lunes, 1 de julio de 2024

¿A dónde van las almas de los niños?






1

 

Hay alguien aquí conmigo. Lo siento respirar con un aliento que no parece, sin embargo, ser el aliento de un ser humano. No quiero abrir los ojos todavía, y sé también que aunque quisiera no podría hacerlo. Prefiero adormecerme en la memoria que llega como olas embistiendo la playa sin dejarme avanzar. Como si las olas fueran piadosas advertencias, las últimas palabras antes del mar profundo. 

     Recuerdo haber estado escuchando la discusión de mamá y papá durante todo el día. Después del almuerzo ella comenzó a levantar los platos de la mesa, mientras recriminaba a mi padre las cosas hechas y las que nunca terminaba de hacer. Siempre era igual. Me despertaba con la voz de mamá hablando en la cocina mientras tomaban mate, y la voz de mi padre, parsimoniosa y sombría, contestando con monosílabos. Al principio creía que se trataba de sueños, porque la voz de ella tenía la virtud exasperante de la monotonía. Esa tensa cuerda del sonido que nos mantiene en el umbral de lo conciente, esa voz que no permite que vayamos a ningún lado hasta terminar de oírla, como el hilo de Ariadna pero con un nudo que ni los dioses podrían desatar.

     Papá aguantó toda la tarde. Luego protestó él también, levantó la voz varias veces e insultó a mamá otras tantas. Pero ella era fría como el hielo. Lloraba muy seguido, pero sólo logró lo que al pastor del viejo cuento infantil que daba avisos falsos sobre el lobo: cuando realmente sucedía, ya nadie le hacía caso. Salía de casa golpeando las puertas, y me hacía acompañarla como si yo fuese su escudo, incluso a veces me acostaba a su lado en la cama matrimonial para que papá no la molestara. Y en la oscuridad yo escuchaba sus protestas contra él como si intentase sembrar en mí la semilla de un odio que quizá ni ella sentía, pero que creería su deber cosechar en mi persona años después.

     Ayer domingo a la noche papá se fue de casa. No lo vi salir, sólo oí el motor del auto. Volvería poco después, pensé. No podía imaginar siquiera su ausencia por más de un día, no era posible según las reglas que habían gobernado mi vida hasta entonces, la familia y la casa, ambas formando un entramado tan estable en que no existían roturas o desgarrones que no pudiesen ser cosidos, aunque dejasen marcas o rugosidades, que al fin de cuentas también constituyen recuerdos. Esto lo puedo comprender muy bien. Porque tengo doce años, y miro atrás mi vida, que choca contra mí como si yo fuese un auto que ha frenado abrúptamente.

 

 

 

2

 

Ruiz levantó la vista del suelo. El sudor le caía por la frente y la cara, corría por el cuello y mojaba su camisa. Tenía el cuero de los mocasines manchados de sangre y las suelas llenas de barro. Le pesaban al despegarlas de la tierra irregular alrededor de las vías. Casi no había asfalto en cien metros cuadrados, sólo en el paso a nivel un pavimento de más de veinte años, maltrecho y roto por el tránsito incesante de camiones y colectivos. 

     El tren estaba detenido en el medio. La locomotora a más de doscientos metros, lo más cerca que había podido frenar, la cola al final de quizá otros diez o quince vagones. Ruiz escuchaba lo que sucedía del otro lado. Los autobombas, los patrulleros de la policía de la provincia, los autos que llegaban y eran desviados, los gritos de los familiares, las bocinas, el zumbido de las grúas que recién ahora arribaban.

     Habían estado dos horas buscando sobrevivientes. Él se hallaba a más de veinte metros del tren, y aún allí seguían encontrando ropa de niños, mocasines escolares, restos de guardapolvos. Pero lo que él buscaba eran cuerpos, y tenía la increíble, la virginal confianza de que encontraría alguno vivo. Para eso estaba, era médico y no funebrero. Y bajo el cielo encapotado por nubes de tormenta, el aire extático lleno de electricidad en esa hora catorce de un lunes de noviembre, fueron muchas las cosas que encontró en el barro, entre las vías y bajo la estructura del tren, pero fue al levantar el zapato de cordones todavía atados a un fragmento de pierna cuando se clavó una astilla de hueso en un dedo. No sintió dolor, únicamente un nudo en la garganta, tan duro como el cordón que intentó desatar, porque de tan mojado le fue imposible. Sus manos temblaban, sucias. Los demás no lo miraban. Quien mira al piso en busca del pasado, extravía el presente, se dijo él. Logró desatar el nudo al final, aflojó el cordón, sacó el zapato, deslizó la media con la marca Ciudadela estampada en la etiqueta, y liberó el pie. Un pie pequeño de un niño de diez años tal vez, cuya planta se conservaba limpia y con restos del talco que su madre misma debió ponerle luego del baño. Pero por encima del tobillo no había nada más que un hueso expuesto y quebrado como un tronco hachado.

     Dios es un leñador sin experiencia, pensó el doctor Ruiz.

 

 

3  

 

Mateo detuvo el auto frente al cordón policial.

     -Soy el forense-dijo al oficial que se acercó a su ventanilla.

     -¿Apellido?

     -Ibáñez-contestó, mirando al policía consultar la lista que le habrían preparado tal vez sólo diez minutos antes. Luego vio que éste le hacía la silenciosa señal de permiso, y avanzó. La cinta blanca con rayas rojas en espiral cayó bajo las ruedas del auto, y sólo entonces se dio cuenta de qué recuerdo le traían: las espirales luminosas frente a las peluquerías infantiles. Vio las sirenas de los patrulleros girar en silencio, ensombrecidas por el ruido de las orugas que movían los escombros de metal, esos restos del micro que habían quedado esparcidos a lo largo de doscientos metros, alejados de las vías o junto a las rejas que las separaban de la calle paralela, otros aplastados bajo los primeros vagones o consumidos por el fuego al estallar el tanque de nafta. El olor a quemado no era desagradable al principio, a Ibáñez le gustaba ese aroma que de algún modo representaba el punto cero después de un incendio, el blanco inherente bajo el negro de la combustión. Pero no le gustaba cuando el agua se entrometía en el proceso, ni siquiera la amenaza del agua como ahora ocurría. Pronto iba a llover, y la humedad insoportable estaba acelerando la descomposición de los cadáveres e impidiendo que los cuerpos chamuscados se secaran como la naturaleza lo considera correcto.

     No había visto a los muertos todavía, pero tras el caparazón de acero de su Fiat, con el aroma de su hijo recién nacido aún intacto en la nariz, y el recuerdo de su mujer durmiendo serenamente en la cama del hospital todavía fresco en su memoria, imaginaba la escena del accidente con más detalles de los que en realidad veía. Porque él hoy se sentía inmune a la muerte, como un capellán que con su mitra y agua bendita bendice a los soldados caídos.

     Después escuchó los gritos, más cercanos a medida que avanzaba hacia las vías. Su corazón sintió un sobresalto cuando vio las manos y la cara de una mujer sobre la ventanilla cerrada del costado derecho de su auto. Por un momento pensó que la había golpeado, pero después un hombre, quizá el esposo, la apartó agarrándola de la cintura, y casi levantándola en brazos se la llevó hacia una ambulancia. Ella vestía un impermeable verde musgo y tenía el cabello revuelto, pero Ibáñez la recordaría más tarde por su rostro y su expresión de completo terror.

     Ya no pudo seguir. Bajó del auto y lo recibió una llovizna tenue. Caminó hacia el tren sobre el barro que cubría el viejo pavimento. Evitó las esquirlas de metal y los vidrios esparcidos a todo lo largo y ancho del predio, fragmentos que podrían haber atravesado las suelas de sus botas. Lo habían llamado poco después del accidente, y se había vestido con cuidado para la escena, botas altas y negras de goma, un impermeable azul oscuro con capucha, pantalones anchos y una camisa blanca. Ibáñez se sentía joven y fuerte para su trabajo, como un guerrero con escudo y armadura, un casco bajo el brazo izquierdo listo a ser colocado, y una lanza o ballesta en la mano derecha.

     -¿Quién es usted?-le preguntó un policía. Tenía el uniforme roto en las mangas y los hombros, debía haber estado agachado tratando de retirar cadáveres entre los hierros. El policía se sacó los guantes, sus manos estaban llenas de ampollas.

     -Soy el forense-dijo Ibáñez.

     El policía ya no le hizo caso, ocupado en apretarse las manos doloridas contra el cuerpo. Ibáñez siguió caminando hacia un grupo alrededor de la locomotora, pero alguien lo llamó. Giró la vista sin descubrir quién.

     -¡Acá, del otro lado del tren!

     Mateo se arrodilló y miró por debajo. Un hombre le hacía señas para que diera la vuelta. Dio un largo rodeo alrededor de los restos del micro escolar. De la chapa color naranja no quedaban más que retorcidos hierros quemados. En algunos fragmentos podía verse alguna letra o leerse alguna sílaba del rótulo de los costados, pero lo demás eran pedazos de asientos, alfombras de goma y barras de metal. Allí había habido niños sentados, mirando por las ventanillas y sujetos a aquellas barras alguna vez firmes. Seguros de esos hierros que creían tan eternos como sus vidas.

     Vio al hombre a veinte metros saludándolo con un brazo en alto. Ese lado de las vías era diferente. No había vehículos de rescate ni gente interponiéndose en el camino, sólo unos pocos hombres mirando hacia el suelo, buscando lo que Mateo ya sabía. Pero su aspecto distaba de eso, más bien lucían como agotados campesinos escarbando la tierra en busca de alimañas. Los muertos no siempre son alimentos del suelo, se dijo Ibáñez, a veces los huesos lastiman los pies desnudos de los campesinos y provocan infecciones. A veces los muertos exigen compañía.

