jueves, 4 de julio de 2024

El perjurio de la nieve (Adolfo Bioy Casares)






La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años. Esto ha influido en el tiempo: el pasado se aleja con inexorable rapidez. De la angosta calle Corrientes perduró más alguna de sus casas que su memoria; la Segunda Guerra Mundial se confunde con la primera y hasta “las treinta caras bonitas” del Porteño están dignificadas por nuestra amnesia; el entusiasmo por el ajedrez, que levantó efímeros quioscos en tantas esquinas de Buenos Aires, donde la población competía con lejanos maestros cuyas jugadas resplandecían en tableros allegados por televisión (presunta), se ha olvidado tan perfectamente como el crimen de la calle Bustamante, con el Campana, el Melena y el Silletero, la Afirmación de los civiles, los entreveros y las “milongas” en las carpas de Adela, el señor Baigorri, que fabricaba tormentas en Villa Luro, y la Semana Trágica. Entonces no deberá asombrarnos que, para algún lector, el nombre de Juan Luis Villafañe carezca de evocaciones. Tampoco nos asombrará que la historia transcripta más adelante, aunque hace quince años sobrecogió al país, hoy se reciba como la tortuosa invención de una fantasía desacreditada.


Villafañe fue un hombre de vastas aunque indisciplinadas lecturas, de insaciable curiosidad intelectual; disponía, además, de ese modesto y útil sustituto del conocimiento del griego y del latín que es el conocimiento del francés y del inglés. Colaboró en Nosotros, La Cultura Argentina y otras revistas, publicó sus mejores páginas anónimamente, en los diarios, y fue el autor de muchos discursos de la buena época de más de un sector del Senado. Confieso que me agradaba su compañía. Sé que llevó una vida desordenada y no estoy seguro de su honestidad. Bebía copiosamente; cuando estaba borracho, contaba sus aventuras con ordenada crudeza. El hecho sorprendía, porque Villafañe era “aseado para hablar” (como decía uno de sus mejores amigos, un compositor de Palermo). Hacia el amor y las mujeres profesaba un tranquilo desdén, no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era algo así como un deber nacional, su deber nacional. De su aspecto físico recordaré el parecido del rostro con el de Voltaire, la frente elevada, los ojos nobles, la nariz imperiosa y la escasa estatura.


Cuando publiqué una recopilación de sus artículos, alguien quiso ver similitudes entre el estilo de Villafañe y el de Tomás De Quincey. Con más respeto por la verdad que por los hombres, un comentarista anónimo, en Azul, escribió: “Admito que el chambergo de Villafañe es grande; no admito que ese desmesurado atributo, ni tampoco el apodo enano sombrerudo o, más exacta pero más cacofónicamente, petiso sombrerudo, basten para denunciar una identidad, una identidad siquiera literaria, con De Quincey; pero convengo en que nuestro autor (medidas las personas) es un peligroso rival para el mismo Jean-Paul (Richter)”.


A continuación reproduzco su relato de la terrible aventura en que fue algo más que espectador; aventura que no es tan diáfana como aparece al primer examen. Todos los protagonistas han muerto hace más de nueve años; hace por lo menos catorce que ocurrieron los hechos relatados; tal vez alguien proteste y diga que este documento saca del merecido olvido hechos que nunca debieron recordarse ni ocurrir. Yo no discuto esas razones; yo meramente cumplo la promesa que me arrancó en la noche de su muerte mi amigo Juan Luis Villafañe, de publicar, este año, el relato. Sin embargo, atendiendo hipotéticas susceptibilidades, alguna que otra vez me he permitido ingenuos anacronismos y he introducido cambios en las atribuciones y en los nombres de personas y de lugares; hay otros cambios, puramente formales, sobre los que apenas debo detenerme. Bastará decir que Villafañe nunca se ocupó del estilo y que, por eso, observaba normas severísimas: puntualmente suprimía cuanto “que” fuera necesario a su texto, y en trance de evitar repeticiones de palabras no había oscuridad que lo arredrara. Pero mis correcciones no lo hubieran ofendido. Creía que Shakespeare y que Cervantes eran meramente perfectos, pero no ignoraba que él escribía borradores. A pesar de los cambios señalados, que solo para mi escrúpulo no son significantes, la relación que hoy publico es la primera que expone con exactitud y que permite comprender una tragedia, de la que nunca se conocieron las causas ni la explicación, aunque sí los horrores.


Añadiré, para terminar, que algunas opiniones de Villafañe sobre el llorado, sobre el inmortal Carlos Oribe (de cuya amistad me siento cada día más orgulloso), provenían, simplemente, de su varonil pero indiscriminada aversión por todos nosotros, los jóvenes.


A. B. C.


 


RELACIÓN DE TERRIBLES SUCESOS

QUE SE ORIGINARON MISTERIOSAMENTE

EN GENERAL PAZ (GOBERNACIÓN DEL CHUBUT)


Fue en la clara desolación de General Paz donde conocí al poeta Carlos Oribe. El diario me había mandado en una gira para que descubriera deficiencias del gobierno y pruebas del abandono en que se tenía a la Patagonia; para la completa satisfacción de ambos propósitos era superfluo que yo hiciera el viaje; pero, como el candor de los hombres de negocios es inapelable, partí, gasté, me cansé, especialmente cansado y polvoriento llegué en un obstinado mediodía, en ómnibus, al Hotel América, de General Paz. El pueblo comprende ese inconcluso y tal vez amplio edificio, un surtidor de nafta con los colores patrios, la Delegación municipal y, seguramente, alguna casa más de las que agotan su imagen en mi recuerdo; imagen casi nula, pero asociada a una experiencia terrible: lo que hice, lo que haré ya nada importa: en la vida, en el sueño, en el insomnio, no soy más que la tenaz memoria de esos hechos. Todo, aun las primeras impresiones del día —el olor a madera, paja y aserrín, de la casa de comercio (que era una dependencia del hotel), las calles blancamente polvorientas, iluminadas por un sol vertical, y, a lo lejos, desde la ventana, el bosque de pinos— todo quedó contaminado de un siniestro y más o menos preciso valor simbólico. ¿Puedo rememorar la sensación que tuve la primera vez que vi ese bosque? ¿Puedo imaginarlo como una simple arboleda, de presencia un poco inverosímil en esa empedernida esterilidad, pero todavía no alcanzado por los horrores que evoca para siempre?


Cuando llegué, el patrón me condujo hasta una pieza en que había equipajes y ropas de otro viajero, y me pidió que no tardara, porque el almuerzo estaba listo. No me apresuré; un rato después, consciente de mi lentitud, entré en ese comedor, donde oiría el principio de la historia que iba a alterar, con secreta violencia, la vida de tantas personas.


En el comedor había una mesa larga. El patrón retiró un poco la silla y, sin levantarse, me presentó a cada una de las personas que estaban allí: el Delegado municipal, un viajante de comercio, otro viajante de comercio… La esperanza de no ver después del día siguiente ninguna de esas caras, y, sobre todo, el victorioso estruendo de la radio, me disuadieron de escuchar. Pero oí claramente un nombre —Carlos Oribe— y con una sonrisa que todavía no estaba enterada de mi asombro, de mi incredulidad, extendí la mano a un jovencito de voz tan aguda y tan desagradable que parecía fingida. Tendría unos diecisiete años; era alto y encorvado; su cabeza era chica, pero una desordenada cabellera le confería un volumen extraordinario; parecía muy corto de vista.


—Ah, ¿usted es Oribe? —le pregunté—. ¿El escritor?


—El poeta —respondió sonriendo vagamente.


—No lo imaginaba tan joven —dije con sinceridad—. ¿Ha oído mi nombre?


—No, señor. No escucho las presentaciones.


—Soy Juan Luis Villafañe —afirmé con la convicción de haber dado un informe completo.


Ahora deberé informar, tal vez, que hacía pocos meses yo había publicado en Nosotros un artículo titulado “Una promesa argentina”, en que saludaba el libro de Oribe. Es verdad que en Cantos y baladas había encontrado una firme ignorancia, infaltable entre los jóvenes escritores de algún brillo, de las tradiciones y de los temas vernáculos, un estudio escrupuloso, casi diría una imitación ferviente de modelos extranjeros, y, lo que es desalentador, mucha vanidad, algún afeminado capricho y no poca despreocupación de la sintaxis y de la lógica; pero también es cierto que en todo el libro puede advertirse un certero instinto poético y una pasión por la literatura, tal vez menos discreta que avasalladora, pero siempre hermosa. No hay escasez de genios —o, por lo menos, de personas que obran como si fueran genios; me apresuro a reconocer que es lícito confundir a Oribe con ellas; sin embargo, no creo que sea ilícito indicar una distinción: esas personas tienen una indiferencia esencial por el arte; por esta distinción, que tal vez no sea interesante, que tal vez no alcance a los libros, yo saludé la entrada de Oribe en nuestras letras.


—Mire, si nos conocemos —prorrumpió Oribe con su voz más estridente—, la radio me dejó sordo también de la memoria.


Antes que dijera algo irreparable, le expliqué:


—Pensé que usted recordaría mi nombre porque yo escribí sobre su libro, en Nosotros.


Su cándido rostro se iluminó con el más franco interés.


—Ay, qué lástima —exclamó, súbitamente compungido—. No lo leí. Nunca leo diarios ni revistas. Leo La Nación, cuando publica mis poemas.


Le razoné mi elogio de Cantos y baladas (aclaro: no sentía ni siento necesidad de justificarlo) y recordé algunos versos que me habían parecido felices. De pronto me vi efusivamente palmeado y congratulado.


—Excelente, excelente —repetía Oribe, en un tono que manifestaba una generosa intención de estimularme.


No debe creerse que este diálogo nos distanció. Dos días después hicimos juntos el viaje a Bariloche. En ese intervalo había ocurrido la terrible desgracia.


Los únicos pasajeros del ómnibus éramos una señora enlutada, Oribe y yo. Nosotros estábamos tristes y no teníamos ganas de hablar; era evidente, en cambio, que la pobre vieja quería iniciar cualquier conversación. El ómnibus se detuvo a cargar nafta. Bajamos a caminar. Oribe me dijo con insospechada dureza:


—No estoy dispuesto a darle el gusto.


Se refería, naturalmente, a la pobre mujer. Yo creía que una conversación con ella era nuestro poco fascinador, pero no espantoso destino. Un rato después, la señora se aventuró a preguntarme si el próximo pueblo era Moreno; estaba a punto de contestarle, cuando, sentándose con las piernas cruzadas en el piso del ómnibus y levantando los brazos y mirándome en los ojos, Oribe gritó con su horrorosa voz:


 


Sentados en el suelo, que al fin es la verdad,

narremos con tristeza las muertes de los reyes,

y hablemos de epitafios, de tumbas, de gusanos.


 


Se dirá: esto era pueril, desmedido, inoportuno. Pero había, tal vez (entre los confusos motivos de Oribe), una intención benévola: combatir nuestra melancolía. La señora se rió mucho y los tres nos pusimos a conversar. Se dirá (también): esto era lo que Oribe quería impedir. Pero no olvidemos que él era sensible a cualquier homenaje, y que la señora, como tantas personas que lo conocieron, estaba enormemente impresionada. Yo oculté mi impresión: creí reconocer en aquellos versos la improvisada traducción de unos de Shakespeare, y en esa típica ocurrencia de Oribe la reproducción de una de Shelley.


Pero no quiero sugerir que todos los actos de Oribe fueran plagios. Hay anécdotas que retratan a los hombres. Esa tarde, mientras intentaba dormir una siesta, oí la voz de Oribe, que parecía venir del jardín y que repetía, inextinguible como el ave fénix, la muerte de Tristán. Finalmente decidí proponerle que tomáramos un café. Cuando salí al jardín, Oribe no estaba. El patrón apareció en la puerta; le pregunté si lo había visto.


—No —gritó Oribe, desde lo alto—. Nadie me ha visto —y continuó sin ningún pudor—: Estoy aquí, en el árbol. Yo siempre me trepo a un árbol cuando quiero pensar.


Ese mismo día, al anochecer, conversábamos con algunos viajantes y con el Delegado. Oribe parecía interesado en la conversación. De pronto empieza a dar signos de creciente impaciencia y, por fin, corre hacia el interior de la casa. La persona que hablaba olvida lo que estaba diciendo; los demás pretendemos disimular nuestro asombro. Oribe vuelve; su rostro expresa la beatitud del alivio. Le pregunto por qué se había ido.


—Por nada —responde con ingenua tranquilidad—. Fui a ver una silla. No recordaba cómo eran las sillas.


Temo haber dado una impresión inexacta de mi pensamiento sobre Oribe; nada es más difícil que lograr la expresión justa: no ser deficiente, no excederse. He releído estas páginas y temo que la maliciosa, o distraída, o aparentemente justificada conclusión pueda ser que la originalidad que yo le concedo a Oribe se agote en dos anécdotas más o menos grotescas. Sin embargo, ahí están sus Cantos y baladas. Le agrade o no al lector, son la indisputable adquisición de los hombres, que los cantarán y los elogiarán infatigablemente. Ahí está, sobre todo, su conmovido temperamento poético. Carlos Oribe era intensamente literario, y quiso que su vida fuera una obra literaria. Siguió a los modelos de su predilección —Shelley, Keats— y la vida u obra conseguida no es más original que una combinación de recuerdos. Pero, ¿qué otro resultado puede lograr la inteligencia más audaz o la fantasía más laboriosa? Nosotros, que lo miramos con una simpatía morigerada por un rutinario sentido crítico, creemos que su paso por la brevísima historia de nuestra literatura será, para siempre, el de un símbolo: el símbolo del poeta.


Vuelvo a ese día en que almorzábamos en General Paz. Como he dicho, la mesa estaba colocada frente a una ventana; a través de la ventana, a lo lejos, veíamos el bosque de pinos.


—¿Una estancia? —preguntó alguien (no recuerdo si Oribe o algún viajante, o yo mismo).


—La Adela —contestó el Delegado—. De un tal Vermehren, un dinamarqués.


—Un hombre muy derecho, señores —afirmó el patrón—. Loco por la disciplina.


El Delegado replicó:


—No solamente por la disciplina, don Américo. Viven en 1933, como hace veinte años, en plena civilización, como en una estancia perdida en medio del campo.


Oribe se levantó.


—Brindo por la civilización —gritó con su voz aguda—. Brindo por el aparato de radio.


Pensé que la civilización llegaba a todos los rincones de la República, salvo a nuestro penoso bromista. Los demás lo miraron sin interés. Oribe volvió a sentarse.


—Es un caso increíble y misterioso el de La Adela —dijo abstraídamente el Delegado.


¿Increíble y misterioso porque vivían en 1933 como hace veinte años…? Tuve ganas de pedir una explicación, pero temí que Oribe descubriera mi curiosidad y me despreciara. El patrón se retiró taciturnamente. No fue indispensable que yo pidiera la explicación.


—¿Ven esa tranquera? —preguntó el Delegado.


Nos levantamos a mirar. En el bosque de pinos divisamos una tranquera blanca, debajo de un pequeño techo.


—Hace año y medio que nadie entra ni sale por ahí —el Delegado continuó—: Todos los días, a la misma hora, Vermehren llega hasta la tranquera en un coche de mimbre, tirado por una yegua tordilla. Recibe a los proveedores y se vuelve a la estancia. Casi no les habla. “Buenas tardes”, “Adiós”. Siempre las mismas palabras.


—¿Podremos verlo? —preguntó Oribe.


—Aparece a las cinco. Pero yo no me pondría a tiro. A propósito de tiros: Vermehren dijo que de las visitas se encargaría la Browning. Esto lo sé por el peón que pudo fugarse.


—¿Que pudo fugarse?


—Así es. Tiene la gente presa; recluida prácticamente. Dan lástima las muchachas.


Pregunté quiénes vivían en La Adela.


—Vermehren, sus cuatro hijas, unas pocas mujeres del servicio y algún peón de campo —respondió el Delegado.


—¿Cómo se llaman las muchachas? —preguntó Oribe, con los ojos muy abiertos.


El Delegado pareció vacilar entre contestar o insultarlo. Contestó:


—Adelaida, Ruth, Margarita y Lucía.


Inmediatamente se demoró en una prolija y totalmente superflua descripción del bosque y de los jardines de La Adela.


En Buenos Aires conocí la historia de Luis Vermehren. Era el hijo menor de Niels Matthias Vermehren, que tuvo la gloria de ser el único miembro de la Academia Danesa que votó para que se premiara un libro de Schopenhauer. Luis nació alrededor del año 70; tenía dos hermanos: Einar, que siguió como él la carrera eclesiástica, y el mayor, el capitán Matthias Mathildus Vermehren, célebre por la disciplina que imponía a las tripulaciones, por su aspecto andrajoso, por su terrible piedad y por haber muerto, por su propia mano, en la Tierra del rey Carlos, después de abandonar como una rata su barco en medio de la noche y del naufragio. (H. J. Molbech, Anales de la Real Marina Danesa, Copenhague, 1906.) Einar y Luis Vermehren lograron cierta notoriedad por su lucha contra el Alto Calvinismo, cuando esa lucha excedió los límites de la retórica y los cielos de la pacífica Dinamarca se iluminaron con el incendio de las iglesias, intervino el gobierno. (Einar comentó después: En un país liberal, Luis reavivó pasiones que dormían desde hacía trescientos años; si hubiera vivido en el siglo XVI lo hubiera quemado al mismo Calvino.) Representantes de la Corona pidieron a los pastores arminianistas que firmaran un compromiso. Einar fue de los últimos en firmar, y entonces, como en la sorpresa final de un cuento, se vio que el héroe de la agitación religiosa no había sido él, como se había creído, sino Luis. Éste, en efecto, no admitió concesiones. Aunque su mujer estaba enferma (acababa de tener a su hija Lucía), prefirió salir de Dinamarca. Poco después, en un atardecer de noviembre de 1908, se embarcaron en Rotterdam, hacia la Argentina. La mujer murió en alta mar. Esa muerte fue inesperada para Vermehren, que solo pensaba en sus luchas religiosas y en la traición del hermano; esa muerte fue como un castigo irremisible y como una advertencia atroz; Vermehren decidió refugiarse con sus hijas en un lugar solitario; decidió irse a la Patagonia, en el fondo de la Argentina, en el fondo de “ese inacabable y solitario país”. Compró el campo del Chubut y empezó a trabajar para ocuparse en algo. Muy pronto lo apasionó el trabajo. Consiguió que le prestaran grandes sumas de dinero y, con una disciplina y con una voluntad casi inhumanas, organizó un admirable establecimiento, levantó en el desierto jardines y pabellones y en menos de ocho años pagó totalmente su enorme deuda.


