sábado, 12 de septiembre de 2020

Los campos ingleses







  1

 

Ibáñez estacionó el Falcon junto al Mercedes del doctor Farìas, pero esta vez no sintió su crónica envidia por el ministro de Salud. Se había levantado a las cinco de la madrugada para realizar una autopsia que cualquiera de sus colegas podría haber realizado. Pero el ministro lo había llamado exclusivamente a él.

     -Trasladaron el cuerpo desde Londres. Ya le explicaré el asunto mañana-le había dicho por teléfono la noche anterior.

     Y aquí estaba ahora, en el estacionamiento detrás del edificio de la morgue, frente a la pared que ocultaba el crematorio, bajo un cielo nublado y frío de agosto. Dejó las manos quietas sobre el volante, y en pocos segundos ya las tenía insensibles. Había olvidado los guantes, así como también encender la calefacción del auto. Incluso tenía la ventanilla abierta y casi no se había dado cuenta. Porque su atención estaba puesta en esa pared, y la observaba como si la viera por primera vez. No como si estuviese viendo un muro de ladrillos y cemento, sino un cristal tras el cual el fuego del crematorio amenazara con estallar el vidrio y las llamas lo tomaran a él y a todo lo que a él concernía.

     -Pero mañana me entregan los resultados de mi hijo, usted sabe que está internado hace diez días…-le había contestado Ibáñez.

     -Que se encargue alguien más de la familia, doctor…

     Mateo Ibáñez se sintió humillado. Una respuesta como esa habría originado en él una reacción muy distinta si otras preocupaciones no lo hubieran tenido abstraído y distante. Pero no iba a explicarle a Farias lo que éste ya sabía, por más que el ministro se adjudicara una confianza que nadie le había otorgado, que la madre de Blas estaba muerta desde que el chico tenía dos años. Ahora Blas lo necesitaba más que nunca, sin duda mucho más que aquel muerto tras el muro. Pensó en su hijo de ocho años, acostado en una cama de la clínica a la espera del resultado del laboratorio. Recordó las bolsas bajo los ojos, el cabello ralo y despeinado, y entre las sábanas el cuerpo fláccido y las costillas marcadas, las venas formando un mapa de caminos sinuosos, de valles y montañas.

      Pero aquí estaba él, presente a la hora justa para cumplir con su trabajo. Un cuerpo lo esperaba con su olor de siempre, la piel morada y esa enorme quietud que tanto lo tranquilizaba al contemplar a los muertos. Una terapia más eficaz que el psicoanálisis, se había dicho muchas veces.

     Cerró el auto y miró con desprecio la brillante estructura del Mercedes. Entró por la puerta posterior del edificio y lo recibió el aroma amoniacal de los quirófanos, el olor a lavandina que la gente de limpieza dejaba en los pasillos, y más lejos, hacia la salida por la otra calle, el aroma del café en la confitería.

     -Buenos días, doctor Ibáñez. ¿Cómo está su hijo?-preguntó la secretaria.

     -Por ahora sin novedad, gracias.

    Siguió caminando hasta el vestuario. El encargado lo saludó y le entregó el ambo. Nadie había llegado todavía.

     -¿Dónde están todos?

     -Creo que no va a venir nadie más que usted y su enfermera, doctor-le contestó el otro.

     Farias se estaba desquitando con él, no cabían dudas, pero no recordaba nada pendiente con el ministro. Fue saboreando la bronca mientras se ataba con dificultad las tiras del pantalón sobre un abdomen que había aumentado más de lo esperado en los últimos cinco años, y se anudaba la cinta del gorro y el barbijo en la cabeza de cabellos y barba pelirrojos. Sus manos grandes y pecosas, con dedos de espeso vello en el dorso, se entorpecían con esos nuevos uniformes que alguien del ministerio había decidido cambiar sin consultar a quienes iban a usarlos y que siempre resultaban chicos para él. Cerró con un estrépito el armario de metal y el encargado lo miró.

    -Disculpáme-dijo, y salió por la puerta que daba al quirófano.

     La enfermera ya estaba cambiada y lo saludó con una sonrisa que adivinó tras el barbijo. Soledad era una bella mujer, soltera según decían, pero ella nunca hablaba de eso.

     -Nos levantaron temprano hoy, doctor. Ni siquiera el sol salió del todo.

     -Apropiado para el gusto por los muertos. ¿No es cierto?

     Soledad no le contestó, habituada a su cinismo, a esa mezcla de tristeza y amor por la profesión, quizá también de odio y resignación con que sus manos actuaban sobre los cuerpos. Ibáñez se lavó las manos y volvió al quirófano, se dejó colocar el camisolín y los guantes. Sintió el aroma de Soledad cuando ella se acercó a pocos centímetros de su cara. Ella no usaba perfume, pero era el olor de una mujer de treinta años bajo la luz de las lámparas que iluminaban las puntas del cabello castaño saliendo de los bordes de la cofia. Luego miró el cuerpo sobre la mesa, desnudo y con los brazos a los costados, las palmas abiertas hacia arriba, los pies algo inclinados hacia fuera, la boca abierta, los párpados cerrados, y el color amarillento de la piel. Había manchas de tierra apelmazada, especialmente en los cabellos negros y algo largos. Un hombre de quizá treinta y cinco años, no mayor que él mismo, delgado y de altura media. Entonces preguntó:

     -¿Qué tenemos hoy, Soledad?