     Llegó hasta donde estaba el otro, que le extendió una mano sucia y con sangre seca. Pero Ibáñez evitó tocarlo cuando vio que con la otra mano arrojaba algo a la distancia, algo que parecía parte de un muñeco roto.

     -Soy el doctor Ruiz, doctor. Lo escuché presentarse con la policía hace un rato.

     -¿Desde allá lejos y con el ruido de las grúas?

     -Tengo muy buen oído, doctor. Soy músico aficionado y escucho notas que la gente pasa por alto.

     Ambos se miraron por un instante y luego giraron para observar el paisaje. A un costado del tren había una pequeña montaña de objetos cubiertos de barro y telas.

     -No encontramos sobrevivientes todavía, pero tengo la esperanza de hallar alguno dentro de lo que quedó más completo del micro-comentó Ruiz.

    Ibáñez lo miró, incrédulo. Cómo un médico que estaba allí, en medio del desastre, podía hablar aun de ese modo. De pronto, Ruiz se le apareció como una figura extraña con aquella sonrisa melancólica, el cuerpo esmirriado y la mirada pensativa. Pero descubrió que el otro también lo estaba mirando con curiosidad.

     -Si me permite que le pregunte, ¿qué hace acá, doctor?

     -Me avisaron del accidente. Quieren que haga la autopsia del chofer. Piensan que estaba enfermo o borracho, algo para que el seguro pueda evadirse. Decidí ver la escena yo mismo.

     -No es común esa preocupación en un médico de laboratorio, doctor.

     Ibáñez no pasó por alto la ofensa.

     -¿Llama laboratorio a la sala de disección? ¿Al escalpelo y la sierra? Yo lo llamaría taller, doctor Ruiz.

     Ibáñez le dio la espalda a Ruiz y se puso a caminar a lo largo de la vía. Luego regresó y preguntó:

    -¿Se sabe algo de la causa?

    -Oí decir que el micro se paró. Tal vez tuvo una avería. Algunos vecinos dicen que vieron al chofer forzar la palanca de cambios. Los chicos trataron de ayudarlo. La gente dice que escuchó los gritos desesperados de los chicos, pero el tren estaba tan cerca que…

    -Nadie pudo hacer nada, lo imagino.

     Ibáñez caminó hacia el montón junto al tren. Levantó las telas y las moscas salieron espantadas, pero otras regresaron a posarse sobre los cuerpos. Había torsos quemados, brazos completos, pies con zapatos, guardapolvos envolviendo formas de cabezas sueltas. El hedor era dulce, tan dulce que no parecía el olor de los muertos sino el perfume de los cementerios hastiados de flores.

     -Si el chofer hubiese revisado el motor antes de salir…-dijo Ibáñez-. ¿Era un vehículo viejo, no?

    -Un colectivo reformado para micro escolar, lo más barato que una escuela de clase media puede comprar. Pero si vamos a los si, doctor, no terminaríamos nunca de plantearnos hipótesis. Dios ya arrojó sus dados, y el conocer la causa es sabiduría bella pero inútil.

     Seguía lloviznando, y las grúas continuaban su trabajo. Habían despejado el lado norte de las vías, pero debían esperar el lento cavar de las palas y el retiro de los fragmentos. Ibáñez puso una mano sobre el hombro de Ruiz.

    -¿Usted cree en Dios, doctor? ¿Y si juega a los dados, en qué se diferencia de nosotros? Yo también puedo arrojarlos y llamarme Dios.

     -Creo en lo imperativo de los hechos.

     -Y si ahora mismo, junto a nosotros, las vías estuviesen libres y el tren hubiese seguido su camino, y el micro atravesado las vías y los chicos en sus casas…

     -Si no lloviera y hubiese sol… Esa es esperanza aferrada a la fantasía.

     -Yo llamo esperanza fantasiosa a su idea de encontrar a alguien vivo. Hablo de autodefensa, la forma de caminar por este sitio sin perder la razón.

    Ibáñez escuchó su nombre desde el otro lado. Se agachó y vio que un bombero lo reclamaba.

     -¡Encontramos el cuerpo del chofer, doctor!

     -¡Llévenlo a la ambulancia! Yo los sigo hasta la morgue en mi auto.

    Luego se irguió y extendió la mano a Ruiz, había olvidado que no había estrechado la que el otro le había ofrecido antes. Ruiz le volvió a mostrar sus palmas sucias.

     -No importa, doctor. Fue un honor llegar a conocerlo.-Y le estrechó la mano.

     -Si no hubiese sido por el accidente no nos habríamos conocido…-dijo Ruiz, pero no había cinismo en el tono, sino un torpe ofrecimiento de mutua confianza.

 

 

4    

 

Eran las nueve de la noche cuando mamá y yo nos quedamos solos. Como todos los domingos, me di el baño semanal. Esta vez ella no preguntó por qué había tardado tanto, yo salí con el pijama y encontré la mesa de la cena servida. Mamá se me acercó, se arrodilló y ajustó los botones de mi chaqueta. Había llorado, se notaban las ojeras, y la imaginé haciendo esas rápidas cenas dominicales que la rutina me había hecho odiar: huevos fritos y sándwiches de paleta y queso. Comida sin esmero ni preocupación, comida para despedir el fin de semana, hecha con las pocas ganas que la idea de una nueva jornada de trabajo ofrecía. Pero en casa se sumaba la tristeza del domingo luego de las discusiones habituales, la sombra tras el halo de luz de las tardes de verano.

     El sonido del televisor retumbaba en las paredes de la antecocina, con empapelado de rayas naranjas y blancas. La luz de la lámpara también era típica de domingo a la noche, intensa pero amarga, una luz amenazada permanentemente por la hora próxima del lunes, el reloj con la alarma puesta para las seis de la mañana, esperando sobre la mesa de luz del dormitorio, como un monstruo o una gran boca somnolienta sin dientes. El peligro no era la muerte sino la perdición, el completo extravío en el oscuro pasaje de los días laborales, al final de los cuales aguardaba el cadáver maltrecho y hediendo de otro domingo.

     Mamá se acercó y dijo:

     -Ahora sos el hombre de la casa y tenés que ayudarme.

     Fue esa la primera vez que me di cuenta de lo que ella había hecho. Yo siempre la defendía. Me repetía a mí mismo los argumentos que ella utilizaba: papá que llegaba tarde, que no hacía lo que debía hacer, que no ganaba suficiente plata, papá esto y papá aquello. Pero la voz de mamá era la única presente, siempre. Aún la música más amada puede ser odiada cuando suena a destiempo.

     -Se fue por tu culpa-le contesté.

     Entonces descargó su rabia contra mí. Fue hasta la mesa, recogió mi plato intacto y tiró el contenido a la basura. Sentí que las lágrimas iban a brotarme pronto, pero un nudo en la garganta me lo impidió. A mí nunca me gustó llorar delante de los otros, sólo lo había hecho silenciosamente en mi habitación.

     -Andáte a la cama-me dijo, pero siguió hablándome, yendo y viniendo desde la cocina a la puerta del dormitorio. Yo apagué la luz, me cubrí con las sábanas y traté de no escuchar. Sin embargo hay voces que dejan su sonido en la mente como campanillas. Continúan sonando en sueños y vigilias, en medio de una ruta desierta o en una multitud.

    Y yo no sentía culpa, sino mucha ira.

    Por eso, esta mañana en la escuela, me senté en el último banco y evité a mis compañeros.  Me ensimismé en la prueba de matemáticas, tratando de descifrar cálculos que me resultaron imposibles de realizar, raíces cuadradas, teoremas o fracciones. Números que flotaban en los ventanales que daban al patio de recreo. Allí donde el timbre lanzaba su desafío lacerante, el filo que acortaba el plazo de un examen para el que no tenía resolución. Dios mío, pensé, no sé qué va a hacer mamá cuando vea el cero en rojo encabezando la hoja de examen.

     Los chicos se fueron levantando uno a uno y entregando las pruebas en el escritorio de la maestra. Quedábamos pocos, sentados. Ella nos miraba con impaciencia, los demás jugaban en el patio, corriendo, mientras yo usaba el tiempo extra y perdía mi recreo. Finalmente me di por vencido. Creo que estaba pálido, pero me propuse no llorar. Entregue la hoja y vi la cara desaprobadora de la maestra. Eso es lo que yo veo en ellas todo el tiempo, la cara ofuscada de mamá.

     Me fui a un rincón del patio y me senté agarrándome la cabeza entre las manos. Pensé en papá, en si había vuelto a casa, en dónde había dormido, o si lo vería a la noche. Volví a clase y soporté las bromas de mis compañeros. Me robaron la comida que llevaba, pero no dije nada. Mancharon de tinta mi carpeta, y me quedé callado.

     La maestra se acercó y puso una mano en mi frente.

     -¿Te sentís bien? Estás ojeroso.

     Dije que sí con la cabeza y me aparté, tiré los libros al suelo, pero nadie notó en eso algo más que una torpeza innata. Los demás rieron, hasta la maestra.