Pero sigo con mi relato de esa primera tarde en el Hotel América. Era la hora del té; en grandes tazones enlozados tomábamos unos mates con galleta. Recordé nuestra intención de espiar a Vermehren cuando apareciese en la tranquera.


—Son casi las cinco —dije—. Si no salimos en seguida, no lo vemos. Estamos lejos.


—Desde nuestra pieza estaremos cerca —gritó Oribe.


Lo seguí, resignado. Ya en la pieza (creo haber dicho que la compartíamos), abrió impúdicamente una valija cubierta de rótulos, y con ademán y sonrisa de prestidigitador sacó unos importantísimos anteojos de larga vista. Me hizo una leve reverencia, para que me acercara a la ventana, levantó los anteojos y se puso a mirar. Yo esperaba que me los ofreciera.


A lo lejos, en el bosque, mis ojos divisaban la pequeña tranquera con el techo, y, más allá, un camino angosto que se perdía oscuramente entre los árboles. De pronto apareció una mancha blanca; después fue un caballo, tirando un coche. Miré a mi compañero; no sentía urgencia de prestarme los anteojos. Se los quite, los enfoqué y vi con nitidez un caballo blanco, tirando un coche amarillo, en el que iba tiesamente sentado un hombre vestido de negro. El hombre bajó del coche, y cuando lo vi caminar hacia la tranquera, ínfimo y diligente, tuve la extraña impresión de que en ese acto único veía superpuestas repeticiones pasadas y futuras y que la imagen que me agrandaba el anteojo estaba en la eternidad.


Lo felicité a Oribe por sus anteojos y fuimos a tomar unas copas.


—Caballeros —gritó Oribe, con su voz de rata—. Atención. Después de lo que he visto, no me voy sin conocer La Adela.


El patrón le creyó.


—No le arriendo la ganancia —dijo desapasionadamente—. El dinamarqués tiene enferma la cabeza, pero no el pulso. ¿Y usted sabe los perros que hay allí? Si lo agarran, lo dejan como para sembrarlo a voleo, amiguito.


Para cambiar de conversación, le pregunté a Oribe qué amigos tenía en Buenos Aires.


—Carezco de amigos —respondió—. No creo arriesgado, sin embargo, dar ese título al señor Alfonso Berger Cárdenas.


No pregunté más. Sentí que Oribe era un monstruo, o que por lo menos, éramos dos monstruos de escuelas diferentes. Yo había hojeado un libro de A.B.C., yo había escrito sobre el precoz autor de Embolismo y de casi todos los errores que sin mucho trabajo puede cometer un escritor contemporáneo (casi todos: de acuerdo con su lista de obras, aún le quedaban algunos cuentos y algunos ensayos en preparación). Me parece inútil declarar que hoy pienso de otro modo. Berger es mi único amigo; si me atreviera, diría que es el único discípulo que dejo. Pero entonces le agradecí a Oribe la información, y agregué:


—Me voy a la pieza, a escribir. Lo veré luego.


Tal vez lo haya tratado con impaciencia. Tal vez Oribe justificara esa impaciencia. En el recuerdo, sin embargo, es una figura patética: lo veo esa noche en la Patagonia, alegre, erróneo y animoso, a la entrada misma de un insospechado laberinto de persecuciones.


A eso de las diez y cuarto salió del hotel. Declaró que iba a caminar, para pensar en un poema que estaba escribiendo. Hacía tanto frío, que eso era una locura desmedida, aun para Oribe. No le creí; no le contesté; lo dejé salir. Partió lúgubremente, como a cumplir un horrible compromiso. Después salí yo. La noche estaba oscura; por más que anduve no lo encontré. Entré en el bosque de pinos. No tengo miedo a los perros; en casa, cuando era chico, siempre había algún perro, y sé tratarlos. Después salió la Luna y empezó a nevar. Yo estaba a unos cincuenta metros del hotel, pero nevó fuerte y llegué con las botas sucias. Adentro, Oribe me esperaba, asonsado por el frío. Volvió a hablarme del poema y volví a no creerle. Tomamos unas copas. El poeta las necesitaba; a lo mejor yo también. Le conté mi excursión. Yo debía de estar medio borracho. Me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias, y lo obligué a quedarse hasta el alba, mientras yo charlaba y bebía.


Al otro día me desperté muy tarde. Oribe estaba de pie frente a la ventana, con ojos de asombro y con los brazos abiertos.


—¡Otro mito que muere! —exclamó.


No le pregunté el significado de sus palabras; no quería entenderlas; quería dormir. Pero él continuó:


—En este mismo instante un automóvil entra en La Adela. Exijo una explicación.


Se fue. Empecé a levantarme. Volvió al rato: su abatimiento era notorio, casi teatral.


—¿Qué sucede? —le pregunté.


—La prohibición de entrar en el bosque ya no existe… Ya no existe. Una de las muchachas ha muerto.


Salimos lentamente. El patrón nos saludó desde lo alto de un viejo automóvil.


—¿A dónde va? —le preguntó Oribe, con su natural impertinencia.


—A Moreno, a buscar un médico. Al de aquí le cortaría el pescuezo. Lo vi esta mañana para que fuera a la estancia, por el certificado; ahora me avisan de la estancia que no ha ido. Mando un chico a su casa y le dicen que se fue al Neuquén.


Un viajante nos preguntó si concurriríamos al velorio. Oribe le aseguró que no.


—Pueden ir —dijo el patrón—. Va todo el pueblo.


La decisión de Oribe era firme. Tal vez tuviera razón, ir al velorio tal vez fuera desagradable; pero me irritaba que tomara decisiones por mí y que se metiera en mis cosas.


A la tarde no sabíamos qué hacer. No podíamos irnos, porque hasta el día siguiente no había ómnibus. Toda la gente de General Paz estaba en el velorio. No teníamos ganas de conversar. Yo pensaba en la muchacha muerta. Oribe también, seguramente. No me atreví a preguntarle si sabía el nombre de la muchacha (en general lo trataba con autoridad; sin embargo, en algunas ocasiones me cuidaba vergonzosamente, como si temiera su opinión).


Por fin, me preguntó:


—¿Vamos al velorio?


Acepté. Fuimos caminando, porque no quedaba ningún vehículo en General Paz. Era casi de noche cuando cruzamos la tranquera de La Adela, en silencio, con una compartida solemnidad que ha de parecer una tontería, o un presagio. Oribe murmuró:


—Con tal que hayan atado los perros.


—¿Cómo no van a atarlos —repliqué—, si invitan al velorio?


—Yo no me fío en los rústicos —aseguró, mirando para todos lados.


Durante unos diez minutos seguimos por ese camino entre árboles. Después llegamos a un lugar abierto (pero rodeado, de lejos, por arboledas). En el fondo estaba la casa. Alguna vez, en fotografías de Dinamarca, habré visto casas parecidas a la de Vermehren; en la Patagonia resultaba asombrosa. Era muy amplia, de altos, con techo de paja y paredes blanqueadas, con recuadros de madera negra en las ventanas y en las puertas.


Llamamos, alguien nos abrió, entramos en un vasto corredor muy iluminado (extraordinariamente, para una casa de campo), con las puertas y las ventanas pintadas de azul oscuro, con estanterías repletas de objetos de porcelana o de madera, con alfombras de colores brillantes. Oribe dijo que al penetrar en la casa tuvo la impresión de penetrar en un mundo incomunicado, más incomunicado que una isla o que un buque. Realmente, los objetos, las cortinas y las alfombras, el rojo, el verde o el azul de las paredes y los marcos, determinaban un ambiente de interior casi palpable. Oribe me tomó del brazo y murmuró:


—Esta casa parece levantada en el centro de la Tierra. Aquí ninguna mañana tendrá cantos de pájaros.


Todo esto era una afectada exageración, una desagradable exageración; pero lo repito porque expresa con bastante fidelidad lo que podía sentirse al entrar en la casa.


Pasamos luego a un enorme salón, con dos grandes chimeneas en cuyos hogares crepitaban las ramas de los pinos en violentas fogatas. En la penumbra de un ángulo distante, percibí un grupo de personas. Alguien se levantó y vino desde allí a recibirnos. Reconocimos al Delegado.


—El señor Vermehren está muy abatido —nos anunció—. Muy abatido. Vengan a saludarlo.


Lo seguimos. En un sillón alto, rodeado de hombres callados, estaba Vermehren, vestido de negro, con la cara (que me pareció blanquísima y carnosa) reclinada sobre el pecho. El Delegado nos presentó. Ningún movimiento, ninguna respuesta, señaló que la presentación fuera oída, o que Vermehren viviera. El grupo continuó en silencio. Al rato, el Delegado nos preguntó:


—¿Quieren verla? —Extendió un brazo. —Está en ese cuarto. Las muchachas la velan.


—No —me apresuré a contestar—. Hay tiempo.


Miré hacia arriba. El salón era muy alto. En uno de los extremos había un coro o entrepiso, que ocupaba todo el ancho. Al frente, el coro tenía una balaustrada roja; en el fondo, se veían dos puertas rojas. Un grueso coronado verde, como un telón de teatro, colgaba del entrepiso, cubriendo un extremo del salón.


Oribe se apoyó desaprensivamente en una lámpara de pie, con águilas, que estaba al lado de Vermehren. Me preguntó con alguna timidez:


—¿En qué piensa?


En seguida le mentí:


—Pienso que hace mucho que no escribo nada para el diario. No encuentro tema.


—¿Y esto…? —preguntó Oribe.


—Es claro —dijo el Delegado.


—No. No me atrevo —respondí.


El Delegado insistió:


—Sería un honor para el señor Vermehren.


—Todavía —dije— si tuviera una fotografía de la muchacha.


Me sentí definitivamente canallesco; el Delegado y Oribe acogieron con entusiasmo la sugerencia.


—Señor Vermehren —exclamó el Delegado, en voz muy alta y con alguna indecisión—. El señor, aquí, es de los diarios. Quisiera escribir una notita necrológica.


—Gracias —murmuró Vermehren. No hizo ningún ademán. La cabeza estaba reclinada sobre el pecho. Yo me estremecí, como si hubiera hablado un muerto.— Gracias. Cuanto menos se hable, mejor.


—El señor —insistió el Delegado, señalándome con el dedo— solo pide una fotografía. Indispensable para la nota.


—Su hija la merece —apoyó Oribe, cándido y despiadado.


—Bueno —murmuró Vermehren.


—¿Nos va a dar la fotografía? —preguntó Oribe.


Vermehren asintió. No tenía fuerzas para luchar contra personas tan ávidas. Casi me tienta la compasión, casi lo ayudo… Dejé que se arreglaran entre ellos.


—¿Cuándo la tendremos? —Oribe inquirió.


—Cuando venga una de las muchachas. Estoy cansado, por eso no voy yo mismo.


—Nunca lo permitiría —dijo Oribe, con dignidad. Inmediatamente insistió—: ¿Dónde la tiene?


—En mi dormitorio —balbuceó Vermehren.


Oribe estaba rígido, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Después, con un brusco movimiento, como en una brusca inspiración, pasó al otro lado del coronado verde. Apareció en lo alto del coro; se detuvo entre las dos puertas, indeciso. Abrió la puerta de la izquierda y desapareció.


El Delegado miraba plácidamente hacia el coro. Abrió mucho los ojos.


—¿Cómo? —articuló.


Había que inventar una explicación, evitar una rápida catástrofe.


—Es un poeta, un poeta —repetí con fatuidad.


Oribe apareció de nuevo, se perdió hacia abajo, surgió detrás del coronado. Traía en la mano una fotografía. Yo quise verla; se la tendió a Vermehren. Temblando, le oí preguntar:


—¿Es ésta?


Durante un tiempo que me pareció largo, pero que tal vez fue la fracción de un segundo, Vermehren siguió inmóvil, con la cabeza reclinada sobre el pecho, como adormecido en el dolor. Después, como si la proximidad de la fotografía lo reanimara, se irguió. Encendió la lámpara. Era flaco y alto, y en su rostro carnoso, blanco y femenino, los labios tenues y los grandes ojos celestes parecían expresar una impávida crueldad.


En ese momento entró una de las muchachas. Puso una mano sobre un hombro de Vermehren y dijo:


—Ya sabes: no te conviene agitarte. —Apagó la lámpara y se alejó.


Según Oribe, el Delegado comentó después la insistencia con que yo había mirado a la muchacha.


Me fui a sentar en un sofá, junto a una portada que se comunicaba por un corredor con el cuarto en donde estaba la muerte. Por ahí pasaban los que iban a mirarla. Estuve mucho tiempo; tal vez horas. Vi pasar a una de las muchachas. Lo vi pasar a Oribe; lo vi salir; me rehuyó la mirada; tenía lágrimas en los ojos. Vi pasar a otra muchacha.


Por fin me levanté y le dije a Oribe que nos fuéramos de la casa. No quiero ver personas muertas: después no puedo recordarlas como vivas. Le pregunté si tenía la fotografía; me respondió afirmativamente, con una voz temblorosa. Cuando estuvimos afuera se la reclamé. Había tan poca luz que apenas pudimos encontrar el camino.


En el hotel, Oribe pidió un anís; yo no quise beber. La noche se había acabado en seguida, aunque estábamos tristes, callados y despiertos. Me dormí poco antes de las ocho de la mañana. Creo que Oribe no durmió.


Al rato me desperté: no tenía ánimo para nada y me quedé en la cama hasta el mediodía. Oribe fue al entierro. Después tomamos el ómnibus y emprendimos el regreso a Buenos Aires (por Bariloche, Carmen de Patagones y Bahía Blanca). Esa primera tarde, Oribe estaba muy deprimido; sin embargo, hizo más payasadas que nunca.


Antes de separarnos me pidió que le mostrara por una última vez la fotografía de Lucía Vermehren. La tomó con ansiedad, la miró de muy cerca durante algunos segundos y bruscamente cerró los ojos y me la devolvió.


—Esta muchacha —murmuró como buscando la expresión—, esta muchacha estuvo en el infierno.


Confieso que no reflexioné si había algo de justo en sus palabras; le dije:


—Sí, pero la frase no es suya.


—Eso no tiene la menor importancia —afirmó con aplomo y yo sentí que le había revelado la pobreza contumaz de mi espíritu—. Los poetas carecemos de identidad, ocupamos cuerpos vacíos, los animamos.


Ignoro si tenía razón. He justificado alguno de sus actos atribuyéndolos a un deseo, tal vez inmoderado, de improvisar una personalidad; quizá hubiera sido más justo imputarlos a motivos literarios, pensar que él trataba los episodios de su vida como si fueran los episodios de un libro. Pero lo que no puedo ignorar es que sus palabras ante la fotografía de Lucía Vermehren, aunque sean ajenas, reclaman para él ese poder adivinatorio que la Antigüedad atribuía a los poetas.


En Buenos Aires lo vi muy poco. Sé, por las mujeres de la pensión, que llamó por teléfono algunas veces, cuando yo no estaba. El último recuerdo que me dejó, y el más vehemente, es el de una noche que entró en el diario, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados.


—Quiero hablarle —gritó.


—Lo escucho.


—Aquí no —miró alrededor—. A solas.


—Lo siento —le dije—. Todavía me falta media columna.


—Esperaré —dijo.


Se quedó de pie, inmóvil, mirándome fijamente. Tal vez no lo hiciera para incomodarme; su mirada me incomodó. “No me vas a ganar”, pensé, y con toda calma, casi diría con lentitud, seguí redactando el suelto.


Cuando salimos llovía y hacía frío. Oribe trató de tomar el lado de las casas, en la vereda, tomó el otro. Lo vi empaparse y empezar a toser. Antes de hablarle, dejé que pasara un rato.


—¿Qué quiere? —le pregunté.


—Invitarlo a un viaje. A Córdoba. Yo pago todo.


No solamente era rico: tenía la insolencia del dinero. Me indignaba, además, que se creyera tan amigo. ¿Por qué yo iba a acompañarlo en un viaje? El de la Patagonia había sido casual.


—Imposible —le dije.


Hoy tengo la satisfacción de haber sido atento: de haber agregado:


—Mucho trabajo.


Insistió quejosamente y solo consiguió aumentar mi irritación. Cuando se convenció de que no lo acompañaría, me dijo:


—Tengo que suplicarle una cosa.


Me parecía que ya había suplicado bastante. Siguió:


—No quiero que sepan que me voy a Córdoba. Le pido por favor que no se lo diga a nadie.


No les pregunté a las mujeres si llamó. En cuanto al secreto del viaje, ignoro si lo guardé; creía entonces, y a veces lo creo todavía, que Oribe nunca ha de haber querido que nadie le guarde ningún secreto. Pero tengo la conciencia tranquila: nada, ni mis palabras, ni mi silencio, pudo modificar los hechos que luego ocurrieron.


Dos meses después de esa noche en que mis ojos desafectos lo vieron perderse, conmovido y fútil, en la exaltada iluminación de Buenos Aires, dos meses después de esa noche en que penetró en una limitada geografía de angustia y de persecución, un carabinero lo encontró muerto en un lejano jardín de la ciudad de Antofagasta. Luis Vermehren, detenido a los pocos días por la policía, confesó el asesinato; pero ni los especialistas locales ni los que se enviaron desde Santiago lograron que explicara los motivos que tuvo para cometerlo. Solo pudieron averiguar que Oribe había pasado por Córdoba, Salta y La Paz, antes de llegar a Antofagasta, y que Vermehren había pasado por Córdoba, Salta y La Paz antes de llegar a Antofagasta. Tomé el asunto con tranquilidad. Pensé escribir una serie de artículos que narraran la persecución de Oribe por Vermehren y aludir paralelamente a las persecuciones de las luces por la Iglesia. Esta excelente idea quedó abandonada, porque me convencí de que debía hacer algo más; no sin mucho trabajo logré que el mismo director que me había mandado tan superfluamente a la Patagonia me permitiera ir, por cuenta del diario, a donde yo quisiese, en el país o fuera de él, para ocuparme del asesinato de Oribe.


Era un jueves. Unos amigos me consiguieron para el domingo un asiento en el avión de la línea militar a Bariloche; para el miércoles, saqué boleto en el avión que va a Chile.


