Mira la hora en su muñeca izquierda. Los pasajeros le hacen sombra. Busca la luz pálida de la bombilla que se asoma, precaria y sucia, del techo del vagón. Son las cinco y media de la mañana. Hace mucho que no se levanta tan temprano. Desde los tiempos en que iba a la facultad, o después aún, cuando se despertaba ya sin necesidad del reloj, casi a las cuatro y media, para llegar a la guardia del hospital.
Pero ahora los medicamentos no lo dejan dormir antes de las dos o tres de la madrugada, descansa una hora y vuelve a despertarse, seguro de que no volverá a dormir otra vez. Sabe que hubo un tiempo en que dormía diez, doce, veinte horas al día, en algún lugar que no recuerda, pero tal vez sus sueños lo confunden al darle tanta impresión de realidad.
La gente va a trabajar. El tren no está muy lleno. Viajan pocos hacia Moreno a esa hora. Blas vive en Buenos Aires y no trabaja, por lo menos hasta que su situación se arregle. Una situación que nadie más que él conoce, porque si los demás llegasen a enterarse, no podría estar como está ahora, libre, en un vagón de tren, y sin que nadie le reproche los sonoros bostezos, la barba desprolija, el cabello un poco sucio.
Blas parece un vagabundo. Sin embargo, nunca se lo reconocería a sí mismo, jamás imaginó que llegaría a verse así alguna vez. Los recuerdos vienen, fragmentados, como si fuesen de otros hombres, de otros tiempos o lugares remotos, y al cerrar los párpados se apoderan de él. Entonces se frota la cara y saca del bolsillo del sobretodo el diario del día anterior.
Lee un artículo de cinco líneas, perdido entre titulares de letras gruesas. En Mariano Acosta comenzará hoy, a las siete y media de la mañana, la excavación para comenzar los cimientos del nuevo edificio municipal. Y Blas debe estar allí, sabe que tiene que llegar antes que ellos y comprobar lo que se levantará del polvo.
Hacía cerca de un año que trabajaba en esa guardia. Era una salita de auxilios con algunos consultorios a quince cuadras de la estación de Mariano Acosta. Al llegar por primera vez, casi no prestó atención a las miradas de los vecinos, a los chicos que lo miraban pasar desde las ventanas de la escuela. Llevaba un traje gris con chaleco, la corbata roja, el guardapolvo pendiendo del antebrazo y el maletín en la otra mano. Recién se dio cuenta del contraste de su ropa con la precariedad del barrio cuando las calles de tierra le mancharon el pantalón y los zapatos con barro.
-¡Buenos días, doctor!- lo saludó la enfermera de la mañana.- ¡Pero cómo se vino tan elegante!
Él no contestó. Se quedó boquiabierto, como si estuviese escuchando el reproche de su madre. Luego, su voz sonó gangosa, y sus ojeras coincidieron más con esa voz que con el hecho de haberse levantado tan temprano. Se había vestido sin pensar adónde iba, mientras desayunaba con las tres cápsulas matutinas. Los medicamentos que le enseñaron a tomar todos los días en un lugar que no recuerda, igual de lejano e impreciso que el tiempo anterior a su nacimiento. Drogas que tal vez habían sido creadas para eso: olvidar, y sin embargo, la mente se revelaba, fluía por un colador de acero opaco y negro como los recuerdos que se ocultaban detrás.
La enfermera lo ayudó a cambiarse. Le mostró el box de guardia, el instrumental para urgencias y la camilla ginecológica, que estaba rota.
-La doctora anterior se animaba a atender los partos hasta que llegaba la ambulancia para derivarlos al hospital-dijo ella, y sonrió. Ese gesto despejó el temor que Blas había estado incubando durante toda la mañana. Cómo un hombre de treinta y ocho años podía tener miedo de tomar una guardia de atención mínima. Los conocimientos no los había olvidado, los medicamentos no pudieron con eso. Aquella parte de su mente permanecía indemne, pero, sin poder evitarlo, tenía miedo.
Al día siguiente, reemplazó el traje por un guardapolvos y un pantalón blanco. Ahora los chicos lo seguían por la calle, pegándose a sus piernas. Él les acariciaba la cabeza y saludaba a las mujeres asomadas a las puertas.
-¡Hoy llevo al nene para la vacuna, doctor!
Blas asentía en silencio. La barba crecida pero limpia, el cabello corto, la sonrisa dispuesta a cualquier niño que se le acercara.
-Usted debió haber sido pediatra, doctor, se lleva muy bien con los chicos. ¿Dónde trabajó antes?
Miró a la enfermera por un instante, e hizo como que no había escuchado.
-Hay que hacer pedidos de guantes y poner estas pinzas a esterilizar, por favor.
-Sí, doctor.- Ella no volvió a insistir.
En una noche de julio, la enfermera se había sentido mal y se fue a casa. Blas se quedó solo en la guardia. La luz en la entrada de la salita brillaba como una estrella en medio de la desolación de la calle. De vez en cuando sonaba un ruido de cadenas de bicicleta. Eran los hombres que volvían tarde del trabajo. Los perros ladraban, y sus voces se convertían en aullidos perdidos en el viento. No solía llegar gente después de las doce, y no temía a los asaltos. Blas sabía que su ropa de médico era tan fuerte como una armadura, imponía respeto y admiración. Lo dejaban en paz.
Mirando desde la ventana empañada por su aliento, otra vez sintió miedo. Pensó en las pastillas, pero no las tomaría más tarde. Había decidido abandonarlas.
Golpearon a la puerta con impaciencia. Fue a abrir. Una chica que no debía tener más de dieciocho años, se abalanzó hacia él y lo abrazó. Las ropas frías, mojadas, lo rodearon como si el mismo invierno hubiese entrado para atraparlo y llevarlo hacia un lugar sin regreso.
Le preguntó qué sucedía. Ella no levantó la vista. Lloraba con la cara pegada al pecho de Blas. Él hizo un gesto de fastidio. Cerró la puerta y acarició la cabeza de cabellos castaños y lacios de la chica. Lentamente, ella se fue abandonando, y dejó caer todo su peso en los brazos de Blas.
La levantó y la acostó en la camilla. Entonces se dio cuenta de que estaba embarazada, tal vez a punto de dar a luz en esos días. Ella volvió a despertar con un grito, y se sujetó a él mientras lo miraba.
-¡Al fin te encontré!- balbuceó.
Blas le preguntó si acaso la conocía.
-¡No seas hijo de puta! ¡Sabía que me ibas a negar! ¡Pero no vas a negar el hijo que me hiciste!
Blas retrocedió. La chica estaba loca o probablemente drogada.
-Mirá...-le dijo.-...primero vamos a ver qué pasa con las contracciones y después hablamos. ¿Vivís por acá?
-¡Pero si te estuve buscando por meses! Me escapé cuando supe que estaba embarazada y empecé a buscarte. No me vengás con la historia de que no me conocés…- La voz de la chica era brutal, oscura, gastada por algo más profundo que un resfrío o la gripe.
Le tocó la frente. Ardía. Le puso el termómetro y comenzó a auscultarla.
-Tenés una bronquitis tremenda.
Dejó el estetoscopio y fue al teléfono.
-Llamo al hospital para que te internen.
-¡No! Quiero quedarme acá.
Otra contracción la hizo gritar .
-Dejáme revisarte, por favor.
La chica tenía una gran dilatación, y el trabajo de parto era inminente. Puta la suerte que me tocó, pensó él. Pero ella lo había escuchado. Cómo pudo haber oído su pensamiento, a menos que lo hubiese murmurado sin darse cuenta, a veces le pasaba.
-Nunca me llamaste puta, me dijiste que fui tu mejor consuelo en mucho tiempo. Me acuerdo cómo lloraste después, parecías liberado.
