una de las viejas desde la entrada. -Durará todo un día. Mañana, él estará como si nada le hubiese pasado, o perderá la razón para siempre.-Luego salió junto con su compañera, inmunes ambas a las miradas de los hombres.
-Es verdad-dijo el viejo cazador.-He oído hablar de este mal en la Aldea del Norte. La gente se vuelve loca, se arroja al mar desde las rocas, con tal de no sentir el vacío del viento. Eso decían, pero yo nunca lo creí.
-Pero el viento es nada-dijo Tarkus, sin dejar de frotar la piel de Sigur.
-El viento es todo mientras está, y la ausencia de todas las cosas cuando desparece. No se lo puede reemplazar, y deja la sensación de muchos dedos apretando la cara. Pronto la sensación se va perdiendo, y un calor la reemplaza.
El viejo se sentó junto a Sigur, que ahora deliraba en un murmullo.
-Dicen los pobladores que son como manos gigantes formadas por insectos que se aferran a todo lo que se interpone en su camino. El viento siempre es más fuerte y lo arranca todo a su paso. Cuando se detiene, las manos quedan adheridas a nosotros, y entonces empiezan a penetrar la piel. Son dedos muertos, son como el vacío en una garganta sin aire.
Volvió a mirar a Sigur, y le acarició la cabeza como a un hijo.
Sigur deliró toda esa tarde. Habían dejado a dos ayudantes para cuidarlo, porque Tarkus y los demás jefes tuvieron que reprimir una revuelta en el pueblo. Muchos mensajeros habían visto a hombres pintados de blanco entre la nieve, vigilándolos, y la gente temía un ataque.
Volvieron a llamar a las dos mujeres antes de la noche, y ellas hicieron nuevos preparados para bañar la cabeza de Sigur cada vez que el ardor crecía. En la noche, la fiebre había cedido, y él dormía. Lo cubrieron con mantas hasta el cuello. El fuego crepitaba con estrépito, aislándolo de los gritos con que afuera, en el valle, los grupos se alistaban para partir de expedición.
Tarkus había ordenado preparar las armas y escudos, y formó un pequeño ejército que esperaba sus órdenes.
-Si no regresamos para mañana, quédense en el valle. No nos atacarán en la tormenta.
Prepararon los trineos con pocas provisiones. Los perros ladraron durante un largo rato antes de partir. De vez en cuando volteaban la cabeza hacia la colina, y aullaban.
Estaba tan oscuro, que el cielo parecía un pozo, con sólo la línea del horizonte hacia el sur como un halo blanco alumbrando esa parte de la tierra. Las nubes tenían contornos blanquecinos y morados, tonos color naranja que pronto se esfumaban y perdían sus formas, confundiéndose en una única masa de grises y negros hacia el norte. Un aire helado había aparecido sin que nada lo trajese, ni viento ni brisa.
Los trineos avanzaron, alejándose con las lanzas a los costados, a manera de tridentes para posibles enemigos que apareciesen por los flancos. Toda la noche viajaron en la penumbra, guiados por la delgada línea blanca del sur. Los perros seguían silenciosos, sólo se escuchaba el rozar de las ligaduras de cuero y el jadeo. Los hombres no podían verse entre sí, a veces únicamente el brillo de los ojos en la oscuridad, pero siempre sobrepasado por los ojos de los perros.
Tarkus quiso que los trineos viajasen separados por una distancia considerable. Si los atacaban, el resto podría llegar en su ayuda o volver para dar aviso y buscar refuerzos. Viajaban atentos al ruido de los pasos en la nieve, al rodar de los pedruscos o los gemidos de los animales. Silvó, y todos se detuvieron.
-Escuchen-dijo.
No se veían uno al otro, pero adivinaban la inquieta mirada de atención de su jefe. La oscuridad era como un monstruo que no querían observar, porque el silencio la hacía más temible. Pronto un sonido muy lejano y grave llegó desde una dirección imprecisa. Los perros estaban temblando. Uno de los hombres bajó a acariciarlos, pero los animales retrocedieron. No parecían enfurecidos, sino asustados.
El ruido fue creciendo. Era un estruendo apagado que viajaba por debajo de la nieve, acercándose con mayor o menor rapidez por momentos. A veces aparentaba detenerse y disminuir, como si se alejara, pero luego continuaba acercándose. Los perros saltaban y tiraban de sus riendas. El miedo venía del sur, pero no alcanzaban a ver todavía, y se voltearon a mirar hacia el norte.
-No regresaremos-les dijo Torkus, adivinando su inteción.-Ya no hay tiempo de huir de la tormenta o de lo que sea que nos amenaza en el sur.
Los hombres murmuraron, se escucharon corridas en la nieve, y luego golpes y jadeos. Después se detuvieron y su respirar cansado fue el único sonido familiar esa noche.
Entre dos muertes posibles, eligieron la espera. No había líderes ni guías que los condujeran a lugares mejores. El único en el que confiaban a ciegas yacía enfermo y sin cordura. Aguardaron en la oscuridad. No encendieron una sola antorcha. Esperaron, como muñecos de nieve, o como simples maderos en la planicie fría, listos a ser arrastrados y dejarse llevar.
El amanecer casi no se distinguió de la noche. Las viejas entraron a la tienda de Sigur. Él estaba boca arriba, y al sentir la ráfaga, abrió los ojos. Uno de sus hombres se le acercó, pero las
se habían adelantado y le hablaban con cariño.
-Hijo-le dijeron.-¿Recuerdas cuál es tu nombre y el de tu madre?
Sigur miró a alrededor. Se sentía descansado, como si esa fuese la primera mañana luego de muchas noches de llevar dormido.
-No sé por qué me lo preguntan, pero voy a responder a estas ancianas. Mi nombre es Sigur, hijo de Tol y de Sila, y nieto de Zor el cazador.
Las viejas no pudieron evitar lágrimas de gozo, y apretaron con sus dedos débiles un brazo del joven.
-Lo hemos recuperado-le dijo una a la otra.
Él quiso levantarse, pero los hombres le pidieron que siguiera descansando. Le contaron la situación del pueblo.
-Las empalizadas están casi listas, pero la gente tiene miedo. Tarkus ha salido en busca de enemigos, ayer, y no ha regresado. Nos ordenó quedarnos y mantenernos unidos.
-¿Y la tormenta?
Las ancianas intervinieron.
-Debes ver lo que sucede en el cielo, joven Señor, porque es algo que te concierne.
Los hombres las miraron con enfado. Ellas se habían parado de espaldas a la luz que entraba a través de la tela agitada por el viento, parecían dos columnas de roca, indiferentes a toda severidad o reprimenda.
Sigur no quiso obedecer a los recelos de sus ayudantes, y se levantó apoyándose en ellos. Apenas una tela sucia de sudor lo cubría de cintura para abajo. Las mujeres le dieron paso.
Ya no había gente esperándolo afuera. Todos estaban ocupados preparándose para la tormenta. Sólo unos pocos niños sin padres se habían sentado durante el día y la noche al pie de la colina para verlo salir.
A pesar de la opaca luminosidad, tuvo que cerrar los párpados para no lastimar sus ojos. Se frotó la cara, siempre apoyado en los brazos de sus hombres. Al principio únicamente vio manchas deformando el paisaje. Luego, la vista se fue aclarando y vio lo que se extendía alrededor de la colina.
La gran espiral de la caravana estaba casi completa, sólo la cola del círculo mayor conservaba los irregulares contornos de las vallas en construcción. Las fogatas despedían humo blanco, subiendo al cielo cubierto de nubes tan uniformes que parecían una sola gran masa oscura, como si el cielo nocturno hubiese persistido hasta muy entrada la mañana, iluminado por algo que surgía de algún lugar indefinido. La nieve se depositaba sobre las otras capas de nieve, sucias por las bestias de carga que andaban libres sin que nadie les prestase atención. Los perros de los trineos y las cabras estaban atados y saltaban asustados. Algunos niños todavía jugaban entre los círculos de la espiral, y miraban al cielo cuando algún relámpago o trueno los interrumpía.
Las viejas levantaron su mano derecha en la misma dirección que los niños: el cielo del norte.
-Allá vienen, joven Sigur, te traen un mensaje.
Él miró, esforzándose por distinguir esos pequeños puntos negros en el fondo gris del horizonte. Algo había cambiado en la luz. Era más clara, no mayor, sino simplemente más blanquecina, como si las nubes se estuviesen moviendo. Entonces se dio cuenta de que la tormenta había llegado. Eran esos círculos de viento que antes había visto muy lejos, y que ahora giraban arrastrando nubes desde todas direcciones. Los círculos embebían las nubes más altas, y se dispersaban sobre el valle para ascender nuevamente. El zumbido del viento se transformó en un estruendo.
Los puntos negros avanzaron velozmente. Sus figuras se fueron definiendo con claridad. Eran aves, formadas en filas como un ejército, abarcando casi todo el cielo. Tenían amplias alas negras, picos grises y corvos, y emitían graznidos que se perdían con la distancia. Pero la tempestad no las afectaba aunque volaran por debajo de las nubes.
Un olor a plumas llegaba desde todas partes. Algunas cayeron alrededor de Sigur y su gente, y las viejas las levantaron. Él tomó una y la acarició. Fue como estar tocando la piel de Gerda después de mucho tiempo. Sintió que su fuerza recién recobrada volvía a quebrarse.
-Llore, mi Señor. No se avergüence-dijo una de las mujeres.
Se apartó de ellas, sosteniéndose por sí mismo esta vez, y se secó la cara. Volvió a mirar el cielo. Los pájaros habían formado una techumbre sobre el valle y la colina, volando en círculos en dirección contraria a la espiral de la caravana. El viento parecía ser más fuerte que antes. Las nubes se desplazaban con una rapidez que nunca habían visto, y el ruido del viento era más que ensordecedor, producía escalofríos que penetraban los huesos. Las aves seguían girando, siempre girando en incontables vueltas cada vez más veloces, y el viento fue elevándose, pasando entre las alas y subiendo, hasta quedar sólo una brisa con aroma a tierra en la colina y sobre la gente.
Los relámpagos continuaron, los truenos crecieron en intensidad. El pueblo podía sentir el olor y el ruido de la lluvia que se había detenido en la barrera que formaban los pájaros. Las plumas de las alas y la parte superior brillaban con el agua, reflejando la luz del sol en haces blancos sobre la tierra, pero la mayor parte de los rayos que pasaban entre las grietas del cielo tormentoso se perdían entre la masa negra de las aves.
Algunos pájaros comenzaron a caer.
Sigur caminó entre ellos. Tocó las plumas negras, acarició las cabezas, y cerró los párpados de las aves. Levantó una, le plegó las alas y la sujetó contra el pecho. Volvió junto a las viejas, y siguió mirando al cielo.
Los pájaros giraban más rápido todavía. El viento que intentaba descender era expulsado hacia arriba con una fuerza que arrastraba también a las nubes y la lluvia de un lado a otro del cielo. Una nueva lluvia de plumas caía al valle, y los niños corrieron en su busca, saltando para atraparlas en el aire. Las madres querían detenerlos, porque tenían miedo de los presagios, pero no lograron impedir que ellos se cubriesen de plumas negras como pájaros sin alas.
Los niños que lo habían esperado al pie de la colina también corrían detrás de las plumas, las juntaban en sus puños, mostrándose uno al otro esos ramilletes negros. Entonces uno de ellos se acercó a Sigur y le ofreció uno. Sigur se agachó, tomó el ramillete de plumas, y después de quedarse un rato con los ojos cerrados, como si estuviese escuchando algo, suspiró profundo.
-Mi hijo ha nacido-dijo entonces, elevando la vista al cielo nuevamente.
Las viejas se miraron, complacidas.
Los hombres seguían perdidos en la contemplación de la tormenta.
Sigur, de pie frente al valle, comenzó a acariciar al buitre muerto contra su torso desnudo, como una mancha negra sobre el vello rojo de su pecho.
*
Cabalgaban sobre los lomos de los tarpanes. Sujetos a las crines, sus cuerpos se balanceaban suavemente. Los cuellos cortos de los caballos estaban mudando el pelaje, y las barbas claras que les llegaba al hocico se mecían mientras trotaban.
Poco soles antes de zarpar, le habían encargado a Tol averiguar el origen de las aves extrañas que llegaban del norte y anidaban en los muelles, las construcciones del puerto y el pueblo. Las naves estaban preparadas, el cielo limpio, los hombres descansados. Todo listo para el viaje hacia la región del Droinne, y pensó en las armas. Tenían suficientes en las naves para matar a todo un pueblo.
-Son para defendernos-había dicho a los jueces cuando se sorprendieron de la cantidad que subían a los barcos.
-Las hiciste construir sin nuestro permiso-le reprocharon.
-Son tierras nuevas para ustedes, pero que yo conozco. Los pueblos de allí son guerreros.
Los jueces finalmente aceptaron dejarlo partir. Entonces continuaron cargando los instrumentos de guerra: lanzas de todas formas y tamaños, arcos y flechas, catapultas, cientos de puñales, escudos de cuero y madera, piedras modeladas como bolas, antorchas y enormes cantidades de paja, pero sobre todo fue el gran número de troncos lo que sorprendió a todos. Había inventado varios instrumentos que aún estaban a prueba, y Tol tenía la intención de armar formaciones de más de treinta hombres escondidos en pesadas fortificaciones móviles. Incluso estaba dispuesto a destruir los barcos si la madera no alcanzaba, o si no podía disponer de bosques.
De dónde habré creado todo esto. Yo, tan ignorante cuando huía del volcán, que no fui capaz de salvar a mi mujer y mis hijos. Y ahora tan diestro en los preparativos de una guerra. Es la edad, quizá. Mi cuerpo envejece y mi mente abre los ojos de la experiencia. Triste inteligencia de la venganza, que sabe esperar con paciencia de tortuga, creando mundos nuevos para que las manos maten y se satisfagan. Pero una vez abiertas las manos, los ojos ya no pueden cerrarse, no pueden ver cosas de otro mundo que no sea ése. Triste tiranía del rencor, que ofrece algo de calma a sus siempre insatisfechas víctimas. Pero el rencor es una llaga más duradera aún que el remordimiento, y no lleva a la sumisión y al castigo, sino a la ira.
Los pájaros empezaron a anidar en los techos de las cabañas, a asentarse sen los muelles, los árboles junto a los caminos de la aldea. Intentaron espantarlos o matarlos, pero siempre llegaban más cada mañana. No lastimaban a nadie ni comían de los restos que los pescadores dejaban en el puerto. Los jueces temieron que una gran tormenta de nieve y viento se estuviese acercando, y encargaron a Tol una expedición por tierra. Preparó los tarpanes y las provisiones, dispuesto a postergar la salida de los barcos. Pero antes volvió a pedir informes.
-Hay gente más al norte-le dijo el jefe de vigías.-Hay huellas de trineos pesados, pero no creo que lleven muchas armas. Tenga cuidado, Señor.
Tol agradeció la advertencia, y al día siguiente partieron. Después de un día de viaje, los veinte hombres cabalgaban sin que los inquietara la oscura tormenta que se avecinaba en el cielo del anochecer.
-Se ha desatado ya a dos días de aquí. No creo que haya peligro para la aldea, mientras no dure demasiado.
-Llegará débil, si lo hace. Sólo será una lluvia de tres días, a lo sumo.
Así hablaban. Tol los escuchaba, pero ellos sólo notaron el movimiento afirmativo de su cabeza y el sonido de un balbuceo. Lo conocían desde hacía mucho antes, cuando él era uno más de ellos, aunque un poco mayor y más astuto en la caza, y con un pasado del que no le gustaba hablar. Había escuchado a sus hombres contarse historias mientras viajaban, historias de luchas, guerras e injusticias, de las que su Tol había sido víctima y por las cuales ahora exigía venganza. Él hacía un gesto hosco con la cabeza, un ademán severo con los brazos o el grito rotundo de una orden para que se callaran. Los había elegido entre los mejores del pueblo para entrenar a los demás e incrementar el ejército, había vencido las críticas de la Asamblea durante largos veranos de reuniones y pedidos.
Tol miró hacia delante, donde una sombra manchaba el fondo blanco de la nieve iluminada por la luz endeble del amanecer. Las nubes de la tormenta, aunque todavía lejos, se desplazaban como deformes restos de un cielo que se agrietaba lentamente.
-Extraña tormenta, miren allá-dijo uno.
En el norte, el cielo se estaba moviendo, convulsionado, como destruyéndose a sí mismo. Pero no caía, sólo una lluvia gris se batía sobre la tierra lejana. Algunas aves volaban por encima de ellos, graznando con gritos angustiantes. Tol siguió el vuelo de los pájaros, hasta que desaparecieron hacia el sur. Luego, volvió su atención a la mancha en la nieve.
-Hay algo adelante, creo que son trineos.
-Los animales sienten algo-dijo otro de los hombres, acariciando a su caballo, que resoplaba y agitaba la cabeza.
Tol ya lo sabía. Su tarpán de pecho blanco y patas negras había estado inquieto desde mucho antes. Ahora la sombra agrisada tomaba tonos precisos y diferentes, moviéndose dentro de aquella indefinida masa en la niebla.
Entonces los perros empezaron a ladrar.
-Tenían razón los vigías. Son un pueblo organizado, y han mandado un grupo a explorar. ¿Pero por qué se han detenido?
Tol no lograba comprenderlos. Si se habían detenido desde la mitad de la noche anterior, ellos ya los habrían alcanzado. Tal vez algo grave les hubiese ocurrido: hombres heridos, trineos rotos, perros enfermos. Ninguna de estas causas le parecía suficiente para detener a todo un grupo a la vez.
-Los perros y los caballos tiemblan-dijo Tol, como si finalmente sus pensamientos hubiesen llegado a una conclusión.- Estoy seguro que esos hombres, allá adelante, nos tienen miedo.
-Mejor así.
Los hombres se habían puesto a hablar en medio de las sombras con sólo el resplandor opaco de la nieve contorneando las figuras de los jinetes y caballos.
-Unos mercaderes contaron que la caravana reclutó gente de poblado en poblado durante los últimos cuatro inviernos. Los guía un hombre al que acompañan las aves negras.
-Eso explica los pájaros-dijo otro.
-Pero todo eso son habladurías de viajeros y de mujeres-dijo Tol, que desdeñaba esas creencias y supersticiones de sus hombres.- Es imposible que los buitres vengan de esas regiones tan frías.
Y sin embargo, la figura de un hombre caminando en la nieve, escoltado por pájaros que habrían podido matarlo pero lo protegían, no le resultaba del todo extraña. Como si alguna vez hubiese soñando con eso. Quizá fuese cuando pensó en el alma de su padre ascendiendo y agitando las ramas del bosque aquel lejano día, parecida al alma de un pájaro aliviado del peso de su cuerpo. No podía aún quitarse de las manos ese recuerdo: había sido como cargar a un pájaro muerto.
El caballo se encabritó. Él había tirado de las crines con demasiada fuerza mientras recordaba. El sol se asomó sobre la estepa, dibujando alargadas figuras de hombres y caballos. Vio entonces, muy cerca, los trineos esparcidos y quietos, perros agazapados y hombres de pie, sosteniendo lanzas en alto. Casi hasta creía ver las marcas de las venas como arañas crecidas en las caras frías, que no parpadeaban, nítido el esfuerzo con que fruncían la frente para no temblar.
Tol levantó su brazo en señal de paz, con la palma abierta.
-Cúbranme, pero no ataquen-ordenó a sus hombres.
Tol comenzó a cabalgar lentamente, hasta que los perros de los extraños le impidieron seguir. Los animales se habían acercado y ladraban al tarpán. El caballo relinchaba, meneaba la cabeza, agitaba las crines. Intentó corcovear varias veces, pero Tol lo retuvo apretando los talones.
Los extraños lo miraban, sin hablarle. Tol desmontó, como prueba de confianza, y dijo lo que acostumbraba ante desconocidos.
-Vengo de la Aldea del Norte. Somos hermanos de tierra y de paz.
El otro dejó entonces la lanza en el trineo, mientras los demás, uno después del otro, clavaban las suyas en la nieve. Tol caminó hacia ellos. Los alientos blancos se mezclaron y fundieron en el aire de la mañana.
-Mi nombre es Tarkus. Pertenezco a la gran caravana que viene del Norte-dijo con un acento que Tol ya había escuchado en otros viajeros que habían llegado de aquellas regiones.
-Hemos escuchado de ustedes-contestó-pero nada sobre lo que buscan.
-Vamos al Sur, más allá del Gran Mar.
La piel de Tol, antes tan brillante por el reflejo del sol en la nieve, empalideció levemente. Puso una mano sobre un hombro de Torkus, y éste retrocedió.
-No tengas miedo. Mira a mis hombres. Están atentos a nosotros. Si alguno de nosotros dos muere, no quedará estéril la venganza.
Luego Tol lo invitó a sentarse al borde del trineo. El tarpán se acercó a su dueño, despacio, mientras los perros ladraban. Tol le palmeó la sancas para que regresara con sus hombres. Volvió a sentarse junto a Tarkus.
-Yo soy de esas tierras, y mi nombre es Tol.
Su voz era clara y baja, como si estuviese hablándole al oído. Tarkus, que lo miraba con asombro, le dijo:
-El padre de mi líder tenía tu nombre.
Tol cerró los ojos y aspiró profundo antes de preguntar, tapándose con una mano la mitad de su cara, como si temiese que lo que iba a escuchar fuese más fuerte que una esperanza, o menos que un puñado de nieve derretido con el sol. En ambos casos, no sabía aún si toleraría la verdad.
-¿Y cómo se llama él?
Tarkus no había entendido.
-¿Cómo se llama?-repitió, dejando que el otro viese sus ojos turbios entre sus dedos.
Sin embargo, Torkus ahora desconfiaba.
-¿Por qué quieres saberlo?
-Tal vez lo conozca…-Pero la sola idea de que fuese cierto lo que presentía lo abrumaba más que todo aquel tiempo de incertidumbre durante el cual había imaginado toda clase de posibilidades.-Yo tenía dos hijos, y se llamaban Zaid, el mayor, y Sigur, el más pequeño.
Tarkus miró al hombre frente a él como si estuviese viendo algo que nunca creyó podría existir más que en relatos o historias. El padre del gran hombre del Norte, liberador de tierras y cazador de osos. El protegido por las extrañas aves negras, cuya misión había atemorizado a los pueblos por los que habían pasado durante esos cuatro inviernos. Se arrodilló frente a Tol.
-¡Señor! Nunca imaginé este privilegio, ser el primero en descubrir que el padre de nuestro líder está vivo.
Había agarrado a Tol de las manos, y las besaba.
-Hombre, no te humilles-le pidió Tol.-Tu gente te está mirando.
-No me importa, ellos también lo harán.-Y se levantó haciendo gestos para que los otros se acercasen.
Tol creyó necesario llamar a su gente.
-¡Desmonten y dejen a los caballos lejos, los perros los asustarán!-gritó.
Tarkus se había rodeado de varios hombres, a los que se iban uniendo otros de los últimos trineos. Los perros no dejaban de ladrar, pero ya nadie les hizo caso.
-Hemos encontrado al padre de nuestro Jefe-les dijo Tarkus, e iba a pasar un brazo sobre los hombros de Tol, como si se tratase de un amigo recuperado, pero se dio cuenta de su atrevimiento. Y mientras cada uno de sus hombres se acercaba a saludar con una reverencia, murmuró a los oídos de Tol:
-Señor, desearía ser el primero en anunciarle a su hijo estas noticias, pero me contentaré con llevarlo a su presencia. Esto, mi Señor, lo hará recuperarse del todo.
Tol era ahora quien lo miraba con desconfianza.
-Ha enfermado. Creo que el mal del viento lo afectó hace algunos días, y ha estado delirando.-Levantó las vista a las nubes de tormenta, que seguían calmas.-Tal vez no quede nada de la caravana en estos momentos.
-No he esperado tanto para verlo morir cuando estoy tan cerca de él. Vayamos rápido, y será mejor que lo hayan cuidado como es debido.
No había planeado ser severo con aquellos que lo reverenciaban, pero se sabía poseedor de un nuevo respeto difícil de quebrantar, que lo encumbraba no sólo por encima del común de los hombres de su aldea, sino también de aquellos extranjeros.
Y sobre todo, la nueva imagen de su hijo lo enorgullecía. Las acciones de Sigur, fueran cuales fuesen, lo habían elevado también a él.
El cielo seguía cubierto por un manto de nubes que descendían como niebla sobre el valle. Tarkus y los suyos precedieron a los hombres y caballos de Tol. Cuando vio el pueblo, gritó:
-¡Se han salvado!
Cuando pasaron las colinas escarpadas, vieron que la espiral de la caravana permanecía intacta. Oyeron la música de flautas y tambores. La gente era pequeña como hormigas moviéndose frenéticamente entre las empalizadas. Las fogatas eran puntos brillantes en la luz pálida de la tarde, humeando con el blanco color que las nubes ya habían perdido, y parecía subir para restaurar el cielo.
Los hombres de la expedición saltaron de los trineos y se abrazaron. La gente de Tol los observaba, con una mano sobre los lomos de los caballos y la otra cubriéndose los ojos del reflejo lastimoso de la nieve. El corazón de Tol latía más rápido, la garganta se le había anudado con algo que subía del pecho cuando intentaba respirar.
¿Cómo será mi hijo? Un hombre, luego de veinte inviernos. ¿Se parecerá a mí, seguirá teniendo el color de los ojos de su madre?¿Me reconocerá?. ¿Me estimará a pesar de tanto tiempo? Si sólo era un pequeño cuando nos separamos.¿Cuánto conservará en la memoria sobre mí?
Torkus comenzó a reparar su trineo, y Tol se le acercó. Estaban casi en la desembocadura del camino que llevaba a la colina de Sigur.
-Unas ancianas lo han estado cuidando. No me he atrevido a contrariarlas. Es que su hijo posee algo que lo sigue y lo protege tomando formas especiales, de aves o de mujeres. A veces, al mirarlo con atención, su cuerpo no parece pertenecerle. Como si estuviese ahí y al mismo tiempo uno viera un cuerpo del pasado.-Torkus movió la cabeza, subestimando sus propias palabras.-No creas en todo lo que digo, son pareceres sobre lo que no entiendo, pero usted, que es su padre, lo comprenderá.
Tol prestó toda la atención necesaria, pero sus pensamientos lo llevaban hacia la colina.
Si no lo reconozco al verlo, amigo mío, no conozco a mi hijo en realidad. Él no me conoce, tampoco. Ya no somos aquellos que fuimos, esa es la verdad. Nadie es el de hace veinte inviernos. Nadie es el de ayer. Temo que la desilusión crezca en nosotros, nos aparte de nuestros caminos elegidos. El conocimiento y la ignorancia. Dónde se halla el punto intermedio de la felicidad. Lejos, más alto que el sitio más alto del cielo.
-Él lo ha esperado siempre, no se preocupe-le dijo Tarkus.
-Se va a desilusionar cuando me vea. Yo también sentí lo mismo al ver a mi padre viejo y débil.
-Pero usted es todavía fuerte.
Tol no respondió. La vida en las tierras del Droinne con Zor y su familia se le apareció vívida y clara, como si el sol del bosque volviese a rodearlo en este valle. Los recuerdos volvieron a tener un sentido real, cuando el regreso al pasado estaba ya tan cerca, en una colina a pocos pasos.
Pero lo que fui y lo que soy no se unirán en la mente de mi hijo. El padre de la infancia es siempre más grande y voraz que el padre de la madurez. Tengo vergüenza de mi incipiente vejez, tan próxima, de mis arrugas y mis descreimientos. Soy más duro que antes con el mundo, y más endeble para con mi hijo. ¡Dioses de la incertidumbre, que por lo menos eso sea suficiente!
Más tarde, continuaron camino en dos grupos. Uno bajó al valle. El resto, con Tol, Tarkus y cinco hombres, subieron el lecho del río seco que los separaba de la colina de Sigur. Pronto vieron la tienda de color negro, las hilachas del cuero batiéndose con el viento, las plumas de las aves levantándose y cayendo otra vez en pequeños remolinos. Dos guardias en la entrada reconocieron a Tarkus y se acercaron. Él les ordenó encargarse de los caballos.
Las telas de la entrada se separaron, las manos de una vieja aparecieron en los bordes, tan duras y secas como el cuero que apartaban. La cara de la anciana miró con asombro a Tol, pero guardó silencio. Estaba oscuro. Tarkus caminó casi a ciegas hacia el camastro de Sigur. Tol se había quedado parado cerca de la entrada.
-¿Por qué buscas en el lecho de un enfermo a quien está sano?-dijo una voz desde el fuego.
Tarkus miró las débiles brazas de leños verdes. Sigur estaba parado junto a la fogata, con una manta negra y amplia que le caía desde los hombros. La manta estaba abierta por delante, y dejaba ver el vello rojo del pecho desnudo, y luego se cerraba hasta caer sobre los tobillos. Sus cabellos habían crecido en esos días de convalecencia, estaba largos y revueltos, mojados aún como si recién hubiese salido de un baño. Las manos estaban unidas delante del pecho, y parecían sostener algo que la sombra impedía ver.
-Bienvenido, amigo Tarkus-dijo Sigur, y sus labios se movieron entre la barba colorada como el fuego.
Tarkus se había acercado, pero recordando al que venía con él, se limitó a hacer una reverencia.
-¿Amigo mío, no te alegras de verme bien?
-Sigur, alguien te espera-contestó Tarkus, y señaló la entrada.
Tol seguía de pie, conteniendo la respiración, aunque parecía sereno. Una ráfaga, y su casaca se batió con el viento. Luego el viento rodeó también a Sigur, cuya manta se movió un poco, entonces algo se agitó con violencia. Lo que sostenía en sus manos aleteó y emitió un graznido.
-¿Quién eres?-preguntó Sigur.
Tol se acercó. La luz daba en su espalda, y no permitía ver las formas de su cara. Se fue acercando. Estaba ya muy cerca cuando Sigur retrocedió con un temblor. Las llamas iluminaron el rostro de Tol, la misma cara del padre que había visto veinte inviernos antes por última vez.
No pudo hablar, sólo un balbuceo creció sobre su llanto retenido. Entonces cayó a los pies de Tol y abrió los brazos. El buitre herido y ya recuperado salió volando de la tienda. El batir de las alas se perdió en la distancia, mientras las viejas lo seguían con la mirada.
Tol se dio vuelta un instante, y volvió a mirar a Sigur, que se había abrazado a sus piernas. Unas lágrimas cayeron por su cara. Las piernas le temblaron, tomó la cabeza de su hijo entre las manos, y lo hizo levantarse.
Sigur obedeció lentamente, pegándose al cuerpo de su padre, como si fuese el niño de cuatro años que acostumbraba a subirse a sus hombros.
Eran ahora de la misma altura. Sigur lloró lo que no había llorado el día que se separaron. Tol lo sostenía con sus manos sudadas y temblorosas, pero fuertes.
-Todavía tienes el color del cabello de cuando eras un niño-dijo Tol, acercándose a los labios de su hijo para besarlo. Después, se abrazaron por un largo rato.
Tarkus los observaba, avergonzado, y salió. Echó una mirada hosca a las ancianas, pero ellas no necesitaban eso para saber que estaban de más, y se fueron.
Padre e hijo se sentaron junto al fuego alimentado por nuevos leños, mirándose mutuamente sin decirse nada.
-Tienes un nieto, padre-dijo Sigur, luego del silencio.-El ave que viste salir es un mensajero para mi hijo, que está en el Norte.
Tol se había habituado a la idea de ser un hombre solitario. Y de pronto, era padre y abuelo, sin saber cómo cumplir esas tareas. Era abuelo como su padre lo había sido, y ocupaba el mismo lugar que su padre había ocupado alguna vez en la familia. Pero el honor de Zor había durado muy poco, y el suyo llegaba quizá demasiado tarde para disfrutarlo.
-Mi hijo es la esperanza, padre. Ya te contaré todo.
Afuera había anochecido. Seguían oyéndose el retumbar de los tambores y los ladridos de los perros que corrían y jugaban con los niños. Pero ellos dos se habían acostumbrado a la penumbra de la tienda, y dejaron correr el tiempo como si fuese una noche más larga que cualquier otra.
Sigur hizo traer comida. Mientras les servían, ellos continuaban mirándose, a veces en silencio, otras hablando.
-¿Me conoces, hijo? Sé que apenas me recuerdas, soy otro ahora.
-Padre, te miro y veo al hombre que me cargó en su espalda ese día, corriendo, rodeados de rocas calientes, junto a mi madre.
-Debo preguntar, aunque casi sé la respuesta…-murmuró Tol.
-La mataron. Los hombres de Reynod la mataron….-Sigur miró el fuego que crecía.-Nunca lo dije en voz alta hasta hoy. ¿Podrías creerlo? No sé si te esperaba para hacerlo, pero sí que es el día correcto para sacarme esas palabras de encima. La mataron, padre. Yo los vi. Y la he vuelto a ver más tarde, en espíritu, revelándome el deshonor de nuestro pueblo.
-Me contaron que viajas al sur-dijo Tol.- ¿Pero por qué? ¿Y esas aves extrañas que te siguen?
Sigur extendió su brazo izquierdo para mostrarle el muñón. Tol se sobresaltó.
-No te preocupes. Hace mucho tiempo que no duele. Mi mujer viene de sitios que no conozco, de la estirpe de las hechiceras. Ella y mi madre me encomendaron la tarea de recuperar las tierras del Droinne para el viejo pueblo que las habitaba, antes de la invasión y la masacre. Sólo sé que ellos van a regresar, los antiguos habitantes volverán de alguna forma.
Tol no comprendía del todo, pero todo eso no se alejaba demasiado de sus propios objetivos.
-Hace tiempo que preparo una expedición hacia allí. Iba a buscarlos a ustedes y a recuperar el buen nombre de mi padre. Si es que tu hermano ha sobrevivido.
-No he vuelto a verlo nunca, padre. Pero volveremos juntos. Tus barcos y mis hombres.
Se levantó, y le pidió que saliera con él. La noche estaba estrellada. Las nubes se estaban dispersando. Una brisa fría pero suave les rozó las caras acaloradas por las llamas. Una espiral enorme de fogatas se extendía por el valle.
-Me quedan más de setecientos hombres, sin contar a sus familias, listos para pelear, animales de carga y provisiones. Tenemos armas y podemos construir más.
Tol se puso a pensar. Era eso más de lo que había esperado siempre.
-Llevaremos también a los caballos, y tus hombres aprenderán a montar. Barcos cargados con nuestros tarpanes. Los entrenaremos en las llanuras del este cuando lleguemos. Ellos nos darán ventaja sobre los hombres de Reynod. Deben tener todavía armas viejas. Cuando volvamos a la Aldea del Norte, te mostraré los instrumentos que inventé.
Tol no pudo evitar reírse con fuerza al verse junto a su hijo recuperado, frente a aquella cantidad de hombres y animales que pronto formarían sus legiones. Pasó un brazo sobre los hombros de Sigur, mirando el caracol de fuego formado bajo las estrellas.
Un silbido plácido anunciaba el viento, que pasaba muy por encima de sus cabezas.
El aullido de unos perros, de tanto en tanto.
El grito de un hombre obligando a su mujer a bailar al ritmo de una flauta.
*
Mientras la gente de Sigur se quedaba en las afueras, Tol y su hijo y los principales hombres de ambos grupos entraron a la Aldea del Norte. Habían pasado cinco días desde que postergaran la salida de los barcos, pero Tol tendría que hacer muchos cambios.
-Iré a pedir audiencia con la Asamblea-dijo a Sigur, que miraba el pueblo con curiosidad.
-Estuve aquí cuando era un niño, vine a cambiar pieles por alimentos. Ahora el pueblo es más grande, o por lo menos así me parece.
-No te equivocas, hijo. Cuando llegué, era la mitad de extenso. No es todo mérito mío, pero cuando me hicieron jefe de su ejército, emprendimos expediciones y los impulsé a ser más fuertes con los otros pueblos.
-Era una aldea pacífica en ese entonces-dijo Sigur, observando las peleas en la calle y en los puestos de los pescadores, a los hombres ebrios que caminaban perdidos por el muelle. Algunas mujeres clamaban sus mercancías con desgano, cerca de las construcciones que se habían multiplicado desde el puerto hasta mucho más allá de los límites originales de la aldea. Las carretas iban por las calles de barro apisonado, arrastradas por caballos que habían reemplazado a los alces que utilizaban hasta poco tiempo antes.
Sigur cabalgaba en un tarpán, que montaba por primera vez en su vida. Apenas lo espoleaba, para no lastimarlo.
-Bellos animales-dijo su padre.-Hemos traído algunos de la estepa, y los dejamos en la llanura de la costa para procrearse. Te llevaré a verlos mañana, cuando hayas descansado. Iremos en busca de muchos más para tus hombres.
-Necesitaremos tiempo, padre. Entrenamiento…
-No te preocupes, mis guerreros les enseñarán.