Visité sin ninguna esperanza a una tal Bella, una amiga dinamarquesa, casada con un ingeniero que trabajaba en Tres Arroyos. Me parecía que no bastaba que una persona hubiera nacido en Dinamarca para que supiera la historia de los Vermehren; esto solo en apariencia era razonable, porque en el país no hay muchos dinamarqueses, de manera que todos tienen noticias de los demás, o saben quién puede tenerla. Bella me presentó a un señor Grungtvig, de Tres Arroyos, que estaba de paso en Buenos Aires. Esa noche, en el Germinal, mientras oíamos tangos, Grungtvig me dijo casi todo lo que sé de Vermehren. La noche siguiente volvimos a reunirnos. Me completó los datos sobre Vermehren y vimos la madrugada, melancólicos y fraternos, conversando sobre la estéril, sobre la decorosa repugnancia que todos tenemos por las autoridades, convencidos del porvenir desesperado de la vida política en la Tierra y, en especial, en la República; pero no sentíamos como una desdicha nuestras predicciones y nuestra resignación, los tangos, que llegaban a ser Una noche de garufa, La viruta y El Caburé, nos animaban, al dinamarqués y a mí, de un secreto patriotismo común, de una indiscriminada voluntad de acción, de una jubilosa agresividad.


El domingo al atardecer llegué a Bariloche. Convine con el chofer que me llevó desde el aeródromo hasta el hotel que a la mañana siguiente iríamos a General Paz.


Salimos temprano y pasamos todo el día viajando. Le pregunté al chofer si el doctor Sayago seguía atendiendo en General Paz. El hombre no sabía nada de General Paz.


Llegamos. Bajé, cubierto de tierra y enfermo de cansancio, en la casa del médico. Me abrió la puerta el doctor Sayago; se presentó él mismo y me extendió una mano extraordinariamente pálida, húmeda y fría. Era de escasa estatura, tenía el pelo y el bigote partidos en mitades iguales, con rayas al medio y ondas paralelas. Me ofreció un horrible brebaje, que resultó ser un vino que él mismo preparaba, alabó su aparato de radio (le permitía “oír el Colón y los discursos de una cantidad de señores con puestos públicos”) y me invitó a sentarme. Cuando supo que yo era periodista y, después, que no intentaba hacerle un reportaje, perdió gradualmente la amabilidad. Lo interpelé:


—Vine a preguntarle por qué usted no quiso ir a La Adela, a dar el certificado de defunción de Lucía Vermehren.


Abrió mucho los ojos y pensé que le hubiera gustado llevarse el aparato de radio y hacerme vomitar (lo que no era difícil) su absurdo brebaje. Sin duda quería darse importancia y hablar; pero no hablar del asunto Vermehren. Su actitud era justificable: ignoraba hasta dónde podría llevarlo nuestra conversación y ninguna persona decente quiere tratos con la policía. Antes que respondiera, le expliqué:


—Elija entre hablar conmigo o con las autoridades. Si habla conmigo no va a arrepentirse. Yo hago esta investigación por mi cuenta y no pienso comunicar a nadie los resultados. Elija.


El hombre se tragó un vaso de su propio vino y pareció reanimarse.


—Bueno —exclamó triunfalmente—, si me promete discreción, hablaré. Yo examiné a la señorita Vermehren un año y medio antes de la fecha en que dicen que murió. No podía vivir más de tres meses.


—Dar el certificado —interpreté sin entusiasmo— era admitir un error profesional…


El doctor Sayago se restregó las manos.


—Si quiere verlo así —comentó— no tengo inconveniente. Pero le prevengo: después de la fecha de mi examen la señorita Vermehren no pudo vivir más de tres meses. Le concedo: cuatro meses; cinco. Ni un día más.


Regresé a General Paz esa misma noche; a la mañana siguiente tomé el avión para Buenos Aires. Durante el viaje tuve sueños; mis emociones y acaso la tenacidad del movimiento y del cansancio debieron regir esas horribles fantasías. Yo era un cadáver, y, en el sueño, el deseo de acabar el viaje era el deseo de que me enterraran. Soñé que todos mis amigos eran fantasmas de personas que se habían muerto; muy pronto morirían también como fantasmas. Un temor no especificado me impedía mirar la fotografía de Lucía Vermehren: ya no era una fotografía lo que yo miraba, lo que yo adoraba, lo que yo tocaba. Después hubo un cambio atroz; cuando volví a mirarla, aunque nunca dejé de mirarla, se me castigó por esa interrupción retrospectiva: la imagen se había borrado, quedaba un papel en blanco y supe definitivamente que Lucía Vermehren estaba muerta.


Llegamos al atardecer. Yo estaba cansado, pero ésa era mi última tarde en Buenos Aires y quería verlo a Berger Cárdenas antes de irme a Chile. Llamé por teléfono a su casa; me atendió él mismo y me dijo que no estaba; le dije que lo visitaría a la noche.


Han pasado años desde esa entrevista; sin embargo, al evocarla hoy, vuelvo a sentir el mismo arrepentimiento y el mismo asco. Berger debió quedar como un símbolo, su mero recuerdo como un incesante conjuro de esos horrores; pero tan inescrutable es el desarrollo de nuestros sentimientos que ese hombre llegó a ser el más conspicuo de mis amigos, y, me atrevo a agregar, durante las inextinguidas miserias de mi larga enfermedad, el mejor enfermero y el mejor sirviente.


Entre perros enormes, que silenciosamente surgían y volvían a desaparecer en la oscuridad, seguí a un evasivo portero, por una serie de patios irregulares y después por un jardín donde había un pabellón con una escalera exterior, y un solo árbol, que en la noche parecía infinito. Subimos la escalera, abrimos la puerta y entré en una pieza vivamente iluminada, con las paredes cubiertas de libros. Congestionado y benévolo, Berger se levantó de un horrible sillón con brazos metálicos y avanzó a recibirme.


No perdí tiempo en amabilidades. Le pregunté si Oribe había escrito algo sobre el viaje a la Patagonia.


—Sí —contestó—. Un poema. Lo conservo todavía.


Abrió un cajón atestado de papeles revueltos y sucios; hurgó ahí adentro y al rato sacó un cuaderno de tapas rojas. Se dispuso a leer.


—Yo se lo copié —declaró—. De mi puño y letra.


—No tiene importancia —dije; le saqué el cuaderno—. Descifro las peores escrituras.


El título me hizo estremecer: “Lucía Vermehren: un recuerdo”. Leí el poema y me pareció la fijación débil y perifrástica de sentimientos intensos; pero éste es un juicio posterior y confieso que esa noche solo pude expresar una confusa, aunque violenta, emoción. Una emoción, indudablemente, es una forma humildísima de crítica; sin embargo, por merecerla, el poema se distingue entre todos los de Oribe (a pesar de las férvidas intenciones de imitar a Shelley, prodigaba nuestro poeta más felicidad verbal que sinceridad). Los versos que leí tenían defectos formales y no eran siempre eufónicos: pero eran sentidos. Como no dispongo de esa calumniosa recopilación póstuma, en donde figura el poema, debo citar de memoria, y, desgraciadamente, recuerdo una de las estrofas más lánguidas. Su primer verso es pobre; las palabras “bosque”, “desierto”, “leyenda”, son valores poéticos análogos y no se refuerzan mutuamente. El segundo verso, émulo de las peores victorias de Campoamor, es indigno de Oribe. En el último la cesura no cae naturalmente; considero, por fin, que la elección de la palabra “desesperanza” no debe reputarse un acierto. La estrofa, en su conjunto (y en su miseria), quizá no delate influencias; pero alguno de sus versos trasluce, al menos me parece a mí, vestigios de Shelley; mi desmemoriado oído, sin embargo, se niega a precisarlos.


 


Descubrí una leyenda y un bosque en un desierto,

y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto.

Levántate Memoria y escribe su alabanza,

aunque Oribe caduque en la desesperanza.


 


Le pregunté a Berger si Oribe no le había contado nada de su viaje.


—Sí —dijo—. Me contó una aventura rarísima.


Berger empezó por el “misterio” del bosque de pinos, y continuó:


—Usted recordará que Oribe salió del hotel una noche, a eso de las diez, con el pretexto de pensar en un poema que estaba escribiendo. La noche era muy oscura (tan oscura, me dijo, que solo descubrió que había andado entre nieve cuando se miró las botas, en el hotel). Se dirigió como pudo al bosque de pinos. Los perros no le salieron al paso; se alegró de esto, porque los temía, aunque sabía tratarlos…


—Creo que él también tuvo perros —indagué— cuando era chico…


—Sí, me parece que le oí algo de eso… De pronto se encontró frente al edificio principal de La Adela; dijo que lo rodeó por el sur; abrió una puerta lateral y se metió al azar por esa casa desconocida; cruzó cuartos y corredores; finalmente llegó junto a una escalera de caracol, detrás de una cortina verde; subió la escalera y desde un entrepiso vio un salón inmenso donde un señor vestido de negro conversaba con tres muchachas (las primeras personas que encontró en la casa). Afirmaba que no lo vieron. En el entrepiso había dos puertas. Abrió la puerta de la derecha. Ahí estaba Lucía Vermehren.


Sentí un vértigo y murmuré:


—¿Qué más?


—Oribe señalaba dos puntos —explicó metódicamente Berger—. Primero, que al verlo, la muchacha no se asombró. Era, me repetía, como si de un modo general lo hubiera esperado. Le pedí que no repitiera, que me explicara lo que él entendía, al menos en esa frase, por modo general. Inútil. Usted sabe lo obstinado y lo desatento que podía ser. Después venía el segundo punto, o sea la docilidad virginal con que la muchacha se entregó.


Con su cara congestionada y sus ojos inexpresivos, Berger dio pormenores. Yo tuve asco: de mí, de Oribe, de Berger, del mundo. Hubiera querido abandonar todo; pero me hallaba en ese episodio como en la mitad de un sueño y tal vez entendí que no debía tomar decisiones, que en ese momento mi sentido de la responsabilidad no excedía al de un personaje soñado. Además, empecé a entrever (muy tardíamente, por cierto) una explicación de los hechos y cometí la equivocación de querer confirmarla o desecharla, de no preferir la incertidumbre. A la mañana siguiente emprendí el viaje a Santiago.


Recordé que no debía odiar a Oribe. Con insegura frialdad me pregunté si me indignaba tanto que hubiera contado la aventura porque la muchacha estaba muerta. Precisamente, la había contado por eso: porque la muchacha estaba muerta y porque la historia de su vida y el episodio de su muerte eran románticos. Trataba la realidad como una composición literaria, y debía imaginar que el valor antitético de esa anécdota era irresistible. El procedimiento era candoroso, el efecto, burdo, y pensé que no debía juzgar a Oribe con mucha severidad ya que su culpa no era la de un hombre inicuo sino la de un escritor incompetente. Lo pensé en vano. Los argumentos no abatieron mi condenable rencor.


En cuanto llegué a Antofagasta fui a ver al jefe de policía. Este funcionario no se interesó por la carta de presentación, aunque llevaba la firma autógrafa de nuestro jefe, me oyó con indiferencia y me extendió un permiso para visitar a Vermehren cada vez que yo quisiera.


Lo visité esa misma tarde. En sus ojos durísimos no advertí si me había reconocido. Le hice algunas preguntas. Empezó a insultarme, lentamente, con una voz en que las palabras, casi murmuradas, parecían contener un vendaval de odio.


Lo dejé hablar. Después le dije:


—Como usted quiera. Yo andaba en una investigación personal, sin intención de publicar los resultados. Pero me ha convencido: publico los datos que me dio el doctor Sayago y no molesto a nadie.


Me retiré en seguida y al día siguiente no aparecí en la cárcel.


Cuando volví fue casi atento. Apenas aludió a la entrevista anterior. Me dijo:


—No puedo explicar este asunto sin referirme a mi pobre hija. Por eso no quise hablar.


Confirmó la historia del médico; agregó que una noche, cuando Lucía subió a acostarse, alguna de las muchachas dijo que parecía increíble que en una vida tan cotidianamente igual como era la de ellos, pudiera introducirse un cambio: el cambio definitivo de la muerte. Después recordó la frase y, en horas de insomnio, cuando las credulidades y los propósitos son más apremiantes, decidió imponer a todos una vida escrupulosamente repetida, para que en su casa no pasara el tiempo.


Debió tomar algunas precauciones. A las personas de la casa les prohibió salir; a los de afuera, entrar. Él salía, siempre a la misma hora, a recibir las provisiones y dar las órdenes a los capataces. La vida de los que trabajaban afuera siguió como antes; huyó un peón, es verdad, pero no lo habría hecho para salvarse de una disciplina terrible, sino porque habría descubierto que ocurría algo extraño, algo que no podía entender y que por eso lo intimidaba. Adentro, como el orden siempre había sido estricto, el sistema de repeticiones se cumplió naturalmente. Nadie huyó; más aún: nadie llegó a asomarse a una ventana. Todos los días parecían el mismo. Era como si el tiempo se detuviera todas las noches; era como si viviesen en una tragedia que se interrumpiera siempre al fin del primer acto. Transcurrió así un año y medio. Él se creyó en la eternidad. Después, inesperadamente, murió Lucía. El plazo del médico había sido postergado por quince meses.


Pero en el día del velorio ocurrió un hecho revelador: una persona que nunca habría estado en la casa, pudo ir, sin indicación de nadie, hasta una determinada habitación. Vermehren solo reparó en esto cuando Oribe le dio la fotografía de Lucía; pero añadió que al encender la lámpara, su decisión ya era mirar la cara del hombre a quien iba a matar.


A los pocos días yo estaba de regreso en Buenos Aires y Vermehren había muerto en su cárcel. Se dijo (por ahora no quiero desenmascarar al autor de la infamia) que yo no era ajeno a esa muerte; que aproveché la circunstancia de no ser registrado, para llevarle el cianuro (me lo habría exigido a cambio de una confesión). Pero faltaron las consecuencias previstas por los difamadores: yo no revelé nada y la policía de Chile no se ocupó de mí.


Temo, ahora, reavivar la calumnia; se alegará que los datos que me dio el médico y la simple amenaza de publicarlos no pudieron bastarme para obtener las declaraciones de Vermehren; se pasará por alto la dificultad que yo habría tenido para conseguir un veneno en Antofagasta; se insistirá en que esta publicación es la prueba que faltaba. Yo, sin embargo, espero que el lector encuentre en mis páginas la evidencia de que no pude complicarme en el suicidio de Vermehren. Establecerla, denunciar la parte preponderante que en los hechos de General Paz tuvo el destino, y mitigar, en lo posible, una responsabilidad que oscurece la memoria de Oribe, fueron los estímulos que me permitieron ordenar, en plena enfermedad y al borde mismo de la desintegración, este relato de hechos y de pasiones concernientes a un mundo que ya no existe para mí.


 


Aquí se interrumpe el manuscrito

de Juan Luis Villafañe.


Al escribir: Aquí se interrumpe el manuscrito de Juan Luis Villafañe, he querido señalar que, a mi juicio, el relato queda inconcluso. Añadiría: deliberadamente inconcluso. Es verdad que la última frase ambiciona la pompa, el patetismo y el mal gusto de un final. Sobre todo, de un falso final. Es como si Villafañe hubiera pretendido que el tono confundiera a los lectores; que éstos, al reconocer el final, lo aceptaran, sin acordarse de que faltaban explicaciones y una buena parte del relato.


Ahora intentaré corregir esas deficiencias. Lo que agrego es una interpretación meramente personal de los hechos; pero confío que también sea lícita, ya que todas sus premisas pueden encontrarse en este documento o en los caracteres que este documento atribuye a Oribe y a Villafañe. No he callado mi conclusión con el propósito literario, o pueril, de reservar una sorpresa para las últimas páginas; he querido que el lector siguiera a Villafañe, libre de toda sugestión mía; si este epílogo le parece demasiado previsible; si, independientemente, hemos llegado a la misma conclusión, me atreveré a considerar el hecho como un indicio de que la interpretación no es injustificada.


Ante todo, veamos los dos personajes que se complementan como las figuras de un grabado. Carlos Oribe y Juan Luis Villafañe, simétricos en el destino. Pero entonces la trama parecerá demasiado simple, la simetría demasiado perfecta (no para un teorema ni para la mera realidad; para el arte).


Hablar de eminencias grises para describir a Villafañe, aunque esencialmente no tergiverse los hechos, es un error, porque los tergiversa aparentemente. Yo he dicho que Villafañe solía obrar de un modo anónimo, indirecto; que sus mejores artículos aparecieron sin firma y que más de una brillante y borrascosa discusión en el Senado fue un diálogo imaginario, un intrínseco monólogo en que Villafañe, impersonado por varios senadores, proponía y rebatía.


Con respecto a Carlos Oribe hay una cuestión que muchos prefieren ignorar; yo disiento de ellos; si nadie la discute, en detrimento de la historia se la magnificará o se la olvidará. Dejo que otros se avergüencen de sus ídolos, los despojen de sus caracteres humanos y los conviertan en personajes simbólicos, en una calle, en una fiesta escolar y en incesantes deberes para los escolares. Yo lo he conocido a Carlos Oribe; yo lo admiro —tal como era. Confieso, pues, sin rubor: Oribe ha plagiado algunas veces. Al tratar este delicado asunto, convendrá, quizá, recordar las palabras de Oribe sobre los plagios de Coleridge: ¿Era para Coleridge imprescindible copiar a Schelling? ¿Lo hacía in forma pauperis? De ningún modo. He aquí el enigma. En cuanto a Carlos Oribe, el enigma no existe; Oribe imitaba porque la riqueza de su ingenio abarcaba las artes imitativas; desaprobar, en él, la imitación, es como desaprobarla en un actor dramático.


Pero recapitulemos la historia: por la ventana del hotel, en General Paz, Oribe y Villafañe ven a lo lejos un bosque de pinos: es La Adela, una estancia en la que nadie entra y de la que nadie sale desde hace un año; Oribe manifiesta, una tarde, que no se irá de General Paz sin visitar esa estancia; a la noche, con un pretexto increíble, sale del hotel; sale también Villafañe; a la mañana siguiente muere Lucía Vermehren y se levanta la prohibición de entrar en La Adela; Oribe no quiere ir al velorio; después va y se mueve en la casa como si la conociera, después Vermehren mata a Oribe.


Mi conclusión no es imprevisible: Vermehren se ha equivocado. Antes del velorio, Oribe no entró en su casa. Quien entró en su casa fue Villafañe.


