lunes, 1 de julio de 2024

Los perros ciegos



 

1

 

Probablemente, se dijo él, cuando el presidente se miró al espejo esa misma mañana mientras se afeitaba y contempló la mitad de su cara cubierta de jabón y la otra limpia y rasurada, ya se sabría abandonado por los hombres de su gabinete. Lo demás, como había dicho Hamlet al morir escuchando la llegada del ejército de Fortinbras, es sólo silencio alimentado por las armas.

     -No es buen momento para viajar, Mateo –dijo Alma, mientras daba el biberón a su hijo de casi dos años.

    Ibáñez cambió el dial de la radio. Era la caída de la tarde y todos los noticiarios continuaban transmitiendo por red nacional. Buscó algunas estaciones de su preferencia, pero estaban muertas o sonaba el ritmo marcial de una marcha militar, y en algunas otras se escuchaban los estridentes y discordes bronces del himno tocado por una banda de colegiales. Hacía cuarenta y ocho horas del golpe, y él imaginaba al ahora ex presidente el día de ser derrocado. Había confiado en él, lo había votado, incluso consideró correcto, por algunos meses, compararlo con Kennedy. Y por más que no hubiese cumplido sus expectativas y sólo había muerto políticamente, la comparación le resultó válida de un modo más intimista y humano, más cercano  a una estrecha complicidad que a los azarosos avatares de los factores políticos.

      Mateo Ibáñez se preguntó si existe la casualidad en la política. No, no era posible. Sólo los militares creen en la casualidad, porque ellos se dejan regir por sus corazones. El problema es que confunden las voces de su corazón con la gélida razón de sus cerebros. El entrenamiento es eso, tal vez, acostumbrar al músculo al hambre y al frío, avasallarlo como a un perro vagabundo, apalearlo hasta que la piedad no sea más que un cadáver y la dudosa virtud de la fuerza se vea impulsada, empujada y revivida por las motivaciones del corazón.

      Como médico, no creía en las ridículas localidades que los románticos adjudican a los sentimientos. Él sabía que a veces la razón es un impulso más virtuoso que lo que el cerebro es capaz de crear, y entonces proviene de un lugar inexplorado del pecho, una región entre los caminos de la sangre, allí donde los arbustos y los árboles de los huesos forman casas bellas como mansiones celestiales. También sabía que lo que llamamos corazón en ocasiones se centra en un punto del abdomen, como un cosquilleo que indica el crecimiento, quizá el traslado, la mudanza de las vísceras, tratando de acomodar el amueblamiento de las habitaciones humanas para hacerlas acordes a la conducta, tal vez a la íntima información que cada uno hereda, la particular constitución y la peculiar síntesis de toda una vida encerrada en los códigos de una célula.

      Para eso lo habían llamado a La Plata. Habían requerido sus servicios desde el Ministerio de Salud para investigar, dar su opinión o indicios, por lo menos, de un hecho que los funcionarios no lograban explicarse. Algunos meses antes, tal vez un par de años si consideraban los relatos aislados que nunca llegaron a denunciarse, habían aparecido animales extraños en las calles de la ciudad. En los últimos cuatro meses, los animales eran del mismo tipo: perros de una raza desconocida, aunque probablemente fuesen mestizos, según pensaba Ibáñez. Él no dudaba de la capacidad y la inteligencia de sus colegas de La Plata, tampoco de los funcionarios del ministerio, por más que le constara por propia experiencia la estupidez gubernamental y los acomodaticios cargos determinados a dedo por impulso de intereses personales o en pago de favores políticos, incluso otorgados por aquello que el miedo tiende a llamara veces agradecimiento, otras chantaje. En esos casos no era esperable más que una caótica semblanza registrada en informes y enormes columnas de explicaciones y palabrerío que en nada eran útiles, más que para llenar folios y carpetas que luego de cuatro meses debían estar apilándose y encorvando los ya de por sí repletos estantes de un ministerio invadido de humedad y roído por las ratas durante las noches.

      Ibáñez aceptó. Le dijeron que formaría parte de una comisión junto a un veterinario, otro doctor de la zona y un arquitecto. Para qué el arquitecto, había preguntado. Los perros, si eso eran, le dijeron, se escondían en lugares diversos a lo largo y ancho de la ciudad, en refugios y escondites que debían constituir madrigueras transitorias porque cuando las brigadas llegaban no quedaba más que un nauseabundo olor a orina y carne podrida.

     Después de un largo rato y varios kilómetros, en los que vio pasar pueblos chicos, estaciones de servicio y mojones indicadores de la distancia desde Buenos Aires, Mateo le contestó a su mujer:

     -¿Cuáles son, entonces, los buenos tiempos, mi amor?    

     -Hablo de lo que está pasando, ya oíste lo que dijeron en la radio. Hay militares por todas partes.

     Él ya lo sabía, no había más que mirar los puestos de patrullas y los camiones militares a los costados de la ruta. Paraban a algunos autos, pero a ellos todavía no le habían hecho ninguna señal. Quizá, se dijo, su Falcon recién comprado fuese una insinuación para aquellos caballeros vestidos de verde musgo, imponiendo una moda que él adivinaba duraría mucho más que una temporada. Pero todo esto eran especulaciones, laberintos de su mente por donde lo llevaba la inquietud y la fantasía melancólica por la que sentía una inevitable atracción. Es verdad, le habría reconocido a Alma, son tiempos para quedarse en casa y ver el espectáculo del mundo como quien ve los preparativos de una guerra que recién comienza. Recordaba haber leído un poema con esa frase, de una tal Cecilia Tejada. Lo había impresionado esa visión trágica como un poema épico. Era sólo cuestión de supervivencia, más aún si se tenía una mujer y un hijo pequeño a quien proteger. Pero los hombres, se dijo, siempre han salido a luchar. Han encerrado a sus mujeres bajo cuatro llaves para salir a campo abierto y matar al enemigo.

      No estamos, sin embargo, insistió en decirse mientras conducía, en la Edad Media, no estamos en una selva sino en una sociedad civilizada, que por más violenta que ella sea, conserva sus leyes y es vigilada por miles de ojos expertos y sagaces, miles de miradas que tienen el poder de juzgar con las armas de la virtud y la justicia. Desde afuera nos miran, eso es un consuelo. No dejarán que nos hagamos daño, serán nuestros padres bienhechores, nuestros consejeros y amigos, nuestros protectores. Castigarán a quienes nos agravien e impondrán la paz. El problema, pensó Ibáñez al acercarse a un destacamento de la policía abarrotado de soldados, es si las fronteras serán muros de contención o filosos alambres de púas. Un muro puede derribarse con un obús, pero las cercas con alambres de púa dejan ver la barbarie y la tortura sin que los jueces puedan atravesar la verja sin lastimarse, sin que las manos callosas de un viejo sabio, último baluarte del código humano, sangren, y esos gloriosos dedos que han escrito las reglas de la justicia se vean lastimados, y sus tendones cortados para siempre como se cortan la conexiones de un cerebro. Manos inertes, sin respuesta, caídas junto a esas cercas como pedazos de un cuerpo que unos perros han masticado hasta saciarse, o quizá no del todo saciados todavía.

      Mateo y Alma vieron con miedo creciente la señal que un militar les estaba haciendo justo frente al auto, moviendo sólo el brazo izquierdo, mientras sujetaba el fusil con la derecha. Mateo se detuvo a la vera de la ruta y lo observó acercarse a la ventanilla. Sabía él que debía bajarla, pero había una aprensión que lo hizo prolongar su decisión todavía unos segundos más, como si ese vidrio fuese una última barrera de protección. Tenía miedo. Solo, habría sentido esa extraña vergüenza que surge en los hombres comunes y corrientes ante cualquier clase de poder. Pero allí estaban su mujer y su hijo, y no sólo temía por ellos, sentía una furia incierta, de origen desconocido y causa inmotivada.

     El militar dijo algo, apenas moviendo los labios porque la cinta del casco en la barbilla sólo permitía una leve mueca de la boca. De todos modos, él comprendió, porque el soldado con un movimiento fusil hacia arriba y abajo le estaba indicando lo mismo.  Giró la manija y bajó la ventanilla.

     -Buenas tardes, oficial –dijo, forzándose a una sonrisa que creía necesaria para intentar borrar esa leve sospecha que había visto surgir en la cara del soldado, y para espantar también el miedo que veía surgir desde atrás de los campos que la ruta atravesaba, desde más allá incluso de la costa que adivinaba a cientos de kilómetros a su izquierda. Como si el ancho se levantara para advertirle, como si el cielo del incipiente crepúsculo fuese un espejo especialmente creado para anunciarle la llegada de un dios menor, pero no menos poderoso que las fuerzas que ahora parecían crecer desde la tierra con la forma de hombres, simplemente hombres pero portadores de máquinas que podían matar como los dientes de un animal.

     El soldado no dijo nada, o si algo dijo él no lo entendió con esa incomprensible forma de hablar. Era curioso cómo los militares se gritan entre sí al entrenar, pero cuando hablan con civiles su voz suena gangosa, casi inaprensible al oído, como voces guturales, palabras breves y aisladas, inconexas a veces.

     Mateo sacó la cartera de mano de la guantera. Miró de reojo a su mujer, que le devolvió la mirada con ojos irritados mientras intentaba calmar el llanto de Blas. Su hijo ahora lloraba más fuerte, pero él intentó dominarse al buscar el registro y los papeles del auto. Los entregó al soldado, éste los miró largo rato, como si le costara leer. Pero sabía que no se trataba de eso. Era parte del teatro, se dijo, los ritos de una secta, la paciencia llevada al límite esperando signos de temor. El soldado dio la vuelta al auto, no una sino dos veces. En la segunda Ibáñez no ocultó su inquietud, mientras el llanto del niño lo irritaba y le impedía pensar. Qué pasa, carajo. Qué mierda pasa. Pensó en los funcionarios que conocía, en a quién podría llamar en caso de presentarse problemas. Nada en su vida indicaba algún delito ni ocultamiento. Era médico, era padre de familia. Tenía un auto en regla y un departamento que pagaba a plazos. No se metía en política, y sus opiniones siempre fueron de puertas adentro. Pero las paredes oyen, los vecinos tienen oídos, y cualquier palabra, cualquiera, carece de toda inocencia, siempre.

     El soldado regresó.

     -¿A dónde se dirige, doctor?

     -A La Plata, oficial, me convocaron del ministerio de salud, puede comprobarlo si quiere.

     Justo al terminar de hablar se arrepintió de haber dicho lo último. Quien no tiene cola de paja no necesita dar referencias. Pero ya estaba dicho, y de todos modos quién podría entender las reglas de ese instante.

     -Buenas tardes –fue lo único que respondió el oficial, haciendo la venia después de devolverle los papeles, alejándose después hacia otro auto que habían detenido atrás.

      Ibáñez cerró la ventanilla  y miró a Alma. Se sonrieron y él puso la primera marcha y retornó a la ruta. Blas seguía llorando. Alma rebuscó en el bolso el termo con leche tibia. Llenando el biberón, se lo ofreció a su hijo, que primero se rehusó y Alma le gritó.

     Mateo sacó la mano derecha del volante y se puso a acariciar el pelo de su mujer.

     -Tranquila, amor, no pasó nada, ya lo ves.

     Ella abrazaba a Blas con más ahínco, ansiosa por ser perdonada, mientras el niño comenzaba a beber nuevamente y el llanto a convertirse en un gorgoteo plácido y sereno, un ruido con olor a leche tibia que invadió el interior del auto como una sustancia más endeble y sin embargo  más persistente que el hierro.

 

 

2

 

Faltaban no más de veinte minutos para llegar a la entrada de la ciudad. Estaba oscureciendo y las luces de los autos se encendían como lámparas que viejas máquinas usaban para abrirse paso en bosques oscuros. De pronto, los autos le parecían tan antiguos como las legendarias máquinas de guerra de la Edad Media, catapultas cargadas en enormes artefactos construidos con troncos, deslizándose lentamente sobre ruedas de madera de superficie irregular sobre la más irregular aún superficie de barro y cuerpos muertos que iban dejando tras ellos. ¿Era acaso él un miembro más de aquella comuna de hombres máquinas, abriéndose paso en campos devastados sobre los que la oscuridad iba disponiendo su sábana piadosamente tejida con los hilos del olvido y las agujas de la muerte?

     Quiso apartar tales pensamientos. Volvió a encender la radio. Pasó uno tras otro el dial, tratando casi con desesperación hallar otra cosa que no fuesen discursos y marchas militares. En Radio Nacional esperaba encontrar más de lo mismo, pero era sábado a la noche y a esa hora acostumbraba a escuchar el programa de música clásica. Para su sorpresa, allí estaba: música en lugar de palabras, el tenue sonido del fagot en lugar de las carrasperas de viejos militares.

      -¿Le gustará a Blas? –preguntó, mirando un segundo a su mujer a los ojos.

      Ella le sonrió y bostezó, sin dejar de apretar con suavidad a su hijo contra el pecho.

      -Sí, lo va a serenar hasta que lleguemos al hotel. Gracias –dijo, rozando su hombro contra el de su esposo, apoyando la cabeza y cerrando los ojos.

      No era Beethoven, pero no importaba. No reconocía aún la melodía, el tono, los giros y las sombras del autor. Parecía ser algo ruso, en eso estaba seguro de no equivocarse. Era una soprano la que cantaba, pero no una ópera, sino un lieder orquestal. Escuchó el sonido de la púa del disco saltar y retroceder un par de veces. Ibáñez no tuvo más que reírse, y vio que Alma también lo hacía sin abrir los ojos.

     -Lamentamos la interrupción, estimados oyentes. Luego de esta falla técnica, retomamos la audición de Las danzas y canciones de la muerte, de Modesto Mussorgsky. En primer término, la Canción de cuna.

      Entonces la soprano volvió a cantar luego de un muy breve preludio orquestal. Esta vez la púa recorrió el surco estropeado con un leve chasquido al que Mateo ni siquiera prestó atención. Tenía frío, cerró la ventanilla de su lado y pasó su mano derecha sobre los hombros de su esposa. No había una oscuridad completa todavía, pero la sombra ganaba el campo y la ruta, y la moribunda luz del sol era un signo más triste que la absoluta oscuridad. Las luces de la ciudad estaban surgiendo, formando todas juntas una luna enorme sin forma definida, humillando al sol que se ocultaba como un perro apaleado.

      Había escuchado varias veces esas canciones, pero siempre en la voz de un barítono. Hoy, en cambio, la voz de una mujer le daba un aspecto más escalofriante a la breve trama de aquellas canciones. La Canción de cuna no era una canción inocente, sino el canto de la muerte que venía a aliviar el sufrimiento de un niño.

      -Dios mío…-dijo Ibáñez.

     -¿Cómo…? –preguntó Alma.

      ¿Ella no se daba cuenta? ¿Acaso la voz de esa mujer era tan semejante a la suya que no reconocía los matices trágicos, premonitorios, tal vez? Mateo solamente sabía que se le había formado un nudo en la garganta y no pudo pronunciar lo que necesitaba preguntar. ¿Es la muerte una mujer, al fin de cuentas? ¿Somos los hombres simples sementales que engendran cuerpos para que ellas los expulsen al mundo y luego se los lleven otra vez?

     Dios mío, pensó, sin atreverse a quitar aquella canción de cuna que parecía estar siendo dedicada a su hijo.

     -Estás temblando –dijo Alma.

     -Un escalofrío, nada más. Andá preparando al bebé que en un rato llegamos.

     Ella se restregó los ojos con una mano y se puso a poner de vuelta en el bolso las cosas del café y el mate, los baberos y el biberón de Blas.

     Entraron a la ciudad ya de noche. Casi no conocía, pero la numeración de las calles lo ayudó a encontrar el hotel donde el municipio había reservado habitaciones para la los miembros de la comisión. Pasaron por calles de adoquines, rodeadas de árboles cuyas copas se entrelazaban por encima, incluso más alto que las casas tradicionales. Era una bella ciudad, se dijo Ibáñez.

     -¿Te gustaría vivir aquí? –le preguntó a su mujer. Varias veces habían hablado de eso, pero él tendría que dejar el empleo del estado para pasarse al ámbito provincial, y el sueldo era algo menor. Sin embargo, había compensaciones, un lugar más tranquilo y familiar, más limpio seguramente, que las calles de Buenos Aires y el conurbano.

      Las luces de mercurio se asomaban entre las ramas, y las ruedas del auto repiqueteaban sobre los adoquines. Las cunetas en las esquinas eran profundas, pero invitaban a un viaje tranquilo. Las luces de las casas alumbraban las veredas donde los chicos jugaban corriendo alrededor de las madres que conversaban, o cruzando la calle en bicicleta. Unas viejas salían de un almacén con bolsas tejidas llenas de mercadería, otras se asomaban a un ventanal y miraban pasar los coches cuyos dueños regresaban a casa luego del trabajo. Había un olor a madreselvas, a veces a eucaliptos, a veces a carne asada que venía desde los patios.

     -Creo que me gustaría –contestó ella.

     -Mientras estemos acá, podemos consultar con algunos martilleros…

     -¿Sabés cuánto tiempo va a durar la investigación?

     -No tengo idea, mi amor. Me parece de lunáticos esta idea de animales desconocidos. Espero que mis colegas estén en su sano juicio.

     -¿Los conocés?

     -Ni siquiera me dijeron los nombres, todo esto me parece improvisado, y justo ahora con lo del golpe…

     Sabía que nada tenía que ver una cosa con la otra, lo mismo que la canción de la radio. Era una sensación exclusivamente suya la que intentaba relacionar las cosas por sus extremos más delgados, más tendientes a deshilacharse cuando las pinzas de la razón intentaban atraparlos. Había bajado el volumen a un límite casi inaudible, pero Blas se despertó llorando otra vez. Entonces apagó la radio y se detuvo frente al hotel.

     -Llegamos.

     Era un hotel chico, de tres estrellas según constaba en la vidriera. Un vestíbulo con un televisor y tres sillones. Más atrás, un comedor con mesas y manteles de hilo blanco y sillas de respaldo alto que parecían muy incómodas.

     El conserje lo recibió tras el mostrador.

     -¿Qué se les ofrece a los señores?

     -Somos el Dr. Ibáñez y señora. Tenemos reservaciones.

     El hombre consultó una lista y sonrió.

    -Así es, doctor, es un placer tenerlo con nosotros, lo mismo que a su encantadora señora y al precioso bebé.

     Alma no pudo evitar una mueca de burla, que intentó ocultar. Yo la miré y le guiñé un ojo. El conserve era un tipo bajito, esmirriado y zalamero en su forma de hablar. Tenía un atenuado amaneramiento que contrastaba con unos bigotes varoniles y espesos que resultaban falsos en su cara de niño. Tenía canas y debía tener más de cincuenta años, pero seguía conservando la expresión de un adolescente tímido y envejecido antes de tiempo.

     -Sírvase firmar aquí, doctor. Todo está pagado ya, incluye todas las comidas y el servicio completo de habitación.

     Ibáñez hizo lo que se le pedía y el conserje le dijo que el botones le llevaría el equipaje. Todo eso resultaba artificioso dentro de aquel hotel pequeño y simple.

     -¿Sus maletas, doctor?

     -En el auto.

     El hombre hizo chasquear dos dedos y el chico corrió hasta la puerta para que Ibáñez lo acompañara.

     -El botones le indicará el estacionamiento. Sírvase acompañarme, señora doctora.

     Alma estalló en una risa y yo me di vuelta para salir de allí antes de que el conserje se sintiera humillado del todo.

     -Disculpe, señor –dijo ella, no fue mi intención, pero no soy doctora, solamente la esposa.

     El hombre tosió y se llevó una mano al pecho, a la vez que hacía una leve reverencia.

     -Mil perdones, señora de Ibáñez, ha sido una equivocación imperdonable de mi parte.

     -No se preocupe.- Ella le apretó un brazo, breve pero cariñosamente, y el conserje la miró con expresión en la que parecía querer decirle que de ahora en más dedicaría su vida a ella.

      Alma lo siguió hasta la habitación, sin poder dejar de sonreír. Cuando se lo cuente a Mateo, nos vamos a parar de reírnos en toda la noche, era lo que debía estar pensando. Entró al cuarto sobrio, de cortinas blancas que el conserje corrió con un gesto amplio, como si corriera el telón de un teatro.

     -Espero que sea de su agrado, señora de Ibáñez.

     -Sí lo es, me parece familiar, íntima, ¿no?

     El conserje sonrió tan satisfecho que parecía estar conteniendo sus ganas de saltar alrededor de Alma como un perro salvado de la lluvia y el hambre por la más caritativa mujer del mundo.

     -Es usted una entendida, señora. Los colegas del doctor han venido solos, así que usted y su hijito son un toque ameno entre tantos científicos.

     Para no volver a reírse, Alma preguntó:

     -Pero imagino que no seremos los únicos huéspedes.

     -En esta época del año, debo reconocer que así es. Mea culpa –dijo cerrando los ojos por un instante y golpeándose el pecho con un puño.-Si no fuera porque soy un cabeza dura… Mire, señora de Ibáñez, soy un hombre chapado a la antigua. Este hotel es mi vida, y aunque me han ofrecido venderlo, no me atrevo a desprenderme de estas paredes. Quieren construir un hotel más lujoso, más grande, saben que mis cuentas tienden cada mes a tomar tintes rojos, usted me entiende. Pero voy sobreviviendo, y aquí me encontrarán cuando me llegue la muerte.

     El hombre volvió a cerrar los párpados y a golpearse el pecho, pero esta vez con la cabeza erguida, como un militar que escucha por última vez los marciales tambores del himno nacional.

Luego se despidió, sin aceptar propina. Levantó las manos y sacudió la cabeza varias veces, hizo varias reverencias antes de cerrar la puerta, levantando tímidamente la vista para  llevarse un último recuerdo del bello rostro de su bienhechora.