Blas había terminado de poner la vía y el suero. Llamó al hospital y pidió una ambulancia con urgencia. No tenían ninguna en ese momento, le dijeron, pero en cuanto dispusieran de una, la enviarían. Volvió al lado de la camilla. Le sacó las ropas húmedas y la cubrió con frazadas que había entibiado sobre la estufa.
La chica se tranquilizó por un rato, pero no dejaba de mirarlo con ojos afiebrados. Se hizo un tenso silencio que sólo algunos ladridos interrumpieron desde la calle. Blas no podía soportar esa mirada, no lograba sostenerla sin que sus propios ojos huyeran, buscando esconderse, pero en realidad no había dónde.
-Escuchame. Creeme que te confundís. Tengo casi el doble de edad que vos, ni siquiera te conozco, ni es posible que nos cruzáramos alguna vez. Pensálo bien, pensá en tu novio y decíme si se parece a mí.
-Me conocés, Blas.- Ella sacó la mano de abajo de las mantas y le acarició la mejilla, la oreja, y apoyó su dedo índice en la nariz de Blas.
-Tu nombre me convenció, tan suave. Me parecías un hombre triste, pero seguro, fuerte, no como los chicos de mi edad. Decíme si no te acordás de esto, si casi nueve meses son suficientes para hacerte olvidarlo.- Y le mostró las muñecas, una cicatriz transversal cruzaba cada una.- Te conté esa misma noche por qué me habían internado, y me entendiste, fuiste el único que realmente...tu voz me convenció, en la oscuridad de la sala, aunque los otros nos escucharan, para mí estabas sólo vos...- Ella se extravió en el delirio, gotas de sudor hicieron brillar su cara bajo la luz de los tubos fluorescentes.
Le tomó la presión. Si continuaba descendiendo la perdería. Pero no iba a practicar una cesárea allí, sin ayuda, sin material. Se secó la frente con la manga. Hizo memoria de lo aprendido muchos años antes. Sí, lo esencial lo recordaba, pero cómo era posible que esa chica le hablara con tanta seguridad, cuando él no tenía memoria de nada referente a ella. Sabía su nombre sin que él se lo hubiese mencionado, aunque podía haberlo averiguado también por los vecinos del barrio. Quería meterlo en una trampa, sacar ventaja de su situación con algún abogado de por medio.
Ella volvió a despertar.
-Estábamos juntos esa noche de noviembre, ¿te acordás? Me tocaste y dijiste que no habías estado con ninguna mujer como yo. Tu aliento era parecido al mío, ese olor a remedios que hundía los pasillos del hospital. Todo olía a lo mismo, siempre.
Blas no recordaba haber estado internado jamás.
-Te voy a confesar algo, mientras esperamos, para que te tranquilices. A veces me deprimo, tuve un período de mi vida en que no resistí más, ¿entendés?, y me hundí como esos pasillos de los que hablás. Uno se hunde sin darse cuenta. Tomé remedios, todavía lo hago. Me ayudaron a pasar el tiempo, a no pensar. Te borran cosas, te anulan hasta que ya no sentís más. Y esa es una manera de vivir, de pasar los días como si todos fuesen un domingo nublado a las dos de la tarde, indefinidamente.
La chica volvió a dormirse. Le tomó el pulso. Decrecía. Ya no tenía contracciones, pero la dilatación era la misma. El bebé iba a morir antes de nacer. Volvió a llamar al hospital, esta vez daban ocupadas todas las líneas.
Basta, se dijo. Preparó la caja esterilizada, los campos quirúrgicos. Limpió el cuerpo con yodo y tomó el bisturí. La incisión le salió perfecta, como si no hubiesen transcurrido algunos años.
Era el único varón en el servicio de pediatría, y las madres lo elegían por diversas razones. Tal vez fuese el atractivo que ejercía su presencia entre tantos gritos y voceríos femeninos. Después de tres años de residencia y cinco de trabajo arduo, había obtenido más la simpatía de los pacientes que de las autoridades del hospital.
La noche que llegó la niña de tres años, no había camas vacías. Decidió dejarla en la camilla de la guardia para observarla y hacerle estudios. Los padres lo miraron con desconfianza mientras la revisaba.
-Vamos a internarla en cuanto haya cama, no se preocupen.
Blas se oyó llamar por el altavoz, y fue a atender a otros pacientes. Media hora después, vio un revuelo en el box donde había dejado a la niña. Corrió. La pequeña convulsionaba, vomitando sangre y manchando las sábanas y la ropa. De pronto, los temblores se detuvieron. Una pediatra había comenzado con las maniobras de reanimación, pero dos, tres, cinco minutos después todo fue inútil. La niña no se movía. La madre la levantó en brazos como a un fardo envuelto en telas sucias.
El padre empezó a amenazar a Blas sacudiendo los puños frente a su cara puños. Lograron apartarlo, pero el hombre siguió llamándolo asesino, y esa palabra repercutió en toda la guardia. La gente lo miraba, y tal vez nada pensaran en particular; sin embargo, él ya no podía ver más que esa mirada de acusación.
Meses después lo demandaron, y su seguro no cubrió el monto. El padre de Blas era un forense reconocido en la ciudad, al que todos llamaban simplemente Dr. Ibáñez, pero no quiso pedirle ayuda. Blas estaba seguro de lo que pensaría su padre cuando se enterase.
Vendió la casa y se llevó a su esposa e hijo a un departamento del barrio de Once. Intentó seguir trabajando, pero al atender a un paciente dudaba del diagnóstico y de la droga recetada. Hacía volver a los enfermos casi todos los días, y éstos se cansaban y lo abandonaron. Ya no quiso trabajar. Fue ésa la época en que dejó de dormir, dando vueltas en la cama toda la noche. Su mujer le dijo un día:
-Hay píldoras para dormir, Blas, deberías saberlo.
Y esa voz dura tenía razón. Pero luego las pastillas ya no le sirvieron. Se quedaba todo el día encerrado, comiendo, mirando televisión. No hablaba. Luego, un día, apagó el televisor y ya no se levantó del sofá. Escuchaba voces a su alrededor. La de su esposa, la del hijo, y otras desconocidas. Un día alguien vino a buscarlo, hablándole suavemente. Desde entonces nada recordaba.
El bebé estaba muerto y la placenta se había desprendido cubierta de sangre coagulada. Puso el cuerpo del niño en una bolsa y se dedicó a cerrar la herida. Miró el pecho de la chica, le pareció que respiraba más débilmente. Le tomó el pulso. No existía. Quizá había muerto desde varios minutos antes y no se había dado cuenta. Él, médico, no se había dado cuenta. Esta vez, ya no se sorprendió de sí mismo, y esto lo dejó más perplejo aún. Tantos niños que había salvado, tantos, y uno que se perdía, se iba, traicionándolo, le había quitado el sentido a todo, absolutamente.
Blas acarició la cara muerta con sus guantes sucios de sangre. No recordaba qué había pasado ese año perdido en su memoria, ni cómo los medicamentos lo habían hecho actuar. ¿Era posible que él la conociera y la hubiese seducido? No, no recordaba, pero quizá sí sabía.
Miró a su alrededor. Se vio solo, con dos muertos, y rodeado por los rastros de una cirugía que cualquiera habría rechazado realizar. Pero más que nada estaban Blas y su pasado, sus antecedentes marcados en rojo.
Blas y la zona del tiempo fuera de su memoria.
Los demás sí recordarían, seguramente, todo estaba asentado en historias clínicas de curso irreversible, como manifiestos escritos por el mismo Dios en el principio de los tiempos. Y después, tal vez, aparecerían los testigos, que siempre surgen de las zonas de penumbra.
¿Y si el hijo era suyo? Los hombres dioses podían determinar, con su sangre y un cabello del niño, si lo era. Entonces qué iba a responder.
Cerró la bolsa roja con el cadáver del bebé. La puso contra la puerta de entrada. Fue a buscar una bolsa negra. Levantó en brazos el cuerpo de la chica y, doblándole las piernas, la cintura y la cabeza, lo hizo entrar. No era grande, no era robusta. Era delgada y frágil ahora.
