lunes, 1 de julio de 2024

El Hogar

 



                                                     

 

 

 

1

 

Apoyó el codo en la almohada y su cabeza descansó sobre la mano derecha. Fumaba un cigarrillo y la ceniza caía sobre las sábanas. Pero él no alcanzaba a ver más que la lucecita roja en la punta, iluminando humildemente la habitación en sombras. Porque no podía esperar que un simple cigarrillo fuese capaz de alumbrar la belleza del cuerpo de Nadia, que dormía de espaldas a él en esa misma cama. Desnuda, traicionada por las sábanas que él había retirado para observarla una vez más, a la luz impotente de aquel cigarrillo.

     Con la mano izquierda sacudió la ceniza sobre la cadera izquierda de Nadia. Ella se movió un poco, y aunque no alcanzaba a ver su cara, sabía que ella había hecho una mueca de placer más que de disgusto. El calor compensaba ahora el fresco de la noche que había comenzado a cubrirla como una sábana congelada, y del que ella intentaba protegerse en sueños colocando las manos entre los muslos.

     Él pudo ver el movimiento de los dedos sobresaliendo entre las piernas, un temblor la recorrió sin que despertara. Entonces volvió a sentirse excitado, a pesar de que habían hecho el amor dos veces antes de que ella se durmiera. Él no había conciliado el sueño pensando siempre en la casa, en la puerta de la casa de sus padres. La doble puerta de madera con aldabas y una mirilla con forma de óvalo. La casa a la que nunca podría entrar otra vez, ni siquiera pidiendo permiso como lo hacía cuando su hermano vivía allí con su familia.

     Él, Jorge Benítez, que había nacido y vivido allí por veinte años, ya no tenía derecho más que a contemplarla desde la vereda de enfrente, como un ladrón o un fisgón, casi como un pervertido del que cualquiera sospecharía algún delito a perpetrarse muy pronto.

     Y también era verdad que él actuaba acorde a esa sospecha, incapaz de explicar el por qué de su paso lento y ensimismado frente a la casa, si ni siquiera él sabía la razón de que sus ojos se desviasen hacia ella, o más bien su mente se concentrara tan fijamente en esa fachada a la que un corto alero de tejas españolas daba sombra y ayudaba a alimentar el musgo en las paredes, a embeber de humedad y muerte la puerta de entrada que tantas veces lo había dejado pasar cuando era un niño.

     Pero hay puertas, se dijo muchas veces, que únicamente permiten el paso de la infancia, como si el crecer fuese un delito obligado, inevitable. Una condena en una cárcel sin rejas donde se está solo, un completo desierto donde las puertas no pueden ser concebidas porque irían contra su propia naturaleza. El vacío, que casi todo lo abarca, incluso el cielo y el suelo que pisamos, no concibe el material para construir una puerta y un techo.

     -El infierno es eso-murmuró Jorge, exhalando humo sobre la nuca de Nadia.

     -¿Qué cosa, querido?-dijo ella entre dientes, apenas girando la cabeza.

     -Dije que el infierno debe ser algo parecido al cielo, allí no hay lugar adonde escapar, no hay puertas ni escondites. Dios te puede ver en todas partes. Imagináte un día eterno, sin noches, donde el sol te dé de lleno siempre en la cabeza, llegarías a ver la cara de Dios en ese sol, haciéndote muecas de burla, apiadándose y riéndose de vos al mismo tiempo.

     -Creo que soñaste, querido-contestó Nadia, y volvió a esconder la cara sobre la almohada. Pero su espalda quedó dando frente al cielo raso, escondido en la sombra protectora de esa noche, que gracias a Dios, se dijo Jorge, aún permanecía, alterada y corrupta comparada con las ancestrales noches del principio del tiempo, pero todavía digna y misteriosa.

     Cómo penetrar el cuerpo de Nadia, ya que sus sentidos eran impenetrables a los pensamientos que él necesitaba expresarle. Atravesar su espalda con lacerantes esquirlas de ideas para que ella comprendiese lo que él sentía: la suprema impotencia para regresar, para sentir otra vez el absoluto abandono del mundo. Porque él tenía miedo desde que había nacido. Quizá a todos les pasaba lo mismo, pero cómo hacérselos reconocer sin pasar por loco, sin que lo mirasen por la calle y murmuraran “ahí pasa el raro”. Un mujeriego soltero a los cuarenta años, sin hijos y sin casa. Un auto deportivo, un Torino  que tronaba las calles cada vez que corría los domingos a la cancha. Un motor que gritaba como él en las noches de La Plata por las calles del barrio de las putas.

     -Nadia, escucháme-murmuró, pero sabía que ella apenas lo oía cubierta su cabeza de cabello negro por la almohada. Entonces pegó su cuerpo contra el de ella, frotando su pelvis contra la pelvis de Nadia, luego sacó el cigarrillo de sus labios con la mano izquierda, sujetándolo entre el dedo índice y el medio, mientras acariciaba con los otros los muslos de Nadia.

     Ella gimió al sentir el calor, pero no abrió los ojos. Lo dejaba hacer como tantas otras veces, cuando simplemente le frotaba la espalda o le besaba el cuerpo durante minutos, durante horas, hasta a veces el amanecer, cuando finalmente se dormía y ella se levantaba.

     Como si él viviera feliz durante la noche, protegido por las paredes cuyo color no importaba porque eran como una extensión de la piel de la mujer. Como si al moldearla con sus manos amasara la arcilla para construir la tienda que lo aislara de las estrellas, que al fin de cuenta eran soles, millones de mirillas por las cuales Dios atisbaba y vigilaba las acciones de un teatro viejo y pobre. Paredes de piel que irían creciendo hasta hacerse anchas y fuertes como la casa de sus padres. Esa casa en la que nunca lo dejarían entrar otra vez.

     Jorge apoyó la punta del cigarrillo en un glúteo de Nadia. Ella giró sobresaltada y lo miró sin decir nada, pero sabía lo que él estaba pensando. Era demasiado fácil darle a entender lo que deseaba, meras insinuaciones de cosas y actos fútiles, vislumbres que hasta un perro apaleado sabría comprender.

     -No, Jorge, esta vez no, por favor.

     -Pero si te gusta...

     Ella iba a contestar, sin embargo su cara demostraba que no podría defender una negativa rotunda. Había accedido ya demasiadas veces antes para negarse ahora.

     -Es tarde para empezar otra vez, tengo sueño y mañana hay que levantarse temprano-. Encendió la luz de la mesita. -Pero si faltan apenas dos horas, Dios mío, y me caigo de sueño.

    El humo ascendía sobre ellos como una espiral, envolviendo los cuerpos. Él la besó en la boca, el cuello y las clavículas, lamió los pechos de Nadia mientras ella gemía rindiéndose al calor, al roce del cuerpo de Jorge, a los vellos del pecho que la rozaban como una suave corteza con musgo. A eso olía él cuando transpiraba, al aroma escondido bajo las hojas secas en el bosque, al barro oculto bajo las piedras. Ella se lo había dicho una vez mientras hacían el amor, mientras él le susurraba en los oídos un tenue ritmo de “eses” entrecortadas que se parecía mucho a la música del viento entre los árboles. Porque las copas de los árboles son también un techo que protege no sólo de la mirada de Dios, sino de la saliva con que pretende comprobar la humana naturaleza de tierra, como un científico temeroso de que su descubrimiento se malogre al día siguiente, o no sea más que un sueño.

     -A veces Dios también sueña-dijo Jorge cuando llegó en su camino de besos hasta la entrepierna de Nadia-. Él también debe ser un macho cabrío, a veces, si es verdad que te creó, amor mío.

     Entonces apoyó el cigarrillo sobre la piel del muslo derecho de Nadia. Ella se agitó como si hubiese tenido un orgasmo. Luego hizo lo mismo sobre el otro muslo, más cerca del sexo, y ella volvió a gemir. Pero se dio cuenta que lloraba. Era un gemido diferente, porque sus pechos se agitaban como los de una vieja enferma que llora extraviada en la calle donde siempre ha vivido. Nadia perdida en sus propias creaciones, o más bien en las paredes dolorosas que ella llegó a construir con el material del que él la había provisto.

     -Algunos levantan y otros destruyen paredes-dijo Jorge mientras regresaba sus manos hacia los senos de Nadia, lamiéndolos hasta dejar un hilo de saliva en la que apagó finalmente el último cabo del cigarrillo.

     Ella gritó esta vez, pero él ahogó la voz penetrándola con fuerza, hasta notar la leve transformación del dolor en placer, y diciéndose a sí mismo, como si rezara, que a veces Dios era más que un hombre: era un gran inventor.

 

 

 

 

2

 

Tengo que llamar a la vieja. Hace tres días fue su cumpleaños y otra vez lo olvidé. Y cuántos cumple no lo recuerdo si no saco la cuenta del año en que nació. Dios mío, setenta y nueve. Sí, setenta y nueve años. Tengo que conseguir un teléfono y llamarla antes del domingo. Siempre se enoja si lo hago el domingo de Pascua. Es la resurrección del Señor, me dice, mi cumpleaños fue hace una semana. La hace sentir culpable esa veta, esa pátina de pintura religiosa con que la barnizaron en la escuela de monjas, de pequeña, allá en Junín. Un convento de carmelitas en medio del campo, rodeado de pastizales quemados por el sol del verano, mientras los coches pasaban por la ruta de tierra levantando polvo y olor a bosta hasta invadir las aulas y los patios, sembrando el aroma de los animales en las narices de niñas y mujeres vírgenes. 

     Ese paisaje, o ese olor, había prevalecido en la mente de mamá, aún luego de haber venido a la ciudad y haberse casado con un hombre que nada tenía que ver con el campo. Un hombre como mi padre, que despedía aliento a café con coñac bebido en los bares de la ciudad, teñido su bigote rubio por el tabaco de cigarrillos fumados hasta la colilla. Hombre de ojos enternecidos por el alcohol o por la vista de esa mujer que había venido del interior de la provincia y que miraba con ojos vírgenes el perfil huesudo de la cara de quien iba a ser mi padre, la gorra inclinada a un costado y el olor al puerto, el tufo a pescado que nunca pudo sacarse de encima en toda su vida. Recuerdo, como si fuera hoy, el olor que despedía su féretro cuando lo enterramos, era como estar sepultando una bolsa de pescados viejos.

     Los ojos celestes de mi vieja.

     Dios mío, por qué estaré pensando en pasado. Debo llamarla aunque no me recuerde, aunque el Alzheimer la lleve y la traiga de lugares imprecisos en donde se refugia para esquivar la realidad. Si yo pudiera evadirme también, pero no puedo porque en cualquier momento me caerán encima, ellos, los abogados y los juicios, los demás periodistas y la mala opinión pública. Sé que mi nombre ha sido manchado y pisoteado en muchas ocasiones, han hablado de mi colaboración con el gobierno de facto, de los hombres y mujeres que he entregado en mis artículos. Por eso estoy aquí, para sumar un eslabón en la cadena de mi reivindicación, un punto a mi favor que pueda borrar lo otro. Eso que ni siquiera recuerdo con precisión porque nunca archivé los nombres que mis manos escribieron, como si algo en mi cabeza se hubiese puesto inmediatamente en funcionamiento cuando mencionaba nombres y hechos o apenas sospechas. Un factor defensivo, lo sé, porque si no eran ellos, habría sido yo a quien hubiesen arrancado de la cama una noche cualquiera, a punta de pistola y secundado por tres hombres de civil, para ser subido a un Falcon verde que se perdería en barrios que nunca vería por tener los ojos vendados, que nunca escucharían mi voz por estar amordazado con un pañuelo, que sin verlo, imaginaba blanco.

     Porque blanca es la suma de todos los colores que anula y absuelve, como la conjunción de positivo y negativo, como el encuentro de fuerzas opuestas, como la ira y el perdón. El blanco es el color del olvido, me parece. Lavado de memoria con ácido clohídrico, hasta lograr que el mundo exterior se esfume en vapores irrespirables que obligan a usar mascarillas como vendas del olfato. Caminando entre tufos que no huelen a nada, paradoja propia de las buenas costumbres. Máscaras parecidas a esas que están usando los soldados que se han rebelado en Campo de Mayo, a las órdenes de oficiales levantados en armas contra la democracia reestablecida hace ya tres años, este bebé que más parece un muñeco de paja y trapo porque en realidad nadie lo ha concebido. Yo más bien creo que es un muerto que alguien sacó de cementerios clandestinos y maquilló con suma destreza para presentarlo en televisión -medio de doble filo que puede levantar o hacer caer a los dioses del momento-. Porque la prensa, los periodistas gráficos como yo, somos apenas unas putas o unas vírgenes, extremos ambos merecedores de la misma piedad y la misma desgracia, del mismo perdón y del inmediato revocamiento de ese perdón. La verdad no llega a la tinta de un diario, se queda pegada en la conciencia, y ella se quema con ácido clohídrico, se transforma en vaho que oculta el olor de los cadáveres.

     -¿Qué hacés acá?-me preguntó Mario, el fotógrafo. Tiene, como yo, alrededor de cuarenta y cinco años, barba canosa y pelo largo y enrulado. Lleva un piloto azul abultado con lentes y cámaras, un bolso negro con más equipo fotográfico, las manos sudadas, donde un anillo de casamiento ha quedado para siempre a pesar de una ya larga separación. Las leyes no toleran el divorcio, por ahora.

     -No me hagás preguntas idiotas...-le respondo.

     Me mira por la ventanilla que yo mantengo cerrada no sé por qué, como si pudiese detener una bala perdida. Me hace una señal obscena y luego se ríe. Da la vuelta y entra del otro lado.

     -¿En serio querés tener la exclusiva? Los pendejos lameculos te van a ganar de mano.

    -Ya lo sé, pero no hay ninguno con mi experiencia...

    -Doble experiencia, en eso tenés razón.

     No me molesto en contestarle. Siempre me hace esas observaciones que en los demás son más parecidas al odio que al sarcasmo. Prefiero este último, al menos existe un resto de aprecio escondido en su estructura, semejante al reproche de una amante humillada. Sin embargo, no puedo jactarme ni contestar todas las veces que quisiera. Debería ir por la calle caminando con la frente en alto, pero enseguida la imagen de un militar con su uniforme y la gorra bajo el brazo entrando a tribunales se me aparece en la memoria, y bajo la cabeza y acepto las bofetadas y los golpes verbales.

     No puedo decir que lo que hice estuvo bien, ni puedo decir que volvería a hacerlo. El recuerdo de Gloria me aterra, me despierta con el chirrido de los Falcon en el empedrado o el asfalto en un barrio recorrido por colectivos repletos de gente, testigos de secuestros, testigos de desapariciones propias de magos expertos en la muerte. No hay magia, pienso, sólo la biología utilizada a favor de un principio. Gloria capturada porque yo decidí seguirla, yo como un cebo tras el cual los perros corren en un silencio aprendido con estricta disciplina siguiendo las leyes del hambre. Para que me perdonara, así como ahora hago esto para atenuar los rigores y los castigos que se me vienen encima.

     Tres años, Dios mío, y si tengo trabajo, es por las migas de pan duro que me arrojan los viejos compañeros como Mario, que aún sin perdonarme, me miran a los ojos y ven lo que yo no sé si todavía conservo. Eso que no quiero nombrar por no caer en el facilismo y el lugar común en que sin embargo he caído al escribir las novelas por las me hice conocido. Eso que los hombres conservan hasta un tiempo después de muertos, y que después desaparece en los vacíos rasgos del rigor mortis.