     Pero antes de esperar respuesta o siquiera de escucharla, al acercarse al cuerpo vio que entre los dientes había hebras de pasto.

 

 

2    

 

Como todas las mañanas, discutí con Cintia antes de salir al trabajo, aunque ya no recuerdo si el motivo fue distinto al de todos los días. Revisé el buzón, y junto a las boletas de servicios encontré una carta con sello del correo inglés. Me pareció extraño que alguien, aparte del estudio de abogados que trata el asunto de la herencia, me escribiese desde allí. Al volver a casa la dejé junto al teléfono. Creí que Cintia ya se había acostado, pero cuando terminé de comer y me disponía a abrir la carta, ella vino a interrumpirme, protestando por todo lo ocurrido durante el día, la rutina insoportable que la exacerbaba, sin saber que a mí el aturdimiento de su voz también me exasperaba cada vez más. Estaba en bata y despeinada. Nada quedaba en ella de lo que había visto alguna vez. En su cara y en su voz persistían restos que aún brillaban, sin embargo, como fragmentos de metal cobrizo que me recordaban lo que había amado en Cintia, y que no podía dejar de lado, como ese amor asentado y firme en el sitial de la costumbre.

     Amenazó con dejarme. Al principio no supe contestar. Muchas veces antes lo había dicho, así que no le hice caso. Pero ella es capaz de hacer siempre lo contrario a lo que los demás esperan.

     Al día siguiente discutimos otra vez, y creo haberla golpeado. No sé, estaba tan enojado con ella y también conmigo, que no recuerdo si levanté la mano antes o después de haber dicho tal o cual cosa, o si fue ella o yo quien habló justo antes del golpe. Sí recuerdo la palma de mi mano enrojecida durante algunos minutos después. Esa noche ya no hablamos. Dormimos en la misma cama, y como siempre me pregunté qué nombre ponerle a esa actitud tan fría como el hielo de acostarnos aborreciéndonos. Porque hasta el hielo puede provocar dolor, y esa cama era ya tan insensible como una piedra, éramos una pareja de inválidos sobre un lecho de sacrificio.

 

 

3    

 

Soledad comenzó a leer el informe de la policía y a traducir los tecnicismos que a Mateo le desagradaban.

     -Lo encontraron en un campo en las afueras de Londres. Según calculan los peritos, expuesto durante cinco días al aire libre.

     -¿Cuándo llegó?

     -Ayer a la noche, y el viaje debió durar doce horas, cuando menos, más los retrasos en bromatología.

     -Y a eso hay que sumarle dos días como mínimo de trámites en Londres.

     -Aquí dice que tardaron cuatro en identificar las huellas dactilares.

     -¿Pero esperan que crea que este cuerpo lleva más de diez días y que aún se mantenga así? Si apenas tiene casi olor.

    Ibáñez dio la vuelta a la mesa de disecciones. El cadáver se extendía plácido y hermético a su creciente inquietud. Trató de bloquear la sensación, creciente como un vértigo, de que su hijo resultaba demasiado parecido en esa posición, y se dijo que no era la similitud de estar acostados lo que los asemejaba, sino la circunstancia, no la causa de enfermedad o muerte, sino algo que los relacionaba en forma indirecta, enlazados por una lógica que aún no encontraba. Él sabía que la lógica a veces carece de sentido común, austera e inclaudicable en su camino hacia la comprobación de algo que quizá fuese la nada o el universo del cero.

     -Empecemos-dijo, mientras Soledad tomaba un grabador y apretaba el botón de encendido. El punto rojo titiló, y los carreteles de la casete giraron. Ella se puso los guantes y le pasó el bisturí.

     -Piel escoriada en cabeza y cuello. Elasticidad conservada. Hematomas retroauriculares. Tierra en las comisuras de los labios. Tórax depresivo esternal, pectum excavatum congénito. Vamos a verle la espalda.

     Soledad movió la manija que levantaba la camilla hacia un lado. Ibáñez giró el cuerpo hacia un costado y lo ató. La piel allí sí tenía signos del tiempo transcurrido. Estaba húmeda y se desprendía con facilidad.

     -Proceso de descomposición habitual por contacto con tierra y barro. Debió morir de espaldas y estar así los cinco días en el campo. Hay larvas debajo de la piel.

     Hizo un corte bajo el omóplato izquierdo. Comenzó a salir sangre coagulada con diminutos parásitos blancos. Tomó una muestra para el laboratorio. Siguió cortando más profundo, pero los músculos eran tan blandos que escapaban al filo. Dejó el bisturí a un lado y palpó con los dedos. Fragmentos de músculos se deshicieron en sus manos.

     -No entiendo, parece que de este lado el cadáver tuviese en realidad más tiempo del que calculamos, parece tener más de treinta días de descomposición.

     Soledad lo miró como si bromeara, a veces no sabía si el doctor hablaba en serio o sólo era ironía. Pero esta vez ella se limitó a escucharlo y alcanzarle los instrumentos que pedía.

     -¿Sabe que hoy me entregan los resultados de Blas?

     -Sí, doctor. Por delicadeza no quise preguntar pero...¿por qué no pidió el día libre?

     -Porque el ministro me tiene resentimiento, y esta vez encontró la oportunidad para joderme. Si hay que hacerle un trasplante a Blas, me lo llevo a Estados Unidos, sin dudarlo, y necesito plata y recursos. Farias es un salvoconducto para mí en este momento.