Como lo habrá notado el lector, en el relato de Villafañe se encuentran las indicaciones que imponen, en todas sus partes, esta conclusión. La intervención de Oribe (a) y de Villafañe (b) en los hechos, quedaría aclarada así:


a) Para hacer creer que entraría en la casa de Vermehren, Oribe desafía las inclemencias de esa noche patagónica. Pero ni siquiera entra en el bosque. Teme los perros; los teme aun en compañía de Villafañe.


En el día del velorio pudo ir hasta el cuarto de Vermehren porque la noche anterior Villafañe le había contado minuciosamente su visita a La Adela. Esta afirmación no es infundada. Villafañe había bebido esa noche; él mismo dice: “me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias”. Sabemos cómo eran las confidencias alcohólicas de Villafañe: las contaba con “ordenada crudeza”. Estas dos palabras aclaran todo: las confidencias fueron ordenadas: Oribe pudo llegar, en la noche del velorio, al cuarto de Vermehren (Villafañe había estado en el de Lucía; esto explica la indecisión de Oribe, entre las dos puertas del entrepiso); las confidencias fueron crudas: Villafañe sintió asco y horror al oír la apócrifa historia de Oribe: oía la verídica historia de Villafañe y de Lucía Vermehren, oía, después de la muerte de Lucía Vermehren, el mismo relato que él había pronunciado, la misma infidencia que él había cometido, obsceno por el alcohol y tal vez por la tradición de las conversaciones entre hombres, fatuo por la victoria.


Oribe aparece atribulado por la muerte de Lucía. Pero el narrador observa: “Su abatimiento era notorio, casi teatral.” En efecto, Oribe era como un buen actor, imaginaba claramente su parte, se confundía íntimamente con el personaje encarnado.


Por último: tergiversa los hechos y se apropia las experiencias ajenas. Por ejemplo:


—Desde una ventana, los dos miran la llegada de Vermehren a la tranquera; los dos miran, pero el que ve es Villafañe, porque tiene los anteojos y porque Oribe es corto de vista. Ante el patrón, Oribe declara: “Después de lo que vi, no me voy sin visitar La Adela”.


Oribe afirma que no vio nevar porque la noche estaba oscura; que no advirtió que había nevado hasta encontrarse de vuelta en el hotel y ver sus botas sucias de nieve. Nosotros afirmamos: mientras él estuvo afuera no cayó nieve; la hubiera visto: “empezó a nevar cuando salió la Luna”. Luego (otra impostura), no vio la nieve en sus botas; la vio en las de Villafañe.


No ha sido el odio lo que movió a Villafañe a presentar estos aspectos del carácter de Oribe; ha sido (también) el escrúpulo de no rehusar al lector ningún elemento útil para descubrir la verdad.


b) Villafañe salió después de Oribe, como si lo siguiera. Pero imaginar a Villafañe espiando a Oribe es absurdo. Villafañe salió para entrar en La Adela.


Estuvo con la muchacha. Cuando le dicen que una de ellas ha muerto quiere saber su nombre; después no se va del velorio hasta ver a las tres hermanas de la muerta (teme que ésta sea la que estuvo con él la noche anterior; espera que no sea); pero desde el principio ha temido lo peor, y se ingenia para que Oribe y el Delegado le consigan una fotografía (quiere guardar una reliquia); declara que aborrece ver personas muertas, porque después no puede imaginarlas vivas (con referencia a este caso la frase no tendría sentido si Villafañe no hubiera visto antes a la muchacha); pasa la noche en vela, está muy triste, está enamorado de Lucía Vermehren (no creo que una fotografía y un destino más o menos poético bastaran para enamorarlo); se refiere al relato de Oribe como a “esos horrores” y alude a su “arrepentimiento” (Villafañe solo pudo hablar de arrepentimiento si tenía alguna responsabilidad en la suerte de Oribe; solo pudo hablar de horrores, si en el relato de Oribe oyó su irrespetuoso relato de una aventura atrozmente purificada por la muerte).


Finalmente, llamo la atención del lector sobre una frase de Villafañe. Compara un episodio de la vida de Vermehren con la sorpresa final de un cuento, en que un personaje, hasta entonces considerado secundario, resulta bruscamente el protagonista. Me pregunto si Villafañe no ha dejado esa frase para que alguien la recoja e interprete, como con una clave, todo el relato.


No creo que la única interpretación de estos hechos sea la mía. Creo, simplemente, que es la única verdadera.


Faltan unas pocas palabras sobre Villafañe y sobre Lucía Vermehren. Tal vez Lucía Vermehren haya recibido a Villafañe como el ángel de la muerte que la salvaría, por fin, de esa laboriosa inmortalidad impuesta por su padre. En cuanto a Villafañe, el destino se había ensañado con él; lo convirtió en instrumento de muertes, pero no lo derrotó; nada logró derrotar su tranquila hombría, su incorruptible serenidad. Una vez dijo: “Me agrada pensar que Oribe tuvo una muerte acorde con su vida.” No dio ninguna explicación; yo creo entreverla… Agregó algo sobre “muerte propia”. En aquel tiempo todos hablábamos de muertes propias y ajenas; no había mucho que entender en la distinción. Sobre la calumnia que lo complica en el suicidio de Vermehren me atrevo a declarar que tiene un solo origen: el manuscrito del mismo Villafañe. No sugiero, sin embargo, que Villafañe haya inventado esa indefendible calumnia para que el lector la destruya y crea descubrir su inocencia.


Pero mi último recuerdo será para Carlos Oribe. Lo imagino en la noche de su partida, agitando un sombrero de paja y repitiendo este involuntario dodecasílabo:


 


¡No todos, no todos, se olviden de mí!


 


La súplica del poeta fue escuchada.






Ilustración: Georges de La Tour

miércoles, 3 de julio de 2024

Dejando la casa amarilla (Saul Bellow)






Los vecinos —eran en total seis blancos los que vivían en Sego Desert Lake— se dijeron unos a otros que la vieja Hattie ya no podía aguantar sola. La vida en el desierto, incluso con un horno de aire en la casa y el gas butano que le traían de la ciudad en un camión, seguía siendo demasiado difícil para ella. Había en el condado mujeres incluso mas viejas que Hattie. A treinta kilómetros de distancia vivía Amy Walters, la viuda del minero de oro. Era una vieja fuerte, más astuta y más dura que Hattie. Todos los días del año se daba un baño en el lago helado. Y Amy estaba loca por el dinero y sabía cómo administrarlo, al contrario que Hattie. Hattie no era exactamente una borracha, pero le daba bastante a la botella, y ahora estaba en un lío y había un límite en la ayuda que podía esperar de sus vecinos.


La apreciaban, sin embargo. No se podía evitar apreciar a Hattie. Era grande y alegre, hinchada, cómica, fanfarrona, y tenía una espalda grande y encorvada y unas piernas tiesas y bastante largas. Antes de que empezara el siglo se había graduado en una escuela de señoritas y había estudiado órgano en París. Pero ahora no distinguía una nota de una sartén. Le daban ataques cuando jugaba a la canasta. Y todo lo que le quedaba de su hermoso pelo rubio estaba quemado a lo largo de su frente en pequeños rizos grises. No tenía la frente muy arrugada, pero su piel era azulada, del color de la leche desnatada. Al andar daba pasos largos a pesar del peso de sus caderas. Se impulsaba con los hombros, la espalda encorvada, mostrando las suelas planas de goma de sus zapatos.


Una vez a la semana, alegremente también, insistente pero ausente, se quitaba la falda corta y la sucia cazadora de aviador con el cuello de lana y se ponía una faja, un vestido y zapatos de tacón. Cuando se ponía esos tacones su viejo y gordo cuerpo temblaba. Llevaba una gran gorra escocesa de color marrón con un broche de diez centavos, ladeada pero colocada con sumo cuidado.


Se hacía una línea recta con lápiz de labios en la boca, dejando parte del labio de arriba de color pálido. Al volante de su viejo coche en forma de torreta conducía, con apariencia metódica pero a una velocidad peligrosa, por sesenta kilómetros de desierto montañoso para comprar pasteles de carne congelados y whisky. Iba a la lavandería y a la peluquería, y después almorzaba con dos martinis en el Arlington. A continuación solía visitar el hotel Silverrnine de Marian Nabot en la calle Miller, cerca de los barrios bajos, y pasaba el resto del día chismorreando y bebiendo con sus amigas, viejas divorciadas como ella que se habían establecido en el oeste. Hattie ya no jugaba nunca y no le gustaba el cine. A las cinco de la tarde se volvía a casa a la misma velocidad, con calma, en parte dada por el humo del cigarrillo. El cigarrillo la hacía llorar. Los Rolfe y los Pace eran los únicos vecinos blancos que tenía en Sego Desert Lake. Estaba también 1Sarn Jervis, pero era solo un viejo ganso que le hacía algunos trabajillos en el jardín, y ella no lo contaba. Como tampoco contaba entre sus vecinos a Darly, el vaquero del rancho que trabajaba para los Pace, ni a Swede, el telegrafista. Pace tenía un rancho de vacaciones, y Rolfe y su mujer eran ricos y se habían retirado. De manera que había tres buenas casas en el lago, la casa amarilla de Hattie, la de los Pace y la de los Rolfe. Todo el resto de la población —Sarn, Swede, Watchtah, el capataz de sección, y los mexicanos y los indios y los negros— vivía en chozas y vagones. Había muy pocos árboles, álamos y bojs ancianos. Todo lo demás, hasta la orilla, era enebro y artemisa. El lago era lo que quedaba de un antiguo mar que había cubierto las montañas volcánicas. Hacia el norte había algunas minas de tungsteno; hacia el sur, a veinticinco kilómetros, había una aldea india: chozas construidas con contrachapado o traviesas del ferrocarril.


En este sitio tan árido, Hattie había vivido más de veinte años. Su primer verano lo pasó no en una casa sino en una tienda india junto a la orilla del lago. Solía decir que había mirado las estrellas desde aquel refugio casi sin techo. Después de su divorcio se lió con un vaquero llamado Wicks. Ninguno de ellos tenía dinero —era la época de la Depresión— y vivieron en el campo, cazando coyotes para subsistir. Una vez al mes iban a la ciudad, se alquilaban una habitación y se iban de juerga. Hattie contaba esto con tristeza, pero también con orgullo, y con muchos adornos. Cualquier cosa que pasaba se transformaba en algo distinto.


—Nos vimos atrapados en una tormenta —decía—, y cabalgamos duro, hacia el lago, y llamamos a la puerta de la casa amarilla. —Que ahora era su casa—. Alice Parmenter nos dejó entrar y nos permitió dormir en el suelo.


Lo que había pasado en realidad es que soplaba el viento —no había habido ninguna tormenta— y de todas formas no estaban lejos de la casa; y Alice Parmenter, que sabía que Hattie y Wicks no estaban casados, les ofreció camas separadas; pero Hattie, con aire arrogante, había dicho en voz alta:


—¿Por qué ensuciar dos juegos de sábanas?


Y ella y su vaquero habían dormido en la cama de Alice mientras ella dormía en el sofá.


Después Wicks se marchó. Nunca hubo nadie como él en la cama; lo habían criado en una casa de putas y las chicas le habían enseñado todo, según Hattie. En realidad, no entendía muy bien lo que estaba diciendo pero creía que estaba hablando a la manera del oeste. Más que nada quería que la creyeran una mujer dura y experimentada del oeste. Y sin embargo también era una dama. Tenía plata buena y porcelana buena y papel de cartas grabado, pero también guardaba judías en lata y salsa A-1 y atún y botellas de ketchup y ensalada de frutas en los estantes de la biblioteca del salón. En la mesilla de noche tenía la Biblia que le había regalado su piadoso hermano Angus —el otro hermano era un demonio—, pero detrás de la puertecita de la cómoda había una botella de bourbon. Cuando se despertaba por las noche$ bebía hasta que se volvía a dormir. En la guantera de su viejo coche tenía botellitas de muestra para las emergencias del camino. El viejo Darly las encontró después del accidente.


El accidente no se produjo muy adentro del desierto como ella siempre había temido, sino muy cerca de su casa. Una noche se había tomado unos cuantos martinis con los Rolfe, y cuando iba a casa en el coche cruzando el paso del ferrocarril perdió el control del volante y viró por encima del cruce. La explicación que dio era que había estornudado y que el estornudo la había acelerado y la hizo mover el volante. El motor se destrozó y las cuatro ruedas del coche se quedaron aplastadas sobre los raíles. Hattie salió arrastrándose por la puerta, muy lejos de la carretera. Se apoderó. de ella un gran miedo —por el coche, por el futuro y no solo por el futuro sino también por el pasado— y empezó a correr con sus cortas piernas atravesando la artemisa htacia el rancho de Pace.


Pero los Pace habían salido a cazar y habían dejado a cargo a Darly; se estaba ocupando del bar en la vieja cabaña que se remontaba a los días del pony exprés, cuando entró Hattie de sopetón. En ese momento había dos clientes, un minero y su chica.


—Ayúdenme. He tenido un accidente —dijo Hattie.


¡Cómo cambia el rostro de un hombre cuando una mujer tiene malas noticias que contarle! Eso es lo que le pasó entonces al viejo Darly; sus ojos adoptaron un aspecto desganado, movió la mandíbula hacia dentro y hacia fuera, sus arrugadas mejillas empezaron a colorearse, y dijo:


—¿Qué pasa, qué tripa se te ha roto ahora?


—Estoy atrapada en las vías. Estornudé. Perdí el control del coche. Sácame, Darly. Con la furgoneta. Antes de que llegue el tren.


Darly arrojó el trapo y dio un taconazo con sus botas de alto tacón.


—¿Qué es lo que has hecho? —dijo—. Te dije que te quedaras en casa después de anochecer.


—¿Dónde está Pace? Toca la campana y llámalo.


—No hay nadie en la finca más que yo —dijo el viejo—. Y se supone que no puedo cerrar el bar. Tú lo sabes tan bien como yo.


—Por favor, Darly. No puedo dejar mi coche encima de la vía.


—¡Mala suerte! —dijo él. Sin embargo salió de detrás de la barra—. ¿Cómo has dicho que ha pasado?


—Ya te lo he dicho, estornudé —dijo Hattie.


Todos, como después contó Hattie, estaban tan borrachos como una cuba; Darly, el minero y la chica.


Darly cojeaba mientras cerraba con llave la puerta del bar. Un año antes, una coz de una de las yeguas de Pace le había roto las costillas mientras la cargaba en el camión, y todavía no se había recuperado. Era demasiado viejo. Pero disimulaba el dolor. Las estrechas botas de tacón alto le ayudaban a ello, y su dolorosa inclinación parecía la postura encorvada normal de un vaquero. Sin embargo, Darly no era un auténtico vaquero, como Pace, que había crecido en la silla del caballo. Él había llegado tarde del este y, hasta la edad de cuarenta años, nunca había montado a caballo. A este respecto, él y Hattie eran iguales. No eran auténticos personajes del oeste.


Hattie salió corriendo detrás de él por el patio del rancho.


—¡Maldita sea! —le dijo él—. Le había sacado treinta pavos a ese primo y quién sabe lo que le habría sacado si tú te metieras en tus asuntos. Pace se va a poner como un demonio.


—Tienes que ayudarme. Somos vecinos —dijo Hattie.


—No estás preparada para vivir aquí fuera. Ya no puedes seguir así. Además, siempre estás borracha.


Hattie no podía permitirse el lujo de responderle. La idea de que su coche estuviera en medio de la vía la ponía frenética. Si ahora pasaba un tren de mercancías y lo aplastaba, su vida en Sego Desert Lake estaría acabada. ¿Y adónde iba a ir ella entonces? Le decían que no estaba preparada para vivir allí. Nunca había conseguido ningún título, solo fingía que lo había hecho. Y Darly, ¿por qué le decía cosas tan desagradables? Él mismo había cumplido sesenta y ocho años y tampoco tenía adónde ir; para colmo, Pace no lo trataba bien. Darly no se iba porque su única alternativa era marcharse al asilo de los soldados. Además, las mujeres del rancho todavía se arrastraban hasta su catre. Querían un vaquero y creían que él lo era. Vaya, ni siquiera era capaz de levantarse de su litera por las mañanas. ¿Y dónde si no iba a conseguir mujeres? «Después de la estación de trabajo fuerte en el rancho —quiso decirle ella—, siempre tienes que ir al hospital de Veteranos para que te recompongan.» Pero ahora no se atrevía a ofenderlo.


La luna estaba a punto de salir. Apareció mientras iban por el camino de tierra sin clasificar hacia el cruce donde el coche en forma de torreta de Hattie descansaba sobre los raíles. Iban muy rápido, y Darly conducía el camión salpicando tierra sobre el minero y su chica, que los habían seguido en su coche.


—Ponte detrás del volante y conduce tú —le dijo Darly a Hattie.


Ella subió al asiento. Esperando al volante, levantó el rostro y dijo:


—Por favor, Dios mío, que no haya torcido el eje ni roto el depósito del aceite.


Cuando Darly se metió debajo del parachoques del coche de Hattie, el dolor de las costillas de pronto le cortó la respiración, así que en vez de doblar la cadena del remolque la ató a todo lo largo. Se levantó y volvió corriendo al camión con las botas en la mano. El movimiento le parecía el único alivio para su dolor; ni siquiera la bebida le servía ya. Puso el camión en marcha y empezó a tirar. Uno de los lados del coche de Hattie cayó en la carretera con un estruendo de muelles. Ella se quedó sentada con la cara descompuesta, asustada y golpeada por la conciencia, dándole al motor hasta que lo ahogó.


El minero le gritó:


—La cadena es demasiado larga.


A Hattie la elevó en el aire el ruido de las ruedas. Tuvo que tirarse por la ventanilla para salir porque el tirador de la puerta llevaba años atascado por dentro. Hattie luchó para salir por el lado levantado gritando:


—Será mejor que avise a los Swede. Y tú deberías hacer señales. Va a pasar un tren.


—Venga, hazlo ya —dijo Darly—. Aquí no sirves de nada.


—Darly, ten cuidado con mi coche. Ten mucho cuidado.


En ese lugar, el antiguo lecho del mar era plano y bajo, y las luces del coche y del camión y del Chevrolet del minero eran grandes y brillaban a treinta kilómetros de distancia. Hattie estaba demasiado asustada para pensar en eso entonces. Todo lo que se le ocurría era que ella era una vieja que siempre posponía las cosas; había vivido con esos retrasos; había pensado en dejar de beber; lo había ido retrasando y ahora se había cargado el coche: aquello era un fin terrible y suponía un juicio terrible para ella. Bajó al suelo y, subiéndose la falda, empezó a pasar por encima de la cadena.


