viernes, 31 de octubre de 2025

El vampiro estelar (Robert Bloch)






Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicableatractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños.


El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.


Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.


Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.


Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido.Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!


Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso.


Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas…. ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de la calle South Dearborn, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis, “Misterios del Gusano”. El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.


Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por “compañeros invisibles” y “servidores enviados de las estrellas”. Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas… todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los “Misterios del Gusano”. Nadie se explica cómo pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos.


Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo.


Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.


Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo… Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.


Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos… y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés.


Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora lo iba a escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:


Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum

nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum…


El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaesencia del horror.


Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!


Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.


Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?


Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo… sangriento. Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia… Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.


Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.


Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada vuelta hacia las estrellas.


Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.


Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda.


Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.


Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.





Ilustración. Allison Schulnik

jueves, 30 de octubre de 2025

Ciappelletto (Giovanni Boccaccio)







Habiéndose Musciatto Franzesi convertido, de riquísimo y gran mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias personas, y para todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar que fuera capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones. Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba en su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciappelletto era conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe. Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás, y a todos sus sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables palabras; y por el contrario las tabernas y los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo son los perros al bastón, con su contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma conciencia con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.


Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciatto, por quien muchas veces no sólo de las personas privadas a quienes con frecuencia injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo hacía, fue protegido.


Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía óptimamente su vida, pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que necesitaba la maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:


-Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo entre otros que entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que rescates que sea conveniente.


Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como obligado por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo, recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi nadie le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban mucho, sucedió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para recuperar la salud.


Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido desordenadamente, según decían los médicos iba de día en día de mal en peor como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho se dolían y un día, muy cerca de la alcoba en que seor Ciappelletto yacía enfermo, comenzaron a razonar entre ellos.


-¿Qué haremos de éste? -decía el uno al otro-. Estamos por su causa en una situación pésima porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería gran tacha y sería signo manifiesto de poco juicio al ver la gente que primero lo habíamos recibido y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora, sin que haya podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra casa tan súbitamente, y enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y, muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a los fosos como un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos y tan horribles que no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá ni podrá absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como un perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos perros lombardos a los que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán en busca de nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los haberes sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera guisa estamos mal si éste se muere.


Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allí cerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el oído fino, como la mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:


-No quiero que temáis por mí ni tengáis miedo de recibir por mi causa algún daño; he oído lo que habéis estado hablando de mí y estoy certísimo de que sucedería como decís si así como pensáis anduvieran las cosas; pero andarán de otra manera. He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una más a la hora de la muerte poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile santo y valioso lo más que podáis, si hay alguno que lo sea, y dejadme hacer, que yo concertaré firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que resulten bien y estéis contentos.


Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de ir a un convento de frailes y pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor Ciappelletto yacía, y sentándose a su lado, empezó primero a confortarle benignamente y le preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había confesado. A lo que el seor Ciappelletto, que nunca se había confesado, respondió:


-Padre mío, mi costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una vez; sin lo que son bastantes las que me confieso más; y la verdad es que, desde que he enfermado, que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el malestar que con la enfermedad he tenido.


Dijo entonces el fraile:


-Hijo mío, bien has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que si tan frecuentemente te confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.


Dijo seor Ciappelletto:


-Señor fraile, no digáis eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia que no quisiera hacer siempre confesión general de todos los pecados que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que me haya confesado; y por ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéis tan menudamente de todas las cosas como si nunca me hubiera confesado, y no tengáis compasión porque esté enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma, que mi Salvador rescató con su preciosa sangre.


Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente bien dispuesta; y luego que al seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta práctica, empezó a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con alguna mujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspirando:


-Padre, en esto me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.


A lo que el santo fraile dijo:


-Dila con tranquilidad, que por decir la verdad ni en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.


Dijo entonces seor Ciappelletto:


-Ya que lo queréis así, os lo diré: soy tan virgen como salí del cuerpo de mi madre.


-¡Oh, bendito seas de Dios! -dijo el fraile-, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido tanto más mérito cuando, si hubieras querido, tenías más libertad de hacer lo contrario que tenemos nosotros y todos los otros que están constreñidos por alguna regla.


Y luego de esto, le preguntó si había desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que, suspirando mucho, seor Ciappelletto contestó que sí y muchas veces; porque, como fuese que él, además de los ayunos de la cuaresma que las personas devotas hacen durante el año, todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y agua al menos tres días, se había bebido el agua con tanto deleite y tanto gusto y especialmente cuando había sufrido alguna fatiga por rezar o ir en peregrinación, como los grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces había deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres cuando van al campo, y algunas veces le había parecido mejor comer que le parecía que debiese parecerle a quien ayuna por devoción como él ayunaba. A lo que el fraile dijo:


-Hijo mío, estos pecados son naturales y son asaz leves, y por ello no quiero que te apesadumbres la conciencia más de lo necesario. A todos los hombres sucede que les parezca bueno comer después de largo ayuno, y, después del cansancio, beber.


-¡Oh! -dijo seor Ciappelletto-, padre mío, no me digáis esto por confortarme; bien sabéis que yo sé que las cosas que se hacen en servicio de Dios deben hacerse limpiamente y sin ninguna mancha en el ánimo: y quien lo hace de otra manera, peca.


El fraile, contentísimo, dijo:


-Y yo estoy contento de que así lo entiendas en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena conciencia. Pero dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo conveniente y teniendo lo que no debieras tener?


A lo que seor Ciappelletto dijo:


-Padre mío, no querría que sospechaseis de mí porque estoy en casa de estos usureros: yo no tengo parte aquí sino que había venido con la intención de amonestarles y reprenderles y arrancarles a este abominable oficio; y creo que habría podido hacerlo si Dios no me hubiese visitado de esta manera. Pero debéis de saber que mi padre me dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di la mayor parte por Dios; y luego, por sustentar mi vida y poder ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mis pequeños mercadeos y he deseado tener ganancias de ellos, y siempre con los pobres de Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi mitad a mis necesidades, dándole a ellos la otra mitad; y en ello me ha ayudado tan bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido mis negocios.


-Has hecho bien -dijo el fraile-, pero ¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?


-¡Oh! -dijo seor Ciappelletto-, eso os digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría contenerse viendo todo el día a los hombres haciendo cosas sucias, no observar los mandamientos de Dios, no temer sus juicios? Han sido muchas veces al día las que he querido estar mejor muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades y oyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las iglesias y seguir más las vías del mundo que las de Dios.


