Presentación de
miércoles, 20 de septiembre de 2023
Presentaciones de libros
Presentación de
domingo, 17 de septiembre de 2023
Yago tiene miedo
1
Hoy una angustia se me ha hecho intolerable. Sé que voy a morir, como todos, alguna vez.
Cuándo es la incógnita, pero sé que pronto, porque me siento cada vez más solo. Otros tienen amigos, esposas, novias. Tienen parejas con quién compartir el tiempo y el tedio que sobreviene con el paso de los años. No es la necesidad de compañía por el mero hecho de no morir solo, ya que la muerte es un camino tan solitario como el nacimiento. Por lo menos tal es el argumento que nos imponemos para consolarnos ante el miedo abismal de la finitud, del no hay más, del oscuro desempeño de la razón que todo lo aniquila con excepción de la desesperanza.
Quizá haya esperanza en la desesperanza, quizá haya fe en esta misma incongruencia, y como un ancla depositada en el absurdo, el absurdo sea el instrumento de nuestra salvación. Un incontrovertible instrumento de salvataje desde un mar encrespado donde los recuerdos son sueños y los sueños simples argumentos refutados por la lógica.
El mar es la realidad, el agua en los pulmones, las olas como látigos golpeando la cara sin dejarnos respirar, azotando el cuerpo como cien bestias de la Inquisición, obligándonos a decir la verdad: nuestra impotencia, nuestra infelicidad, nuestra terrible y nunca descargada ira.
Envidio a quienes van por las calles de la ciudad acompañados por alguien que es más que un compañero. Adivino en sus miradas un lazo que los une, por más que sea el arrebato, el rencor o el remordimiento. Ellos son un lazo quizá más permanente que el amor, y es preferible haber aborrecido que no haber sentido nada nunca.
Me refiero a nada más cercano a la felicidad, más arcano que el estío entre rubicundos ángeles jugueteando desnudos en el Parque Lezama, levantando las heces viejas y secas de los perros, riéndose como bobalicones descerebrados pero con una expresión celestial, tan ingenua que no puede ser expresada de ninguna manera más que siendo vista, apreciada, contemplada como un sentimiento irrefutable e irrepetible.
Las parejas que se besan en los bancos de la plaza son melosas y cursis, pero yo las envidio porque saben, han descubierto, que sus cuerpos son caminos nunca trillados, senderos salvajes donde cada hálito, paso, sonido y cada mota de polvo y arenisca es un hallazgo. Y los besos traman redes de minúsculos puntos que sólo se acabarán cuando el material que los constituye se agote. Ellos saben que esto nunca sucederá: podrá extraviarse u olvidarse la fuente, podrá perder la importancia inicial, la fuerza, no por agotamiento sino por la simple indiferencia.
Pero allí estarán ellos, los cuidadores, los jardineros, los cupidos con sus flechas para matar la indiferencia y el olvido así como se matan las arañas que amenazan con envenenar los cuerpos ocupados en sus placeres, en los recovecos del abrazo, en los sinsabores de las mordidas salvajes en la piel caliente y sudada, en los golpes que no se sienten como golpes sino como placeres de una rueda sin agotamiento, sin pérdida de ímpetu, hasta el azar del corazón humano, hasta el interrumpido corazón que ha dicho basta porque Dios dijo basta.
Mi envidia es odio y es amor, que me consume como a los perros famélicos, los perros rabiosos que deambulan por las calles por la noche, sabiendo que cada contacto con un ser humano es un peligro y un bienestar. Mi mordedura me libera de un gramo de odio y de ira, porque lo comparto con la víctima propiciatoria: un borracho perdido entre zaguán y zaguán, una prostituta que vuelve a su casa luego de una noche pobre en trabajo, un chico hambriento, quizá drogado, que me enfrenta con el coraje de la sinrazón, siendo su única oportunidad de expresar con los ojos la verdadera bronca, el enorme resentimiento que de ser dejado salir podría acabar con toda la ciudad como una bomba de neutrones.