     Alma se sentó en la cama y no pudo evitar largar una carcajada. Blas se despertó y empezó a llorar, entonces se dio cuenta que el conserje podría haberla oído y sintió vergüenza, pero el llanto debía haber ocultado su risa. Comenzó a cambiar la ropa del niño. Le cantó una canción infantil que solía serenarlo, el bebé sonrió y gateó sobre la cama. El edredón tenía olor a humedad, como casi todo el hotel, pero no había ni una sola mota de polvo. Revisó el baño y estaba limpio, miró dentro del placard empotrado, y el olor a naftalina la hizo estornudar. Blas le gritó algo, ella corrió a abrazarlo.

     En ese momento se abrió la puerta y entró Mateo con las valijas. Detrás venía el chico con los bolsos donde Mateo tenía sus papeles del trabajo y algunos instrumentos quirúrgicos. Ella le había preguntado antes de salir para qué los llevaba, sin en la ciudad le darían todo lo necesario. Pero él estaba acostumbrado a sus cosas, sus escoplos, sus sierras para huesos, los mangos de bisturí, las pinzas y tijeras con los que mejor trabajaba. Mateo se detuvo a mirar el cuarto, pareció conforme y miró a su mujer.

    -¿Qué te parece?

     -Bien…

     -Si no te convence nos vamos a otro hotel. Mirá que podemos pasarnos aquí varias semanas.

     -Pero si nos pagan todo, Mateo. Encima de lo poco que te van a compensar, ¿vas a gastarlo en estadía?

      -Deberían pagarme el lugar que yo decida…

      Alma lo miró como una madre que no sabe si su hijo es estúpido o demasiado ingenuo.

      -Ya sé, ya sé…-dijo Mateo.-Entonces la abrazó y la besó.

      Blas estaba en cuatro patas, mirándolos atento. De pronto se acordaron que tenían otro espectador, el chico de las maletas.

     -Perdoname, pibe. Dejá los bolsos en la cama. Tomá…- le dijo, poniéndole unas monedas en el bolsillo del chaleco.

      El chico dejó caer los bolsos en el colchón, y no pareció darse cuenta de Blas. El bebé quedó encerrado, sin mostrar más susto que sorpresa. Mateo y Alma se miraron, pero decidieron pasarlo por alto. El chico resultaba tan iluso como el viejo.

     -Me voy a duchar, estoy cansado del viaje.

     -Yo desarmo las valijas, amor.

     -Sólo lo que necesitemos para cenar, mañana hay tiempo.

     Entonces Alma comenzó a contarle la conversación con el conserje, mientras ella iba y venía colgando las camisas y pantalones de Mateo, ordenando la ropa interior en los cajones y los zapatos al pie de la cama. Desde la ducha se escuchaba la risa de Mateo Ibáñez, fuerte y densa, gorgoteando por el agua que se le metía en la boca.

     -Si te vas a ahogar, no te cuento más -dijo ella, asomándose a la puerta del baño.

     Mateo abrió la cortina de la ducha y dijo:

    -No te atrevas a privarme de eso, se lo contaremos a todos cuando volvamos a Buenos Aires.

     Salió y se sacudió el pelo, Alma protestó y él la agarró de una mano, la apretó contra su cuerpo y la besó.

     -No, Mateo, ahora no, tenemos que vestirnos para cenar. Recién llamé y me dijeron que en media hora cierran la cocina.

     Él se resignó.

     -¿Conociste a alguno de la comisión? –le preguntó ella mientras él se afeitaba.

     -Me dijo el conserje que todos llegaron ayer, pero no vi a ninguno. Están en sus cuartos o de paseo por la ciudad.

     -Somos los únicos en todo el hotel, ¿no lo sabías?

    Mateo salió del baño con media cara cubierta de jabón y una toalla alrededor de la cintura. Seguía rasurándose mientras preguntaba:

     -¿Estás segura?

     -Me lo dijo mi pretendiente -y se echó a reír. –Dice que vinieron sin sus familias, o son solteros

     -Qué raro -dijo él, volviendo al baño y con expresión inquieta.

     Ella no se dio cuenta de eso, y comenzó a elegir algo que ponerse para cenar.

     -Necesito el baño, amor.

     -Ya te lo dejo…

     -Todo sucio, seguro.

     Mateo salió y se encogió de hombros.

     -Por lo menos cuidá de Blas mientras me cambio –dijo ella.

      Él se sacó la toalla y buscó ropa interior en el la maleta.

     -Tu madre ya lo guardó todo en el placard, Blas, me lo imaginaba –murmuró.

      Eligió un calzoncillo, un par de medias y una camiseta sin mangas. Se puso el pantalón y la camisa. Buscó un espejo por todas partes, hasta que se le ocurrió mirar en la cara interna de una de las puertas del placard. Tenía manchas marrones y los bordes rotos y afilados, pero de todos modos servía. Buscó un saco sport y se miró al espejo. Todavía no tenía la panza que mucho después lo caracterizaría, sino una leve prominencia en su cuerpo alto y desgarbado. Llevaba el cabello rojizo algo largo, pero le gustaba como se veía. Se contempló las ojeras de cansancio. Tenía todo el domingo antes de comenzar el trabajo. Tal vez me habitúe a esta ciudad, se dijo.

Se dio cuenta que Blas lo observaba atento desde la cama. Era un niño tranquilo para su edad. Salvo cuando algo lo irritaba, solía quedarse quieto varias horas seguidas, aunque no durmiese. Siempre tenía los ojos atentos y con un brillo que recordaban a los de su madre. Mateo se sentó en la cama y puso a Blas sobre sus rodillas. Comenzó a mecerlo levantando los talones, llevando un ritmo al que no prestó atención al principio, luego se dio cuenta que era la melodía de la Canción de cuna de Mussorgsky. Se detuvo, reconociéndose extraño, como si otro hubiese invadido su intimidad familiar.

     Alma salió del baño con un vestido rojo de mangas cortas. La falda era algo estrecha aunque no demasiado. El escote dejaba ver el collar de perlas que él le había regalado para la boda. Se había lavado la cabeza y sus rizos castaños lucían brillantes.

      -¿Cómo me veo para tus colegas?

      Ella no necesitaba preguntarlo, sabía que él la amaba, y eso era suficiente. No se trataba de sentimentalismo ni toda esa enjundia rosa de enamorados, sino una sabiduría que ninguno de los dos había aprendido en ninguna escuela ni nadie les había mencionado, De todos modos, hay cosas que deben decirse, porque incluso lo que implica el silencio puede ser confundido, transformado por las pequeñas semillas de maldad que habitan el aire que respiramos.

     -Más hermosa que cuando nos casamos.

     Ella sonrió y se acercó a besarlo. Cayeron de espaldas en la cama y Blas los contemplaba serenamente.

     Mateo se dio cuenta que Alma miraba a su hijo como otras veces la había notado hacerlo.

     -Nunca te fijaste cómo nos mira, especialmente a mí –dijo ella.

     -Ya me di cuenta, hace un rato me miraba fijo mientras me vestía.

     -No me refiero a eso. Parece no pensar en nada cuando me mira, sonríe, se ríe incluso, me dice mamá  y después se distrae con otras cosas. Pero cuando me mira fijo le tengo miedo.

     -No digas tonterías…

     -Es en serio. A veces se me ocurre que ve algo en mí, algo que yo no sé. Cuando estoy sola me miro al espejo y trato de encontrar ese algo que él sí puede ver.

     Mateo no sabía qué decir, le acariciaba los rizos, tiraba de los tirabuzones y los veía volver a formarse. Hundió la cara en los cabellos de Alma y comenzó a levantarle la falda.

     -No Mateo, ya te dijo que no.

     -Pidamos algo para comer en la habitación…

     -Tenés que cenar con tus colegas…en serio, soltáme, por favor, me vas a arrugar el vestido.

     No tuvo más remedio que hacerle caso. Ella comenzó a vestir a Blas. El niño se bajó de la cama y se puso a gatear hacia el baño.

     -Quiere hacer pis… -dijo Mateo, levantándolo para llevarlo.

     Cinco minutos después, apagaron la luz de la habitación, cerraron la puerta y bajaron la escalera que conducía al comedor. Había tres hombres cenando cada uno en una mesa distinta. Se dieron vuelta cuando oyeron la aguda voz de Blas intentando decir algo que sus padres sólo después entendieron con precisión, cuando escucharon los ladridos de los perros en la calle. Blas señalaba con su bracito estirado hacia la vereda y decía: los perros, los perros.

 

 

3

 

Los tres hombres los miraron. Uno estaba en una mesa junto a la pared, era el único que no daba la espalda a los Ibáñez. Era algo bajo, robusto pero no gordo, cara redonda y rubia, ya de escaso cabello aunque no debía tener más de treinta años. Llevaba un traje azul oscuro, su correspondiente chaleco de incontables botones, una camisa blanca y una corbata de color que completaba un conjunto pulcro y excesivamente cuidado. Al verlos, levantó la cabeza un poco y se limpió los labios con la servilleta que había puesto en su regazo.

     Los otros dos estaban de espaldas y se dieron vuelta al escuchar al niño. Uno era alto, muy flaco, de pelo encrespado y castaño claro, patillas largas y una barba de pocos días. Vestía una camisa negra y un jean, sobre los hombros un pulóver. Los miraba con esos ojos que los escritores hallan grato llamar achispados, con una mezcla de diversión y leve malicia, sarcasmo o desencanto, tal vez. Al tercer hombre Mateo creyó reconocerlo. Era un tipo pequeño, de cuerpo proporcionado a su estatura, cara delgada y blanca, cabello con rizos cortos, oscuros, barca bien rasurada. Llevaba un sweter verde que parecía tejido a mano, una camisa de corderoy y pantalones pinzados de la misma tela. Daba la impresión de que la ropa le quedaba grande, no se veía mal pero si incongruente, no demasiado acorde con su forma de cuerpo, o como si alguien más, quizá la esposa, le hubiese dicho cómo hacerlo, sin importarle a él demasiado cómo salía a la calle. Este fue quien primero se levantó de la silla, muy rápido, haciendo tambalear el vaso sobre la mesa y se acercó a Mateo.

     -¡Doctor Ibáñez, es un gusto verlo otra vez!

     Mateo trató de recordar, el otro se dio cuenta de su duda, y esperó.

     -¡Doctor Ruiz! ¿Nos conocimos en el accidente del paso a nivel, no es cierto?

     Ambos se estrecharon las manos durante casi un minuto, sonriéndose con complicidad y una extraña felicidad a la que los otros estaban ajenos.

      -No me dijeron que se trataba de usted, si lo hubiera sabido habría venido con más ganas. Tuve que cancelar consultorios y trabajos en el campo -dijo Ruiz.

     -Tiene que contarme de su vida desde que no nos vimos, pero déjeme presentarle a mi familia. Ella es mi mujer, Alma, y mi hijo Blas. –Luego le dijo a Alma:- Bernardo y yo nos conocimos el día que nació Blas, cuando tuvo que irme para lo de aquel accidente, ¿te acordás?

     Ella asintió y dio la mano a Ruiz.

     -Es un gusto conocerla, señora Ibáñez.

     -Llámeme Alma, por favor.

     Luego se acercó el hombre alto. Lucía raro en medio de la luz tenue del comedor (el conserje y dueño parecía ansioso por hacer economías poniendo lamparillas de escasa potencia), alto y algo encorvado, miraba a los demás con la alegría de un chico y la sonrisa desencantada de un anciano.

     -Este es el doctor Dergan, el veterinario.

     -Mauricio para todos, ya que vamos a trabajar juntos por un tiempo.- Y dio un apretón de manos a Ibáñez y su esposa.

     -Dergan y yo venimos del mismo pueblo, pero hacía unos años que no nos veíamos. Fue un gusto encontrarnos aquí –dijo Ruiz.

     -¿Por qué no nos dijeron quiénes eran los miembros de la comisión antes de venir?

     -Supongo que porque no sabían, parece todo muy improvisado.

     -Eso mismo le decía yo a mi mujer.

     Ruiz se alejó un poco y llamó:

     -Arquitecto, por favor, acérquese.

     El hombre del traje se levantó y caminó hacia ellos con más confianza. Ruiz lo presentó.

     -El arquitecto se siente algo aislado entre nosotros, según me dijo.

     Márquez se sonrojó. Era más tímido de lo que parecía. Su voz era dulce y muy tenue. Había que prestarle mucha atención cuando hablaba.

     -Colaboraré con ustedes tanto como pueda, doctores. Les dije a quienes me convocaron que quizá fuera mejor un ingeniero, pero en fin, si nos pagan…

     Todos se rieron, aunque no parecía ser la intención del arquitecto hacer una broma. Era de esos tipos introvertidos y serios, que en las pocas ocasiones  en que intentan ser graciosos o unirse a un grupo tienen la triste virtud de sonar desubicados o hasta ridículos. Esta vez no fue así del todo. Su respuesta sirvió para romper un poco el hielo de las presentaciones en ese comedor penumbroso, donde el silencio de la calle por la hora avanzada era sólo interrumpido de vez en cuando por el ladrido de los perros.

     -Vamos a sentarnos, por favor –dijo Ruiz.

     Entonces se encontraron con el conserje, parado en medio del comedor y con las manos a la espalda.

     -La cocina se ha cerrado, caballeros.

     -Pero no venga con tonterías –dijo Dergan.- El doctor y su familia no han cenado todavía.

     -Pero los empleados tienen su horario...

     -Entonces sirva lo que haya.

     -No es nuestra costumbre rebajar la calidad de nuestra gastronomía.

     Ruiz dio una mirada cómplice a Mateo, como diciendo: usted ve, doctor, a qué clase de tipos y lugares nos entregan.

     Ibáñez tuvo una idea. Le habló al oído a su mujer y ella le guiñó un ojo. Alma se acercó con el niño en brazos hasta el conserje.

     -Sé que es un inconveniente, pero mi hijo tiene hambre, no tomó más que su biberón. –Luego apoyó una mano sobre el antebrazo del hombre.

     Entonces el otro bajó la cabeza, y como un sirviente avergonzado, dijo:

     -No podría perdonarme ese descuido, mi querida señora. Le ruego que disculpe mi enorme estupidez ante tan graciosa dama. Iré a preparar yo mismo algo para usted y el estimable doctor.

    Cuando se metió en la cocina, todos estallaron en risas solapadas. Márquez reía sin sonido, Ruiz sacudía los hombros y Dergan llevaba la cabeza hacia atrás.

     -Espero que no nos haya escuchado, me da lástima –dijo Alma.

     -No te preocupes, o está acostumbrado o no se da cuenta. ¿Pero por qué cenaban todos separados, Bernardo?

     -Porque el conserje así lo decidió. Dijo que son las normas del hotel. Las mesas las comparten sólo las familias. –Se encogió de hombros, resignado.

     -Pero vamos a solucionar el asunto ahora mismo –dijo Dergan. Se puso a acomodar las mesas y las sillas. Cuando los demás vieron lo que deseaba hacer, lo ayudaron. Márquez levantó sin esfuerzo su mesa y la unió a las otras dos. Ibáñez trajo servilletas y vasos de una repisa. No esperaban demasiado del conserje, y ya era bastante que les trajese la comida.

      Los cuatro hombres y Alma se sentaron alrededor de las mesas, y el niño en una silla alta que Mateo halló arrumbada en un rincón del comedor. Debió sacarle el polvo antes de sentar allí a su hijo. En seguida se escucharon algunas quejas desde la cocina, pronto acalladas. No sabían si había cocinero, pero la voz con la que el conserje discutía era la del botones.

     -¿Será el chico el que cocina? –preguntó Alma

     -Espero que no, parece un bobo –dijo Mateo.-Hace un rato casi aplasta a nuestro con las valijas. ¿Y qué es de su vida, Bernardo?

      -Me casé hace un año, ahora paso la mitad de mi tiempo en La Plata y la otra mitad en el pueblo de mi mujer, Le coer antique, muy chico y no creo que lo conozca. Su familia tiene campos, y ella se quedó porque está embarazada y la cuidan.

     -Lo felicito, Bernardo –dijo Alma.

     Ruiz agradeció, devolviendo una sonrisa en la que se leía un apacible y triste sentimiento de congoja, como si de pronto deseara salir de ese hotel y regresar al pueblo.

     -No soporto estar mucho tiempo lejos de ella, por eso no estaba seguro de aceptar.

     El conserje apareció con un plato de spaghetti que sirvió a Alma. Luego volvió con otro para Ibáñez.

     -¿Y para el niño?- dijo Dergan.

    El conserje tosió.

    -No sé qué come un niño de esa edad…–reconoció el conserje

     Nadie dijo nada, aunque hubo sonrisas escondidas. Veían que el hombre estaba avergonzado. Abrumado, también, por un hotel en decadencia, deudas impagables, la amenaza de cierre, el personal que renunciaba, y ahora ellos, huéspedes pagados por el estado que venían a perturbar el orden que él había creado y mantenido durante años.

     -Por favor, señor Ansaldi, prepare un puré de calabaza, si es posible, ¿y tendrá acelga hervida?

     -Por usted lo haré ahora mismo –y se fue corriendo.

     -Menos mal que la tenemos usted, señora Ibáñez…-dijo Márquez.

     -Walter, no sea tan formal, estamos entre amigos. Debemos conocerrnos más ya que vamos a pasar juntos un tiempo.

     El arquitecto  miró a Ruiz con agradecimiento.

     -Tiene razón el doctor…quiero decir Bernardo…-dijo Alma, y se rió de sí misma.-Llámeme Alma, arquitecto…digo…Walter.

     Los hombres celebraron la equivocación, y Blas los miraba a todos, atreviéndose también a emitir algo parecido a una risa entrecortada. Apareció el conserje con la comida para el niño. Dejó el plato en silencio, hizo una reverencia y se retiró, no a la cocina, sino hacia la recepción. Lo vieron luego cerrar las puertas del hotel y apagar las luces principales del vestíbulo. Sólo quedó una lámpara de pie iluminando los sofás que miraban uno hacia el televisor apagado y otro hacia la calle.

     -¿Sabés algo de lo que tenemos que investigar? –preguntó Mateo a Ruiz.

     -No hablemos de trabajo, señores, tenemos el fin de semana para descansar –dijo Dergan.

     Ruiz lo miró con frialdad, y sin hacerle caso, le respondió a Ibáñez.

     -Me dijeron que se trata de animales parecidos a perros, aunque dudo mucho que sean algo más que perros hambrientos, una especie de jauría que va de un lugar a otro de la ciudad buscando comida. Como nadie los alimenta, supongo comen ratas, gatos y otros animales. Han encontrado tachos de basura revueltos por todas partes, pero eso lo hace cualquier perro perdido de la calle.

     -¿Pero atraparon a alguno? – preguntó Márquez.

     -Dicen que sí, aunque yo no vi el cuerpo. Los encargados del instituto antirrábico lo cremaron después de hacerle una disección. Uno es conocido mío, y según él el perro era blanco, sin orejas, sólo el orificio del oído externo, no muy alto, robusto como un bull dog.

     -Creo haberlos visto en alguna parte antes…-dijo Dergan, pensativo, y miró a Ruiz buscando una señal de asentimiento, quizá. No obtuvo nada, salvo que éste lo mirase con recelo.

     -Lo que no entiendo es cómo vamos a atrapar alguno –preguntó Márquez.- Espero que la policía o la perrera nos ayuden.

     -Están fumigando e inundando las cloacas con gas tóxico. Esta mañana vi los camiones mientras llegaba al hotel.

      La puerta principal se abrió. Pero no fue la entrada de un probable nuevo huésped lo que sorprendió a todos, sino el ruido que entraba desde la calle. El ladrido de los perros era ahora intenso, de tonos graves y profundos, casi formando un eco encima del otro, acrecentados y prolongados por esas calles cuyo diagrama en diagonal comenzaba a formarse lentamente en la imaginación de cada uno. Como si los ladridos fueran una marca de lápiz sobre un plano de esa ciudad de diagonales, desplazándose y creando calles que no parecían existir antes, o por lo menos carecer de importancia antes de que los perros llegasen.

      Entonces Alma se dio cuenta de que Blas se había bajado de la silla.

     -¡Blas! –Buscó bajo la mesa, luego alrededor, y se levantó asustada. Miró hacia la recepción y lo vio caminar tambaleándose hacia la puerta de calle. Mateo le dijo a su mujer que no se preocupara.

     -No suele escaparse como otros chicos, pero a veces no podemos sacarle los ojos de encima –dijo a sus colegas.

    Alma levantó al niño pero éste lloraba y gritaba. Extendiendo su bracito decía algo que ella no entendió al principio. Cuando Mateo se acercó, ella dijo:

    -Sí, mi amor, los guau-guau están afuera, pero vos tenés que ir a dormir ahora, mañana los vas a ver.

     El chico dejó de llorar y estiró los brazos hacia su padre. Alma se lo entregó y el niño se abrazó al cuello de Mateo. Seguía diciendo guau-guau.

     -Los pichichos te pueden morder, mi amor. Tu papá los va a ver mañana y te va a decir si podés tocarlos- dijo Alma.

     -Nos vamos a la cama, lástima que no podamos quedarnos de sobremesa…

     -No se preocupen –dijo Ruiz, aunque podríamos tomar un café después de que acuesten al chico, ¿qué les parece?

     -Pero la cocina está cerrada…

     -Yo me ofrezco prepararlo -dijo Márquez en voz baja, para que el conserje no los escuchara.

     El hombre que había entrado con una valija se fue con actitud hostil. Ansaldi se acercó a ellos para despedirse.

     -¿Qué le pasaba a ese hombre? –preguntó Alma.

     -Quería una habitación, pero las únicas en buen entado son las suyas. Parece que el señor se ofendió, qué le vamos a hacer. Si necesitan algo por la noche ya saben que el botones está disponible. Yo cierro con llave la entrada, pero si por alguna emergencia, Dios no lo quiera, deben salir, pueden disponer de ella en el mostrador. Buenas noches.

     Se fue, ocultando un bostezo, hacia una pieza que estaba detrás de la recepción.

 

 

4

 

Los Ibáñez subieron a su cuarto y acostaron a Blas. El niño seguía murmurando guau.-guau aún medio dormido. Alma no quiso acompañar a Mateo para el café. Estaba cansada y le preocupaba que Blas se despertara. Mateo bajó al comedor. Encontró a los demás fumando. Márquez regresaba de la cocina con tazas todavía vacías, pero ya podía olerse el aroma del café.