 

 

4

 

Cintia me dejó. Anoche la vi hacer sus valijas, guardar las cosas rápida y escrupulosamente, como si planeara un  viaje de por vida. La vi salir de casa sin una palabra ni una mirada de más. Me quedé parado en la cocina, observando la taza de café que ella había tomado diez minutos antes, aún con la marca de sus labios. Miré el teléfono, pensando que tal vez debía llamar a alguien, como si el aparato fuese lo único fijo en esa casa que giraba como un trompo, y entonces volví a ver la carta. La abrí por primera vez desde que llegó casi una semana atrás. Pero no pude leerla porque está escrita en inglés. Además, mi mente se hallaba fuera de mi cuerpo, tal vez recorriendo la casa y dándose cuenta de la ausencia de Cintia.

     Me levanté tarde y no fui al trabajo. Intenté localizarla sin éxito. Sólo logré que nuestros conocidos se enteraran antes de lo ocurrido. Volví a ver el sobre abandonado junto al teléfono, pero no me dediqué a la carta hasta después del almuerzo. No sé por qué me empeciné en dar vueltas las hojas buscando alguna palabra entendible para mí. Realmente nunca me importó aprender inglés, y siempre supe que mi vida no es de aquellas que llevan a sus dueños lejos del lugar de su nacimiento. Porque creo que mi vida hace lo que quiere conmigo. Yo soy sólo un hombre y mi vida es mi mujer.

     Pensé que debía llevar la carta a mis abogados. No parecía haber relación entre esta y la herencia, pero tal vez ellos pudiesen traducirla. Llamé al despacho y me dijeron que estaban en Londres. Me ofrecieron ayuda, contesté que no valía la pena, esperaría su regreso.

     Al otro día tuve que ir a trabajar. Llevé la carta para que el jefe me la tradujera. Al terminar mi turno golpeé a su puerta y entré al despacho. Nunca tuve problemas con él, aunque a veces me resultara engreído, así que me atreví a pedirle ese favor con cierta confianza. Tomó la carta y se puso a leerla bajo la luz del escritorio. Estaba en mangas de camisa y con la corbata floja. Sus anteojos ocultaban una mirada dirigida a mí de tanto en tanto, y creí ver señales de resentimiento. Luego me miró abiertamente. No me equivoqué, había cierto recelo en sus ojos. Me dijo que me ofrecían trabajo allá en Europa, luego sonrió diciendo frases ociosas, y me palmeó la espalda con sus manos sudadas.

     Regresé a casa pensando en la carta durante todo el camino. Sentí el sobre doblado en mi bolsillo, e imaginé las figuras de las palabras inglesas dibujadas en el pavimento, en la vereda y las paredes de las casas.

 

    

 5   

 

Voltearon nuevamente el cuerpo boca arriba. Ibáñez hundió el bisturí en el pecho, bajo la orquilla del esternón. Extendió el corte. La sangre fluyó abundante al principio, cayó al piso y sobre las botas de goma. Ibáñez se mostró confundido. La sangre no se había coagulado en ese sector. Pidió compresas y gasas para secar el charco que se formaba sobre la mesa.

      -Creo que no me equivoqué en venir, no me perdonaría haberme perdido esto, mientras le hallemos explicación.

     Siguió hablando para el grabador, describiendo la consistencia y el estado de la piel del abdomen. Pidió un costótomo y comenzó a cortar el lado izquierdo. El ruido de los huesos sonó opaco, hundió compresas y volvió a retirarlas. El corazón estaba morado y casi negro, con signos de necrosis. Con la mano derecha lo apartó y comenzó a seccionar las arterias con las tijeras. La aorta estaba casi vacía, con paredes de coágulos oscuros. Le entregó a Soledad el órgano y ella lo puso en una bolsa negra que luego iba a etiquetar. El interior del tórax ya estaba seco, y los pulmones parecían gastadas esponjas de goma luego de muchos años de uso. Presionó un poco sobre ellos, y salieron dos chorros de sangre oscura por la nariz.

     Soledad se sobresaltó, sabía que Ibáñez se había puesto a jugar otra vez.

     -No vuelva a hacer eso, doctor.

     -Es sólo un truco que aprendí en la facultad, pero no debía haber dado resultado en un cuerpo de tantos días.

     A veces le gustaba bromear con los muertos, sentir que sus manos podían manipular cadáveres porque ellas estaban vivas todavía. Era jactancia, quizá, un tonto orgullo de niño sabio e ingenuo que provoca sonrisas en lugar de odios. Lo mismo que las risas mientras se opera un cáncer o las bromas groseras cuando se asiste a una amputación. Era difícil resistir la tentación de manifestarse vivo frente a la muerte. Como una afirmación, una necesidad imperiosa y teñida en realidad de amargo miedo.

     Y Blas en la clínica, acostado como un muerto que respira. Su pequeño riñón casi inservible funcionando a medias, descansando en su lecho de sangre y membranas mientras el cuerpo que lo contenía se consumía y deshidrataba como una esponja al sol. Las vísceras del muerto que estaba abriendo podrían haber sido para su hijo, pero él sabía que las cosas no eran así de simples. Sin embargo, no había podido evitar ese pequeño juego, ese infinitamente pueril castigo hacia un cuerpo que no servía para salvar la vida de Blas.