El crepúsculo cubría de rojo las techumbres de paja y madera. Los grandes hornos de ladrillos de barro humeaban en oscuras columnas que se perdían en la masa incierta de la penumbra creciente. El bullicio del pueblo decrecía en las calles de los comercios, pero aumentaba en la periferia, con las carretas y caballos, con los grupos de hombres, mujeres y niños que regresaban a sus hogares. Los perros ladraban, correteando entre la gente o bajo las carretas. A través de las ventanas se veían las fogatas recién encendidas y se percibían los olores de la carne asada, mezclándose con el sudor y el polvo de las calles. Cerca del muelle, una enorme construcción, parecida a una gran caja de madera cuadrada con sólo una abertura al frente y otra al mar, dejaba salir el ruido constante de las mazas.
-Ése es el astillero. Trabajé allí durante algunos inviernos, y en los veranos como pescador.
Sigur se veía cansado. Tarkus avanzó con su caballo hasta él.
-Señor, debemos descansar.
-Tiene razón-dijo Tol.-Sigur irá a mi cabaña, ustedes dejen los caballos en el establo del pueblo. Mi gente les dará camastros y mantas.
Sigur les dio permiso a sus hombres, y ambos se quedaron solos. Cabalgaron un poco más hasta la cabaña de madera, ladrillos de barro y techo cubierto de ramas de pino. Las ventanas estaban cerradas. La hierba crecía espesa alrededor, a pesar de la nieve. Unos niños se habían reunido junto a una fogata. Al ver a Tol, arrojaron nieve al fuego y huyeron corriendo.
-Entra y ve a dormir- dijo Tol mientras desmontaban.-Guardaré los animales y te calentaré agua.
Sigur obedeció. La puerta estaba rota La oscuridad del interior parecía más vasta que el tamaño de la cabaña, tanto que no alcanzaba a ver donde pisaba. Sintió el polvo bajo los pies, el ruido de unas ratas, el olor a comida rancia. Vio la opaca línea de una ventana y fue a abrirla. Entonces la luz escasa del atardecer entró para alumbrar la estancia amplia y sucia.
Las brazas frías de la chimenea parecían haber sido apagadas mucho antes. A los lados, sobre unos estantes había bolsas de granos. De las paredes colgaban arcos, flechas, azadones y mazas. Un tonel estaba cubierto con una tela. En el centro, una mesa grande y dos bancos, llenos de polvo y telarañas.
Una escalera llevaba a un piso donde estaba el camastro. Subió, palpando con cuidado los escalones que sabía iban a romperse si se apoyaba muy fuerte. Por las rendijas del techado caían pajillas de nidos de pájaros y astillas de madera, había telarañas con pequeños huevos de insectos, que la luz del crepúsculo daba el aspecto de collares de cuentas.
Sigur se acostó envuelto en pieles de alce de pelo corto. Ni siquiera alcanzó a pensar en el hogar de sus padres que esa calidez le recordaba. Cerró los ojos y durmió.
En la mañana, Tol se había levantado antes del amanecer y salido a caminar. Cuando regresó, Sigur aún dormía. Se asomó por la escalera y lo miró respirar tranquilo, todavía vestido, mientras el sol atravesando las rendijas lo cubría de líneas blancas. No se atrevió a despertarlo, y se quedó pensando cómo hubiese sido verlo crecer.
Luego cargó cubos de agua desde el fuego hasta el tonel. Había preparado dos tazones con leche y dos trozos de carne de cerdo.
Sigur debió sentir el olor, porque bajó y saludó a su padre.
-El sol trabaja todos los días y no se retrasa al levantarse-dijo Tol, con una sonrisa.
-Pero el sol nunca ha estado enfermo, padre.
-Tienes agua para el baño. Haré que traigan tus cosas.
Sigur se sacó la túnica que llevaba desde que había estado convaleciente y las sandalias de cuero, y se metió en el agua. Suspiró profundo. Su cuerpo se relajaba. Tol miró las espaldas anchas y fuertes de su hijo, y el muñón de la mano izquierda.
-Me habría gustado cuidarte esa mano-le dijo mientras le daba el tazón con leche.
-Ya te dije que no me duele.
-¿Cómo pasó?-preguntó, porque Tarkus no había querido contarle.
-Lo hice yo mismo, padre, para sobrevivir.
Pero no quiso hablar más de eso. Tol se quedó sentado junto a él. Su hijo bebía, paseando la mirada perdida por las paredes de la cabaña.
-Una vez tuve un ayudante. Era un niño todavía. A veces, me recordaba a ustedes. Después creció y se fue. Nos sentimos como extraños cuando esto pasó. Lo había criado, pero al crecer se convirtió en un hombre como cualquier otro, y yo había dejado de ser a sus ojos lo que él había visto cuando era un niño.
-¿Qué ves en mí?-preguntó Sigur, que lo miraba con los codos sobre el borde del tonel y el tazón en su mano derecha.
-No sé. Veo un hombre diferente a mi hijo, que sin embargo, sigue siendo mi hijo.
-No quiero que seamos extraños, padre. Nuestro trabajo no permitirá la desunión.
Tol decidió deshacerse de pensamientos perturbadores. Se levantó para servirse un trozo de carne, y trajo un poco para Sigur.
-Esta mañana pedí audiencia. Debemos presentarnos en dos días. Mientras tanto, iremos a buscar caballos. Termina de comer y vestirte.
Se levantó y fue hasta la entrada. Un grupo se acercaba.
-Aquí llega Tarkus y otros hombres. Dos mujeres te traen ropa y flores.- Se volvió hacia Sigur, sonriendo otra vez.-Te adoran, hijo mío, y eso me enorgullece.
La mañana era tan clara que enceguecía. Terminaba el invierno, y la calidez se asentaba lentamente en la estepa. Los hierbajos se abrían paso entre el hielo derretido en pequeños charcos que formaban arroyos, como hilos de redes sobre la llanura. La aldea amontonaba sus desperdicios en los alrededores, y se había levantado un olor a excrecencias removidas por el deshielo. Tol iría a la aldea esa mañana.
-Volveré a buscarte.
Tarkus se quedó a dar informes a Sigur, que lo escuchaba mientras las mujeres lo vestían, colocándole bálsamos y especias sobre el cuerpo. Arreglaron su cabello, lavaron sus pies con aceites, y le pusieron collares.
-Cuiden la casa de mi padre-les ordenó cuando Tol volvió a buscarlo.
Ellas los vieron cabalgar hacia la región de los tarpanes.
Al salir de la aldea, los senderos de tierra apelmazada se fueron haciendo pedregosos. El cielo del este era rosado y gris como plumas de gansos.
-Llegaremos esta noche-dijo Tol.
Sigur miraba la planicie bajo esos colores. Casi no podía recordar otra tierra que la del blanco de la nieve. El trotar de los caballos lo adormecía. Cabalgó junto a su padre toda la mañana, pero la conversación fue cayendo en un silencio interrumpido sólo por las risas de los que hablaban detrás. Tol estaba pensativo, y tenía la mirada perdida en el horizonte. Sigur refrenó su caballo y se unió a los hombres de su padre, que callaron al verlo acercarse. Él los acompañó sin hablar. Parecían incómodos, pero Sigur no demostró esperar ningún trato especial. Siguieron en silencio un largo rato, hasta que al darse cuenta que no se atrevían a hablar primero, les preguntó:
-¿Hace cuánto tiempo están al servicio de mi padre?
-Diez inviernos, Señor. Fueron batallas en el extranjero, pero nada que un buen grupo no haya hecho con facilidad. Es un gran líder, podría gobernar al pueblo completo si quisiera.
-¿En dónde han estado?
-En el este, donde están los hielos. Luego fuimos desde ahí hasta el sur. Hay bosques de tundra y animales extraños. Una vez, los salvajes nos atacaron de sorpresa, entre dos muros de piedra. Era una noche fría y nos refugiamos allí del viento. Pero Tol logró organizarnos después del primer ataque, y los vencimos.
El hombre había comenzado a buscar algo bajo su casaca. Sacó un amuleto.
-Esto perteneció a uno de esos hombres. Su padre Tol me la entregó por mi valentía.
Sigur quiso ver de qué se trataba, y el otro extendió su brazo para mostrarle el amuleto. Con la luz dorada de la tarde vio un dedo seco, casi negro, con vello en el dorso. Cerró los ojos, pero el otro no se dio cuenta de la expresión en su cara. Luego abrió los párpados otra vez. Fue un dolor intenso y rápido, nada más. Sólo el dolor que se repite de vez en cuando con el recuerdo. Pero algo quedó: un esbozo de ira.
Los hombres son distintos. Y algunos, quizá, deben morir en beneficio de los otros. Pero los cuerpos son iguales, ninguna mano es mejor que otra, ni más o menos digna de una caricia o de un beso. La mano de aquel salvaje es también mi mano.
-¡Espera!-dijo enojado.
Ellos lo miraron, preguntándose en qué pudieron haber ofendido al hijo de su jefe.
Sigur desprendió la tela del muñón y lo extendió.
-¡Mira y pregúntame si duele!
El otro no contestó, pero en su cara se veía el esfuerzo por contener un insulto. El temor al castigo de Tol era mayor, sin embargo, que el desafío que el hijo les estaba haciendo. Los de adelante se detuvieron al oír la discusión. Tol dio la vuelta mientras Sigur comenzaba a envolver su brazo.
-Creí que lo sabían, padre. Que lo que se ha dicho sobre mí, había llegado hasta ellos. Pero ni siquiera mi padre me conoce, y debo soportar la ofensa de tus hombres.
-¡¿En qué te han ofendido, hijo, y los mataré?!
Tol miró a los demás, que bajaron la vista.
-Hablo de los amuletos que les das en recompensa. Pedazos de hombres. Fragmentos que podrían ser de tus hijos.-Y levantó el brazo izquierdo a medio cubrir aún, para recordarle de qué estaba hablando. Luego se acercó un poco, y murmuró a su oído.
-Hoy nadie me ha ofendido más que mi propio padre.
Se fue cabalgando, adelantándose a todos. Sus hombres lo siguieron, esperando apenas un gesto para atacar a la gente de Tol, pero él no dijo nada.
-¡Vuelvan a su formación!-ordenó Tol- ¡Y usted...- le dijo al que había hablado con Sigur-...regresará al pueblo con un guardia! ¡Ya no pertenece a mi ejército!
Estaba oscuro cuando se detuvieron. Nadie habló mientras comieron. Tres fogatas iluminaban el mudo masticar de los guerreros y las caras preocupadas.
Tol y Sigur no habían vuelto a mirarse en todo el resto del día y de esa noche. Se acostaron luego de alimentar y cepillar a los caballos.
Antes de que amaneciera, Sigur estaba de pie junto a su tarpán, cepillándolo. Tol sintió frío, se había acostado casi denudo por el calor del viaje, y tenía temblores recorriéndole el cuerpo. Se cubrió con las mantas y se frotó durante un rato, luego se levantó y fue en busca del agua que se calentaba en la fogata. Uno de sus hombres lo ayudó a colocarse la túnica de cuero de buey que las mujeres le habían hecho al ser nombrado jefe. El pelaje era grueso pero se amoldaba al cuerpo con comodidad. Un gorro le cubría la cabeza y parte de la cara, cerrado bajo el mentón. Se calzó las botas, y fue hasta donde estaba su hijo.
Sigur se había sentado en la nieve con el cabello mojado y los codos apoyados en las rodillas, masticando un fragmento de grasa de venado.
-Hay leche en las alforjas-dijo Tol.
Su hijo lo miró, sin moverse, sin saludarlo. Amanecía, y el sol se levantaba detrás de la figura rígida, desolada, de Sigur. Manchas doradas y agujeros de sol naranja se habrían paso entre los rizos, que lentamente parecían desperezarse al moverse con la brisa de la mañana.
-Debemos partir, Señor-dijo un ayudante trayendo el caballo.
Tol asintió.
-Vamos, hijo.
Sigur arrojó los restos de la comida al suelo. Con prolijidad y parsimonia, como quien hace un trabajo por primera vez y deseo hacerlo bien, preparó la montura y subió. El caballo dio un respingo.
-No te conviene ese animal, hijo. Es peligroso y desobediente.
-No me des consejos, padre.-Y partió al trote hacia los veinte jinetes que los esperaban en la desembocadura del siguiente valle, donde estaban los caballos salvajes.
Una polvareda en la planicie ocultaba todo lo que no fuese el cielo. Sólo se veían algunas aves y la masa del polvo girando en el aire. Los hombres se detuvieron, pero los caballos intentaron correr hacia aquella polvareda.
-Unos por aquí-indicó Tol hacia la izquierda, después se dirigió a los de su derecha.-Ustedes avancen un poco más por el otro flanco. Debemos atrapar tantos como se posible hoy.
Pensaba en la Asamblea. Tenía que regresar al pueblo antes que el recuerdo de su última presentación se enfriara en la memoria de los ancianos. Debía convencerlos de emprender una guerra en la que ellos no veían objetivo, y que para él comenzaba a tener cada vez más sentido. Su mujer estaba muerta y uno de sus hijos quizá también, pero la reivindicación de la memoria de su padre, y la ira que aún conservaba en sus manos-la cara de Zor en sus palmas como una quemadura que nunca desparecía- eran el impulso que lo llevaba a sentir el ímpetu de la fuerza y de la batalla aunados en una misma confusión de fuerzas contrapuestas, la muerte y la sangre en sueños diurnos, como si estuviese viendo allí el cielo rojo del norte, tan parecido al cabello de su hijo.
Veinte jinetes cabalgaron en formación, luego avanzó el siguiente grupo. Tol y Sigur se quedaron a esperar la reacción de los tarpanes. La polvareda se hizo más espesa, y el sonido de los cascos se apagó en la nieve. El caballo de Sigur se encabritó y se levantó en sus patas traseras. Trató de retenerlo de las riendas, pero el animal comenzó a correr hacia los otros. Tol los vio perderse en la nube de polvo, de la que continuamente brotaban caballos intentando huir de los lazos.
-¡Aquí, ya lo tengo!-gritaban las voces.
Relinchos y voces roncas, golpes de látigos y cascos al trote.. Tol penetró en la nube y alcanzó a ver a su hijo controlando con dificultad a su caballo. Se agarraba de las crines como si el animal fuese el manto extenso de la tierra a conquistar.
-¡Hijo!
Pero Sigur no lo escuchaba. Se había sujetado con una rienda a la cintura y con la mano sana preparaba el lazo. El caballo seguía corcoveando, pero él lo retenía golpeando sus pantorrillas en los flancos.
Los tarpanes corrían alrededor de los hombres. Los latigazos silbaban como un viento devastando la calma paz del mediodía que había existido hasta que ellos llegaron. Cuando atrapaban alguno, envolvían la cabeza con telas, y los animales se tranquilizaban y se dejaban llevar.
Entonces apareció, con un brillo diferente, una flor bruta en medio de la nieve, el más bello tarpán que cualquier otro que Tol hubiese visto alguna vez. El polvo de nieve le caía sobre el lomo completamente rojo, sin vetas ni cambios de tonos en todo el pelaje. Era más semejante al fuego que a una flor salvaje, más semejante al sol del poniente que al conjunto de esas flores del campo en el verano. Brillaba resplandeciente, no reflejando la luz, sino resaltando frente a ella su figura esbelta, de cuello ancho y largas crines. Las gotas de sudor le daban reflejos púrpuras sobre la espesa línea de pelaje rizado y largo que nacía bajo el hocico y continuaba por el cuello, el pecho y el vientre. La cola era más amplia que la de cualquier otro tarpán, y al moverse parecía desplegarse como alas.
Sigur no lo había visto aún, y se esmeraba en atrapar a otro. Tol miró a sus hombres, y ellos asintieron.
-¡Es suyo, Señor!
-¡Atrápelo!
Sabía que poseer ese caballo lo honraría. Un signo más de su fuerza en contraste con la pálida sabiduría de los miembros de la Asamblea. Con ese trofeo, con el hijo recuperado y la leyenda que éste había traído consigo, nada podrían negarle. Ya lograba verse en viaje por mar hacia las tierras del Droinne. Pero escuchó la voz de Sigur espoleando a su caballo, y un tono distinto se había filtrado en esa voz.
Casi era la voz de un niño.
La nieve se levantaba y caía, incesante, como ceniza.
La nieve es ceniza, la ceniza es nieve de fuego.
Fue como verlo de vuelta veinte inviernos antes: corriendo de la mano de Sila, con la espalda herida. El pequeño Sigur perdido en la ceniza del volcán.
Y supo que ya no había distancia, que el tiempo no era un obstáculo suficiente para borrar no sólo el sufrimiento de las pérdidas, sino también el poder que lo ligaba a las armas, incluso la gloria obtenida a expensas del pueblo que lo había salvado.
-Nunca te di nada, hijo-murmuró, o pensó. Lo cierto era que nadie podía haberlo escuchado. Y cuando sus hombres esperaban que corriese hacia el caballo rojo, se quedó quieto. Simplemente señaló hacia allí, porque Sigur lo estaba mirando en este momento, y éste entendió. Su hijo se perdió de nuevo entre las sombras blancas, las siluetas de los tarpanes que galopaban desbocados, huyendo de los hombres. No pudo verlo más por un largo rato, y se quedó esperando, simulando controlar a los suyos.
Sigur volvió a aparecer. Ahora corría a poca distancia del caballo rojo. Montaba con holgura, algo inclinado sobre el lomo, atado el brazo sin mano al cuello de su tarpán, y con la otra el látigo en alto. Espoleaba al animal y hacía girar el lazo en espiral. El látigo levantaba un torbellino, y la figura de Sigur se alzaba en el medio, surgiendo indemne. Más alto que los otros hombres, como el centro de una tormenta. Y el caballo rojo corría delante, con las largas crines moviéndose con el viento, desplazándose como pastizales en la primavera.
Entonces Tol vio, cuando el animal pasó apenas a un brazo de distancia de él, que el animal lloraba. Había surcos de pelo apelmazado bajo los ojos, más oscuros que el resto, sin el brillo del sudor.
Pero los caballos no lloran, está cansado, y los ojos irritados por el polvo.
No podía dejar de observarlo mientras daba vueltas en el círculo al que su hijo lo había obligado a entrar. Sigur levantó el látigo, pero el caballo rojo tenía la cabeza inclinada. El lazo le golpeaba el cuello y lo hería, pero sin atraparlo. Sigur hizo intento tras intento. Finalmente el látigo se enlazó al cuello, y Sigur tiró, resistiendo la fuerza del animal que lo arrastraba. El caballo se detuvo, comenzó a dar vueltas alrededor de Sigur. Seguió resistiéndose, encabritándose de tanto en tanto, pero su fuerza se había apaciguado.
Todos los hombres se detuvieron a mirar. Sigur observaa los movimientos del caballo sin soltarlo, dando también vueltas con el brazo por encima de su cabeza, vigilando cada resoplido, las gotas de sudor y la mucosidad en las fauces del animal. El tarpán ya no corría, sino que trotaba rápido y sin tropiezos a pesar del cansancio, siempre con la cabeza erguida.
Sigur aflojó el látigo, hasta que el tarpán siguió el trote que él marcaba. El lazo no lo lastimaba ahora, pero de la marca en el cuello salía sangre. Después lo liberó, y el caballo dejó de trotar. Continuó relinchando y coceando nervioso, parado en medio de la nieve como una rosada fogata hecha de leños verdes.
-¡Quieto, quieto!-decía Sigur al palmearle el lomo. Sin desmontar, dejando que ambos animales se rozaran para olerse, acarició las crines, el cuello y la cabeza. El tarpán se dejó tocar. De vez en cuando se apartaba un poco, pero luego volvía a someterse.
-¡Preparen a los animales!-ordenó Tol a su gente.
Cada caballo atrapado tenía ya su lazo al cuello, y los hombres los iban uniendo uno a otro. Si alguno quería escapar, la soga se tensaría en el cuello de los demás. Tol cabalgó hasta donde estaba su hijo. Sigur seguía agitado, con la ropa y el pelo mojados de transpiración y cubierto de polvo.
-Te lo has ganado-le dijo apoyando una mano en el hombro de Sigur, pero su hijo lo miró con frialdad.
-No vas a congraciarte conmigo ofreciéndome regalos-contestó.
Tol apartó su mano. Ladeó la cabeza con desaprobación.
-Creía que habías crecido, pero eres un niño todavía.
Iba a darle la espalda cuando Sigur le habló.
-Me habría gustado, padre, que no nos hubieses abandonado.
-¿Qué edad tenías? Ocho o nueve inviernos, me parece. Tal vez me equivoqué al juzgarte. Tal vez no recuerdas exactamente lo que pasó.
-Sí recuerdo.
-¡No sabes nada!
Tol estaba enojado, y la mirada de Sigur no lo ayudaba a calmarse. -Tuve que quedarme con tu abuelo, estaba herido y no podía dejarlo solo.
-Me acuerdo de mi madre, que te llamaba y gritaba: ¡los niños!, y te quedaste atrás. Siento todavía la mano de ella apretándome la mano izquierda.
Tol miró el muñón de su hijo, el dolor era sincero en la cara de Sigur. Suspiró con un quejido.
Cómo vencer este enorme río que nos separa. Apenas te veo en la otra orilla, apenas te reconozco. Y ni siquiera me estás escuchando.
-Era mi padre, y él no tenía a nadie más-dijo Tol.
-Pero en todo este tiempo he pensado que podríamos habernos quedado juntos, nosotros y el abuelo.
-Imposible. Había que escapar de la montaña y él no podía correr. Debíamos separarnos o morir juntos, y no era una decisión fácil para mí. Si pudieras preguntarle a tu madre, te diría lo mismo.
Sigur se irguió en su montura, siempre con la mano sana sujetando el lazo que lo unía al caballo rojo.
-Pero no puedo- contestó a su padre.
Ese era un reproche más severo que todo lo que había escuchado antes de su hijo.
-¿Me estás culpando de la muerte de tu madre?
-¡Nos abandonaste!
Las manos de Tol temblaban.
-¡Maldito sea el día que naciste para reprochar a tu padre! No me hagas decir lo que no me atreví a contarle a nadie todavía.
Nos abandonaste.
Pero no era su hijo el que repetía eso, sino la voz de las auroras boreales, de las olas en los acantilados de la Aldea de Norte, del viento nocturno que golpeaba las rocas trayendo el sonido de su familia a través del mar.
Saltó de la montura, se abalanzó sobre su hijo y cayeron al suelo. Los caballos huyeron y se detuvieron perdidos tras el polvo de nieve ocultando a los hombres que regresaban al pueblo. Tol había caído sobre el cuerpo de Sigur, pero éste no intentaba defenderse.
-No me hagas decirlo…-murmuró Tol. Su voz era ronca, casi ininteligible por el llanto contenido, el entrecejo arrugado, las manos temblando. Se contuvo, mientras su voz se convertía en un agrio sonido de resentimiento y pena. Sus puños no se desprendieron de la casaca de Sigur. Estaban tan cerca, que podía sentir el sudor, palpar con su cara la barba de su hijo, y era como estar mirándose a sí mismo.
-¡Lo maté! Lo sacrifiqué para que no lo mataran ellos. Lo culpaban por el estallido de la montaña…-Su voz se rompió por un instante.-Los cazadores del brujo iban a quemarlo vivo.
Hundió la cara en el cuello de su hijo, y aflojó la fuerza de sus puños. Gemía con pequeños gritos contenidos. Sigur seguía sin mirarlo, observando el cielo del crepúsculo. A lo lejos, la manada se alejaba con los hombres envuelta en una nube de polvo de nieve.
-Te necesitaba-dijo Sigur.-Tuve tanto miedo.
Entonces pasó un brazo por la espalda de Tol, acostado junto él, parte del cuerpo sobre el suyo y la cabeza contra su cuello. Sentía su temblor, olía el mismo viejo aroma de cuando su padre lo alzaba en hombros, y entonces lo abrazó. Primero despacio. Después, al ver que la ancha espalda había perdido la fuerza de su juventud, cerró un poco más los brazos.
Se miró la mano sana, luego la izquierda, la que no existía y sin embargo aún podía sentir. Y con el muñón acarició la cabeza entrecana y los cabellos largos de su padre.
*
Al comenzar la primera jornada de la Asamblea , ya no se aceptaban pedidos, sin embargo siempre había quien lo intentaba, tratando de escabullirse entre los grupos de expositores que esperaban en la entrada. Durante todo el día se producían desórdenes y peleas entre los guardias y los que deseaban entrar sin permiso. Algunos traían a sus hijos para que se mezclasen en el gentío, provocasen tumultos y distrajeran a los guardianes. Luego, como si el deshielo y los primeros cálidos vapores entre los que aparecía el verde oscuro del musgo bajo la escarcha los estuviese llamando, muchos desechaban pasar todo el día dentro de la calurosa estancia, siempre alimentada por la gran fogata que iluminaba los techos altos y las paredes de barro y troncos.
A partir de la sexta jornada, sólo se permitía la entrada de las autoridades del pueblo, de las familias más antiguas, de los comerciantes y expedicionarios. Entonces, los mercaderes y sus mujeres desfilaban por la entrada, vestidos con pieles de alce y collares brillantes traídos de las regiones al oriente del Gran Mar. Los hombres, fuesen expedicionarios o comerciantes, pasaban con las cabezas erguidas, sin dignarse a mirar a los que los seguían con los ojos. Llevaban casacas sobre túnicas tejidas con crines y colas de buey. Los gorros marcaban su jerarquía, hechos con piel zorros colorados, o de alces blancos, que sólo se encontraban en las montañas del oeste. Algunos eran de plumas coloridas, vistosos pero sin la apariencia noble de los otros.
El décimo día, en el que todo el pueblo tenía permiso para participar, era el turno de las fuerzas de defensa. Tol había logrado obtener aquella jornada especial durante las últimos cinco temporadas, y era un evento que lo había elevado por encima de toda consideración ordinaria que se otorgaba a los demás funcionarios de la aldea. Reconocieron las mejoras que él había propuesto, el entrenamiento de los hombres reclutados, el buen ánimo que éstos demostraban ante su jefe, las armas inventadas por Tol. Los barcos habían aumentado en número, construidos aún durante las largas noches del verano. Los viajes eran también más frecuentes, y ya no se esperaba a que regresaran los que habían partido para enviar nuevas expediciones a otros lugares. Él había dicho a sus hombres que no embarcaran extranjeros, que no trajeran mujeres ni niños. Pero a veces desobedecían, y Tol los expulsaba de sus fuerzas.
La mañana del último día de reunión, la mayoría del pueblo pensaba en los festejos de la noche. Una ocasión en que las autoridades de la aldea se encargaban de los preparativos, porque esa noche el pueblo sería el objeto de los agasajos. Muchos se agolparon desde la tarde para aguardar la salida de Tol, que como cada temporada, iba a presentar sus proyectos. Pero esta vez se corrió la voz de que él había hallado a uno de sus hijos perdidos, del que habían oído hablar a los mensajeros que llegaban del norte. Esa reunión de grandes hombres, que eran además padre e hijo, los excitaba con ideas de esplendor, de familias que estaban más allá de los dolores y pesares cotidianos.
Tol y Sigur llegaron en sus caballos, animados por los gritos de la gente que les abría paso y les arrojaba ramas de especias. Los guardias intentaron mantener el orden, pero les fue imposible calmar a quienes rodeaban al jefe de expediciones y a su hijo.
La gran fogata iluminaba las tribunas, donde los jueces y sus ayudantes miraban la entrada de los expositores. Sentados a diferentes distancias, para no hablarse entre sí ni influir en el juicio de los otros, escuchaban las propuestas y votaban. Los ayudantes entonces cantaban los votos a favor o en contra, y un tronar de tambores cerraba la presentación.
Tol hizo entrar a tres de sus hombres con pesados rollos en sus brazos. Hicieron reverencias, girando hacia los cuatro puntos del círculo de tribunas. Luego, se quedaron parados. Tol subió al entarimado central. Sigur dio un paso atrás.
-Honorables jueces. Tengo hoy la alegría, antes de empezar mi exposición, de presentar a ustedes a uno de mis hijos, al que he recuperado luego de mucho tiempo.
Sigur hizo una reverencia hacia las encorvadas figuras de los ancianos, ocultos por la sombra, que más allá de la luz del fuego, caía desde los techos. Encima, la plataforma donde había peleado Tol mucho tiempo antes, parecía mecerse sobre las cabezas de todos.
-Él tiene una misión, Señores, y es regresar a las tierras de las que fuimos expulsados los hombres de mi pueblo original. Como su padre, me he visto en el extraño sinsabor de decidir entre mi deber con ustedes y mi deber con mi hijo. Pero llegué al dichoso hallazgo de ver que ambos podían conciliarse, para ser una potencia mayor y más eficaz.
Hizo un ademán con la mano derecha, y sus hombres caminaron hacia las escaleras de las gradas. Desplegaron los rollos y los entregaron a los ayudantes. Los jueces miraron con paciente resignación aquellos esquemas, que ya habían visto antes.
-Me he atrevido a traer estos mapas modificados por nuevos planes. Nuestra expedición no se limitará a la costa Sur para avanzar hacia el oeste. Cambiaremos la dirección hacia el delta del río Droinne, hasta más allá de los Montes Perdidos.
Los jueces estudiaron los cambios en silencio. Sus calvas relucían cuando bajaban las cabezas y las llamas penetraban la penumbra de las gradas. Las manos delgadas y pecosas destellaban aún en la sombra en la que apenas se movían. Tol dejó que el silencio fuese el tranquilo guía de los viejos a través de aquellas tierras que jamás visitarían.
-¿Con qué objeto?- preguntó uno de ellos.
-La anexión de tierras, Señor. Los usurpadores tomaron las amplias regiones, dominaron a mi pueblo y lo expulsaron durante más de doscientos inviernos. Él último de ellos ha estado en el poder por casi cuarenta inviernos, y ha degradado lo que queda de mi pueblo con ritos de sangre y sacrificios, los ha sublimado con el miedo a dioses de venganza que él dice escuchar. Los ha mantenido en la ignorancia y alejado de todo contacto con el resto de los pueblos. Tendremos nuevas tierras bajo nuestro dominio, y llevaremos los beneficios de esta cultura que ustedes, hombres sabios del Norte, han aportado a la sabiduría del mundo.
El viejo que había hablado se puso de pie, y el rollo cayó de sus rodillas con un sonido quebrado.
-Desde hace mucho nos has traído planes y proyectos que hemos aprobado con reticencias. Tus viajes, las nuevas modalidades del ejército, las naves, las armas, han creado una imperdonable postergación en otras necesidades. Los pueblos con que hemos comerciado ya no nos visitan, porque te temen. Los habitantes de la periferia entran a la aldea y la saquean por las noches porque ya no les conviene nuestro comercio. Los terrenos del astillero se expanden, los talleres de instrumentos de guerra proliferan por todas partes, y no dejas que los mercaderes participen. Has convertido a nuestra aldea en un pueblo de guerreros, y la inconformidad crece.
Los otros asintieron con un movimiento de cabezas. Otro de los jueces tomó la palabra.
-Tu ejército ha provocado desmanes y herido a nuestros propios hombres, mientras ibas a atrapar tarpanes con tu hijo. Están enojados porque creen que los has traicionado.
Tol iba a hablar, pero el juez levantó una mano para detenerlo cuando un ayudante se le acercó para hablarle al oído.
-He recibido informes de que tres mujeres fueron violadas y encontradas muertas anoche. Dos de tus hombres fueron detenidos esta mañana.
Pero Tol estaba enojado.
-¿Quién se atrevió a detenerlos? ¿Acaso no soy yo la fuerza del orden?
Los jueces se miraron.
-Hemos formado un grupo de control fiel a nuestros criterios-dijo uno de ellos, y volvió a sentarse, con las manos enlazadas sobre el pecho, la mirada recta y fija en Tol.
Lo han planeado todo desde antes que yo entrara, y me hicieron hablar para humillarme delante de Sigur.
Tol sintió que ese día todo se terminaba: el viaje que había planeado por veinte inviernos.
Sólo si me someto, si mi obediencia es mayor que el resto de mi persona.
-Estos son mis requerimientos, Señores.-Comenzó a decir, y sin esperar permiso, para terminar formalmente lo que de la misma forma había empezado.-Necesito tres naves más de las ya preparadas para llevar a los hombres de mi hijo y a los tarpanes. Pido también autorización para ausentarme por un tiempo que no puedo determinar con certeza. Dejo todo esto a consideración de la honrada lucidez de quienes me escuchan.
Esperó la sentencia. Miró a sus hombres, y ellos asintieron.
-¡Denegada!-Fue el grito del vocero de los jueces.
Los tambores resonaron por las grietas del suelo de tierra seca, anunciando el fin de la Asamblea. Pero Tol siguió hablando a pesar que le estaba prohibido después de la sentencia.
-¡Ustedes me cuidaron, pero no son mi pueblo…!
Los ayudantes llamaron a los guardias, pero Tol no dejó de hablar, apoyando un brazo sobre los hombros de su hijo.
-¡Él es lo único que me queda del viejo pueblo! Los dioses, si existen, saben que nunca me detuve ante nada, ni de nada he dudado. ¡Hombres, al ataque!
Su grito de guerra fue tal que nunca se había vuelto a escuchar desde la competencia que él había ganado en ese lugar. Sus hombres corrieron a la entrada y empujaron a los guardias que habían empezado a llegar, cerraron la puerta otra vez y montaron para dispersarse en dirección del astillero, las caballerizas y el puerto.
Los gritos de la gente llegaban de afuera, pero no entendían si a favor o en contra de ellos. Tol enfrentó a los viejos.
-¡No voy a lastimarlos si me obedecen!
Otros diez hombres entraban después de abrirse paso entre la multitud y derribar a los guardias. Las botas resonaron en las tablas. Los jueces se sentaron, pero los ayudantes fueron golpeados y atados.
-La rebelión no te llevará más que al crimen-dijo uno de los viejos.
Tol miró a Sigur y comenzó a reír.
-¿Oíste eso, hijo? Son sabios ancianos que no saben nada. Todos los hombres de este pueblo somos piedras que hablan, nada más. Hablamos y no sabemos más que lo que una piedra puede escuchar. No hay manera de conocernos uno al otro. Somos bestias en un bosque oscuro, animales que se cazan entre sí. Hoy soy yo el cazador.
Hizo atar a los jueces también, y se unió a su hijo que hablaba con los jefes de su gente.
-Los refuerzos ya deben estar llegando-dijo Tol, y pronto escucharon el trote de los caballos que se acercaban, confundidos ahora entre los gritos y el polvo que envolvía el lugar en una nube que no lograba asentarse.
-No confío en nadie. Debemos esperar a los que vienen de regreso antes de hacer alguna proclama.-Tol se separó de los otros para meditar con las manos a la espalda, dando vueltas entre las tribunas.
-Ven-le dijo a Sigur.-¿Qué piensas?
-No necesitas mi aprobación, padre. Es el pueblo en el que has vivido.
-Rebelarse significa demasiado, hijo mío. No quiero mostrarme débil con los otros, pero aún dudo…
Sigur lo miraba con frialdad, como desconfiando de que esa duda fuese cierta.
-No confías en tu padre, Sigur.
-Confío en mi padre a mi respecto, pero estoy aprendiendo a conocerte. Hice de tu recuerdo algo distinto a lo que veo ahora.
Llegaron los refuerzos. Las botas volvieron a resonar alrededor de la fogata, avivada con el viento de cuerpos que iban de un sitio a otro, controlando a los rehenes, peleando contra los guardias, deteniendo a los del pueblo que querían entrar.
-¡Todos están con usted, Señor!
-¡Quieren proclamarlo…!
-En el pueblo están preparando las armas y mandaron mensajeros a las aldeas vecinas. ¡Los incitan a rebelarse también!
Los hombres le hablaban casi todos juntos, jadeando después de haber cabalgado hasta él.
-Conocen bien a su padre-dijo uno a Sigur. -Saben que es el hombre más fiel y preparado del pueblo.
-Ha trabajado con nosotros, y ascendido por méritos propios desde su llegada como un vagabundo, eso es lo que se escucha en las calles.
-Señor, los jueces no se han dignado nunca a hablar con la gente. Es el momento de reemplazarlos.
-Podría convertirse en el rey de todo el Norte si logra el apoyo de las aldeas.
Tol los escuchaba sin ansiedad. Le parecía correcto no exacerbar sus ánimos.
-Nuestro objetivo es el viaje al Sur.- Miró a Sigur y se sintió satisfecho de haber dejado en claro aquello.-Pero mientras preparamos las naves, vamos a ser los nuevos jefes de este pueblo. Voy a salir a hablar con ellos.
Entonces todos se apartaron para dejarlo pasar, y se llevaron a los jueces.
-Usaremos este lugar para instalarnos. Traigan comida y provisiones. Manden venir a los trabajadores del astillero y a los hombres de los establos. Mi hijo irá a entrenar a su gente.