     -¿Tienen una excelente máquina de café express, a alguno le gusta especial?

     -Un café moka, garçon –bromeó Dergan.

     Ibáñez ya había notado el intenso acento francés del veterinario.

     -¿Hace mucho que estás en el país? –le preguntó.

     -Hace casi veinte años. Nos conocimos con Ruiz en el pueblo.

     Mateo miró a Bernardo, éste confirmó en silencio. No insistió.

     -¿Y vos Walter?

     -Yo soy de Buenos Aires, pero tengo un par de obras acá en La Plata.

     -Ayer el arquitecto me llevó a una mansión que construyó, es enorme. Pero tuvo problemas…

     Márquez parecía incómodo con ese comentario.

    -Bueno, sí, hubo un derrumbe en un sector…

    -Y el arquitecto quedó atrapado…

    -Bueno, sí, pero no me pasó nada.

    -Salvo la pierna coja…

     Márquez se llevó una mano a la pierna derecha, como un reflejo.

     -Pero se me está curando…

     Todos se quedaron en silencio. No esperaban eso cuando planearon el café de sobremesa.

    -Vamos a la calle…-propuso Dergan.- El taxista que me trajo desde la estación me habló de unas casas de putas.

     -¡Sos un pelotudo, Mauricio!-dijo Ruiz. -¿No te das cuenta que Ibáñez está con la familia?

     Dergan se llevó el cigarrillo a la boca e hizo un gesto de disculpa, pero era evidente que no veía el inconveniente.

     -Agradezco la intención, Dergan –dijo Mateo.-Vayan ustedes, si quieren.

    -Nada de eso, Mateo.- Salgamos a tomar un poco de aire. Te va a servir para conocer un poco los alrededores.

     Se levantaron y buscaron la llave de la entrada. Estaba con una cinta roja colgando de un gancho en la pared. Salieron y Márquez se encargó de cerrar la puerta. Afuera pasaba un camión recolector. Cuando se alejó, escucharon los ladridos, aunque más lejanos. Estaba frío y Mateo no había traído abrigo. Los cuatro encendieron cigarrillos y se pusieron a caminar en silencio. Bernardo le fue señalando algunas casas y negocios conocidos del barrio. Algunas familias eran sus pacientes y él atendía un consultorio cerca de allí. Caminaron cinco cuadras y llegaron a la esquina de una plaza chica pero acogedora, con bancos de madera, luces de mercurio que daban una luz lúgubre a pesar de la intensidad.

     -Ésa es la panadería de los Casas, más allá está la farmacia de Valverde. Es otro vecino de mi pueblo que se mudó hace un tiempo. La mujer está enferma pero no me deja atenderla, él dice que se las arregla solo, pero yo dudo que tenga título.

     -Estoy seguro que no lo tiene –agregó Dergan.

    Mateo habría querido preguntar por qué no lo denunciaban, pero creía que eso era hacerse inamistoso demasiado pronto. Primero necesitaba saber más.

     -De todas maneras, no suele meterse demasiado con mis pacientes, y eso es lo que me interesa, ¿no es cierto, Ibáñez?

    -Supongo que sí.

    -Este es el bar de Santos, tranquilo para pasar la tarde. Suelen reunirse Valverde, Casas y el mecánico algunas veces. Les gusta ver pasar a las maestras cuando salen del colegio.

      Sus risas resonaron en la calle vacía. Sólo pasaba una moto de vez en cuando, algún auto o una ambulancia. Eran las doce y media de la noche, y habían caminado casi diez cuadras más. Entonces comenzaron a sentir algo parecido a un tronar en el asfalto. Todos lo notaron y miraron alrededor. Sólo había rocío sobre las veredas de baldosas acanaladas, delgados arroyos de agua en las cunetas, débiles luces desde los porches de las casas que apenas sobrevivían hasta el cordón. Se dieron cuenta que el centro de las calles descansaba en una absoluta oscuridad. El barrio donde estaba el hotel no era céntrico, sino un barrio suburbano, y además estaban ya en un barrio más alejado aún. El ruido provenía desde el fondo de la calle donde ellos se habían parado, esperando ver a aparecer algún auto, aunque estaban seguros que no se trataba de eso. Eran como pisadas fuertes, como de una manada, y alguno de ellos habrá pensado, por más que no se atreviese a decirlo en voz alta, en que pronto verían una manada de búfalos.

     Qué absurdo, fue lo que se dijo Ibáñez en ese momento, porque fue el único que se animó a traducir su presentimiento en palabras silenciosas que sólo a él mismo se confesó. Pero tampoco era tan fuerte ahora el sonido sobre las calles, sino que parecía de pronto llegar por el aire, como un sonido hueco, un sonido de instrumento de viento, quizá un aullido. ¿Podría ser eso, tal vez?

     Entonces Dergan dijo:

     -Son los perros, puedo olerlos. Conozco el olor de cualquier perro, lo trae el viento hasta nosotros.

     Ibáñez vio cómo el veterinario olfateaba el aire como un cazador. Iba a decir algo pero en seguido vieron aparecer una sombra blanca desde la siguiente esquina. Ellos estaban parados en la intersección de dos calles, cada uno de los cuatro vigilando una de las cuatro posibles amenazas. Porque de eso se trataba, de amenazas que se vieron confirmadas en aquella extraña sombra blanca que avanzaba entre la escasa neblina de la noche. Ya no tenían dudas, eran perros, y sus ladridos se hicieron claros y estridentes, secos como sonidos de corno a través del aire húmedo de un bosque inexplorado. Llegaban de la calle que Ibáñez vigilaba, y gritó:

     -¡Ahí vienen!

     Ellos no sabían qué hacer. ¿Debían escapar corriendo, acaso? ¿No eran nada más que perros callejeros? Los cuatro miraron hacia alrededor pero no vieron más que esa jauría que se acercaba corriendo. Podían ver el vaho de su aliento en el frío nocturno, y los ladridos eran a la vez amenazantes e hipnóticos. Los hombres se quedaron parados todavía unos segundos más, pero Márquez estaba ya tirando de las mangas de los otros para huir.

      -¡Qué les pasa, la puta madre! ¡Vámonos de aquí!

      -¡Esperen nn poco, si corremos nos van a perseguir! ¡La única oportunidad es quedarse quietos! –dijo Dergan.

     -¡Dios Santo, pero nos van a morder! –insistió Walter.

     -Dergan conoce a los animales, Walter –dijo Ruiz.- Esperemos que tenga razón.

     Entonces se quedaron parados y quietos, arrojaron los cigarrillos al piso y se unieron hombro con hombro. La jauría ahora estaba a mitad de cuadra, y avanzaba con rapidez hacia la intersección. El olor a pelo sucio y heces, a orina y mugre apelmazado no hizo más que adentrar su imaginación en viejos bosques y tiempos remotos, donde generaciones antiguas habían labrado largas rencillas y sangrientas cacerías con perros salvajes. Ellos, los animales, eran los intermediarios entre los cazadores y las presas. Sintieron que los perros pasaban junto a ellos, rozándoles los pantalones, pisándoles los zapatos. Márquez dijo:

     -¡Me mordieron!- pero no estaba seguro, había sentido el tirón del pantalón pero nada más. Quizá lo habían olfateado y huido.

     Vieron pasar quizá cuarenta perros. Todos iguales por lo que habían alcanzado a ver.  Blancos, sin orejas y sin cola. Como había dicho Ruiz, tenían la constitución de bull-dogs pero no exactamente iguales. Cuando todos pasaron, los cuatro hombres suspiraron de alivio.

     -Si hubiéramos corrido, estaríamos corriendo por cuadras, y seguro que nos alcanzaban –dijo Dergan.

     -Dejame ver ese tobillo- dijo Ruiz a Walter.

     El arquitecto se sentó en el cordón de la vereda y se arremangó el pantalón. No tenía nada.

     -Te habrá olisqueado un poco, nomás.

     Ibáñez miraba alrededor, a las casas.

     -¿Pero nadie salió a ver qué pasaba? No entiendo.

     -Están acostumbrados, Mateo. Conozco a la gente de este barrio, son mis pacientes. Me han estado preguntando por los perros desde hace mucho, y ya no se despiertan cuando los oyen pasar.

     -¿De qué clase son, parecen mestizos?

     -Sí -dijo Dergan.- Pero tienen deformidades, como mutilaciones de nacimiento. Son todos iguales, ¿se dieron cuenta?

     -¿Pero a dónde fueron ahora?

     -Para allá, de donde vinimos.

     -Dios mío –dijo Ibáñez.- El hotel.- Empezó a caminar hacia allá, pero Ruiz lo detuvo.

     -Está cerrado, Mateo, Walter tiene la llave, no suelen entrar a la casas tampoco.

     -Mi familia está ahí, quiero estar seguro.

     -Entonces vamos todos.

     Los cuatro empezaron a correr hacia el hotel. Eran hombres poco habituados al deporte y tres cuadras después ya estaban cansados. Aminoraron el ritmo pero aún así sudaban y respiraban con dificultad.

     -Maldito cigarrillo –dijo Ruiz, que se llevó la mano al pecho y tosió una flema de color opaco.

     -Ni en pedo vamos a alcanzarlos, si hubiera un teléfono cerca.

     -Ni siquiera hay un boliche abierto…ahí hay un teléfono público.

     Dergan corrió y les dijo que siguieran. Al poco rato los alcanzó:

    -Está sin línea, tiene los cables carcomidos.

    Ellos lo miraron sin cejar en su paso rápido, como preguntándole si era posible que lo hubieran hecho los perros.

     -Lo destrozan todo, tachos de basura, cables, neumáticos, plantas. Hasta mataron a un vagabundo en la plaza hace dos meses.

     Ibáñez miró a Ruiz y preguntó:

    -Nunca supe de eso.

    -No salió en los diarios, por lo menos. El ministerio no quería que se supiese.

     Mateo Ibáñez volvió a correr. Los demás trataron de seguirle el paso. Márquez iba a buena distancia de ellos, cansado, con la corbata floja, el saco colgando de su brazo y la camisa transpirada. Se habían alejado demasiado del hotel y todavía faltaban más de cinco cuadras, por lo menos.

 

 

5

 

Alma se había desvestido y puesto el camisón diez minutos después de que Mateo bajara al comedor. Escuchó las voces de los hombres abajo, corriendo las sillas. Luego la puerta de calle que dejó entrar el ruido del motor de un camión recolector de residuos. Saldrán a caminar, pensó ella. Besó a Blas, que se arrebujó en su cuna, sin despertar. Luego se acostó. No le gustaban los hoteles, las sábanas frías y extrañas le provocaban escalofríos aún en pleno verano. La habitación a oscuras era todavía más intrigante, con esa humedad que impregnaba los muebles y las cortinas viejas. Los postigos de metal estaban oxidados y rechinaban con el viento. Había una corriente de aire que llegaba de alguna parte, y ella se levantó para ajustar las hojas de la ventana. Antes de cerrar miró hacia la calle y vio venir a un chico corriendo, un adolescente, que se agarraba la mano y parecía gritar, aunque muy quedamente. Luego escuchó el golpeteo en la puerta de calle, y reconoció al botones del hotel en aquel muchacho vestido como cualquier otro con vaqueros y remera.

      Cerró nuevamente la ventana y se colocó una bata. Echó una rápida mirada a Blas, que seguía dormido. Salió al pasillo y miró hacia la puerta. Se veía la sombra del chico golpeando. Del cuarto tras el mostrador salió el conserje con una linterna, con el cabello despeinado y una bata a cuadros verdes y rojos.

     -¡¿Quién es?! ¡¿Qué pasa?!

     -¡Soy yo, tío! - gritaba el muchacho.

     Ansaldi fue a abrir, pero se dio la vuelta, regresó al mostrador y buscó la llave. No la encontró. Rebuscó luego en los cajones y halló una copia. Mientras tanto, Alma bajaba las escaleras.

     -¿Qué pasó?

     -Es mi sobrino, no sé que le ha sucedido. Lamento que la despertara.

     -No importa, ábrale.

     -Espero que esta llave funcione, es una copia vieja, la otra se la di a los doctores para que entraran al volver de su paseo

     Metió la llave en la cerradura y costó abrir, pero finalmente lo hizo y el chico entró directamente para sentarse en el sillón del vestíbulo. Tenía la cara fruncida de dolor y se sujetaba la mano derecha con la izquierda.

     -¡Me mordió un perro!

     -¡Pero dónde!

     -A dos cuadras de aquí,

     -¿Y qué hacías a estas horas en la calle cuando te mandé a la cama?

     -Señor Ansaldi, por favor, deje eso para después, no ve que está sangrando. ¿Donde tiene un botiquín?

     -Dale gracias a la señora que por ahora te salvás. Voy por el botiquín, mi querida señora.

     El conserje se metió en su cuarto, cuya luz iluminaba apenas el vestíbulo. Alma trató de calmar al chico y ver la herida, pero apenas podía. Buscó el interruptor y no funcionaba. Encontró la caja principal está atrás del mostrador. Alma probó y se encendieron todas las luces de la planta baja. Por qué Ansaldi había cortado todas las luces de ese sector a la noche. ¿Habría llegado a ese colmo en su necesidad de ahorro? Volvió adonde estaba el chico y revisó la herida, era amplia y tenía un hueso del pulgar expuesto.

     -¡Señor Ansaldi, rápido, hay que llevarlo al hospital!

     El conserje dijo que no encontraba el botiquín, y al salir de la pieza se sorprendió de ver todas las luces prendidas.

     -¿Quién las encendió?

    -Fui yo, y es absurdo cortar la corriente de noche, más en un hotel.

     -Mi querida señora, hay razones para eso, y usted no las conoce, si me permite decirlo.

     -No conozco ninguna razón más que su tacañería. Pero ahora hay que llevar el chico al hospital. Por lo menos llamar a una ambulancia.

      Ansaldi fue a llamar por teléfono, ofendido pero con gestos dignos.

     -¡Qué hombre tan estúpido es tu tío! Disculpame, pero es así como se porta. ¿Por qué corta las luces?

    El chico la miró un momento, como decidiendo si contestar o no, por fin dijo:

    -Por lo perros, si hay luces no se acercan.

    -¿Y por qué iba a querer que se acerquen al hotel?

    -Los echan de todas partes, señora. En cambio acá a veces duermen en el umbral hasta antes que amanezca. Mi tío les da de comer si lo ve muy famélicos.

     Es una locura, se dijo Alma, están todos locos en este lugar.

     Ansaldi volvió diciendo que en el hospital no había ambulancias disponibles, que tenían que llevarlo ellos mismos.

     -Dios mío, y quién sabe cuándo volverá mi marido. Me voy a cambiar y saco nuestro auto. Haga el favor de envolver con una tela limpia esa herida, ¿quiere?

     Cuando Alma volvió a su cuarto, Blas seguía dormido. Dio gracias al cielo y esperó que no se despertara. Pero si salía tenía que dejarlo solo con aquel viejo, y eso ni pensarlo. No tenía más remedio que llevarlo con ella al hospital. El viejo seguro que no querría dejar solo el hotel. Y Mateo que no llega, de paseo con amigos después de tanto tiempo de vida austera en Buenos Aires, y justamente hoy.

     Terminó de vestirse y envolvió a Blas con su abrigo. Bajó las escaleras.

     -Ya estoy lista.-Se detuvo y recordó que había olvidado los papeles y las llaves del coche.-Téngame al niño un momento, por favor.

     Ansaldi no sabía cómo agarrarlo. Alma hizo un gesto de hastío y lo apoyó en el sillón, junto al chico.

    -Entonces por favor vigile que no se caiga, por lo menos eso-. Subió corriendo y buscó los papeles en la valija, era lo único que había dejado sin desempacar porque no creyó que los necesitaría tan pronto. No encontró las llaves, y se asustó al pensar que quizá Mateo se las había llevado consigo. Al final las halló en la campera de viaje de su marido y respiró aliviada. Luego escuchó uno ladridos que se acercaban. Salió al pasillo y bajó las escaleras, pero a mitad de camino se dio cuenta que las luces estaban otra vez apagadas.

     -¿Pero qué mierda….? –comenzó a decir, antes de ver que casi diez perros entraban al vestíbulo a oscuras, adonde llegaba desde la calle una escasa luz de mercurio. Más de diez perros quedaban afuera, dando vueltas frente al hotel. Los que habían entrado recorrían el vestíbulo, y ella alcanzó a ver la sombra del conserje y el chico sentados en el sillón. Pensó en su hijo y se desesperó. Corrió hasta allí sin ver que dos de los perros estaba al pie de la escalera, o si lo vio no le prestó atención en realidad. Porque estaba seguro de lo que había visto sólo un segundo antes. El señor Ansaldi había empezado a levantar al niño y lo acercaba a uno de los perros.

    -¡No! –gritó lo más fuerte que pudo, y su grito se hizo más fuerte todavía cuando sintió la mordedura profunda, limpia y exacta de los colmillos de uno de los perro que la aguardaban al pie de la escalera.

     Alma cayó al piso. Intentó zafarse, sacudirse al animal de su tobillo izquierdo, pero éste se aferraba cada vez más fuerte,  mientras el otro la agarraba de la otra pierna. Pronto comenzó a no sentir dolor, sino una anestesia profunda, como si ya no tuviese piernas. Entonces tuvo que ir arrastrándose con el peso de ambos animales para llegar al sillón, donde Ansaldi, contradiciendo lo que ella había visto sólo un  instante antes, se había acurrucado con las rodillas dobladas para protegerse. El chico comenzó a defenderse con los almohadones y tirándoles cosas de la mesa junto al sillón.

     Alma se agarró del apoyabrazos y rogó ayuda al conserje. Éste la miraba como si la viera por primera vez. Ella se dio cuenta que nada podría obtener de él, y creyó estar desangrándose por ya casi no sentía las piernas. Buscó a su hijo, pero al no encontrarlo pensó que debía estar tapado entre el conserje y el botones. Éste ya no tenía qué arrojarles, así que se puso a llorar, sin darse cuenta de que la sangre que le salía de la mano manchaba el sillón. Los perros ahora estaban más furiosos que antes. Olían la sangre, y Alma también podía sentirla, pero su vista se nublaba y sabía que estaba por morir.

     Mateo, murmuró, y si imaginación confundía la cara de su esposo y la cara extraña de aquellos animales. Los perros no parecían ver nada, los ojos eran claros como los de los ciegos. Eso fue lo último que vio antes de dormirse, porque eso es lo que suele suceder cuando la sangre brota de una arteria principal. Un cuerpo sin sangre es como una caldera sin agua. La presión se enfría y la vida se pierde, lentamente.

 

 

6

 

Los cuatro llegaron a la vereda del hotel, pero ya desde la cuadra anterior vieron a los perros frente a la puerta dando vueltas y ladrando. Algunos vecinos habían abierto las ventanas y se asomaban para mirar, ninguno se atrevió a salir.

     Cuando se dieron cuenta que los animales estaban entrando, Ibáñez hizo todo el esfuerzo que pudo por llegar. Ruiz y Dergan no le iban en saga, incluso Márquez, bufando como un buey, apuró el ritmo. Pero tuvieron que detenerse ante los perros que les impedían el paso, gruñendo y salivando intensamente. Ahora pudieron verlos bien de cerca. Blancos y de pelo muy corto, sin orejas, sólo un orifico a cada lado del cráneo, hocico corto y ancho, cuerpo robusto y patas cortas. Pero sobre todo se dieron cuenta que los perros no los miraban directamente, los párpados estaban casi cerrados, como caídos por falta de uso o una parálisis facial. Lo que podía alcanzarse a ver de los ojos, era solamente un brillo opaco de las órbitas con pupilas claras. Los perros movían la cabeza de un lado a otro como si temblaran, pero no era eso, sino que se guiaban por el olfato y movían el hocico hacia todas partes, constantemente. Eran igual a lo que hace un hombre ciego cuando intenta distinguir de donde proviene un sonido en particular.

     -Están ciego, Ruiz –dijo Dergan.- Tenías razón, son los mismos.

     Ibáñez no entendía a lo que se refería, pero no era eso lo que le importaba ahora.

     -¿Cómo vamos a pasar entre ellos?

     -Tengo una idea –dijo Márquez. Sacó el encendedor del bolsillo y empezó a prenderle fuego a su saco. Luego lo agitó frente a  los perros y éstos empezaron a escapar.

     -Estupendo, Walter – lo felicitó Dergan, y los cuatro se abrieron paso en la brecha que abría el arquitecto.

     Cuando lo cuatro entraron, el último cerró la puerta dando una patada al último perro que intentó seguirlos. Adentró había otros cuatro alrededor del sillón. Ibáñez vio a su mujer en el piso, con uno de los animales aferrado a la pierna.

     -¡Alma! –gritó, yendo hacia ella.

     -¡Cuidado! –le advirtió Ruiz cuando dos de los perros iban a atacarlo, pero Bernardo levantó una silla y comenzó a golpearlos.

     Ibáñez llegó hasta donde estaba su mujer, los dos perros seguían vivos y aferrados a las piernas, entonces él agarró otra silla y se puso a golpearlos con todas su fuerza, una y otra vez, con asco e ira al mismo tiempo.

     -¡Mateo, basta! –escuchó decir a Bernardo, que lo agarró de los brazos y lo detuvo. Entonces Mateo se dio cuenta que el perro estaba destrozado, pero no había soltado la pierna de Alma. Tanta era la fuerza, que había quebrado el hueso.

    -¡Dios mío, mi Alma! ¡Mi querida Alma! –dijo, arrodillándose junto a ella y levantándole la cabeza.

     El conserje seguía acurrucado en el sillón, el chico los miraba quieto y sin saber qué hacer. Blas lloraba manchado de sangre. Mateo oyó el llanto y se dio cuenta que su hijo también estaba lastimado. Pero ya Ruiz lo había levantado en brazos y lo estaba revisando.

    Sólo quedaban otros dos perros vivos, que Márquez intentaba espantar con la chaqueta en llamas. Dergan trató de golpearlos por la espalda, pero eran demasiado ágiles. Los animales intentaron buscar una salida que no veían, como moscas sobre el vidrio de una ventana. Walter miró afuera y vio que los otros ya no estaban. Abrió la puerta y dijo:

    -¡Empujalos afuera, Mauricio, que se vayan!