Dijo entonces el fraile:


-Hijo mío, ésta es una ira buena y yo en cuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia. Pero ¿por acaso no te habrá podido inducir la ira a cometer algún homicidio o a decir villanías de alguien o a hacer alguna otra injuria?


A lo que el seor Ciappelletto respondió:


-¡Ay de mí, señor!, vos que me parecéis hombre de Dios, ¿cómo decís estas palabras? Si yo hubiera podido tener aún un pequeño pensamiento de hacer alguna de estas cosas, ¿creéis que crea que Dios me hubiese sostenido tanto? Eso son cosas que hacen los asesinos y los criminales, de los que, siempre que alguno he visto, he dicho siempre: «Ve con Dios que te convierta».


Entonces dijo el fraile:


-Ahora dime, hijo mío, que bendito seas de Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio contra alguien, o dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin consentimiento de su dueño?


-Ya, señor, sí -repuso seor Ciappelletto- que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino que con la mayor sinrazón del mundo no hacía más que golpear a su mujer tanto que una vez hablé mal de él a los parientes de la mujer, tan gran piedad sentí por aquella pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más, zurraba como Dios os diga.


Dijo entonces el fraile:


-Ahora bien, tú me has dicho que has sido mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como hacen los mercaderes?


-Por mi fe -dijo seor Ciappelletto-, señor, sí, pero no sé quiénes eran: sino que habiéndome dado uno dineros que me debía por un paño que le había vendido, y yo puéstolos en un cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes que eran cuatro reales más de lo que debía ser por lo que, no habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos conservado un año para devolvérselos, los di por amor de Dios.


Dijo el fraile:


-Eso fue poca cosa e hiciste bien en hacer lo que hiciste.


Y después de esto preguntole el santo fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio respuesta en la misma manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución, dijo seor Ciappelletto:


-Señor mío, tengo todavía algún pecado que aún no os he dicho.


El fraile le preguntó cuál, y dijo:


-Me acuerdo que hice a mi criado, un sábado después de nona, barrer la casa y no tuve al santo día del domingo la reverencia que debía.


-¡Oh! -dijo el fraile-, hijo mío, ésa es cosa leve.


-No -dijo seor Ciappelletto-, no he dicho nada leve, que el domingo mucho hay que honrar porque en un día así resucitó de la muerte a la vida Nuestro Señor.


Dijo entonces el fraile:


-¿Alguna cosa más has hecho?


-Señor mío, sí -respondió seor Ciappelletto-, que yo, no dándome cuenta, escupí una vez en la iglesia de Dios.


El fraile se echó a reír, y dijo:


-Hijo mío, ésa no es cosa de preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día escupimos en ella.


Dijo entonces seor Ciappelletto:


-Y hacéis gran villanía, porque nada conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que se rinde sacrificio a Dios.


Y en breve, de tales hechos le dijo muchos, y por último empezó a suspirar y a llorar mucho, como quien lo sabía hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:


-Hijo mío, ¿qué te pasa?


Repuso seor Ciappelletto:


-¡Ay de mí, señor! Que me ha quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande vergüenza me da decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como veis, y me parece muy cierto que Dios nunca tendrá misericordia de mí por este pecado.


Entonces el santo fraile dijo:


-¡Bah, hijo! ¿Qué estás diciendo? Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del mundo, y que deban hacer todos los hombres mientras el mundo dure, fuesen todos en un hombre solo, y éste estuviese arrepentido y contrito como te veo, tanta es la benignidad y la misericordia de Dios que, confesándose éste, se los perdonaría liberalmente; así, dilo con confianza.


Dijo entonces seor Ciappelletto, todavía llorando mucho:


-¡Ay de mí, padre mío! El mío es demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si vuestras plegarias no me ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.


A lo que le dijo el fraile:


-Dilo con confianza, que yo te prometo pedir a Dios por ti.


Pero seor Ciappelletto lloraba y no lo decía y el fraile le animaba a decirlo. Pero luego de que seor Ciappelletto llorando un buen rato hubo tenido así suspenso al fraile, lanzó un gran suspiro y dijo:


-Padre mío, pues que me prometéis rogar a Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando era pequeñito, maldije una vez a mi madre.


Y dicho esto, empezó de nuevo a llorar fuertemente. Dijo el fraile:


-¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te parece tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo el día y si Él perdona de buen grado a quien se arrepiente de haber blasfemado, ¿no crees que vaya a perdonarte esto? No llores, consuélate, que por seguro si hubieses sido uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la contrición que te veo, te perdonaría Él.


Dijo entonces seor Ciappelletto:


-¡Ay de mí, padre mío! ¿Qué decís? La dulce madre mía que me llevó en su cuerpo nueve meses día y noche, y me llevó en brazos más de cien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y pecado muy grande es; y si no rogáis a Dios por mí, no me será perdonado!


Viendo el fraile que nada le quedaba por decir al seor Ciappelletto, le dio la absolución y su bendición teniéndolo por hombre santísimo, como quien totalmente creía ser cierto lo que seor Ciappelletto había dicho: ¿y quién no lo hubiera creído viendo a un hombre en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y después, luego de todo esto, le dijo:


-Señor Ciappelletto, con la ayuda de Dios estaréis pronto sano; pero si sucediese que Dios a vuestra bendita y bien dispuesta alma llamase a sí, ¿os placería que vuestro cuerpo fuese sepultado en nuestro convento?


A lo que seor Ciappelletto repuso:


-Señor, sí, que no querría estar en otro sitio, puesto que vos me habéis prometido rogar a Dios por mí, además de que yo he tenido siempre una especial devoción por vuestra orden; y por ello os ruego que, en cuanto estéis en vuestro convento, haced que venga a mí aquel veracísimo cuerpo de Cristo que vos por la mañana consagráis en el altar, porque aunque no sea digno, entiendo comulgarlo con vuestra licencia, y después la santa y última unción para que, si he vivido como pecador, al menos muera como cristiano.


El santo hombre dijo que mucho le agradaba y él decía bien, y que haría que de inmediato le fuese llevado; y así fue.