 

 

6    

    

Ha pasado una semana desde que ella se fue. Pude localizar a Cintia en la casa de su madre, después de muchos fallidos intentos para que mi suegra reconociera que estaba allí. Por fin le hablé. Pero no fui lo suficientemente convincente al pedirle que regresara. Una parte de mí lo sabía mientras le hablaba, viendo su expresión de terrible hastío, como cuando hacíamos el amor y ella me miraba como si fuese una carga o una bolsa sobre su cuerpo. Nada de lo que pudiese decir iba a convencerla. Ella sólo mencionó el asunto del divorcio y preguntó si mi abogado sería el mismo que trataba el asunto de los campos. Pensé, por un instante, que tal vez esa herencia inesperada podría atraerla, como si una probable y pequeña fortuna aún imprecisa pudiese hacer que cambiara de opinión. Pero la desesperación nos hace cómplices de ideas mezquinas, y dibuja en otros las propias faltas e iniquidades.

      Esta conversación con Cintia me perturbó más que su abandono. Tal vez porque su voz me resultaba irreal y tuve la exacta noción de lo que era estar sin ella.                                                               

     Continué trabajando sin mencionar la carta. Dejé de afeitarme cada mañana y se me hizo una costumbre comer afuera. A veces me acostaba sin haber cenado, y sin hambre.

     El 1ro de mayo me levanté muy tarde. Me puse a revisar los papeles de la herencia después del almuerzo. Esta vez, como la primera, me seguí preguntando de dónde podrían haber salido estos tíos de los que nunca había escuchado. Dijeron los abogados que eran mellizos, tenían más de ochenta años cuando murieron en su casa, serenamente y cada uno en su cama, porque eran solteros. Se habían acostado luego de trabajar en los campos y recibir las visitas de sus vecinos antes del anochecer. Bebieron su última taza de té con el veneno que utilizaban para matar las plagas de su jardín. Dos días después, hallaron dos pozos removidos junto a la casa. Ellos, quizá, habían removido la tierra, habían trabajado cavando y ensuciándose con ella como si ahí hubiese un mensaje, o tratando de escuchar un llamado profundo que no podían desconocer.

     No tengo a mi madre ni a mi padre para preguntar, pero sí recuerdo que cuando era chico, ellos me contaban historias de Europa. Incluso creo recordar imágenes evocadas por esas palabras, mesas con tortas y dulces en reuniones de té entre señoras viejas y jóvenes casaderas en sus jardines de invierno, contemplando a través de ventanales con puertas mosquitero a las víctimas marchitas del frío otoñal de Gales. Espectadoras que observan a un cartero entregar de casa en casa las encomiendas que ellas mismas han enviado. No necesitan ver para saber lo que ocurre tras las paredes cuando la puerta se cierra y el cartero se aleja, así como saben lo que me sucede aquí y ahora, a miles de kilómetros de distancia.

     Creo que me quedé dormido, pero al despertar aún tenía en mis oídos el zumbido en que se habían transformado los murmullos y las voces de esas mujeres mencionando hechos y apellidos. El apellido Martins, levemente insinuado, me confirmó que a veces los recuerdos tienen más vida que la realidad, porque están más allá de la voluntad de quien quiere traerlos. Ellos regresan como accidentes, sin piedad.

     Levanté la vista y me froté los ojos. Junto al teléfono volví a encontrarme con la carta, y esta vez me aferré a ella. Me puse a observar primero el sobre, a darle vueltas como si fuese un espécimen de laboratorio. Entonces recordé que Cintia había estudiado inglés en la escuela, y aunque hacía mucho que no practicaba, tal vez podría aclararme ciertas dudas que no me atrevía a preguntarle a cmi jefe. Llegué al departamento y ella me recibió con menos disgusto del que había esperado. Por suerte su madre no estaba. Cuando le di la carta se puso a leerla. Mientras lo hacía, le pedí detalles sobre el trabajo que me estaban ofreciendo, pero apenas unos segundos después arrugó el papel y me lo puso en el bolsillo, temblorosa de rabia. No comprendí hasta que me habló de la mujer que había escrito la carta y los detalles obscenos que allí describía. No tuve tiempo de decir otra cosa porque me despidió del departamento.

     Caminé por el barrio antes de volver a casa. Al acostarme desarrugué el sobre y me pregunté una y otra vez qué era lo incomprensible. Pero estaba demasiado cansado para pensar en lo realmente extraño de todo eso.

 

 

7

    

Ibáñez tomó otra vez el bisturí en su mano derecha y abrió el abdomen. Pidió separadores y exploró la cavidad. Diez centímetros de tejido graso separaban la piel de los músculos, volvió a abrir más profundamente, pero esta vez salió poca sangre.

     -Estado normal del tejido periférico-dijo para el informe.- Hemorragias leves a la incisión y músculo con necrosis inicial.

     Pero al hundir la mano un poco más, tocó algo que no alcanzaba a ver. Amplió el corte y separó más los bordes. Entonces vio que había estado palpando vísceras duras como piedra, aunque no era ésa la sensación exactamente.

     -Estómago endurecido, de paredes exteriores tensas, color negro vinoso, con venas colapsadas. Cardias dilatado, píloro obstruido. Deme las tijeras, Soledad.