Sigur abrazó a su padre y salieron juntos. Las puertas se abrieron y un estallido de euforia entró con la luz de la tarde. Gorros, ramas y telas floridas se alzaron hacia el cielo. El sol refulgió en los ojos de los hombres. Dejaron las puertas abiertas, mientras Sigur caminaba entre las filas de guerreros que contenían a la multitud. Gritos de júbilo se alternaban con frases de muerte para los jueces.
-Sólo un gesto se necesita, mi Señor, para que estén en sus manos.
Tol escuchó a su segundo al mando, y asintió mientras veía alejarse a su hijo. La luz en la que se movía el polvo levantado hizo brillar las semillas y hojas que flotaban con la brisa. La tensión de momentos antes se había relajado, dejando una sensación de incertidumbre, calma pero creciente.
-Lo esperan desde hace mucho, mi Señor. Han visto cómo los otros pueblos guerreaban y conquistaban mientras nosotros avanzábamos lentamente como ancianos, pensando nada más que en los mapas y el comercio. En usted ven la fuerza, y le otorgan su apoyo.
Aún antes de pasar el umbral, la calidez de la hoguera se fundió en el vaho de los alientos de la gente. Junto con la ola de vítores y aplausos, el aroma de la tierra fundido al aroma del sudor se levantó como un viento que absorbiese todo lo que encontraba en su camino. Tol se sintió atrapado por ese olor a tierra y hombres, y tuvo miedo de respirar profundamente, como quien teme penetrar en el origen del mundo, en el caos original, que sin la certeza de los dioses era más desolador que nunca.
Había llegado al círculo que sus hombres despejaron para que hablara, pero la multitud tardó en calmarse. Las mujeres le lanzaban hojas y tallos verdes que tejían y guardaban para quemar en las fiestas, mantas perfumadas con aceites. Los hombres llevaban mazas, lanzas y puñales. Objetos que parecían haber hecho por ociosidad y que de pronto tomaban significación hoy al aprecer quien podía ser depositario de su confianza, de los secretos anhelos rumiados en las noches. Deseos que la pesada paz del pueblo no toleraba, la inquieta ira que no sabían de dónde llegaba, como si la paz necesitara morir para tener significado nuevamente, desaparecer por un tiempo bajo el polvo y el barro levantado por la guerra.
Pendientes de mis gestos. Pendientes de mi seño. Un movimiento de mis labios podría causar la muerte de un hombre. Un movimiento descuidado, sin intención, de mi entrecejo, y cien hombres por cada pliegue de mi frente morirán mañana.
Pendientes de mis manos. Miran mis palmas como si vieran el porvenir. Sus cara, ávidas, con una mueca de extraña voracidad, parecen ver lo contrario a la vida que han llevado. Se enrojecen, se muerden los labios. Ven batallas y guerras. Los gestos de una mano hacen sucumbir a los pueblos.
El pensamiento de un solo hombre, que se ha repetido hasta el cansancio en cada acto. Oído en las olas de una playa y su golpe contra las rocas, en el viento que cruza el mar, visto en los colores del cielo, manchas, pedazos de sol que han estallado en el fondo de la noche. El pensamiento de un único hombre tiene el tamaño del deseo de cientos. No es necesario que concuerden, que se trate del mismo objeto de ansiedad. Solamente que unos quepan en el otro, se acoplen como amantes.
Mi búsqueda no es la de ellos, y aquí estoy, sin embargo, siendo su antes reprimido deseo de rebelión. Al fin expulsado y expuesto a la vista de todos, sin vergüenza, creciendo siempre ante la unidad que cientos de hombres van formando al plegarse, al sumar su puñado de ira al grito de los otros.
Y un gesto de mis manos, el movimiento de una ceja, hará que se levanten con las armas en alto, y maten.
Los clamores a las palabras de esa tarde, continuaron para apagarse lentamente hasta muy entrado el final del día. Tol y sus hombres regresaron al edificio cerrando las puertas. La luz de adentro era mayor que la de afuera.
Las estrellas brillaban pálidamente, cubriendo al pueblo como un manto de luciérnagas enfermas. La gente se había sentado a esperar las decisiones que esa noche iban a tomarse dentro del recinto. Tol les había hablado de un nuevo mandato, de reformas en el sistema de comercio, trueque y navegación. Pero él sabía que esas reformas harían enfurecer a los mercaderes, y por eso necesitaba el apoyo de fuerzas más numerosas: los marinos y los trabajadores del astillero.
Tol se sentó en el centro de la plataforma donde esa misma tarde había empezado su última presentación. Los hombres arrancaron las tablas de las gradas y formaron un círculo a su alrededor. Las tribunas altas, vacías, rotas las más bajas, el desorden de maderas astilladas en el piso, los restos de alimentos, armas y ropas que habían dejado los hombres al entrar, le daba un aspecto de agradable familiaridad a ese lugar tan lleno de recuerdos solemnes.
La hoguera iluminaba el círculo de los nuevos jefes. Las palabras parecían encenderse con chispazos muy breves al tocar el aire enmohecido por el aliento de los que habían estado allí durante la tarde. El techo y la plataforma pendían sobre ellos, igual que la noche sobre los que aguardaban afuera.
-Señor, debemos decidir qué hacer con los jueces-dijo el que estaba a la derecha de Tol.
-Consejo-pidió él.
Cada uno, empezando la ronda el que había preguntado, dio su opinión.
-Hay que ejecutarlos.
-Es necesario, para afirmar nuestra fuerza.
-No estaría de acuerdo con eso, mi Señor, si no fuera por los mercaderes. Si ven debilidad, juntarán fuerzas para vencernos.
Todos asintieron con las cabezas y las voces alzadas. Luego, se formaron conversaciones en pequeños grupos. Tol sabía que tenían razón. Pero pensaba en su hijo, y la sola idea de lo que opinaría lo apesadumbraba. Temeroso de sentirse rechazado por él, quería mostrarse ante Sigur como un hombre piadoso.
Realmente hemos crecido. Soy yo un viejo y él un hombre, me pregunto. Todavía estamos en el pasado que no vivimos juntos. Me comporto como un padre que debe realizar el trabajo duro para proteger a su hijo del inclemente mundo de los hombres
Un clamor llegó de afuera, las puertas retumbaron y se abrieron, las llamas se agitaron. Sigur estaba entrando con su guardia. Todos se levantaron y Tol fue a recibirlo.
-¿Cómo está tu gente?-le preguntó.
-Bien, padre, han sabido de la revuelta y nos apoyarán. Están preparados para el entrenamiento de mañana. ¿Cuánto tardaremos en empezar el viaje?
-Espera-dijo a Sigur, mientras se llevaba aparte a uno de sus guerreros.
-Aguarden mis órdenes para la ejecución-le murmuró al oído.
-Pero, Señor…
-No te lo diré otra vez.
El otro guardó silencio, y ambos regresaron junto a los demás. El olor de la noche estaba impregnado del aliento a comida rancia y a vino.
-Hay mucho que arreglar antes de partir, Sigur, pero lo haremos mientras tu gente se prepara y alistamos los barcos.
Uno de los jefes de Tol se tocaba la barba mientras escuchaba.
-Señor-dijo, interrumpiendo con timidez- me han traído mensajes del puerto. Hay un representante de los pescadores esperando audiencia para mañana.
-Acabo de verlo mientras llegaba con otros dos portando sus arpones-agregó Sigur.
-Dicen que quieren aclarar la situación con usted. Esperan ventajas y beneficios mayores de los que obtuvieron hasta ahora.
Tol sonrió con desdén.
-Aparecerán los pedidos por todas partes, buscarán beneficiarse a expensas nuestras.
-Por eso debemos mostrarnos fuertes-dijo el guerrero al que Tol había hablado aparte.
-Lo sé, pero también el silencio sirve para debilitar a los enemigos. Si no saben qué haremos, no sabrán cómo actuar.
El hombre miró a Tol sólo un momento, y luego a Sigur, con la expresión de quien no logra penetrar en una zona de conflicto, curioso y todavía más inquieto que antes, sabiendo que de allí partirían las decisiones que lo involucraban también a él.
Tol presentía que sus propios hombres desconfiaban de los que venían del norte. La actitud precavida que había tomado, antes tan seguro de sí mismo, los preocupaba. Desde la llegada del hijo, algo se había roto en la fuerza con que su jefe mandaba.
Ellos esperan un nuevo gobierno y Sigur aguarda su viaje. Qué es lo que yo quiero, me pregunto. Por veinte inviernos alimenté los deseos y los desvelos de mis noches, y sin embargo, ahora dudo. Viajar, luchar por recuerdos de cosas que ya no existen. Si mi hijo escuchara estos pensamientos, me llamaría traidor. Si mi otro yo, el de hace mucho tiempo, me escuchase, haría que esta mano clavara un puñal en mi cuerpo.
Tol se miró la mano derecha, en silencio. Los hombres, después de hablar entre ellos, se retiraron murmurando.
-Padre, pronto amanecerá. Vamos a descansar. Mañana nos espera mucho trabajo.
Tol padre tenía los ojos brillosos. Con la mano que se había estado observando, acarició la cara de Sigur. Tocó la oreja de su hijo, los párpados y la frente. Se acercó a su oído, y murmuró:
-No dejes que olvide quiénes somos. Dame un golpe o todos los que sean necesarios para despertar mi memoria. Mi voluntad decaerá con los hechos que nos esperan, pero te encargarás de levantarla.
Se escucharon los pasos del cambio de guardia junto a los postigos de la entrada, y los que dormían en las gradas se despertaron y bajaron.
-Necesito tu voz, hijo, el color de tu pelo en mi recuerdo.
Sigur iba a decir algo, pero su padre le dio la espalda, casi avergonzado, y se acostó cerca del fuego. No durmió. Pensaba, con los ojos abiertos y fijos en las llamas. Desvelado no tanto por lo que lo aguardaba, sino por lo que había dicho.
No volveré a mostrarme débil.
*
Cuando llegó el verano, los días cortos desaparecieron. La nieve era nada más que granizo cubriendo las cabañas, formando goterones que se deslizaban por los techos. Luego, durante toda la noche persistían en su intento por no desaparecer, pero la mañana los derretía.
Unos perros que lamían los charcos corrieron espantados cuando los caballos pasaron al trote. Tol y Sigur salieron hacia el puerto antes del amanecer.
Los pescadores habían insistido tanto, que ya no era posible ignorarlos. Querían acompañarlo en su viaje, pero él estaba decidido a desplazarlos cuando llegara el momento de zarpar. No iba a llevar gente que no pelearía su guerra.
Unos grupos se apartaron al paso de los tarpanes y de los jinetes. Mirando a Tol, quizá pensaran que había sido siempre un hombre inflexible, y sin embargo permitía que sus enemigos se manifestaran y crecieran en número. Muchos de los que lo apoyaron el día de la Asamblea , se habían unido a los mercaderes, que veían peligrar su comercio de pieles y aceites. Los pueblos de la periferia ya no se proveían con ellos, y se abastecían por su cuenta desde que Tol había eliminado las leyes de los jueces.
Tol pensaba también en ellos, mientras veía el humo de las chimeneas y sentía el olor de la leche caliente brotando y diseminándose por el cielo de la Aldea. Cerca estaba el mar, azul, casi gris según las nubes reflejaran sus formas en las olas. El aroma del mar lo llamaba con más intensidad cada día, y esperaba que los barcos estuvieran listos por fin. Habían estado trabajando arduamente en el astillero, la construcción avanzaba con firmeza. Su anhelo, al ver a Sigur a su lado, se hizo más grande todavía.
Los pescadores lo estaban esperando. Dos de ellos se acercaron a Tol con reverencias. Las manos callosas, con cicatrices de cuchillas y anzuelos, estrecharon las manos de los hombres del nuevo gobierno. Los pescadores eran hombres de pocas palabras, más afirmados en sus hoscos gestos que en la virtud de su aparente sumisión. Insistieron, tranquilos y porfiados, en sus pedidos.
Tol desconfiaba de esa humildad. Sabía que eran capaces de traicionarlo.
-No he olvidado sus peticiones-dijo al que había hablado.
Algunas barcas estaban zarpando, y las velas se desplegaron junto a las gaviotas que se habían posado en los mástiles. El sol ya había nacido con su esfera completa, y los cegaba. Tol parpadeó y cambió de lugar. El otro hizo otra reverencia y adoptó un nuevo sitio frente a él. Tenía la expresión del que desconfía sin disimular, pensando que Tol estaba haciendo tiempo para postergar una vez más sus promesas.
-Señor, hace mucho tiempo que esperamos. Sabemos que todos se beneficiarán con el gran viaje, y no queremos quedarnos atrás.
Otro que estaba al lado, tomó la palabra.
-La Asamblea siempre nos ató de manos. Los mercaderes se enriquecían y nosotros seguíamos pobres. Creímos que usted sería distinto. Pero ha estado trabajando para gente extraña venida del Norte.
Un murmullo recorrió al grupo. Nadie se había atrevido a hablarle así a Tol.
Sigur puso una mano sobre el hombro de su padre, lo había visto llevar una mano al cinto donde descansaba el puñal. Tol entonces levantó otra vez la mano. Los caballos se habían agitado, como si sintieran la tensión en esa clara mañana sin nubes.
-Veo que mi silencio y mi precaución han sido mal interpretados. Por eso les diré mis planes para que estén tranquilos. El nuestro es un viaje de guerra. No llevaremos gente que no pelee. Cuando conquistemos, las siguientes naves irán para comerciar.
-Pero cómo estaremos seguros de que volverá-dijo el otro, echando un fugaz mirada a Sigur.
El desafío del hombre terminó por exasperarlo, y Tol se dio vuelta para hablar con sus hombres. Entonces uno se acercó y golpeó al que había hablado último, mientras otros amenazaban al resto de los pescadores con las lanzas en alto. Pero la voz del que se había sido golpeado, logró alzarse por encima de los gritos.
-¡Él no volverá!-Y ya no pudo hablar porque le salía sangre de la boca.
Tol se colocó otra vez el gorro de piel, murmuró algo al oído de su hijo, y montaron. Cabalgaron a paso lento, seguidos por los ojos de los pescadores que se habían quedado quietos y temblando en la bruma tardía y espesa.
A medida que se adentraban en la Aldea , el bullicio de las carretas, los perros ladrando junto a los bueyes, los gritos de las mujeres pregonando mercancías, fueron despejando la bruma, abriéndola como un cuchillo de sonidos. Pasaron entre grupos de hombres con palas al hombro que iban a despejar la nieve de los caminos. Todos se paraban al verlos, dejándoles el paso libre, pero sin levantar la vista. Había hombres dormidos en las calles. Sigur reconoció a algunos de los suyos, que venían por las noches a buscar mujeres. Los hombres del pueblo habían comenzado a hastiarse de los intrusos que no trabajaban, comían de sus alimentos y abusaban de sus esposas e hijas.
Uno de los hombres de Tol se acercó. Los tarpanes cabalgaron juntos.
-Hay que hacer algo con los opositores, Señor.
-Lo sé. Pronto daré mis órdenes.
-Dicen que usted ya no es lo que era, Señor, que se ha puesto débil a causa de su hijo.
-Hay cosas que puedes pedirle a un hombre, pero no a un padre. El momento llegará, no te preocupes.
Se alejaron de la aldea hacia los campos del este, donde los guerreros de Tol entrenaban a los hombres de Sigur. La bruma era allí una capa blanca que se levantaba despacio, como si estuviese suspendida y atada con sogas al cielo. Los caballos corrían, los jinetes peleaban con lanzas. Algunos caían, volvían a montar y continuaban practicando. La escarcha formaba charcos quebradizos en la tundra.
Tol mandó llamar al encargado del entrenamiento. El mensajero regresó con el hombre.
-¿Cómo va todo?
-Muy bien, Señor. Hace días que están preparados. El joven Sigur podrá hablarles de la capacidad de sus hombres.
-Así es, padre. Si tardamos más en partir, la espera podría alterar su paciencia y su fuerza.
Tol se alejó hacia uno grupo de cincuenta hombres que daban la espalda al sol, practicando con arcos y flechas. Los demás lo siguieron y desmontaron. La escarcha se quebraba con sus pasos. Hacía mucho frío esa mañana, pero los guerreros sudaban y tenían los torsos desnudos y el cabello suelto sobre los hombros. Los brazos rígidos sujetaban los arcos, y de pronto las flechas volaron. La luz del sol doraba las puntas con destellos deslumbrantes. Una bandada de cuervos se dispersó ante la lluvia de flechas, y algunos pájaros cayeron muertos.
-Señor-le dijo el jefe de arqueros.-Necesitamos material.
-Lo tendrán.
Tol apoyó una mano sobre su hombro. Era uno de los pocos hombres en quienes confiaba. Lo había conocido poco después de ganar la competencia, y lo había tomado como maestro para aprender lo que muchos en la aldea consideraban un arte inútil: la alquimia de la guerra. El hombre le había hablado de la capacidad combustible de la tierra, los aceites y el material de las rocas. Habían practicado juntos en las afueras del pueblo, y todo esto se fundía en estas nuevas prácticas que ya no eran un sueño. Eran hombres reales los que mezclaban con sus manos los materiales que él preparó especialmente a pedido de Tol.
-Allí está lo que imaginamos, amigo mío. La fuerza de la tierra descubierta por tu destreza-le dijo Tol.
El otro se avergonzó y miró hacia el sur, de donde llegaba un estruendo de maderas golpeadas, cubriendo el zumbido de las flechas lanzadas por filas de veinte a treinta hombres. Varias columnas de humo rodeaban el festejo de muchos otros que saltaban con puñales en alto.
-Son los que manejas las catapultas-le dijeron.
-Y el olor…veo que ha funcionado el cebo.
El aroma de la grasa quemada se dispersaba en el humo. Otros hombres comenzaron a correr por la tundra, hasta un montículo de tierra que la nueva arma había arrancado. Cuando vieron venir a Tol junto a los otros jefes, comenzaron a corregir el desorden.
-Señor, vea el pozo que hemos dejado-dijo uno al acercarse, servicial y entusiasmado por lo que habían logrado luego de pruebas y fracasos.
La tierra había sido arrancada. El olor era más intenso en el fondo del pozo, del tamaño y la altura de tres o cuatro hombres..
-Hemos mezclado los aceites con grasa, y las bolas de cebo deben dejarse descansar más tiempo antes de quemarlas, pero tienen más duración.
Había una construcción rectangular, sostenida por delante por dos columnas de troncos, y en el centro por dos ruedas más grandes que los de una carreta. Unida al armazón, una larga serie de ramas enlazadas por sogas terminaba en un extremo con forma de recipiente hueco, como una olla grande. Algunos hombres tiraban de otras sogas atadas a las ramas, con más fuerza a medida que aumentaba la resistencia, tensionándola hasta que parecía que iban a ser arrancadas del soporte.
-¡No la suelten todavía!-les gritaban algunos, mientras otros más traían bolas de cebo y las ponían en el extremo. Siempre con las ramas tensas, casi a punto de quebrarse, acercaron las antorchas. Apenas se veían las llamas en la opaca luminosidad de la mañana, entre la humareda y la neblina ya menos densa.
Una llamarada surgió del cebo, que pronto comenzó a consumirse.
-¡Fuego!-gritaron varios a la vez.
-¡Cuidado, Señor!-dijeron lo que rodeaban a Tol, pero él sabía que estaban fuera de su alcance.
Las manos soltaron las cuerdas y las ramas se desplegaron como un brazo que se cerraba sobre sí mismo. El ruido de un latigazo cortó el aire, las ramas agitaron la armazón de madera, que tembló sobre sus ruedas. La bola de fuego salió despedida, cruzando el cielo como un sol que avanzara sin noción del día o de la noche, dejando una corta estela de humo negro al pasar, que casi imperceptiblemente se extinguía un rato después.
Ellos la vieron pasar pos encima de sus cabezas, sintieron el calor que despedía. Pero antes de que desapareciera del todo, la contemplaron con el mismo éxtasis que una estrella fugaz, hasta que cayó lejos en campo abierto, donde los tarpanes corrían, pero no hoy, porque todo el sitio había sido liberado para las prácticas. El estruendo repercutió por el campo de entrenamiento.
Tol y los otros no pudieron dejar de estremecerse por un instante y correr, aunque ya estuviesen fuera del peligro. Por más que lo hubiese esperado, él no había pensado que el impacto sería tan grande, y recordó el estallido del volcán. Pensó en sí mismo como un dios: era él quien ahora había creado el fuego y la destrucción.
Entonces buscó la aprobación en los rostros de los otros, y halló entusiasmo y asombro en todos, excepto en la cara de Sigur. Su hijo parecía mirar aquel pozo con temor, luego dirigir la vista atrás, como si esperase venir nuevas bolas de fuego pasando por encima de él, rodeándolo.
Tol se dio cuenta que las manos de su hijo temblaban, pero la fuerza por contenerlas endurecía su cuerpo, erizaba el vello del cuello y hacía correr sudor por sus brazos. Tol estaba casi seguro que su hijo hubiese estado solo, se habría cubierto la cabeza con las manos y arrodillado en la tierra para ponerse a llorar.
Como los demás también lo estaban mirando, Tol quiso distraerlos mandándolos a medir el tamaño del pozo. Se acercó a Sigur y tomó la cara de su hijo entre sus manos. La mandíbula estaba tensa, los dientes apretados y los labios fríos.
-Sé lo que todo esto te recuerda-le dijo-. Pero piensa que el volcán y el brujo nos separaron. Nosotros seremos el volcán ahora. Consuélate con esta idea: somos el volcán.
-¡Señor!-gritaron, de lejos. Apenas se veía la figura del que se acercaba torpemente, corriendo y tropezando en la tierra llena de montículos. Nubes de humo lo ocultaban por momentos, y su voz se oía detrás de los gritos de los que seguían entrenando. Una lluvia de flechas pasó muy alto por encima del hombre, mientras unos pájaros solitarios se dispersaban.
-¡Señor!
La voz era más perentoria, con un sesgo de tragedia en el tono. -¡Hay revuelta y traición! ¡Los mercaderes tomaron el astillero y van a quemarlo!
Los hombres se habían reunido alrededor del mensajero y esperaron las órdenes de Tol. Él sólo pensaba en sus naves.
-¿Y los barcos?
-Los que están en el agua mantienen nuestras fuerzas, Señor.
El mensajero jadeaba y le dieron de beber. Pronto se olvidaron de él, cuando Tol ordenó buscar los caballos.
-Que un grupo tome el pueblo, las caballerizas y el resto del puerto. Otro que vaya al edificio de la Asamblea. Nosotros iremos al astillero.
-Iré a buscar refuerzos con mi gente, padre.
Tol estuvo de acuerdo.
Cabalgaron de regreso a trote rápido por el mismo camino de esa mañana, pero lleno de gente que iba y venía, mirando los grupos de guerreros y caballos, y al ver a Tol se apartaron con un respeto demasiado oficioso para ser sincero.
-Esperan a ver quién gana para lamer sus pies-dijo Tol a su compañero.
El viento le secaba el sudor que le había provocado el aire enrarecido en el campo de entrenamiento.
-¿Atacaremos, Señor?-preguntó el otro.
-Esperaremos a que ataquen ellos primero. Iremos en paz. Da la vuelta a la aldea y refuerza la entrada posterior.
Mientras sus hombres se alejaban, comenzó a distinguir los contornos del astillero entre las nubes de humo de las chimeneas. La alta techumbre se alzaba por encima de todas las demás construcciones, recortada contra el fondo revuelto del cielo nublado y el mar. La última construcción del pueblo, donde eran creadas y expulsadas las naves que recorrerían el mundo. El único lugar que Tol había deseado realmente desde su llegada. Ni el poder completo sobre aquel pueblo y toda la región, ni las tierras que habría podido conquistar, tenían tanta importancia como esos huesos de madera que nacían del astillero. Mástiles y esqueletos, velas semejantes a alas, el vaivén de las olas y del viento rozando las plumas de las aves en el puerto.
Sintió otra vez la transpiración que le había corrido por el cuerpo frente al calor del fuego. Las bolas de piedra del volcán lastimando a sus hijos e hiriendo la espalda de Zor. En la cara de Sigur había visto la cara del pasado. No eran ellos dos hombres, sino un niño y un padre muy joven que también tenía miedo, tanto, que no había encontrado mejor manera de huir que avanzar y matar. Pero sobre todo debía proteger a su propio padre con otra muerte menos indigna: ya que el viejo no podía matarse a sí mismo, su hijo lo haría por él. Y la sangre en las manos con las huellas de la lanza, y su grito largo, roto en pedazos cuando llegaron los cazadores, diciendo no podrán matarlo, está fuera de sus manos, aún podía escucharlo por encima de los cascos de los tarpanes. Aún le dolía la garganta al recordar, y le temblaban las manos como un niño asustado que busca la protección de su padre, que también está en medio del fuego y al que debe salvar para que a su vez lo salve a él. Padre e hijo eran uno solo, como hoy, mirando la cara de Sigur cubierta de terror. Y con la furia que esa cara hacía brotar en él, podría hacer que los barcos terminaran de construirse para zarpar hacia el Sur.
Tol sudaba, pero la desesperación apenas podía entreverse en sus ojos, y él no dejaría que sus hombres, tiesos y esperando órdenes, a su vez temerosos por el futuro, viesen su debilidad. Todos miraban, en la entrada del astillero, cómo algunos hombres con largas casacas negras y cintos envolviendo la cintura y el torso, a las órdenes de los mercaderes, sacaban los cadáveres de los constructores de barcos. Los amontonaban junto a la entrada, ya había tal vez más de veinte, y continuaban sumándose.
-Traición-dijo Tol.-Y sé quién fue.
Los demás recordaron al hombre que había enfrentado a Sigur días atrás. Pero fue lo último que pensaron antes de ver las flechas que llegaban desde el astillero, y se refugiaron detrás de los depósitos de maderas y granos.
-Ve a la Asamblea y trae refuerzos-ordenó Tol a su segundo ayudante.-Manda avisar a mi hijo que necesitamos de todos los hombres disponibles.
Cuando el mensajero iba a partir, llegaron tres de sus hombres con un prisionero. Tol reconoció a uno de los mercaderes, y comenzó a golpearlo. El hombre se contrajo en el suelo como un perro con espasmos, y apenas logró gritar suavemente antes de escupir sangre. Tol volvió a levantarlo de las ropas finas, como las que los hombres de su profesión acostumbraban a usar: una camisola blanca de seda de gusanos, sucia por los aceites del astillero y con goterones de sangre. Hacía el intento de hablar, pero no podía. Tol buscó él mismo un cubo de agua y mojó la cara del mercader, que escupió sangre y dientes. Entonces habló con voz gangosa.
-Maldito seas, extranjero.
Luego levantó un brazo, señalando detrás de Tol. Cuando se dieron vuelta, vieron la columna de humo que nacía de la cubierta de un barco recién terminado y anclado junto al astillero.
¡El tiempo que se quema con las naves! Veinte inviernos y veranos puestos en cada tabla, soga y tela de los barcos. Mi sudor en esos barcos. Mi alma en ellos. ¡Ardo y todos arderán conmigo!
¡Padre, qué dolor tienen mis manos! Veo la sangre. Un padre es padre cuando cría a los hijos. Un hombre es esposo si cuida a su mujer. Y el fútil y cobarde esfuerzo se va con el fuego y el humo. Más me valía haber tomado las armas y ser vencido hace veinte inviernos, que esperar el mismo tiempo y verme así burlado.
Soy lo que hice de mí. Soy mi propio dios, que juega conmigo y se ríe, que se matará a sí mismo exactamente cuando yo muera.
Sacó un puñal, y lo clavó en el cuerpo del hombre a sus pies.
-¡Ya está! Así van a acabar los demás.-Miró a su gente y dijo:- Quiero que formen un camino seguro a través de la aldea hasta el puerto. Usen todo lo que encuentren, destruyan las casas si es necesario. Vayan a buscar caballos y súbanlos a los otros barcos.
El ruido de los que cabalgaban en su ayuda llegó a ellos.
-¡Allí viene su hijo!
Sigur se acercaba con jinetes y hombres a pie, armados con lanzas, arcos y flechas, hachas y mazos. Eran quizá más de cien guerreros. Tol cabalgó a su encuentro.
-¡Bien, hijo! Dividan sus fuerzas en dos, y ataquen sólo con la primera columna cuando yo les diga. No tengan en cuenta a los constructores, ya deben estar todos muertos.
Sigur miró la nave que se quemaba.
-No te preocupes-le dijo Tol.- Podremos lograrlo con las que nos quedan. Zarparemos después de tomar el astillero. ¡Este pueblo estará muerto desde hoy!
Sigur nunca había visto esa ira en los ojos de su padre. Tol y su gente partieron hacia el astillero.
Llegaron muy cerca de la entrada, pero los hombres que sacaban los cadáveres habían ya cerrado los postigos. Desde las aberturas del techo en declive comenzaron a atacarlos con flechas, pero ellos se protegieron con los escudos en una formación que él les había enseñado, un círculo cerrado que avanzaba como el caparazón de una tortuga.
Las fuerzas de los mercaderes parecían limitarse a la que mostraban, y la única amenaza verdadera era la destrucción de las naves. Las flechas sólo se detenían el tiempo necesario para volver a preparar los arcos, y recomenzaba. Tol y sus hombres seguían avanzando muy despacio, protegidos por la coraza de escudos que los cubría por arriba y los costados. Las flechas se rompían o se desviaban contra ella. Algunos tarpanes eran heridos en los flancos, pero no lo suficiente para detenerlos o sacarlos de las filas.
Ellos no atacaron todavía, sólo se acercaron lentamente al edificio. Casi era mediodía cuando las flechas comenzaron a hacerse menos frecuentes. Entonces Tol se asomó por detrás del escudo. El sol le daba pleno sobre el rostro sereno, un poco pálido desde hacía un tiempo, de barca corta y entrecana. Levantó un brazo, y poco después se oyeron los pasos de los hombres que llegaban desde la gran playa abierta junto al puerto.
Montículos de tablas, restos de paredes y cabañas ocupaban el enorme espacio en que sus hombres habían comenzado a hachar y destruir. Pero en medio se habían formado dos filas que cargaban un tronco de árbol en hombros, y se acercaban al astillero.
Las flechas se detuvieron definitivamente. Las cabezas de algunos mercaderes se asomaron por las aberturas del techo, brillando los cabellos rubios con el sol intenso que sucede al despejarse las nubes, al acabarse la lluvia y levantarse la niebla.
El caparazón de escudos se dividió en dos, sus formas se alteraron y volvieron a moldearse. Eran ahora dos tortugas más pequeñas.
-¡Ataquen!-fue el grito de Tol.
Los hombres que cargaban el tronco avanzaron más rápido, casi corrían cuando pasaron entre ellos. Un nuevo grito de júbilo se oyó de pronto, claro como un estallido de olas contra un muelle: el tronco había destruido las puertas del astillero, y una gran oscuridad salió de la boca de la entrada.
Los fragmentos golpearon los escudos y asustaron a los tarpanes. Los dos grupos rompieron su formación y se alinearon con las lanzas apuntando adelante y los escudos frente al pecho. Pero los guerreros transpiraban. El cuero seco y cubierto de pátinas de aceite endurecido se calentaba fácilmente bajo el sol, y los antebrazos parecían estar metidos en hogueras tras esos escudos.
La sombra del interior se fue diluyendo, y vieron los esqueletos de los barcos. Por los andamios que colgaban de los mástiles, los mercaderes intentaron escapar hacia las salidas en el techo, pero las flechas de los que esperaban afuera los detuvieron. Y sus cuerpos cayeron uno a uno en un espacio abierto entre las plataformas, entre los hombres y los caballos de Tol.
Los guerreros rebeldes huían por atrás. Cuando salieron tras ellos, los vieron arrojarse al mar y nadar, mientras las maderas en llamas del barco caían alrededor. Los vieron gritar, alzar los brazos entre el fuego que flotaba sobre las aguas, para luego desaparecer.
-Ejecuten a los jueces-ordenó.
Dejó un grupo cuidando el astillero, y fue a ver el camino que sus hombres construían a través de la ciudad.
Desde el puerto se abría un ancho sendero protegido a los lados por tablas clavadas como estacas, arrancadas de las cabañas de los alrededores. Los dueños se lamentaban de rodillas, llorando junto a los restos de sus casas, pero al ver a Tol se alejaban corriendo. Otros se atrevieron a seguirlo, agarrados a las crines del caballo y las ropas de Tol, rogando que no les hiciera daño. Él seguía avanzando y los ignoraba.
-¡Saqueen las casas de los mercaderes!-dijo a sus hombres, y éstos cabalgaron al sector de los comercios, destruyeron almacenes y depósitos, y tomaron provisiones para los barcos.
El largo camino, al final del día, era tan extenso que llegaba hasta los establos alejados del pueblo, atravesando incluso el edificio de la Asamblea. Los caballos habían escapado por las puertas abiertas por los saqueadores, entre las tablas de las gradas también arrancadas, y se unieron a los otros que llegaban desde los establos, y muchos más que venían de los campos.
Los animales corrían en dirección al puerto. Pero pronto fueron tantos que se habían convertido en un viento fuerte y arrasador que levantaba polvo y arena y tierra atravesando el pueblo. El tronar de los cascos llamaba la atención de los que vivían más alejados y se acercaban a observar el paso de cientos de tarpanes corriendo hacia el puerto.
Y cuando los últimos comenzaron a atravesar el centro de la aldea, rezagados, brillando su pelaje con el sudor y las motas de polvo y arena que volaban bajo el sol, apareció, detrás y a pie, denso y oscuro, el ejército de Sigur.
Avanzaban lentamente, casi con aparente desgano, tal vez cansados pero con la mente renovada por la cercanía del mar, llevando sus pertenencias envueltas en mantas y pieles sobre las espaldas, o atados a los trineos que arrastraban sobre la tierra ya libre de nieve pero aún endurecida. Una multitud de perros los acompañaba, corriendo alrededor y precediéndolos con ladridos. Los niños saltaban excitados luego de la larga y quieta espera a la que habían sido obligados. Se adelantaban a sus padres que encabezaban la caravana, pero las madres iban a buscarlos para llevarlos atrás otra vez, porque veían o presentían el peligro allá adelante.
Tol se había parado a la puerta de la Asamblea , desde donde miraba pasar a los caballos atentamente, como si pudiese distinguirlos uno por uno.
-Algunas hembras están preñadas, no podremos llevarlas, sobre todo ahora que tenemos un barco menos. Y espero que seis naves sean suficientes, porque no dejaremos nada detrás.
Su ayudante sabía que esas palabras significaban más de lo que decían.
-No dejaremos nada en pie-repitió Tol, en voz un poco más baja, mirando al pueblo, como si hablase consigo mismo más que para los demás. Después, envolvió la punta de una lanza con telas encebadas en aceite de pescado robado de los almacenes del puerto, y la encendió con una antorcha. Sin desmontar, la llevó lo más que pudo hacia arriba y atrás, y la arrojó con fuerza hacia el edificio.
La lanza encendida entró por una de las ventanas, y al principio nada sucedió, pero pronto el humo y las llamas crecieron hasta salir por la puerta principal y el techo. Todos contemplaron cómo la construcción se iba convirtiendo en una sola hoguera de madera crepitante, deshaciéndose y derrumbándose. Anochecía, y la luz del fuego resaltaba bajo un cielo limpio, azul oscuro, más desolador aún que el fuego que se elevaba hacia él. Un estruendo marcó la caída del edificio, pero las llamas siguieron consumiendo los restos.
-Lo mismo harán con la aldea-ordenó Tol, y se adelantó a cualquier posible resquemor, porque sabía que ellos habían nacido allí.-El que se niegue, se quedará, abandonado y entre las ruinas.
Ninguno se atrevió a mirarlo a la cara. Recogieron las antorchas apagadas, las envolvieron en cebo, y pasaron, uno tras otro, en una larga fila, junto al fuego. Cuando todas estuvieron encendidas, se dispersaron por el pueblo.
Tol los vio cabalgar hasta las puertas de las cabañas todavía en pie, derribar las puertas y arrojar las antorchas. Los habitantes salían gritando, y se quedaban parados lejos, viendo desaparecer sus casas entre el humo que subía al cielo oscurecido.
La noche fue ocultando las movedizas sombras de los incendiarios. La noticia de lo que estaban haciendo corrió más rápido que ellos, y cuando la gente escuchaba los cascos de los caballos, huían de sus casas para refugiarse en el puerto y las playas cercanas.
-¡Fuego!-gritaban las mujeres.
Los niños lloraban prendidos a sus faldas. Los hombres sacaban de sus casas todo lo que podían antes de que los hombres llegaran. Entonces el retumbar de los jinetes se aproximaba y los precedía antes de que pudieran verse tras el humo que llegaba del resto del pueblo. Llevaban el fuego en el extremo de sus brazos, y el mismo fuego parecía cabalgar sobre caballos briosos que sólo los guerreros podían domar.
