lunes, 1 de julio de 2024

Los segadores






1

 

No diré cuál de nosotros mató a nuestro padre. Pero así como compartimos la culpa, compartimos el trabajo de enterrarlo. Puede decirse que cada uno de los tres fue el creador de una idea en la maquinaria que habíamos inventado. La máquina que debía matar a papá al final del invierno, para que la primavera nos encontrase libres del yugo de su poderosa debilidad: la terca mansedumbre de Don Pedro Espinoza a la tierra, porque lo mismo que ella lo tenía atrapado de pies y manos, él lo hacía con nosotros. Como si la sangre no fuese el lazo más débil, y él estuviese obligado a responder con solícita obediencia a esa entidad innominada que los seres humanos han decidido apodar con el llamativo y extraño nombre de tierra. De tierra es el suelo que pisamos y donde crecen los cultivos, de tierra es el hábitat donde yaceremos para la eternidad de los tiempos, como dice mi madre que lo ha escuchado decir al cura del pueblo. Pero me pregunto si puede llamarse tierra a esa mano negra de barro que se levanta de la conciencia, desgarrando las membranas del cerebro, rompiendo los huesos del cráneo y reclamando la sumisión por parte de los que encuentra a su paso. Y éstos a su vez se sienten obligados a entregar su hacienda y sus pertenencias, sus ropas y sus animales, y cuando están desnudos van en busca de sus hijos y también los entregan.

    La entidad tierra no es un espectro, es una semilla que vuela con el viento que se levanta cada tarde en los campos, toma tonalidades doradas al mediodía y se envuelve de sombras ocres por la tarde. Huele a nada cuando es joven, a rancia podredumbre cuando ha muerto. La tierra muere, también, y hemos aprendido, gracias a nuestro padre, que la tierra tiene un enemigo. No el agua, según dirían las mentes estrechas, no el viento, como pensarían los espíritus poéticos, sino el fuego.

    Nuestra madre lo supo desde siempre, ella fue el lazo conectivo entre la ciencia de Dios, que ella recibía de los curas cada domingo en cada pueblo por los que pasamos, y mi padre. Él encontró su justificación en este parentesco entre su necesidad y las razones de Dios.

     Quemar los campos para revivir la tierra. Matar los viejos vicios para que renaciesen las nuevas virtudes. En cada grano de polvo él veía una oportunidad, la semilla de una casa donde asentarse definitivamente. La lluvia y el granizo se lo impidieron, los precios de las cosechas y los grandes compradores ajustaron sus cuentas para sumarse al quiebre de mi padre. Así debo llamarlo, quiebre, desequilibrio, aunque todos en el pueblo hubiesen comenzado a llamarlo loco chiflado, y el comisario, que tantas veces le aconsejó detenerse, decía a quienes nos conocían que Don Pedro Espinoza era un delincuente.

     Por eso hoy, en esta mañana de septiembre, apenas sale el sol, subiendo y encajándose en el horizonte como una piedra más dura que una roca volcánica, nosotros tres: Raúl, Pedro y yo estamos llevando el cadáver de nuestro padre hacia el campo de girasoles. Allí, en esa última locura, porque no más que eso fue la ilusión que tuvo de cultivar girasoles luego de tantos y tan rotundos fracasos, él encontraría su morada final.

     -¿Por qué habremos recorrido tantos pueblos, si al final el viejo iba a terminar en el único lugar que quería? La tierra es la misma en todas partes.

     Mis hermanos me miraron. Raúl tenía veinte cinco años, Pedro veinte uno. Yo acababa de cumplir los dieciocho. Ninguno de los dos pareció siquiera intentar responderme. Íbamos los tres  en la cabina de la camioneta, herrumbrosa y destartalada, que tenía más de veinte años y el viejo había conseguido cuatro meses antes a cambio de los dos únicos caballos que teníamos. El parabrisas estaba trizado y parecía quebrarse un poco más en cada salto del camino. Raúl conducía, se había apropiado de la camioneta sin preguntarle a nadie. Pedro estaba a mi otro lado, mirando fijo hacia delante, con su pelo crespo y su bigote espeso, oscuros ambos. Sentí el olor a transpiración de las camisas viejas, usadas todos los días en el campo durante los últimos diez meses, sembrando las semillas de esos girasoles a los que nos dirigíamos.

     -Ahora va a tener dónde revolcarse a gusto-dijo Pedro.

     Raúl le dirigió una mirada corta antes de regresar la vista al camino y decir:

     -No quiero escuchar nada más…

     -Entonces decile a Nicanor, que fue el que habló primero.

     Yo iba a defenderme, pero Raúl me echó una mirada dura, y entonces vi en sus ojos la mirada de nuestro padre. Era el que más se parecía a él, la misma altura, la forma del cuerpo, cuadrado y de hombros anchos y brazos fuertes, los ojos verdes, casi marrones, el cabello lacio que ya comenzaba a ralear, tan precozmente como en papá, según nos había dicho la vieja. Ya de joven se había quedado calvo, dijo ella, persistiendo únicamente esa aureola de pelo firme y negro, que jamás se dio por vencida. Recuerdo haberlo visto con ese escaso pelo largo algunas veces, porque no tenía tiempo más que de arar, sembrar y cultivar durante dieciocho horas al día. Llegaba del campo muy entrada la noche, se dejaba caer en la cama y mi vieja le llevaba la comida en una fuente y le daba de comer en la boca como a un bebé. Sopa principalmente, mucho caldo caliente de verduras, gallina y puerco. Después nosotros lo oíamos levantarse de la cama; el rechinar del colchón de mis viejos era característico, cumplía las funciones de despertador en las mañanas, o nos avisaba cuando papá o mamá se levantaban a retarnos por quedarnos despiertos hablando o haciendo aquello que los adolescentes hacen cuando descubren que sus cuerpos cambian.

    Mi padre se daba un baño después de comer. Mi vieja le decía que no hacía bien, pero él lo había hecho durante cuarenta años, y aún estaba vivo, le decía. Yo alcanzaba a ver su sombra desnuda desde mi cama, sumergiéndose en la palangana grande que todos usábamos para bañarnos. Por eso digo que Raúl es tan parecido a él, hasta tiene la misma disposición del vello del pecho, la misma coloración terrosa de la piel. A veces, mi padre se quedaba dormido allí, con los brazos colgando de los bordes y la cabeza caída sobre un hombro. Entonces escuchábamos sus ronquidos y nosotros reíamos. Mi madre nos retaba por seguir despiertos.

     -Mañana tienen que madrugar-decía con un repasador en las manos, yendo luego hasta donde estaba él. Dejaba el repasador a un lado, agarraba una toalla y le secaba la cabeza, despertándolo suavemente.

    -¿Qué hora es?-preguntaba mi padre.

    -Todavía no canta el gallo-respondía ella.

     Yo me preguntaba por qué no era más precisa. Lo que papá necesitaba saber era que aún le quedaban varias horas de sueño, y uno no logra dormirse del todo si sabe que en cualquier momento cantará el gallo. Pero las mujeres, escuché decir a él en ocasiones, lo tienen todo organizado, tanto, que ni siquiera se dan cuenta de lo crueles que pueden llegar a ser.

     Yo podía entender eso aún cuando era chico, viendo a mamá trabajar de sol a sol todos los días durante años, siempre con los mismos movimientos de sus manos inquietas, jamás sentada ni siquiera para coser. Incluso los domingos mantenía una rutina que no varió más que dos o tres veces, quizá. Su silencio era a la vez alentador y agobiante. Jamás levantaba la voz para retarnos, se limitaba a decir sin pelos en la lengua lo que no le gustaba, y luego regresaba a ese silencio más esclarecedor que un golpe o que un azote en la espalda. A veces, lo habríamos preferido.

     -¿Le dijeron algo a mamá?

     -Ya sabés que estuvimos de acuerdo en no contarle. Si este pelotudo no nos traicionó…-dijo Pedro, mirándome.

      -Nicanor ya es un hombre-me defendió Raúl.-Por eso está acá. Si no, lo habríamos dejado con Clarisa y con la vieja, durmiendo.

     -A esta hora ya debe estar despierta, preguntándose a dónde nos fuimos-dijo Pedro-. Pensará que la abandonamos…

     Hubo un esbozo de sonrisa en los tres, como si esa idea fuese tan absurda que hasta el cadáver de nuestro padre podría entenderla. El cuerpo estaba en la parte trasera de la camioneta, envuelto en una manta que mamá había tejido muchos años antes. La misma con la que el viejo durmió cada noche de invierno, desnudo o en calzoncillos, pero protegido por esa lana que había conseguido después de vender la cosecha de dos hectáreas de trigo.

     Dos hectáreas, y me reí para adentro, porque eso era más de lo que había conseguido en toda su vida. Me refiero a la tierra que alguna vez fue de su propiedad y rindió frutos. Después, como tantas veces antes de que yo naciera o pudiese recordar, toda tierra que cultivó fue ajena, luego de firmar un acuerdo y un porcentaje siempre humillante con el dueño, obligado a aceptar porque tenía mujer y cuatro hijos que mantener.

     Yo pensaba en nuestra hermana menor, mientras la camioneta se tambaleaba, saltando sobre los guijarros cuando Raúl no lograba esquivarlos. Habíamos atado el cuerpo con una rienda vieja que había quedado en el galpón después de vender los caballos. Luego lo pusimos en la camioneta. Digo que pensaba en Clarisa porque al salir en la mañana antes del amanecer, pasé por delante de su cama y me pareció verla despierta. La cama de mis viejos es la única más escondida, pero nosotros cuatro dormimos en una sola habitación. Clarisa ya es una mujer, pero a ella no la intimida dormir tan cerca de nosotros. Es una chica con la cabeza bien puesta, como dice mamá. Ella va a casarse pronto. Tiene quince años pero ya el viejo había estado de acuerdo en que se juntara con Lisandro, el hijo de nuestro vecino. Una boca menos que alimentar, y nosotros tres ya podíamos mantenernos solos. Quizá eso fue lo que llevó a nuestro padre a cultivar girasoles. Estaba de moda el aceite de girasol, y comenzaba a exportarse más frecuentemente desde hacía un par de años. Clarisa se entusiasmó con la idea, y nos acompañaba todos los días, haciendo cualquier tarea, llevándonos comida, yendo y viniendo desde la casa hasta el campo por cualquier cosa. Nunca la había visto tan activa, y a veces se quedaba sentada mirándonos trabajar hasta bien entrada la noche. Luego nos acompañaba en el camino de regreso, hablando para distraernos del cansancio que sentíamos. Y a poco de llegar a casa, se adelantaba corriendo para preparar el agua que ya nuestra vieja había puesto a calentar para el baño. Cuando llegábamos, nos desnudábamos y cada uno a su turno se metía en la gran palangana, mientras el otro se secaba o se afeitaba. Hacíamos mucho ruido, pero papá, aguardando su turno en la cama, tomaba la comida que mi vieja le ofrecía. Tal vez el cansancio es también silencio; así como los músculos débiles ya no pueden alzarse, los oídos cansados dejan de escuchar o atenúan los sonidos molestos. Debía ser una bendición para mi viejo aquel ruido de risas y obscenidades desde el otro lado de la estrecha casa.

     En unos meses iba a cumplir cincuenta años, y no tenía nada. La tierra en que vivimos no es nuestra, sino de un estanciero que posee títulos de ciento doce hectáreas a la redonda. El campo de girasoles está allí, todavía florecientes y en alto, pero quién sabe por cuánto tiempo. Mañana comenzaremos a recoger la cosecha. Sé lo que dirá la vieja, pero no creo que Clarisa extrañe tanto a papá. En los últimos meses se hicieron más unidos, pero únicamente como dos desconocidos que saben que no se verán por mucho tiempo, sólo lo que duraría la temporada de los girasoles.

     Cuando ella nació, la familia había comenzado a entrar en la peor época, pero no puedo decir que las anteriores hubiesen sido menos terribles. Cuando uno es muy chico, piensa que las cosas siempre han sido así, y es feliz no extrañando lo que no se ha conocido. Pero quienes sí lo hicieron, llevan en sus caras la indeleble señal de la ofuscación y la ira. Yo crecí viendo eso en la cara de mis hermanos y mi padre. Cada uno la sobrellevaba como podía, a veces ocultándola, otras sacándose la máscara como quien expone una úlcera que no quiere cerrarse. Pedro era el más disconforme, el que más demostraba su ira. Sin embargo, cada mañana se despertaba con el canto del gallo, sin protestar, y tomaba el rumbo hacia el campo casi sin tomar más que dos mates y sin decir ni los buenos días.

     Llegamos al campo de girasoles. La camioneta no iba a entrar por el sendero entre las plantas, así que Raúl la puso de culata y bajamos. Pedro se subió atrás para desatar las cuerdas. Raúl y yo tiramos de las piernas y recogimos el cuerpo. Lo alzamos sobre los hombros como una bolsa de papas. Raúl lo sostenía de la espalda, yo de las piernas. Esa mañana al salir de casa no parecía pesar tanto. Llevaba unas pocas horas de muerto, su carne todavía estaba cálida a través de la manta. Pero el viaje hasta el campo pareció haberlo enfriado, y con el frío había aumentado el peso muerto. Quién sabe si el frío no es también algo parecido al tiempo. Igual que cada hora aplasta un poco más la corva espalda de un anciano, el frío convierte el gaseoso vaho de la carne cálida en la dura escarcha del músculo inerte destinado a petrificarse. El invierno tiene esa peculiaridad, hace persistir las formas, congela e inmortaliza la apariencia de las cosas, sean éstas el agua encharcada en una pileta abandonada o las manos de un hombre acariciando a un perro.

     Elegimos el invierno porque así su cuerpo se conservaría más tiempo, y él podría, entonces, contemplar la forma en que todo seguiría creciendo y muriendo a pesar suyo. Era una manera de decirle que las alternativas siempre estaban allí, lejos de sus manos, pero brillando como soles crueles sobre cultivos hastiados de calor y anhelantes de agua fresca. Eso somos nosotros, queríamos decirle, formas creadas por vos, viejo, bolsas de papas que un día otros cargarán, pero mientras tenemos vida, queremos ver tu cuerpo conservarse hasta que la primavera haga su tarea, su deber, un acto obligado, como si hasta la primavera tuviese miedo o resquemor o presintiese que aún tu cuerpo, mi viejo, merece conservarse un poco más como un signo de piedad y como un signo de castigo también.

     Pedro bajó y ayudó a Raúl. Ambos tomaron el sendero entre girasoles llevando sobre sus hombros la espalda de nuestro padre. Yo iba atrás, sosteniendo las piernas. El viejo no era obeso, salvo el bulto del abdomen. Sus piernas, sin embargo, parecían haber enflaquecido al envejecer. Debían ser las seis y media de la mañana. El sol estaba un cuarto por encima del horizonte. Los girasoles parecían estar girando hacia allá, aunque muchos nos miraban a nosotros, tres hombres y un muerto sobre una superficie de tierra seca, rodeados de abejas y avispas que iban y venían de las flores grandes, abiertas como pozos negros con bordes de metal dorado. La combinación de negro y amarillo me resultaba más contrastante que nunca antes. Luces conteniendo la negrura, limitándola para que absorbiese la estructura del mundo, dosificándola pero siendo servidumbre y dueña a la vez de esa oscuridad en su centro.

     Alcé la mirada hacia el sol, por un momento negro, rodeado por el borde dorado de sus rayos. Sabía que era una de esas trampas de los ojos, trucos ópticos a los que la luz tiene acostumbrados a nuestros ojos, pequeños y endebles órganos limitados en su eficacia y su sabiduría. Defensas que ellos utilizan para que la luz excelsa no se transforme en negrura permanente, ni la oscuridad se habitúe demasiado a habitarlos.

     Términos medios, eso somos, creo. Cuerpos estacionarios como el que ahora será mi padre en la tierra que aún necesita arrancarse del invierno. Todavía cubierta de cierta escarcha cubriendo las hojas y los pétalos dorados de estos girasoles que han sobrevivido al frío más crudo, como milagreros, como hacedores de fenómenos, como manos no de Dios, sino del sol creado a semejanza del todopoderoso.

     El padre Macabeo a veces intuía los resabios de la antigua idolatría pagana en los rezos, o más bien en los labios de los campesinos que iban a misa. Leía en los labios que rezaban el padrenuestro, otras palabras que él no entendía, y por eso creía saber que se trataba de los espíritus de los antiguos idólatras que permanecían en los sucesores así como permanece el color de los ojos en una misma familia generación tras generación.

     Mis hermanos se detuvieron.

    -Aquí cavaremos-dijo Raúl.

    Dejamos el cuerpo en el suelo y cada uno se frotó la cintura como si hubiésemos estado trabajando en el campo. Y eso era lo que íbamos a hacer, nada más que ni siquiera habíamos empezado todavía.

    -Andá a buscar las palas-me ordenó.

    Obedecí e hice el camino de vuelta a la camioneta. Saqué las tres palas y las cargué en hombros. Cuando regresé al claro, mis hermanos no estaban solos.

 

 

2

 

No lo había visto ni escuchado llegar, debió entrar por otro sendero. Pero la cuestión era desde cuándo nos había visto, porque después de entrar al campo de girasoles era difícil que nos hubiese descubierto desde afuera. El viejo doctor Ruiz estaba montado en su alazán negro, de pelo brillante en las ancas y los flancos, mirándonos a todos con su pose altiva, orgullosa y despectiva. La montura tenía una manta de lana a colores, muy fina, y él estaba vestido con su habitual traje color crema, pantalón metido en las botas, saco, chaleco y corbata, guantes negros y un rebenque de cuero marrón, elegante, que llevaba inscripto las iniciales de su nombre: Adalberto Ruiz.

     Era normal verlo recorrer los campos tan temprano, a veces uno se lo encontraba camino a la cosecha, de regreso a su casa luego de velar toda la noche a un enfermo. Era un buen médico, excelente en opinión de algunos. Grande de cuerpo, casi obeso, su carácter concordaba con su aspecto. Todos le temíamos a sus arranques de ira, traducidos en gestos bruscos, golpes de puertas, gritos furiosos. No le importaba hacer padecer de dolor si tenía que corregir una pierna o un brazo torcidos, si debía arrancar una astilla o suturar una herida sin anestesia. Muchas veces, y era casi siempre en realidad, no disponía de elementos en su maletín, y no era de perder el tiempo mandando a buscar lo necesario a su consultorio o trasladando al paciente. Si podía resolver el asunto allí y ahora, él lo hacía.

     Y eso nos gustaba, pero también era su forma de imponer respeto. Como ahora nos estaba mirando, yo veía venir muchos problemas.

    -¿Qué están haciendo, muchachos?-preguntó, llevándose una mano a la frente para apartarse la gorra y rascarse la cabeza de pelo blanco y corto.

    Mis hermanos se miraron, yo permanecí algo apartado con las palas al hombro. El cuerpo estaba junto a ellos en el suelo. Ruiz me miró, yo dejé caer las palas.

    -Papá murió anoche-dijo Raúl.

    Ruiz esperó que continuara, pero ese silencio había comenzado a ponerlo nervioso, se notaba en sus piernas, que golpeaban los flancos del caballo. El animal resopló, se movió inquieto, pero Ruiz lo controló.

     -¿De qué mierda están hablando? Si lo vi ayer y estaba lo más bien.

    Esta vez los tres nos miramos.

     -Estaba comiendo, doctor, y de repente se atragantó, se agarró el pecho y se cayó al suelo. La vieja le trajo ese remedio que usted le dio para el asma, pero ya estaba muerto.

     Ruiz frunció las cejas y murmuró una obscenidad que no escuché. Luego dijo en voz alta:

    -¡La puta si les creo! Me parece raro que la Clotilde no me haya mandado llamar…

    Otra pausa de ambas partes. Se oía el chillido de algunos pájaros, el zumbido de las abejas sobrevolando los girasoles. Debían ser casi las siete de la mañana. Aún estaba frío. Nosotros transpirábamos.

     -La vieja está triste, pero qué se le va a hacer…-dijo Raúl, tranquilo, como si no notase lo creciente ofuscación del doctor.

     Ruiz ya estaba del todo encabronado:

     -¿Pero vos te pensás que soy un pelotudo? Aquí pasó algo raro y me lo van a decir ahora…

     -Tenemos que enterrar al viejo, doctor-dijo Pedro.

      Ruiz lo miró asombrado. No era común ver a Pedro hablar, aunque sí era esa el tipo de respuesta que acostumbraba dar.

    -Así que los chicos Espinoza se creen mayorcitos y van a sepultar a su viejo sin cajón, sin velorio, sin certificado de defunción. En fin, sin nada.

     Se bajó del caballo y dijo:

    -¡Abran ya ese bulto y muestren lo que traen!

     Y fue al verlo desmontar que decidí hacer algo por mis hermanos. Ellos me habían defendido muchas veces, me habían protegido, y de alguna manera habían evitado que creciera, o madurase. Era su culpa que yo fuese todavía un chico, y que me tratasen como tal. Por eso agarré una pala, y aunque estaba lejos, arrojé una a mis hermanos. Raúl la atrapó en el aire, y sujetándola como una escopeta, se interpuso en el camino de Ruiz.

     El doctor se paró sorprendido. Estaba acostumbrado a salirse con la suya y hacer lo que quería, la mayoría de las veces porque lo dejaban. Esta vez no parecía esperar encontrarse con resistencia, y menos con esa clase de obstáculo. Los hermanos Espinoza estaban dispuestos a cualquier cosa, creí leer en su expresión.

     -Esto es asunto nuestro, doctor. Nadie lo ha llamado, así que no se meta-dijo Pedro.

     -Vaya a atender enfermos, doctor. Nuestro viejo ya está muerto-dijo Raúl, casi conciliador y razonable.

     Pero el doctor Ruiz era una persona importante en el pueblo. Tenía su hacienda propia, donde hacía trabajar a unos cuantos peones cultivando sus campos y criando ganado. Cultivaba vides y mandaba la cosecha a su pequeña fábrica de vinos en las afueras de La Plata. Participaba de las reuniones del pueblo, y tenía su voz y voto en el consejo vecinal. Era amigo íntimo del intendente del partido, e iba a verlo cada vez que los enfermos le daban tiempo de hacerse una escapada a la Intendencia. Nuestro pueblo se llama “Los perros”, aunque tengo entendido que no es un nombre oficial, y depende del partido de Chacomús, y acá no hay más que cincuenta habitantes establecidos, como mucho. El doctor Ruiz tiene un hijo que también estudió de médico y acababa de recibirse hacía unos meses. De vuelta en el pueblo, comenzó a ayudarlo en las visitas, para ir pasándose la clientela. Es un tipo tímido, callado, miedoso del padre, me parece.

     -No se preocupe, doctor, su hijo nos firmó el certificado de defunción.

     El doctor se echó a reír, no con sarcasmo, sino que interpretó lo que yo le dije como una broma inocente, como la que puede decir un chico que no alcanza a captar la seriedad de la situación.

    -Es verdad-insistí-. Tengo el papel en casa, abajo del colchón de mi cama.

    -Pero ustedes se piensan en serio que yo soy un viejo señil me parece… Sacá esa pala de acá…-dijo empujando a Raúl.

    Esta vez los tres nos interpusimos delante, y las tres palas formaron una estrella frente al doctor. Forcejeó un poco para no aparentar que se daba por vencido tan rápido, y dijo:

    -Así que éstas tenemos, ¿no? Ustedes hagan lo que quieran, pero yo no me muevo de aquí. Tendrán que matarme y enterrarme con el viejo, pero yo no me voy.

    Se cruzó de brazos y esperó.

     Ahora nos tenía en jaque. Yo no sé jugar al ajedrez, pero así escuché decir al mismo doctor muchas veces cuando contaba cosas en el bar del pueblo, o cuando venía a vernos cuando nos enfermábamos. Vamos a jaquear a la gripe, decía, o al empacho, según se tratara.

     -Andá buscar al doctorcito, Nicanor-me dijo Raúl-. Así se convence. Porque no creo que lo haga ni siquiera si le mostramos el papel.

    -Ahora sí están pensando, pero de todos modos esto es una mierda. Voy va a traer al comisario…

    -Por ahora no, doctor…

    Pedro habló así, sin disimular su amenaza. El doctor lo miró con miedo por primera vez. Yo me di vuelta y retomé el sendero. Subí a la camioneta y me dirigí hacia la casa de los Ruiz.

 

 

3

 

La estancia estaba a diez kilómetros al sur. Aunque tenía una ranchera y un auto para ir a la ciudad, el doctor Ruiz hacía sus visitas a caballo. Le gustaba criar y mantener su cuadrilla de alazanes, siempre bien alimentados y cuidados por el doctor Dergan, el veterinario del pueblo.

     Yo me acordaba, mientras conducía hacia la casa de los Ruiz, la expresión en la cara de joven doctor cuando los tres fuimos a hablar con él. Lo encontramos la tarde anterior en el campo, cuando hacía su caminata de después del almuerzo.

     -Buenas, doctor-había dicho Raúl.

     Bernardo Ruiz se paró en seco, sorprendido de vernos a los tres, o tal vez sobresaltado al verse apartado de sus pensamientos. Llevaba pantalón de montar, una camisa de hilo negra, una gorra verde y un cigarrillo entre los labios. Era muy joven todavía, no debía tener más de veintitrés años y se había recibido con los mejores promedios, según decían en el pueblo. Nicanor pensaba, y fue una suposición que se confirmó con lo que después sucedió, que se trataba de un  hombre demasiado dominado por la personalidad del padre. Cada vez que estaban juntos, el chico se convertía en una sombra, a veces en un títere que repetía lo que el viejo le indicaba. Sólo al encontrarlo solo lo veían más relajado, y se expandía más en su conversación. Pero cuando alguien mencionaba al padre, aunque no estuviese allí, volvía a su actitud esquiva y avergonzada. Y en ese pueblo, donde el viejo doctor Ruiz era más conocido que la yerba, era imposible que al ver al hijo no le mandasen saludos para el viejo.

    -¿Qué andan buscando, muchachos?-preguntó él.

    -A usted, doctorcito. Necesitamos que nos haga un favor.

    Pedro y yo nos apartamos un poco, simulamos conversar entre nosotros. Raúl se acercó más a Ruiz y le dijo algo al oído.

     El doctor se apartó, dejó caer el cigarrillo de la boca, se sacó la gorra y se frotó los ojos. Miró alrededor. Nos miró a Pedro y a mí. Sabía que los tres habíamos venido para apuntalarnos uno al otro. Uno solo habría sido intimidad confundida con complicidad hacia él, pero los tres constituíamos una exacta balanza entre la confianza y la amenaza. No lo habíamos ideado de esa forma, para nosotros ir juntos era nada más que una costumbre, una garantía de apoyo incondicional. Eso lo habíamos aprendido de nuestro padre, no porque él nos lo hubiese enseñado con esas palabras, sino como resultado y consecuencia de su vida, de la vida que había elegido para él y para nosotros. No había otra manera de defendernos de la destrucción en la que estaba obstinado a seguir sirviendo, como si fuese una diosa más poderosa que Dios mismo porque era tan atractiva, emitía tal aroma de mujer a pesar de las derruidas ropas y su cara extraña y siniestra, que le resultaba imposible resistirse a ella.

     Por eso, los rezos de nuestra madre, su apego a la religión, la estricta obediencia a la moral cristiana que sin embargo eran más una costumbre que una creencia, nada pudieron mellar aquella obstinación, aquel enamoramiento. Mi madre rezaba, iba a misa, cumplía con los mandamientos, tenía imágenes y estampas, se ponía una gota de agua bendita en la frente todas las noches, y hacía lo mismo con cada uno de nosotros antes de acostarnos. Pero también sonreía escondiendo los labios con una mano cuando el veterinario daba sus habituales discursos blasfemos y despotricaba contra los curas y la iglesia.

     -Lo vimos con el doctor Dergan-dijo Raúl-. Estaban con una de las putas, con la Luisa, si no me equivoco. Dejaron la puerta abierta, en un descuido, y los tres se divertían, lo pasaban bien. También, entre ustedes dos… no sé si me entiende.

    El doctor Ruiz estaba nervioso, sus manos tenían un leve temblor que intentaba ocultar sujetándose una con otra. Encendió otro cigarrillo, pero no pudo. Raúl encendió un fósforo y le acercó una llama firme.

    -No hay problema, doctor. Entre nosotros, sabemos que eso se hace de vez en cuando…

    Lo conocíamos desde chico, habíamos jugado juntos un par de veces cerca del río, habíamos pescado algunos domingos. Pero esto fue antes que lo mandaran al colegio privado y después a la universidad. Pero Raúl había entendido cómo era la relación entre el chico y su padre. Cualquier cosa, deseo o palabra que se apartase de los que el viejo Ruiz consideraba correcto, era motivo de castigo. Entonces el chico se retraía, obediente y hasta consumido por la pena de una vida propia que estaba desapareciendo.