    Disecó el esófago y lo cortó a la mitad de su longitud. Luego exploró hacia el intestino, y encontró la misma consistencia en casi todo su largo.

     -Voy a cortar.

    Soledad le alcanzó las tijeras gruesas, luego el bisturí cuando él halló mayor resistencia. Levantó su mano izquierda con el estómago completo. Dejó la víscera sobre la mesa y comenzó a abrirla por una de sus caras. Los bordes de la pared se distendieron y quedó expuesta una masa de barro con la forma exacta del estómago.

     -¿Pero esto es no es tierra, doctor?

     -Sí, tierra común y corriente.

     Hundió una pinza en la masa y ésta se rompió como una vasija antigua. Los pedazos de barro comenzaron a disolverse en el suero con que Soledad limpió la superficie de la mesa. Ibáñez volvió a buscar en el cuerpo. Cortó y sacó el resto del intestino. Más de un metro de vísceras comenzó a enrollarse sobre la mesa, y de cada corte brotaba el barro, disolviéndose y esparciéndose en el espacio que había ocupado la sangre, envolviendo la silueta del cadáver hasta volverse a secar. Como si la naturaleza del hombre fuese acorde a las enseñanzas de la Biblia: hombre hecho del polvo para regresar al polvo. Y el agua como instrumento o medio de transición. De la tierra alimentada por la lluvia nace la vida, y este hombre era como una planta que había vivido hasta secarse. Pero Ibáñez apartó estos pensamientos absurdos. Se sentía agitado y evidentemente preocupado. Sus manos no temblaban como podría esperarse de alguien menos experimentado, pero sus ojos expresaron lo que su boca ocultaba tras el barbijo.

     La frente le comenzó a sudar bajo la luz intensa del quirófano. Regresó al cuerpo como si fuese una fuente de maravillas, casi redescubriendo la anatomía que creía saber de memoria. Rememorando sus años de estudiante disector en las cámaras de la morgue en la facultad de medicina. Pensando, con la música de Beethoven en la memoria de sus oídos, en el placer de abrir las elásticas membranas de las arterias y los bellos caminos de los tendones. Mientras un cuarteto de cuerdas sonaba en su cabeza, el olor del formol acompañaba el descubrimiento del cuerpo abierto como un libro único y sin repetición, un libro que podría volver a abrir al día siguiente, y al otro. Único pero repetible, como morir y volver a nacer.

     Sacó el hígado. Extrajo los riñones y el bazo. No eran órganos huecos, pero cuando los abrió, vio que habían sido vaciados como si se tratase de la pulpa de una fruta, y vueltos a llenar con tierra.

     -Veamos el corazón.

     Soledad lo trajo de la mesa donde lo había dejado. Ibáñez lo cortó y encontró lo mismo, tierra y coágulos en cada cavidad.

     -Tengo miedo, doctor-dijo ella.

     Él la miró por primera vez a los ojos en toda esa mañana. Unas lágrimas amenazaban con caer sobre el borde del barbijo. Es una hermosa mujer, pensó Mateo Ibáñez, una mujer sensible al fin de cuentas.

    -No se preocupe. No es nada más que un caso de tráfico de órganos. Después le voy a explicar.

    Pero él dudaba de sus propias palabras. No era miedo, ni siquiera extrañeza, sino la sensación de vacío en un camino de asfalto que de pronto se interrumpe en medio de una llanura y se hace de barro, de tierra inestable después de una lluvia de tres días. Algo así como dudar de someter al auto a tal extremo, pensando si las ruedas se estancarán, si tendrá que bajarse y hundir los mocasines para empujar, o si deberá llamar a un remolque desde un teléfono inexistente en pleno campo. Hasta quizá pasar toda la noche a oscuras en el frío y el barro, escuchando la radio y con las luces encendidas hasta que tal vez también se agotase la batería. Era la inquietud, molesta e irritante, de no estar seguro de nada más que de los posibles errores de la noche.

 

 

8  

    

Anoche estuve pensando en las tan opuestas versiones que originó la carta. Desayuné y fui a la oficina con la misma inquietud. Traté de evitar encontrarme a mi jefe. No tenía sentido hablar con mis abogados ahora, jamás los había visto personalmente y sentí vergüenza de preguntarles por algo que me estaba resultando una broma de muy mal gusto. En casa me puse a trabajar en lo que había ideado durante todo el día. Busqué mis viejos libros de la secundaria. Junto a un diccionario que saqué de la biblioteca, los puse sobre el escritorio. Decidí que no podía ser tan difícil traducir un texto tan breve. Estuve trabajando casi toda la noche, pero estaba cansado y con sueño. Las letras comenzaron a borrarse en un fondo marrón oscuro, y cuando levantaba la vista veía puntos verdes en las paredes, a veces líneas como hebras de pasto.

     Al otro día fui a la oficina. Ningún recuerdo preocupante me distrajo, y estuve menos apartado que de costumbre de mis compañeros. Sabía que la carta me esperaba en casa, y que por la tarde iba a trabajar en ella. Pero en la noche comencé a sentirme mal. Tuve náuseas, y luego la sensación de un vacío en el estómago que no satisfacía con nada que encontrara en la heladera y la despensa. Entonces me di cuenta que venía de la incertidumbre que me provocaba el texto de la carta. Logré traducirlo, pero no supe su significado en ese momento. Todo estaba silencioso a mi alrededor, como si la casa fuese un desierto vacío de arena y viento, aún del sol, y por eso era imposible hacer alguna pregunta o siquiera pensarla.

