EPIGRAFE
Voces, gritos, chocar de escudos y el vertiginosoir y venir de guerreros-moscas multiplicadospor el fluir de la batalla, guerreros-saltamontes,guerreros-bólidos empenachados de fuego de cometas,guerreros-reflejos luminosos despedazados en el agua;y heridos sus tumbos peleadores, sus líquidos guerrerosque salen a oponer sus pechos de caracolas de cristalcontra los cazadores que bailan, después de la danzade las saetas, el baile de las quimeras…
MIGUEL
ÁNGEL ASTURIAS
LAS
RAZONES DE LOS DIOSES
Antes de correr, se quedó mirando la montaña, asombrado por
esos sonidos más grandes que los de cualquier animal o cosa que él hubiese
conocido alguna vez. Más maravillosos y extraños aún que las tierras de las que
le habían hablado, donde los hombres se asentaban para cultivar y construir
hogares para el resto de sus vidas, donde los niños crecían hasta hacerse
hombres en el mismo sitio en el que también morirían. Pero Tol nunca había
alcanzado a ver todo esto, ni siquiera lograba imaginar cómo sería ver un mismo
árbol, un lago de calmas aguas por más tiempo que el largo de un invierno. Sólo
sabía de la vida simple de su pueblo, de las cacerías, ceremonias y ritos en las
que el brujo era el representante de los dioses.
El viento y el
cielo habían estado avisando, desde varios soles atrás, con un aroma a tierra
húmeda y animales muertos, mientras las nubes se desplazaban alrededor de la
montaña. Los hombres se habían reunido varias veces para decidir la partida.
Los animales estaban huyendo hacia otras regiones y comenzaban a escasear en
los bosques de Droinne.
Pero el brujo
había decidido que aún no era el momento propicio.
Tol se preguntó la
razón. Si hubiesen partido enseguida, no habrían dado tiempo al espíritu de la
montaña para estallar. Le inquietó la idea de que habían sido engañados.
Con el primer
estallido, los temblores estremecieron la tierra y una fuerza invisible empezó
a empujar al pueblo como a un conjunto de hormigas arrasadas por un río
desbordado. Los niños lloraban tapándose los oídos. Las mujeres gritaban y
corrían sujetando a sus hijos de las manos. De todos lados aparecían las cabras
escapadas de los corrales. Los hombres intentaron reunir a sus familias y
organizar la huida, pero luego comenzaron a correr hacia cualquier parte que
viesen libre de las piedras de fuego que atravesaban el aire.
El cielo comenzó a
cubrirse de nubes grises y rojas que envolvían la cima del monte y el cielo
circundante. Después, más nubes cubrieron el horizonte, y toda claridad
desapareció.
Tol observaba
aquel fenómeno del que le era difícil apartar su mirada. De la cima salían
fuegos que caían sobre las laderas y comenzaban a descender hacia el valle. Los
bosques de encinas y abetos blancos eran invadidos por la lava y los árboles
estaban en llamas. Sólo comenzó a moverse al darse cuenta de que el miedo
empezaba a insensibilizar sus piernas, y se sintió a punto de caer. Inspiró
profundamente, y escapó mezclándose entre los demás. Pero sus ojos oscuros
seguían contemplado la montaña y el valle.
El calor le
quitaba fuerzas. Se apartó los cabellos lacios de la cara y se restregó la
barba y sorbió el sudor que la empapaba. La ceniza volvía a llenarle la boca y
la garganta aunque escupiera tantas veces que ya no le quedaba saliva, sólo una
costra de ceniza dificultándole respirar.
Vio a su mujer,
que se le acercó corriendo para abrazarse a su pecho. En sus ojos había un
temor desesperado, miraba hacia todos lados como si hubiese perdido algo. Luego
se apartó de él rápidamente y volvió a perderse en la multitud. Cuando pudo
encontrarla de nuevo, ella seguía buscando algo, pero ahora también intentaba
hablarle en medio de los gritos y el estruendo de la montaña, de las rocas que
cruzaban el aire.
-¡Los niños!-le
decía.
Cambiaron el
rumbo hasta casi hacer un semicírculo. Tol pudo ver al grupo de niños que
tropezaban en su huída. Las mujeres apenas eran capaces de calmarlos. Los pequeños
gritaban, mientras los más grandes señalaban hacia la montaña. Algunos se
habían quedado quietos, abrazados a sus perros y llorando.
A una edad aún menor
que la de sus hijos, él había formado parte de aquellos grupos liderados por
mujeres. Cuando los niños crecían lo suficiente para aprender a cazar, ellas
eran apartadas del pueblo para morir solas. Pero su madre había muerto antes de
eso, y al preguntarle a su padre Zor la causa, el rostro del viejo se
ensombrecía siempre con una expresión iracunda.
Tol buscó a sus
hijos entre los demás y los cargó sobre sus hombros, su mujer lo seguía a pocos
pasos. Comenzó a correr con la certeza de que iban a salvarse. Se sentía fuerte
como para arrastrar a su familia toda la distancia que fuese necesaria.
Soy un buen cazador, debo pensar que voy
detrás de alguna presa, si no quiero que la fatiga me detenga.
Pero había
comenzado a ahogarse aún cuando sabía que faltaba una larga distancia para
estar lejos del peligro. La ceniza caía en forma de lluvia incesante, espesa.
Mucho más he caminado otras veces, llevando
el doble del peso que ahora llevo.
Pensó en su padre
mientras avanzaba, eso siempre le daba fuerzas. Toda su vida había buscado
acompañarlo, aprender de él, porque había sido quizá el cazador más grande de
su pueblo. No podría decir cuántos días y noches caminaron juntos, ni tampoco
los atardeceres que presenciaron en aquellos viejos tiempos. La vida consistía
en cambiar de tierras permanentemente, y las estaciones y los lugares se
confundían en su memoria.
Ríos caudalosos o lentos como manadas de
bisontes, bosques frondosos o abiertos, de árboles rojizos, verde oscuros,
hayas o abetos, melocotoneros cuyos frutos saciaban mi sed en las tardes de
verano. Corzos y zorros, tejones y nutrias en los arroyos, castores
construyendo sus puentes endebles. Todo eso es
un solo recuerdo de colores y cosas confundidas, un único símbolo de la
vida con mi padre.
El viejo había
comenzado a debilitarse desde hacía un largo tiempo. Estaba enfermo, y tuvo que
reconocerse que muy pronto llegaría el día de su muerte. Recordaba que una vez,
cuando Tol era muy pequeño, lo había visto acercarse al grupo. Casi no conocía
a su padre, siempre partía lejos, a los bosques, a cazar. Ese día llevaba un
puñal de hueso atado a la manta de cabra que le servía de abrigo, la cabeza
cubierta con un gorro de piel de nutria. El rostro fuerte, rígido en su
expresión frente a las mujeres, se fue suavizando al ver a su hijo. Después de
abrirse paso entre ellas, levantó a Tol hasta sentarlo en sus hombros. Desde
allí arriba, Tol se sintió más grande que los otros niños, deseoso de gritarles
a todos que era el hijo del hombre más alto del pueblo. Entonces le sacó el
gorro de piel a su padre y apoyó la cabeza sobre los cabellos, enlazando las
manos bajo el mentón, acariciándole la barba. Y mientras caminaban, sintió los
pasos descalzos de Zor, retumbando en la tierra como dos masas invencibles
sobre la superficie del mundo. Una marcha que ni los mismos añosos árboles se
habrían atrevido a interrumpir.
El cielo se había
oscurecido aún más. El calor entorpecía sus pasos, sus piernas estaban débiles
y lo hacían tropezar con las rocas. Apenas podía mantener los ojos abiertos por
un rato, la ceniza y el sudor los lastimaban. Veía a su alrededor a las mujeres
con los niños en brazos, llorando mientras corrían. Miraban de vez en cuando a
la montaña, y no parecían comprender tantos ruidos extraños, tantos gritos y
gemidos. El mundo estaba muriendo, y el sonido venía de la boca enorme del dios
de la montaña.
Junto a unos
árboles vio a su padre. Bajó a uno de los niños y se lo entregó a su mujer.
Ella continuó y Tol se acercó al viejo.
Su padre estaba herido y tenía la cara cubierta de ceniza y respiraba con
dificultad. Puso pieles sobre las llagas del cuerpo y lo cargó sobre su
espalda, mientras agarraba a su otro hijo de la mano. Comenzó a caminar. El
terreno ganado en su carrera se perdía ahora en una lenta caminata, pero el
hecho de haber hallado a su padre le había dado confianza.
La gente se
dispersaba en todas direcciones, hasta perderse de vista. Hombres que él creía
reconocer agonizaban tendidos en el barro, algunos le extendían las manos al
verlo pasar. Otros pasaban a su lado y lo agarraban de un brazo, pero él se
desprendía de ellos.
Tol empezó a
sentirse mejor, a pesar del cansancio. La carga lo había obligado a calmarse, y
el rítmico paso lo había llevado a un soñoliento estado de ánimo. Presentía que
en algún lugar estaba el punto donde por fin iban a hallarse fuera del alcance
de la montaña.
El aire se había
enrarecido demasiado para ver muy lejos. Las piedras no cesaban de caer. Su
espalda y la del niño estaban lastimadas. El cuerpo de su padre, en cambio, ya
no le irritaba la piel. Tuvo el pensamiento, la idea curiosa de que eran un
solo cuerpo.
Un perro
acompañaba a su hijo con el lento paso de una pata quebrada, de vez en cuando
se detenía a lamerse las llagas del muslo. De pronto vio al animal olfatear el
aire y alzar las orejas. El perro comenzó a correr sin esperarlos. También
ellos oyeron después el sonido cristalino, el borboteo del agua
materializándose en sus oídos.
Cuando llegaron al
río, Tol se sentó a descansar en la orilla, mientras el niño y el perro
saciaban la sed. La mano de un hombre le tocó un brazo.
-¡Venga! Estamos
construyendo balsas y necesitamos ayuda.
Estaba
anocheciendo. El fuego en la boca del volcán seguía saliendo en forma de largas
lenguas de colores. Una capa de lava rojiza y humeante cubría la cima, bajaba
por las laderas y arrastraba los árboles del bosque en el que pocos días antes
había estado cazando.
Tol ayudó a cargar
ramas y unirlas con sogas. Los nudos que había aprendido de niño le salvarían
la vida.
Así, hijo, una vuelta con el dedo un poco
doblado, con la otra mano hay que girar la cuerda, una parte sobre la otra, y
luego otra vez, y dos veces más. Padre me enseñó este nudo en las noches de
lluvia en que no podíamos dormir.
Las balsas
fueron terminadas y las arrojaron al agua, sujetándolas con cuerdas para evitar
el arrastre de la corriente. Algunos empezaron a subir, y Tol corrió en busca
de su familia. Hizo abordar primero al niño, pero cuando llevaba a su padre en
brazos, uno de los hombres lo detuvo.
-¡No!- le dijo.
Había temido que
esa negativa se presentase de un momento a otro. El creciente rencor del pueblo
hacia ellos se había concretado finalmente en este gesto de desprecio. Pero no
estaba dispuesto a que lo rechazaran.
Empujó al otro, el
hombre se le interpuso nuevamente. Avanzó con fuerza una vez más, pero no pudo
defenderse sin las manos libres. Recibió un golpe, y cayó al suelo con su padre
encima. Sintió el sabor de la sangre en la boca, el olor del puño del otro
ensuciándole los labios.
Antes de que
poder levantarse, las balsas ya se habían alejado. Intentó alcanzarlas, pero
los hombres remaban con rapidez. Escuchó las voces de los que huían, diciendo
lo que no necesitaba oír de nuevo: Zor debió haber abandonado el pueblo.
-¡No vamos a
seguir arrastrándolo!- gritaron.
Alguna vez, tal vez muy pronto, me iré a la
tierra que se hereda con la muerte. Es necesario, un trabajo solitario, pero
aún no es tiempo, dijo mi padre tantas veces.
Desde la playa,
los observó mientras se alejaban. Por lo menos su hijo había quedado a salvo.
El perro también miraba el correr del agua y las balsas. Quizá extrañara a Zaid
tanto como él iba a hacerlo.
Miró al anciano a
su lado, que murmuraba sin sentido y gemía de dolor.
La noche era
oscura, iluminada sólo por los destellos del volcán. Construyó una balsa más
pequeña y se subieron a ella, dándose impulso con una rama. Avanzaron guiándose
por el reflejo de las antorchas de la orilla y de las otras balsas. Varios
hombres que nadaban intentaron subirse, pero él los expulsó. Los vio hundirse
en el agua que despedía un reflejo brillante, incandescente.
Lo más importante es mi padre, aunque sea lo único que me impide
salvarme también. Me siento bien con el viejo, mejor que con nadie más.
La balsa tocó
tierra en la costa opuesta. Caminaron un corto trecho entre fogatas y mujeres
que cuidaban a sus hombres heridos. Detrás de un despeñadero, quizá un muro de
roca con estrechas cuevas que aún no alcanzaba a distinguir, Tol acostó a su
padre y lo envolvió con pieles. Comenzó a adormecerse, pero un ruido creciente
de voces lejanas lo sobresaltó. La superficie del río se estaba moviendo, y la
misma incandescencia ahora crecía hacia ellos. El cielo se iluminó con
múltiples y breves fogonazos como relámpagos. La montaña misma parecía avanzar
con la forma de una masa dorada y roja. Sombras de brazos y piernas fueron
aclarándose a la luz de las llamas, crecieron como animales rodeados por un
halo rojizo, haciendo gestos de súplica hacia el cielo oscuro. El estruendo de
los árboles arrasados, de las ramas y el follaje encendido y humeante, los
perseguía. Los hombres y mujeres se arrojaron al río, y de los cuerpos surgió
el olor de la piel quemada. Entonces el río empezó a levantarse.
Tol apenas tuvo tiempo de recoger a su
padre y huir hacia las rocas altas. Escuchó el oleaje que arrasaba la playa y
derribaba los árboles del primer surco boscoso. Se arrodilló para tomar respiro
por un instante, y miró atrás. Cuando veía subir al río otra vez, alzaba a Zor
y continuaba ascendiendo. Desde las rocas del promontorio vio la luz escasa del
amanecer, y se dejó caer junto a un tronco muerto. De lejos se escuchaba el
murmullo de quienes habían seguido al brujo, en un sector aún más alto, en donde
podían verse las antorchas brillando entre los árboles. Pero estaba demasiado
cansado para pensar qué iba a hacer después.
La
noche y el frío habían atenuado el calor de las llamas, y Tol pudo dormir. En
la mañana, la llovizna de agua y ceniza seguía cayendo sobre los cuerpos. La
columna de humo continuaba surgiendo de la montaña.
Tol miró a su
padre. La frente y las arrugas de dolor se habían relajado.
Los sobrevivientes
ocupaban toda la extensión del cañaveral entre el promontorio y el comienzo del
bosque. Algunos comían alrededor de las fogatas, otros curaban a sus enfermos.
Un grupo caminaba hacia donde el resto del pueblo se había protegido con el
brujo. Los muertos no habían sido aún recogidos.
Tol sabía que era
necesario llevar a su padre allí también, pero quiso esperar a que el camino se
despejase, temía que lo detuviesen si lo reconocían. Luego cargó a Zor en su
espalda, y siguió a los otros a través de un sendero de árboles caídos. El
nuevo curso del río podía verse más allá, corriendo entre colores de tierra y
pequeños torbellinos amarillos que hacían brotar cadáveres del fondo.
Al ver a Reynod en
la playa, Tol se separó del resto.
El brujo caminaba
rodeado de los ayudantes que lo protegían, abriéndose paso con dificultad entre
los heridos acostados en la arena. La cabeza de cabellos canosos parecía
moverse según el gesto de la mano que revisaba los cuerpos. En la muñeca tenía
atada una cornetilla de madera cubierta de plumas.
Tol se había
acercado hasta detenerse detrás de los ayudantes. Cuando el brujo reconoció al
viejo Zor sobre los hombros del hijo, interrumpió su labor y fue hasta ellos.
Entonces comenzó a hablar en voz muy alta, con un acusador brazo alzado
dirigido a Zor. Muchos se apartaron asustados de su rostro.
-¡Ese hombre no
pertenece aquí! ¡Ha desobedecido la ley y deshonrado a su familia!
Tol nunca había
logrado que su padre le contase la causa de la ira del brujo. Ni siquiera
cuando esa furia había provocado que toda la familia también sufriese. Los
mantenían a distancia en las caravanas, pero los vigilaban, sin embargo, con
estricta rigidez. Una vez, cuando Tol era muy joven y recién casado, quiso
levantar una choza para proteger a su familia del sol intenso de una época
especialmente calurosa.
-¿Qué estás
haciendo?- le preguntó Reynod, rodeado por su séquito en la habitual ronda de
reclutamiento de cazadores.- ¿Vas a quedarte mucho tiempo acá? Nos sigues o nos
abandonas, pero ya no esperes mi protección.
Los otros lo miraban
con odio. Tuvo que dejar a un lado las ramas y las herramientas, y bajó la
vista en señal de obediencia. El brujo se alejó con esa mirada tan peculiar de
furia y vergüenza simultáneas que él nunca supo comprender.
Cuando se habla con Reynod, uno siempre se
equivoca, decía mi padre. Se convierte en otro cada vez que uno desea penetrar
en sus ojos, ver el proceso de su mente. Se adelanta a cualquier inocente
mirada que dure más de lo necesario, cerrando todo resquicio entre los párpados
capaz de revelar sus pensamientos. Se transforma en otro, de dureza
impenetrable.
La voz del brujo
lo distrajo del recuerdo.
-Por hombres como
Zor el espíritu de la montaña se ha enfurecido y nos castiga a todos. Ahora
debo averiguar si los dioses quieren que sacrifique a mis hijas. Si tengo que
hacerlo, ya no te salvarás de la hoguera, ni tampoco tu familia.
Después les dio la
espalda, y los demás volvieron a acercarse, rodeándolo de voces suplicantes.
Tol se quedó allí, mirando a su padre, que estaba despierto y lo había
escuchado todo. Las pieles sucias se habían adherido a las llagas, y con cada
movimiento daba un grito contenido. Lo llevó de vuelta al promontorio para
apartarlo de las miradas de los otros. Estaba hambriento y decidió ir a cazar.
El sendero que conducía al bosque estaba
ocupado por niños y mujeres que descansaban o buscaban a otros. Pasó entre
ellos, mirando con atención por si hallaba a sus hijos. Más adelante, la gente
se fue dispersando, hasta que todo el bosque pareció vaciarse de lamentos y
gritos. No escuchó ni un solo pájaro. De la corteza de los árboles manaba una
savia verde. Recordó el día que dejó su marca, por primera vez, sobre el tronco
de un abeto. La jornada de su iniciación.
Zor lo había
llevado a elegir su lanza en la choza del armero. Tol se sintió casi un hombre,
e ignoró las miradas del hijo del artesano, con el que había jugado hasta
entonces. Se puso a observar, con la vista atenta y seria, con las manos a la
espalda y el paso quedo, las armas de madera esparcidas en el suelo. Los
extremos de huesos que el anciano usaba como puntas, moldeándolos y sacándoles
filo. Luego, como un entendido, las tomaba entre sus manos para ponerse en
posición de combate.
La familia del
artesano había dejado de mirarlo. Pero Tol escuchó, mientras fingía estar
atento a su elección, la conversación de los hombres.
-¿Ya has decidido
a qué lugar lo llevarás?- preguntó el armero.
A Zor no le
gustaba hablar mucho, y contestó con desgano.
-Sí, detrás de la
laguna, será más fácil para Tol.
-Dicen que vieron
a unos extraños pasar por allí, montados en caballos que nunca vi en el Este.
Vestían ropas curiosas y cascos con cuernos. Parece que bajaron de unas barcas
en la costa norte, con armas más brillantes que las piedras o el hueso. Se
veían cansados, dicen, y durmieron hasta el amanecer. Después, no dejaron
rastros.
-¿Y qué?- le
inquirió Zor, serio, obligado a hablar más de lo que deseaba.- Yo también los
he visto, muy temprano en la mañana después de pasar la noche en los bosques.
Me habían dicho que eran como las apariciones, pero más bien son como
imaginamos a los dioses, de piel clara y cabellos como el sol. He pensado mucho
en ellos desde entonces.
Cabizbajo,
continuó hablando mientras miraba a su hijo.
- Pero creo que
son hombres simplemente, y no nos molestan. Cuando el Brujo decida dejar que
otros pueblos nos enseñen algo, los conoceremos. Por ahora, sólo somos
cazadores y súbditos de Reynod.
Tol sabía que
desde la muerte de su madre, el carácter de Zor se había vuelto casi
intolerable. Habían tenido la oportunidad de alejarse mucho antes, pero él se
había empecinado en permanecer en el ese pueblo que lo aborrecía. Como si no
quisiese dejar el cuerpo de su esposa, a la que creía ver desplazarse entre la
gente con la misma belleza de cuando estaba viva.
La vida con su padre había sido aislada y
solitaria. Levantaban cercas alrededor de las chozas que construían cuando la
migración se detenía por algún tiempo. Cercas no más altas que la altura de un
hombre, porque Reynod no deseaba perderlos de vista. Los cazadores los
vigilaban siempre, dispuestos a castigar a Zor si no los seguían hacia tierras
que eran cada vez más pobres. Muchas veces Tol había escuchado a su padre
lamentarse cada mañana en voz alta, preguntándose cuándo se detendría Reynod.
Pero fuera del límite de sus manos, como hastiado e indiferente a lo que el
brujo pudiera pensar o hacer, aquellos hechos se fueron borrando de su
preocupaciones.
Cada cinco inviernos la cerca era
abandonada, el pueblo cambiaba de bosques y las chozas volvían a levantarse.
Nunca habían conseguido alimentos ni ayuda de parte del pueblo. Sólo algunos
rebeldes venían a visitarlo. El artesano y constructor de armas iba a verlo con
la excusa de regresar la lanza que se había llevado para reparar, y se sentaba
junto al niño y su padre, sobre los troncos amontonados de la cerca,
contemplando la caída del sol. Las fogatas en los campos se apagaban, y las
columnas de humo ascendían. El canto de los búhos comenzaba en medio de la
noche. Después el artesano se iba y ellos se quedaban solos.
La mirada de Zor adquiría entonces una
acuosidad casi palpable, como si hubiese sumergido el rostro bajo la corriente
de un río calmo. Era una mirada de párpados caídos, de barba recortada sobre la
boca de labios levemente abiertos, expectantes. Tol tenía miedo de mirarlo en
esos momentos, porque no era su padre al que veía, por lo menos no al que
siempre había conocido. Fue en esa época cuando se dio cuenta de que Zor estaba
vencido. Por más que volviese a cazar todos los días, aunque a su regreso del
bosque lo alzara sobre los hombros, ya todo estaba acabado.