Abrió la puerta. Nadie había afuera. Debían ser las tres de la mañana. Sonó el teléfono, y pensó de pronto en la ambulancia. Fue a atender.
-Ya la derivé. No, ya no la necesito, gracias.
Colgó. Volvió a la puerta y cargó la bolsa pequeña en su hombro y arrastró la otra. Comenzó a caminar oculto por la sombra de la pared, lejos de los focos de la calle. Siguió caminando por el sendero de tierra que atravesaba el descampado detrás de la sala de auxilios.
No veía nada, sólo sentía el pasto crecido. Había un arroyo a cinco kilómetros, después de las vías abandonadas, donde una serie de árboles formaba un pequeño bosque. La gente ni siquiera tiraba basura allí por estar tan lejos y oscuro.
La sombra de los árboles se movía frente al cielo nublado y tormentoso. El viento mecía las copas con un estruendo de ramas entrechocadas que dominaba la noche. El mundo y la ciudad parecían haber dejado de existir. Todo era viento, olor a pasto húmedo y tierra. Y la sangre venía a unirse a ellos. Blas se dijo que las cosas, a veces, concuerdan, se buscan una a la otra.
Con la pala que había traído del depósito, cavó una sola fosa. Arrojó las bolsas, y devolvió la tierra a su lugar. Si esa noche llovía, el barro emparejaría la superficie removida.
Regresó a la sala. Se lavó las botas, puso la pala, ya limpia, en su rincón. Limpió todo el interior. Lavó los instrumentos y los esterilizó otra vez. Nada quedaba de lo que había sucedido, y faltaban dos horas aún para que la enfermera de la mañana llegase.
En Merlo, baja del tren y espera la salida del empalme hacia Mariano Acosta.
Son ya las seis y media. El tren sale, esta vez lleno de gente, y debe viajar parado. Las estaciones se suceden entre empujones de los que bajan y suben. Está amaneciendo. Un rayo de sol entra por la ventanilla y cae justo sobre sus ojos, cegándolo. A pesar del frío, siente calor. El cuello del sobretodo se humedece con el sudor y despide un olor que lo avergüenza. Pero él no desvía la vista de la ventanilla. Mira el sol que se asoma detrás de las casas pobres de la ciudad.
Tantos soles ha visto, tanto que recuerda, menos aquel año anterior al que le ofrecieran el trabajo en Mariano Acosta. Era una guardia general, no importaba. Todos estaban al tanto de que no ejercería nunca más la pediatría. Sin mujer ni hijo, debía enfrentar la realidad de mantenerse a sí mismo. Pero quién lo había mantenido hasta entonces, no se acordaba.
El tren se detiene en la estación. Desciende. Se para un instante en el andén, pensando en que apenas dos meses antes había dejado la guardia por otro puesto mejor remunerado. Así se lo había explicado al médico amigo que trabajaba en la secretaría de Salud del municipio. Se despidió de las enfermeras y de los vecinos del barrio. Nadie le preguntó por la chica que lo había visitado una noche varios meses antes. Dejando pasar el tiempo, enterrando la idea como se entierran los cuerpos, nadie preguntó, nadie extrañaba a alguien que quizá nunca había existido. Eso lo tranquilizaba. Pero no podía dejar pasar más tiempo, no podía correr el riesgo. Mientras antes se fuese, antes lo olvidarían.
Cuando dejó la salita de auxilios, ya no tuvo adónde ir. Se fue de la pensión y algunos amigos lo cobijaron por semanas. Pero al verlo abandonarse a la suciedad y a una dejadez que rozaba el desquiciamiento, lo pedían que se fuera. Él, sin embargo, no podía huir de la ciudad, como una mosca que no es capaz de apartarse más allá de unos cuantos metros de un basural.
Vio el artículo por casualidad en un diario olvidado sobre la mesa del bar, y se puso a leerlo lentamente, para que cada palabra durase una hora y el sueño llegase más pronto que el hambre. Iban a excavar en el terreno lindante al arroyo. No podía ser otro el lugar, porque reconoció la descripción de los árboles, del pasto y el sendero del descampado. Tengo que ir, se dijo entonces.
-Maestro- le dijo al mozo.- Un sobrecito de azúcar, por favor, me bajó la presión.
El mozo iba a echarlo, no quería vagabundos en el local, pero la entonación cuidada de Blas, la palidez casi tenebrosa de su cara, lo hicieron abandonar sus reticencias. Blas abrió el sobrecito y lo vertió bajo la lengua. Rápidamente se recuperó y se fue, escondiendo el diario en el sobretodo. Se acostó en el umbral de un edificio, junto a un perro que le había ganado de mano, y trató de dormir.
Camina por las calles sin que nadie reconozca en el oscuro vagabundo al médico que los había atendido alguna vez. Pasa frente a la sala de auxilios. Alguien, un hombre de blanco, piensa, debe palpando a otro hombre, y los dos participan voluntariamente del destino que los ha unido para siempre. Pero no mira por la ventana, sigue de largo.
Ve el descampado. Las topadoras mueven sus brazos mecánicos entre la bruma de la mañana. Unos obreros colocan cintas con rayas rojas alrededor de la zona. Blas camina con lentitud hacia allí, escondido por los arbustos altos y la niebla. Parece un tronco negro, quemado, que se desplaza cuando nadie lo mira.
Llega hasta la primera cinta. Escucha las voces de los obreros y los arquitectos. Los motores de las máquinas se están calentando. Las ramas de los árboles se sacuden con el impulso de las topadoras, y las hojas caen como lluvia.
Allí abajo están ellos. Esperando.
Pasa bajo la cinta y continúa. Nadie lo detiene. Hay mucha gente que parece desconocerse entre sí. Administrativos, periodistas locales, policías, constructores, políticos. Todos dan indicaciones en voz más o menos alta. Pero nadie lo ve, ni nota tampoco lo que ha brotado entre las raíces del árbol que están arrancando.
-¡Tiren!
Los cables de acero tiran del árbol, y entre las raíces surgen los huesos, asomándose por los orificios de las bolsas rotas.
-¡No!- grita él.
Todos se dan vuelta para mirarlo. Los de la máquina no han escuchado y continúan tirando del tronco. Blas corre y empuja a los que, más con asombro que ofuscación, se interponen en el camino de ese hombre cuyo sobretodo se agita como un personaje salido de viejas películas.
Logra llegar a los árboles y se detiene bajo el que está siendo arrancado.
-¡Cuidado!- le gritan, pero él no hace caso. Se arrodilla y entierra las piernas en el barro removido. Las raíces se levantan como brazos de la tierra. Se pone a buscar las bolsas, los huesos. Pero los ha perdido de vista. Entonces se cubre la cara con las manos sucias.
Alguien se le acerca, lo ayuda a levantarse. Blas se da cuenta que esa persona, sea quien sea, le hace a alguien, más lejos, el signo mudo del que señala a un loco.
-Estaban acá, se lo juro- insiste él, pero ya no puede ahora contener el llanto. El brazo del hombre lo aprieta un poco, consolándolo, es el primero que lo hace después de mucho tiempo.
-No importa si perdió algo, ya lo vamos a encontrar- lo consuela el hombre, mientras se alejan. Blas lo mira y se seca las lágrimas con el pañuelo que le ha ofrecido. Siente, por un breve, un sublime instante, que está a punto de salir indemne.
Pero alguien grita, detrás de ellos:
-¡Dios santo! ¡Miren ahí, al lado del árbol!