     -Está bien, está bien, te dejo en paz…

     Y así fue que llegó el mediodía, y luego las doce y media y la hora final de la escuela. Salimos del aula y formamos. Bajamos la bandera del mástil con la rápida ceremonia habitual. Abrieron las puertas. Los que regresamos a casa en micro escolar debemos hacer otra cola a un costado, apretujados contra las paredes del vestíbulo mientras los chicos de otros grados salen o esperan que los vengan a buscar sus padres. Mi casa no está muy lejos, creo que son casi veinte cuadras después de las vías. Soy el último que sube a la mañana temprano y el primero que baja en el regreso. Creo que soy como un mojón en nuestro itinerario, cuando subo los chicos me miran con desagrado, pensando en qué poco falta para llegar al colegio, cuando bajo, no he tenido tiempo para conversar con ellos. Por eso casi siempre me siento al fondo del micro, junto a la ventanilla izquierda para ver pasar a las chicas mayores que salen de la escuela después que nosotros. Eso es lo que hago ahora, y me pregunto si ellas también serán algún día como mamá.

     Abro la ventanilla para que entre la brisa. Hace calor y está nublado. Espero la lluvia como espero a papá. Ojalá estuviera de regreso esta noche. Pero cómo pasar el día con esa duda. Miro a todos lados, sin embargo él no está esperándome en la calle. Esto por lo menos me daría la seguridad de que me extraña, de que quiere hablar conmigo. Pero si no vino es quizá porque vamos a vernos más tarde en casa. Sí, entonces es una buena señal que no esté aquí, me digo.

     El micro va a arrancar. El chofer ha cerrado la puerta, pero le cuesta encender el motor. Escucho las protestas de don Oscar. Su chomba gris tiene dos grandes manchas de transpiración en las axilas, y otra más grande en su espalda. Rollizo y casi calvo, su voz es gruesa como la de cantante de ópera. Pero su voz no conoce más que insultos, lo que le gana reprimendas de la directora. A nosotros no nos importa. Aprendemos de él lo que debe o no decirse en caso de furia. Y yo estoy atento a sus palabras. Muchas veces las he pensado en casa, otras tantas en la calle, y practico mentalmente las obscenidades.

     Nos sacudimos con un traqueteo y un rítmico sonido de válvulas gastadas. Una columna de humo que sale del caño de escape rodea la parte izquierda del micro al entrar en segunda. Pero pronto debemos dejar paso a los chicos que cruzan a mitad de cuadra y luego nos detenemos ante el semáforo en rojo. Algunos nos saludan, dos maestras dicen algo a don Oscar. Una de ellas es mi maestra, y me agacho para que no tenga oportunidad de recriminarme con la mirada. Cuando tenga el resultado del examen va a citar a mamá. Sé lo que va a suceder.

     Y sin pensarlo, doy un codazo a uno de mis compañeros. Me ha estado molestando toda la mañana y ahora se acerca a tirarme del guardapolvo, riendo como un retrasado mental. Me doy cuenta que he estado soportando sus empujones mientras yo pensaba en papá,  en las mujeres y en las maestras, mirando al mismo tiempo la espalda de don Oscar en sus esfuerzos por poner en marcha el micro.

     Pablo me mira con rabia, cubriéndose el mentón con una mano. Le rompí un diente, quizá. Se me tira encima y los demás vienen  a separarnos. Pero ya es tarde. Sus manos sucias me tiran del pelo y del guardapolvo, y siento su saliva en mi cara. Dice algo, pero su ortodoncia no le deja insultar con claridad. El micro sigue detenido, aún cuando se encendió la luz verde. Escucho las bocinas. Yo sólo estiro los brazos para protegerme. Pablo parece un cachorro que intenta rasguñar y morder. No es más grande que yo, y sus movimientos torpes. Entonces la voz y las manos de don Oscar interrumpen la pelea.

    -¡Pero dejen de hacer quilombo, la puta madre! ¡Hace una semana que no tengo celador ni una maestra que los cuide mientras manejo!

     Me mira un momento, pero enseguida levanta a mi compañero del brazo casi hasta su altura. Pablo llora y grita para que lo baje. Los demás lo observan como si estuviera a punto de arrancarle el brazo. Después lo suelta en el asiento y me agarra de la mano.

     -Vení para acá vos.

     Me lleva hasta el frente y dice:

     -Sentáte y dejá de provocar a los otros.

     Caigo en el primer asiento detrás del conductor. Lo miro por el espejo, y él me dirige un vistazo. No dice nada más, pero yo quisiera preguntarle qué hice, más que sentarme como siempre a mirar por la ventanilla. A veces pienso que el mundo es una gran ficción que todos actúan para mí. Que hay algo más grande que todos me esconden, algo que todos cuchichean para que yo no escuche. Así como detrás de las fachadas de las casas hay habitaciones que uno nunca imaginó, las caras de la gente me parecen mentiras creadas para mantenerme aislado. No soy lo suficientemente grande, me dirían si pudiesen confesarme la farsa, ni soy lo suficientemente listo para entender. Eso dice mamá, porque mis calificaciones distan de ser las mejores. Son apenas correctas, notas dignas del montón, números en una libreta de ejecuciones. Cada cosa fluye como el agua y desaparece como ella, y sin embargo todo duele más que el agua hirviente. Es igual al ácido que se usa para destapar las cañerías, tan fuerte que carcome la piel y nos dejaría ciegos con sólo percibir su vaho. Por eso cada palabra me hiere.

     En esto pienso cuando veo la espalda del chofer. Quisiera preguntarle qué hice para que me hable como lo hizo recién, yo que tanto quisiera parecerme a él, fuerte y seguro de sí mismo, un hombre que ya es un hombre a pesar de todos sus defectos. Pero me quedo callado, y miro las vías del ferrocarril a las que nos acercamos. Las barreras están bajas, tiemblan un poco con la lluvia, y las rayas amarillas y negras juegan un baile de espejos con la niebla y los charcos sobre el pavimento. Hay una luz roja en un costado, como las de las sirenas de ambulancias y policías. Pero esta muerta, apagada quiero decir. Me quedo mirándola mientras nos detenemos frente al paso a nivel, y sigo pensando en qué pasará en casa en estos momentos, tras estas vías que ahora me separan de ella.

 

 

5    

 

Dios es un hombre alto y fornido que camina por un sendero de grava. Viste pantalones de pana negra con bocamangas metidas en las botas. Tiene una chaqueta sin mangas ni cuello, de cuero marrón, desabotonada por delante. Camina con cierta torpeza porque la suela izquierda está rota y atada con una cuerda, las piedrecillas del camino se le meten entre los dedos y de vez en cuando debe detenerse para sacarlas. Su brazo izquierdo se balancea a un costado, salvo cuando tiene que ajustarse la suela. El brazo derecho está alzado por encima del hombro, sujetando el mango de un hacha cuya hoja brilla en esa tarde que acaba. El hombre tiene la cabeza gacha, como mirando su pecho de vello crespo, pero quién sabe lo que está mirando en realidad, porque sus ojos van entrecerrados, aunque adivinamos que son marrones como su barba corta y el cabello enrulado.

     A veces eleva la mirada hacia el frente, pero no parece ver más que la base de los troncos, ni siquiera dirige un vistazo hacia el verdor que se oculta en lo oscuro como lo hace el sol tras la línea de la tierra. El hombre no gastará miradas a lo inútil, sabe que de la oscuridad nada puede rescatarse. Sus pasos disminuyen el ritmo, luego reanudan su velocidad. Giran un poco hacia la derecha, hacia una fila de árboles que parecen haber sido plantados deliberadamente, porque han crecido en dos líneas paralelas. El leñador se detiene frente al primer tronco. Lo mira ahora con absurda atención. Sus ojos, nos damos cuenta recién entonces, son de idiota. Son los ojos de un niño grande que nada entiende, que sabe que el hacha está para cortar el tronco, pero tal vez olvide levantar la leña y llevarla luego a quemar en su hogar.

     Asienta firmemente las botas en el suelo, hundiéndose un poco en el barro entre las raíces que sobresalen de la tierra. Está frente a un árbol joven, el diámetro del tronco no es mayor al del cuerpo del leñador. Empuña el hacha, levanta los brazos y hace caer el filo sobre la corteza. Vuelve a hacerlo una y otra vez, pero no avanza mucho. Lastima la superficie con crueldad sin avanzar demasiado. En lugar de cambiar el ángulo de la hoja, da siempre el mismo hachazo con el lado que quizá tiene menos filo. Si un leñador veterano lo viese en estos momentos, le daría un golpe en la cabeza y lo apartaría, enojado y desilusionado de ese torpe aprendiz.

     Sin embargo, sabemos que no hay nadie más en este bosque. El leñador no es joven ni demasiado viejo. Es el dueño de estas tierras desde siempre, desde que él tiene memoria, aunque ésta es precaria y falla en ocasiones, confundiendo los tiempos, los senderos y los árboles que debe cortar.

     Ruiz escuchó el ruido del hacha que llegaba desde veinte metros, frente a él. Eran los bomberos que abrían los restos del micro, que todavía humeaban bajo la llovizna. Y entre los golpes oyó un bullicio que fue creciendo muy rápido entre el chapoteo sobre los charcos y el barro. La lluvia se detuvo, pero caía aún una cortina hiriente como agujas de sal.

     -¡Doctor Ruiz!-gritó alguien entre el gentío de alrededor.

     -¡Doctor Ruiz!-volvieron a reclamarlo varias voces.

     Él corrió hacia allí junto a otros rescatadores, policías y bomberos con impermeables, padres en mangas de camisa, con los cabellos pegados a la frente y la ropa empapada.

     El doctor Bernardo Ruiz se abrió paso entre ellos. Pisó fragmentos de hierro, tropezó con otros y se hizo un corte en la rodilla con una chapa. Los bomberos habían abierto una puerta en el techo del micro, como la tapa de una enorme lata volcada. Despejaron la abertura y le mostraron lo que habían encontrado.