     Dos días después, logré obtener un texto de cierta coherencia. Es verdad que me sorprendió su contenido, pero sobre todo que contrastara tanto con las otras versiones. En resumen, allí me hablaban de haber sido elegido entre un centenar de nombres para recibir una oportunidad única e irrepetible, y que no podía desaprovechar. Aparentemente son un grupo social, seudo-religioso en mi opinión, que me ofrece una nueva visión de mi vida. Nada es concreto en su discurso. Primero hacen una breve referencia a su historia, nombrando las pestes y las guerras en Europa y su función de salvadores de almas.

      Nunca me hablan de dinero, y de esto también desconfío. Sin embargo, lo que más me atrajo fue su descripción de los campos ingleses. Imaginé las praderas extensas, siempre cubiertas de un verde tan indefinido como hermoso. Un verde homogéneo, interrumpido por la sombra de las nubes que pasan como islas de lento movimiento, semejantes a barcos a la deriva ensombreciendo el mar verde y ocultando el sol por instantes. Y en esos espacios de sombra, yo alcanzaba ver los cascos de aquellas naves, limpios de algas porque eran no de madera, sino de vapor concentrado en cúmulos, en globos de atmósfera encerrada. Casi como almas girando en el aire luego de su desprendimiento. Las bases de las nubes tenían caras que miraban los campos verdes cuyo verdor protegían del sol del mediodía, y allí estaba yo, mirándolas con la cabeza inclinada hacia atrás y una mano en la frente.

     Ellos aseguran que un lugar así podría salvar mi vida de la pesadumbre cotidiana. Dicen que sólo es  necesario imaginarlo.

 

 

 9

 

-Vamos a trepanar, Soledad.

     Ella fue a buscar la caja con el perforador y se lo entregó. Ibáñez hizo dos orificios en los parietales. Luego cortó el cráneo con la sierra en una circunferencia exacta y abrió una ventana en los huesos. El cerebro estaba intacto, por lo menos en su superficie. Metió la mano derecha desprendiendo las meninges. Cuando la retiró, tenía tierra en los guantes. Miró a Soledad pero no dijo nada. Continuó trabajando y sacó con facilidad el cerebro. Sólo quedaba un fragmento, quizá la tercera partes de su masa normal, el resto del cráneo estaba ocupado por tierra.

     -Esto es horrible…-dijo Soledad.

     -No se asuste. Usan las células corticales para pacientes neurológicos. Acá no tenemos tecnología todavía, pero pueden hacerlo afuera y nosotros somos proveedores de la materia prima.

     Ibáñez no lo mencionó, pero imaginó otro cuerpo fragmentado en decenas de pedazos repartidos en otros tantos laboratorios y clínicas capaces de pagar en todo lo extenso del mundo. Otro cuerpo demasiado conocido, y rechazó la idea como se rechaza el filo de un cuchillo helado en la piel.

     -Pero las cicatrices...-dijo, sorprendido.-No hay cicatrices.

     Debía encontrarlas. Tuvo que rapar toda la cabeza para buscar los más mínimos orificios que pudiesen guiarlo en cómo habían extirpado el cerebro. Sólo detrás de las orejas encontró una cicatriz que no era reciente, pero que sin embargo era la vía más probable de acceso.

     -Pero parece una cicatriz de la infancia, doctor.

     -Ya lo sé, aunque se puede disimular con bisturís de láser. En el cuerpo tampoco las hay, pero debieron sacar los órganos por vía posterior y ya vimos que es la zona más descompuesta.

     Por qué pusieron tierra, se preguntó él. Quizá para distraer la atención de los peritos del seguro, pero los traficantes de órganos no abandonan los cuerpos, los hacen desaparecer, simplemente. Y ésta vez habían imitado el procedimiento de sectas cuyos ritos incluían hallazgos como éstos: cuerpos mutilados y casi sin cicatrices.

     Ibáñez hizo largos cortes en las piernas y brazos. Habían también robado tendones, y los huesos tenían perforaciones que llegaban a la médula. Sí, era lo que había pensado desde un principio; pero por qué, se preguntaba, le era tan difícil aceptar sus propios argumentos, como si la simple y evidente observación de Soledad fuese más verdadera que toda su sapiencia recogida en años de estudio y experiencia. Como si los cuerpos fuesen misterios que él todavía no había llegado a comprender. Masas de tejidos mudos que hablaban sólo cuando les convenía, como niños caprichosos cuya mente nunca lograría penetrar del todo. Ni con clavos, mechas o martillos. La mudez de los cadáveres es un silencio más atroz que el silencio del cielo o la monótona estridencia del mar. Se parece a la vacuidad de la nada, donde ni siquiera el vacío puede llamarse así porque la nada carece aún del vacío. 

     Meter las manos en ese cuerpo, fue para él, por primera vez en su profesión, tocar dos mundos fusionados, dos realidades que viajan paralelas y que se juntan en esas ocasiones frecuentes pero negadas a los demás. Ocasiones donde un cuerpo muerto, sobre una mesa de disección, es penetrado no por instrumentos de metal, sino por manos que conservan el recuerdo vital del movimiento. Y esas manos eran las de Mateo Ibáñez, cuya mente viajaba en la tercera realidad de aquel instante, la vista puesta en el cuerpo moribundo de su hijo sobre sábanas manchadas por secreciones.