     Él sabía ahora, como nosotros desde siempre, que el más leve rumor que llegase a los oídos de su padre, sería no sólo una catástrofe familiar, sino un ajuste más tenso y más enervante de la cadena con que lo ataba el viejo.

     -Pero fue solamente una vez…

     Raúl no contestó, decidido a negar haber escuchado aquella respuesta tan infantil de un hombre que había pasado por la universidad. Si allí enseñaban a ser tan ingenuo, era mejor quedarse en el campo y aprender sobre relaciones humanas con las bestias, las plantas y las putas. Eso fue lo que yo me dije al escuchar los balbuceos del joven doctor, hasta que sentí náuseas por su estupidez, y su cobardía.

     -Con nosotros está seguro, doctor, de eso no tiene que dudar. Somos hombres y lo entendemos. Pero si llega a saberse, si por casualidad Doña Eva se entera…

    Doña Eva era la costurera del pueblo. Su casa era como el centro del mundo para las mujeres del lugar. Allí se sabía todo, absolutamente, de lo que pasaba en el pueblo y los alrededores. Si queríamos estar seguros de algo sobre alguien, no hacía falta más que mandar a esa casa a nuestra madre o nuestra hermana para enterarnos.

    Ruiz retrocedió, mirándonos como si estuviésemos a punto de matarlo. Se adentró en el yuyal detrás de él, pero vimos su cabeza por encima de las plantas, retrocediendo por miedo a darnos la espalda.

    Pedro y yo íbamos a buscarlo, pero Raúl dijo que no hacía falta. Con sólo una palabra más de su parte, logró convencerlo para que volviera.

    -Sólo le pedimos el favor que le dije hace un rato, doctor. Una firma en un papel y todo va a ser legal.

     Esa tarde, el joven doctor Ruiz regresó con nosotros. Nuestro viejo estaba en cama desde el mediodía, cuando volvió del trabajo en el campo de girasoles sintiéndose mal. Nos sentamos los cuatro a la mesa, el doctor sacó de su maletín un fajo de papeles, nos pidió los datos del viejo para llenar el formulario y estampó su firma y sello. Levantó la vista al vaso de vino que Pedro le estaba ofreciendo. Ambas miradas eran serias, pero me pareció que escondían una sonrisa, o quizá lo imaginé. Ruiz rechazó el vaso, cerró el maletín y salió.

 

     Llegué a la estancia. Unos diez perros me recibieron, ladrando y siguiendo a la camioneta. Me estacioné frente a la entrada y pregunté al capataz por el joven doctor. Entonces vi a Ruiz asomarse por la puerta, luego salió y se acercó.

     -Su padre lo manda llamar, doctor.

     Puso una expresión de enorme pena, casi pude verlo llorar allí mismo, bajo el sol matutino y frente a su capataz. Pero no lo hizo, sólo se subió a la camioneta y me miró como un chico avergonzado.

     -¿Qué pasó?

    -Nada, doctor. Su padre quiere confirmar que usted haya firmado el certificado. No nos cree. Está en el campo de girasoles…

    -¿Cómo en el campo, y por qué esta ahí con ustedes?

    No quise explicarle más; conociéndolo, lo creí capaz de bajarse y escapar a esconderse.

     Cuando llegamos, vi cómo cambiaba su expresión del miedo más irracional a un absoluto asombro al ver el bulto con el cuerpo y las palas en las manos de mis hermanos, que ya habían cavado más de la mitad de la fosa.

     -Por fin- dijo el viejo Ruiz-. Estos delincuentes quieren enterrar al padre sin ataúd. No me sorprendería que lo hayan matado.

     El viejo agarró a su hijo del brazo y le palmeó la espalda, haciendo ver el orgullo que sentía por su excelente hijo, a nosotros, los desagradecidos, los descastados hijos de mala madre.

    -Dicen que firmaste el certificado de defunción- se rió mientras lo decía.

     Pero el joven Ruiz no compartió su risa. Ese universitario que era médico y había visto en la facultad muerte y cadáveres, parecía un chico de cinco años paralizado por la inminente amenaza que veía llegar de su padre. Entonces el viejo cambió su risa de complacencia y burla por un gesto de desaprobación absoluta. Pero antes de condenar, se ofreció dudar por un instante.

    -¿No lo hiciste, no es cierto?

    Bernardo Ruiz bajó la vista a la tierra removida. Sus pies parecían buscar apoyo firme sobre la irregularidad del terreno, pero no lo hallaban. De pronto el viejo le dio una bofetada y el chico se tambaleó. Pareció estar a punto de caer en la fosa, pero por suerte no lo hizo. Yo sentí lástima por él. Debería matarlo, me dije; deberías deshacerte del viejo, le habría dicho de haberme atrevido. Pero el doctor Ruiz también me intimidaba, y era un problema que todavía estaba lejos de ser resuelto.

     -¿Cómo pudiste, sin consultarme? ¡Pedazo de pelotudo!- volvió a pegarle y lo sacudió de un hombro-. ¡Contestáme!

    -Fue anoche, papá. Yo volvía del pueblo con Dergan…

    -Sí, del putero, como todas las noches, y borracho además.

     El viejo se cruzó de brazos y lo escuchó con arrogancia y desprecio.

     -Pasé cerca de la casa de los Espinoza, estaban todas las luces prendidas, como cuando hay velatorio. Me fui derecho allí para preguntar si pasaba algo, y me dijeron que Don Pedro había muerto mientras cenaban. Me llevaron a donde estaba el cuerpo y comprobé la muerte. No había señales de violencia ni nada parecido, papá. La cara todavía estaba algo morada, y me di cuenta que había sido que una ataque cardíaco. Entonces fui a casa, vos ya estabas durmiendo, no quise despertarte por un trámite de rutina. Agarré los papeles y se los llevé firmados.

    -¡¿Pero si estabas en pedo cómo podés estar seguro, pedazo de mierda?!

     Volvió a sacudirlo de un hombro y finalmente lo dejó en paz. Bernardo Ruiz ni siquiera intentó levantar la vista otra vez. El padre nos dirigió una mirada como si nos disparase.

     -Así que ganaron esta, pero no voy a dejar de insistir para que lo entierren como es debido. No sé que les está pasando por la cabeza a ustedes, y ni siquiera me importa por qué lo hacen. Pero esto no está bien, y me voy a encargar de traer al comisario. Ahora que está mi hijo, no pensarán matarnos a los dos para evitarlo, supongo. ¡Vamos!- le dijo al chico. Volvió a montar y le dijo que subiera al alazán con él. El joven lo hizo a regañadientes y los vimos partir a trote rápido.

     Mis hermanos seguían con las palas apoyadas en la tierra, luego me alcanzaron la tercera y comencé a cavar con ellos. No dijeron nada, yo esperaba que sonrieran, por lo menos; sentía que habíamos obtenido un triunfo soberbio sobre el viejo engreído. Pero entonces vi el bulto justo junto a mis pies, y supe que todo recién empezaba. Supe que la risa es tan efímera como la vida de un hombre, que la tierra en donde intentábamos penetrar era no una puta que cada noche del mundo hacía remilgos de virgen ingenua, que todo hombre debe llorar para arrancarse su olor y rogar toda la vida para disminuir la cuota de intensa pena cuando regrese a ella.

     Cuando terminamos, el cuerpo de nuestro padre yacía bajo dos metros de tierra húmeda, todavía fría de la mañana. Dimos varios golpes de pala para aplastar la tierra. Luego regresamos por el sendero hasta la camioneta. Allí estaba, sentado en la cajuela, el joven doctor Ruiz.

    -No pude irme con él –nos dijo-. Me quedé a mirarlos cavar. Ustedes parecían tres ángeles segadores fuertes y sucios, con las camisas abiertas, manejando sus guadañas en la cosecha. Sólo esperé escucharlos silbar mientras trabajaban, pero no lo hicieron. Habría sido un detalle interesante, sin duda.

     El joven doctor Ruiz se fue del pueblo pocos días después. Supimos que discutió con su padre a los gritos durante dos noches, después ya no se lo vio más. Algunos dijeron que se había ido a ejercer a Buenos Aires.

     Pero el viejo Ruiz decidió hacernos la vida imposible.

 

 

4

 

Eran casi las nueve de la mañana cuando volvimos a casa. Regresamos en completo silencio. En medio de mis hermanos, e igual que ellos, mantuve la vista fija en el camino. La tierra se levantaba a los costados de la camioneta y el polvo entraba por las ventanillas rotas. Aunque el invierno terminaba, nosotros teníamos las camisas empapadas en las axilas y la espalda, el polvo se nos metía en los ojos y lo sentíamos pegarse en nuestros cuerpos como si quisiese llevarnos antes de tiempo. Ya que han estado escarbando en mi vientre, parecía decirnos, vayan sintiendo el sabor de mi lengua. La tierra tiene su aliado, el viento. El viento es el arquitecto y las manos de la tierra, forma y conduce los instrumentos que invaden los ínfimos recovecos del mundo. Tuve miedo, porque sentí en mis propias manos algo más que el olor de la tierra que habíamos estado removiendo. Percibí el olor de los deshechos con que alguna vez habían abonado el campo de girasoles.

     ¿Por qué llevamos a mi padre allí? Era su último sueño de loco, su postrero delirio de fracasado. El más importante esfuerzo, quizá, por continuar fiel a sí mismo. Si todo lo que había intentado antes, los cultivos inundados en Santa Fe, la cosecha perdida por el temporal en Junín, el incendio en el campo del sur de Córdoba, fue un continuo golpearse contra un muro invisible en pleno llano, el campo de girasoles sería, entonces, su canto del cisne. Él no lo habría pensado así, con esa figura retórica que yo utilizo ahora, porque no tenía la educación para crearla, pero si la sensibilidad para formar y hacer germinar la semilla de su nacimiento. Porque un acto nace, no se inventa ni se programa, simplemente nace de una voluntad espontánea. Tan íntima e incierta como la voluntad de Dios al crear el primer átomo de la vida.

     El padre Macabeo decía que nuestro padre era un irresponsable con su familia y un pecador para la ley de Dios. Lo que a él le molestaba era que no concurriese a su iglesia los domingos. La fama y el ascenso en la iglesia dependen de la cantidad de feligreses, supongo, y los que faltaban a misa debían ser asustados y amenazados con el fuego del infierno, para que así volviesen al camino correcto, que era el camino del pueblo que terminaba en la calle donde estaba la capilla y la feligresía. 

    Recuerdo cuando llegamos a Los perros luego de haber recorrido más de veinte pueblos y tres provincias. Yo apenas recordaba la mitad de todos, porque en aquellos donde mis padres y mis hermanos intentaron asentarse, fueron anteriores a mi nacimiento. De cualquier modo, alcancé a ver el abatimiento de mi padre, la abrupta caída de su ánimo antes siempre firme. Vi el silencio dominándolo día a día, haciendo de su cara una mueca curtida por el sol, de su cabello una cáscara que poco a poco se iba cayendo, de sus piernas un par de postes flacos y astillados. El día que llegamos con la carreta, porque entonces no teníamos siquiera una camioneta, entramos a la casucha abandonada que olía a bosta de caballo y perros muertos. Una semana después, nuestra madre había logrado limpiar lo suficiente para poder dormir, y nuestro padre, luego de cortar el yuyal de los alrededores, se había ido a explorar el campo que pensaba cultivar.  

     Durante dos meses, lo vi ir todas las mañanas y regresar al mediodía para sentarse en un tronco cortado frente a la casa. Se arremangaba los pantalones y yo podía ver sus piernas flacas, que no mucho tiempo antes eran gruesas y fuertes. Él no sabía que lo estaba mirando, sacaba del bolsillo de la camisa una pipa rústica que había encontrado tirada en el suelo una vez y la encendió con la llama que obtuvo frotando un fósforo contra la corteza del tronco viejo.

     Yo tenía nueve años, y fue la primera vez que vi la pasión que había en sus ojos al mirar la llama. El fuego lo despertaba. Era como el alcohol para un alcohólico. Sabía, por lo que había escuchado a mi vieja y a Raúl, que desde que había nacido yo, mi padre no había vuelto a devorar los campos con el fuego.

     Porque mi padre quemaba los campos que habían fracasado en sus manos, para limpiar la podredumbre de su inutilidad y renovar la tierra. Él decía, porque lo había escuchado de su propio padre y de muchos hacendados y expertos, que la tierra vieja necesita renovarse, y para ello el fuego, al destruir todo menos las raíces, hace que tomen nuevas fuerzas y la vegetación crezca más verde y más fuerte. Fue una tarea que decidió adjudicarse como si Dios mismo se la hubiese encargado. Incluso así lo daba por entendido cuando iba al pueblo y relataba sus anécdotas, sus trabajos fracasados en los campos de todos aquellos pueblos por los que había pasado. La gente lo escuchaba como quien cuenta verdades a medias, simplezas contadas como proezas para ocultar con decorativos colores lo que no tiene más que las tonalidades de la ceniza.

    

     Debíamos regresar a casa antes que el doctor Ruiz llegara con el comisario, teníamos que poner a mamá al tanto de lo que había pasado. Ya antes de llegar a cincuenta metros de la puerta, vimos a Clarisa y a mamá esperándonos inquietas, dando vueltas sobre la tierra reseca, las gastadas alpargatas de nuestra hermana levantaban polvo y los zapatos bajos de la vieja intentaban resistir un poco más los pasos bruscos y nerviosos de esa mujer que no pesaba demasiado, pero con una fuerza concentrada en músculos cortos y tensos como nudos, como raíces de una árbol más que centenario. Y fue entonces que, aún de lejos, y más por imaginación que por haberla visto realmente, descubrí a la distancia que la cara de mi madre había envejecido de repente.

     Cuando nos vieron llegar, caminaron hacia nosotros. Nos bajamos y la vieja se aferró a los brazos de Raúl y Pedro, sujetando a cada uno con sus manos firmes igual que las garras de un aguilucho hembra. Su rostro, incluso, parecía el de un pájaro en su extrema curiosidad por saber qué había pasado.

     -Me desperté y su padre ya no estaba en la cama. Me levanté y ustedes habían desaparecido. La única que estaba era ésta -dijo, señalando a la Clarisa. Mi hermana parecía un pajarito indefenso, un gorrión que miraba de uno a otro lado tratando de entender.

     -Vieja -empezó a decir Raúl-. El viejo se nos fue anoche.

     Se hizo un silencio que necesitaba ser roto de algún modo, porque era intolerable, era completamente fuera de lo que puede concebirse como silencio. Una ausencia de sonido que más se asemejaba al concepto erróneo de la nada, porque en la nada tampoco hay silencio, sólo algo muy remotamente parecido, como una imitación. Cuando el completo, el absoluto y enorme silencio invade los oídos, ya no hay corazón que resista, porque éste ya se ha vaciado de flujos y de sangre, y hace un tiempo que se ha detenido. La carne hace silencio, honra esa nada a la que irá muy pronto, sobre las ruedas inquebrantables del olvido.

     En ese momento supe que yo también podría ser un profeta si me lo propusiera, no un adivino, sino profeta. Yo no sabía el futuro, sólo las consecuencias del futuro. Vi la cara de nuestra madre envejecer veinte años en medio minuto. Vi sus ojos observándonos a cada uno de los tres, detenidamente, con una cautela que más aparentaba terror que suspicacia. Yo conocía su forma de mirarnos cuando sospechaba que le escondíamos algo, una travesura cuando éramos chicos, o un error muy cercano a lo imperdonable cuando nos convertimos en hombres. Lo notaba en nuestras expresiones, el sentido y la mueca de la culpa que no podíamos evitar al encontrarnos con ella. Sentíamos que llevábamos el olor del equívoco impregnado, prendido en la frente como una garrapata que no nos podíamos desprender. Y sin embargo, cuando ella nos miraba, y luego de un intenso dolor, la garrapata comenzaba a aflojarse.

    Cuando su mirada llegó a mí, me di cuenta de que iba a ponerse a llorar. Pero como quería evitarlo, respiró profundo y se dejó caer al suelo, sentada, retorciéndose las manos sobre el delantal. Todos nos reunimos con ella para ayudarla a levantarse. Preguntamos si se sentía bien, y a pesar de conocer lo tonto de la pregunta, por lo menos logramos romper ese silencio que la mirada de mamá no había hecho más que llevar a un nivel tan alto de pesadumbre y desesperación, que yo, por lo menos, y quizá mis hermanos, no habríamos soportado sin confesar. Me refiero a la verdad. La confesión, como el pecado, es una parte, un fragmento más del entramado de la verdad, que no soporta los desprendimientos ni las fisuras, porque ya dejaría de llevar tal digno nombre.

    Lo que siguió, y lo que dijo antes y después, fueron versiones, ni siquiera esas variaciones musicales que tanto agradan a los músicos cultos. Fueron invenciones que iban tomando el tinte irritante del original, exabruptos de un psicópata, delirios violentos de un loco que no sabe más que inventar realidades para sobrevivir.

     Sé lo que iba a explicar Raúl. Diría que papá despertó antes de la madrugada y fue a buscarlo a su cama. Tenía la cara más oscura que la noche y le costaba respirar. Diría que el viejo murió sobre su cuerpo, con los brazos agarrados a los hombros de su hijo, el pecho seco como un tronco derribado sobre su propio pecho, y las piernas tiradas, ya no podía decirse que apoyadas, al costado de la cama. Como no queríamos que ella sufriera, habíamos decidido actuar por nuestra cuenta. Hasta habíamos ensayado nuestras muecas de arrepentimiento. Pero no fue necesario nada de todo esto.

     -Ustedes…-dijo mamá, sin énfasis, sin una exhalación mayor o menor de aliento en la palabra. Quizá por eso sonó tan impersonal, fría y férrea como si hubiese escupido un pedazo de riel de ferrocarril, y lo estuviésemos viendo frente a nosotros, recién caído de la boca de nuestra madre. Ella, que nos había besado apenas la tarde anterior, era capaz de proferir obscenidades y crueles sentencias con sólo decir un pronombre, y además sin atisbos de exaltación o furia.

      Levantó los brazos automáticamente, como si aceptase la ayuda que le ofrecíamos, sin darse cuenta que quienes eran sus hijos eran también lo probables asesinos de su esposo. Probables porque quizá aún conservaba la débil, inútil y utópica esperanza no de que fuese otra la causa de la muerte, sino de que estuviese soñando. Hay pesadillas que son bienvenidas, benditas pesadillas que merecen llamarse ensoñaciones de Dios, si cumplen con el requisito indispensable de terminarse con el alba, de esfumarse con la luz del día y echarnos de sus oscuras habitaciones repletas de cadáveres hacia la luminosa calle de la realidad. El presente como un regalo, un sueño de paréntesis invertidos entre las intermitentes y obligadas  visitas a esos cuartos. Quién nos arrastra y quién nos hecha, me he preguntado muchas veces, mientras caminaba por los campos recién devorados por el fuego que mi padre había encendido poco tiempo antes. La puerta entre la vigilia y el sueño es como esos senderos que recorría para contemplar las devastadas tierras de cultivos convertidos en ceniza, de tierra cubierta de ceniza, de brazas echando humo espeso como si el propio infierno se hubiese asomado durante algunos días.

     El padre Macabeo lo dijo un par de veces en misa. Nosotros lo escuchamos sabiendo que se refería a papá.

     -Hay lugares donde el techo del infierno es muy fino. No hay más que pararse descalzo y sentir el fuego en la tierra. Hay peones del demonio aquí en los campos.

     Mamá no había hecho ni una mueca esa mañana de domingo en la iglesia. Cuando terminó la misa, la vimos levantarse y recorrer el pasillo sin darse vuelta para hacer la genuflexión. Daba la espalda a Dios delante del propio cura, y fue aquella la mejor respuesta que yo he visto en mi vida.

     Ella era así, con la elocuencia del silencio antes y después de una palabra sola, si de alguna había llegado a necesitar, decía todo lo que tenía para decir. Por eso durante un rato nos quedamos parados, aunque sabíamos que de un momento a otro llegarían el doctor y el comisario, y que debíamos indicarle a mamá lo que habíamos planeado decir. Pero también eso estaba de más. La expresión de la vieja no era un elemento extático y útil para una sola respuesta, como todo lo breve o todo lo que generalmente repercute en el silencio, era más extensa, y traía consigo su propia capacidad de procreación. No necesitábamos decirle que debía cubrirnos.

     Antes, sin embargo, pasó algo que no esperábamos. No porque fuese inesperado, sino porque nos habíamos olvidado de que Clarisa era ya una mujer, y subestimamos su inteligencia y su sentir.

     Mientras el motor de la camioneta seguía en sus esfuerzos por mantenerse firme, y  una bandada de pájaros pasaba rauda e indiferente por encima de nosotros, dejando su sombra, enfriando un poco más el hielo que lentamente se iba formando entre nosotros, Clarisa dio un grito. Los pájaros huyeron más rápido, los perros acostados acurrucados en sus mantas junto a la pared de casa levantaron la cabeza, tensaron las orejas y ladraron. Clarisa dijo:

     -¡Sé donde lo llevaron!

     Salió corriendo hacia el campo de girasoles. Estaba en ropa de dormir todavía, un camisón de algodón que le llagaba por encima de las rodillas. Mamá la llamó, Pedro fue tras ella. Los vimos desaparecer tras la loma que nos separaba del campo de girasoles.

     Casi al mismo tiempo, por el otro lado, desde el camino que atraviesa la hondonada detrás de la casa, vimos una nube de polvo levantándose hacia el cielo. No mucho después, apareció la camioneta del comisario completamente sucia, con barro seco tapando el escudo de la policía y los parabrisas mugrientos. Se detuvo a diez metros de nosotros, de un lado bajó el comisario, del otro el doctor Ruiz. No habían traído refuerzos, así que no era probable que fueran a arrestarnos. Miré a mis hermanos y ellos compartieron esa certidumbre, entonces nos sentimos más seguros, más intocables, quizá, y si el orgullo es también un aura sé que nuestros cuerpos estarían brillando en ese momento. Tal vez alguien lo notaba, los perros, a lo mejor, o miradas menos instintivas pero más profundas, como la de Dios o la mirada de los demonios que viven en el campo y salen sólo de noche, escondidos durante el día tras los hombres.

     -Buenas, Doña…-dijo el comisario. Era un hombre de estatura baja, rollizo, con un uniforme gris que adaptada a las necesidades del campo, como utilizar un pañuelo al cuello para el sudor, botas con espuelas, porque a pesar de andar en camioneta a veces montaba a caballo. Varias veces lo vimos en invierno con una campera de piel de cabra que su mujer le había confeccionado, y era raro entonces considerarlo un policía con esa ropa. No era mal tipo, había optado por hacerse ver y reprimir ciertos hechos cuando no tenía más alternativa. El intendente y la gente del concejo vecinal lo apretaban de ambos lados, y él, lejos ya de hacerse malasangre, se limitaba a cumplir.

      -Doña Clotilde-dijo el doctor-. ¿Está al tanto de lo que le pasó a su esposo? ¿Sabe lo que hicieron sus hijos?

     El viejo nos había ignorado y se dirigía directamente a nuestra madre, con el sombrero en una mano y un cigarrillo negro en la otra. De tanto en tanto daba una pitada, y sus reclamos eran seguidos por una columna de humo que exhalaba hacia arriba, para no molestar a mi madre.

     Ella asintió con la cabeza. Tenía ahora las manos ocupadas jugando nerviosas con el delantal, la mirada algo perdida entre la figura obesa y enorme del doctor y el campo de girasoles a lo lejos.

     -¿Es cierto lo que me contaron, Doña Clotilde?

     El doctor preguntaba de manera pausada, calculada quizá en la conversación que seguramente había tenido con el comisario mientras venían hacia acá. Esperaba encontrar disidencias, contradicciones.

     Mamá asintió otra vez, en silencio, esta vez mirándonos, pero lo que nosotros leíamos en sus ojos de ninguna manera era lo que debía estar viendo el doctor. Ciertos resentimientos, débiles aún, ciertos reproches que nacen con dificultad, por ser de quien vienen y por tratarse de seres queridos aquellos a quienes van dirigidos. No siempre es así, los sentimientos más cruentos suelen procrearse entre los miembros de una misma familia, pero en el caso de mi vieja era distinto. Ella, de algún modo, tenía un rasgo, una zona de su corazón donde no crecía más que la dura roca de su pensamiento. Amaba, pero no por eso creaba ídolos; podía odiar, pero no llegaba a pisar el ardiente páramo del rencor.

     -¿Qué le pasó a don Pedro, doña?-intervino el comisario.

     -Raúl, contále vos, Yo no me siento con ganas.

     -No, no… no quiero escuchar a estos mocosos irrespetuosos, cuéntenos usted -dijo Ruiz.

     Raúl se adelantó y se paró entre el doctor y nuestra madre.

     -Si el problema es con nosotros, llévenos a la comisaría a nosotros, pero no moleste a mi vieja. Tengan un poco de respeto, carajo.

    -Nadie va a ir a la comisaría hasta que yo lo diga.

     El comisario abrió los brazos para acentuar sus palabras, parecía un pacificador. No creo que fuera sincero, pero tampoco daba la impresión de dar mucho crédito al doctor Ruiz.

      -Vamos, Raúl, cuente usted lo que pasó, y su madre nos dirá si es verdad. ¿Está de acuerdo, doctor?

     Ruiz aceptó a regañadientes, pero se puso justo al lado de la vieja para captar cualquier gesto extraño. Estaba en la busca de algún signo de remordimiento, tal vez, o esperaba que ella se quebrara durante el relato de mi hermano y finalmente confesara la verdad. Es decir, lo que el doctor Ruiz consideraba cierto.

     -Mire, comisario. Ayer el viejo volvió del campo al mediodía. Yo estaba en el pueblo. Cuando volví me lo encontré tirado en la cama. Había vomitado en la puerta, y los perros se estaban comiendo el vómito. ¿Qué le pasa, viejo?, le pregunté. Se señaló la panza, y estaba más pálido que la cera. Mi mamá y mi hermana se habían ido temprano a la casa de Doña Eva, para preparar los vestidos para el festival de la semana que viene, ¿vio? Todas las mujeres se la pasan ahí todo el día. Puse un cacho de carne al fuego y limpié lo que el viejo había ensuciado. Le hice una sopa, pero no quiso tomarla.

     -¿Y por qué no me mandaste llamar?

     Raúl se limitó a alzar lo hombros, con cara de nada, como un chico que no sabe que hizo mal. Qué parecido es a papá, pensaba yo al escucharlo, hasta tiene su misma voz.

     -Seguí…-dijo el comisario.

     -Eran como las cinco cuando mis hermanos volvieron del campo, ellos trabajan para un vecino algunos días, por lo menos hasta que llegue el tiempo de cosechar los girasoles. Así que les conté lo del viejo, y nos sentamos los tres a pensar si era mejor llamar al doctor o esperar a mamá. Estaba casi anocheciendo cuando el viejo se levantó de la cama y apareció al lado de la mesa, apoyando las manos y reclamando comida. Estaba erguido y se frotaba la panza. Ya estoy mejor, me dijo, esa sopa que me hiciste ya estaba fría, pero igual me cayó bien. Me alegro, le dije, así que nos pusimos a hacer cada uno sus cosas hasta que llegaron las mujeres y mamá preparó la cena. Entonces pasó lo que le conté antes, doctor, mientras comía se puso morado y se agarró el pecho. Y se derrumbó en el piso.

     -Hay un certificado de defunción, tengo entendido, ¿no?

    -Sí, comisario. Nicanor, andá a buscarlo.

      Corrí a la casa y volví con el papel que Raúl había puesto bajo el colchón de mi cama. El doctor estaba por protestar, pero el comisario le hizo callar mostrándole la firma de su hijo.

    -Ya lo sé, mi hijo me lo confirmó, pero estaba en pedo, no vale firmar un certificado de muerte en ese estado.

     El comisario lo miró fijo, le hizo una señal de que apartarse un poco para hablar en privado. Pude escuchar el murmullo sólo porque los perros habían decidido hacer silencio después de un rato largo de ladrar a nuestros visitantes. Quizá ellos, los perros, eran también nuestros cómplices. Eran familia, quién podía negarlo.

      -Doctor, si lleva esto más lejos, va a tener que desacreditar también a su hijo, y pueden sacarle la matrícula al muchacho. Piénselo un poco.

     Ruiz nos miró con bronca contenida. Luego se dirigió a mi vieja:

     -Pero Doña Clotilde, cómo va a dejar que lo entierren sin un ataúd...

     Ella nos miró, confusa y con miedo, por un instante.