Este cuento forma parte de la colección "El rostro de los monos", publicada en 2010. Las particularidades de este relato son las siguientes. En principio, estaba destinado a abrir la colección, ya que por su temática, representaba el factor común de la mayoría de los cuentos, es decir, la característica psico y socio patológica de los personajes principales del libro en general. Hombres o mujeres con cierta inadaptación a su medio, fundamentada en parte en una alteración psíquica congénita o adquirida que ofrece una tendencia hacia la violencia, por el otro, disociación con la sociedad en la que viven, que parte de los demás y se realimenta por la misma alteración o visión del protagonista. Este viaje de ida y vuelta de culpa y agresiones, de incomprensiones y dolores, genera una fuerza que en determinado momento deberá liberarse. Por supuesto, la intención no es crear historias clínicas ni informes médicos, sino plasmar en literatura perfiles de hombres y mujeres que se mueven en una situación y circunstancia en particular. En el caso de este cuento, tenemos un médico que ha caído en un período depresivo a causa de la muerte de un paciente. Como consecuencia de su internación y la medicación que le fue indicada, sufre una particular amnesia de ese año. Poco después, se encuentra con que su vida ha sufrido un vuelco de 180 grados, y aparece gente que no reconoce y responsabilidades que no recuerda haber adquirido. El relato habla de la culpa y de la responsabilidad, se hace la siguiente pregunta: si no hay recuerdo del acto delictivo, ¿hay culpa? La memoria, entonces, es el eje principal que hace jugar al protagonista un juego cruel pero no menos verdadero e inevitable que cualquier otro factor en los que el ser humano no tiene control. La mente y el tiempo parecen confabularse para embestir la voluntad y la conciencia del hombre, hundirlo por debajo de la superficie, que no es más que una frágil apariencia de tranquilidad o bienestar. La culpa, entonces, es el otro tema principal. Este cuento surgió como resultado de meditaciones sobre mi condición de médico, sobre la responsabilidad social y la propia, cuáles son los límites de ambas, los que la sociedad impone y los que uno se impone. La sensación de culpa en innata en el ser humano, el daño causado, por más que provenga de las circunstancias y no directamente de los propios actos, ejerce su peso en la conciencia. La lógica explica, pero no alivia el peso. El tiempo, únicamente, tiene la virtud de aliviar, y hasta anular esa sensación. El protagonista, Blas, es el hijo de uno de los personajes secundarios del libro, el doctor Mateo Ibañez, que más adelante adquirirá protagonismo en otro libro. El ambiente y los escenarios tienen íntima relación con mi propia experiencia como profesional. Por último, y confirmando las asociaciones de tema y personajes, el libro se cierra con un texto que podría llamarse complementario, o que aporta una visión distinta y contrapuesta del mismo tema. En "El colchonero" se habla de una venganza, se habla de un crimen y de la soledad, del dolor y la ira extremos. La culpa acá ya no tiene cabida, no participa. Este último relato en particular me enfrentó con zonas duras de mi profesión, pero también con la condición humana en general y lo que ésta es capaz de albergar y producir. Lo cruel y lo retorcido, hasta lo morboso, siempre intenté atenuarlo haciendo buena literatura. Lo principal, pienso, no es recurrir al efecto sino apelar a la emotividad del lector: lo emocional debe surgir de las palabras, de la frase, de lo apenas dicho de la manera correcta. Conmocionar sin provocar dolor físico sino una angustia existencial en comunión con lo que siente el personaje. De esta forma, él y el lector, autor y personaje, conforman un triángulo de asociaciones que no hace más que reflejar el común origen. La literatura, como todo arte, se encarga entonces de reflejarlo, exaltarlo, creando, cuando los méritos del autor así lo logran, una obra que merezca emocionar y resistir el paso del tiempo.
A continuación, "EL COLCHONERO".
Una calle cortada, junto a la estación de Villa Luro, no tenía nombre. No era más larga que cincuenta metros, nacía en la avenida Rivadavia para morir en las vías. En el barrio todos la llamaban “la cortada del colchonero”, porque en la esquina estaba el negocio de don Álvaro, el mismo que había sido de sus padres y que él había vuelto a abrir luego de muchos años de ausencia.
Era un hombre de cuarenta y cinco años, bajo de estatura, delgado, con brazos en apariencia cortos y no muy fuertes. Sin embargo, era capaz de cargar los pesados colchones de resortes desde las camionetas en los que los vecinos los traían hasta el interior del local. Después los vehículos se iban, y cuando el humo de los caños de escape se despejaba, se veía a Álvaro a través de las vidrieras, revisando la superficie del colchón y escribiendo en un cuaderno de espiral. Siempre tenía un lápiz apoyado sobre una oreja, al que sacaba punta con un cortaplumas que llevaba en su delantal azul. En invierno vestía una polera gruesa, porque nunca podía dejar cerrada la puerta más de quince minutos. Los vecinos entraban a saludarlo a toda hora, aunque nada tuviesen para encargarle. Se acodaban en la vitrina del mostrador, donde sucias muestras de telas habían permanecido durante años sin renovarse. De las paredes colgaban fragmentos de almanaques viejos.
En la cortada se juntaban por la noche los jóvenes del barrio. Eran hijos de familias con dinero y elegantes casas que se levantaban del otro lado de la avenida, hijos de abogados y de médicos. Fumaban, se cambiaban direcciones de prostíbulos, y de tanto en tanto abandonaban la cortada para ir a uno de tales sitios. Álvaro levantaba la vista de su trabajo al escuchar las y risas apenas alumbradas por las luces del interior del local. A veces, los hermanos pequeños llegaban con mensajes de los padres para que volviesen a cenar a casa.
Álvaro trabajaba hasta tarde todas las noches, pero como casi siempre lo hacía solo, se retrasaba en sus entregas y los colchones se acumulaban en el fondo del taller. Nunca se lo recriminaron. Él sabía refaccionar los colchones como nadie más en varios barrios de los alrededores.
-Los resortes ya no rechinan- decían los hombres.
-Duermo como en las nubes- comentaban las mujeres.
Entonces él asentía con la cabeza, porque era corto de palabras. Su calva incipiente dejaba entrever el cabello castaño que había tenido de joven. Por el cuello de la camisa y las mangas levantadas, sobresalía el vello rizado.
Pero sus clientes más constantes eran los de la clínica de la otra cuadra, los únicos con quienes cumplía con regularidad porque le pagaban sin atrasos. Y sin embargo, eran también los únicos a quienes él atendía con desenfado y hoscamente, como si sus clientes más redituables fuesen a la vez los menos deseados.
Un día, uno de los jóvenes entró al negocio.
-Don Álvaro- le dijo-mis amigos y yo nos preguntamos…ya que usted es soltero y macanudo…no sé si me entiende…si le gustaría acompañarnos a un aguantadero que hay en Caballito, no nos dejan entrar si no es con un mayor. Le juro que no vamos a contar nada a nuestros viejos.
Álvaro lo miró durante casi un minuto a los ojos, y el chico creyó que no lo había escuchado. Después alzó los hombros, como si no le importara hacerles aquel favor.
-¿Vos sos de los Saravia, no?
-Sí, don. Usted conoció a mi abuelo en la clínica, me dijeron.-No había malicia ni ironía en la voz del chico, pero era la primera vez que alguien mencionaba el pasado. El día que Álvaro regresó al barrio, había esperado que la gente lo reconociese, pero nadie se había dado cuenta. Sólo los más viejos le preguntaron más tarde por sus padres. Ninguno, sin embargo, le habló alguna vez de la clínica durante cinco años, y eso lo ofendía. Cómo no se acuerdan de mi cara y de mi hermano, se había dicho él al principio. Si había regresado era sólo por que ya tenía cuarenta años y ningún negocio próspero del cual vivir. En el barrio estaba el local deshabitado, aún a nombre de sus padres ya muertos. Y al fin de cuentas ése era su barrio, allí había dejado a su hermano.
Pero enseguida cambió de conversación.
-Decile a tus viejos que el colchón está listo, y que tu hermanito venga a ayudarme la semana que viene.
El muchacho sonrió, balanceando nervioso su cuerpo largo de adolescente, mientras se despedía.