 

 

10

   

 La carta no tiene despedida, así que la consideré un hecho aislado, un intento por atraer mi atención, que desistiría si yo no contestaba. Durante los siguientes días pensé muy poco en todo esto. Mi mente tampoco retuvo a Cintia por mucho tiempo, y la llamé una sola vez sin lograr que me hablase. Después de traducir la carta tuve la necesidad imperiosa de pensar en aquellos campos ingleses. Los había visto únicamente en películas, y por eso una imagen siempre igual y repetida se me presentaba en la memoria. Pero cada vez que veía la carta sobre mi escritorio sentía la urgencia de releerla, y mi imaginación entonces parecía ampliarse. Comencé a ver bosques lejanos más allá de las tierras, luego otros inmediatos a mi vista en ese paisaje sin perspectiva exacta. La extensión de mis campos nunca disminuía, iba creciendo cada tarde que dedicaba a su contemplación.

     Empecé a soñar con ese lugar, no sólo imaginándolo durante el día, sino que se metió también en mis sueños nocturnos, y ya no sé si lo que he visto, si cada detalle y cada metro de mis tierras los he reconocido dormido o despierto. Sólo estoy seguro de que se hace irreversiblemente nítido y claro a medida que pasan los días. En especial desde que puedo visualizar mi propio cuerpo en aquellos campos, parado en medio de la nada o acostado en el pasto y mirando el cielo.

     Cada mañana me cuesta más levantarme, y lo hago con lo minutos exactos para llegar a la oficina. Hay días que no soporto la idea de encerrarme en un despacho con una única ventana al tráfico de la ciudad. En el piso arriba de nosotros están las oficinas de una empresa de recolección de residuos. A veces encuentro a uno de los empleados en el ascensor, y conversamos sobre su hermano, un encefalítico al que visita los fines de semana en el asilo. Es un tipo triste y acabado, y yo voy en camino de parecerme a él. Por eso levanto la vista al espejo del ascensor y en lugar de verme, veo la carta, y tras ella el espejo se ilumina con espacios verdes.

     No sé si extraño a Cintia o mi vida con ella. Ahora odio mi trabajo tanto como no lo había hecho desde que me inicié.  Sé que no soy un viejo, pero he llegado casi a la mitad de mi vida y creo que todo lo he aprendido mal. El mundo que soy capaz de percibir parece lleno de defectos, y a veces pienso que mi visión está distorsionándolo. Debo reconocer también que soy extraño, algo así como un ser que se siente más cerca de un pensamiento que de una realidad.

     Decidí enviar una contestación a Inglaterra. Copié cuidadosamente la dirección en un sobre y escribí la carta en castellano. Escribí pensando en los campos ingleses. Creo haber sentido su luz brillante sobre mi cabeza, y en las piernas la sensación de tenerlas extendidas sobre el césped.

     Empecé a pasar el día fuera de casa. Pedí licencia en la oficina. Tampoco he vuelto a hablar con Cintia. Recibí varios llamados de mi abogado, que no respondí.

     Han pasado dos semanas. Volví  al trabajo. En realidad ya no me molesta estar en la oficina ahora. Al principio salía porque el aire libre me ayudaba a imaginar el campo. Pero después noté que había demasiados estímulos que terminaban distrayéndome. Desde hace días soy capaz de pensar en mis tierras dentro de este ambiente rutinario y mecánico, con las mismas voces que de tan familiares ya no noto, y sirven de acolchado sendero a mi imaginación.

     No soy yo, me parece. Ya no distingo mi viejo nombre de este cuerpo que arrastro sobre los verdes campos. Sigo caminando con el pasto crecido en mis talones y el sol sobre la espalda, aún cuando estoy en casa y solo. De alguna manera disfruto de todo esto, pero otra parte de mi mente se siente apresada por el delirio. Por eso he aprendido a no resistirme. De una forma inaudita, estar allá es lo único que me permite seguir aquí, caminando en mi ciudad.

     Hoy recibí la contestación a mi carta. La dejé sobre la mesa y fui a la oficina. No olvidé pasar por la biblioteca. Cuando regresé la abrí y preparé los libros.

     Ellos me invitan a su país. Les ha gratificado mi actitud predispuesta y tan sensible. La precariedad de mi sistema de traducción hace que sus palabras sean ambiguas, o quizá lo son originalmente, no tengo manera de comprobarlo. Aún cuando entienda su significado, sigue escapando a mi comprensión el objetivo que buscan. La letra esta vez es más prolija y se me ocurre que debe ser de una mujer. Los giros gramaticales son típicos de una mujer mayor, pero expresados en plural. Me invitan a ir a su tierra, y sé que muy pronto seré dueño de un puñado de hectáreas heredadas. Pero la tierra no se hereda, dicen sus palabras, como si leyeran mis pensamientos mientras leo. Uno es dueño de la tierra, siempre. Venimos al mundo rodeados de ella, y envueltos en la sustancia que la alimenta: el agua. Somos barro y el barro regresará a nuestros cuerpos, y el alma se desprenderá como una nube de vapor cálido y asfixiante. Nosotros debemos entrar al barro para que él entre en nosotros. Hombre y tierra, como marido y mujer.