Al día siguiente del encuentro con el artesano, emprendieron
el camino al bosque, y se detuvieron en un claro. Tol se sintió atrapado dentro
de aquella barrera de enormes hayas, silenciosas figuras divinas de
impenetrable pensamiento.
Zor era alto en
ese entonces, la barba le crecía hasta muy cerca de los ojos y un espeso vello
le cubría el cuerpo y las piernas. A veces a Tol le agradaba pensar en su padre
como un enorme animal de lento caminar, fuerte y callado.
Recorrieron un
sendero estrecho, donde los rayos del sol alumbraban el polvo y las semillas
que giraban con la brisa y caían en la hojarasca. El pequeño Tol, mientras sus
ojos se perdían en la maraña de las ramas altas, pensaba en las historias que
su padre le había contado en muchas ocasiones sobre las cacerías de bisontes
cuando era muy joven. Se imaginaba entonces acompañándolo en esas jornadas,
saliendo del bosque junto a su padre como un cazador más, hacia las planicies
donde pastaban las grandes bestias.
Un gamo cruzó
velozmente el sendero y se detuvo en un arroyo. Se acercaron con sigilo,
escondiéndose tras los troncos, oculto el sonido de sus pasos por el rumor del
agua.
Tol arrojó la lanza
sin esperar la orden de su padre. Enseguida presintió que algo estaba mal. El
rostro de Zor se veía enojado. El animal había caído sobre un costado, la lanza
estaba clavada en una de las ancas, y de una mancha roja brotaba sangre
anegando el pasto a su alrededor. Zor comenzó a maldecir con palabras que el
niño nunca había escuchado antes, y fue en busca del gamo aplastando los
arbustos con paso furioso.
-¡No!-gritó cuando
Tol también quiso acercarse. Después arrancó la lanza y volvió a clavarla
detrás del animal, varias veces. Unos chillidos inundaron el bosque. Las aves
huyeron en bandadas desde los árboles. Entonces Zor levantó a la bestia sobre
los hombros y la cargó hasta donde estaba su hijo.
Tol esperó la
aprobación ardientemente deseada, pero nada obtuvo. Desde donde estaba, vio dos
crías ensangrentadas e inmóviles en la orilla del arroyo. El agua intentaba
arrastrarlas.
-No podíamos
dejarlas solas- fue lo único que le dijo su padre al regresar, y Tol aprendió
esa tarde que algunas veces también la piedad lo obligaría a matar.
-La muerte que
ofrezcas-le dijo su padre más tarde-debe ser siempre segura y terminante.
Tol escarbó en las
madrigueras y cazó dos topos y un conejo, halló codornices muertas. Por ahora
era bastante alimento para su padre enfermo. Al salir a campo abierto se
reencontró con el paisaje de los heridos acostados contra los troncos, bajo la
tenue e incesante lluvia de ceniza.
Ya era de noche
cuando terminaron de comer, pero la satisfacción tardó en llegar. Los trozos de
carne habían ensuciado la barba de Zor. Tol intentó limpiarle los labios
lastimados. El viejo había salido del letargo, y hablaron durante un largo rato
junto a la fogata. Después, su padre comenzó a mirarlo con fijeza. Algo en sus
ojos luchaba por ser contado.
-Van a sacrificar
a las jóvenes, hijo. Por mi culpa la montaña se enojó con el pueblo.
-Los Dioses se
enfurecen por todos nosotros- le respondió Tol, porque no entendía que su padre
creyese otra vez en los dioses de los que había renegado.
-Debo quitar
muchas vidas para calmar su ira, ésa será mi ofrenda.
-Pero padre,
cuáles dioses, si nunca te oí rezar.
-Debe haberlos,
¿no es cierto? Mira el volcán, hijo, la montaña me ha convencido de mi culpa
más que todos estos años de iniquidad.
Tol intentó
convencerlo de lo contrario, pero el viejo lo miraba con una expresión de
cruda, irremediable certeza. Parecía dispuesto a hacerlo como pudiese, aún sin
ayuda.
-Necesito que la
hechicera me prepare algo. No creo que tengas que explicarle nada.
Se resignó a
obedecerlo y se alejó guiado por la luz de las fogatas, el rumor del río, el
viento pesado y débil, el olor de la carne viva y quemada que se iba perdiendo
en la distancia. El aroma de la tierra húmeda crecía.
Percibió luego el
olor extraño, antiguo, de la hechicera.
Decían que la anciana era capaz de sobrevivir a todo desastre, un espíritu que
se hacía cuerpo cada que vez alguien la necesitaba. La encontró rodeada de
mujeres que rogaban por sus hijos heridos. El fuego iluminaba las manos de la
vieja, ágiles como si tuvieses hilos proyectados desde la techumbre oscura de
la noche. Un humo distinto, de tonalidades grises y ocres, se levantaba desde
las llamas y el río con un olor a especias, a nueces quizá, pero de pronto
cambiaba a otro olor a carne o cuero quemado. Aquel aroma comenzó a
embriagarlo, se sintió mareado y tuvo que entrecerrar los párpados para distinguir
a las mujeres que tenía delante.
Cuando se acercó,
ellas se apartaron. La hechicera levantó la mirada.
-Te esperaba desde
hace tiempo- le recriminó.
Cuando era niño,
muchas veces había acompañado a su madre a ver a la vieja en busca de
curaciones o consejos. Un miedo indecible lo hacía temblar en esas ocasiones,
con sólo ver esa cara entre las sombras de la choza, y sólo rogaba que ella no
se diese cuenta ni se fijase en él. Sobreponiéndose a ese temor que creía
muerto, comenzó a explicarle.
-Mi padre...
Pero la anciana lo
interrumpió.
-La bebida está
preparada- Y se perdió en la oscuridad alrededor de la fogata. Regresó poco
después con un recipiente entre las manos. Lo apoyó en las palmas de Tol y le
advirtió sobre sus efectos. Las mujeres seguían todo aquello con una expresión
de extrema reverencia. Tol miró el interior de la vasija, un líquido sin olor
ni apariencia extraña se balanceaba con los movimientos de sus manos.
-¡Tu padre te
espera!- le recordó ella con brusquedad.
Hizo el camino de
vuelta con la fuente abrazada a su cuerpo, protegiéndolo como si la vida de su
padre estuviese allí encerrada. Un niño llevando el líquido que la más inocente
torpeza haría derramar.
Al verlo de
regreso, Zor intentó levantarse y extender los brazos para exigirle el brebaje.
Tenía los ojos turbios y enrojecidos.
-La anciana dijo
que lo bebieras despacio.
Zor asintió con la
cabeza, pero bebió largos tragos, temblando, sin desperdiciar una sola gota.
Dejó la vasija vacía en el suelo y se dispuso a dormir.
Tol no tenía sueño
aún. Comenzó a limpiar el filo de su lanza sobre el fuego, hasta que el
crepitar de las llamas se fue extinguiendo con lentitud.
*
El sol apenas alumbraba una porción del horizonte, cubierto
de nubes grises.
Pocos habían
despertado. Alguna fogata aún perduraba entre los cuerpos dormidos. La
corriente se deslizaba con rapidez por el nuevo cauce junto al viejo lecho, ya
endurecido por la lava. El volcán seguía echando humo, pero en silencio.
Los gavilanes
sobrevolaron la zona durante todo el día, peleándose sobre los cadáveres.
Zor había
despertado. La luminosidad de la mañana le dejó ver el cambio profundo en el
cuerpo de su padre. Las llagas habían desaparecido, los músculos recuperaron su
forma bajo la piel. La barba era espesa y abundante como en su juventud. La
espalda se erguía recta y la voz no le temblaba.
-¡Vamos, hijo!- le
ordenó, mientras se levantaba para ponerse en camino. Parecía más alto que en
aquellos últimos años, con pasos seguros y sin tropiezos.
El hechizo no durará.
Tol lo siguió. La
caminata de su padre era ligera, fuerte como la de un joven yendo en procura de
alimento para su familia. A medida que se alejaban, algunos hombres los miraron
con resentimiento, sin fijar la vista mucho tiempo en ellos.
Los nuevos
despeñaderos formados por la lava, las terrazas de suelo caliente que se
escalonaban una tras otra a los costados del río, los separaba del sector en
que se había asentado el pueblo. Cuando Tol vio los primeros árboles del
bosque, antes de continuar, miró atrás, y tuvo una rara sensación. Miedo, tal
vez, pero no necesitaba pensar en eso ahora. Su padre había recuperado aquello
que él había perdido poco tiempo antes: la vitalidad de la cacería. El acoso
constante del brujo lo había relegado a las zonas pobres, sin permitirle cazar
en los mismos lugares que los otros. Casi sin darse cuenta, Tol había olvidado
la furia necesaria para matar.
Pero el anciano,
que apenas la noche anterior estaba herido y moribundo, se desplazaba entre los
árboles con movimientos sigilosos, pisando las hojas marchitas sin hacer ruido,
con pies de aire, con los sentidos atentos a murmullos o aromas que su hijo no
percibía. Varias veces se dio vuelta recriminándole su lento y torpe caminar.
Tol se sintió
entonces como un aprendiz de ese hombre rejuvenecido no tanto por aquel líquido
mágico, sino por el bosque con su aire de nítido misterio, los colores de la
sombra y la luz a través de las ramas, los gritos ocultos de los animales.
Se sentaron a
descansar en unas rocas, junto a helechos de hojas rojas que crecían al borde
del arroyo. Algo se movió al otro lado, de pronto. Se levantaron con rapidez
hacia el agua.
-Nos mojaremos
para que no sientan el olor- recomendó Zor.
Entonces comenzó
la cacería.
El calor había cedido un poco, y los animales
reaparecieron en la orilla en busca de agua y comida, aislados o en pequeños
grupos, sin la precaución que les era habitual. El fuego quizá debilitara sus
sentidos con los vientos calurosos. Estaban allí, abrevando como si no los
viesen o no les importase su presencia, al alcance de sus lanzas, de las manos
ansiosas de Zor por lograr el perdón de los espíritus.
Arrojaron las
lanzas y los animales comenzaron a dispersarse, pero corrían con debilidad. Las
manos de los hombres ya no fueron suficientes para arrancar las lanzas de los
cuerpos y usarlas nuevamente contra otro que se escabullía entre los arbustos.
Las bestias se convirtieron en visiones fugaces que corrían en todas
direcciones a esconderse detrás de los árboles, o chapoteando en los charcos al
borde del río. Pelajes de colores que huían, rozándolos. Los conejos y los
zorros trataban de encontrar las entradas perdidas de sus madrigueras. Las
gamuzas y los ciervos se quedaban parados
con una mirada ciega puesta en la profundidad del bosque. Luego se
desplazaban hacia atrás o adelante, cerca del agua a la que iban a desangrarse,
o se golpeaban contra los troncos, y se quedaban allí parados, esperando.
La sangre había
salpicado las caras de Tol y su padre con una máscara roja. Los dedos
resbalaban en los mangos y los limpiaban con hojas secas. Recién descansaron
cuando ya no tuvieron senderos libres por los cuales regresar. La mayoría esta
cubierta de cuervos que habían llegado a escarbar en los cadáveres.
Se acostaron en un
claro al ocultarse el sol, oyendo las pisadas de los animales que aún quedaban
vivos. Vieron el brillo opaco de sus ojos, como si buscasen protección en los
mismos hombres que los cazaban. Pero la noche era para reposar, y aún Zor lo
comprendía.
-¿Ya es
suficiente, padre?- preguntó Tol.
Las voces se
abrieron paso en la oscuridad, hasta mecerse entre las ramas, entre la ceniza
que seguía cayendo como nieve nocturna. El reflejo plateado del pelaje de las
bestias se interponía entre ellos y el río.
-Ahí están, nos
esperan. Se están entregando para que las jóvenes del pueblo se salven- le
contestó.
Tol temía a la
fuerza recuperada de su padre. Intentó dormir, pero no pudo. Sentado, con la
cabeza entre las manos, vigilaba el sueño intranquilo del viejo. Los puños de
Zor, duros como rocas, apretaban el polvo.
Llevaba a su padre sobre los hombros, a
través del bosque. Corría casi sin sentir el cansancio, sin diferenciar qué
parte del cuerpo le pertenecía a él o al anciano. Eran un hombre y un niño otra
vez, pero intercambiados. El joven llevando al viejo como antes el viejo había
cargado al otro en brazos. El sol se ocultaba en un horizonte indefinido,
demasiado perfecto para ser real. Así no son los anocheceres, pensó, algo pasa.
Y siguió con el pecho intranquilo y los hombros moldeados al endeble cuerpo que
llevaba, blando como una bolsa de plumas.
Dos hombres salieron del follaje, de las ramas en sombras que ocultaban
a los cazadores. Cada árbol era un enemigo con el rostro oscuro de la noche sin
luna, una noche ciega como si tuviese una venda sobre sus ojos de aire. Los
atacaron y clavaron lanzas en el cuerpo del viejo. Pero por más fuerza que
hiciera, o los gritos y ruegos y golpes con los que se defendiese, nada pudo
hacer para evitar que le quitasen a su padre. El cuerpo del viejo era una masa
casi líquida, un deshilachado paño húmedo de sangre.
Y él, que se había quedado quieto después de la pelea, sentado como un
inútil frente al dominio del mundo, observaba caer las bolas de fuego desde el
cielo.
-Tuve un
sueño triste- dijo Tol a la mañana siguiente.
El viejo lo miró.
-¿El fuego del
bosque?- preguntó.
Tol asintió.
-Son los dioses
que quieren darnos miedo. No pienses en eso.
Aún era temprano
para salir. El viento se había levantado y se escuchaba el movimiento de las
hojas, el chillido de unos pájaros sobre el rumor del arroyo. Poco después, el
amanecer los encontró otra vez en camino.
En algunos sitios
la vegetación era espesa y les costó penetrarla. En donde el arroyo formaba un
claro, los venados se habían refugiado con sus crías. También las sacrificaron,
pero los animales no habían intentado huir, sólo irguieron un poco las cabezas,
lo suficiente para mirarlos.
-Si no somos
nosotros, serán los carroñeros-dijo Zor, mientras limpiaba su lanza.
Tol lo escuchaba
como cuando era niño, reverenciando sus palabras. Pero hacia el atardecer no
hallaron más que cuerpos quemados, y un silencio pesado, como si el cielo
estuviese por caérseles encima. Un olor a lluvia venía del este, aún muy lejos,
más allá de la cima del volcán.
-¿Salvaremos a
tiempo a las vírgenes?- preguntó Tol.
-Todo depende de
cuántas víctimas quieren los dioses.
-¿Y quién lo sabe?
-Creo que nadie,
por eso debo seguir hasta que muera.
Tol se detuvo un
momento, mientras su padre continuaba delante. Miró los cuerpos esparcidos
sobre la hiedra rastrera, o flotando en las aguas del río. Imaginó que si estas
bestias no eran las víctimas, lo serían las vírgenes del pueblo. Por eso
decidió seguir, a pesar del cansancio y la matanza, que iba en contra de todo
lo que Zor le había enseñado.
Se quitó las pieles que lo abrigaban. Su
cuerpo hirsuto, parecido al de un animal encorvado, se confundió en la tenue
luz del mediodía brumoso.
*
Pasaron dos noches, y Tol recordó, como si la vieja hechicera
estuviese allí, las palabras que ella le había dicho.
Mientras más despacio beba, más durará.
Su padre lo había
hecho en largos sorbos, y el efecto aún continuaba. Pero cuánto más, era lo que
necesitaba saber. En el camino, mientras el viejo se adelantaba, Tol se
arrodilló un momento para rezar a los dioses.
De repente tengo miedo del tiempo, de que
las jornadas de caza no sean suficientes para conformar al espíritu de la
montaña. Los días no pueden atraparse ni detenerse, los animales alguna vez van
a agotarse. Entonces será necesario buscar otro bosque, y más brebaje, y más
tiempo para satisfacer un ansia divina que nadie será capaz de cumplir. Éste es
mi miedo, pero mi padre no parece pensar, él avanza en su hambre de víctimas.
Quizá ya no le importa si ustedes
existen o no. Si allí están, algo harán por salvarlas. Si no, lo mismo
da morir en el bosque o en la hoguera. Los cuerpos terminar siendo tierra y
carne quemada.
Oyó un ruido de
ramas y un grito. Zor había intentado arrojar una vez más su lanza y había
caído de cara al suelo. Tol corrió a ayudarlo, pero el viejo se levantó solo.
La frente le sangraba, y se puso a caminar con lentitud. Sus huesos se habían
debilitado nuevamente. Las piernas estaban flaqueando otra vez, la cara había
vuelto a cubrirse de manchas marrones. Se fue encorvando un poco más con cada
paso.
-Padre-empezó a
decir Tol, pero el sonido y el aroma del fuego lo interrumpió.
El cielo estaba
otra vez habitado por humo y oscuridad. Las llamas no llegaban esta vez del
volcán, sino de este lado del río.
Nos
atraparon, los cazadores de Reynod nos atraparon.
El fuego avanzaba
con rapidez. Las ramas se quebraban y caían alrededor de ellos. Tol ayudó al
viejo levantarse y caminar, pero las piernas de Zor ya no lo sostenían, y tuvo
que cargarlo sobre la espalda una vez más.
Miró hacia todos
lados, y no tuvo más alternativa que permanecer parado entre los árboles
lamidos por las lenguas del fuego. El olor de los almendros había invadido todo
el bosque, y los adormecía, elevando la memoria de Tol por encima del fuego
hasta llevarlo a su infancia.
El humo lo hacía
llorar como un niño.
La mirada del
viejo tenía una expresión de pesadumbre y renunciación. Entre el crepitar de
las ramas, Zor decía percibir ahora los gritos de las vírgenes del sacrifico.
-Son ellas las que
gritan, hijo, no pudimos salvarlas-dijo débilmente.-El llanto de las vírgenes
no puede confundirse con ningún otro grito.
-Los dioses nos
vienen a buscar, padre.
Esta vez el viejo
no le contestó. Tol lo cargó, buscando un sendero libre entre el fuego. El
cuerpo de Zor se le hizo liviano, tan etéreo y suave, que era como si el alma
lo estuviese abandonando con una imperceptible y cabizbaja marcha hacia lo
alto. Así lo había oído decir al brujo una vez, el peso del alma es mayor al
peso del cuerpo.
Después lo recostó
sobre un estrecho sector de tierra seca. Se sentó a su lado, puso las manos
sobre el pecho de su padre para sentirlo respirar, y comenzó a contemplarlo con
pena. Había envejecido mucho más que la edad que en realidad tenía.
-Sufro- murmuró el
viejo, con voz muy baja, con un quejido más parecido al rumor de un muerto que
al llanto.
Esa voz parecía
venir de otra parte, por eso Tol miró hacia arriba, a los esqueletos de los
árboles movidos por algo diferente al fuego o al viento, una especie de vaho
incandescente. Los ojos de su padre seguían abiertos, pero eran ya nada más que
la rígida expresión de las llagas del cuerpo.
Entonces
aparecieron los cazadores. Primero oyó el retumbar de sus pasos sobre la tierra
arrasada. Luego, vio los cuerpos avanzando entre las ramas, las caras feroces
pintadas de rojo y amarillo, los colores de la guerra en los rostros de los
hijos del sol.
Tol no supo qué
hacer al principio, sin embargo ahí cerca estaba el recuerdo, en su mente
confundida pero memoriosa. El día de su iniciación en el bosque se presentó
nítido y claro, como una revelación más fuerte que todo el resto de sus
creencias y del miedo que le habían enseñado.
La imagen piadosa,
la bella figura de su padre liberando del sufrimiento a las crías, era lo único
que le había dado un sentido concreto a su infancia, algo que recordaba sin
titubeos ni temor. Algo que podría contar paso a paso como si hubiese ocurrido
sólo unos pocos días antes. El acto que Zor había realizado, el gesto de piedad
y la caricia de muerte que había ofrecido a esos animales, sería exactamente
igual al acto que Tol estaba dispuesto a cumplir. Por eso levantó lo que
quedaba del filo de su lanza rota, y la hundió en el cuerpo de su padre.
Las bandadas de cigüeñas
levantaron vuelo desde la playa. Un grupo detrás de otro cruzaron el río, hasta
confundirse en el horizonte gris como sus plumas.
Zaid llamó a su padre, que se había
quedado en la orilla con el abuelo. El perro no se separaba de ellos, y
agitando la cola daba vueltas al borde del agua, contemplando al niño alejarse
con mirada melancólica.
Detrás, la alta sombra del volcán seguía
amenazándolos.
Muchas veces se había preguntado qué cosas
o seres habitaban en lo profundo de la tierra, y que ahora salían como fuego a
través de la boca de la montaña. Por más que viese a su padre o cualquier otro
cavar durante días y días, nunca nadie había llegado al final.
Los muertos están ahí, le había contado
una vez su abuelo. Son la tierra en la que caminamos. Ellos nos sostienen.
Pero más abajo, quiso saber él. El viejo
no volvió a responderle. Su rostro era una máscara tan oscura y dura como el
mismo barro que cubría a los muertos de los que hablaba.
-¡Padre!- gritó Zaid con los brazos en
alto, saltando sobre la endeble armazón de la balsa.
-¡Quieto, o te tiro al agua!- lo amenazó
alguien desde el conjunto de caras irreconocibles a su alrededor.
Una masa de ceniza, barro y agua se formó
sobre la superficie de la balsa. Zaid se sentó en un estrecho espacio entre las
espaldas y los pies de los otros. Todo movimiento comenzó a parecerle incómodo,
frotarse el cuerpo enrojecido por los insectos, hasta la simple necesidad de
orinar le producía ardores en la piel, y las manos le temblaban de frío.
Entonces lloró al pensar en su familia y
en su perro, a los que tal vez no volvería a ver. Ese llanto suyo era como el
de las mujeres. La proximidad de los cuerpos y el funesto olor, el aroma a
muerte que crecía alrededor, lo excitaban. Tenía casi trece inviernos, era alto
y muy delgado. Le gustaba pensar en sí mismo como un tallo verde, pero
inquebrantable, cuando le venía a la memoria el recuerdo del cuerpo fuerte de su
padre.
Cuando Tol salía de cacería, él y su madre
lo seguían hasta el sendero que llevaba al bosque. Zaid aún era demasiado
pequeño para acompañarlo. Muy temprano, antes del amanecer, los dos se
levantaban y caminaban junto a Tol, lamentándose al verlo partir solo, con la
lanza al hombro y el paso quedo, levemente inclinado hacia un lado. El sol
apenas empezaba a asomarse tras del camino de coníferas, mientras el chillido
de los petirrojos y la brisa con nuevos sonidos, frescos como el rocío de la mañana,
lo escoltaban. En ocasiones había soñado que iba con él, viéndose a sí mismo
desde la puerta de la choza. Como si fuese otro niño, en otro tiempo y
circunstancia, observando con admiración su propia espalda, fuerte y ancha como
la de su padre.