     Había asientos de cuero quemado y resortes salidos. Había un olor insoportable a goma y a combustible. Entonces le pareció ver, bajo el volante que todavía se mantenía en el tablero, el cuerpo de un chico vestido con el guardapolvo. Y en la oscuridad, bajo lo que quedaba del tablero, descubrió dos luces. Pero era imposible que los indicadores siguiesen funcionando, y no era eso por lo que los otros lo habían llamado. Las pequeñas luces se apagaban por unos segundos y volvían a encenderse a ritmo irregular. No titilaban, sino que mostraban el brillo de unas lágrimas.

     Ruiz sintió temblar sus muslos, y pensó que iría a desmayarse allí mismo como un estudiante de medicina en su primer día. Pero se agarró la cabeza y detuvo su vértigo, avanzó a gachas, gateando entre los hierros y los bultos de goma blanda y caliente como brea.

     -Dios mío-dijo, y de atrás le respondieron gritos de alegría.

     -Tengan listo el oxígeno-pidió alzando la voz lo más que pudo. Después tocó un brazo del chico. Sintió el temblor, pero no lloraba ni gemía. Su respiración era muy lenta. Le agarró la mano y le tomó el pulso.

     -Te vas a poner bien-susurró a lo que todavía era una sombra para él.-Te vamos a sacar. Pero no te duermas, escucháme y no te duermas.

     Siguió hablando mientras intentaba sacar al niño, que estaba recostado sobre los pedales. Ruiz necesitaba que retiraran un poco más el asiento del conductor. Un bombero entró con un soplete y cortó lo que quedaba del asiento. Después agarraron al chico de las piernas y lo deslizaron lentamente. Aunque tuviera fracturas, pensó Ruiz, no eran nada comparadas con la asfixia. No había suficiente espacio para levantarlo en brazos.

     -¡La mascarilla!-pidió, mientras apoyaba la cabeza del chico en su regazo. Luego lo alzó un poco más para abrazarlo contra su costado como a un bebé.

     El bombero salió y un enfermero le alcanzó la máscara de oxígeno. De afuera llegaban las voces de la gente, pero Ruiz sólo tenía oídos atentos al rumor del aire corriendo por el interior del tubo. Colocó la mascarilla sobre la cara del niño.

     Debía tener doce años, quizá. Era delgado y de ojos claros. El pelo estaba ennegrecido por el humo y la cara llena de grasa y hollín. Ruiz vio cómo los dedos temblaban mientras los músculos lentamente se iban recuperando, como animales que en algún momento hubiesen estado muertos. Como cadáveres que recuperaban el rosa pálido de la piel, como bocas que se llenaban de aire y exhalaban gemidos luego del silencio. El calor tras el frío.

      Los brazos dejaron de moverse, descansaban. Las piernas entonces se contrajeron en convulsiones suaves. Empezó a toser. Ruiz le sacó la mascarilla y le acomodó la cabeza de costado por si llegaba a vomitar, pero no lo hizo. Volvió a darle oxígeno y ajustó el elástico de la máscara detrás de la cabeza.

     -Voy a salir-avisó. Escuchó los movimientos de la gente que se apartaba para que ampliaran un poco más la abertura. El aire allí dentro se estaba volviendo irrespirable para él también. A los olores anteriores se sumaba el del metal recién fundido por el soplete.

     Al fin el aroma de la lluvia entró como un vaho fresco. La humedad del exterior no lo molestó luego de diez minutos en aquel encierro. Era aire libre, agua caída del cielo para apagar  las cenizas y ahuyentar el hedor en aquel cementerio de metal.

 

 

 

6    

 

Ibáñez vio arrancar la ambulancia que llevaba el cadáver del chofer del micro, con las luces bajas encendidas pero sin la sirena. No sabía él en qué estado lo habían encontrado, ni si la autopsia sería difícil o no. En ese momento sólo pensaba en sacudirse el barro del calzado para no ensuciar el auto, luego subió y prendió el motor. No hizo veinte metros cuando volvió a aparecer a su costado la cara de la misma mujer que había visto al llegar, con las manos y los dedos contra el vidrio, como esos muñecos con manos de ventosa. Pero su mueca no era divertida, ni siquiera grotesca, sólo atrozmente dolorida, como si hubiese avanzado un paso en su ánimo desde la última vez que la había visto. Ya no era horror, sino el dolor de las llagas que no pueden verse a simple vista. Y otra vez las manos del hombre la tomaron por los hombros y la arrancaron con un sonido parecido al de una estructura que se quiebra. No vidrio ni madera, sino metal cuyo estruendo fuese un equivalente exacto del accidente, como si ella estuviese recreando el desastre con sus gritos, una reminiscencia que iría a repetirse una y otra vez en el mismo sitio, hubiera lo que hubiese en ese lugar después de hoy. Porque los recuerdos, piensa Ibáñez, son frutos maduros del tiempo, frutos que se independizan de los días y no se pudren nunca, y en sí mismos llevan las semillas de su reproducción.

    Detuvo el auto lo suficiente para que la pareja de padres se alejara. Sintió que su corazón se había acelerado y bajó la ventanilla que la mujer había ensuciado. Respiró profundo y recordó a su hijo en brazos de su esposa, allá lejos en el hospital. Un niño nacía mientras otros veinte morían. ¿Era posible esa paradoja? El tiempo y el espacio no siempre corren juntos. Las vías y los muertos eran lo único que podía verse allí. Entonces, ¿podía existir al mismo tiempo un lugar donde la vida floreciera más intensamente que un rosal al comienzo de la primavera? A veces Mateo Ibáñez pensaba que la realidad era una ilusión de los sentidos, un escenario proyectado por la mente. Sólo los recuerdos de otros lugares y tiempos nos rescatan de la locura, de ese estado de pérdida y extravío que es la locura verdadera.

     Miró adelante. La ambulancia había doblado la esquina y desaparecía en la avenida. Arrancó y siguió el mismo camino. Los policías lo saludaron, y echó un último vistazo a la silueta del tren bajo la llovizna, al reflejo de las luces rojas de los autobombas sobre el metal, a las columnas de humo que se desprendían de los restos torcidos del micro. Prendió la radio. Sonaba un be-bop que le pareció blasfemo para ese  momento, cambió el dial y lo dejó en una emisoria de música clásica. Dos minutos después reconoció el primer movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven. En poco tiempo más comenzaría el segundo, una marcha fúnebre que siempre lo había fascinado, un tempo con el cual Beethoven lo había conquistado desde que era un niño y escuchaba los registros de las nueve sinfonías por Toscanini en los discos 78 que tenía su padre.

     Alcanzó a la ambulancia y se mantuvo detrás. Era media tarde y las calles lentamente iban borrando los recuerdos de lo que había visto en las vías. Los chicos corrían por las veredas o iban de las manos de sus madres. El agua caía del cielo con menos dolor, y un reflejo estridente se colaba por las nubes para dar al asfalto un tono deslumbrante pero opaco. Charcos aquí y allá deleitaban a los niños que jugaban después de clase y antes de empezar sus tareas cuando anocheciera. Antes de la merienda con café con leche o un vaso de cocoa, con galletitas dulces y mermelada, mirando los dibujos animados en la televisión. Ibáñez sentía que estaba allí afuera, mirándose a sí mismo pasar por la calle tras una ambulancia que hoy cumplía el rol de coche fúnebre, en su Fiat rural perlado de gotas de lluvia, de donde brotaba una marcha triste, demasiado para que algunos lograran comprenderla. Un ritmo cuya melancolía parecía nacer de raíces arraigadas a través del pavimento en la vieja tierra que alguna vez había visto el cielo con ojos de barro. La antigua tierra que habían cubierto con ropa de brea o adoquines, haciéndola muda, sorda y ciega, pero aún con manos suficientes para desgarrar en ocasiones el manto y atrapar cuerpos con qué alimentarse.

     Esas calles eran caminos, transitaban la ciudad, y como tales eran etapas solamente, transiciones. Le era más fácil imaginar a su hijo, ahora que la séptima sinfonía había capitulado su tristeza y llegado al final con una típica apoteosis beethoveniana. Pero el rigor del destino que la música había insistido en proclamar se parecía demasiado al rigor mortis, imposible de revertir y únicamente reemplazado por la podredumbre, el reblandecimiento del cuerpo y la emisión de excrecencias: una apoteosis también, quizá, que la música intentaba convertir en otra cosa más bella para nuestra consuelo. Las artes son piadosas, los médicos somos carniceros, se dijo Ibáñez.

     Llegaron a la morgue y la ambulancia descendió la rampa de la entrada subterránea como hundiéndose en una tumba. Pero Ibáñez dio la vuelta a la esquina y estacionó en el lote para el personal. Tras la puerta de entrada lo esperaba un vigilante de seguridad.

     -Buenas tardes, doctor.

     Él saludó y siguió de largo hasta el vestuario. Mientras se vestía con la ropa para el quirófano, preguntó si había llegado su ayudante.

     -Hoy empieza una enfermera nueva, doctor-le dijo el encargado-. Una chica muy bonita -agregó con una sonrisa.

     Ibáñez no le respondió, no estaba de humor para hablar de mujeres después de lo que había visto. Atravesó la puerta que daba directamente al quirófano. El cadáver ya estaba tendido desnudo sobre la mesa de mármol. Dos hombres de limpieza estaban pasando un trapo al piso, y el olor a desinfectante fue casi un alivio luego del hedor en el lugar del accidente.

     -Buenos días, doctor-le dijo la enfermera.

     Era joven, de cabello castaño recogido bajo la cofia, pero dos mechones se escapaban en la nuca. Tenía ojos claros e inteligentes.