     -Así que el viejo Bautista Beltrame hace méritos para reivindicarse-dice Mario palmeándome la rodilla y haciéndome un guiño cómplice.

     Esta vez soy yo quien lo mira con sarcasmo.

     -Por lo menos vas a tener material para una nueva novela.

     Le convido un Camel, y le digo:

     -Conozco a muchos que en los próximos meses van a publicar novelas sobre los años de plomo, y no quiero ser el único chivo expiatorio.

     Él me entiende. Nadie mencionará mi nombre, probablemente, no con absoluta certeza todavía, en ninguna novela o ensayo. La resaca del miedo, como quien dice, de aquellos años, todavía va a persistir por mucho tiempo. Pero si yo vuelvo a publicar, no será ya con esa seguridad de quien se mete de lleno en el mercado con un material a toda prueba, esas novelas de fácil lectura, una aceptable intriga y algo de sexo que los censores decidieron pasar por alto. Porque al fin de cuentas fui yo quien las había escrito, un periodista de renombre de un diario importante de la tarde. Un intelectual que, sin mencionarlo ni gritarlo a voces, dio su apoyo a la realidad. Alguien que siempre se ajustó a las leyes y a los patrones dictados por las necesidades de urgencia.

     Mis dos novelas habían vendido mucho, y habían recibido frías pero ponderables críticas de algunos comentaristas -si lo hicieron llevando las manos a los bolsillos o no, no me interesó saberlo es esos días-. Pero después aparecieron las demandas por plagio. Una por la trama del primer libro, y dos por dos relatos publicados en una revista de actualidad. Banalidades judiciales, dicen mis abogados, nadie puede probar nada. Eso es lo que digo yo, y podría darle también el nombre de venganza si me considerara un ingenuo, pero el nombre verdadero es oportunismo. La oportunidad es aprovechar los rasgos laterales de una verdad. Como esas roturas que se producen en los costados de un auto cuando una moto pasa demasiado cerca, no se notan a simple vista, pero con el tiempo la pintura se resquebraja y aparece el óxido. Es allí, como sobre una llaga, donde ellos ponen el dedo.

     -No, Mario. Tengo en mente otra novela diferente a las anteriores. Algo de policial con rasgos más psicológicos. Quiero alejarme de lo social por un buen tiempo, por lo menos en la ficción.

    Él se ríe y empieza a toser. Yo abro las ventanillas.

    -Pero si estás enterrado en la realidad, Beltrame. A vos no te sacan ni con palas ni azadones del pozo en el que te metiste.

    Mira más allá del parabrisas, los soldados cambian la guardia frente al cuartel. Llevan las caras embadurnadas de negro, ramas cortas con hojas verdes en los cascos, las botas resuenan en el suelo hasta donde estamos sentados nosotros, a más de cincuenta metros detrás de las verjas de la base. Un oficial de rango menor dirige el cambio de pelotones. Pero todo esto se hace detrás de dos filas de bolsas apiladas hasta poco más de un metro de altura. Las cámaras de televisión están sobre las verjas, algunos transmiten en directo. La rebelión y la toma del campamento militar ha comenzado recién hace unas horas.

     -¿Sabés algo, te dijeron algo?

     -¿Qué voy a saber?

     -Digo, nomás, son tus amigos...

     Entonces le doy una trompada en la nariz que me sale mal por el poco espacio y por tener que usar la izquierda. Mario se lleva una mano a la cara y comprueba si sangra. Al fin de cuentas sólo logro magullarlo nada más que un poco.

    -La puta madre que te parió...-me dice.

    Yo pienso en mi vieja, la de los ojos celestes perdidos en el cielo del Alzheimer. Miro adelante la cara embadurnada de los soldados, que se asoman como orugas negras por encima de las empalizadas. Afuera hace frío, pero en el auto está cálido. Me siento bien acompañado, aún con este tipo a quien finalmente no sé si considerar amigo o enemigo.

   -Esta semana mi vieja cumple setenta y nueve años. Para ella el mundo se detuvo hace quince. Lo votó a Perón en el setenta y tres, y a veces me pregunta, cuando está más lúcida, en qué año estamos.

     Mario me está mirando.

     -Perdonáme.

     -Ya me golpearon otros tipos peores que vos, Beltrame. No te preocupés.

     Se pone a armar su cámara. Yo empiezo a tomar notas en mi libreta, levantando la vista de vez en cuando hacia el cuartel. La luz de la tarde sobre Campo de Mayo, las luces de los camiones militares encendidas. El humo de los caños de escape formando una cortina de humo frente al edificio principal. Los flashes de las cámaras como relámpagos rompiendo el silencio del Jueves Santo.

     A veinte metros a mi izquierda, un grupo de periodistas muy jóvenes ceban mate y comparte sus sandwiches. Anoto esto también, la forma en que parten el pan en trozos iguales y lo pasan de mano en mano. No había nadie en el centro de esa ronda, sólo la luz alerta de una cámara de televisión, como un fuego fatuo fijo y sereno en su cruel y constante verdad.

 

 

3   

 

 Jorge Benítez caminaba con las manos en los bolsillos del jean. Calzaba unas sandalias de cuero negro, y vestía una remera blanca de mangas cortas. Iba con la vista ensimismada en las baldosas de la vereda. Los sábados a la tarde no trabajaba, así que se entretenía en caminar por las calles de La Plata, recorriendo el barrio tranquilo y amodorrado en las tardes de verano. Eran las mismas veredas y fachadas que había visto de niño, poco habían cambiado. Algunas paredes conservaban las marcas de los pelotazos que junto a su hermano y los otros chicos del barrio habían hecho al jugar en la calle. Había menos tráfico, es verdad, pero en tardes como ésta el tiempo parecía no haber transcurrido, como si las cosas no sufriesen el paso del tiempo justo cuando nosotros sentimos este transcurrir con más dolor. Cuando nos sentimos viejos o inútiles, las cosas se empecinan en jactarse de su eterna juventud. Pero Benítez no podía sentir resentimiento hacia ese barrio. Sabía que se acercaba a la casa de sus padres, a su casa, que por esas cuestiones de la gramática y el tiempo ya no le pertenecía más que en el recuerdo. Y qué es el recuerdo, se preguntaba. ¿Realidad o fantasía de la mente? Cómo asegurar que allí detrás siguen estando las cosas que nos pertenecieron alguna vez.

      Se miraba los pies al caminar, observaba el paso cadencioso de las sandalias sobre la vereda, a veces rota, desnivelada en ocasiones, interrumpido por algún perro acostado que levantaba la mirada como quien comparte un sentimiento, quizá hasta un destino común. No había nubes y eran las tres de la tarde, a quién se le ocurría salir a esa hora en pleno verano. Pero Jorge Benítez nunca acostumbró a dormir la siesta. En casa, su madre se acostaba de dos a cinco de la tarde, invariablemente, costumbre que le había sido legada por su infancia en el campo. Su padre también descansaba las tardes de los fines de semana. Después del almuerzo con pastas o asado, el aroma errante del vino de damajuana se escabullía de sus labios y se iba adormeciendo sobre el mantel que la madre dejaba intacto hasta que se levantaba de la siesta. Sobre todo los domingos el tiempo parecía detenerse para siempre, pero jamás estaban exentos del miedo. Porque todos sabían que se acabaría, que aún la eternidad tiene un fin y un lunes que le sigue. La mañana siguiente y el trabajo eran relojes despertadores no sólo de la conciencia cívica, sino de la conciencia moral del hombre. El remordimiento de la pereza, pensó Jorge mientras recorría el barrio.

     Sabía que mañana sería domingo, y que no podría llevar a Gabriel a la cancha. Su hermano y su sobrino se habían alejado de él, con seguridad para siempre. No podía culparlos. Jorge Benítez era una amenaza cuando la ira hacía presa de él, cuando de la melancolía, como la que hoy experimentaba, pasaba a arrebatos delicadamente planeados.

     -Soy un hombre peligroso-dijo en voz baja, sólo para saber si todavía era capaz de algún rasgo de ironía y complacencia consigo mismo. Un perro lo miró, levantando la cabeza e irguiendo las orejas. Era un animal de raza incierta, lanudo y color pardo, acostado en el umbral de la casa de la familia Cortéz. Siguió de largo, sintiendo que ese perro continuaba mirándolo como si de un momento a otro fuese a perseguirlo para morderlo. Deseó, por un instante, por un brevísimo momento que podría haber llevado también el nombre de eternidad, que lo hiciera. Porque así no habría continuado su camino a lo largo de la calle, ni habría doblado la esquina hasta ver, poco más allá, la fachada incólume y perfecta de la casa de sus padres.

     Jorge Benítez siguió caminando, entonces, hasta pasar frente al bar de Santos. El dueño estaba sentado en una silla de madera, justo en la puerta de su negocio, leyendo el diario.

     -Buenas tardes, Santos-dijo él, apenas disminuyendo un poco el paso. No tenía intención de detenerse a charlar.

     -Buenas tardes, Benítez-contestó el otro.

     Jorge notó cierto alejamiento en el trato, el mismo que había sentido en los demás vecinos desde el episodio en la cancha con su hermano y su sobrino. Quizá habían llegado rumores, con seguridad algo se sabía. Por eso desvió la mirada hacia su vieja casa y se dispuso a continuar el paseo, pero entonces escuchó la voz de Santos preguntándole:

     -¿Sabe que se mudan vecinos nuevos?

     Jorge se dio vuelta. Presentía algo malo.

     -¿A dónde?

     -A la casa de tus viejos. Dicen que es un oficial de policía retirado y su familia.

     Jorge había aceptado que ya no podría entrar en esa casa. Estaba cerrada desde hacía meses por orden de su hermano, clausurada y puesta a la venta. Pero había casas que tardaban años en venderse, y mientras ese estado de las cosas persistiese, él podría seguir pasando frente a la casa sin vergüenza ni pudor, podría tocar la madera de la puerta y sentir el musgo de las paredes en las palmas de sus manos. Ver la sombra del alero sobre la vereda y recordar su propio cuerpo sentado en el umbral, con pantalones cortos y el torso desnudo y transpirado luego de jugar a la pelota, mientras su madre lo miraba desde la puerta, con el delantal y el cabello atado en la nuca con mechones ensortijados y levemente manchados de harina. Las nubes pasando con signos del próximo otoño en sus vientres de niebla, la sombra de los árboles de la vereda dejando libre a la brisa que refrescaba los cuerpos sudados de un sábado a las cinco de la tarde. Un niño sentado en el umbral, bebiendo un vaso de leche con chocolate, observando el transcurrir de los autos y el inquebrantable paso de la nada y el vacío como una amenaza aún lejana avanzando desde el fondo de la calle, quizá desde el baldío o paredón donde nacía o moría. Y él, el chico, levantaba la mirada por encima del borde del vaso hacia la vereda de enfrente de vez en cuando, como si compartiese con el otro Jorge Benítez, el hombre, que también mira ahora hacia allí, el mismo miedo y el mismo presentimiento.

     Pero mucho antes del final de la calle, apenas a un centenar de metros, una nueva familia iba a mudarse a la vieja casa, y Jorge pudo ver el camión de la mudanza que acababa de llegar.

     -¿Cómo le va a tu hermano en Buenos Aires?-preguntó Santos.

      Jorge sintió la ira acrecentándose a cada minuto. La casa invadida por extraños, la pregunta malsana y cruel de Santos.

     -Supongo que bien-contestó, como si esa pregunta necesitase una respuesta amable.

     -Gabriel y me hija eran compañeros de escuela, eran noviecitos, me parece. No creo que tu hermano logre retenerlo mucho tiempo por allá.

    Jorge lo miró a lo ojos, y por un momento creyó ver un atisbo de comprensión.

     -Ojalá vuelva-dijo Jorge-. Lo dejo tranquilo, voy a conocer a los nuevos vecinos.

     Se despidieron con un gesto de la cabeza, y Jorge siguió caminando en dirección a la esquina. Cruzó la calle, llegó a mitad de cuadra y se detuvo. El camión llevaba en los costados el nombre de la empresa de mudanzas. Había tres hombres jóvenes que debían ser los empleados y el chofer. Bajaban muebles de comedor, un armario ropero demasiado grande, sillas de cocina, lámparas de pie, camas y una heladera. Las canastas, donde debía haber ropa, libros, cosas de cocina, fueron bajadas en último término. Cuando ya estaban entrando las canastas de mimbre, llegó un Chevrolet rojo. Bajó un hombre de cuerpo fornido y cabello oscuro, con barba de pocos días, una mujer rubia, delgada y un chico de no más de diez u once años con un perro ovejero. El hombre saludó a los empleados y entró a la casa. La mujer comenzó a bajar las valijas del baúl. El chico, siempre acompañado del perro, corrió hasta la casa y desapareció.

     Jorge observaba todo esto desde enfrente. Algunos vecinos también habían salido al ver la mudanza. Lo saludaron y comentaron algo que Jorge no entendió porque estaba demasiado atento a lo que veía, anulando todo estímulo fuera de aquel acontecimiento. Como si estuviese viendo la llegada de una carroza fúnebre y los muebles fuesen ataúdes en realidad. Cuatro ataúdes que regresaban a la casa. Porque allí morían lo que habían vivido en ese lugar alguna vez. Los antiguos habitantes de cada casa de cada barrio en todas las ciudades del mundo pueden irse por sus propios medios, o pueden desaparecer incluso sin que nadie los haya visto mudarse, pero todos inevitablemente mueren para la casa, para el hogar que la casa y ellos formaron, constituyeron a lo largo de los años.

     -Los cuatro hemos muerto-dijo Jorge.

    -¿Qué...?-preguntó la vieja vecina sentada en una silla en la vereda cuando él pasó. Ella vivía en la casita con rosal de la esquina, y que tantas veces había cuidado de él y su hermano cuando sus padres se ausentaban.

     -Nada, no dije nada.

     Jorge se fue caminando sin mirar atrás.

     Esa noche tomó el teléfono y marcó el número de Nadia. El tono daba ocupado. Hizo varios intentos durante media hora. Ella no podía estar hablando tanto, la línea debía estar descompuesta o el teléfono descolgado por error. Iría a verla, necesitaba tenerla en brazos y hundir su cara en el pliegue del cuello de Nadia. Era imprescindible para la salud del alma de Jorge recorrer ese cuerpo como había recorrido las calles del barrio, y luego llegar al centro no de la ciudad, sino al agujero negro que el cuerpo de Nadia utilizaba como centro del vértigo y de la perdición, el sitio que absorbía el mundo de los hombres. Hundirse en los pliegues de Nadia era como regresar a la pileta de aguas cálidas donde él y su hermano pasaban los veranos. Esas aguas que le recordaban lo que no era posible que recordara y sin embargo presentía al sacar la cabeza de la superficie y encontrarse con la cara de su madre, que los aguardaba en el borde de la pileta con una toalla seca.

     Se puso una campera y salió a la calle. Subió al Torino y recorrió las treinta cuadras que lo separaban de la casa de la hermana de Nadia. Bajó del auto, tocó el timbre y esperó. Eran las once de la noche. La calle estaba desierta, el barrio era triste, de casas a medio construir o abandonadas. De vez en cuando se escuchaba el rugido del caño de escape de una moto a la distancia. Gritos imprecisos llegaban desde alguna casa cercana. Una luz se encendió en el porche y alguien corrió la cortina de la ventana. Era Mariana. Enseguida abrió la puerta y se tiró contra él.