Yo odio, pero no soy capaz de matar. Hacerlo sería como terminar con el objeto de mi vida. Porque más que mi cuerpo, la esencia de mi vida son ellos: los que tienen, hacen, toman y poseen lo que yo no puedo.
Los que pueden lo que yo no.
Pero qué es poder, me lo he preguntado muchas veces. Si quisiera, podría hacerlo todo, he escuchado decir a muchos. Si tienes un cuerpo relativamente sano no hay nada que no puedas cumplir. Bobadas de evangélicos mensajeros de Dios. Yo les respondo con una obscenidad sin sonido, tocándome los genitales o haciéndoles un corte de manga. Respuestas arbitrarias que de nada sirven, es verdad, pero demuestran que a veces el silencio es el mejor argumento contra otros argumentos faltos de inteligencia.
Yo me señalo la cabeza y el corazón, por continuar con los lugares comunes de cualquier discurso de clase media, haciendo notar que ambos sitios están constituidos por dos máquinas cuyos engranajes se agotan y sus repuestos son inobtenibles porque cada pieza ha sido fabricada a mano por un artesano que ya ha muerto. Vamos por las calles de la ciudad, de local en local, por avenidas y barrios diversos. Acá no tenemos, pero a lo mejor en la casa de la avenida San Martín, o en aquella otra de la calle Riobamba, o en el barrio de Pompeya, quién sabe en qué esquina de un suburbio ya abandonado por la afortunada mano que acomoda los rigores de la oferta y la demanda.
Una vez roto el engranaje, el resto de la máquina ya no podrá hacer nada, salvo ocupar un lugar, y con suerte, servir de apoyo a una maceta, una pila de libros o las herramientas que serán utilizadas para otra máquina ya también en vías de extinción.
Yo tengo la mirada que imagino tienen esas máquinas inservibles hacia las herramientas aún en uso apoyadas sobre ellas, indiferentes al sitio sobre el que unas manos humanas las han puesto. Como una pareja que hace el amor sobre un colchón, sin preguntarse qué piensa o siente tal colchón, ni siquiera tomando en cuenta la calidad, la comodidad que el colchón les ha ofrecido para que ellos cumplan con su deseo satisfactoriamente.
Es que los que son felices no piensan más que en sí mismos, y cada uno a su vez piensa en sí solo, ente individual imposible de comunicarse con algún otro, por más que un segundo antes hayan estado tan compenetrados como nacidos en un solo cuerpo. Por eso odio tal suficiencia, la sonrisa satisfecha de los que han sentido eso: lo indefinible como toda entidad sublime, todo alcance de una deidad a través de una mano que toca con sus dedos los cuerpos de un par de humanos hundidos en la jaula vaporosa de lo brevemente eterno.
Mi problema no es la soledad, únicamente, porque ésta es medida según la apreciación de uno mismo. Mi conflicto es la dificultad, la impotencia por acceder a aquello que los demás poseen. Me he consolado diciéndome parrafadas de fracasos y rechazos, de malos nacimientos o mala suerte y malas compañías, lugares tan comunes como los sitios por los que uno deambula cotidianamente, sitios prácticos que no dejan más recuerdo que la rémora, la resaca, el olvido final.
Me acaricio a mí mismo frente al espejo, y me amo tanto como odio a los que por la calle pasan como si vivieran en un espejismo de cuento de hadas. Todos son felices, me parece, así que yo crearé mi propia felicidad, mi autosatisfacción, mi flagelación: mi único tesoro, para que sea la envida de los demás. Esos que creen haber sido tocados por Dios por el simple hecho de que una mano los tome a cualquier hora de la noche en su cama, y los acaricie, y los apriete como si esa cama fuese el último refugio después del holocausto de la humanidad.
2
Sé que voy a morir, y tengo miedo, no tanto por la incalculable incertidumbre de lo que encontraré más allá, sino de lo que dejaré en este mundo. Dejaré, incluso lo que no tengo y necesito, así como necesito del aire que respiro.