     -¿Por qué, doctor? Yo les dije que lo hicieran así. Sólo sigo los preceptos del Padre Macabeo, doctor. El nos leyó partes del Antiguo Testamento donde se dice que venimos de la tierra y a la tierra volveremos. Mi esposo amó la tierra y por eso la quemó tantas veces, para volver a verla nacer. La amaba tanto que nos sacrificó a todos, doctor, a mí y a mis hijos. La amaba porque sabía que la tierra es lo único que no muere.

     Era la primera vez que la escuchábamos decir tantas palabras seguidas, salvo cuando rezaba. Y eso parecía estar haciendo ahora.

     -Hago lo que él hubiera querido, doctor. Le dije a mis hijos que llevaran a su padre a dormir para siempre con su amante, su madre, su hermana. Yo no estoy celosa ahora, en un tiempo sí lo estuve, pero ya no. Mis hijos me aman como él lo hacía con su tierra, fuera donde fuese. Aquí, en el Chaco o en La Pampa. La tierra es una sola, doctor. Usted lo debe saber, los huesos lo dicen, y mientras envejecemos se hacen más charlatanes. Como Doña Eva, ¿vio? En su casa se dice de todo porque las mujeres escuchamos la charlatanería de los huesos y las enfermedades. Mientras haya tierra, dicen los huesos, estaremos en casa.

     Tenía las manos aferradas al delantal, y su frente traspiraba a pesar del frío. Las mejillas acaloradas, la piel del cuello algo pálida. Pero quizá fuera el viento, que al arrastrar el llanto de Clarisa desde el campo de girasoles, provocaba esos cambios en su cuerpo siempre recto e incólume, y no lo que acababa de decir. Porque fue como escuchar a un predicador o a un profeta.

     El doctor Ruiz presentó su saludo de despedida en silencio, pero lo escuché decir por lo bajo:    

     -Todos están locos, en esa familia todos están locos…

     El comisario esperó que subiera a la camioneta, y se quedó con nosotros para aclarar ciertas cosas, según dijo.

     -Mire, Doña, si se arrepiente, porque ha puesto a sus hijos en problemas, podemos dar marcha atrás y hacer el funeral como se debe. Yo me comprometo a hacer la vista gorda a lo que pasó hoy. Pero ya sabe, el doctor puede seguir adelante con su propósito, y yo no puedo hacer nada…

     -No voy a desenterrar a mi esposo, comisario. Eso es sacrilegio. Es peor, y sé lo que digo, que dejarlo incluso sin sepultura.

    -Pero…

    En ese momento se escuchó un grito de Clarisa, fuerte, y la voz de Pedro diciéndole que se callara.

    -Ya lo ve, comisario. No voy a hacer que mi hija llore más de una vez por su padre. ¿Usted haría eso con sus hijos?

    -No tengo hijos, Doña Clotilde, a Dios gracias -dijo, mirándonos a Raúl y a mí.

 

 

5

 

Yo tenía ocho años el día que vinieron a buscar a papá. Nos habíamos establecido cerca de Coronda, en unos campos que mi viejo logró arrendar con lo que había obtenido de la cosecha anterior en Córdoba. Allá nos había ido bien, creo recordar, o por lo menos eso dijo él. Yo solamente me acuerdo de haber dejado la chacra cordobesa una mañana de sábado, con nosotros y nuestras escasas pertenencias en un camión. El chofer era conocido del viejo, y como tenía que ir a Buenos Aires vía Santa Fe, papá le pidió que nos llevara. Fue así que luego de subir las cosas de cocina que mi vieja arrastraba de un lugar a otro, las valijas de cuero, viejas y de cintas gastadas, donde llevábamos la poca ropa de invierno, porque en el verano usábamos nada más que pantalones a veces. Pero como cambiábamos de lugar permanentemente, y por lo tanto de clima, la ropa se estropeaba con rapidez bajo la lluvia inesperada que nos esperaba en un pueblo dos días después de haber dejado el anterior bajo un sol ardiente de pleno verano.

      Ahí, cerca de Coronda, estuvimos un año. Cultivamos trigo, pero mi viejo se había quedado desilusionado con la experiencia de sembrar cebada en Córdoba. No sé quien se lo había recomendado, pero él se había encaprichado en reservar por lo menos un sector para este experimento. Resultó que debió dedicar más tiempo a este sembradío que al resto de los cultivos comunes que nos iban a dar de comer. No llovió, no hubo granizo ni inundación esa temporada, pero el tiempo de mi padre era como el de todos los hombres, duraba nada más que veinticuatro horas, y él no se abstenía de dormir. Fue descuidando los otros campos a expensas de la cebada, iba y regresaba de la ciudad con folletos y papeles donde anotaba lo que le recomendaban en la forrajería. Se pasaba horas parado frente a las plantas de cebada, que se estaban muriendo y él no sabía cómo evitarlo. Mi madre ya lo conocía y no decía nada. Raúl trabajaba en los otros campos, pero sólo no podía hacer mucho. Peones no podíamos pagar, y Pedro, que tenía once años, regresaba cansado y mamá le prohibió volver a salir al campo. Yo recién había cumplido los nueve años, y fue la primera vez que descubrí el fuego que papá creaba.

      Fue más que una revelación, porque hasta entonces había escuchado conversaciones que nada significaban, vi caras enojadas que no me llamaron la atención. Mi vida transcurría en alguna otra parte, allí pero en otro plano más inocente, un sitio intocable, tal vez, a pesar de la pobreza de la que no me daba cuenta. Yo comía y jugaba con los perros, tenía ropa para abrigarme y una cama caliente que compartía con mis hermanos. Tenía una madre y un padre, e incluso a veces recibía un regalo, un muñeco confeccionado con madera y trapos, o una pelota de tela que me llevaba al llano para patear, mientras los perros me seguían, corriendo y ladrando. Yo pescaba en los arroyos o jugaba en el barro mezclado de estiércol entre los caballos que mi viejo usaba para arar.

     Había un establo lleno de herramientas viejas, arados oxidados, palas rotas, gomas de autos, donde yo me pasaba horas enteras, explorando los espacios entre aquellos objetos amontonados. Era un mundo especial para mí, lejos de la casa y el sol, lejos de las discusiones entre el viejo y Raúl, que en ese entonces empezaban a ser más frecuentes.

      De allí salí cuando escuché que alguien gritaba “¡fuego!”. Al asomarme vi las llamas a no más de tres kilómetros, justo en el campo de cebada. Estaba anocheciendo, pero parecía hacerse nuevamente mediodía con la luminosidad y el calor de las llamas. Mi familia estaba reunida en la puerta de la casa vieja, excepto papá, que apareció por el camino que conducía al campo, con la cara llena de hollín, la ropa chamuscada y unas lágrimas que formaban surcos claros en  el rostro curtido por el sol.

      -¡¿Otra vez?!-dijo mamá.

       Papá no contestó. Ella ya sabía la respuesta, la misma que ya le había dado muchas veces antes de que yo naciera. Conocí esa respuesta un tiempo después, y era algo más parecido a un epitafio que a una explicación. Ni siquiera una excusa, sólo una razonable cuestión de principios que nadie podría refutar desde el punto de vista que el viejo tenía, y sin embargo todos sabían que era insostenible, como insostenible es mantener en pie un cuerpo que no se alimenta.

     Porque él decía que la tierra pobre y desnutrida se adelgaza como un hombre que sólo se nutre de vegetales verdes. El caso era que los vegetales terminaban con la vida de la tierra en lugar de alimentarla, entonces se convertía en simple polvo sin capacidad de procreación. La tierra es como la carne, se alimenta y a su vez crea. Es como el músculo, crece y se mueve, y al moverse pone en marcha los procesos mecánicos y biológicos que crean nuevas fuentes de vida.

    Y mi vieja también tenía su parte de culpa en eso. Le gustaba leerle pasajes de la Biblia, fragmentos y versículos del Antiguo Testamento, tan asiduo a mencionar el fuego. El fuego es purificador, decía, el fuego destruye lo viejo y débil, y crea un sitio limpio y despejado, un clima y un ambiente donde de a poco, lentamente, irán asentándose las semillas, donde caerá la lluvia.

     Sí, mi vieja tenía su parte de culpa, también, así que no podía decir más que lo que siempre decía: ¡otra vez!, y quedarse callada, contemplando las llamas que avanzaban destruyendo no sólo los cultivos fracasados, sino también los humildes y obedientes hijos de la buena cosecha, siempre tan escasos, difíciles de obtener contra las inclemencias del tiempo. El viento, aunque suave, sabe transportar el fuego, y parece divertirse más que al esparcir semillas o traer las nubes que las alimentarán. El viento se divierte a expensas del corazón de los hombres, y disfruta ofuscando y exacerbando el hastío y la furia en los pechos que observan el paso incesante del fuego que arrastra y alimenta.

     De ese fuego escuché hablar en el camión que nos dejó cerca de Coronda. El camionero amigo de mi viejo conversaba con él en la cabina, donde Raúl y yo estábamos también. Yo miraba los aguaceros precoces del otoño, mientras ellos decían que habíamos huido con suerte, porque el dueño de los campos vivía en la ciudad y no se enteraría del incendio hasta dos días después. Entre la tarde que comenzó el incendio y nuestra partida, no pasó más que medio día. Así que teníamos un día y medio de ventaja, aunque entonces no lo sabíamos todavía. Mi viejo miraba atrás sacando la cabeza por la ventanilla, como si pudiera ver si lo perseguían. Era la primera vez que yo pasaba por eso, pero en la noche escuché a Raúl y a Pedro hablando de las veces anteriores, y supe que siempre ocurría lo mismo: el asentamiento, el tiempo de sembrar, luego el incendio y la huida. El viejo siempre miraba atrás durante algunos días, pero no dejaba más huellas que el fuego, y el fuego tiene la encomiable destreza de no dejar nada tras su paso, lo borra todo, y como un dios protector oculta entre los velos negros de su humo, las manos que lo han creado.

     Yo entonces entendí que mi viejo se sentía protegido por el fuego.

     Cada comienzo en un nuevo pueblo era un desafío que le daba fuerzas, no por el hecho del nuevo sitio, sino por estar en camino hacia algo nuevo, y mientras iba deshaciéndose y arrojando en los caminos los residuos del temor, una sonrisa iba ganando terreno en su cara, antes oculta por la barba que se había dejado crecer en señal de tristeza y fracaso. Se ponía charlatán y chistoso, nos palmeaba las espaldas y nos abrazaba más seguido. Besaba a mi vieja y se ponía pesado con ella con tanto mimo y atención.

     Entonces ella también era feliz, y nosotros más aún. Mi padre se acercaba en esos momentos a ser el hombre a quien nosotros habríamos deseado tener como padre. Pero los recuerdos de las épocas grises son como un mosaico, un tablero de damas. Saltamos de uno a otro y perdemos piezas irrecuperables.

 

 

 

6

 

Fue una noche del mes de agosto, excepcionalmente fría. Ya desde la tarde se veían nubes oscuras que amenazaban con lluvia, pero todavía a las nueve de la noche no había llovida, sólo se había intensificado el frío y aumentado el viento que traía ráfagas heladas desde el sur. Papá regresó de su sexta incursión en el campo de trigo, y volvió con la misma expresión preocupada de las otras cinco.

     -No hay nada que hacer, la helada va a podrir la tierra.

     Habíamos logrado una buena cosecha al final del verano, y esperábamos que las plantas resistieran el invierno para la próxima. Pero según lo que anunciaba la radio, se avecinaba aguanieve y alguna nevada breve, suficiente, sin embargo, para matar lo cultivado.

     -Es tierra agotada -dijo papá, sentándose a la mesa, donde lo esperaba un plato de sopa de gallina.

     Mamá servía con el cucharón, y luego pasaba el plato hondo de la vajilla de metal, ennegrecido por el uso. Se escucharon truenos y dos relámpagos iluminaron el interior de la casita. Los dos perros que teníamos en ese entonces reaccionaron de manera distinta a los truenos: el macho se escondió bajo la mesa, temblando entre nuestras piernas, la hembra dio vueltas alrededor, agitada y ladrando, a veces aullando. Clarisa tenía cinco años y jugaba con la sopa, volcando la cuchara en la mesa cuando intentaba seguir las corridas de la perra. Mamá la retaba, pero se había resignado a soportar con tranquilidad las pequeñas complicaciones domésticas, porque veía venir algo más importante en la cara de su esposo. Yo todavía no alcanzaba a verlo, pero creo que mis hermanos mayores ya lo habían notado. Sobre todo Raúl, cuya cara triste estaba en completo acuerdo con el silencio que había decidido adoptar como réplica. Papá esperaba que él dijese algo, al fin de cuentas era el mayor, y desde hacía mucho tiempo era su único ayudante en las tareas de siembra y cosecha. Pedro había empezado con trabajos de arreo, cuidado de los caballos, compras en el pueblo. Yo era el único que iba a la escuela, tres veces por semana. Cerca de Coronda había una vieja escuela rural a la que asistían casi cien chicos. Era la primera vez que mi familia se había asentado tan cerca de un distrito escolar, así que mi vieja habló con papá sobre su idea de mandarme a aprender. Era una oportunidad, después de todo, que podría servir para hacer que nos quedáramos más tiempo que otras veces. Pero ahora, viéndolo a la perspectiva, resultó ser una tremenda inocencia por parte de mi madre. Era como retener al viento en un sitio, era como controlar el fuego, pero sólo es posible dejarlo seguir hasta que acaba con uno.

     Mi viejo aceptó, y no cambió mucho la rutina diaria. Sabíamos que no duraría mucho el cambio, o más bien aquella extraña falta de cambios que era nuestra permanencia en un mismo lugar por más de unos cuantos meses. Lo disfrutamos de algún curioso modo, conscientes de que todo pronto acabaría, pero no por eso mis hermanos dejaron de hacer amigos y conseguir un par de noviecitas con las que iban a esconderse entre el sembradío para besarse, para tocarse de una forma que yo en esa época no entendía. No servía de nada que mamá los previniese, los veía lavarse y salir corriendo cuando terminaban la tarea en el campo, y nos miraba a Clarisa y a mí como si fuéramos todavía sus bebés.

    -Ustedes se quedan conmigo-nos decía.

     A ella no iríamos a perderla porque alguna vez se iría con nosotros, cuando papá y el fuego lo decidiesen. La cuestión es que no fue él quien esta vez nos obligó a dejar el lugar, sino la policía. Dos hombres abrieron la puerta con una sola patada, y un tercero entró empuñando un arma.

     -¡No se muevan!-decía, apuntándonos. Los otros lo siguieron y también nos apuntaron.

      Nos quedamos sentados como estábamos, al principio más sorprendidos que asustados. Cuando Clarisa comenzó a llorar a chillidos, mi madre se levantó para consolarla y la apretó contra su pecho.

     -¡Dije que no se movieran!

     Mi padre, que todavía tenía la cuchara en la mano, miraba a los policías con una expresión que no supe interpretar. No le dieron tiempo a hacer nada. Dos de ellos lo golpearon mientras estaba sentado y lo maniataron en el piso. El cuerpo de papá empujó la mesa al caer y la sopa de cada plato se volcó en la mesa y chorreó en el suelo. Nuestros perros ladraban juntos, excitados, gruñendo y mostrando los dientes a los intrusos, sin dejar por eso de lamer un poco de la sopa que había caído. No me atreví a mirar a mi padre allí tirado, babeándose mientras intentaba hablar, aplastado por las rodillas de los policías. Fue como si supiera que él no quería que lo viesen así, casi como si lo viesen desnudo, flaco, pálido y tembloroso. Absolutamente desprotegido por el fuego y abandonado por la tierra. Habría deseado morirse en ese momento, quizá, pero la tierra estaba bajo las tablas del piso y no lo aceptaba, y el fuego era una débil llama servil en la cocina.

     Pedro se había quedado mirando fijo a los intrusos, con una mirada de odio que no le conocía y que desde entonces me resultaría familiar. Raúl se había parado apenas entraron, pero se quedó quieto y contemplaba a nuestro padre con una inmensa piedad, clara y abrumadora en sus ojos brillantes. Ya en esa época comenzaba a parecerse mucho a papá, y pienso que debía estarse viendo a sí mismo en el futuro. Y también había otra cosa en su mirada, había rencor. Más tarde aprendí que el rencor puede ser más fuerte que el odio, más persistente y obstinado, capaz de hacer cosas que el odio envidiaría.

     Entonces uno de los perros se abalanzó contra uno de los policías. Apretó los dientes sobre el brazo que tenía la pistola y no quiso soltarlo por más que el tipo gritó intentando sacárselo de encima. Uno de los otros golpeó al animal, pero el que parecía ser el jefe hizo algo mucho más rápido y eficaz. Le pegó un tiro.

     Nuestro perro, que apenas hacía un rato temblaba a causa de los truenos bajo la mesa, estaba muerto ahora sobre el piso, con la mitad de la panza abierta por el estallido de la bala. Clarisa gritó aún más fuerte. Yo me arrodille junto al cuerpo. La hembra olvidó a los intrusos y comenzó a dar vueltas alrededor, lamiéndome la cara, empujándome con el hocico, oliendo el cadáver de su compañero. Parecía decirme que hiciera algo para curarlo. Yo lloraba, no podía hacer más que eso.

     Pedro empezó a golpear al policía que lo había matado. Mamá le gritaba:

     -¡Basta, Pedro, basta!- con lágrimas que apenas se veían, pero su mentón temblaba mientras intentaba consolar a nuestra hermana.

     Raúl no se movió. Observó cada uno de los hechos sin cambiar de sitio. Transpiraba, se frotaba la frente con el dorso del antebrazo, se lamía el sudor sobre el labio superior, los cortos pelos que formaban su incipiente bigote.

     Se llevaron a nuestro padre esa noche a la comisaría de Coronda. Vino el comisario, que se dignó mirar el lío de cosas tiradas, de sopa volcada, la sangre en el piso, el cadáver del perro que yo me negué a enterrar hasta la mañana siguiente. Tuvo que escuchar el llanto de Clarisa, que no cedería hasta al amanecer, y los insultos de Pedro, los cuales tuvo que aguantarse sólo porque era un chico de once años, antes de explicar a mamá de qué se acusaba a mi padre.

     -Llegó una orden de arresto esta tarde, doña. Lo van a juzgar por incendio de propiedad ajena. Hay dos denuncias en Córdoba, hace rato que lo andan buscando…

      Luego saludó con gentileza a mamá, pero ella se limitó a su silencio habitual. Después, dio la mano a Raúl, que debió parecerle mayor a su edad por su comportamiento tranquilo y su respetuoso acatamiento a la autoridad. Yo lo miraba y sentí vergüenza de mi hermano. Pero uno se equivoca al interpretar las actitudes y las miradas. Qué lejos estamos de conocer a la gente que más cerca está de nosotros.

     Yo tenía entonces nueve años. Poco y nada sabía aún de las amargas semillas que cultiva el corazón de un hombre.

 

 

7

 

El llanto de Clarisa era el mismo, pero un poco menos chillón. Esta vez parecía más doloroso, porque la vez anterior era más parecido a un ataque de histeria, esa imposibilidad de parar de llorar que sienten los niños cuando ven algo que los asusta. De nada vale explicarles o intentar calmarlos, ellos seguirán hasta que se cansen y caigan dormidos.

     Ahora, sin embargo, cuando Pedro apareció de vuelta en casa después del mediodía, cargándola en brazos, casi dormida y abrazada a su cuello, creí ver a la hermanita pequeña que había visto llorar en los brazos de mi madre.

     Igual que aquella vez, se consoló en brazos de la vieja, que la acurrucó a pesar de que tenía ya quine años y estaban planeando casarla. Pedro la llevó después a la cama y la vieja se quedó a cuidarla.

    -Calentá un poco de leche -le dijo a Raúl.

     Él obedeció y esperó junto al fuego. Luego le preguntó a Pedro:

     -¿Qué hizo?

     Pedro estaba sentado, limpiándose las uñas con una astilla del reborde de la mesa.

     -Llorar y gritar, qué otra cosa iba a hacer…

     -La escuchamos…-dije.

     -Se puso loca al principio. Me costó alcanzarla, pero como no sabía dónde lo habíamos enterrado, se paró un momento y la agarré. Soltáme, hijo de puta, me decía-. Pedro bajó la voz, mirando de reojo hacia el rincón donde estaba la cama de Clarisa.- Los tres son unos hijos de puta, gritaba, tratando de soltarse. Si te quedás quieta te llevo a ver la tumba, le dije. Qué tumba, pozo de perros le hicieron, me contestó. Pero se quedó quieta y la llevé. Se tiró sobre el montoncito de tierra y se puso a llorar gritando y aullando. Después la tiré de los brazos para arrancarla, pero estaba como pegada con la cara y todo el cuerpo contra la tierra. Papito, decía-. Pedro imitó con desprecio la voz de nuestra hermana.- Me dieron ganas de pegarle ahí mismo, de azotarla hasta que no tuviera fuerza para levantarse. Quedáte con el viejo ahora, le habría dicho.

     Pedro se había puesto nervioso y vi que se había lastimado el dedo con la astilla.

     -Por qué tanto drama con el viejo, si al fin de cuentas lo conoció menos que nosotros.

     -Lo conoció quine años -dije.

     -Pero sabía engatusarla -dijo Raúl.

     Lo miramos y supimos que era verdad. El encanto del viejo era indiscutible cuando se trataba de mujeres. Sino cómo habría hecho para que la vieja no lo abandonara. No era un mujeriego, sino que tenía un encanto de difícil clasificación, era más bien como si provocara una mezcla de lástima y amor al mismo tiempo, y lo curioso es que ambos sentimientos sobrevivían sin matarse uno al otro, como es costumbre. La lástima suele ser más insistente, menos fuerte pero sí más persuasiva para hacer su trabajo de humillación. La pena es contradictoria, bella y fea a la vez, alegre y desesperada. Es un regalo finamente envuelto que esconde una caja vacía.

      Pero Don Pedro Espinoza, con toda su obstinación tan semejante a la maldad, con todo su fracaso a cuestas que disfrazaba de insobornables principios e ideales humanos, supo acreditarse el amor incondicional de todos nosotros.

     Sus tres hijos varones lo veneramos a lo largo de la vida de cada uno. Lo seguimos y soportamos la lluvia, el fuego y la fuga de cada pueblo que dejábamos tras una cortina de humo que escondía nuestra angustia y nuestra vergüenza. Éramos como un cuerpo cuya cabeza a veces se perdía en delirios que nunca se apartaban del todo de la realidad, como si sus ojos viesen en el desierto las futuras construcciones, los futuros edificios o cultivos. Allí estaban, él los veía, como un nuevo Moisés arrastrando a su pueblo hacia un lugar que sólo él podía ver, y del cual tampoco debía estar muy seguro.

     El olor de la leche hervida inundó la casa. Se escuchó el reclamo de mamá y Raúl se puso a verter la leche en una taza. La llevó a nuestra hermana y volvió para limpiar lo quo se había volcado sobre el horno a leña. Era un viejo horno de metal que el Padre Macabeo nos había conseguido luego de preguntar por las estancias de los alrededores. Una familia de Le coeur antique, el pueblo vecino, estaba regalando cosas viejas y él nos avisó. Fuimos el viejo y yo a buscarlo. El pueblo era raro, no había árboles en los alrededores, y la casa grande de una familia de apellido francés estaba cerrada, de vacaciones en Europa, nos dijo el cura. Nosotros desconfiábamos que alguna de aquellas cosas abandonadas en el patio de la casona sirviera de algo, pero el cura se había preocupado por nosotros y no podíamos negarnos.

     Al final, le dimos buen uso. El viejo y Raúl lo repararon. Tenía las tapas del horno sin bisagras, óxido por todas partes y le faltaba una pata. Pero consiguieron prestado un soldador y se pusieron a arreglarlo. Cuando estuvo listo, mamá se paró delante del horno, secándose las manos en el delantal y con una sonrisa de satisfacción que yo veía por primera vez en mi vida. Papá abrió la puerta del horno y metió la leña, luego encendió el fuego y en media hora la casita era un hervidero.

     -Gracias, Padre -le había dicho mamá al cura, como si él hubiese inventado aquel artefacto, como si no supiera que aquel empecinamiento del cura con nosotros tenía otras intenciones que no conocíamos con certeza, pero sobre todo que no entendíamos o no queríamos comprender.

      Y como dicen que cuando se piensa en alguien se lo está llamando, golpearon a la puerta.

Era el padre Macabeo, con su sotana desteñida, sus cuarenta años a cuestas, fornido y de hombros anchos, pelo rubio tirando a pelirrojo y con canas en las raíces, una corona calva que trataba de cubrirse dejándose crecer el poco pelo que le quedaba un más de lo común para su oficio. Tenía ojos celestes, agrisados, usaba anteojos redondos solamente para leer en misa.

      -¿Pero qué es lo que me han contado?-dijo al entrar, mirándonos a cada uno más con sorpresa que enojo. Sin esperar contestación, fue directamente a donde estaban mamá y Clarisa.

    -Padre…

    Mamá se levantó y lo abrazó. Parecía llorar sobre el pecho del cura, pero yo no podía creer que lo estuviera haciendo. Un segundo después la vi levantar la mirada, límpida y fría, pero ella siguió agradeciéndole la visita con toda condescendencia.

     Estuvo allí un rato y después nos miró. Movió las manos como si fuese a retar a chicos de diez años.

     -¿Pero cómo se los ocurrió eso? Enterrar a su padre en la tierra, como a los perros. ¿Qué clase de hijos son? O será cierto lo que el doctor Ruiz me ha contado esta mañana…

     -¿Y qué le contó? -dijo Pedro.

     Debí imaginar que él sería el primero en enfrentarlo. Desde que lo habíamos conocido en Coronda, le tenía resentimiento. El padre Macabeo era entonces el párroco de la iglesia, después nos fuimos y pasamos por varios pueblos, hasta que caímos en Los perros, y encontramos al cura otra vez, asignado aquí por la curia. Decían las malas lenguas que lo habían echado de Santa Fe un tiempo después de irnos, aunque oficialmente había cambiado de parroquia por designación del clero. La verdad era que se había venido a menos, si la jerarquía de los curas se mide por la cantidad de feligreses y el tamaño de su templo. Yo supongo que es así, porque los asuntos humanos, aunque estén vestidos con telas celestiales, tienden siempre a dejarse tentar por la fascinación de los números. Hay sabios que aseguran que Dios tiene un nombre cuyo número de letras es una cifra tan exacta y definitiva, que no puede conocerse, porque conocerla sería nombrar la propia muerte, y con ella la muerte del mundo. Quizá sea así, porque la incapacidad que tenía el padre Macabeo para enrolar en sus filas nuevos feligreses era sólo comparable a su capacidad de hacer sentir culpable a cualquiera con sólo mirarlo.

     Tenía una feligresía muy limitada, pero fiel y constante, sin embargo no dejaba de recorrer cada pueblo vecino o de visitar a alguna familia nueva para sumar adeptos. Era una entrometido para algunos, casi un santo para quienes lo vieron pasar noches enteras curando gangrenas, o un filisteo para otros, que no iban a su iglesia porque no les gustaba su insistencia de citar el Antiguo Testamento.

      Mamá se había apegado también a esa costumbre. Veía en el viejo libro una constancia de la que carecían los evangelios. Jesús era un revolucionario, era un chico en el cuerpo de un hombre. Un hombre en el camino de un dios. No podía haber lógica y cordura, sólo contradicción. Y según mi padre, la Eucaristía era una cena demasiado liviana para esa pesada acidez que le provocaba al regresar a casa.

     -Me contaron que ustedes lo mataron.

     Pedro sonrió.

     -¿Espera confesión, Padre?

     -¡Pedro! -gritó mamá.

     -No importa, Doña Clotilde. Sus hijos son grandes, han crecido mucho desde que nos conocimos en Coronda. Son hombres, y tienen derecho a pensar. Su padre, en cambio, no merecía este trato. El entierro en lugar santo es un derecho de Cristo. Su padre lo sabía y lo honraba.

    Pedro se le acercó a no más de diez centímetros. Eran de la misma altura, pero mi hermano, veinte años más joven, de pelo rizado y oscuro, delgado y de brazos fuertes. Lo vi levantar las manos y apretar el cuello de la sotana.

     -Usted le metió en la cabeza al viejo eso del fuego y la zarza…-de pronto no supo cómo seguir, temblaba.

    -Pero Don Pedro ya venía quemando los campos desde antes…

    -Para dar fuerza a la tierra, ¿no es cierto, vieja?

     Mamá tiraba a Pedro de la ropa para que soltara al cura.

    -Ayuden -nos dijo a Raúl y a mí, pero no lo hicimos.

    -¡Contestáme, vieja!

    -¡Sí!