     -¡Maldito hijo de puta!-decía mientras lo golpeaba.

     Jorge tardó en reaccionar, pero cuando pudo sujetarla de las muñecas le preguntó qué le pasaba.

     -¿Qué le hiciste a mi hermana, hijo de puta? ¡Se lo estuviste haciendo todos estos meses y ella nunca me dijo nada!

     Ahora sabía de qué estaba hablando. Las quemaduras eran el problema. No podía soltarla porque insistía en golpearlo.

     -¡Pará un poco! ¡Dejáme hablar! ¡Era un juego, ella siempre estuvo de acuerdo!

     Mariana lo miró a la cara y del llanto pasó a la risa histérica.

     -¡¿Así que estuvo de acuerdo en que la quemaras, la golpearas y le hicieras perder al chico?!

     -¿De qué hablás? ¿Qué chico?

     -¡Estaba embarazada! ¡No sé qué le hiciste, pero tuvo una hemorragia y lo perdió! Ahí llega mi marido. Te va a cagar a trompadas.

     El cuñado de Nadia lo sorprendió de atrás y lo empujó al suelo. Después se le subió encima y comenzó a golpearle la cara. Jorge se protegía con un brazo, pero sin atacar porque recordaba un episodio parecido, un domingo afuera de la cancha: él tirado de espaldas en el barro, vencido por su hermano, luego de que él hubiese intentado matarlo para apropiarse del hijo, de la casa, de la vida que él no poseía.

     Mariana agarró a su marido de un brazo.

     -¡Dejálo, va a venir la policía! Lo que falta es que te lleven preso cuando deberían llevárselo a él.

    Ella y el marido entraron a la casa y cerraron la puerta. Las luces se apagaron. Escuchó pasos y voces de vecinos que no se atrevieron a acercarse. Sintió la sangre en la boca. Se limpió la nariz con un pañuelo. Un perro se acercó para lamerle la cara. Él se levantó y lo pateó. El perro salió corriendo con la cola entre las patas.

     -¡Agarráte con uno de tu tamaño!-le gritó alguien desde la esquina, y se dio cuenta que muchos lo estaban mirando.

     Pero Jorge Benítez era una silueta oscura que se tambaleaba en la vereda. Quizá por eso nadie quiso acercarse para ayudarlo ni para terminar lo que otro había empezado. Subió al auto, encendió el motor y las luces. Se alejó acelerando a fondo y dejando un chirrido de ruedas en el asfalto. Sintió el golpe de una botella sobre el baúl. Pero ya se había alejado de ese barrio, y se acercaba a las calles en las que había crecido. Veía levantarse a sus costados las familiares fachadas de casas y almacenes que había recorrido y visitado cuando niño. Con su hermano en su bicicleta, o de la mano de su madre o su padre.

    Paredes que lo protegerían definitivamente.

 

 

4

    

Es noche de Jueves Santo.

     La noche de los traidores. La noche en que Judas se ha escondido entre los olivos, espiando desde las sombras el arresto de Jesús el Cristo. No todos pueden ser tan afortunados, pienso ahora, mientras observo las luces imprecisas e inútiles desde la base militar, luces que parecen estrellas inmensamente lejanas cuyos puntos luminosos son restos moribundos de algo que ya lleva muerto más tiempo del que puedo imaginar. Cadáveres que fosforecen en la oscuridad de un campo, un campo de batalla, quizá. Porque toda base militar es una imitación, un espacio fabricado para simular la guerra cuya amenaza yace latente y crece desde las grietas en el asfalto que cubre precariamente el alma de los hombres.

     No todos son tan afortunados, es verdad. Algunos debemos conformarnos con entregar a seres que ni siquiera conocemos, nombres de una lista robada por informantes que deben permanecer anónimos. Sólo un hombre, Judas Iscariote, puede firmar al pie de una roca en el monte de los Olivos, así como Bautista Beltrame ha sabido firmar durante años al pie de su columna dominical en uno de los diarios más importantes de Buenos Aires.

     A veces, solemos entregar mercadería especial. Seres humanos bellos como debió ser Cristo, pero no santos ni vírgenes, sino sólo bellos porque los hemos amado. Como Gloria, por ejemplo, cuyo rastro seguí como un animal tras el perfume de su hembra para que al final otras bestias me la arrebataran. Bautista se he quedado solo con su culpa y su remordimiento, y nadie más que él puede apiadarse de sí mismo. Porque hasta ahora no ha habido un solo libro ni una sola frase en todo lo escrito, que mencione o sugiera apenas una cierta piedad hacia Judas Iscariote. Ha cumplido su rol en la historia, se ha dicho, es un eslabón necesario en la cadena, han afirmado otros. Pero la tolerancia o el análisis no atenúan el rencor ni contemplan el perdón.

     -Noche de Jueves Santo-dice Mario a mi lado, ofreciéndome un trago de su botellita de Fernet.

     Tomo un trago y afirmo con la cabeza. Sé adónde se dirige con esas palabras.

     -Nos espera una larga noche, mi querido J. I.

     Este es el único humor que él sabe utilizar. Ni siquiera cambia sus bromas de año en año.

     -Creí que renovarías tu repertorio esta Pascua.

     -¿Para qué? Los cadáveres son siempre los mismos, y no se quejan.

     Lo miro en la casi completa oscuridad del auto. Su sonrisa es penosa, sus ojos brillan por un instante como si estuviese a punto de llorar. Quizá ve el odio en mis ojos, el tremendo odio que puede llegar a sentirse por un amigo. Y ese quizá es su papel, me digo, el acicatearme constantemente hasta lograr que yo haga algo que ni él ni yo sabemos todavía qué será.

     Cuando se llevaron a Gloria en el Falcon, yo me quedé mirando como un chico que ha visto a su madre atropellada en el tráfico de la ciudad, y sólo pude hacer lo único que sabía hacer, escribir lo que el miedo me dictaba. Seguí publicando nombres, sugiriendo siempre, analizando la situación política del país cada domingo. Y cada lunes los noticieros de la televisión me invitaban a ampliar el tema en horarios centrales, para que la familia entera escuchase la amenaza que representaban los guerrilleros. Debíamos terminar con las explosiones en las escuelas, debíamos liberar las calles de los peligros que amenazaban a nuestros hijos. Yo era un bien para el país, así lo dijeron durante mucho tiempo.

     Pero yo seguía teniendo miedo. Salía con mi auto, y cada que vez que colocaba la llave de encendido, no sabía si ese giro me llevaría expulsado hacia el infierno o al cielo de los imprescindibles Judas. Si en cada esquina me esperaba un disparo, si un coche se detendría mientras caminaba por la calle para raptarme. O simplemente, al tomar mi café matutino, un leve desvanecimiento me llevaría a la frontera que linda con el terreno donde crece el antiguo árbol de la horca. El que es culpable muere tres veces: primero cuando mata, segundo cuando lo castigan, tercero cuando se mata. Algunos pueden matarse antes de ser castigados, y entonces mueren sólo dos veces. Pero así queda un margen de odio esparciéndose en el mundo, el de aquel que no puede satisfacer la venganza. Por eso es mejor morir tres veces, mientras más se muere más limpia queda el alma, más transparente y diáfana como una tela vieja o un velo incalculablemente antiguo cubriendo el pubis de Dios.

     De todos modos, la gente comenzó a apartarse de mí. Un par de mis informantes murieron y de los otros ya no supe más. Llegó un domingo que nada tuve que informar, y de pronto me encontré escribiendo un artículo sobre el general que tomaría el mando de la república el próximo mes. Pensé que esa semana yo pasaría casi desapercibido, lo que escribía no era más que lo que se decía en otros medios y en la calle. Al día siguiente me llamaron de la oficina del redactor.

    -Óigame, Beltrame-dijo el jefe apoyando las manos en mi hombros.

     Sentí el aliento a cigarrillo calentándome la cara.

     -Usted escribe bien ciertos temas, pero no otros. Hay gente especializada para eso. Unos se dedican a deportes, otros a espectáculos. Algunos hacen política, y usted logró destacarse en una rama hasta ahora inédita. Lo suyo es la política ciudadana. Usted logró apelar al sentir del hombre medio para hacerle conciente del peligro. Delatar no es delinquir, eso es lo que usted les dijo. Pero por favor, amigo mío, no se meta con los peces gordos.

     Mi jefe volvió a sentarse y me dijo que a partir de ahora dejaría mi columna dominical para pasar a formar parte de la edición del sábado. Seguiría mi columna social, pero apuntando a otras cosas: denuncias de baches en las calles, accidentes, perros perdidos, lo que se me ocurriera o viera en mis recorridos por Buenos Aires. Me despidió gentilmente, y cuando me di vuelta escuché una palabra murmurada al cerrase la puerta. No dicha a mí, sino a alguien más en la oficina, aunque yo no había visto a nadie más. Entonces recordé que el aroma que había sentido no era a cigarrillo, sino a tabaco de pipa. Imaginé la pipa primero, luego los labios y una cara curtida por el sol en un campo de entrenamiento.

     Esa noche no pude dormir. Dejé las luces encendidas en todo el departamento. Levanté el volumen del televisor, prendí la radio y cerré las persianas. Prendí la estufa y los quemadores de la cocina, y me acosté vestido y acurrucado como un feto apretando la almohada. Fue la única manera de sentirme a salvo, por lo menos sabía que mientras estuviese conciente de la luz y el ruido, la vida no se me escaparía mientras durmiese. La vida era tan frágil a veces, tan susceptible a las más leves influencias, que no quise pensar qué sucedería si de un momento a otro cortaban la electricidad y sólo quedaban las llamas de los quemadores en la cocina. No me permití el pensamiento ni el recuerdo de lo que las llamas significaban.

     Me tomé cuatro semanas de vacaciones. Escribí artículos inocentes y superfluos para los sábados que estaría ausente. Tiré a la basura las tapas de las revistas en las que yo aparecía como el destacado periodista del momento. Recordé las revistas que había en casa de mi madre. Todas dedicadas a la cocina, la decoración y el cuidado de los hijos y el hogar.

     -El domingo es el cumpleaños de mi vieja-le digo a Mario.

     -Ya me lo dijiste. Llamála mañana.

     -A ver si me acuerdo. Esta noche dormí vos.

     -Como quieras-. Mario bosteza, baja el respaldo del asiento y cierra los ojos. Aprieta el impermeable con las manos sobre el pecho. Después de un rato abre los ojos otra vez.

     -No puedo dormir, este café de mierda que tomamos me deja insomne.

     -¿Querés una pastilla?

     -No, gracias. Y decíme, ¿de qué va a tratar tu próxima novela?

     -Tengo unas ideas sobre una historia policial de hace algunos años. Un par de putos en un barrio de La Plata. Uno mata al otro, y el caso queda sin resolver, o por lo menos se resuelve para el carajo. La cosa es que el asesino queda impune.

     Mario me mira con una expresión en la que creo leer admiración más que sorpresa.

     -Siempre supe que tenías más instinto para las noticias que muchos de los mejores. Talento para intuir la polémica sin caer en el amarillismo-me dice.

     -¿Un intelectual popular?

     -Eso comentan las revistas, ¿no? Y un escapista, agregaría yo. Te abriste camino como escritor para zafar de los peces gordos.

     -Soy un cornalito, entonces.

     -Uno inteligente, hasta que te atrapen con un medio mundo. Por eso no te conviene acercarte demasiado a los muelles.

     Nos reímos juntos por primera vez en mucho tiempo. Afuera, de tanto en tanto, relampaguean los flashes sobre el asfalto cubierto de humedad. Se escuchan cambios de guardia y algunas órdenes castrenses. La niebla se ha asentado sobre el auto y sobre el campo.

    -Las revistas. Si no fuera por ellas... Mi vieja compraba “El hogar” cuando era joven. Tenía toda la colección y la guardaba apilada en el estante superior del ropero. Yo de chico revolvía todo cuando no tenía nada que hacer, y me gustaba mirar las fotos y dibujos de esas mujeres de peinados perfectos y ropa impecable.

     -Nunca existieron-dice Mario.

     Yo no estoy tan seguro de eso. En alguna parte debían estar en ese entonces, fuera de mi casa de barrio, donde las figuras de Perón y Evita colgaban en un rincón del comedor, donde mi vieja planchaba casi todas las tardes escuchando la radio o mirando la novela en la televisión, mientras caía la lluvia de invierno tras las ventanas, y yo me quedaba mirando la calle pensando en esas casas que nunca había visto. Casas con jardines delanteros de pasto cuidado y un auto impecable estacionado al frente. Hogares donde los niños siempre sonreían con las manos a la espalda y mirando a sus madres y a sus padres que los reconvenían con un dedo alzado y la mirada amable. Padres de traje y pelo engominado, madres de vestidos claros y faldas con delantales limpios y cabellos recogidos en la nuca. Casas de aspecto implacablemente perfecto, donde no podía concebirse algo roto ni dañado, y donde nada faltaba.

     -Lo curioso es que quienes redactaban esas revistan sabían identificarse con la gente común. Junto al aviso del último modelo de una heladera había recetas y secretos para quitar las manchas de la ropa usada o para mantener más tiempo la vieja heladera.

     -En mi casa se compraban revista de autos, mi viejo era mecánico...

      Mario se pone a hablar de su infancia, pero casi no lo escucho. Soy yo entonces quien se va durmiendo con el sabor agrio del café instantáneo que él preparó para los dos. Soñaré esta noche como todas las noches, probablemente. Sobre la nueva novela que tengo en mente, tal vez. Pero cuando sueño con el pasado siempre aparece Gloria, mirándome desde la ventanilla de un Falcon verde, amordazada y llorando.

 

 

5

 

Se acostumbró a pasar tres veces por día frente a la casa, a veces cuatro. Primero a las siete de la mañana, camino al trabajo. A esa hora todavía no había movimientos ni señales de vida adentro. Ni siquiera la luz del umbral estaba encendida. Quizá no funcionara, o no fuese la costumbre de los nuevos dueños dejar una luz en la puerta, costumbre ancestral de guía para los viajeros nocturnos en los antiguos poblados y convertida en estos tiempos en una inútil forma de desalentar a los ladrones. Su madre jamás habría dejado pasar una sola noche sin encender la lámpara y apagarla a las siete de la mañana siguiente, mientras veía a su esposo alejarse por la vereda, ya sin el auto en la época que Jorge recordaba, acompañado por los dos hijos ya grandes, resignados los cuatro a la decadencia económica, a los tristes designios que los había hecho perder, entre otras cosas más importantes, el viejo Valiant blanco. El hombre cabizbajo, los hijos altos y delgados.

     Y aunque su madre no podía verle las caras mientras ellos se alejaban, ella sin duda sabía que los rostros de sus hijos tenían una sonrisa extraña, maliciosa e inocente al mismo tiempo. Tan iguales, Dios mío, se decía ella en voz alta, pero diametralmente diferentes a la vez, como desconocidos. Luego cerraba la puerta y regresaba al comedor para levantar los restos del desayuno, limpiaba el mate y las tazas de café con leche, y como poco tenía que hacer ahora que sus chicos habían crecido, a veces se ponía a leer la vieja colección de El hogar, de la que se sentía orgullosa. La abuela le había dejado los ejemplares más antiguos, y más tarde ella había coleccionado la revista hasta su desaparición. Había construido el interior de su hogar pensando en las fotos de esa revista durante cada día y noche desde que se había casado. Pero los miembros de una familia no son objetos de decoración, lo sabía muy bien. Los hombres de una familia son animales imposibles de domesticar. Ellos arrasan con los pequeños adornos, ellos devoran las delicias que las delicadas manos de una mujer confeccionan, ellos usan y tiran, sin mirar atrás. A veces acarician, pero no saben si lo hacen por amor o necesidad. Los hombres son perros que no pueden llevarse en las faldas por mucho tiempo. Ellos crecen y se vuelven duros y ásperos, silenciosos y distantes. Y no son capaces de llorar.