Los dos hermanos, que temían mucho que seor Ciappelletto les engañase, se habían puesto junto a un tabique que dividía la alcoba donde seor Ciappelletto yacía de otra y, escuchando, fácilmente oían y entendían lo que seor Ciappelletto al fraile decía; y sentían algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que le confesaba haber hecho, que casi estallaban, y se decían uno al otro: ¿qué hombre es éste, al que ni vejez ni enfermedad ni temor de la muerte a que se ve tan vecino, ni aún de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a poco, han podido apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de morir como ha vivido? Pero viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura en la iglesia, de nada de lo otro se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después y, empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del crepúsculo, el mismo día que había hecho su buena confesión, murió. Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese honradamente sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al oír que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a capítulo, a los frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había sido un hombre santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que por él el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con grandísima reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales, con los libros en la mano y las cruces delante, cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad se lo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo fraile que lo había confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su virginidad, su simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas, entre otras contando lo que seor Ciappelletto como su mayor pecado, llorando, le había confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le escuchaba, diciendo:


-Y vosotros, malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropezáis, blasfemáis de Dios y de su Madre y de toda la corte celestial.


Y además de éstas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con sus palabras, a las que la gente de la comarca daba completa fe, hasta tal punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que, después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos fueron a besarle los pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos pudiese ser visto y visitado. Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue honrosamente sepultado en una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron las gentes a ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y seguidamente a hacer promesas y a colgar exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de su santidad y la devoción en que se le tenía que no había nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese promesas a otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman San Ciappelletto, y afirman que Dios ha mostrado muchos milagros por él y los muestra todavía a quien devotamente se lo implora. Así pues, vivió y murió el seor Cepparello de Prato y llegó a ser santo, como habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su último extremo haber hecho un acto de contrición de manera que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su gracia en la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos conservados sanos y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser escuchados.





Ilustración: Robert Bresson

miércoles, 29 de octubre de 2025

Lo secreto (María Luisa Bombal)






Sé muchas cosas que nadie sabe.


Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.


Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.


Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.


Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…


Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.


Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.


Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.


Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.


Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.


¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?


No lo sé.


Por mi parte debo confesar que lo entendí.


Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído…


—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas…


Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.


Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.


Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.


Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.


Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.


El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.


Sin embargo había aún peor:


Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.


—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…


Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.


Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.


Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.


Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de viento.


—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.


La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.


La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.


Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . .


—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.


Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.


—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.


“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.


—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?


—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.


Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.


—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . .


—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.


Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.


“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.


“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.


—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…


Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.


—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…


—¿Qué clase de bichos?


—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…


—Ja. Y tú asustado, ¿eh?


—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .


El terrible no contesta.


Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.


A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.


—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.


Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.


—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.


Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.


—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?


—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…


—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.


Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.





Ilustración: Will McBride

martes, 28 de octubre de 2025

África (Massimo Bontempelli)






Nunca he tenido una verdadera inclinación por el homicidio. Hasta ahora no he asesinado más que a mi amigo Amílcar, aunque, tras de mucho pensarlo, me parece que no fue una mala idea. Esto sucedió hace muchos años en la ciudad de Casablanca.


Había ido a Casablanca a causa de una desilusión amorosa que me infirió una norteamericana a la que había acompañado de Europa a Asia y que me había dejado plantado. Odiando en consecuencia Europa, Asia y América, y dada la distancia de Oceanía, decidí pasar algún tiempo en África. Por eso me hallé en Casablanca que, como muchos saben, está situada precisamente en África, sobre el Atlántico. En Casablanca vivían muchos trabajadores italianos que laboraban de día, muchas cocottes provenzales que trabajaban de noche, y muchos franceses.


A fin de apaciguar mi espíritu exacerbado, pasaba todo el día recluido en mi alcoba, dedicado a escribir la vida de Ruggero Bonghi, según los documentos que había recogido en mis viajes. Por la noche me dirigía a tomar un púdico mazagrán en alguno de los doscientos casinos que florecían en aquella noble colonia. En uno de esos trabé conocimiento y luego estrecha amistad, con un hombre modesto y apasionado que se llamaba Amílcar. Era un portugués nacido en Brasil, que durante el día se dedicaba a vender una gran existencia de tapices que había traído de quién sabe dónde, y que, por la noche, llegaba al casino a jugar a la ruleta y perdía todo cuanto lograba reunir durante el día. Yo no jugaba porque ya conocía mi poca suerte. Lo esperaba arrellanado en una poltrona.


Por fortuna Amílcar no empleaba más de una hora en perder cuanto tenía. Por consiguiente, a la medianoche, venía a sacarme de mi silla, diciéndome:


—Esta tarde me ha ido mal.


Y salíamos a vagar juntos, bajo las pesadas estrellas del trópico.


Un día, a media noche, me dijo como de costumbre:


—Esta tarde me ha ido mal.


Nos fuimos. Pero apenas habíamos dado unos pasos y aún estábamos en la puerta de la sala, cuando, al meter la mano en los bolsillos a fin de sacar un cigarrillo, Amílcar exclamó:


—¡Oh!


Había encontrado una moneda, un franco.


—No he perdido todo. Voy a apostarlo y vengo en seguida.


Dio tres pasos hacia la mesa de juego, pero volvió a mi lado.


—¿Dónde lo pongo? —me preguntó.


—Donde quieras, pero que sea pronto.


—No, no, —se obstinaba— dime en qué número debo ponerla.


Le dije:


—En el 45.


—No es posible —me gritó desolado— no son más que 36 los números.


—Eso es —respondí— ponlo en el 36.


Corrió en dirección a la mesa. Un minuto después oí la heráldica voz del croupier anunciar:


—36 rojo.


Alargué el cuello. Vi la barba tremebunda y las manos de Amílcar tenderse hacia las monedas que se acumulaban junto a su franco; pero, al mismo tiempo, Amílcar alargó el cuello hacia mí, diciéndome con sofocada voz:


—Di pronto, pronto, ¿dónde pongo estos 36 francos?


Yo estaba fastidiado. Para acabar, le dije:


—Deja todo en el 36.


—¿De veras…? —balbuceó.


Imperioso y despiadado añadí:


—¡Déjalos!


Como un perro fiel hizo lo que le ordené. Me dirigió una mirada humilde y lanzó otra pavorosa a la máquina que giraba. Después, la máquina empezó a girar más lentamente, se detuvo, y repitió;


—36 rojo.