-Cuando seas tan grande como esto- le dijo Tol
un día señalando su propio pecho-
vendrás a cazar conmigo.
Y a la tarde siguiente fueron a ver al
constructor de lanzas, que había aprendido el oficio de su padre y su abuelo, a
quienes todos en su tiempo respetaron como grandes artesanos. El hombre empezó
a hablarles de su último viaje. Había encontrado extraños materiales
resistentes al uso y los golpes de las armas.
-¡El hueso y la piedra se quiebran con
facilidad, pero las lanzas que he visto penetran la carne como si fuese agua!-
Después se lamentaba con palabras que ellos no entendieron, quizá aprendidas en
las tierras que había visitado, y apartaba la mirada para esconder la
transparencia de sus ojos brillosos. El llamado de sus hijos más pequeños podía
oírse, claro y exigente, desde el interior de la choza. Era de mañana, y el
arrullo de la mujer surgió de pronto para calmarlos.
Siguió contando que cuando el brujo se
enteró de su hallazgo, mandó a sus hombres para quitarle las nuevas armas.
-Me agarraron de los brazos, y usaron mis
propias herramientas para amedrentarme. Mi familia me miraba. Mi padre, el
pobre viejo, estaba llorando. Las lágrimas le formaban surcos bajo los ojos.
¡Bien podrían haber sido las últimas de su vida! Por él tuve miedo, y les dije
entonces dónde había guardado las armas. Fueron a buscarlas a la cueva. El
brujo se quedó vigilándome mientras esperábamos en la choza. Pero sus ojos eran
pálidos como el aire. No bajé la cabeza ante él. Cuando escuchamos el sonido de
las armas, salió y ordenó enterrarlas en un lugar que él elegiría más tarde.
Después amenazó con quemarme vivo si insistía en mi rebeldía.
El rostro del artesano se había vuelto a
la vez triste y desilusionado cuando terminó su relato. Sus manos se mantenían
ocupadas con el continuo pulido de sus herramientas. Luego aplicó todo el
empeño y toda su ira en el silencio que siguió. El polvo caía y tapaba sus pies
con el polvo. Algunas astillas y cortezas saltaban a la luz de la mañana.
Zaid seguía jugando con el perro, lanzando
pequeños tacos de madera para que fuera a buscarlos Las palabras de los hombres
le llegaban nítidas.
-Recuerdo otros tiempos, Tol, cuando tu
padre usaba las mismas armas que ustedes ahora. No hemos aprendido nada, amigo
mío. Ahí afuera, más allá del mar hacia el norte, o de las montañas al sur, o
del río Droinne, hay otras cosas que te maravillarían. Los hombres construyen
aldeas y cultivan. El tiempo allí es frío o caluroso, pero nunca les falta
comida. Los niños se crían junto a los animales que les dan leche, y no
necesitan ir a cazar para alimentarse. Trabajan la tierra...
Zaid de pronto se sintió avergonzado. Lo
que escuchaba lo atraía, pero representaba una clara desobediencia al poder del
brujo. Intentó distraerse con la vista de las mazas y otras armas amontonadas
en un rincón oscuro de la cabaña. El artesano se puso a mirarlo con
desconfianza, fijando la vista luego en Tol, quien hizo el gesto de que no se
preocupase.
-Mi hijo y yo sabemos guardar secretos- le
dijo.
Pero Zaid se había quedado confundido con
aquel desafío a la autoridad de Reynod.
Sus ojos contemplaban con inquietud el
río. La superficie se estaba espesando en algunos partes. Las espaldas de los
hombres se balanceaban al ritmo del agua, y se sintió mareado. Cerró los
párpados, y al abrirlos se encontró con los senos sucios y cálidos de las
mujeres, y esto lo perturbaba más aún.
La otra orilla permanecía perdida en la
bruma. Quizá la corriente los estaba arrastrando hasta lo más ancho, o el río
se había desbordado. Algunos decían que era necesario alejarse de la montaña e
ir río abajo. Otros, que con seguridad se quedarían varados. Pero el resto
continuó remando, y él vio cómo las manos se lastimaban sobre la madera astillada.
El río estaba cubierto de ceniza. Los
cadáveres impedían el avance, y los empujaron con los remos. La piel de los
muertos se desprendía al tocarlos. Luego se hundieron con lentitud y las aguas
burbujearon alrededor.
Las mujeres de la balsa se miraban entre
ellas, sin dejar de amamantar a los niños. Zaid pensó en su madre. La última
vez que la había visto estaban los cuatro huyendo entre la multitud. Hasta que
hallaron al abuelo.
¿Por
qué mi padre nos abandonó por el abuelo?
Le tenía rencor al viejo Zor por la
maldición que había hecho caer sobre ellos, aunque lo único que sabía con
certeza era que el brujo lo había exiliado del pueblo mucho tiempo antes. Y el
viejo era, por lo que Zaid había visto en su vida, nada más que una figura
débil que un viento insignificante podría derribar. Los niños se alejaban de
Zaid cuando lo veían, o le gritaban frases injuriosas al encontrarlo en los
caminos. El nombre del abuelo estaba mezclado con la ira y el desprecio.
Escuchó que alguien lo llamaba.
-Nieto de Zor.
La voz llegaba del montón de caras, pero
le pareció por un instante que también venía del agua y de los ahogados, o de
la orilla abandonada, del cielo rojo y lleno de espíritus. Luego, el hombre
cuya voz había oído, se hizo un espacio entre los demás y apoyó una mano en el
hombro de Zaid.
-No tengas miedo- le dijo, y lo ofreció
una manta. Su manera de hablar era común, pero había un tono extraño, fingido
tal vez.
Zaid no pudo pensar, sin embargo, mucho en
eso. Sintió de pronto que su cuerpo se relajaba. El vello de la piel se le
había erizado en un escalofrío al sentir el escozor del tejido sobre la piel
irritada. Se acostó y cerró los ojos. No era importante ya quién estaba a su
lado, ni si la embarcación iba a hundirse o estancarse, hasta el cielo podría
venirse abajo por orden los dioses. Él sólo deseaba dormir, y cuando lo hizo,
fue igual encontrarse entre los brazos de su padre una vez más.
Ha llegado el
Brujo con el dolor.
La circuncisión y
el dolor.
Su rostro no es ni
ojos ni boca. Es pena, aflicción.
Está en el claro
al que lo han llevado, y la ceremonia empieza.
-¡No me lastimes
la barba, hijo!- le dice su padre.
Tiene deseos de
llorar. Siente entre sus manos la áspera solidez de la barba de Tol.
El momento de la paz anterior a la tormenta, la lividez antes
del dolor. Luego aparece el Brujo con su rostro pintado de rayas negras,
haciendo con los brazos gestos rituales de significado oscuro. Baila al ritmo
de una música que los ayudantes tocan en el bosque, y que Reynod parece dirigir
desde lejos, a través del follaje, las luces de las luciérnagas, los lúgubres
bostezos de los búhos y ese impenetrable
vaho de niebla y rocío que se asienta después del anochecer sobre el manto verde
oscuro.
¡Tum... tum... tum!
Los tambores son voces que duelen.
Ahora lo sabe ya definitivamente: el dolor viene de la oscuridad, llega con la
imprescindible música que le da una forma, buscando un cuerpo, un lugar cálido,
una mente dispuesta a alojarlo. Porque eso, lo extraño, desconocido, lo
temible, también necesita cobijo.
El Brujo se quita
la túnica con lentitud. Zaid y su padre también están desnudos. Entonces la
ceremonia inicia su terminación con el dolor del corte. La pérdida, el paso que
no puede detenerse o retroceder. El único día del mundo del que no se puede
regresar.
¡Tum
...tum ...tum!
La boca cerrada, no hay que gritar,
no es necesario avergonzarse. La tersura de las lágrimas debe olvidarse.
Desde la mitad de
esa noche rodeada de fogatas en honor de la infancia muerta, desde el calor de
los brazos y el pecho de su padre, despierta sobresaltado, gritando.
Siempre le sucedía lo mismo, incluso en
su lecho y rodeado de su familia. Pero esta vez despertó bajo un sol rojo.
Volvió a la lucidez entre desconocidos, rostros abotagados, contraídos. Había
menos que antes. Tal vez algunos cayeran al río mientras él dormía, otros quizá
habían intentado alcanzar la orilla. En los sitios vacíos quedaban restos de
comida.
El hombre que le había hablado, discutía
con otro más viejo, de barba y cabello largo, blanco. Los ojos del anciano eran
claros, tenía la piel enrojecida y se veía enojado. Zaid no entendió el
dialecto en el que hablaban. El viejo lo miró entonces por sobre el hombro del
otro.
-¡Despertó el nieto de Zor el Traidor!-
dijo el más joven al darse vuelta. Sonreía, pero Zaid retrocedió. El otro no le
hizo caso y se le acercó muy rápido para taparlo de nuevo, como si hubiese
descubierto algo en el cuerpo del niño.
-Nos pasa a todos- murmuró a su oído, y
señaló el bulto bajo la manta de Zaid.
No se había dado cuenta de que le había
pasado otra vez al despertar. Tenía el sexo tan rígido que a veces se sentía
enfermo. Miró al otro. La sonrisa del hombre era desagradable. La blanca cara
del viejo, con restos de una antigua magnificencia, se mostraba serena,
preocupada al mismo tiempo, como un dios encarnado que los estuviese vigilando.
Y más allá, el cielo gris se había llenado
de destellos rojos.
*
Al caer la noche del quinto día, quedaba
una sola mujer a bordo. Zaid escuchó, por encima del opaco rumor del agua
espesa, su llanto de pesar hundido en el silencio de las antorchas y las balsas
que los acompañaban. Vio el movimiento y oyó el gemidos de los hombres durante
casi toda la noche sobre la sombra de la mujer recostada con las piernas
abiertas.
Cuando amaneció, ella ya no se movía.
Desde la blancura de los muslos brotaba olor a sangre. Tenía un brazo
balanceándose sobre la superficie del agua. Unos débiles gritos llegaban de la
costa oculta en la bruma, el chillido de los gavilanes sobrevolaba el río.
Los hombres se levantaron y arrojaron el
cuerpo de la mujer. El sordo chapoteo de las aguas revueltas se extinguió con
rapidez. Habían quedado cinco hombres además del anciano y el niño. Pero ellos
dos sobrevivían, tal vez, por gracia de los otros, porque fue eso lo que él
pensó al ver los bultos cubiertos por las telas que envolvían a los bebés.
El hombre le habló.
-¿Dónde está tu abuelo?
-Se quedó con mi padre en la playa.
-Yo lo conocí, hace mucho tiempo. Mi padre
y él cazaron juntos muchas veces. Pero tu abuelo lo traicionó un día al dejarlo
abandonado en el bosque, delante de la bestia que le arrancó un pie.
Desde el volcán se oyó un nuevo estallido.
Bandadas de pájaros levantaron vuelo desde los árboles y unos gritos se
confundieron con las voces de los hombres que rezaban. El hombre miró hacia la
orilla por un momento, y luego continuó hablando.
-El viejo Zor desobedeció la Ley. Pasó su edad y se
quiso quedar entre el pueblo. Su comida se la quita a los niños...
-Mi abuelo aún caza su propio alimento- le
dijo Zaid.
-Pero esas presas deberían ser nuestras.
Deshonró a tu familia. Tu padre pudo haber sido el más respetado por su
destreza, y ahora todos lo rechazan. Los nietos de Zor deben ser nuestros
esclavos. Así lo ordenó el Gran Brujo.
Quizá sus padres, se dijo Zaid, al
mantenerse apartados, habían evitado a él y a su hermano los sufrimientos de
ese mandato. Pero ya no parecía haber excusa para más tolerancia. Como si la
montaña hubiese ordenado castigar a la familia de Zor al estallar.
El viejo estaba escuchando. Tenía el pelo
largo cubriendo la mitad de su cara, y el polvo formaba una espesa capa sobre
sus hombros. Bebía ahora un sorbo de agua de una vasija que luego escondió bajo
las piernas. Zaid no entendía por qué los demás no se la reclamaban.
En la noche, los hombres abrieron las
bolsas. Las fueron desenvolviendo con prolijidad, como si se cuidasen de no
romper el contenido. Las moscas salieron por la abertura, y Zaid alcanzó a ver
los cadáveres encogidos por el calor, despidiendo olor a sangre, a sal y
cabellos quemados. Los hombres los cortaron con cuchillos y los repartieron
entre ellos.
Él iba a ser el próximo, se dijo.
Pero el volcán habló de nuevo. Lo que
quedaba de la cima se había partido en dos y las rocas caían por las laderas.
Los gritos del pueblo volvieron a reanimarse y los pasos fueron creciendo hacia
el río. La gente comenzó a aparecer en la playa desde el bosque en llamas. Los
que alcanzaron la orilla trataron de nadar hacia las balsas. Pero los que
remaban los rechazaron con los remos. La corriente los arrastró.
Zaid entonces vio que la muerte era una
presencia capaz de palparse, que hasta podría haberle hecho un gesto para
llamarla, como a un animal domesticado. Estaba en el aire con la forma del humo
negro y la ceniza blanca, con la figura de la sombra de las rocas.
Los hombres de la balsa se recostaron
cuando ya no hubo más intrusos que intentaran subir. Quizá ahora pudiesen
descansar. La gente seguía gritando desde la playa, mientras el volcán brillaba
con cada bramido.
Debía ser la mitad de la noche cuando
Zaid descubrió el brillo de la lava descendiendo hacia el río. El crujido de
los árboles y el entrechocar de las piedras se fue acrecentando hasta
convertirse en un rugido que parecía hacer el caer de los cielos. La tierra
estaba gritando como si las almas de los muertos cabalgaran sobre el fuego
líquido. Hacía tanto calor, que los hombres en la balsa deliraban sin
despertar. Cuando el jefe despertó sobresaltado, enseguida lo hicieron los
otros y vieron la ola de fuego que avanzaba. Jadearon por el humo y el calor
aferrados a los bordes de la balsa. Sintieron el temblor y el movimiento de las
aguas desplazadas. El río había comenzado a elevarse cubierto de una masa
espesa de polvo amarillos, y el humo surgía del agua cuando la lava inundaba el
cauce. Entonces una ola más alta que los árboles comenzó a acercarse hacia
ellos. Algunos se tiraron, otros permanecieron quietos. El viejo se quedó
sentado y atado con una cuerda, dejando que la balsa lo sacudiese. Sólo
parpadeaba más de lo habitual, y sus ojos claros centellearon como dos puntos
celestes en la noche, dos cielos calmos.
Zaid se cubrió la cabeza y esperó. Se
sintió golpeado por agua, ramas y cuerpos. Pero la ola los había levantado en
lugar de derribarlos, y los balanceó como una hoja. Los troncos arrastrados la
golpearon contra las rocas, rodeados de los cadáveres que habían reflotado.
Luego abrió los ojos al mismo tiempo que la balsa volvía a descender, y las
olas volvieron a formarse más bajas esta vez. Ellos resistieron atados a los
maderos, pero la balsa se fue quebrando con los golpes.
Durante el resto de la noche se
mantuvieron a flote, hasta que la misma masa de agua que antes casi los había
hundido, los fue arrastrando río abajo antes del amanecer.
-El dios iracundo nos aparta con un gesto
de misericordia-dijo uno de los hombres, mientras miraban las ramas puntiagudas
clavadas en el piso de la balsa, reforzando la estructura y levantándose de los
maderos como mástiles.
En la líquida quietud de la noche, mientras
las llamas hacían desaparecer la tierra que dejaban atrás, tiraron los
cadáveres que el agua había lanzado sobre ellos.
*
En el cielo nublado, un
pájaro sucio cruzó el río. Pareció mirarlos por un momento, y se fue perdiendo
de vista entre los árboles del bosque de la otra orilla.
El nuevo cauce corría a través de un
cañaveral, y ellos habían encallado en una playa rodeada de riscos. A lo lejos,
aguas abajo, vieron las hogueras de los que habían logrado escapar.
Despertaron muy entrada la mañana, con los
cuerpos doloridos. Al mediodía el hombre le ordenó a Zaid:
-Ve a cazar.
Pero Zaid no se movió.
-¡Ve a cazar!- repitió.
-¿No va a acompañarme?
-Soy yo el que ordena y pregunta, nieto de
Zor el Traidor.
Entonces el niño se puso
en camino hacia el bosque, con una estaca a la que había sacado filo. Comenzó a
subir un largo desfiladero, hasta los primeros árboles del bosque. Miró hacia
la punta de los árboles, ni siquiera alcanzaba ver el cielo entre el follaje. Sólo
se filtraba una luz tenue, manchas blancas cruzadas por las ramas y los otros
troncos. El suelo estaba cubierto de ramas y troncos. Unas pocas aves chillaban
cuando él pasaba cerca. Se puso a caminar con pasos perdidos. Se sentó a
descansar en un claro, apoyó la frente en las manos, y pensó.
Iba de cacería, pero cómo hacerlo sin
experiencia, se preguntaba. Su padre no había podido enseñarle todo lo
necesario. Recordó cuando Tol le había hablado de ir a cazar juntos.
-Será el día en que tengas la altura de mi
pecho- le había dicho, y luego señaló el sexo del niño.
Para Zaid serían dos comienzos: el de la
primera cacería, y la noche en que conocería a la primera mujer. Pero nada de
esto sucedió, el volcán se había inerpuesto para vengar el desafío de su
abuelo.
El viejo tiene la culpa.
Lo único que halló y pudo atrapar fueron
tortugas y perdices. Encontró aves muertas y también las puso en la bolsa.
Cualquier cosa servía, porque no olvidaba a los niños de la balsa. Regresó con
la insistente idea de huir.
Pero la desobediencia me ata al pueblo. Sombras unidas con fuerza.
Líneas de brazos y hombros que terminan en el cuerpo de Reynod, tan grande, que
ya no es un hombre sino un monstruo con la figura de los dioses.
El hombre revisó la bolsa cuando él
regresó. Su rostro no mostraba conformidad, pero no se lo recriminó. Se
pusieron a trozar la carne, mientras el anciano permanecía siempre callado.
-Enciende una fogata para espantar a los
animales. Están tan hambrientos que saldrán del bosque para atacarnos.
Zaid juntó unas ramas y raspó una roca con
otra para encender el fuego. Miraba al hombre con furia mal disimulada.
-Esos ojos son los de tu abuelo-lo oyó
decir - rebeldes y desobedientes. Todos ustedes llevan la misma maldición en la
sangre. Voy a contarte la historia de mi padre, para que entiendas que tu
esclavitud es razonable y perdonada por los dioses. Lo llamaban Markus de los
Ojos Claros...
Le habló de cuando fue abandonado en el
bosque por Zor. Varios soles después, lo habían hallado desangrado y con un pie
convertido en una masa de carne muerta cubierta de hormigas. Las aves de rapiña
habían formado un círculo alrededor, pendientes a que él dejase de arrojarles
guijarros y finalmente se durmiese. Cuando los hombres del pueblo llegaron a
rescatarlo, una nube de moscas se levantó de la pierna carcomida.
-Pero él sobrevivió, con un pie cortado. Y
en lugar de dejar que mis hermanos mayores fueran de cacería, quiso seguir
haciéndolo él mismo, y me obligó a ayudarlo. Así me convertí en su nueva
pierna. Cada noche le rogaba a los dioses que le devolvieran la salud a mi
padre, porque yo no quería ser el apoyo sobre el que ponía el muñón para
arrojar su lanza. La mayoría de las veces fallaba, y un llanto horrible lo
estremecía, y ese temblor lo sentía en mi espalda. Yo también lloraba, porque
odiaba a Zor, y odiaba también a mi
padre por ser nada más que un hombre inútil. Pero no fueron los dioses quienes
me respondieron, sino la hechicera. Ella le dio un nuevo pie. Mi padre se
levantó una mañana caminando orgulloso, pero a la noche siguiente la pierna
había empezado a llenarse de gusanos. Le dio el pie de un muerto, y cada dos o
tres días una nueva pierna renacía para convertirse en podredumbre poco
después. Todavía me pregunto por qué la vieja castigaba a mi padre cuando Zor
era el culpable de todo.
Suspiró profundamente, atizó el fuego y
continuó hablando.
-Al principio se cortaba él mismo. Después
de mucho tiempo, por haberlo aprendido mirando, un día le pregunté: ¿Puedo
hacerlo? Me miró con compasión y dolor, con extrema pesadumbre, pero era una
mirada llena de belleza. Ni los dioses tienen esos ojos.
El hombre se frotó las manos frente a las
llamas. Era casi de noche, la ceniza continuaba cayendo como copos de nieve
seca.
-Fui yo quien le cortó desde entonces cada
nuevo pie, con el cuchillo de hueso que él mismo había moldeado. No podíamos
saber cuándo iba a detenerse esa maldición. Me dijo que iba a resistir, que ni
siquiera la obstinada crueldad de la hechicera podía ser tan duradera. Pasó el
tiempo, y nuestro rito de la pierna cortada y arrojada al río se hizo una
costumbre que había casi dejado de molestarme. Pero un día mi padre y yo fuimos
a ver al brujo. Él le dio un cuchillo, y después de utilizarlo dos veces, una
mañana ya no surgió otra pierna nueva. El muñón estaba seco y sin olor, y ambos
extrañamos el no tener que usar el filo del cuchillo nuevamente. Lo enterramos,
y nunca más volvimos a buscarlo. Pero a esa hora del anochecer en que
acostumbraba a cortar la pierna, nos quedábamos callados, mirando el fuego
hasta que se hacía la hora de acostarnos.
Durante un rato no volvieron a hablarse.
Tampoco se miraban.
-¿Dónde está él ahora?- preguntó Zaid
después.
El otro lo miró sorprendido al principio,
luego le respondió con indiferencia.
-Si no ves lo que está delante de tus
ojos, no soy yo quien va a decírtelo.
Creyó no haber entendido. Pero al recorrer
con la vista los objetos que lo rodeaban, se topó con el anciano, y supo que
aquel era Markus. No quiso saber más por esa noche. Pensar en su familia ahora
lo hacía sufrir. Miró al hombre que tenía la vista en el cielo, bajo el peso
negro de la noche. Zaid lo contempló por un rato como si pudiese ver en su cara
la verdad, pero el cansancio de los últimos días le trajo el sueño.
*
Cuando despertó en la
mañana, alguien lo había volteado boca abajo. Tenía la cara contra el suelo y
la garganta se le había llenado de tierra y arena. Pero sobre todo sentía un
dolor punzante que lo estaba hiriendo. Creía estar todavía bajo la fuerza del
mundo de los sueños, tal vez el espíritu vengativo de la montaña lo utilizaba
como parte del castigo.