     Jorge trabajaba en la ferretería por la mañana. Al mediodía regresaba a almorzar al departamento, y pasaba de vuelta frente a la casa. Como siempre, el sol caía a pleno sobre el alero, haciendo brillar el pequeño jardín delantero como dispuesto a quemar el pasto y los arbustos que apenas sobrevivían al calor del verano y el abandono reciente. Allí se había sentado él cuando era chico casi todas las tardes después de comer, con una naranja entre sus manos. Su hermano se unía a él a veces, pero casi siempre prefería dormir la siesta. Daniel era aplicado en la escuela, más centrado, decía su madre. Jorge así también lo entendía, pero lo enojaba esa manera que tenía Daniel de retarlo, de ordenarle cosas como si fuese mayor. Eran gemelos, y sin embargo la ventaja de su hermano siempre estaba allí, latente y funcionando eficazmente a su beneficio. Cómo lo había logrado, Jorge no lo sabía. Pero su hermano había hecho que la Providencia le diese mayor fuerza, convicción y una familia propia. Y ahora ellos se habían alejado de Jorge. Porque Jorge era un extraño y un peligroso miembro que amenazaba con destruirlos. Jorque había deseado, un domingo del año anterior, matar a su hermano y quitarle a su hijo.

     Su sobrino Gabriel se parecía mucho a él, y casi podía verlo otra vez sentado en el umbral esperándolo para ir a la cancha. Pero sabía que la imagen que el sol del verano ahora le estaba provocando era no del chico ni la suya cuando era pequeño. Sino otro niño diferente, de cabello oscuro, más delgado y bajo. Y junto al niño había un perro, el mismo que había visto bajar del auto la vez anterior. Ambos lo observaban, porque Jorge se había parado justo enfrente, con las manos en la espalda, las cejas fruncidas, la cara casi deformada en el esfuerzo intenso por discernir qué clase de alucinaciones le estaba produciendo el sol del verano. El chico miró atrás, al interior de la casa. ¿Llamaría a alguien?, pensó Jorge. Era mejor irse antes que sospecharan y llamasen a la policía. Debía tener más cuidado, le habían dicho que el nuevo dueño era un policía retirado. Lo había visto, alto y fornido, aún joven, de rostro no amigable entre de la barba crecida. Había visto los modales bruscos y la fuerza con que levantaba los canastos de la mudanza. Son tipos susceptibles, se dijo él, y suelen llevar armas.

    Por eso, a la noche decidió pasar más temprano. El tipo no trabajaba pero siempre regresaba a las diez. Jorge recorrió la cuadra a las siete y media. Había chicos en bicicleta, aunque ninguno se detuvo a conversar con el vecino nuevo. Éste leía con la espalda apoyada en la pared del jardín, mientras el perro le lamía los pies. De vez en cuando el niño se reía y retaba al animal.

    -¡No Duque, ya basta!

     Jorge y Daniel nunca tuvieron un perro. Cuando la casa y la familia estaban en sus mejores tiempos, su madre decía que los animales ensuciaban mucho, que eran un problema constante para la higiene. Patas sucias, saliva y excrecencias, tres puntos en contra de los cuales no había argumentos posibles. Eran verdades inevitables a las que habría que ceder si se decidía tener un perro. Entonces nunca fue posible. Su padre estaba demasiado ocupado con la papelera, viajando de fábrica en fábrica, haciendo constantemente tratos con distribuidores amigos y controlando que el depósito en Paraná estuviese debidamente cuidado. No eran tiempos fáciles. El gobierno de Illia estaba dejando de tener apoyo. La economía se estancaba y los militares daban señales de descontento. El viejo Benítez llegaba a su casa preocupado, ignorando las alfombras que su mujer había hecho colocar a los costados de la cama matrimonial, pasando por alto la cortina de la ducha que ella había elegido con su color favorito. Comía con desgano, y había comenzado a tomar más vino en la mesa. Nunca se pasaba de los cuatro vasos, pero era más de lo que estaba habituado.

    Jorge levantó la vista de su recuerdo y vio el auto del nuevo dueño estacionarse enfrente. El hombre bajó y el chico corrió hacia él, hablándole pero sin tocarlo. El padre siguió caminando hasta entrar a la casa, salió poco después con una manguera y un balde. Se puso a lavar el auto. De tanto en tanto miraba hacia la esquina, donde Jorge se había sentado en un banco como si esperase el colectivo.

     Por qué había llegado tan temprano, se dijo. Quizá la mujer había llamado a su esposo al sospechar del hombre que los observaba todos los días y a cualquier hora. Sin embargo, él no sintió preocupación. Esa era su casa, al fin de cuentas, allí había vivido la mayor parte de su vida. Qué podía haber de extraño en contemplar la casa en que uno había vivido su infancia.

     El hombre pasaba un trapo mojado al auto, luego arrojaba agua con la manguera. El chico lustraba el cromado de los paragolpes. El perro corría alrededor o ladraba a los chicos que pasaban en bicicleta. La noche estaba ensombreciendo la calle, formando pozos oscuros en los charcos. A veces el hombre los pisaba, pero no se hundía, y esto era curioso y peculiar para Jorge. Porque la lógica era contraria a lo que estaba sucediendo. En un pozo uno debe hundirse siempre, para eso existen, para eso son abismos que Dios pone para desafiar la inteligencia del hombre. Dios sabe que el hombre es suspicaz o es estúpido, sabe que no hay puntos intermedios. Por eso ha construido el cielo y el infierno. Y esa calle era un sueño. Todo el mundo es un sueño de quienes viven en alguno de esos dos sitios. El perro es un sueño, el auto que ahora brilla con la luz de los faroles es una brillante pesadilla de acero, el hombre de barba que ignora a su hijo es un personaje de características indefinidas, un molde donde un autor aún no ha colocado las debidas peculiaridades de carácter. Jorge sabe que por tal razón ese hombre es peligroso, no por lo que él sospecha a partir de lo que le han contado, sino por las múltiples posibilidades de lo que ignora.

     Y sobre todo de lo que ambos, Jorge y el otro, ignoran de sí mismos.

     Tanto como lo que él desconocía de su padre. Cuando el escándalo del incendio de la papelera y el juicio hubo pasado y pudo hablar con Daniel por primera vez de sus sentimientos, supo que su hermano tampoco conocía a su padre realmente. Pensaba que como Daniel se interesaba más en el negocio, y que el viejo lo tenía casi como su favorito, sabría más de su carácter. Sin embargo fue una sorpresa para todos cuando después del incendio del depósito, el cual pensaron accidental, los del seguro presentaron una demanda y llevaron al viejo Benítez a juicio por incendio intencional. Así fue cómo la mujer y sus hijos se enteraron que el golpe de Onganía había terminado por romper el equilibrio en las cuentas, y el viejo no tuvo mejor idea que jugar su última partida. El incendio fue el 25 de abril, pero esa noche estaba toda la familia en casa. Benítez debió arreglar con alguien el comienzo del incendio, una braza arrojada por una ventana rota para la ocasión, una colilla de cigarrillo mal apagada. Ni Jorge ni Daniel podían saberlo, ellos estaban acá en La Plata, preocupados porque la señorita Inés, la directora de la escuela, los quería hacer repetir el año.

     El viejo Benítez enfrentó el juicio, la familia tuvo que esquivar a los vecinos y las cuentas impagas. Meses después lo exoneraron. Un diputado de apellido Farías lo ayudó, decían que era una vieja deuda entre amigos. Farías pagó o habló, nadie lo sabía con certeza, con la gente adecuada. Ofreció al padre un trabajo a sueldo fijo en un ministerio como empleado de escritorio. Daniel dio los exámenes antes de fin de año y recibió el título de bachiller. Entró en una oficina del ministerio y le dieron tiempo para estudiar en la facultad. Jorge siguió el curso regular y se recibió al año siguiente, cuando abrió el primer negocio de muchos otros que tendría, un local de venta de cigarrillos y golosinas.

     Ambos regresaban a casa muy tarde a la noche. Daniel a veces llegaba con la novia, con quien se casaría y sería la madre de Gabriel. Jorge se sentaba a la mesa, silencioso, escuchando la voz de su hermano, el nuevo dueño de la casa, contando cosas de su trabajo y la facultad. El padre los miraba a ambos, destrozando la comida con sus cubiertos, sin comer. Bebía vaso tras vaso de vino fino, delicadamente, hasta quedarse dormido. La madre era demasiado educada para enojarse frente a la novia de su hijo. Con el pelo de color rubio ceniza atado en un rodete sobre la nuca, una mancha de harina en la mejilla que la hacía parecer adorable y jamás desprolija, apoyaba sus manos sobre los hombros de su marido, y susurrándole algo al oído lo hacía levantarse.

     Pero Jorge no podía soportar verlo así, entonces arrojaba los cubiertos y la servilleta y se iba a la calle. El ruido de su auto, el primer Torino que se compró usado, arrancó a toda velocidad. Daniel y su novia se quedaban solos para terminar de comer, comentando sin demasiado énfasis lo que había pasado.

 

 

6

 

Escuché un disparo, los siguientes se sucedieron unos segundos después sin interrupción, como un largo rosario rezado continua y circularmente a la largo de las veinticuatro horas de cada día de Semana Santa. Ristras de balas de ametralladoras, ristras de ajos para espantar a los vampiros, granos de arroz unidos por hilos formando rosarios. Círculos que no tienen límites por la propia definición de su concepto, capaces de confundir sus inciertas fronteras y unirse. La eternidad. Por eso la muerte también es otro círculo.

     El sueño es uno más de esos entramados. Por tal razón, ahora que estoy despertando, los disparos de mi sueño, los tiros mezclados al chirrido de los Falcon en el asfalto, continúan sucediéndose en la vigilia matutina. Deben ser las seis de la mañana, y desde Campo de Mayo se escuchan disparos cada vez más alejados, menos frecuentes con el correr de los minutos, hasta que cesan del todo.

      Mario me sacude del brazo y despierto sobresaltado. Me golpeo la cabeza con la ventanilla y miro afuera. Los fotógrafos corren hasta la cerca de alambre y disparan sus propios haces luminosos, tiros que en cierta forma también matan, según las leyendas de algunos viejos pueblos, porque roban el alma para atraparla en un papel. Y ésta también es una forma de eternidad. 

     Mario sale del auto y prepara su cámara sobre el capot. Me mira con esa sonrisa incierta y despectiva, calma y serena, observando con desprecio a los fotógrafos jóvenes ansiosos por documentar lo que está pasando. Por la expresión de Mario, sé que todo es falsa alarma. Es un simple simulacro, un entrenamiento quizá, o una forma de distraer la atención. Allí dentro, en las oficinas o pabellones donde se reúnen los oficiales amotinados, pasan cosas que no podemos imaginar. Ellos tienen las armas, y eso es lo único importante es este momento.

     Salgo del auto, bostezo, miro el cielo nublado, me seco el sudor de la frente. Siento mi propio aliento agrio, el olor a transpiración en mis axilas.

     -Me gustaría darme un baño.

     -Preguntáles a tus amigos si te dejan pasar. Ya es tiempo de usar tus influencias si querés una primicia real.

     Esta vez le sigo la corriente. Si quiere hablar de eso, vamos a hablar hasta hartarnos.

     -Hace mucho que dejé de tener importancia para ellos-le digo.

     -Ya lo sé, te usaron un tiempo y ya no les servís. Tuviste suerte que no te tiraran a la basura.

     -Mi nombre todavía perdura. El nombre sobrevive. Por eso soy escritor, soy un best seller, ¿no lo sabías?-comento con ironía.

     -¡Cómo no lo voy a saber! Y fue una buena táctica, te lo dije antes. Pero por eso tenés que seguir usándola.

     -¿Hasta qué punto? Hasta los nombres desaparecen si se convierten en una amenaza. Más ahora, cuando ellos están escondidos por miedo. Son más peligrosos. Antes llegaban en autos fácilmente identificables, podías oler incluso el olor de las armas, de los cuerpos sudados. Porque por más que estén acostumbrados, siempre se transpira cuando se va a matar, el cuerpo traiciona.

     Como ya no se escuchan disparos, los colegas regresan a sus puestos y nos saludan.

     -No pasó nada-dice uno.

     Nosotros afirmamos nuestra previa suposición.

     -Voy a buscar algo para desayunar-me dice Mario.

     Media hora después, regresa al auto con un termo de agua caliente, un mate, yerba y un paquete de medialunas. Se pone a cebar en silencio, mirándome de vez en cuando. Afuera está tranquilo, caluroso, el cielo amenazando lluvia. El parabrisas está sucio pero no me molestaré en limpiarlo. Tras la cerca de alambre, vemos un pelotón haciendo cambio de guardia. Tienen las caras pintadas, los fusiles en posición de descanso, marchando rítmicamente y en perfectas filas y columnas.

     -¿Cuánto pensás que va a durar?-me pregunta.    

     -Hasta el domingo seguramente.

     -Si vos lo decís...

     Me pongo a mirarlo con fijeza mientras le devuelvo el mate.

     -¿Vas a estar a cada minuto diciendo lo mismo?

     -Hoy es Viernes Santo, mi querido Judas Iscariote. La noche de los mártires.

      No puedo evitar reírme.

     -No me vengás con boludeces, por favor. ¿Mártires los que pusieron bombas en los colegios?

     -Y también en las casas de los milicos, no te olvides.

     -Sí, ¿y...? ¿A dónde querés llegar?

     -A ningún lado. Si pensás que todos se lo merecían, me pregunto por qué entonces extrañás tanto a Gloria.

     Durante diez segundos me quedo en silencio. Cuento los segundos uno por uno porque fue la única manera de controlarme, de intentar hacerlo por lo menos. Cierro la ventanilla, luego la del lado de Mario. Levanto el seguro de las puertas. La ira me come el pecho y tengo ganas de vomitar. Me acerco a él, lo agarro del cuello del piloto. Siento su aliento casi en mi cara. Él no se mueve. Simplemente sonríe con desgano, casi resignado, a qué, me pregunto.

    -Claro que extraño a Gloria, pero su nombre es demasiado grande para tu boca, pedazo de mierda. Tu boca llena de basura no merece pronunciar su nombre. Maldito hijo de puta. Si la volvés a nombrar te mato. Te lo juro por mi vieja.

    Mario suelta una risa tonta, rara en él. Está nervioso, o comenzando a ponerse nervioso. Sé que de afuera pueden vernos, pero no hay nadie cerca por ahora. Y para mi sorpresa, pensando que he logrado controlarme, siento que mi corazón se acelera y que mis puños no quieren soltarlo.

     -¡Claro que extraño a Gloria! Quisiera devolverle la vida, ¿me entendés? Me acuerdo de su mirada la última vez que la vi. Me tenía miedo. Yo, que la había amado, que había entrado en su cuerpo tantas veces y la tuve en mis brazos para protegerla, era a quien tenía más miedo.