Todo lo que los demás poseen, yo lo deseo. Cosas en particular, cosas en general. No porque me gusten especialmente. He llegado a la conclusión de que lo que yo necesito es el ansia de sentir lo que los demás sienten al poseer tales cosas.
Entonces sé que moriré sin tener el automóvil que mi vecino de departamento se ha comprado, luciéndolo en la puerta del edificio cada fin de semana, sacándole brillo durante todo el día, con breves interludios para subir a su departamento para almorzar luego de sufrir, incluso los otros vecinos y yo, los llamados agudos y paulatinamente roncos de su mujer desde el balcón. He soportado los chillidos de sus hijos mientras bajaban y subían las escaleras, entusiasmados a más no poder por el auto nuevo de su padre. Él los ha llevado de paseo, durante quince minutos como máximo, unas vueltas a la manzana seguramente, pero los chicos se conformaron, y la indiferencia de su mujer lo conforma a él, lo reconforta en el ensimismamiento con su propio placer: el auto: mirarlo, sentarse dentro, como si estuviera masturbándose durante horas y horas, sacando brillo a ese esqueleto metalizado de mujer inalcanzable, impenetrable.
Eso es lo que envidio, la satisfacción, como si la felicidad dependiera de un sueldo ridículo que aún así sería suficiente para pagar las cuotas eternas de un auto recién salido de la fábrica, cromado, patentado, asumido en las manos como en la autoconciencia de real satisfacción. Como si mi vecino hubiese salido recién de la iglesia, de hablar con el dios vendedor con su sonrisa de circunstancia y sus propias manos crispadas de deseo: de firmas, cheques, documentos que comprometerán la vida de mi vecino por muchos años. Garantías, hipotecas, préstamos, recibos de sueldo, documentos de identidad: todos signos para atenuar las sospechas que nunca morirán, porque esa es la esencia de la sociedad.
Sospechas que reconozco en mi mirada cuando lo observo restregar con incansable afán el metal del auto, que refulge bajo el sol del domingo, despidiendo destellos que rebotan en las ventanas de cada departamento de este edificio y del que lo enfrenta, destellos que no por débiles - ya que el sol penetra con mucho esfuerzo en el túnel de la calle- son menos conspicuos, menos heterodoxos en su religión de fabricar súbditos para siempre fieles.
Yo me reconozco aún un ateo a esta religiosidad del consumismo, mi afán está en el placer sensual que dan las cosas. Quisiera tomar la mano de aquella mujer que he visto en el ascensor esta mañana, distraída en el distanciamiento que el teléfono celular le ofrecía en el centro de esta jaula llamada ascensor. He recordado lo que he leído muchas veces de muchos poetas encerrados en campos de concentración, presos políticos o simplemente delincuentes arrepentidos o no, gente que en medio de su condena al encierro, vive la libertad gracias a la imaginación que un libro puede ofrecerle: un disparador a los efectos y consecuencias de la propia y genial imaginación. Pero esta mujer con su celular en la mano, la cabeza levemente inclinada, ajena al ascenso y descenso del artefacto mecánico eléctrico en el que estábamos ambos sumidos, viajaba en sus propias redes con otros muchos, interconectándose en breves, virtuales miradas fijas para siempre y para siempre perdidas en la historia y el pasado del espacio no-tiempo.
Quizá los primeros que subieron a un ascensor han sentido la misma aprensión de su alma y su cuerpo, durante un escaso instante antes de poner un pie en la jaula. El cuerpo se resiste a ser llevado contra las leyes de la gravedad, y el alma es siempre temerosa, como toda buena e inteligente mujer, del futuro de su alma en vistas a la protección de sus seres queridos. Pero toda maternal reprimenda o amenaza latente es superada por la lógica dominante de la razón, y allí está la ciencia para comprobarlo, para refutarlo si es necesario con nuevas experiencias que mejoren el producto de la tecnología.