    -Pero después de que usted le hablara de Abraham y la zarza de fuego, del sacrifico del hijo, ya no paró. Quemaba y se iba. Usted lo volvió loco.

     Pedro soltó al cura y comenzó a empujarlo hacia la puerta. El padre Macabeo nos miró a cada uno. Ninguno, ni siquiera la vieja, intentó ayudarlo. Lo mirábamos a su vez sin llorar, sin piedad, así como nos había enseñado no tenían piedad los viejos patriarcas. Ojo por ojo, diente por diente. Si un miembro del cuerpo te hace doler, córtalo. Obedece la ley de Jehová: sacrifica a tus hijos si él te lo pide.

     El padre Macabeo se paró en la entrada, bajo la luz radiante de la tarde. Era una figura oscura y sin detalles interiores, sólo contornos parecidos a la piedra volcánica. Se arregló la sotana y se fue caminando, seguido por los perros que lo olían y ladraban, jugando a tirar de los bordes de la sotana. Hasta que ellos también lo dejaron en paz.

 

 

8

 

Cuando se llevaron a papá era de noche. La vieja quiso ir, pero no la dejaron.

     -Mañana lo van a visitar, doña, si el juez permite visitas. Buenas noches-dijo uno de los policías.

     Fue mejor así, pienso. Clarisa no paraba de llorar y nosotros no habríamos sabido consolarla. Yo no me moví de al lado del cadáver de mi perro, y aunque tenía la cara bañada en lágrimas, pude ver cómo los policías levantaban a papá con las manos esposadas a la espalda y desaparecían en la noche. Pedro corrió tras ellos pero manteniendo la distancia hasta un poco más allá del umbral de la puerta. Raúl se había sentado y tenía la cabeza escondida entre los brazos cruzados apoyados en la mesa, y los puños cerrados, tensos.

     -Dios mío -murmuraba mamá, caminando de una pared a otra, intercalando mimos y palabras que intentaban consolar a Clarisa

     -Sabía que iba a pasar esto un día, lo sabía, lo sabía…

     Era la primera vez que la veía tan nerviosa, y nunca antes la había escuchado hablar tanto.

     Pedro volvió y ella se desquitó con él.

     -¡¿Querés que te lleven también?! -le gritaba, pegándole en la cabeza con la mano que le quedaba libre. Clarisa empezó a llorar más y ella volvió a dedicarse a nuestra hermana. Pedro estaba furioso, pero lloraba en silencio.

     Después ya no me acuerdo de nada. Sólo que amanecí en la cama, abrazado a mis hermanos. En la mañana enterramos a mi perro, mientras la perra nos acompañaba. Mamá se quedó en casa, Clarisa tenía fiebre. Raúl cavó el pozo, yo envolví el cuerpo en una manta y lo dejé caer allí. La perra se asomó, olisqueó y se sentó a  mirarnos. Pedro devolvió la tierra al pozo y yo puse una piedra donde grabé el nombre de mi perro. Pancho, se llamaba.

     Esa tarde, igual que lo haría casi diez años después, el padre Macabeo, más joven, con casi todo su pelo todavía, con la misma sotana pero más nueva, apareció en nuestra casa, atravesando el umbral con la puerta rota. Miró lo que habían hecho los policías con una expresión de leve superioridad.

     -Yo le avisé a Don Pedro, no son maneras de vivir las que estaba llevando…-dijo, aún antes de saludarnos.

     -Pase, Padre.

     Mamá le acercó una silla. Puso un almohadón, le sacudió el polvo y lo invitó a sentarse. Todavía había manchas de sangre en el piso y de sopa en la mesa. El cura  miró al suelo.

     -No lo hirieron, Padre, la sangre es del Pancho. Lo mataron por defender al patrón…

    El cura me miró, porque sabía que el perro era mío más que de la familia. Me sacudió el pelo mientras yo lo miraba, parado junto a la mesa. Me sonrió, supongo que por amabilidad, pero yo en ese momento me pregunté de qué se sonreía.

     Mi padre estaba preso, mi perro muerto. Mi madre desesperada, aunque lo ocultara, Pedro enojado y Raúl encerrado en sí mismo como si estuviera en un bastión a kilómetros de distancia. Mi hermana estaba en cama, entre fiebre y sollozos. Y casi no teníamos para comer. El trigo estaba listo para ser cosechado, pero no nos bastábamos para hacer la cosecha nosotros solos. Si el tiempo empeoraba, perderíamos todo.

      -Vengo del pueblo, Doña Clotilde. Vi a su marido. Manda decir a los chicos que empiecen a cosechar, que no pierdan tiempo. A usted le dice que no vaya a verlo, pronto saldrá. Le dieron un abogado de oficio, y con suerte cumple tres meses solamente.

     Mamá abrazó al cura y lo besó.

     -Déje, nomás, Doña Clotilde, me va a hacer poner colorado.

     -Vieron, chicos, el Padre Macabeo siempre nos trae buenas noticias -se secó las lágrimas y se puso a calentar agua caliente para unos mates.

     Entonces el padre Macabeo empezó a venir dos veces por día. Los fines de semana él se quedaba toda la tarde después de misa. Raúl y Pedro se pasaban horas en el campo, cosechando. Algunos vecinos venían a ayudar, pero era un trabajo lento. Ellos volvían cansados, se bañaban y se dormían casi sin comer. A las cuatro de la mañana estaban otra vez en pie. Yo fui a ayudarles, por más que mamá no quería. Los tres salíamos antes del amanecer, y al mediodía volvíamos para comer algo. Entonces nos encontrábamos con el cura sentado a la mesa, nos lavábamos las manos y luego nos sentábamos para hacer la bendición del alimento.

     El padre Macabeo nos miraba, mientras él levantaba delicadamente el tenedor, cortaba con suavidad la carne o bebía con lentitud. Cada vez que  elevaba el vaso, yo lo veía levantar el cáliz con la ostia, entonces me daba vergüenza estar comiendo en una mesa tan sagrada que el mismísimo cura había bendecido. Pero mi visión de ese entonces no era compartida por mis hermanos, y más adelante yo también cambié de opinión.

     Después del primer mes, el cura se ofreció a darnos lecciones de catecismo. Habíamos vendido la cosecha a un precio mucho más bajo del que esperábamos. Era una cosecha débil, y habíamos logrado recoger apenas la mitad antes de que el resto se echara a perder por una plaga que empezó a comerse el cultivo desde un mes antes. Papá no nos había dicho nada, y recién nos dimos cuenta que había mantenido a Raúl, el único que lo ayudaba hasta entonces, lejos de esa zona. Cuando poco después de que lo arrestaran, entramos al campo, vimos a los insectos proliferar sobre las espigas del trigo, consumiéndolas con un líquido pegajoso que las hacía pudrirse en pocos días.

     Cuando vendimos, el padre Macabeo nos acompañó hasta el pueblo, en la forrajería donde habitualmente se reunían los compradores y los dueños de los campos o sus arrendatarios. Si no hubiese sido por el cura, que aún sin decir nada cohibía en cierto extraño modo a los duros comerciantes, que trataban por cualquier medio de comprar al menor precio. Los compradores tenían su lista mental de cuáles eran las mejores tierras y cuáles los campesinos más diestros o más sagaces. Mi padre tenía mala fama, y la tierra que trabajaba era aún peor que su reputación. Por eso, cuando se corrió la voz de que sus hijos estábamos solos con lo que quedaba de la cosecha, y que el mayor no tenía más que quince años, murmuraron frases de satisfacción entre sonrisas burlonas. No teníamos mucho de lo que ellos pudieran aprovecharse, nada muy valioso para esforzarse por obtener el precio más ventajoso. Simplemente actuaron como benefactores, como si nos arrojasen una limosna por lástima. Monedas.

     Pero si el cura no hubiese estado allí, no siquiera eso habríamos obtenido.

     Tal vez por eso, o quizá lo planeara de antes, o simplemente fuese su buena voluntad, quién sabe, que entonces se creyó con el derecho de adiestrarnos. Nos tomó a su cargo como alumnos, ya que no teníamos nada más que hacer hasta el próximo cultivo, y eso todavía estaba por verse, porque el asunto de papá no parecía ir por buen camino.

     Una tarde, el padre Macabeo nos reunió fuera de la casa. Mi madre cocinaba y Clarisa la ayudaba en las tareas más simples, limpiar papas, barrer el piso. Mis hermanos y yo nos sentamos en la tierra libre de pasto junto a eucalipto. El cura se sentó en una de las raíces sobresalientes, se secó la transpiración de la frente con la manga y se acomodó la falda de la sotana entre las piernas abiertas.

      -Sé que no son muy creyentes, muchachos, pero voy a enseñarles algunas cosas para que vean qué beneficios trae confiar en Dios.

      Abrió la Biblia que siempre llevaba en un bolsillo. Nos miró un momento con el libro abierto, lo pensó mejor y comenzó a hablarnos.

     -Su padre, muchachos, es un hombre bueno con ustedes, pero es también un hombre equivocado. Los quiere, estoy seguro, pero los está llevando por caminos errados. Miren dónde  ha ido a parar, y no sabemos por cuánto tiempo.

     Nosotros lo mirábamos en silencio, sin mover un músculo de la cara. Raúl estaba en cuclillas, como apenas dispuesto a escuchar por un rato porque tenía cosas que hacer. Pedro arrodillado, la espalda erguida y los brazos cruzados. Yo acostado de panza contra el suelo, los codos en la tierra y la cabeza apoyada en las palmas de mis manos. Hacía calor, así que los tres estábamos desnudos del cuerpo para arriba, refrescados por la brisa que corría entre las ramas del eucalipto y nos envolvía con su aroma.

     -Su madre está cansada, muchachos. Es joven todavía como para estar manteniendo a cuatro hijos sin ayuda del padre.

     -Pero papá no está muerto…-dijo Pedro.

     El cura lo miró, tal vez sorprendido de aquella interrupción.

    -Ya sé, hijo, pero deberían considerarlo…

    Nos miró a cada uno por un instante, esperando ver algo más que la fría recepción que recibieron sus palabras.

     -…ausente por un largo tiempo. Por el bien de su madre, se los digo, y por el de ustedes. Deberían alejarse de su padre ahora que tienen oportunidad. Me van a mandar en unos meses a una parroquia cerca de Esperanza. Tengo conocidos. Le ofrecí a su madre conseguirles un terrenito para sembrar, y a medida que crezcan, ustedes se harán cargo.

     Un ladrido nos llegó desde la casa. Clarisa estaba riendo, jugando con la perra. El padre Macabeo sonrió mientras la observaba.

     -Su hermanita necesita un mejor guía que su padre -dijo, y cuando se dio vuelta otra vez hacia nosotros, se encontró con Raúl, que sin hacer un solo ruido se había levantado y acercado al cura. Parado frente a él, lo miraba con rencor. Era como ver a nuestro padre, la misma forma de cara de mandíbulas fuertes y delicadas al mismo tiempo, la nariz recta, los ojos marrones, las cejas pronunciadas, la frente ancha y el pelo negro ondulado apenas peinado hacia la izquierda. Era también de la misma altura, y como dije antes, la forma del cuerpo era exactamente igual a la que debía tener nuestro padre cuando era adolescente, y que todavía se mantenía casi indemne a pesar de los años. Papá tenía en ese entonces cuarenta y tres años, aunque cierto debilitamiento y el escaso pelo encanecido lo hacían parecer mayor. Yo lo imaginaba en una celda, sentado en el piso de tierra, la espalda contra la pared, las piernas dobladas contra el pecho y el mentón sobre las rodillas. Pensando, tal vez adivinando lo que sucedía esa misma tarde en las tierras de las que lo habían sacado. Viendo, quizá, con esos ojos cuyo color marrón era una mezcla de los tonos cambiantes del tiempo, una mezcla de tierras que el viento arrastra de lugar en lugar, la escena que nosotros estábamos viviendo en ese momento.

     -Vamos a esperar a papá -dijo Raúl.

     El padre Macabeo asintió, con una sonrisa que me pareció construida como una casita de naipes. Por eso pronto se borró cuando dijo:

    -Querido Raúl. Vos fuiste su primer hijo. Para nosotros, y aún para la gente de la ciudad, el primer hijo es más que un orgullo, no te lo puedo explicar mejor. ¿Nunca te preguntaste por qué no te bautizó con su nombre? ¿Por qué le puso Pedro a su segundo hijo?

    Raúl retrocedió y miró a Pedro, luego volvió la vista al cura.

    -¿Y usted qué sabe?

    -Los curas somos confidentes, hijo. Soy confesor de tu madre.

     Yo dudaba que fuera cierto, y si lo era, no creía que mamá llegara a contarle muchas cosas de nuestra familia. No lo pensé de esa forma en ese momento, pero era como una certeza sin explicación racional todavía.

     -Entre marido y mujer se dicen cosas. Los hombres hablan con sus mujeres a la noche. Dicen cosas como si hablaran con sus madres o sus curas confesores. Cuando tu mamá le dijo que vos vendrías en nueve meses, él dijo estar contento. Pasado ese tiempo, siguió diciendo estar contento. Pero siempre tuvo esa mirada de sorpresa y de miedo cuando te miraba. Como si se estuviese viendo a sí mismo. Ése era su mayor miedo, creo. Un orgullo que no se permitía sentir.

      Pedro se levantó, como dispuesto a enfrentarse al cura. No se atrevió a decirle nada, pero en su mirada reconocí el nacimiento de su ira.

      -Se acuerdan de la historia que le les conté de Abraham y su hijo. El viejo profeta habría sin duda sacrificado a su hijo. Dios se lo había pedido, y él confiaba en Dios por sobre todas las cosas. Es un asunto de fe incuestionable, pero también está la cuestión de la naturaleza humana. Somos semejantes a Dios, pero también semejantes al demonio. El orgullo no siempre es un pecado, a veces nos salva. Pero el miedo es el lazo más fuerte del mal, matamos a lo que tememos. Cuando crecías en la panza de tu madre, él sabía que estaba creciendo su miedo a no saber criarte, el temor de engendrar alguien tan terriblemente triste y destinado al fracaso como él. Se vio como en un espejo. Pero el miedo es como una víbora que se enrosca en un círculo hasta comerse a sí misma, se alimenta de su propio miedo. Uno termina por no matarse porque aprende a vivir con sus propios fracasos, son dulces a veces, son como palancas o cuerdas que nos mueven o evitan que nos caigamos. Ayuda, cuando no tenemos nada más que esas cuantas piedras rotas recogidas en la cosecha. Cuando naciste, allí estabas, el objeto terrible de su miedo, el espejo vibrante del futuro. Ponerte su propio nombre habría sido demasiado para su pobre corazón cobarde.

      Pedro se le tiró encima. Apenas era un chico, así que el padre Macabeo lo sostuvo apretado contra su cuerpo como un cachorro enojado, hasta que se le pasara la ofuscación. Soportó las patadas y los golpes de puño que Pedro le daba, y que no hicieron más que hacer sonreír al cuerpo fuerte del cura.

     Raúl lloraba.

     Yo no sabía qué hacer, dudando de que lo que acababa de escuchar hubiese sido realidad o un sueño. Ahora que recuerdo aquel monólogo, no estoy seguro si fue pronunciado de esa manera o yo he agregado mis palabras de adulto al sermón apocalíptico y tenebroso a que el padre Macabeo nos tenía acostumbrados.

  

 

9

 

En la noche del día en que enterramos a nuestro padre, llegó la señora Valverde. Entró cuando estábamos cenando. Mis hermanos y yo habíamos empezado a hablar de qué hacer con el cultivo de girasoles. No teníamos ninguna experiencia con ese tipo de cultivos, así que debíamos consultar primero en el pueblo. Pero entonces llegó la señora Valverde, gorda, mejillas rosadas y lisas como una manzana. Tenía más de cincuenta años, pero disfrutaba de una agilidad envidiable. El pelo blanco y liso era largo, aunque lo mantenía recogido con más de diez hebillas, y los ojos verdes, color que también su hijo había heredado.

      -Pero Clotilde…-dijo, uniendo las manos delante de los pechos anchos como todo su cuerpo. No era alta, así que su gordura se repartía como un globo inflado.- Por qué no me avisaste antes…

     Ella vivía a cinco kilómetros. Su estancia pequeña conservaba cierto fulgor económico a pesar de llevarla adelante sin ayuda. Era viuda desde muy poco después de dar a luz a su único hijo. Gustavo Valverde era un tipo extraño, solitario y experimentaba con crías de animales. No mucho después tendría problemas con los gendarmes y se iría a La Plata con su novia. Creo que se hizo farmacéutico, según me dijeron más tarde. Pero en el tiempo que estoy contando todavía vivía con su madre.

     -Sé lo que se siente, desde que perdí a mi hombre el único consuelo es mi hijo, y ya sabés los problemas que me trae…

     Mamá la miraba por respeto, pero no parecía escucharla. La señora Valverde siguió hablando, continua e ininterrumpidamente por más de dos horas. Eran casi las once de la noche y estaba muy oscuro dentro de la casa. No teníamos electricidad, y como mamá no quiso que encendiéramos las lámparas de petróleo, sólo la luz de la luna alumbraba por la ventana la mesa junto a la que ella y su vecina seguían conversando. Mamá respondía con monosílabos, con la mirada perdida en la luz blanca que alumbraba las vetas de la madera. ¿Veía, tal vez, manchas de sopa? ¿Recordaría ella lo mismo que yo recordaba en el mismo momento? No me extrañaría que, de pronto, hiciera un ademán para apartar las moscas, igual que lo había hecho con aquellas que daban vueltas sobre la cara llorosa de Clarisa el día que arrestaron a papá. Pero esta noche no había moscas, y se dio vuelta para mirar a mi hermana, que dormía en su cama.

     -¿Cómo está?

     Mamá volvió a mirar a la señora Valverde.

    -¿Cómo lo tomó, la pobrecita? Estaba muy encariñada con su padre.

    -Ya la ve, amiga mía, estuvo llorando todo el día hasta que se durmió. No quiso comer nada.

    -¿Y se sabe qué le paso? ¿Fue así nomás, de repente?

     Mamá miró hacia la ventana. Raúl y Pedro conversaban afuera, yo estaba acostado pero despierto.

     -El campo lo mató, me imagino-dijo mamá.

     -Como a todos, querida, como a todos tarde o temprano.

     Fue lo último que dijo la señora Valverde antes de irse. Pasó junto a mis hermanos y les dijo algo, el pésame, supongo. Pero estuvo distante, tal vez le habían contado lo que el doctor Ruiz sospechaba.

      Escuché a mamá lavarse la cara en la palangana, luego su ropa deslizándose en la oscuridad a pocos metros de mí. Su cama estaba contra la pared opuesta a la ventana por la cual entraba la luz de la luna. La sombra de mis hermanos se movía gigante sobre el piso, hasta llegar a las sábanas. Mi madre se acostó, escuché el rechinar del colchón. Cuando el ruido se detuvo, oí el llanto contenido de mi vieja. No había llorado en todo el día, y creí que nunca iba a hacerlo. Y eso me parecía bien: por qué necesitaba llorar por un hombre que no hizo más que darle problemas que nunca tendrían solución más que desapareciendo bajo las cenizas que toda la familia dejaba atrás al mudarse de pueblo en pueblo. Problemas y fuego eran una fórmula más que eficaz para mi viejo, era una revelación de santidad que le había sido revelada quizá en algún sueño, o en alguna vigilia donde el insomnio tenía la virtud de hacer ver las auras  y anticipar con profecías el devenir de los hechos y la fatalidad del tiempo. Más adelante diré cuándo y cómo me pareció ver que él leía aquellas oraciones místicas en los renglones del cielo de invierno sobre los campos recién cultivados.

     Pero esta noche estuve pensando en la razón del llanto de mi madre. Por qué una mujer más fuerte que su hombre y que todos sus hijos varones, necesitaría lamentar la pérdida de aquel que no hizo más que opacar el brillo que ella habría podido revelar por sí misma. Una mujer es un misterio. Una cueva y un océano, amplia y honda como ellos. Si mi vieja había hecho caso a los sermones del padre Macabeo, y los transmitía a papá, no era, seguramente, con la intención de que él tergiversara las enseñanzas del Antiguo Testamento según su peculiar interpretación. Una interpretación que luego sabríamos de una consistencia tan rígida como la lógica de un muro de barro seco. Ella le hablaba en las noches de cada domingo sobre los versículos de la Biblia que habían sido elegidos en la misa del día. Yo los escuchaba desde mi cama, lo mismo que tantas veces escuché los gemidos contenidos de cuando hacían el amor. Pero cuando ella hablaba no lo hacía con placer, sino con un leve sesgo de triste ironía, como si dijese que Dios había hecho escribir un libro demasiado bello para ser creíble, tan lleno de fantásticos episodios que aquellos héroes no hacían más que amedrentar y oprimir la imaginación y el amor -que a veces son una misma única redentora sustancia- de los hombres contemporáneos. Cómo competir con ellos, decía a mi padre, que la escuchaba a su lado, sin decir nada, más que asintiendo con un gesto de los labios, pronto a dejarse dominar por la fuerza del sueño y el temblor de sus habituales ronquidos. Mi madre hablaba del cielo depositado en la tierra por las manos convertidas en frases y palabras de quienes escribieron la Biblia. Mi padre escuchaba desde el lecho humano de su cama, el único instrumento humano más parecido a una tumba.

     Se quedaban hablando hasta las dos de la madrugada, a pesar de que a las cuatro él tendría que levantarse para trabajar el campo, y ella también, pero para preparar el desayuno, ordeñar a la vaca, alimentar a las gallinas y evitar ese pensamiento que la golpeaba como una piedra en la sien, esa idea constante e insobornable de que su hombre no era, a pesar de todo, un fracasado, un pobre tipo que no había hecho más que engendrar hijos fuertes y conservar para sí mismo una figura endeble pero singularmente bella para un hombre tan viril como él. El pensamiento que le decía que un hombre no es una escoria despedida de la suela de las botas de Dios, sino un instrumento, una joya que debe ser pulida para recordar la esencia en su centro. Sólo el fuego podía sembrar con humo la superficie, pero no el centro de una piedra preciosa. Porque las piedras brillantes son, lo mismo que las piedras de un campo infértil, productos de la tierra.

     -Las zarzas, Pedro –le decía mamá antes de hacer un silencio que era como un bálsamo para mis oídos-. Las zarzas son la lengua de Dios.

 

 

10

 

En la mañana, llegó Lisandro para llevarse a Clarisa.

     Ellos se conocieron un domingo diez meses antes, cuando pasamos por Le coeur antique por primera vez. Nosotros acabábamos de llegar a Los perros y nos enteramos que el padre Macabeo hacía visitas de cortesía en el pueblo vecino para atraer feligreses. Allí no había iglesia, tampoco esperaba convencerlos de recorrer casi treinta kilómetros cada domingo para ir a la iglesia de Los perros, pero continuaba insistiendo. Mamá quiso ir a visitarlo, ya que no lo veíamos desde que dejamos Coronda. Y entonces nos cruzamos en la plaza del pueblo con una familia que tenía una estancia cerca, los Gonçalvez. Era gente de dinero, nos dijeron. Los parientes de Buenos Aires eran socios de una empresa recolectora de residuos, y también de una funeraria. Pero la familia parecía sencilla y amable. Habían venido en una furgoneta nueva a pasar el día en el pueblo. La madre era una señora delgada y piel curtida por el sol, de modales finos, rasgos simples y distinguidos. El hombre era corpulento, de hombros anchos, bigotes y barba espesa, ojos verdes como el césped que cubría el cementerio del pueblo. El hijo se llamaba Lisandro, un chico de veinte años, alto y muy parecido a su padre, pelo corto pero muy rizado y oscuro.

     Las miradas de Clarisa y él se cruzaron e inmediatamente cambiaron saludos, luego palabras, luego juegos aparentemente inocentes, empujones leves, excusas para breves roces que el tiempo fue prolongando y convirtiendo en una especie de amor que mis hermanos y yo no habíamos conocido. Luego hablaré de nuestras relaciones con las mujeres, ahora es tiempo de hablar de Clarisa y de la forma en que nos abandonó. Porque esta mañana fue la última que pasamos juntos, la última vez que la familia durmió bajo un mismo techo. Es curioso, ya la noche anterior mi padre no estaba, y sin embargo no lo pensé de esa manera. Quizá el viejo había desaparecido antes de que nosotros lo enterráramos. De algún modo, su muerte fue no una muerte, sino la desaparición de un cadáver que desde hacía un tiempo antes, y contra toda lógica, arrastraba a los vivos en lugar de dejarse arrastrar.

     Los vivos somos los títeres de los muertos. Algunos ya están muertos por más que luzcan con vida todavía. Son como Cristo, me parece. Llevan una sombra al lado, como todos, pero ellos se han fijado en esa sombra desde que nacieron. Ella les habla y ellos escuchan. No entienden, pero escuchan como quien oye el sonido del viento que crece y avanza, trayendo el olor de la lluvia, las hojas arrancadas con crueldad de los árboles, y más tarde las manos huracanadas de un tornado nos levantan de la tierra como un símbolo incontestable, irreversible de nuestro final.

     Pensándolo de tal modo, mis hermanos y yo no hemos hecho más que ser sepultureros. Levantar un cuerpo muerto y llevarlo a enterrar en un sitio apartado, lejos del ruido y cerca del perfume denso de las flores podridas. Sólo en ese olor somos capaces de hundirnos sin pelea ni rencor, es un océano de aguas espesas y calmas que nos recibe como las manos suaves de una madre o un padre que aún no sabe lo que vendrá: el miedo al futuro instalado en ese presente intacto y enorme como un universo encerrado en una piel casi transparente: el niño recién nacido, el hijo que ha empezado a morir, sin saberlo.

     Nadie se lo dirá todavía, tal vez nunca se lo digan, porque de tales cosas no se habla.

     Por eso la muerte no es comprendida por quienes tienen, como mi hermana, la mente clara y liviana como el agua de un arroyo que se junta en un claro de un bosque. Es tan limpia y superficial, tan etérea su visión de las cosas, que no habría sabido ver la sombra de nuestro viejo aunque el sol más grande se hubiese ubicado junto a él para demostrar que una sombra es más que un reflejo en negativo, es una compañera, una amante que nos abandona al acostarnos, sea en el sueño o en la muerte.

     Clarisa vio entrar a Lisandro entrar mientras tomábamos mate sentados a la mesa. Mamá estaba parada frente a la cocina a leña, esperando que hirviera la leche. Pedro se acababa de lavar y estaba en calzoncillos largos. Raúl cebaba y yo tenía el mate en la mano derecha.

     Mi hermana corrió a él y se abrazaron. Ella tenía su camisón viejo de algodón, limpio y largo. No le gustaba porque la hacía parecer vieja, pero la abrigaba en las noches de invierno. Ahora no parecía sufrir de frío ni tenía los temblores con que se había levantado un rato antes. Pronto tendría quien cuidara de ella sin miedo ni temores. Alguien que se acuestara a su lado y cubriera su cuerpo con su propio cuerpo. No debió ser fácil para Clarisa crecer y hacerse mujer con tres hermanos varones. En los últimos tiempos la habíamos notado cada vez más distante, más desconfiada, como si cada uno de nosotros fuese un violador. No sé de dónde sacaba esas ideas, no sé cómo pudo haber imaginado tales cosas, a menos que el padre Macabeo le hubiese hablado alguna vez. ¿Le habría dicho que tuviese cuidado, que no nos provocara, que todo hombre es un animal que no sabe cómo controlar la salida del semen que fabrica sin darse cuenta, como un animal prehistórico, como un asesino compulsivo?

     Tal vez sea cierto si lo dijo el cura, algo sabrá de todo eso. Yo recién sabría que tenía razón un tiempo después. Cuando la familia ya no era una familia, cuando Pedro mató a su propio hermano y yo fui responsable de la muerte de mi hijo. Pero me estoy adelantando demasiado.

     Esta mañana Lisandro llegó con su camioneta Ford, estacionada entre una nube de polvo levantada al estacionar frente a la entrada. Debió llegar a ochenta kilómetros por hora, apenas se enteró de lo que había pasado. No iba a esperar que Clarisa se hiciera mayor. Todos lo leímos en su cara. Mamá lo sabía aún antes de que mi hermana se levantara de la mesa para abrazarlo.

      -Me la llevo, Doña Clotilde -dijo él. Consideró mantener un cierto respeto sólo por la vieja, aunque por su cara no parecía ni siquiera dispuesto a concedérselo. En cuanto a nosotros, evitó mirarnos hasta el momento en que se hizo necesario.

     Pedro arrancó a Clarisa de sus brazos y la empujó contra una silla. Lisandro se le tiró encima y empezaron a pelear. Raúl intentó separarlos, pero sólo logró sacarlos de la casa. Mamá también intentaba separar a Pedro. Clarisa salió detrás y todos estábamos afuera ahora.