     -Buenos días, señorita. ¿Cómo se llama?

     -Soledad, doctor.

     Ella se dio vuelta. Ibáñez no había logrado ver si le sonreía, tenía puesto el barbijo.

Se volvió a acercar para colocarle los guantes, y él sintió el perfume de la piel mezclado con el aroma del barro y el cabello quemado que brotaba del cuerpo junto a ellos. Entonces miró el cadáver por primera vez con la atención que su trabajo le exigía. Un hombre de casi cincuenta años, obeso y alto. Calvo excepto por finos cabellos negros en los costados y la nuca. Tenía una barba de dos días y un bigote desprolijo, manchado de nicotina. De pecho ancho y abdomen pronunciado, boca arriba la grasa abdominal parecía disimularse. El brazo derecho estaba fracturado en varias partes, con los huesos expuestos. La pierna izquierda tenía una herida que circundaba el muslo y descendía hasta la parte posterior de la rodilla. La pierna derecha estaba fracturada y los fragmentos del hueso sobresalían por delante. El pie derecho estaba rotado hacia fuera en más de noventa grados. En la cara había varios cortes profundos, hematomas en la frente, y la oreja izquierda había sido arrancada. Ibáñez dio la vuelta a la mesa buscando el brazo izquierdo, pero sólo encontró un muñón donde el hueso se asomaba con un extremo astillado. Apoyó las manos en el pecho  Sintió que las costillas crepitaban como si flotaran sobre un colchón de aire.

    -Fracturas costales múltiples con neumotórax masivo-dijo, mientras la enfermera tomaba nota-. Vamos a abrir, pero antes haremos una punción para tomar muestras.

    Mateo hundió la aguja entre las costillas. La jeringa se llenó de sangre rápidamente.

     -Hemotórax con probable ruptura aórtica.

     Luego usó la sierra para cortar el esternón y separó las costillas. La sangre fluyó hasta detenerse un minuto después, corriendo por las ranuras de la mesa y desapareciendo en el orifico central que drenaba en un balde de metal.

     Amplió la incisión hasta el abdomen. La grasa dificultaba agarrar las vísceras.

     -No parece haber daños. Pero…-Ibáñez siguió explorando a ciegas con sus manos.-Hay desgarro severo de la vejiga y fractura de pelvis.

    Volvió al tórax y sacó el corazón. Lo observó unos minutos.

     -Formas normales, sin alteraciones congénitas evidentes. Lo dejaremos para anatomía patológica.

     Soledad asintió y puso el órgano en una bolsa.

     Ibáñez se puso a revisar las fracturas expuestas. El brazo amputado no le interesó, tenía un corte evidentemente realizado por alguno de los hierros del micro. El brazo derecho estaba quebrado en cuatro partes. Limpió la sangre y encontró un apósito protector color piel en el dorso de la mano. Lo retiró con cuidado porque era casi el único sitio que se conservaba casi completo. Vio un corte pequeño y dos signos de mordedura. Pero no eran las que dejan los incisivos de un perro, como pensó primero, sino dos frontales. Era típicamente una mordedura humana.

     -A lo mejor el hombre se peleó con alguien-dijo la enfermera.

     -Pero debió ser esa misma mañana, mire la mancha de yodo, y además no hay cicatriz ni se desarrolló la infección todavía.

     Pidió bisturí y abrió más la herida. El tercer hueso metacarpiano estaba fracturado a la mitad.

     -Anote, Soledad. Herida reciente en mano derecha por mordedura humana en dorso, con fractura única de tercer metacarpiano. Probable agresión de no más de tres horas de evolución.

     Ibáñez se quedó pensando antes de comenzar a suturar.

     -Esto debió hacerle difícil manejar-decía, mientras aceptaba el hilo y la pinza de manos de la enfermera-. Tener que maniobrar o hacer los cambios de la palanca al piso con la mano fracturada es a veces casi imposible.

     -¿Cree que el seguro cubrirá esta causa, doctor?

     -Si el motivo es lo que hizo el chofer antes de empezar a trabajar, no lo creo. Incluso si se peleó con alguien, a lo mejor estaba ebrio también. Hay que esperar los resultados de la alcoholemia y el peritaje de los mecánicos, si es que encuentran algo entre esos restos.

     -Dios mío, todos esos pobres chicos…-dijo la enfermera.

     Ibáñez la miró por un instante. Si sólo una cosa hubiese sido distinta esa mañana, todos esos chicos estarían en sus casas, y el cadáver que ahora estaba en sus manos tal vez habría comenzado a cebar un mate para su mujer en algún barrio del conurbano en esos momentos. Tan seguro se sentía Ibáñez de eso como de que en la clínica su esposa y su hijo dormían mientras aguardaban que los llevara a casa. Qué era realidad y qué parte de una ilusión creada por la mente de un dios de humor cambiante. Tal vez todo fuese el resultado de un dios esquizofrénico o psicópata. Cuál diagnóstico sería el más correcto para esa entidad que jugaba con el azar y el destino arrojando los dados sobre un tapete de piel humana, cuyo número podía cambiar el color de ese tapete a un rojo sangre. Sangre que necesitaba salir alguna vez para conocer la arquitectura del mundo y así formar su trama interna.

 

 

7    

 

El chico respiraba a ritmo regular, pero había que llevarlo al hospital lo más pronto posible. Miró hacia fuera y unos destellos lo enceguecieron por un instante. No era el sol, ni siquiera el reflejo entre las nubes después de la lluvia, suficiente para lastimar unos ojos acostumbrados a la claustrofóbica oscuridad del micro reducido a la forma de una araña muerta. Eran los flashes de las cámaras fotográficas y las luces de las cámaras de televisión que los buscaban como a dos ratones a punto de salir de su escondite.

     Levantó al chico entre los brazos igual que lo habría hecho con un muñeco de papel crepé que él hubiese construido o por los menos reparado, y que el más mínimo roce podría estropear. Algo que él había rescatado de un rincón parecido al círculo negro por donde dicen que entran los muertos, y que ahora lentamente, trabajosamente había vuelto a respirar con un sonido crepitante que no le gustaba, pero que sin embargo era un sonido humano, y eso era suficiente a esa altura de los hechos: un signo de vida, porque el resto es siempre un eterno silencio que moldea, lima y frota la superficie de las cosas para hacerlas entrar en el enorme espacio de la nada.

     Sólo de eso Ruiz ha tenido miedo siempre. No de las alturas o los abismos, del encierro o la amplitud desmesurada, sino miedo a imaginar la nada como un vacío que ha saltado sin darse cuenta, o rozado como quien pasa sobre el borde de un precipicio a alta velocidad. Un espacio hueco que estará siempre allí delante y ni siquiera se puede ver.

     Por eso levantó al chico como la única joya construida con huesos que había rescatado viva del accidente, pasó agachado por la abertura que habían ampliado y se arrodilló junto a la tabla para inmovilizar el cuerpo. Se aseguró que la mascarilla estuviese ajustada y el tubo de oxígeno indicara la presión correcta. Ruiz parecía encargarse de todo, de controlar los signos vitales, de colocar las tiras de velcro en las piernas y el tórax y el collar de goma. Pidió el estetoscopio y escuchó los latidos. Controló el pulso y la tensión arterial. Iba a decir que estaba listo para subir a la ambulancia cuando auscultó una arritmia. La presión disminuía y el corazón se aceleraba a ritmo irregular. Dos enfermeros lo miraban sin saber qué hacer.    

     -¡Se nos va!-lo oyeron decir.

     Ruiz dejó el estetoscopio y apoyó el oído sobre el pecho del chico. Luego puso las palmas sobre el esternón y empujó una y otra vez. A cuántos había recuperado de esa manera, no lo recordaba. Quizá a ninguno en toda su carrera. Métodos ortodoxos que eran eficaces en escasas ocasiones. Rudimentos de la medicina frente a la fuerza centrípeta de un tornado que conducía hacia las aguas del río Estigia. Aguas turbulentas y enturbiadas por el fango.

     Sintió a su alrededor las luces de los flashes como relámpagos en una noche que se avecinaba tormentosa y fría. Los murmullos de la gente eran iguales a pequeñas olas rompiendo en la playa alrededor de las vías. Una playa de barro donde un gran animal de hierro yacía detenido como un rey que había atropellado a sus súbditos sin malicia ni intención, y que esperaba dormido a que separaran los restos para continuar su camino.

     Mientras empujaba el pecho del chico para hacer que el pequeño corazón volviera a hablar, él sabía que cada segundo se estaba llevando un puñado de posibilidades, y que sus gestos iban en camino de convertirse en una caricatura de médico de hospital pobre.

     Se detuvo un instante para descansar y desentumecer las manos. No supo cuánto tiempo, sólo recordaría después que levantó la mirada a los que lo rodeaban y vio una docena de caras que lo miraban a los ojos. Las cámaras aprovecharon la ocasión y lanzaron su vaho luminoso. Hasta pudo apreciar el calor de las luces, ensuciando el aire ya hastiado de humedad y sudor. Pero las caras eran tantas, que no habría podido encontrar la de los padres del chico, si es que estaban allí. Porque habría querido deshacerse del niño de una vez por todas. Dejar la responsabilidad que él mismo se había impuesto. Entregar el cuerpo junto con la cruz. No sabía por qué pensaba en esto, no era un hombre religioso. Sólo asociaba a la cruz con su significado pre-cristiano: cruz y castigo.

     Cruces de caminos, exactamente como aquel paso a nivel. Como así lo ilustran los carteles viales amarillos, ahora sucios de mugre y olvido, a los costados de la calle.