Muchos en la aldea habían contado la historia de cómo Tol se salvó de las llamas en un vieja competencia, y que la fogata, alimentada con el cuerpo de su contrincante, había subido hasta él para luminar todo el interior de la Asamblea. Como si el fuego hubiese sido creado especialmente para él. Por eso ahora se decían que lo entregaba a sus hombres de mano en mano, para formar la fogata más grande que alguna vez hubiese visto esa región. Y la gente quería salvarse huyendo hacia el mar, donde Tol tenía sus barcos preparados. Irían a rogarle a ese dios del fuego que se apiadase de ellos y los llevase consigo.
Tol y los suyos cabalgaron de regreso a la costa. En el puerto, tuvieron que abrirse paso apartando a golpes a la gente. El incendio de la aldea iluminaba la noche, sin casi distinguirse del día que lo había precedido. Un halo blanco, con destellos rojos, relampagueante, se elevaba por encima del pueblo como la mitad de una enorme esfera.
El tarpán de Tol se asustó, y se puso a corcovear entre las sacudidas de la gente y de sus hombres, entre la confusión y las peleas por huir, por hablar con él, entre los llantos de las mujeres que se tiraban frente a los caballos con sus niños en brazos.
Debía ser medianoche. La guardia los esperaba junto a la gente de Sigur. Pero su hijo no estaba allí.
Las estrellas lucían como pálidos puntos por encima de las llamas. El fuego se reflejaba en el agua, y hasta los barcos parecían quemarse con el reflejo del fuego sobre el mar.
-¡Mojen las cubiertas y mantengan las velas arriadas!-ordenó, sin quitar la vista enfurecida de la nave perdida.
Durante toda la noche vio arder la aldea. Los caballos habían empezado a subir a los barcos. Los hombres abordaban con las armas nuevas, troncos, catapultas, cientos de bolsas con cebo y vasijas de aceite, bolsas con polvos y granos, toneles de agua y comida. Subían cargados y regresaban en busca de más provisiones, tirando de cuerdas que arrastraban toneles y troncos.
No hubo descanso para nadie en toda la noche. Y al amanecer, mientras el sol poco a poco se iba haciendo más fuerte que el fuego entre las cenizas del pueblo, algunos comenzaron a despertar del leve sueño en el que finalmente se habían sumido cerca de la madrugada.
Él también se había adormecido un poco en la cubierta de uno de los barcos, pero se lavó la cara y ordenó a sus ayudantes que trajeran informes sobre el alistamiento.
-¡Zarparemos esta mañana!-gritó desde cubierta a los hombres que se habían reunido a esperar órdenes.
Entonces se distribuyeron por el puerto y la playa para abordar las otras naves, rechazando a la gente del pueblo que quería subir. Tol había ordenado que quien pasase la guardia, debía ser muerto, y no hubo manera de que alguien se acercase a él, ni los gritos de súplica, ni los rezos, fueron suficientes. Pero no podía dejar de ver la expresión de los que se quedaban, sus caras tristes, los gestos desesperados. Los miraba apoyado en la baranda, contemplando los intentos de la gente por vencer a los guardias y arrojarse al mar para nadar hasta los barcos.
Un viento se levantó, de pronto, y él se frotó la cara para quitarse el olor que llegaba desde el puerto. Ese aroma que él había tenido en sus manos durante mucho tiempo. Podía ver a los pescadores con los puños en alto, dirigidos hacia él. Veía a las mujeres arrodilladas con las cabezas cubiertas y golpeando el suelo con ira.
Pero Tol necesitaba estar en silencio. Porque la palabra equivalía al riesgo de deshacer todo en un instante, las estructuras de madera que lo separaban del bullicio furibundo y lo transportaban al pasado que extrañaba. Hablar o pronunciar palabras de justificación era como apiadarse del mundo.
Giró la cabeza a barlovento. Alineadas junto al suyo, estaban las otras naves, con la proa apuntando a mar abierto. Los cascos se balanceaban plácidamente. Las velas estaban siendo desplegadas, los remos preparados. Los hombres subían a los mástiles, atando cabos y sogas. Órdenes en gritos se escuchaban a lo largo de cubiertas, llevadas por el viento que corría entre las velas y las combaba. Los relinchos de los tarpanes surgían desde los fondos bajo cubierta, con un olor a pelo húmedo que se mezclaba con el aroma del mar.
Vio un movimiento de masas en la playa, un conjunto casi homogéneo en su diversidad de ropas y caras, que se iba desplazando hasta dejar un claro en el que entraban otros hombres desde las ruinas de la aldea, por el camino recién abierto. Sigur llegaba finalmente al final de su ejército y su gente, que seguía abordando con exasperada lentitud. Pero nadie de la aldea se acercaba a su hijo. Algunos se apartaban tapándose la cara con las manos, pero no por miedo, porque no temblaban. No era el temor que lo profesaban a Tol, sino un respeto que iba más allá del aspecto de ese hombre de cabello rojo, hombre de fuego que venía del Norte, sino de las historias que habían llegado con él. Pero también la vestimenta colaboraba, tan blanca como una mancha de nieve en medio del verano, una blanca luna grande y limpia en los cielos del equinoccio de primavera.
Sigur se había vestido con la piel del oso, y caminaba llevando de las riendas al tarpán de pelo rojo.
Mi hijo, una luna en plena mañana, y el sol que la sigue. La luna que se va lentamente, acongojada pero orgullosa de su triunfo. El sol que viene a serenar los espíritus del caos nocturno en que se sumen los instintos. Uno al otro se arrastran y empujan, se encrespan y se enlazan, cargando uno al otro, inseparables y siempre enemistados.
Sigur había arribado al puente que conducía al barco. Desde lejos, la gente ya no intentaba abordar y se había quedado quieta y callada mientras lo veían subir. Los cascos del tarpán retumbaban en las tablas. Unos gritos airosos de mujeres se escucharon en el silencio que todos los hombres habían hecho. Tol estaba orgulloso de ser su padre, y sin embargo algo lo perturbaba. El fuego seguía llameando en algunas cabañas, pero eran más las columnas de humo surgiendo de las brazas. Sigur parecía haber surgido de las ruinas con ese hermoso caballo, sobreviviendo a la destrucción creada por su padre. Y eso era como recriminarle su acción.
Su hijo estaba ahora frente a él, mirándolo con sus bellos ojos claros y el pelo sobresaliendo por debajo del gorro blanco. La piel de oso le cubría los hombros, pero por delante una serie de lazos le cruzaban el pecho, y en la cintura, un cinto de piel de cabra.
-¿Cómo has dormido, padre?
No esperaba la ironía de su hijo, apenas el rencor que ya había aceptado. Pero tras él estaba el paisaje de la desolación, y no podía negar que fuese obra suya. No iba a responderle, sin embargo.
Sigur lo siguió mirando, insistiendo en una respuesta.
Decir sí o no era recordar la noche y el desvelo, el derrumbe de las casas, era lo mismo que reconocer la impotencia del sueño frente al remordimiento que había intentado hacer callar escuchando el crepitar del fuego. Tol endureció la expresión de su cara. No iba a ceder, ni siquiera con su hijo, esta vez.
Entonces oyó otra voz. Sigur le estaba hablando, lo veía mover los labios, pero no era la voz de su hijo. Llegaba de otra parte, muy lejana, porque era tenue y dulce, sobre todo desolada y triste.
Los labios de su hijo dejaron de moverse, pero la voz continuaba. Era una especie de viento que hubiese atravesado una distancia más grande que el mundo conocido. Débil y agotada, quizá, pero cuya ternura no se había perdido tampoco con la aspereza del tiempo o la distancia.
Una ráfaga cruzó la cubierta del barco y combó las velas. Los hombres dieron gritos de alerta. Luego, el viento se detuvo. Tol había visto agitarse los pelos de oso con ese viento, pero continuaban balanceándose aún cuando ya había pasado y el aire estaba quieto, pesado y vacío. Un calor intenso había cubierto el barco y todo el puerto.
Sigur miraba a su padre con la misma dócil y a la vez juzgadora expresión. Algunos pájaros cruzaron el cielo. Las velas estaban inmóviles, como muertas.
Tol escuchó otra vez la voz, más fuerte esta vez, que llegaba del cuerpo de Sigur. Y de pronto supo que se equivocaba. No venía del interior de su hijo, ni siquiera de la boca, sino de la piel de oso. Los pelos se mecían continuamente a pesar de la ausencia del viento. Su hijo no siquiera movía un dedo de la mano frente al pecho.
Entonces Tol observó mejor, y vio que el movimiento del pelaje formaba figuras. Primero dos círculos, luego un tercero, más alargado, como una boca.
Era una cara. Y le estaba hablando.
La voz era un canto de mujer. Nacía de la piel que abrigaba a Sigur.
Tol recordó la voz que creía haber olvidado después de tantos años.
La voz de Sila cantaba, arrullando a su hijo. Mucho antes que el mundo y sus tragedias los arrastrase. Cuando Tol era aún joven y confiaba en la felicidad que la vida le traería.
La voz de Sila era un arrullo que hacía dormir. La cálida, suave voz que lo había acariciado al casarse, la que besó su barba en el lecho en que durmieron por primera vez. El aliento condensándose en gotas sobre los labios abiertos.
Ella le hablaba, y parecía obligarlo a dormirse. Pero él no deseaba el sueño ni sus pesadillas.
-¡No hables!-dijo Tol, lo más bajo posible para que los demás no lo oyeran. Contuvo el dolor que de pronto le comprimió el pecho, y se sujetó a los brazos de Sigur, que lo miraba casi indiferente y frío.
-Pero si no te estoy hablando, padre.
Tol no lo escuchó. La voz de Sila crecía y agitaba las velas. Era ahora sí un viento que hizo volar los gorros y las sogas de los mástiles. Un viento que secó el sudor de la mañana en las espaldas de los hombres.
El canto sin palabras se había hecho alto y agudo, casi un grito por instantes, y se estaba desbordando del barco hacia las aguas.
-¡No hables más!-gritó Tol, y su cara se frunció dolorosa y con más pena que terror.
Se sostenía del brazo de su hijo, mirando el mar. El eco de la voz se alejaba, dispersándose por toda la costa de lo que quedaba de la Aldea del Norte. El canto de Sila, su estridente llanto, parecía un conjunto de mujeres en pena llorando desde antes del principio del tiempo, porque el tono de congoja era más pesado que lo que arrastra el tiempo, era inconsolable.
Pero las voces llegaban también de la playa, y unas a otras se unían hasta comenzar a ascender hacia las nubes, separadas por aquel viento extraño que los sonidos producían.
La luz de la mañana se había hecho blanca, brillaba y refulgía en la superficie de las velas y los cascos de los barcos, golpeados por las olas acrecidas por el viento.
Las columnas de humo del pueblo se habían inclinado en dirección al mar, como pilares que se doblaban sin derrumbarse, sosteniendo el cielo que parecía estar cayendo sobre todos ellos.
El canto de Sila dominaba tierra, mar y cielo, cubriendo las cosas del mundo como una sustancia penetrante que se petrificaba al secarse.
Y entonces el canto se hizo tan intenso y rígido, que se hundió en el mar, como una inmensa piedra nacida en el aire.
Las naves están partiendo. Las olas golpeando el duro casco de madera. La espuma salta y se acumula en la cubierta. Desaparece al filtrarse al fondo, o se seca dejando una baba de sal que carcome el maderamen. Las algas crecen, forman un espectro verde oscuro, suave a las caricias de los hombres. Las manos callosas ya casi no sienten. Cierran los ojos y acarician el musgo, como si tocasen los senos de una mujer seca, ya no joven, pero una mujer al fin.
Cierran los párpados y ven el cuerpo bajo sus cuerpos. El barco es una gran hembra que pueden acariciar en cada resquicio. El viento les limpia la cara de sudor, despeja los cabellos de la frente, y sienten la mano del sol que los toca con dedos y uñas rotas. Pero es el sol, después de todo.
Es el mar donde el tiempo puede ser perdonado, porque es piadoso, porque no parece transcurrir. Donde aún el viento pasa y desaparece, y vuelve a rozarlos sin premeditación, sin la idea del día o la noche como tiempos que se suceden para no regresar. Hoy también puede ser mañana, y no hay pena ni prisa en eso. No existe la angustia de la noche que llega, de la oscuridad sin fondo en que se hunde el barco, del abismo con que el cielo envuelve al mar.
El mar es entonces un cómplice de los hombres que navegan en las frágiles naves. Mece los barcos como si fuesen cunas donde los niños duermen o sueñan con ojos abiertos. Los hombres se dejan llevar, y miran al cielo.
El ruido de los remos, subiendo y bajando. El sonido del agua en los oídos, el sabor de la sal en la boca, la áspera sal que raspa la frente quemada por el sol. Y la piel existe, el cuerpo vive, y los hombres saben que podrían morir en ese instante, sin lamentarse. Son una parte del mundo que ha venido a buscarlos. Los elementos frágiles que moldean las formas del mundo. Abren los ojos y ven las nubes que lentamente van creciendo. Blancas, luego más oscuras hasta hacerse negras, inmensas, uniéndose unas a otras igual que monstruos sin cara venidos desde más allá del mar. Del confín del mundo donde el mundo se pierde y cae en lo desconocido, quizá en la nada. Relámpagos, y los mástiles se balancean con el impulso del viento más fuerte.
Han ordenado arriar las velas. Los remos trabajan con menos fuerzas. El mar está encrespado. Las olas altas invaden la cubierta. Pero aún no ha oscurecido. Es media tarde. La niebla se levanta de la superficie, envolviendo a los barcos. La claridad opaca se transforma en perdidas formas sin contornos. Gaviotas pasan, raudas, ciegas, y chocan con los mástiles. Caen a cubierta y los hombres las guardan como reservas. Alguien enciende una antorcha y avanza con ella muy cerca de las velas. Le gritan que la apague si no quiere incendiar el barco.
La tormenta se ha detenido. El mar está calmo. La niebla pesa sobre las aguas. Hace mucho calor. Los hombres traspiran y esperan. Saben que la tempestad llegará. Piensan en los que caerán por la borda, en si las naves podrán resistir.
A medianoche, cuando ya nada puede verse más que la lámpara de aceite del vigía en la altura del palo mayor, como una estrella solitaria, el viento aumenta de pronto. Un tronar continuo los estremece desde un tiempo antes. Los relámpagos los alumbran, y sus caras parecen pálidas aunque no lo estén, parecen tensas aunque quieran fingir que no es así. Los estallidos del cielo desnudan el alma de los hombres.
Llueve muy fuerte. Las velas, por más que han sido recogidas, se embeben de agua y chorrean como cascadas. Uno, dos rayos seguidos estallan, lejos, y las olas golpean, castigan con ferocidad. Se escuchan órdenes a gritos de un extremo al otro de las naves. Señales de los faroles de una a otra, cortadas por la lluvia y los relámpagos. El barco se tambalea de costado. A sotavento, la tormenta arrecia peligrosamente. Están inclinados, y el agua se acumula a barlovento. Varios se encargan de sacarla con cubos, pero saben que es un trabajar inútil. El fondo se ha inundado, dicen algunos.
Un mástil cae a cubierta. El quiebre de la madera ha sonado apagado por el viento. Corren a mirar. Hay dos, tal vez más cuerpos bajo el mástil. Casi no se ve en la oscuridad que los faroles no logran dominar. Se apagan constantemente. Deberán, entonces, soportar la noche y la tormenta como ciegos. Sólo guiados por la intermitencia de los relámpagos. Pero éstos son menos frecuentes. La lluvia es lo peor, azota sin piedad. Y el viento no cede.
Los hombres saben que muchos han caído al agua, pero no los ven. Oyen sus gritos al perderse entre la espuma de las grandes olas. La tenue blancura los arrastra como una nube de polvo de huesos. Ellos saben que los muertos brillan en la noche, que los huesos sudan, y el fluido en que se convierten los cuerpos flota en las aguas como aceite con brillo propio.
Sin embargo, deberán resistir hasta la mañana.
Y al amanecer, no hay rastros de tormenta. Las seis naves han sobrevivido, aunque una ha quedado inclinada, y otras con los mástiles caídos.
De barco en barco llegan informes de los daños a través de las señales de luces de los vigías o de hombres que recorren la distancia en botes. Veinte hombres han desaparecido. Mástiles y velas deberán ser reconstruidos y confeccionadas otra vez. Los caballos están enfermos, pero se recuperan. Las provisiones de la nave más averiada se han inundado. A la distancia, desde el primer barco, ven cómo el último tira al mar los deshechos. Desde las otras naves, han comenzado a arrojar también algunos cuerpos.
El sol es intenso, y quema. No hace frío. Unos cosen velas rotas, otros martillean, otros reman. Las naves, una detrás de otra, navegan sobre aguas calmas, azules, bajo un cielo sin nubes. Tras ellas, como la cola de un animal cansado, el último barco avanza pesadamente, inclinado a barlovento. Puede verse a sus hombres caminar con cautela, mientras siguen sacando agua durante todo el día. Esperan que el sol seque las cubiertas. Un olor a podredumbre, dulce y agrio a la vez, gira alrededor de las naves. El olor del agua de lluvia en los deshechos, en las telas arruinadas, en los cadáveres que flotan alrededor y se alejan muy lentamente.
El calor, sin embargo, lo irá transformando, y el viento, que en la tarde va a llegar, traerá el aroma de siempre, el aroma de la sal.
Y ese día y el siguiente fueron parecidos a los que siguieron. Un verano tormentoso. Un otoño más plácido, y al comienzo del invierno, el frío se asentó en las cubiertas. La escarcha se trizó con un sonido semejante al graznido de los cuervos. La madera de los cascos crujió como a punto de quebrarse.
Hubo hambre entre los hombres, y algunos caballos morían cada mañana. Una epidemia tomó una de las naves y muchos hombres y animales murieron. El barco fue aislado al final de la flota.
Pero un día se oyó un grito desde el mástil del vigía, que se repitió en las seis naves.
-¡Tierra!
La mirada de los hombres se llenó de luz.
*
Había visto los barcos desde dos días antes, cuando eran sólo dos puntos negros en la línea que separaba el mar del cielo. En las noches, especialmente, llegaba a verse una muy tenue luz titilando, como una estrella caída luchando por no hundirse.
Después, dos días más tarde, cuando esa mañana Cesius salió de su refugio entre las rocas de la playa, ya no vio dos puntos negros, sino barcos cuyas velas se combaban con el viento, refulgentes a pesar de las hilachas de los bordes y la suciedad que las cubría. El movimiento de los remos los hacía balancearse como el avanzar de una oruga. Eran pequeños barcos todavía a la distancia, pero detrás de los primeros aparecieron otros puntos, rezagados. Tres, tal vez, o más si prestaba mayor atención. Quizá fueran las sombras de las olas en contraste con el brillo intenso del sol sobre el agua.
Sin embargo, de los primeros no tuvo dudas. Se sentó sobre las rocas para limpiar y cortar los pescados que sus redes atraparon esa mañana. Cada vez que se adentraba en el mar, sus ojos se perdían en la contemplación de las naves, que parecían tan quietas y serenas, que eran casi una respuesta a lo que había estado soñando aquellos últimos tiempos.
Desde que la muerte de su padre y de su hermano, de la huída de Britan, a él solamente le restaba esconderse. No sabía cuánto iba a durar esa vida, pero no lo inquietaba demasiado pensar que así viviría siempre. Mientras el nuevo jefe del pueblo no lo buscara, él lograría sobrevivir si lo dejaban en paz. No serían diferentes sus días a los que ya llevaba, solo, apartado de los suyos, componiendo cantos que recitaba para su soledad, para la luna que a veces decidía acompañarlo en noches desveladas. Palabras para las voces del agua, del río o de aquel lugar en que le tocase vivir. Palabras para el techo que lo cubría, las piedras, la tierra o las ramas de su refugio. Para los peces que lo alimentaban, el aire y el viento que refrescaba el sudor nocturno. Únicamente el pensar y hablar consigo mismo lo consolaba.
Desde hacía mucho tiempo que no valían nada las explicaciones que había dado a la disconformidad de sus hermanos por su voluntario aislamiento. Ellos lo habían invitado a formar parte del destino del pueblo. Su padre, el hombre que hablaba con los dioses, sin embargo nunca le recriminó aquello. Lo dejó irse, conocedor de las aptitudes que había demostrado desde que era un niño, cuando se levantaba en medio de la noche y corría desnudo entre los árboles, llamando a la luna su madre y a las nubes su ropa. Telas desgarradas que quería tomar extendiendo los brazos, trepando los árboles, para arrancarlas del cielo y protegerse del frío. Cada mañana iban a buscarlo para bajarlo de las ramas en las que se había quedado dormido, los brazos y las piernas colgando, la cabeza y el cuerpo apoyados en la corteza.
Al crecer, esa búsqueda se transformó en fiebre y desaliento. Sus pasos eran más pesados y lentos, una frase incierta y sin sentido brotaba de sus labios. El sudor le corría por el cuerpo y se secaba contra los troncos en los que buscaba paz al ímpetu de su sexo. Ya no despertaba, agotado, en la rama de un árbol, sino que seguía dormido cuando Britan llegaba a buscarlo. Cesius murmuraba entonces las mismas frases entrecortadas que esa noche había pronunciado sin interrupción, como una ola creciente de palabras que eran una fuerza en sí mismas, pidiendo destruir el bosque con la intensidad de su significado, para transformarlo en cielo. Hacer llegar las nubes, o espantarlas como se patean las piedras sueltas. Convertir el mundo a su voluntad por una noche. Vivir en otro lugar que no fuese éste, el anterior al día que los demás se apropiarían de la tierra y vendrían con las sogas de la razón.
Pero los inviernos atenuaron la inconsistente miríada de fuerzas contrapuestas que lo atormentaban, luchando por su cuerpo como si fuese presa de espíritus superiores. Ya no corría desnudo por el bosque, sino cubierto de livianas telas que las viejas del pueblo le tejían con finas hebras de hojas de ciruelos, caminando descalzo sobre la hiedra, si aguardar a que la luna saliese. Él la llamaba con sus cantos, los mismos que no surgían espontáneamente, sino pensados y retenidos en la memoria durante todo el día. El sol o la lluvia parecían dictarles aquellas palabras, y él las adornaba con otras que realzaran la belleza de esos intentos que el mundo cotidiano fallaba en transmitir. Él era el instrumento, la voz que daba un orden al caos del mundo.
Por eso Reynod, su padre, lo había dejado en paz. Porque sabiendo de su aptitud, parecía descansar a veces en su hijo menor. Lo que de pureza tenía aún su vieja voluntad, la triste inocencia de las voces de los dioses que escuchaba, del origen más remoto de ellas, persistía en Cesius. No eran voces entonces, eran palabras de belleza teñidas de melancolía. Las palabras de los dioses que su padre había logrado transmitir al pueblo con fuerza brutal, como una orden sin asomo de piedad, eran cantos en la voz de Cesius.
Él lo sabía. Pero desde la muerte de su padre, los cantos, las epopeyas que creaba y se iban acumulando en la memoria, fueron convirtiéndose en oscuros presagios. Los cantos eran bellos, pero tristes. Inmensos, aunque acababan en frases sin sentido. Largos cantos que terminaban matándose a sí mismos, y sin embargo, no podía borrarlos de su memoria.
Cargando las redes en sus hombros, de espaldas al mar, las palabras llegaban con las olas y se impregnaban en la arena. Y él las leía, pronunciándolas en voz alta. El agua le hablaba de barcos, naves que él había decidido ignorar, pero al volver la vista allí seguían, un poco más grandes, resistentes no sólo a la fuerza del mar, sino a la fragilidad de la memoria, a la débil resistencia de la vista de un simple hombre. El ruido de las olas le daba ritmo al canto de las naves.
Pero Cesius veía más que eso, alcanzaba a ver otras aguas y una barcaza cuya sombra no distinguía del todo, y lo perturbaba. La imagen de la barca era lo más importante en este día de verano, mientras dejaba caer las redes y los pescados en la playa. Las manos callosas, de vello oscuro en el dorso de los dedos. De piel dorada, oscurecida por el sol. El cuerpo encorvado, las piernas flexionadas, los tobillos apoyados en la arena caliente. Las manos abriendo las entrañas de los pescados, con el sol cayendo sobre su espalda. La vista a veces se alzaba hacia las aguas, vigilando el lento crecer de las naves con el correr de la tarde, al mismo ritmo con que la luz decrecía y el frío arreciaba. Entonces las pequeñas luces lejanas se convertían en estrellas fuertes reflejadas por el mar.
Cinco barcos, y otro aún lejano en la distancia.
En la noche, arrojó agua a la fogata. La ceniza se levantó con una nube de humo hasta hacerse nada más que una grisácea capa que se confundía en la oscuridad. Más allá, la frontera del oeste y del norte estaba siempre alumbrada por guardias con antorchas, día y noche, frente a los peligros que de allí podrían llegar. La forma en que Zaid gobernaba era distinta a la del brujo. Reynod los había hecho migrar de región en región, como una manada de hombres que no aceptaba nuevos adeptos ni disidencias. Eran un pueblo cerrado pero sin barreras ni cercos, inmutables en su número, en la pureza de las castas que lo formaban.
Pero el pueblo de Zaid era un lugar con barreras de fuego y agua. Límites siempre alumbrados por destellos. Hasta el cielo formaba también una barrera de nubes negras. Hacia fuera irradiaba luminosidad, pero adentro una creciente negritud crecía. Él podía verlo desde su refugio, desde las rocas golpeadas por las olas. El valle, lejos, parecía hundirse en el fango que el lago iba formando en su incesante avance.
En esta noche de estrellas sin luna, Cesius miró hacia el mar, y vio las luces de los barcos, que de a poco comenzaban a virar hacia donde él estaba, tal vez evitando acercarse a las playas iluminadas. Decidió esperarlos. El aire era tibio. Cerca de la orilla, la brisa le trajo gotas de las olas que rompían allí cerca, al alcance de sus manos. Sólo alcanzaba a distinguir la blancura de la espuma, más allá de la cual las luces de los barcos iban aumentando. Eran ya seis naves claramente visibles, a gran distancia una de otra. Sobre la cubierta de la más cercana se veía el movimiento de los hombres, pequeños como hormigas. Puntos desplazándose bajo y sobre los mástiles y travesaños, como hormigas en las ramas del barco. Eran árboles flotantes que llegaban de desconocidas tierras.
Estuvo observándolos durante toda la noche. Vio cómo bajaban los botes y los hombres descendían con gritos contenidos y órdenes casi susurradas que él no pudo oír. Las lámparas habían sido apagadas a las mínimas necesarias. A pesar de estar tan cerca, lucían lejanas como luciérnagas suspendidas a pocos pies sobre el mar, o semejantes a esos peces cuyos cuerpos brillan al saltar en la noche con la luz de la luna.
El amanecer comenzaba. La bruma se había asentado sobre el agua, pero las figuras pálidas de las lámparas se abrían paso en la neblina, balanceándose en los botes. Las pequeñas barcas se mecían con las olas de la rompiente. Las primeras fueron surgiendo, naciendo desde la masa informe de la niebla. Puntos de luz débil que se convirtieron en hombres y remos, hombres y madera. Voces de hombres que temblaban en las gargantas roncas de humedad y cansancio.
Cuando el primer bote pasó la rompiente, quedó encallado en la arena. Era ya casi de día, pero la bruma ocultaba a los tripulantes. Sólo uno podía distinguirse con cierta claridad, una figura alta, de anchas espaldas, cubierto de pieles oscuras. En una mano llevaba una antorcha levantada. En la otra, una lanza. Pero Cesius no vio su cara. Dos botes más llegaron después, y serían diez los que encallarían a lo largo de la mañana. Una bandada de cigueñas cruzó el cielo en busca de alimento, pero la extraña actividad de ese día las hizo seguir de largo sin detenerse.
El hombre que había bajado primero hundió los pies en la arena húmeda, y se acercó acompañado por otros hacia donde él estaba, pero no parecían haberlo visto. Dirigían la vista hacia la playa y las rocas.
Cesius no se atrevió a llamarlos. A pesar de su peculiar mansedumbre y su falta de desconfianza ante los hombres, éstos que ahora llegaban del mar le indujeron temor. La bruma se iba abriendo mientras caminaban, desgarrándose en volutas de vapor blanco y pesado, dejando gotas de sudor en la cara. Podía ver los rostros cubiertos de transpiración, que se limpiaban con el dorso de las manos. Sus figuras grises, con puntas de lanzas y escudos frente al pecho, aparecieron a escasos pies de Cesius. Entonces ya no supo evadirlos, aunque hubiese querido o tenido tiempo para decidir si eran buenos o malos por su aspecto. Ahora que ya estaban delante de él, vio al principal, que llevaba un casco hecho con pezuñas de bisonte, y en el rostro una amarga mirada de cansancio.
-¿Eres del pueblo?-le preguntó el extraño no sólo en su misma lengua, sino con el idéntico acento de su gente. Los otros, detrás, cambiaban miradas, con las armas en actitud vigilante.
Cesius creyó percibir un gesto desconfiado en la voz del principal, ronca y desgastada. Bajo los ojos había unas manchas negras, quizá luego de muchos días sin dormir. Miró los pies, hinchados y ulcerados.
-Sí-contestó.-Pero no vivo con los demás. La playa es mi hogar.
-¿Por qué?-volvió a preguntar el otro.
-Porque así lo deseo-dijo, y tomó una postura arrogante, extraña en él, que delataba su miedo. Quiso creer que el hombre, ya algo viejo, no tenía tanta fuerza como demostraba su estatura.
-¡Tu nombre!
-Cesius.
-¿De qué familia?
-¿Quién lo pregunta?-se defendió.
El otro pareció cansarse de aquel juego, y con un ademán hizo que sus hombres lo apresaran. Mientras dos lo estaban sujetando de los brazos, Cesius sintió el olor de pescados rancios, de suciedad acumulada en su pelo largo y ensortijado. Quién sabía cuánto tiempo habían estado navegando, o cuánto que no comían o bebían.
El principal se sacó el casco, y sus cabellos entrecanos cayeron sobre los hombros. Su rostro era recio, firme en los contornos. La cabeza se irguió, orgullosa, y los labios se abrieron. Un hilo de sangre corrió por las costras de los labios.
-Tol, hijo de Zor el Cazador. Si algo te han enseñado, sabrás de quién estoy hablando.
Cesius había escuchado de aquella familia por boca de su padre, que habló de su desobediencia, de cómo el viejo Zor se había rebelado a sus leyes, para luego ser expulsado del pueblo. Pero sobre todo sabía lo que él mismo conoció: la llegada de Zaid.
-Si vienes a ver a tu hijo, acá no lo encontrarás. Dónde él esté, yo debo huir.
La mirada de Tol abandonó el débil ensueño en que parecían haberse sumido por un momento. Por primera vez lo vio abrir los ojos realmente, como si no hubiese despertado desde que había salido del barco. Ojos de color marrón claro, pálidas órbitas blancas que contrastaban como nubes dentro de un tornado de tierra negra.
-¿De qué estás hablando?
-Tu hijo Zaid es el jefe de nuestro pueblo, un tirano que no permite el entierro de los muertos.
Miró hacia el oeste, como si pudiese ver más allá de las rocas que ocultaban el valle. Hizo una señal con la cabeza, pidiendo que lo soltaran. Tol accedió. Entonces Cesius caminó hasta la roca más alta, y lo siguieron.
El viento arrastraba las nubes que se esparcían sobre el mar y el valle. El sudor de los rostros se fue secando, y los hombres hicieron gestos de alivio frente al viento fresco. Todas las miradas se dirigieron hacia el valle. Cesius señaló la mancha negra que cubría la mitad sur.
-El lago los está invadiendo, y cada noche crece un poco más. Mira las nubes.-Su mirada se alzó hacia la masa oscura en el cielo.-Estamos en verano, pero las nubes nunca se apartan.
Tol seguía sin comprender la causa ni la relación de Zaid con todo esto. De pronto, sintió un escozor en las piernas, y tuvo que sentarse. Los otros lo ayudaron, atando antes a Cesius. Más hombres que subían por las rocas. Uno se acercó a socorrer a Tol. Era de cabellos rojos, que caían enredados sobre la espalda. Vestía una piel más fina que Tol, una piel que alguna vez había sido blanca.
-¡Padre!
Tol levantó la mirada e hizo que Sigur se arrodillara junto a él. Lo tomó de un brazo, temblando. Su cara se había transformado en una expectante expresión de ansiedad. Las bolsas bajo los ojos desaparecieron, y se restregó la cara y la barba al hablar.
-Tu hermano está aquí-dijo, repitiendo la frase varias veces, como si quisiera convencerse a sí mismo.-Debemos hablar con él, ya no es necesario luchar. Zaid es el jefe del pueblo.
Sigur hizo un gesto de confusión ante el cambio de planes. Miró al que habían apresado y pidió explicaciones.
-Tu hijo es un tirano-dijo Cesius, sereno, sin odio en la voz, mientras Tol lo observaba con recelo.
-De eso no tengo miedo-dijo Tol.
Sigur lo miraba rencorosamente, pero el viejo parecía respirar admiración tras la palidez de sus ojos.
-Yo lo he sido, y tu también. No digas que arrastraste a todos tus hombres sólo por voluntad de ellos. Si tus actos no te hacen un tirano, lo hacen tus palabras.
Sigur bajó la mirada.
-Necesitamos órdenes-dijo uno de los hombres.
-Formen una barricada en este borde del valle, con guardia permanente. Después, construyan un muelle para bajar los cadáveres y los hombres.-Tol respiró profundo y tomó aliento.-¡Y por todos los dioses que no han querido ayudarnos, busquen comida y agua!
Los hombres se fueron, y unos pocos se quedaron con ellos.
-¿Dónde está Reynod?-preguntó Sigur.
-Mi padre ha muerto el otoño pasado.
Cesius notó cómo los otros se miraban, sorprendidos.
-No se preocupen por mí, conozco el odio entre nuestras familias, y no lo comparto. Mi padre me crió diferente a mis hermanos. Yo no hablo de resentimientos, sino de cantos. Mi familia se ha deshecho, ya lo ven. Quedo yo solamente, y mi fuerza es una voz tan frágil como este la brisa del mar.
-Está mintiendo-dijo Tol a Sigur.-Zaid no puede ser lo que él dice. Si es el jefe, lo logró por sus méritos. Recuerda que debe haber sufrido tanto o más que nosotros.
Pero Sigur parecía querer más explicaciones. Se apartó de su padre y fue hasta Cesius. Le dio un golpe en el costado.
-¡Estás mintiendo! ¡¿Cómo puede mi hermano ser un tirano?!
Cesius mantuvo silencio mientras se recuperaba. Vomitó sangre y luego habló.
-Cada uno es uno y muchos. A veces, ni siquiera elegimos cuál de nuestras caras prevalecerá con el tiempo.
Padre e hijo se miraron. El viento se había llevado la niebla, y los barcos surgieron entonces como grandes montañas acostadas sobre el mar. Las proas, balanceadas por las olas, tenían maderas rotas. Algunos mástiles se apoyaban en los otros o sobre la borda, y las velas colgaban rotas de los travesaños. Unas columnas de humo se elevaban de las cubiertas, y un hormiguero de hombres iba de un sitio a otro ocupados en sus tareas. Pero en sus movimientos se veía el mismo cansancio, el desgano que estaba en los que habían desembarcado.
Varios botes más comenzaron a ser bajados al agua. Los hombres descendían por las cuerdas con fardos de herramientas y armas, y avanzaban lentamente hacia la costa. Primero fueron diez, luego quizá cuarenta o cincuenta que traían una veintena de hombres cada uno. Y desde los barcos continuaron descendiendo durante todo ese día.
Cesius vio desde lo alto del acantilado a los botes que llegaban y a los hombres que descendían para agruparse en torno a sus jefes. Tol siguió con la mirada aquel proceso, ya recuperado del dolor en sus piernas. Un hombre le estaba curando las llagas de los pies.
-Este aire lo mejorará, Señor, es más seco. La arena es limpia.
-Lo sé, amigo mío-contestó Tol, apoyándose en los hombros del otro, sin que sus ojos perdiesen movimiento de lo que pasaba en la playa.
Sigur permanecía apartado y cabizbajo, ensimismado en pensamientos tristes. Tenía su mano sana bajo la piel de oso, delante del pecho. Jugaba, quizá, con algo que escondía. Entonces sacó la mano con dos plumas negras. Cesius, sentado en el suelo y libre ahora de ataduras pero con la mirada de los guardias fija en él, observaba a Sigur jugar con las plumas entre sus dedos. No supo decirse si algo murmuraban los labios al moverse, porque no pudo escucharlos. Pero sí estuvo seguro de haberlos visto soplar las plumas y besarlas, acariciando sus propias mejillas con ellas, y luego volvió a guardarlas bajo su abrigo. Parecía no importarle que alguien lo estuviese viendo. A Cesius le provocó curiosidad el hecho de ver a un hombre de esas características mostrando tal sensibilidad. Había imaginado que los recién llegados eran fuertes, de endurecidas almas, cuyos brazos habían sido hechos sólo para cargar lanzas y empuñar puñales.