     -¡Es menor de edad, hijo de puta! -decía Pedro.

     -¡Una mierda son ustedes! ¡Asesinos! ¡No la voy a dejar acá para que la maten también!

     Mamá dejó de forcejear y agarró a Clarisa.

     -Hija, por favor.

     Ellos pararon y escucharon lo que mi hermana intentaba decir entre lágrimas.

     -¡Lo mataron! ¿Entendés, mamá? Y vos los ocultás.

     Mamá le dio una bofetada en la mejilla. Clarisa la miró con ojos grandes, asustada, luego corrió hacia Lisandro. Empujó a Pedro, diciendo:

    -Corréte, hijo de puta…-y se protegió entre los brazos de su novio. -Me voy, mamá. Les tengo miedo. ¡Mataron a papito!

     Raúl agarró a Clarisa de un brazo, y me sorprendió. Siempre tan tranquilo, era poco habitual en él aquel arranque de ira contenida. Clarisa lo miró y creo que entendió lo que él quiso decirle en silencio. Papá ya está muerto, le decía con los ojos, ha llegado a su campo de girasoles. Vos lo ayudaste a sembrarlos más que nosotros, aunque no hicieras más que traerle el almuerzo y acompañarlo, lo ayudaste a conservar la fuerza de su furia, la ira de su fracaso y el rencor nacido de sus miedos en el punto justo: el nacimiento de las flores que miran al sol. Porque el sol es fuego y quemará las flores que miran a su verdugo cada día de su vida. Evitaste que terminara matándonos, por lo menos a mí, su primogénito. Sólo yo estaba destinado al sacrificio.

     Abraham y su hijo.

     Dios y Jesucristo.

     Los espantapájaros crucificados en el campo.

     Lisandro se sacó la campera y abrigó a Clarisa. Ella escondía la cara en el pecho de su novio, abrazándolo de la cintura como si él fuese a dejarla de un momento a otro. Pero nada más lejos que esto, él estaba dispuesto a llevársela consigo para siempre, y de algún modo todos sabíamos que no volveríamos a ver a Clarisa nunca más.

      La subió a la camioneta y dijo:

     -Hoy mando un peón por sus cosas. ¡No se les ocurra venir a buscarla o mando a la policía, carajo!

      Y después de gritar esta advertencia, la camioneta arrancó entre nubes de polvo, ocultando la figura esmirriada, quejosa y pequeña de nuestra hermana apenas entrevista tras la ventanilla.

     Mamá ya no pudo más y se largó a llorar. Lo curioso es que me agarró de los hombros y se me colgó del cuello. Yo sentía su temblor y el olor acre de sus lágrimas. Yo era su bebé ahora, pensé en ese momento. Y justo me crucé con la mirada de Raúl. Sentí su rencor más claramente que veía el sol de la mañana. Desde hacía varios años Raúl se volvía transparente a medida que dejaba de expresarse con palabras. Claro que había que haber convivido con él un tiempo para conocer sus expresiones, los más leves gestos de su cara, la posición de sus manos, las palabras no dichas en medio de largos párrafos de irreprochable y serena lógica.

     Por qué a vos, decía esa mirada. Por qué no me abraza a mí, que soy el mayor. Soy el hombre de la casa ahora, mamá. ¿Por qué? Era lo mismo que creí haber escuchado la vez que papá me regaló la escopeta hace dos años. Le habían dado esa escopeta usada a cambio de unos pesos que le debían por un trabajo. Se apareció una noche con la escopeta al hombro, seguido de los perros y con la cara repleta de esa sonrisa que guardaba para las buenas cosechas, y por eso tan infrecuente.

      -Miren, muchachos…-nos dijo, y los tres nos acercamos a ver y palpar el arma. Era vieja y tenía manchas de óxido.

      Raúl la agarró en sus manos, la observó con gestos de experto, lo cual no era y se notaba en su exagerada jactancia. Pedro se la quitó y la apoyó en su hombro, apuntando donde estaba Raúl. Entonces papá se la arrebató y sorprendió a los dos, diciendo:

     -Tomá, Nicanor, ahora que sos un hombre, te la merecés.

     Me quedé duro del asombro, Pedro protestó y se largó a caminar con los perros. Pero quien me preocupó fue Raúl, porque miró fijo a papá, y creí por un momento que se pondría a lagrimear. Los ojos le brillaban, sus labios se abrieron un poco para decir algo y luego se arrepintió. Metió las manos en los bolsillos y se sentó. Yo tomé el arma y le dije a mi hermano:

     -Mirá, Raúl, está buena, ¿no? ¿Me ayudás a limpiarla? ¿Vamos a practicar mañana?

     Él me miró y supe para siempre que ya no era solamente mi hermano mayor. Era un hombre que miraba a otro hombre con infinito rencor. Me acordé, de pronto, del padre Macabeo y de aquella tarde bajo el eucalipto. El nombre del padre le había sido negado, lo mismo que el regalo más importante para un hombre. Él trabajaba con el viejo desde los diez años, él cargaba y descargaba la camioneta, cuando disponíamos de una, en cada mudanza. Él había encendido las antorchas que luego pasaban a las manos de papá, porque debía ser el viejo quien comenzara el fuego, no otro. Ni su hijo, aunque se tratase del primero.

     El primogénito era la bendición y la maldición. El futuro y el pasado irrecuperable. El éxito y el fracaso aunados, caminando juntos, anulándose mutuamente. Tocarlo significaba amarlo y perderlo. Hablarle era como anudar un alambre que sólo podría cortarse para separarlos. Si debía sacrificarlo, era mejor evitar los regalos, que después de todo son símbolos de las palabras que no pueden ser dichas de uno a otro hombre. Símbolos de símbolos que expresan precariamente lo que tal vez se está sintiendo por el otro.

      Y si uno ve en ese otro a sí mismo, si uno se odia, sabiendo que más tarde deberá sacrificar-expulsar-arrancar las profundas raíces de la ira y los amargos olores de la frustración enterrada en el propio corazón, lo mejor es ignorar. Detener la mirada en el límite exacto de la zona del amor-odio, la zona de conflicto donde quien se descuida, pierde siempre una parte de sí mismo.    

Porque un hijo, si además es el primero, es también un miembro de nuestro propio cuerpo. Un fragmento cortado que extrañaremos con dolorosa desesperación por el resto de nuestras vidas. Un pedazo de ira tomando forma propia, creciendo y asemejándose demasiado a su origen.

      Y eso es demasiado intolerable, sobre todo si lo que se aborrece de uno mismo es más de lo que se ama.

 

 

11

 

Durante todo el día nos quedamos en casa con mamá, esperando con paciencia que nos pidiera llevarla a donde estaba enterrado el viejo. Pero después de que se fue Clarisa, se dejó caer en la cama. Una hora más tarde, se levantó, se lavó la cara y se cambió la ropa de dormir por el vestido que usaba para ir a misa. No era domingo, sin embargo, así que sospechamos que saldría al pueblo.

     Nosotros estábamos sentados alrededor de la mesa, compartiendo miradas y sospechas. No sabíamos qué haríamos si ella salía camino al pueblo. No queríamos pensarlo siquiera. Pero mamá se puso a preparar el almuerzo. Llenó una olla con agua y la puso a hervir. Luego puso el arroz y esperó a que estuviera listo. Ella iba y venía de la cocina a la mesa, trayendo platos y pan, pero sin mirarnos y en completo silencio. Después sirvió los platos brusca y rápidamente con el cucharón, como si fuese la cocinera de una prisión y estuviese sirviendo a reos con desgano y malhumor.

     -Si querés ver al viejo…-empezó a decir Raúl.

     Ella no lo dejó terminar, le dio una bofetada.

     -Justo vos…tan parecido…

     No sé por qué utilizó esas palabras, si fueron espontáneas o planeadas, si quisieron expresar otra cosa que la simple fachada de furia que denotaban. No se sentó con nosotros, volvió a la cocina y se quedó parada comiendo un pedazo de pan. Creí que esperaba que termináramos de comer, pero enseguida pasó junto a nosotros y salió. Antes de darnos cuenta, nos había pasado una mano por el pelo. No fue un golpe, aunque intentara serlo, sino una caricia brusca, quizá más sincera que una hecha con suavidad. Fue como una ráfaga que atravesara la casa por un instante, despeinándonos y provocando un escalofrío seguido de una tibia sensación de abandono. Algo así como si hubiesen sido los años que pasaban, arrastrados en el aire por puños cerrados sobre las mechas canosas que el tiempo suele peinar.

     Pedro se levantó y siguió a mamá con la vista, parado en la puerta. Ella no había tomado el camino del pueblo, sino el del campo, pero igual sospechábamos.

     -¿Y si va a hablar con el comisario? -dijo él.

     -No va a hacerlo -dije, y ambos me miraron como si yo fuese otro, el mismo pero más crecido. En lugar de convertirme en el menor de la familia ahora que Clarisa ya no estaba, me había hecho mayor. Yo habría querido decirles que eso es lo que sucede cuando uno envuelve el cuerpo de su propio padre en una bolsa de arpillera, lo carga en la parte posterior de una camioneta y luego lo lleva en hombros. Eso pasa cuando uno cava y maltrata la tierra para que deje paso libre a quien mucho tiempo antes la misma tierra expulsó con desprecio. Uno crece, o más bien se transforma en algo que no queremos ver en los espejos, cuando dejamos a los muertos arreglarse por sí mismos, acostumbrándose al silencio que adivinamos eterno, y mientras pensamos, con la pala al hombro y de espaldas a la tierra siempre inquieta del pasado, que la vida es un hueso que roemos como perros acostumbrados al hambre, un hueso seco y blanco, que resulta ser una parte de nuestro propio esqueleto.

     Uno, finalmente, debe crecer para ser padre de su padre, porque quien mata, aunque sea con el pensamiento, adquiere una dimensión semejante a la de quien engendra.

    

     En la tarde fuimos al pueblo. No era tiempo de venta de cosecha. Aún no había terminado el invierno. Los girasoles habían sobrevivido por casualidad, por así decirlo, y si papá no los recogió antes fue por esa obsesión que en los últimos meses lo dominaba más que nunca. Intentamos por un tiempo convencerlo para que se aconsejara con expertos. Que viera cómo podía vender lo mejor posible a los fabricantes de aceite. Pero él no quiso, y Raúl y Pedro se resintieron con él al punto de enfrentarlo varias veces en casa y en el campo. Había gastado lo poco que teníamos en ese cultivo. Antes de llegar a Los perros pudimos vender en Bragado una buena cosecha de papas. Teníamos dinero y no hubo necesidad de quemar nada, ni para ocultar los cultivos fracasados ni para renovar la tierra en la que nos habíamos asentado. Siempre fueron terrenos abandonados, tal vez confiscados y olvidados por gobiernos cambiantes, más preocupados por los avatares políticos que por mantener cuidadas tierras viejas, agotadas y sin valor. Pasaban de mano en mano como si fuesen juguetes, cuando eran los hombres los que se desplazaban sobre ellas. Es curioso cómo la perspectiva se modifica y ningún punto de vista llega a ser más real que otro. La tierra nos ve como hormigas, nosotros la vemos como una sirvienta que puede ser violada en muchas oportunidades. Cuando logramos preñarla, da hijos sanos unas cuantas veces, luego los hijos son enfermos, deformes y asesinos.

     La tierra y papá tenían una relación compleja. Él regresaba y ella lo recibía, él la mataba y ella regresaba. La tierra lo amaba pero le daba hijos feos y malos. Él insistió, sin embargo, en cultivar las flores que miran al sol. Le ofreció flores a su extensa amante siempre rendida a sus pies. Por eso no quiso privarla de flores aquel invierno.

     En el pueblo, dejamos la camioneta frente a la forrajería. Había un par de vecinos saboreando sus pipas en la puerta. Nos saludaron en silencio, sin dejar de mirarnos como bichos raros.

     -Buenas tardes -dijo Raúl a Don Jacinto, el dueño.

     -Buenas-contestó el otro.

     Raúl apoyó las manos en el mostrador, Don Jacinto miraba esas manos de vez en cuando, dando vistazos por encima del hombro de mi hermano para ver qué estábamos haciendo Pedro y yo.

     -Sabe, Don Jacinto, que mi viejo cultivó girasoles. No tenía experiencia, y nosotros tampoco. Vamos a recogerlos pero necesitamos saber a qué precio vender.

     Había dos hombres y una mujer que conocíamos de vista. Estaban escuchando con más atención que la acostumbrada en pueblos como ese. Era evidente que el doctor Ruiz había hablado con casi todos, y el rumor se había esparcido con una fertilidad mayor que la que cualquier hombre habría podido desear para sus cultivos.

     -No sé decirles, muchachos. Yo que ustedes me llevaría a la vieja, recogería mis cosas y me largaría.

     Pasó un trapo al mostrador, como si las manos de Raúl lo hubiesen ensuciado. Se dio vuelta para seguir con sus cosas, clasificar repuestos, preparar encargos. Por un momento creí que Raúl iba a agarrarlo de la ropa para golpearlo, pero me di cuenta que la pesadumbre era mayor que la bronca. Supe leer en los ojos de mi hermano que hay una herencia que a veces llega junto con el aspecto físico, otras no, pero en su caso él parecía formar parte de un círculo. Estaba dando la vuelta después de los 180 grados. Regresaba al punto de origen y allá lejos, en el mismo punto de su nacimiento, lo esperaba el viejo Don Pedro Espinoza, con otro nombre, pero no era necesario un nombre para constituir una esencia.

      Raúl veía el fuego, entonces, al final del camino. Como diez o veinte años antes, un hombre y su familia se marchaban dejando un campo arrasado por llamas que intentaban borrar los rastros de un fracaso que daba todo los signos de estar predeterminado desde siglos antes. Pensar esto y ver entrar al padre Macabeo al negocio fue casi un mismo hecho. Saludó a todos y puso una mano sobre mi hombro.

    -Buenas Nicanor, ¿cómo está tu vieja?

    -Más o menos -contesté. Él sonrió y me palmeó la espalda.

    -Siempre me caíste bien, Nicanor.

    Pedro lo miró con bronca pero no se atrevió a hacer nada. Raúl salió del almacén. Los demás salimos y el cura nos acompañó. Raúl subió a la camioneta y arrancó a toda velocidad. Pedro lo corrió unos metros, después se metió las manos en los bolsillos, mirándonos al cura y a mí, después se fue caminando al bar.

     -Me gustaría hablar con vos, Nicanor. Me parecés más razonable que tus hermanos.

    Me sacudí su mano de la espalda, como si me hubiese agraviado.

    -Está bien, no quiero ofenderlos. Sé que los querés mucho. Pero hay que ser razonables y no actuar como delincuentes. Le están haciendo mucho daño a tu vieja, ¿te das cuenta?

    No esperó que yo contestara, me agarró con suavidad de un codo y me hizo acompañarlo hasta la iglesia. Era una capilla más que una iglesia, en realidad. Tenía un arco oval, una escalinata de diez escalones, un campanario en la única torre central, no más alta que un álamo carolina. Siempre había olor a humedad en el interior, ni siquiera el incienso que la vieja beata encargada de la limpieza lograba vencerlo. La cruz del altar estaba sobre una pared invadida de moho, y las imágenes de los santos y las estaciones del calvario estaban incompletas, rotas y sucias. Durante un tiempo, nos contaron, habían estado robando las únicas cosas valiosas de la iglesia, los cálices de plata, la estatua de mármol de la virgen. Cuando ya no quedaba más que la madera de los bancos y el altar de cemento, el cura anterior al padre Macabeo había optado por reemplazar aquellos objetos por otros baratos, de cerámica o barro, incluso había mandado traer de Buenos Aires una serie completa del calvario hecha en plástico y acrílico.

     Cuando entramos, vi esos cuadros colgando de las paredes laterales, de colores chillones pero ya deslucidos, desgastado el plástico por las manos devotas de los feligreses. Caminamos entre ellos hasta la pequeña puerta que se habría detrás del altar. Era de marco oval, de madera gruesa, con una única cerradura antigua y dos cerrojos agregados recientemente. Quizá el padre Macabeo los había hecho poner. Era la única cosa bella en esa iglesia, la puerta antigua, que a pesar de su deslucido brillo y su rústica prestancia, parecía una reliquia rescatada del tiempo. Sus goznes resonaron al abrirla, y me pareció escuchar entonces el coro de las misas de antaño, en los antiguos mediodía de domingo, cuando el pueblo no era siguiera eso, sino una acumulación incongruente de gente de campo reunida por un rito común y cristiano, alegre más que triste. Creí escuchar también los gritos y el juego de los chicos afuera, penetrando al abrirse las puertas después de la ceremonia, junto al sol que despeja las sombras fúnebres del rito y las ahuyenta hacia donde pertenecen, su encierro en el cáliz y entre las sombras de los ojos de Cristo en la cruz.

     Vi la luz del sol inundar el pasillo central entre los bancos, y caminé con la imaginación hacia fuera, ansioso de jugar con los demás en esa tarde inmemorial de domingo, que duran tanto como la vida, hasta que el sol va cayendo y el frío anuncia el fin de las cosas con una congoja que crece en el pecho de cada chico y cada perro. Los árboles participan de esa muerte con su sombra enorme y su frío bajo las ramas.

     Y veo, al fin de la tarde, los caranchos sobrevolando los campos, cubriéndolos poco a poco con la sombra de sus alas. Como sembrando frío y muerte, noche y silencio, sobre la tierra.

      El padre Macabeo me invitó a sentarme. Era una habitación estrecha aquella donde él vivía. Toda una pared estaba cubierta de estantes con libros, sobre otra había arrimada una mesa y dos sillas. Junto a ella había una puerta que imaginé conducía al baño. Otra puerta, sólo un poco más lejos, debía llevar a otra habitación más chica donde él dormía.

     -¿Querés una vaso de limonada? Acaba de hacérmela Doña Gervasia.

     -No, Padre.

     -Ayer no me dejaron hablar, así que escucháme con atención. No quiero darte un sermón, nos conocemos hace muchos años.

      Esperé la pregunta inevitable, intenté leer en sus labios lo único que me interesaba escuchar: la pregunta. Todo lo que empezó a decir creí no haberlo escuchado, aunque resultó lo contrario, como me di cuenta poco después de salir de la iglesia.

      -Vos sabés que tu padre y yo nos hicimos amigos. A lo mejor vos no te acordás, eras muy chico. Él no frecuentaba mucho la iglesia, pero tu madre sí, y ella sirvió de puente entre nosotros. A veces yo iba a visitarlo al campo, mientras ustedes estaban en casa o tus hermanos trabajaban. Ellos nos vieron conversar, sentados entre los surcos, viendo crecer los cultivos. Preguntáles si no me creés. Pero hay cosas que no puedo contarte de él porque nadie lo conocía a fondo, ni siquiera tu madre, y ella sólo lo hizo por intuición, me imagino.

       -Pero mi viejo no creía…

       -¿Y eso qué tiene que ver? ¿Para ser amigo de un cura es imprescindible creer en Dios? Para algunos puede ser, para tu viejo no era así.

     Acercó su silla hasta donde yo estaba e inclinó el cuerpo, como si fuese a decirme una confidencia al oído.

     -Era mi amigo, es verdad, pero después de que lo arrestaron se enojó conmigo, no sé por qué. Yo quise encaminarlos a ustedes. Veía a Don Pedro en la cárcel por mucho tiempo y a ustedes en la miseria, eso me ponía furioso. Tu madre no se lo merecía. Te voy a contar una cosa que ni tus hermanos saben, y creo que Clotilde tampoco. Antes de que Raúl naciera tu abuela todavía vivía. En ese entonces tenían una chacrita en las afueras de Venado Tuerto. Tu padre era hijo único, y como a tu abuelo lo mataron una noche en medio del campo cuando él tenía ocho años, tuvo que convertirse en el hombre de la casa. La vieja era muy gorda y apenas podía moverse, pero se arregló para mantener la chacra con lo que ganaba como adivina. Después tus padres se conocieron y Clotilde quedó embarazada de Raúl. Lo que quería contarte es esto: cuando faltaban dos meses para que él naciera, tu padre pasó toda una noche fuera de casa. Llovía, me dijo, los caminos estaban intransitables y el campo inundado. La madre estaba enferma, y la visitaba casi todos los días. Esa noche decidió quedarse en la vieja chacra de sus padres. Entonces la madre le leyó el futuro. Nunca lo había hecho con su familia, cuestión de superstición, supongo. Pero la vieja estaba por morirse, tenía fiebre, y a lo mejor tenía miedo de no sobrevivir a esa noche. Tu padre se había sentado al lado de la cama, mirando a su madre, enorme, rebalsando de los bordes como una bolsa de papas.

      “Alcanzáme el hueso”, le dijo a tu padre. Él fue a buscarlo en el cajón donde lo guardaba. Era un hueso de muerto, un hueso del talón. Es el que ella usaba para adivinar el futuro, según decía. Cuando él se lo entregó, ella se lo puso en la boca y cerró los ojos. Tu padre estaba acostumbrado a eso, así que no se asombró. Para él ése era el trabajo de su madre, y no se había puesto a pensar si creía o no. Pero cuando ella escupió el hueso sobre la cama, tenía los ojos abiertos como platos y una expresión de miedo que nunca le había visto, salvo, quizá, la noche que los gendarmes trajeron el cuerpo del viejo. El hueso rebotó de la cama y cayó al piso, junto a los pies de tu padre.

      “Qué pasa, vieja”, preguntó. Ella lo miró, y con esa brusca animosidad de los gordos le apretó la cara entre las manos, haciéndole mimos torpes, y se puso a llorar. Tu padre le preguntó varias veces qué había visto, pero ella se negó a contestarle.

      Cuando amaneció, él ya se había olvidado casi del asunto, y cuando se acercó a la cama de la vieja, ya estaba muerta. Le cerró los párpados y la cubrió con las sábanas. Al correr la silla donde estaba sentado golpeó el hueso de muerto. En ese momento sintió que algo le pasaba a su mujer. La vio parada, con el vientre pesado junto a la ventana, mirándolo en silencio, como de muy lejos, como en realidad estaba. Dijo él que la vio estirar un brazo y pedirle ayuda. Algo le pasaba al chico por nacer. Faltaban dos meses pero sentía que su mujer iba a dar a luz. Entonces salió de la casa de su madre, se subió a un caballo y cabalgó por lodazales, atravesó terrenos inundados y llegó a su casa. Clotilde estaba levantada, tomando mate.

     “No te esperaba, tan temprano con esta lluvia. ¿Cómo está tu mamá?”, le preguntó. Tu padre se quedó aturdido, movió la cabeza con asentimiento y se sentó.

     “Estuve pensando toda la noche un nombre para el bebé”, le dijo ella, “ojalá salga como vos”. Entonces supo lo que su madre había visto. Se acordó de la cara de la vieja al escupir el hueso, y ya no tuvo valor para esperar un futuro mejor que el pasado.

      No hay nada sobrenatural en eso, me parece, le habría dicho yo al padre Macabeo cuando terminó. La vida es un círculo. Padres e hijos no hacen más que dar vueltas unos sobre otros, mirándose y odiándose hasta el punto exacto donde todo recomienza, donde el amor se renueva sin saber en qué está destinado a transformarse.

     El padre Macabeo me dejó ir al renunciar a saber lo que deseaba. Esa pregunta que yo había esperado con miedo, pero a veces el miedo, como le pasó a mi padre, es un oráculo, una grieta que rompe la superficie de lo cotidiano y ventila, además de revelar, los tristes y húmedos recovecos del entramado celestial. Entonces se me ocurrió pensar que el corazón de Dios debe ser como ese hueso de mi abuela. Pero no se lo dije al cura, me dio la impresión que, de haberlo escuchado, se habría puesto a llorar. Yo no quería eso, todavía.

     Con mis hermanos, más tarde haríamos otros planes para él.

 

 

13

 

Regresé caminando a casa, pensando en lo que me había dicho el cura. Pensé en mi madre, tan esperanzada cuando conoció a mi padre, tan orgullosa seguramente. No lograba entender del todo aquel miedo que el padre Macabeo adjudicaba al viejo. Cómo un hombre, me pregunté, a mis dieciocho años de edad, podía tener miedo a tener hijos. Entonces me rectifiqué, como un estúpido había comprendido mal. El miedo que sentía era hacia su hijo, fuese cual fuese, tuviese el aspecto que tuviese. Pero él quizá presentía, o sabía con esas certezas que nuestra mente lúcida no se atreverá jamás a reconocer abiertamente a la luz del día, que su primer hijo, como el primogénito de cualquier hombre, no sería solamente una casualidad, una convergencia de factores tomados al azar por las inclasificables leyes del tiempo y la herencia, sino la prolongación más exacta de sí mismo. Todo hombre es un ensayo de Dios, y como Dios mismo, el hombre ensaya al engendrar. Hay errores, hasta que se aprende a no volver a cometerlos. El primer hijo es el espejo de uno mismo, luego iremos perfeccionando los productos. Nunca habrá un último producto totalmente perfecto, pero nos iremos acercando. Era posible, me preguntaba, que papá considerase a Clarisa, su última hija, como el producto más perfecto, por ser la última. Si es por el cariño que le demostraba, así debía ser.

      Me puse a caminar más despacio aquella tarde en que el sol de invierno daba una piadosa calidez al aire frío. Apenas hacía un día que habíamos enterrado a papá. Arrastré las suelas de las botas por la tierra al caminar, retrasándome deliberadamente, deteniéndome en el pensamiento de Raúl. Mi hermano mayor, el más exacto reflejo de mi padre. Y me di cuenta de que así debía ser siempre. Un hermano menor siempre será el menor. La figura del primogénito, por más que éste sea amable y no autoritario con sus hermanos, siempre es poderosa. No hay cosa que no debamos consultarle, no hay hecho del que no tengamos la más mínima sospecha de que podrá no gustarle. Habrá cosas que debemos esconderle por miedo a su desaprobación. Porque a veces más que el padre, del cual es representante y a cuya autoridad él también está sometido, debe ser rígido, no sólo por temor a verse retado por incumplimiento de su deber, sino porque la inexperiencia y la juventud producen una inseguridad traducida en insobornables actitudes donde no existe el perdón ni la piedad. Sólo el padre, como Dios, puede permitirse a condescender con ciertas debilidades de sus súbditos, porque él es otorgador de la misericordia.

      Raúl era cada vez más parecido a nuestro viejo. Por más que él no lo deseara, estaba siguiendo su camino. Él debía ya no presentirlo, sino saberlo. La imposibilidad casi concreta de sacar provecho por la plantación de girasoles había provocado su silenciosa furia de aquella tarde. Si no era el destino, me dije yo, sería el doctor Ruiz quien nos impediría vender. Hay hombres que son instrumentos, que han nacido para ser apoderados y abogados sin poder, sólo máquinas que llevan a otros a determinados lugares y allí los abandonan. Son máquinas que procesan el alma y el cuerpo de sus víctimas, y los depositan en páramos yermos, donde el humo es la única cortina que separa el castigo del sol y los insectos son diminutos instrumentos de tortura. Lugares donde no hay espejos, donde no está dios-padre para venir a rescatarnos. Como un trago de agua ácida en el desierto, descubrimos que nuestros padres fueron esos instrumentos, esas máquinas, que una vez, hace mucho tiempo, se fueron alejando con sus pies de bronce, sus pies de oruga como tanques de guerra, su destartalada estructura donde el sentimiento crece y muere como las estaciones a lo largo del año.

     Vi la camioneta vieja al llegar a casa, tan semejante a la imagen que recién había tenido. Por eso Raúl se había adjudicado casi su exclusivo uso, acorde con mis ideas, encajando perfectamente en el diagrama del rompecabezas que se estaba armando en mi mente.

      Mamá estaba en la huerta, cuidando de su pequeña plantación de hortalizas.

     -¿A dónde fuiste, vieja?- le pregunté.

      -Ya sabés, Nicanor. Me costó encontrarlo, pero al final lo hice. Está rodeado de flores, hijo, es lindo eso. ¿Quién tuvo la idea?

     Yo tendría que haberle dicho que no era esa la idea, que ninguno había pensado en las flores precisamente como una ofrenda, pero no importaba. Mi vieja, como suelen hacerlo las mujeres, casi siempre, son capaces de pasar del austero juicio al extremo perdón en poco tiempo. Ven flores donde antes había escarcha.

     -De Raúl -le contesté.

     Me miró como si no le extrañase, pero al mismo tiempo sorprendida. ¿Redescubría, tal vez, a su hijo mayor? ¿Estaría viéndolo como veía a su esposo? 