Un grito de sorpresa huyó de dos o tres bocas. El croupier entregaba fríamente a Amílcar la suma.


—¿Y ahora? —preguntó Amílcar con una voz de espectro.


—Ahora —dije yo con una voz de emperador— ¡vámonos!


Amílcar estaba de tal modo herido de admiración por mí que no osó decir palabra. Se repartió en todos los bolsillos los 1296 francos y, como un perro fiel, como una mujer enamorada, se acercó a mí.


Ya en la calle, no dijo una sola palabra.


El día siguiente no pensé más en aquello y me ocupé, con toda devoción, en la vida y hechos de Ruggero Bonghi. Por la noche, Amílcar vino por mí a casa. No dijo nada. Solamente propuso, con mucha indiferencia:


—Vamos al Flamboyant (tal era el nombre de aquel garito africano).


Estando allí, arrellanado yo en mi poltrona, él, con gran moderación me dijo:


—¿Por qué no vienes un momento a mi lado? ¿No me dices los números?


—Apuesta al 5.


Salió el 5.


—¿Y ahora?


—Apuesta al 18.


Salió el 18.


—¿Y ahora?


Él no se hallaba sorprendido. Los demás jugadores sí, y me miraban con ojos llenos de miedo. Me sentí horriblemente turbado. Dije impaciente:


—No sé, haz lo que te parezca.


Le volví la espalda y fui a refugiarme en mi poltrona, que era grande y de cuero.


Pero él estaba ya delante de mí, inmóvil:


—¿Quieres decir que debo suspender, por un rato, el juego?


Allí estaba, de pie, así, mirándome, como se espera que hable el médico cuando está observando el termómetro, o el usurero a quien se ha pedido un préstamo: como se espera, en una palabra, el verbo de una criatura superior.


Fumé dos cigarrillos tratando de evitar su mirada. Miraba un rato hacia la derecha, a un ángulo de la sala, donde no había nadie; después de un momento, miraba de reojo hacia la izquierda, girando hacia un ángulo donde no había nadie. Al fin del segundo cigarrillo, lo acometí de pronto:


—En resumen, ¿qué haces aquí?


—Nada, nada.


Era tan sumiso que me puse a reír y, tras de la risa, no sé cómo, más bien dicho no sé por qué, sin intención, como un estornudo, algo me dijo:


—17.


Amílcar corrió en seguida. Sentí un remordimiento. No pude dejar de aguzar la oreja. Oí un silencio, un zumbido, luego la voz del anunciador:


—17 negro.


La tarde del día siguiente me puse yo también a jugar con él. Perdimos. Probé jugar algunos golpes solo y perdí. Volvió a jugar Amílcar, y yo le sugería los números: ganaba siempre. Poco después, se detuvo y le dije:


—Vámonos.


Y nos fuimos.


A los lectores les gustaría que yo contase con más detalles los episodios e incidentes del juego, porque ya sé que se divierten con estas tonterías. Pero yo no escribo para deleitar, escribo para instruir.


Al salir de allí la tercera noche, Amílcar, que era un hombre honrado, me dijo:


—Hagamos un pacto. Vendremos todas las tardes. Yo juego con mi dinero. Tú no juegas, tú me dices los números; al salir partimos la ganancia.


Y así lo hicimos durante dos meses. Todas las noches no sé qué demonios me sugería los números, y siempre éramos los afortunados. Apretaba un instante los ojos, tendía, casi, la oreja, y una especie de voz íntima, un consejero inesperado, me decía claramente el número. Después de siete u ocho números, la voz no me decía nada más. Nos íbamos. Ganábamos cerca de 15 mil liras por noche.


Pero el dinero perturba la paz del hombre. De mano en mano aquel oro mágicamente ganado la noche anterior, se acumulaba en mis cofres, mis jornadas se volvían pálidas e inquietas. La vida de Ruggero Bonghi empezaba a extinguirse, y yo había fundado en aquel libro muchas esperanzas de gloria. Y ahora el libro, y con él mi gloria, vacilaba, languidecía cada vez más miserablemente en mis manos, página a página, debido a mis ocupaciones nocturnas, funesto efecto de la fácil riqueza.


Entre el Ruggero Bonghi y el Flamboyant mi desesperación amorosa se había aplacado, la figura de la traidora se había desvanecido en mi memoria y ya no había razón alguna para no regresar a la Europa natal.


Había una razón, sí: Amílcar. ¿Podía abandonarlo de ese modo? Yo no tenía valor para hacerlo. La existencia de tapices se había terminado. Amílcar vivía y se enriquecía gracias a la virtud de mi inspiración prodigiosa. A él la riqueza no le pesaba ni le producía fastidio. Era un alma simple, jamás se hubiera puesto a escribir la vida de Ruggero Bonghi. Yo me decía:


—Cuando un día esta vena se acabe, habrá de encontrar otro modo de seguir viviendo.


Pero ¿cómo persuadirlo? Confieso que ahora ya lo quería bastante. Con este pensamiento días y semanas, y creciendo en mí la impaciencia de irme, me nació oscuramente (¿acaso también por obra del diablo?) la idea de un ardid para volver suavemente a Amílcar a una vida más digna sin que me guardara rencor, a mí, que solo le deseaba el bien.


Maduré mi plan, gasté algún tiempo en ponerlo en práctica. Un día, en que no había logrado escribir siquiera una línea y Ruggero Bonghi andaba desvaneciéndose y borrándose en mi interior del mismo modo que la hermosa traidora, por la noche, fríamente, decidí actuar.


Henos aquí en la mesa de siempre: Amílcar sentado; yo de pie, a su derecha, como siempre. Él, como siempre, espera que los demás apuesten, para que nadie imite su juego; después, vuelve a mí la mirada. Yo cierro los ojos, apresto la oreja y el corazón, y del corazón late la voz misteriosa, murmurando: 24.


Entonces digo a Amílcar: 34.


Los pocos segundos que la bolita empleó en su curso, me parecieron siglos.


Me oprimía la angustia de haberlo engañado de ese modo. Arrepentido, me prometí hacerlo ganar el golpe siguiente. Sudaba frío. La bolita se detuvo.


Había salido el 34.


Todo remordimiento desapareció. Creo que lo miré con una mirada terrible.


Escuché al demonio: el demonio me dijo:


—Cinco.