Esta mujer, digo, viajaba doblemente: en el espacio tiempo contra las leyes establecidas de la gravedad gracias a los senderos que la inteligencia humana ha creado, como surcos asfaltados, en la estructura física del mundo; pero viajaba también por otros senderos ya sin dimensiones posibles de medida, el mundo virtual que está y no está, la cuarta dimensión, tal vez, tan buscada por los fanáticos de fenómenos paranormales. La red comunicativa que puede ser interrumpida por la ruptura de un satélite, pero no así la imaginación que el mundo ha creado en esa mujer.
Observándola, mientras el ascensor paraba en cada piso, abriendo sus puertas automáticamente, pude apreciar la mirada cautiva, la sonrisa ingenua, de sorna, tristeza o asombro, de placer inclasificable, de esperanza caída en desuso, de muerte inminente, de fe en nacimientos futuros, de batallas perdidas, de amor sin esperanza y por eso más alto y más bellamente adornado por el brillo de las lágrimas de la felicidad.
Eso es lo que yo envidié: la felicidad de un viaje sin tiempo dentro de los parámetros vulgares del tiempo-prisión representado claramente por esta jaula que nos transportaba, rompiendo transitoriamente, y confirmando por su misma excepción, las reglas conocidas del espacio-tiempo.
Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja, las puertas se abrieron y me quedé apretando el botón que las retenía durante varios segundos en los que las nociones que definen el significado de las horas o de los siglos se confundieron, y ya no supe más que del sol penetrando desde un espacio en las afueras que tanto podría ser la ciudad inclaudicable como el mismo principio de las eras, el paraíso y el infierno que describió Blake, o el abismal purgatorio que Dante y Virgilio recorrieron alguna vez, o el principio del apocalipsis que la boca de Dios insinúa con murmullos coléricos e ininteligibles.
La vi, entonces, mirarme, vuelta de quién sabe dónde, regresada, por lo menos en cuerpo, de las lejanas regiones inmersas y divergentes de su teléfono celular como si éste fuera uno más de los agujeros negros del universo, abierto en el otro extremo en un agujero blanco que expande el contenido hacia lo imponderable, o quizá lo muerto.
¿Qué es la realidad, qué la imaginación, si no estados de ensoñaciones paralelas?
Si ella escuchó mi pregunta, si por alguna eventual casualidad de la preeminente causalidad llegó a entender a lo que yo me refería, decidió, con cautela, como toda mujer inteligente, ignorarme. No sin antes arrojarme a la cara una mirada más dura que todo el conjunto completo de concreto que conforma la estructura de este edifico: una mirada tan dura como su propia vida, o la mía. Para que el olvido cumpla su función correctamente, y el mundo vuelva a comenzar sin remordimientos.
3
Moriré sin todo eso: lo mencionado y todo aquello que a partir de ahora mencionaré como una falacia pronunciada al viento del sur, contra el viento del enorme sur. Aquel que me hará tragar mi propia voz para que mis ruegos me consuman como un ácido las entrañas, para que mis protestas sean gérmenes invisibles que lentamente tomen la forma de gusanos en las paredes de mi conciencia.
Todo lo que no tendré nunca por tanto desearlo siempre, por lo menos eso es lo que me digo para consolarme con la única idea, atroz y recalcitrante como toda idea de consuelo, de que alguna vez pude haber tenido, o pude haber sido, lo que anhelaba.
Un hombre que sale de su casa en los suburbios residenciales de una ciudad, sube a su auto y enciende el motor, y espera que éste se caliente en una mañana de invierno. Pone música, ordena los papeles del trabajo, revisa las órdenes del día, se detiene a pensar. De pronto, su mujer sale por la puerta y se acerca al auto, se inclina para besarlo y despedirse, se seca las manos en el delantal y toma la cabeza de su marido y la apoya sobre su pecho. Ambas caras están ocultas, pero yo sé que sonríen, los dos reconciliados luego de una discusión nocturna, codo a codo en la cama, resentidos por momentos, arrepentidos casi siempre, unidos por la piel común del deseo, ansiosos de abrazarse pero empecinados en el orgullo que todo lo arruina y nos lleva por caminos altos y siempre, siempre solitarios.