     Me acordé entonces de un día en que mis hermanos y yo estábamos jugando fuera del rancho donde vivimos dos años después de dejar Coronda. Era un pueblo sin nombre, o por lo menos no lo recuerdo, estuvimos apenas dos meses, y las semillas de zapallos que papá sembró fueron abandonadas ya muertas. Una plaga de moscas fue el resultado del verano más caluroso que vivimos por esos tiempos, moscas que se asentaban en los campos y no dejaban trabajar, parecían morder la piel y dejaban ronchas grandes que a veces supuraban. Clarisa se enfermó por esa causa, llegó a tener fiebre y mamá estaba preocupada. No había medio de conseguir un médico. El viejo abandonó el campo, olvidó el riego de las condenadas calabazas y marchó en busca de un doctor en un pueblo más grande, a casi cincuenta kilómetros. No teníamos más vehículo que un viejo alazán blanco con manchas té con leche. Tenía sus años y no era muy rápido. Papá tardó dos dias en ir y volver, regresó en la camioneta del doctor, ya sin el alazán. Lo había hecho sacrificar por el veterinario allá en el pueblo. Pedro lo miró cuando lo dijo, pero antes de ponerse a reclamarle, porque quería mucho al caballo, escuchó los gritos de Clarisa y se fue corriendo a ocultar su pena en los descubiertos desamparos del campo, rodeado de las moscas insoportables de aquel verano. El médico revisó a mi hermana y drenó los abscesos. Nos regaló unas muestras de antibióticos y le indicó a mamá que debía curarle las heridas una vez al día.

     Y mientras Clarisa se curaba, papá preparó las cosas para nuestra partida. Había averiguado adónde ir, así que ya estaba todo listo. No quedaba más que esperar que mi hermana estuviera bien para viajar. Fue el domingo antes de irnos, cuando mis hermanos y yo estábamos en el campo, a un kilómetro del rancho, espantándonos las moscas, con el torso desnudo y oscurecido por el sol ardiente de aquel mes, jugando con tres perros que nos habían seguido en nuestra última mudanza. Papá apareció desde el camino del pueblito, que no consistía más que en un almacén, y nos tiró unos huesos. Era frecuente que jugáramos con cualquier cosa, y el juego de la taba, aunque ya en desuso para nuestra época, aún podía encontrarse en aquellos lugares.

     -Me los dieron en el almacén -dijo, mientras los perros se abalanzaban sobre los huesos.

     -¿Sabés jugar, pa?-pregunté.

     -No, ya no me acuerdo.

     Tal vez, pensara, como yo lo hice muchos años después al recordar ese día, en el hueso que su madre utilizaba para adivinar el futuro.

      Raúl, que ya tenía casi dieciséis años, miró los huesos que los perros intentaban mordisquear.

     -Pero, viejo, ¿la taba no se juega con vértebras?

     -Casi siempre, pero cualquiera sirve.

     Les robé los huesos a los perros y me puse a observarlos. Eran huesos largos cortados al través. Eran huesos de tibias.

      Entonces los cuatro, sin pensarlo, nos sentamos en la tierra, en círculo, dejando a los perros afuera. Tiramos los huesos al centro y nos pusimos a jugar. Nadie sabía, pero de algún modo inventamos un juego que los cuatro podíamos comprender con facilidad. Mi viejo nos contemplaba fascinado, pero ya invadido por esa tristeza del fracaso que nos haría irnos en pocos días. Yo adivinaba el fuego en sus ojos, y las moscas, sobrevolando los campos abandonados, lo confirmaban. Éramos cuatro hombres jugando como niños, manipulando entre sus manos el producto residual de la muerte de algún otro.

     -Me dijeron que son los huesos de una vieja.

     Lo miramos sin comprender.

     -Los traje por eso. Son los huesos de una vieja que murió sola en su rancho hace como cinco años. Tenía más de noventa, y como no tenía familia la encontraron varios meses después.

     Nosotros seguimos jugando. Fue la última vez que papá y Raúl se miraron con aprecio, tocándose el cuerpo en juegos rudos, palmeándose el pecho y la cara sin sonrisas. Tal vez, sólo quizá, porque yo también lo sentí, el polvo, aunque seco, de aquellos huesos, fueron capaces de hermanarnos, a padre e hijos. La cal ósea tiene afinidad con la sequedad de la piel ardida del verano. Las vísceras se secan y se pudren, y las uñas y el pelo siguen creciendo por un tiempo después de la muerte. Pero los huesos persisten. Son eternos como dioses, más que ellos probablemente. Los huesos llevan huellas, son atemporales porque son iguales en el pasado y en el futuro. ¿Papá lo sabía? Yo creo que no. La casualidad es una máscara más de la causalidad. El recuerdo es una simbiosis de deseos y rechazos. Lo que papá necesitaba recordar, como todos necesitamos recordar el dolor algunas veces, era la identificación con sus hijos, y con el primero en particular.

     Después nos fuimos al rancho, donde mamá y Clarisa nos esperaban. Papá y Raúl regresaron en silencio, uno al lado del otro, pensando a lo mejor en los huesos que quedaron en el campo, abandonados incluso por los sarnosos perros que nos acompañaban.      

 

 

 

14

 

A la noche nos fuimos los tres al prostíbulo del pueblo. Dejamos la camioneta al costado de la casita, de techo a dos aguas, revoque roto y una puerta de metal robada de alguna parte y que no tenía nada que ver con el origen de la casa. Era de dos plantas, y había pertenecido alguna vez a una familia de clase media. Pero ya hacía quince años que allí funcionaba el prostíbulo, según decían. Un par de veces, coincidiendo con elecciones, había sufrido allanamientos y arrestaron a las putas y a los clientes. En una de esas ocasiones derribaron la puerta original y debieron reemplazarla, quizá fue el encargado que hacía los arreglos para las mujeres quien robó la puerta de alguna fábrica abandonada. Pero habitualmente volvían a abrir dos días después, cuando el transitorio furor de honestidad y decoro se veía olvidado o consumido por otra satisfacción no menos instintiva e intensa que la del éxito político.

      Los clientes eran gente de la zona, y sólo unos pocos viajeros ocasionales pasaban por allí. Algún camionero, algún borracho de paso. Por eso, los clientes eran casi fijos, y cada uno tenía su mujer predilecta. Ahora que lo pienso, era casi como tener una esposa, porque cada cual se acostaba con la misma durante meses y años, si la mujer duraba tanto en el lugar. Por supuesto, las chicas cambiaban, algunas eran echadas por la matrona, a veces entraban nuevas, y éstas eran probadas por cada uno de los clientes fijos. La matrona sabía que la novedad daba dinero rápido pero que también era efímera. La nueva, entonces, entraba a formar parte del plantel fijo y permanente, dejando su lugar a otra que vendría no mucho tiempo después. En quince años, debían haber pasado muchas, quién sabe cómo se verían ahora las primeras. En eso pensaba yo a veces, en la cama con la puta que había elegido cuando fui por primera vez. Probé con otras, pero ninguna me satisfizo como ésta.

      Se llamaba Nicolasa. Nombre curioso, me dije la primera vez. Me sonaba extraño, mayor para la edad que ella representaba.

      -Cómo serán las putas viejas -pregunté, mirando al techo despintado y oscuro, a donde la luz opaca de la mesita de luz no podía llegar. Estaba desnudo y cubierto por la sábana que olía a semen y humedad. Ella estaba de rodillas en la cama, desnuda y peinándose después de haber hecho el amor.

     -Fijáte en Doña Úrsula y te vas a dar cuenta.

      Úrsula era la matrona. Nicolasa dejó el peine y agarró una toalla. La metió en una palangana con agua que no debía estar muy limpia y se pasó la toalla húmeda por el sexo. Se limpiaba, probablemente, la costra de semen seco en los muslos, el mío o el de otro tipo. Porque debo explicar que si bien cada uno de los clientes habituales tenía su favorita, a veces varios tenían la misma favorita. Y eso no me molestaba, era una sensación extra que incitaba al sexo. Poseer lo que otro había poseído, penetrar lo que otro había penetrado, sentir que otro antes y después disfrutaría de lo mismo hermanaba a los hombres de una manera fuera de toda lógica. En los momentos donde el hombre olvida todo, absolutamente, excepto el instante en que su cuerpo es un cuerpo, cuando el dolor es un placer más, la mente y el alma se van, se suspenden en un limbo oculto en la oscuridad de esos techos de prostíbulos viejos, mirando cómo el cuerpo se hunde y se mueve en las aguas gaseosas de una cama llena de fantasmas, de hombres y mujeres que dejaron sus restos, porque las secreciones son cosas muertas, fragmentos que parecen haberse adelantado en nuestro camino hacia la muerte.

     En otras habitaciones debían estar Raúl y Pedro. Pedro era el único que tenía novia.  Se llamaba Dominga, la había conocido en Coronda. Ella estaba con su familia, mientras él esperaba juntar dinero para casarse y asentarse. Pasaría mucho tiempo, es verdad, pero parecía realmente enamorado. A veces pasaban semanas sin hablarse, porque Pedro casi no sabía escribir, así que tenía que ir a algún pueblo con teléfono para llamarla. Eso no quitaba, sin embargo, que necesitara desquitarse con alguna puta de vez en cuando. Y las que mis hermanos habían elegido eran…no sé cómo describirlas…ahora me doy cuenta que casi no las recuerdo.

     Doña Úrsula insistía con la higiene, pero era raro que los hombres le hicieran caso. Venían muchos borrachos, pero con su puñado de billetes, y ella debía cumplir. Durante esos quince años, hubo enfermedades, me contaron, hubo chicas que se fueron porque ya no podían trabajar. Hubo un escándalo tres años antes. Un camionero llegó un sábado a la noche, se metió en un cuarto con una de la chicas, y diez minutos después se escuchó un grito. Fue un grito de hombre. Lo vieron salir desnudo rascándose la entrepierna.

     -¡La puta se está pudriendo! -dijo mientras los demás hombres que esperaban en la sala lo veían salir.

     Pero la matrona no rió. Entró al cuarto y sacó arrastrando a la puta. La escondió en un baño trasero y estuvieron media hora adentro. Dicen que la lavó de arriba abajo, pero el olor podía sentirse saliendo del baño y del cuarto de donde la habían sacado. Se estaba muriendo, seguramente.

      Salí de la habitación y entré a la sala. Raúl bebía vino de una botella, con una de las chicas sentado en su falda. Otros hombres bailaban sin música con varias chicas. Doña Úrsula miraba desde atrás del mostrador que estaba cerca de la puerta de entrada. Un velador de luz mortecina iluminaba su cara vieja y seca. Su mano iba y venía del cajoncito donde guardaba el dinero. Era la caja chica, decía ella.

     -¿Dónde guarda sus millones? -le pregunté un día, cuando ya era uno de los clientes regulares. Ella me miró desconfiada, como si me estuviese tomando en serio.

     -Eso a vos no te importa -me dijo.

     Las chicas me sonrieron, serían ellas más inteligentes que la vieja, tal vez. Pero uno se equivoca a la edad que yo tenía entonces. Las cosas son más complicadas que echarse un polvo dentro de una mujer sin otro olor que el aliento acre de sus dientes amarillos.

      Eran las doce de la noche, temprano todavía. No sabía que íbamos a hacer mañana. El campo de girasoles esperaba, y nosotros no sabíamos o no queríamos saber lo que se avecinaba.  

     -Tiempo de duelo -dijo Raúl, como si hubiese leído mi pensamiento en la expresión de mi cara-. Después de tanto trabajar para el viejo, unos días de descanso no nos viene mal.

     Sé que era ironía, pero no podía contraponerla con una lógica que en ese lugar y en ese momento parecían tan ridículas como decir un sermón al estilo del padre Macabeo.

     Entre la nube de humo de cigarrillos y la penumbra que la lámpara del techo no se esmeraba en disipar, vi al doctor Dergan, el veterinario. Intentaba seguir un ritmo imaginario, guiando a una de las chicas, que se dejaba llevar, casi arrastrando los pies, abandonada al cuerpo alto y delgado del doctor. Era un hombre peculiar, poco se sabía de él. Había llegado una noche, nos contaron, después de caminar dos días desde la estación del pueblo más cercano, con un perro siguiendo sus pasos y una valija de cuero fino. Llevaba sombrero gringo, un pañuelo al cuello y un cigarrillo largo y delgado. El aroma del cigarrillo, ahora como entonces, era tan intenso y agradable que nadie se quejaba de verlo fumar todo el día, incluso cuando atendía a los animales. Por donde él pasaba, quedaban colillas de cigarrillos y fósforos quemados. Eran cigarrillos europeos, porque él había nacido en Francia, pero nunca habló de eso. Por qué emigró, nadie lo sabía, y aunque el padre Macabeo intentó averiguarlo, se encontró con un silencio más cerrado que la extraña lengua francesa que el cura desconocía por completo. El doctor le tenía bronca por haber querido meterse con él, por hablar a sus espaldas. Un día se le encaró en la puerta de la iglesia y le dijo:

     -A mí ningún cura me pisa los talones…

     Dicen que el padre Macabeo al principio no entendió de qué le hablaba. El acento francés y esa poco sutil indirecta parecían haberlo confundido. Tampoco tuvo tiempo para reaccionar, el doctor le dio la espalda después de echarle una bocanada de humo en la cara, que esta vez, dijeron, olió rancia, como si la bronca se tradujese de esa forma más expresiva que las palabras.

     -El curita sabrá mucho de latín, si sabe…, pero de discreción, no sabe nada.

     Se alejó por la calle diciendo esto, mientras las viejas que salían de misa lo miraban asombradas. Murmuraron una evidente desaprobación y se acercaron al padre Macabeo. Él sonrió enseguida, reponiéndose de la sorpresa. Tal vez fuese verdad que no había entendido nada, pero de a poco iría entendiendo a lo largo de ese domingo. Entonces dejó en paz al doctor Dergan.

      El veterinario estaba borracho esta noche. Casi se cayó de espaldas contra la mesa. La chica le rodeó la cintura y le dijo que se apoyara en ella. Tenía la mitad de la altura que él, pero sin duda su fuerza no le iba en saga. Lo ayudó a sentarse en el sillón donde yo me había sentado a mirarlos.

     -Buenas, Nicanor.

     -Buenas, doctor.

     Dergan pasó su brazo sobre mis hombros y me ofreció un vaso de ginebra que acababa de traerle la chica. Le di las gracias, pero lo rechacé. A pesar del cigarrillo entre los labios, se le entendía perfectamente.

      -¿A cuál te culeaste hoy? -preguntó, pasando la mirada por las chicas sentadas y las que iban y venían de las habitaciones.

     -A la de siempre, la Nicolasa.

     Dergan me sonrió y me codeó en las costillas con fuerza.

     -Buena boca y buen culo, sos más vivo de lo que parecés, vos. Todos los Espinoza se guardan cosas. Mansitos…pero por dentro, viejo…

    Yo debí poner cara seria, porque él me miró fijo y de repente se largó a reír.

    -¡Es una chanza! -y me dio una palmada en la cara con fuerza pero con un cariño que pocas veces sentiría en mi vida.

     -Buena la que le hicieron al joven doctor Ruiz -tomó un trago y dejó el vaso en el piso-. Ahora se debe estar peleando con el viejo, y pasado mañana se va a Buenos Aires.

     No sé si esperaba algo de mí. No era tipo de estar escarbando en la vida de los otros. Tal vez sentía curiosidad por lo que se debía estar diciendo de nosotros en el pueblo, pero su interés nunca llegaba a tanto. Su vida parecía tener límites, muros de tablas ente las que veía y dejaba ver sólo algunas cosas, las suficientes para dejar libradas a la imaginación, creo. El misterio siempre es más interesante que la verdad. Eso no podrían entenderlo Doña Eva y las viejas chismosas, ni tampoco el padre Macabeo con toda su jactancia de sentimentalismo piadoso. Tanto ellas como el cura escupían sus propias miserias para ablandar la tierra que intentaban explorar. Pero el doctor Dergan actuaba como un buen científico debe hacerlo, como un paleontólogo que con guantes limpios y pinceles finos rebusca en el pasado sin romper las frágiles hebras muertas con que cada uno de nosotros intenta cubrir sus secretos.

     Un rato después se me acercó y sentí su aliento sobre el lado derecho de mi cara. Por un momento me dije si me propondría lo que habíamos visto hacer a él y al joven doctor Ruiz.

     -Ya sos grande, Nicanor. Te voy a mostrar algo que te va a interesar.

     Miré alrededor en busca de mis hermanos. Raúl estaba dormido en una silla, roncando. Pedro debió haberse ido sin que lo viera, a veces se llevaba a una de las chicas al campo, o se iba con una botella a caminar solo, durante toda la noche.

     -No te aflijás por ellos. Van a dormir la mona. Vení…

     Nos levantamos. Se paró ante el mostrador de Doña Úrsula, le tiró unos billetes. Cuando fui a pagar lo mío, dijo:

    -Yo invito, pibe…

     Dejamos el cálido interior del prostíbulo y tomamos la calle. La iglesia estaba oscura, excepto por la ventana de la sacristía. No sabía que me conducía hacia allí, pero fue lo primero que vi al salir.

    -Vamos a oír misa nocturna, al curita le gusta mucho más que las que da a las viejas en el día.

     Puso un dedo sobre sus labios indicándome silencio. Miró alrededor como un ladrón, ni los perros estaban despiertos a esa hora de la madrugada. Nos acercamos hasta la iglesia y dimos la vuelta hacia la puerta trasera. Por allí entraba el padre Macabeo cuando la iglesia estaba cerrada. Había una ventana con postigos endebles. Líneas de luz amarilla y sucia caían sobre el piso bajo la ventana. El doctor Dergan movió el dedo índice llamándome para mirar. Nos asomamos por la rendija entre las tablas rotas del postigo. No había cortinas, así que vi claramente la cama del padre Macabeo, iluminada por una lámpara junto a la mesita de luz.

     El cura no estaba solo. Primero debí acostumbrarme a reconocer en el cuerpo desnudo y de carnes flojas al hombre que siempre había visto de negro y de sotana. Mantenía un cuerpo esbelto pero con sobrepeso, cubierta la piel blanca por el vello espeso y rojizo, encanecido en el pecho. No escuché lo que decía, porque se dio vuelta boca abajo acariciando con todo su cuerpo a otro cuerpo que yacía tendido sobre la cama, bajo él, y cuyas piernas apenas alcanzaba yo a ver. Fue cuando se movió y se recostó de espaldas cuando vi a una mujer muy joven, de piel oscura y pelo largo y lacio. No era ninguna de la putas, de eso estaba seguro.

     Dergan me miró y me indicó que nos alejáramos un poco para hablar.

    -El curita no visita el putero, Nicanor. Él las consigue en el pueblo.

    Yo debí seguir con la cara de asombro que el doctor me había visto antes.

     -De qué te asombrás. ¿Pensabas que los curas se sacan las ganas con la mano solamente? - se rió, pero enseguida se tapó la boca. Sus hombros se movían como si no pudiera contener la risa.

     -¿Querés seguir mirando? -me preguntó.

     Negué con la cabeza.

    -Entonces vamos.

      Aunque estaba borracho, el alcohol debía estar disipándose en su sangre. Cuando nos separamos, lo miré entrar a su consultorio. Siempre había un par de perros que lo aguardaban en la puerta para que les diese de comer. Se levantaron y menearon la cola al verlo. Él entró, volvió a salir con un par de huesos con carne y se los tiró. Los animales corrieron y se tendieron a morder cada uno su pedazo con entusiasmo. La puerta se cerró y supe que el doctor Dergan dormiría el resto de la noche solo, y en la mañana lo despertaría únicamente el ladrido suave de los perros agradecidos.

     Mientras me alejaba, me dije que algunos hombres siempre estarán solos, tienen la fuerza suficiente para buscar la soledad como otros desesperan por perderla.

 

 

 

15

 

De camino a casa, contemplé la luna sobre el sendero. Debían ser más de las tres de la mañana. No me dolía la cabeza como otras veces después de salir del prostíbulo, no me ardían los ojos ni me sentía sucio como otras veces. No hablo de moralmente sucio, sino de esa suciedad de cenizas, manos que han tocado cuerpos transpirados, la sensación de que uno se lleva como algo más que recuerdos, porque el olor de las secreciones humanas es tan concreto y tan eterno como una fotografía. Casi no había comido y no tenía hambre. Sólo pensaba en lo que había visto hacía un rato, y me di cuenta que ya lo sabía, aunque no lo hubiese visto con mis propios ojos. Lo había oído decir a mis hermanos, a los hombres del pueblo, mi propia imaginación había pronunciado mucho tiempo antes que un hombre no puede aguantarse la vida sin otra persona durmiendo a su lado en la cama. A veces una noche, a veces dos, pero la tercera es imposible de soportar.

     ¿Y eso estaba mal?, me pregunté. Por más que se tratara del cura del pueblo, ¿estaba mal?

     Depende de quien se trate, me habría contestado Raúl. La chica que había visto esa noche en la cama del padre Macabeo, ¿era ya una mujer? En las sombras apenas pude verle la cara. Parecía mayor, pero quizá era una adolescente. A todos nos gustan las mujeres jóvenes, hay que reconocerlo. Y qué mejor que un hombre de Dios para pecar y perdonar al mismo tiempo. El gran placer de penetrar el cuerpo de una mujer implica un dolor y una reconvención, un secuestro y una recompensa. Quitar la vida a esa persona con solo llevarla a otro lugar por un instante, y luego regresar a esa misma cama, que lenta y subrepticiamente se va llenando de culpa y un cierto hastío que deberá ser confesado si no deseamos la locura. Confesión y castigo, luego expiación con un par de rezos matutinos frente al altar de la iglesia.

     Cuando estaba a no más de cien metros de casa, vi un halo de luz blanca que se asomaba tras el campo de girasoles. Era el incipiente amanecer. Entonces me acordé del día que encontré a papá en el campo, luego de salir de prisión. Yo era tan chico que amaba a mi padre a pesar de todo lo que nos había hecho pasar, así que lo seguí por todas partes. Era de noche cuando lo seguí hasta el campo. Los cultivos se habían echado a perder, mamá estaba preparando las cosas para la partida del día siguiente. Ella había estado débil durante un tiempo, sé que estuvo en cama dos meses después de que arrestaran a papá. Luego se recuperó, pero estaba flaca y pálida, sin brillo en los ojos.

     Mi viejo caminó con las manos a la espalda, sin saber que yo lo seguía no demasiado lejos. El rocío nocturno era fresco, los grillos chirriaban frenéticos. Él atravesaba los campos de cultivos muertos, mirando al piso. Casi parecía un general recorriendo el campo después de la batalla. Supe, como una certeza irrefutable, que esos cultivos, fuesen cuales fuesen, eran hijos para él. No los amaba como podría amar a hijos de carne y hueso, sino como fragmentos que uno crea con sus propias manos, con el esfuerzo del cuerpo y la inteligencia de la mente. Un hijo no necesita engendrarse más que con semen y un claro esfuerzo que dura no más de un instante. Después vendrá la tarea de criarlo, pero criar no es precisamente crear. Si algo nos emparienta con Dios es únicamente la capacidad de creación. Dios, como nosotros, no opta siempre por criar luego a quienes ha engendrado. El padre Macabeo lo sabe, supongo que por estar tan cerca de la casa de Dios, por lo menos de las dependencias que él, como hombre religioso, administra. Si una parte de tu cuerpo te hace doler, córtalo. Algo así dice el Antiguo Testamento. Un hombre no debe dejar fragmentos inútiles, no debe procrear partes inconexas, deformes o incapacitadas. No debe dejar pistas de su fracaso en el mundo. Por eso el fuego, la bendición del fuego para el alma de mi padre. Cada partida no era un fin, sino un comienzo, una génesis que él creía tener el privilegio de recomenzar. Esa noche haría fuego, yo lo sabía, y quería ver cómo empezaba. Me lo habían contado, pero nunca visto.

     Papá caminó más de una hora. Decía algo entre dientes, pero yo no le entendí. Parecía cavilar, a veces hablaba con alguien más, tal vez con Dios. Me hizo pensar en Cristo luego de la última cena, en el campo de olivos, esperando el beso de Judas. Pero a veces el viento tiene la cualidad de simular acariciarnos, incluso de besarnos cuando sopla tan suave como el silbido de un hombre en la noche, depositando su chasquido, el trino y la percutida sonoridad de dos labios dejando el espacio necesario para que pase el infinito beso.

     Llegamos hasta donde se suponía era el límite de nuestro campo. Había un tractor viejo, que debía ser del vecino. Nunca habíamos tenido un tractor, aunque a mi viejo le habría gustado. De algún modo habría sido como triunfar, instalarse definitivamente en una tierra. ¿Eso no era también morir?, me pregunté, mientras recordaba aquella vieja noche de diez años antes.

     Subió al tractor. Lo escuché encender el motor. Avanzó con la máquina sobre los cultivos muertos y pasó sobre ellos una y otra vez. Una columna de humo salía del escape hacia las estrellas y la luna que iluminaba el paisaje extraño de ese hombre que parecía trabajar su sueño nocturno. Soñar es eso también, me parece, sembrar y cosechar, pero casi siempre segar lo que hemos sembrado en el día. Lo que él hacía todas las noches en su sueño, lo estaba realizando ahora. Parecía no querer esperar que otras fuerzas, las que manan del sueño, hicieran el trabajo esta vez. Se lo veía nervioso ahora, y maldecía sin que yo pudiera entenderlo con el motor de la máquina. Creí escuchar casi un alarido de rabia, o tal vez me confundió el cansancio y la situación, quizá eran sólo aullidos de perros cercanos.

     Entonces mi viejo paró el tractor, bajó, sacó algo del bolsillo y de pronto vi una luz, una pequeña llama. Pero en ella descubrí el futuro de esa llama, el fuego grande y abarcador. Arrojó el fósforo en el tanque de combustible del tractor, y huyó. El estruendo y su figura corriendo y casi volando por el campo fueron un mismo y un único fragmento del tiempo. Un espacio perdido por el triunfo casi eterno del tiempo. El fuego se extendió por el campo seco, el fuego corrió, se dispersó entre las plantas antiguas como los siglos, poderosas de alimento para el más ancestral de los elementos de la creación.

     Yo lloré. Yo grité llamando a mi padre. Creía que había muerto, pero apareció a mi lado unos minutos después, todo negro de hollín, lleno de quemaduras en las manos y la espalda, la cara negra y roja, hinchada. Se parecía tremendamente a esas imágenes sagradas de los cristos indígenas, o incluso al Cristo sucio y viejo de la iglesia del padre Macabeo. Me tocó la cabeza y se desmayó.  Al día siguiente vino el médico y tuvo que quedarse dos días seguidos cuidándolo. Mamá cubría las llagas de papá con paños fríos embebidos en savia fresca.

     Le dieron inyecciones. En diez días ya estaba en pie.

 

 

16

 

Casi no dormimos ninguno de los tres. Luego sabría que mamá tampoco. Cuando llegué en la madrugada estaba despierta, sentada en una silla, un codo apoyado en la mesa. En la otra silla estaba la señora Valverde.

     -¿Qué pasa? -pregunté, porque me parecía raro que mamá nos hubiese esperado despierta, y sobre todo que la vecina hiciese una visita tan temprano.

      -Tu madre se sintió mal anoche. Como ninguno de ustedes estaba para cuidarla, se fue caminando hasta mi casa. No habría llegado si no se hubiera encontrado con mi peoncito en el camino. Le dije que fuera conmigo, pero insistió en venirse para acá. Tenía miedo que ustedes se fueran a asustar si no la veían. Qué les importás vos, le dije, se fueron de putas y van a volver borrachos, ¡Qué hijos! -terminó de sentenciar, juntando las manos y mirando al cielo.

      Mamá me dijo que no le hiciera caso. Ya estaba bien.

     -Vos andá a dormir un poco, Nicanor. Estás más ojeroso que un mapache.

     Le hice caso. Ellas se pusieron a conversar mientras preparaban mate. Yo las escuché como la noche anterior, pero ahora ya estaba amaneciendo, y aunque no alcancé a dormirme del todo, no estoy seguro si las escuché realmente o fue un sueño. Por un momento pensé que la señora Valverde corría la silla para levantarse e irse. Pero un ratito después escuché su voz gritona, preguntándole a mamá cosas que yo no entendía. Y mi vieja contestaba sobre un tiempo pasado que yo no recordaba, pero que debía ser, por lo que decía, sólo unos años antes.

      -Hace como diez años que no me sentía tan mal…

      -Con lo que le pasó estos días, y las amarguras que dan los hijos…como para menos.

      -Me sentí morir, le juro, doña. Una sola vez me sentí así…

       -¿Y qué tenía entonces?

       Mamá no contestó por un rato que me pareció demasiado largo.