Pero sintió las manos frías que lo
tocaban, y él gritó como si le clavaran una estaca en los huesos. Así llamó él
a lo que le estaba sucediendo. De esa manera lo pensó, porque la otra forma, el
verdadero nombre no era sólo imposible de aceptar, sino también de imaginarlo.
Pensó en su padre, en lo que Tol diría si viese lo que le estaban haciendo, y
Zaid sufrió por la vergüenza, no únicamente por el dolor.
Reconoció el olor y el peso balanceándose
detrás, el aliento acre del jadeo y la suciedad de la barba rozándole el
cuello. La repetida penetración lo hizo imaginar su cuerpo como una vasija en
la que el otro escupía sus órganos. Su propio pecho se hinchaba con la
presencia del extraño, y de su boca salió lo que había comido la noche
anterior. Los gritos del hombre a sus espaldas se convirtieron luego en gemidos.
Cuando el otro finalmente se apartó, se
dejó caer a su lado, boca arriba y aún agitado el pecho, ensombrecido por las
nubes del cielo pálido. Todavía gemía con roncos resoplidos de la garganta
cansada. Sudaba, y no había intentado todavía cubrirse. Se veía satisfecho, con
una expresión de plenitud y laxo descanso en el rostro.
Y Zaid supo que desde ese momento él se
había convertido en una mujer como la de algunas noches antes en la balsa, en
un objeto de satisfacción. Entonces su lucidez fue despertando de la bruma en
la que sus ojos habían entrado, y sus lágrimas habrían sido envidia del río.
la iniciación
alterada invertida el merecedor del dolor no es esto lo que mi padre dijo que
iba a sucederme no es esto
Los pensamientos llegaban y se iban
demasiado rápido, dejando un resto de dolor. El mundo tal como lo conocía había
desaparecido. Y ahora habitaba un cuerpo nuevo, rasgado. Pero la memoria aún
permanecía en el otro: el diáfano cuerpo del niño que había sido.
El
hombre se ríe. Sus manos se mueven sobre el pecho, los dedos siguen una música
que sólo el escucha. El ritmo que usó sobre mi cuerpo abriendo senderos
ríspidos que antes no estaban. Creador de la nueva especie que me habita.
Matriz
de esclavo.
Eso oyó decir, o por lo menos lo imaginó.
Pero de dónde pudo haberlo imaginado, se decía.
Matriz
de esclavo... matriz... matriz...
Repetía la voz a su
alrededor.
-Matriz de esclavo...-dijo esta vez
claramente la voz del hombre.
Más allá estaba el viejo, que había visto
y escuchado todo sin moverse. Zaid estiró un brazo hacia él, pero no pudo
levantarse, las piernas le dolían. Estuvo seguro por un tiempo que nunca lo
haría, que iba a permanecer allí el resto de su vida, con la boca contra el
piso y viendo pasar el mundo a sus espaldas.
Matriz
de esclavo.
La profunda voz ahora era una letanía
resonando en su cabeza, porque el hombre se había dormido. Recordó las pocas
leyes que su padre había alcanzado a enseñarle, cuando lo obligaba a recitarlas
cada noche, preparándose para la cacería que nunca realizarían juntos. Pensó en
aquella ley que hablaba de la indefensión de las víctimas.
Darles
la oportunidad de defenderse. Sorprenderlas con la astucia, no con trampas.
El tiempo pasó, y el hombre continuaba
dormido. La espera se le hizo más desesperante que el recuerdo. Habría deseado
dejar que las palabras aprendidas se perdiesen junto al honor. Estaban
impregnadas de tanta blancura, que eran casi imposibles de repetir.
Algo tenía que hacer, su cuerpo se lo
pedía. Iba a cambiar las cosas, era necesario darse vuelta y modificar esa
postura. Pero sobre todo, abolir la voz de la memoria. Y vio muy cerca la
estaca que había llevado al bosque para cazar.
Hizo el intento de moverse, fue
desplazando con lentitud cada uno de sus huesos pesados y dolidos. El viejo lo
miraba hacer aquel esfuerzo, sin delatarlo.
Zaid alcanzó la estaca y se levantó
despacio. Los muslos lastimados le sangraban, y la espalda se fue despertando
de a poco. Dio dos pasos hacia el cuerpo dormido del hombre.
-¿Cómo se llama él?- le preguntó al
anciano en un murmullo, porque no quería que despertase.
En los ojos claros del viejo descubrió un
brillo, una capa transparente de frialdad.
-No puedo decirlo- contestó. -Si pronuncio
su nombre, algo me hará levantarme y detenerte.
-Entonces calle- le dijo Zaid. Su voz
tenía ya el tono de un hombre. Levantó la estaca hasta por encima de su cabeza.
Miró al cielo, a sus manos que sostenían el arma bajo la tenue claridad de las
nubes grises. Cerró los ojos y pensó en su padre. Entonces se detuvo por un
momento. Luego murmuró algo que el viejo no entendió, y sólo volvió a abrirlos
al bajar la estaca con toda la fuerza de la que era capaz, contra el pecho del
hombre.
Vio un estertor y un
espasmo de ojos abiertos. El rictus estático del espanto. Las manos se agitaron
por un largo tiempo, y el temblor fue decreciendo lentamente. El vello del
cuerpo se erizó y los rubores pronto tomaron el matiz de la vegetación seca.
Las piernas se movieron defendiéndose de la nada, de una estaca clavada en otra
parte y en otro cuerpo, regiones separadas para siempre de lo que una vez había
sido un solo hombre.
Zaid era ya más sabio. Miró al anciano y
éste se estremeció con un gesto involuntario por primera vez desde que lo había
conocido. Luego el viejo sacó las piernas que habían permanecido envueltas bajo
una manta durante todo el viaje, se levantó y caminó arrastrando una pierna
hasta su hijo.
Entonces Zaid sintió derrumbarse la débil
esperanza de que el relato del hombre fuese un engaño, y la culpa de su abuelo
no existiese. El cuerpo de Markus, toda su desamparada y endeble figura,
mostraba la evidencia.
El viejo tenía un solo pie.
Sila miró por última vez
atrás, pero Tol y Zaid ya habían desaparecido entre los demás. Ella volvió a
mirar a su alrededor, pensando en el grupo de niños que había cuidado hasta
entonces, pero muchos estaban perdidos o sus padres se los habían llevado. Por
qué, se preguntaba, debía ella sentirse responsable con aquellos que la
rechazaban como a un miembro enfermo del mismo cuerpo que era el pueblo. Se
había encargado de darles comida, de evitar que huyeran o se perdiesen en los
caminos mientras migraban. Incluso a veces los amamantaba en la misma época que
había tenido a sus propios hijos, o sino les daba leche de las cabras de
crianza, que también debía arriar, porque las otras mujeres se desligaban de
ese trabajo si Sila estaba con ellas. Pero todo eso ahora le parecía un sueño
frente a lo que estaba viendo: piedras de fuego cayendo sobre hombres y
mujeres. Añoraba la choza que ella y Tol habían construido esperando quedarse
allí para siempre.
-Cuando no es el
brujo quien decide, son los dioses-murmuró.
Pero su hijo Sigur
no la había oído. El niño lloraba aferrado a su mano, corriendo con ella y
tropezando. Entonces ella lo cargó en sus hombros y tuvo un estremecimiento de
dolor en la espalda. Nunca se había recuperado de esa dolencia desde que había
dado a luz al niño, ya casi tan grande como su hermano aunque fuese menor.
La
gente pasaba de largo a su lado, algunos caían y se agarraban a sus piernas.
Sila se desprendía y continuaba corriendo. Necesitaba ver al brujo, se dijo.
Tol era miembro de una antigua familia, y ella, su mujer, tenía que ser
respetada a pesar del infortunio que el viejo Zor había hecho caer sobre ellos.
No alcanzaba a distinguir más el río
entre la gente y la bruma de humo y ceniza. Tuvo que bajar a Sigur nuevamente, pero el niño
tropezaba cada pocos pasos y se hundía en el barro. Tenía las rodillas
lastimadas y la espalda herida. Su hijo comenzó a llorar recién
entonces, abrazándose a su madre. Volvió a cargarlo y las lágrimas refrescaron
la piel de Sila. Ella se quitó la túnica de hilo y continuó desnuda bajo el
cuerpo de su hijo. Pensó en el agua aliviadora, y el pensamiento fue tan
acogedor como si se hubiese sumergido en un lago.
El camino estaba lleno de pozos con
ceniza. Había cuerpos con brazos y piernas abiertos, como si simplemente
descansaran, con esa ingenuidad con que a veces la muerte recubre a los
hombres.
Pero en los muertos no hay inocencia, le
había dicho su padre. Al mirarlos, uno se da cuenta que ellos ya lo saben todo,
por eso el silencio y los ojos cerrados. Sintió que la garganta, seca e
irritada por el humo, se le llenaba de sangre, y escupió saliva oscura. El niño
se había adormecido sobre su pecho, pero también tosía.
-Tranquilo, hijo- le decía al oído, apenas
palmeándole la espalda herida. Decidió caminar más despacio para descansar, y
comenzó a contarle la leyenda de una región lejana donde el mundo era de agua,
una extensión sin límites que llamaban mar.
Pero aunque el murmullo de su voz había conseguido tranquilizarlo, se quebró
con la fatiga. Las rodillas de Sila cayeron en el barro y se puso a llorar.
Miró alrededor en busca de ayuda.
Un hombre yacía inmóvil. Una mujer
jadeaba, y la estaba mirando sin pestañear. Muchos seguían pasando y le decían
algo que ella no comprendía. En todas las miradas había un brillo artificioso,
engañador. Como el reflejo del mediodía sobre los ojos abiertos de un muerto.
Nadie la reconoció, tampoco. Su piel antes
tan oscura y bronceada por el sol, estaba rasgada y cubierta por una máscara
blanca. Necesitaba la protección del brujo, la tragedia era más grande que el
conflicto con Zor, y ella sabía que eso los uniría al pueblo otra vez.
Los cuervos se acercaban y volaban muy
bajo. Al mirar arriba los ojos se le llenaban de humo, y debía restregarse
incesantemente.
-¡Fuera! ¡Fuera!- gritó, apretando al
niño, pero los cuervos no quisieron abandonarla.
Cerca del atardecer, todo era una gran
masa gris en la que se vislumbraban figuras sin contorno. Escuchó de pronto el
sonido del agua revuelta y comenzó a correr. La lluvia de polvo se iba haciendo
menos densa cerca del río. Vio a las mujeres que se zambullían, a los niños que
ya no lloraban. Pero casi en la orilla el cuerpo de Sigur se le hizo
imperceptible, y tuvo la fugaz sensación de llevar entre sus brazos la sombra
de algo que una vez había sido un niño. Una ausencia, se dijo, el vacío exacto
del cuerpo.
Pero nada de esto iba a preocuparla ahora.
Se zambulló y Sigur despertó exaltado,
pataleando y llorando.
La gente saltaba y se veía aliviada como
si esa tarde fuese tan eterna como el alma de los dioses, y el agua una
extensión de sus manos piadosas. Pero Sila, igual que la madre de Tol, cuyos
recuerdos él le había contado muchas veces, no confiaba realmente en los
creadores.
Su
voluntad es maliciosa, no harán lo que les pides, y jamás sabrás lo que ellos
quieren, solía decir.
La mujer
había muerto cuando Tol era aún muy pequeño, pero a través de la memoria de su
hijo, Sila había aprendido lo que diferenciaba a esa familia a la que decidió
unirse. Ese rasgo de impotencia en el creer, que los hacía dudar de todo y de
todos, excepto de su propia familia.
Pero los demás ya no la miraban con
particular encono. Nadie en realidad prestaba demasiada atención a los otros.
Primero fue el alivio acariciador del agua calmando las llagas, recién después
vendría la lucidez recuperada. Y entre el chapoteo del agua y las voces de los
niños, aún antes de reconocer su propia voz pidiendo ayuda, vio al brujo en la
playa opuesta.
Las pequeñas olas
lamían la arena cubierta de barro, llegaba hasta los heridos, que recogían el
agua y la volcaban en sus caras. La figura esbelta de Reynod se destacaba entre
los demás, alta, de movimientos severos, seguro siempre de sí mismo. Los
ayudantes lo acompañaban mientras él ponía su ungüento curativo sobre los
enfermos.
Su imagen era un
consuelo, era la fuerza que Sila había buscado, y sólo le quedaba alcanzar una
balsa que la llevase hasta él. Un grupo de hombres las estaban construyendo río
arriba. Volvió a la orilla y caminó hasta allí. Los troncos estaban todavía
tibios y despedían astillas de carbón cuando los hombres los partían con las
hachas. Muchos peleaban por subir a las balsas, pero ella se escurrió entre
ellos abriéndose paso y luchando con los codos. Se sentó en medio de un grupo
de mujeres, y fue entonces cuando reconoció los nudos que había visto hacer a
Tol alguna vez. Contemplando a los constructores a medida que se alejaba en la
balsa, pensó en su esposo. Recordó las tardes en que Tol construía cosas para
ella, sentado de rodillas junto a los niños. La barba castaña y espesa, la
mirada de ojos oscuros fija sobre las tablas moldeadas por sus herramientas.
Los hombres
seguían atareados en el trabajo de anudar los troncos con sogas de cuero o de
junco trenzadas. Intentó reconocer a su esposo en aquel grupo, pero le fue
imposible. Otras balsas a la deriva le obstruyeron la vista, llenas de niños y
mujeres que los amamantaban para mantenerlos callados. Creyó escuchar una voz
familiar desde una de ellas.
-¡Padre!
La voz de Zaid. Sila levantó la vista
buscando el origen de la voz, pero quizá, pensó, sólo la había imaginado.
Al llegar a la playa opuesta, se mezcló
con la multitud que gemía y rezaba en diferentes grupos a lo largo de la playa.
Ella alzó los hombros para avanzar sin miedo, había visto que la miraban y la
reconocían. Su cabello largo, oscuro y rizado bailaba sobre la espalda. Sigur
caminaba a su lado de la mano. Ella lucía casi arrogante en su marcha. Las
otras mujeres comenzaron a murmurar, y le abrieron paso a medida que avanzaba.
-Es la mujer de Tol- decían, con una mueca
de desdén en los labios, pero luego bajaron la mirada cuando ella pasó a su
lado. Esa imagen de madre e hijo caminando juntos y sin detenerse, como
dispuestos ambos a desafiarlos aún con sus cuerpos débiles, los inquietaba.
Sila se detuvo detrás del brujo, y ante
el silencio que todos hicieron al verla, Reynod se dio vuelta. Nadie supo
adivinar si fue sorpresa o furia lo que expresaba su rostro. La pintura ritual
era uniforme, una máscara de líneas rectas que cruzaban la cara desde la frente
hasta la boca, rayas negras representando a la muerte, la escisión, la fisura
en la cara de los hombres.
La
cara es el alma dividida en regiones, una zona del mundo separada por ríos
llevando el agua que muere desde las montañas hasta el mar sin nombre, la masa
de cielo líquido que recibe las almas de los moribundos. Allí también hay
estrellas que nunca alcanza el mar, pero
los peces plateados a la luz de la luna son estrellas precoces hacia la
nada.
Las palabras que Reynod pronunciaba al
comienzo de cada rito funerario eran piadosas en comparación con las que ahora
insistía en proclamar. La voz del volcán parecía utilizarlo como mensajero.
-¡Toda la familia de Zor se ha propuesto
destruirnos, y no cesan en su rebeldía!- gritó.
Sila se puso de rodillas, asustada.
-Vengo a rogarle humildemente por ayuda,
sólo eso- dijo ella, enlazando las manos y apoyándolas sobre los pies del
brujo.
-¡La humildad no existe en tu sangre ni en
tus ancestros, ni tendrá jamás lugar en tu descendencia! ¡La rebeldía nos llevó
al castigo de los Dioses!
Reynod agarró la cornetilla de madera y
emitió un corto, estridente sonido de furor. Después se abrió la túnica dejando
ver el pecho lampiño, sacó un estilete y lo apoyó sobre la cabeza de Sila. El
brillo del instrumento provocó un extenso reflejo hasta más allá de lo que
podía alcanzar a verse en ese atardecer. Un murmullo nació de la multitud. El
pueblo conocía la historia del estilete. El brujo les había relatado muchas
veces cómo, cuando era muy joven en su viaje de purificación a la altas
montañas del Sur, había hallado aquel fragmento en la nieve.
Decidí hacerme un lecho para descansar.
Excavé la tierra, y al ver huesos humanos los fui sacando y poniendo a un lado.
Cada uno me llevó a otro un poco más profundo cada vez, hasta que llegó la
noche, y seguían apareciendo más huesos. Yo los palpaba en la oscuridad por sus
bordes y luego tiraba de ellos para librarlos de su encierro. Cuando amaneció,
el pozo era tan profundo que me encontré sumergido hasta por encima de mi
cabeza, con una pequeña montaña de huesos dispuestos a caerse del borde de la
fosa y enterrarme. Pero no pude evitar seguir buscando.
Durante toda la mañana continuaron
surgiendo huesos, pero entonces descubrí un brillo cegador, un punto blanco y
punzante tan ardiente como un puñal en los ojos. Algo parecido a un sol enterrado
en la montaña. Me cubrí la cara con una mano, mientras con la otra tanteaba
entre la nieve y los huesos, cuando de pronto algo me cortó la piel. Mi mano sangraba, pero no me importó en ese
momento. Logré tocar los extremos del objeto, y tiré. Entonces el estilete
brilló en mis manos, aún más refulgente a pleno sol
Lo levanté
a distancia de mis ojos, tratando de ubicar una posición en que no
brillara tanto. Fue entonces cuando vi
una imagen radiante sobre una de las caras. La única figura, la sola
imagen posible acorde con las voces que me hablan. El origen del estilete es el
mismo con el que fueron hechos los Dioses.
Luego me postré en la nieve y extendí los
brazos al cielo. Me puse a rezar poniendo el estilete sobre una roca. Y las
voces me ayudaron, porque supe lo que debía hacer. Volví a levantarme y trepé
el muro de tierra hasta el montón de huesos. Clavé el estilete en ellos y los
huesos se quebraron con más delicadeza que con el hacha de piedra o una maza.
Son los dedos de los Dioses, me dije, son sus uñas las que cortan el material
con que están hechos los hombres. Es el instrumento de la obediencia y el
castigo.
Todos
estuvieron, entonces, irremediablemente seguros que el brillo iba otra vez a
alumbrar el gris día de la catástrofe, y se taparon los ojos.
Sila sabía que un corte con el estilete en
su cuero cabelludo significaba más que el signo inconfundible de los esclavos,
era la muerte. Y su movimiento fue una reacción que no existía en los sumisos,
en los de estrecha mente que habían nacido para servir a otros. Retiró la
cabeza, y un grito de asombro surgió a su alrededor.
-¡Oh, ustedes los rebeldes! ¡Están para
siempre castigados!-dijo el brujo. Y mientras proclamaba una vez más la
maldición para la familia de Zor, miró a Sigur. Fue esta mirada la que hizo
nacer algo más preciso que el miedo en el espíritu de Sila. Nada de lo ocurrido
resultaba importante comparado con esos ojos, ni siquiera las huellas de los
sufrimientos. Lo terrible era la total certeza, la atroz premonición de que el
niño estaba en peligro de muerte. Levantó a su hijo y corrió. Escuchó los pasos
que la perseguían sobre hojas y barro. Aunque se sabía vencida, sintió que el
cuerpo del niño formaba parte suya nuevamente.
Pero los hombres eran más fuertes, sus
piernas más largas y rápidas, y la distancia se fue acortando. Sin duda la
habrían alcanzado si la imagen de la hechicera no hubiese aparecido de pronto
frente a ella. La anciana, según decían, era capaz de desplazarse por los aires
con la misma facilidad que por la tierra.
Se había aparecido a su lado, con una mano
en alto hacia los cazadores. Después una negra palabra, con un sonido parecido
al crepitar del fuego y al masticar de los gusanos, salió de los labios de la
vieja. Los pasos de los cazadores desaparecieron, y no dejaron rastros de que
alguna vez hubiesen pasado por esas tierras.
La hechicera parecía un espantapájaros con
un brazo alzado. Los ojos oscuros y su centro giraban con serenidad y exentos
de la preocupación del tiempo. La edad o la muerte no actuaban en su cuerpo.
La historia
de la hechicera ya era una leyenda cuando los ancestros de Sila vivían. Algunos
decían haberla visto volar sobre nubes de humo, surgiendo de las fogatas para
tomar múltiples formas. Otros la vieron trasladarse sobre el agua y los árboles
sobre un par de serpientes que la llevaban hasta las cuevas de los Montes
Perdidos, donde ella tenía su morada.
Nunca nadie supo de dónde había llegado,
ni cómo creaba las extrañas luces del cielo nocturno en las épocas de los
festivales que conmemoraban los orígenes del pueblo. En las cuevas hacían sus
reuniones ella y sus aprendices, viejas de más de cien años que nadie nunca vio
llegar ni alejarse por los senderos que era necesario atravesar para alcanzar
las cuevas. Quizá bajaban del cielo, decían muchos, o surgían de la tierra, o
se transformaban en animales.
Era alta, y como Sila nunca antes la
había visto tan cerca, le asombró su vestimenta. Una túnica de colores
violentos la cubría desde los hombros, cosida con telas rasgadas de otras
vestiduras aún más antiguas. A veces, en el vestido podían distinguirse figuras
que mutaban de forma según la luz o la distancia desde la que se las observara.
El cabello centelleaba con el reflejo del sol entre las nubes de polvo, era
gris pero brillaba como la ceniza entre las brazas. El humo formaba un matiz
opaco sobre su piel, que sin embargo resplandecía llena de manchas rojas. Era
joven a veces, y extremadamente añosa un rato después; era ambas cosas al mismo
tiempo, ninguna en otras ocasiones.
Sila se arrodilló en una reverencia para
besarle los pies. Sigur lloraba y tosía.
-¿No ves que tu hijo te necesita?- dijo la
vieja.
Sila temió su ira y se secó los ojos, se
sentó en una roca y arrulló al niño. Ni el rumor del viento, ni el ruido de los
hombres llegaba ahora al bosque solitario en el que ellas se habían refugiado.
-Recuerdo cuando la madre de Tol vino a
verme, hace mucho tiempo... - empezó a contar la hechicera, su rostro había
tomado una expresión más gentil- ... preocupada por la elección de jefe de
tribu en la que Zor iba a participar. Tenía un presentimiento del que nunca se
había atrevido a hablar a su esposo. Ella pensaba que el gran remordimiento de
alguien muy cercano haría que su hombres fracasase. Una cosa imprecisa, ya lo
ves, pero que iba a revelarse quizá en esa ocasión. Por favor, Sabia
Conocedora, necesito saber, me rogó. Apoyé una mano en su frente, y la
respuesta estuvo ahí, entre mis dedos, una figura que también se formó en las
nubes. Pero estoy segura que jamás me comprendió.