En esta mañana de invierno, lo importante ha prevalecido: no la casa con sus ventanas al jardín delantero, ni el tejado que desciende con armonía hacia los costados, los pájaros que buscan alimento en el pasto de la vereda, el perro del vecino que ladra por aquella interrupción matutina, o los colectivos escolares que pasan recogiendo chicos de puerta en puerta; sino ellos, ambos únicos, unidos no por el fuego ni los cuerpos consumidos en él, sino por el alma incorruptible, que por más que insistan en ensuciarla, permanece indemne junto a ellos, el alma única, el tercero que no es discordia sino lazo, fuente, alimento, sostén, refugio, consuelo, esperanza, necesidad, no de los altares sino de un dios de cama adentro, dispuesto siempre a limpiar de polvo las superficies de porcelana de la antigua y delicada vajilla de los abuelos.
Los abuelos que llamaron amor a lo mismo que ellos llaman ahora.
El hombre saldrá para su trabajo, un oficio, quizá, que ha elegido porque de algo tiene que vivir. Yo lo sigo por las calles hasta su oficina. Lo veo estacionar en su sitio habitual, animal de costumbres como lo demuestra al tomar el mismo ascensor de la izquierda, pasar por la derecha de la escalera donde un obrero arregla las paredes del cuarto piso desde hace seis meses, saludar a las secretarias sin detenerse, evitar el olor a espliego que despide su colega de sesenta años, a quien no soporta, entrar en su oficina, prender la computadora ante todo, dejar el maletín sobre la silla, nunca sobre la mesa, abrirlo y sacar uno por uno las carpetas y folios en los que trabajará ese día. Pero no ve lo que espera todas las mañanas sobre el escritorio: la taza de café con leche y una medialuna de grasa. Mira hacia la puerta que pocas veces cierra, solo para aislarse cuando algún caso le requiere mayor concentración, mira a las secretarias ir y venir, pero nadie se asoma por la puerta para saludarlo, para preguntar con una sonrisa de sorna cómplice y también ingenua, si echa de menos algo en la oficina. En ese caso él aceptaría la broma, como un tonto chasco en el día de los inocentes, que más tarde contaría a su mujer, asombrado de su propia estupidez y la de los demás en aquella oficina de morondanga.
Pero nada de eso sucede. El silencio lo rodea cuando más allá de sus sentidos el ruido hace estragos, zumbidos de computadoras, máquinas impresoras, sellos golpeando en los escritorios, gritos airados, protestas de hombres y mujeres, puertas que se cierran con la corriente de aire del invierno que se cuela con cada nuevo miembro del personal que llega tarde, hasta las firmas de los jefes se escuchan como un chirrido de plumas-biromes sobre los documentos. Nadie piensa en su taza de café con leche y una medialuna de grasa, una sola, por Dios, una simple medialuna que podría llegar a aceptar que fuese incluso del día anterior. Busca en los cajones del escritorio, y ya no puedo evitar una sonrisa al confirmar las palabras imaginadas de ese hombre que se cree tan inteligente. Pero a veces hacemos cosas tan ingenuas porque nos resistimos a reconocer una verdad que vemos venir y no deseamos, que tememos porque cambiaría todos los esquemas que nos rescatan cada día del abismo: lo imprevisto. Lo que viene del azar o del destino tan desconocido, o tan ciegos a él, que es lo mismo que llamarlo azar.
Yo, entonces, me regocijo. Veo su cara pálida, su asombro de principiante o de viejo abandonado en medio de una ciudad multitudinaria. Rodeado del eco de su propio silencio, mientras las moscas entran por su boca y vuelven a salir como si de un muerto indeseable se tratara, un muerto que todavía no ha muerto, y ellas, rodeándolo, esperando, forman órbitas angélicas alrededor de su cabeza.