El sábado a la noche lo vinieron a buscar. Tomaron el tren, caminaron las ocho cuadras hasta la casa de citas, y entraron. Álvaro se quedó en la sala, dejándose acariciar por una de las mujeres, somnolienta y ebria, mientras los chicos entraban y salían de las habitaciones a lo largo del pasillo oscuro.
Al lunes siguiente, en la mañana del primer día de sus vacaciones de invierno, un chico de diez años entraba como ayudante del colchonero. Los padres mandaban a sus hijos cada verano e invierno durante las vacaciones. Los niños volvían contentos del negocio del colchonero, contando lo que habían aprendido, los hilos y agujas que habían manejado. Álvaro necesitaba a veces manos pequeñas para coser rincones que sus manos callosas no podían siquiera palpar.
-Los hilos delgados ya no los siento-les decía a los vecinos, y éstos se lamentaban de ver esas manos duras como cuero seco, contrastando con el rostro aún joven, pero siempre levemente ofuscado.
-Álvaro necesita una novia- comentaba la gente.-El pobre se siente solo.
Muchos de los niños que habían pasado por su negocio eran los adolescentes que ahora se juntaban en la esquina. Todos guardaban recuerdos de los días junto a Álvaro, acodados sobre los colchones mientras lo observaban coser bajo las lámparas débiles que pendían de los altos cielorrasos. Ninguno, en cambio, regresaba en las vacaciones siguientes, aunque sus manos no hubiesen crecido tanto como para no ser útiles al colchonero. Ellos decían que no les interesaba, como si hubiese algo dispuesto de antemano entre Álvaro y los niños, un lazo, un contrato verbal y quizá nunca pronunciado en realidad, que estipulaba que únicamente los niños trabajarían para él. Estaba en los ojos claros pero fríos de Álvaro, en sus manos de dedos más fuertes de lo que aparentaban, en su voz austera, seca y dolorida al pedir algo en el silencio interrumpido por el paso de los trenes.
-Buenas, muchacho-dijo él.
-Buenas, don Álvaro-contestó Ignacio.- Mi hermano insistió que viniera hoy sin falta.- Miró con ojos tímidos al hombre detrás del mostrador, que había levantado la vista por encima de los anteojos con un vidrio trizado y marcos de carey.
-Acercate, no tengas miedo que no te voy a comer. ¿No tenías ganas de venir, no es cierto?
Ignacio levantó los hombros y bajó la mirada. El niño vestía bien, pero él sabía que los padres ya no eran tan prósperos como cuando la clínica tenía renombre. En los últimos años habían cerrado servicios y echado a varios médicos. Decían en el barrio que estaban a punto de quebrar. El abuelo había muerto, y el padre ya no era director de la clínica.
-Tu hermano te obligó, eso es más correcto, me imagino.
El chico asintió. Álvaro se sacó los lentes y se puso a observarlo con aire divertido, como burlándose del niño.
-Sos flaco y de manos chicas, me vas a resultar perfecto para el laburo. Vení que te muestro.-Y lo hizo pasar del otro lado del mostrador, apoyando una mano en la nuca de Ignacio. Le explicó para qué servían las herramientas, mientras recorrían las mesas con telas y caminaban hacia el fondo, donde los colchones se amontonaban desde hacía años. Colchones abandonados y nunca recogidos por sus dueños, cuyas boletas también se acumulaban en un cajón del escritorio.
-Los considero como muertos. Los colchones han quedado acá y los dueños ahora están en sus tumbas, pero mucho menos cómodos.
Ignacio lo escuchaba sin prestar demasiada atención. Le atraía el aire enrarecido y sin embargo no del todo desagradable del lugar, las luces pálidas que se perdían en el fondo, dominadas por las pilas de colchones, bolsas de esparadrapo, y el olor penetrante de la cola de pegar.
A las siete de la tarde, el chico bostezó.
-¿Suficiente para el primer día?
-Me duele un poco la cabeza, don. Es…
-¿Qué?
-…el olor de los colchones, el olor de la gente, me parece, no me siento bien.
-Ya te vas a acostumbrar en unos días. Desde hace años les arreglo los colchones a la clínica. No sabés el olor a meo que tengo que aguantarme, las manchas de sangre impregnada. Yo los dejo como nuevos, pero tres meses después, otra vez igual. Rotos, hundidos, sucios. Hay un olor distinto en ocasiones…
Ignacio se quedó esperando a que terminara, pero Alvaro siguió trabajando como si tal fuese el término natural de la frase.
-Bueno, don, hasta mañana entonces.
-Hasta mañana, pibe.-Y lo saludó levantando la mano con la aguja, así que no podía saberse si era un saludo o el ir y venir rutinario de su mano en la tarea.
En la mañana, Ignacio entró bostezando. La puerta, que solía estar medio inclinada y se trababa con la otra hoja, hizo un chirrido al abrirse.
-¿Se digna a aparecer a estas horas, señor gerente? Mire el reloj.
-Perdón.
Ignacio bajó la mirada y en seguida se puso a ordenar los carreteles enredados.
Mientras almorzaban, Álvaro permaneció en silencio. Era sólo cuando trabajaba que sus pensamientos se traducían en palabras, hablando casi sin mirar a los demás. Tal vez era eso, debía pensar Ignacio, lo que en realidad necesitaba Álvaro, alguien con quien hablar en su trabajo. Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del chico, como si de pronto comprendiese cosas que antes estaban fuera de su alcance, y el comprenderlas lo hiciese mayor y quedasen menos pasos hacia la madurez.
-¿Qué pasa?-Álvaro lo había sorprendido en plena sonrisa.
-Nada, me acordaba de algo. Pero mire…-dijo, de pronto, sorprendido de haber hallado algo metido dentro de un colchón.
Álvaro asintió.
-Papeles de caramelos, pedazos de plástico carcomido, de todo mete la gente en las costuras rotas por no levantarse a tirarlas en un tacho.
Rieron, y esta vez fue Álvaro el que se quedó con la risa pegada en la boca. Como Ignacio lo observaba, explicó:
-Si te contara cada cosa que encontré en estos años. ¿Te hablé de la clínica, no? Tenía fama hace muchos años. La había fundado tu abuelo, y venía gente del centro y del oeste. A mí se me inflamó el apéndice un verano, tenía doce años entonces, y como mi hermano era mi gemelo, los médicos recomendaron que nos operáramos al mismo tiempo. Germán se llamaba mi hermano, y a él no le daba ninguna gracia que lo operaran para prevenir, como decían los médicos en esa época, y para aprovechar, como dijo mi padre. Pero al final mi hermano se dejó arrastrar hasta la clínica con la promesa de que faltaría a la escuela por dos semanas.-Álvaro se quedó otra vez en silencio, pero la sonrisa no se le borraba. Después repitió varias veces:- Mi hermano, qué chico más bueno era…-Y sacudía la cabeza como quien recuerda cosas que jamás han cambiado porque están fijas, repetidas y muertas en la memoria.
El tercer día pasó casi inadvertido. Los mismos clientes, los mismos pedidos. Sólo el olor de la grasa mientras lubricaban los resortes tiñó ciertas palabras, puteadas que Álvaro murmuraba cuando algo le salía mal.
A la tarde siguiente, un largo rato de silencio había precedido a las interminables recomendaciones que la vieja de la casa de enfrente le hizo a Álvaro.
-Bien mullido, y que no rechine.
Don Álvaro la miró salir, pensando en que esa misma voz le había gritado a él y a su familia, muchos años antes, los insultos que obligaron a sus padres a irse del barrio.
-Bien mullido las pelotas, si no tiene con quien acostarse-murmuró él, y cuando sus ojos se encontraron con los de Ignacio, le guiñó un ojo.
-¿Y los operaron?-preguntó el chico.
Álvaro lo miró sin sonreír.