Dejaron de prestarle atención durante el resto de aquel día, salvo para ofrecerle alimentos que él rechazó. Desde el acantilado, vio a los hombres desnudarse y bañarse en el mar. Sus cuerpos estaban delgados: los huesos de los hombros se asomaban como puntas de mástiles y los tobillos como extremos de muñones enfermos. Los jefes favorecían a los más fuertes, dándoles de comer primero. Al mediodía, los cazadores regresaron con no pocas piezas, sobre las que todos se abalanzaron sin esperar a que se cociesen al fuego. Después, el entusiasmo por la comida mermó. El hambre había sido satisfecha, y una lánguida pesadez los adormeció, aún a los jefes y al mismo Tol. Había comido y bebido agua dulce, se había deshecho de sus ropas sucias, para recostarse al sol de la tarde, cuya tibia calidez era diferente a la de mar adentro.
Cinco días tardaron en construir los muelles. Más de doscientos hombres habían tomado la playa. Casi la mitad mantenía la guardia frente al valle, y Cesius pudo escuchar los informes que le traían a Tol. A pesar de que no se escondían, la gente del pueblo no parecía haberlos visto, dijeron los mensajeros. Sólo los fuegos nocturnos eran más numerosos, y nunca se apagaban. Era como si presintieran su presencia, la barrera que rodeaba al valle del que no podrían salir. No porque ellos se lo impidiesen, sino por algo que tal vez los empujaba más que la presencia de los recién llegados. Quizá fuese ese lago junto al centro del valle, esas olas de espuma gris que brillaban con la luz de la luna. Pero los guardias habían visto que la luna nunca alumbraba más allá de la medianoche. Las nubes se iban haciendo más densas, casi impenetrables a todo rayo de luz. Únicamente las mañanas se teñían de un color naranja, en un tenue cambio de la habitual crudeza de su aspecto.
-Es extraño que Zaid no haya mandado representantes-dijo Tol al escucharlos.
-Trama algo-le dijo Cesius.-La mujer que trajo con él y los muertos del lago son parte de su plan.
-¡Calla!
-Cuando estés preparado, te llevaré a ver el valle, a escuchar las voces de la gente y las caras en la penumbra. Cada uno de nosotros lleva dos muertos en el rostro. El nuestro y el que nos ha tocado llevar en vida. ¡Si oyeras las voces de los muertos en el agua, las olas con sonidos como gritos! ¡Y a lo lejos, apenas perceptibles, en el centro justo del lago, está la barca!
-¡Calla!
-¡…la barca!
Tol lo golpeó varias veces. Los guardias rodearon a Cesius, pero nada había que pudiera hacer él para levantarse o amenazarlos. Sólo las palabras que no podía pronunciar, y que sin embargo parecían estar escritas en la cara amoratada.
Al décimo quinto día, los barcos se acercaron a los muelles terminados, que se adentraban en el mar como dos grandes manos para sujetar a los barcos. Muchos hombres más bajaron entonces. Los que estaban enfermos eran cargados en tablas o restos de velas rotas. Una larga fila de mujeres los siguió, llevando cada una de la mano varios niños.
Luego, casi antes del crepúsculo, aparecieron los caballos. El estruendo de los cascos sobre los muelles repercutió por toda la playa. Se levantaron nubes de arena que empalidecieron el ya oscuro azul del cielo estival. Los hombres los guiaban con golpes de látigos para hacerlos formar en dos columnas que ocupaban todo el ancho de los muelles. Al llegar a la playa, se reunieron en manadas entre los acantilados.
Cesius nunca había visto animales como esos, pero su extraña belleza, los colores del pelaje tras el polvo, y sobre todo los tonos de la luz crepuscular en los lomos, lo hicieron salir de la tienda y quedarse parado allí, en el borde de las rocas, para contemplarlos.
Los barcos iban desapareciendo en una sombra que llegaba del mar y hundía en ocres tonos las luces de las lámparas de aceite que acompañaban el desembarco de los tarpanes. De pronto, vio un animal de pelo rojo, con crines largas y revueltas. Parecía levemente más alto que los otros, aunque la robustez del cuerpo y de las patas lo asemejaba al resto. El caballo corría junto a los demás a lo largo del muelle. Los pilares temblaban más que al principio. Algunos hombres gritaron órdenes para detener el paso. Los gritos se perdieron en el estruendo general, y la arena apenas dejaba ver los movimientos de los brazos señalando hacia dónde había que guiarlos..
Las naves se balanceaban más que antes con la marea, aliviadas por el peso que los había ocupado hasta entonces. El caballo rojo fue de los últimos en salir. Iban más despacio, quizá más cansado. Las gotas de sudor no podían ocultarse ni aún bajo la polvareda y la arena. Brillaban bajo la luz movediza de las lámparas que se balanceaban colgadas a los lados del muelle.
El sol, oculto en la mitad de su esfera, formaba un largo camino sobre las aguas, casi tocando la playa. Los últimos calores hicieron sudar a los caballos, pero la brisa del mar corría como un hálito de aire fresco a lo largo de la costa. El mismo viento que golpeaba la cara de Cesius era el que pasaba sus manos ásperas sobre el lomo del tarpán. Y fue entonces que creyó sentir que el animal lo estaba mirando.
Al principio fue la duda, después la certeza de que sobre él, entre tantos hombres, el caballo había fijado la mirada. El tarpán comenzó a cabalgar un poco más sereno, sin inquietarse cuando los otros caballos lo golpeaban al pasar. Ni siquiera los látigos le llamaban la atención. Venía derecho hacia él, todavía muy lejos, pero como si buscase un camino más corto entre la multitud. Al pie de los acantilados, un mar de nubes precedía al verdadero mar, y abriéndose paso entre ellas, el tarpán cabalgaba con sus crines rojas agitadas por la brisa.
Pero un caballo y un jinete se interpusieron en el camino, y un lazo le rodeó el cuello. Cesius no pudo distinguir quién era, luego vio el gorro blanco y la cabellera roja del hombre. Se dio vuelta y vio que lo habían dejado solo. Sigur debió haber bajado del acantilado durante la tarde, para ayudar en el descenso de hombres y caballos, y era él quien ahora intentaba atrapar al animal. Y sin saber por qué razón, si jamás había tenido algo propio ni se había aferrado a cosas en toda su vida, Cesius sintió que le arrebataban algo.
Nada de los que los recién llegados traían le interesaba, ni ansiaba poseer las grandes naves, ni las armas o las mujeres que había visto descender de los barcos. No quería siquiera la destreza que demostraban construyendo muelles y organizando todos aquellos preparativos. Los sabía más inteligentes y avanzados, no cabía duda. Pero ese caballo era distinto. No se trataba de la necesidad de ser su dueño, ni de la satisfacción de verlo cada mañana pastando frente a su choza y esperándolo para que lo llevase a cabalgar. Tuvo la sensación de que si perdía de vista a ese caballo, la idea misma del futuro, la imprescindible seguridad de que mañana, o dos días o un invierno después, él desaparecería. Y eso lo hizo sentirse como al borde de un abismo. La inquietud se transformó en un cosquilleo recorriéndole el cuerpo, el corazón agitado y la frente mojada. Entonces ya no pudo quedarse allí, y del acantilado por la bajada más cercana.
Corriendo y tropezando, logró llegar a la playa. Algunas mujeres le interrumpieron el paso. Cuando salió del sendero entre las rocas, las manadas se habían hecho más densas de lo que parecían desde arriba. Alcanzaba a ver, sin embargo, a Sigur cabalgando junto al caballo rojo, que lo obedecía, pero el animal daba vuelta la cabeza y estaba mirando a Cesius. Tres hombres se acercaron a Sigur para ayudarlo con la manada.
Cesius hizo fuerza para abrirse paso entre los flancos de los tarpanes. Avanzaba con lentitud hacia el caballo que Sigur estaba llevando hacia el centro de la playa. La marea había subido y quedaba muy poco espacio libre. Cuando finalmente alcanzó a encontrarse con ellos, recién entonces recordó a los guardias que no había visto y debieron haberlo seguido desde que comenzó a bajar. Pero ya no importaba. El tarpán se agitó, se desprendió del lazo y comenzó a correr hacia él. Estaban uno frente al otro, mirándose. El animal sudaba, contrastando su brillo con la opaca arena que lo cubría. Cesius levantó los brazos y los pasó alrededor del cuello del tarpán, apoyando la cabeza sobre el hocico.
Los demás los observaron con asombro. Los otros animales seguían pasando, pero los hombres detuvieron su tarea para mirar aquello que no comprendían.
-¡Señor!-le dijo uno a Sigur.-¡Su caballo!
Sigur no contestó. Cesius había escuchado, y en sus ojos estaba reflejado el miedo. Si el caballo era del hijo de Tol, jamás lo obtendría.
-¿Cómo es que conoces a este animal?
Entonces no tuvo más alternativa que decir la verdad, aunque mentir habría sido menos absurdo en este caso.
-No lo conozco-respondió. Tuvo que gritar para seguir hablando. Aunque el tumulto de los trotes iba menguando, el bullicio de la gente se había acrecentado por el hambre. Las fogatas comenzaron a ser encendidas, y los niños lloraban alrededor. Lo que empezó a decir no tenía sentido, como jamás lo tuvieron sus cantos nocturnos.
-Eres dueño de lo que no posees. Ves el sol, y no lo tienes. Pero el sol se cría en tu piel y tus entrañas. Comes sol, escupes sol, porque está en tu cuerpo. Tocas la hierba que comes, pero en realidad saboreas tus propios labios. El sol en tu lengua, la lengua que se come a sí misma y mastica las entrañas de tu ser. Eres dueño de todo si está en tu cuerpo, pero no eres dueño de nada al final del día. Debes devolverlo, así como devuelves los cuerpos a la tierra.
Una fogata se había encendido junto a la tienda de Tol. Cesius seguía acariciando al animal mientras hablaba.
-Aunque no conozcas algo, lo sabes porque está en el cuerpo. La sangre es la misma aquí y en los confines del mundo. Y la sangre habla. La sangre es el tiempo. Sin tiempo no hay sangre ni muerte. Las tres son una misma cosa, vidas independientes que se alimentan una de la otra. Sangre. Muerte. Tiempo. Verdugos de la razón y la cordura. No hablo de paz, porque no importa. Sólo interesa, como una balsa en un río o en el mar, el saber. El conocimiento que nos salva, que retrasa la mordida del tiempo que nos aturde con la idea de lo que no puede poseerse. Eso es lo que quiero decir. Nada tenemos y lo tenemos, sin embargo, en el cuerpo, riéndose de nosotros. Mirándonos desde dentro con una odiosa sonrisa. Tan pequeño que no podemos atraparlo, tan fuerte que puede destruirnos. Esto es lo que quiero explicar. Al fin lo he encontrado. El porvenir.
Acarició al caballo, ya sereno y sumiso. Sigur hizo un gesto de hastío, quizá de desilusión. El caballo nunca se había mostrado tan obediente y entregado como esta vez, ni siquiera al atraparlo en las tierras del Norte.
-¡Que se lo lleve!-ordenó, y se fue cabalgando rápido y sin mirar atrás, hacia donde lo esperaba su padre.
*
Retiró la mano del cuerpo de su padre. El viejo había dejado de respirar. Acercó la cara al los labios. Ni un suave aliento que delatase vida. Sólo el olor de la vejez. La piel oscurecida. La barba entre las arrugas de la cara, pliegues que fueron marcando el aspecto de la enfermedad que lo había consumido.
Si el viejo se había mantenido en pie hasta poco tiempo antes, si iba al campo de batalla, en la retaguardia, a observar los resultados, si aún se mantenía atento, a pesar del dolor en los oídos, durante las reuniones para definir estrategias, era por la fuerza de su voluntad inquebrantable, firme, y más dura que nunca. Únicamente, se dijo Aristid, por ver cómo los rebeldes resistían después de las primeras derrotas. Batallas perdidas o suspendidas por razones que no comprendían. Enfrentaban enemigos diferentes. Muerto uno, aparecía otro que era más extraño aún. Y bajo la forma de la familiaridad, con el rostro de una familia amiga, había llegado un nuevo hombre para algo que ellos no lograban entender. Sólo vieron en Zaid una nueva estrategia de la tiranía. El viejo artesano sabía que lo importante era luchar, pero había dejado de ver a la gente, de oír los llantos por los no enterrados. Dejó de oler el aroma de los cadáveres desde el lago. Si así no lo hubiese hecho, no habría tenido voluntad para continuar peleando.
Y ahora se lo llevaban. El mismo olor que habían intentado siempre mantener alejado con fuegos e incienso, crecía en el lecho donde reposaba el cuerpo. Echó más leña al fuego, y la luz aumentó espantando las sombras que las mismas llamas provocaban entre las ropas y los cabellos del viejo. Buscó especias y granos entre los fardos apoyados contra la pared, para arrojarlos también a las llamas. Un aroma intenso inundó el lugar. Tan fuerte, que parecía ser una burla, una imitación del olor de la muerte. Aristid buscó aceites, y los esparció sobre el cuerpo. El olor se hizo más dulce. Pero al acercarse otra vez al rostro de su padre, abrió la boca del viejo, y sintió el inconfundible perfume del vacío, como gritos apagados en la boca oscura.
Por eso arrancó brutalmente las mantas y cubrió con ellas todo el cuerpo y la cara, con rápida furia, sin cuidarse de los ritos que los demás, mirándolo, parecían estar reprochándole no cumplir. Se detuvo un momento, buscando algo que no encontraba alrededor. Se le acercaron y le tocaron un hombro. Los miró, y sus puños, sujetando las mantas, se aflojaron. Se llevó las manos a la cara, y olió el mismo aroma que nada lograba hacer desaparecer. Entonces abandonó a su padre al cuidado de los otros, y salió.
Era de noche. Sus hombres pasaban cargando cuerpos y armas. Las vidas de su pueblo se habían trastocado en una atenta mirada continua hacia el lago suspendido del cielo. Mientras más días transcurrían, los rebeldes atrapados en la emboscada iban muriendo sin poder hacer nada más que resistir. Ni siquiera luchaban. Reynod había muerto, el hijo mayor había muerto también, y los otros dos habían desaparecido. Y el hombre que debía ser su aliado, era su enemigo.
Padre, si te vas ahora, no podré hallar la solución. No se qué hacer, padre. Ese olor me vence. Ni siquiera tengo deseos de luchar, porque el enemigo no tiene cara. Tiene, sí, el rostro de un amigo que no es fiel. Y no se puede matar esa cara, porque sería como matarme. No lo conozco y sin embargo es nieto de tu mejor amigo. Es nuestra sangre, padre, y eso no puede matarse. En él reconozco una fuerza que me está consumiendo sin haberlo visto o tocado. Es ese olor que está en mis manos, y a veces huelo también en las noches que no logro el sueño. La imagen de Zaid lo invade todo. Los aromas que lo siguen y rodean, la oscuridad del lago y el cielo a su alrededor. Quiero entrar allí, padre, porque estás entrando. Es un lugar sereno, lo sé. La entrada es la cara sin nariz, consumida por el fango.
Las rodillas de Aristid se habían hundido en el barro. Se levantó al ver una luz que avanzaba con rapidez hacia él, balanceándose en la penumbra como una luciérnaga que volase en círculos, creciendo hasta alumbrar la cara del mensajero.
-¡Señor!-dijo la voz del joven sin barba, delgado y bajo. Poco mayor que un niño, debía tener apenas unos cuantos inviernos más de vida que su propio hijo.
-¡Señor!-repitió jadeando, pero no podía decir más con su garganta seca.
Aristid le dio de beber del tonel junto a la tienda. El joven luego suspiró profundamente, y se arrodilló.
-¿Qué ibas a decirme?
-¡Señor! El jefe del grupo del norte manda avisarle que llegaron barcos a la costa, con cientos de hombres y animales. Hace ya dos días que atracaron. Corrí lo más rápido que pude, señor. Otro grupo me sigue y llegará en tres días.
En ese momento una estrella cruzó el cielo, rápida y brillantemente. Pero Aristide ya no creía en la infabilidad de los dioses, sino más que nada en su infinita crueldad.
¿Un presagio de bienaventuranza? ¡No! Con seguridad, los dioses usan las estrellas para engañarnos como a niños, como a este joven que aún cree en las cosas de ese otro mundo. Pero al ver una estrella, yo veo a los dioses ponerse su máscara de piedad. La máscara se afloja fácilmente con la sonrisa que bajo ellas se va formando. La sonrisa que les provoca la ingenuidad de los hombres.
-Ve a calentarte junto al fuego y duerme. Dile a los demás que yo te mando. Mi mujer y mi hijo te darán abrigo y comida.
El joven se fue, sin antes olvidar besarle una mano. Aristid no se movió de allí en toda la noche. A falta de sacerdotes, tuvo que aceptar la ayuda de los ancianos que conocían a su padre desde que eran jóvenes. Vio entrar y salir a los viejos y sus hijos, guerreros que desde hacía largo tiempo soportaban el rigor del hambre y la resistencia. Los mismos que habían abandonado sus puestos por un rato al llegarles el mensaje de la muerte del gran artesano de armas. El líder de los rebeldes. Tal vez llorasen, o cerrasen los ojos por un instante antes de emprender el camino hacia la tienda del anciano. Estaban llegando uno tras otro, en una larga fila que Aristid saludaba con extremo pudor y con orgullo. Apenas separó los labios para pronunciar un agradecimiento casi mudo. Los hombres entraron y salieron durante toda la noche. Los viejos se apoyaban en los brazos de los hijos. El amanecer los halló en la misma rutina, pero eran más los que entraban que los que salían. Muchos habían decidido velar el cuerpo por tres días, como era costumbre, aunque no hubiese sacerdotes para cumplir con los ritos.
-Muchos de nosotros somos más puros que aquellos que se dicen hombres nobles y nos han traicionado-dijo un amigo de su padre.
-Hombres que podemos enterrar a un muerto como debe hacerse. Hombres que no deshonrarán la memoria de los muertos ensuciando los cuerpos con manos traicioneras. Contados hombres, como tu padre o el viejo Zor, que ya no están con nosotros.
-¡Y es su nieto quien lo contradice ahora!-dijo Aristid.
-Así es, pero nuestro fin no es vengarnos. Recuerda lo que nos ha mantenido firmes desde los tiempos en que vimos los primeros intentos de Zor por contradecir a Reynod. Abrir el pueblo al mundo. Respirar el aire de los otros pueblos, las enseñanzas y libertades de que aquí nos vimos privadas como si no las mereciéramos. Nos sumimos en la ignorancia por más de cuarenta inviernos, algunos aceptándola, otros ocultando el conocimiento como un mal o una enfermedad. ¡Oh, hijo!-se lamentó el viejo alzando las manos.-Recuerdo la hogueras y los sacrificios. La ciega devoción al Brujo, que nos sometía con sus oraciones, los rezos a los dioses, sus ungüentos y curas.
Aristid quiso consolarlo con un abrazo, y se apartaron en la niebla, lejos de la tienda para que nadie lo viese llorar. Pero muchos habían escuchado sus lamentos, y murmuraban entre sí con un contenido tono de ira y desconsuelo.
-Confíe, viejo amigo, en que los venceremos. Nuestra tarea es sobrevivir, no sólo liberar al pueblo. Los que se han quedado allí, quizá no merecen ser salvados. Pero pienso en nosotros, en mi hijo y en los niños de la barca a la deriva en el lago. Los entregados. Y no puedo soportar el furor que crece en mi pecho cuando pienso en ellos.
Los ojos del viejo se abrieron más, claros y secos, igual que el sol de esa mañana que se iba limpiando de neblina. Ni una nube ensuciaba ya el horizonte, donde, hacia el norte desaparecían los pálidos puntos de las estrellas rezagadas.
-Amanece. Debemos empezar los funerales.
Mientras el viejo se retiraba, rodeado de sus dos hijos, Aristid les dijo que la próxima reunión sería esa noche en su tienda. Volvió a entrar, el cuerpo estaba untado en aceite y cubierto de hierbas aromáticas. El olor de la muerte había cedido finalmente. El fuego relumbraba sobre el cadáver desnudo, contraído y de miembros delgados. Sólo la cabeza parecía grande, con el halo blanco de los cabellos crespos y aún erguidos. Y no pudo evitar sentir una congoja, un estremecimiento en la garganta. Pero no mostró emoción alguna.
Caminó hacia el camastro, se arrodilló y rezó. Los otros, aunque no era la costumbre en el momento de iniciarse recién los ritos, lo imitaron. La fila de guerreros que deseaban despedirse y permanecían afuera, debieron resignarse a esperar a que saliera el cortejo. Luego éste se abrió paso entre ellos, y le arrojaron especias. Delante, Aristid llevaba de la mano a su hijo. Su mujer, vestida de blanco, los seguía. Más atrás, un grupo de guerreros formaba dos columnas de doce hombres. Con los brazos en alto, mantenían tensa una tela fina, cuyos hilos transparentaban al fulgurante sol sobre el lecho del muerto. El cuerpo se balanceaba con los pasos lentos, irregulares, de los hombres sobre el barro. Grandes surcos quedaban del lluvioso invierno de la guerra, cuando las pisadas de los guerreros habían formado pozos y montículos bajo la llovizna constante. Ya seca, la tierra parecía tener olas petrificadas, pequeñas o grandes ondulaciones y surcos que ni siquiera el tórridos sol era capaz de quebrar y convertir en polvo.
Le agradaron aquellas muestras de afecto, pero Aristid se sentía solo. Aun la mano de su hijo le resultaba lejana, como una rama caída que él había recogido, pero que nunca volvería a ser parte del tronco original, y quedaba un vacío, una idea de extravío.
Padre se ha ido, y estoy solo.
Después de recorrer la distancia entre la tienda y las primeras rocas donde, mucho más allá, estaban los hombres atrapados, aguardando, resistiendo, el cortejo comenzó a subir la escalinata esculpida en la piedra. Su gente le había dicho que era un sitio digno para un altar. Entre dos altos muros, a los que se accedía por un hueco en uno de ellos, hallaron un puente de roca que los unía. El viento silbaba entre los muros como entre las paredes de un enorme caracol. Y a medida que subían, el viento aumentaba. La inclinación de la escalinata obligó a los que llevaban el cuerpo a esforzase más, transpirando y ascendiendo muy lentamente para mirar dónde apoyaban los pies. Tanteaban en la roca que los ojos no podían ver por la sombra entre los muros. Ya no necesitaban de la tela protectora, así que los que la habían llevado dejaron las lanzas en la entrada y ayudaron a los otros.
Aristid continuaba siempre adelante, cargando a su hijo en brazos a pesar de que ya era un niño grande. Su mujer caminaba sin ayuda, apoyando las manos en los muros de piedra. Los que cumplían la función de sacerdotes arrojaban especias hacia esos que eran testigos del paso del hombre muerto. Un golpe de sol iluminó la cara de Aristid. Él y el niño se taparon los ojos. Estaban en la cima, por fin. Cuando se fueron habituando a la luz, contemplaron el paisaje. Como círculos concéntricos, primero estaba la superficie enlodada donde sus hombres se habían asentado. Pudo ver las tiendas, los fuegos, los heridos y mutilados que aguardaban el fin de la guerra, sabiendo que ya no podrían luchar. Era un vista gris, punteada de tanto en tanto por brillantes fogatas que elevaban columnas de humo como niebla, anegando el cielo con una palidez continua y cerrada. Más allá estaban las mujeres y los niños, los ancianos y las primeras chozas donde vivían. Ése era el mundo que él se había comprometido a defender. Los únicos, entre todo el pueblo al que él había pertenecido, que fueron fieles a los rebeldes. Detrás de las chozas, se veían los restos verdinegros del valle, algunos bosques y riachos, y muy lejos, hacia el este, la recortada figura de los Montes Perdidos.
Aristid miró hacia el norte. El lago le pareció más grande que antes. Pero nada distinguió de lo que le habían contado: el ascenso de las aguas al cielo.
Imaginación y ensueño de los guerreros cansados
Pero aquella ondulada superficie negra lo atemorizaba. Las orillas avanzaban, curiosamente rápidas a pesar de la aparente consistencia de las aguas, como fango hundiéndose con su propio peso, y que sin embargo tenía la fluidez de un río de montaña. Cerca, escondido más allá de un bosque, alcanzó a ver la periferia del pueblo que el nieto de Zor gobernaba.
Las pisadas del cortejo atrajeron de nuevo su atención. Los hombres, sudorosos y enceguecidos por el sol, suspiraron profundamente, se detuvieron un momento, y continuaron. Algunos los guiaban por delante hacia el puente para evitar el abismo escarpado. El sol les daba de frente, así que caminaban casi a ojos cerrados. Aristid dejó a su hijo con la madre, y antes de apartarse, se dio cuenta de que el niño observaba aquel proceso con éxtasis. Los ojos tal brillaban por la luz cegadora, tal vez por el miedo, por el pozo oscuro entre los muros allí debajo, adonde llevarían al abuelo. Entonces el niño comenzó a correr, y pudo agarrarlo de un brazo antes de que sus pies pisaran el vacío. La madre fue hasta ellos, asustada y mirando a ambos sin comprender. Aristid sostenía al niño con dificultad mientras éste se resistía y golpeaba el pecho de su padre, sin dejar de gritar y llorar.
-¡No lo hagas, padre!
-Nada malo va a pasar, hijo-lo consolaba él.
-¡No lo entregue, padre! ¡Los otros lo esperan!
-¿Quiénes lo esperan?-preguntó, reteniendo la cara de su hijo con una mano para que lo mirase a los ojos.
Su madre se abrazaba a ambos, como si sintiese que podía perderlos a los dos en la cercanía del pozo oscuro. El niño contempló fijamente los ojos de su padre, pero no lo observaba a él en realidad. Aristid se dio cuenta que había puesto su mirada más atrás, en un sitio perdido en la distancia. Se dio vuelta, y vio la penumbra en el lago. Recordó la mirada de su hijo el día que los niños fueron puestos en la barca a la deriva. Lo besó en la frente, haciendo que apoyara la cabeza temblorosa sobre su hombro.
-El abuelo estará en el puente por tres días, y luego los dioses se lo llevarán con Ellos.
Su mujer lo miró, agradecida. Ella sabía lo que él pensaba de los dioses, las dudas que lentamente lo habían llevado a considerar la nada como esencia del mundo. Pero no había por qué darle más desconsuelo al niño, más del que ya tenía.
Pasaron dos noches, y Aristid miraba el arco del puente sobre el sendero entre las rocas en sombra. Las débiles antorchas junto al cuerpo alumbraban apenas a los guardias. Se adivinaba los perfiles rígidos, pero las caras no podían verse, y tal vez ellos tuvieran los ojos cerrados. Las rezadoras se habían ido también, y sólo velaban los restos aquellos hombres cuyas memorias eran más pasajeras que el agua siempre renovada de los ríos.
Dormir mientras se vela a un muerto. Abrir los ojos de vez en cuando ante algún sonido nocturno, y luego descansar otra vez. Pero él podía verlos, por lo menos sus figuras alzadas como troncos en esa tosca roca de formas extrañas. Un puente que no unía nada importante. Ésa era la transitoria tumba de su padre, como si toda su vida mereciese nada más que eso, un símbolo de lo que había hecho: luchar, rebelarse. Hacer con su vida un puente que no llegó a unir nada.
Las luces persistían, a pesar de su debilidad, y Aristid las contemplaba desde la entrada de su tienda casi viendo respuestas en ellas. Desde afuera se escuchaba el delirio de su hijo en voz alta y aguda. Su mujer le había rogado que no se alejase del niño, que se veía cansado y nervioso, y ya no se levantaba de su cama. Aristid temía por su vida, pero no podía olvidarse tampoco del que aguardaba allí en lo alto.
Dos días pasaron, y los ritos se sucedieron con paso tranquilo. Recordó los funerales de Reynod, vastos, llenos de pompa y con cientos de hombres lamentando la pérdida. De pronto, vio dos puntos claros moviéndose en el sendero bajo el arco. Tal vez fuese el cambio de guardia, pero no era la hora todavía. Sintió los pasos de alguien que corría hacia él. Un mensajero se presentó, jadeando.
-Llegan los hombres de la frontera norte, Señor.
-Así lo esperaba-dijo Aristid.-Lleva el mensaje a mi segundo, y que prepare una reunión de inmediato.
El otro corrió a cumplir la orden, y él entró a la tienda a avisar a su mujer. Ella lo miró apesadumbrada. Su hijo no dormía desde hacía dos días. Tenía los párpados cerrados, pero sudaba y se movía incesantemente. Entre sus puños apretaba una tela que su madre le había dado para secarse.
-Abuelo….-repetía-…te esperan, abuelo. Los niños te esperan.
Aristid salió. No podía ver así a su hijo. Si iba a morir, que fuera rápido y no lastimase de esa manera a sus padres.
Los muertos. Cuánto hacen doler. Qué orgullosa tarea la de ellos. Sólo piensan en sí mismos. Todo lo poseen. La eternidad. Y aún así se esfuerzan por atormentarnos.
Quiso apartar esos pensamientos. El suelo irregular retrasaba su camino hacia donde dormían los hombres. Muchos fueron al encuentro del mensajero.
-¿Señor, para qué han venido los hombres del mar?
-No lo sé-dijo él, y se abrió paso buscando a los recién llegados de la frontera.
Los cuerpos de los hombres aún desnudos y sorprendidos en medio de la noche se desplazaban algo retorcidos por el sueño. Murmullos y voces de sorpresa se alzaron al ver a su jefe presentarse inesperadamente. Más a la derecha, los del norte estaban lavándose en unas tinajas que otros llenaban con agua fría.
-¿Qué tienen que informar?-dijo él.
-Señor, lamentamos el estado en que nos encuentra, pero no creímos necesario molestar su sueño…
Otros hombres los interrumpieron para que no siguieran hablando, porque no habían tenido tiempo de avisarles de la tragedia de su jefe.
-Descansen-dijo Aristid.-Beberé con ustedes. También he hecho largos caminos, y entiendo lo que es el cansancio.
Recordó, mientras los miraba vestirse y preparase, cuando él era sólo un joven más entre muchos grandes hombres. Una joven voz que debió obligar a que la escucharan, a pesar de ser hijo de uno de los principales. Ahora, en cambio, él era el líder, y se sentía solo como entonces, y asustado. Su segundo y todos los de su edad ya habían llegado al recibir las noticias, pero él se sentía tan solo como entre un grupo de niños que no comprendían su dolor.
Miraba el fuego, prestaba atención al crepitar casi más fuerte que la voz opaca de los hombres. Aceptó la vasija de vino que le ofrecieron y sintió el sabor levemente dulce calentado sobre las llamas. Pero no se atrevió a mirar a los demás, porque sabía que sus propios ojos brillaban y no quería que ellos se diesen cuenta. Cuando todos estuvieron listos, se formaron frente a él.
-Con su permiso, Señor.
-Hablen.
-Hace cinco días llegaron los barcos a la costa norte. Grandes naves como nunca hemos visto antes. Atracaron lejos de la orilla, pero los hombres que bajaron de ellos construyeron muelles con rapidez. Traían troncos y hasta rompieron sus botes para construirlos. Después bajaron cientos de hombres con sus mujeres, y cuando nos dispusimos a venir a informarle, estaban bajando caballos, tantos que no pudimos contarlos.
-¿Armas?
-Sí, Señor. Lanzas, arcos y flechas. Y muchos instrumentos y artefactos que no conocemos.
-¿Cómo son, cómo se visten?
-Sus ropas son muy hermosas a pesar de verse sucias. Visten pieles de bellos osos y bien cuidadas cabras. Pero ellos se ven enfermos, creo que débiles por el hambre. Los observamos desde nuestros refugios en las rocas, y oímos sus voces. Hablan un idioma extraño, pero algunos, que parecían ser los jefes, usaban palabras en nuestra lengua.
Aristid consultó con sus ayudantes, mientras los otros aguardaban.
-¿Se veían hostiles?-preguntó uno de sus hombres.
-No sabría decirlo, Señor. Pero demostraban su intención de asentarse aquí para mucho tiempo.
-¡Y no se conformarán con la playa!-gritó otro.- ¡Hay que prepararse para luchar!
-Esperen-dijo Aristid.-Debemos saber si son enemigos nuestros o de los fieles. Pueden facilitarnos la lucha si pelean contra ellos.
-¿Pero qué ganaremos con que ellos los venzan, si no podremos ganarles a los nuevos?
Aristid miró al que hablaba, pero uno de los recién llegados dijo:
-Señores, si hubiesen visto sus fuerzas... Son superiores en armas, de eso no tengo dudas.
-¿Cuántos hombres pueden viajar en esos barcos?-preguntó Aristide.
-Tal vez trescientos en cada uno, si no contamos a las mujeres, niños y animales.
-Pero pueden llegar más.
-Es verdad.
Aristid decidió oponerse a la idea de luchar a ciegas.
-De cualquier modo, los fieles son muchos más. Hemos contado casi dos mil hombres, que sabemos que no podremos vencer nosotros solos. Insisto en ver a los nuevos. Saldremos en expedición hacia la costa en dos días.
Pero el recién llegado pidió otra vez la palabra.
-Podrían sorprendernos antes, Señor.
-Estamos en duelo, mi padre ha muerto. No habrá luchas mientras duren los funerales.
El otro se quedó quieto, sin saber cómo excusarse. Alguien se le acercó para hablarle al oído sobre el hijo de Aristid. Entonces ya no pudo pronunciar palabra frente a su jefe, que lo estaba mirando duramente y luego se volvía para regresar a su tienda. Los guerreros, silenciosos y cabizbajos, se dispusieron a descansar lo que quedaba de esa noche.
Sobre este puente de piedra, en este último día de tus funerales, te entrego, padre, a la región de los muertos. El sol decae como una brasa que se extingue sin que nadie la alimente con nuevos maderos, ni siquiera con un soplo que avive las llamas por un tiempo más. La sombra de las rocas te aplasta. Pongo mis manos en ella, y es pesada, dura y fría.
A ambos lados, están los guerreros, mirándote, mirando mis actos. Mis manos, por si tiemblan. Pero no observan mis ojos. La máscara de cuero me cubre, lo que las viejas me dieron para no ver la cara de la muerte. Dicen ellas que cuando se toca a los muertos, una parte de esa zona se mete en la sangre de los vivos, y siembra la discordia, el conflicto, la desesperación. Vemos el límite sin límite, la frontera que debemos cruzar sin armas. No llevo guantes. Mis manos se defenderán solas. Y es mi padre a quien cubro con las telas que lo acompañarán para siempre.
Levanto la manta de cuero. Su cara queda libre. Me alcanzan la vasija con aceites, antigua, con forma de cáliz, cuya tapa alguien ha perdido hace mucho tiempo. El olor es dulce, tanto, que a veces se transforma en un insoportable aroma casi agrio. Pero debe ser el perfume de los muertos que baila en el aire. Para eso lo hemos dejado aquí tres días, para que la esencia, el alma perfumada se despegue del cuerpo y avise a los seres del aire que está preparada para despedirse definitivamente de nosotros. Aún del aroma, porque eso también se extingue. Y entonces no queda más que la nada.
Vuelco lo aceites sobre tu cara, que está brillando. Las luces del ocaso caen con las gotas espesas por tu frente y tus mejillas. Los párpados cerrados. Los labios finos. La barba casi pétrea. Te ha crecido la barba en estos días, padre. Por qué razón, me pregunto. Miro los pies, libres aún de la mortaja. Tus uñas también han crecido. Si pudiéramos, mis hombres y yo, besar tu barba y tus uñas, para sacar de ellas el secreto que las hace vivir en medio de la muerte. Un secreto acorde a la mente de los Dioses. ¿Y si los Dioses también mueren? Si pudiera recortar las uñas de todos lo muertos y construir el casco de una nave inmensa, ¿navegaría hacia la vida o hacia la muerte? ¿De un sitio a otro, continuamente y sin fin?
Tu rostro pierde belleza, parece aplanarse como visto bajo el agua. Entonces te cubro totalmente con la manta, y envuelvo tu cuerpo con lazos como un fardo. Vuelvo a colocar aceite, esta vez como un hilo de esencia espesa sobre la tela. Devuelvo la vasija, me dan una bolsa con hojas secas. Tomo puñados y las deshago para esparcirlas sobre el aceite. La brisa del anochecer no logra despegarlas.
Luego raspo una piedra sobre otra, hasta saltar las chispas que brotan aún débiles, como niños que no han nacido todavía. Pero la antorcha se enciende por fin, y alzándola lo más que puedo, miro a mis hombres.
Harán los mismo conmigo, les digo. Pero ellos no necesitan prometerlo en voz alta. La antorcha cae sobre el fardo. El fuego estalla, como si lo hubieses estado esperando, padre, como si lo hubieses estado esperando desde que naciste.