Y yo le dicté a Amílcar:


—Ocho.


Salió el ocho. Oía la voz interior decirme:


—21.


Dije a Amílcar:


—30.


Salió el 30.


Dije números al acaso, y todos salían. No lograba engañarlo. Se produjo un tumulto entre los jugadores. La banca suspendió el juego, extendió un velo negro sobre la mesa. Amílcar estaba radiante. Yo me sentí inundado por una onda de bilis negra y violenta. No había logrado engañarlo. No había logrado librarme. No podía acabar la vida de Ruggero Bonghi. No podía regresar a Europa. Los jugadores hacían comentarios detrás de nosotros.


—¡Vamonos! —dije a Amílcar, empujándolo, hurtándolo, echándolo por delante como a un becerro.


Se adelantó, y mientras atravesábamos un corredor casi completamente oscuro, lo cogí por la solapa y lo arrojé por la ventana. Oí cómo se estrellaba sobre las baldosas del patio. Entonces, bajando por otra escalera, me volví súbitamente a Europa sin ir siquiera a mi casa a mudarme.


Y la paz volvió a mi ánimo. Solo estando ya en Nápoles, recordé que había dejado allí, en un cajón, en África, el manuscrito de la vida de Ruggero Bonghi y los documentos.


Un día u otro habré de volver a recogerlos.





Ilustración: Jeremy Snell

lunes, 27 de octubre de 2025

El río y su enemigo (Juan Bosch)






Sucedió lo que cuento en un lugar que está más abajo de Villa Riva, en las riberas del Yuna. Cuando pasa por allí el Yuna ha recorrido ya muchos kilómetros y ha fecundado las tierras más diversas. Nacido en las fragosidades de la Cordillera, descendiendo en paciente y prolongada marcha docenas de lomas, el gran río llega al sitio de que hablo hecho un poderoso, aunque sereno mundo de aguas.


Yo estaba pasándome unas vacaciones donde mi viejo amigo Justo Félix. Debía retornar el día siguiente a la Capital y pasaba la última noche en la sala de la casa —un vasto caserón de madera fabricado sobre altos pivotes para que el río no se metiera en las habitaciones cuando se desbordaba—. Nos hallábamos esa noche reunidos mi huésped, cómodamente sentado en una mecedora; su mujer, señora de pocas carnes y pelo blanco, que cosía en silencio; la hija menor de Justo, muchacha de cutis rosado y abundante pelo castaño, muy atrayente; dos nietos de Justo, Balbino Coronado y yo.


La lámpara alumbraba pobremente y los rincones de la sala se conservaban en penumbras. Balbino se había sentado en una silla serrana. Yo había entrado desde el comedor y tuve que fijarme en él porque me quedaba justamente delante. Nunca le había visto, y aquella noche, tan pronto mis ojos tropezaron con él, sentí que me hallaba frente a un hombre de difícil personalidad. Él no levantaba los ojos. Muy seco, muy tieso en su silla, solo se movía para escupir, cosa que hacía con frecuencia, tirando la saliva en el piso. De momento, tan rápidamente como un relámpago, sus ojos fulguraban despidiendo reflejos; era cuando miraba a la hija de mi huésped, la cual parecía sentirse molesta y no osaba levantar la cabeza. Yo pensé que eran novios disgustados o estaban a punto de serlo.


Justo empezó a hablar de cosas interesantes, a contar cómo había él aprendido a cazar con machete los cerdos cimarrones que frecuentan los bosques y las faldas de la vecina Cordillera, y al conjuro de su voz le parecía a uno ver las escenas, vivir la misteriosa y profunda fuerza del monte que cubre ambas orillas del Yuna. Con buenas dotes de narrador, con descripciones sobrias y acertadas que llenaban su relato de interés, hablaba de una cacería en la que había tomado parte el año anterior y yo seguía el hilo de su historia sin mover un músculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie, dar las buenas noches y tomar la puerta. Justo dejó de hablar, miró hacia el que se iba, después a su mujer y a su hija, y haciendo una mueca que lo mismo podía querer decir “¿qué ha pasado?” o “ya se fue ése”, se quedó silencioso y como preocupado.


—Un hombre extraño —comenté para animar el momento.


Justo movió la cabeza de arriba abajo.


—Bastante —dijo por toda respuesta.


La mujer de mi amigo hizo alguna pregunta sobre la administración de la finca y se enredó con su marido en una conversación doméstica. La muchacha alzó la cabeza, me miró y sonrió. Me pareció atrayente. Tenía los ojos limpios y aire saludable y vivaz. Hasta ese momento no lo había notado. Como creía que había algo entre ella y Balbino, hallé lógico que, si estaban disgustados, él se fuera con la cara de pocos amigos que llevaba, pues la muchacha bien valía un disgusto. Le dije algo, empezamos a hablar, y ya pasó Balbino a segundo plano. Por desdicha aquello duró poco. Los nietos de mi amigo no tardaron en irse a dormir; al rato la mujer de Justo hizo una señal a su hija, ésta pidió permiso, dio las buenas noches y madre e hija tomaron el camino de sus habitaciones. Nos quedamos solos mi huésped y yo.


Hora llena de impresionante calma, aquella en que estábamos me infundía sentimientos de bienestar. Se oía el vago rumor del bosque y del río; la brisa de la noche pasaba por la arboleda vecina; desde la sala se veían cruzar los cocuyos iluminando la oscuridad y un coro de grillos parecía hacer germinar sobre la tierra una rara música de encantamiento.


Esa era mi última noche en el lugar y quería disfrutarla. Sentía el deseo de hablar de Balbino Coronado, de saber algo de su vida, porque la verdad era que el hombre me había interesado; pero sentía también una especie de holganza espiritual que me impedía alzar la voz. Me levanté y me fui a la puerta.


—Esta noche sale la luna temprano —dijo mi huésped a mi espalda.


—Me gustaría verla en el río —dije.


Entonces Justo me invitó a seguirle; bajamos los escalones y fuimos por una vereda estrecha hasta llegar a los guijarros que marcaban la orilla del Yuna.