    Los perros escaparon enseguida y Walter cerró la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y buscó el interruptor que no funcionaba. El chico se levantó del sillón y fue hasta el mostrador. Las luces se encendieron y vieron entonces todo el panorama de mugre y sangre sobre la alfombra y los sillones. Había tres perros muertos, Alma y Mateo en el piso. Ansaldi seguía mirando impávido  desde el sillón, siempre con las rodillas dobladas junto al mentón. El chico tenía la mano destrozada y aún le sangraba.

     -Mateo – dijo Ruiz.-Blas se manchó con la sangre del chico, pero no veo heridas, no te preocupes.

    Ibáñez no mostró alivio, quien sabe si estaba escuchando.

    -¡Mi Alma! –decía, meciendo la cabeza de su mujer contra su pecho.

    Ruiz decidió tomar las riendas del asunto porque no esperaba lucidez de parte de su amigo.

    -Dejame verla, por favor.

    Mateo lo dejó acercarse.

    -Tiene pulso, débil, pero está viva, Mateo, hay que llevarla al hospital.

    -Y a este chico también –dijo Dergan.

    -Voy a buscar el auto.-Márquez salió por la puerta del estacionamiento.

     Ruiz intentó separar las mandíbulas de los perros de las piernas de Alma.

    -Ayudame, Mauricio.

     Entre los dos intentaron abrirles las bocas, mientras Ibáñez sujetaba las piernas.

     -La puta madre…-decía Bernardo forcejeando de las mandíbulas e intentando al mismo tiempo no destrozar más las piernas de la mujer. Mauricio dijo que sabía cómo hacerlo.

    -La quijada se les traba, como una luxación, ¿entendés? No se pueden desprender cuando muerden algo de mayor diámetro que su boca.

     Dergan corrió hasta su cuarto y trajo el maletín. Sacó una pinza y apretó las mandíbulas de los perros por debajo de las orejas hasta quebrarlas. Entonces lograron soltarlos con facilidad.

     El auto esperaba en la puerta tocando bocina. Ibáñez levantó a su mujer en brazos, pero antes de salir le dijo a Dergan:

    -Quedate acá a cuidar a mi hijo, por favor, cuidalo con tu vida.

     Mauricio le dijo que no se preocupara.

    -Vamos –apuró Ruiz.

     Acostaron a Alma en el asiento de atrás, con la cabeza sobre la piernas de Ibáñez. Él le acariciaba la cabeza, alisándole el cabello sucio y transpirado. El chico se sentó adelante entre Márquez y Ruiz, ahora lloraba y Bernardo le pasó un brazo por los hombros e intentó consolarlo.

    -Me duele –decía el muchacho.

    -¿Cómo te llamás? – preguntó Bernardo, mientras las luces de las calles se hacían más frecuentes a medida que se acercaban al hospital.

    -Manuel Ansaldi, señor.

    -¿El conserje es tu pariente?

    -Mi tío, señor. En realidad, es como mi tío abuelo, creo. Es tío de mi abuelo.

    Márquez y Ruiz se miraron con asombro.

    -Pero si no tiene más de cincuenta años.

     El chico no contestó. Ya se veían las luces blancas de la entrada a la guardia.

 

 

7

 

Mauricio cerró la puerta al ver alejarse al auto. Levantó a Blas en brazos.

     -Voy a lavar al chico, viejo. Usted levántese y caliente algo de leche y comida.

     Como no se movía, lo sacudió de un brazo para hacerlo reaccionar.

     -Ya sé que fue todo un shock, viejo, pero no veo que haya hecho usted nada por impedirlo. Después me va a decir quién abrió la puerta si nosotros la habíamos cerrado con llave. ¡Vamos, mueva el culo de una vez!

     Subió hasta la habitación de los Ibáñez, le sacó las ropas manchadas al niño y lo metió en la bañera con agua tibia. Blas no había dejado de llorar en todo ese tiempo, pero al sentir la calidez del agua comenzó a apaciguarse. Dergan le cantaba una canción de cuna de su país, en francés, y el ritmo suave y delicado de sus palabras, el dulce amaneramiento ds su voz hicieron que Blas sonriese mientras lo enjabonaba.

     Luego lo levantó en brazos y lo secó con la toalla. Lo llevó a la cama y le puso la ropa que su madre pocas horas antes había acomodado en un cajón del placard. Lo acostó, salió al pasillo y gritó:

    -Viejo, ¿y la leche?

    Como no recibió respuesta bajó corriendo y lo encontró en la cocina, parado junto a la hornalla, esperando que hirviera.

    -¿Es sordo además de estúpido? Tuve que dejar al chico solo. Súbala en cuanto esté lista.

     Volvió corriendo al cuarto. Blas ya no lloraba. Un rato después el conserje subió con el biberón y se lo entregó a Dergan. Blas tomó su leche y comenzó a adormecerse. Cuando estuvo seguro que dormía completamente, lo metió entre las sábanas y las ajustó a los costados del colchón. Controló que la ventana estuviese bien cerrada. Luego salió cerrando la puerta con llave. Bajó al comedor y se encontró con el viejo sentado a una de las mesas, tomando un té. Seguía con la misma bata y el mismo olor a perro sucio.

     -¿Por qué no se lavó un poco? –dijo Dergan, más conciliador. No entendía la participación del viejo en aquel desastre. Si no hubiese abierto la puerta…

     -Cuénteme que pasó.

     Ansaldi lo miró con esos ojos marrones que parecían color café con leche. De dónde viene, se preguntó Dergan. No parece argentino, me da la impresión que viene de mis tierras, del viejo continente quiero decir. Es como si alguna vez lo hubiese visto, o a su familia tal vez. Tiene esos ojos lúgubres y vivaces al mismo tiempo, tristes y furiosos. Son ojos que esconden demasiado, como la tierra.

     -Mi sobrino empezó a golpear la puerta de calle. Estaba herido, entonces busqué la copia de la llave que hace mucho que no uso. Pude abrirle y lo dejé entrar. La señora Ibáñez se había despertado y me acompañó. Dijo que había que llevarlo al hospital y que iba a usar su auto. Fue a cambiarse y a buscar las llaves, supongo. Pero cuando bajó lo perros ya habían entrado.

     -¿Pero entonces no cerró usted la puerta cuando dejó entrar al pibe?

     Ansaldi se encogió de hombros y contestó:

     -No se me ocurrió en el momento, Manuel se quejaba de dolor y no sabíamos qué hacer.

     Dergan se frotó la cara con las manos, cansado y furioso de ver tanta estupidez.

     -Pero por qué estaban a oscuras, con el interruptor general apagado. Con las luces grandes los animales no suelen acercarse.

     -Las apago de noche en la planta baja, doctor, para ahorrar, usted sabe que el hotel no anda bien en los últimos tiempos.

    -Déjese de doctor, soy veterinario.

     -Como quiera, monsieur Dergan.

     Mauricio entonces percibió en aquel acento italiano un residuo de viejas épocas. Ya no dudaba, el viejo había venido de Italia mucho tiempo antes, y conocía su tierra de Bretaña.

     -¿Cuándo vino usted de Europa?

     Ansaldi sonrió.

    -Oh, monsieur, hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.

    -¿Pero cuántos años tiene?

     El viejo no contestó, era muy mal actor y se notaba que se hacía el sordo a conveniencia.

    -¿No me escuchó?

    -¿Qué cosa, monsieur?

     -Le pregunté cuántos años tiene.

     Ansaldi se levantó y Dergan lo retuvo.

     -Estoy cansado, monsieur, por favor, tenga piedad de un viejo como yo. Mañana tengo que tener este hotel en condiciones para ustedes.

     -¿Dé qué ciudad viene, por lo menos conteste eso?

     -De Firenzemonsieur.

     Luego se levantó, se fue hacia su pieza y cerró la puerta, pero antes volvió a apagar las luces, sin hacer el más leve movimiento para limpiar el vestíbulo o sacar los cuerpos de los perros. Mauricio dio un sobresalto cuando se quedó a oscuras, y de pronto recordó que antes de venir de Francia su abuelo le contaba historias, leyendas de la vieja Europa medieval, algunas alegres trasmitidas por trovadores, pero otras, del siglo dieciocho y diecinueve, más siniestras. Le había contado una vez una historia de una tal Alicia de Trieste, de gran belleza, que había muerto de sífilis, pero se contaba que en realidad la había matado su esposo con un aparato mecánico que había inventado. Era una historia fantasiosa que involucraba a un autómata y una imaginación inmoderada. No supo por qué pensó en tal historia en ese momento, quizá fuese porque era la única de origen italiano que su abuelo francés le había contado, o quizá porque el apellido Ansaldi sonaba con reminiscencias acordes a ese nombre de mujer y a esa ciudad en particular. Pero aquella Alicia había muerto sin descendencia, según creía.

     Fue a buscar una bolsa de arpillera en el baúl de su auto. Regresó con ella, recogió los cadáveres y los metió dentro. Dejaría que los empleados de Ansaldi limpiaran el resto. Él cargó la bolsa hasta su cuarto y allí la dejó, cerrando con llave, aunque no pensaba que fuese inviolable. Volvió a la habitación del niño, que seguía durmiendo, y se acostó en la cama en la que los Ibáñez no dormirían juntos nunca más.

 

 

8

 

El domingo en la mañana, Ibáñez se despertó sentado en una silla de hospital, con la cabeza entre los brazos y el cuerpo recostado sobre el colchón donde estaba su mujer. Levantó la mirada, sobresaltado al sentir que ella lo tocaba. La mano de Alma acariciaba la suya.

     -¿Cómo te sentís? –le preguntó, besándole la frente.

     -Mal.

     Mateo no pudo más que besarle lo labios, la cara y el cuello. No tanto para consolarla, sino para asegurarse que no la había perdido, que era ella, su mujer, su Alma, la que estaba en esa cama.

     -¿Y Blas? –preguntó ella.

     -Está bien, por suerte no le pasó nada. Está en el hotel con Dergan.

     -¿Y el viejo…?

    -Tampoco lo mordieron…pero el chico casi pierde un dedo de la mano. Qué se le va a hacer…

    -Dios mío…

    -Por favor, mi amor, no te preocupes, ya pasó todo.

    -Pero vos y los demás, tienen que estudiarlos, a esas bestias…

    -Ya encontraremos alguna solución. Por favor, no te agites, no te preocupes por nosotros. Dedicate a sanarte.

     -Me duelen las piernas…

     Mateo miró hacia el pie de la cama. Cómo iba decírselo, por Dios, cómo le diría a su mujer que probablemente perdería la mitad de la pierna, o ambas quizá. La habían operado anoche, incluso Ruiz estuvo en el quirófano, pero a él le prohibieron entrar. Y ahora ella tenía las piernas con dos semicírculos de tutores externos y con vendas que cubrían la falta completa de músculos y tendones.

     Alma levantó un poco la cabeza y notó el bulto bajo las sábanas.

     -¿Aparatos?

     -Tutores externos, tenés fracturas expuestas, pero ya te limpiaron anoche y estás con antibióticos. Ahora tratá de dormir.

     Alma cerró lo ojos, no porque lo obedeciera sino por cansancio. En el suero que alimentaba su sangre había sedantes, analgésicos y antibióticos. Todo un coctel que no muchos resistirían largo tiempo. Pero ella es fuerte, se dijo. Le habían aplicado las vacunas apenas llegó al hospital. Alma abrió otra vez los ojos y le dijo:

    -El viejo…

    -Ya te dije que no le pasó nada…

    -No, Mateo…el viejo quiso matar a Blas…

    -¿Qué decís, no entiendo?

    Alma respiró profundo para elevar su voz pero la sacudió un ataque de tos. Mateo le alcanzó un vaso de agua y la ayudó a beber. Ya no pudo hablar mejor.

    -Quiso entre…entre…garlo…

     Luego cerró los ojos y su cabeza cayó sobre la almohada.

     -Alma… Alma.

     Mateo le tomó el pulso y no lo encontró.

    -¡Enfermera!

     Apoyó el oído en el pecho de Alma y no escuchó latidos. Comenzó a hacer la maniobra de resucitación mientras la enfermera lo miraba desde la puerta. Poco después entraron los médicos con el aparato de electroshock y lo separaron de la cama. Mateo se quedó en un rincón, observando, tratando de entrever entre los cuerpos de los médicos y enfermeras a su esposa. Se dio vuelta contra la pared, abrazándose a sí mismo, raspando su frente sobre la pared. Dios mío, no dejes que se vaya, no dejes que se vaya, no dejes que se vaya

     -Doctor…

     Mateo se dio vuelta. Era el médico que la había operado.

    -Doctor, lo lamento mucho, un coágulo debió producir el paro. Hicimos todo lo necesario.

     Mateo apoyó su mano derecha sobre el hombro del médico. Asintió con la cabeza pero no se atrevió a acercarse a Alma. Temblaba, y el médico lo ayudo a caminar hasta la cama. Ella era otra, no su esposa, no la mujer con quien se había casado. Él había visto muertos toda su vida, por eso sabía que ellos son fragmentos de anatomía, cuerpos cuyos nombres ya no les pertenecen. Ellos adquieren un nuevo estado sin particularismos no excentricidades. Un nombre como un adjetivo ya no les es útil, sólo un sustantivo: cadáver. Una palabra que resume un estado permanente, una situación que no implica circunstancias ni condiciones. Aislados y protegidos de los vaivenes y las amenazas de la vida, para siempre ignorantes como niños bobos del amor y la pena. Ellos son cosas que miramos descomponerse con el tiempo, a los que metemos en cajones y sepultamos o escondemos en departamentos abovedados de ciudades que crecen hacia arriba y abajo. Cementerios donde los muertos ni siquiera saben que a su lado hay otro muerto tan solitario como él. Donde el silencio es a la vez una congoja y un alivio, una desesperada búsqueda y un vacío sin vértigo. Donde la oscuridad no es temor sino abandono, espacio inabarcable y estrechos límites sin movimiento. Donde el todo es a la vez la nada, donde se anulan los contrarios, la luz y la sombra, el ruido y el silencio. Allí se logra convivir por la sabia disposición de Dios que ha decidido borrar los contrastes para permitir el descanso de los humanos atiborrados de angustia y terror. Los ojos que han visto el desastre de la vida, necesitan ver la paz de la oscuridad.

      Mateo lloró sobre la cara de Alma, sobre lo que fue la cara de esa mujer con la que él tuvo un hijo que sobrevivía en un hotel, cuidado por las manos inexpertas de un veterinario y junto a un viejo que le resultaba más peligroso que los mismos perros. Cobijó la cabeza de Alma entre sus manos, revolviendo el pelo en el que tantas veces había metido su cara mientras hacían el amor, volviendo a oler el intenso aroma de esa mujer que ahora se estaba perdiendo entre el olor a remedios y alcohol. Sus lágrimas tenían olor también, las lágrimas de él, porque ella no había alcanzado a llorar antes de morir. Las lágrimas de Mateo Ibáñez mojaron la cara de un cadáver ya sin nombre. Un resto de huesos y carne al que ya no le importarían los gestos desesperados de un hombre ni las lágrimas que él pudiese derramar. Un cuerpo que alguna vez había respondido a sus caricias y sus palabras después de mucho tiempo de pensar que nadie en el mundo lo haría alguna vez por él. Y ahora resultaba insensible tanto a su amor como a su desesperación, a su súplica como a su íntimo ofrecimiento de entregarse él también a ese estado sólo adivinado, sólo irrisoriamente presentido por aquellos que no han pasado ese límite, tan fino y delgado, tan transparente, pero que tiene la imperecedera, la inviolable, la inescrutable virtud del máximo secreto. La nada y la oscuridad.

     Lo llevaron a un cuarto contiguo y le dieron un calmante. Una enfermera se quedó a cuidarlo. Ruiz entró después y se paró junto a la cama. Mateo estaba mirando fijo el techo del cuarto, luego estrechó la mano de Ruiz y se sentó.

    -¿Qué voy a hacer? –murmuró.

    Bernardo no lo escuchó y se inclinó para oírle mejor. Mateo le susurró al oído la misma pregunta, y luego se aferró a su amigo. Lo abrazó con todas sus fuerzas y Ruiz lo dejó hacer, no apretándolo contra él sino acariciándole la espalda, la cabeza y los hombros. Porque ese hombre necesitaba el consuelo de una caricia y no la fuerza de un abrazo solamente. La fuerza estaba en la ira de Mateo Ibáñez, estaba en el dolor que provocaba en el frágil cuerpo de Bernardo Ruiz, que a pesar de todo no se quejó, porque al fin de cuentas él también era un hombre y se sentía capaz de entender y soportar, de ser el blanco de la ira que su amigo necesitaba descargar y compartir. El dolor como un abrazo y su correspondiente respuesta, las caricias en la espalda y la cabeza. Una mano que sacuda el pelo como lo hizo nuestro padre cuando éramos chicos, una mano que palmee la espalda como lo hizo nuestro abuelo cuando probamos nuestro primer trago de alcohol. Un par de manos que nos sostuviera la cabeza para reconocer de frente la verdad ante un par de ojos amigos, y recibir el beso en la mejilla. Un beso que incluye también el beso de Judas porque eso también fue amor y amistad, porque la amistad incluye al amor y el amor a la irremediable traición. Uno y otro separados por abismos, enlazados por puentes quebradizos con palabras pusilánimes y muertas antes de tiempo. Palabras como cadáveres.

      Por eso Bernardo Ruiz se dejó abrazar con cierto dolor y él no tuvo que hacer más que apoyar su barbilla en la cabeza de Mateo Ibáñez, que lloraba mojándole la ropa que no se había cambiado desde anoche.

     -Llorá todo lo que quieras. ¿Sabés que a pesar de conocernos desde hace mucho no hemos pasado más que dos días juntos? Es curiosa la amistad, Mateo, ¿no es cierto?

     No esperaba respuesta, era sólo conversación, tiempo perdido dentro de una habitación de hospital mientras afuera, tras las ventanas de vidrios esmerilados, ambos sabían que la mañana seguía transcurriendo también con conciente y deliberada desesperación, en busca de algo que nadie más que ella, quizá, conocía. Olvidando en el camino el peso muerto que impediría su paso más acelerado, cosas y hombres, todo aquello cuya sustancia requiere del tiempo como forma de vida y ritmo natural de permanencia. Dejando de lado lo que no sirve, pateando los obstáculos del camino y avanzando sin querer mirar atrás, aunque a veces lo haga. Pero a ella, la mañana luminosa, no le gusta hacerlo, mirar atrás. Porque cuando eso sucede, por las tardes suele arrepentirse de su ritmo, suele dolerle su cabeza de sol y su espalda de caminos. Entonces no tiene más que agachar la cabeza mientras sus piernas siguen, las bellas piernas sostenidas por dos pies enormes calzados en sendas lunas llenas. Deslizándose siempre, arrepentida cada noche y estimulada cada mañana. Pero atada a un fin que ella, tal vez, ni siquiera conoce.

 

 

9

 

Cuando abrió los ojos, Mauricio tenía al pequeño Blas sobre su pecho. Quién sabe desde cuándo el niño se había deslizado desde su lugar y se había acurrucado contra y sobre él para abrigarse.  Echó una ojeada al reloj despertador de la mesa de luz. Eran casi las nueve de la mañana del domingo. Bostezó, se fregó la cara con las manos. Había dormido vestido y tenía la ropa arrugada. Se encontró, de pronto, con los ojos abiertos de Blas.

     -Buenos días – le dijo.

     -Hola –le contestó Blas.

     -¡Qué chico tan bien educado, dormiste como un lirón toda la noche y ahora me saludás como un caballero! Vamos a hacer pis…

     Lo levantó en brazos y lo llevó al baño. Lo sentó en una pelela que Alma había traído. Mauricio orinó en el inodoro. El chico, sentado desde su lugar, miraba con asombro el chorro fuerte de aquel hombre que no era su padre, pero que sin embargo lo trataba bien y con el que parecían sentirse a gusto.

     -¿Ya hiciste? –preguntó Mauricio, tirando de la cadena del baño. Levantó a Blas y vio el charquito de orina en la pelela.- Buen chico. Ahora vamos a desayunar.

     Bajaron al comedor. Un hombre estaba limpiando la suciedad del vestíbulo.

     -Buen día –dijo Dergan.- ¿Y el conserje?

     -Se levantó temprano para visitar a su sobrino en el hospital, señor.

    Mauricio sentó a Blas en la sillita alta. La cocinera se acercó a tomarles el pedido.

     -Leche tibia con azúcar para el chico, agua, jugo de naranja y vainillas. Ya sabe, lo que toma un bebé –dijo, sonriendo, como disculpándose de su ignorancia en esas cosas.

    La mujer entendió.

    -¿Y para usted?

    -Café con leche, nada más. Pero antes quiero cambiarme de ropa, así que cuídemelo mientras se desayuna, por favor.

     -Está bien, señor, me lo llevo a la cocina mientras preparo el desayuno.

     Mauricio volvió a subir y abrió la puerta de su cuarto. Entonces recién recordó, al notar su ausencia, la bolsa con los perros. Buscó en todas partes por si había olvidado que las escondiera en algún sitio en especial, pero era un cuarto estrecho. Se golpeó la frente con la palma de una mano y se llamó estúpido. Anoche estaba cansado con todo lo que había sucedido, y a pesar de que al cerrar la puerta con llave tuvo el fugaz pensamiento de que esa no era la única copia, no había tenido ganas de tomar precauciones. No podía cuidar al chico y a los perros al mismo tiempo, no en el mismo cuarto, por lo menos. Alguien debió entrar durante la noche, y obviamente no podía tratarse más que de Ansaldi. Ahora el viejo no estaba, y aunque posiblemente fuese verdad que estuviese en el hospital, no podía hacer nada hasta que Ibáñez regresara.

      Decidió llamar por teléfono, por lo menos hablaría con Márquez o Ruiz para no molestar a Mateo, que suficiente tenía ya con lo de su mujer. Bajó, levantó el tubo del aparato de la recepción y marcó el número del hospital. Mientras esperaba a que lo atendieran, miró a los dos empleados trabajar tranquilos, el hombre limpiando y la mujer dándole el desayuno al chico. No tenía sentido enojarse con ellos, eran simples asalariados del conserje.