 

 

8

    

Sé que hay alguien más a mi lado. No es un hombre, estoy seguro de eso. Es una cosa imprecisa sin cuerpo ni mente, sólo fuerza sin dientes pero que aprieta con tanto filo como si los tuviese. Está cerca, pero aún prefiero no mirar. Doy vuelta la cara hacia los recuerdos, y pienso en la última vez que hablé con don Oscar. Lo miré durante un largo rato. Contemplé el triángulo de su espalda, su nuca ancha girando nerviosa y sin compás, sin un ritmo que identificara sus pensamientos. Me habría gustado preguntarle qué había hecho yo de malo para que me tratara así un rato antes, si al fin de cuentas Pablo me había provocado. Sentí que era más que injusto. Siempre me inquietó la falta de lógica en los actos de los adultos, aquellos razonamientos que podrían hacer más fáciles sus vidas. Llegué a imaginar las peleas de mis padres como las voces de dos pequeños cánceres que estuviesen creciendo en sus cerebros, obstruyendo la coherencia y la armonía de los hechos. Mi abuela había muerto de un derrame cerebral, y aunque entonces no entendía qué significaba, lo imaginé como un accidente de tránsito donde un camión se salía de la ruta y volcaba su contenido en la banquina.

     Entonces, como un líquido que se vuelca, no pude contenerme, y pregunté con toda la bronca que durante aquella mañana había acumulado:

     -Don Oscar, ¿por qué me dijo eso?

     El hombre me miró por el espejo retrovisor. Acabábamos de detenernos frente a las barreras del paso a nivel. El timbre sonaba pero la luz no se encendía. Algunos peatones cruzaban mirando a ambos lados. Teníamos una corta fila de tres coches y un camión detrás.

    -¿De qué estás hablando, pibe?

    -¿Por qué me retó si yo no hice nada?

     Él hizo un gesto de cansancio y furia a la vez. Se dio vuelta y me dijo:

     -Vení acá.

     Había algo que no me gustaba en su cara y su voz. No fue un grito ni una amenaza directa, pero yo sentí que esta vez sería diferente al simple estallido de hacía un rato. Me levanté y quedé parado a su lado, casi rozando con mi brazo izquierdo su hombro derecho. Mantuve la mirada baja, haciendo círculos con mi dedo índice sobre la palanca de cambios.

     -No te hagás el boludo que de eso no tenés nada-me dijo don Oscar.-Los pibes calladitos como vos son los peores, provocan a los demás con solamente estar delante. Son lepra, si sabés lo que es eso. Ustedes tienen llagas que les crecen en los intestinos y cagan algo peor que la mierda.

     Sé que todos los chicos lo escucharon porque oí el silencio que se formó en el micro. Afuera el timbre seguía sonando, el rumor de los motores y el repiqueteo del tren que salía de la estación. Alcé la vista para verme en el espejo. Tenía las mejillas coloradas pero sin signos de lágrimas. De algún modo sabía que no iba a llorar. Algo era más fuerte que el dolor, una barrera más alta y ancha que las del paso a nivel me había protegido de don Oscar. Un represa de cemento y hierro que levantó mis puños y los llevó contra el cuello del chofer. Me arrojé a él con los ojos cerrados, pero sentí que sus manos fuertes me separaban con facilidad mientras yo manoteaba en la oscuridad. Sólo logre golpearme con el tablero y el volante, y una vez con el parabrisas sin dañarlo.

     -¡La puta que te parió!-gritó don Oscar mientras me separaba.

     Yo abrí los ojos justo a tiempo para ver al tren pasar, por eso no escuché sino el eco de la última palabra y sólo vi los gestos de los chicos que se levantaban de los asientos sin atrever a acercarse. Y por eso tampoco escuché el sonido del cachetazo de don Oscar en mi cara. No solamente la mejilla izquierda, sino toda mi cara quedó marcada por el golpe de su palma de piel endurecida. Una mano que había tocado válvulas y bujías, cambiado neumáticos y engrasado motores. Una mano que debió haber tocado mujeres con cierta suavidad alguna vez.

     Tampoco lloré. Vi cómo se levantaban las barreras, pero don Oscar no miraba adelante, sino afuera, como si temiera que lo hubiesen visto. Se veía nervioso, y volvió a mirarme.

     -¡Andá a sentarte!-dijo, levantando otra vez la mano derecha, y pensé que iba a intentarlo de nuevo, y que ahora su mano me lastimaría definitivamente. Y sin saber cómo ni haberlo pensado antes, detuve su mano con las mías y la mordí.

     Don Oscar lanzó un grito sin insultos, hizo una mueca más que desagradable en su cara sin afeitar. Se agarró la mano con la otra y la apretó contra el cuerpo. Escuché su lamento de dolor contenido, como si el orgullo le apretara también la garganta. Retrocedí unos pasos, pero sabía que mis compañeros no iban a hacerme nada. Los chicos miraban boquiabiertos desde sus lugares y un par de chicas lloraban.

     Mi pelo estaba mojado de transpiración. El guardapolvo se me había pegado como una camisa de fuerza. No me moví. Observé la cara de don Oscar, a la vez sorprendida y llena de dolor. Cuando se miró la mano, vi la sangre que le brotaba de una vena del dorso y me asusté. Di otro paso atrás hasta ubicarme a la altura del primer asiento. Don Oscar se levantó para buscar algo en la guantera. Revolvió entre un montón de objetos viejos, pero no encontró lo que buscaba.

     -¡La reputísima madre que te parió! ¡Voy a buscar una venda en el kiosco, y que nadie baje!

     El tren ya había pasado y las barreras se elevaron. La fila de autos había aumentado. Los conductores tocaban bocina, se asomaban y gritaban obscenidades al chofer. Él se limitó a mirarlos con furia y dirigirse directamente al kiosco de la esquina. Algunos autos nos pasaban por el costado, pero pronto la barrera volvió a bajar. Hacía calor, y la situación era más que complicada, yo era conciente de eso. Pero no sentía miedo más que de mi madre.

      Pablo se me acercó de atrás. Me golpeó la cabeza y retrocedió riendo con su risa tonta.

     -¡Qué boludo, qué boludo!-no dejaba de repetir señalándome con el dedo.

     Dios, pensé, era hora de demostrar lo que yo escondía. Era hora de apartar la vergüenza. Avanzar sin piedad sobre los otros. Tal vez no existan métodos intermedios, ni justicia ni caballerosidad. A los doce años estaba completamente seguro de que sólo hay dos bandos en el mundo: los que avasallan y los que se dejan avasallar.

     Se tiró entonces sobre mí, y otros dos chicos se animaron a seguirlo. Yo caí en el asiento del chofer, pero logré escabullirme de a poco bajo el peso de los tres, que no podían sujetarme bien porque la palanca de cambios y el volante los entorpecía. Me metí entre los pedales, les golpeé las piernas y me deslicé hacia un costado. Usé la palanca para agarrarme, y sentí que algo se rompía. El motor había estado en marcha todo ese tiempo, don Oscar había olvidado apagarlo después de lo que sucedido. El micro dio un traqueteo y el motor se apagó. Los chicos se detuvieron al ver a don Oscar regresar por la vereda amenazándolos con el puño sano. Ya estaban en sus asientos cuando él subió.

     -¡Sentáte!-dijo casi sin mirarme.

     Me fui a mi asiento y todos hicimos silencio. Afuera los bocinazos continuaban, algunos se habían detenido a mirar y se reían de nosotros. Yo estaba agitado y con miedo, porque mi pensamiento estaba más allá de las vías. Cuando llegara a casa, mamá estaría tan ardientemente hostil como la humedad de aquel mediodía. Imaginaba a don Oscar bajar del micro agarrándome de una oreja hasta la puerta de mi casa, y a mi madre echándome miradas silenciosas de reproche mientras escuchaba al chofer.

     Más allá del río de acero estaba el campo de batalla. Era un río que de alguna manera no valía la pena cruzar. Pero el tiempo es su propio enemigo, como un hombre que llevase en su mano izquierda un puñado de semillas y en la derecha una pistola .45.

     Don Oscar giró la llave de encendido. El motor funcionó perfectamente. Las barreras se estaban levantando otra vez, pero el micro no respondió a la primera marcha. Otra vez los bocinazos sonaron exigentes, y un par de personas se acercaron a preguntar si necesitábamos ayuda. Don Oscar negó con la cabeza, estaba demasiado ofuscado y confundido. Pasaron varios minutos, pero  finalmente el micro avanzó y ascendió la leve loma en las vías. Estábamos en medio de ellas cuando algo se atascó en la palanca de cambios. Don Oscar hizo intentos por mover la palanca mientras apretaba el embrague. El motor se apagó varias veces y logró encenderlo otras tantas. Cuando quiso volver a la primera marcha el micro no respondió. Don Oscar aceleró pero el motor pareció ahogarse definitivamente.

     Yo veía que la mano le dolía y el apósito comenzaba a mancharse de sangre. Se estaba poniendo nervioso y ahogaba el dolor mirando a los costados. Habíamos perdido mucho tiempo, y las barreras empezaron a bajar delante y detrás de nosotros. Los autos retrocedieron y los conductores bajaron. Varios vecinos corrieron para ayudarnos. Entre todos comenzaron a empujar mientras otros nos decían que bajáramos. Don Oscar miró a la derecha y se quedó absorto unos segundos. El tren que se dirigía a la estación se acercaba con demasiada rapidez.

     Mis compañeros gritaron y corrieron por el pasillo, unos pocos lloraron en sus asientos. Varios hombres subieron al micro y comenzaron a bajarnos a uno por uno, pero éramos veintisiete chicos para salir por la única puerta estrecha de adelante.