Una poderosa masa de árboles cubría del todo el agua y aquel sitio tenía un olor penetrante y suave a la vez. No hablábamos. Acaso Justo me llamaba la atención sobre alguna piedra o alguna rama que podía hacerme daño, pero yo apenas le oía. Me había entregado a disfrutar de la noche. La fuerza del mundo se sentía allí. Cantaba alegre y dulcemente el río, chillaban algunos insectos y las incontables hojas de los árboles resonaban con acento apagado. De pronto por entre las ramas enlazadas apareció una luz verde, pálida, delicada luz de hechicería, y vimos las ondas del río tomar relieve, agitarse, moverse como vivas. Todo el sitio empezó a cobrar un prestigio de mundo irreal. Los juegos de luz y sombra animaban a los troncos y a los guijarros y parecía que se iniciaba una imperceptible pero armónica danza, como si al son de la brisa hubieran empezado a bailar dulcemente el agua, los árboles y las piedras.


Absorto ante la tranquila y maravillosa escena, estuve sin moverme hasta que Justo dijo que la luna se apagaba. Unas nubes oscuras que vagaban por el cielo la cubrieron lentamente. Mi amigo y yo dejamos el lugar, pero yo me sentía tan emocionado que no pude callarlo. Hablé del paisaje, del Yuna majestuoso, de la dicha que se gozaba viviendo allí. Justo me oía en silencio, igual que si jamás hubiera oído hablar así. Caminábamos muy despacio. Por momentos un rayo de luz atravesaba las masas de nubes y llenaba el sitio de claridad. Tomándome por un brazo, mi amigo empezó a hablar.


—Al hombre —dijo— no se le puede entender. ¡Qué gran refrán es ése de que cada cabeza es un mundo!


Me quedé esperando que dijera algo más, porque aquellas palabras no tenían aparente relación con lo que yo había dicho. El debió leerme la duda en la actitud.


—Sí, amigo; sé lo que digo —siguió—. Aquí mismo tiene usted un caso. ¿Vio a Balbino Coronado, ese joven que estaba hace una hora con nosotros? ¿Sabe usted por qué tenía esa cara tan extraña?


—Supongo —respondí— que andará enamorado de su hija y le molestó que ella no le pusiera atención.


Mi amigo sonrió con suficiencia.


—No, no es eso. Estaba así porque él siente las avenidas del Yuna.


—¿Qué las siente?


—O las presiente, si halla usté más justa esta palabra.


Yo no pude evitar la mirada de asombro con que me fijé en Justo. Él pareció no darle importancia a ese gesto mío.


—Usted —dijo— me ha hablado hace poco de la emoción que le ha producido el río, ¿no es así? Yo, en cambio, conozco a otra persona —Balbino Coronado— que siente por el Yuna un odio mortal, un odio que no puede tenerse sino por un hombre que nos ha hecho mucho daño.


Me intrigaron las palabras de mi amigo.


—Explíquese mejor —le pedí.


En medio del patio había un tronco tirado. La tierra, los ranchos, las piedras del lugar adquirían un color grisáceo con la luz que llegaba a ratos del cielo. Todo parecía allí detenido. El lento vaivén de las masas de árboles que orillaban el río producía la impresión de que el patio iba deslizándose pausadamente por una pendiente fantasmal. Sobre las masas negras se veía el firmamento plomizo, y yo sentía que solo la vida vegetal tenía razón de ser allí. El hombre estaba de más en el corazón silencioso de la noche. Tal vez influidos por ese sentimiento, mi amigo y yo habíamos hablado en voz baja, como si hubiéramos temido ser considerados intrusos en aquel sitio.


—¿Quiere que nos sentemos en ese tronco? —preguntó Justo.


Dije que sí con la cabeza. Mi amigo se sentó a mi lado, encendió un cigarro y empezó a hablar. Yo oía sus palabras, que sonaban apagadas. Explicaba él que dos veces por año, y una cuando menos, el Yuna recibe agua en las cabezadas y empieza a crecer. Poco a poco va descendiendo de la Cordillera más veloz, más ancho, y acaba bajando con un caudal imponente. En esas épocas el río llega a las llanuras tan cargado de agua que se sale del cauce; los vividores de esos parajes no hacen nada que no sea ver cómo el Yuna va adueñándose lentamente de toda la extensión, metiéndose por las tierras sembradas, inundando las sabanas y los sitios más bajos. En ocasiones las avenidas son violentas y entonces se oye el río rugir día y noche y se ven las masas de agua que descienden iracundas, negras, y asaltan los barrancos más altos y ganan en marchas impetuosas los altozanos donde la gente fabrica sus bohíos. Cuando ocurre eso el desborde arranca árboles de cuajo, arrastra viviendas y animales, se lleva pedazos enteros de conucos, porque el agua cava la tierra y la deshace. Las familias que viven en las márgenes suben a los lugares altos llevándose consigo los cerdos, las gallinas y las vacas. Desde su casa, Justo había visto en alguna de esas inundaciones kilómetros y kilómetros de agua esparcida sobre la tierra y en una ocasión su familia había estado días enteros sin poder salir de la vivienda porque el río se había metido hasta allí mismo y golpeaba sin cesar los pivotes de ojancho que sostenían la casa.


—Conozco el Yuna —aseguraba mi amigo— como si fuera una persona, y siento por él gran cariño porque sé que esas avenidas fecundan toda la región. En cambio, Balbino Coronado lo odia a muerte.


Mi amigo calló. Yo seguí un momento imaginando cómo sería aquel sitio ocupado por las aguas desbordadas.


—¿Y por qué lo odia? —pregunté al cabo.


—Mire, hasta hace tres años Balbino Coronado era dueño de tierras, bien pocas por cierto, unas quince tareas, pero él las aprovechaba como nadie; las tenía sembradas de cuanto puede dar un conuco pequeño. Al parecer le había costado mucho trabajo adquirir esa pequeña propiedad. Estaba situada a la orilla del río, cerca de aquí, detrás de ese monte que se ve a nuestra espalda, vino el Yuna crecido por este tiempo, dos años atrás y le comió la tierra en una noche. Al otro día el conuco de Balbino Coronado era cauce del río y todavía pasa por ahí. El muchacho casi se volvió loco y para mí que desde entonces no anda bien de la cabeza.


La historia era curiosa. Quise saber más, y mi amigo me dijo que muchas veces había hallado a Balbino en el sitio donde había estado su conuco mirando con ojos desorbitados el majestuoso e indolente río.