Sila la miró con ojos implorantes, y la
anciana se dio cuenta de la pregunta que quería hacerle.
-No lo sé, ni lo
preguntes. Dónde están, no es mi deber saberlo a menos que ellos pidan mi
ayuda. Tu esposo estuvo conmigo en busca de un brebaje para su padre. Ambos
nacieron para ser renovadores de su pueblo. Lo mismo que tu hijo Sigur, el más
pequeño, pero el heredero elegido. Es lo único que puedo decirte.
Entonces una
sombra oscureció su cara y una sentencia de silencio cerró su boca. La
hechicera parecía una piedra sentada sobre otra piedra. Tal vez ni siquiera estaba allí, pensó Sila,
o sus palabras hubiesen sido pronunciadas. Creyó haber soñado, pero ella se
sabía despierta. Después se acostó sobre unas matas, con el niño hijo sobre el
pecho.
¿Adónde
huir... cómo protegerlo del sacrificio?
La desobediencia es una flor que nace entre
las plantas, los cuerpos de mi familia.
La anciana se levantó y la tomó de una
mano. Caminaron juntas para salir del bosque, no hallaron a nadie en los
alrededores.
-Vas
a dormir. Cuando despiertes, te señalaré el camino.
Sigur estaba recostado otra vez junto a su
madre. Los insectos comenzaron a revolotear sobre las heridas del niño. Ella
los espantaba, pero el movimiento de su mano se hizo torpe, luego débil,
mientras sus párpados se iban cerrando, hasta que por fin se durmió.
Las hormigas se subieron a sus cuerpos.
La
hechicera preparó el altar y removió la tierra con los pies. Entró de nuevo al
bosque y volvió arrastrando con una mano los cadáveres de doce venados. Juntó
ramas verdes de los árboles jóvenes y
las puso sobre los animales.
En el fondo del bosque, en su centro,
había silencio. La vieja miró hacia allí, y el fuego se encendió a su lado. El
olor de las ramas frescas, se sumó al aroma de los cadáveres. Huesos y carne
quemada. Crepitación de ramas y esqueletos. El olor se mezcló entre las hojas
como una orden a ser obedecida sin resistencia.
El lenguaje de los cuerpos y su nueva vida
llegaba del fuego. La esencia de los muertos vivía en el humo renovador.
Sila despertó
ahogada por el humo. Vio la fogata animada por la vieja con movimientos rápidos
de sus dedos largos, descarnados y blancos. Las llamas devoraban su alimento,
sin extenderse más allá de lo que la anciana les había ordenado.
¿El
fuego puede hablar? ¿El fuego mata y crea, o son las voces de los que ha
matado?
Y las voces ahora le hablaban con los
labios de la vieja, la mano extendida hacia Sila, y un dedo señalando a su hijo
Sigur.
-Debes enterrar a tu hijo para salvarlo.
La voz se había hecho ya clara y dura como
una piedra golpeando en la frente de Sila.
-¿Enterrar?
- Enterrarlo para que no lo descubran.
-¿Matar a mi hijo?
-¡No pronuncié esa palabra! ¡No te atrevas
a poner palabras en mi boca!
El crepitar de la fogata se hizo más
intenso. El humo y el olor la ahogaban. Tapó la boca de Sigur, pero el niño
tenía los ojos enrojecidos.
-¿Cómo voy a hacerlo?
-Es tu problema. No hay mucho tiempo. Vas
a ir en busca de la región de los Árboles de los Ojos Muertos.
-¿Dónde?
-Deberás pensar. Me enfureces con tus
preguntas. Pensé que hablaba con una mujer digna de los hombres de tu familia.
Ése es tu bien, el único elemento que te redimirá, porque tus hijos ya no te
pertenecen.
Y desapareció, junto con el fuego y el
humo y el olor.
El silencio otra vez después de la última
palabra. Ni las huellas en la tierra quedaban, sólo el recuerdo de que algo
había sucedido en ese lugar. El sonido del río, el murmullo de la multitud, y
el tronar del volcán habían renacido. Hasta el aroma de la lava y los vientos
calurosos reaparecieron desde algún lejano exilio del tiempo.
Delante estaba el bosque y la desconocida
zona a la que debía llevar a Sigur.
*
Tres días más tarde, llegó a
un bosque de coníferas con ramas extrañamente torcidas. Sila sintió que los
árboles la miraban en esa tarde oscura en el centro del bosque. Sigur seguía
aferrado a su mano, temblando de frío y cansado, los párpados se le cerraban
pero se dejó llevar por su madre, tropezando con las ramas o las raíces que
sobresalían del suelo.
Encontraron animales muertos con heridas
abiertas o hilachas de carne que se había desprendido al arrancar las lanzas.
Unas crías de zorro aullaban, lamiendo de a ratos el cuerpo de la hembra
muerta. Sigur se detuvo a mirarlos, Sila creyó ver piedad en los ojos de su
hijo.
-Ya te enseñará tu padre que no deben
matarse a las hembras con crías.
Ese era el legado del cazador aprendido
de los ancestros, el más próximo de los cuales había sido el abuelo Zor, alguna
vez el hombre más respetado del pueblo. Y con ese recuerdo fresco y claro como
la hierba de aquel lejano día de sol que ahora venía a su memoria, le relató a
Sigur la ocasión en que había seguido a Tol y al viejo Zor.
-Llevaba poco tiempo de estar prometida a
tu padre. Tu abuelo y él me permitieron acompañarlos hasta la entrada del
bosque para cuidar las provisiones. Se adentraron y desaparecieron en la
penumbra con el último canto de los pájaros al final de esa tarde. Los lobos
aún estaban en silencio. Sabía que aullarían más avanzado el crepúsculo. Me
atraía tanto el bosque, que no pude resistir la idea de seguirlos a pesar de
que me estaba prohibido. Pero ya una vez había hecho lo mismo con mi padre, por
eso fui tras sus pasos.
“Veía las sombras de los cuerpos
moviéndose entre las ramas, rozándolas pero casi sin hacer ruido. Ellos apartaban
los arbustos con un brazo y con el otro sujetaban la lanza. Caminaron a orillas
del arroyo y bebieron, luego se detuvieron al mediodía a descansar bajo la
sombra de los árboles. Tol recogió algunas fresas y las compartió con su padre.
Las barbas se tiñeron de manchas moradas.
“No pronunciaron una sola palabra hasta
que reiniciaron su camino. Sus movimientos eran lentos, los brazos y piernas ni
siquiera se rozaban entre sí o con el resto del cuerpo. Eran como grandes
flores rústicas deslizándose por el bosque, moldeándose a su forma, ciñéndose a
ella como amantes que se adentrasen en su centro.
“Pero mientras trataba de no perderlos de
vista, tropecé con una roca escondida entre las hojas muertas, y me golpeé un
pie. No pude evitar el quejido que en vano traté de retener entre los labios.
Ellos me oyeron y se dieron vuelta. Tuve que escapar antes de que me viesen,
pero mientras corría, pensaba en sus miradas ansiosas cuando se voltearon. Sus
barbas espesas, canosa una y joven la otra, los labios humedecidos y las
narices dilatadas olfateando el olor de la presa.
“Me persiguieron con las lanzas en alto y
corriendo como ciervos ágiles. Dos cuerpos humanos diferenciados sólo por los
signos del tiempo. Escuché el retumbar de sus pasos sobre la hierba rastrera.
“Seguí todo el largo del único sendero que
encontré libre, los tallos y las hojas espinosas me lastimaban. Yo sabía que
iba a ser castigada si se enteraban de mi atrevimiento, y con seguridad Tol
también me rechazaría. Hasta mi piel me delataba, porque tiene el color de un
animal oscuro que se escabulle entre un follaje verde claro. Me tiré al suelo y
empecé a arrastrarme hasta el arroyo para mojarme y despistar el olfato del
viejo Zor. No alcancé siquiera a acercarme antes de sentir sus sombras a mi
espalda.
“Estaba perdida, y si no gritaba se me
iría también la vida por las heridas que mi propio amado iba a hacerme. Me
rodearon, a muy pocos pasos de los helechos en los que quise esconderme. Vi la
lanza de Tol, separando las ramas, y no tuve más alternativa que gritar. Los
pájaros huyeron en bandadas desde los árboles, las ramas sacudidas y los
aleteos se fueron apagando, alejando con lentitud.
“Pero mi llanto continuó, aún mucho
después de que la lanza se detuvo no muy lejos de mi pecho”.
Sigur la había estado mirando mientras ella hablaba. Después
sus ojos se perdieron en el sueño, y ella entonces volvió a hablarle para
evitar que se durmiese. Pero sintió que seguían observándola desde los lados
del camino de árboles. Pequeñas luces semejantes al brillo de los ojos. Los
habitantes del bosque estaban muertos. Quizá fuese el reflejo de la luz de la
luna en los ojos abiertos de los que habían perecido huyendo.
-¡Mamá!- dijo Sigur.
El niño se tiró al suelo y se negó a seguir. Sila lo cargó en
los hombros, pensando en dónde podía estar la región de los Árboles de los Ojos
Muertos. La hechicera le había asegurado que al llegar, iba a presentirlo. Pero
cuanto más tardasen, más se acercarían los cazadores del
brujo. Se miró las piernas, eran delgadas como las de un ciervo, pero fuertes.
Los muslos transmitían esa fuerza a su espalda, y el cuerpo del niño colgaba de
su cuello como un collar de huesos.
Cruzó riachos, trepó rocas y se bañó en
las cascadas. Hizo marcas sobre la corteza de los troncos, pero no eran para
ella, tal vez le sirvieran a Sigur después, si sobrevivía. En la tercera noche
después de haber entrado en ese bosque, se detuvo en una zona donde los árboles
formaban un círculo amplio. No había hierba en el medio, sólo tierra seca. La
inquietó acercarse. Si se trataba de un altar a algún dios, debía estar segura
a cuál de ellos iba a entregar a su hijo.
Se mantuvo alejada del centro, rodeándolo,
escondiéndose entre los troncos distantes unos de otros por una distancia tan
exacta que parecía deliberada. Los árboles le llamaron la atención. No eran
altos como los que había visto hasta entonces en ese bosque, sino de copas
redondas y frondosas, con hojas anchas como palmas abiertas. No pudo distinguir
el color en la penumbra, pero parecían rojas, y se quebraban al tocarlas. La
luz de la luna parpadeaba con múltiples ojos entre las hojas. Entonces supo que
había llegado al lugar designado por la hechicera, y tomó a Sigur de la mano.
Cuando estuvieron dentro del claro, se
dispusieron a esperar. El tiempo pasó y el silencio demostraba que era sólo una
noche común, una noche más. Todo lo que había vivido le pareció en ese momento
un sueño sin sentido: el estallido de la montaña, la deshonra de la familia, la
persecución de su hijo. En la calma de aquel lugar habitaba el último vestigio
de la paz, un espacio donde el tiempo tenía piedad de los hombres. El chirrido
de los grillos, el llamado de los búhos, sonaron como cantos de reconciliación.
Los murciélagos rozaron el rostro de Sila con el olor del pelo y el rocío
llevado por la brisa nocturna.
Pero entonces la tierra en la que estaban
parados comenzó a hundirse. Era tierra seca pero demasiado blanda, parecida a
la arena, y lo mismo pasaba en cada lugar en el que se paraban.
-¡Esto es lo que la Hechicera quiso
decirme!- gritó entusiasmada, mientras el niño la miraba, sorprendido.- ¡La
única forma de esconderte en el bosque!
Cuando llegasen los perseguidores, ella
señalaría la tumba mostrando lo que había sido capaz de hacer con tal de
librarlo de sus manos. Le explicó a Sigur lo que iban a hacer, pero el niño
quería dormir, nada más, y ese cansancio era el aliado adecuado. Él dormiría
hasta que ya no existiese peligro.
Sila empezó a cavar. El espacio que
necesitaba no era grande, y cuando vio la pequeña fosa a sus pies, la
estremeció un temor que sabía era necesario reprimir. Confiaba en la hechicera
tanto como las mujeres de su familia lo habían hecho siempre, como la madre de Tol
había creído con una fuerza solo parecida a su desconfianza en los dioses.
Acostó a Sigur en el fondo, el niño ya
dormía. Después ató varios tallos verdes, formando un cilindro hueco, y puso el
instrumento en la boca de su hijo. Luego le dio un beso en la frente.
Lo
beso y me asombro de su belleza, de haber sido la creadora de quien ahora debo enterrar. Vuelvo a besarlo, lo
miro una y otra vez.
Simularé que lo he matado. Pero dudo. Me
digo que no puedo hacerlo, abandonarlo. Nunca sabré si lo he salvado en
realidad.
Sé que el tiempo sigue transcurriendo en
mi contra.
No lo veré más.
Devolvió la tierra a su lugar, sobre el
cuerpo de Sigur, que respiraba armoniosamente. Se aseguró que las ramas que le
llevaban el aire permaneciesen firmes por encima del nivel del suelo.
Cuando vio que ya todo estaba listo, se
recostó a su lado y durmió. Pero sus oídos no descansaron. El canto de los
tambores de sacrificio se iba acercando.
Ya amanecía. Las pisadas resonaban fuertes,
todo el bosque repetía los golpes. Sila vio sacudirse el follaje, y aparecieron
los cazadores. Sus rostros pintados de negro eran como manchas, restos de la
noche, hongos que crecían entre las hojas y las marchitaban. Corrieron hacia
ella y la levantaron de los brazos. Apoyaron las puntas de las lanzas contra el
cuerpo de Sila y preguntaron por Sigur. Ella se encogió de hombros. La ataron
contra un tronco y la azotaron, mientras otros buscaban al niño en los
alrededores. Luego la soltaron y la pusieron boca abajo contra el suelo, dos de
ellos se pararon en su espalda.
Sila apenas podía respirar ahora. Vio los
pies corriendo entre los árboles, buscando detrás de los arbustos, entre las
ramas. Los cazadores maldijeron, pero ella había dejado de sufrir, sabía ya que
Sigur valía mucho más que una batalla ganada para ellos. El niño era el
porvenir encarnado.
-¡¿Dónde está?!- volvieron a preguntar, y
la apretaron contra el suelo.
Sila sintió que la penetraban, uno después
del otro, y la ronda se repitió hasta el cansancio de los hombres.
No debo quejarme. Tomaré el veneno de su
sangre y me haré cargo de mis culpas y las suyas. Cargaré el peso de sus
cuerpos en mi vientre. Los haré nacer de nuevo. Seré su madre, y no tendrán que pedirme perdón. Serán carne y
parte de mis huesos, les daré permiso para quebrarlos. Y llorarán, lastimándome
entre lágrimas, y volveré a tomarlos en los brazos. Entre lamentos y lloros,
mamarán de mi sangre blanquecina, leche enrojecida. Míos para siempre, honrando
al único que no podrán herir. El del cuerpo que se alza entre ellos, el niño
gigante entre los hombres niños. Mi hijo Sigur, que a pesar mío sobrevivirá.
Los lejanos tambores seguían pronunciando
palabras de ritmos duros y lastimosos. Cuando volvieron a levantarla, vio que
los cuerpos desnudos de los hombres tenían círculos negros, ellos formaban
ahora un círculo que fue disolviéndose frente a ella. Sentía pisar agua y no
tierra, estar volando por sobre aguas negras que se ampliaban en círculos concéntricos.
Después vio el cielo blanco del amanecer, y en su espalda el polvo y las hojas
de espinas. Pero ella no pudo ver las lanzas enterradas con las puntas hacia
arriba sobre la que la habían colocado. Ella no gritaba porque nada sentía.
Pero los hombres dieron gritos de triunfo cuando comenzaron a arrastrarla sobre
los filos. El cuerpo de Sila quedó atravesado por profundas rayas de carne
muerta, marcado como una tierra arada, un campo a punto de sembrarse.
Se la llevaron cargando sobre los brazos
en alto, expuesto el cuerpo a la calidez del sol que fue secando la sangre,
mientras las moscas lo cubrían. Los cazadores y su presa se perdieron en la
niebla del amanecer.
*
Una cabeza se asomó de la tierra en la mañana. Como una roca
confundida entre la hiedra, con ojos como larvas blancas ocultos en los grumos
de barro. Había visto a esa mujer tan parecida a su madre, que lloraba entre
los hombres. Cuerpos entrelazados como lobos, sacudiéndose a su alrededor y
golpeándola.
Su mente crecía demasiado rápido, arrastrada
por una ira que no le daba tiempo siquiera para maldecir, o llorar, o
retorcerse de odio, desamparo. De lo único que tenía certeza, la sola idea de
suficiente fuerza para vencer a esa otra que deseaba desechar, era que la
tierra lo aprisionaba. Ese era un hecho simple que quizá podría resolver, libre
de la desesperación o recuerdos abrumadores y recientes.
Entonces esperó. El sol había salido y lo
alumbraba. Masticó los tallos verdes que había encontrado en sus labios al
despertar. La savia le refrescaba la garganta.
Al mediodía, una niña apareció corriendo
hacia él desde la bruma que había ensombrecido los contornos de los árboles.
Ella lo miró un instante y comenzó a excavar alrededor. La vio esforzarse y
jadear de cansancio. Sus uñas se habían lastimado, y tenía las manos y el pecho
sucios de tierra. Pero ella sonreía.
Sigur se vio liberado, y la niña se quedó
mirándolo. Era delgada, delicadamente bella. Después se sacudió la tierra de
las manos, y comenzó a reír muy fuerte. Él se había dado cuenta de que estaba
cubierto por una graciosa cáscara de barro seco, y rió con ella. Y mientras se
restregaba la piel, le preguntó de dónde venía. La niña sólo respondió alzando
los hombros.
-Me llamo Sigur- dijo él, y quiso también
saber su nombre.
-Todos, y ninguno- le contestó, sin darle
tiempo para otra cosa que para oír en su voz ahora madura y casi vieja, todos
los nombres posibles. Sin permitirle más que verla desaparecer transformada en
la experta conocedora de los hechizos que rigen el mundo.
Y cambiando de aspecto una vez más, ella
remontó vuelo sobre los árboles con la forma de un gran pájaro negro.
Caminó por la playa barrosa del río. La gruesa
túnica cubría su cuerpo fuerte, aunque la piel mostrase el deterioro de la edad
bajo el vello escaso, suave como el de un niño. Sus seguidores iban detrás y a
salvo junto a la figura protectora, caminando de rodillas mientras besaban la
manta arrastrada sobre la suciedad y los muertos.
-¡Reza por nosotros, Gran Voz de los
Dioses!-decían. Muchos otros lloraban y señalaban en lo alto a las aves que
sobrevolaban los cadáveres.
-¡Silencio!- ordenó él. Pero por más que
lo obedecieran, las caras de los heridos no podían dejar de mostrarse
desoladas.
-¡Moriremos!- repetían las mujeres en un
coro líquido de palabras y llanto. Los gritos alcanzaban a oírse venir aún
desde los refugios más lejanos, y ascendía al cielo como un vaho rechazado por
la lluvia.
En su mano izquierda estaba la bolsa de
cuero con el negro ungüento para curar a los heridos. Pronunciaba una plegaria
en voz baja, y la gente se serenaba para unirse al rezo con los párpados bajos
y las manos enlazadas. Así les había enseñado a rezar, luego de muchos
esfuerzos y castigos para que olvidasen los frenéticos bailes que habían
formado parte de sus ritos.
Reynod no era su verdadero nombre. No
aquel que su padre le había legado y que el pueblo que ahora gobernaba
transformó en un rudimento del original. Pero él había nacido de nuevo al
llegar a esa región de Droinne, y merecía también un nuevo nombre, si no
totalmente distinto, por lo menos diferente al que le hacía recordar a su
padre. Él debía olvidarlo para siempre. Era ya desde hacía mucho tiempo antes
el Gran Brujo que curaba enfermos y hablaba con los dioses. Y nadie jamás había
puesto en duda su sabiduría hasta que el desafío de Zor surgió de en medio de
los hombres para acusarlo de mentir al pueblo con falsos dioses.
El cazador había alzado su voz desde la
congregación que asistía a la ceremonia del mediodía. Su alta figura
sobrepasaba las cabezas de los otros. El cabello largo y crespo, oscuro como la
maleza en una noche de otoño. La voz ronca, fuerte, y esos ojos marrones que lo
estaban acusando como nunca antes nadie se había atrevido a hacerlo.
-¡Sacrificios!- había gritado Zor. -¡Hasta
cuándo!
Pero no fueron sus palabras las que lo
molestaron, sino el tono de ocultamiento que usó al pronunciarlas, como un
mensaje que le enviaba sólo a él, porque únicamente él lo comprendería. Reynod
estuvo entonces seguro que la amenaza seguía latente desde aquel día en que
ambos habían asistido juntos a los ritos
de iniciación.
Reynod se cubrió la cara con los brazos,
expresando así que el silencio que esa voz había provocado entre los demás, lo
lastimaba.
-¡Qué blasfemia!
Los ayudantes se miraron, no sabían qué
hacer ante aquel atrevimiento por parte de un hombre tan respetado en el
pueblo. Entonces uno de ellos agarró una lanza y corrió hacia Zor, mientras la
multitud también empezaba a abalanzarse sobre él.
-¡No!- gritó Reynod, levantando los
brazos. En su cara había ahora una expresión de tolerancia bajo la pintura
verde y negra, las líneas que dividían su cara con múltiples formas.- No le
haremos daño. Él y su familia desde hoy serán esclavos si quieren permanecer
bajo nuestra protección. Es lo único que la bondad de los dioses me permite.
Soy un espíritu generoso pero incomprendido.
Después bajó del altar, con la mirada
ensombrecida por una pena que sólo él parecía capaz de consolar, rodeado por
los súbditos que le confirmaban su fidelidad. Alzó la mirada mientras se
alejaba entre la multitud a su alrededor, y vio a Zor quedarse solo, parado en
medio del campo de los sacrificios. La tierra apelmazada y dura, sin hierbas,
bajo los pies de quien alguna vez había
sido su amigo.
Las aves insistían en seguir volando sobre
los cadáveres, tercas como esa muerte que parecía venir navegando sobre una
balsa, cruzando el río.
Su negra
figura, la máscara gris que oculta ojos vacíos. Allí está, mirando desde la balsa, y
tiene a un niño aferrado a su mano. Ella salta al agua con el niño y alcanza la
playa.
El cielo había tomado el color de las
plumas de los cuervos, que volaban bajo a pesar de los gritos y las piedras que
les arrojaban, a pesar aún de las fogatas cuyo humo debía mantenerlos lejos. Reynod se hizo sombra con las manos, contra
el reflejo que venía de la superficie del río. Se dio vuelta y prosiguió con su labor. No quería mirarla a los ojos.
Las manos de la gente aferrándose a él
para obtener la bendición, le daban seguridad.
Y entonces sintió en la
espalda el llamado de una mano áspera y fría.