En la mañana, Aristid y otros treinta hombres partieron hacia la costa del norte. Algunos de los que de allí habían venido, fueron con ellos. Ninguno pudo convencerlo de quedarse en el pueblo. Él era el jefe, le habían dicho, el único capaz de organizarlos. Si llegaban a herirlo de muerte, tal vez todo lo hecho hasta entonces se perdería en el vacío del pasado.
-Mi padre luchó para que la rebelión se valiese por sí misma.
-Pero, Señor, todos los mayores han muerto de hambre en el último invierno de la guerra, y de los jóvenes, usted es el único a quien respetamos.
Aristid, que miraba en ese momento a su hijo, que seguía delirando, mientras le hablaban, había rehusado aquellos argumentos con un gesto de hastío. Movió sus manos como si apartase de su cara un insecto, y no volvió a mirar a los otros. Ellos salieron de la tienda y se prepararon a partir.
Tres días estuvieron viajando. El clima se hacía más cálido a que medida que dejaban las montañas, y las rocas fueron dejando su paso a arbustos bajos sobre tierra salpicada de arena. Vieron la amplia meseta interrumpida por colinas, y en el horizonte un gran reflejo brillante que ondulaba y parecía estar suspendido del cielo.
-¡El mar!-gritó uno de sus hombres.
Aristid caminaba cabizbajo y pensativo, luego levantó la mirada y puso una mano sobre su frente. El brillo dorado del sol le hizo fruncir los párpados. Aún no veía más que rocas bajas al final de toda aquella extensión.
-Detrás de las colinas, Señor…-le indicó otro.-Hemos tomado este camino para rodear el valle de los fieles. Atrás de las rocas están los intrusos. Sus guardias están apostados en las laderas.
-Manden dos hombres a explorar. Tenemos que estar seguros de que no nos esperan.
Dos guerreros se separaron del resto y desaparecieron en el reflejo enceguecedor del sol. Los demás decidieron descansar y reponerse. El calor los abrumaba desde que habían salido, y las provisiones de agua se habían agotado como si hubiesen pasado mucho más tiempo de travesía.
-Estamos en medio de enemigos-dijo él, mirando al norte.
Quienes lo escucharon, asintieron sin contestar. Todos sabían mirar únicamente hacia esa dirección, ávidos los ojos por ver entre las matas de arbustos y el cielo límpido, entre los rayos centelleantes del sol sobre el pasto seco, un movimiento. Incluso la fútil brisa del verano al mover una rama no podía ser dejada de lado.
La espera duró medio día. Recién cuando el sol se ocultaba, los enviados volvieron con paso lento, apoyándose en las lanzas para avanzar. Algunos se adelantaron a recibirlos con agua, y recogían las ropas empapados de sudor que los otros se sacaban. Aristid se les acercó y pidió informes.
-Camino desierto, Señor. Solamente hay guardias en la zona noroeste del valle. Más allá, las rocas están libres para observar. Pero no deben ir más de diez hombres.
Aristid les dijo que descansaran, y eligió a nueve.
-Duerman-les dijo a todos esa noche.-Descansen sus ojos para mirar mañana con atenta presteza. Si supieran ver el alma en el cuerpo de los hombres... De esto depende la batalla. Elegiremos enemigos, y eso no es un privilegio de todos los días.
Salieron antes del amanecer. Aristid iba a la cabeza de una columna compacta, vigilantes las miradas de hombres, vigilantes las miradas y las armas dispuestas. No pretendían demostrar su escaso poderío: que el enemigo dudara, que los viese indefensos, y ellos entonces sacarían sus espinas y aguijones ocultos.
Las colinas se elevaban como jorobas verdes, con arbustos bajos y escasos árboles torcidos. Antiguas rocas que parecían estar allí desde antes que el mar. El pasto fue desapareciendo y en su lugar crecían plantas de hojas largas y delgadas. Matas de arbustos floreciendo entre montículos de arena y roca. Una brisa suave trajo olor de lasitud desde las colinas. El camino continuaba marcado por pisadas que muchos otros hombres habían profundizado quizá cientos de inviernos antes. Generaciones que habían desparecido como la arena arrastrada por el viento y el mar.
-No me dijeron que esta zona estaba habitada.
-No lo sabemos en realidad, Señor. Son marcas muy viejas. Toque las pisadas en esta roca, son de hace más de cien inviernos, quizá.-Luego el hombre miró hacia el lejano sendero que conducía a las colinas, entre muros escarpados.-Las plantas han crecido recientemente, invadieron los espacios libres entre la piedra. La tierra parece haberse recuperado después de mucho tiempo. Nadie de nuestra gente ha venido por acá desde hace más de cincuenta inviernos, por lo menos.
El resto del camino estaba rodeado por muros con la altura de varios hombres, demasiado. Las raíces de las plantas que crecían en lo alto y sobresalían de las paredes, les sirvieron para sujetarse. La luz de media tarde iluminaba la mitad superior, pero el resto permanecía dentro de una sombra fría. No dejaban de mirar hacia arriba, pendientes de una emboscada. A media tarde seguían ascendiendo, pero finalmente encontraron la salida. Las paredes de piedra se interrumpieron de pronto, y en la cima de la colina a la que habían llegado, la más alta de todas, se sentaron sobre el suelo de arenisca y piedras. Miraron hacia el norte, y vieron el mar. Ninguno lo había visto antes, y lo que alguna vez imaginaron, era diferente a lo que veían. Se quedaron quietos, protegiéndose del sol con las manos en la frente y mojando sus cabezas con el agua que traían de reserva. Algunos permanecían parados, boquiabiertos.
-¡Por los dioses!
-¿Pero dónde termina? No alcanzo a verlo.
-Allá, en el horizonte las aguas caen al vacío. Así me han dicho.
-Escuchen-les dijo.
Un sonido de aguas cayendo sobre sí mismas, tersamente. Luego, una apagada estridencia daba comienzo a la continua ruptura de las olas que golpeaban las rocas y morían en la playa, dejando cadáveres de espuma en la arena. Como el límite entre ambos mundos. Avance y retroceso de fronteras.
Como en la guerra.
-Escuchen-insistió.
Pero mientras algunos cerraban los párpados, adormecidos por el sol, él abrió más los ojos, buscando el origen de un sonido distinto al que había oído hasta entonces.
Y vio a los hombres del mar llegar a la playa al pie del acantilado. Una formación con lanzas y escudos detrás de un líder vestido con pieles blancas y un gorro que apenas ocultaba una melena de cabellos rojos. Parecían estar explorando, buscando por los alrededores de la playa y haciendo comentarios entre ellos, señalando lugares, tal vez las entradas a las cuevas bajo los acantilados.
Aristid hizo una señal a su gente para que retrocediera, pero fue este movimiento el que los delató. Los hombres del mar levantaron las cabezas y corrieron hacia la base del acantilado y treparon por una escalera esculpida en las rocas. Él sabía que estaba atrapado, el sendero de regreso era demasiado estrecho para huir a tiempo. Ordenó preparar las lanzas y puñales, pero los recién llegados aparecieron uno tras otro, y su número se hizo el doble al de ellos, y luego tres veces más. Caminaron en posición amenazante, el escudo en una mano y la lanza en la otra. A la espalda cargaban arcos y flechas, y de las cinturas colgaban un látigo y una bola de piedra dentada.
Cuando los rodearon y quedaron atrapados contra los muros de piedra, el líder apareció entre los demás. Al terminar de subir, buscó con la mirada a quien podría ser el jefe de aquellos hombres, y sus ojos cayeron directamente en Aristid. Era un hombre joven, aún más joven que él. Tal vez por eso no tuvo miedo ni vergüenza. Ser vencido por un número mayor de hombres no lo deshonraba, pero sí que su enemigo fuese un viejo escondido tras la fuerza de sus hombres. Ahora que lo veía de cerca, sus rasgos le sugirieron vagos recuerdos, como si alguna vez lo hubiese visto antes. No tenía señal de amenaza en el rostro.
-¿Quién eres?-le preguntó el extraño en una lengua extranjera, que sin embargo logró entender.
Aristid no respondió. Se sentía como el jefe de una manada a punto de morir. Animales a quienes los cazadores se dignaban dirigir una palabra antes de matarlos.
-Vamos a morir peleando-dijo él.
-No te pregunto eso, sino tu nombre.-El lenguaje del extraño estaba plagado de acentos extranjeros, pero hablaba sin dificultad.
-¿Acaso mi nombre va a salvar nuestras vidas?
-Tal vez…
Entonces Aristid suspiró cuando la imagen de su hijo vino a su memoria.
Se parece a un niño, creo que ya lo he visto alguna vez.
-Soy Aristide, de la estirpe de los artesanos. Soy el líder de los rebeldes.
Vio que el otro le sonreía y hacía una señal a sus hombres para que dejaran las armas, mientras decía:
-He sabido de ustedes, y esperaba encontrarlos.
-¿Pero cómo es que habla nuestra lengua?
-Porque aquí nací, en las tierras del Droinne. Conozco cada fluente, brazo y recodo de este río. Era muy pequeño cuando me fui, pero esos recuerdos no se pierden, sino que crecen cuando no se tiene más en qué pensar.
Aristid lo observaba con asombro. El sudor le corría por la cara y se secó con el dorso de las manos. Dio órdenes a sus hombres para descansar. Los dos jefes se sentaron uno junto al otro al borde del acantilado, mientras los demás compartían el agua sin dejar por eso de mirarse con desconfianza.
-Me llamo Sigur, nieto de Zor.
Aristid sonrió. Escuchar ese nombre le dio tanto alivio como la brisa fresca que venía del mar. Pero entonces recordó a Zaid, y el temor volvió.
-Si llegan en ayuda de tu hermano, no es ésta la forma de tratarnos. Hablarnos y darnos de beber antes de aniquilarnos no es digno.
-Insistes en decir que los mataré.
-Porque eres hermano de nuestro enemigo.
-Te equivocas. Me han dicho que Zaid es jefe del pueblo, así que ha recuperado lo que fue de los abuelos de nuestros abuelos. Lo que el pueblo del Oeste les quitó, hasta casi hacernos desaparecer. Dame tiempo, y te contaré más tarde toda la historia.
-No lo entiendo. Tu hermano es un tirano, y no lo sabes. Lo que odiábamos de Reynod, ha sido superado por la ceguera de Zaid, su cruel obstinación en dejar a todos sin hogar más que este valle en que crece el lago muerto. No entierra los cadáveres, y hace que los hombres se cacen entren ellos en las noches sin luna, porque tienen hambre.
Sigur parecía confundido.
-Es mi sangre, y debo hablar con él antes de hacer cualquier otra cosa.
-No lo harás. Ni siquiera lo reconocerás.
Y en la cara se Sigur apareció una expresión de ira.
-Es verdad, pero tampoco a ti te conozco y sin embargo he decidido no matarte.
Durante la tarde compartieron la pesca y planearon las acciones para los siguientes días. Aristid regresaría con los suyos en espera de Sigur y su padre, que irían al valle a hablar con Zaid, y necesitaban que él los acompañase para hacer la paz. Pero para Aristid no había paz posible, sólo veía una oportunidad para llegar al valle sin ser atacado. Su gente se mezclaría con los recién llegados, y si los fieles los agredían, no tendrían más remedio que pelear junto a los rebeldes. No confiaría en los hombres del mar, por más que sus líderes hubiesen nacido en Droinne.
Si solamente lograse infiltrar sus hombres entre los escudos de los recién llegados, haría progresar la enfermedad fatal sobre la tiranía. Hombres gusanos como gusanos guerreros que carcomieran desde dentro el poder de Zaid. No, no se dejaría engañar. El lazo de la sangre siempre era más fuerte que los ideales, si es que Sigur era realmente sincero. En cuanto viese a su hermano, sucumbiría. El hermano mayor, al que nunca se puede vencer completamente.
A la mañana siguiente, un viento frío los despertó cuando ya había amanecido. El mar había crecido estaba alto, y las olas llegaban hasta muy cerca de donde estaban acostados. Se desperezaron y se calentaron al sol, esperando que la arena se entibiase, lentamente. Muchos se metieron al agua y compartieron la mañana, y resultaba extraña esa confianza entre ambos grupos. Sigur y él habían logrado mostrarse seguros uno del otro ante los demás, y fue suficiente para que los guerreros se sintiesen casi como niños cuyos padres entablaban una amble, una postergada pero segura y tranquila conversación.
Mirando el mar, él pensaba, esperando que todos se alistaran, llenaran sus alforjas, limpiaran las lanzas de la arena que las había cubierto durante la noche. Su propio puñal, a pesar de haber transcurrido sólo un día, parecía cubierto de pequeñas manchas. Tan rudimentario frente a los metales de los recién llegados, que le daba vergüenza limpiarlo mientras ellos miraban. Por eso se negó a hacerlo antes de partir de la playa, también una frontera inaccesible que los atrapaba entre las rocas y el mar.
Sigur levantaba la vista la vista hacia él de vez en cuando desde el círculo en que sus hombres se habían formado para comer. Otros hacían maniobras de entrenamiento en la playa, o simplemente corrían. Pero él oyó detrás, sobre el acantilado, una voz que lo llamaba, y todos se dieron vuelta. Aristid se llevó las manos a la frente para hacer sombra y verlo mejor. No era el mismo mensajero, seguramente el otro ya había muerto.
No le dieron tiempo a bajar. Los hombres de Sigur lo atraparon, mientras Aristid corría hacia ellos.
-¡Es un mensajero!-gritó.
Enseguida lo soltaron y lo llevaron con los demás. El joven era delgado y bajo, y temblaba junto a aquellos guerreros fuertes. Su cabello largo estaba mojado, adherido a la cara por el sudor. Cuando estuvo frente a su jefe, lo miró en silencio.
-¿Qué ha pasado?-preguntó Aristid.
Pero el mensajero no respondió, mirando desconfiado a los que no conocía.
-Habla, estamos entre aliados.
-Señor…el niño ha muerto anoche.
Aristid se mantuvo quieto, sin expresión en el rostro. Una paz fría bajo el sol del verano. Los ojos cerrados, el cabello cabalgando con el viento en su frente, la cabeza levemente ladeada. Un lado de la cara iluminado, el otro en sombra. Abrió un poco los párpados. Un ojo brillante, oculto por un mechón de pelo oscuro. El otro ciego por la sombra. Como si mirase no lo que tenía delante, arena y rocas y hombres que nada significaban para el ojo del presente. El ojo fijo en la memoria inmediata, suspendida del cielo tan azul, tan luminosamente espléndido, que era como si el niño estuviese mirándolo desde el sol. A él, su padre, confundido entre tantos hombres en esa playa.
Se dio vuelta hacia el mar. Los otros le abrieron paso, y únicamente su gente lo acompañó, sin tocarlo, sólo con la mirada puesta en la arena, o sobre los extraños, de nuevo desconfiados. Cuando alguien moría, cuando un niño moría, alguien debía tener la culpa.
Aristid agarró el puñal. Los otros se acercaron, pero retrocedieron ante su negativa. Decidieron dejarlo solo. Entonces, mientras las olas lamían sus pies, hundiéndose un poco en la arena húmeda, cabizbajo y sin llorar, comenzó a limpiar su arma.
*
Se lamentó del mal que afectaba sus piernas. Ya no sería nunca más el mismo hombre que había zarpado de la Aldea del Norte. Como un castigo. Un mal que iría a arrebatarle el tiempo que le quedaba de vida. Repleto su pasado de una jamás saciada necesidad de ver cambios a su alrededor. Un mundo diferente como lo era el mar de la tierra. Una inquietud que sus piernas hinchadas y oscurecidas no le permitirían ver.
Sobre el caballo, sus piernas se insensibilizaban y el dolor de las llagas se hacía más tolerable. Las mismas que había visto en los animales durante el viaje.
-¿Quién lo hirió?-había preguntado la primera vez, celoso del trato que daban a sus bestias. Pero hoy su propia ingenuidad le provocaba una triste sonrisa.
Un castigo latente en el cuerpo de los animales, aún antes de que hubiesen llegado a aquellas tierras, quizá antes todavía de que partiesen, antes incluso de que él incendiase el pueblo. La epidemia se había extendido por todo el barco. Cincuenta caballos habían muerto antes de poder hacer algo. Por las mañanas y cada tarde, los cuerpos que supuraban bajo el sol en la cubierta, donde los habían llevado para protegerlos de la humedad, eran arrojados al agua con nauseabundos vahos que descomponían y contagiaban a los hombres. Entonces éstos también empezaron a morir. Y todo esto en medio de la nada. Del mar que se extendía enorme, sin darles señas de estar avanzando. Únicamente el sol era su guía, pero el sol exacerbaba las llagas, y tenían que permanecer bajo cubierta, untándose ungüentos uno al otro con gritos de dolor.
Luego, cuando la misma plaga había afectado a otras dos naves, la mortandad decreció finalmente. De un barco a otro se dieron señales para mantenerse aislados. Ni siquiera permitió que se llevase comida a los barcos infectados, y los enfermos se resignaban, sabiendo que lo que quedaba en los depósitos había estado en contacto con los caballos, con sus heces blancas como leche, con pieles cubiertas de úlceras rojas en lechos profundos de supuración maloliente. Los hombres se convertirían en lo mismo, en masas blandas enrojecidas por el sol, y almas que empalidecían en el reflejo vacío del mar.
Hubo muchos moribundos sobre cubierta, despidiendo heces que se esparcían sobre la madera, mientras los rostros se fruncían como si los estuviesen lacerando. Poco después se quedaban inmóviles. Entonces Tol los levantaba. Eran livianos, tanto como un viejo sin músculos, como Zor al morir. Sin el peso del alma. Sólo carne deshaciéndose por acción del sol. Y los arrojaba por la borda. Pero sus manos habían tocado las heces del hombre, así como lo había hecho con la primera llaga del caballo enfermo.
Tol se miró los dedos, recordando los contornos de las llagas, los círculos que formaban, y su memoria se llenó con la blanda fetidez de las heces que no había podido limpiarse del todo. Aún cuando disponía de tanta agua alrededor, de que el mundo era sólo y nada más que agua, nada limpiaría lo ya hecho.
La mancha, la marca, la semilla.
Sobre el caballo, mirando ahora sus piernas, se consoló con la idea de que por lo menos Sigur se había salvado. Lo había visto tomar el mando, respetado por todos con la misma veneración que él había merecido hasta entonces. Pero la mirada de los hombres que cabalgaban alrededor de su hijo, tenía algo diferente. La sensación de que lo obedecían aunque el joven apenas murmurara su orden, como si incluso sus más simples deseos fuesen un mandado vociferado en voz alta.
El balanceo llevaba su cabeza de un lado a otro del horizonte de sus ojos. Era esta la primera mañana del viaje hacia el valle. Las rocas de la costa daban lugar a la aridez, donde el sol caía a pleno sobre los restos resecos del pasto. Sólo crecían, erguidos y punzantes, los arbustos espinosos. Pero más lejos, una mancha de color verde oscuro, hundida entre montes y colinas, los aguardaba. Mucho había oído sobre el valle y el lago, pero por más que creyese en la palabra de Cesius, no iba a convencerse nunca de que su hijo Zaid fuese un tirano. La noticia de que había recuperado el pueblo arrebatado a Zor, lo complacía con la casi certeza de que ya no necesitarían pelear. Y este consuelo aliviaba la pesadez de sus piernas, y se dio cuenta de dónde llegaba: la cabeza cansada, los ojos agotados, el cuerpo como un tronco astillado y ablandado por la humedad. La mente, en acuerdo con su cuerpo, se consolaba con la suspensión de la batalla.
Pero si no es así, si a pesar de todo debemos pelear…
Allí estaba Sigur para hacerlo.
Viajar, planear tanto. Tanto deseo acumulado, convertido en piernas que se deshacen con el viento. Fui yo, al menos, la barca que llevó a su hijo sobre el mar.
Sin embargo, intentaba rebelarse una y otra vez en contra de tales ideas.
¿Pelear padre contra hijo, hermano contra hermano? Nunca llegaremos a eso.
Por qué, si él había engendrado a ambos, uno sería tan honroso hombre de mando, y el otro alguien repleto de maldad, según decían. Ni las circunstancias habrían de cambiar la bondad de sus hijos.
Hace mucho tiempo pensaba en ellos como en hombres extraños. Ajenos a mí por los hechos del mundo. Hombres simplemente. Ni buenos ni malos. Pero la maldad o la bondad nos acercan, mueven ánimos, despiertan abandonadas creencias. Puede ignorarse a un hombre, pero no a un hombre que actúa. Y ahí está el horror: en la elección del acto que lleva a otro hombre, a su padre, tal vez, a amarlo o aborrecerlo.
La caravana avanzaba con ellos adelante. Sigur, custodiado por quince hombres a cada lado. Detrás, tres guardias seguían a Cesius, que cabalgaba sobre su rojo tarpán, pensativo y silencioso. Luego estaba él, casi recostado sobre el lomo del animal, para mantener las piernas levantadas. Echó una mirada atrás. Un mar de cabezas se balanceaba, avanzando en sus caballos, y más lejos, ampliándose la caravana como un sembradío de hombres, estaban los que iban caminando con arcos, flechas y escudos a la espalda, parecidos a cientos de escarabajos en busca de refugio. Trescientos hombres los acompañaban, el resto se había quedado en la playa esperando ser llamados.
Al final de la segunda jornada, cuando el crepúsculo se asomaba entre los árboles de la montaña más alta del oeste, vieron una masa de hombres moviéndose hacia ellos desde la zona baja de la ladera. El sol, naranja, les daba de frente, y Tol se irguió en su caballo.
-¡Son ellos!-gritó uno de sus hombres.
Sigur dibujó con sus brazos un gran círculo de bienvenida. En seguida cabalgó hacia su padre, mientras el ruido de los cascos de una docena de tarpanes se dirigía hacia allá.
-¡Aristid y los suyos! Lo reconocerás, es muy parecido a su padre-le dijo a Tol.
Tol apenas los recordaba, pero no dijo nada. La caravana se detuvo, y los grupos más alejados siguieron un breve trecho y también se detuvieron. Era ése el verano más caluroso en mucho tiempo. Se secó la frente con el dorso de las manos.
-Estamos acostumbrados al clima del norte-dijo él.
-Es verdad-asintió Sigur.-¿Cómo están tus piernas?
No se miraban. Tenían la vista fija en los movimientos de los rebeldes.
-No me duelen. Cuando haga menos calor, empezaré a entrenarlas otra vez. Pude morir…
Sigur esta vez lo miró, porque su padre había puesto una mano sobre su brazo.
-Me salvaste…
Pero Sigur, escondiendo los ojos tras el cabello largo que le caía sobre la frente, rojos y sucios bajo el sol del anochecer, nada le contestó. Tol presentía que todo iba a repetirse. Que los hijos se convertían en padres de sus padres. Así cómo él había ayudado a Zor con el preparado de la hechicera, Sigur le había salvado la vida con aquella mezcla de sabor amargo que preparó durante el viaje. Le había dicho a su hijo que no cambiase de barco. Al verlo en la balsa, acercándose a la nave infecta donde él estaba, le había gritado:
-No te acerques o te mato.
Sigur no lo obedeció.
-Prefiero matarte antes que verte morir como yo.
Pero su hijo siguió avanzando, solitario en medio de una tarde nublada, rodeado sólo por agua y nubes. El chapoteo de los cuerpos en el mar se escuchaba de lejos, mientras la balsa se abría paso entre los cadáveres hacia la nave de su padre. Los brazos castigaron los remos hasta que finalmente llegó, golpeando el casco y sujetándose a la madera por un lazo que Sigur arrojó con fuerza hacia la cubierta. Luego se irguió en la balsa.
-¡No subas! ¿Qué vienes a decirme?
-¡Alcánzame otra soga, padre! ¡Ataré la vasija para que la subas! Debes beber de ella a pequeños sorbos, y te curarás.
Y mientras Sigur ataba el recipiente, cerrado con una funda de cuero, Tol creyó estar escuchándose a sí mismo mucho tiempo atrás. Pero él, a diferencia de Zor, no bebería con desesperación.
Desenvolvió la vasija. De sus manos cayó una pluma negra, que había estado envuelta en la funda. Debía ser de aquel pájaro que Sigur tenía el día que se encontraron. Olió el preparado, sin saber definirlo. Entonces lo bebió a lentos y breves sorbos, sintiendo el sabor amargo de las aves del norte. Su carne mezclada con especias. Vertió el contenido en la boca hasta que no quedó una sola gota, y arrojó la vasija al mar. Luego, mirando a su alrededor, como quien esconde un tesoro sin querer que nadie lo vea, guardó la pluma entre la ropa y el pecho.
Eso y el líquido, o tal vez la misma necesidad de no morir sin antes ver realizado su objetivo, lo hicieron recuperarse. Quizá todo esto junto, pero la mezcla de Sigur tenía el privilegio de llevar consigo un recuerdo repetido. Imágenes que le hablaban del acercamiento final entre padre e hijo, el instante en que uno de ellos entraría en la muerte.
Pero ahora que se había salvado, miraba a Sigur moviéndose con el tibio respirar de su aliento acre. Su hijo casi no sonreía ya. Le hablaba con serenidad, sin enfado ni recriminación, pero con una oscura, impenetrable tristeza que cubría su frente, repleta de pensamientos. Hablaba, pero los ojos de Sigur se iban hacia los montes que rodeaban el valle. Pensando en su hermano, tal vez. La misma incertidumbre que él sufría. Pero era algo más, también. Con las manos agarrando las crines del tarpán, y las piernas apretando los flancos del animal que buscaba hierbas, su hijo parecía saber más que su padre.
-¿Qué piensas?-le preguntó.
La columna de hombres descendía como una víbora entre los arbustos de la ladera.
-Nada, padre.
-Dudas de tu hermano.
Sigur lo miró con pesadumbre.
-Ese es el problema, padre. No tengo dudas, y me agradaría tenerlas.
-Entonces crees que nos ha traicionado.
-Traición habría sido de saber que vendríamos. Él actuó de acuerdo a sus deseos anteriores, cualquiera fuesen.
-Debe haber una razón, y tal vez veamos que todo lo que dijo Cesius es engaño.
-Padre, Aristid me ha contado lo mismo. Y recuerda que ambos vienen de familias enemigas, por más que Cesius haya abandonado a la suya.
Un hormigueo de sonidos llegaba arrastrándose por la tierra, y subía por las patas de los caballos. Las pisadas de los rebeldes se desplazabas como hormigas en una caravana que reptaba entre los árboles y se esparcía hacia la planicie donde ellos aguardaban. Las voces también se dejaron escuchar con gritos de mando. Tol las oía, sintiendo que eran extraños los que allí venían. Su pueblo, los hombres que siempre habían defendido a su padre, le resultaban ajenos a su propia vida. Era tanta la distancia del tiempo y las costumbres, que hasta su objetivo, se había convertido en una cosa aislada, como un muro que lo protegía y debía arrastrar con demasiado esfuerzo. Una obsesión que se alimentaba a sí misma, girando sin hastiarse nunca de su repetición.
Los rebeldes llegaron en noche cerrada. Las antorchas iluminaron la columna que ya no era tal, sino un conjunto de hombres que arribaban en grupos, agotados aún antes de comenzar cualquier batalla. Fueron apareciendo en grupos de veinte o treinta hombres, a veces sólo de unos pocos, sin nadie que los presentara ante los jefes. Se aislaban en un sector oscuro del campamento, alrededor de fogatas pequeñas, para descansar, con la mirada siempre baja y puesta en sus armas o sobre las llamas. Pero un grupo mayor se acercó a recibirlo, iluminadas las cabezas por los juegos de las antorchas en sus cabellos oscuros.
Tol se apoyó en el hombro izquierdo de su hijo. Se sentía sano, descansado y ávido por mostrarse fuerte frente a los demás. Del círculo de antorchas en que los hombres se perdían, entre sombras fundidas unas sobre otras, surgió una protegida por otras dos. Tol no veía sus caras, sólo siluetas recostadas contra el sol artificial de esa noche. Las llamas le recordaron, fugazmente, a la Aldea del Norte. Las figuras avanzaron hasta ellos, y la del medio se arrodilló.
Él sintió que alguien tomaba su mano y la besaba. La barba le produjo un escalofrío en el antebrazo. Era corta y punzante, y el aliento tenía el aroma de los fermentos. En cambio, la sombra era más gentil y etérea.
-Señor…-dijo la voz, ronca y joven, de tonos pausados.
Entonces Sigur arrancó una antorcha de manos de uno de sus guardias e iluminó el rostro de Aristid. Los ojos de éste brillaron al levantar la mirada. Seguía de rodillas, con la mano de Tol entre la suyas.
-Señor, es un honor para nosotros.
-De pie-le pidió Tol, sin reconocerlo. Buscó rasgos familiares en la cara de Aristid, las facciones del padre. El otro se levantó.
-Recuerdo, Señor, cuando vino con su hijo a la choza de mi padre.
-No es posible.-Se apresuró a contestar.-Sigur nunca fue de caza conmigo, era muy pequeño cuando…
-Su otro hijo, Señor…
Tol se sintió apesadumbrado y herido. Había rencor en la voz del otro.
-¿Tanto es tu odio que me apenas así?
-Tal vez, no lo sé. Pero recuerde a Zor. Piense en el odio, y tendrá su razón. Los dolores no se olvidan, el rechazo tampoco, y el odio surge fácilmente de ellos.
-No es eso lo que acordamos-interrumpió Sigur.
-Yo no he acordado nada. Somos aliados por necesidad. Mire atrás. Hay cientos de hombres esperando órdenes para morir, por lo menos una sola razón válida. Sin dudas ni remordimientos que debiliten la fuerza del motivo que los trajo hasta acá. No cederé mis hombres a la sombra de
la duda. Ustedes y nosotros. No mezclados. Si no fuese su hijo mayor el que nos separa…
Tol asintió, en silencio. En la cara de Aristid había algo de melancolía.
-¿Dónde está el respeto que le debes a mi padre?-dijo Sigur.
-El respeto se acabó con la muerte de mi hijo. Sólo debo respeto a mí mismo y a los míos.-Se acercó a Tol, y éste hizo un rápido gesto de defensa.
-No me tengas miedo-le dijo, y le dio un beso en las mejillas.-Por el pasado-murmuró después. Se dio vuelta y se perdió en el claro de luz de las antorchas.
El viaje continuó durante tres días. El conjunto de hombres y armas se desplazó lentamente por las zonas escarpadas, cubiertos de piedras los senderos y bosquecillos hacia los Montes Perdidos. Caminos estrechos en los que entraban no más de diez hombres a la vez. La gente de Aristid se había ido mezclando entre los hombres de Tol. Su actitud tranquila y amistosa contrastaba con la severidad de su jefe. Parecía una estrategia, y Tol no dejó de notarlo. Pero un aliado era un amigo, se dijo, y Aristid, como enemigo, podía ser impredecible. Así que observó, desde su montura, las manchas de ropas oscuras de los rebeldes, confundiéndose como círculos de sangre entre las ropas claras y las pieles blancas de sus propios hombres.
Se acercaba una tormenta desde el sur. Nubes deformes y negras dejaban ver relámpagos aislados, que provocaron escalofríos en los caballos.
-Lloverá-dijo él, para romper el silencio en el que habían estado cabalgando desde hacía rato.
Cesius iba a su lado. El tarpán rojo se veía nervioso, sacudiendo la cabeza, como si quisiera deshacerse de las riendas.
-¿Lo dice por las nubes en el valle? Siempre han estado allí, desde que se formó el lago de la inundación hace algunos inviernos. Ya le he hablado de esto, pero no esperaba que lo entendiese hasta verlo por sí mismo.
Adelante, la gente que Sigur conducía se había detenido al borde del valle, el sitio más cercano al que podían llegar sin entrar al pueblo. Alcanzaban a verse como una mancha gris en la neblina, que a pesar de ser mediodía, permanecía como un crepúsculo continuo. Pero los pensamientos de Tol se interrumpieron cuando vio una flecha sobre el cuello de su caballo. El animal se encabritó un instante y luego se derrumbó, mientras muchas más caían alrededor. Él pensó en sus piernas, y saltó antes de que el caballo lo aplastase, pero su lanza se partió y el crujir de la madera resonó fuerte, como si fuese el único sonido del mundo en ese instante. Sin embargo había gritos de desbandada, órdenes de mando, galopes y zumbidos de interminables flechas. Sus hombres caían. Muchos escapaban, pero vio que algunos formaron un refugio con sus escudos, pero las flechas continuaron aumentando de intensidad.
Cesius quiso ayudarlo, Tol ya se había levantado. Las piernas le obedecían. Luego lo ayudó a subir al caballo rojo, y galoparon hasta el círculo donde estaba su gente. Una boca se abrió en el centro, negra y cálida, llena de calor y sudor de hombres. Invadida de quejidos y temblores que el orgullo no dejaría demostrar por mucho tiempo. La luz gris se filtró por las ranuras entre los escudos, sobre los que las flechas seguían repiqueteando con el mismo y exacto sonido de una lluvia torrencial. Los recibieron entre los haces de luz donde el polvo giraba.
-¡Nos atacaron por retaguardia!-se lamentaba alguien.
-Eso ya lo sabemos-dijo Cesius.- Estaba seguro que Zaid no nos iba a dar tiempo siquiera de hablar. No toma riesgos.
-Pero él no sabe que es a su familia a quien ataca-dijo Tol.
Cesius no insistió.
-Esperaremos a que se detengan las flechas. Después enviaremos dos mensajeros a Sigur. Uno tendrá que ser un señuelo. Pero si fallan, no habrá oportunidad para un tercero.
Un oscuro bosque cercano los separaba de Sigur y sus hombres. Los caballos se habían negado a acercarse esa noche, porque los lobos habían aullado, y sólo aceptaron continuar cuando el sol iluminó el camino. Debían salir de la trampa antes de la noche siguiente.
Un rato después las flechas disminuyeron sus fuerzas.
-Ahora es tiempo-dijo Tol.
Un mensajero salió cabalgando. Lo vieron perderse de vista mientras las flechas lo seguían como bandadas de pájaros pequeños y largos. El segundo mensajero partió recién entonces, tomando un camino hundido en la grava alta. Ni siquiera el polvo se levantó a su paso. Dos escudos lo protegían apoyados en los flancos del caballo. Las nubes estaban creciendo. Los relámpagos centelleaban entre las flechas e iluminaron al mensajero mientras desaparecía tras los árboles de la ladera oeste.
-¡Avancemos!
El caparazón de escudos se fue desplazando hacia el sur. Cuando llegaron a los bosques, el reflejo opaco del sol sobre el cuero iluminó un poco más el suelo, y las flechas se perdieron entre la masa de los árboles.
-¡Nos atraparán aquí, Señor!
-Por eso hay que avanzar. Mira estos viejos árboles. Son presas fáciles para el fuego.
Durante toda la tarde, huyeron hacia la salida que terminaba en la planicie donde debía estar Sigur. No se escuchó más que el galopar y los relinchos asustados de los tarpanes. El sol aparecía de tanto en tanto entre las nubes que el viento intentaba arrastrar. Los caballos comenzaron a excitarse, se detenían y golpeaban la tierra con las patas. Se dieron vuelta y vieron lo que temían: el fuego que alguna flecha encendida había iniciado en un viejo tronco. Ellos eran rápidos, más que el fuego, pero el bosque era también un enorme alimento para una hoguera.
El caballo rojo continuaba cabalgando sin cansancio, llevando a Cesius y a Tol, pero a pesar de su fuerza, comenzó a relegar terreno a otros, perdiéndose en el conjunto de hombres y animales.
-¡Sigan, no se detenga!-gritaban algunos para animar a sus compañeros.
-¡Qué desastre, Señor!
-¡Nos ha sorprendido deshonrosamente!
-¡No se desanimen!-dijo él, jadeando, olvidado ya de su enfermedad, creyéndose otra vez joven. Su pelo canoso se mecía con docilidad con el viento frío entre los cientos de árboles que aún les quedaba por atravesar.
El fuego del bosque. Su sueño de mucho tiempo atrás. Él era ahora el viejo y no el joven.
Los árboles siempre son los mismos. El fuego quema de la misma forma. Los hombres mueren como siempre. El cuerpo no tiene secretos para eso. La muerte alumbra los espacios entre los huesos, y ya no hay secretos, misterio ni dudas.
Los mensajeros debían haber llegado, pero era inútil. No eran perseguidos por hombres, sino por el fuego contra el que nadie podía combatir, sólo había que dejarlo crecer hasta que su alimento se acabase. Tol se sujetó con fuerza contra la espalda de Cesius, porque sintió que los árboles se balanceaban sobre su cabeza y temía caerse del caballo.
Pero pronto se hallaron en terreno abierto, de pasto verde y brillante. Una pradera amplia con una curva suave que llevaba hacia el oeste. La tarde acababa, y parecía relumbrar sobre la hierba, que absorbía la luz para volver a reflejarla en tonos verduzcos y ocres. Allí empezaba el valle, donde la colina descendía en una extensa pendiente. Y en contraste con la casi etérea luminosidad, como si permaneciese suspendida de las nubes, la oscura materia del lago semejaba un abismo cuyo fondo no lograba verse del todo. Las nubes seguían girando en espiral, moteadas con manchas claras y naranjas.