    -Buenos días, ¿me podría comunicar con el doctor Bernardo Ruiz, por favor?

    -¿De parte…?

    -De Mauricio Dergan, es importante, gracias.

     Esperó un momento. Miró el reloj de pared, eran las diez de la mañana.

    -¿Hola, Mauricio?

    -Sí. Walter, ¿sos vos?

    -Sí, ¿pasó algo con Blas?

     -Nada, está desayunando ahora. Pero tengo noticias importantes. ¿Cuándo vuelven? ¿Cómo está Alma?

     Hubo un breve pero demasiado elocuente silencio para que Dergan no se diese cuenta, para que no adivinase lo que Walter iría a decirle, y como un reflejo ante lo que presentía, miró a Blas en su sillita, con una vainilla mojada en una mano, mientras la cocinera intentaba darle en la boca una cucharada de crema de leche.

     -Es una tragedia, Mauricio. Alma falleció hace quince minutos. Bernardo está con Mateo, tratando de consolarlo. No sé cuándo vamos a volver al hotel. Si querés paso por allá…

     -¡La puta madre que lo parió, Dios mío! ¡Qué mierda es ésta en la que nos metimos! ¡Dios santo, mi Santo Dios de las mil putas!

     Mauricio Dergan no sabía si pensaba en voz alta o era simplemente la voz de su pensamiento, más fuerte que lo habitual. A nadie le decía todo esto, pero los empleados lo miraban. Se frotó los párpados con la mano libre, sus dedos se humedecieron, y se quedó en silencio. Del otro lado del teléfono hubo un corto lapso de absoluta nada, donde ni siquiera el zumbido de la línea interrumpía el respeto debido, como si hasta los dioses que rigen los saberes de la técnica compartiesen con los hombres el mismo miedo y la misma servidumbre ante aquella otra diosa más fuerte e impredecible. Esa que no guía por hipótesis ni puede resumirse en tratados ni someterse a pruebas, porque los experimentos siempre terminan en el fracaso o quizá el triunfo ya previsto por su misma sustancia. El silencio como prueba y manto protector, como mortaja e incienso de respeto, como un fin en sí mismo.

     Márquez entendió lo que estaba pasando por la cabeza de Mauricio.

    -No hace falta que vengas…

    -Si por ahora te las arreglás solo…Mateo necesita apoyo, hay un montón de cosas que solucionar, ya sabés. Pero contame si pasó algo importante en el hotel.

    -¿Viste a Ansaldi en el hospital?

    -Sí, está en la habitación del sobrino. Espera que le den el alta al mediodía.

    -Macanudo, entonces tengo tiempo.

    -¿Para qué?

    -Ya te voy a contar después.

    -¡Decime ahora!

    -Se robaron los cuerpos de los perros para la autopsia. Y estoy seguro que fue el viejo. Pero no le digas nada. Solamente asegurate que vuelva para acá no antes del mediodía.

    -Está bien.

    -Chau, y dale mi pésame a Mateo, si sirve de algo…

    -Lo haré, cuidate.

     Colgó el tubo y miró a la calle. Había el habitual trajinar de los domingos por la mañana. Gente que iba o volvía de la panadería de los Casas con facturas, otros con periódicos bajo el brazo, o leyéndolos distraídos mientras caminaban, tropezando con aquellos vecinos que les daban los buenos días. Se olía ya el humo de algún fuego que alguien estaba preparando para el asado del domingo en algún patio de una de esas casonas anónimas y corrientes. Gente que pronto moriría, porque los años no son más que pasos en una vereda. Mañana alguno de ellos ya no estaría, y pocos o nadie se darían cuenta de su ausencia. Y los perros saldrían por las noches, realizarían su cometido para esconderse antes del amanecer, antes de que alguien pudiese o siquiera se atreviese a intentar atraparlos. Y lo más curioso es que la gente se había acostumbrado, lo mismo que la mayoría se había habituado ya a nuevo régimen de estado, a los soldados en las rutas y los uniformes militares en el gobierno. Qué importaban los avatares políticos cuyos informes conformaban titulares en la prensa de todos los días, con mayor o menos dosis de engaños, si alguien que él había conocido por menos de un día, había muerto. Si alguien que ya jamás regresaría había dejado a otro ser abandonado a su propia suerte, que no podría valerse por sí mismo y que necesitaba cuidados permanentes. Un niño de casi dos años por el que cuatro hombres debían velar día y noche, porque ahora representaba más que el hijo de una mujer muerta, más que un chico al que educar. Era ya casi un símbolo al que había que rescatar de cada próximo ataque, así como su madre lo había salvado del primero.

     -Señor, el chico ya terminó su desayuno. ¿Le sirvo el suyo? Mire que ya es tarde y tengo que empezar a preparar el almuerzo.

     -Está bien –contestó, sentándose junto a Blas.

     -Mamá, papá…- dijo el chico, jugando con una cuchara y golpeándola sobre el mantel. La leche se había derramado y un entrañable olor sacudió la memoria de Dergan. Pensó en su infancia en su tierra, en el aroma de la leche que traía el lechero cada mañana en su tarro abollado por el uso. Venía cada amanecer en su camioncito blanco y su delantal también blanco, su gorra gris y las botas manchadas de leche. Se bajaba del vehículo, llenaba las botellas que en cada casa dejaba en la puerta desde la noche anterior y las depositaba de vuelta tocando el timbre o golpeando. Pensó en las tostadas untadas con la manteca que el mismo lechero proveía los lunes a quienes se la encargaban cada viernes.

    Mercí, madame, decía el hombre, luego de cerrar su mano sobre las monedas que la madre de Maurice Dergan le entregaba, mientras con la otra sacudía el pelo del chico, despidiéndose hasta el día siguiente, hasta esa repetida eternidad del día siguiente, y al otro, y al otro, hasta que la propia eternidad demostraba tener un fin porque un día el lechero ya no regresó. Es verdad que vino otro hombre, pero otro hombre es como otro universo y otra eternidad completamente distinta. Y luego ya no volvió ni siquiera éste, ni el camión, ni esas mañanas ni su madre. Ni siquiera el chico que había visto en un espejo cada día al despertarse.

     Apretó la cabeza de Blas contra su pecho y le besó la cabeza. Era tan parecido a Mateo que lo sorprendía haberlo notado recién ahora. La carita redonda, el cabello tan rojizo como debió tenerlo el padre cuando era chico, las pecas en las mejillas, los labios rosados. Blas era robusto pero no gordo, de carnes firmes y miembros fuertes para su edad. Sin embargo, demostraba una serenidad extraña, una mirada peculiar cuando se dedicaba a observar a los adultos que lo rodeaban. ¿Dónde estaban, entonces, las señales de Alma? No se veían señas externas, pero seguramente permanecían escondidas, ocultas hasta que las circunstancias lo requiriesen, cuando llegase el tiempo adecuado para expresarse.

     La cocinera le trajo el café con leche.

     -¿Algo más, doctor? Mire que ya cierro.

     Mauricio no se molestó por aquella insistencia.

     -Rien. Merci, madame. 

     La mujer lo miró sin entender, pero sacudió el repasador como quien espanta una mosca y se metió en la cocina. Dergan, al ver el gesto de ella, se dio cuenta que había hablado en su idioma sin darse cuenta.

    -Et bien, mon petit, tout revient.

    Blas lo miró como si comprendiese, pero era el sonido de aquel idioma lo que parecía encantarlo. Su carita se llenó de una sonrisa grande y estiró la mano para tocar el rostro de Dergan, cuya barba ensuciaba la cara con un matiz entre negro y agrisado. Mauricio dejó la taza sobre el plato y sonrió al bebé.

     Dios mío, pensaba. La madre está muerta y nosotros jugamos. Ya tendrá tiempo para llorar, supongo. De inmediato pensó en Ibáñez, en la soledad y el vacío que debía estar sintiendo, y se dio cuenta que él jamás llegaría a sentir algo así. Se supo, por un momento, más vacío, más estéril que un ánfora llena de aire. Una vasija de barro mal confeccionada y por eso jamás usada, que el tiempo iba cubriendo de grietas, que tarde o temprano ni siquiera serviría de adorno sobre un estante. El camino de las cosas inútiles es tan predecible que resulta patéticamente desolador pensar en ellas.

     El hombre había salido a limpiar el jardín posterior. La mujer seguía en la cocina. La puerta de calle estaba abierta, y lo que anoche era un símbolo de peligro, hoy el luminoso sol y la plácida serenidad del domingo a la mañana colaboraron para adormecer su reticencias y sospechas, sobre todo ese miedo impreciso que se apodera subrepticiamente a medida que pasa el último día antes de la jornada laboral. Esa inquietud que quizá nace de niño cuando la idea de volver el lunes a la escuela nos hacer pensar que el domingo es una playa al borde de un abismo, una campo cultivado con girasoles, un sembradío de trigo cuyas espigas se mecen con la brisa bajo el sol de primavera, en fin, un refugio que perderemos así como el pequeño Blas perdió a su madre. Y como él, que ni siquiera sospechaba, pronto, tal vez en las primeras horas de la tarde, vendría una sombra encarnada en la figura de su padre para decirle, con tímida congoja, con la desvalida impotencia que a su vez cargaba con todo el peso del futuro que sembraría en el chico con tal noticia, que su madre no se levantaría más a hacerle el desayuno, que ni lo vestiría ni bañaría, que ya no escucharía esa voz cuyas palabras aún no comprendía pero sí el tono, la suavidad o el enojo, y sobre todo, que no olería nunca más el perfume de esa mujer que era capaz de resumir el perfume de todas las mujeres que un hombre puede llegar a conocer a lo largo de toda una vida.

     Cargó al chico con un brazo y fue hasta la recepción. Cerró la puerta principal, regresó al mostrador, hizo que curioseaba sin ninguna intención en particular, por si alguien lo veía, echó una ojeada alrededor y luego intentó abrir la puerta de la pieza del conserje. Estaba cerrada con llave. Buscó en los cajones del mostrador. Blas observaba todo con curiosidad, sin duda era todo aquello nuevo para él, por lo menos distinto a los hábitos de cama, comida y juegos corrientes a la que la vida de una familia común lo había expuesto hasta entonces. Mauricio le canturreaba una canción en francés, en voz muy baja, y mientras revolvía con cuidado en los cajoncitos y estantes para papeles, el chico le acariciaba el pelo y reía.

     Al fondo del cajón inferior encontró un manojo de llaves. Decidió probar con cada una. Las llaves se sucedían una tras otra pero ninguna abría. Eran como veinticinco o treinta llaves. El hotel estaba silencioso, nadie intentaba entrar. Sólo un par de personas miró de soslayo a través del vidrio de la puerta. Si nadie venía a saludar en un barrio donde todos se conocen luego de tantos años, sobre todo una mañana de domingo, ¿era porque el viejo no les agradaba? Ni siquiera el diariero había traído el periódico dominical. Si habían reservado el hotel para ellos solos, ¿no tendrían que haber planeado también el traerles el diario? ¿O acaso Ansaldi lo había suspendido?

     Mientras se hacía estas preguntas, una de las llaves finalmente abrió la puerta. En un descuido, la llave volvió a perderse entre el resto del manojo cuando él entró y cerró. Después se preocuparía por eso, se dijo. Prendió la luz de la pieza que no tenía ventanas, y era más pequeña de lo que había esperado. Era oficina y dormitorio al mismo tiempo. Había un escritorio contra una de las paredes, una cama junto a la pared contraria y un armario. Una cómoda servía de apoyo a archiveros y carpetas. No quería soltar a Blas, así que tuvo que buscar con una sola mano, descartando todo lo que fuese papelería burocrática o exclusivamente del hotel. Fue hasta el armario y revisó entre la ropa. Era vieja y con un olor a humedad más insoportable que el de las habitaciones de arriba. Revolvió entre la ropa blanca, ropa interior de viejo, de algodón, remeras de mangas largas y calzoncillos largos, medias de lana y fajas. Había fotos antiguas, manchadas y color sepia la mayoría, donde Ansaldi aparecía casi igual que ahora, sólo un poco más joven. Dergan reconoció lugares del viejo continente. En una, Ansaldi estaba en Firenze, se veía la réplica del David de Michelangelo al fondo. Debía ser de los años de posguerra, pero entonces se preguntó si realmente era la réplica, como le constaba que debía ser por esa época, o el original. En todas las fotos Ansaldi aparecía en primer plano y nunca de cuerpo entero, y no había hombres ni mujeres, ni otras cosas que delatasen el año en que había sido tomada la fotografía.

     Blas se entretuvo con esa foto mientras él seguía buscando. Encontró unos documentos viejos, de tapa dura. Abrió uno de ellos, las hojas, de tan quebradizas se partieron al querer plegarlas. Algunas ya estaban rotas, e intentó reconstruirlas sentándose en la cama. Allí no había fotos, pero intentó leer el italiano en esas letras prolijas que habían pertenecido a algún dedicado empleado de registro civil. Estaban borroneadas y distorsionadas por la vejez y la humedad. Pero alcanzó a leer el nombre: Gregorio Ansaldi. El lugar de nacimiento confirmaba lo que ya sabía. Leyó la fecha de nacimiento: 11 di Giulio di 1870.

     Era imposible, se dijo, que el hombre que conocía tuviese noventa y cuatro años. 

     Siguió leyendo: …figlio di don Gregorio Ansaldi e donna Marietta Sottocorno. Él conocía el apellido de la mujer, no recordaba cuándo ni donde lo había escuchado, pero le resultaba familiar. Se puso a pensar en eso a la vez que guardaba los papeles en donde las había encontrado. Conozco ese apellido, se dijo, buscando otra vez la llave adecuada, tardando sus buenos minutos en hallarla. Pero no fue tan rápida la búsqueda del origen de tal nombre. Se fijó, casi sin mucha atención, si alguien lo veía salir de la pieza, luego salió a la calle y se puso a caminar, ensimismado en su idea, de pronto obsesivo por encontrar un recuerdo perdido en una laguna enorme de su memoria que le sorprendió hallar justo cuando menos la esperaba. Son esas lagunas más bien lagos, o a veces océanos que nos vemos obligados a cruzar, impotentes, con las piernas acalambradas y casi ahogados, en busca de un dato que de un instante a otro se nos hace imprescindible como el hecho mismo de respirar. Avergonzados y heridos en nuestro orgullo, buscamos el dato preciso que nos salve ya no sólo de la situación que requirió aquella información, sino de la humillación de la desmemoria. El olvido a veces es disculpable, otras irrisorio, pero nunca tan degradante como ese fragmento de memoria que se ha desprendido de nosotros como un hijo que en un momento tuvimos aferrados a la mano y al otro, ya libre, se acerca a la orilla de un mar encrespado, al borde un acantilado o a los límites abismales más allá del cordón de una vereda.

      De repente recordó que seguía cargando a Blas en su brazo izquierdo. Estaba tan ensimismado en los documentos que acababa de ver, tan compenetrado por descubrir de dónde conocía aquel apellido, que el niño era menos que una cosa que llevaba encima por mero automatismo, sobre todo ese niño tan callado y observador como era Blas. ¿Se comportaba Mauricio como un padre, quizá? Había visto en sus amigos ya casados y con familia, esa actitud distraída con que ellos llevaban a los niños de la mano por la calle, los levantaban para cruzar de vereda a vereda, o lo subían o bajaban del auto para dejarlos o recogerlos de la escuela. Automatismos que se adquieren para realizar tareas que de tan rutinarias toman el cariz de meros reflejos, donde el pensamiento conciente ya no participa porque el cuerpo lo exceptúa, le da un descanso, le ofrece vacaciones a la preocupación. Pero a veces, los actos reflejos son pequeños traidores, unos nos salvan la vida, otros la destruyen para siempre. Y cuando el pensamiento conciente abre sus ojos, puede encontrarse al fin de cada día con las tareas cumplidas o con el caos y la tragedia.

     Por eso, Mauricio miró a Blas, y dijo:

     -Espero que te guste el paseo… - Parecía pedirle disculpas, excusarse sin hacerlo del todo, compensar una distracción con un acto que tenía la dudosa pretensión de ser planeado.

     Él sabía que algo lo estaba llevando por esa calle, la necesidad de recordar era sólo un motivo menor, aunque no por eso menos válido, para aquel deambular por las veredas matutinas de un domingo en La Plata. Se sentía conducido lo mismo que él llevaba a Blas, ambos callados y observadores de lo que contemplaban: las casas despertando de la modorra, los coches saliendo de los garajes, la gente alumbrada por el sol dominical como si saliesen recién de una cueva o de una oscura zona donde las noches de los sábados acostumbran a meternos aunque nos resistamos, la irresistible congoja provocada por esa ausencia que presentimos cada noche de sábado cerca de las doce. La alegría y el desenfreno sólo esconden y aceleran el paso de una ronda que pretende rodear y atrapar el centro que buscamos sin haberlo visto nunca. Y la noche avanza, la tristeza se asienta a las tres de la mañana como una pistola en la boca. La pesadumbre de la que únicamente el sueño sabe salvarnos. El sueño, quizá, sea él único dios piadoso no inventado por el hombre. Todos los otros son crueles como bestias hambrientas, en cambio el sueño, a pesar de sus dientes, es como una hembra que levanta a sus cachorros por la piel del lomo y los lleva lenta, parsimoniosamente hacia un lugar protegido donde el mundo sea inofensivo, o por lo menos donde el olvido prevalezca sobre la feroz costumbre de la vigila.

      Dergan pasó frente a la panadería de los Casas. Vio a un hombre joven en la puerta, con delantal blanco, sacudiéndose las manos enharinadas. Una niñita de no más de tres años jugaba en la vereda, llamándolo papá. Saludó al panadero; aunque no lo conocía, el otro le respondió con la mano. Siguió hasta la vereda siguiente, mirando la plaza donde los dueños habían llevado a sus perros. Los animales corrían, se olisqueaban entre sí, jugaban con chicos, ladraban a los gorriones que se posaban en el suelo a recoger las migas que un par de viejas les tiraban. Entonces persiguió con la mirada a uno de los animales. No se trataba de uno de los perros salvajes, pero se dio cuenta que no tenía dueño. El animal daba vueltas, tratando de inmiscuirse en el juego de los otros, pero los perros domesticados lo evadían. El animal finalmente se separó y se alejó de la plaza.

     Mauricio fue tras él, tratando de seguirle el paso. Aunque creía que le iba a ser difícil, el animal se paraba cada pocos pasos a oler algo en la vereda, los umbrales donde habían orinado otros perros, las baldosas rotas donde se habían formado charcos, los troncos de los árboles en las aceras. Fue tras el perro durante dos cuadras, hasta que llegó a una casona que ocupaba casi la mitad de la cuadra. Como un ruido que nos despierta en medio de la noche, o quizá sea más apropiado compararlo con una pesadilla que nos sacude el cuerpo con un escalofrío, recordó lo que ya esta comenzando a resignarse a considerar un fracaso más de su memoria.

     La casona que estaba viendo era la casa que Walter había edificado, y donde vivían una mujer con su hija. Lo peculiar, le había dicho el arquitecto, era que esa mujer se decía adivina, y así se ganaba la vida desde que mataran a su esposo. Dergan, por curiosidad, porque esa extraña profesión era para él motivo de sarcasmo y aprensión a la vez, le había preguntado cómo se llamaban ellas.

     Las Cortéz, había contestado Márquez, pero un rato después dijo que el apellido de soltera de la madre era Sottocorno.

     Mauricio sabía que tenía que entrar a esa casa. ¿Para preguntar qué? ¿Si ese era el apellido de la mujer? ¿No era ridículo tocar el timbre y hacer esa pregunta a una completa extraña en plena mañana de domingo?

     Sí lo era, pero también era imperiosa la necesidad de satisfacer esa curiosidad que abarcaba mucho más lo que tal palabra es capaz de definir. Pero incluso las palabras pueden ser más de lo que el significado corriente les asigna. La curiosidad involucra el azar y la suerte, y con ellos llega uno a los límites remotos de lo desconocido. Y tal era la casona para él: terreno que se explora como quien se adentra en un bosque del que sabe, de antemano, que no conoce el camino de salida, si es que lo tiene.

     Cruzó la calle y abrió la verja de madera del jardín. Un sendero de tierra apisonada con pasto crecido alrededor daba un aspecto descuidado pero no sucio. Las paredes de la casona tenían manchas de humedad, sometidas al viento del sur. En ese momento el viento soplaba allí de un modo distinto al resto del barrio. Como era la única construcción alta, quizá el paso del viento entre los aleros y tejados, con su evocativo sonido de aullido contenido y hasta extrañamente lejano por más que llegase de apenas unos metros, daba esa impresión de mayor brusquedad y desolación. Por momentos, Mauricio creyó encontrarse en una pradera africana, a pleno sol junto a una roca que carecía de sombra, al instante siguiente creía estar bajo la fría penumbra de un caserón cuyas paredes crujían ocultando gritos. ¿O eran ladridos? De lo que estaba seguro era que se trataba nada más que de sensaciones.

      Golpeó la puerta. Mientras esperaba, escuchó a Blas decir:

    -Mirá el guau guau

     Mauricio bajó la mirada y se encontró a un perro gris medio pelado oliéndole los zapatos. A cinco metros, sobre el vestíbulo, había otros tres o cuatro perros mestizos, observándolos. No parecían peligrosos, simplemente esperaban, como él. Tal vez sabían que cuando la puerta se abría ellos recibirían algo de comida.

     - ¿Qué necesita?

     Mauricio volvió la vista a la puerta y apenas vio una media cara de mujer entre el marco y la puerta entornada.

     -Disculpe la molestia, señora Cortéz. El doctor Ruiz me habló de usted, y quisiera hacerle una consulta, si es tan amable.