     De pronto me encuentro apoyando la cara en un hombro de Mario, con los puños temblando. Lloro, y a pesar de estar haciendo el ridículo, no puedo controlarme. Creo que es la primera vez que lloro en toda mi vida, y ese nombre es el único que ha podido lograrlo. Aún escuchándolo en boca de un desgraciado, es demasiado hermoso para no emocionarse al escucharlo. Es el sonido de un laúd tocando compases compuestos por Bach. Y nadie puede destruir tanta belleza. Su nombre sobrevive, y tiene además la poderosa virtud de destruir las barreras emocionales de quien lo oye o lo pronuncia.

     Gloria, me digo, y siento un filo en la garganta, un corte y luego un nudo que detiene la hemorragia de arterias rotas por la cruda belleza de ese nombre.

     Entonces le hablo a Mario de cosas que él ha presenciado, pero que no conoce del modo en que yo las he vivido. Pasa su brazo izquierdo sobre mis hombros y me da pequeñas palmaditas como si consolase a un niño que confiesa sus travesuras. Le cuento del día que presenté mi primera novela, una ficción basada en un caso policial que había leído en un diario de algunos años antes: la muerte de un niño a manos de su madre y el posterior asesinato de ésta por el marido. La llamé El dibujo, y la editorial organizó la presentación en una librería de la calle Corrientes. Eran un viernes a la noche. Fui con el auto y lo dejé a dos cuadras, en una playa de estacionamiento sobre Talcahuano. Las veredas estaban repletas de gente esperando lugar en las pizzerías, o entrando y saliendo de las librerías de usados. Las luces de neón del cartel de Coca Cola, a unas pocas cuadras, era un eterno parpadeo, casi como los imperecederos labios de una puta abriéndose y cerrándose hacia el gran símbolo que el Obelisco, obscena y equívocamente, representaba. Su verdadero origen olvidado, perdido por el tiempo y ganado por la imaginación, siempre más fuerte que la memoria, y la imaginación vencida a su vez por la libido. Qué fantasías son más fuertes y más rápidas que las sexuales, me pregunté en ese momento. Surgen de algún lugar en nuestras mentes y dejan un rastro más fuerte que un arado, más imborrable que la marca de un cuchillo en la carne.

     Las marquesinas de los teatros rebalsaban de luces de neón iluminando las enormes figuras de las vedettes, las caras de los capocómicos y los tristes rostros de las actrices viejas. Las bocinas de los autos sonaban frente a los semáforos, y éstos cambiaban uniéndose al juego de las marquesinas. Yo había llevado a mamá conmigo. Caminamos juntos hacia la librería, ayudándola a esquivar a la gente en la vereda, cuidando que nadie la empujara. Ella se distraía mirando las vidrieras y las puertas de los teatros con las fotos de los artistas.

      -Vamos mamá, que llegamos tarde-le dije, sabiendo que hacía años que no venía por el centro, y que aquel paseo era quizá más importante para ella que la presentación de mi libro.

     Ella giró la cabeza y elevó la mirada hacia mí. Me sonrió sin decir nada. Vi en sus ojos un brillo que no había visto en mucho tiempo. Pensé en el efecto que producen las luces y el ruido del centro, especialmente a la noche y aún cuando no se trate de un fin de semana. Son embriagadoras, me dije, uno se olvida de todo en esas calles, el pasado no existe y el día siguiente es una cifra tan lejana como el año próximo. Sólo la música del ruido, el esplendor de las mujeres bellas, los chistes subidos de tono ocupan el mismo sitio que los buenos libros, y el aroma de la pizza, la cerveza o el café es más difícil de contrarrestar que el delicioso perfume de la más delicada gastronomía.

     Y allí estábamos, junto a la vidriera de la librería, abriéndonos paso entre la gente que había ido a verme. Saludé a muchos conocidos, otros que no había visto en mi vida me pidieron autógrafos. Había muchos colegas del diario, incluso aquellos que ya no me saludaban. El editor me vio entrar y caminó entre la gente para llevarme hasta el fondo del local. Ubicamos a mamá en un asiento de la primera fila, ella comenzó a hablar con los demás, como si los conociera de toda la vida. Su sacón de piel era el mismo que mi viejo le había regalado hacía treinta años, y sólo se lo ponía cuando venía al centro. Era una ocasión especial para ella, tanto como aquellos sábados en que los tres salíamos al cine y a comer afuera, ocasiones para ponerse el sacón y las pulseras. Pero hoy esas pulseras ya no existían, las había vendido cuando murió papá.

     -Beltrame, querido, tenemos mucha gente y todos los medios de Buenos Aires. Mire allá...

     Me señaló a un viejo crítico de un suplemento literario. Luego me fue mostrando a los periodistas de una revista de actualidad hablando con un par de escritores conocidos. Los llamó y se acercaron. Nos saludamos con el respeto debido entre escritores que se desconocen personalmente y cuya obra quizá apenas hemos leído. Yo, sin embargo, sentía admiración por ellos dos. De pronto me di cuenta que algo raro vibraba en el aire, una cierta tensión que salía de las miradas y las bocas de la gente al dirigirse a mí. Miré alrededor, había varios hombres junto a las paredes y estanterías, solos. Yo sabía quiénes eran, y también estaba seguro que los demás lo sabían. Era esa una gran reunión social, los que deseaban figurar en los medios y las fotos otorgando su apoyo a un evento que contaba con el aval oficial representaban la mayoría. Los otros, aquellos amigos o interesados en el libro, eran pocos, o ninguno. Y también estaban los escritores que habían hablado y escrito pestes sobre mí, pero que necesitaban estar presentes para continuar publicando, o por lo menos para seguir estando vivos.

      El dueño del negocio era un viejo librero que no parecía a gusto esta vez con brindar espacio para una presentación. Me acerqué a saludarlo y apenas se dignó a estrecharme la mano. Luego desapareció tras una puerta del fondo y no volví a verlo.

     El editor había pedido a los dos escritores de renombre que comentaran el libro. Los cuatro nos sentamos tras el escritorio. Frente a cada uno había un micrófono y un vaso de agua. Los ejemplares de mi novela estaban apilados en un extremo. A un costado del local, una mesa exhibía los ejemplares a la venta.

      El que habló primero, de voz suave y dicción cuidada, se explayó durante veinte minutos. Fue preciso y ambiguo a la vez. Destacó la prosa elegante y eficaz, alabó la verosimilitud de la trama y la exactitud de las descripciones. El otro tomó el micrófono y dijo que no había tenido tiempo de leer la novela. Todos rieron porque conocían la filosa ironía de este escritor. Repitió que no había tenido el placer de leerla, pero que descontaba que iba a agradarle conociendo la destreza de Bautista Beltrame en el arte de la prosa.

    -Todos hemos disfrutado de sus deliciosos artículos dominicales, y no dudamos que el arte de la narrativa se vea beneficiada por su enorme fidelidad a la verdad.

     El público aplaudió y una sonrisa se desprendió de los labios de todos. Entonces me di cuenta de que estaba punto de desvanecerme, porque vi enormes bocas de neón con labios rojos tras las manos que aplaudían. Yo estaba sudando, y los dos escritores me miraron, luego el editor también lo hizo, y me hice conciente del silencio recién entonces, sin saber si me había desmayado y vuelto a despertar, o simplemente los aplausos habían cesado sin darme cuenta. Me vi tomar el micrófono y agradecer las palabras de tan autorizadas eminencias. Dije cuánto me satisfacía haber llegado al objetivo propuesto: escribir ficción era una forma de deshacerse de los propios demonios. Así había hecho el protagonista de mi novela, matar es limpiarse, lo malo es que uno vuelve a ensuciarse por fuera, y después la sangre penetra nuevamente, se agria como leche cuajada, y el olor se hace insoportable.

     -No es sangre coagulada y seca, es un hematoma que se infecta y luego se abre.

     Se me quedaron mirando un rato, no sé si sorprendidos o esperando que siguiese hablando. Yo había devuelto lo que me habían entregado esa noche aquellos famosos escritores, me sentía conforme a pesar de estar como en una cárcel llena de libros, lleno el aire con aroma a pipas y cigarrillos, encerrado con un montón de gente que compartía mi aflicción y mi condena, pero que de todos modos no se perdonaban uno al otro.

      -Ahora, y antes del refrigerio que nos espera para brindar con un vino de honor, leeremos algunos de los telegramas que ha recibido nuestro homenajeado.

      Mi editor leyó frases de felicitaciones y deseos de éxito de varias personalidades, después sonrió consecuentemente, y dijo:

     -Aquí tenemos una sorpresa muy agradable. El flamante presidente de la república envía un mensaje de congratulaciones.

     No recuerdo las palabras exactas, pero el tono y la forma eran algo así como “deseamos el mayor éxito a quien ha demostrado ser un fiel defensor de la república, y esperamos que desde su flamante actividad no deje de cumplir con el eficiente servicio que ha brindado al actual proceso de reconstrucción nacional.”

     Hubo más aplausos, los flashes de las cámaras quemaron el aire viciado. La gente se levantó y muchos se acercaron a la mesa. Los dos escritores se colocaron uno junto al otro y se dejaron fotografiar. Se sirvieron canapés y vino fino. Comencé a firmar ejemplares, y de tanto en tanto dirigí miradas hacia los hombres parados junto a los estantes, que parecían estarme esperando como en un relato kafkiano. Pero yo sabía que siempre estarían allí así como siempre lo habían estado aunque no los viese. Era sin embargo ese un lugar tan pequeño que resultaba inevitable descubrirlos tarde o temprano. Y de un modo inesperado, dejé de sudar, firmé los libros con una sonrisa más fresca y mi tensión se fue aflojando hasta comenzar a verme más sereno y espontáneo. Noté en los ojos de mi editor que me agradecía tal cambio de actitud, y me abandoné al clima íntimo de la librería, a ese tono donde cada carácter parece armonizar con el otro, porque todos han llegado a la misma conclusión. Ese era mi hogar, me dije. Allí estaba mi vieja, recibiendo felicitaciones por ser la madre del escritor, mirándome extasiada porque nunca antes había sido testigo de mi éxito como profesional. Tras las puertas estaba la calle Corrientes, que aunque trivial en su maquillaje, era una arteria del cerebro del país, y no podía abstraerse del todo de lo que estaba sucediendo.

     Pero adentro yo firmaba ejemplares con palabras dedicadas a cada lector, como si hubiese escrito el libro para cada uno de ellos, como si viviese en un pueblo cuyos habitantes se hubiesen reunido alrededor de un hogar para escucharme leer historias de fantasmas o de niños muertos, de amores frustrados o amantes traicionados, de las exaltaciones de la vida y de lo que conduce a la muerte.

 

 

7

 

Antes había notado ya que la puerta transpiraba. Cuando él llegaba los domingos después de almorzar para buscar a Gabriel e ir a la cancha, sentía la madera cubierta de sudor al pasar la palma de la mano sobre la superficie. No era extraño, los domingos de verano son extremadamente calurosos, y la madera es una sustancia que siempre conserva algo vivo, y en invierno, el calor interior de las estufas produce el mismo efecto pero en sentido inverso. Por eso ahora tampoco le extrañaba demasiado ver cómo la puerta de la casa había comenzado a abombarse hacia fuera. Efectos de la humedad en las puertas viejas, dilataciones de la madera que continúa viva a pesar de haber sido cortada de sus raíces mucho tiempo antes. Así también como los cadáveres tienen memoria de lo que alguna vez fueron, porque persisten en sus formas aún enterrados, y los huesos deciden mantenerse incólumes durante años.

     Y ahora la puerta crecía en una convexidad quizá excesiva, amenazando con romperse en cualquier momento. Vio salir y entrar a los miembros de la familia durante toda la semana, y a pesar de que esperaba que la puerta se trabase, ellos abrían y cerraban sin dificultad. Pero hoy domingo la puerta estaba más hinchada que nunca, parecía una mujer embarazada de ocho meses, ese período donde la ansiedad por el parto llega a sus límites y un mes más ya no parece tolerable. Jorge había visto a su cuñada sufrir el calor y la extrema pesadez durante aquel verano en que esperaba a Gabriel. Y así parecía sufrir ahora la puerta de la casa, hasta creyó verla respirar. Esa puerta era un vientre, los ojos eran las ventanas, las manos los dos arbustos en el jardín delantero, dispuestos a secarse el sudor de la frente, ese alero de tejas que dejaba gotear los restos de lluvias y humedad.

     Se preguntó si Nadia se habría visto así también, esperando al hijo de Jorge, al único hijo que ya nunca tendría. Si a los ocho meses de gestación Nadia caminaría por la calle abanicándose con las cuentas de la luz en la mano y una bolsa de compras en la otra, dirigiéndose a la casa donde Jorge la estaría esperando. Una casa como ésa, la que fue suya. Un hogar como aparecía en la vieja revista que su madre coleccionaba en un estante de la biblioteca. De esa revista emanaba el cálido hálito de las estufas en las tardes de invierno, o la sombra tenue de la siesta en los jardines de verano.

     Era una buena oportunidad para presentarse a aquella nueva familia. Tocar el timbre y ofrecerse para arreglar la puerta. Conversar con el dueño e ir llevando la conversación hacia el tema de la infancia. Seguramente lo habrían invitado a pasar, y él podría entonces ver nuevamente el interior, recordar lo que temía estar olvidando hasta convertirse en algo irrecuperable. Estaba seguro que podría ver de nuevo a su padre a la cabecera de la mesa del comedor, ese hombre fuerte y seguro como un Virgilio que los conducía a salvo entre los senderos del infierno. Aquel maestro que había intentado salvarlos y sin embargo se había condenado a sí mismo, hundiéndose en lagos de alcohol casi imperceptibles durante las cenas. El vino tinto es oscuro como la noche, y los lagos de vino son espejos del cielo sin estrellas. Hasta a veces parece verse una luna rojiza en las vetas líquidas del vino. Y el alcohol es combustible para el fuego. Allí, en la casa también estaba la madre de Jorge. Ella era como la legendaria Beatrice, una esposa que sabía hacerlo todo: mantener el hogar perfecto aún en las condiciones no ideales, que disimulaba las falencias con una tela o un lustre bien aplicado, la misma que hacía silencio cuando el viejo se derrumbaba, limitándose a ayudarlo a levantarse e ir a la cama.

     Jorge necesitaba entrar.

     No era un deseo solamente, sino una de esas pulsiones definidas en los libros de psicoanálisis como imperiosas necesidades cuya frustración podría destruirlo por dentro, o convertirse en algo tan monstruoso que no podría controlar.

     Pensó en Nadia, pero nadie le diría dónde encontrarla.

     Pensó en entrar a la casa por la fuerza, maltratar al chico que llamaban Tomás, matar al perro y violar a la esposa.

     Nada de esto le parecía posible para ver la casa por dentro una vez más. Porque lo que buscaba era la paz del hogar antes del derrumbe.

     Las tardes y la siesta del verano, los anocheceres tras las ventanas del invierno.

     La voz de su madre canturreando en la cocina. La silueta de su padre lavando el auto con el torso desnudo.

     Había alejado a su hermano y su familia. Había destruido la única posibilidad de un futuro hogar.

     Pero él todavía conservaba las llaves de la casa.

 

 

 

8

 

Es sábado a la mañana. Abro los ojos y me encuentro solo en el auto. Mario está junto al alambrado de la base. Hay mucho movimiento de periodistas y curiosos que corren hacia allí, y de pronto todos se tiran al suelo o se dispersan hacia la calle o corren a esconderse tras los autos. Una fotógrafa joven, de cabello rubio atado en cola de caballo se refugia junto a la puerta del auto. Como no escuché el primer disparo, en cuanto bajé la ventanilla oí claramente los que lo siguieron, una salva continua de ametralladora.