Aguarda el momento en que alguien entrará con la taza de café y una medialuna sobre una bandeja de plástico, rompiendo por fin la interrupción momentánea, la interrupción de una interrupción, el cambio de un cambio que volverá las cosas y los hechos a su cauce habitual. Pero la habitualidad es sólo una forma más del azar, y él ahora está comenzando a darse cuenta, aunque siempre lo supiera, conocimiento no reconocido por la conciencia acomodaticia de su ejemplar vida.
Aguardo el instante, ahora, en que un hombre llegará para traerle un sobre y un mensaje muy corto, que ni siquiera leerá. Muy pocos minutos después, veo entrar varios, que con rapidez y eficacia, se van llevando muebles, computadora, papeles, dejando a su lado el maletín casi vacío, con excepción de clips, una calculadora y la foto de su mujer. No tiene dónde sentarse y descansar del tornado de esa mañana, su corazón se reacomoda e insiste en suicidarse a cada minuto, un sube y baja en una plaza arrasada por criminales anónimos.
La desolación es mi amiga.
La desesperación mi confidente.
Cuando alguien comienza a sentir en su boca lo agrio de mi corazón, y cuando su pie despide la ranciedad que yo siento sobre mi piel, es el momento en que ya no estoy tan solo.
Hoy me acercaré a él, asomándome por la puerta de la oficina en la que no permanecerá más que otros diez minutos, y sin que me vea, murmuraré unas palabras de inútil consuelo, como alcohol sobre una herida.
Lo llamaré mi hermano.
4
Me mirará como si no comprendiera al principio, perdido aún en sus propias cavilaciones, intentando entender lo que le ha sucedido, y de qué manera han llegado a manifestarse tales hechos en su vida hasta ese momento tranquila a base de esfuerzos. Se lamenta, lo veo en sus ojos, con una mirada hipócrita que nunca se atreverá a reconocer, mucho menos a sí mismo.
¿Qué esfuerzos hizo en su vida por lograr lo que hasta ahora tenía, qué sacrificios, cuántas horas de trabajo, cuánto dinero invertido, cuánto esfuerzo mental y trabajo físico lo han llevado a esta pérdida?, porque toda pérdida es también una cosa que se tiene, un logro más, una ausencia que brilla por su misma esencia: la sustancia de la nada, el vacío de lo que fue, el contorno alrededor del aire de la cosa ausente, desaparecida, el fantasma, el aura, o como quiera que se lo llame según las religiones o filosofías que el hombre ha desarrollado para consolarse con meros esbozos de ideas sobre arena. Construcciones que ahora, mi hermano en el infortunio, trata de salvar como puede de las olas de la fatalidad, esa puta que se vende únicamente a muy alto precio, como diría Balzac, tan alto que ni siquiera el alma de Fausto y todas las almas del purgatorio de Dante serían suficientes para convencerla de entregar su cuerpo por una noche y ser nada más que una prostituta, un cuerpo dispuesto a todo, entregada a todo, incluso a la laceración y la muerte.
Pero como todos sabemos, el mundo no podrá sobrevivir sin fatalidad. Y hay algunos que somos sus discípulos, no por dinero sino por comunión de ideas, o más bien por fines iguales aunque no causas semejantes. Yo soy uno de ellos, y por más que el ansia por confesarle todo a este hombre que ahora me mira retuerza mi segunda cara, la interna, con una risa que muchos llamarían despreciable y yo llamo de reconciliación, no le revelaré mi acción: fui yo el que provocó su despido.