Para demostrar que no había que acortar la cadena, y para terminar con el asunto, Darly volvió a tirar del camión hacia delante. La cadena se estiró y golpeó a Hattie en la rodilla. Ella cayó de bruces y se rompió el brazo. Gritó:


—Darly, Darly, me he hecho daño. Me he caído.


—La vieja ha tropezado con la cadena —dijo el minero—. Eche para atrás y yo tiraré por usted. No está consiguiendo nada.


El minero, borracho, se tiró al suelo en la oscuridad, sobre las blandas cenizas rojas de la vía. Darly se había echado hacia atrás para aflojar la cadena.


Darly también hirió al minero. Le arrancó la piel de los dedos por echarse hacia delante antes de que la cadena estuviera asegurada. Sin quejarse, el minero se envolvió la mano en el faldón de la camisa diciendo:


—Ahora que lo haga ella.


El viejo coche bajó de la vía y se quedó plantado a un lado de la carretera.


—Ahí tienes tu maldito coche —le dijo Darly a Hattie.


—¿Está todo bien? —dijo ella. Tenía el lado izquierdo del cuerpo cubierto de tierra, pero se las arregló para ponerse de pie, jorobada y pesada, con las piernas anquilosadas—. Estoy herida, Darly —trató de convencerlo.


—Al demonio si lo estás —dijo él. Creía que ella estaba fingiendo para eludir la culpa. El dolor de las costillas lo impacientaba especialmente con ella—. Cristo, si ya no puedes cuidar de ti misma no tienes nada que hacer aquí.


—Tú también eres viejo —le dijo ella—. Mira lo que me has hecho. No aguantas la bebida.


Esto lo ofendió mucho. Le dijo:


—Te voy a llevar a casa de los Rolfe. Para empezar, son ellos los que te han dado de beber, así que será mejor que sean ellos los que se preocupen por ti. Estoy harto de tus tonterías, Hattie.


Salió corriendo colina arriba. La cadena, la pala y la palanca chocaron a los lados del camión. Ella estaba asustada, se agarraba el brazo y se quejaba. Los perros de Rolfe saltaron para lamerla cuando atravesó la verja. Ella se echó un poco hacia atrás llorando: «Abajo, abajo».


—Darly —gritó en la oscuridad—, cuida de mi coche. No lo dejes ahí en la carretera. Cuídalo, por favor.


Pero Darly, con su enorme sombrero y el gesto torcido, pequeño y avinagrado, con un dolor furioso en las costillas, se largó a gran velocidad.


—Dios, qué voy a hacer ahora —dijo ella.


Cuando Hattie abrió la puerta, los Rolfe se estaban tomando una última copa antes de la cena, sentados junto al fuego de trozos de traviesa de ferrocarril. Hattie tenía la rodilla ensangrentada, los ojos enrojecidos del susto y el rostro grisáceo por el polvo.


—Me he herido —dijo desesperada—. He tenido un accidente. Estornudé y perdí el control del volante. Jerry, ve a ver mi coche. Está en la carretera.


Le vendaron la rodilla y la llevaron a casa y la acostaron.


Helen Rolf e le envolvió el brazo en una manta eléctrica.


—No me pongáis la manta eléctrica —se quejó Hattie—. El interruptor se enciende y se apaga y cada vez que lo hace pone en marcha el generador y gasta gas.


—Ahora no es el momento de ser tacaña, Hattie —le dijo Rolfe—. Por la mañana te llevaremos a la ciudad para que te examinen. Helen telefoneará al doctor Stroud.


A Hattie le entraron ganas de decir: «¡Tacaña yo! Sois vosotros los tacaños. Yo simplemente no tengo nada. Tú y Helen estáis dispuestos a pegaros el uno al otro por cualquier cosa cuando jugáis a la canasta». Pero los Rolfe se portaban bien con ella; eran los únicos amigos que tenía allí. Darly la habría dejado tirada en el patio toda la noche y Pace la habría vendido al comerciante de huesos. Se la daría al matarife por un solo pavo.


De manera que no les contestó a los Rolfe, sino que tan pronto como se fueron de la casa amarilla, caminando bajo la clara luz de la luna y el seto de boj para dirigirse a su propia caravana, Hattie apagó el interruptor y oyó el pesado rugido del generador. Pronto empezó a sentir en el brazo un auténtico dolor, más profundo, y se quedó rígida, calentándose la parte herida con la mano. Le parecía que podía sentir cómo se le salía el hueso. Antes de marcharse, Helen Rolf e le había echado encima una manta que había pertenecido a India, la querida amiga de Hattie, de la que había heredado la casita y todo su contenido. ¿Había estado la manta en la cama de India la noche que murió? Hattie trató de recordar, pero tenía la cabeza hecha un lío. Estaba bastante segura de que la almohada del lecho de muerte estaba en la buhardilla, y le parecía a ella que había puesto la ropa de aquella cama en el baúl. Entonces, ¿de dónde había salido aquella manta? Ahora no podía hacer nada más que retirarla del contacto directo con su piel. Le mantenía calientes las piernas y eso podía aceptarlo, pero no la quería más cerca que eso.


Hattie veía cada vez más su vida como si, desde el nacimiento hasta el presente, cada momento hubiera sido filmado. Su idea era que cuando muriese vería la película en el otro mundo. Entonces sabría qué aspecto tenía por la espalda, al regar las plantas, en el cuarto de baño, dormida, tocando el órgano, besando: todo, incluso esta noche, en medio del dolor, casi el último, quizá, porque ya no podría aguantar mucho más. ¿Cuántos rincones y ángulos tenía que mostrarle todavía la vida? No podía quedar mucha película. Estar allí echada despierta y tener esas ideas era lo peor del mundo. Era mejor la muerte que el insomnio. Hattie no solo amaba el sueño, también creía en él.


 


El primer intento de poner el hueso en su sitio no tuvo éxito. «Mirad lo que me han hecho», les decía a sus visitantes, mientras les mostraba el descolorido pecho. Tras la segunda operación empezó a desvariar. Tuvieron que levantar los lados de la cama, porque en su delirio vagaba por las salas. Maldijo a las enfermeras cuando la encerraron. «No podéis encerrar a la gente así sin juicio. Estamos en una democracia, brujas.» De Wicks había aprendido a decir palabrotas. «Él sí que sabía decirlas», solía decir. «A mí se me pegó inconscientemente.» Durante varias semanas su mente no estuvo clara. Cuando estaba dormida parecía muerta; tenía las mejillas hinchadas y la boca, que ya no sonreía, estaba pequeña y redondeada. Helen suspiraba cuando la veía.


—¿Nos ponemos en contacto con su familia? —le preguntó al médico.


Tenía la piel blanca y espesa y el pelo de color castaño, un pelo abundante y muy seco. A veces les explicaba a sus amigas: «Durante la guerra tuve una enfermedad tropical».


El médico preguntó:


—¿Es que hay una familia?


—Hermanos viejos. Hijos de primos —dijo Helen.


Ella estaba tratando de pensar a quién llamarían a su lecho de muerte (era lo suficientemente vieja como para eso). Rolfe velaría por que se ocuparan de ella. Contrataría a enfermeras privadas. Hattie no podía permitirse eso. Ya había gastado más de lo que tenía. Una empresa de fideicomiso de Filadelfia le pagaba ochenta dólares al mes. Tenía también una pequeña cuenta de ahorros.


—Supongo que dependerá de nosotros sacarla del apuro —dijo Rolfe—. A menos que se presente el hermano que tiene en México. Es posible que tengamos que telefonear a uno de esos viejos.


 


Al final no hubo necesidad de llamar a ningún pariente. Hattie empezó a recuperarse. Por fin reconocía a las visitas, aunque su mente todavía estaba hecha un lío. Muchas cosas de las que habían sucedido no las recordaba.


—¿Cuánta sangre tuvieron que ponerme? —no dejaba de preguntar—. Me parece recordar cinco, seis, ocho transfusiones distintas. La luz del día, la luz artificial… —Trataba de sonreír, pero aún no era capaz de poner una cara agradable—. ¿Cómo voy a pagar? —decía—. A veinticinco pavos el litro, el poquito dinero que tengo se va a acabar enseguida. La sangre se convirtió en su tema de conversación constante, su preocupación. Se lo decía a todos los que venían a verla:


—… y tuvieron que reemplazar toda esa sangre. Me metieron litros y litros. Litros. Solo espero que fuera toda buena —Y, aunque estaba muy débil, empezó a sonreír y reír de nuevo. En su risa había más silbidos entre dientes que antes; la enfermedad le había afectado el pecho.


—Ni cigarrillos ni alcohol —le dijo el médico a Helen.


—Doctor —le preguntó ella—, ¿espera usted que cambie?


—De todas formas, es mi obligación decirlo.


—Es posible que una vida sin beber no le atraiga demasiado —dijo Helen.


Su marido se rió. Cuando Rolfe se reía fuerte uno de sus ojos se volvía ciego. Su rostro irlandés se ponía rojo; y en el puente de su pequeña y puntiaguda nariz la piel se volvía blanca.


—Hattie es como yo —dijo—. Estará en activo hasta que acabe del todo. Y si el lago Sega se volviera de whisky ella haría uso de sus últimas fuerzas para echar abajo su casa amarilla y construir con ella una balsa. Seguiría así, flotando en el whisky. ¿Para qué hablar de abstinencia?


Hattie también reconocía el parecido entre ellos. Cuando él venía a verla le decía:


—Jerry, tú eres el único al que le puedo hablar de mis problemas. ¿Qué podría hacer para conseguir dinero? Tengo el seguro de Hotchkiss. He estado pagando ocho dólares al mes.


—Eso no te servirá de mucho, Hat. ¿No tienes nada con la Cruz Azul?


—Hace diez años que no lo pago. Quizá podría vender alguna de mis propiedades.


—¿Y qué propiedades tienes? —le dijo él. Su ojo empezó a flaquear de la risa.


—Vaya —dijo ella, desafiante—, pues hay más cosas. Para empezar está la hermosa y preciosa alfombra persa que me dejó India.


—¡El carbón de la chimenea lleva quemándola años, Hat!


—La alfombra está perfectamente —dijo ella con un balanceo furioso de los hombros—. Un objeto precioso como ese nunca pierde su valor. Y la mesa de roble del monasterio español tiene trescientos años.


—Con suerte podrías sacarle veinte pavos. Te costaría cincuenta sacarla de aquí. Lo que tendrías que vender es la casa.


—¿La casa? —dijo ella. Sí, ella ya lo había pensado—.


Tendría que conseguir por ella veinte mil por lo menos.


—Ocho mil es un precio justo.


—Quince mil —ella estaba ofendida, y su voz recuperó su fuerza—. India le puso ocho mil en dos años. Y no olvides que el lago Sego es uno de los lugares más hermosos del mundo.


—Sí, pero ¿dónde está? A más de ochocientos kilómetros de San Francisco y a más de trescientos de Salt Lake City. ¿Quién quiere vivir aquí fuera más que unos cuantos excéntricos como tú, India y yo?


—Hay cosas a las que no se les puede poner precio. Cosas hermosas.


—¡Maldita sea, Hattie! Tú no distingues la basura de las cosas hermosas. No más que yo. Yo vivo aquí porque me gusta y tú porque India te dejó la casa. Y justo a tiempo, además. Sin ella no habrías tenido nada tuyo.


Sus palabras ofendieron a Hattie; más que eso, la asustaron. Se quedó en silencio y después se puso a pensar, porque ella apreciaba a Jerry Rolfe, y él a ella. Él tenía sentido común y, además, solo había dicho lo que ella ya pensaba. No dijo más que la verdad sobre la muerte de India y la casa. Pero ella se dijo a sí misma que él no lo sabía todo. Habría que pagarle a un arquitecto de San Francisco diez mil dólares solo para que pensara una casa así. Antes de que empezara a dibujar una línea.


—Jerry —le dijo la anciana—, ¿qué voy a hacer con la sangre del banco de sangre?


—¿Quieres un poco de la mía, Hat? —Su ojo empezó a cerrarse.


—No me serviría. Hace dos años que tuviste ese tumor. Me parece que Darly debería dar un poco.


—¿El viejo? —Rolfe se rió de ella—. ¿Quieres matarlo?


—¡Vaya! —dijo Hattie furiosa, alzando el redondo rostro. La fiebre y la transpiración le habían deshilachado el rizado flequillo y por detrás de su cabeza el pelo se había enredado y apelmazado de tal manera que tuvieron que afeitarlo—. Darly casi me mata. Es por su culpa por lo que estoy en este estado. Debe de tener dentro algo de sangre. Corre detrás de todas las mujeres; todas, las jóvenes y las viejas.


—Venga, tú también estabas borracha —dijo Rolfe.


—Llevo conduciendo borracha cuarenta años. Fue el estornudo. Ay, Jerry, me siento como si me hubieran retorcido


—dijo Hattie, ojerosa, echándose hacia delante en la cama.


Pero su rostro estaba hendido por su tonta risa. No era una persona que pudiera estar sin reír mucho tiempo; tenía la expresión de una superviviente perenne.


 


Un día sí y otro no iba a ver a la fisioterapeuta. La joven trabajaba el brazo por ella; lo cual era un placer y un consuelo para Hattie, a quien le habría encantado dejar toda la recuperación en sus manos. Sin embargo, le dieron otros ejercicios que hacer, y esos no eran tan fáciles. Le instalaron una polea y Hattie tenía que agarrar los dos extremos de una cuerda y balancearla hacia delante y hacia atrás por la ruedecita chirriante. Movía los brazos por encima de la cabeza y tosía por culpa del cigarrillo. Pero el ejercicio más importante de todos lo eludía. En ese tenía que apoyar la palma de la mano contra la pared al nivel de las caderas y, presionando lentamente con las puntas de los dedos, hacer que la mano subiera hasta la altura del hombro. Aquello era doloroso y muchas veces olvidaba hacerlo, aunque el médico la advirtió:


—Hattie, no querrás que aparezcan bandas inflamatorias, ¿verdad?


Un destello de desesperación cruzó la mirada de Hattie.


Entonces dijo:


—Ay, doctor Stroud, cómpreme mi casa.


—Yo soy soltero. ¿Qué iba a hacer con una casa?


—Yo conozco a una chica que le iría bien a usted: la hija de mi prima. Encantadora y muy inteligente. Acaba de obtener el doctorado.


—A usted le tienen que hacer también muchas proposiciones —le respondió el médico.


—Solo las ratas locas del desierto. Me persiguen. Pero cuando pague todas las cuentas me veré en una situación bastante mala. Ojalá pudiera devolver toda esa sangre del banco de sangre. Entonces estaría mucho más tranquila.


—Si no hace lo que le dice la terapeuta, Hattie, tendrán que operarla otra vez. ¿Sabe usted lo que son las bandas inflamatorias?


Sí que lo sabía. Pero Hattie pensó: ¿Cuánto tiempo más voy a tener que ocuparme de mí misma? Le irritaba oírlo hablar de otra operación. Tuvo un momento de pánico, pero lo disimuló. Con él, con este joven cuya piel ya era tan espesa como el suero de la leche y cuyo pelo castaño estaba tan seco como la muerte, siempre adoptaba el papel de una niña. Con una vocecita infantil le dijo:


—Sí, como todo el mundo. —Pero tenía el corazón furioso. Día y noche se repetía, sin embargo: Yo he visitado el valle de las sombras. Pero ahora estoy viva. Estaba débil, era vieja, no era capaz de seguir una idea con mucha facilidad, sentía que la cabeza le daba vueltas. Pero seguía allí; allí seguía su cuerpo, un cuerpo que llenaba un espacio, un gran cuerpo. Y aunque tenía preocupaciones y problemas, y de vez en cuando le parecía que el brazo le iba a dar la última de todas las puñaladas; y aunque su pelo era viejo y gastado, como raíces de cebolla, y revuelto como si nadara bajo el peine, se sentaba y se entretenía con las visitas; su gran sonrisa le dividía la cara; su corazón se calentaba con cada palabra amable.


Y pensó: La gente me ayudará a salir de esto. Nunca me ha sentado bien preocuparme. En el último minuto siempre ha surgido algo, cuando yo menos lo esperaba. Marian me quiere. Helen y Jerry me quieren. Half Pint me quiere. Nunca me dejarían tirada. Y yo también los quiero a ellos. Si esto les pasara a ellos, yo nunca los dejaría en la estacada.


Por encima del horizonte, en una enorme extensión que Hattie visitaba sola ocasionalmente, surgían a veces los rasgos de India, su sombra. India estaba indignada y le reñía. No era mala. No realmente. Poca gente había sido realmente mala con Hattie. Pero India está enfadada con ella.


—El jardín se está yendo al diablo, Hattie —le decía—.


Todos los setos de lilas están marchitos.


—Pero ¿qué puedo hacer yo? La manguera está podrida.


Se rompió. No alcanza ya.


—Pues entonces cava una trinchera —le decía el fantasma de India—. Haz que el viejo Sam cave una trinchera. Pero salva los setos.


¿Sigo siendo una criada?, se dijo Hattie. No, pensó, que cada uno se ocupe de lo suyo.


Pero ahora no desafiaba a India más de lo que lo había hecho cuando vivían juntas. Se suponía que Hattie tenía que mantener a India alejada de la botella, pero muchas veces las dos empezaban a emborracharse después del desayuno. Olvidaban vestirse, y en bragas vagaban las dos por la casa y se chocaban una con otra, para después desesperarse por haber sido tan débiles. Por la tarde se sentaban en el salón, esperando la puesta del sol. El sol se iba encogiendo, quemándose sobre los bordes afilados de las montañas. Cuando el sol se ocultaba, la furia de la luz del día se suavizaba y las superficies de las montañas se ponían más azules, rotas, como acantilados de carbón. A ella le recordaban caras. Por el este empezaban a aparecer estrellas y el lago parecía menos inhumano y altanero. Al final India decía: «Hattie, ha llegado la hora de encender las luces». Y Hattie tiraba de las cadenitas de las lámparas, varias de ellas, para dar un buen tirón al generador. Encendía algunas de las sofisticadas lámparas de estilo siglo XVIII cuyas pantallas salían de los cuerpos como alas de libélula. El motor del cobertizo se arrastraba, después escupía, después se cargaba con un estrépito y la primera débil luz se alzaba desigual en las bombillas.