-Nos operaron, sí. Un miércoles a las dos de la tarde. Mi hermano tenía un miedo de locos, se había orinado encima dos veces, a pesar de que estábamos en ayunas desde la noche anterior. Yo, no sé por qué, estaba tranquilo. Debió ser por eso que dice la gente que tenemos los gemelos, una relación especial, algo que nos une como esos tacos de madera que usan los psiquiatras. Cuerpos complementarios.
Álvaro miró el reloj de pared. Eran las seis de la tarde. Oscurecía. En esa esquina no había semáforos ni vigilantes, así que los autos pasaban sin detenerse. Las luces de mercurio recién se habían encendido, y la luminosidad de la tarde que moría era como un filtro, un colador por el cual el rocío de la noche de invierno iba condensándose en las veredas, en las paredes con las formas de la humedad y la vejez.
Cerró la puerta, entreabierta por el temblor de los trenes. Volvió a una de las mesas del fondo. Prendió las luces grandes, despejando hacia el techo las sombras de los colchones, como fantasmas que hubiesen estado durmiendo hasta ese momento.
-Cuando uno despierta de la anestesia, se siente de la peor manera posible. A mí me tocó despertar a las doce, a la una de la madrugada quizá. Sólo recuerdo que una enfermera me miraba, y otras dos cabezas aparecían y desaparecían. Me abrían la boca para darme pastillas, pero yo no sentía nada. La lengua era como una pasta de menta sin sabor, por lo seca y fría, digo. Algo hablaban, pero yo seguía llorando. La luz del cuarto era muy suave, aunque tenía la sensación de que me daba de lleno en la cara, y la gente iba y venía de un lado a otro. De una cama a la otra. Después, apagaron las luces y quedamos en sombras, mi hermano y yo. Se escuchaba el rechinar de las camillas en los pasillos.
“Germán”, murmuré. No me contestó al principio.
“Germán”, volví a decir. Entonces me respondió un gemido. Yo creí que recién se habían apagado las luces, pero el tic-tac del reloj de la mesita me hizo darme cuenta de la hora avanzada. Mi hermano intentaba hablar, lo presentía. Entonces fue cuando sentí por primera vez en mi vida ese olor. Un aroma a metal ácido, amargo. Podía sentirlo en la nariz, podía verlo frente a mis ojos aún en la oscuridad. Y mis oídos percibieron el goteo que todavía no alcanzaba a ver.
“¡Mamá!”, grité. Enseguida la puerta se abrió y las luces revelaron el color de aquel perfume que me pareció más antiguo que la historia que nos enseñaban en la escuela. Una enfermera se agachó, absurdamente, para recoger la sangre que caía de la cama de mi hermano. Un médico entró corriendo. Otras enfermeras llegaron con jeringas, mientras las órdenes y los comentarios se sucedían sin que yo los comprendiese. Me erguí un poco, pero la garganta y el pecho me dolían. Vi que inyectaban algo en el frasco que llevaba suero a las venas de Germán. No sé por qué seguí el camino de la ampolla ya vacía, arrojada en el recipiente de metal que la enfermera llevaba entre sus manos, un poco separada de la falda como si cargase un bebé muerto. Apagaron la luz principal y encendieron la del baño. No habían pasado más de diez minutos cuando el cuerpo de mi hermano empezó a jadear, y se puso rojo, con la cara hinchada. Me di cuenta de que no podía respirar. Una enfermera se me acercó y me abrazó. Sentí sus pechos contra la cara. Y me fui adormeciendo mientras alguien ponía algo en mi sangre.
Alvaro tenía ahora lágrimas en las mejillas. Bajó la cabeza contra la tela que estaba cosiendo, se secó y volvió a levantar la vista.
-Desperté en la mañana, y aunque esperaba que todo hubiese sido un mal sueño, sabía que no lo era. La luz entraba clara por las cortinas blancas de esa elegante clínica de la avenida Rivadavia. Las ventanas abiertas refrescaban el cuarto con el aire de la madrugada. Yo sentía el olor de la sangre en el colchón a mi lado. Estaba seguro que si estiraba la mano, podría tocarla, aún húmeda. Pero la cama estaba vacía y el colchón desnudo.
Ignacio miró el reloj. Eran las nueve de la noche. Nunca se había quedado hasta tan tarde.
-Andá a casa a comer-le ordenó Álvaro.
El chico no parecía saber qué decir. Álvaro no estaba seguro de cuánto podría haber comprendido el niño de todo eso, pero él no había podido detenerse. Era la primera vez que relataba aquello con tanta exactitud. Tal vez viese en la cara de Ignacio, tan parecido al abuelo, el rostro del médico que lo había operado.
Pero antes de cerrar la puerta y salir, el chico murmuró una palabra que Álvaro no entendió, aunque había sonado como un insulto dicho al azar, voceado a la brisa fría que inundaba el barrio y cubría las casas. Allí donde la gente vivía y condenaba a los otros.
Durante dos días trabajaron sin volver a hablar de eso. Ignacio llegaba temprano y se iba a la hora de siempre, después de mirar a Álvaro con una mezcla de vergüenza y tristeza a la vez. Pero Álvaro trabajaba ensimismado en su tarea, comentando de vez en cuando algo intrascendente.
Cuando el chico entró el sábado siguiente, se saludaron como de costumbre. Toda la mañana estuvieron ocupados. Álvaro recibió encargos y descargó los colchones. Algunos vecinos vinieron a buscar los ya arreglados, e Ignacio se trepó a las pilas en busca de la etiqueta de papel madera atada a la tela con un hilo.
Almorzaron, y fue al final de la comida cuando Álvaro volvió a hablarle. Habían cerrado, pero se quedarían trabajando hasta las cinco.
-¿Avisaste en tu casa?
-Sí, don Álvaro.
-Sabés que hoy te pago la primera semana.
-Gracias, don Álvaro.
-Siempre contestando con monosílabos, me hacés acordar a mi hermano.
Levantó los platos de la mesa, marcada por cortes de trincheta y grumos secos, duros de pegamento.
-¿No conocés la expresión shock anafiláctico, no? Yo tampoco cuando tenía tu edad, pero la aprendí enseguida porque eso fue lo que tuvo mi hermano según los médicos. Le dieron corticoides para la inflamación, y parece que eso lo mató. Dijeron que no se lo explicaban, que incluso yo, su gemelo, había reaccionado bien. Se armó un escándalo. Salimos en los diarios por unos días, pero entonces la prensa no hacía tanto sensacionalismo como ahora. Se hicieron peritajes y los médicos fueron absueltos. La gente del barrio, los mismos que acostumbraban hablar pestes contra los médicos, se habían reunido frente a la clínica para congraciarse con ellos, porque al fin de cuentas la clínica daba prestigio al barrio. Y a nosotros empezaron a mirarnos como si fuésemos Judas. El negocio de papá empezó a arruinarse, y tuvimos que irnos. Nunca nos recuperamos. Ahora son sus hijos y sus nietos los que habitan las casas. Me miran y no se acuerdan ya de nada de lo que pasó, o quizá ni siquiera lo saben. Yo sí recuerdo la bronca de mis padres. ¿Sabés lo que es ver el odio en los ojos de tus viejos? Mi hermano estaba muerto, y ni siquiera necesitaba que lo operaran. Yo sabía que de algún modo ellos me culpaban, por más que no lo dijeran.
Terminó de secar los platos, los guardó en el armario y calentó agua.
-Te hago una chocolatada, ¿querés?
Ignacio miró a la calle. La tarde del sábado a la hora de la siesta era una de sus horas favoritas. Las veredas estaban casi desiertas, hasta el tránsito de la avenida había decrecido. Volvió la atención a Álvaro, cuya voz parecía fascinarlo, ansioso por escuchar esa versión distinta de la historia del barrio.