       -Ya sabe usted, estaba en estado, Doña Valverde. Me tuve que hacer un trabajito, yo  misma.

     -¡Pero cómo no pidió ayuda, para eso estamos nosotras! En ese entonces usted no vivía por acá, ya se sabe, pero hay muchas como nosotras en los pueblos.

     -Está bien, doña, pero por donde estábamos en esa época no había nadie cercano. Yo no podía pedir ayuda, mi Pedro estaba en la cárcel, y usted comprenderá…

      Esta vez fue la señora Valverde quien tardó en contestar. La escuché sorber la bombilla del mate un largo rato. Debió hacer un gesto que mi vieja entendió, porque no necesitó decir nada. Siguieron conversando un largo rato. Pero yo me quedé pensando en cuándo mi madre se había sentido tan mal que estuviese a punto de morir. Sólo podía acordarme de la vez que estuvo en cama después del arresto de papá. Fue cuando el cura Macabeo empezó a venir más frecuentemente. Se puso a cocinar, a cuidar un poco de los contados animales que teníamos, y sobre todo de Clarisa, tan chiquita entonces. Fue en esa misma época, aunque mamá ya estaba mejor, cuando decidió catequizarnos, y nos dio aquel sermón bajo el eucalipto. El padre Macabeo y mi vieja, tanto tiempo juntos durante aquellos meses en ausencia de mi padre.

Dios mío, murmuré, entre sueños. Y entre sueños creí ver a la señora Valverde darse vuelta en al umbral al escucharme, y hacer un descarado gesto de desprecio, sin olvidar santificarse.

 

     Era casi el mediodía cuando desperté, y gracias a las sacudidas de mi vieja.

     -Despertáte, Nicanor…-me decía.

      Abrí los ojos. Sentados a la mesa encontré a la autoridad de Los perros a pleno: el comisario, el viejo doctor Ruiz y el padre Macabeo. Me levanté sobresaltado. Estaba en calzoncillos largos y camiseta. Me puse los pantalones y me lavé la cara en la palangana que mamá había llenado.

      -Buenas tarde -dijo el padre Macabeo, con un sonrisa.

      -Buenas…-dije yo, saludando en general.

      -¿Sabés dónde están tus hermanos?

      -Supongo que en el campo. Raúl dijo que hoy echaría un vistazo a los girasoles.

      Ruiz y el comisario se miraron con complicidad.

      -No los protejás, Nicanor. No te conviene. Si te obligaron a participar, nadie te va culpar. Además, tu vieja necesita un hombre en la casa-dijo el doctor, esta vez más conciliador, pero no me fiaba, sobre todo porque no entendía lo que se proponían.

     -Nicanor -dijo mamá-. Esta mañana vino Gustavo Valverde. Vino corriendo a avisarles a los muchachos que el comisario venía para acá. Ellos salieron para el campo mientras vos dormías. Se escaparon. No quise que te despertaran, insistieron, pero yo me negué.

     -La cuestión, Nicanor –dijo el comisario- es que le traje a Doña Clotilde una orden del Juez del distrito para exhumar el cuerpo de tu viejo.

      -Van a hacerle una autopsia, querido.

      Entonces entendí todo. El joven Ruiz se iría a La Plata, así que al viejo doctor ya no lo preocupaba la reputación de su hijo. Había decidido hacernos la vida imposible, legalmente, eso sí. Y la ley es la justicia de la cizaña.

      -¿Estamos arrestados, entonces? -pregunté.

      -No -me contestó el comisario-. Hasta que tengamos los resultados de la autopsia. Pero el doctor Ruiz presentó una acusación a través del departamento de sanidad.

     -Los cuerpos de muerte dudosa no deben sepultarse sin estudios previos -lo interrumpió el doctor Ruiz.

     Luego el comisario siguió diciendo:

      -Así que estamos obligados a vigilar a toda la familia. Tienen que quedarse en casa hasta nuevo aviso. Ahora que tus hermanos escaparon, tengo que ficharlos como fugitivos y sospechosos.

      Mamá estaba quieta, sentada en la silla de paja a un par de metros de todos nosotros. Yo seguía parado en medio de la habitación, confundido por la luz del mediodía que caía intensamente fulgurante sobre las caras de los tres hombres. Miré a la puerta, había un policía parado dando la espalda a la casa. El padre Macabeo se levantó y me tomó de los hombros.

     -Vos sos un chico inteligente, sos el único que fue a la escuela. Tu madre y nosotros confiamos en que tengas un poco de seso y lo uses bien.

      El cura puso un dedo de su mano derecha en mi frente y me dio suaves golpecitos de reconvención. Me acordé de cómo lo había visto anoche, y me habría gustado mencionarlo delante del comisario y el doctor. Pero era inútil, me dije, los hombres somos hombres, y bajo las caras de piedra todos tenemos crías ponzoñosas.

     -¿No sabés en dónde pueden haberse escondido?

     Negué con la cabeza y me separé bruscamente. Me tiré en la cama y mi vieja fue a consolarme creyendo que lloraba. Y mientras tenía la cara contra las sábanas, recordé la escopeta bajo la cama. Fue entonces que decidí hacerlo. Era la única oportunidad. Empujé a mamá y la tiré al piso. El cura y el doctor fueron a ayudarla a levantarse. Le corría un hilito de sangre de la frente por golpearse contra un reborde de la cama. El comisario se acercó también para ayudar, y por suerte no intentó agarrarme. Esa era mi ventaja, todos me creían un chico todavía, y chico asustado, confundido por la muerte de mi padre y la influencia malsana de mis hermanos. Mamá parecía más enferma de lo que el golpe justificaba. ¿Estaba fingiendo, quizá? ¿Sabría lo que yo planeaba? ¿Recordó también la escopeta que papá me había regalado y que yo escondía bajo la cama? No lo sé ni nunca pude preguntárselo en los pocos años que vivió después de esto.

      El comisario me dio la espalda un minuto, ayudando a levantar a mi vieja, entonces saqué el arma y golpeé con la culata al comisario. Los otros no alcanzaron a reaccionar porque sostenían a mamá. Corrí a la puerta justo cuando el guardia entraba, le apunté y se detuvo. Le puse el cañón sobre el pecho y me miró asustado, era un muchacho que no debía ser más que un año mayor que yo. Después escapé corriendo con todas mis fuerzas.

     Seguí corriendo por la tierra seca alrededor de la casa, me introduje en el campo de girasoles y lo atravesé completo. Llegué a los campos de la chacra vecina y huí por los cultivos de calabazas, de papas y hortalizas. Los espantapájaros me observaban pasar con ojos contemplativos y serenos, ojos de paz absoluta. Los había envidiado cuando era chico, ellos vivían en el campo y los pájaros se asentaban sobre ellos, como hacían con San Francisco de Asís. El cura nos había hablado del santo en las clases de catequesis que nos dio aquel tiempo, y por algunos días yo también soñé, crédulamente, con hacerme cura, con convertirme en el santo de los pobres. Era un chico entonces, y se sabe que la mente de un chico abarca todas las posibilidades como certezas absolutas.

      Corrí más de una hora seguida, y tuve que detenerme. Había atravesado dos puentes y cruzado dos arroyos. Debía estar a  varios kilómetros del pueblo. Reconocí el lugar, allí íbamos a pescar a veces los domingos. No era lugar de sembradíos sino de yuyos y árboles. Era una especie de bosque con algunos animales salvajes, comadrejas, muchas serpientes. Eran los terrenos lindantes con la chacra de Valverde. No sé por qué mis pasos me llevaron hasta ahí, fue lo primero que se me ocurrió al huir, meterme por los sitios menos transitados, lugares por donde el comisario no buscaría al principio porque estaban fuera de su juridicción. Tenía poco tiempo para encontrar a mis hermanos, por eso debía utilizarlo con inteligencia. Pensé en Valverde llegando a casa, agitado, avisando a mis hermanos la llegada del comisario después de ver la camioneta atravesando el puente a dos kilómetros de casa. Yo sabía que Gustavo Valverde solía pasarse mucho tiempo por estos lados. Decían que usaba animales, que los mataba o los hacía cruzar con otros para experimentar. Nada de esto era cierto, probablemente. Era un buen muchacho, algo raro, es verdad, en su elegida soledad, pero yo no podía imaginarlo haciendo aquellas cosas.

     Había un rancho abandonado en la cercanía. Con mis hermanos habíamos pasado un par de veces para protegernos de alguna lluvia repentina. Tenía las paredes de adobe muy debilitadas y el techo de paja y madera estaba abierto en varias partes. Una vez habíamos encontrado a Valverde adentro, reparándolo. Iba a usarlo de laboratorio, dijo. Nos reímos de él, y se enojó. Quiso que nos fuéramos y lo mandamos al carajo. “El pibe está loco”, comentó Raúl mientras nos alejábamos. Pero loco o no, había sido él quien nos había prevenido del comisario ahora, y quizá también les había dicho a Raúl y Pedro que se escondieran en el ranchito.

     No me acordaba exactamente del lugar exacto, así que fue abriéndome paso entre las plantas altas. Habría necesitado un machete en lugar de la escopeta, pero por lo menos ésta me sirvió para golpear a un par de víboras con las que me encontré en el camino. No se oían más los pájaros ni el rumor del agua en el arroyo. Escuché ladrar a un perro, y me pregunté si los gendarmes nos estarían buscando. Al final de dos horas me encontré frente a la puerta del rancho. Era media tarde, y el silencio desde adentro era completo.

     -¡Raúl, Pedro!-dije sin alzar demasiado la voz. Me acerqué a la puerta, luego pegué la oreja a la madera, y de repente la puerta se abrió y caí al suelo. Adentro estaba oscuro y una mano me agarró de un brazo sin darme tiempo a levantarme. Escuché unos bisbiseos y reconocí la voz de Pedro. Cerraron la puerta y encendieron una lámpara de petróleo.

     El lugar olía a animales sucios, pero estaba vacío. Algunas cagadas viejas y secas habían impregnado el lugar con un tufo a establo. Vi las caras de mis hermanos, observándome con ansiedad.

     -¿Qué pasó? -preguntó Raúl.

     -¿Cómo te escapaste? -dijo Pedro.

     Les expliqué lo que había sucedido. Me miraron con confianza, y sentí que había ganado valía como hombre ante ellos. Empezaron a pegarme sin brusquedad, como cuando éramos chicos y nos peleábamos en el campo, revolcándonos en la tierra y el heno, sobre la bosta de los caballos sin darnos cuenta. Terminábamos completamente sucios y no nos soportábamos a nosotros mismos, entonces nos tirábamos desnudos al arroyo. Luego lavábamos la ropa un poco para que la vieja no se enojara, y regresábamos a casa en calzoncillos, secándonos con el sol del camino y la ropa mojada sobre las espaldas.

     Aunque ahora éramos grandes, y era comprensible que nos sintiésemos un poco avergonzados, la misma conciencia de que nos estábamos comportando como en nuestro común recuerdo, justificaba y enaltecía el juego. Nos reímos mientras luchábamos. Teníamos casi la misma estatura y forma, pero Raúl era un poco más atlético y pesado, Pedro ágil como un boxeador, y yo demasiado flaco. En esa pelea ninguno intentó dañar realmente al otro, caíamos al piso, uno trataba de escapar, el otro lo agarraba del talón mientras el tercero a su vez lo retenía contra el piso. De qué había valido conservar tanto silencio antes si ahora cualquiera que se acercara al ranchito podría escucharnos. Pero de algún modo no podíamos detenernos, como si supiésemos que nunca más volveríamos a estar los tres juntos.

     De pronto, Raúl se quedó quieto, sentado en el suelo. Pedro y yo lo miramos, todavía agitados y con los músculos tensos por el forcejeo. Mi hermano mayor puso un dedo sobre los labios, y nosotros también tratamos de oír.

     -Creo que escuché algo -dijo en voz muy baja, y enseguida oímos un golpeteo en la puerta. Los tres nos levantamos, apagamos la lámpara y yo le entregué la escopeta a Raúl. Él se colocó justo frente a la puerta, Pedro la retenía porque intentaban empujarla.

     -¿Espinoza?

      Era una voz conocida y joven, yo no la reconocí al principio, pero Pedro abrió la puerta y Raúl bajó el arma. Entró Valverde y se abrazó a Pedro.

     -Buen refugio, ¿no es cierto?

     -Gracias, viejo, nos salvaste por ahora.

     -Buenas, Nicanor.

     Me acerqué a saludarlo y le agradecí lo que había hecho por nosotros.

     -No me deben nada -dijo. No era un tipo que tuviera contacto con los demás muy asiduamente, y muchos se burlaban de él. Pero como nosotros nunca nos habíamos metido con lo suyo, ni nos había interesado lo que se decía sobre los animales que criaba, tal vez nos apreciaba precisamente por eso. A falta de amor, es frecuente confundir la indiferencia con cierta clase de afecto, y a veces eso es todo con lo que podemos conformarnos.

     -¿Sabés algo? -preguntó Raúl.

     -Nada, pero mandaron a buscarme a mi casa, como saben que yo les avisé…

     -¿Y no te habrán seguido? –Pedro se acercó a mirar por las rendijas de la ventana entablada.

     -Muchachos, vivo acá desde que nací, conozco a los animales y cada árbol. Sé cómo llegar y cómo hacer que pierdan mi rastro. Pero igual no creo que vuelva, porque eso les traje esto.

     No habíamos visto la bolsa que cargaba tras la espalda. La puso en el piso y la abrió. Había carne y bebidas, pan y algunas frutas.

    -Alcanza para un día y medio, si la cuidan, pero tendrán que salir de acá para mañana a la noche a lo sumo. Tarde o temprano van a encontrar el lugar.

     -Tenés razón…-dijo Raúl.

     -¿Y qué tienen planeado?

     Lo miramos y no pudimos evitar una risa general.

     -Nada. Comer y ponernos en pedo para olvidar en lo que nos metimos, si es que trajiste algo de vino.

     Valverde se agachó y sacó dos botellas del único vino que se conseguía en el almacén de Los Perros. Pedro se apropió de una y la descorchó con los dientes. Bebió un largo trago y se la pasó a Raúl. Él hizo lo mismo y me la pasó. Bebí con esmero y con sed. Había corrido casi tres horas seguidas y me lo merecía. Le ofrecí la botella a Valverde y tomó un trago. Sus ojos brillaban, y sentí lástima por él. Fuimos quizá los únicos amigos que tuvo en toda su vida, los únicos reales que tendría, seguramente, por más que esa amistad durase unos pocos minutos en un rancho oscuro, encerrados y perseguidos por la policía. Es probable que la amistad no sea más que eso, unos instantes de común acuerdo, de absoluta complacencia y entrega, sin resquemores, prejuicios ni miedos. Incluso el miedo es un benefactor para la amistad, el miedo que amenaza desde afuera es un monstruo colectivo que nos hace unirnos momentáneamente. Provoca encuentros que brillan como chispas en la noche, primero amarillas, luego rojizas como el color del vino a trasluz, ese vino que como una comunión pasó de mano en mano y de boca en boca. Hasta que los cuatro tuvimos el mismo aliento, y los cuatro fuimos sacerdotes de la misma secta destinada a desaparecer.

 

 

17

 

Nadie nos avisó cuando papá salió de prisión. Llegó un día cuando estaba anocheciendo, a pie desde el pueblo. Había hecho dedo hasta que un camionero aceptó llevarlo hasta Coronda. Luego tuvo que caminar hasta nuestro rancho. Se lo veía mucho más flaco, el pelo lacio, canoso y sucio, las mejillas contraídas y una barba espesa. Llevaba la misma ropa con que se había ido, pero obviamente no la usó en todos esos meses. Como equipaje cargaba sobre los hombros una bolsa de cuero que le habían dado en la cárcel para la comida y un par de botas usadas para cambiarse en el camino.

       Yo estaba jugando con la perra que nos había quedado. Ahora tenía cachorros ya grandes, los hijos del macho que había muerto por la pistola del policía. Entre mis hermanos y yo intentábamos ubicarlos entre los vecinos, excepto Clarisa que había querido quedarse con todos. Nos quedaban tres por repartir, y los cuatro perros, Clarisa y yo lo vimos llegar desde la sombra naciente del anochecer. Al principio no imaginábamos de quién podía tratarse, ya nos habíamos resignado a la ausencia de mi viejo. La perra se levantó cuando aún él estaba un poco lejos y corrió moviendo la cola. Entonces presentí de quién se trataba, y el corazón me latió con tanta fuerza que llegó a dolerme. Sólo cuando estuvo tan cerca que fue imposible no verle la cara, me atreví a decirme que era verdad, no un sueño. Clarisa dudó un poco, no es que lo hubiese olvidado, pero su mente vivía más en el presente que en el pasado. Cuando el recuerdo se hizo carne en su memoria, no pudo evitar su habitual llanto, el que utilizaba casi constantemente para todo, fuesen alegrías o tragedias. Lloró y los perros comenzaron a dar vueltas alrededor y a lamerle la cara. Papá se le acercó y la levantó. Los perros le olieron las botas y los pantalones, poco a poco los cachorros lo fueron aceptando.

     -¡Papá! -grité, y me acerqué a abrazarlo. Él me apretó la cara contra su vientre flaco, y escuché el ruido de su estómago pidiendo comida.

      Entonces salió mamá, con el repasador en la mano y secándose las manos mojadas después de lavar los platos. Esperó un momento, creo que aguardaba a que papá se acercara más a la luz del interior para verlo bien antes de abrazarlo. No porque dudara de que fuese él, sino del aspecto que presentaría. Seis meses es mucho tiempo, casi el límite en el que muchos de nosotros empezamos a acostumbrarnos a la idea de que los muertos no regresarán jamás. Y creo que él se estaba convirtiendo para ella en eso, un muerto. Papá se le acercó con mi hermana, y yo lo agarré de la mano. Mamá entonces le pasó los  brazos por el cuello y se quedó así, prendida al cuerpo de su esposo por varios minutos.

     Raúl y Pedro salieron y se quedaron en la puerta, mirándonos.

     -¿Cómo están, muchachos? -dijo papá.

     Ellos no dijeron nada. Pedro sonrió y se acercó a darle un beso. Raúl simplemente saludó:

     -Buenas, viejo.

     Creo que papá se sintió dolido, porque lo vi lagrimear un poco cuando Raúl le dio la espalda y regresó adentro.

     Esa noche ya habíamos comido, pero mamá le preparó un algo que había sobrado de la cena.

     -Parece que comida no les falta…me alegro que no hayan pasado hambre.

      -A veces viene el padre Macabeo a comer, por eso hago de más, pero hoy tuvo que ir a dar la extremaunción al rancho de los Gómez.

     -El cura fue a visitarme, pero no lo recibí.

     -Hiciste mal, él nos ayudó mucho mientras estabas ausente.

     -Me imagino -dijo, y no sé cuánto de ironía o de incredulidad había en su tono.

     Pedro y Raúl se miraron y bajaron la cabeza.

     Yo me dediqué a observarlo comer en silencio, tratando de encontrar en sus gestos y maneras, incluso en su silencio, al hombre que habíamos perdido en esa misma habitación seis meses antes. Creí verlo de nuevo con la cuchara en la mano, sorbiendo con ruido y riéndose de la protestas de mi madre, justo antes de que la puerta se abriera con fuerza y las botas de los policías irrumpieran a destruir la precaria y sutil paz que habíamos alcanzado como un descanso, un paréntesis estival dentro del largo invierno de nuestro fracaso familiar.

     Después mamá nos mandó a dormir, y ellos se quedaron solos, conversando, supongo, pero no alcancé a escuchar nada de lo que dijeron.

 

     En la mañana, papá nos reunió a los tres y quiso saber qué había pasado con los campos.

     -Nada, viejo. Está todo en ruinas. Vivimos de la caridad que nos da el padre Macabeo -dijo Raúl.

     -¿Y por qué mierda no se les ocurrió sembrar algo? Si vos sabés, carajo, Pedrito podía ayudarte.

     -Pero, viejo, no teníamos plata para las semillas, y no nos querían dar fiado. Se llevaron los caballos y el arado por las deudas en el almacén y la forrajería.

     Papá se rascó la barba, pensando.

     -¿Y el cura ese no se ofreció de garantía? Ya que tanto los ayudó.

     No supimos qué contestar. Alguna vez, en todos esos meses, escuché a mamá sugerirle lo mismo al padre Macabeo, pero no sé qué pasó después. Fue antes de que ella enfermara, y ya no se volvió a hablar del asunto cuando se recuperó. El padre Macabeo empezó a venir menos seguido, dejó de darnos catequesis y cada vez que lo veíamos tenía mal humor y evitaba encontrarse a solas con mamá. Decían que tenía problemas en el pueblo, que querían sacarlo de la parroquia, y eso se traducía en su continuo malhumor y en los sermones que cada domingo eran más duros, más severos, hasta crueles. Perdió a muchos feligreses en ese tiempo, incluso a varias de las eternas viejas fieles que lo seguían a sol y sombra, tanto en misa como en sus tareas de caridad.

    -Bueno, vamos a ver un poco cómo está la tierra.

     Él fue delante y nosotros lo seguimos en fila india, de mayor a menor. Ahora que lo pienso esa disposición debió significar algo, porque habitualmente íbamos los cuatro en una misma línea de frente, uno junto al otro. Pero esta vez papá había tomado la delantera y nosotros nos ajustamos a este dictamen con la que parecía retomar su autoridad perdida. ¿O quizá fuera para ocultarnos de él, para no ver lo que pronto veríamos? Porque a medida que nos adentramos en el campo, abandonado y sin riego, fuimos descubriendo los montículos de piedras que un camión había traído hacía tres meses desde una construcción en Coronda. Más allá había montones de basuras y latas que los vecinos habían tirado durante casi medio año. Seguimos caminando y encontramos esqueletos de autos quemados, y los restos de algunos otros robados.

      Era un paisaje desolador, pero reconocido para mis hermanos y para mí. Habíamos jugado entre aquellos restos, despreocupados absolutamente por los surcos de la tierra que nuestro padre había arado poco antes de que lo arrestasen. A cada momento se paraba a contemplar como si no viese una devastación común y corriente, sino un paisaje lunar. No nos decía nada, sólo se detenía con las manos en la cintura, las cejas fruncidas, y el corazón temblando. Y sé que su corazón se estremecía porque sus labios se estaban moviendo con ese característico gesto que le conocíamos desde siempre. Un frotar de labios, un mordérselos continua y febrilmente. 

     Nos paramos junto a él, aún cuando teníamos la cabeza gacha, avergonzados sin duda por aquel descuido que iba a adjudicarnos. Lo mirábamos de reojo, presintiendo la llegada de su ira como un volcán en erupción que estuviese surgiendo de aquel paisaje muerto. No un campo en llanura entrerriana, sino un vasto espacio de placas tectónicas desplazándose, dejando fluir hacia arriba la presión ingobernable de la lava.

     Cuando llegamos al último sector, papá se agachó y se puso a excavar en la tierra. No sé cuál era su objetivo, tal vez sólo hacer algo con sus manos mientras se daba tiempo para pensar. Entonces, de una madriguera, salieron varias ratas, que no estuvieron lejos de morderle la mano. Él estaba de cuclillas y al retroceder cayó de cola. Se quedó sentado viendo a las ratas alejarse. Nos miró con una furia que no me produjo miedo sino una inmensa lástima, porque sus ojos lloraban mientras declaraban la ira.

      Se levantó y agarró a Raúl de la ropa, luego a Pedro y después a mí, pero enseguida nos soltaba y se dedicaba a sacudir a otro, mientras iba diciendo:

     -¡Pero mierda carajo! ¡Cómo no hicieron algo! ¡Por qué no lo cuidaron! ¡La tierra es para

darles de comer, pelotudos de mierda! ¡Mal nacidos! ¡Hijos de mil putas!

     -¡Pero, viejo! -dijo Raúl-. ¿Qué podíamos hacer? Empezaron a tirar cosas, nos quejamos, nos peleamos un montón de veces, pero no nos hicieron caso porque somos chicos.

      -¡No hicieron nada porque les convenía, vagos de mierda! ¡Tenían al curita ese que les traía comida y se conformaron hasta que el pelotudo de su padre volviera para seguir matándose trabajando!

     -¡Pero, viejo…! -empezó a decir Pedro.

      Papá no lo dejó terminar, le dio una bofetada. Raúl no se quedó callado.

     -¡¿Entonces por qué te fuiste, carajo?! ¡¿Por qué dejaste que el cura de mierda viniera todos los días y se quedara solo con la vieja?!

     Papá lo miró en silencio sin reaccionar. Raúl estaba más enfurecido de lo que lo había visto nunca. Ví que mamá se acercaba, todavía lejos, y creo que oyó nuestros gritos porque empezó a acercarse casi corriendo. Pero papá  no la había visto. Agarró a Raúl de un brazo y comenzó a golpearle la cara con puñetazos limpios, contundentes. Pedro se le colgó del otro brazo para separarlo, y también recibió lo suyo. Raúl quedó en el piso, despierto pero perdido en el dolor  y la hinchazón que se le estaba formando en la cara. Entonces mamá llegó y dijo:

     -¡Qué estás haciendo!

      Pero ya lo había soltado y ahora miraba a mi madre como si viera a otra persona. Como diciendo: ¿Vos?, de igual forma y tono al ¿ustedes? que mi madre pronunciaría algunos años después. Hay ciclos temporales, sin duda, hay historias que se repiten sin importar los tiempos y sus protagonistas.

      Cuando ella fue a agacharse junto a Raúl, él la agarró del pelo y empezó a sacudirla de un lado a otro, la tiró al piso y la arrastró, yendo y viniendo sobre la tierra sucia bajo cuya superficie vivían las ratas. Pedro quiso evitarlo y no pudo, yo salté a la espalda del viejo, pero él sequía maltratando a mi madre sin molestarse por mí. Raúl seguía en el piso, la cara roja y sangrante. Pedro se fue corriendo pero enseguida volvió con un pedazo de hierro que sacó del basural. Mi padre no lo vio.

     -¡Soltáte, Nicanor! -me dijo.

     Entonces me dejé caer y él golpeó a papá con el fierro cerca de la nuca. El viejo dio un grito y soltó a mamá. Cayó de rodillas, agarrándose la cabeza con las manos.

     -¡Lo mataste! -le dije.

     Pedro me miró, y leí el pánico en sus ojos. Entonces tiró el fierro y salió corriendo. Raúl se había levantado y decidió escaparse. Yo sentía un nudo en la garganta y me costaba respirar. Sentí que el corazón me latía en las muñecas y la cabeza con tremenda fuerza. Me fui siguiendo a mis hermanos, como todo hermano menor sabe hacer.

      En la tarde mamá y papá volvieron. Él caminaba arrastrando los pies, apoyando su cuerpo en el de ella, que tenía el pelo revuelto y la cara sucia de tierra y lágrimas. El viejo se dejó tirar en el jergón y mamá le llevó una palangana. Le sacó la ropa, comenzó a lavarlo con una esponja con agua y jabón.

     Durante toda la noche papá estuvo delirando. Yo no podía más que llorar. Pedro no quiso acostarse, se sentó en un rincón con las rodillas dobladas y la cabeza entre las piernas. Raúl estaba en su cama, con una bolsa de hielo en la cara. Escuchamos al viejo decir miles de cosas. Recuerdos de la cárcel, quizá, nombres de compañeros de celda, a lo mejor, pero repetía una frase sin sentido, casi como todo el resto, pero a la que aún yo, con mis diez años recién cumplidos, le adjudicaba un significado vergonzoso y terrible.

      -En esta cama -repetía- en esta cama…

     Estuvo tres días acostado. El padre Macabeo no se presentó en todo ese tiempo. Sin duda sabía que papá había salido de prisión. Mamá no quiso que fuéramos a buscar al médico, por más que Pedro se ofreció incontables veces. Tampoco intentó consolar a su hijo.

     La tercera noche, yo salí a orinar y miré el campo. Era bello y triste al  mismo tiempo. Sabía que pronto tendríamos que irnos. Ví el fulgor del amanecer a lo lejos, o quizá fueran las luces de la ciudad más cercana, que sin embargo estaba muy distante. Yo pensé en el fuego, que es más eterno que el agua y el aire. El fuego es atemporal y puede cruzar los espacios vacíos, las grietas, los intervalos del no tiempo, y presentirse claro y fuerte en un sitio en el que aún no puede verse, pero en el que alguna vez estuvo o en el que muy pronto estará.

 

 

18

 

El sol estaba cayendo, pero de esto sabíamos poco dentro del ranchito de Valverde. Gustavo no había querido irse, de pronto le había agarrado miedo. Si por casualidad lo veían, todo estaba perdido. No había más remedio que esperar hasta la noche.