     El aparecer a esa hora de domingo con el chico en brazos debió dar confianza a María Cortéz, porque enseguida lo dejó pasar y le ofreció su mano frágil, de piel clara como su cara. Llevaba el cabello negro recogido con una hebilla endeble, y algunos mechones le caían en la frente. Parecía que recién se hubiese levantado, pero no había signos de sueño en su cara. Estaba vestida con una bata de hombre, quizá del marido muerto, pensó Dergan. Se sorprendió pensando en lo hermosa que era ella. Una belleza simple pero curiosamente individual, frágil e inteligente a la vez, con una nariz que no era ni respingada ni demasiado recta, unos ojos verdes que tendían levemente al marrón, una mandíbula que parecía ser el complemento perfecto para un par de pómulos marcados pero no excesivamente. A Dergan, demasiado alto en realidad, ella no le llegaba a los hombros, pero a él eso no le resultaba incómodo como con otras mujeres.

     -Siéntese, por favor. No acostumbro hacer sesiones a esta hora, pero si lo mandó el doctor…

     Mauricio pensó por un momento que debía decir la verdad, pero ésta era demasiado rebuscada para resultar creíble. Decidió inventar algo que justificara su presencia.

     -He estado teniendo algunos sueños raros, y bueno… aquí estoy. Soy veterinario, señora Cortéz, así que deberá disculpar cierto escepticismo de mi parte.

     Ella ahora lo miraba con mayor interés. Se había sentado en un sillón de respaldo alto y apoyabrazos anchos. Recién entonces él se fijó en los muebles. Eran finos en su mayoría, no caros sino de cierta antigüedad, como si hubiesen sido comprados de a poco pero con un afán de elegancia y solidez.

     -Su hijo puede jugar con mi hija mientras tanto, ¿no le parece? ¡Lidia, vení por favor!

     Una niña de no más de cinco años se presentó en el living desde la cocina. Era más bella aún que su madre.

     -No es mi hijo –se apresuró a aclarar él.-Es de un amigo, se lo estoy cuidado porque la madre está en el hospital.

     -Bueno, lo mismo da doctor.- Agarró a la niña de una mano y le dijo:- Querida, llevate al chiquito al cuarto de juguetes, por favor.

     La niña asintió sin decir nada y Dergan dejó a Blas en el suelo. Lidia lo agarró de la mano y pacientemente esperó a que el chico tomara su ritmo tambaleante e inmaduro.

     -¿Quiere tomar algo?

     -No, gracias.- Miró el reloj de pulsera.- Quisiera estar de vuelta en el hotel antes del almuerzo.

     -Entonces empecemos…

     Dergan observó alrededor, como si esperase aparecer una mesa y una bola de cristal. Ella tal vez lo percibió, esbozó una leve sonrisa y dijo que allí estaban bien. Cualquier lugar era adecuado, mientras fuese dentro de la casa.

    -¿De qué se tratan sus sueños?

     Empezó a explicar una escena que creía estar inventando, pero una parte de sí mismo sabía que no era totalmente una invención, era verdad que había soñado con escenas parecidas hacía algunos años, que luego no habían vuelto a presentarse.

      -Estoy en una cacería, en la Bretaña, soy nacido allá. Mis padres tenían una granja y junto a mis tíos íbamos de cacería los domingos por la mañana. Teníamos perros que seguían el rastro y nosotros íbamos tras ellos. Pero volviendo al sueño, ahí soy yo a quien persiguen los perros. No puedo verlos, pero los escucho ladrar.

     Se detuvo y no supo más qué decir.

     -Eso es todo... tal vez es muy tonto de mi parte preguntar algo tan obvio.

     Ella se acomodó en el sillón, donde escuchaba atentamente con la espalda en el respaldo, un codo en el apoyabrazos y un dedo sobre en posición horizontal sobre los labios.

     -¿Qué quiere decir con “obvio”? –Al preguntar, se irguió un poco.

     -Bueno, ya sabe, “el perseguidor perseguido”, cualquiera diría que tengo miedo de algo.

     Ella se rió, no con sarcasmo sino como se hubiera reído de la ocurrencia de su propia hija. Él así lo entendió, y lo hizo sentirse un poco más cerca de esa mujer, cuya bata de hombre no hacía más que acentuar la extrema feminidad no sólo de su cuerpo, sino de una especie de seguridad que parecía reciente en ella, como si hubiese nacido de nuevo poco tiempo antes, liberada, tal vez, de una culpa o de una opresión. ¿Acaso la muerte del marido tenía que ver con eso?

      -Doctor, nada es tan simple, y menos en los sueños. Los conceptos que aparentemente sirven para aplicar a los hechos de la vida son casi siempre erróneos, y en los sueños son total y absolutamente equivocados.

     -Disculpe, creí que me toparía con lo que los médicos llaman “las resacas de Freud”.

     -No desmerezco esa hipótesis, pero mi conocimiento no se basa en ellas. Incluso debo confesarle que las desconozco, si  vamos a ser sinceros. No he tenido tiempo ni interés en estudiarlas. Lo que yo sé me llega por signos directos… ¿cómo podría explicarle?

     -No tiene que hacerlo…-dijo él, levantándose para tocarle una mano. Lo conmovió aquel esfuerzo de su frente blanca por encontrar las palabras que le hicieran comprender lo que ella misma no parecía entender con plenitud. Él se dio cuenta apenas la tocó, pero ella retiró la mano como si la hubiese golpeado, y la vio girar la cabeza y prestar atención a un sonido o algo que él no había podido oír.

     -¿Qué pasa? No quise ofenderla.

     Ella lo miró y le tapó la boca con una mano. Seguí prestando atención a algo que ocurría fuera de la casa, porque su mirada estaba puesta ahora en la ventana.

     -Disparos…- dijo.

     María Cortéz escuchaba disparos en la calle. Sólo ella podía escucharlos, y tales disparos aparecieron cuando Mauricio Dergan la tocó. Ella ahora sabía la causa de los sueños, y tenía una respuesta para aquel veterinario que venía a consultarla un domingo, con un chico ajeno y con motivos tan sospechosos como triviales.

      Fuera lo que fuese lo que había venido a buscar, ella tendría que ofrecerle algo mucho mayor, por más que él no quisiese aceptarlo o lo tomase a risa. Ella había aprendido que esas eran las dos actitudes más frecuentes cuando les decía a los demás cómo iban a morir. Pero ocultárselos era peor que mencionarlo, porque entonces aquello orbitaría sobre la vida de María Cortéz como una cosa a medio engendrar, como el aborto de un  monstruo que sin embargo continuaba con vida. En cambio, luego de decirlo, los turbulentos fluidos del miedo cambiaban de mano y ella se quedaba con aquella cosa más calma entre las manos, como un bebé que ha muerto pero que continúa bello, y sobre todo sereno. La verdad tiene ese mérito, ese silogismo que la excusa ante todo, ante los dioses e incluso ante la muerte.

     Mauricio estaba parado frente a ella, las manos sobre el apoyabrazos, formando una jaula alrededor de esa hermosa bruja cuya adoración había comenzado apenas entró a la casa y que ya no resistía. Acercó los labiosy la besó.

     Ella se lo permitió, sin devolverle el beso, por lo menos al principio. Él sabía cómo huelen las mujeres que han estado sin un hombre por mucho tiempo. Hay un olor que podría definirse de mil maneras, algunas obscenas y otras con nombres peyorativos y también otros de elegante sonido. Lo que él sabía, sin embargo, lo sentía en su cuerpo como se siente ante una mujer que, aunque vestida, parece desnuda a los ojos de un hombre. Son los labios que esconden un cierto perfume, los ojos tan bellos como son estremecedores cantos de crueldad y piedad simultánea, de pedido y rechazo, de rechazo e implorante desesperación.

      Y justamente un instante antes de que los labios de ella se posaran otra vez en los suyos, ahora por propia voluntad y sin una pizca de miedo, ella dijo:

     -Morirá asesinado en la calle, como los perros.

     Debió escucharla, sin duda, pero esas palabras supusieron, quizá para él, algo menos que un una mota de polvo frente a lo que estaba sintiendo al besarla. El olvido absoluto es probablemente la virtud más excelsa cuando el cuerpo penetra en ese simulacro del amor que todos llaman con el plural pronombre de besos, caricias y sexo. No es aquello con que se define el amor, ni esa morbosidad de promiscuos representantes del tedio convertido en obsesión. Es algo que sólo puede surgir entre pares, es decir, personas que no necesariamente deben complementarse, entre quienes el silencio es más eficaz que la palabra, y el tacto es no sólo un barrera fácilmente deshecha, sino un emblema, una bandera que ambos, como soldados penetrando a grito de guerra en campo enemigo, llevan tanto como signo de batalla como de incondicional rendición.

     Una hora después, Mauricio Dergan salía corriendo de la habitación de María Cortéz. La camisa apenas abotonada fuera de los pantalones, saltando con un pie a la vez para ponerse los mocasines. Tenía una expresión demasiado asustada para un hombre que ha estado haciendo el amor con una mujer sólo cinco minutos antes. Bajó la escalera y entró en la sala en donde había dejado a Blas y a la niña. Los encontró jugando en el suelo con unos ladrillos de plástico, construyendo algo que intentaba parecerse a la casa en la que estaban. Levantó al chico y se lo llevó cargando como un fardo bajo el brazo, mientras corría como un desesperado hacia la puerta de calle, la abría y se alejaba, sin detenerse sino hasta llegar a la vereda, maldiciendo en voz alta, pero con palabras en su idioma natal, la puta suerte que lo había llevado hasta esa casona.

     Dejó un momento a Blas en el suelo, se acomodó la camisa dentro de los pantalones, se restregó la cara como si quisiese deshacerse del aroma, la saliva y el olor de los besos de la bruja que le dijo cómo iba a morir él. Porque fue recién después de penetrarla, tal vez justo en ese instante, cuando sintió que lo que ella le había dicho sólo un rato antes era la completa verdad. No porque ella lo dijese, sino por la razón de que lo que creyó haber inventado para entrar a la casa, era en realidad un recuerdo, no sólo una pesadilla.

     El pequeño Maurice solía salir con su padre de cacería. Los tíos Martins, hermanos de su madre, los acompañaban. El bosque era niebla con manchones verdes y manos de leña rozando las casacas olivas. Él, como los otros, llevaba botas negras y gruesas para protegerse de las serpientes, pantalones de sarga y una casaca haciendo juego con su gorra de boina. Le habían regalado un rifle para su cumpleaños, y era la segunda vez que la usaba. Los perros ladraban a veinte metros de distancia, sin alcanzar a verlos. Su padre llevaba la delantera, con el rifle bajo el brazo, sus tíos mellizos iban siempre juntos, tan blancos que eran casi albinos, silenciosos como acostumbraban serlo. Maurice pensaba en la familia de su madre, tan grande, que en las fiestas de navidad, a pesar de ser casi cincuenta personas las reunidas en la granja, más del doble permanecía desperdigada por el resto del país. Hermanos, primos, cuñados, abuelas y bisabuelos que ni remotamente llegaría a conocer. Tal vez eso lo distrajo, como si pensar en la familia formara fantasmas mientras los seres reales desaparecían en la neblina que invadía el bosque esa mañana de domingo. No debieron salir, se dijo, al darse cuenta por fin que estaba perdido.

     Pére! –llamó. Nadie le respondió más que los perros, y los ladridos no veníande adelante, sino de atrás.

     Como si su voz no fuese la de un humano, o si esa voz de niño que estaba cambiando se pareciese a los oídos de los perros como el grito de un ave herida, los ladridos avanzaron hacia donde él estaba. Y los cuerpos de las bestias siguieron el paso del sonido, ya él podía sentir el resonar de las patas, veinte patas de cinco perros avanzando con rapidez hacia él. Maurice corrió, se tropezó con las enredaderas del suelo, con las raíces que sobresalía, dejó caer el arma, chocó contra un tronco y por un momento perdió la conciencia. Regresó a la realidad y se encontró parado, con la frente hinchada y dolorida, pero continuaba escuchando a los perros tras él, acercándose. Volvió a correr, sin dirección determinada, esta vez cuidándose de los árboles, sintiéndose estúpido, avergonzado de lo que diría su padre cuando se enterase, porque aquel moretón en la cabeza no podría ocultarlo. ¿Pero regresaría a la granja? ¿No lo alcanzarían los perros? Eran de su familia, él había jugado con ellos, pero cuando corrían tras una presa lo despedazaban todo, incluso eran capaces de atacar a sus dueños sin se interponían entre ellos y las presas.

     Hacía frío esa mañana de otoño, un domingo que no pretendía ser más que eso, un fin para la semana, y como todo fin una muerte. De ahí, probablemente, esa congoja, esa angustia del domingo después de cada almuerzo. Sólo la mañana es una joya de cristal que está a punto de romperse cerca del mediodía. Maurice olía el aroma de la carne de ave en su granja, dorándose, embebiéndose con los aceites y aderezos. Carne y mediodía. Otro mundo que surgiría de las tinieblas matinales en las que él estaba sumergido. Y como si pensar en el fango hubiese concretado las ideas en una realidad, se sintió caer en un pozo. Ahora estaba de espaldas contra el fondo, rodeado de paredes de tierra y cubierto de hojas secas. Miró arriba, la niebla era como una tapa densa, pero pronto llegaron los perros, asomándose al borde de la fosa que era una trampa para animales. Los perros ladraban, sus patas resbalaban del borde fangoso dejando caer guijarros sobre el chico. Él apenas los veía, sólo sus dientes. Olía la baba que caía en hilos delgados, escuchaba el sonido estridente de cinco perros. Escuchó luego los tiros, sin duda de su padre y sus tíos, yendo en busca de lo que ellos creían una presa acorralada por los perros. Cuando lleguen, pensó él, se darán cuenta. Se asomarán al borde de la trampa y apuntarán, aunque no estén seguros de lo que estén viendo en la oscuridad. Verán dos ojos brillantes, , y eso será suficiente para ellos. Los ojos de una víctima brillan igual, se trate de un hombre o de un ciervo.

     Cuando Mauricio llegó a la puerta del hotel, se dio cuenta que no había hecho la única pregunta por la cual había entrado a la casona. Todavía el miedo recorría las calles colgantes de sus nervios, y miró por primera vez a Blas desde que había salido. El chico estaba llorando. Qué le habría dicho la nena esa, pensó Mauricio.

     Blas dijo:

    -Mamá…

    No dijo ni mami, ni mamita, sólo esto:

    -Mamá se murió, ¿no es cierto?

 

 

10

 

Eran más de las doce y una sábana cubría completamente el cuerpo de Alma. Mateo estaba sentado en una silla, con los brazos aferrados al cadáver, la cara hundida en esa sábana que era ya parte del cuerpo de su mujer, como si carne y tela se hubiesen fundido, lo mismo que más tarde, en algún lugar de algún cementerio, la carne se fundiría con la madera del ataúd. 

     Pero Ibáñez aún no sabía qué iba a ser del cuerpo de Alma. Ruiz le había advertido que los médicos del hospital, luego de hacer la denuncia al ministerio de salud, habían recibido orden de llevar el cadáver a la morgue para esperar la autopsia. Había él recibido tal noticia sin alterarse, y Ruiz no sabía si estaba comprendiendo lo que le decía. Sí, lo había entendido, pero su mente estaba demasiado cansada como para pensar en dos cosas a la vez. El dolor predominaba, era un peso mayor que la ira provocada por la sola idea de que tocaran y abrieran el cuerpo de Alma. Suelen los médicos tener un espíritu dividido: provocan dolor para curar si no hay más alternativa, pero no saben soportarlo en ellos mismos, y aunque obligan a sus pacientes a seguir el tratamiento prescrito, son reacios a ajustarse al mismo cuando de ellos se trata. Mateo Ibáñez no habría dudado en hacer una autopsia en tal caso, pero lucharía contra todos para evitar que abrieran el cuerpo de Alma.

     Alejandro Farías, por entonces ministro de salud de la provincia, entró a la habitación donde Ruiz e Ibáñez estaban a cada lado la cama. Echó un vistazo al cuerpo, luego ofreció sus condolencias.

     -Gracias –dijo Ibáñez.

     Farías preguntó a Ruiz con la mirada si había transmitido su orden. Ruiz asintió.

     -Doctor Ibáñez, lamento profundamente que su esposa haya sido una de las víctimas que intentábamos evitar trayéndolos a ustedes para la investigación.

     No recibió respuesta. Mateo seguía sentado mirando la sábana blanca.

     -Doctor, por favor, debe entender la necesidad de la autopsia. Sé que le estoy pidiendo un esfuerzo más que humano…

     Ibáñez levantó la cabeza y le dijo:

     -Váyase al carajo.

     Farías se acercó a Ruiz y le habló al oído. Ibáñez captó esa complicidad, y se avergonzó de su amigo.

     -Váyanse los dos al carajo, ahora mismo.

     Farías salió del cuarto y Ruiz se acercó.

     -Mateo…

    -Ya tienen los cuerpos de los perros, ¿para qué quieren abrir a Alma?

    -Márquez habló con Mauricio esta mañana, se robaron a los perros, Mateo, por eso no tenemos nada.

     Ibáñez se levantó de repente y dijo:

    -¿Cómo? La reputísima madre que los parió a todos, ¿cómo dejó que se los robaran? ¿Y mi hijo?

     Bernardo le pidió que se calmara, el chico estaba bien.

     -Dios mío…-repetió Ibáñez una y otra vez, yendo y viniendo de una pared a otra del cuarto. Pateó las sillas, se restregó la cara transpirada y agotada, volcó las cosas de la mesa de luz. Las cosas que Alma ya no usaría nunca: su cartera con el lápiz de labios, el espejito de mano, el pañuelo, el perfume.

     Ruiz lo dejó hacer, no encontraba más remedio que ese. Entró un guardia de seguridad y Bernardo le dijo que todo estaba bajo control, que por favor los dejara solos.

     -Mateo –intentó decirle.

     Ibáñez lloriqueaba como un chico. El pañuelo estaba mojado y Ruiz le ofreció el suyo. Mateo leyó el pequeño rótulo con el nombre que casi toda la ropa de Ruiz llevaba. Era un detalle delicado que aún conservaban ciertas familias de ascendencia europea. Seguramente la familia de su esposa se lo había transmitido. Se sonó la nariz y se lo devolvió con una leve sonrisa.

    Bernardo le palmeó la espalda, y sintió un nudo en la garganta cuando sintió que recuperaba la complicidad de Mateo Ibáñez, ese hombre que lo unía al resto del mundo de una manera que nadie más supondría. Lejos de su mujer y el pueblo, a los que estaba unido de una manera indisoluble, su contacto con el mundo solía verse restringido a esos lazos breves pero fuertes, a la forma en que los hombres suelen mirarse sin necesidad de decirse nada.

      A su vez, Mateo Ibáñez envidiaba a Ruiz. Su amigo tenía a su esposa, y esperaba un hijo de ella. Lo envidaba hasta el punto de que sabía que podría llegar a odiarlo muy pronto si tal sentimiento continuaba. Pero aquella pequeña broma de devolverle el pañuelo sucio fue un alivio, como si una pluma fuese capaz de romper, en ocasiones, la dura piedra de la mezquindad.

     Media hora más tarde estaban los tres en el auto de Márquez, él conduciendo, Ibáñez al lado y Ruiz en el asiento posterior. Mateo miraba por la ventanilla, ensimismado en pensamientos que los otros dos suponían de qué trataban pero lejos estaban de acercarse a la verdad. Atrás, en la morgue del hospital, había él abandonado a su mujer. Eso era lo que había hecho, abandonado el cuero que había prometido, es más, que se había jurado no dejar por el resto de su vida. Pero esas promesas no toman en cuenta la descomposición de la carne cuando son hechas en el éxtasis del amor, cuando la carne está más viva que nunca y ni siquiera ella piensa en lo que siempre ha sabido, más conciente que nuestra mente en no olvidar la futilidad y la vulnerabilidad de la sustancia del hombre. Las promesas hechas en consonancia con el amor se evaden concientemente de la presencia de los gusanos, sabe y finge que no los ve, y por un tiempo la comedia funciona. Pero llega un día, un domingo soleado, cuando Dios es hecho presencia en la jactanciosa trivialidad de los ritos cristianos, en que alguien interrumpe su paso y se detiene para ya no moverse, hecha esa persona carne y huesos, lo cual fue siempre, pero moldeada por la forma del espíritu, alma, sustancia o como quiera llamársele. Ya no es nada más que un pedazo de carne, ni siquiera un cuerpo, porque hasta un cuerpo requiere y necesita del concepto de persona, del recuerdo de quien lo ha visto moverse y hablar alguna vez.

     Ya no cuerpo, ya no Alma.

     Mi alma, dijo Mateo en voz tan baja que los otros ni siquiera se dieron cuenta, menos ahora que Márquez había encendido la radio.

     -Walter… – lo recombinó Ruiz.

     -Perdón…

     -No importa, dejá la radio, así me distrae…-dijo Ibáñez.

     Entonces Márquez movió el dial hasta hallar un noticiero. Luego de la consabida marcha militar, otro comunicado por red nacional. Nada nuevo bajo el sol, los habituales informes diciendo que apenas unos pocos incidentes han molestado el traspaso al nuevo gobierno. Algunas manifestaciones aisladas en Córdoba, otras en Tucumán, varios encarcelados, unos cuantos heridos sin gravedad. ¿Muertos? Tal vez, o seguramente, pero de eso no se informaba nada todavía.

     -Cambiá…

     Walter volvió a girar el dial. Música.

     -Dejá eso –dijo Ibáñez. Reconoció otra de las Danzas de la Muerte de Mussorgsky. Otra vez la misma versión, la voz de la soprano cantando ahora la serenata que habla del prisionero a quien la muerte ha liberado.

      Abrió la ventanilla y respiró profundo el aire que llegaba a bocanadas contra su cara. Se abrió los botones de la camisa y sacó la cabeza. Ruiz lo agarró de un hombro, pero él no le hizo caso. Estaba llorando, tal vez, o sentía náuseas, quizá. Lo más probable fuese que se tratara de ambas cosas, porque la canción lo estremecía. Él, prisionero de la burocracia primero, luego de un régimen que descendía desde las altas esferas con el poder de las armas, luego prisionero de un trabajo que le había hecho perder la sensibilidad y olvidar que los cuerpos de los otros son nuestros mismos cuerpos. Finalmente, prisionero de una ausencia, y eso era lo único que no se podía remediar. Una presencia o una barrera son siempre eliminables, pero cómo deshacernos de una ausencia, cómo sacarnos de encima la nada cuando ella misma es la causa, la forma y el motivo de nuestra cárcel.