     -¡Escóndase!-me grita ella, pero es demasiado tarde.

     Veo el orificio de bala en el parabrisas, perfectamente limpio y perfecto, del cual parten las telas de una araña de vidrio. La bala entró justo por debajo del techo; miro atrás, no hay orificio de salida, pero quizá se incrustó en el tapizado. No tengo miedo, sólo asombro, hasta hago un comentario estúpidamente banal sobre la suerte y el destino.

     Los disparos han cesado, pero yo no puedo creer que nos hubiesen disparado realmente a nosotros, periodistas, porque de algún modo todo esto va a terminar bien, el domingo de Pascua. Yo así lo creo, porque es costumbre del orgullo castrense dar estas demostraciones de poder de tanto en tanto, para mantenernos adiestrados, para enseñar al perro de la democracia quién es el dueño de la situación. La mano con el arma es como la mano con el látigo, o con la comida, en caso de los perros domesticados.

     Por eso, pienso que esa bala que ha pasado tan cerca no me estaba destinada a mí ni a ninguno de mis colegas, sino que se trató de una bala perdida, una de tantas cuyo trayecto no puede calcularse por más que se tengan todas las precauciones posibles. Hay un margen de error, siempre, una zona ingrávida donde lo imposible gana terreno y se convierte en soberano. Una zona entre la vida y la muerte, como el útero materno, o más exactamente como el canal de la vagina. Un pasillo donde podemos perdernos antes de surgir a la vida definitiva o regresar al bienestar de la ingravidez. Pero ambos son extremos tan parecidos, que se anulan entre sí. La vida no se suma a la vida, es simplemente una energía que se desgasta desde el mismo instante en que nace.

     Los disparos no se repiten. Hay movimientos tras el alambrado, algunos soldados corren entre las trincheras de bolsas de arena hasta el pabellón principal. Algunos periodistas aprovechan para fotografiarlos, zoom mediante y con lente de alta velocidad. Veo a Mario acercarse al auto y palpar con dos dedos la superficie del parabrisas.

     -Hoy sí puedo decir que he nacido de vuelta...-me dice.-Justo salí a mear ahce dos minutos.

     Pero el orificio estaba sobre mi asiento, le hago notar. No sé si me escucha.

     -Tendremos que hacer la denuncia-sugiero.

     -¿Para qué? ¿Cuántas balas se dispararon hoy? Cientos, miles. Nadie murió por lo que vi hasta ahora. Otro truco de la pantomima...

    Le doy la razón. Noto, sin embargo, que está transpirando. Se pasa un pañuelo por la frente, se saca la corbata que ha llevado floja durante dos días. Dejándose caer en el asiento, agarra la botella de agua mineral del bolso y bebe por dos minutos completos.

     -¿Te sentís bien?

    Me mira y escupe por la ventanilla de mi lado. Su cinismo ha regresado intacto, así que no necesita contestarme.

     -¿No tuviste miedo?-pregunta.

     -Lo habría tenido si hubiese visto al que disparó. Pero sin tiempo a pensar es difícil que el miedo sea eficaz. Es extraño eso, ¿no? ¿Acaso conocés algún filósofo que haya hablado del tema?

     -Maldito hijo de puta-murmuró.

     No tengo miedo ahora. Hubo un tiempo cuando el miedo me crecía como la barba, se asomaba todas las mañanas y debía cortármelo al ras para que no se notara, para que no me produjese cosquilleos y escalofríos, para saberme prolijamente atildado sin los residuos negros del temor. Pero siempre nos alcanza, crece en la noche y allí está, a veces en el espejo, a veces en una vidriera, otras ni siquiera lo vemos, pero lo palpamos. Es una pátina en la cara, como las que usan los soldados amotinados este fin de semana. Porque ellos se pintan para ocultarse, actuar sin ser vistos. Y qué es eso sino producto del miedo.

     El día que sentí más terror en toda mi vida fue la noche de la presentación de mi segunda novela. La intención era realizarla en la misma librería que la anterior, pero el dueño se había negado. Se habían esparcido rumores sobre mí, no por mis columnas en el diario, que ya habían pasado de moda, sino sobre el debilitamiento en el apoyo oficial que se me otorgaba. Un apoyo que yo nunca pedí, y que sin embargo era como la espada de Damocles sobre mi espalda. El hecho de estar al margen de las noticias políticas bajaba mi perfil socialmente, pero el oficialismo me mantenía vigilado, y sentía además que otros también me seguían. Tal vez amenazaron al dueño de la librería: si prestás lugar a ese tipo, vas a terminar mal, le habrán dicho. Ésa era la fórmula universal, válida en Buenos Aires como en Madagascar. Nada nuevo, en realidad, tampoco el miedo, pero éste tiene la peculiaridad de transformarse eficazmente en algo siempre renovado, nunca acogedor, pero reluciente como una cocina que se regala a mamá, brillante como un cuchillo recién comprado, espléndido como una bomba entre las manos.

      Se hizo la promoción y llegado el día, llevé a mi vieja en el auto a la confitería de San Telmo donde se había preparado la presentación. Había mucha gente en la puerta, a pesar de ser las ocho de la noche de un invierno especialmente lluvioso y frío. Me había resignado a que esta novela tuviese menos repercusión que la anterior, el tema era difícil y extraño, y tenía tintes alegóricos que podrían interpretarse políticamente, en diferentes sentidos. Cada uno, según qué ideas preconcebidas tuviese del autor, podría llegar a conclusiones de conveniencia.

     Los adoquines brillaban en la noche con la luz de la vidriera y los faroles en la puerta. Los flashes se encargaban de testimoniar las presencias de algunos funcionarios de la cultura, algunos colegas escritores y un montón de desconocidos. Sobre una mesa, vi ejemplares de El rostro de los monos, todavía solitarios y resignados. Vi el rostro de la portada, al protagonista enfermo y aislado que intentaba poblar el mundo con seres como él. Era un asesino múltiple, como yo lo había sido. Y no podía decirse que no habíamos podido elegir. Su eterno miedo era ser distinto al resto, mi miedo era el mismo, y nadar contra la corriente es imposible.

     Esta vez no vi hombres extraños, pasaban desapercibidos o quizá no habían venido, como si para eliminarme el bando contrario fuese un buen instrumento para eso, sobre todo porque ahorra tiempo y municiones al propio interesado. La disposición de las mesas dispuestas en forma irregular me puso nervioso, no alcanzaba a ver quién estaba detrás de quien. La gente se levantaba para buscar cosas en el bar, los meseros iban y venían con bandejas repletas. Los fotógrafos no dejaban de estorbar en los espacios vacíos.

     -¡Qué éxito Beltrame! ¡Cuánta gente ha venido a verlo!-dijo el editor.

     Mis viejos conocidos, los dos escritores de la primera presentación no estaban. Uno se había excusado por hallarse enfermo, y era un secreto a voces que el otro había desaparecido seis meses antes. El editor organizó el desorden y todos se sentaron o hicieron silencio mirando hacia el escritorio tras el cual un colega del diario, el editor y yo nos habíamos sentado. El ambiente no era intimista y nostálgico como la vez anterior. Había demasiadas luces, olor a comida que contrastaba con el ambiente literario, y las estufas estaban innecesariamente encendidas considerando la humedad ambiente. Yo me secaba el sudor de la frente, no sólo por sentirme tenso, sino también por aburrimiento y sopor. Mi amigo de la prensa estaba cumpliendo con el objeto para el que se lo había traído, daba su opinión positiva sobre la novela. El acto fue breve, pocos comentarios seguidos por el inmediato brindis y el servicio del lugar. La gente comió, fue en busca de su ejemplar del libro y yo los firmé. Todo esto metódicamente, con una parsimonia que me sorprendió. Había sido una presentación más concurrida y sin duda el libro tendría más éxito aún que el anterior. Incluso las críticas más serias me lo confirmaron después. Sin embargo, algo me inquietaba. Tanta serenidad, es decir, tanta civilizada servidumbre no amenizaba con la conocida rebeldía de los escritores. Si por algo ellos se caracterizan, es por su constante falta de ubicuidad. Esa sensación de sentirse fuera de lugar en todo momento.

     Y eso era lo que yo sentía, sabiéndome el único con esa sensación esa noche, lo cual me incomodaba por la jactancia que implicaba. Aunque nadie podía ver mi interior, yo sentía vergüenza de llamarme escritor en ese lugar donde no podía sentirse la más ligera pizca de arte. Como si todos fuesen actores contratados para aquella función. Me parecía estar narrando, a la vez que viendo, la presentación de una novela de autor desconocido. Perdí de vista a mi vieja, mezclada entre el bullicio de los que recién llegaban. Tuve que saludar a cada uno de los que habían llegado tarde, aceptando sus disculpas. Yo decía que no importaba, y señalaba la mesa donde se vendían los ejemplares. Todo se resumía en eso, me parece: un ritual comercial. Nada de misticismo literario, de conversaciones entre intelectuales, de controversia sobre corrientes y estilos. No había ningún escritor de relieve, sólo artistas y periodistas.

     Entonces miré afuera, un solo instante, y vi las pancartas que un grupo llevaba en alto frente a la confitería. No se escuchaba nada desde adentro, pero ellos gesticulaban con los brazos alzados y caras enojadas. Los carteles decían simplemente la única palabra que nunca, en todos esos años, me atreví a pronunciar, sino siquiera a pensar. La había leído muchas veces, la había relacionado con locos, drogadictos y amantes frustrados. Cualquiera menos yo. Porque yo era un hombre común y corriente, acostumbraba a decirme a mí mismo cada mañana al levantarme y cada noche antes de dormir. Yo había nacido en una familia normal, me había criado en un barrio común de clase media, mi madre cocinaba y leía El hogar, mi padre trabajaba y pagaba sus impuestos. Ni siquiera habíamos protestado cuando el cadáver de mi viejo tuvo que esperar siete días en la morgue antes de ser enterrado, porque había tenido la desgracia de morir el mismo día que Perón.

     Yo escribía, no portaba armas. Pensaba, no salía a la calle a matar.

     Pero las armas son muchas, tuve que reconocer finalmente. Y allí estaban ellos, llamándome asesino.

     Un vidrio estalló con una piedra arrojada desde la calle. Algunos gritaron, otros se tiraron al piso. Hubo un revuelo de platos caídos y botellas rotas. Escuchamos el canto de los manifestantes en la puerta, mientras hacíamos un silencio acorde a un himno.

    -¡Qué vergüenza!-decía el editor, yendo hacia la puerta para enfrentarlos.

     Le arrojaron otra piedra y regresó a mi lado con la frente cubierta de sangre.

     -¡Que alguien llame a un médico!-grité.

     -No es nada, Beltrame...no se preocupe.

     Nadie quiso enfrentarse a los de afuera. Sin embargo, estos no entraban. Iban de un lado a otro a lo largo de la vereda, con las pancartas en alto y gritando “asesino”.  Todo esto no duró más de media hora, la policía llegó para reprimirlos. Dos patrulleros detuvieron el tránsito, seis hombres aporrearon a los manifestantes y éstos se desbandaron. Dejaron los carteles en el piso, y cuando salimos, ahí estaban, como señales en el asfalto para peatones perdidos. Muchos me miraron con resentimiento, como si no hubiesen sabido que asistir a tales eventos era un riesgo en esa época, o quizá esperaban otra cosa, tal vez habían venido a ver mi sangre y ahora se retiraban sintiéndose traicionados en sus expectativas.

     Agarré a mi madre del brazo y la llevé hasta el auto. Ella temblaba, así que me despedí lo más rápidamente posible.

    -Mañana nos vemos en la editorial...-me dijo mi editor secándose la sangre con un pañuelo.

    Yo asentí y subimos al auto. Puse las manos al volante, y me di cuenta que no podía manejar todavía, mis manos temblaban y mi corazón sonaba como una bomba. Y no sé por qué pensé en esa palabra. Lo único de lo que estoy seguro es que la red del lenguaje es un entramado que intenta dar sólo una idea del intrincado funcionamiento de los hechos. Yo pienso esa palabra, y en algún lugar el artefacto estalla, alguien muere o queda sordo, alguien pierde una pierna o simplemente llevará el recuerdo del sonido por el resto de su vida.

     Doce horas después, el editor me llamó a casa. Me dijo que habían puesto una bomba en la oficina de la editorial. Sólo había muerto la mujer que hacía la limpieza.

 

 

9

 

Todavía conservaba las llaves de la casa. Seguramente habían cambiado la cerradura, pero qué perdía con intentar, se dijo Benítez. Era domingo y toda la familia había salido. Miró el reloj. Las tres de la tarde, el sol cayendo a pleno sobre la calle, ni un auto, ni un perro pasando por la vereda, sólo el aullar de una ambulancia a muchas cuadras de allí. Y él era un habitante más del barrio desde hacía cuarenta años, y ya todos estaban acostumbrados a verlo deambular sin motivo ni propósito por los alrededores. Se estaba convirtiendo en un loco inofensivo, eso era lo que debían estar pensando los demás. Por eso, sabía que no tenía mucho tiempo, que algo, tarde o temprano, iba a pasar. Era esa angustia de las tardes de domingo, el remordimiento junto con la desesperación formando una sustancia de impredecibles efectos. Un vacío, quizá, en medio de la calle, frente a la puerta de la casa. Como una fosa defensiva semejante a la de un castillo feudal. Atravesarla era entrar en una trampa, casi con seguridad, pero la cabeza le pesaba como si tuviese piedras, y a pesar de estar parado bajo el sol, creía estar corriendo impulsado por el peso de su cabeza. Si se detenía, moriría, si continuaba, caería en la fosa. Y no había otras alternativas.

     Subió al Torino y regresó al departamento, buscó las llaves en el cajón de la mesa de luz. Las mismas viejas llaves con el llavero de cuero raído que había puesto cientos de veces en sus pantalones cuando era adolescente. Jorge regresó y estacionó el auto justo frente a la puerta. Quizá no pensaba en lo que hacía con claridad, como si tuviese la certeza de que el tiempo había vuelto atrás y adentro lo esperaba su familia. Abrió la verja y se detuvo frente a la entrada principal con la aldaba. Algo le decía que si intentaba abrir fallaría, y eso significaba el derrumbe mismo del sol que mantenía la alucinación con su inmensa esfera de energía radiante. Además, había sido su costumbre entrar por la reja del costado, por el pasillo que llevaba al patio posterior.

     El ladrido de un perro lo sobresaltó. Entonces se dio cuenta que había olvidado al perro de la nueva familia, que seguramente habían dejado cuidando la casa. Pero el ladrido no venía del fondo, sino de la calle. Miró atrás y vio al animal que lo había seguido hacía unos días, salido de la casona de las Cortéz.

     -Hola-dijo.

     El perro movió la cola, la lengua le colgaba a un costado de la boca abierta. Luego se le acercó y se sentó a su lado. Gemía muy suavemente. Le lamió la mano y la agarró entre los dientes sin morderlo. Tiró de él, como si quisiese sacarlo de allí.

     -No, viejo amigo, vos te quedás acá y me avisás si viene alguien.