Vieron hombres asomándose desde la curva horizontal de la colina. Primero las cabezas, luego los cuerpos, finalmente los caballos. La gente de Sigur cabalgaba con rapidez hacia ellos. Tol sintió alivio. Ya no estaban solos. Pero el fuego crecía detrás, tomando los últimos árboles. La humareda inmensa subía al cielo, cubriendo de gris las escasas partes por las que aún penetraba el sol.
-¡Padre!-se escuchaba gritar a Sigur a la distancia, entre el trote de los tarpanes.
Tol dijo a Cesius que fuera hasta la colina, e hizo el ademán a los suyos para que los siguieran. Ya no podía precisar cuántos hombres le quedaban.
-¡Padre!-gritó Sigur una vez más.
El caballo de su hijo llegó a su lado, y los brazos de Sigur lo agarraron de la cintura y lo llevaron a su propio tarpán. Tol sintió recuperar su fuerza. En el pecho percibió el cosquilleo de la pluma, y dejó que Sigur tomara el mando.
-¡Vamos al valle!-lo oyó ordenar, con el brazo izquierdo en alto.
Todos miraron atrás una vez más, hacia el fuego que ya no podía avanzar sobre la hierba fresca y los pastos jóvenes.
Cesius, Tol y Sigur iban adelante, y pronto alcanzaron el extremo oeste de la colina. La ladera tenía una pendiente, como la orilla de un río o una playa. Pero los caballos comenzaron a encabritarse otra vez.
-¡El fuego!
-Ya no es fuego lo que temen, y no está detrás sino adelante-dijo Sigur.-Tiemblan diferente.
Era verdad, era un temblor distinto, casi podía palparse la desesperación. Los tarpanes se calmaban por momentos, y luego intentaban retroceder. A pesar de sujetarlos de las crines y apretar los flancos con fuerza, las bestias querían huir. Detrás, el fuego continuaba, quieto pero constante.
-¡Van a matarnos!-dijo Tol.-¡Quieren llevarnos de vuelta a las llamas!
-No, padre. Es que huyen del valle, ¿no lo ves?-Y miró hacia el lago.
El cielo parecía caer con su pesado color morado sobre toda la región, hasta más allá de los montes.
-Por todos los dioses-murmuró Sigur.
-¿Qué ves?
-¡Miren!-gritó, alzándose en su montura sobre el caballo inquieto.
Los demás se aproximaron para ver. La ladera era un oscuro camino sin contrastes. Únicamente los relámpagos continuaban con su lumbre intermitente. Unos brillos se habían formado en la superficie del lago. Un aire frío, de tormenta, atravesó la zona, y las nubes giraron más rápido, cambiando las tonalidades del cielo de una casi noche a un estado de crepúsculo lluvioso. Algo había crecido en el aire. Algo que había hecho erizar el pelaje de las bestias. Incluso los hombres sintieron un escalofrío en la espalda y un hormigueo en los brazos.
-¿Qué es esto?-preguntó Tol, que sentía que en sus piernas volvía a circular la sangre más rápidamente.
-Es la vida, así huele la vida-dijo Cesius.
Los bultos en la superficie del lago se estaban moviendo como en oleajes espesos que no rompían en ninguna playa. Se elevaban y aparentaban alzarse hacia el cielo para volver a caer en incontables gotas vacías.
-Yo vi las aguas alzarse al cielo, pero esta vez están naciendo.
-¿Quiénes?
A Tol le exasperaba la forma en que Cesius contaba las cosas, como si hablara siempre para sí mismo y no a los demás.
-Toman la vida de los seres a su alrededor. Se alimentan. Los muertos quieren volver a vivir. Ya no quieren ser sólo sombras que algunos hombres ven a veces.
Los caballos se hicieron incontrolables y comenzaron a correr hacia el bosque. Sólo el tarpán rojo se mantuvo un poco más sereno, y golpeando la cabeza contra los que estaban a su lado, parecía hablarles. Entonces los tres caballos se mantuvieron firmes, aunque temblorosos, mientras sus dueños contemplaron a los bordes del lago empezar a extenderse y abrirse como dedos. Los bultos se habían convertido en cosas sin forma definida, pero avanzaban arrastrando oleadas de fango y barro.
Las masas de agua estaban cambiando rápidamente. Ahora eran piernas que cargaban torsos y brazos y cabezas mezcladas, que pronto empezaron a incorporarse a los cuerpos.
Cuerpos de guerreros.
Estaban cubiertos de algas verdes y llevaban armas. Lanzas en el brazo izquierdo, puñales en la mano derecha. Las cabezas alzadas, los cabellos negros y largos. Las barbas espesas. Los pechos cubiertos de un vello que dibujaba la forma de una espiral, como si el cielo se hubiese gravado allí.
De toda la costa del lago, los guerreros surgieron y caminaron en todas direcciones. Lentamente, y sin detenerse. Igual que ciegos, pero tenían ojos. Puntos pequeños en medio de las caras ocultas por los cabellos largos. Puntos negros como carbones recién sacados del fondo de una grieta, de un pozo donde el agua había alimentado el cultivo de los muertos.
*
-¡Mujer!
Tahia desnuda caminando hacia el agua. Sola, y con los ojos cerrados.
Te entregas a ellos. Los has extrañado más de lo que me amas.
Pero Zaid no podía reprochárselo. No en ese momento en que ella se estaba sacrificando para darle poder. La única fuerza que ella conocía por haberla tocado con los dedos de su alma endurecida, mucho tiempo antes, a través de la entrada sin luz del depósito de armas de la vieja choza que habían compartido. Su mortaja y su tumba. Tal vez con esos ojos muertos, sin nada que hacer más que mirar la oscuridad, ella había observado las armas y las ratas. Para cuando despertó, sus anteriores dudas o inseguros pensamientos ya se habrían cubierto con el polvo y adquirido el filo que hiere.
-Los intrusos del mar…-le dijo ella hace dos noches, acostados bajo el manto de niebla, húmeda y calurosa, mirando el cielo del lago. Tahia hablaba como si tradujese otras voces que llegaban desde ese lugar cuyos elementos: agua, fango y nubes, parecían fundirse unos en otros, para volver a separarse y unirse nuevamente, sin detenerse nunca en su ciclo. Girando en espiral, centelleando a veces. Una densa oscuridad sin fondo se iba cerrando en el centro, donde ya no podía distinguirse nada con claridad, ni una ola o reflejo. La arena de la playa ya no era arena, sino terrones duros como piedra.
-Los intrusos del mar-repetía ella-vendrán, y son fuertes, pueden vencerte.
-No lo harán.
-Créeme si yo lo digo.
-No dudo de tu palabra. Pero esta vez te equivocas. Encontré las armas del jefe de los rebeldes, que Reynod había escondido.
-Pero falta mucho tiempo para que estén preparados. Tú mismo lo dijiste hace días y postergaste el ataque.
La mirada de Tahia seguía fija en las nubes que se desplazaban pesadamente, como si el cielo hubiese decidido cambiar su morada sin decidirse del todo todavía. El vértigo sobresaltó a Zaid, y sintió que era él quien se movía o la tierra que se estaba levantando.
-Me esperan-dijo ella.-Desde hace tanto…Prometí volver. Les dije que volvería a la vida por un tiempo a preparar los hechos necesarios para su retorno. El regreso de los que nunca mueren. Qué puede ser más grande que ellos. Ustedes, los mortales, no son nada. Terrones que se deshacen al cerrar un puño.
Zaid la miró, apesadumbrado. Algo le apretaba el pecho y le oprimía la garganta. Sus ojos se humedecieron y se recostó sobre el cuerpo de Tahia.
-Tengo miedo de quedarme solo. Nada podré hacer en tu ausencia.
Ella rió.
-¿Acaso no te acuerdas cuando me cargaste desde nuestro hogar hasta las montañas? Has sobrevivido sin mi ayuda mucho tiempo, pero esto no puedes hacerlo solo. No es tu tarea siquiera, sino la mía. Ellos-dijo, señalando el lago-son los míos.
Carretero de los muertos.
No recordaba quién le había dado tal nombre. Bestia y carreta a la vez. Eso era él. Instrumento de los otros.
Matriz…matriz.
Las voces se mezclaban en su memoria.
Dador de placer.
Instrumento. Y luego nada. Materia para el deshecho y el tiempo. Y luego nada. Ni siquiera el alma. Había nacido sin alma. Con esa idea que alumbraba su mente como si después de tantos inviernos aún fuese nueva, volvió a sentir aquel viejo dolor de la infancia. La piel le ardía, y comenzó a sacarse las ropas. Tahia lo miraba, sin temor. Con las piernas abiertas, las rodillas apoyadas junto a las caderas de su mujer, Zaid se rascaba el cuerpo desnudo con las uñas hasta lastimarse. Cuando ya no sabía como deshacerse de aquel dolor, se acostó sobre Tahia y sus labios se pusieron a recorrer el cuerpo de ella. Luego comenzó a morderle las mejillas, los labios, el cuello. Siguió más abajo, los senos, las caderas. Los dientes de Zaid besaban y mordían, sin mirarla ni una vez, con los ojos cerrados y las cejas fruncidas. Las marcas quedaron en la piel, pequeñas, con un halo blanco alrededor de un punto rojo.
Entonces, ya sin encontrar otro lugar que devorar con besos, Zaid la penetró con más fuerza que lo habitual. Ella se abandonó a los brazos del hombre que parecía bailar sobre su cuerpo, cuyo sudor goteaba sobre Tahia e irritaba sus heridas. Zaid no quería dejarla. Un vaivén de idas y venidas a través del tiempo. Un día eliminado, un invierno. Así iba contando él, con gemidos y el dolor del rostro. Cuando hizo su gesto final, la empujó hacia un lado y se quedó como estaba, boca abajo, con los ojos abiertos, de espaldas a Tahia. Su piel estaba cubierta de gotas que le corrían por los hombros. Tenía la mirada puesta en el lago, perdida como si viese otra cosa en realidad, tal vez un río quieto.
La siguiente noche durmieron separados. Él no se atrevió a mirarla a los ojos, pero ella sí lo observaba.
-Hoy no, querido. Debo prepararme para mañana. Tu cuerpo ha dado frutos esta vez, y tengo que entregarme.
Zaid no entendió. Por eso, en la tarde del día siguiente, cuando ella se desnudó y comenzó a acariciarse el vientre, supo lo que ella había querido decirle. Quiso detenerla cuando Tahia comenzó a caminar hacia la orilla del lago.
-Ellos me esperan para despertar. Aguardan el fruto que les devolverá la vida.
Carretero de los muertos, bestia de arrastre de las almas, cuerpo nacido para alimentar otros cuerpos. Muerte, resurrección y muerte. Muerte, resurrección y muerte…
Las nubes bailaban sobre las aguas, igual que él lo había hecho sobre el cuerpo de Tahia, blando como el fango del lago. Las nubes estaban procreando algo en esas aguas. Las vidas vacías de la muerte.
-¡Mujer!-gritó mientras ella escapaba hacia la orilla. Pero cuando ella se dio vuelta para mirarlo, él vio los ojos blancos que nunca había descubierto antes. Una blanca nada.
La muerte es oscuridad, me han dicho. Pero no es así. La muerte es blanca. Blancura de ciego frente al sol.
Tahia entró al lago. Los pies se hundieron, rodeados por círculos de agua que ya no parecía tan espesa. La solitaria y pequeña figura de su mujer bajo la sombra espiral de las nubes. El horizonte oscuro confundiendo el cielo de agua y las aguas nubes. La indefensa silueta de la mujer se hundía lentamente. Pero entonces unos seres empezaron a nacer de la superficie, y treparon por el cuerpo de Tahia. Eran más grandes que simples gusanos del barro. Más parecidos a humanos empequeñecidos.
Él estaba seguro de lo que veía, porque lo recordaba. Pequeños cadáveres subían por la piel de Tahia y allí desaparecían. Él, que había expulsado cuerpos como esos en las montañas, estaba viendo a los muertos recuperar un verdadero cuerpo.
Cuando ella se sumergió hasta el cuello, dos manos surgieron del agua. Nunca sabría a quién habían pertenecido alguna vez, o por qué fueron tales manos y no otras. Por qué no cientos o sólo una. Las manos empujaron la cabeza de Tahia bajo el agua, y ya no volvió a salir.
Zaid temblaba. Miró alrededor, pero no vio nada, como si estuviese aislado del tiempo en aquel espacio de colores extraños. Manchas rojas aparecían de vez en cuando entre las nubes. Puntos amarillos que brotaban del lago.
De allí llegaba el ruido de burbujas, pero sabía que no había peces en ese lugar. Entonces descubrió las caras formándose con la brisa que movía las aguas. Los ojos, la boca, los contornos, creándose igual que lo hace un niño cuando dibuja con una rama sobre la arena. Las caras planas enfrentaban al cielo, y luego se inclinaban hacia la playa. Toda la superficie era un manto continuo de rostros, porque habían surgido uno después de otro sin que él tuviese tiempo de verlos todos. Rápidamente, dos y tres a la vez en un sector, otros mucho más lejos. Y cuando todas las caras se inclinaron juntas, los cráneos nacieron como pequeños montes. Bultos de fango. Barro moldeado por extrañas manos. Las cabezas se levantaron del agua, y surgieron los cuellos que las mantenían firmes. Cuellos anchos y desnudos de piel. Después aparecieron los hombros y los brazos. Manos de dedos perfectos, rígidos y en puño, sujetando mangos de puñales de hueso y lanzas cubiertas de algas.
Y los guerreros, porque eso eran, Zaid lo sabía, llegaban con sus propias armas para pelear por él. Salieron del agua formando filas que se dirigían a la playa. Caminaban en largas columnas que se extendían hasta su origen, en el centro impreciso del lago. Pero nada indicaba que dejarían de nacer. Cabezas, brazos y piernas seguían apareciendo, y mucho más atrás, el borboteo continuaba creándolos.
Los guerreros avanzaron hacia él. Estaban ya tan cerca, que no pudo evitar ver el color de sus ojos escondidos bajo los cabellos. Los ojos tenían el aspecto del carbón. Diminutas rocas negras. Los labios eran delgados como lombrices. Y mientras observaba acercarse aquellas caras, la primera de todas se detuvo frente a él. Zaid no tuvo miedo. No sintió más que un vacío en el que el tiempo cumplía su orden implacable. Tiempo y espera en el vacío. Eso era la muerte.
Los guerreros se arrodillaron. Las lombrices de los labios se separaron. La voz del hedor se esparció en el aire.
-Señor-dijeron todos juntos, y las nubes sobre Zaid comenzaron a descender y formar un cono hacia la tierra, por donde el cielo parecía hundirse. Pero cuando el eco de las voces desapareció, las nubes se calmaron.
No les preguntaría nada. Si cada vez que ellos hablaran, el mundo haría un movimiento para perecer, el poder que ahora él tenía era demasiado inapreciable como para malgastarlo. Era casi como si él fuese la muerte. Pero no se haría ilusiones. Él era, únicamente y como siempre, un ejecutor.
Los guerreros se han quedado quietos. Apenas alcanzan a verse en medio de la noche. Sólo resaltan sus hombros y cabezas, cubiertas por una pálida blancura, como el polvillo de alas de mariposa. Es verano, y los insectos vuelan a su alrededor. Pero ahora están dormidos, quizá, si es que ellos realmente duermen. Sus ojos de carbón no se han cerrado, sin embargo. Las armas están oscurecidas por la sombra de los cuerpos. Les dirigí una mirada y me han comprendido. Hoy descansaremos, les dije después, para pensar en mañana. Todos giraron sus cabezas al mismo tiempo hacia el frente, y ya no volvieron a moverse.
No puedo dormir. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos. Me duelen. Quiero mirar a los guerreros. Siento el miedo de mis hombres ante ellos. Sé que ninguno duerme esta noche. Únicamente los muertos lo hacen, y no para descansar. Ellos nunca descansan y siempre duermen.
Me gustaría cerrar los párpados, y que el sueño me invadiera tan brutalmente como antes lo hacía, acompañado por los seres espectrales y su continuo acoso. Pero hoy soy otro hombre, y ellos están ahí afuera, no dentro. Me son fieles y me obedecerán con una simple mueca de mis labios.
Si al despertar yo estuviese solo. Desatado de todas esas manos muertas. Sólo yo, aislado, como muerto.
Cinco de mis hombres se acercan y se sientan alrededor del fuego.
-Estamos asustados, Señor.
-No tengan miedo a los que salieron del lago. Yo voy a conducirlos, ustedes preparen sus filas como siempre.
-No es sólo eso, Señor. Tememos su reacción cuando sepa lo que venimos a decirle. Los mensajeros heridos nos hablaron esta noche.
-¿Y qué dijeron?
Las caras de los hombres estaban pálidas frente al fuego, los labios se movían muy quedamente.
-Han escuchado el nombre de Sigur, el nombre de Tol, y nosotros sabemos…
Yo los miro con atención. Sé que no mienten. Nada me asombra a estas alturas de mi vida. Pero creo que debo resistirme a ser tan crédulo.
-Han mentido, son unos traidores.
-Están muriendo, mi Señor, no creo que nos mientan.
Esperan mi respuesta. ¿Quién, en cambio, contestará mis dudas? El dolor brota otra vez, en la cabeza, como un vocero de llantos, gemidos y desgarros de huesos rotos por la pena. Como tambores sonando en funerales. “Maldito sea el que nace bajo el signo de la nada”, debió decir mi madre al descubrir que el día que nací no había cielo. Mi madre con la túnica blanca del día de mi funeral soñado.
-¿Había una mujer con ellos?-pregunté.
Negaron con la cabeza. Madre ya no está. Pero el funeral no se detendrá por un solo ausente. Continuará su paso por la playa, hasta la hoguera. Mi padre, fuerte y alto, camina erguido frente al cortejo. Mi hermano ya es un hombre también. Avanzan con la vista al frente. Las caras serias, pero la mirada resplandeciente, escoltando el lecho en el que me llevan. Veo mi cara claramente, y esta vez no tengo miedo.
¡Vida del sueño, usas el tiempo como barro para convertirlo en piedra!
“Nos sostienen, son la tierra en la que caminamos”. El abuelo Zor tenía razón. De mí hablaba. Pero mi cuerpo sobrevivirá a mi muerte. Me defenderé. ¡Los enemigos llegan!
El fuego del bosque era una línea dorada en el alba sobre la colina, un muro de humo se levantaba en todo el horizonte. Delante, el mar de pasto continuaba en la sombra nocturna. El manto de la niebla lo seguía aplastando. Y era ese manto el que se fue moviendo en pequeños remolinos: los hombres del mar se adentraban en ese otro mar inclinado. Navegando en sus caballos como sobre botes. Riendas como remos. Crines como velas.
No los veía aún, pero a veces el brillo de una lanza centelleaba en el amanecer. La niebla se iba levantando, rápida, molestada y ofendida por los intrusos. Descendían en dos amplios flancos, por el oeste y el norte de la colina. Dos grupos más con hombres a caballo avanzaban igual que olas hacia una orilla. El tamaño de cada columna variaba por momentos, sus contornos se iban modificando, y tal vez fuesen sólo señuelos que escondían más hombres detrás. Debía haber más de quinientos sólo a la vista, y ni siquiera el fuego parecía haberlos asustado.
El mar de pasto era tan extenso que tardarían en llegar. Debían saber que los habían visto ya, pero confiados en su número y en la fatalidad incierta de la guerra, no esperarían a que el fuego se apagase para recibir refuerzos.
Zaid así pensaba, y dio orden de atacar. Los hombres avanzaron hacia la colina en largas filas de casi cien guerreros cada una. No utilizaría a los del lago aún, si podía evitarlo. Las dos primeras columnas comenzaron a subir la ladera. No estaba cada hombre detrás del otro, sino alternados y cubriendo los espacios vacíos entre cada fila. Llevaban las flechas en las ballestas, listas a disparar, ordenados en la posición que Zaid les había enseñado.
-¡Disparen!
Su voz se hizo eco en las voces de los otros jefes, hasta llegar a los guerreros, y las flechas volaron formando un gran arco dibujado en el cielo claro de la mañana. El arco comenzó a recorrer la segunda mitad de su trayecto. Él había imaginado el recorrido hasta la cima de la colina, y así estaba sucediendo. La lluvia de flechas cayó sobre la zona norte. En el oeste, los enemigos no se habían detenido, pero aunque vacilaban, siguieron avanzando, y de allí brotó una oleada de flechas rojas y candentes que quemó el aire y cayeron sobre la gente de Zaid.
-¡Sigan!-decían los jefes, de grupo en grupo, en gritos que se repitieron mientras las flechas continuaban surgiendo de uno y otro lado.
Zaid entró a pelear. Los hombres quisieron detenerlo, pero él corrió con su lanza en alto y se abrió paso entre las últimas filas hasta llegar al frente. Tuvo que saltar sobre los cadáveres quemados y flechas clavadas que todavía ardían. Los heridos que lo vieron pasar, aumentaron sus quejidos apretándose una pierna, un brazo, o el costado del cuerpo herido.
Los jefes lo rodearon, con las caras cubiertas de sangre y los brazos con heridas abiertas. Los cadáveres habían sido apilados a un lado para no molestar el avance. Todos seguían luchando más adelante, con hachas y puñales contra los enemigos que llevaban la ventaja del número y los caballos, desde podían patear y arrojar lanzas antes de que ellos pudieran acercarse. Pero las nuevas armas de metal que Zaid había encontrado escondidas por los viejos rebeldes eran más fáciles de manejar, armas moldeadas y pulidas por el fuego.
-¡Maten a las bestias!-gritó, y los animales empezaron a caer con sus jinetes. Luego arrancaban las armas y volvían a clavarlas sobre el hombre.
Zaid se adentró más en el frente. Un tarpán lo empujó. Él se levantó con furia y clavó su lanza. El animal se tambaleó y cayó sobre el jinete. Zaid hundió en puñal en el hombre. Algunos vinieron a ayudarlo, y siguieron luchando en el poco espacio libre, mirando a todos lados al sentir el filo de las armas y los golpes de los cascos. Los cadáveres los hacían tropezar, los huesos expuestos se quebraban al pisarlos. Rescataban las armas todavía útiles, y avanzaban lentamente y hombre a hombre, siempre hacia delante. Los hombres del oeste eran más numerosos, llegaban protegidos por escudos.
-¡Masa!-ordenó, y los guerreros se agruparon con las lanzas en alto apuntando al cielo.
Las filas de atrás estaban desorganizadas y continuaban peleando con los que llegaban del norte. Los enemigos no parecían agotar ni disminuir su número. Pero Zaid y los suyos peleaban con los puñales a dos manos contra todo lo que estuviese en su camino de avance, abriendo brechas entre las filas enemigas. Como una masa roja de un volcán, pensó él, debían convertirse en algo tan fuerte y fulminante como la lava.
El lado norte de la colina se mantenía igual, ninguno de los frentes lograba avanzar demasiado. Ordenó a sus hombres ir hacia allí, y sintió la sangre que se le iba secando en la piel. Pronto volvía a mancharse cuando su puñal se clavaba en otro pecho, arrancaba el arma y otra vez la hundía en el siguiente que aparecía a su lado, o detrás del que había matado. Uno de los jefes de su ejército le estaba gritando, pero apenas lo alcanzaba a ver.
-¡Voy delante!-le decía, avanzando a golpes de lanza con su mano derecha, mientras usaba el puñal contra los que intentaban detenerlo. Lo vio vencer una barrera de diez hombres a fuerza de gritos furiosos y desesperados golpes de filo. Los enemigos lo rodeaban, pero fuera del alcance de sus brazos, cada vez que trataban de acercarse los amenazaba.
Zaid se dio cuenta que había abierto un camino para ellos, y ordenó a los demás que lo siguieran. El claro se había agrandado cuando llegaron. Los caballos retrocedían y los jinetes no lograban controlarlos, como si Zaid y los suyos fuesen portadores de una plaga.
-¡Formen!-gritó, y todos se ubicaron en un círculo, apuntando las lanzas hacia el centro y aumentando el círculo a medida que llegaban más. Los enemigos seguían retrocediendo. Pero entonces vio las bolas de espinas que llevaban atadas con cuerdas a los brazos. Las revolearon en el aire varias veces y comenzaron a lanzarlas contra ellos. Con un solo golpe las gruesas espinas de madera atravesaban los cráneos y los hombres caían con las cabezas partidas. A veces las bolas tenían dientes y se adherían al cráneo, entonces volvían a tirar de las cuerdas y las arrancaban con pedazos de huesos y carne. Las limpiaban con sus cuchillos y volvían a arrojarlas. El silbido de todas esas bolas atravesando el aire al mismo tiempo daba la impresión de una tormenta. Pero el cielo, limpio y luminoso, el sol brillante en lo más alto de esa mañana, estaba tan sereno como un indiferente testigo de la batalla.
Las bolas golpeaban sólo una vez y eran efectivas para matar, pero ellos tenían que acercarse para usar los puñales y hachas, y necesitaban más de dos o tres heridas para acabar con cualquiera. Cuerpo a cuerpo con los enemigos, casi cara y pecho frente al aliento de los otros. Las lanzas tampoco les brindaban ventaja, las bolas las alcanzaban y partían. Los hombres de Zaid comenzaron a retroceder. El número fue disminuyendo, y se dio cuenta que en poco tiempo habían retrocedido el doble de lo que habían avanzado esa mañana. Todo el flanco oeste huía de vuelta hacia el valle.
-¡Señor! ¡¿Qué haremos?!-le decía uno de sus hombres, parado sobre el barro, con las piernas abiertas y tensas, los brazos caídos, apenas sujetando lo que quedaba de la lanza. El arco partido colgaba de su espalda y las flechas estaban perdidas en el lodo. Los ojos eran dos manchas oscuras en la cara cubierta de sangre y una irreflotable expresión de pena más que de miedo. Era tristeza sin consuelo, porque las fatales armas habían llegado como puños de los dioses.
Entonces Zaid recordó a los guerreros del lago, y mirando al sol, se preguntó si los muertos necesitaban de la sombra o despertarían aún a pleno día.
-¡Atrás!-gritó, y todos obedecieron y retrocedieron rodeando a su jefe y defendiendo la retaguardia mientras escapaban. Algunos estaban disconformes, pero no protestaron.
-¡Atrás!-insistió al ver que lo hacían lentamente y con desgano.
-¡No somos cobardes!-dijo una voz perdida en el tumulto, entre el silbido de las bolas dentadas y el chocar de los escudos.
-¡Atrás, atrás!-repitió casi con desesperación, porque no podía explicarles en ese momento, y temía que cualquiera de ellos arruinara el plan que tanto tiempo y dolor le habían costado, aún sin saber que lo había estado creando desde aquel día en la balsa, o quizá mucho antes, el día de la circuncisión.
Pronto llegarían a las playas, donde los cadáveres del lago esperaban quietos y formados en perfectas filas.
Despertar, dijo él en voz alta.
Pero continuaron sin moverse, con los ojos de carbón cerrados y el pelo de algas agitándose en la brisa. Zaid pensó que tal vez ellos estaban aguardando algo más. Eligió uno de los cuerpos de la batalla y lo levantó en su espalda. Las piernas del muerto arrastraban sobre el barro y dejaban surcos. Luego lo dejó caer y lo empujó hacia la orilla. El cuerpo se hundió, pero
nada sucedió. Buscó otro, lo arrastró de los brazos, pasando entre las filas y alimentó las aguas con el cuerpo. La superficie se movió en círculos concéntricos entre las piernas de los guerreros.
Nada sucedió tampoco.
-¡¿No es suficiente?!-gritó en voz muy alta, para que todo el lago lo escuchase.-Si no lo es, acá hay más, siempre habrá más para ustedes. Nunca cesará el alimento.
Sus hombres lo miraban tristes y desconsolados, y aunque tenían miedo de esas aguas y los seres que habían surgido, cada uno pensaba sólo en su próxima muerte.
Zaid fue y volvió cargando los cuerpos de los que habían sido sus hombres, los que tanto habían resistido, y ahora estaban siendo devorados por el lago.
Muerte y resurrección.
Los guerreros muertos son los creadores de las larvas.
Los que continuaban llegando a la playa luchaban contra los jinetes que los perseguían sin cansancio. Habían perdido más armas en la huida y sólo les quedaban sus cuerpos para defenderse. Entonces vieron que entre ellos habían aparecido otros guerreros que no conocían. No eran hombres comunes, sino restos de diversos cuerpos unidos y elementos del agua. Los hombres se apartaron al oler la fetidez de los otros. Se abrió un claro en cada uno de los grupos hacia donde los muertos avanzaban. Y vieron que en el frente enemigo, los caballos comenzaron a encabritarse y arrojar a sus jinetes.
El pensamiento de Zaid era uno con lo hechos que estaba contemplando, un lazo lo unía a la realidad, sin interrupción. No era sólo pensamiento ni únicamente realidad. Sólo presencia absoluta.
Muerte y vida unidas.
Muertevida.
Esta era la palabra del presente, deshecha y esparcida en el barro como presente irrefutable.
Ella su propio origen y finalidad.
Lo demás: absurdo y abominación.
Los muertos y su fuerza por encima de la tierra.
*
-¡Vencidos!-se lamentó Sigur, mientras su padre cabalgaba a su lado, erguido a pesar del cansancio, y mirando atrás, a los espectros de guerreros que los seguían.
-Solamente una batalla, hijo.
Sigur lo había visto rejuvenecer en plena pelea. Era el mismo que recordaba huyendo del volcán. La esbelta y alta figura de anchas espaldas. Únicamente el cabello encanecido y la piel con pecas de vejez delataban la distancia que había creado el tiempo. Pero hoy, manchados de sangre la cara y los brazos, sudoroso y sucio el rostro, y enlazada a su mano derecha una bola dentada, era más que un simple cazador. Más aún que el hombre joven que había sido cuando él, Sigur, era pequeño. Un cazador de hombres, y su estampa lucía como la imaginación infantil lo había bosquejado, tantos inviernos antes.
Su padre nunca había dejado de ser su padre.
Los rodeaba una cabalgata de casi cuatrocientos hombres que huían del valle, perseguidos por las apenas perceptibles pisadas de los guerreros del lago. Los perseguidores no los amenazaban ni arrojaban lanzas. Sólo los seguían como cazadores seguros de que en algún momento las presas se detendrían. Ni sigur ni Tol podían culpar a los suyos del miedo frente a esas sombras y su aspecto, sobre todo aquel olor insoportable. Algunos no habían podido volver a abrir los ojos luego de mirarlos, y otros se pusieron a gritar y a correr, abandonando armas y caballos. Pero la mayoría miró hacia al bosque, y cabalgaron hacia allí. No había más que el bosque de troncos caídos y otros en pie despidiendo humo blanco y gris, pero muchos otros árboles continuaban ardiendo a lo lejos.
Entonces entraron. Un calor intenso surgía del suelo, aunque los caballos no se rebelaron: los perseguidores eran una amenaza mayor para ellos. El olor de cascos y pelos quemados al tocar las brazas entre las cenizas, inundaba las gargantas de los hombres. Iban en silencio, más lenta y precavidamente. Los troncos parecían capaces de quebrarse con un solo roce. Una liebre de pelo chamuscado pasó veloz por entre las patas de los tarpanes, pero los caballos no reaccionaron.
Tol seguió mirando atrás de vez en cuando. Los guerreros continuaban ascendiendo la larga ladera de la colina.
-Nuestra gente debía haber llegado ya. Los deben haber matado.
-No lo creo-dijo Sigur.-Tal vez todavía tratan de defenderse y atravesar el bosque. Recuerda que hace apenas un día que arde.
Cabalgaron hasta que llegó la noche. Las filas de guerreros se asomaban ya por encima de la cumbre. Luego, al salir la luna, las sombras del crepúsculo se dispersaron sobre el bosque. La luna rojiza alumbraba desde un cielo morado los contornos humeantes de los árboles. Pero sobre el valle, continuaba la oscuridad.
-Descansemos-dijo Tol.-No se atreverán a entrar sabiendo que esperamos refuerzos.
Sigur dudaba. La mayoría se acostó luego de alimentar a sus caballos, enlazando las riendas a sus muñecas para despertarse apenas los animales se moviesen. Otros cepillaron el pelaje de las bestias mientras vigilaban. Sigur les había prohibido encender fogatas. Su padre y él se sentaron sobre rocas, escuchando el resoplido constante de los animales asustados. Se quedaron silenciosos por un rato, pero había algo latente en ellos que no sabían cómo decir.
-¿Lo viste, padre?
Tol miró a su hijo y bajó la mirada al suelo.
-Sí. Se parece a tu abuelo a esa edad. El cabello espeso, la nariz recta…
-No nos vio, ni siquiera nos buscó.
-Quizá no sabe de nosotros.
-Sí lo sabe, pero no le importa.
-No creo en eso-dijo Tol, terminante.
Luego fijaron la vista en el horizonte azulado de la noche sobre la colina. Atentos a cada pisada o crujido sobre la hojarasca. La voz monótona, gastada, de cada uno, había sonado con tonos irritantes en los oídos del otro.
-Dormiré un poco-dijo Sigur.
Tol asintió y también se acostó donde estaba, sobre un lecho de paja en un hueco apenas excavado.
Sigur se separó de su padre y caminó entre los guardias. No tenía deseos de dormir. Pensaba en su hermano, en la batalla perdida, y en qué sucedería mañana. Miró varias veces hacia lo profundo del bosque, donde pálidas manchas de ceniza y humo impedían la llegada de su gente. Después, se volvió a observar el borde de la colina, donde las sombras humanas aguardaban.
Por qué no vienen por nosotros, por que se retrasan. Si no necesitan descansar, si la noche es su ámbito propicio, por qué no vienen a acabar con nosotros.
Sabía que los muertos actuaban siempre así, acechando ocultos, ofreciendo fútiles esperanzas para el comienzo del día. La muerte solía llegar al alba. Era una costumbre, así como los sueños llegaban también a esa hora.
Los sueños tal vez son de los muertos, o sus palabras. Por eso despertamos tan pronto, asustados. No pueden evitar tocarnos, y la piel de los sentidos reacciona y nos despierta. Nos rescata por un día más del abismo.
Se estaba adormeciendo allí parado, con las manos a la espalda y las piernas firmes, un poco abiertas. Balanceándose como si los brazos de su madre aún lo sujetaran. La brisa nocturna, siempre con olor a quemado, lo rodeaba y lo envolvía, meciéndolo. Cuando abrió los ojos, la claridad del día se asomaba por el este. Aún no había salido el sol, pero el cielo lucía más claro y las estrellas se debilitaban. Entonces vio llegar un ave desde el norte. Las alas anchas se movían dos o tres veces y luego permanecían quietas, planeando, después volvía a aletear otras tantas. Solitaria, el ave volaba directamente hacia él.
Reconoció al pájaro: un buitre negro, mensajero de su hogar del norte. El ave graznó con fuerza ya muy cerca de él, y comenzó a dar vueltas a su alrededor. Sigur levantó el brazo izquierdo y el pájaro se posó sobre el muñón. La cabeza, tan oscura que casi no se veían los ojos, se movió de un lado a otro, como si no lo viese o no estuviese interesado en verlo aún.
-Mensajero, ¿cómo está mi familia?
El ave agitó las alas, y un montón de plumas cayó al suelo. Con el pico corvo se rascó el pecho. Recién entonces se dignó a mirarlo. Sigur bajó un poco el brazo, para que el ave le hablase al oído. El pico se acercó a él, y Sigur escuchó las voces tan ansiosamente añoradas.
Tu hijo crece tan grande y fuerte como se espera de tal simiente. No te asombres si pronto tus hazañas se olvidan, y las de él prevalecen. Te dignarás a llevar el nombre de Padre. Padre de la semilla que dará frutos, y estos frutos más descendientes. Y la generación esperada llegará por fin. La época en que el pueblo del norte será dueño de la tierra del sueño.
No soy yo quien te habla, padre, sino mi futuro. Mi porvenir se hace voz para saludarte y mostrarte mi cara con mi voz, ya que nunca me has visto. Por eso, hoy marco mi porvenir en tu memoria. Por eso, padre, te digo que te enorgullezcas de mí como te enorgulleces de ti mismo. Las almas llegan, padre. Se romperá el antiguo hechizo que las brujas crearon en los bosques. A eso he venido, a decirte que no dejes de mirar el cielo esta mañana.
Sigur sintió un fuerte dolor de desgarro en la oreja. El ave se apartó se apartó un poco, pero se quedó prendida a su brazo. Sigur se tocó con la mano derecha. Sólo colgajos de carne quedaban, la sangre le inundaba el oído y chorreaba por el cuello. Se dio cuenta que ya no podía oír de ese lado. Pero esto no pareció preocuparlo. Obedeció, llevando la vista al cielo, y vio la inmensa bandada de aves negras que se acercaba desde el norte. Primero era una franja que cubría el horizonte lejano, después se convirtió en diferentes líneas de bandadas cada vez más anchas y grandes.