     La música y la voz de la soprano se confundían con el silbido de la brisa dominical agigantada en un viento extraño y frío por mérito de la velocidad del auto y el escozor del miedo y la angustia. La transpiración de la carne es el mejor signo de la vida, más que un latido o un movimiento, porque éstos pueden ser resacas. Pero la transpiración es la traducción exacta de que un cuerpo respira y sufre el cálido rasguño de la sangre.

     Por eso, a pesar del dolor que la música le hacía revivir, él se sintió mejor. Llorar ahora era mejor y más sincero que hace un rato, frente a su esposa muerta. Ante los muertos se llora, a veces, por compromiso, otras por impresión. Pero llorar lejos de ellos es comenzar a darnos cuento que la ausencia no es meramente una palabra, sino un mundo que se está instalando alrededor nuestro sin pedirnos permiso, un mundo que no sólo está cambiando sino que se asienta con toda su brutalidad y su prepotencia. Abusando de su tamaño y de su fuerza, haciendo uso de las armas del miedo, estableciendo leyes nuevas y arbitrarias. Empequeñeciendo el mundo que conocimos, desarmándolo, convirtiéndolo en fragmentos hasta que deja de ser un mundo -un cuerpo-, para pasar a llamarse con todos los nombres que merecen los restos de la carne.

      En la puerta del hotel, se acordaron de Ansaldi. Lo habían visto un par de veces por los pasillos del hospital. Casi una hora antes Ruiz lo vio salir con el sobrino. Ya debía estar en el hotel, así que Márquez dejó el auto estacionado junto a la acera y Ruiz ayudó a Ibáñez a salir del auto, porque Mateo se había quedado sentado después de haber estacionado, mirando por la ventanilla hacia donde no había más que las baldosas de las veredas y la pared del hotel.

      Los tres encontraron a Dergan en la vereda con el chico en brazos. Se notaba agitado y transpirado.

      -¿A dónde fuiste con mi hijo? - preguntó Mateo, despertando de pronto de su ensimismamiento. Le sacó a Blas de los brazos y  abrazó a su hijo, lo besó varias veces con desesperación.

      Dergan comenzó a balbucear un pésame por lo de Alma, pero Mateo no lo dejó terminar.

      -¿A dónde lo llevaste?

      -A dar un paseo, nada más.- No tenía sentido dar explicaciones para lo que él mismo no sabía explicarse.

      -Mamá se murió…-oyeron decir, de pronto, a Blas.

      Mateo escuchó esas palabras de su hijo con una sorpresa grande como enorme era el hecho que expresaban. Pero como no tenía palabras ni respuestas acordes al dolor que engendra esa vergüenza frente a los que amamos, se dedicó a dirigir su furia hacia Dergan.

     -¿Cómo te atreviste a decírselo? Soy yo el que tenía que hacerlo, maldito hijo de puta.-Mateo se enfrentó a Mauricio sin soltar a Blas, empujándolo con el pecho.

     Ruiz lo separó, mirando a Dergan con bronca

     El veterinario iba a decir algo, necesitaba defenderse, pero qué diría: ¿que la hija de una bruja le había dicho a Blas la verdad? Entonces hizo silencio y se aguantó los insultos.

      -¿Cómo mierda te atreviste, pelotudo? Y además dejaste que se robaran a los perros, sos un inútil de mierda.

      Mateo caminaba por el vestíbulo nervioso y abrazando a Blas. El chico se había puesto a llorar al ver así a su padre. Lo asustaban los gritos.

      -Los dejé bajo llave en mi cuarto. A la mañana ya no estaban, pero la puerta seguía cerrada con llave –intentó Mauricio una explicación.

       Mateo no parecía querer escuchar razones.

     -¿Entonces por qué no te quedaste cuidándolos?

     -Porque tenía que cuidar a tu hijo, o querías que él y los perros durmieran en la misma habitación.

     Ibáñez no respondió. Dergan creyó recuperan puntos a favor y se enfrentó a Ruiz.

     -¿Y vos por qué no le dijiste que ya conocías a los perros? Sabés que son los mismos.

      Ruiz miró a ambos, desconcertado al principio.

     -¿Los mismos de cuándo? –preguntó Ibáñez.

     -Mirá, Mateo. Hace algún tiempo vi unos perros parecidos en el pueblo de mi mujer. Me parecieron raros, pero no creí importante mencionarlo ahora.

     -¿Sabías que eran tan peligrosos y no dijiste nada? Alma podría estar viva ahora si no la hubiera dejado sola.

      -Fuiste vos el que los trajo a ambos, nosotros vinimos sin familia –dijo Ruiz.

      Ibáñez lo miró no con rencor sino como un condenado. Dergan intentó cambiar el tema.

     -Ansaldi es el único que tiene copias de las llaves, él debió llevárselos. No sé por qué, no tuve ocasión de hablar con él todavía, pero entré a su pieza….- Se calló al ver entrar al viejo.

     -Mi estimado doctor –dijo Ansaldi, acercándose a Ibáñez.- Le doy mi más sincero pésame por la pérdida irreparable de su encantadora esposa…

     -Cállese la boca…¿Qué hizo con los perros?

      Ansaldo arqueó las cejas y se llevó una mano al pecho.

     -¿Cómo dice?

     -No se haga el estúpido –dijo Mauricio.- Usted sacó los cuerpos de mi cuarto, no se moleste en mentir.

      El sobrino apareció desde la cocina con platos en las manos. El viejo le hizo una señal de que se fuera. El chico llevaba una mano vendada y estaba pálido. Ruiz se le acercó y le revisó los ojos.

     -¿Está seguro que le dieron el alta?

     -Está acá, ¿no? –contestó el viejo, olvidando su retórica.

     -Eso no me dice nada, se pueden haber fugado del hospital. Este chico no está bien, voy a llamar para confirmar.

     Ansaldi lo detuvo cuando iba hacia el teléfono.

     -Doctor, Manuel se recuperará solo, y yo necesito ayuda en el hotel.

     Ruiz se desprendió y tomó el teléfono. Dergan se acercó.

     -Usted esconde muchas cosas, viejo. Va a tener que dar explicaciones. ¿A dónde llevó los cuerpos?

      Ibáñez dejó a Blas en el sofá y le hizo una señal a Walter de que lo cuidara. Luego, fue adonde estaban los otros y repitió la pregunta de Dergan. Como no obtuvo respuesta, agarró al viejo de la ropa y lo sacudió. Nadie hizo nada por detenerlo, excepto su sobrino. El chico dijo, justo antes de desmayarse entre una pila de platos rotos:

     -Valverde.

      Ibáñez no soltó al viejo mientras Dergan y Ruiz iban a ayudar al chico, pero éste ya estaba inconciente.

      -¿Quién es Valverde?

      -El farmacéutico, Mateo. Ruiz y yo lo conocemos de nuestro pueblo.

      -¿Y para qué quiere a los perros?

      Ambos se miraron.           Ibáñez estaba cansado de esas miradas cómplices.

     -Ustedes me ocultan cosas y mi familia se muere, ya estoy harto. Voy yo mismo a averiguar con ese tipo.

      Ruiz le dijo:

      -Mateo, por favor, esperá que te acompañamos. Valverde es un tipo raro. Ya lo conozco de mi pueblo...

     -¿Para qué quiere a los perros? –insistió Ibáñez en preguntarle al viejo.

     Ansaldi se acomodó la ropa, como si recuperara la dignidad perdida.

    -Al fin de cuentas, es su padre –contestó.

     Walter se quedó cuidando a Blas. Dergan llevó otra vez al chico al hospital, en el auto de Márquez. Bernardo y Mateo salieron caminando hacia la farmacia de Gustavo Valverde.

      Eran las tres de la tarde.

 

 

11

 

Ibáñez caminaba tan rápido que Ruiz apenas alcanzaba a seguirle el paso. Decidió retenerlo de un brazo para darse un respiro.

     -Pará un poco, por favor. Pensá lo que vas a hacer.

      Mateo lo miró con bronca.

     -Lo que tenía que haber hecho es haber matado a ese viejo.

     Mateo recordaba esos ojos al escucharlo decir que Valverde era el padre de los perros. Cuando todos se separaron, había visto a Ansaldi quedarse parado e inconmovible, como si ese hotel fuese algo más que su hogar, tal vez un sitio de permanencia a lo largo ya no de años, sino de siglos. Era absurdo pensar tal cosa, pero el viejo le había dado la impresión de ser tan longevo como una roca.

      -¿Y qué vas a decirle a Valverde si te niega tener a los perros?

      -A lo mejor ya los disecó o los quemó, quien sabe. Si lo que me dijiste es verdad el tipo está chiflado.

     -Lo está, pero no deja de ser inteligente. Fuimos juntos a la primaria, pero ya era el mejor en la escuela. Me superaba en todo, y eso que su familia no tenía plata para comprar libros.

     -¿Y cuándo estudió farmacia?

     -Creo que nunca, pero en el barrio eso no importa.

     Llegaron a la farmacia, que estaba cerrada. Era justo en una esquina frente a la plaza. Tenía una puerta antigua de dos hojas estrechas, de metal y vidrio. La fachada central era alta, con un arco modelado en yeso. A un costado había un baldío y al otro una casa particular. Ibáñez golpeó la puerta varias veces, y el ruido resonó por las calles silenciosas de aquel domingo por la tarde. Un par de perros se pusieron a ladrar, pero eran simplemente perros vagabundos e inofensivos, despertados de su siesta en el umbral de una casa.

      -¡Valverde! –gritó Mateo.

      Ruiz, que ya conocía el lugar, hizo a un lado a Ibáñez con tranquilidad y tocó el timbre. Dos minutos después se abrió la puerta. Un hombre de estatura mediana, joven, de cabello castaño abundante y ojos verdes preguntó:

     -Doctor Ruiz, ¿qué es lo que pasa?, ¿alguna urgencia?

     -Sí, pero no del tipo que usted piensa.

     Ibáñez ya había entrado rozando al Valverde, casi sin prestarle atención. Se había puesto a buscar con la mirada en la penumbra de la farmacia. Las ventanas estaban cerradas.

     -Él es el doctor Ibáñez. Viene a estudiar lo de los perros salvajes.

     -Ah –dijo Valverde, pasándose una mano por el pelo y restregándose los ojos. Debía haber estado durmiendo la siesta, quizá, pero los ojos lucían más cansados que soñolientos. Lo más probable era que estuviese estudiando en su microscopio, o seguramente disecando, pensó Ruiz.

     Gustavo Valverde había dejado la puerta abierta y la luz del sol permitía ver sus manos y sus ojos con extraña distinción. Ruiz siguió el movimiento de las manos, que se limpiaba en el delantal celeste, que estaba sucio. Era difícil distinguir una aroma del otro en aquella farmacia, los olores inconfundibles solían allí confundirse por el encierro. ¿Había olor a formol, si no se equivocaba? Vio que Ibáñez también levantaba la cabeza un poco, como todos hacemos, como también lo hacen los perros, cuando olfateamos algo. Se dio cuenta que Mateo iba a hablar, pero no confiaba en su amigo en ese estado. Le hizo una señal y se puso a hablar antes que él.

     -Valverde, esos perros mataron a la esposa del doctor. Usted comprenderá que es una tragedia que mi amigo no está dispuesto a pasar por alto. Está enojado, y espero que entienda nuestra irrupción.

     Ibáñez se preguntó por qué tanta amabilidad con ese tipo. Quién era sino más que un fraude.

     -Anoche desaparecieron los cuerpos de los perros que matamos. Ansaldi reconoció que usted los tiene.

     Valverde cerró la puerta. Sin responder, caminó casi en la oscuridad hasta un pasillo desde donde llegaba una luz muy tenue, proveniente de alguna de las habitaciones.

     -Pasen por acá, doctores –dijo, señalando el pasillo.

     Mateo y Bernardo pasaron junto a él. Había olor a formol claramente discernible, y cada vez se hacía más fuerte a medida que avanzaban. Fueron sólo unos pocos metros, y en la última puerta, que estaba abierta, vieron un laboratorio. Valverde los seguía, pero luego se les adelantó pasando entre ellos y la pared del pasillo y entró primero.

     -Este es mi lugar de trabajo.

     Se quedaron sorprendidos de ver aquel lugar tan completo en instrumental y equipo médico. Había una pileta con formol, una mesa de disección, un lavatorio con cajas de metal llenas de pinzas, tijeras y bisturís. De las paredes colgaban reproducciones de los dibujos de Vesalio, y muchas otras láminas anatómicas. Sobre una pared había una biblioteca que llegaba hsta el techo. No había ventanas, y a Ibáñez se le ocurrió que quizá la biblioteca estaba tapiándolas. Sólo una gran lámpara colgaba del techo, suficiente para toda la habitación. Varios ganchos servían de perchero para delantales de goma y guardapolvos. Había tachos de lata de cuyos bordes colgaban pedazos de piel con tejido graso, oscuro y amarillento. Sobre la mesa de disección estaba uno de los perros. Era, tal vez, uno de los animales que había matado a Alma.

     -Como ve, doctor Ruiz, Ansaldi les dijo la verdad. Me llamó por teléfono anoche y me dijo que fuera al hotel. Cuando llegué, me hizo esperar en el vestíbulo. Lo vi subir, y después de un rato regresó arrastrando una bolsa. La abrí y vi a los perros.

     -¿Pero qué tiene usted que ver con ellos? –preguntó Mateo.

     -Son míos, doctor. Bueno, yo los creé, por lo menos a los primeros. Luego ellos se han reproducido por su cuenta.

     -¿Quiere decir que usted provocó ese mestizaje?

     -Así es, doctor Ibáñez. Déjeme contarle toda la historia, si quiere.- Se dio cuenta que Ibáñez estaba impaciente, y agregó:- Me imagino lo que usted debe estar pasando, pero para que entienda tengo que tomarme mi tiempo.

     Ruiz creyó mejor decir algo también para convencerlo:

     -Mateo, hoy es domingo, hasta mañana no van a tocar a Alma, y a lo mejor lo que nos dice Valverde puede evitarlo.

     Ibáñez cedió. Valverde fue a buscar dos taburetes y se sentaron alrededor de la mesa de disección. La lámpara iluminaba con una tonalidad artificiosa el cadáver del perro. El farmacéutico ya había despellejado al animal y había llegado a disecar las capas musculares. Entonces empezó a contar desde el principio, la historia de los perros ciegos.

 

 

12

 

Cuando uno todavía es un chico, y su padre se le muere en sus brazos, hay algo que empieza a engendrarse en ese momento. Yo tuve a mi padre acostado sobre mis piernas. Mis piernas cansadas luego de dragar durante horas en la laguna, de músculos agotados luego de nadar en busca del cuchillo con que debía abrir la herida de la picadura para drenar el veneno. Veneno de alacrán.

      Fue en la orilla donde el alacrán picó a mi padre en una mano. Pocos minutos antes habíamos estado hablando, preguntándonos de dónde venía la vida. Él me había dicho que del agua, pero olvidó, o quizá no sabía, que en la zona intermedia en la que nos hallábamos, a semejanza de un estado intermedio en el desarrollo de los seres vivos, los que allí viven no son nada más que intentos fallidos, experimentos abortados y engendros que muchas veces resultan difíciles de matar. Pero sobre todo su peligro consiste en el engaño y la hipócrita pasividad. Son alimañas horribles, pero su pequeño tamaño en relación al hombre logra confundir a los tontos y a los distraídos.

     Eso éramos nosotros, a pesar de haber vivido mi padre en esta zona toda su vida. En la orilla de esa laguna había estado viendo nacer y morir generaciones de estos seres que agarraba con las manos y arrojaba a un lado para que no lo molestasen. Si debía matarlos, lo hacía, si podía evitarlo, mejor. Cangrejos, cuyas tenazas pequeñas apenas producían un pellizco que nos hacía reír, tortugas, a las que dábamos vuelta para verlas patalear panza arriba con esa lentitud tan exasperante. Y alacranes. No se dejaban ver demasiado frecuentemente, así como nosotros nos alejábamos de ellos, ellos también intentaban evitarnos. Pero ese atardecer mi padre no había decidido, o había olvidado, la hora de terminar nuestro trabajo. Estaba con la espalda torcida, dolorido y una expresión de sueño y hambre. Sin embargo siguió dragando, mientras yo lo ayudaba como podía. ¿Por qué dejó pasar la hora del poniente? Ya la luna se asomaba sobre los álamos y se reflejaba en las aguas que mi padre agitaba creando círculos de la nada, del punto cero de su propio mundo, del centro de sus manos como si fuesen un núcleo de poder más grande que el de Dios. Yo no sé si Dios tiene manos, o si es incorpóreo como dicen, ¿entonces cómo creó el mundo? Un poder debe estar concentrado en algo, debe tener un continente que evite su dispersión. Las manos de mi padre, por ejemplo.

      De ellas yo veía nacer los círculos de agua que crecían y se reproducían, hasta hacerse tan grandes y lentos como hombres viejos. Los ancianos de las aguas son como hombres viejos, abarcan tantos años que se les escapan de las manos. Incluyen dentro de su circunferencia tanta animosidad y tanto contenido múltiple, que sus fuerzas se agotan y finalmente mueren siendo nada, sólo aguas tranquilas, tan iguales a como lo fueron en aquel lejano centro de su origen. Antes de que las manos de mi padre se sumergieran en ellas.

      A veces, Dios se equivoca, se introduce en una trampa que el hombre le ha preparado. Y si Dios cae como una rata, incapaz de demostrar quién es, cómo mi padre no iba también a equivocarse e introducir sus manos en aquel sitio donde, según me diría muy poco después y antes de morir, había un montículo de fango que creyó necesario limpiar, porque para eso le pagaban los dueños del lugar. Mientras más metros cuadrados librase de obstáculos, más obtendría para su familia. Ese montículo era el último de la noche, y fue a descubrirlo justo un instante antes de abandonar el trabajo.

      -Iba a decirte que nos fuéramos, y justo lo vi y me callé, la puta…-me dijo cuando ya el veneno se estaba distribuyendo por su organismo como la savia por las ramas de un árbol.

     Mi viejo era un árbol enorme y bello, rústico y fuerte, ancho como los álamos que rodeaban la laguna y servían de escalones a la luna, alto como los cipreses que rodeaban nuestra estancia, balanceándose con el viento con una elasticidad envidiable y conmovedora, fuerte como los robles que crecían a los costados del camino que llevaba al pueblo, protegiéndonos de la lluvia y el viento sur. Pero más que todo eso, lo recordaré por su aroma, no su aroma de hombre de campo, su transpiración y el olor de su pelo sucio y las ropas embarradas, sino ese aroma que tenía cada noche después de cenar, cuando encendía su pipa vieja antes de acostarse. El olor de los eucaliptos del bosque adonde él me llevaba los domingos a caminar, recogiendo las semillas y las hojas caídas, arrancando la corteza desprendida de los eucaliptos, sintiendo ese olor tan penetrante que era como dejarse llevar, no hacia lo alto, sino a ras de tierra. Sentirse arrastrado de narices sobre la tierra húmeda cubierta de hojas verdes o marrones, alargadas, formando un colchón más confortable que el de mi propia casa.

      Ya dije que no creo en Dios, pero hubo veces que sentí no la idea sino su presencia. Esos domingos en el bosque de eucaliptos, fue una de ellas.

      Pero si Dios se esfuma tan rápidamente de la vida de las personas, cómo no iba a hacerlo mi padre, que era apenas un hombre. Más tarde me haría el razonamiento inverso: si mi padre, siendo un hombre, no logró sostener en pie el ensamblaje de su cuerpo ni pudo mantener en equilibrio el juicio de su amor por mí, para que yo no llorara, para que yo no me quebrara como un cántaro vacío en medio de una tormenta, cómo entonces, el mismísimo Dios, que carece de manos y de cabeza, del juicio y de la lógica para sobrevivir en esta tierra que él creo más como una casualidad que como una creación de amor, no iba a dejar caer en el barro de los cielos negros de esa noche toda la estructura de su propia existencia, de toda la sinrazón con que los teólogos creen que Dios necesita construir la idiota lógica inmutable de sus desvaríos. Los caprichos de un chico que mata sin darse cuenta son más entendibles, más humanos que los hechos que se le adjudican a Dios.

       Si mi padre se estaba muriendo en mis brazos, me decía yo, entonces el mundo se hundiría esa misma noche en el fango hecho de tierra y carne, de agua y lágrimas, de sangre y veneno, todo mezclado en un mortero en el que alguna bruja, quizá, ha trabajado día y noche por mucho tiempo, moldeando la sustancia que seríamos mi padre y yo, diseñando la arquitectura de esa noche, la ingeniería de la luna columpiándose tan asombrosamente como lo ha hecho desde el principio de los tiempos. Soñando el entramado de secuencias: mi padre en el trabajo, sus pequeñas decisiones, los montículos sobre los que ponía la vista, el dejar ahora o después su tarea. Y al mismo tiempo las secuencias y acciones del alacrán, acercándose, alejándose, finalmente defendiéndose al atacar una mano de un hombre tan inocente como la huella de una mosca sobre esa misma luna que nos estaba observando.

       Luego el grito de mi padre, su desgarrado dolor al estremecerme como si el grito fuese viento frío o una pinza invisible que me retorcía el estómago. Cuando levanté la vista, él se estaba agarrando la mano herida con la otra, apretando ambas contra el cuerpo, mientras caía sentado sobre el barro. Intentó contener el grito al verme, atenuarlo fue lo único que logró.

     -¡Papá!-dije al agarrarlo, yo lo había visto todo, menos el alacrán hundido en el agua.