-Cuando terminé la escuela, entré a trabajar en un taller textil. Al encontrarme con telas iguales a las del colchón de la clínica, sentía náuseas. Corría al baño y vomitaba. Me lavaba la cara. Pero en el espejo, ojeroso y pálido, no era mi imagen la que se reflejaba, sino la de mi hermano Germán, con la misma cara que el día que se murió. Y el fondo del espejo era del color de su colchón. Entonces decidí estudiar medicina, pero mis viejos no querían. Así que junté mis ahorros de la fábrica y logré mantenerme casi un año estudiando al salir del trabajo. Compartía una pensión con un amigo y mis viejos no se enteraron. En la morgue, los cuerpos siempre me resultaban parecidos a Germán, y la sangre tenía siempre el olor de esa noche. Aprendí a disecar y explorar los cuerpos. Pero un día mis padres lo supieron y me obligaron a dejar la facultad, vi en sus caras el antiguo reproche. Volví a laburar al taller, y el resto, como te imaginás, ya es historia conocida.
Dejó la taza de chocolate sobre la mesa.
-Esta tarde tenemos que ponernos al día-dijo después, y buscó en las pilas del fondo los colchones de la clínica, que esperaban arreglo desde veinte días antes. Trajo la escalera e hizo subir al chico primero.
-Fijate en las etiquetas. ¿Las ves? Entonces dejáme subir que quiero ver si no están tan apolillados que no se puedan componer.
Subió la escalera y se arrodilló sobre el colchón junto a Ignacio. Palpó las telas, y apenas tiraba un poco se desgarraban. El relleno estaba apelmazado y olía a excrementos. Hizo un gesto de asco y el chico se puso a reír.
-Hijos de puta-dijo Álvaro.- Todos esconden la mierda de sus almas en los colchones al levantarse, y cuando se van a dormir se restriegan de vuelta en ella.
No había signos de broma en su voz esta vez, sino un hosco, áspero sentimiento cortante como cuchillo.
-Cuando desperté esa mañana…-empezó a recordar mientras arrancaba las telas.-…en las ventanas estaba pegado el hollín de los autos y el polvo de la calle. Habían sacado el cuerpo de Germán del cuarto, pero habían ordenado a las mucamas que limpiaran más tarde. El colchón manchado y las ventanas sucias: un hermoso paisaje al despertar. Entonces, en el polvo de las ventanas, vi unas letras dibujadas. Eran de Germán. Debió hacerlo mientras agonizaba a la luz escasa de la luz del baño, porque durante el día anterior las ventanas estaban limpias.
Miró a Ignacio fijamente.
-¿A qué no adivinás que decían?
El chico se quedó pensando, tan ensimismado como si esa fuese la tarea más importante por la cual había entrado a trabajar.
-Una puteada…, un pedido de ayuda…, no, me parece que no.
-Vas bien encaminado, hijo, mucho mejor que tantos otros que pasaron por aquí. Por eso voy a ayudarte un poco. ¿Qué le dirías a tu hermano, la única persona que amás en el mundo, aunque sea ese vago que te usa de chico de los mandados, en un momento como ése?
-Le diría…- Ignacio pensaba, restregándose el pelo con una mano.
-Una palabra que empieza con “v”…-lo ayudó Álvaro.
-¡Venganza!-gritó Ignacio, con una ancha sonrisa como si hubiese ganado el premio mayor, pero enseguida bajó los ojos, avergonzado. Al volver a levantarlos, vio que dos lágrimas corrían por las mejillas de Álvaro, entre la barba sin afeitar del sábado.
Álvaro tomó entre sus manos la cara de Ignacio y lo besó en la mejilla derecha. Temblaba, pero no parecía poder controlarse. El chico hizo esfuerzos por desprenderse.
-Ya está bien, don, suélteme un poco…
-No puedo…hijo…-Y siguió llorando mientras levantaba al niño sujetándolo de la cabeza.
-¡Me duele!-gimoteaba Ignacio, mientras Álvaro lo levantaba.
Al erguirse, su cabeza casi tocó el techo, y los pies se hundieron en el colchón que rechinaba. El eco repercutió por el local, pero ni un chirrido llegaría a filtrarse hacia la silenciosa siesta del barrio. Por qué irían a sospechar de un sonido de resortes en el local del colchonero.
Los pies del niño pendían y se balanceaban en el aire. Álvaro, a pesar de su aparente debilidad, lo levantaba como lo hacía con uno de sus colchones, mucho más pesados que ese cuerpo. Luego tiró sobre el colchón y le tapó la boca. Sus manos duras ni siquiera sintieron los dientes de Ignacio, que lo lastimaban tanto como los frágiles colmillos de un cachorro. Agarró otro colchón con su mano libre, cubrió al chico y se acostó encima, con los brazos extendidos y las piernas abiertas.
Esperó.
Sintió los movimientos. Oyó los gritos apagados. La voz que le llegaba a través de centímetros de tela y goma, como si recorriese kilómetros de distancia y de tiempo, como si llegase de años atrás y pidiese la ayuda que nunca habría de recibir.
Después retiró el colchón. Observó la cara, la piel morada alrededor de los ojos. La boca abierta en el grito interrumpido. La cabeza de costado, como dormido. Los puños cerrados. Trató de abrirle las manos que sangraban. Las uñas tenían pequeños fragmentos de tela. Las piernas estaban quietas. Le palpó el cuello buscando el pulso que no existía. Le sacó la ropa, la remera gris y el pantalón. Volvió a cubrirlo.
Apagó las luces. Corroboró que los colchones sucios no se veían desde adelante. Se cambió y quemó las ropas manchadas junto a las del niño. Miró el reloj, eran las cuatro y media. Desde la persiana semicerrada apenas entraba la luz de la tarde. En el vidrio, sucio de polvo, alguien de la calle había escrito algo, una obscenidad, tal vez, pero él recordó las letras en la ventana de la clínica.
A las cinco, aparecieron varios muchachos en la esquina. Levantó las persianas y miró a los lados. Cuando vio a alguien a una cuadra del otro lado de la calle, abrió la puerta. Lo saludaron cuando salió. Entonces Álvaro alzó la mano y gritó:
-¡Ignacio!
Dio algunos pasos por la vereda. Los muchachos lo estaban observando, y él llamó al que los demás relegaban porque era tímido y llevaba anteojos.
-¿Qué pasa don Álvaro?
-Es este Ignacio, que se olvidó el sueldo de la semana. ¿Lo ves allá?
Señaló a un niño que doblaba la esquina en ese momento, de remera blanca, casi del mismo color que la que vestía Ignacio ese sábado. El chico se acomodó los lentes y dudó por un instante.
-Voy a ver si lo alcanzo-dijo, y salió corriendo. Pero cuando llegó a la esquina, el niño ya no estaba. Al regresar, le devolvió el dinero.
-Haceme el favor, decile al hermano que venga a buscar la plata-le pidió Álvaro.
-Cómo no, don.
Media hora después, el hermano de Ignacio estaba en la puerta, golpeando con los nudillos.
-Permiso.
-Pasá.
-¿Está mi hermano?
-Pero si se fue a las cinco, y se olvidó la plata. Acá tenés.
-Todavía no llegó.
-Uno de tus amigos lo vio salir. Preguntale a él.
-Sí, ya me dijo. Bueno, a lo mejor ya debe haber llegado mientras venía para acá. Gracias, don Álvaro.
Álvaro se encogió de hombros y saludó como haciendo una venia. Mientras la puerta se cerraba, miró por las ventanas. El barrio seguía igual de tranquilo. La gente había despertado de la siesta y comenzaba los preparativos para la noche del sábado. Cerró la puerta con llave y bajó las persianas hasta la mitad. Siempre lo habían visto hacer lo mismo, porque siempre trabajaba hasta tarde los sábados. La luz del negocio alumbraba la esquina para los muchachos, y desde adentro él escuchaba los gritos o los murmullos, y las botellas vacías que rodaban por las baldosas.