    Entonces Jorge colocó la llave en la cerradura de la reja verde. Era una puerta de hierro, endeble y oxidada en las bisagras. A nadie habría podido detener si la hubieran forzado, y tal vez por eso no habían cambiado la cerradura todavía. La llave funcionó, y el corazón de Jorge Benítez se aceleró cargando toneladas de sangre para alimentar un cuerpo que se estaba estremeciendo de alegría y estupor. Entrar a la casa luego de tanto tiempo, sentir el olor que había experimentado durante más de la mitad de su vida, ese aroma al que había contribuido con las secreciones de su propio cuerpo mientras crecía. El olor a sudor, el aroma de la piel, el aliento. El aroma de las comidas cada mediodía, cada cena y desayuno y merienda, leche hervida y chocolate caliente, canela y asado. El olor de la cerveza en los vasos abandonados sobre la mesa del patio los sábados a la noche. El perfume del viejo jazminero del fondo. El aroma de los fuegos de artificio en las navidades y fines de año.

     Sintió un breve vértigo que lo hizo apoyarse contra la pared de la derecha, la que lindaba con el comedor. Hasta el áspero contacto de esa pared en la palma de su mano le era familiar, como si la memoria hubiese estado esperando a ras de piel para aflorar completa e intensamente.

     La casa lo estaba esperando.

     La casa era una madre, al fin de cuentas, que aguardaba libre de las fatigas humanas, el regreso del hijo pródigo.

     Las cosas son más fieles que los hombres, eso lo sabía muy bien. Las cosas permanecen, mientras que los hombres mueren e incluso los recuerdos se convierten en restos que empalidecen cada día un poco más.

     Llegó al patio, caminó sobre el pasto, tocó la vieja mesa de metal, que no había sido cambiada. Entró a la casa por la puerta de la cocina. La llave esta vez no le había servido, pero él sabía cómo abrir la ventada del costado. Eso era lo que había hecho cuando de chico regresaba tarde de jugar a la pelota y no quería que su madre se enterase. Entraba por la ventana y se sentaba a la mesa, como si hubiese estado allí toda la tarde. Entonces ella lo veía tan tranquilo e inocente, que no podía hacer más que sonreír y revolverle el pelo con una caricia.

     Allí estaba la vieja pileta de la cocina, las mismas alacenas, el armario de la limpieza. La mesa era otra, redonda y de un solo pie. Pero recordaba la mesa de roble, rectangular, que podía extenderse con un mecanismo de bisagras que pocas veces habían usado. Siempre estaba cubierta con un mantel de tela fina. Su madre había protestado infinitas veces cuando se manchaba, pero eso era parte del ritual, ella lo sabía, la suciedad es parte inconmovible de las cosas. La mugre viene implícita con la belleza que se adquiere.

      Atravesó el pasillo, ocupado por un armario grande que pertenecía a los nuevos dueños. Entró al comedor. La vieja mesa de su familia estaba intacta. No habían cambiado el mobiliario, quizá no disponían del dinero para hacerlo. Le habían dicho que el hombre era un policía retirado, todavía joven, quizá estaba enfermo, aunque su contextura física no lo delataba, o probablemente lo hubiesen desafectado por algún problema legal.

     Los adornos de las paredes eran nuevos. Ya no estaba el viejo cuadro al óleo del barco anclado junto a un puerto, ni los platos de figuras chinas dispuestos en líneas inclinadas. Tampoco las porcelanas sobre los estantes, esas figuras de pastorcitas y ovejas que tantas veces se había puesto a observar con admiración cuando tenía menos de diez años. Era imposible tocarlas si no quería merecer los retos de su madre. Sólo una vez había roto una, y fue suficiente para no atreverse a tocarlas de nuevo. Fue una noche trágica para él, ella lo había mirado con odio, con un rencor que mucho después supo reconocer como verdadero al volver a verlo en otras caras extrañas. Fue entonces cuando aprendió que los lazos familiares no son garantía de nada, que el amor no está necesariamente implícito, que son muy delgados y su fragilidad es inversamente proporcional a la necesidad que se tiene de ellos.

     Fue una lección, lo mismo que aquella bofetada que su padre le dio en plena calle una única vez, frente a muchos extraños testigos de la humillación, sobre todo testigos de su propio fracaso como niño. Porque ahora lo reconocía, el fracaso no es la pérdida de una siembra, sino que es otra planta sembrada junto a las demás. Con una mano arrojamos unas semillas, con la otra las semillas del fracaso. Pero son tan iguales, tan idénticas, que es imposible reconocerlas sino hasta que crecen. Y ya es tarde, entonces. Se han formado como se modela la forma de nuestro cuerpo, el tamaño de nuestra nariz, la forma de los ojos y la aspereza o la suavidad de las manos.

      Pero el aroma continuaba ahí, la humedad de los cuerpos que se impregna en las paredes y la madera, las tonalidades de la luz por las ventanas, las largas sombras sobre el piso o los haces del sol descubriendo las motas de polvo del aire. La brisa que ahora entraba por la ventana era la misma de mucho tiempo antes, porque estas cosas no cambian demasiado. El sol parece eterno, y la luz más sabia que la endeble memoria humana. Y los objetos que el hombre crea para que lo sobrevivan entienden de estas cosas, porque su sustancia reconoce los átomos del aire y el sol, los aullidos del viento y el aroma de una tormenta, la electricidad inmanente en una leve brisa de verano.

     La madera y el sol. Las cortinas de lino movidas por el viento que acarició alguna vez los maizales. El cemento de las paredes y la sustancia calcárea de las rocas de un acantilado. El aroma de la pintura y los excrementos de las palomas en el patio.

     Jorge Benítez era sustancia de esa casa. Sus huesos habían crecido bebiendo el aroma de la mañana, la calidez de las estufas y el sonido del agua que fluye de los grifos. Las voces de su familia le llegaban nítidas, porque hay sentidos que se equivocan, como la vista, tan confiada a veces, como el tacto, ingenuo en ocasiones. Pero el olfato y el oído requieren de la oscuridad, y allí estaba la oscuridad que exige la memoria como resultado final. El recuerdo no como un fin, sino como un camino. Y Jorge se daba cuenta de esto, y presentía que ese domingo, como muchos otros, no terminaría bien.

     Escuchó ladrar al perro. Corrió apenas la cortina del comedor y miró hacia la calle. El auto de los nuevos dueños se había estacionado detrás del suyo. Recién se dio cuenta que ya era casi de noche. Había pasado más de cinco horas dentro de la casa, se había dormido sobre el sillón y había soñado y recordado. Por eso estaba tan oscuro afuera, y apenas reconoció la cara del hombre bajando del auto y observando el Torino con curiosidad. La mujer y el chico se quedaron parados en la vereda, mientras el hombre les decía algo. Luego abrió de vuelta la puerta del auto e hizo bajar al perro, que corrió hacia donde estaba el otro perro vagabundo. Empezaron a pelear, pero el que había seguido a Jorge estaba en desventaja, y pronto quedó de espaldas pataleando para deshacerse del otro que lo retenía e intentaba morderle el cuello.

     -¡Duque!-gritó el chico para separarlos, pero el más pequeño logró soltarse y huyó corriendo con la cola entre las patas.

     -Habría que haber dejado al perro cuidando la casa. Hay ladrones. Quédense acá. Yo voy a ver-dijo el hombre.

    Jorge pudo escuchar muy claramente la conversación, y al mirar otra vez el comedor sintió como un golpe de realidad, por lo menos del plano tangible y concreto de la realidad que toda la jactancia de la que son capaces nuestros ojos puede apreciar. El interior de la casa ahora le resultaba extraño, lleno de objetos y muebles, que exceptuando la mesa del comedor, eran diferentes y con el sello personal de otras personas. Otros cuadros colgaban de las paredes, fotos de artistas o reproducciones baratas de cuadros famosos. Adornos comprados en balnearios, portarretratos con gente que no conocía, jarrones y platos de pésimo gusto. Y sobre todo ese olor a incienso que tanto despreciaba.

     Oyó el golpe de la reja y el paso apurado del hombre a través del pasillo. El nuevo dueño se había dado cuenta que la puerta principal estaba intacta, así que si él entraba por allí el intruso huiría por detrás. Jorge estaba atrapado. Resolvió enfrentar la situación, fue hasta la cocina y llegó justo cuando el hombre entraba y lo apuntaba con una .38 que había sacado de la campera.

     -¡Quédese quieto o lo mato!

     Jorge levantó los brazos e intentó explicar.

     -Escúcheme, por favor. Yo soy vecino del barrio, todos me conocen, nací acá. Viví en esta casa casi treinta años...

     -¡Al piso, cabrón de mierda!

     Jorge comenzó a arrodillarse, sin bajar los brazos, e intentó seguir hablando.

     -Está bien, tiene razón. No debí entrar. Pero entiéndame, por favor. No vine a robar.

     -Explicále eso a la policía, viejo.

     -¡Por favor, no me denuncie! Yo sé que usted es policía también, ¿cree que me habría arriesgado a tanto si fuese un ladrón? Hasta dejé el auto en la puerta...

     El hombre lo miró con una mueca lejanamente parecida a una sonrisa de sorna, por lo menos eso fue lo que él creyó ver.

     -Es la primera vez que me vienen con esas excusas tan pelotudas. ¿Y para qué viniste, entonces?

     -Ya le dije, necesitaba ver la casa de nuevo. No se lo puedo explicar mejor...

     Jorge se daba cuenta que estaba a punto de llorar. Había caído demasiado bajo y ni siquiera se dio cuenta de cuándo había empezado a derrumbarse. Los ataques de ira eran como ataques de epilepsia, habían degradado su mente de a poco, borrando el límite ya de por sí inexacto entre realidad y ensoñación, realidad y recuerdo, entre lo que debe y no debe hacerse si esperamos vivir en paz con los demás. El problema es, se dijo, que ya no podía vivir en paz consigo mismo.

     -Por favor, no me denuncie.

     El hombre bajó el arma y esta vez sonrió con toda la boca. Jorge sabía que era desconfiado y suspicaz, pero esperaba que dijese algo totalmente diferente a lo que finalmente dijo e hizo mientras sonreía.

     -Quedáte de rodillas.

     Salió y cerró la puerta de la cocina. Lo escuchó hablar con su familia, y luego el auto volvió a arrancar. El hombre regresó. Ahora estaban realmente solos. Cerró la puerta, bajó las persianas.

     -Así que tenemos a un cagón que no quiere enfrentar a la policía. ¿Y tu familia no sabe nada?

     -No tengo familia-dijo Jorge.

     -Entonces, además de cobarde, maricón. Porque conozco algunos maricones que tienen más pelotas que vos.

      Jorge se dio cuenta que se había encontrado con algo más difícil de traspasar que una pared de diez metros de alto. Un hombre peligroso con un arma en la mano. Alguien acostumbrado a salirse con la suya.

     -Mire, esto se está poniendo raro. Si quiere avisar a la policía, hágalo.

     El hombre ahora se puso a reír.

     -Así que para vos se está poniendo raro. Yo vengo de pasear con mi familia y encuentro a un tipo en mi casa, que entró por la fuerza, y para vos se está poniendo raro. Estás más loco que una cabra, viejo.

     Jorge bajó la cabeza y los brazos. Apoyó las manos en las rodillas.

     -No te dije que bajaras los brazos.

     Jorge volvió a levantarlos, pero le pesaban. Dios mío, pensó, Dios mío.

     -Tenemos toda la noche para que pienses qué es lo que te conviene.

     El hombre se le acercó, con el arma en la mano derecha, y apoyó el cañón en el oído de Jorge.

    -¡No, por favor! ¡Se lo ruego por Dios!-dijo Jorge con las manos juntas, temblando. Escuchó el sonido del percutor y entonces gritó. Pero un segundo después todavía seguía vivo, abrazado a la pierna del hombre, llorando.

     -Me estás empapando la ropa, maricón. Seguro que te measte encima, además.

     Agarró a Jorge del pelo y lo hizo mirarlo a la cara.

     -Te dejo ir si antes arreglamos algo. Te dejaría ver la casa cuando quieras, venir a visitarme a mí y a mi familia. ¿Qué te parece? Entonces nosotros podemos encontrarnos en alguna parte, un par de veces por semana.

     El hombre lo miraba con un brillo que relucía en la penumbra. Era alto y fornido, la pierna a la que Jorge se había aferrado era fuerte y firme como un árbol. La mano que lo sujetaba tenía dedos que sabían también cómo acariciar, porque habían comenzado a tocarle la cabeza con suavidad, empujándola como a una oveja descarriada hacia el lugar donde se sentiría protegido.

     La mano derecha del hombre, sin soltar el arma, se abría el cierre del pantalón y con la otra mano acercaba la cabeza de Jorge a la entrepierna. Jorge se resistió, pero el otro volvió a apoyarle el arma en la cabeza. Durante treinta segundos forcejearon, pero el hombre tenía más fuerza que él, y Jorge se sintió igual que el perro vagabundo bajo el poder del otro más grande. Sólo que él no tenía la oportunidad de huir, sólo de rendirse.

     Pensó en Nadia, en la casa que lo había cobijado, la calidez del hogar que lo había protegido. Donde podía esconderse de la calle y cubrirse la cabeza con las manos. Cerrar los ojos y sentir la oscuridad que borra los peligros del mundo mientras la tibia calidez del hogar acaricia la espalda así como el líquido amniótico filtra lo que amenaza a los aún no nacidos.

     Y por un instante que nunca sería capaz de medir, sintió algo parecido al placer y al dolor simultáneos, alternándose en un juego más cruento que la guerra entre Dios y sus demonios, que se burlan uno del otro sin piedad ni descanso durante siglos, amputándose partes del cuerpo y volviéndolos a reconstruir para tener con quien luchar, matándose uno al otro para revivirlo inmediatamente después. Formando el número cero del espacio sin tiempo.

     Donde nace todo. El origen.

     La casa es como un número cero, un útero de cemento y ladrillos.

     Jorge logró apartarse y vomitó en el suelo de la cocina. Manchó las zapatillas del hombre y se quedó con la boca sobre ellas.

    -Sucio hipo de puta-protestó el otro.

     Jorge alzó la cabeza, logró erguirse un poco apoyando las manos en el piso, sin poder pararse del todo, y le dio un golpe en el abdomen.

     El hombre no pareció sentir nada, ni siquiera se movió. Lo agarró otra vez del pelo hasta elevarlo hasta su cara. Jorge sintió el aliento a cigarrillo, vio la barba negra y espesa, los ojos oscuros y las facciones tan fuertemente formadas que era imposible la resistencia. El otro lo acercó más a su cara y le dio un beso en la boca que duró diez segundos. Después le torció la cabeza hacia la derecha hasta un ángulo que lo habría hecho ver su propia espalda de haber sobrevivido. Su propia espalda, antes de la original y la abismal oscuridad.

     El cuerpo tembló dos veces antes de entregarse como un muñeco. El hombre lo levantó en hombros y lo llevó hasta la puerta. Varias cosas cayeron al piso, pero la calle estaba en silencio. Lo dejó junto a la puerta principal, abrió, miró afuera, y volvió a levantarlo, poniendo un brazo bajo la axila del cadáver y poniendo un brazo de Benítez sobre sus hombros. Quien los viera salir de la casa, habría dicho que Jorge Benítez estaba ebrio y que su vecino lo ayudaba a regresar a casa. Pero probablemente nadie los haya visto, porque nunca se supo que alguien informara nada sobre las horas previas a su muerte.