—¡Hettie! —gritaba India.


Después de beber estaba arrepentida, pero esa penitencia también le afectaba a Hattie, y mientras peor era su humor más británico se volvía su acento.


—¿Dónde demonios estás, Hettie?


Después de su muerte, Hattie encontró algunos poemas que había escrito en los que a ella, a Hattie, la mencionaba con afecto e incluso de manera conmovedora. Aquello era algo bueno: la literatura, la educación, la clase. Pero el interés de Hattie por las ideas era muy escaso, mientras que India había viajado por todo el mundo. India estaba acostumbrada a codearse con las compañías más selectas. Pretendía hablar con ella de religión oriental, de Bergson y Proust, y Hattie no tenía cabeza para eso, de manera que India le echaba la culpa de que bebía.


—No puedo hablar contigo —le decía—. No entiendes de religión ni de cultura. Yo estoy aquí porque no puedo ir a ningún otro sitio. Ya no puedo vivir en Nueva York. Es demasiado peligroso para una mujer de mi edad vagar borracha por la calle de noche.


Y Hattie, al hablar sobre India con sus amigos del oeste, les decía:


—Es toda una dama. —Dando a entender que eran iguales—. Es una persona creativa. —Por eso era por lo que congeniaban tanto la una con la otra—. Pero está completamente desamparada. Vaya, ni siquiera sabe ponerse la faja sola.


—¡Hettie! Ven aquí. ¡Hettie! ¿Sabes lo que es la pereza?


Desvestida, India se sentaba en la cama con el cigarrillo en la mano borracha y arrugada y hacía quemaduras en las plantas. En el orgullo de Hattie dejó también muchas pequeñas heridas. La trataba como a una criada.


Llorando, India le pedía después perdón.


—Hettie, por favor no me condenes en tu corazón. Perdóname1 querida, sé que soy mala. Pero con mi maldad me hiero más a mí que a ti.


Hattie solía ponerse muy rígida. Alzaba el rostro con la nariz enrojecida y los ojos hinchados y decía:


—Yo soy cristiana. Nunca guardo rencor. —Y a fuerza de repetir eso llegaba de hecho a perdonar a India.


Pero por supuesto Hattie no tenía ni marido, ni hijos, ni habilidades ni ahorros. Y nadie sabe lo que habría hecho si India no hubiera muerto dejándole la casa amarilla.


Jerry Rolfe le dijo en privado a Marian, la amiga de Hattie, que se dedicaba a los negocios en la ciudad:


—Hattie no es capaz de hacer nada por sí sola. Si yo no hubiera estado por allí durante la tormenta de nieve del cuarenta y cuatro, tanto ella como India se habrían muerto de hambre. Siempre ha sido descuidada y perezosa y ahora ya no es capaz siquiera de echar a una vaca del patio. Está demasiado débil. Lo que tendría que hacer es irse al este con su maldito hermano. Hattie habría acabado en el asilo de los pobres si no hubiera sido por India. Pero, además de la maldita casa, India le debió de haber dejado algún dinero. No usó su maldita cabeza.


 


Cuando Hattie volvió al lago se quedó en casa de los Rolfe.


—Bueno, vieja tortuga —le dijo Jerry, ya tienes mejor aspecto.


En efecto, con los ojos alegres, el cigarrillo en la boca y el pelo recién rizado y cayéndole por la frente, parecía que había vuelto a triunfar. Estaba pálida, pero sonreía, se reía y sostenía un bourbon a la antigua con una cereza y una rodaja de naranja dentro. Estaba racionada: los Rolfe le permitían tomar dos al día. Heleo se dio cuenta de que tenía la espalda más inclinada que antes. Las rodillas las tenía hacia fuera y las apoyaba débilmente; los pies, sin embargo, los metía hacia dentro.


—Ay, queridos Heleo y Jerry, estoy tan agradecida, tan contenta de haber vuelto al lago… Ahora puedo volver a cuidar de mi casa, y estoy aquí para ver la primavera. Es más hermoso que nunca.


Mientras Hattie estuvo fuera había llovido mucho. Las lilas, que florecían únicamente si el invierno había sido húmedo, brotaban de la tierra suelta, especialmente alrededor del pozo de marga; pero incluso en el granito quemado parecían crecer. Estaba empezando a aparecer el melocotonero del desierto, y en el patio de Hattie los rosales se estaban llenando de hojas. Las rosas eran amarillas y abundantes, y el perfume que exhalaban era como el de las hojas húmedas de té.


—Antes de que empiece a hacer calor suficiente para que salgan las serpientes de cascabel —le dijo Hattie a Heleo—, deberíamos subir al rancho de Marky a buscar berros.


Hattie iba a ocuparse de muchas cosas, pero aquel año el calor llegó pronto y, como no había televisor para mantenerla despierta, se pasaba dormida la mayor parte del día. Era capaz de vestirse sola, aunque había pocas cosas más que pudiera hacer. Sam Jervis preparó la polea para ella en el porche y de vez en cuando ella se acordaba de utilizarla. Las mañanas en que tenía fuerza se acercaba a su propia casa, a examinar las cosas, sentirse importante y darle órdenes a Sam Jervis y Wanda Gingham. A los noventa, Wanda, que era una india shosone, seguía siendo una excelente costurera y limpiadora.


Hattie examinó su coche, que estaba aparcado bajo un álamo. Probó el motor. Sí, la vieja tartana todavía funcionaba. Orgullosa y contenta, escuchó el sonido de los cilindros; el viejo y seco tubo de escape se estremeció cuando el humo salió por detrás. Trató de hacer funcionar la palanca de cambios, de mover el volante. Pero eso todavía no podía hacerlo. Sin embargo, ella confiaba en que pronto podría.


En la parte trasera de la casa, el terreno se había hundido un poco por encima de la fosa séptica y unas cuantas de las viejas traviesas de ferrocarril se habían podrido encima. Aparte de eso, todo estaba bien. Sam había cuidado del jardín. Había preparado un nuevo cerrojo para la cancela después de que los caballos de Pace —quizá porque nunca pudo permitirse mantenerlos con heno— se habían metido allí y Sam los encontró pastando y los echó. Por suerte, no le habían estropeado muchas plantas. Hattie sintió por un momento una furia salvaje contra Pace. Ella estaba segura de que Pace había llevado los caballos a su casa para que comieran gratis. Pero su rabia no duró mucho. Se reabsorbió en la sensación de dorado placer que la envolvía. Ella tenía poca fuerza, pero todo lo que tenía era un placer para ella. De manera que perdonó incluso a Pace, aquel que deseaba echarla de su casa, que siempre la había utilizado, avergonzado, engañado jugando a las cartas y estafado. Todo lo que Pace hacía lo hacía por sus caballos. Estaba loco por los caballos. Lo estaban arruinando. Los caballos de carreras eran una diversión de millonario.


Hattie vio los animales a distancia, pastando sin silla, las yeguas parecían desnudas; le recordaban a mujeres desnudas que pasearan sus brillantes costados por las lilas encrespadas en el suelo. Las flores eran amarillentas, como la lana, pero fragantes; las yeguas, desnudas y tranquilas, paseaban por en medio de ellas. Su paso, su perfecta belleza, el sonido de sus cascos sobre la piedra, tocaron algo profundo en el corazón de Hattie. Todo el mundo conocía su amor por los caballos, las aves y los perros. Los perros encabezaban la lista. Y en ese momento un trozo cortado de una manta verde le recordó a Hattie a su perro Richie. La manta la había cortado ella y la había hecho tiras que había colocado bajo las puertas para que no entraran las corrientes de aire. En la casa encontró más recuerdos de él: pelos que había dejado en los muebles. Hattie iba a pedirle prestada la aspiradora a Helen, pero en realidad no había bastante corriente para que tirara como debía. En el pomo de la puerta de la habitación de India estaba colgado el collar del perro. Hattie había decidido que se iba a trasladar al lecho de India cuando le llegara la hora de morir. ¿Por qué tenía que haber dos lechos de muerte en la casa? Una mirada peligrosa se le instaló en los ojos, los labios apretados de manera imponente. «Te sigo —dijo, hablándole a India con voz interior—, así que no te preocupes.» Al final —prontoella también tendría que dejar a su vez la casa amarilla. Y, al entrar en la sala, pensando en el testamento, suspiró. Pronto tendría que pensar en eso. El abogado de India, Claiborne, le ayudaba con esas cosas. Lo había telefoneado a la ciudad, mientras estaba con Marian, y lo había hablado todo con él. Él le había prometido que trataría de vender la casa; quince mil era el precio más bajo que aceptaba ella. Si no encontraba comprador, quizá podría encontrar a un inquilino. Doscientos dólares al mes fue la renta que fijó. El hombre se echó a reír. Hattie le dirigió una de aquellas miradas orgullosas y opacas que siempre adoptaba cuando estaba enfadada. Le dijo altanera:


—¿Para el verano en Sego Lake? Me parece razonable.


—Compite usted con el rancho de Pace.


—Pues vaya, si allí la comida es asquerosa. Y además Pace engaña a la gente —dijo Hattie—. De verdad los engaña, a las cartas. Nunca me pillará usted jugando al blackjack con él.


¿Y qué iba a hacer, pensó Hattie, si Claiborne no conseguía ni alquilar ni vender la casa? Esta pregunta la apartaba de su mente con tanta frecuencia como se le ocurría. No tengo por qué ser una carga para nadie, pensaba Hattie. Muchas otras veces la cosa se ha puesto fea, pero cuando llegaba el momento de la verdad me las arreglé. De alguna manera. Pero se discutía a sí misma: ¿Cuántas veces? Cuánto tiempo? Dios: soy una vieja débil, no sirvo para nada. ¿Quién tenía derecho a poseer propiedades?


Estaba sentada en el sofá, que era muy viejo —era el de India— y tenía dos metros y medio de largo y forma de riñón, y estaba hinchado y calvo. Un rosado brillo asomaba por debajo del color verde original; los cojines tapizados recordaban a las almohadillas de las patas de los perros, porque entre ellos había matas de pelos. Aquí Hattie se recostaba, para descansar, con las rodillas muy separadas y un cigarrillo en la boca, los ojos medio cerrados pero con muy buena vista. Las montañas parecían estar no a veinticinco kilómetros sino a quinientos metros de distancia, el lago era una banda azul; y un olor parecido al de las rosas, aunque aún no estaban abiertas, ya impregnaba el aire, porque Sam las estaba regando al calor. Agradecida, Hattie gritó: «¡Sam!».


Sam era muy viejo y todo piernas. Sus pies eran enormes. La vieja chaqueta del ferrocarril la llevaba apretada en la espalda por lo jorobado que estaba. Un dedo doblado con la uña grande y ancha sobre la boca de la manguera hacía que el agua se rociara y brillara. Contento de ver a Hattie, volvió la larga mandíbula, vacía de dientes, y los grandes ojos azules, que parecían volverse hacia atrás para penetrar en sus sienes (era su rostro el que se volvía del revés, no su cuerpo) y dijo:


—Vaya, Hattie. ¿Has conseguido llegar a casa hoy? Bienvenida, Hattie.


—Toma una cerveza, Sam. Ven por la puerta de la cocina y te daré una cerveza.


Ella nunca dejaba a Sam entrar en la casa por la enfermedad de la piel que padecía. Tenía trozos pelados en la barbilla y detrás de las orejas. Hattie tenía miedo de que la infectara si la tocaba, pues había decidido que lo que tenía era impétigo. Le daba la lata de cerveza, nunca un vaso, y se ponía guantes para tocar las herramientas del jardín. Como él no aceptaba dinero de ella —Wanda Gingham cobraba un dólar al día—, Hattie hacía que Marian buscara ropas viejas para él en la ciudad y dejaba comida en la puerta del vagón con olor a humedad y leña que habitaba.


—¿Cómo tienes el ala, Hat? —le preguntó.


—Ya va sanando. Podré conducir el coche antes de que te des cuenta —le respondió ella—. Para el Primero de Mayo estaré conduciendo de nuevo. —Todas las semanas retrasaba un poco la fecha—. Para el Día de los Caídos espero volver a estar como antes —le dijo.


A mediados de junio, sin embargo, seguía sin poder conducir. Helen Rolfe le dijo:


—Hattie, Jerry y yo nos vamos a Seattle la primera semana de julio.


—Vaya, no me lo habíais dicho —dijo Hattie.


—No me digas que es la primera vez que lo oyes —dijo Helen—. Lo hemos estado diciendo desde el principio, antes de Navidad.


No era fácil para Hattie encontrarse con su mirada. Al final bajó la cabeza. Su rostro se puso muy seco, especialmente los labios.


—Bueno, no es necesario que os preocupéis por mí. Estaré bien aquí —dijo.


—¿Quién va a cuidar de ti? —dijo Jerry.


Él mismo no eludía ninguna cuestión y no toleraba que nadie eludiera las cosas. Pero, como sabía muy bien Hattie, con ella hacía todo lo posible. Pero ¿quién iba a ayudarla? No podía contar con su amigo Half Pint, realmente tampoco podía contar con Marian. Solo había tenido a los Rolfe. Helen, que trataba de ser firme, la miró y movió la cabeza tristemente sin darse cuenta, a veces asintiendo y a veces como si no estuviera de acuerdo. Hattie, con su voz interior, la insultó: Ojos de bruja. No puedo estar como ella porque soy vieja. ¿Es eso justo? Y sin embargo, ella admiraba los ojos de Helen. Hasta la piel que los rodeaba, ligeramente arrugada, pesada por debajo, era conmovedora y hermosa. Tenía una pesadez en el busto que le iba, como por acoplamiento, a la pesadez de los ojos. La cabeza, las manos y los pies debían haber pertenecido a un cuerpo más delgado. Helen, según Hattie, era lo más parecido a una hermana que tenía. Pero no tenía ningún motivo para ir a Seattle: nada verdaderamente importante. ¿Por qué demonios tenían que ir a Seattle? Era solo ociosidad, unas vacaciones. La única razón era la propia Hattie; esa era su manera de decirle que había un límite a lo que podía esperar que hicieran por ella. La nerviosa cabeza de Helen tembló, pero su decisión era firme. Sabía lo que se le estaba pasando a Hattie por la cabeza. Como Hattie, era una mujer ociosa. ¿Por qué iba a valer más su derecho a la ociosidad? ¿Por el dinero?, pensó Hattie. ¿Por la edad? ¿Porque ella tiene un marido? ¿Porque ella ha tenido una hija que ha ido a Swarthmore College? Pero entonces se le ocurrió una idea interesante. A Helen le disgustaba estar ociosa, mientras que la propia Hattie no se planteaba ningún problema por ello: una vida ociosa era todo para lo que servía. Pero para ella todo había sido cuesta arriba, porque cuando Waggoner obtuvo el divorcio no le quedó ni un centavo. Incluso tuvo que mantener a Wicks durante siete u ocho años. Menos con los caballos, Wicks no tenía sentido común. Y después había tenido que recoger toneladas de basura de India. Yo soy la elegida, se dijo Hattie. Yo sabría qué hacer con las ventajas que tiene Helen. Ella solo sufre por ellas. Y si quiere dejar de ser una mujer ociosa, ¿por qué no empieza conmigo, su vecina? La piel de Hattie, a pesar de toda su hinchazón, ardía de rabia. Les dijo a Rolfe y Helen:


—No os preocupéis. Me las arreglaré. Pero si me caigo al lago estaréis diez veces más solos que antes. Ahora me vuelvo a mi casa.


Alzó el viejo y ancho rostro y sus labios parecían los de una niña enojada. Nunca iba a retirar lo que había dicho.


Pero el problema no era un problema normal. Hattie era consciente de que divagaba, olvidaba los nombres y contestaba cuando no había hablado nadie.


—Simplemente no podemos hacernos cargo de ella —decía Rolfe—. Y lo que es más, debería estar cerca de ella un médico. Tiene siempre la pistola cargada para disparar en caso de que le ocurra algo en su casa. Pero ¿quién sabe a quién le va a disparar? Yo no me creo que fuera Jacamares el que mató a ese perro suyo.


Rolfe entró en el patio el día después de que ella se mudara a la casa amarilla de nuevo y le dijo:


—Voy a la ciudad. Puedo traerte un poco de comida si quieres.


Ella no podía permitirse rechazar su oferta, aunque estuviera enfadada, y le dijo:


—Sí, tráeme algo del mercado de la calle Mountain. Que lo apunten en mi cuenta.


Solo tenía unas pocas gambas congeladas y algunas latas de cerveza en la nevera. Cuando se marchó Rolfe puso el paquete de gambas a descongelar.


En realidad, en el oeste la gente solía ayudar a los demás. Ahora Hattie se consideraba una de las pioneras. La raza moderna había llegado más tarde. Después de todo, ella había vivido en el campo como una veterana. Wicks salía a cazar para la cena de Navidad y ella la cocinaba: venado. Los cazaba en la reserva, y si los indios lo hubieran cogido habrían tenido que pagar una barbaridad de multa.


Hacía calor, las nubes pesaban calmas en un gran cielo. El horizonte era tan ancho que en el lago debía de parecer un plato de leche. ¡Leche!, pensó Hattie. Decían que seiscientos metros más abajo, tan profundo que ningún cadáver podría recuperarse nunca, había un cuerpo que se movía con la corriente. Y había rocas como colmillos, y manantiales calientes, y en el fondo había peces incoloros que nunca se podían atrapar. Ahora que los pelícanos blancos estaban anidando, patrullaban por las rocas en busca de serpientes y otros ladrones de huevos. Eran tan grandes y volaban tan bajo que uno podía imaginar que eran ángeles. Hattie ya no visitaba la orilla del lago; la caminata la agotaba. Ahorraba sus fuerzas para ir al bar de Pace por las tardes.


Se quitó los zapatos y las medias y caminó de un extremo al otro de la casa. Del lado de la tierra vio a Wanda Gingham sentada cerca de las vías, donde su bisnieto jugaba con la suave gravilla roja. Wanda llevaba puesto un gran chal rojo y la cabeza al desnudo. Todo en ella era… Era nada, pensó Hattie; se había tomado un trago, rompiendo su propia norma. Nada más que montañas, tiradas como si fueran cuerpos de hombre; la salvia era el pelo de sus pechos.