Cuando se atrevió a mirar, Sila estaba
allí.
-Vengo a rogarle
por ayuda, Gran Maestro- le decía. Era esa voz igual a la que imaginó que
tendría la figura muerta en la balsa, parecida también a las voces divinas que
fluían continuas como el agua y el fuego del volcán. Al mirarla a los ojos, vio
a la otra, habitando en esa mujer para espiar al mundo desde aquel lado
invisible del extenso espectro de la realidad.
Pero
detrás de ella alguien lo estaba mirando. Un hombre del pueblo, con la ropa deshecha y la cara
deformada por las quemaduras. Y aunque era evidente que estaba muerto, en los
labios del hombre, se formaron dos palabras: la víctima.
Luego levantó una corona de algas de la playa, y la puso
sobre la cabeza de Sigur.
Después el muerto volvió a tenderse en la
arena.
Entonces Reynod cerró los ojos, asintió
con la cabeza, y supo que los dioses no necesitaban sangre vieja, sino la nueva
carne cuyo valor no consistía en su peso, sino en su potencial. Porque la carga
del futuro es siempre mayor que el tamaño del pasado.
Casi sin darse cuenta que sus manos
temblaban, tocó el estilete bajo su túnica, atado con un cinto de cuero al
cuerpo. Sacó la pequeña arma ante la que su pueblo siempre se postraba, por ser
el regalo de los dioses a su hijo predilecto.
Pero Sila se había apartado ya, sin darle
tiempo no solo a atraparla, sino siquiera a ordenar que la detuviesen.
Llevándose a su hijo, había escapado tan ágilmente como un ciervo saltando con
sus largas piernas sobre las rocas, y hundiéndose en el barro como si fuese
nieve.
Pasó el resto del día rezando y curando,
mientras la esfera pálida moría hacia el final de la tarde escondida tras las
lluvias de ceniza. Un murmullo de asombro lo hizo mirar atrás. Confundido entre
el polvo reconoció a Tol cargando a su padre sobre los hombros. Lo vio
acercarse con paso lento, dejar al anciano sobre la arena, y sentarse a
descansar.
El viejo Zor era de su misma edad, pero se
encontraba avejentado. Todos esos años en que mantuvo la maldición sobre su
casta, parecían haberlo destruido más que la culpa por la desobediencia. Porque
qué más había sido sino, obstinarse en permanecer en el pueblo cuando debió
haberse ido llevándose a su familia. Antes que tener que vigilarlos
constantemente como a insectos que no pueden ser matados, habría preferido
verlos partir. Porque quién en esa familia no sabría la verdad sobre Reynod, si
hasta en los ojos de los niños veía la amenaza. Zor se había quedado como una
espina clavada en la palma de su mano, y ya no le quedaba más que deshacerse de
ellos. Pero había esperado demasiado. Ya no podía terminar con él simplemente
con la muerte. Un hombre con los ancestros del cazador, no era eliminado o
silenciado con facilidad. Ahora Zor estaba herido de muerte, por fin, y la
ansiedad del pronto desenlace se acrecentó en su alma.
Las etéreas voces lejanas de los dioses le
habían hablado del estallido en sus sueños, de la inquietud que crecía en lo
profundo del volcán, de la multitud de almas que recobraban sus fuerzas. Los
espíritus bajo el mando del dios de la montaña.
El fuego del mundo está por empezar...los
dioses hablan por la boca de los muertos...las manos sangran...las rocas están
ardiendo y el cielo se esconde...el fuego comienza, la tierra está
temblando...el líquido fluye y se espesa...sube...las almas se están
enfureciendo y estallan...son ellas las que derribarán el cielo y hundirán la
tierra para siempre...y seguirán temblando alrededor de los hombres...hasta que
el último dé el último grito de congoja...y
el último hijo de las mujeres muera de dolor...
Reynod se agachó sobre el cuerpo de un enfermo, pero miraba a
Tol de tanto en tanto. El hijo buscaba ayuda entre los otros, muchos de los
cuales habían crecido y cazado con él. A pesar de retenerlos de los brazos,
para que los ojos no pudiesen ocultarse ni siquiera detrás de las barbas sucias
o la sangre seca, lo miraron con frialdad. Después, lo vio quedarse un rato
contemplando el sitio donde estaban Reynod y sus seguidores. Pero él deseaba
evitar las reprimendas y sermones que se veía obligado a dar cada vez que algún
miembro de esa familia se cruzaba en su camino.
El enfermo había muerto e hizo los
primeros pasos del ceremonial para encomendar el espíritu a los dioses. Un
movimiento de las palmas abiertas hacia arriba y los dedos separados, para que
la fluidez del alma pudiese pasar entre ellos y dar el salto al cielo. Los
súbditos lo observaron en silencio, y lo imitaron.
Pero la montaña le estaba hablando otra
vez. La enorme, múltiple voz, repercutió en su cabeza y él se cubrió los oídos
con las manos. Luego, se fue atenuando gradualmente, hasta ser la de un hombre
solo. Miró al cadáver, y escuchó su voz. Acercó su oído a la boca. Un rato
después, alzó una mano y dijo:
-¡Aquí están los traidores!
La gente miró a Tol y lo reconocieron,
pero se apartaron como un enfermo del que temían contagiarse. Un murmullo se
escuchó de boca en boca, y era más importante que el dolor de las heridas. Era
éste un acontecimiento esencial en la historia de su pueblo, una lucha entre
honores que los elevaba por encima de la tragedia.
Tol se acercó a Reynod y rogó por su
padre, con las manos sobre el pecho y la cabeza inclinada. La ceniza se había
acumulado en sus cabellos, y la sombra de una bandada de cuervos pasó con
rapidez sobre ambos.
Reynod tuvo entonces pensamientos de
fatales augurios. Se llevó las manos a la cara, sobre las líneas negras que
dividían su mente en dos partes.
Si
supieras lo que te aguarda, el destino que no me atrevo a pronunciar. Si aún
conociendo todo eso, luego te hablara de la sombra y el dolor de mi espíritu,
las insondables regiones de árida espera, sed y hambre, de espinas y polvo que
me reservan. Lugares construidos para mí, con mi sombra y tamaño, con las
medidas del espíritu que me habita y abandona, avergonzado de llamarse como me
llamo, y sin poder evitarlo, adorándome. Debes decirme, si aún sabiendo esto,
no cambiarías tus dones futuros por un poco de mis perennes dolores, una
pequeña parte de mi pena, un pinchazo tenue de mis espinas. Debes creerme, un
poco de dolor enriquecerá tu alma.
Buscó la complicidad de los dioses
levantando los brazos al cielo, y proclamó las conocidas razones del exilio y
la inmediata necesidad del sacrificio humano.
-El Espíritu de la Montaña deberá ser calmado
de cualquier modo. Tu padre es la causa de su furia.
Vio el gesto amargo de Tol. La
desesperanza en el rostro de un hombre fuerte pero cansado. Una mirada
fugazmente llorosa, aunque no podía asegurar que hubiese lágrimas en sus ojos.
Sintió un curioso orgullo por ese joven, que a pesar de todo, honraba y
permanecía fiel a su padre.
Tol había vuelto junto a su padre, seguido
por las miradas del pueblo. Lo dejaría ir para que sus llagas lo mataran.
Reynod tenía otro cuerpo que ofrecer al volcán. Después los vio alejarse
nuevamente por la playa, hasta perderse de vista entre el humo. Los quejidos de
los heridos volvieron a llamar la atención del brujo.
*
Antes del nacimiento de Tol, Zor y Reynod
acostumbraban a sentarse a la orilla de un arroyo después de cazar, para comer
ciruelas de los árboles del camino. Miraban el cielo entre los árboles,
recostados en la hierba. Las nubes pasaban, y taciturnos se ensimismaban en sus
pensamientos como si los cadáveres de las presas a su lado les hiciesen pensar
sobre la vida.
-Le enseñaré a mi hijo las leyes de la
cacería desde muy pequeño, así no podrá olvidarlas- decía Zor, los codos
apoyados en el suelo, y prestando atención al sonido del agua y al paso de
alguna bestia.
Pero
el rostro de Reynod se ensombrecía al escucharlo. Para él, el río hablaba con
gritos, los árboles con llantos entre las hojas, las aves con cantos y palabras
de dolor. Porque escuchaba las voces de los dioses día y noche. Entonces se
quedaba observando a Zor con la mente llena de aquellos sonidos perturbadores
que lo habían obligado a mantenerse siempre aislado de lo que alguna vez creyó
esperar y merecer, la vida simple y la deseada descendencia.
Cada verano, el pueblo se preparaba para
veinticinco días de festejos alrededor de las pruebas de destreza. Pero cada
diez años los festivales también debían elegir a la familia que ocuparía el más
alto rango del pueblo durante diez inviernos, y para eso los jefes de familia
se habían entrenado durante el verano anterior para pelear entre sí. Pero esta
vez era una ocasión especial, Reynod había decidido adelantar la competencia
antes de cumplirse el plazo, y no consideró si debía alguna explicación a su
gente.
Las mujeres acostumbraban a encender las
fogatas muy temprano la primera mañana de estío, y debían mantenerlas así para
cocinar lo que sus hombres cargarían sobre las espaldas después de la caza
nocturna. Una luz anaranjada apenas nacía por encima de los abetos cuando ellos
llegaban, las sombras de los hombres surgían de la niebla y dejaban caer las
presas. Ellas entonces se distribuían los cuchillos y se dedicaban a
desangrarlas y carnearlas, mientras los hombres iban al arroyo y se desnudaban
para limpiarse la sangre, porque nada necesitaban decirse ni explicarse. Lo
mismo habían visto hacer a sus padres, y de la misma forma lo habían hecho
ellos mismos desde que habían salido a cazar por primera vez.
Cada mañana, después de haber cazado lo
requerido por la ley, se unían al séquito que rodeaba al brujo y a los
competidores para recorrer las tierras en que se habían asentado hacía dos
inviernos, reclutando a los posibles candidatos a las pruebas.
Era el brujo quien estaba a cargo de la
elección final, pero todos miraban lo que los otros habían cazado y la forma en
que las mujeres cocían las presas. No sólo el olor y el sabor de las bestias
contaban para ser elegidos, sino la manera en que el fuego había sido
preparado, la forma de las brasas, y la armonía de los cortes puestos sobre las
llamas.
Durante dos noches los competidores
peleaban entre sí. Esta vez a las mujeres no se les permitía acceder al lugar
de la lucha. Los hombres peleaban sin armas entre los árboles, sin más fuerza
que las de sus brazos o piernas. En la mañana los cuerpos de los perdedores
eran abandonados junto a un arroyo, adonde sus mujeres iban a buscarlos.
Pero después de la tercera media luna
desde el comienzo del verano, frente al fuego en el que se sacrificaban trece
crías de gamos, el brujo anunciaba los nombres de los finalistas.
-He elegido, por consejo de los Dioses, a
Zor, hijo natural de las tierras del Droinne, y a Markus, fiel descendiente de
los que llegaron del Norte.
A la mañana siguiente, Zor se despidió de
su mujer y de su hijo, que apenas caminaba todavía, y se confundió en medio de
la columna de hombres que pasaron a buscarlo. Cuando llegaron al bosque, los
artesanos del pueblo pintaron las figuras del ceremonial en su cara. Durante
casi media mañana, dibujaron pequeñas siluetas humanas no mayores al tamaño de
un dedo en la cara del cazador. Eran las formas de sus ancestros, los que
habían participado de aquella competencia desde que los más viejos podían
recordar. Pintaron el resto del cuerpo con círculos rojos unidos entre sí,
representando la sucesión de las diferentes competencias a través del tiempo.
Luego lo vistieron con un taparrabo de piel de zorro, y enlazando sogas de
cuero alrededor de sus muslos para sujetar las armas.
Le presentaron los puñales, las lanzas y hachas
envueltos en grandes hojas verdes para que eligiese. Él abrió las hojas que
otros sostenían y escogió. Después le abrieron paso hacia donde estaba el
brujo, y los que lo habían servido y los que esperaban a que estuviese listo,
se pusieron en camino detrás de Zor.
Apenas alcanzó ver a su competidor entre
los hombres que formaban grupos cerrados alrededor de cada candidato. Un
monótono cántico que el brujo lideraba con su trompetilla desde la cabeza de la
caravana, ensombrecía los festejos y hacía parecer a esta elección la más
solemne y trascendente que hubiesen presenciado alguna vez.
Entre los árboles, por las sendas
cubiertas de flores azules que llevaban a los Montes Perdidos, los competidores
y el brujo continuaron solos. Los demás se detuvieron al cruzar las primeras
filas de troncos, y los contemplaron alejarse mientras se adentraban en la
espesura.
El sol ya estaba alto y alumbraba las
laderas de los montes, lejanos pero ya perceptibles. Los restos de la noche aún
escondidos en la maleza se iban desdibujando a medida que ellos avanzaban a
paso de hacha y golpes de lanchas contra las ramas. Los animales se escondían
en sus cuevas, las codornices los miraban desde sus madrigueras. Entre la
hiedra rastrera se ocultaron las serpientes. Algunos troncos estaban marcados
con las señas de otras competencias similares, y las cicatrices se habían
convertido en nudos deformes.
Caminaron durante casi todo el día, hasta
llegar a un claro.
-Markus- ordenó el brujo.- Tu tarea será derribar
árboles para cerrar este lugar como un refugio.
-Zor-dijo, indicando al árbol más alto.-
Tu tarea será trepar hasta la rama más alta, y traer el último pájaro que
encuentres ahí, vivo.
La luz del sol llegaba en rayos tenues a
través del follaje alto y espeso. El reflejo sobre las hojas daba un color ocre
a las caras de los hombres, en especial sobre la piel blanca de Markus. Su
peculiar fisonomía le hacía enrojecer con el sol con facilidad. Tenía pestañas
y cejas blancas. Ojos claros. Casi nada de color en toda su piel, y un silencio
pocas veces roto entre sus labios. Pero era fuerte, lo había demostrado por
mucho tiempo cazando para su familia de cuatro hijos varones. Diariamente
cargaba pesadas presas a través de los senderos de encinas, acompañado siempre
por sus hijos. Se lo veía cada noche en el camino hacia su gente, con las
antorchas iluminando su cabeza blanca y el cadáver de una presa sobre los
hombros. Los dos niños más pequeños lo acompañaban, mientras varios perros iban
tras el rastro de la sangre.
No dejaba de ser honorable para Zor
competir con ese hombre. Habían cazado juntos en la época en que Reynod ya no
era su amigo, dedicado a convertirse en el líder espiritual del pueblo. Si
alguna vez pensó Zor en alguien más para reemplazar a Reynod como compañero,
fue al ver a Markus con su muda marcha a lo largo de los caminos de barro entre
árboles oscuros, como una mancha de nieve en el verano verde del bosque. No
necesitó mucho tiempo para que esa confianza se viese confirmada más tarde
cuando empezaron a cazar juntos, pero el aspecto reservado de Markus había
continuado siendo siempre una barrera impenetrable.
Zor comenzó a trepar mientras escuchaba el
hacha de Markus contra los árboles. Se sabía más diestro para correr que para
trepar, pero a medida que subía las aves echaban a volar entre las hojas
desprendidas. Y justo cuando estaba casi en lo más alto, su memoria se obstinó
en recordar aquel sueño que tuvo la noche anterior, después de rezar en el
bosque, en el oscuro y tibio silencio del estío que siempre lo llenaba de
calma. Al dormirse más tarde junto a su mujer, extraños seres de negro lo
persiguieron
parecidos
a animales, creo. Lucen como ellos, pequeñas ratas negras que escarban los
troncos
se escabullen entre las hojas, la luna
alumbra su pelaje. Se meten entre las raíces que salen de la tierra, y las
comen. Suben por los troncos, los pelan hasta convertirlos en esqueletos
tristes
temblor de la tierra. Son los árboles que
caen huecos como cáscaras de huevo. Capaces de aplastarme. Uno se apoya en el
otro y caen en cadena. Su retumbar levanta tierra y hojas, destroza arbustos.
Escapo hasta la salida del bosque, hacia mi choza junto al río. Veo a mi mujer,
que me observa con las manos tapándose los labios, y una expresión tan extraña
en sus ojos, que siento el más terrible miedo de toda mi vida. Veo sus
lágrimas, el escalofrío recorriéndole el cuerpo como si tuviese una serpiente
bajo la ropa
viene a buscarme.
¡no! le grito, porque siento los troncos
que siguen cayendo detrás,
ella se acerca. Un árbol empieza a caer, a
encontrarla, como un amante. Están muy cerca uno del otro. Ya no puedo
rescatarla. Siento envidia de ese árbol que la toca
pero no es el árbol, sino una forma de la
muerte. Y los Dioses, allí arriba, observan. Los escucho reír. Es curioso cómo
una risa tan hermosa, fuerte y resistente a la tarea del tiempo, tenga también
esta porción de crueldad
una furia está creciendo en mí, lo sé,
lentamente
fingiré que no he presenciado tal matanza.
Fingiré que todavía creo en Ellos
aunque fuese nada más que eso, la
manifestación inofensiva de un ánimo ansioso, sabía que si se lo contaba a su
mujer, ella iría a preguntarle a la hechicera y tendría que postergar la competencia
para verla por fin tranquila. Eso era imposible ahora. Reynod había decidido
comenzar los festivales antes que los próximos fríos del invierno les
impidieran partir, pero él sabía que todo esto tenía relación con la
interrupción de Markus en la última ceremonia y lo que éste le había dicho al
brujo al oído. Días después, Reynod le había anunciado el adelanto de los
festivales.
-Si no estás dispuesto todavía, Markus
ganará por tu renuncia.
No era justo que así fuera, sobre todo
conociendo la frialdad con que lo trataba desde tiempo antes. Entonces tuvo que
aceptar.
La corteza era resinosa, y sus pies
resbalaban. En la parte baja se había precavido de las culebras buscando las
franjas de escamas verdes, partiéndolas con el hacha. Cuando logró llegar a lo
más alto, asomó la cabeza y se protegió la cara del sol. El manto de hojas que
formaban el techo del bosque se extendía hasta más allá de lo que podía ver.
Los picos de los montes se elevaban grandes hacia el oeste, y una línea de agua
brillaba como una serpiente a gran distancia. Sintió que por ese instante se
hallaba lejos del mundo de los cazadores, contemplando las bandadas que
levantaban vuelo y agitaban el polvo que bailaba a los rayos del sol, tenues
líneas de luz que descendían como sogas colgadas del cielo hasta el suelo del
bosque.
Oyó la caída de un árbol bajo la fuerza de
Markus. Los pájaros seguían huyendo y cruzando la silueta del sol. El aleteo se
convirtió en un viento que giraba incesante en los oídos de Zor. Polvo, hojas,
y un penetrante olor a plumas.
Afirmó los pies en la corteza, y encontró
varios nidos vacíos en una rama débil. Acercó una mano mientras se sujetaba con
la otra. Podía oír el llamado de las crías en los nidos. Y ya alcanzaba a
tocarlas cuando sintió los golpes del hacha de Markus en la base del tronco. El
nido se desprendió y lo vio caer. Las crías eran pequeños puntos negros
golpeando contra las ramas hasta desaparecer en la espesura.
Él mismo había visto la señal que Reynod hizo con su estilete
sobre la corteza del único árbol que Markus no debía tocar. Pero cuando se dio
cuenta de la trampa, supo que era demasiado tarde, y que los golpes no iban a
detenerse.
-¡Malditos sean para siempre tus hijos,
Markus!
Empezó a bajar, pero sabía que el tiempo nunca
sería el suficiente. El árbol comenzaba a ceder rápidamente. Markus era fuerte
y el tronco de madera tierna. Buscó las ramas de los árboles vecinos, pero
estaban lejos y eran endebles. Se abrazó
al tronco principal con brazos y piernas, pero luego tuvo que desprenderse y se
sujetó a una rama fuerte
El árbol se inclinaba, crujiendo y
entrechocando ramas con los árboles vecinos. Por un instante, quedó enganchado
sobre otro hasta que el peso lo hizo desprenderse una vez más. Y al caer la
sangre se iba del cuerpo de Zor, se ubicaba por encima de él como en una bolsa
atada al cuello guardando su alma hasta entonces devota de los dioses. Las
plegarias se dispersaron en un remolino de hojas y el vertiginoso fondo de
rezos inacabados.
estoy rezando luego de tanto tiempo
miro a los dioses, a sus caras imaginadas
por mis sueños. Un rostro especial para cada uno, según mis ideas de la
belleza, y no he visto mucha en mi vida: la luz del amanecer el día de mi
iniciación, el rostro de mi esposa, y poco más que eso. Todos los dioses tienen
la gentil sonrisa de una mujer en sus cuerpos luminosos de albas
imaginados. Y es a ellos a quienes rezo.
Mi propio pensamiento.
porque lo que se descree se derrumba en su
propia muerte. La magia se esfuma en su corta duración
rezos, qué son sino palabras perdidas. Mi
espíritu también se perderá.
Las hojas le salpicaban la cara como
azotes de las olas de un río revuelto en el cielo, veía las nubes correr una
tras otra en círculos, y las ramas lo golpeaban y marcaban y con rayas verdes
que luego se hicieron rojas, luego blancas como los huesos, luego negras como
la tierra acumulada sobre un cadáver.
A su lado pasaron mundos detrás de otros
mundos, idénticos porque en todos había una misma cara. Un rostro formado con
arena. Ojos amplios y bien abiertos, una boca de labios finos y dientes como
nubes.
El apacible rostro de su hijo Tol,
esperándolo.
Apenas esa mañana que ahora le parecía tan
lejana como el principio del mundo, se había despedido de él con un sereno beso
de tarde soñolienta, sostenido por los brazos de su madre. El niño había
intentado mantenerse despierto para verlo partir, pero finalmente había vuelto
a dormirse. El sueño que protegía de las penas a los hijos. Pero la mano
perezosa de Tol se fue despertando una vez más, y acarició la barba de su padre
con una sonrisa que nunca olvidaría, por más que espantosos mundos llegaran
para apropiarse de su espíritu.
Él se alejaba.
Su mujer y su hijo se perdieron en la
vegetación que les había legado. La tierra que conquistó para ellos, junto con
el derecho a adorarla y servirla, a usarla como un animal lo haría. Para
asentar allí su fertilidad. Y los árboles y la madera con que había construido
su choza, lo despidieron también esa mañana.
En el niño pensaba, y en los pliegues de
su frente se formó el sudor de los años inacabados, y al final, cuando la vida
parecía haberse suspendido o atascado en un mar de sangre que no alcanzó a
volcarse de su cuerpo, sintió que aún seguía girando, y que su cabeza trataba
de ubicarse en el lugar correcto. Intentó dejar los ojos cerrados, pero cada
vez que los abría miles de hojas verdes
pasaban por delante, y todo, hasta su memoria, era de color verde.