      Pienso en la descripción detallada que hacen de sus campos, que es nueva para mí a pesar de todos mis esfuerzos para que nada faltase. Entonces, pude sentir el aroma de la tierra negra en el papel. Busqué en el sobre y encontré otro más pequeño de nylon. Lo abrí y cayeron varios terrones secos. Era ése el aroma que le faltaba a mi pintura imaginada. Un perfume que le da coherencia y una historia a los objetos que he puesto cuidadosamente en mi paisaje.

     Pero sobre todo, abandoné la idea de mi yo, sea cual fuese el nombre de mi conciencia. Estoy en mi campo, lleno de verde y de luz, y me siento ciego. Acostado en el pasto, y suspirando. Leo en voz alta la frase con que finaliza la carta, la que dice que moriré en los campos de Inglaterra.

 

 

11

 

-Dejemos esto como está, no voy a suturar. Ya debe ser más de mediodía. Mande las muestras al laboratorio.

     Soledad asintió e Ibáñez salió del quirófano. Las puertas se cerraron tras él y entró al vestuario. Se frotó los ojos cansados. Tal vez necesitara anteojos a partir de hoy, se dijo. Frente a él estaba el ministro Farias, sentado en uno de los bancos frente a los armarios. El ayudante había salido recién por la otra puerta.

     -Buenos días, Ibáñez.

     Mateo emitió un gruñido casi sin levantar la vista del suelo. Estaba irritado y confuso, pero no buscó la discusión que había planeado esa mañana temprano. Comenzó a sacarse el camisolín y el ambo. Agarró una toalla de los estantes sobre los armarios. Mientras se secaba el sudor, oyó que Farias preguntaba:

     -¿Qué te parece?

     Entonces Ibáñez no pudo retener su bronca contenida.    

     -Escucháme, esto no era urgente, podía haber esperado hasta mañana u haberlo hecho otro.

     Farias miraba alrededor con insistencia como para comprobar que nadie más hubiera entrado al vestuario.

     -La ex mujer de este tipo es hermana de un coronel de la armada. Ella pidió la autopsia cuando lo encontraron en Inglaterra. Desapareció del país hace un mes sin pasaporte, y están buscando registros de algún vuelo, y ya los encontrarán.

      Pero Ibáñez pensaba en otra cosa. Cómo podía el tipo haber salido del país sin pasaporte, o incluso el cuerpo llevado al extranjero, sin algún conocido en la fuerza, quizá su propio cuñado. Entonces se avergonzó de haber sido tan ingenuo. Demasiado apegado a los libros, no había querido levantar la vista.

     -Ahora decíme qué vas a escribir en tu informe.

     Mateo rescató su serenidad profesional del fondo donde la había hundido al encontrarse con Farias.

     - Parece un caso más de tráfico de órganos, sumamente profesional esta vez, casi artesanal por el trabajo que se tomaron. Han simulado los ritos de algunas sectas que rellenan los cuerpos con tierra para desalojar el alma.

     -Magnífico-dijo Farias, con una sonrisa que no podía ser más ancha ni más satisfecha.

     Al ver la expresión interrogante de Ibáñez, comentó:

     -Ahora, amigo mío, cumplimos con nuestro deber al asentar que el pobre hombre ha sido otra víctima de elementos foráneos. Tu informe quedará registrado oficialmente y yo lo avalaré.

     Luego apoyó una mano sobre el hombro desnudo de Ibáñez.

     -Sé lo de tu hijo, pero yo también tuve uno que no vivió más de quince días. Y aquí me ves, vivo y cuerdo todavía.

     Sí, pensó Ibáñez. Es resentimiento.

     -Lo que hacemos, amigo mío, los sufren nuestros hijos-dijo el ministro.

     -¿Pero qué hice de malo para que mi hijo esté enfermo?

     Farias no contestó mientras miraba a Ibáñez señalarse el pecho con la mano derecha, como si dijese yo y mi culpa. Mateo sintió en la boca el verdadero sabor de formar parte de un sistema. Él había puesto un ladrillo más en la pared de la fachada, primo facto de cualquier forma de gobierno, y sus propias manos habían actuado incluso por placer profesional. No le quedaba por eso siquiera la posibilidad de arrepentirse.

     Terminó de cambiarse y salió dejando la puerta abierta. No volvió la vista a Farias. Miró el reloj: la una y media de la tarde. Los resultados de Blas ya debían estar listos. Puso la llave en la puerta del auto, y de pronto oyó la voz de Soledad desde la entrada de la morgue. Dejó que el sol de la tarde acostumbrara sus ojos al reflejo sobre el muro, donde la silueta de ella era como un maniquí de cera, bello y muerto.

      No quería escuchar. No deseaba sentir pasar el tiempo tan rápidamente que ni sus propios pensamientos, con toda su carga de piedad a cuestas, podrían alcanzarlo. Pero sus ojos ahora contemplaban con claridad los ojos de Soledad, que lo habían recibido con su brillo cada mañana.   

     No podría confundir entonces el mensaje que leía en ellos, igual que había leído la irreprochable y serena muerte de aquel hombre en el exacto y  lejano lugar designado para su fin. Había sentido ese olor en la tierra del cadáver, ese aroma que no era aroma, sino un llamado.

     -Llamaron de la clínica, doctor.

     La cara de Soledad no dejaba lugar a dudas.

 



Ilustración: Caroline Ellen Watson

 

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...