—Hace un rato —explicó— cuando lo vi a usté quedarse extasiado a la orilla del Yuna, yo pensaba en Balbino, para quien el río no tiene nada de bello. Por eso le dije que cada cabeza es un mundo.


—Es raro —terminé yo por todo comentario.


Mi amigo chupó dos o tres veces su cigarro, miró hacia el cielo y habló algo de posibles lluvias; después se puso de pie.


—Vamos a dormir —dijo—. Mañana tiene usté que irse y debemos madrugar para arreglar el viaje.


Detrás suyo tomé el camino de la casa, y todavía desde la puerta contemplé un momento el dormido paisaje. Cruzando a toda marcha enormes nubes oscuras, la luna se entreveía en la altura. Antes de dormirme pensé un poco en Balbino Coronado. Extraña historia la suya. Lamenté no haberlo conocido antes; hubiera tratado de intimar con él, de estudiarlo; pero no lo pensé mucho porque me fui durmiendo rápidamente.


Muy temprano sentí voces cerca de mi habitación. Me levanté a toda prisa pensando que tal vez era tarde, y al abrir la puerta vi a Balbino gesticular airadamente al tiempo que decía cosas ininteligibles. Justo estaba frente a él y le miraba fijamente.


—Cálmate, Balbino —dijo.


Me acerqué a ellos. Con las manos clavadas en los hombros de Justo, el otro tenía los ojos desorbitados, luminosos e impresionantes; su faz era agresiva y al parecer, Balbino padecía de angustia.


—¡Vuelve, le digo yo que vuelve! —aseguraba.


Se comprendía que estaba desesperado, pero yo no sabía debido a qué. Entre su aspecto y el de un loco no había diferencia alguna. Mi amigo lo tomó por la cintura y se lo fue llevando de allí. Iban a salir ya del comedor cuando llegó la hija de Justo. Súbitamente, Balbino se detuvo y bajó la cabeza. Con una voz dulcísima ella le increpó:


—¿Cómo es eso? ¿Es que no vas a hacerme caso?


Balbino no se movía. Yo me hallaba confundido y hubiera jurado que aquel hombre se había ruborizado.


—Vete a la cocina —ordenó con suavidad la hija de mi amigo— y que te den desayuno.


Silencioso y como humillado, Balbino se alejó sin alzar la cabeza. La muchacha le miró, después volvió los ojos al padre y movió las manos como quien lamenta algo.


—Solo le hace caso a ella cuando está así —pretendió explicarme Justo.


—¿Así? ¿Qué quiere decir?


—Es la avenida. Cree que el Yuna va a crecer hoy.


—¿Crecer hoy? No me parece.


Justo sonrió.


—Usté no se va, amigo. Balbino nunca ha fallado en eso.


—¿Y qué tiene que ver mi viaje con el Yuna?


—¿Pero no se lo expliqué anoche? ¿Cómo va usté a cruzar ese río si se bota?


Hablando nos sentamos a desayunar. Los nietos de mi amigo charlaban y contaban episodios de los desbordes. A poco empezó a llover y no me fue posible poner un pie fuera de la casa. A través de la ventana vi el patio lleno de agua. La hija de Justo se adormecía con el canto de la lluvia.


— El pobre Balbino se vuelve loco de ésta —aseguró.


Molesto con el fracaso de mis planes, me fui a la habitación y estuve acostado hasta mediodía. A esa hora la lluvia parecía menos fuerte. Debajo del piso gruñían los perros y cacareaban las gallinas. Ráfagas de viento sacudían los árboles cercanos.


T odo el mundo en la casa demostraba cansancio y solo el más pequeño de los nietos de Justo parecía contento por la proximidad de la inundación. Los peones que entraban de rato en rato no decían palabra y el ambiente estaba cargado de preocupación.


A la caída de la tarde la lluvia había cesado del todo. Yo estaba en la galería, viendo cómo unos patos se solazaban en las charcas, cuando vi a Balbino entrar a saltos y cruzar ante mí sin darse cuenta de mi presencia. Con todo el pelo caído sobre la frente, más nervioso que por la mañana, con los ojos más fúlgidos, Balbino tomó a Justo por un brazo y le dijo:


—¿No oye como viene roncando ese maldito?


Justo le miró con seriedad.


—Deja eso ya —ordenó secamente—. Yo no oigo nada. Son cuentos tuyos. Además, Lucía está ahí y te va a regañar.


Balbino pareció impresionado; empezó a irse, pero de pronto se volvió.


—¡Y lo mato; si crece lo mato! ¡Le juro por mi madre que lo voy a matar!


La voz de Lucía se oyó en la sala y como si lo hubieran conjurado, Balbino echó a correr hacia los escalones, los bajó a saltos y se perdió en el patio. Yo pensé que estaba al borde de un ataque de locura.


La noche cayó rápidamente. Pasamos las primeras horas en la sala, hablando de temas variados. Cuando la familia se fue a dormir quise ver desde la galería el espectáculo de la naturaleza triste. Un cielo plomizo, como lleno de humo, clareado por la luna —a la que ocultaban nubes pesadas— se extendía agobiador sobre todo cuanto los ojos dominaban. En el patio brillaba a trechos el agua aposada.


—¿Quiere que bajemos a ver cómo está el río? —preguntó Justo.


Yo no tenía interés en ir, pero me sentía dispuesto a dejarme llevar. Tomamos un atajo que no era el mismo por el cual habíamos pasado la noche anterior; caminamos un rato largo, orillando la masa de árboles, y de pronto, en un recodo, nos sorprendió el horizonte amplio. Estábamos en un sitio sin vegetación, una especie de vasta playa guijarrosa. Allí curvaba violentamente el río, yéndose hacia el oriente, y desde nuestro lugar podíamos ver una llanura pelada que se extendía sobre la margen opuesta y que parecía terminar en lo que debían ser las primeras estribaciones de la Cordillera.


Del Yuna se elevaba un rumor sordo, que agobiaba como una amenaza. Aparentemente el río era tranquilo en ese sitio. Desde donde estábamos la playa iba en descenso y dos metros hacia abajo el agua golpeaba con vago murmullo. La luz confusa de aquella noche se tendía sobre el paisaje. Los árboles que se alcanzaban a ver hacia la izquierda y la derecha lucían mustios, inmóviles, y despedían un brillo apagado. Silencioso y serio, Justo parecía vigilar la amplia masa líquida que susurraba a nuestros pies. De pronto me tomó un brazo y señaló hacia el recodo de donde surgía el río.