Entonces todo se detuvo, y se vio a salvo
en la hojarasca. Había hecho bien, se diría más tarde, en no aferrarse al
tronco principal ni resistir su peso, sino en seguirlo como una rama más. Se
tocó las piernas y las palpó como dos pesadas masas insensibles. El viento
seguía haciendo caer el resto de las hojas sobre él, pero apenas lograba
sentirlas. Un tibio adormecimiento dominaba el resto de su cuerpo. Pero todavía
estaba vivo. Era esto lo que no terminaba de asombrarlo, y decidió quedarse
quieto sobre el follaje, junto a los nidos rotos de las aves muertas.
*
Acostada junto a él, notó el extravío en el rostro preocupado de su
esposo. La luz de la luna penetraba a través de las rendijas de la choza.
Escuchó a los búhos desde el centro del bosque. No pudo evitar sentir un
estremecimiento.
-¿Qué pasa, mujer?-preguntó Zor. Pero ella
tuvo vergüenza de mostrarse miedosa.
-Nada- respondió, y desde entonces ya no
dejaría de recriminarse por haberlo perturbado.
Pensó en la visita que había hecho a la
hechicera el día anterior, recordó esas imágenes que la vieja había puesto en
su frente. Podía sentirlas aún grabadas en la piel, nítidas, y sin embargo
ocultas a su torpe comprensión.
Árboles
de todas clases, plantas que nunca había visto antes ni había llegado a
imaginar que podrían existir. Hojas de incontables tamaños y flores de otros
tantos colores. Desde las copas donde
habitaban las aves, venía un rumor, no de cantos, sino del viento que crece
entre los árboles antes de la tormenta. Pero esta vez no había una fresca brisa
con olor a savia, sino un extraño aroma a cadáveres: los cuerpos de los pájaros
colgaban de las ramas. Y esos cuerpos amortajados por hojas de pedernal,
emitían un sonido atronador. Todas las aves habían perecido, pero aún cantaban,
y eran el temblor creciente y doloroso con que la tierra se estaba quejando.
La
respiración entrecortada de su hijo Tol le llegaba desde un rincón.
¿Qué haré, sola con el niño, si algo le
pasa a Zor?
Los búhos le
decían algo, pero callaron de pronto. La luna era grande esa noche, aunque
incompleta. No necesitaba levantarse y mirar afuera para saberlo, los búhos
habrían continuado con su fúnebre discurso si hubiese habido luna llena. Su
esposo hizo un movimiento brusco mientras dormía, golpeándole la pierna.
-Zor- le murmuró al oído, sacudiéndolo con
suavidad de los hombros para despertarlo.
Él
abrió los ojos, la miró un instante, y la besó en el cuello.
-Sólo son sueños, mujer - se restregó la
cara, y meditó un momento, con la vista perdida.- Si alguna vez las pesadillas
se convierten en realidad, aborreceré a los dioses para siempre.
Ella lo hizo callar, cubriendo su boca con
una mano, asustada de esas palabras. Pero él había cerrado los párpados otra
vez, y ya no se atrevió a molestarlo de nuevo.
*
Lo estuvieron buscando un
largo rato entre los troncos derribados, bajo el sol que brillaba sin
obstáculos sobre sus cabezas.
-No puede estar vivo- dijo Markus.
-No lo digas hasta verlo, lo conozco de
hace mucho tiempo- contestó Reynod.
-Pero nadie es inmortal.
-Algunos lo son aún en contra de su
voluntad- Reynod pensaba en sus voces y visiones.
-La única inmortalidad de la que estoy
seguro... -dijo Markus. - ... es la que me dan mis hijos, pero no creo que lo
entiendas.-Y mientras hablaba mirando el sendero por el que iban, daba furtivas
miradas de costado a Reynod. El brujo inició un movimiento para golpearlo, pero
se contuvo recordando la advertencia de Markus.
Con esa misma impaciente inquietud lo
había interrumpido un día en la ceremonia de sacrificio de cada temporada,
donde inmolaban cabras y carneros a los dioses. Llegó empujando a los
penitentes que rezaban de rodillas, y subiendo al altar se le acercó para
sujetarlo de un brazo, como si fuese su vasallo. Un murmullo de asombro se
levantó de la gente, pero Markus no hizo caso de los guardias que intentaron
separarlo del brujo. Reynod les hizo señas de no intervenir. Entonces escuchó
lo que Markus tenía para decirle, una corta, exacta frase de rencor.
Sentía aún el aliento agrio de Markus
soplándole en la cara, el olor del recordatorio que traía consigo la
advertencia, y después, inevitablemente, la revelación. Un día iba a llegar en
que lo prometido, antes tan etéreo y lejano, tendría que cumplirse si no quería
verse arrebatado no sólo de su cargo, sino también de la vida si dejaba que el pueblo
se enterase.
Se había desprendido de las manos de
Markus, apartó de un golpe las fuentes y las pieles y cueros con sangre, y
anunció:
-¡Cuando pasen dos días a partir de esta
noche, comenzarán las pruebas para la elección del nuevo jefe! ¡Dedicaremos los
ritos al dios Sol!
Hizo sonar la cornetilla emplumada con
sonidos breves y entrecortados, solemnes. Una música que parecía percutir el
manto tenso de la tierra. Los hombres gritaron, excitados, por aquel adelanto
de los festivales, y las mujeres se juntaron para organizar los preparativos.
Reynod permaneció pensativo mirando el
carnero arrastrado por los cargadores hacia el pueblo, como prenda de la
ceremonia interrumpida. Miró el rastro de sangre que dejaba, un sendero rojo
indiferente al amarillento cielo del anochecer, al bosque de hayas y las
escarpadas rocas por el que la bestia debió haber brincado mucho antes. En el
valle y las colinas que lo rodeaban, la gente se había reunido alrededor de las
fogatas, y el humo subía como un rezo gris de contento y bienestar. La
adoración al dios Sol era un rito que no le agradaba, pero no había deseado
forzar demasiado las viejas tradiciones del pueblo. Pensando en el esfuerzo que
había necesitado para hacer cumplir las leyes dictadas por sus voces, se dio
cuenta que no soportaría perderlo todo. Él era el Elegido, y no podía destruir
los planes de los dioses, los proyectos milenarios que desembocaban en sus
manos. Era verdad que los había aceptado, pero así como se acepta el propio
cuerpo y la vejez.
Por eso cerró los ojos, y deseó
fervientemente ser más pequeño que una hormiga, una cosa insignificante en la
que los dioses no pusieran su mirada.
*
Oyó los pasos que se acercaban
por el follaje, las palabras aisladas cuyo significado pudo comprender a pesar
de la distancia. La furia crispó las facciones de Zor, pero le era imposible
moverse. Seguía de espaldas entre las hojas verdes que le manchaban el cuerpo
con savia fresca. Algunos pájaros se habían posado en sus piernas, y le picoteaban
la sangre seca, sobre la que se habían pegado semillas y frutos de los ciruelos
morados. El viento giraba con el olor de las ciruelas aplastadas. El sol caía a
pleno en el círculo abierto por los árboles caídos.
Al escuchar la voz de Reynod, recordó
aquel viejo día cuando ambos eran muy jóvenes.
El padre de Zor los había
llevado a cazar para la primera jornada de iniciación. Después de toda una
tarde de matar y cargar las presas hasta el pueblo, fueron llevados de vuelta
al bosque al anochecer. Caminaron hasta que la luna estuvo alta y llegaron a un
claro. Las sombras de las hayas sumían en nieblas grises el lugar más allá de
la fogata. Vieron a una anciana de cabellos largos moviéndose como si bailara,
sonriendo de la forma más extraña que hubiesen visto. Su padre palmeó las
espaldas de ambos, y se despidió.
La vieja los ayudó entonces a lavarse el
sudor y la sangre que les manchaba el cuerpo y las manos. Calentó agua sobre la
fogata, y la vertió sobre cada uno, aliviando el dolor de sus músculos tensos.
-Los esperan- dijo un rato después.
Siguieron el paso achacosa de la vieja que
arrastraba una pierna inútil, por un camino rodeado de almendros florecidos. La
luna reflejada en las flores alumbraba el sitio con una tenue luz blanca. La
vieja los llevó hasta donde había dos mujeres junto a un árbol. Y vieron por
primera vez a las hembras de una casta que les habían prohibido visitar
mientras fueron niños. Eran mantenidas por ancianas de carácter duro y pieles
curtidas. Vivían apartadas y no se las consideraba parte del pueblo, más que
para ocasiones como esa.
Las mujeres se sentaron al pie del árbol,
sin mirarlos a los ojos, manteniendo la vista baja, cruzaron las piernas y
dejaron ver el vello del sexo. Reynod se acercó y sujetó de los brazos a una de
las mujeres. Ella retuvo entre los labios apretados un breve gesto de dolor.
Después, él le rodeó el cuello con las manos. Zor murmuró algo, pero Reynod no
quiso escucharlo. Le dijo que se acercara y Zor tomó a la otra mujer. Empezaron
a moverse y a frotarse contra ellas, y las hicieron agacharse. Apoyaron las
palmas en la corteza del árbol, y apretaron sus cuerpos contra el de las
mujeres y las penetraron.
Los alientos brotaron blancos,
rítmicamente de las bocas, en el frío de la noche. Algunos insectos se posaron
en sus espaldas, y las picaduras excitaron más sus deseos. Las mujeres no
emitieron gritos de placer ni de dolor, ellas no podían hablar. Las viejas les
habían tapado los oídos con cera desde el nacimiento.
Zor se sentó en el suelo al terminar,
pero vio que Reynod estaba molesto y dolorido. Golpeaba a la mujer, mientras
intentaba ocultar al mismo tiempo su desnudez. Cuando se acercó a Zor, le dijo:
-No puedo.
Zor creyó entender. Abandonaron el claro,
y caminaron juntos hacia el pueblo. Le habló de curaciones que podía probar si
le preguntaba a la hechicera. Reynod aparentaba escucharlo, pero se había
ensimismado en su furor, y ya no hablaron el resto de la noche.
Nunca supo más de aquel asunto, ni
volvieron a hablar de eso. Muy pocas veces cazaron juntos otra vez. Reynod
estaba siempre triste y callado, apartándose de Zor con respuestas duras, de
pretenciosa superioridad. Más tarde, quizá al invierno siguiente, se había
alejado definitivamente de él, como si temiera que fuese a traicionarlo.
El esmero con que lo vio dedicarse después
para ser sacerdote del pueblo, le había hecho olvidar en parte lo de esa noche.
Los rezos y ceremonias que enseñaba, los complicados ritos, las leyes que las
voces divinas le dictaban y él decía escuchar, crearon un nuevo apogeo del
espíritu. El alma del pueblo parecía haberse apagado durante mucho tiempo antes
de la llegada de Reynod, y éste ahora rescataba la importancia de sus antiguas
creencias. Los más jóvenes se entusiasmaron al escuchar las palabras del brujo,
los hechos mágicos que él producía con sus ungüentos, y sobre todo las palabras
de castigo. Los sacrificios diarios creaban temor entre los hombres, pero
Reynod volvía a suavizar el corazón de su pueblo con historias que contaba
sentado en una roca al final de cada rito. Relatos que los dioses le habían
murmurado en las noches.
En las primaveras, cada tres temporadas,
nacían los hijos o hijas de Reynod, de madres elegidas entre las vírgenes. Pero
de la belleza de las mujeres únicamente podía obtenerse la superficie, porque
él sabía que jamás duraría demasiado. Cuando los hijos nacieran y fuesen
entregados al brujo, las madres tendrían que ser sacrificadas.
-Ha engendrado con el Elegido de los
Dioses- le dijo Reynod a Zor la tarde en que la primera mujer moría en la
hoguera. Fue esa la última vez que Zor gozó de su confianza. -Deben serme
fieles, y así me aseguro de ello.
Apenas alcanzaba a escucharlo. Un cántico
comenzó a elevarse de la gente que presenciaba el sacrificio. La mujer ya no
alcanzaba a verse entre las llamas. El crepitar del fuego hacía juegos en la
cara de Reynod. Su rostro brillaba en la luminosidad del atardecer, cuando las
cenizas de la fogata se esparcían con el viento nocturno, y los animales salían
del bosque en busca de los huesos.
Zor sentía el calor de las llamas en su
barba. Apretó el brazo de Reynod cuando la mujer comenzó a cubrirse de un manto
negro. El cabello de ella se había encendido.
Reynod lo miró entonces con recelo, y en
sus ojos vio aquel definitivo resentimiento que no se borraría nunca más.
*
Durante muchos días estuvo
llamando a la hechicera. Fue hasta un lugar apartado en un cañaveral, sobre un
promontorio con vegetación frondosa y setos de flores amarillas, desde donde se
veían con claridad las estrellas. Encendió fuegos, rezó y recurrió a hechizos
que sabía le agradaban a la anciana.
Al fin ella apareció.
-Te estuve rezando durante mucho tiempo-
le reprochó él.
Era una noche fría, pero más que eso, le
provocó estremecimientos ver cómo los sonidos del bosque se apagaron, y hasta
el viento se había detenido. La vieja lo miraba con ira.
-Hasta los dioses me responden enseguida.
-Sabes bien de dónde llegan esos
dioses...- empezó a decir ella, pero se detuvo al ver la expresión de extrañeza
en la cara de Reynod. Sonrió y dijo:-¿Será verdad que no sabes de dónde llegan?
Reynod no quiso responder. Sabía que ella
buscaba enfadarlo y empobrecer sus creencias, sacudir el altar de las voces que
escuchaba. Nunca había dudado, y no iba a desconfiar ahora de algo tan tangible
como aquellos ecos ancestrales.
-Son los dioses, y no me es permitido
interrogarlos, por eso estoy obligado a recurrir a tu magia.
Le habló de su
ineptitud para la procreación, la dificultad de concretar un acto que hasta el
más simple animal podía hacer con eficacia. La risa de la hechicera retumbó en
la cabeza de Reynod, y él habría deseado huir, abandonarlo todo y que la
maldita vieja se apoderase del mundo, si esa risa hubiese continuado un poco
más de lo que duró. Pero ella contuvo su sarcasmo un rato después, y apoyó las
manos resecas sobre los hombros de Reynod.
-Lo que algunos no
pueden hacer, otros lo hacen en su lugar-dijo ella, y desapareció.
Cuando buscaba una solución mágica, la
hechicera le ofrecía en cambio una ordinaria salida terrenal. Sintió odio de su
propia impotencia, del mal que lo aquejaba, y maldijo su vida. Se desnudó y
corrió hacia la orilla de un charco, donde caía una pequeña cascada. Se miró en
el reflejo del agua con la luz lunar, y abominó de su cuerpo, de la fláccida
carne y los huesos que eran su persona. Apretó su sexo con las manos,
intentando forzarlo a satisfacer sus deseos, pero sólo logró lastimarse.
De nada más que de esa despreciable
conformación podía disponer. Pero su mente continuaba intacta. Más fuerte que
el resto, su cabeza reemplazaba los defectos de sus formas. Se arrodilló y
comenzó a golpearse el pecho con los puños, los costados de la espalda, la
pelvis estrecha, el sexo inservible, las piernas débiles. Se arañó con las uñas
y con ramas de plantas espinosas se azotó la espalda. Después se agarró la
cabeza entre las manos, y la comprimió tanto como pudo, tratando de concentrar
toda la historia de su vida, que era finalmente la experiencia del mundo, en su
memoria. El dolor que su padre le había provocado como castigo, le había dado
fuerzas. El dolor crea cosas así igual que engendra hombres. Las guerras y las
muertes nacen del resentimiento. Podría encontrar la historia del mundo en su
propia infancia, en aquel lejano día junto a su padre a orillas de un río que
arrastraba a las víctimas de la peste.
Entonces supo lo que debía hacer. Pero no
pediría aquel favor a su amigo Zor, sino a otro.
*
Encontraron a Zor de espaldas
y con los brazos en cruz en el suelo. Las ramas formaban campos de diferentes
niveles alrededor de Zor. Su cuerpo habitaba un pequeño hueco sin sombra entre
las hojas. Saltaron por encima de las ramas hasta llegar a él.
-Vivo pero inútil, no puede moverse- dijo
Reynod.
Zor sólo agitaba los dedos de manos y
pies. Levantó un poco la cabeza y los miró. Dijo algo pero tenía la boca
entumecida, llena de saliva, y apenas se le entendía. Escupió a los pies de
ellos y le metieron tierra en la boca.
-Matarlo será muy fácil- dijo Markus.-Yo
lo haré, como siempre hago tu trabajo...-Cuando levantó el hacha sobre el
cuello de Zor, una figura apareció detrás, y el brujo gritó.
Era
su imagen. Su exacto reflejo, pero con la piel más blanca y una sonrisa que él
no recordaba haber tenido. Muchas veces había visto a ese otro que realizaba lo
contrario que él. El eterno malestar que lo hacía dudar de todos sus actos,
siempre.
La figura se movía hacia Zor, caminando
entre las perdices que lo observaban emitiendo su canto gutural, como un jadeo
de la hierba.
La sonrisa pareció dispersarse entonces en
el aire, les daba a las plantas un temblor sin viento. Los animales comenzaron
a correr. A veces se veía nada más que el agitarse de las ramas, pero luego se
vieron pasar cruzando el claro por encima de los troncos y las hojas que
cubrían a Zor. Todos parecían huir frente a la amenaza de una tormenta inminente.
Pero esta vez percibían el aroma del Otro.
-¡No!- gritó, pero no se dirigía a Markus,
que se había dado vuelta para mirarlo, con los brazos bajos y sin resistencia,
sino al otro que caminaba hacia él y amenazaba con tocarlo. Vio a Zor robando el
hacha de sus manos con un movimiento que era propio del pasado,
de los relatos de leyendas de antiguas cacerías contadas cuando caía la noche. Hasta
el mango del hacha se había amoldado al puño débil del cazador, y el arma cortó
el pie de Markus. El rostro se desgarró con el dolor, y se retorció en el suelo
apretándose la pierna contra el cuerpo.
Pero Reynod sólo se fijó en que el intruso
había desaparecido, y se sintió libre otra vez.
El bosque volvió a su serena
placidez habitual, a los sonidos comunes del atardecer. Pero tenía miedo de
volver a verlo si se quedaba. No sabía cómo ahuyentarlo, ni qué podría estar
planeando el Otro en la parte oscura del
mundo, la intangible zona de la que llegaba para atormentarlo.
Por eso huyó y los dejó solos.
Zor todavía tenía el hacha en su mano,
pero había vuelto a entumecerse. Markus se había puesto una rama entre los
dientes y la apretaba con fuerza. El pie parecía una bolsa de hojas aplastada
contra el suelo, una gran mancha roja ensuciando el follaje. La sangre se
hundía en la tierra a medida que brotaba, hasta que al final se detuvo, y se
oscureció al secarse.
-Gran muñeco blanco, te creímos tan
honorable... -dijo Zor, en un lamento, pero Markus no le prestaba atención y
murmuraba algo con el rostro crispado. Pero Zor nunca supo si el significado de
esos gemidos entrecortados era un rezo o una maldición.
El olor de la sangre se dispersó en el
aire enmohecido por la quietud del anochecer, voluble espacio de tiempo entre
la tarde luminosa y la noche que empezaba a moverse, quedamente, en el
centelleo de las luciérnagas y los ojos de los búhos. Viajó con la luz que se
perdía en el nacimiento de la negritud entre los troncos, la áspera oscuridad
del aire enfriándose a orillas del río. Nadó con la corriente hasta hallarse en
la región los grandes gatos que aguardaban la noche como a un cielo bienhechor,
escondidos en la hierba, agazapados, con los párpados apenas abiertos para
ocultar el brillo de los ojos, mirando a la luna y esperando que ella borrase
los contornos con sombras y difusas líneas, hasta hacer del mundo un ambiente
adecuado para el miedo.
El olor atrajo al animal de manchas grises
que ahora se estaba acercando a ellos.
Zor había percibido desde un poco antes el
aroma a sudor del pelaje. Iba a prevenir a Markus, pero algo lo detuvo. La
debilidad del cuerpo dolorido, tal vez, la pesarosa lobreguez del
adormecimiento, el deseo de acabar con el enemigo y sobrevivir.
El gato montés miró primero a Zor, como si
así se asegurase de su indiferencia. Después a Markus, que retrocedió con
torpeza apoyando una mano después de la otra sobre la tierra blanda,
arrastrándose con la vista fija en la bestia.
-No te muevas-dijo Zor, pero su voz fue
sólo un susurro.
Escucharon las pisadas sobre la hiedra. El
animal era un cazador como ellos. Las garras se extendieron y se asomaron entre
el pelaje de las patas. Los colmillos brillaron cuando abrió la boca. Los pelos
moteados y espesos del lomo se erizaron hasta la cola. Los largos bigotes
grises se habían tensado y temblaban.
Entonces se abalanzó sobre Markus y mordió
el pie. Markus gritó mientras trataba de retroceder, pero el animal hundía más
sus dientes. Luego sacudió la presa desgarrando los huesos y la carne que aún seguían
unidos al resto de la pierna. Y escapó con pedazos de carne en la boca para
perderse en la espesura.
De la pierna borboteaba un chorro de
sangre, formando una masa roja y oscura en el muñón. El largo cabello blanco de
Markus se mezclaba en la hierba, pero perdió la conciencia después del dolor.
Zor creyó seguir escuchando los pasos del
gato y el crujido del hueso entre los colmillos, aún cuando ya estaba lejos.
Necesitaba levantarse y llegar al límite del bosque en busca de ayuda. Comenzó
a arrastrarse siguiendo la guía de las estrellas entre los árboles, las sombras
de los troncos. La noche y los animales ahora le resultaban menos peligrosos
que los hombres.
Durante tres días avanzó arrastrándose.
Descansaba en las noches y bebía de la escarcha y el rocío nocturno. Se dio
cuenta que sus miembros iban adquiriendo fuerza, pero no la suficiente para
erguirse. Sintió cosquilleos en los dedos de las manos. Recostó la espalda con
llagas sobre las hojas frescas. Los huesos le dolían cada vez que se daba
vuelta. Sabía que era necesario alejarse del bosque si no quería que los
cazadores de Reynod viniesen a buscarlo.
Pudo arrastrarse hasta el último árbol
antes de los campos de turba al que llegaban los vientos fríos de la lejana
costa norte. Allí casi no había arbustos y el pasto escaso crecía en cortas y
finas hebras duras. Se quedó acostado, no tenía fuerzas para seguir. Miró el
paisaje desolado, los escarabajos que pasaban a su alrededor, y finalmente se
durmió.
Al despertar, sintió hambre. Trató de
levantarse, pero sólo pudo darse vuelta con más facilidad de la que esperaba.
También el dolor fue mayor.
Tengo
el cuerpo de una araña.
Pensó en Markus,
que debía seguir desangrándose en el bosque.