El cálido viento trajo polvo del pozo de marga. Ese polvo blanco hacía que el cielo fuera menos azul. Al lado del agua estaban los pelícanos, puros como almas, ligeros como ángeles, bendiciendo el aire mientras volaban con sus grandes alas.


¿Debía o no decirle a Sam que hiciera algo con la enredadera de la chimenea? Los gorriones anidaban en ella, y eso a Hattie le daba alegría. Pero durante todo el verano las serpientes los perseguían y a ella le daba miedo andar por el jardín. Cuando los gorriones aterrizaban en el suelo para buscar semillas daban un salto gracioso; ponían las patas tiesas y echaban el polvo hacia atrás con los pies. Hattie se sentaba a su vieja mesa de monasterio español, observándolos en medio de la morbosa calidez del día, agarrándose las manos, con una risita triste. Los setos estaban llenos de rosas amarillas, y ahora la mitad ya estaban podridas. Los lagartos se abrían paso de sombra en sombra. El agua era suave como el aire, chillona como la seda. Las montañas sucumbieron, durmiéndose en medio del calor. Adormilada, Hattie yacía en el salón, rodeada de aquellos cojines que le seguían pareciendo patas de perro. La venció el sueño y cuando se despertó era ya medianoche. Como rto quería alarmar a los Rolfe encendiendo las luces, aprovechó la luz de la luna para comerse unas cuantas gambas descongeladas e ir al baño. Se desvistió, se metió en la cama y se acostó allí sintiendo el dolor de su brazo. Ahora se daba cuenta de cuánto echaba de menos a su perro. Todo el asunto del perro le pesaba mucho en el alma. Estuvo a punto de echarse a llorar, pensando en él, y se durmió oprimida por el secreto.


Supongo que será mejor que me tranquilice un poco, pensó Hattie, nerviosa, por la mañana. No puedo limitarme a dormir. Ella sabía cuál era su problema. Antes de plantearse cualquier cuestión seria, su mente se daba por vencida. Se dispersaba, se dividía. Se decía a sí misma: Veo las cosas brillantes, pero yo me siento borrosa. Supongo que ya no soy tan animada como era. Quizá me estoy volviendo un poco tocada de la cabeza, como mi madre. Pero no era tan vieja como había sido su madre cuando hacía aquellas cosas extrañas. A los ochenta y cinco años había que frenar a su madre para que no saliera desnuda a la calle. Todavía no estoy tan mal como eso. ¡Gracias a Dios! Sí, me metí en las salas de los hombres, pero eso fue cuando tenía fiebre, y además llevaba puesto el camisón.


Se tomó una taza de Nescafé que la confirmó en su determinación de hacer algo por sí misma. En el mundo solo tenía a su hermano Angus a quien acudir. Su hermano Will había llevado una vida dura y ahora era un viejo bebé que los volvía locos a todos. Era demasiado gruñón, pensó Hattie. Además, estaba furioso porque ella había vivido mucho tiempo con Wicks. Pero Angus la perdonaría. Sin embargo, él y su mujer no eran de su clase. Con ellos no podría beber, no podría fumar, tendría que ser prudente con lo que decía y tendría que esperar a que leyeran un capítulo de la Biblia antes del desayuno. Hattie no podía soportar tener que esperar para las comidas. Además, por fin tenía una casa de su propiedad. ¿Por qué iba a tener que dejarla? Nunca había poseído nada antes. Y ahora no le permitían disfrutar de su casa amarilla. Pero la voy a conservar, se dijo a sí misma con rebeldía. Juro ante Dios que la conservaré. Vaya, si acabo de llegar. No he tenido tiempo. Y salió al porche a trabajar con la polea y hacer algo con respecto a las bandas inflamatorias de su brazo. Ahora estaba segura de que estaban allí. ¿Qué voy a hacer? se gritó así misma. ¿Qué voy a hacer? ¿Por qué se me ocurrió ir a casa de los Rolfe aquella noche? ¿Y por qué perdí el control en el cruce? Ahora ya no podía decir «estornudé». Ni siquiera podía recordar lo que había pasado, excepto que veía las rocas y los raíles azules y torcidos y a Darly. Todo era culpa de Darly. Él mismo estaba enfermo y viejo. El era el que no podía arreglárselas solo. Le envidiaba su casa y su vida pacífica de mujer. Desde que volvió del hospital ni siquiera había ido a visitarla. Únicamente decía: «Demonios, lo siento por ella, pero fue culpa suya». Lo que más le dolía era que ella hubiera dicho que él no era capaz de beber.


 


La furia y los juramentos no servían de nada. Ella seguía siendo la misma vieja testaruda. Ahora tenía que contestar a una carta de los seguros Hotchkiss y acudir a la entrevista. Iba a telefonear a Claiborne, el abogado, pero se le olvidó. Una mañana le anunció a Helen que le parecía que iba a solicitar el ingreso en una institución de Los Angeles que se hacía cargo de los bienes de los ancianos y los administraba por ellos. Te daban unos apartamentos junto al mar, y las comidas y la atención médica estaban incluidas. Había que entregarles la mitad de las propiedades.


—Me parece justo —dijo Hattie—. Lo que hacen es una apuesta. Yo podría vivir hasta los cien años.


—No me sorprendería —dijo Helen.


Sin embargo, Hattie nunca llegó a pedir el prospecto a Los Angeles. No obstante, Jerry Rolfe se encargó de escribirle una carta a su hermano Angus sobre el estado en que ella se encontraba. Y también mantuvo una conversación con Amy Walters, la viuda del minero de oro que vivía en Fort Walters, como lo llamaba la anciana. El fuerte era un viejo edificio de hormigón alquitranado encima de la mina. El pozo hacía que no fuera necesario tener una fosa séptica. Desde la muerte de su segundo marido nadie había buscado oro allí. En un montón de piedras cerca de la carretera habían colocado un cartel rojo que decía FORT WALTERS. Detrás tenía una bandera. Allí se izaba todos los días la bandera estadounidense.


Amy estaba trabajando en el jardín; llevaba puesta una de las viejas camisas del difunto Bill. Bill había traído agua desde las montañas en un acueducto casero para que ella pudiera cultivar sus propios melocotones y verduras.


—Amy —dijo Rolfe—, Hattie ha vuelto del hospital y vive completamente sola. Tú no tienes a nadie y ella tampoco. No voy a dar muchos rodeos: ¿por qué no vivís juntas?


El rostro de Amy tenía mucha delicadeza. Sus baños invernales en el lago, sus sopas de verdura, los valses que tocaba para ella sola en el gran piano que tenía junto a la chimenea, las historias de asesinatos que leía hasta que la caída de la noche la obligaba a cerrar el libro: esa vida que llevaba la había vuelto lejana. Parecía delicada, pero no había forma de afectar su compostura, no podían tocarla. Era algo muy extraño.


—Hattie y yo tenemos costumbres distintas, Jerry —dijo Amy—. Y a Hattie no le agradaría mi compañía. No puedo beber con ella. Yo soy abstemia.


—Eso es cierto —dijo Jerry, recordando que Hattie se refería a Amy como si fuera un fantasma. No podía hablarle a Amy de la solitaria muerte que le esperaba. Hoy no había en el árido cielo ni una nube, y tampoco había ninguna sombra de muerte para Amy. Ella estaba tranquila, parecía tener un suministro continuo de una especie del fluido puro que podía alimentar su vida lentamente durante muchos años todavía.


Le dijo:


—A una mujer como Hattie le podría pasar todo tipo de cosas en la casa amarilla, y nadie se enteraría.


—Eso es cierto. No sabe cuidar de sí misma.


—No puede. Su brazo no ha sanado.


Amy no dijo que lo sintiera. En lugar de esas palabras, se hizo un silencio que podría haber significado eso. Entonces dijo:


—Yo podría ir allí algunas horas al día, pero ella tendría que pagarme.


—Venga, Amy, sabes tan bien como yo que Hattie no tiene dinero, no mucho más que su pensión. Solo la casa.


Enseguida Amy dijo, sin dejar pausa entre las palabras de él y las suyas:


—Yo la cuidaría si ella aceptara dejarme la casa a mí.


—¿Quieres decir que la dejara en tus manos? —dijo Rolfe—. ¿Para administrarla?


—No. En su testamento. Para que me perteneciera a mí.


—Vaya, Amy, ¿y qué harías tú con la casa de Hattie? —dijo Rolfe.


—Sería mi propiedad, eso es todo. La tendría yo.


—Quizá tú le podrías dejar a ella Fort Walters en tu testamento —dijo él.


—Ay, no —dijo ella—. ¿Por qué? Yo no le estoy pidiendo ayuda a Hattie. No la necesito. Hattie es una mujer de la ciudad.


 


Rolfe no podía volver a Hattie con esa propuesta. Era demasiado prudente como para mencionarle su testamento.


Pero Pace no tenía tanto cuidado con los sentimientos de Hattie. Para mediados de junio, Hattie había empezado a visitar su bar regularmente. Tenía tantas cosas en que pensar que no podía quedarse en casa. Cuando Pace entró un día del patio —había estado guardando las ruedas del camión de los caballos y se estaba limpiando la grasa de los dedos— le dijo con su brusquedad habitual:


—¿Qué te parecería que te pagara cincuenta pavos al mes durante el resto de tu vida, Hat?


Hattie tenía en la mano el segundo bourbon a la antigua del día. En el bar hacía como que estaba respetando el límite; pero ya había empezado a beber en su casa. Uno antes del almuerzo, uno durante y uno después. Empezó a sonreír, esperando que Pace hiciera una de sus bromas. Pero él llevaba el sombrero de vaquero en forma de ala tan derecho como un cuáquero, y había bajado la barbilla, señal de que hablaba en serio. Ella dijo:


—Eso sería agradable, pero ¿cuál es la trampa?


—No hay trampa —dijo él—. Esto es lo que haríamos: yo te daría quinientos dólares en efectivo y cincuenta dólares al mes durante el resto de tu vida, y tú me dejarías alojar a algunos vaqueros en la casa amarilla, y me dejarías la casa a mí en tu testamento.


—¿Qué clase de trato es ese? —dijo Hattie, cambiando de actitud—. Creía que éramos amigos.


—Es el mejor trato que vas a conseguir nunca —le dijo él. El calor era sofocante, pero hasta ahora Hattie había pensado que era agradable. Había estado soñolienta pero cómoda, preparada para empezar a disfrutar del día; pero ahora sentía que esa crueldad e injusticia habían estado esperando para atacarla, y pensó que habría preferido morir en el hospital a desilusionarse tanto. Gritó:


—Todos quieren echarme. Eres un tramposo, Pace. ¡Dios! Te conozco. Elige a otra persona. ¿Por qué tienes que cebarte conmigo? ¿Solo porque da la casualidad de que estoy aquí?


—Vaya, no, Hattie —le dijo él, tratando de ser más cuidadoso—. Era solo una oferta de negocio.


—¿Por qué no me das algo de sangre para el banco si eres tan amigo mío?


—Bueno, Hattie, de todas formas, bebes demasiado y no tendrías que haber estado conduciendo por ahí.


—Estornudé, y tú lo sabes. Todo pasó porque estornudé. Todo el mundo lo sabe. Yo no te daría mi casa. Antes se la daría a los leprosos. Tú dejarías que me llevaran y nunca me enviarías ni un centavo. Nunca le pagas a nadie. Ni siquiera puedes comprar ya al por mayor en la ciudad porque nadie se fía de ti. Estoy pasando un mal momento, eso es todo, un mal momento. Sigo diciendo que este es mi único hogar en el mundo, aquí es donde están mis amigos, y el tiempo siempre es perfecto y el lago es hermoso. Pero ahora deseo que este maldito sitio solitario se vaya al infierno. No es humano, como tampoco lo eres tú. Pero estaré aquí el día que el sheriff venga a llevarse tus caballos: ¡no te preocupes! ¡Estaré aquí bailando y aplaudiendo!


Entonces él le dijo que otra vez estaba borracha, y lo estaba, pero estaba más que eso, y aunque la cabeza le daba vueltas decidió volver a casa enseguida y ocuparse de algunas cosas que había estado postergando.


Se sentó a la mesa con bolígrafo y papel, tratando de pensar qué iba a escribir.


«Quiero que esto conste —escribió—. Podría darme de patadas en la cabeza cuando pienso cómo me ha engañado. Yo he sido su presa fácil un millón de veces. Como aquella vez que un borracho estrelló su avión a la orilla del lago. Ante el jurado él hizo que yo cargara con toda la culpa. Declaró que cuando yo trabajaba para él me había dado instrucciones de que nunca admitiera a ningún borracho. Y aquel piloto estaba muy borracho. Solo llevaba encima una camiseta y unos pantalones cortos y volaba desde Sacramento hacia Salt Lake City. En la encuesta Pace declaró que ella habia desobedecido sus instrucciones. Lo mismo hizo cuando aquella cocinera se volvió loca. Era una mujerzuela. Él nunca contrataba a personas decentes. La engañó con la cuenta del bar y me echó a mí la culpa. Ella empezó a perseguirme con un cuchillo de los grandes. Yo no le gustaba porque la criticaba por beber en el bar con el bañador blanco de una pieza, en medio de aquellos clientes rudos. Pero él me la echó encima. Y además insinuó que él le había prestado a India determinados servicios. Ella nunca le habría dejado tocarle ni un solo pelo de la ropa. Era demasiado vulgar para ella. Nunca podrá decirse de India que no fuera una dama en todos los aspectos. Él cree que es el mayor artista del momento. En realidad, solo le gustan los caballos. No tiene sobre esta casa amarilla ningún derecho que pueda demostrar, oralmente o por escrito. Quiero que esto figure con mi firma debajo. Él fue cruel con Tetas-en-conserva, su primera mujer. Y no es mejor con la encantadora mujer que tiene ahora. No sé por qué lo soporta ella. Debe de ser la desesperación.» Hattie se dijo a sí misma: Supongo que será mejor que no envíe esto.


Seguía enfadada. El corazón le latía con fuerza; los profundos latidos, como si acabase de tomar un baño caliente, le golpeaban la parte trasera de los muslos. El aire de fuera estaba lleno de partículas transparentes. Las montañas eran tan rojas como escorias de horno. Las hojas de los lirios eran varillas de abanico: salían como el pelo de Jiggs.


Siempre acababa por mirar a través de la ventana al desierto y al lago. Ellos te sacan de ti misma. Pero después de haberte sacado, ¿qué es lo que hacen contigo? Era demasiado tarde para averiguarlo. Nunca lo sabré. No estaba escrito que lo hiciera. No pertenezco a ese tipo de persona, reflexionó Hattie. Quizá eso es algo demasiado cruel para las mujeres, sean jóvenes o v1e¡as.


De manera que se puso de pie y, al levantarse, tuvo la sensación de que se había convertido poco a poco en un contenedor de sí misma. Te vuelves vieja, tu corazón, tu hígado, tus pulmones parecen ampliar su tamaño, y las paredes del cuerpo se vuelven hacia fuera, hinchándose y ganando peso, y es como si tomases la forma de una vieja jarra, con la boca cada vez más ancha. Y te llenas de lágrimas y grasa. Ni siquiera le parecía ya oler como una mujer. Su rostro, con la piel demasiado dormida, era solo algo ligeramente parecido al rostro que había sido el suyo, como una nube que ha cambiado de forma. Era un rostro y se convirtió en una bola de hielo. Se había abierto. Se había dispersado.


Yo nunca fui una sola cosa de todos modos, pensó. Nunca fui la misma. Solo era un préstamo a mí misma.


Pero aquello todavía no había acabado. De hecho ella no sabía seguro si iba a acabar alguna vez. Una solo tenía la palabra de otras personas sobre la muerte: decían que era como esto pero un poco distinto. ¿Cómo puedo saberlo yo?, se preguntó a sí misma con aire retador. La furia la había despejado durante un momento. Ahora volvía a estar borracha … Era extraño. Es extraño. Puede que siga siendo extraño. Siguió pensando: Yo solía desear la muerte mucho más de lo que la deseo ahora. Entonces no tenía nada de nada. Cambié cuando conseguí tener un techo propio sobre mi cabeza. ¿Y ahora? ¿Tengo que irme? Creí que Marian me quería, pero ella ya tiene una hermana. Y creí que Helen y Jerry nunca me abandonarían, pero lo han hecho. Y ahora Pace me ha insultado. Todos creen que no lo voy a conseguir.


Se dirigió al aparador, allí es donde guardaba la botella de bourbon. Bebía menos porque cada vez tenía que levantarse y abrir la puerta del aparador. Y, como si la estuvieran observando, se sirvió una copa y se la bebió de un trago.


La idea de que en ese vacío alguien la estaba viendo estaba relacionada con la otra idea de que desde su nacimiento hasta su muerte alguien la estaba filmando. Eso lo estaban haciendo con todos. Y después uno podía ver su vida. Era una película póstuma.


Hattie quería ver un poco ahora, y se sentó entre los cojines en forma de pata de perro de su sofá y, con las rodillas separadas y una sonrisa de anhelo y miedo, inclinó la encorvada espalda, quemó un cigarrillo en el rincón de su boca y vio algo: la iglesia de Saint-Sulpice, en París, a donde solía llevarla su profesora de órgano. Le parecía ver paredes de piedra, pero hacia arriba y hacia fuera había torres. Ella era muy joven. Sabía música. Cómo podía haber sido tan inteligente alguna vez se le escapaba. Pero sí que sabía. Era capaz de leer todas aquellas notas. El cielo estaba gris. Después de eso vio algunas cosas entretenidas que le gustaba comentarle a la gente. Se vio cuando era una joven esposa. Estaba en Aix-les-Bains con su suegra, y jugaban al bridge en un balneario con un general británico y su ayuda de cámara. En la piscina había olas artificiales. Y ella perdió su bañador porque era de una talla mayor que la suya. ¿Cómo salió de allí? Ah, entonces tú eras capaz de salir de todo.


Vio a su marido, James John Waggoner IV. Estaban aislados, bloqueados por la nieve en New Hampshire.


—Jimmy, Jimmy, ¿cómo se deshace uno de su esposa? —le preguntó—. ¿Has olvidado el amor? ¿He bebido demasiado?… ¿Te he aburrido?


Él se había vuelto a casar y tenía dos hijos. Se había cansado de ella. Y, aunque era un hombre vanidoso sin motivos para serlo —ni el aspecto, ni demasiada inteligencia, nada más porque procedía de una familia antigua de Filadelfia—, ella lo había querido. De hecho, ella también había sido esnob en lo tocante a sus parientes de Filadelfia. ¿Renunciar al apellido Waggoner? Ni hablar. Por esa razón nunca se había casado con Wicks.