—¡Mire, mire! —dijo.


Yo traté de ver y no acerté a dar con lo que inquietaba a mi amigo.


—¡Mire, mire cómo viene el condenado!


Temblorosa de emoción o de miedo, su mano señalaba con mayor vigor al tiempo que la otra se clavaba en mi brazo. Entonces observé con detenimiento. De súbito creí oír un murmullo creciente, que iba haciéndose más fuerte por segundos. Atendí con toda la atención de que soy capaz. De golpe vi un lomo de agua parda que rodaba sobre el río y se lanzaba rugiendo en la que parecía plácida superficie; lo vi avanzar, descender y tornar a levantarse; lo vi hirviendo, arrojando espumas rojizas; lo vi rascar con furia las márgenes; lo vi agitarse, sacudirse, encresparse como una persona poseída de un frenesí. Troncos y animales llegaban coronando una ola, y tras esa llegó otra y después otra y a poco otra más. Ya el agua estaba a un metro de nosotros. Aquel líquido vivo empezó a esparcirse en la llanura que teníamos enfrente y a los pocos minutos todo el recodo donde se agitaban los pendones que crecen en las playas era lecho del río, y los pendones iban desapareciendo rápidamente bajo el seguro avance.


Yo estaba asustado, lo confieso. Veía salir el agua del recodo y la veía adueñarse del lugar. Pensaba en la noche anterior, tan dulce, tan hechicera, y pensaba también en los campesinos a quienes la inundación arrebataría cerdos y reses y arrojaría de sus casas. Sin decir palabra, Justo observaba, tan atento como yo.


Ignoro cuánto tiempo estuvimos allí. Mi amigo debió cansarse porque me pidió que nos fuéramos. Yo hubiera deseado contemplar un rato más aquel turbio paisaje que a mi juicio debía tener mucho parecido con los de los primeros días de la creación. La vaga luz lunar sobre la extensión ahogada, el sordo rugido del río y su golpear incesante en el barranco, y el triste aspecto de la vegetación daban la impresión de que toda la naturaleza estaba empavorecida, así como la noche anterior me había parecido que hasta las piedras transpiraban paz.


Nos fuimos de allí oyendo el rumor amenazante. Justo iba hablando de lo que esperaba a la gente de las cercanías y nos aproximábamos a la casa eludiendo las charcas cuando de repente surgió de las sombras una figura humana que pareció confundida al vernos. Pero su confusión duró apenas segundos. En brusca arrancada, el que fuera echó a correr y los perros se lanzaron tras él, ladrando con vehemencia.


Durante un momento no supimos qué hacer. De pronto Justo se volvió, me sujetó por una manga de la camisa y gritó:


—¡Corra!


A seguidas emprendió una carrera loca tras la sombra que huía. Mi impresión fue grande. No acertaba a darme cuenta de lo que estaba pasando.


—¡Corra! —tornó a gritar Justo.


¿Qué sentí? No fue valor ni deseo de luchar; lo sé, y no me engaño ni trato de engañar a nadie. Lo que tuve fue vergüenza de que a mi amigo le sucediera algo estando yo allí, y acaso miedo de verme solo en aquel lugar y en aquella noche fantasmal. Corrí también, corrí como quien huye de alguna amenaza; vi a Justo meterse en la oscuridad de la masa de árboles y le seguí sin saber por qué. Sentía el viento en mis oídos y los tenaces gritos de los perros me torturaban y me angustiaban. La sombra que perseguíamos cruzó por una pequeña zona de luz que dejaba un claro entre los árboles. Con increíble rapidez yo pensaba que el que fuera podía esconderse entre el bosque y esperar el paso de Justo para herirle a mansalva.


—¡Justo, Justo! —grité con la pretensión de advertirle que se cuidara.


Pero no me oía. Calculé que estábamos cerca del río, acaso a veinte metros. Se distinguía ya el rumor del agua, aquel sordo murmullo que levantaban las olas; y de súbito vi el Yuna a través de los troncos, y vi la borrosa figura lanzarse al cauce blandiendo en la mano derecha un hierro que en la confusa claridad despedía reflejos siniestros.


—Justo, Justo! —torné a gritar.


Pero ya era imposible que me oyera. La voz apenas me salía. Me ahogaba y el corazón quería salírseme del pecho. Los condenados perros se acercaban al agua y aumentaban su furioso ladrar. Otros perros contestaban desde los sitios cercanos. A pique de llegar a la orilla oí a Justo lanzar voces coléricas.


Y cuando, frío por el esfuerzo, agotado, casi a punto de caerme, desemboqué en el pequeño claro donde pensé que estaba Justo, vi en medio del agua a un hombre que se debatía entre las oleadas y que lanzaba machetazos a la superficie del río. Lo que se distinguía de su rostro —la mirada brillante y el gesto duro de la boca— daba la impresión de que era agitado por una cólera que ningún hombre corriente podía sentir. Por encima del rugido del agua oía su voz.


—¡Maldito, río maldito! —exclamaba.


Desde la orilla, yo llamaba a Justo a gritos. Otro lomo de agua se acercaba rugiendo a aquel hombre que se retorcía y se agitaba en medio del Yuna. Vi el agua acercarse a él hirviendo, espumeando, enrollándose, mordiéndose a sí misma. Aquella mole pardusca avanzaba de una orilla a la otra, y las piedras de las orillas saltaban como hojas y el barro se deshacía al contacto con aquella fuerza ciega. Vi el agua acercarse y vi el gesto de ira que endureció por última vez las facciones del hombre. Todavía alzó el machete una vez más, y un tronco que rodaba llevado por la corriente se interpuso entre él y mis ojos. Justo Félix, que había legado a mi lado, gritó, haciendo rebotar el grito de orilla en orilla.


—¡Balbinoooo… Sal, Balbinooooo!


Pero Balbino no salió.


Cinco días después, cuando bajó la crecida, se vio que el cauce del río había cambiado y las quince tareas de Balbino Coronado habían quedado libres de agua y listas para levantar un buen conuco. Sin embargo, hasta donde me informaron, se quedarían sin dar fruto porque Balbino Coronado no tenía quien lo heredara.





Ilustración: Thomas Moran

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