-¡Padre!
Algunos corrieron a él, y al verlo mirar al valle comenzaron a preparar las armas, pero nada veían llegar desde ahí.
-¡Prepárense a atacar! Formen un solo flanco junto a los caballos, pero no monten.
Los hombres no entendían el propósito. Aún medio dormidos, alistaron sus armas.
Tol se acercó a su hijo.
-¿Qué pasa?
-Nada que no tuviese que pasar. Mira, padre, allí vienen.
Tol miró al cielo. Las bandadas eran innumerables. Llegaban en inmensos grupos, uno detrás del otro, y las primeras no estaban demasiado lejos ya.
-Necesitamos los tarpanes, padre. Debemos hacer que los refuerzos traigan también sus caballos. ¡Mensajeros!-llamó a su derecha, y les ordenó ir en busca de los otros.
Las bandadas estaban casi sobre ellos. Las más cercanas comenzaron a dar vueltas. Las siguientes las rodearon formando círculos concéntricos a medida que llegaban. En el cielo del norte no podía verse límite al número de aves. Continuaban naciendo de la distancia, acrecentándose, amenazando con borrar la luz del sol con sus anchas alas desplegadas. Los graznidos se hicieron estridentes, y un polvillo sin color caía de las plumas.
Cesius estaba junto a Sigur, y las contemplaba extasiado.
-Nunca vi antes algo tan hermoso-dijo.-Escuchen. Están formando una palabra con los graznidos.
Inclinó un poco la cabeza y cerró los ojos, prestando concentrada atención.
-¡Sí! Vienen a ayudarte, son tuyos y de tu hijo.
Sigur lo miró, no demasiado asombrado de la intuición de ese hombre a quien nada le había contado de su vida. Los demás estaban terminando de juntar a los caballos cuando un viento descendió desde donde giraban los pájaros. El cabello rojo de Sigur se agitó, las crines se movieron con el viento, polvo y hojas dieron vueltas en el aire, despertando a todos de la pesadez matutina.
Del centro del gran círculo, los pájaros negros comenzaron a bajar. Seguían graznando, y los hombres tuvieron que taparse los oídos para no aturdirse. Entonces la primer ave se posó en el lomo de uno de los caballos. El tarpán se agitó por un instante, luego se quedó quieto, más manso que si su propio jinete lo hubiese montado. El resto de los pájaros fue haciendo lo mismo uno después del otro. Se posaron en cada lomo, en el orden en que las filas de animales habían sido formadas. Pero en el cielo, el estrecho hueco dejado por las que bajaban, era enseguida ocupado por las otras, así que la extraña penumbra de la mañana no logró desvanecerse del todo. Un olor a tierra y plumas llegó con aquel polvillo desprendido de los cuerpos. Al posarse sobre los tarpanes, aleteaban por un momento, apretando el lomo con sus garras, sin lastimarlos.
Los hombres se fueron apartando de los animales al ver aquello. Algunos, miedosos de la ira de los dioses, se arrodillaron para rezar. Otros parecían ansiosos por entender lo que estaban viendo, con la mirada asombrada y fija en lo que sucedía.
Ya casi la totalidad de los caballos estaban ocupados por los pájaros, enfrentando la colina que llevaba al valle. La primera de las filas estaba lejos de Sigur, pero pudo ver que el ave en el centro estaba cambiando de forma. Recordó el sueño de sus noches en el norte. Era eso lo que había visto, y creyó que había estado soñando. Pero ahora todas las aves se estaban transformando en guerreros.
El pico corvo se iba aplastando. El plumaje se convertía en cabellos oscuros que reflejaban las claridades con que la extraña luz matutina golpeaba sus figuras. Las plumas caían al suelo, y las alas se plegaban y enrollaban hasta convertirse en brazos gruesos. Las patas se alargaron, perdieron las garras y se hicieron piernas.
Ya no eran pájaros, sino hombres.
Eran guerreros.
El pico se había convertido en un puñal en los cintos. Las plumas en piel cubierta de vello ocre y taparrabos sujetos con lazos. Los ojos parecían algo cerrados, confundidos quizá ante el despertar de nuevas formas. Miraban de un lado a otro. Las manos firmes en las crines, como si temieran caerse. Porque tal vez no reconocían su nuevo cuerpo, o quizá no recordaran el cuerpo recuperado. Luego, un sonido gutural salió de las gargantas. Lo que había sido su graznido, era ahora un quejido que lentamente fue transformándose en grito.
Y un brazo se alzó de la primera fila. El pájaro hombre había terminado su transformación, y estaba gritando con el brazo alzado:
-¡Al ataque!
A él se unieron las voces de los otros, mezcla de chillido y canto, con los brazos en alto, aún echando plumas que revoloteaban alrededor, los puñales cortando el viento que el resto de las aves aún provocaban al seguir descendiendo en las últimas filas. Entonces partieron al galope, las siguientes las siguieron a corta distancia.
Los hombres de Tol retrocedieron con las armas en las manos y sin dejar de señalar lo que veían. Tal vez pensaban que todo aquel prodigio se les vendría encima para castigarlos. Algunos corrieron de vuelta al bosque.
-¡Prepárense!-gritaba Tol.-Debemos seguirlos. Para eso hemos venido.
Pero ellos no se dejaron convencer. No era eso lo que habían esperado encontrar. Fuerzas que no comprendían, poderes cuyo favor podía tornarse fácilmente contrario. Sin saber de dónde llegaban esos seres o a quién respondían, lo mejor era temerles y huir.
-¡Cobardes!-dijo Tol.
Los hombres de Sigur no se movieron de sus lugares, pero temblaban. Se veía en el movimiento de los ojos que seguían los pasos de los pájaros hombres. Sigur escuchó que la tierra tronaba con los cascos de los caballos. El chillido de las aves en el cielo se había acrecentado, porque ya no quedaban tarpanes libres. Sus ruidos ya no eran graznidos, sino voces impotentes, y algunos pájaros bajaron y atacaron a los hombres que miraban.
-¡Tengan paciencia!-gritó Sigur, pero no a ellos, sino a los pájaros.-Ya se acercan más caballos.
Una manada llegaba desde el bosque, rodeada de ceniza agitándose en el aire. Las crines bailaban y los jinetes espoleaban a los caballos. Cada hombre cabalgaba uno y llevaba de las riendas otros diez. Eran trescientas bestias, tal vez quinientos tarpanes dispuestos a marchar. Detrás, reapareció Aristid al mando de un grupo de doscientos hombres.
-¡Traje todos los refuerzos que quedaron de la resistencia! Estoy orgulloso de ellos, se empecinaron en salvar a los caballos del fuego.
-¡Bien!-dijo Sigur, y comenzó a guiar a los tarpanes hacia los lugares libres dejados por los que habían avanzado.
Aristid jadeaba luego de la cabalgata, y se había sentado a beber. El agua se atascó en su garganta cuando vio a las aves que tapaban todo el cielo más allá del bosque del que acababa de salir, y se convertían en hombres sobre el lomo de los caballos. Las piernas le temblaron y el vértigo casi lo hizo caer. No había comido ni bebido lo suficiente en cuatro días.
-Dioses-murmuró. -¿Qué maldición es esta?
Sigur no perdió tiempo en explicarle.
-Prepara a tus hombres, en cualquier momento deberán avanzar.
-Pero….-Aristid no dejaba de señalar a los hombres aves. -¿Ellos van a luchar?
-La primera batalla, pero tal vez debamos continuar nosotros. No sabemos cuánto resistirán los enemigos.
Aristid no volvió a preguntar. Arrojó la vasija y corrió a alertar a los suyos. Sigur vigiló con celosa mirada la metamorfosis de cada ave.
-¡Padre, quédate acá hasta que veas retroceder a los guerreros del lago! ¡Entonces avanza!
Sin esperar respuesta, salió al trote y se puso al frente de los guerreros del cielo, que continuaron sumándose detrás de las últimas filas. Tol lo vio desaparecer el frente de las columnas, hundiéndose tras la ladera de la colina.
Sigur encontró a los guerreros del lago resistiendo el avance de los hombres aves, penetrando con lanzas el pecho de los tarpanes. Pero sus hombres respondían con golpes de filo de puñal segando cabezas y brazos que caían al fango. Él se seguía preguntando por qué los enemigos no habían avanzado durante la noche. Fácilmente los habrían vencido en la oscuridad.
Tal vez tienen miedo a lo oscuro. Si vienen de la región sin luz, si vagan perdidos en la niebla continua de un cielo sin dioses. El cielo de la tierra al que ellos se atan con un eterno deseo de regresar. Volver a ser hombres. ¿Extrañarán tanto la luz, acaso, que ya no soportan la oscuridad?
Los hombres pájaros se abrieron paso entre los grupos compactos de los guerreros muertos. Sin embargo, luego de tal vez medio día, quizá más, éstos volvieron a avanzar contra todo lo que hallaron a su paso. Los caballos intentaron retroceder, y los obligaron a continuar en la batalla. Los huesos de los muertos se quebraban y se asomaban de la carne, pero los brazos partidos continuaban luchando, y las piernas rotas seguían caminando.
Los jinetes del cielo peligraban tan cercanos al hacha de los muertos. Los hombres pájaros siguieron cercenando cabezas a su paso. Sigur avanzó con refuerzos para relevar a los heridos, pero las almas hecha carne de los hombres pájaros, libres por fin del hechizo de las brujas, no quisieron descansar. Entonces se levantaron y buscaron los caballos sanos, y volvieron al frente.
Los hombres que avanzaban caminando mataban con lanzas y puñales a un lado y a otro.
Los cráneos abiertos eran huesos como conchas de caracol dadas vuelta. Cráneos abiertos como frutos con pulpa derramada, cayendo, colgando de los cuellos, balanceándose en las espaldas.
-Una batalla sin fin-dijo Cesius, que había acompañado a Sigur a pesar de su negativa.
-Ellos determinarán el final. Yo soy solamente un instrumento, mi cuerpo es nada frente al tiempo que ellos han esperado. Creo que lo entendí demasiado tarde.
Continuó observando el fragor de la batalla, el entrechocar de las armas y los cuerpos. Sucio de barro, cubierto de heces y fragmentos de carne y astillas de los huesos de los muertos. El olor de la sangre y el aroma a podredumbre. Pero también el otro aroma, el de las plumas y el perfume del aire del norte. Por un instante, que volvió a perderse enseguida en su memoria, volvió a sentir el aroma de Gerda, el de su cabello claro cubierto de copos de nieve.
Miró a los hombres pájaros, y la vio a ella.
Miró a los pájaros hombres, y vio a los suyos.
Buscó en el cielo a su hijo, y lo halló en cada par de ojos de cada ave.
Entonces dio un grito de alerta, haciendo avanzar otra vez a sus guerreros. Comandando el ejército que él había formado a lo largo de tanta distancia recorrida, y que no podría repetirse quizá en miles de inviernos.
-¡Ataquen!
Su voz se repitió por las filas y columnas que guerreaban, desordenadas y cansadas, pero que obedecieron sin detenerse.
-¡Ataquen!
Los hombres avanzaron. Los guerreros muertos retrocedieron. Los caídos fueron aplastados por los caballos, y aunque podrían volver a levantarse, ya no tenían motivo para hacerlo. Todo cuerpo era capaz de recuperarse, esa era la tarea del agua, pero la carne muerta era un obstáculo insalvable. Por eso los cuerpos se fueron hundiéndose en el barro, desfigurando las formas de la misma lenta manera en que habían nacido del agua.
-¡El lago!-dijo Cesius.
Sigur levantó la vista. Estaban ya muy cerca, y los enemigos retrocedían hacia allí. Una enorme masa de barro se desbordaba de las orillas, pero no alcanzaba a ver la causa. Buscó a su hermano, pero sin hallarlo. Habría querido despedirse de él.
Y no supo por qué había pensado en eso.
Su caballo se encabritó. Eran demasiado los cuerpos aplastados en el suelo. Avanzaban sobre carne y huesos clavados en el fango y las bestias trotaban tambaleándose y lastimándose con las astillas. Al llegar a la playa, vieron que el lago había disminuido sus bordes. Toda la zona que atravesaban había estado cubierta por el agua, sembrada ahora de cuerpos tan viejos que parecían haber sido sepultados cientos de inviernos antes.
El lago se estaba secando.
Entonces escucharon los llantos.
Al principio no lograron distinguir de dónde llegaban. Eran gemidos entrecortados, pero que nunca se interrumpían del todo. Diferentes tonos sucediéndose uno al otro, y eran tantos que no podían provenir de una sola persona. Muchos estaban llorando en algún lugar, y no eran los hombres heridos, porque los llantos eran débiles y agudos. Venían de algún lugar desde el centro del lago.
Cesius se irguió en la montura, tratando de ver y prestar atención al sonido.
-¿Qué es?-preguntó Sigur.
Cesius señaló al lago.
-¡Los niños!
Sigur esperó a que le explicase.
-Los niños abandonados en la barca a la deriva. ¡Ellos están llorando!
-Pero están demasiado lejos para escucharlos.
-Es que están muertos, ¿no los ves?
Y Sigur siguió con la mirada el punto que Cesius señalaba. En el centro del lago, una mancha opaca se esforzaba por salir de la bruma.
Cesius se veía extasiado por aquel descubrimiento.
-Si supieses cuánto lloraron las mujeres del pueblo. Cada mañana, durante varios inviernos, iban hasta la orilla y esperaban. Las aguas se corrompían noche a noche, y el olor las envolvía como un mensaje que ellas se negaban a escuchar. ¡La barca de los niños muertos! ¡Allí está, surgiendo de la sombra!
Los llantos se hicieron más fuertes, y comenzaron a herir los oídos de Sigur como espinas. Un escalofrío le recorrió la espalda. Trató de concentrarse en el avance de sus hombres, que continuaban venciendo a los guerreros del lago. Las aguas se estaban secando con rapidez, y los conducía hacia el centro. Pronto vio la barca con mayor claridad. Era un casco alto y sin velas. No se movía ni se balanceaba, sólo conservaba una leve inclinación. Estaba, quizá, encallada. No alcanzó a ver a nadie adentro, pero la niebla, despejándose de a poco, se desplazaba alrededor en diferentes direcciones, como si débiles vientos exhalados de pequeños pechos la empujaran.
Los llantos siguieron un poco más fuertes, y Sigur pudo diferenciar hasta seis o siete voces, sólo algunas más identificables. Imposible de saber cuántas eran en realidad. Cada una parecía desdoblarse a su vez, multiplicarse en incontables tonos.
Sigur pensó en su hijo.
El graznido de las aves en el cielo se había atenuado, pero servía de fondo para confundirse con los llantos de los niños.
Los pájaros y los niños lloraban.
Sigur seguía pensando en su hijo. La sola idea, fugaz, de que podía estar sufriendo, fue semejante a la sensación de aquella vieja hacha cortando su mano izquierda.
-¡Ataquen! ¡Ataquen!-gritó sin pensar.
Los guerreros y sus bestias que aguardaban en la cima de la colina, avanzaron. El rugido de los cascos retumbó a lo largo de toda la colina, la masa de caballos y jinetes levantó el polvo como una nube de tierra desmoronándose desde el cielo. Pero Sigur recién entonces se dio cuenta que Cesius y él estaban en medio del camino, sin que ninguna señal los distinguiera en la bruma.
-¡Protégete!-le gritó a Cesius.
Luego se separaron.
Vio desaparecer a Sigur entre el resto confuso de animales y hombres. El polvo lo había envuelto, pero el cabello rojo lograba distinguirse de tanto en tanto. Después, las últimas filas que se unían a las primeras, comenzaron a atropellarse entre sí. Tal vez la tierra de la ladera se había aflojado luego de tantas batallas. Tal vez el rocío nocturno y la lluvia habían removido las raíces que formaban el esqueleto de la tierra.
Lo que Cesius veía era una avalancha de tierra, hombres y caballos resbalando y cayendo por la colina, creciendo al sumarse a los hombres que estaban a la mitad del camino inclinado. Pero el frente continuaba inmutable, siempre avanzando e ignorante de lo que pasaba.
Cesius cabalgó hasta acercarse lo más que pudo a la avalancha que ya se había detenido. El polvo levantado era una masa que sólo le permitía escuchar los gritos de los hombres. Decidió desmontar y seguir a pie. Los heridos intentaban levantarse de debajo de las enormes bolas de barro que cubrían los cadáveres. Sólo se veían manos y piernas sobresaliendo de la superficie. Muchos llamaban desde debajo de los caballos muertos. Las puntas de las costillas de los tarpanes parecían jaulas clavadas en el fango. Los gritos que reclamaban ayuda lo aturdieron, pero él estaba dispuesto a ignorarlos para buscar de Sigur.
Los pocos hombres que pudieron levantarse, tenían los brazos quebrados, y en los huesos expuestos había plumas que todavía continuaban cubriendo las heridas. Movían las cabezas como suelen hacerlo los pájaros heridos, y agitaban los brazos para sacudirse como inútiles alas lastimadas.
Entonces vio, no muy lejos, un grupo de hombres de pie. Corrió hacia ellos, saltando sobre los cadáveres y resbalando a veces, hasta abrirse paso entre los que allí se reunían. El cuerpo de Sigur yacía bajo el peso de varios muertos que los demás aún no habían terminado de apartar, mientras otros paleaban la tierra de los costados y rompían los huesos con las azadas.
Cuando finalmente lo liberaron, él se acercó para comprobar lo que ya sabía. El cadáver estaba cubierto de barro, con parte del cráneo arrancado y mucha tierra tapándole la mitad abierta de la cabeza, las piernas partidas y dobladas como tallos, en una postura humillante y deshonrosa. No era la muerte para un hombre como Sigur, se dijo Cesius. Si todo lo que había oído era cierto, no era esa la muerte merecida. Entre tantos hombres que allí estaban, había tres que habían llegado con Sigur de la región del Norte. Lo supo porque los vio arrodillarse junto al cuerpo y comenzar a limpiarlo, mientras rezaban en voz alta y sin mirar a nadie más.
-Thierhold-repetían-Thierhold…
Enderezaron las piernas de Sigur, lavaron su cara y el cabello rojo y largo, hasta darle un aspecto que piadosamente podía llamarse digno en medio del desastre que los rodeaba.
La muerte en el barro
La muerte en el fuego.
El resto siempre es polvo y ceniza, polvo y humo.
Se acercó al cuerpo cuando los demás se apartaron un poco, y se agachó, murmurando algo que los otros no entendieron.
-¿Cómo se lo diré a tu padre?-siguió preguntándole, preguntándose.
*
Cuando vio que sus hombres retrocedían, Tol dio a toda voz la orden de avanzar. Su gente y la de su hijo cabalgaron entonces al trote, alejándose del suelo gris del bosque hacia la pradera de tierra removida por tantos cascos y pisadas. El pasto había sido totalmente arrancado, los caballos saltaban las raíces de los arbustos que formaban una maraña de barro y pedruscos.
La gente de Sigur parecía estar triunfando, y una ciega confianza, a la que antes no se había atrevido a ceder, comenzó a formarse en su ánimo. Por eso fue tan inesperada la sensación siguiente, como si le hubiesen cortado una mano con un arma invisible, sin dolor aún, pero que más tarde llegaría, sin duda. Pero ahora fue solo eso, la sensación del temblor de tierra llegando desde más allá de la mitad de la ladera. Una lluvia de barro que ascendía, para luego caer levantando el poco polvo ya seco. El polvo sobre el lomo de los tarpanes. El polvo en la cara de los hombres que morían.
Pudo ver, de lejos, cómo los animales estaban resbalando y aplastándose entre sí. Tol miró a Aristid a la distancia. Lo vio hacer un gesto afirmativo, y continuaron avanzando.
Él volvió a sentir aquella inquietud extraña que cada vez se parecía más a un mal presagio. El sonido de muchos llantos le llamó la atención. No de hombres, sino de niños.
Qué pueden estar haciendo niños en esta batalla.
Sin detenerse, Tol señaló su oído derecho con la mano alzada, mirando a Aristid. Éste afirmó con la cabeza, levantando los hombros en señal de ignorancia. Había algunos claros en el cielo, las aves disminuían su número y un tímido sol se asomaba formando grandes y fugaces círculos sobre el campo. Un brillo opaco resaltaba las masas de hombres al cruzar la colina, hasta que otra gran bandada cubrió otra vez el sol.
Los llantos resurgieron, convertidos en gritos de niños que ya no soportan el dolor, o la tristeza, o quizá la soledad de su estado. Entonces Tol vio que el lago se había reducido a un espacio no mayor al que podían ocupar cuarenta hombres, y estaba casi seco.
En el centro, una barca inclinada se estaba moviendo.
Sin agua suficiente para navegar, y sin embargo se estaba moviendo.
Las maderas del casco y la cubierta cedieron y cayeron al fango, lo único que quedaba de las extensas aguas. Mientras las maderas caían, desprendiéndose no como si algo las hiciese estallar desde adentro, sino por su propia podredumbre, un conjunto de extrañas figuras apareció desde el interior.
Tol hizo detener a sus hombres antes de llegar a lo que ahora era una playa seca frente a las ruinas del lago. Aristid también interrumpió la marcha, y todos estaban más altos que el nivel de la playa, así que vieron lo que restaba del lago, nada más que barro secándose tan rápidamente que podía verse el vapor del agua elevándose del suelo y dejando montículos secos y duros, de donde sobresalían espículas de hueso o huesos enteros como columnas rotas.
Y siempre en medio de una aridez creciente, estaba la barca deshecha, alumbrando como una hembra extrañas figuras cuyas formas todavía eran irreconocibles.
Entonces los pájaros negros abrieron un enorme agujero azul en el cielo, y de la barca surgieron innumerables aves blancas, de un plumaje tan claro y brillante que encegueció los ojos de los hombres que observaban.
Los pájaros blancos, más grandes que los mensajeros del Norte, desplegaron sus alas tan anchas como todo el largo de la barca, y subieron hacia aquella abertura del cielo. Uno a uno, volaron hasta perderse de vista en las alturas, confundiéndose sus contornos pálidos con el azul difuminado del horizonte.
Tol se sintió perdido en un mundo que ignoraba. Qué eran sus aspiraciones mortales, sino tristes y pequeños conflictos frente a esa batalla que iba más allá del tamaño de su espíritu.
Si no los hubiese abandonado aquel día. Si no me hubiese apartado de Sila y mis hijos. Ni el sacrificio de mi padre estaría entre las llagas de mi alma. Ni la gran distancia que me separa del amor de Sigur.
Y el espíritu de Zaid no se habría convertido en lo que es. Yo pude haber sido su protector. Pude haberlo abrazado y hacer que eso fuese suficiente para transformarlo en otro hombre.
Tol no logró deshacerse de esa angustia, cuyo origen no podía tocar ni ver con sus manos. Algo que no venía del profundo pasado, sino de lo que aún no había sucedido. Un filo abriéndole el pecho sobre el exacto centro de las costillas.
Su corazón latía con inusitada rapidez, y ni siquiera durante la batalla lo había sentido agitarse así. Entregó el mando a Aristid y fue hacia los restos del lago. Un grupo de cinco o más hombres se acercaban a él. Notó el cansancio, el balanceo de las patas heridas de los tarpanes resbalando sobre la inclinación del suelo. Reconoció el caballo de Cesius, y aunque sintiera alivio de volver a encontrarlo, no dejó de inquietarse. Cuando estuvieron cerca, Cesius se adelantó.
Tol adivinó su rostro bajo la triste máscara de tierra y sangre. Pero sobre todo, se dio cuenta de qué eran aquellas líneas finas, blancas y limpias, surcos que recorrían de arriba abajo las mejillas de los otros hombres. Entonces dos de ellos se abrieron paso entre los demás, y detrás apareció un caballo cargando un cuerpo. Boca abajo, las piernas colgaban por un flanco y los brazos por el otro. Los cabellos se balanceaban con el movimiento del tarpán sobre los montículos del campo de batalla. Algunos cabellos largos cubrían la cara del muerto. Cabellos rojos.
Sigur muerto.
El único que iba a heredar la tierra, muerto.
Tol gritó sin bajarse de la montura. Un grito que podría haber desgarrado los músculos de su garganta, sonando profundo y largo, prolongándose en el eco de los montes.
Los hombres lo vieron apretar los puños temblorosos, hundiendo las uñas en las crines y tirando de ellas tan fuertemente, que el tarpán comenzó a moverse y relinchar. Acudieron a él, pero no les prestó atención.
Cuando su grito finalmente se detuvo, seguía con los ojos cerrados y las cejas fruncidas, pero no lloraba. Su cabello entrecano, la barba casi blanca, se agitaban más con el temblor del cuerpo que con la brisa, sin embargo él permanecía más quieto que la tierra a sus pies. Luego abrió los párpados, y sin mirar a nadie desmontó y caminó hacia Sigur. Apoyó su cuerpo contra el de su hijo, escondiendo la cara sobre la espalda del muerto. Estuvo así un largo rato, y de pronto, como un brusco despertar, sujetó en un puño un mechón de cabellos de Sigur, y los cortó con su puñal. Después los ató y envolvió con el lazo de cuero que sostenía el hacha contra un costado de su pecho. Los demás lo observaban como si presenciasen un rito, silenciosos y ensimismados en su tristeza.
Tol entonces suspiró profundamente con un quejido, y comenzó a hablarles a los dos hombres más cercanos a Sigur. Sus ojos parecían apenas capaces de contener la furia.
-Escuchen. Sé que ustedes llegaron con él desde la tierra del Norte. Preparen el cuerpo como es debido, y llévenlo de vuelta para que mi nieto honre su memoria. No lo enterraré en estas tierras malditas.
Dirigió su mirada hacia el valle. Aristid se acercaba a la desnuda superficie donde había estado el lago. Muchos hombres lo secundaban caminando lentamente sobre los huesos y el barro. La gente del pueblo también iba hacia allí, pero desde lo que había sido el margen opuesto y donde habían estado asentados los últimos largos y funestos inviernos. Allí donde Reynod los había llevado, cuando aún eran dóciles y creían en él. Cargando azadas y hachas, esas lejanas y estrechas siluetas caminaban cabizbajas, aunque firmes. No lentamente, sino con una seguridad que nunca antes habían demostrado, por lo menos no que Tol recordara cuando vivía con ellos.
Estaban solos por primera vez.
Por primera vez estaban sin un hombre que los guiara. Sin embargo, caminaban no con las manos vacías, sino con herramientas e instrumentos de trabajo. Algo iban a hacer, algo ocupaba sus mentes.
Tol los observó detenerse y comenzar a remover la tierra, fangosa todavía en el centro, dura alrededor. Hombres y mujeres penetraron la tierra con sus azadas, rompiendo los terrones casi pétreos, matando los gusanos del barro.
Quebraron los restos de los huesos hasta hacerlos astillas.
Y Aristide, a un costado del gran grupo de gente, los miraba trabajar. No los incitaba a hacerlo, sólo los contemplaba. Y la gente del pueblo le dirigía una mirada de vez en cuando. Los dientes relucían a veces en el rostro de las mujeres, y los hombres, únicamente con el movimiento continuo e ininterrumpido de los músculos, mostraban su gentil aceptación.
Tol devolvió sus pensamientos al cuerpo de Sigur.
Llevaban a su hijo a la costa y hacia los barcos.
Sólo Cesius permaneció a su lado.
-Finalmente debo creer en los dioses…-murmuró Tol.
Cesius esperó que continuase hablando.
-¿Por qué no debería toda mi familia morir en mis manos? ¿Por qué unos y no todos?
Hizo otra pausa, siempre mirando al pueblo que había dejado más de veinte inviernos antes.
-Han estado volando en los aires de la fatalidad estos pensamientos desde mucho antes que yo naciera. Pensamientos tan crueles, ideas perpetradas con tal perfección, que sólo pueden haber nacido de la mente de los dioses.
Sin mirar a Cesius, volvió a montar. Se quedó quieto un instante. Sacó el hacha de su funda, y se deshizo de la lanza, ya rota, y del puñal. Ambos se hundieron en el barro, como restos inútiles de un guerrero.
Cabalgó, sin objetivo preciso, sabiendo únicamente que debía dirigirse al extremo este del valle, donde el principal número de enemigos permanecía esperando aún el avance de los rebeldes. Las chozas humeaban. Muchos niños lloraban solos, arrodillados y abrazados uno al otro.
Tol avanzó entre las mujeres que se acercaron a él llorando. Se agarraban de las crines y la cola del caballo, dejándose arrastrar mientras suplicaban que les perdonase la vida. Él las fustigó con el lazo hasta lograr que se soltaran. Otros huyeron al verlo, asombrados de verlo llegar solo, siendo él el gran vencedor.
Los más viejos lo miraban, señalándolo. Hasta podía él adivinar qué decían a pesar de no poder escucharlos entre los gritos. Nada más que viejos, niños y mujeres quedaban. El resto, había ido a cavar en el lago seco.
Al final del pueblo, un grupo de hombres con armas lo esperaba. Eran los últimos guerreros que sobrevivían de la guardia de Zaid. Formaron un muro al verlo avanzar, y él detuvo el caballo.
-¡Hijo!
Los hombres murmuraron. Detrás, alguien los empujó para abrirse paso. Zaid apareció entre ellos y caminó hacia su padre. Parecía haber estado llorando.
No pronunció palabra. Sabía que no era necesario.
Cuando vio a Tol darse vuelta otra vez, lo siguió.
Los hombres que lo vieron partir perdieron su último orgullo al ver que su líder se alejaba cabizbajo tras un viejo de gestos duros. Luego fueron en busca de lo que quedaba de sus familias.
Tol no se animó a mirar atrás. Escuchó los pasos de Zaid sobre el polvo, arrastrados casi, y pudo imaginar su figura macilenta y contraída por la vergüenza.
La pena lo venció por momentos, pero esa misma pena era a la vez tan profunda, que movilizaba sus entrañas y hacía nacer la furia que hasta allí lo había arrastrado. Porque ya no estaba seguro de que hubiese ido por su voluntad, sino que un puño hecho de dolor, tan grande como la mano de los dioses, lo había tomado de los hombros para llevarlo hacia su hijo.
No es venganza, estoy seguro. Es algo que no sé nombrar. Lo que me impide verle la cara sin sentir dolor.
Reemplazar su abrazo con el filo de un arma. Si un abrazo pudo haberlo hecho ser otro hombre, ahora esto también lo hará.
No es venganza. Maldita sea mi alma, más de lo que ya lo está, si fuese así.
Porque soy su padre, debo hacerlo. Salvarlo de sí mismo.
Eso es. Debo convencerme, aunque duela más que el dolor de todos los hombres hasta hoy nacidos en el mundo.
¡Dioses que juegan con las almas!
¡Aborrezco de ustedes!
¡Aborrezco del mundo!
Cuando se hallaron otra vez en el lago seco, lejos del resto de los hombres, Tol se detuvo. Hizo girar al caballo, y se encontró con los ojos de Zaid.
Hacía veinte inviernos que no miraba esos ojos. Ni siquiera le resultaba parecido al niño que había dejado en la balsa. Si no hubiese respondido a su nombre, no habría podido reconocerlo jamás. Desechó aquel pensamiento. Verlo como un desconocido no ayudaba a su tarea, sino al contrario. Lo hacía sentir que aquel hombre era ajeno al dolor que reclamaba compensación.
Palabra extraña. No sé por qué pienso en ella.
Ya no sé si una muerte compensa a otra. Tal vez una lleva a la otra, y a otra, siempre. No podemos detenernos.
Vio los cabellos oscuros de Zaid balancearse a cada lado de una raya en medio del cráneo. Su hijo había ocultado sus ojos al verse sorprendido mirando la espalda del padre mientras caminaban.
No se atreve a mirarme directamente, y observa receloso, como quien cavila desastres en la oscuridad de su escondite.
Su mente es oscura. Lo he visto en sus ojos, apenas un instante. Pero no son los ojos de su madre, como lo fueron los de Sigur.
Ahora lo sé: son los míos.
Sintió un extraño alivio. Lo que debía ser hecho, la lógica de su pensamiento lo confirmaba.
Inspiró profundo. Estuvo a punto de perder las fuerzas por el llanto que peleaba por surgir. Luego emitió un grito semejante al que había dedicado a su otro hijo, pero más gastado, con un tono de troncos quebrados, de viento tormentoso derribando árboles en un bosque antiguo. Espoleó al tarpán, y cabalgó a trote rápido con el brazo derecho en alto y el izquierdo sujeto a las crines.
En la mano alzada llevaba el hacha.
Quiso no ver. Pero fue inevitable.
El rostro de Zaid se levantó justo cuando estaba sobre él. Vio sus ojos llenos de espanto, los brazos de su hijo levantados para cubrirse. Y ya no tuvo Tol la fuerza necesaria para acabar con todo de un solo golpe. El hacha hirió sin lograr matarlo. El arma había entrado por un hombro de Zaid, y allí seguía clavada, mientras el brazo colgaba de una masa espesa de músculos.
Su hijo gritaba, pero mordiéndose los labios al mismo tiempo, como si quisiera contenerse. Parecía sentir vergüenza de mostrarse débil ante su padre.
Tol bajó del caballo y se arrodilló junto a él.
-¡No quería esto! ¡No lo quería de esta forma!-decía balbuceando.- ¡Debes creerme! Un solo golpe seco, hijo mío, y no habrías sentido más dolor que el picotazo de una codorniz. Pero de pronto flaqueé. Mi maldita mano me traicionó.
Se miraba la palma derecha, cerrándola luego con fuerza para lastimarla con sus uñas. Entonces arrancó el hacha del cuerpo de su hijo, y un borboteo de sangre salió abundante e incontenible del costado del pecho bajo el hombro.
Zaid respiraba dificultosamente, con un silbido que parecía salir no de la boca, sino de la herida, y entonces apretó la mano de su padre con la suya.
-Padre-alcanzó a murmurar.
Tol acercó el oído a los labios de Zaid.
El olor de su hijo.
El mismo aroma que tenía de niño. El mismo aroma. El mismo aroma. El mismo aroma…el mismo aroma…el mismo…aroma…el mismo
Cerró los ojos, para no llorar, y escuchó.
-Les dije que no avanzaran esta noche…-Y sus labios se apagaron al cerrar los ojos.
Sin embargo, la sangre siguió fluyendo por unos momentos, hasta detenerse. Hasta convertirse en una nueva laguna espesa, roja y oscura. Pero pequeña, del tamaño de su cuerpo.
Tol, con las rodillas hundidas en la sangre, intentó levantarse, repitiendo entre dientes esas últimas palabras que había escuchado, como si quisiese entenderlas. Pero de tanto repetirlas comenzaron a perder significado. Con el filo del hacha, cortó un mechón de pelo de Zaid, y lo colocó junto al de Sigur, contra su pecho.
Volvió a sentir que su cuerpo se abría con una imaginaria herida en el centro de sus costillas.
Pero escuchó el tronar de los cascos de un caballo que pasaba junto a él, y alguien lo levantó de los hombros. Se encontró de pronto sobre el rojo tarpán de Cesius, que lo llevaba con él. Tol enlazó las manos en la cintura de Cesius, mirando pasar el paisaje: los montes, la gente cavando, las humaredas del pueblo y las últimas aves que regresaban al Norte.
Cerró los ojos, y pensó. Así se habría quedado, si no hubiese sentido un ardor en sus manos. Se soltó para mirarlas, sin entender lo que el otro le decía, tal vez advirtiéndole que no se soltara. Pero las manos le ardían tan intensamente, que quizá estaba herido y no se había dado cuenta.
Entonces, apoyando el dorso de las manos sobre la espalda de Cesius, las abrió, y ya no pudo contener el dolor de su pecho.
En las palmas vio, recién formados, grandes y pesados, dos corazones latiendo.
Tol se dejó caer del caballo, golpeando la espalda contra unas rocas del suelo. Al recobrarse, yacía boca arriba sobre el polvo. Pero ya no tenía nada en las manos. No podía moverse. Apenas logró girar un poco la cabeza hacia un costado, vio que Cesius se había detenido para mirar atrás, pero quizá al creerlo muerto, continuó cabalgando. Tol se quedó quieto contemplándolo alejarse. Nada le quedaba ya por hacer más que eso.
Los cabellos de sus hijos, mezclados con el blanco vello de su pecho, lo acariciaban. El sol caía pleno sobre la tierra, entibiando también su rostro con cálidos hálitos. El tarpán rojo continuaba alejándose, más hermoso que nunca antes. Tal vez lo único verdaderamente hermoso que recordaba haber visto en toda su vida, perdiéndose en la distancia, hasta ser nada más que un pequeño punto.
Y luego, ni siquiera eso, en la espléndida aridez de la tierra.
Castelar, diciembre 2001- diciembre 2008
ISBN 978-987-1692-68-2
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