     Puso el cuerpo en el asiento del Torino, dijo algo, como dar a entender que le hablaba por si alguien los estaba observando, luego subió al asiento del conductor y encendió el motor. Las luces delanteras iluminaron la calle y comenzó a conducir hacia el sur. Cuando llegó al barrio de las putas, estacionó el auto en una esquina y apagó las luces. Vio a varias mujeres en la esquina próxima. Habló en voz baja al cuerpo de Benítez, luego se bajó y lo puso en el asiento del conductor. Frotó con un trapo el volante y las manijas de las puertas.

     Se fue caminando de vuelta a su casa.

 

 

10

 

Ése podría ser un final apropiado para mi tercera novela. Lo que ocurrió realmente más tarde, no era necesario explicarlo. El doctor Ibáñez, que estaba por esos días en La Plata participando de un congreso, fue invitado a aportar su opinión sobre el cuerpo de Jorge Benítez, más por consideración a un huésped reconocido que a una real necesidad de peritaje. Ibáñez confirmó lo que sus colegas locales habían ya determinado: muerte por dislocación cervical. Se encontraron restos de semen en la boca, pero cuando Ibáñez pidió la muestra para llevarla con él al laboratorio en Buenos Aires, la bolsa de nylon había estado expuesta sobre una estufa y su contenido era inservible. El médico forense presentó su queja, y se volvió a Buenos Aires farfullando entre dientes una protesta que nadie entendió con precisión, pero que todos sabían relacionada con la negligencia de la policía de la provincia.

     El caso se archivó bajo el rótulo de crimen pasional. Algunas prostitutas fueron interrogadas, algunos vecinos que habían conocido a Benítez desde la infancia, incluso los escasos miembros de su familia tuvieron que presentar su testimonio. El cuerpo fue enterrado, el expediente archivado en el cajón de casos no resueltos, y el recuerdo de un hombre llamado Jorge Benítez se fue diluyendo en medio de hechos más importantes. Porque lo que estaba sucediendo en el país sobrepasaba los crímenes pasionales. Eran bombas y asesinatos en masa, una guerra que los subversivos habían declarado a la patria, y por eso el gobierno de reorganización nacional había venido para rescatarnos a todos.

     -Eso fue lo que escribí el día siguiente al golpe. Fue una sensación de alivio, me parece. Quién no sintió en ese momento que el ejército llegaba así como habíamos visto en las películas del oeste llegar a la caballería para salvar al pueblo del ataque de los apaches. Éramos jóvenes, Mario. El ejército era una institución, y lo creíamos incólume e incorruptible.

     Mario se ríe. Es el atardecer del sábado Santo. Hay mucho movimiento de periodistas alrededor de la base. El tiroteo de la mañana no se ha repetido, pero dejó los ánimos candentes y expectantes. Esperamos, incluso yo, que se repita, porque de algún modo eso rompería la insoportable rutina de una vigilia a la cual no vemos objetivo ni utilidad. Si todo está preparado para terminar el domingo de Pascua con la rendición de los oficiales sublevados, por qué esta pantomima que puede provocar una muerte. A menos que las balas sean de fogueo, y no es así, porque el orificio en el parabrisas de mi auto fue hecho por una bala verdadera.

     Es como si la función montada para la gran alegoría de la resurrección de la democracia sea al mismo tiempo irreverente para con lo sagrado y demasiado insultante para la mentalidad castrense. No somos prostitutas, y si nos vendemos, nos venderemos caro, parecen haber manifestado con aquel despliegue de esta mañana. Como yo siempre dije, ellos tienen las armas, ellos deciden.

     -Me admira tu lucidez, Beltrame. Esta novela que me contaste parece ser mejor todavía que las otras. En serio te lo digo, aunque me mires como si me estuviese burlando de vos. Siempre envidié tu capacidad de reflexión sobre la política y lo social. Lástima que te prostituiste tan pronto, y te vendiste tan barato a los peores tipos.

     Nunca me había hablado tan directamente, y menos con aquella tranquilidad que daba todo por sentado, como si él hubiese vivido mi vida.

     -No sabés ni la mitad del infierno que tuve que pasar...

     Me interrumpe con otra risa que le cuesta reprimir.

     -Parecés uno de esos peleles de la película sobre los juicios de Nuremberg.

     No le contesto. Decido esperar que siga hablando, que sus insultos sean mayores para acabar de una vez con esta noche.

     Está oscuro y las luces en la base continúan apagadas. Las luces de las cámaras de televisión son como hogueras en el Monte de los Olivos. Pasan dos helicópteros registrando la zona con enceguecedores haces de luz blanca, tan bajos que levantan nubes de polvo sobre hombres y máquinas. Se oyen protestas. Yo cierro las ventanillas y quedamos casi aislados.

     -No me considero un criminal-digo, desafiando a Mario.

     -Eso ya lo sé, sino te habrías pegado un tiro cuando entregaste a Gloria.

     Dios mío, pienso en el profundo silencio dentro del auto, en el centro de mi mente, que como una nuez partida es el punto siempre firme de un poder inclaudicable: yo. Mi conciencia y Dios. Y alrededor el vacío y la nada. El silencio como un enorme hueco donde el nombre de Gloria sólo es admitido para ser pronunciado en compañía de plegarias y la adecuada ordalía de beatas admoniciones y juramentos, de ritos sacros y promesas virginales.

     El auto se está rompiendo por dentro. Un líquido parece escaparse por el orificio de la bala. Lo que alimenta a los hombres es lo mismo que alimenta a los embriones. Mañana es el cumpleaños de mi madre, me digo.

     -Te advertí que no ensuciaras su nombre con tu boca de mierda.

     Mario no me hace caso. Sigue mirando hacia más allá del parabrisas con los brazos cruzados, pero de pronto pregunta:

   -¿O qué? ¿Me vas a mandar a uno de tus muchachos?

    Me tiro contra él y empezamos a forcejear. No hay mucho lugar, menos con las cámaras de Mario, los restos de papeles y bolsas de comida y los abrigos que llevamos a pesar del calor, y nuestros cuerpos son robustos además. Yo simplemente lo sacudo de la solapa del piloto tratando de sacarle de encima esa pátina de cinismo con que se ha cubierto el jueves antes de encerrarnos en este auto. Él opta entonces por tratar de apartarse, como quien intenta sacarse de encima a un cachorro malhumorado.

     -¡Pará, pará un poco! ¿Me querés morder, cachorro de bulldog? O preferís que te llame perro policía, o doberman de las fuerzas armadas.

     -¡¿Pero qué mierda te pasa, se puede saber?! ¿Por qué te la agarraste conmigo justo estos días? ¿Si tanto me odiás por que no lo dijiste en todos estos años?

     -Porque recién hace tres meses me enteré lo que le pasó a Gloria. Tu bendita y amada Gloria, de la que me contabas las más excelsas virtudes cuando éramos más que íntimos amigos. Las noches que pasaban juntos, lo que le gustaba que le hicieras y lo que te gustaba que ella te hiciera.

     Le agarro la oreja izquierda y la retuerzo en mi mano con toda mi fuerza. Él empieza quejarse de dolor pero no deja de sonreír.

     -¿Qué sabés de Gloria?

     -Primero soltáme...

     Así lo hago. Mario se frota la oreja y empieza a contarme.

     -Hace tres meses llegó a la oficina un tipo, uno de los arrepentidos, ya sabés. Vino diciendo que quería hablar, que le hiciéramos un reportaje. Dijo su nombre con toda tranquilidad, él pensaba que si salía en el diario los milicos no podrían tocarlo ahora. Tenía como veintipico de años, pero parecía mayor a cuarenta. Estaba arruinado, demacrado, medio calvo y fumaba como una chimenea. Era 31 de diciembre, me quedé para hacer unas fotos del festejo en la 9 de Julio, y no había ningún redactor. El hombre estaba algo bebido, pero lo suficientemente lúcido para hablar con coherencia. Ya no aguantaba más, me dijo. Quería confesar lo que había visto.

     -¿Y qué vio, por Dios, qué sabía de Gloria?

     Mario enciende un cigarrillo y me convida uno con sarcasmo. Le arrebato el paquete y lo destrozo en mi puño.

     -Seguí hablando, pelotudo.

     -Era un cadete en ese entonces. Le habían dicho que no servía para entrenar. Tenía problemas en una pierna o algo por el estilo. Lo habían puesto entonces a limpiar el cuartel, pasar el trapo, limpiar los baños y letrinas, lo de siempre. Un día lo trasladaron a la ESMA, y ahí cumplía con cualquier tarea, limpieza, mandados, cocina, lo que fuera. Había visto cosas, me dijo, gente, civiles que entraban y salían casi arrastrados por los milicos. No se cuidaban mucho de discreción puertas adentro. El pibe no tenía permisos de salida. Lo único que veía del exterior era el cielo del patio. No lo dejaban hablar por teléfono con la familia, y le controlaban las cartas. En unos meses estás afuera, pibe, le decían. Y él estaba contento porque la pasaba bien, abrigado en invierno, con ventiladores en verano, bien alimentado y en compañía de la jerarquía más alta de la Marina.

      “A la noche escuchaba gritos, y a veces no podía dormir bien, pero incluso a esto se acostumbró. Algunas noches los tiros lo despertaban, y una vez lo obligaron a levantarse para ayudar a controlar un motín de unos detenidos. Esa fue una noche complicada, me dijo. Cinco detenidos se habían rebelado y costó reprimirlos. Hubo sangre en los pasillos, luego cada uno fue arrastrado hasta las celdas de castigo. Él ayudó a abrir las puertas, que no eran de rejas, sino puertas como de habitaciones comunes de un hotel, pero al abrirlas salía olor a fermentos humanos. Los detenidos fueron arrojados dentro y él volvió a la sala principal del cuartel. Pasó por la puerta, esperando órdenes. Debían ser las tres de la mañana, y aún había mucho movimiento. Tenía sueño y los ojos se le cerraban de cansancio, irritados por las luces y el olor a mierda que había salido de las celdas. Entonces empezó a oler aroma a alcohol, a whisky y cerveza. Venía de la sala de oficiales, y cuando de vez en cuando alguno entraba y salía podía ver las luces encendidas y varios hombres que iban y venían de una habitación más al fondo. Uno de ellos se asomó a la puerta que daba al pasillo y le ordenó que trajese toallas. Fue al depósito y volvió con varias bajo los brazos. Golpeó varias veces y recién le contestaron cinco minutos después. Que pasara, le dijeron, y cuando abrió escuchó un grito de mujer. Era inequívoco. Sólo una mujer podría haber dado ese grito entre tantas voces masculinas. Venía de la habitación del fondo. Atravesó la sala, donde varios oficiales estaban dormidos en las sillas, con las cabezas inclinadas sobre el pecho o apoyadas sobre la mesa. Tenían los uniformes desabrochados, dos de ellos estaban en camiseta y algunos pantalones tirados en el piso.

     “Él pasó directamente al fondo. Nadie le dijo que se detuviera en la puerta, que de todos modos estaba abierta. La luz que llegaba de adentro titilaba como cuando baja la tensión eléctrica. Escuchó un zumbido continuo o intermitente, coincidiendo con las voces destempladas de los oficiales. Había una mesa en el centro, grande y ancha. Una mujer desnuda acostada encima. Los restos de la ropa interior habían caído bajo la mesa. Él miró allí abajo, porque no se atrevía a fijar la mirada en lo que sucedía sobre de la mesa. Nadie lo había autorizado a hacerlo, y a él le habían enseñado a temer lo que no comprendía, a huir y negar lo que le producía miedo. Los oficiales insistían en que la mujer hablase, en que dijese algo que ellos necesitaban saber, pero la mujer estaba amordazada. El pibe seguía parado a un costado de la puerta, de uniforme, así que pasaba desapercibido casi como uno más de ellos, porque había notado que casi todos estaban borrachos, y que las voces y gritos eran a veces incoherentes y se alternaban con risas o bromas obscenas. Levantó entonces la mirada como uno más de todos ellos, y observó con creciente... ¿interés?...le pregunté yo, y él bajó la mirada al piso y me contestó que sí. Se puso a mirar, siguió diciéndome, cómo los oficiales se abrían la bragueta y se frotaban contra la cara de la mujer. No pudo verle la cara a ella, pero escuchaba su llanto, y el pibe era un chico, al fin de cuentas, y era un varón que casi no había conocido mujer. Sintió mojarse sus propios pantalones mientras miraba, sin soltar las toallas de los brazos.

     Mario se interrumpe para encender otro cigarrillo de un nuevo paquete. Yo bajo la ventanilla de mi lado, mirando el campo y el cuartel como amortajados por la oscuridad de esa noche nublada y sin luna.

     -¿Era Gloria?-pregunto, sin énfasis de ninguna clase, en voz baja, porque temo que algo en la oscuridad me esté vigilando, y que de pronto vaya a atraparme si me oye hablar.

     -Sí, era Gloria. Para antes de las seis de la mañana, le habían aplicado la picana cinco veces. Primero en los senos, luego en el cuerpo, como para divertirse, para estimularla casi. Fue después de violarla varias veces cuando le colocaron la picana en la vagina...

    -Calláte… -le digo.

    -...y un rato después en la boca, también...

    -Calláte de una vez…-intento gritarle, pero la garganta me duele tanto como si estuviese hablando contra un tornado. Mi voz no alcanza a salir del ámbito de mis manos. Estas manos que han tecleado en la máquina de escribir más nombres que el número de células que las conforman. Y sin embargo ellas viven, y los nombres han desaparecido para siempre.

     -...la quemaron, Bautista, la quemaron toda, y después quién sabe qué hicieron con ella…

     Me pongo a llorar ahogando mi grito entre las manos.

     -…porque al fin de cuentas era peligrosa, ¿no es cierto? Había puesto una bomba en la casa de un general, y había que tratarla de acuerdo a ello. Un mes después de que el tipo se esfumara, me pasaron un informe de buena mano. Una lista de los arrestados el día del motín. El nombre y el apellido estaban ahí, junto a su edad y la profesión que apenas ejerció. Gloria Sanmarco, 28 años, maestra de escuela.

     Abro la puerta porque me ahogo. Camino agitado de un lado a otro junto al auto, mientras Mario me mira. Cruzo frente al parabrisas muchas veces, hasta que dejo de contar porque no sirve de nada. La ira me está dañando el corazón, un dolor intenso me oprime el pecho y únicamente sé que quiero seguir viviendo. Que la lógica y la razón están de acuerdo con la piedad, que la muerte parece incluso razonable después de ver y escuchar el inmenso paisaje de aquella habitación perdida en el tiempo. Pero yo aún amo mi vida. Por eso el dolor es demasiado para soportarlo, y como siento que me muero, sólo sé correr hacia delante, dispuesto a terminar con el origen del dolor.

     Veo a Mario, ese cáncer de indescriptible dolor creciendo en el auto como un feto deforme en el útero de su madre. Un feto que sin hablar vomita gérmenes teñidos de pestes y sufrimientos. Por eso abro la puerta y agarrándolo de la ropa lo tiro al suelo. Busco desesperada, febrilmente algo, no sé qué, en la guantera, pero mis manos sí lo saben. Ellas son, desde siempre, mis mejores armas, las más valiosas amantes que han salido airosas en defensa de mi vida. Las manos saben, por eso encuentran el destornillador y lo empuñan temblando no de debilidad, sino de tanta fuerza, que temen descontrolarse y errar. Entonces clavo la herramienta en el pecho de Mario, varias veces, hasta asegurarme que el respirar es un recuerdo, un gesto olvidado, una manía caprichosa y obscena que el ser humano debe desterrar de su cuerpo para siempre.




Ilustración: Kalf, Willem - Intérieur de Cuisine

 

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