      -Pero van a desenterrarlo…-dijo Pedro.

     Apenas lo veía ya, la lámpara de petróleo se estaba agotando y nuestras cuatro caras eran menos que espectros, eran rayas hechas con tiza por un niño mogólico sobre el pizarrón de la oscuridad.

     -¿Y qué? -dijo Raúl

     -¿Cómo…y qué? Van a saberlo todo.

     -No si no alcanzan a llevarlo a la ciudad.

     -Y cómo mierda se los vamos a impedir acá sentados.

     -Cuando oscurezca del todo salimos. Ya les contaré qué vamos a hacer.

     -Pero muchachos -dijo Valverde-. Tenemos una escopeta y ellos son muchos más, además de las armas…

     -No digas tenemos, no es tu asunto…

     -Están en mi refugio, ¿no? Es mi asunto ahora.

     -Se agradece…pero como decía, tenemos el fuego, esa es la lección que aprendimos de nuestro viejo. No se puede quemar lo que hay bajo la tierra, pero sí lo que está encima.

     Yo estaba empezando a entender lo que Raúl planeaba. Nunca estuve seguro de cómo aparecían esos destellos de ideas en la cabeza de mi hermano, parecían surgir inesperadamente, sorprendiéndonos a todos, porque su habitual gesto de desgano y seriedad lo hacía parecer más bien retraído, lejano, ausente de todo lo que sucedía a su alrededor. Pero con los años me acostumbré a darme cuenta que él rumiaba sus ideas y sus rencores durante días y semanas, durante años también. Un día, cuando los necesitaba, los exponía sin más, como algo común y corriente en el devenir del mundo, y ya no había vuelta atrás. Uno podía estar seguro que cumpliría con eso a rajatabla.

       Por eso, el día que papá murió, habíamos salido como todas las mañanas a las cuatro. Trabajamos dos horas antes de que amaneciera. Debíamos desbichar gran parte del campo, fumigar las hojas de los girasoles que se estaban cubriendo de parásitos. Por suerte las plantas resistían a todo eso y al frío del invierno. Todos trabajábamos enojados. La noche anterior, como todas esas noches, habíamos discutido con el viejo por negarse a haber cosechado mucho antes. No sabíamos qué buscaba, era absurda su obstinación. No dudábamos que su natural locura se estaba yendo fuera de sus carriles habituales. Nosotros ya éramos grandes, y queríamos independizarnos, pero mamá y Clarisa nos daban lástima, no queríamos dejarlas solas con el viejo.

      Sin embargo, cada noche nos íbamos a acostar convencidos de que en la mañana nos levantaríamos con él, nos lavaríamos la cara con la misma agua que él usaba, tomaríamos del mismo mate, para salir no mucho después caminando hacia el campo, protegidos precariamente del frío por los sacos de lana que el padre Macabeo nos había conseguido. Eran los ojos de papá, creo, o su figura mortecina, su voz gradualmente acongojada, sus gestos de lenta parsimonia lo que nos decía que al fin de cuentas el viejo no viviría mucho más, y nosotros, sin darnos cuenta, queríamos estar a su lado. Porque así seguíamos siendo hijos y hombres al mismo tiempo. Él, cuya figura habíamos envidiado cuando era joven, aquella tenaz obstinación teñida de enorme orgullo, si bien rayana en la locura y el sinsentido, era el hombre que habríamos deseado ser. A quién más podríamos imitar, a quién seguirle los pasos, con quién comparar sus botas gastadas pisando el barro de los surcos donde los caballos habían dejado su bosta mientras araba. Los cabellos de mi viejo al sol, largos, oscuros y entrecanos, las orejas que de niño yo apretaba mientras jugábamos en su cama los domingos a la mañana, los ojos negros que parecían castañas quemadas, su olor después de bañarse, su barba suave que mamá le colocaba al afeitarlo. El viejo se rasuraba una sola vez a la semana, los sábados a la noche. No le gustaba perder mucho tiempo en su cuidado personal, y el hecho de levantarse sólo quince minutos más temprano para afeitarse le producía pereza. Entonces los sábados a la noche se desnudaba, se quedaba con los calzoncillos largos solamente, se sentaba en una silla y dejaba que mamá lo afeitara con la navaja que usó durante más de veinte años. Él ni siquiera se molestaba en hacerla afilar, era ella quien cada quince o veinte días lo hacía sobre una piedra de afilar tan vieja como dos generaciones de Espinozas.

      Nos pusimos a comer algo poco después de salir el sol. El viejo escupió sangre, que a pesar de la escasa luz del amanecer, se veía bien roja sobre la tierra.

    -¿Qué pasa, viejo? -pregunté.

     Él carraspeó y volvió a escupir.

    -Nada -contestó.

     Mis hermanos no hicieron caso. Se levantaron para volver al trabajo. Los vi perderse entre los altos girasoles que parecían estar moviéndose, girando esas cabezas floridas hacia el sol naciente. Papá y yo nos levantamos y los seguimos. Cerca del mediodía escuchamos más carrasperas y toses. Trabajábamos en lugares diferentes, así que no nos veíamos.

     -¿Oyeron? -grité.

     -Como para no oír -dijo Pedro.

     Luego escuché a Raúl:

     -Voy a ver si necesita ayuda.

     Sus pasos se alejaron. Seguimos trabajando. Durante media hora no pasó nada, incluso me pareció que había demasiado silencio. Sentí que el sol era demasiado fuerte para ser invierno, me sequé la frente y decidí tomarme un descanso.

    -¡Pedro! ¡Raúl!

     No me contestaron. Fui hacia la salida del campo y me los encontré camino a casa. Corrí tras ellos, que llevaban al viejo casi cargándolo, los brazos de papá sobre la espalda de cada uno y los pies arrastrando el polvo.

     -¡¿Qué pasó?!

     -Lo encontramos desmayado, corré a casa a avisarle a la vieja.

    Iba a hacerlo cuando me acordé que ni ella ni Clarisa estarían en todo el día, pronto sería el festival y se habían ido a la casa de la costurera por los vestidos. Raúl lo sabía, Pedro lo sabía, no era posible que lo olvidaran.

     -No va a estar -les dije.

     -Tenés razón. Entonces ayudanos a cargarlo.

     -¿Voy a buscar al doctor Ruiz?

     -No creo que haga falta, le preparo una sopa y se va a poner bien.

      Ayudé a levantarlo y me pareció demasiado pesado. Creí al principio que estaba lúcido aunque débil, pero sus ojos parecían muertos, tenía la cabeza pendiendo sobre el pecho, completamente carente de fuerza. Fue cuando lo dejamos en la cama cuando me di cuenta que estábamos depositando el cadáver del hombre que había sido nuestro padre.

     -Pero…-dije-…ya está muerto.

     Pedro miró a Raúl:

    -Parece que se nos murió mientras lo traíamos…

     Raúl asintió con un gesto.

     -Dios mío -dije-. Cuando se enteren la vieja y Clarisa…

     -Sí -dijo Raúl, con una expresión que en ese momento no supe nombrar, pero en la que más adelante encontraría las características del cinismo-. Dios lo tenga en su Santa Gloria.

    Pedro hizo una mueca de burla y se cubrió la boca con una mano.

    -Esta vez el padre Macabeo va a llegar tarde -dijo.

    Yo los miraba y no lograba entender. El cuerpo del viejo todavía olía a suciedad y transpiración. Entonces Raúl sacó un tema que no tenía nada que ver con lo que nos pasaba.

    -Nicanor, ¿te acordás de a quién vimos el otro día en el putero?

    Puse cara de no entender una jodida mierda de lo que hablaba. El viejo estaba muerto, Dios santo, y no sabíamos qué le había pasado. Sólo un rato antes Raúl había dicho que iba a ver qué le pasaba y ahora lo traían muerto. Eso era lo único que yo recordaba con precisión.

     -Lo que hablamos a la salida, sobre el joven doctor Ruiz y el veterinario. ¿Te acordás?

     Contesté que sí, tratando de concentrarme en lo que me preguntaba a la vez que dirigía miradas al cuerpo, como si quisiera asegurarme que no se había movido, que tal vez yo me equivocaba y de un momento a otro fuera a levantarse y preguntar qué hacía a esa hora en la cama todavía.

     -Bueno, entonces vamos al campo de los Ruiz.

     -Pero ya es tarde para un médico -dije.

     Pedro apoyó una mano en mi hombro, con esa sonrisa extraña que lo caracterizaba, y ante la cual uno nunca sabía si sentir paz o miedo.

     -Necesitamos un certificado de defunción, ¿no es cierto?

 

 

19

 

Era ya de noche. Sólo se escuchaban las cigarras y los grillos atronando el vacío fuera del rancho. Daba la impresión de ser un lugar sin nada allí afuera, donde lo negro era no una concentración de la densidad de las cosas, sino una parábola de la ausencia, un eterno eco de lo que las cosas fueron alguna vez y perdieron para siempre.

     -¿Ustedes lo mataron? -preguntó Valverde.

     Los grillos le contestaron, y él parecía llevarse bien con los insectos y la noche. Nosotros no le responderíamos, y él lo sabía. Pero quizá necesitaba preguntar, para deshacerse de esa inquietud parecida a una babosa en la boca. Y a lo mejor, por casualidad, uno de nosotros llegaba a responderle. Pero ninguno lo hizo.

     -Voy a salir esta noche a echar un vistazo al campo.

     -¿Estás seguro que no van a verte?

     -Más que seguro, de noche los perros ni siquiera me van a ladrar.

     Estuvimos de acuerdo y él salió. La sensación que tenía se vio confirmada cuando abrimos la puerta. La oscuridad de adentro parecía estar más viva y ser más cálida que la de afuera. Sentí que Valverde caía en un pozo mientras se alejaba, perdiéndose en la espesura. Cerramos y volvimos a sentarnos en el suelo. No queríamos encender ninguna luz, incluso nos abstuvimos de hablar en voz alta por miedo a que alguien estuviese acechando junto a la puerta o a las ventanas tapiadas. Yo escuchaba la respiración de mis hermanos, la de Raúl casi imperceptible, serena, increíblemente controlada, la de Pedro más vibrante, casi como un suave silbido.

     -¿Qué planeás hacer? -le pregunté a Raúl.

     -Ya te dije, mañana salimos antes de que amanezca y quemamos el campo.

     -¿Para qué?

     -Para deshacernos del cuerpo, para que el viejo sea ceniza en la tierra. ¿Eso era lo que quería, no? No solamente cogerse a la tierra, sino meterse en ella como agua en la sangre.

      Pedro emitió un pequeño gemido que creí era una risa, o tal vez lamento. Yo casi no veía la cara de mis hermanos, siluetas oscuras cuyas voces las creaban y destruían al hablar y al callar. Luego Raúl prendió cigarrillos y nos dio uno a cada uno. Ahora las lucecitas de los cigarrillos se desplazaban como luciérnagas. Pensé en Clarisa, que de chica le gustaba jugar a cazarlas. Nunca atrapó ninguna, pero mamá jugaba con ella y hacía que atrapaba varias en su mano. Entonces se agachaba para mostrarle la palma abierta, ocultándose de nosotros, de los varones de la familia. Las dos cuchicheaban y se reían. No había nada en la palma de mamá, pero Clarisa fingía que había luciérnagas atrapadas, o quizá lo creyera de verdad. Mamá tenía la capacidad de apartar las zonas oscuras y resaltar lo que quería que viésemos: el campo muerto pero pronto a renacer, la obstinación de papá como un mérito otorgado por Dios, las mudanzas como un viaje de experiencia.

     Incluso cuando ella se enfermó casi no notamos su ausencia. Fue dos meses después del arresto del viejo. No sabíamos cuándo volvería papá, así que Raúl había empezado a trabajar el campo para mantenernos, pero pronto lo dejaría abandonado ante su fracaso. Mientras tanto, el padre Macabeo venía todos los días, y los domingos se pasaba casi toda la tarde en casa. Tomaba mate, comía con nosotros, nos leía versículos de la Biblia. A veces nos acompañaba a caminar por el campo, y decía que no era buena tierra. Que mi padre no sabía lo que hacía al trabajarla. Eso poco a poco fue venciendo la ya de por sí escasa voluntad de Raúl. Sin papá no tenía utilidad esforzarse, nos sentíamos perdidos. Pero el cura estaba para ayudarnos, para traernos ropa y comida. Cuando nosotros salíamos, el padre Macabeo se quedaba en casa con mamá y con Clarisa. Era durante las tardes, cuando mi hermana dormía la siesta, mi vieja lavaba la ropa y el cura, sentado en su silla, la miraba trabajar.

       Al final de esos dos meses, mamá empezó a sentirse enferma una noche. Nos servía la comida y su andar era lento, la frente le brillaba de transpiración. El cura le preguntó qué le pasaba. Ella contestó que no era nada importante. La vimos agarrarse la panza como si tuviese retortijones, y un rato después la oímos vomitar en el patio de atrás.

      El padre Macabeo quiso ir a buscar al médico, y aunque ella insistió desde la cama que no lo hiciera, él salió a caballo. Nos quedamos solos con mamá. Ella tenía fiebre, pero no dejaba de indicarnos cosas. Que Pedro cuidara de Clarisa, que yo limpiara las cosas de la cena. Raúl se quedó a su lado, y él también nos mandaba. Después escuché a mi hermano decirle algo a mamá en el oído, y ella asintió con la cabeza. Me pregunté si Raúl sabría lo que le estaba pasando a la vieja. Mandó a traer agua caliente para preparar una tizana. Se la aplicó como si supiera.

     Recién al amanecer llegaron el médico y el cura. El doctor revisó a mamá a solas, después habló con el padre Macabeo y salió sin dirigirnos la palabra.

      -Su mamá va a estar en cama unos días, así que van a tener que colaborar todos en ayudarla a cuidar la casa y el campo -dijo. Luego apretó los cachetes de Clarisa, que estaba junto a la cama de mamá. Mi hermana sonrió, mamá sonrió. Raúl salió corriendo golpeando al cura de costado, sin darse cuenta, creo.

    

     -¿Qué le pasaba a la vieja? -le pregunté a Raúl, esta noche de casi once años después, encerrados en un rancho abandonado y perseguidos por la policía.

     -¿Qué le pasaba cuándo?

     -Cuando se enfermó.

     Sé que mis hermanos se miraron a la lumbre tenue de los cigarrillos.

     -Nunca se lo contamos, ¿no es cierto? -Raúl le dijo a Pedro. Éste negó con la cabeza.

     Entonces mi hermano mayor empezó a contarme lo que había visto el día anterior al que mamá cayera enferma. Los tres estábamos en el campo. Raúl arando lo poco de la tierra que aún parecía fértil, Pedro sacando piedras de los surcos, yo esparciendo las semillas de una bolsa que arrastraba por el suelo. Era un día muy caluroso, de eso me acuerdo muy bien. Los tres transpirábamos a mares. Raúl dejó el arado atado a los caballos y dijo que iba a buscar agua a casa. Pedro y yo nos quedamos allí sentados, esperando.

     Dijo Raúl que cuando llegó al rancho al principio no vio a mamá por ninguna parte, pero toda la casa estaba cerrada, puerta y ventanas, así que la oscuridad adentro era casi completa.

     -¡Vieja! -llamó. Aparecieron los perros desde el rincón donde estaba el jergón de mamá. Rodearon a Raúl y lo miraron como pidiéndole ayuda.

     Escuchó un ruido de latas que se caían al suelo. Sintió un olor a fermentos, a líquidos, a alcohol quemado. Después fue a abrir la ventana, pero oyó un grito de mamá. Corrió a la cama, y apenas viendo lo que tocaba, sintió el cuerpo tembloroso de la vieja, que tenía la ropa desarreglada. Sus manos tocaron sin querer la piel desnuda de mamá. Ella tenía las piernas abiertas y las rodillas levantadas. Cuando los ojos de Raúl se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que estaba inclinada en la cama y con las manos sobre  el bajo vientre. En las manos tenía algo metálico. Raúl se dio cuenta de que era algo punzante, un destornillador, tal vez, pero no era eso. Lo había hervido en la fuente de agua que se había caído al suelo un rato antes, y mamá intentaba colocárselo ahora dentro del sexo.

      No sé si mi hermano comprendía lo que pasaba. Era la primera vez que lo veía, pero no era un tonto. Pronto debió darse cuenta, pero sin duda no sabría qué hacer. Dijo que mamá lloraba y ni siquiera se había sorprendido de verlo ahí. Estaba demasiado dolorida.

     -¡Ayudáme! –gritaba en voz baja, pero con todo la fuerza de su garganta contenida.

     Pero qué iba a hacer mi hermano sino más que mirar al principio. Las manos le temblaban, el cuerpo alto y flaco de adolescente también le temblaba de escalofrío como si afuera no hubiese más de 30 grados. Cuando vio que mamá seguía intentando sola e inútilmente colocarse aquel elemento en el cuerpo, él se acercó y se puso a llorar.

     -¡Ahora no, hijo! Ayudáme…

     Y mientras lo decía hizo un esfuerzo mayor y metió con todas sus fuerzas el metal en su vagina. Raúl lo vio entrar y salir varias veces, con sangre primero, luego con unos pedazos de carne, según a él le pareció, que le dieron náuseas. Luego la vieja sacó el metal y lo tiró al piso. Le dijo a Raúl que limpiara todo y se fuera. Que no volviéramos hasta muy entrada la noche.

      Raúl regresó al campo. Le preguntamos por el agua y no nos contestó. Ya no queríamos trabajar pero el nos golpeó a cada uno y no tuvimos más que seguir. Nos prohibió volver a casa antes de que él lo ordenara. Dijo que nos mataría, y en su cara había tal expresión que no nos atrevimos a dudar que por lo menos iba a darnos una paliza de las peores.

     -Cuando volvimos, le pregunté a la vieja quién había sido.

     -¿Qué te contestó?

     -Nada, pero yo ya lo sabía. No se necesita ser muy inteligente para adivinarlo.

     Yo recordaba bien que el padre Macabeo vino a cuidar de mamá mientras ella permaneció en cama, pero un mes después empezó a venir menos. Nosotros notábamos que mamá y el cura se hablaban poco, manteniendo a veces un silencio que duraba toda la tarde mientras cebaban mate mirando el campo que jamás se recuperaría, que se iba llenando de basura, de chatarra que se herrumbraba como los corazones de ellos.

      Raúl se sentaba en el suelo, no lejos de los dos, y los miraba de reojo de vez en cuando, ella sabiendo que él conocía la verdad, y el cura tal vez ignorándolo, pero viendo que algo brillaba en los ojos de mi hermano. Raúl le contaría a Pedro recién un tiempo después todo lo que había visto, por eso Pedro todavía jugaba con Clarisa y conmigo en los campos muertos donde aún permanecían los viejos espantapájaros. Esos simulacros de hombres que ya no asustaban a nadie, víctimas de los caranchos que se asentaban en sus brazos flacos.

 

 

20

 

Valverde regresó después de medianoche. Dio dos golpecitos en la puerta, no más fuertes que el picoteo de un pájaro en la madera.

       Yo era el único que estaba despierto. Mis hermanos se había adormecido porque no se habían acostado desde hacía dos noches. Valverde murmuró su nombre al golpear, así que abrí la puerta y lo dejé entrar. Los otros se despertaron sobresaltados.

     -Tranquilos, muchachos. Traigo noticias.- Levantó una lámpara de petróleo y se dispuso a encenderla. Raúl lo detuvo.

     -No se preocupen, no hay policías en la zona. Esta noche podemos dormir tranquilos.

     -¿Pero qué sabés?

     -Vengo de su campo, pusieron a vigilar la tumba. En el pueblo me enteré que el juez autorizó la exhumación recién para mañana a la madrugada.

     -Entonces mañana salimos antes que el sol y vamos al campo. Tenemos que prender el fuego cuando hayan desenterrado el cuerpo.

     -Pero Raúl -dije yo-. ¿No vamos a matarlos, no?

     Mi hermano se sonrió.

     -Los vivos tienen piernas para escapar, Nicanor. Pero el muerto es quien nos interesa. Tenemos que evitar que hable, porque hasta los muertos dicen lo que les pasó.

      Valverde asintió, quizá él lo sabía por haber disecado cadáveres de animales. Yo me preguntaba si a Raúl no le preocupaba algo en particular.

     -Pero si va la vieja…

     -No va a ir -me aseguró mi hermano.- Ya dijo que no quería que lo desenterraran. Solamente van a estar los policías, el doctor y el comisario. Y ellos se van a escapar del fuego como las ratas del campo.

       Decidimos dormir por lo menos durante tres horas antes de salir. Valverde se ofreció a hacer guardia. Nosotros depositamos nuestra confianza y nuestras vidas en él.

 

     Me despertó el canto del gallo, pero aún no había amanecido del todo. Raúl y Pedro ya estaban levantados y lavándose la cara con al agua que salía de una bomba dentro del rancho.

     -¿Por qué no me despertaron antes? -protesté yo, creyendo por un momento que querían dejarme afuera del asunto.

     Pedro se rió y me dio una patada en el brazo.

     -No te preocupés, Nicanor. Vos también tenés laburo que hacer.

     Me levanté y saludé a Valverde, que no parecía agotado ni cansado después de la noche de guardia.

     -Me gustaría ayudarlos -dijo.

     -No es tu asunto -contestó Raúl.

     -Vamos…eso ya lo discutimos…

     -Tu laburo no es quemar campos sino criar bestias, que te persigan por eso y no por lo nuestro, ¿me entendés? Cada uno a lo suyo y no hay deudas que pagar…

     -Pero entonces dejen que les caliente agua para un matecito.

     -Eso sí podés -dijo Pedro.

     -¿A qué hora era el asunto?

     -Lo más probable es que a las seis y media estén en el campo. Para la siete ya todo habrá terminado.

       Decidimos apurarnos. Me lavé la cara y oriné en un tacho en un rincón. Volví al grupo que se había reunido alrededor de una fogata suave que Valverde encendió con rapidez. Hicimos tres rondas de mate y comimos unos cachos de carne con cuero que sobraron del asado que habían hecho en su casa dos días antes. Estaban duros y fríos, pero nos sirvieron para reponer fuerzas.

      Antes de salir, Raúl nos alcanzó a Pedro y a mí dos antorchas que había preparado durante el día con ramas. Había encontrado alquitrán que Valverde usaba para aislar el techo de la lluvia, y untó con él un extremo. Nos dio fósforos a cada uno y los cuatro salimos. Era la última vez que veríamos esa casa, y de algún modo sentí aprehensión de dejar aquel refugio por el sitio desconocido que era el mundo exterior. Un mundo que conocía pero que ahora me era agresivo y amenazador. La niebla de la mañana daba un tono extraño, más bien irreal al pequeño bosque junto al río. Recorrimos todo el camino que yo había hecho corriendo. Estaba amaneciendo y no debían ser más de las cinco de la mañana.

      Llegamos al límite de nuestro campo. Nos escondimos entre los girasoles altos, que ya habían comenzado a marchitarse y encorvarse. El peso de las flores era demasiado para los tallos debilitados por el bicherío. Pensé en el viejo y su esperanza, en la cara que había puesto cuando vio que los girasoles crecían y que cada mañana dirigían sus caras sonrientes al sol. Pero el sol es fuego, es amigo de las llamas. Es el padre bienhechor de los incendios que nuestro padre creaba para borrar la muerte y preparar el terreno para la procreación.

     La tierra es un vientre que el viejo quería engendrar, y del cual no pudo obtener más que productos degenerados y deformes. Pero él insistía, preparaba la tierra, cultivaba el vientre de la tierra así como engendraba en el vientre de nuestra madre. Y en cada nacimiento había un fracaso que no quería ver, que desechaba con el fuego. Por eso no deshicimos de él antes que él de nosotros. Era un Cristo que necesitaba la sangre de los corderos del sacrificio.

     Allí puedo verlo, surgiendo entre los altos girasoles que se resisten a morir, lo mismo que se resistieron los ladrones que acompañaron al cristo. Pero es solamente uno de los tres espantapájaros crucificados, asomándose en la niebla y proclamando su inutilidad. Su docta tarea de engendrar el miedo se ha convertido en la grotesca labor de un bufón envejecido.

     Nos asomamos a un sendero y vimos los autos de la policía y una camioneta. Junto a la tumba estaban dos guardias, el doctor Ruiz, el comisario y el padre Macabeo. Raúl me agarró de un hombro y lo miré, pero él tenía los ojos puestos en el grupo reunido alrededor de la fosa abierta. Sonreía, hasta dio un respingo de jactancia, de orgullo por sí mismo, tal vez, como si estuviese viendo la confirmación de algo que esperaba con ansia.

    -Está el cura también -dije.   

     Me apretó el hombro con fuerza y con cariño.

    -No podía faltar, ¿no es cierto? -después le dijo a Valverde:- Andáte, gracias por todo.

     Nos dio un abrazo a cada uno y se fue corriendo. Nunca más volvimos a encontrarnos.

     Raúl encendió un fósforo y cada uno acercó la antorcha alquitranada. Las llamas se encendieron y los tres nos separamos como habíamos planeado en la noche. Raúl se quedó allí, en la salida principal por donde los demás escaparían. Si era necesario, detendría a cualquiera que intentase llevarse el cuerpo. Él nos había asegurado que sin duda nos adjudicarían el incendio, pero que no podrían probar nada. Unos meses de cárcel, tal vez, si nos veían, pero nada concreto para poder probar que nosotros habíamos empezado el fuego.

     Pedro corrió hacia el sector este, que era la espalda de los que allí se habían reunido. Yo fui hacia el campo noroeste, el lado más extenso del sembradío. Empecé a quemar los tallos secos de los girasoles y rápidamente las llamas subieron y se extendieron hacia los costados y hacia el interior del campo. Vi que otras llamas iguales ascendían desde donde estaban mis hermanos.

     Escuché voces de alarma y dos disparos, pero los policías habían tirado al aire para avisar seguramente a la gente del pueblo. Yo corrí de vuelta hacia donde estaba Raúl y me quedé con él, cubriéndolo con la escopeta por si intentaban atraparlo. Sabía que Pedro tendría que dar toda la vuelta al campo y no era seguro que pudiera llegar con ese fuego. Entonces Raúl y yo nos escondimos entre las filas de girasoles todavía indemnes y vimos salir al grupo uno detrás de otro. El primero fue el doctor Ruiz, luego un hombre que no habíamos visto antes, quizá un abogado o un secretario del juzgado. Decían cosas a gritos, pero no alcancé a entenderlos. El crepitar de las plantas al quemarse era más fuerte de lo que yo esperaba.

     El humo comenzó a hacerse tan denso que no pude ver si salía más gente por el sendero principal. Raúl me hizo señas de que esperara donde estaba y no me expusiera. Él se asomó al sendero a mirar si faltaba alguien. Un tipo gordo lo tiró al suelo en su corrida. Me di cuenta que era el comisario, pero no creo que el oficial se diera cuenta de con quien había tropezado. El humo era muy denso y yo mismo me puse a toser, con miedo a ahogarme. Entonces también salí al camino e intenté sacar a Raúl que estaba en el piso, como atontado por el golpe.

     Él se levantó y escupió saliva con sangre. Me hizo señas de que me fuera, pero no lo hice. Me quedé atrás de él por si me necesitaba. Raúl tenía la antorcha en la mano derecha, y con ella intentaba iluminarse mientras entraba al sendero que llevaba a la fosa. Lo agarré de la ropa e intenté detenerlo, pero él no me hizo caso. No sabía qué intentaba hacer, tal vez ver si quedaba alguien.

     Escuché una voz pidiendo auxilio. La voz se acercaba, entrecortada, perdida entre el crepitar de las llamas. Creí reconocer de quién se trataba, y no mucho después vi entre el humo la sotana y la figura del padre Macabeo. Se cubría la nariz con una manga, tenía la cabeza cubierta de hollín. No miró hacia adelante sino cuando estaba cerca de la salida y casi frente a Raúl.

     Entonces supe que mi hermano no lo dejaría salir.

     Raúl arrojó la antorcha sobre el breve trecho de camino que los separaba, y se levantó una nueva barrera de llamas que impidió que el cura pudiese escapar. Lo vimos correr de un lado a otro. Debía tener una expresión de terror en el rostro,  pero sólo pudimos adivinarla por la desesperación de sus brazos agitados y los gritos parecidos a aullidos de animal acorralado.

     Luego el padre Macabeo cayó al suelo y no lo vimos más.

     Pero tras él apareció corriendo otra persona. Alguien que habíamos olvidado porque no sospechábamos siquiera que podría presentarse aquella mañana. Alguien que había ido a honrar al viejo porque quizá lo amaba más de lo que mi hermano Raúl había podido amarlo en toda su vida.

     Detrás, estaba nuestra hermana Clarisa.


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