Apenas se distraía un momento de su tarea para tomar una taza de café que postergara un poco más su trabajo nocturno. Cualquiera que hubiese tenido la curiosidad de ver qué estaba haciendo, podría haberlo visto encorvado, cociendo, reparando resortes. Pero nadie se molestaría en espiar por debajo de las persianas. Álvaro trabajaba para ellos, tranquilo, en un autoimpuesto aislamiento que a ninguno molestaba. El silencio, la correcta cortesía de Álvaro, su eficaz labor, lo habían exceptuado de los comentarios o chismes habituales.
Eran las ocho cuando golpearon a la puerta. Los padres de Ignacio venían a preguntarle si había sabido algo del niño. Vio la cara del médico, avejentado, con ropas que habían sido elegantes pero ya eran viejas. Apenas debía ser un adolescente cuando el padre era dueño de la clínica. Tenía el mismo rostro del viejo cirujano, los mismos modales correctos. Ahora había, sin embargo, un signo de servil domesticidad en su expresión, como si la inminente ruina hubiese atenuado su orgullo y fuesen ellos los que necesitaban de él esta vez.
-Perdón, don Álvaro, pero estamos preocupados por el nene. Tiene doce años nomás, y puede haberle pasado cualquier cosa.
-Sí, comprendo. Pero no sé más de los que le dije a su otro hijo. Lo vimos doblar la esquina…
Los padres miraron al hijo mayor, y éste se dio vuelta hacia la puerta, habituado ya a que le recriminaran haber descuidado a su hermano. Álvaro puso sus manos callosas en los hombros del chico.
-Vos no tenés la culpa, a lo mejor se escapó por alguna causa, los chicos guardan secretos a esa edad, se sienten aislados aún de sus hermanos mayores.
-Espero que sea eso…-dijo la madre. Había estado llorando, se notaba en sus ojeras.
Álvaro les dio un apretón de manos y se mostró cordial, correcto y serio como siempre lo habían conocido.
La noche se vio interrumpida por reuniones de vecinos, a las que él no pudo dejar de asistir. Cuando todos se fueron dispersando, entró y volvió a bajar las persianas. Las luces grandes ya estaban apagadas, pero dejó encendidas las del fondo. Fue hasta donde guardaba las herramientas, y revisó las trinchetas, detenidamente, pensando. Eligió una.
Subió la escalera y sacó el colchón de encima del niño. Apoyó la trincheta sobre uno de los hombros y la hundió hasta el hueso. La sangre fluyó, y era cálida. Manchaba el colchón, pero éste la absorbía con rapidez.
Siguió la misma línea del corte hasta la mano, como lo había aprendido en la sala de disección de la facultad, el corte que varias veces había practicado con los perros muertos en los terrenos del ferrocarril. Comenzó a separar la carne con una legra. Eran músculos suaves que se desprendían con facilidad. Apenas los tendones le ofrecieron alguna resistencia. Cortó los ligamentos, y los huesos salieron casi limpios y enteros del cuerpo.
Hizo lo mismo con los otros miembros, lentamente, tomándose todas las horas que restaban de esa noche. En el tórax hundió el filo en el centro del esternón, y abrió las costillas con escoplo y martillo, como si se tratase del esqueleto de un colchón. Sacó los huesos, dejó las vísceras. Dio vuelta el cuerpo. Arrancó las vértebras. Abrió el cuero cabelludo y lo despegó del cráneo.
Las piernas de Álvaro se hundieron en el colchón, que rebalsaba sangre hacia los de abajo. Se detuvo para descansar. Por las rendijas de las persianas entraba la primera luz del día. Se limpió las manos con un trapo y bajó para mirar por la ventana. El barrio estaba tranquilo, los coches de la avenida pasaban lerdos en la somnolienta mañana de domingo. Nadie, jamás, había llegado para molestarlo un domingo a esa hora.
Fue a buscar bolsas. Subió y metió en ellas los restos del cuerpo. Bajó las bolsas y las embadurnó con cola de pegar. Las llevó hasta el incinerador donde los sábados, cada quince días, quemaba los fragmentos de telas y esparadrapo inútiles. El olor se desprendió con el aroma habitual, el profundo olor del pegamento al que los vecinos estaban acostumbrados.
En la tarde, ya había comenzado a cortar los colchones manchados para quemarlos. Una columna de humo salió durante casi todo el día por la ventilación que daba al baldío vecino a las vías. La gente del barrio no le prestó atención. Dos o tres veces golpearon a la puerta. Vio sombras detrás de las ventanas, se acercó a escuchar, oyó voces que luego se alejaron.
Se quedó pensando un rato mientras contemplaba los huesos esparcidos, y comenzó a romperlos con una gubia. Cuando fueron suficientemente pequeños, se dedicó a machacarlos con un martillo. Los huesos quedaron reducidos a partículas de aserrín. Las colocó en una bolsa, la cerró, y la escondió bajo muchas otras bolsas llenas de cuerpo pesado y crudo.
Después encendió las luces grandes nuevamente. Echó una mirada al interior del local. Todo estaba limpio, y él muy cansado, pero se sentía protegido por esas mismas viejas paredes que habían albergado a sus padres.
Un policía pasó a recabar informes el lunes a la mañana. Entró al negocio mirando alrededor, incluso hacia los techos altos apenas iluminados por la luz temprana. Álvaro no dio señal de percatarse. Pensaba, tal vez, en el olor de los colchones quemados, pero el olor de los pensamientos no podía ser percibido por los otros. El policía cerró su libreta y salió, echando antes un rápido y último vistazo mientras cerraba la puerta.
Esa misma tarde, Álvaro se dedicó a sacar puñados de huesos de la bolsa para colocarlos dentro de los colchones que tenía listos para entregar. Los mezcló entre el esparadrapo y la estructura de los resortes. Después mandó a uno de los chicos que jugaban en la vereda a avisar en la clínica que los colchones ya estaban listos.
El empleado vino a retirarlos a la mañana siguiente.
-Se retrasó más quo otras veces, viejo-le recriminó el hombre.
-Tiene razón, y le pido disculpas- contestó Álvaro.-Pero creo que esta vez va a quedar más conforme con los arreglos.-Y le sonrió.
El otro, que nunca lo había oído hablar más de dos palabras, se calló la boca y comenzó a cargar los colchones. Regresó dos veces más en los siguientes días a recoger los que faltaban.
Una semana después, la bolsa había quedado vacía. Sólo un polvillo blanco permanecía en el fondo, y la quemó.
Buscaron a Ignacio por las vías del tren, los baldíos y los hospitales. Una orden del juzgado ordenó revisar el local.
-Perdone usted, don Álvaro, es orden del juez, ya sabe, como es el último lugar en que estuvo el chico-le dijo el comisario, que lo conocía desde que había entrado como cabo en esa seccional.
Él no contestó. Bajó la mirada a su labor sobre el mostrador y dejó hacer a los policías, que luego de media hora, y sin haber hallado nada, se retiraron dándole la mano.
Los padres del niño entraron un rato después. Se veían aún más demacrados y vencidos. La mujer se mantuvo silenciosa y con la mirada baja, estaba delgada y con la mirada extraviada por acción de los sedantes. El médico se acercó a Álvaro, extendiendo la mano con un leve temblor. Un mechón de pelo canoso y lacio, que no creía haber visto la vez anterior, le caía sobre la frente.
-Gracias por su condescendencia con la justicia, don Álvaro, le ruego nos perdone por haberlo molestado.
En lugar de soltarlo, retuvo la mano del colchonero y dejó caer en ella las monedas que habían sido el sueldo de Ignacio.
-Si no fuera por usted, que les da trabajo a nuestros chicos y los mantiene lejos de los vicios. Esto…-dijo señalando las monedas-…ya no va a necesitarlo mi nene.
El hombre se secó unas lágrimas y se fue.
Álvaro suspiró profundo mientras lo miraba salir. Pero no iba a llorar, ni siquiera tuvo deseos de hacerlo.
Ilustración: Kathe Kollwitz