Tengo el espíritu de una araña.
Lamió luego el rocío del suelo, las
escasas gotas que le parecieron olas de agua fresca.
Nunca supo cuántos soles pasaron sobre él.
Cambiaba de posición de vez en cuando para no quemarse, pero ya no encontró
forma de cubrirse. Se arrepintió de haberse alejado de los árboles, pero ya no
tenía fuerzas para regresar.
Se
hunde en la niebla de la mañana en las praderas al oeste del Droinne. Los
bisontes pacen, los bisontes avanzan levantando el polvo que los envuelve.
Los hombres se
esconden detrás de la última fila de abetos antes de la pradera, y vigilan a
las bestias, que tienen las testuces
inclinadas y rumian con pájaros sobre los lomos. Los hombres salen en
grupos y llegan al gran claro, corren y se esparcen como un ancho y lento río.
Se acercan embadurnados de barro para ocultar su olor. Las lanzas recién
afiladas en los brazos en alto, brillando a la luz del sol que dispersa la
bruma.
“¡Soles de aquellos
días!”, recuerda. “Ya no volverán los tiempos de la abundante caza, las
hermosas bestias cuya carne se abre con el filo de los cuchillos. La carne que
satisface el hambre de los hijos y las mujeres, nuestra propia hambre de
fuerza, de sangre manchando las manos en
señal de mansedumbre.
“La masa de
músculos muertos derrumbándose en la tierra arremolinada por las pezuñas, el
cuerpo vencido.
“Los gritos
alrededor de las nobles cabezas caídas, los cantos y bailes, y luego el rito
del primer corte otorgado al más viejo. Sentir el cálido vaho de las entrañas,
estremeciéndonos con un escalofrío en medio del rubor del sol, aún demasiado
jóvenes para entender de lentitud o suavidad.
“El bochorno del
sol del verano iluminando la cresta de nuestro poderío en las praderas.”
Creyó seguir soñando cuando
vio a un grupo caminando a lento paso, no muy lejos de donde él estaba. Intentó
llamarlos pero tenía la garganta seca y fue incapaz de emitir más que un
quejido.
El cortejo avanzaba y se estaba alejando.
Entonces arrojó algunos pedruscos a los cuervos que lo habían rondado desde
días antes y que ahora lo aguardaban posados en el suelo. Las aves aletearon y
huyeron, los hombres que pasaban se dieron vuelta. Vestían de negro y tenían
las caras cubiertas por máscaras fúnebres. Manchas ovales y negras sobre los
labios y ojos, los círculos de la muerte alrededor de las manifestaciones de la
vida. Llevaban cargando un cuerpo envuelto en una mortaja de tela simple, el
muerto debía ser un execrado del pueblo.
Se habían detenido y lo señalaban. Un hombre
se separó de los demás y comenzó a caminar hacia él. Cuando estuvo a su lado,
lo cubrió con su sombra. Zor apenas distinguía las facciones, pero creyó
reconocerlo aunque no podía pensar con claridad.
-¡Zor! ¡Nos dijeron que había muerto!-
dijo el extraño.
Zor quiso hablar, pero tosió. El otro le
dio de beber de una bolsa sujeta a su cinto, y esperó a que tomase varios
tragos.
-Casi lo estoy- dijo Zor, más aliviado
después de escupir agua y sangre.- Allá atrás está Markus, quizá vivo todavía.
Pero antes de seguir con tu funeral, dame más agua o yo también acompañaré a tu
muerto. ¿Quién era, si puedo saber?
El otro lo ayudó a levantar la cabeza,
pero no contestó.
-¿No me oíste?
-Este cortejo es para tu esposa. El Brujo
suspendió los festivales, maldijo a toda tu familia y ordenó matarla. Si
descubren que salvamos su cuerpo de la hoguera, nos quemarán.
Zor lo miró otra vez con atención, y
recordó que ese hombre era el hijo del artesano de lanzas, uno de los pocos
cuyas familias se habían atrevido en contrariar a Reynod. Pero esto ya no
importaba. Los ojos de Zor giraron de un lado a otro de la llanura, mirando al
campo desolado, al cielo roto por líneas celestes entre las nubes grises, al
cortejo y las caras en la distancia, asomadas por entre el polvo como puntos
negros, grumos de tierra levantados del barro. Miró hacia la mortaja y adivinó
las formas del cuerpo. Se sintió perdido. Sus pies pisaban el vacío más que al
caer del árbol, más que en la insensibilidad del cuerpo roto. Sabía que pronto
iba a perder la razón si no se levantaba.
Hizo esfuerzos por erguir la espalda.
Pero después de intentarlo muchas veces se dio por vencido, y no halló otra
alternativa más que gritar.
El grito, más un llanto exhalado que un
grito, más un gemido que el grito de la furia, inundó toda la extensión del
campo de turba. Se esparció por el cielo nublado hacia la fría superficie de la
costa y del mar, mucho más lejos.
Porque el viento era el mensajero, el
viajero errante encargado de los desconsolados lamentos.
*
Una masa roja y de brillo
intenso bajaba por las laderas como una gran lengua en medio del mundo gris,
como un precoz crepúsculo y abrupta noche sin estrellas ni luna. Pero era la
luna la que estaba bajando de la montaña.
La lava color de luna caía
lentamente arrasando con los árboles y la gente. Los gritos provocaban el
pánico de los que observaban desde la playa. Reynod se quedó allí un largo
rato, rechazando los llamados de sus súbditos, que tironeaban de su manto para
obligarlo a huir. En la orilla opuesta, comenzaron a verse los gestos
desesperados de hombres y mujeres huyendo de la montaña que los seguía con la
lentitud de un monstruo con pies de fuego. Los que alcanzaron la orilla se
arrojaron al río, el olor de los cuerpos quemados se levantaba de la superficie
del agua.
La lava siguió bajando con su boca hecha
de llamas, y cuando finalmente llegó a las aguas, un denso vapor rojizo
ensombreció aún más el aire. Una nueva capa de nubes grises se había formado y
descendía en lentas, pesadas masas de vapor. La lava desplazó al río de su
cauce, las olas se levantaron primero espesas, luego más altas, una detrás de
otra, empujándose cada vez más lejos, hasta crear una montaña de agua que no
sólo inundó las playas adyacentes, sino todo el terreno de los desfiladeros
hasta más allá de los surcos rocosos, entre los primeros árboles de los bosques
en ambas costas.
El brujo y su gente habían huido hacia los
promontorios encima de esos mismos surcos que se estaban inundando. Había
tomado la decisión correcta, pensó al ver venir las aguas, al enviar a sus
hijos lejos y refugiar al pueblo en algún sitio lo más alto posible. Sabía que
el volcán no iba a conformarse con destruir sólo sus contornos. Las manos del
dios de la montaña se extenderían hasta acabar con el pueblo que albergaba a
los desobedientes.
El humo llegaba en bocanadas densas. Los
hombres de mayor confianza se protegieron junto a Reynod, que se había erguido
con los brazos en alto invocando la piedad divina, como si con ese solo gesto
pudiese dominar las fuerzas de la naturaleza. Después hizo un círculo con los
brazos y elevó la mirada al cielo. Los demás lo imitaron, aún cuando el agua ya
había subido y empezaba a rodear las base de los troncos. Temblaban mientras
rezaban, mientras sus rodillas se hundían.
-No teman- dijo él.- Conmigo estarán a
salvo.
El río corría junto al
desfiladero. Recién al llegar la noche se había serenado y formado un nuevo
lecho. Finalmente el agua comenzó a retroceder. Muchos se asomaron desde los
promontorios, apoyados en los troncos caídos para observar el nuevo cauce que
se desplazaba lentamente, oscuro, con grandes círculos humeantes y rojos como
hongos rodeando los cadáveres que pasaban flotando.
Los niños se despertaron con hambre y los
hombres fueron a buscar las cabras que habían huido. Regresaron arrastrando de
los cuernos a las que estaban muertas, y las cocieron al fuego. Las mujeres
ordeñaron al resto.
Reynod caminó entre su gente. No parecía
cansado, ni siquiera aceptó alimentarse hasta que los demás lo hicieran
primero. Se asomó de las rocas sobre el nuevo río, y creyó ver en la niebla,
entre los troncos erguidos como tallos verdes sobre la superficie ya mansa del
agua, una pálida penumbra de voluntad propia.
siluetas
indemnes a la destrucción, como si viniesen desde otro lugar nunca alterado.
visitantes asombradas del paisaje del que no creían ser la causa,
ellas, las inocentes hijas de lo
inexplicado, de lo imperecedero, como la sustancia de los huesos o el origen de
los gusanos y la sangre, naciendo del alma de los hombres, causa y fin de los
actos, iguales a sombras adentrándose en los cuerpos para cometer los más
atroces designios con el nombre de los otros
le hablaban en un idioma que no conocía,
que fue entendiendo poco a poco, un dialecto extraño de familiar cadencia, con
primitivos tonos de la infancia, escuchó con atención su relato: le estaban
hablando de los muertos,
-Nos esperan, padre no padre -dijeron.-
Los dioses esperan, nos llaman desde hace mucho
las hijas se equivocaban, sus espíritus
jóvenes veían lo que no eran en las sombras de los dioses, y debía hacerles ver
el error, el castigo a la familia de Zor era el castigo de los dioses sobre el
pueblo, él desataría los nudos en la garganta de los dioses, sería su voz, el
viento y el agua para barrer la sangre atrapada en las bocas de los creadores,
los haría decir sus nombres, que él nunca
supo,
las hijas iban a morir para la expiación
del honor del pueblo, para borrar las dudas que otros creaban en su mente,
vírgenes para los cuerpos de los dioses, el fuego de esos cuerpos transformados
en cenizas creando semillas, polen esparcido por los vientos
Reynod dio la espalda al volcán y ordenó:
-¡Preparan los altares de sacrificio, y
traigan a mis hijas!
Pero él no iba a desprenderse aún de los
tres varones. Si los había mantenido aislados e inalcanzables, tanto que nadie
más que dos guardianes y dos ancianas accedían a ellos, no era para perderlos
tan pronto. Sólo cuando él fuese demasiado viejo y sus enemigos acabados, los
hijos saldrían como estrellas brillantes para gobernar con la fuerza de un gato
montés uno, la astucia de un zorro el otro, y la delicadeza de una hoja el
tercero. Para complementarse y darse consejos, para turnarse en la tarea de
procrear con sus hermanas y continuar la pureza de la inteligencia y la
porosidad de esos ojos capaces de percibir la sustancia de los dioses.
Como él, aunque no fuesen hijos de su
carne, eso no importaba.
Uno de los niños una vez le había
preguntado:
-Padre, ¿cómo sabré si es un dios el que
me habla?
-Lo sabrás porque tus sentidos van a
decidirlo. Cuanto menos pienses, mayor será el campo de tu percepción.
Luego se acostaron, cubiertos por las pieles de osos que sus hombres
habían cazado, y que las mujeres cosían especialmente para los niños. Los dejó
durmiendo con el viento agitando sus cabellos largos, y Reynod levantó la vista
hacia la luna, que parecía estarlo mirando, y hablarle. Cerró los ojos a esa
luz blanca que lo observaba. Tapó sus oídos al viento que barría la superficie
del río, al murmullo del agua, a la lenta y exasperante voz de su memoria, con
ese tono lastimero de una madre preocupada.
Los hombres empezaron a construir el
altar. Usaron los troncos arrastrados por la inundación, también las balsas que
habían encallado y colgaban con murciélagos en los bordes de las rocas. Se
oyeron martilleos y mazazos durante cinco noches y días. Golpes de las hachas
en los troncos, y el zumbido de las voces que rezaban acompañando a los que
trabajaban.
El olor de las especias quemadas por los
ayudantes del brujo delante de los muertos, corrió a lo largo de las playas de
lava, que se iba enfriando lentamente.
Al final del sexto día, los altares
estuvieron listos. Algunos pocos hombres aún se dedicaban a colocar leña
alrededor de los troncos de nudos retorcidos y brotes abortados, erguidos en un
extenso campo de marga.
Reynod comenzó a caminar entre los
troncos. Contemplaba, con orgullo, la belleza de la construcción.
Cuando el volcán ya se había
apagado y la niebla desaparecido, escuchó el cántico de sus cazadores desde los
bosques, más allá de los montones de arenisca. Y entre las ramas de las hayas
lastimadas por el aire caliente y la ceniza de todos aquellos días, aparecieron
los hombres portando sus lanzas en alto, agitándolas en señal de victoria.
Las puntas rotas y con bordes como dientes
se balanceaban llevando el cuerpo de Sila, desgarrado y rojo, clavados los
cuatro miembros en cuatro lanzas. Enjambres de moscas se habían posado sobre el
cadáver. Pero la carne brillaba como el sol en los últimos días del verano.
-¿Dónde está el nieto de Zor?- preguntó.
Los hombres se miraron temerosos al ver la
furia del brujo. Reynod emitió un profundo suspiro de lamento, seguro ya de que
nunca nada sería suficiente para acabar con el recuerdo.
-¡Ustedes también serán entregados a los
Dioses!
La pintura en la cara de Reynod se había
deformado. Ya no era una fría máscara imperturbable, sino la mueca de algo que
retorcía su espíritu.
Las vírgenes fueron atadas a los maderos. Algunas eran de piel
oscura, pero otras tenían un matiz claro que transparentaba las venas del
cuello. Todas eran de cabellera lacia y larga que se movía sobre las túnicas
blancas. Caminaron con las cabezas gachas por el sendero abierto entre las
filas de guardias. De vez en cuando levantaban la vista para mirar a los
hombres. Eran de edades similares a la de Sila al morir, se dijo Reynod, pero
parecían niñas encerradas en cuerpos de mujeres. Sus formas delgadas acentuaban
la pequeñez de los senos y el vello de las pelvis. Sólo una de ellas lloraba,
pero en silencio, porque el brujo les había hablado de la necesidad del rito,
de la privilegiada suerte de ser elegidas para satisfacción de los dioses. Los
Creadores aman con especial devoción a quienes se sacrifican por Ellos, les
había enseñado.
Por eso subieron seguras, a pesar del
miedo, y miraban con tristeza a las que quedaban al pie del altar. Sabían que
el pueblo las observaba como si ellas no fuesen humanas, sino seres venidos con
una mancha de sangre en la espalda.
Habían nacido entre el fuego que mató a
sus madres, y así morirían. El fuego era su estirpe y el volcán había venido a
buscarlas. Reynod las había preparado para la muerte. Así de sabios eran los
dioses. El mundo que conocían ya no existía en ese lugar donde lo únicos
pájaros volaban sobre los cuerpos no enterrados.
El único consuelo era la figura del Gran
Padre allí adelante, con sus brazos en alto mientras rezaba. El cabello largo y
canoso cayendo sobre los hombros, el pecho ancho bajo la túnica ceremonial
tejida con fibras de juncos y cosida con hilos de carnero. Las grandes hojas
estampadas en la tela hundían y extraviaban la mirada en lo profundo de un
bosque oscuro, donde los animales olían a muertos.
Entonces el brujo inició la ceremonia,
entonando una música triste con su cornetilla de madera.
Ellas no habían olvidado la leyenda que él
les relataba cuando eran pequeñas. Venía a visitarlas rodeado de su séquito,
cubierto con pieles en invierno, con el torso desnudo en la primavera, en las
largas temporadas de caza. Cuando terminaba de acomodarse sobre las mantas que
sus ayudantes extendían sobre el pasto, ellas lo rodeaban en silencio, apenas
conteniendo el temor por el siempre impredecible ánimo del brujo.
-Desde hace mucho han admirado este
instrumento...-les decía.-Hay un árbol en la lejana región del Oeste, mucho más
allá del río, donde anidan las aves con el canto más hermoso. Yo he escuchado
las órdenes de los Dioses en sus trinos.
Cuando comenzaba a tocar, el resto de los
sonidos del mundo desaparecía. El bosque se transformaba para ellas en un sitio
de clara belleza. Las bandadas pasaban por por donde él tocaba, los insectos se
posaban en los hombros de las niñas, y la luz que entraba al bosque parecía
formar un aura alrededor de la cabeza de Reynod. Las mujeres que cuidaban a las
niñas se estremecían y caían de rodillas. Las jóvenes miraban, veían las
manchas rojas en la cara de Reynod, y entonces se miraban las manos.
El brujo era otro hombre en esos momentos,
quizá ni siquiera uno en realidad, sino varios hombres encarnados en la figura
de aquel sonido, una figura suspendida en el aire verde, cubierta de gotas de
rocío, del sudor de los animales y la nieve del invierno. Algo indefinido
pendiendo del cielo, arrastrado por los dioses del viento.
Después el brujo abría los ojos, se
levantaba y se iba. La rígida expresión de la autoridad volvía a su cara, la
dureza de la investidura sobre la blandura del rostro.
Reynod creyó escuchar un grito de hombre,
una voz conocida traída por el viento. Pero el tono de pesar era muy lejano, e
inverosímil, como si hubiese atravesado el tiempo o sobrevivido a su propia
decadencia y muerte frente al peso de la distancia, y lo adjudicó a sus
acostumbradas voces.
Volvió a concentrarse en la decisión de
las que iban a morir o a ser preservadas para su descendencia.
¡Ustedes,
en lo alto, por qué no están hoy conmigo! ¿Por qué dejan que mi máscara y mi
rostro sean diferentes, que los ojos sientan pesar y los labios un furor
traducido en sentenciosa fatalidad?
Cómo las elegiré
para la vida o la muerte, con qué ideas o pensamientos de futuro probable o
improbable. Ella sí... la otra no... la más pequeña tiene un largo tiempo de
fertilidad para que mis hijos procreen... la mayor ya no me será útil.
Recuerdo cuando
nació. Tanto tiempo, y tanto hielo y nieve y muertos han pasado, cubriendo la
delgada capa de piedad al ver su cuerpo indefenso entre las manos de la anciana
que se la llevaba, y los brazos de la madre que se adelantaron con el gesto
poderoso del anhelo, sin alcanzar a tocarla. Fue ésa la última vez que cometí
aquel error. Después, vendé los ojos de las madres, tapé sus oídos, y las llevé
a la hoguera.
Elegir.
Caminan juntas
hacia el fuego, pero separadas para siempre una de la otra, hijas irreconciliables
de mi tórrida alma.
Cuando terminó su
elección, había dos grupos: uno junto al altar, esperando. El otro caminaba
hacia los maderos.
Sacó el estilete. El brillo se alzó con el
reflejo sublimado del sol entre las nubes, un centelleo que hizo a todos
cubrirse la cara con los brazos. Entonces se acercó al primero de los hombres e
hizo un corte profundo en el lado derecho del cuello. La sangre se vertió
mientras el hombre gritaba y el corte seguía hacia el otro costado. Se había
formado un surco ancho, prolijo, burbujeante por el aire exhalado a través de
la segunda boca de labios nuevos.
Repitió el mismo proceso con cada uno de
ellos. La ropa ceremonial había quedado marcada por grandes manchas rojas, la
calidez de la sangre lo hizo pensar en los cadáveres que había abierto en los
últimos años. La distribución de los órganos, las fibras y membranas casi
trasparentes
las
manos, los músculos que las mueven, las costillas blandas como madera de los
juncos, el corazón sin sonido, un cuervo muerto en el hueco del tórax, las
culebras de las entrañas, los huesos de las piernas y su fortaleza, su noble
sensación de la distancia, y allí arriba la masa de los sesos, tan extraños,
fútiles en apariencia, tan impenetrables y mudos, que provocan el deseo de
aplastarlos para castigar su silencio.
Arrojó el estilete a un lado, y elevando
otra vez su mano derecha, hizo resonar la cornetilla con un llamado de extrema
vivacidad. La sangre se deslizó por su brazo hasta llegar al hombro y unirse al
resto de las manchas del cuerpo.
Los sonidos se fundieron entre sí a
través de sus ecos, se convirtieron en un canto grave de tonos lacerantes.
Y encendieron las fogatas a su mismo ritmo.
Era una música opaca sobre el fondo ocre
del cielo. Nubes grises y negras se fundieron una sobre otra y comenzaban a
descender sobre el pueblo.
El cielo caía sobre la tierra.
El mundo se transformaba en una estrecha
choza cerrada y sin aire, donde el humo ahogaba a aquellos que lloraban.
Las llamas terminaron de envolver los
cuerpos de las vírgenes. El miedo apareció en sus caras por un instante, pero
desapareció frente a la dura mirada de Reynod. Las llamas lamían sus piernas y
su sexo. El humo de las hogueras se fue haciendo negro, y las columnas se
fundieron en una gran masa que podría haber competido con los restos del
volcán. El fuego crecía con más fuerza. El crepitar de la madera sobrepasaba
los gritos contenidos de las vírgenes.
El cuerpo cruje al morir. Somos madera
del mundo, materia que el espíritu no puede controlar del todo.
El ruido
y el olor.
El aroma de la
carne me ha atraído siempre. Pero el tiempo anula mi olfato así como cierra mis
ojos, que miran sin pestañear, secos como pequeños dátiles sin sabor. Las cejas
arqueadas, el sudor en la frente corriendo como lluvia estival. Un sudor que mi
barba se encargará de secar.
Las ancianas se taparon
las bocas, pero era necesario que su rezo continuase, firme e incesante. Los
hombres que avivaban el fuego habían agotado las ramas y arrojaban otras nuevas
que traían desde los árboles más cercanos. Ramas verdes, que tardaban en
consumirse y exhalaban un olor a hierba fresca mezclada con la carne de las
vírgenes.
están tomando la forma de los árboles
El humo había empezado a secarlas, las
hacía parte de la vegetación del mundo
el crepitar de los
huesos es el sonido de la música que llega de la tierra, un repiqueteo de
mandíbulas, de dientes y colmillos, de costras que se deshacen
el quiebre de los
cabellos, de los dedos crispados, torcidos por atrapar el aire, la ruptura de
uñas como escarabajos sin patas
las fogatas gritaban, el
fuego tenía la voz de mujeres. Un sonido que mezclaba los rezos de la historia,
los relámpagos confundidos en palabras de crueldad y los truenos moldeados con
los elementos del cielo. Voces elevándose y huyendo del polvo, de la carne y el
fuego postrero y liberador que las había concebido
de
las caras que hacen muecas con sonrisas negras
pequeños volcanes ardiendo en busca del
cielo, escaleras de etérea sustancia en espiral, en combate con la la soledad
de las alturas, con las hojas que vuelan en el pecho del viento
si
no pudiese ver esas sombras que se elevan sin piedad de los que se quedan,
soportaría todo mirando la consumación del fuego y el brillo de las llamas
extinguiéndose en la noche hasta la mañana siguiente, pero el aroma de los
muertos entra en la memoria, escarba en los sitios del dolor y rescata pedazos
de la carne del pasado
el olor inextinguible,
el olor perdurable como las almas, el olor de los cadáveres.
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