—¿Qué te has creído? —le había dicho a este último—, ¿vienes sin afeitar y con la camisa sucia y llena de mugre a pedirme que me case contigo y esperas que acepte? Si quieres declararte, ve y lávate primero. —Pero la suciedad era solo un pretexto.


¿Cambiar a Waggoner por Wicks?, se volvió a preguntar con un encogimiento de hombros. No se le habría pasado por la imaginación. Wicks era un hombre excelente. Pero era un vaquero. Socialmente, no era nadie. Ni siquiera sabía leer. Pero ella seguía viéndolo todo en su película. Estaban en el cañón de Athens, en una casa parecida a una jaula, y ella le leía en voz alta El conde de Montecristo. Él no la dejaba terminar. Mientras caminaba para ‘estirar las piernas, ella leía, y él la seguía para no perder ni una palabra. Después de todo, ella lo quería mucho. ¡Qué hombre! Ahora lo veía saltar del caballo. Vivían en el campo, cazando coyotes. Era justo la segunda fase del atardecer, momentos después de que se hubiera puesto el sol. Había un animal en la trampa, y él fue a matarlo. No malgastaba balas sino que los mataba de una patada, con su bota. Y entonces Hattie vio que este coyote era completamente blanco: enseñaba los dientes con un gruñido y tenía el pescuezo blanco. «¡Wicks, es blanco! Blanco como un oso polar. No lo irás a matar, ¿verdad?» Él tiró el animal al suelo. Gruñía y gritaba. No podía escapar porque la trampa era pesada. Y Wicks lo mató. ¿Qué otra cosa podía hacer? El blanco bicho yacía muerto. El polvo de las botas de Wicks apenas se veía en su cabeza y su mandíbula. Del hocico salía sangre.


 


Y ahora en la película de Hattie salió algo que ella trató de rehuir. Era ella misma la que había matado a su perro, Richie. Porque, exactamente como le habían advertido Rolfe y Pace, era un perro malo, tenía el cerebro retorcido. Ella, como estaba siempre dispuesta a defender a todas las criaturas tontas, lo defendió cuando mordió a la mujerzuela con la que estaba viviendo Jacamares. Quizá si hubiera tenido a Richie desde que era un cachorro él no se habría vuelto contra ella. Pero cuando se lo dieron tenía ya un año y medio y no le pudo quitar los hábitos que ya había adquirido. Sin embargo, creía que solo ella era capaz de entenderle. Y Rolfe la había advertido:


—Te llevarán ante los tribunales, ¿sabes? El perro la emprenderá con alguien más listo que esa mujer de }acamares, y lo vas a pagar tú.


Hattie se vio a sí misma encogerse de hombros y contestar:


—Tonterías.


Pero qué miedo había pasado cuando el perro se tiró hacia ella. De pronto vio, por el cráneo y por los ojos, que era malvado. Le gritó: ¡Richie! ¿Y qué le había hecho ella? Nada. Él había estado todo el día echado bajo la cocina de gas y gruñendo sin querer salir. Ella trató de hacerlo salir con la escoba, y él la agarró con los dientes. Ella tiró de él, y entonces el perro soltó el palo y la mordió a ella. Ahora, como espectadora de la escena, los ojos de Hattie se abrieron, más allá de la preñada cortina y de la ola de aire del polvo de marga, la nieve del verano, esparciéndose por encima del agua. «¡Ay Dios mío! ¡Richie!» Le había agarrado el muslo con los dientes. Los dientes atravesaron la falda. Ella sintió que se iba a caer. ¿Se caería? Entonces el perro se le echaría a la garganta, y caería sobre ella la negra noche, una boca maloliente, y la sangre brotaría de su cuello y de sus destrozadas venas. El corazón se le encogió cuando los dientes le penetraron el muslo. No podía perder ni un segundo más, de modo que descolgó del clavo el hacha de hacer astillas, apretó el mango de suave madera y golpeó al perro. Descargó un solo golpe. Lo vio morir en un instante. Y entonces, por miedo y por vergüenza, escondió el cadáver. Cuando llegó la noche lo enterró en el patio. Al día siguiente acusó a Jacamares. A él le echó la culpa de la desaparición del perro.


Se levantó y se habló a sí misma en silencio, como era su costumbre. Dios, ¿qué voy a hacer? He matado. He mentido. He prestado falso testimonio. Me he estancado. ¿Y ahora qué voy a hacer? Nadie me va a ayudar. Y de pronto se decidió a hacer lo que había estado aplazando durante semanas, es decir, probar el coche, de modo que se colocó los zapatos y salió. Los lagartos corrían delante de ella sobre el sediento polvo. Abrió la caliente y ancha puerta del coche. Alzó la débil mano hasta el volante. Con la mano derecha trató de tirar hacia la izquierda con todas sus fuerzas. Entonces puso el motor en marcha y trató de salir del patio con el coche. Pero no era capaz de soltar el freno de mano con su áspero palo. Trató de meter bajo el volante la mano buena, la derecha, y apretó el pecho contra él y tiró. No, no era capaz de cambiar de marcha y conducir. Ni siquiera era capaz de llegar al freno de mano. El sudor empezó a brotar de su piel. El esfuerzo había sido excesivo. Tenía el brazo profundamente dolorido. La puerta del coche volvió a abrirse y ella le dio la espalda al volante y con las rígidas piernas colgando de la puerta se echó a llorar. ¿Qué iba a hacer ahora? Y, cuando había llorado bastante por la ruina de su vida, salió del viejo coche y volvió a la casa. Cogió el bourbon del aparador, la botella de tinta y un cuaderno, y se sentó a escribir su testamento.


«Mi testamento», escribió, sollozando. Desde la muerte de India se había preguntado innumerables veces: ¿A quién? ¿Quién heredará esto cuando yo muera? Inconscientemente había puesto a prueba a la gente para averiguar si lo merecía. Eso la hizo más severa que antes. Ahora escribió: «Yo, Harriet Simmons Waggoner, en plena posesión de mis facultades y desconociendo lo que pueda sucederme a la edad de setenta y dos años (nací en 1885), con domicilio en Sego Desert Lake, sola, doy instrucciones a mi abogado, Harold Claiborne, del tribunal de Painte County, para que redacte mi última voluntad y testamento en los siguientes términos».


En ese momento se quedó totalmente quieta para oír en su interior quién sería el afortunado, quién heredaría la casa amarilla. La casa por la que ella había esperado tanto. Sí, había esperado la muerte de India, atragantándose con su pan porque era la criada de una mujer rica y aguantando sus palizas. Pero ¿quién había hecho por ella, por Hattie, lo que ella había hecho por India? ¿Y quién, aparte de India, le había tendido nunca una mano? Amabilidad, sí. Aquí y allá la gente había sido amable. Pero la palabra que ella tenía en mente no era amabilidad, era socorro. ¿Y quién le había dado eso a ella? ¿Quién la había socorrido? Solo India. Si al menos le hubieran dado lo siguiente después del socorro, si alguien la hubiera sacudido y le hubiera dicho: «Deja de aplazar las cosas. No seas tan lenta, vieja, y actúa». Una vez más, era solo India la que le había hecho algún bien. Ella le había ofrecido su socorro.


—¡Hettie! —decía aquella máscara borracha—. ¿Sabes lo que es la pereza? ¡Maldita seas! ¡Maldita vieja lerda!


Pero yo esperaba, pensó Hattie. Yo esperaba y pensaba: La juventud es terrible, aterradora. Y esperaré lo que haga falta. ¿Y los hombres? Los hombres son crueles y fuertes. Piden cosas que yo no les puedo dar. En cuanto a los hijos, no había niños en mí, pensó Hattie. Y no es que no me hubiera encantado tenerlos, pero mi naturaleza era así. ¿Y quién puede culparme por odiarla? ¿A mi naturaleza?


Bebió de un vaso su bourbon a la antigua. No había en él ni naranja, ni hielo, ni licor amargo ni azúcar, solo el claro y punzante bourbon.


De manera que, siguió pensando, mirando el polvo acuñado por el sol y las últimas flores del rojo melocotonero salvaje, ¿me voy a tener que ir a vivir con Angus y su mujer? ¿Y tener que oír un capítulo de la Biblia antes del desayuno? ¿Una vez más en la casa, quizá no de un extraño, pero tampoco muy distinto de eso? En otras casas, en las casas de otras personas, el tener que esperar las horas de las comidas siempre había sido un suplicio para ella. Siempre lo sentía en la garganta y en el estómago. Y le volvería a pasar, hasta el mismísimo final. Pero ahora tenía que pensar en alguien a quien dejarle la casa.


Y lo primero que quería era portarse bien con su familia. Ninguno de ellos había soñado nunca que ella, Hattie, tendría nunca nada que dejarles en su testamento. Hasta hace unos pocos años había parecido desde luego que iba a morir en la miseria. De manera que ahora podía mantener la cabeza bien alta y enfrentarse al más orgulloso de ellos. Y, tal y como se le ocurrió, así alzó el rostro con la ancha nariz y los ojos victoriosos; si su pelo se había vuelto viejo como raíces de cebolla, si, por detrás, su cabeza era redonda y calva como el poste de arranque de una escalera, ¿qué le importaba a ella eso? Su corazón experimentó una especie de gloria infantil, aún no estaba cansada de ella después de setenta y dos años. Ella también había hecho algo. Haré algo bien, pensó. Ahora me parece que debería dejárselo a, a… Volvió al viejo problema. Lo había decidido muchas veces y muchas veces había cambiado de opinión. Trató de pensar: ¿Quién aprovecharía más esta casa amarilla? Era una experiencia dolorosa. Si no hubiera sido la casa sino, en vez de eso, algún objeto frágil que pudiera coger en su mano, entonces lo que habría hecho habría sido tirarlo y romperlo, y así el objeto y ella misma habrían sido destruidos para siempre. Pero era tonto tener esas ideas. ¿A quién debía dejársela? ¿A sus hermanos? No. ¿Los sobrinos? Uno de ellos era comandante de submarino. El otro era un solterón que trabajaba en el Departamento de Estado. Entonces empezó con la lista de primos. ¿Merton? Tenía una hacienda en Connecticut. ¿Ana? Tenía cara de bolsa de agua caliente. Eso le dejaba solo a Joyce, la hija huérfana de su primo Wilfred. Joyce era la heredera más probable. Hattie ya le había escrito y la había invitado al lago para Acción de Gracias dos años antes. Pero esta Joyce también era una mujer un poco rara; ya había cumplido los treinta años, bueno, sí, pero era plácida, casi gorda, y estudiosa (se había pasado diez años en Eugene, Oregón, para obtener su título universitario). En opinión de Hattie, esto era otra forma de pereza. Sin embargo, Joyce aún tenía esperanzas de casarse. ¿Con quién? No con el doctor Stroud, desde luego. Él no querría. Y a pesar de todo Joyce aún tenía unas esperanzas vagas. Hattie lo comprendía: al menos podría tener un hombre con el que discutir.


Ahora estaba más borracha que nunca desde el accidente. Volvió a rellenar el vaso. ¿Tienes ojos y no ves? ¡Despierta, dormilona!


Con las rodillas separadas se quedó sentada todo el atardecer, pensando. ¿Marian? Marian no necesitaba otra casa. ¿Half Pint? No sabría lo que hacer con ella. El siguiente era su hermano Louis. Louis había sido actor, pero ahora había fundado una iglesia para indios en el cañón de Athens. Las estrellas de Hollywood de la época muda aún le enviaban prendas de ropa interior; él las retocaba y se las ponía para subir al púlpito. A los indios les encantaba su espectáculo. Pero, cuando Billy Shawah se voló la cabeza después de aquella juerga de dos semanas, ellos echaron abajo la choza y levantaron las placas del suelo para echar al fantasma. Seguían teniendo su antigua religión. No, al hermano Louis no. Lo único que haría en la casa amarilla sería echar películas para la tribu o convertirla en guardería para los mocosos indios.


En ese momento empezó a pensar en Wicks. La última vez que tuvo noticias de él estaba al sur de Bishop, California, haciendo un poco de todo en un saloon cerca del Valle de la Muerte. No fue ella la que tuvo noticias de él sino Pace. De hecho ella no había visto a Wicks desde… —¡qué bajo había caído, entonces!— aquella época en que vendía hamburguesas en la carretera 158. Aquel pequeño negocio los mantenía a los dos. Wicks vagaba por allí y se sentaba en el último banco a enrollar cigarrillos (ella lo veía en la película). Después se pelearon. Las cosas fueron de mal en peor. Él empezó a quejarse un poco de todo. Por último protestó por la comida. Ella lo vio y lo oyó.


—Hat —le dijo él—, estoy harto de hamburguesas.


—Vaya, ¿y qué crees que como yo? —dijo ella con aquel movimiento de hombros rotundo y desafiante que ella misma reconocía como característico de su personalidad (así soy yo, pensaba). Pero él abrió la caja registradora y sacó treinta centavos. Cruzó la calle para ir al carnicero y se trajo un filete. Lo arrojó sobre la plancha.


—Fríelo —le dijo. Ella lo hizo, y lo observó mientras se lo comía, pero cuando acabó ella no pudo soportar más tiempo la rabia.


—Ahora —le dijo—, ya te has comido tu carne. Fuera. No vuelvas nunca. —Tenía siempre una pistola debajo del mostrador. La cogió, la levantó y le apuntó con ella al corazón—. Si vuelves a atravesar esa puerta, te mato —le dijo.


Ella lo veía todo ahora. Lo que no podía soportar era caer tan bajo, pensó, y ser esclava de un vaquero holgazán.


Wicks le dijo:


—No hagas eso, Hat. Supongo que me he pasado. Tienes razón.


—Nunca tendrás oportunidad de arreglarlo —le gritó ella—. ¡Fuera!


Con ese grito él desapareció, y desde entonces ella no lo había vuelto a ver.


—Wicks, cariño —dijo—. ¡Por favor! Lo siento. No me condenes en tu corazón. Yo misma me hice daño en aquel momento. Tanto como a ti. Siempre he tenido la cabeza muy dura. Nací con la cabeza dura.


Volvió a llorar, esta vez por Wicks. Era demasiado orgullosa. Una esnob. Ahora podrían haber vivido juntos en esta casa, como viejos amigos. Tan sencillo como eso.


Ella pensó: De verdad era un buen amigo.


Pero ¿qué haría Wicks con una casa como esa, solo, si es que estaba vivo y la sobrevivía? Él era demasiado áspero para camas suaves y butacas.


Y era ella la que le había dicho seriamente a India: «Yo soy cristiana. Yo no guardo rencor».


Ah, sí, pensó para sí misma. Me pillo a mí misma en falta demasiadas veces. ¿Cuánto tiempo durará esto? Hattie empezó a pensar, o a tratar de pensar, en Joyce, la hija de su prima. Joyce era como ella, una mujer sola, que ya era mayorcita, y también torpe. Probablemente nunca había follado siquiera. Mala suerte. Ella habría dado mucho, ahora, por socorrer a Joyce. Pero ahora le parecía que eso también, lo del socorro, había sido una invención. Primero una imaginaba la historia pura. Pero después venía la historia impura. Ambas historias. Ella había pagado con años de su vida, primero a una sombra, y luego a la otra.


Joyce vendría aquí a la casa. Tenía una pequeña renta y podía arreglárselas. Viviría como Hattie había vivido, sola. Aquí se pudriría, quizá empezaría a beber, y un día tras otro se levantaría, y un día tras otro se acostaría. ¿No era esto muy hermoso? Sí, pero en el fondo te quemaba. ¡Menudo vacío te quedaba dentro! Te volvía todo cenizas.


¿Cómo puedo condenar a una persona joven a esta misma vida?, se preguntó Hattie. Esta vida es para alguien como yo. Cuando era más joven no lo era. Pero ahora lo es, y encajo en ella. Solo yo encajo aquí. Esto se hizo para mi vejez, para que yo pasara mis últimos días en paz. Si no hubiera dejado que Jerry me emborrachara aquella noche… ¡Sino hubiera estornudado! Por culpa de este brazo tendré que vivir con Angus. Y se me romperá el corazón lejos de mi único hogar.


Ahora estaba muy borracha, y se dijo a sí misma: «Toma lo que te traiga Dios. Él arregla a los que no están liados. Les hace préstamos».


Reanudó su carta de instrucciones al abogado Claiborne. «En las siguientes condiciones —escribió por segunda vez—. Porque he sufrido mucho. Porque hace muy poco que recibí lo que tengo que entregar. No puedo soportarlo —la sangre borracha se le estaba subiendo a la cabeza. Pero su mano era lo suficientemente firme. Escribió—: ¡Es demasiado pronto! ¡Demasiado pronto! Porque en mi corazón no consigo querer a nadie como desearía. Como estoy abandonada y sola, y no hago ningún daño donde estoy, ¿por qué tendría que ser así? Esto me rompe el corazón. Además de todo el resto, ¿por qué tengo que preocuparme por esto, por lo que tengo que abandonar? Estoy atormentada. Incluso aunque sea por mi culpa por lo que me he colocado en esta posición. Y no estoy preparada para abandonar esto. No, todavía no. De manera que esto es lo que voy hacer: dejo estas propiedades, las tierras, la casa, el jardín y los derechos sobre el agua, a Hattie Simmons Waggoner, ¡a mí misma! Me doy cuenta de que esto está mal y equivocado. Es posible. Y sin embargo es lo único que deseo hacer, de manera que Dios se apiade de mi alma.»


¿Cómo pudo suceder aquello? Estudió lo que había escrito (finalmente reconoció que no había alternativa).


—Estoy borracha —dijo—, y no sé lo que hago. Moriré y se acabó. Como India. Tan muerta como un seto de lilas. Entonces se le ocurrió que había un principio y un medio.


Como en la última temporada. Volvió a empezar… Un principio. Después de eso, estaba el principio del medio, la mitad del medio, el final de la mitad del medio y un medio bastante tardío. En realidad, todo lo que conozco yo es el medio. El resto son solo rumores. Pero esta noche no soy capaz de dar la casa. Estoy borracha y, por tanto, la necesito. Y mañana, se prometió a sí misma, volveré a pensarlo. Lo resolveré, seguro.




Ilustración: Georges de La Tour

El perjurio de la nieve (Adolfo Bioy Casares)

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