Y me alejo de esa oficina, dispuesto a continuar con mi agenda del día. No sé lo que hará él de aquí en más, yo voy hacia su casa en busca de su hermosa mujer, tocaré el timbre, me atenderá ella quizá con un delantal en la mano o un biberón todavía tibio. Tal vez abra la puerta con una sonrisa atareada y un bebé en brazos, meciéndolo con un movimiento de su cuerpo que deja descubrir sus pantorrillas, el arco de su cadera bajo la falda, el pelo atado sobre la nuca, sin maquillaje, sólo un par de delicadas gotas de sudor cayendo por su frente. Me digo que quisiera secarlas con mi lengua, sentir la sal que me alimenta, pero sé que mi fealdad es una de las tantas causas de mi fracaso, así que dejo de lado la seducción, y parto hacia el sinuoso camino de la destrucción.
Sé que una mujer puede llegar a perdonarlo todo: la pérdida de un trabajo, el desorden, la falta de ambición, hasta la indiferencia, incluso el rencor, ya que todo eso es parte del sacrificio diario que llamamos amor. Pero nunca perdonará la infidelidad, y si dice que lo hace, conservará sin embargo un resquemor tan firme como una piedra en un saco lleno de cachorros gimientes que se arrojan al río. Tarde o temprano, la tela se pudre y los huesos saldrán a la superficie.
Digo lo que tengo que decir, ni una palabra de más o de menos. Ella comprende, lo noto en su cara de pronto ávida de llanto, luego plena de furia, y más tarde, cuando yo me haya ido y la puerta esté cerrada, en el rostro sucesivamente rico en expresiones de rencor, resentimiento, frustración, odio. Dejará al bebé en su cuna para limpiarse la cara en la pileta de la cocina, pero el llanto de su hijo será una extensión del suyo, y ambos se transmitirán la miseria.
Yo me iré caminando por el sendero de lajas hasta la vereda, y seguiré mi camino escuchando de lejos esa música fúnebre en pleno día y bajo el sol más refulgente y bello de la temporada.
Mi corazón estalla de júbilo, y la gente que se cruza en mi camino me ve sonreír como si fuera un loco o un ángel. Me siento a la mesa de un bar en la esquina. No alcanzo a ver de la casa más que la entrada y el techo, unos autos y la casa de al lado me ocultan las ventanas y el resto. Pero para mí es suficiente, mi imaginación tiene la virtud de la verdad. No sé por qué me ha tocado esta única fortuna, pero he de aprovecharla.
Cinco horas después, veo regresar al hombre en su auto. Desciende con la cabeza baja, sin su portafolio, olvidando cerrar el auto y se dirige hacia la puerta de su casa. Lo veo, más bien lo adivino dudar, retardar la llegada. Se detiene un momento, parece descubrir algo diferente a su preocupación. Ve que la puerta de su casa está entreabierta: debe estar pensando en una nueva desgracia, un robo esta vez. Como si eso lo envalentonara, como si de esa manera canalizara toda su furia en los supuestos ladrones, entra abruptamente haciendo golpear la puerta contra la pared y dispuesto a enfrentarlo todo, menos aquello que realmente lo espera.
Oigo, desde donde estoy, propalado por la calle como un eco amargo y desesperado, un grito profundo, ya vuelto de todos los caminos del infierno, ya muerto y resucitado mil veces, ya sabio de toda inerte sabiduría. Exactamente como un eco sin esperanza porque no hay vida en el corazón de ese grito.
No sé si de mujer o de hombre. Ni siquiera si es la casa que grita en su conjunto, como un personaje más: una simbiosis de quienes la habitaron, lamentándose inconsolablemente. Pronto a convertirse en el llanto monótono de las plañideras, en el canto sefardí de los lamentos. En algo, en fin, continuamente lamentado alimentando la fuente de las lágrimas.
Algo ha sucedido en esa casa, y yo tampoco sé con detalle de qué se trata.
Pero puedo por fin levantar la mirada sin miedo hacia quienes me rodean, hacia quienes me miran intuyendo algo que nunca podrán definir, y devolverles el gesto mirando hacia esa casa.
Mi hogar y mi destino.
Ilustración: Goitia, Francisco
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