     El tren seguía avanzando, y comenzó a tocar con insistencia la estridente bocina. Avisando lo que no necesitaba anunciarse, y no sé por qué justo en ese momento me acordé de una historieta del oeste donde el tren atropellaba a una chica atada a las vías y el conductor gritaba: ¡Fíjese por donde va!.

     La gente trató de empujar el micro, pero la caja de direcciones se había trabado. Lo incuestionable era que el micro se había atascado igual que una ballena moribunda en una playa, dispuesta a dejarse morir. Los esfuerzos de varias criaturas parecidas a hormigas no podrían apartarlo, sólo otras máquinas como ella lo harían, y no había tiempo para eso.

     El tren estaba a menos de una cuadra.

     Me paré junto a don Oscar, que no se había separado del asiento, tratando de recuperar el control de su vehículo. No pensé entonces si era porque únicamente le importaba salvar al micro, o porque no quería entregarse a la verdad inevitable. Podría habernos ayudado a bajar, un chico más a salvo era mejor que nada. Pero a mí no me importaba todo eso. Me abrazó de la cintura y se puso a llorar. Me miró por un segundo y entonces me empujó hacia abajo para ocultarme entre sus piernas.

 

 

9

    

Eran las ocho de la noche. Había dejado de llover y las nubes se estaban retirando hacia el sur, impulsadas por un viento de cuya verdadera fuerza sólo se daba una pequeña muestra en las calles de la ciudad. Una brisa fresca que parecía un regalo y un consuelo que un Dios pobre o avaro entregaba a sus criaturas luego de un desastre.

     Ibáñez contempló el arco iris, por lo menos una parte entre dos altos edificios. Caminó una cuadra y llegó a la plaza. Allí pudo ver casi el arco completo. Llevaba el impermeable doblado colgando de su antebrazo derecho. Prendió un cigarrillo y miró a un par de perros jugando y bebiendo en los charcos de agua. Se acercaron para olfatearle el pantalón y movieron las colas, pero enseguida se fueron al oír el llamado de una vieja que traía una bolsa. Los perros saltaron a su alrededor y ella lentamente se sentó en un banco y sacó dos huesos de espinazo, todavía con carne cruda y roja. Se pusieron a comer uno cada uno, sentados a cada lado del banco.

     Mateo Ibáñez entonces pensó en los niños de las vías.

     Dios mío, se dijo, maldita la profesión que me hace pensar así. Tenía un hijo recién nacido esperándolo. Se restregó la cara tensa de cansancio. Volvió al auto y condujo hacia la clínica. Ya había oscurecido cuando llegó, y las luces de la entrada eran como un pequeño paraíso para dormir. Luces blancas pero tenues, propias de los hospicios y los hospitales psiquiátricos.

     Cuando entró, las recepcionistas lo saludaron con una sonrisa sin dejar de atender los teléfonos. Había dos o tres personas esperando su turno en la sala de espera. Tomó el ascensor al tercer piso. La puerta se estaba cerrando cuando el doctor Cisneros entró.

     -¿Qué tal Ibáñez?

     -Bien, Alberto. ¡Pero qué digo, Dios mío! Muy bien. Hoy mi mujer dio a luz un varón.

    -¡Pero muchas felicidades!-dijo estrechándole una mano fuertemente.

     Cisneros llevaba el guardapolvo con el logo de la clínica bordado en el bolsillo superior izquierdo. Estaba peinado a la gomina, un bronceado le resaltaba sus ojos celestes.

     -Estoy un poco distraído. Tuve trabajo toda la tarde y vengo a ver a mi familia. Hubo un accidente en un paso a nivel…

     -Sí, oí las noticias en la televisión del cuarto del chico que estuve atendiendo. El oncólogo me llamó hace dos horas. Es un caso terminal, Mateo. La última semana estuvo gritando como un perro apaleado, pero pude sedarlo un poco. El padre está histérico y la madre es una zombi. Pero por lo menos el chico ya no grita y se despierta para hablar con ellos de a ratos.

     El ascensor se detuvo y bajaron a la planta del tercer piso. Ibáñez recordaba a ese chico, la última vez que lo vio le impresionó su aspecto. Mateo sintió que algo de pronto se asentaba en sus espaldas, como una carga de bolsas con huesos, o el peso del hierro tan parecido a la incontenible marcha del recuerdo. Pero por qué en aquel lugar, se preguntó, donde su hijo recién nacido lo esperaba, por qué allí donde la vida brotaba de las habitaciones con llanto vital. Sin embargo, el llanto es llanto, y quién podría distinguir de lejos y a simple oídas si es de alegría o dolor. Miró a Cisneros, que continuaba hablando, pero escuchó únicamente las últimas palabras.

     -…Martín murió esta tarde a las tres. Si lo hubieras visto, flaco y amarillo.

     Ibáñez se despidió prometiendo mantenerse en contacto. Caminó por el pasillo hacia la habitación 21. Golpeó y abrió la puerta. El cuarto estaba iluminado por la lámpara de mano junto a la cabecera de la cama, donde su mujer dormía. El cuerpo daba sombra el bebé que reposaba a su lado. Después de cerrar la puerta para evitar la luz del pasillo, Mateo se acercó en silencio. Tocó la cabeza de su hijo.

     El niño dormía. Sus bracitos se movieron en el sueño que Ibáñez imaginó plácido y celestial.

Pero pueden los bebés soñar con otras cosas, se preguntó. Le habría gustado interrogar a su hijo Blas sobre el destino de las almas de los niños. Sin embargo, por ahora se trataba de una posibilidad tan remota como la de combatir la muerte.

 

 

10    

 

-Tres minutos y medio-dijo el enfermero.

     Ruiz dejó de mirar la cara de los curiosos que rodeaban el lugar como uno de los círculos del infierno. El chico llevaba muerto tres minutos y medio. Ya era tiempo de dejar transcurrir el tiempo, se dijo. De nada valía retener los segundos cuando todo acostumbra a fluir con más facilidad que el áspero pensamiento humano, que como un tosco papel matamoscas, intenta convertir el mundo en un museo de insectos, en una morgue donde reina el formol y el silencio es roto únicamente por el zumbido de las nuevas y jóvenes moscas.

     Sus manos se detuvieron sobre el pecho del chico. Los flashes continuaban estallando como relámpagos retrasados de una inmensa cámara en mal funcionamiento. Ruiz recordó las luces blancas del hospital donde trabajaba, y ahora le parecieron tan semejantes a las que se utilizan en los frigoríficos, que un temblor le recorrió la espalda. Cerró los ojos. Qué era la morgue del hospital, sino, más que una cámara de enfriamiento. Una habitación soberbiamente iluminada por focos que jamás molestarán a los muertos.

     Se puso a palpar el cuerpo como si no creyera que estuviera entero, preguntándose por qué el desastre había respetado ese cuerpo sólo para matarlo por asfixia poco después. Pero de pronto vio que algo salía por la comisura de los labios del chico, deslizándose por la barbilla. Vio la lenta caída de la saliva y se dijo que aún los muertos eliminan secreciones por un tiempo. Y sin embargo, al sujetar la cabeza del niño creyó percibir un leve aliento sobre el dorso de la mano. Le abrió los párpados, iluminó los ojos con la linterna y encontró el reflejo intacto. El pecho se movía ahora a ritmo regular y firme.

     Volvió a colocar la mascarilla y aplicó dilatadores en la vía endovenosa. La gente que se había alejado regresó, y un murmullo extraño comenzó a crecer alrededor de Ruiz y los demás. Él no miró, así que no supo si se trataba de aprobación, sorpresa o quizá desilusión. Había sido testigo muchas veces de que la muerte era un asesino por encargo que no cobraba nada. Una aliada que se llevaba los molestos fardos de los cuerpos enfermos. Pero más molesto aún es verlos regresar. Si se fueron llevándose todo recuerdo y todo amor, o todo recuerdo y todo odio, que al volver no esperen que el mundo sea el mismo. El vacío de su partida es como un globo roto, no puede rellenarse de aire, no puede repararse ni reconstruirse. Sólo arrojarse en un baldío junto a otros desechos que están esperando desde quién sabe cuánto tiempo.

     Ruiz se quedó quieto un instante, como si su sangre aguardase que la mente se adaptara a lo que estaba viendo. El niño se había recuperado y respiraba casi normalmente, frunciendo la cara y llorando, emitiendo gemidos inarticulados que pretendían formar palabras, tal vez su nombre.  

     Un instante después abrió los ojos por unos segundos. Eran marrones, y miraron a Ruiz sin miedo ni dolor o agradecimiento, simplemente como quien observa un instrumento que ha sido de gran utilidad.

     Pero Ruiz no llegó a pensar en esto. Sólo dijo:

     -Cerrá los ojos y respirá tranquilo. Ya estás bien, hijo, ya estás bien del todo.

     Le acarició suavemente la cabeza de pelo duro y chamuscado, levantando la vista al cielo de la tarde que comenzaba a caer, la noche que avanzaba desde el horizonte como cientos de pájaros oscuros sobre las vías.    

 

 

11     

 

Hay alguien aquí, conmigo. No es el hombre que me ha levantado y coloca una mascarilla de plástico en mi cara, y que me hace respirar mejor. Mis pulmones se están liberando del humo estancado, como si el aire nuevo fuese un torrente de agua arrastrando el polvo y las cenizas de una devastación.

     Hay alguien que respira conmigo, ayudándome a controlar el ritmo. Conozco mi propio cuerpo, intento decirle, pero él me aconseja en silencio y con una sonrisa que adivino a pesar de mis ojos cerrados. Es el tono de su voz sin sonido lo que me consuela y me perturba a la vez. Se parece a esos insistentes vendedores ambulantes que pasan casa por casa, y sus palabras son tan abrumadoras que convencen no por cansancio, sino por la lenta transformación que ha ocurrido en nosotros, nos convertimos en arcilla moldeada por sus manos. Sospechamos, allí en el fondo mismo de la situación, que hay un interés subrepticio en sus palabras, y nos arrepentimos de haberles abierto la puerta.

     No sé cómo se llama todavía. No quiere decirme su nombre.

     Es un chico de mi edad, o apenas más grande, tal vez. Tiene ese engreimiento típico que nos hace actuar como mayores, pero cuyas palabras y giros revelan la ficción. Yo también he inventado novias ante mis compañeros, he relatado aventuras y anécdotas que nunca me han pasado, y mejoré la realidad para satisfacción de mi ego maltrecho.

     Eso es lo que él hace, me envuelve con palabras de aliento que se convierten lentamente en un resquebrajado tono de amenaza. Hay grietas en la superficie de su tersa mansedumbre, agujeros por los que sale una oscuridad más profunda que la que ahora conozco, la de los ojos cerrados. La penumbra de él tiene olor a tierra podrida, a esos campos junto a las rutas donde la gente arroja a los perros atropellados.

     El aire nuevo me ha ayudado mucho. Siento que avanzo hacia atrás. Las olas me llevan hacia la playa nuevamente. Abro los ojos por un instante, y veo los haces de luz que penetran por aberturas hechas en el hierro del micro. Todo está negro y chamuscado, todo yace invertido, excepto nosotros. El hombre que me tiene abrazado en su falda y yo. Sus manos me sujetan para que no me caiga, sus ojos miran hacia la luz y gritan algo que no entiendo. Los oídos me arden y zumban. Entonces me levanta un poco, arrastrándome por el estrecho espacio entre hierros torcidos.

     Cierro los ojos otra vez porque la luz intensa me lastima. Sé que he sobrevivido a lo que fuese que hemos pasado. Recuerdo el tren viniendo hacia nosotros, la cara de espanto de don Oscar, el líquido del miedo endurecido como mercurio congelado, formando las esferas de sus ojos.

     Por eso sé de qué se trata el miedo. No el trivial temor frente a un examen desaprobado, ni siquiera la incertidumbre que sentí frente a la separación de mis padres. Sólo se le parece lejanamente aquella inquietud que tuve una vez al ver el cadáver de mi abuelo en su ataúd. Mamá me había alzado un poco para despedirme de él, y vi que algo se lo estaba llevando. Algo que lo arrastraba con quejidos por el piso sin que nadie más lo viese, y ese arrastrar era tan lento y tan insoportable que cerré los ojos, me tapé los oídos y me puse a gritar.

      Tengo los párpados abiertos, pero los demás no se dan cuenta. Veo, sin embargo, tras el velo de las lágrimas opacas de hollín y suciedad, la luz triste de este día nublado, y centelleos esporádicos como relámpagos. Oigo voces, un murmullo creciente que se apaga apenas siento el dolor fuerte en mi pecho.

     “Dios mío, se nos va”, me parece haber escuchado. Me están pinchando los brazos, y las venas me arden. 

     El mar comienza a calmarse, ya no hay olas que me empujen de regreso. Levanto la cabeza y veo las nubes sobre el agua. Llueve y yo floto a la deriva. Tengo miedo, no pánico. Únicamente ese miedo cosechador de angustia y desolación. Nado un poco como un perro, pero mis brazos y piernas se están cansando. No tengo dolor, sólo una sensación de extrema pesadumbre, de irremediable pena. Todo lo mío ha quedado en la playa, lo que me ha pertenecido y lo que ya nunca tendré. Hasta la memoria de mi padre y el recuerdo de mi madre cuando era  más joven y más buena, se esfuman. Los días en la playa y los paseos en auto, las calles de camino a la escuela, los juguetes rotos y las imágenes vistas en un cine una tarde de domingo. Todo se hunde tras las olas ya tan lejanas, como si la playa fuese una estación de peaje que hemos pasado tras pagar el precio.

      Entonces veo una balsa, de color amarillo, más adelante. Es un punto de color en la penumbra del mar. Veo que alguien levanta la mano y me saluda. No logro verlo del todo, pero pronto se acerca y estira los brazos para alcanzarme.

    -¡Agarráte!-me dice, y reconozco su voz.

     Es él quien me ha estado acompañando desde hace rato.

     Intento avanzar hacia la balsa y finalmente llego a agarrarme del borde, pero me resbalo y él me sujeta de la mano. Con dificultad logro subirme mientras él me levanta de la ropa. Qué extraño, pienso, no me había dado cuenta que aún llevaba el guardapolvo de la escuela, y las ropas mojadas eran más pesadas que mi propio cuerpo. Me dejé caer al piso de la balsa, respiré profundo varias veces y luego me senté. Miré al otro chico con atención por primera vez. Estaba vestido con una camisola de hospital. Era extremadamente flaco y tenía la cara demacrada con ojeras profundas, el cabello ralo y con mechones desparejos, como si se le hubiese caído durante los últimos tiempos. Sin embargo su mirada desmiente el aspecto.

     -Me llamo Martín-me dice con una sonrisa parecida a la de una hiena, pero inmediatamente después su boca se tuerce en una mueca que me recuerda a un perro herido.

    -Gracias por ayudarme.

    Pero él no me contesta, se limita a levantarse la camisola con la mano izquierda y meter la derecha debajo. Saca una escopeta corta. Al principio se me ocurre que es de juguete, pero enseguida me doy cuenta que es de esas que venden en las armerías para los niños.

     -Me la regaló mi papá. Vamos juntos a cazar una vez por año a los bosques.

     -¿Sabés usarla?

     Él se ríe y levanta el arma, la pone en posición y me observa a través de la mirilla. Yo no entiendo su juego. La presencia del chico me había tranquilizado, pero ahora vuelvo a tener miedo. Por reflejo, levanto los brazos y pongo las manos delante como si con eso pudiese detener una bala. El chico se ríe todavía más.

     -Necesito tu cuerpo-dice sin dejar de apuntar.

     No comprendo a qué se refiere.

     -Tenemos que volver a la playa-insisto yo.

     -¿Todavía no te diste cuenta?

     Mueve la cabeza, como resignado ya a no tratar de explicarme nada.

     -¿Dónde estamos?-pregunto.

     -No sé, pero no nos queda mucho tiempo. Mientras más nos alejamos de la playa nuestros cuerpos se pierden. Es decir, tu cuerpo se está perdiendo. El mío ya es carne de cementerio.

     Yo miro la nada líquida y gris a nuestro alrededor, un escalofrío me recorre la espalda.

     -¿No tenés miedo?-digo temblando.

     -Vos sos el único que tiene miedo. Como un conejo en la trampa.

     Entonces baja el percutor y yo grito de pánico.

     -¡No, por favor, por favor!

     No sé por qué lo hago. Si he visto la masa inmensa del tren abalanzarse sobre el micro, y ni siquiera grité, por qué ahora tengo tanto miedo. Me siento desnudo a pesar de estar vestido con ropas empapadas, solo y desamparado en un lugar del que no hay posible rescate, y mi alma está expuesta como un hueso roto a través de la piel.

     Entonces me doy cuenta de todo, como cuando se descorre un vidrio esmerilado y vemos el claro paisaje de una guerra nuclear.

     Me pregunto si las almas de los niños siempre carecen de guías como me está sucediendo ahora, si deambulan perdidas en balsas endebles sobre el mar, caminan sin agua en los desiertos o descalzos y desnudos en medio de la selva. Tal vez las almas tampoco son inmortales, quizá deban pelear para sobrevivir. Las almas de los niños a lo mejor también sangran y se ahogan.

     El chico baja el arma, y su mirada implica que desde el principio no ha tenido intención de usarla. Se me acerca casi arrastrándose en el pequeño espacio del que disponemos, y me agarra de los hombros. Yo intento acurrucarme contra un extremo, temblando. Él debe tener apenas un año más que yo, y está débil. Pero la amenaza de su postura y su sonrisa desarman mis defensas. Me empuja sobre el borde. Intento agarrarme de la balsa, trato incluso de empujarlo en sentido contrario, y logro detener sus movimientos por unos instantes. Está más débil aún de lo que parece, y necesito aprovechar eso para salvarme. Pero entonces él hace algo inesperado.

     -¡Por favor, necesito tu cuerpo!-me grita con una voz desesperada, la cara contrahecha de dolor. Igual que las caras y las voces de los chicos del micro.

     Ya no puedo pelear, entonces. Debo reconocer que me ha vencido.

     Y quién me espera en casa, me pregunto. Quizá el llanto de mi padre y el amargo remordimiento de mi madre.

     El mundo parecido a lo que siempre ha sido.

     -Ya es tiempo-reflexiono en voz baja.

     No sé si él me escucha, pero renueva de pronto su fuerza y me golpea en el pecho. Caigo al agua, y el guardapolvo y los zapatos de la escuela se convierten en un ancla. Mis ojos lentamente abandonan la línea del mar, mientras observan cómo la balsa se aleja hacia la playa.

     He despertado, por fin. Miro la cara del médico que me observa con ojos en lágrimas, y el hermoso reflejo del sol entre las nubes después de la tormenta, limpiando las sombras sucias del desastre. Sé que mi cuerpo, aunque golpeado, está sano. Y sé también, aunque insistan en darme otro nombre, que me llamo Martín.                                                     


Ilustración: Honoré Daumier, The Rescue

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