      Luego me tocó a mí gritar, Pero el grito de un chico suele ser agudo y puede confundirse con el mismo miedo de lo que está viendo: su padre deshecho de dolor, e intentando hablar, diciéndole que busque algo. Sí, quiere que busque el cuchillo. Y yo, con la picadura del alacrán en uno de mis pies, me interné en las barrosas aguas. Fue todo eso nada más que inútil. Lo sabía desde el principio, pero no podía decírselo a él. Mientras buscaba, me reprochaba no tener la valentía de dejar esa tarea y acompañarlo hasta que muriera. Me sabía asustado, conciente de que me alejaba porque tenía miedo a verlo morir, y la obediencia era una buena excusa para hacerlo. Él, más tarde así lo pensé, probablemente ya sabía de antemano que no encontraría el cuchillo, y me había hecho alejarme para evitarme la pena, por lo menos inmediata, de su muerte.

     Fuera como fuese, regresé a su lado, hastiado del agua sucia y el barro. Mi padre seguí vivo. Me senté y le acomodé la cabeza sobre mis piernas estiradas. Yo lo acariciaba, avergonzado de que mis manos temblaran. Por un momento, lo vi girar la mirada hacia mis pies, entonces los escondí en el barro. No me dolía para nada la picadura, casi la había olvidado, pero me pregunté cuándo empezaría a afectarme. En mi viejo el efecto había sido inmediato. Tal vez, al picarme a mí, le quedara poco veneno, o a lo mejor fuese porque una mano está más cerca del corazón que un pie. Dispuesto a esperar toda la noche, fui testigo de la lenta cesación del respirar de mi padre. Parecía hundirse aunque su cuerpo siguiera allí. Como si el aire de su pecho lo hubiese mantenido erguido y en pie mientras estaba sano, y como un globo que se va desinflando de a poco, su cuerpo ahora se inclinaba con leves temblores y un sonido muy semejante a un soplido, que no parecía venir de él sino de un sitio más lejano. Levanté la vista al cielo y vi la luna, porosa, reflejándose en las aguas de la laguna, deformándose, fragmentándose igual que debía estar sucediendo con el alma de mi padre.

     Cuando volví a mirarlo, ya no respiraba, y su rostro era una curtida máscara de piedad y de bondad, de barba crecida y sucia, marcada con los surcos que sus lágrimas habían creado igual que caminos zigzagueantes entre los desfiladeros de sus arrugas precoces. Una cara cuyos ojos, de párpados abiertos a pesar de la muerte, eran bálsamos plateados igual al agua que venía a morir en pequeñas olas a la orilla. El agua que venía a buscarlo, reclamando, como una diosa resentida, los hijos que la yerta y envidiosa tierra le había arrebatado.

      Llegó la mañana cuando mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra de los ojos entornados, a esa sombra que de pronto se ha ido sin despedirse, esa piadosa sombra amiga que envuelve con las manos tibias del consuelo y la mansedumbre. Creo haber visto la cara de la oscuridad, creo haber visto sus dientes blancos como el hielo del ártico. Pero los labios se cerraron y sólo quedó el frío transformado en rocío matutino, creando un sol pequeño todavía, surgiendo desde los pantanos más allá del mundo conocido. Yo tenía a mi padre muerto sobre mis muslos, aún los párpados abiertos, como si estuviese ansioso por el ver el sol que nacía. Los cerré con violencia, asustado de esos ojos tan claros y casi blancos como los dientes de una sombra. Vi venir, a lo lejos, a mi madre, su cuerpo voluminoso esforzándose por llegar a un paso intermedio entre la caminata rápida y la carrera. Podía sentir su respirar agitado, ver su cara transpirada, la expresión preocupada y una mueca de precoz reproche en sus labios. Toda una economía de recursos para los vastos pensamientos de posibilidades que debía estar esgrimiendo su mente en esos momentos.

     Esa tarde y la noche siguiente, velaron a mi viejo. Lo enterramos en la mañana del otro día. Vinieron muchos a despedirlo. Todos preguntaban por mi pie, y los escuché cuchichear frases ininteligibles. El doctor Ruiz, padre, me obligó a guardar cama por unos días, esperando verme enfermar. Sin embargo, no tuve ni siquiera fiebre. La inflamación de la herida fue cediendo hasta quedar sólo un piquete morado que también desapareció poco después. El doctor me dijo, cuando me permitió levantarme, que tuve suerte, pero las viejas vecinas del pueblo comenzaron a decir que yo era una especie de brujo. Según ellas, debía estar muerto, pero estaba jugando y caminando como si nada me hubiese pasado. No extrañé asistir al funeral de mi padre, yo ya lo había honrado durante toda aquella noche en la laguna. No me vieron llorar, porque no lo hice. Cuando no hay nada dentro de uno, de la nada surge la nada, porque yo no tenía las manos poderosas de mi padre. En eso me parezco a Dios. Soy un cuerpo hueco con una reseca cobertura de hombre.

      Y como un dios fortuito, un dios mendigo que pasea su vida por las calles del ensueño, pensando en un pasado inexistente que proyecta al porvenir, yo crecí inventando poemas de naturaleza. Poemas científicos sin la ciencia convencional. Sabía que algo me había pasado: yo era un sobreviviente por alguna causa en especial. No la conocía, pero sí fui conciente de la agudeza de mi mente. Soy hijo único de padres no más inteligentes que la mediocre medianía de las personas. No adjudiqué mi descubierta habilidad a factores sobrenaturales ni misteriosos, sólo al veneno de un alacrán. La química es un dios, sin duda. Una ciencia que abarca la alquimia de los magos y las rigurosas, arbitrarias leyes de los científicos de guardapolvo blanco. Yo he tomado de cada una los valores que consideré mejores, y me dispuse a crear en vivo lo que ya mi mente había diseñado por los vertiginosos desfiladeros de la imaginación.

      Déjenme explicarlo mejor, si puedo. No me considero un genio, ni ahora ni en aquel entonces. Pero en esa época era joven, y mi jactancia, enfrentada al rechazo de los demás, que me consideraban raro y solitario, se vio reforzada en su orgullo, como típicamente se dice: en una torre de marfil. Mi torre era de paredes de adobe y a ras del suelo, pero yo lograba ver mucho más que los demás. Por ejemplo, que las especies son simplemente variaciones de un mismo origen, ramas que se han ido dividiendo y diversificando, amalgamándose muchas veces para desistir de esas uniones transitorias y fallidas. La naturaleza también experimenta y se equivoca; por qué no, entonces, yo no podía intentarlo sin riesgos ni culpa. Los monstruos pueden matarse y enterrarse, cuando yo me equivocase, haría lo mismo. Nadie más que yo sabría de ellos, y únicamente los daría a conocer cuando fuesen exitosos.

      Pero qué me llevaba a todo esto, se preguntarán. Por un lado, la necesidad. Como algunos sienten la pulsión imperiosa del sexo, yo necesitaba inventar, crear, en realidad, porque ya hace mucho que dejé de usar aquel eufemismo con que pretendía subestimar mi talento. Así como algunos escriben y otros pintan para expresar algo, para sacarse de encima una idea que hiere como el roce de una piedra sobre una llaga, yo tenía que hacer esto.

     Sin embargo, la principal razón, la que yo consideraba desde todo punto de vista la más lógica, era la necesidad de prolongar la vida. Viendo a mi viejo esa noche acostado en la orilla, sintiendo que la vida se le iba irremediablemente, yo imaginé, por primera vez en mi vida, lo que me llevaría a estos límites en los que ahora estoy. Suspender la muerte, por lo menos eso, me dije. Si pudiese detener la muerte así como se puede detener la vida, estaría satisfecho. Entonces leí todo lo que pude, pregunté al viejo doctor Ruiz, a las comadronas que encontraba en el pueblo, a los veterinarios, a todos aquellos que de un modo u otro habían visto cómo la vida nace y muere. Hasta pregunté en el cementerio a los sepultureros, que me llevaron a ver a los hombres que maquillan a los muertos, que amortajan los cadáveres antes de cerrar la tapa de los ataúdes y enterrarlos. Ellos saben que hay una zona donde la muerte todavía está indecisa, donde se ha instalado pero desconoce el barrio al que se ha mudado. Es una muerte nueva, desconoce las calles y se siente tímida. Alguien, con la suficiente fuerza y la inteligencia necesaria, podría atraparla, engañarla cuando se asome a la puerta de su nueva casa, y entonces expulsarla luego de haberla violado sobre la cama de aquel recién muerto, en la que ella ha asentado su figura de piedra blanda, sus miembros hechos de hoces quebradas, sus manos dulces como el acre sabor de un cuerpo descompuesto.

      Arreglé una choza vieja en medio del bosque. Traje animales, sacrifiqué algunos, experimenté con la sangre. Hice mezclas, sumergí los cuerpos en piletas que eran como caldos de cultivo para la vida. Y luego de varios meses ellos crecieron, algunos extrañamente deformes pero nuevos, tanto como para que el mismo Dios me envidiase. Cuando saqué el primer ejemplar de aquella choza vieja, y lo llevé al pueblo, no me entendieron. Comenzaron a hablar mal de mí, y mi madre llegó a pedirme que me fuera del pueblo, porque la gente iba a llamar a los gendarmes. Ellos vinieron a buscarme, y las criaturas intentaron protegerme, pero las mataron a todas, excepto a una.

      Rosa, que era mi novia en ese entonces, se fue conmigo y vinimos a esta ciudad. Trajimos a la criatura con nosotros. Rosa está enferma desde entonces, el animal le mordió una mano. Tal vez tengan que amputársela, y ante mi fracaso para curarla, me he dado cuenta que todo este tiempo ha sido un prólogo estéril. Prolífico en criaturas pero inútil en resultados. Ellas han empezado a aparecer en las calles de La Plata, pero las autoridades y la gente se dedica a matarlas, y cada mañana yo contemplo el acarreo de los cuerpos amontonados en las esquinas por las palas mecánicas.

       Mi mujer se irá alguna vez como se fue mi padre. Así que yo me he propuesto una tarea cuyo fracaso conozco de antemano: prolongar la vida de los seres que se van de mi lado. Mi padre, mi esposa. Y lo que queda, como un resto de sabor amargo en la boca luego de una noche de ebriedad, es una música que acompaña la resaca de los años, hasta convertirse en un monótono organillo de calesita, girando y girando, hasta transformar la fuerza centrípeta en su contrario, atrayendo las fuerzas del mundo para cometer un solo acto, una sola gran actuación, un espectáculo de feria de ciencias en una plaza de pueblo. Esos pueblos donde los perros son los únicos dueños porque habitan las calles con su ladrido, donde sólo se sabe que todavía hay alguien vivo, porque ellos, los perros, anuncian con su aullido acongojado que aún hay alguien que respira.

 

 

13

 

-Vamos, doctor Ibáñez. Estudie usted mismo a estos perros.

     Valverde lo invitó a sentarse frente a la mesa de disección. Ibáñez, que lo había estado escuchando como quien oye a un contador de historias, casi a un trovador no dedicado a los romances sino a historias fantásticas, se levantó también, extrañado de su sumisión, asombrado de que la ira se hubiese agazapado como un perro con la cola entre las patas. Ahora sólo prevalecía la curiosidad y la sorpresa.

      -Mire, doctor –dijo Valverde, separando la piel del animal con dos pinzas. Ya había estado trabajando todo el día, y casi todo el pellejo estaba desprendido. La capa de tejido adiposo no era blanca sino amarilla. Valverde tomó el bisturí y lo hundió en la grasa hasta tocar la aponeurosis. Metió la tijera y cortó. Luego, las capas musculares quedaron libres. Le ofreció las tijeras a Ibáñez, diciendo:

      -Conozco su renombre, doctor, es usted un profesional. Sería un honor para mí que me aconsejara.

      Ibáñez se puso los guantes e hizo una incisión en el abdomen del perro. Dejó los instrumentos y utilizó sus manos. Sintió, al principio, una rigidez extraña, como si las vísceras se hubiesen endurecido.

       Valverde se dio cuenta de su expresión.

       -Cálculos, doctor Ibáñez. Uno de los problemas de estos perros es la función renal. No viven más de un año porque no metabolizan el calcio. Fíjese en los huesos.

      Ibáñez disecó los músculos de las patas traseras, llegó al hueso y probó la consistencia del fémur. Se partió en dos fácilmente.

      -No soy veterinario –dijo Mateo- pero parece que sufren de algo parecido a la osteogénesis imperfecta de los humanos.

      -Pienso lo mismo, doctor.

      -Deberíamos llamar a Dergan…-dijo Ruiz.

      Ibáñez estuvo de acuerdo.

      -¿Me permite el teléfono? –preguntó Ruiz a Valverde.

      Ruiz lo siguió hasta la farmacia. Miró la hora en su reloj de pulsera, eran las ocho de la noche. No se había dado cuenta de cuántas horas habían estado escuchando la historia de Valverde. Mauricio debía estar de vuelta en el hotel y llamó. Le contestó la voz de Ansaldi.

     -El doctor Dergan salió de vuelta  hace un rato –le informó el viejo.

     -Cuando vuelva, dígale que venga a la farmacia.

     -Ya ha ido para allá, doctor.

      La voz de Ansaldi le sonó mucho más joven esta vez, no sólo por el tono, sino por la forma de hablar. Había una jactancia, un desprecio evidente en esa voz. Si no lo hubiese reconocido apenas levantó el tubo, habría asegurado que otra persona había tomado el teléfono en su lugar. En ese momento sonó el timbre. Valverde pasó a su lado en la oscuridad y abrió la puerta de calle. Había tres personas afuera. Ruiz escuchó que una le pedía un remedio para el dolor de muelas, y Valverde regresó dejando la puerta abierta. Sacó un frasco de un estante detrás del  mostrador. Volvió a la puerta y le entregó el frasco a la mujer.

     -Mañana me paga… - dijo él, y la mujer se fue agradeciéndole con fervor.

     Ahora era un hombre el que hablaba:

     -Deme algo para la constipación, por favor.

     Valverde volvió a buscar otro frasco de vidrio verde con una etiqueta indescifrable.

     -Tómese esto, don Casas, pero vaya a ver mañana al doctor.

     Ruiz no pudo más que reírse, y vio cómo Valverde giró la cabeza a un lado con expresión no avergonzada, sino condescendiente.

      La tercera persona no era un cliente sino Mauricio Dergan.

      -Pase, los doctores lo estaban esperando.

       Ruiz salió a su encuentro.

       -El sobrino de Ansaldi está con mucha fiebre, lo llevan al quirófano esta noche para limpiarle mejor la herida.

      -Estamos disecando a uno de los perros, a lo mejor sacamos algo en limpio de todo esto.

      Ruiz miró a Valverde con reproche, pero no se atrevió a decir más. Sabía que cuando Ibáñez saliera de ese estado en el que la historia del farmacéutico lo había metido, haría mucho más que eso, por lo menos lo esperaba. Porque él, Bernardo Ruiz, no se consideraba con derecho a hacerlo. No sólo porque su esposa aún vivía, y eso, para muchos, ya era algo que lo excluía de toda comprensión de lo que estaba pasando Ibáñez, sino que había algo que lo emparentaba con Valverde. No lazos de sangre, sino un factor común relacionado con los animales. Gustavo Valverde parecía comprenderlos de una manera inusual, y ellos tenían la tendencia a protegerlo, a cobijarse entre sus piernas, a dejarse acariciar por él y gruñir a cualquier extraño que intentara interponerse. Y Ruiz estaba sintiendo algo parecido, una especie de lástima, una cierta pena, una clase especial de amor. Cuando miraba al farmacéutico las muchas veces que le recriminaba cambiar sus recetas o dar remedios a sus pacientes sin su consentimiento, terminaba por dejarse convencer al sentir un estremecimiento en el estómago. Había cosas que Ruiz creía olvidadas, pero esos espasmos en su vientre le recordaban que él había dejado de ser como había sido alguna vez, antes de conocer a su esposa, antes de ir al pueblo de Le coer antique. De allí había salido siendo un hombre a medias, un hombre habitado por una especie de calidad animal, un hombre que los insectos habían convertido en hábitat.

      Pero nada de esto pasaba por la cabeza de Ruiz literalmente, sólo lo presentía como se intuye algo que sabemos remotamente lejano, incorporado a uno mucho tiempo antes aunque haya ocurrido el día anterior. Cuando las cosas antiguas, los viejos mitos y las viejas leyendas entran a un cuerpo joven, entregan su ancestral memoria a las nuevas células. Entonces ocurren episodios, eventos, donde esa memoria surge no como algo que debamos considerar ajeno y extraño, sino como una tradición que no necesariamente debe gustarnos, y que sin embargo hay que cumplir a rajatabla. Y mientras su mente se desenvolvía con fina agudeza en los laberintos de la realidad cotidiana, sus insectos marchaban como un ejército, preparándose, entrenándose, reproduciéndose en un campo fértil que daría sus frutos en algún momento de su vida. No sabía cuándo, y jamás se lo preguntaría a sí mismo.

     Cuando entraba en la farmacia de Valverde, sentía que su estómago tomaba la forma de un miedo que no podía clasificar, como si el aroma de los remedios y el olor del formol desde el fondo de ese ambiente despertaran a los seres que lo habitaban, así como se despierta a quien se ha desvanecido con un perfume fuerte o incluso alcohol. Y con el despertar viene el recuerdo, y casi siempre el dolor.

      Se dio cuenta cómo Dergan miraba a Valverde con desconfianza. Ambos lo precedieron en el pasillo donde Ibáñez los esperaba. Lo encontraron aún dedicado a disecar. Era asombrosa esa especie de obsesión que dominaba a Mateo cuando de medicina se trataba. Parecía haber olvidado la hora, a su mujer muerta, incluso a su hijo. Pero aquí Ruiz se equivocaba. Lo vio darse vuelta y peguntar:

     -¿Cómo está Blas?

     -Bien, Walter lo cuida. No te preocupes.-Dergan le apoyó una mano en un hombro y le dedicó una sonrisa.

      Mateo no preguntó más. Volvió a dedicarse al perro. Valverde se colocó otra vez los guantes.

      -Acérquese, doctor Dergan, como veterinario seguro que esto le interesará.

      -Mirá Mauricio –dijo Ibáñez, indicando el hueso quebrado.-Deformidades similares al raquitismo y la artrosis degenerativa. –Levantó la vista hacia Valverde, y preguntó: -¿Cuál fue la falla?

     El farmacéutico se encogió de hombros.

     -Una falla enzimática, seguramente, algún gen defectuoso. Los perros que utilicé para las cruzas eran mestizos, pero a las crías que obtuve al principio les inyecté sangre de otras especies.

     Mauricio ahora también exploraba los planos musculares que Ibáñez levantaba con delicadeza.

      -¿De cuáles? –preguntó.

      -De otros…-dijo Valverde, pero pronto decidió decir algo más, porque de todos modos su respuesta sería inútil para ellos.- De los otros que creé en el pueblo…

      Aquella imprecisión no pareció molestar a nadie. Valverde sabía convencerlos a todos con sus ojos claros y su voz serena y calma. Ruiz creía recordar las habladurías los domingos en su pueblo, incluso su padre le había comentado que los gendarmes habían perseguido a  Valverde, hasta que luego de una semana lo soltaron y él decidió venirse a La Plata.     

     -Monstruos –dijo Ruiz.

      Valverde lo miró con rencor, quizá recordando esa misma palabra con que había calificado a sus criaturas muchas veces. Ruiz no sabía por qué lo había dicho, y un sabor amargo se le había quedado en la boca, sólo que era como esas escasas ocasiones en que lo amargo no es un displacer sino un bienvenido cambio, casi un alivio, incluso una breve salvación.

      -Así decían ellos, pero eran criaturas, cada una de ellas. Como estos perros. Cuando nació el primero, por lo menos en la forma en que ahora se ven, me lamió la mano que yo había mojado con leche. Yo era su madre y su padre a la vez.

     -¿Hace mucho que conoce a Ansaldi?

      La pregunta del veterinario cayó como un filo suave sobre la mesa. Nadie se dio cuenta de la relación con lo que estaban hablando sino recién cuando Valverde respondió, como al pasar, sin interrumpir su atención sobre la disección que Ibáñez estaba haciendo.

     -Ya estaba aquí cuando llegué.

     -Ah…-dijo Dergan, como si no estuviese demasiado interesado.

     -La criatura -siguió contando Valverde- tenía nueve meses cuando nació la otra. La primera era hembra, la segunda, macho. No lo planeé así, simplemente se dio por las leyes del azar. Lo sé, es una fatal contradicción lo que estoy diciendo, pero ustedes como médicos deberían estar de acuerdo conmigo. Quizá el doctor Ibáñez, acostumbrado sin duda a la arquitectura invariable de la anatomía, no considere al azar como un factor científico. Pero usted, doctor Ruiz, sabe que hay tantas enfermedades como pacientes existen. Incluso usted, Ibáñez, no podrá negarme que las variaciones anatómicas confirman lo que yo llamo la ley del azar.

      Mateo interrumpió su labor y apoyó los codos en la mesa. Quizá pensaba una respuesta, pero sus ojos parecían en blanco.

     -El prisma del corazón humano en la arquitectura del barroco –recitó.

     Bernardo Ruiz dijo:

     -Dios Santo…

     -¿Qué pasa?

     -Ese verso es de Cecilia…

     -No sé dónde lo leí, no me acuerdo, pero me surgió de repente.- Luego volvió a su tarea sobre el cadáver.

     -¿Quién es Cecilia? –preguntó Dergan.

     -Fui mi novia por algunos años. Era poeta, yo publiqué el año pasado sus poemas, póstumamente, por supuesto.

      Ruiz ahora confirmaba que ese laboratorio en la farmacia de Valverde era un punto de cierre, tal vez el punto cero en una circunferencia, o el punto de quiebre donde el círculo se rompe en un ángulo de pocos grados para convertirse en una espiral.

     -Después, crucé a los dos. Tuvieron cuatro cachorros. Todos tenían los mismos caracteres físicos que los padres, pero más armoniosos, como si se estuvieran asentando. Los padres era lo que ustedes llamarían demasiado feos y deformes. Pero en las crías esos mismos defectos tenían la peculiaridad de ser parte de ellos desde siempre. Era una nueva raza.

      -¿Por qué Ansaldi le entregó los perros? –preguntó Dergan.

      Esta vez, Valverde no levantó la vista. Simplemente se tomó su tiempo, y contestó:

     -Porque sabe que yo los creé.

     -¿Pero por qué lo sabe él y no los demás?

     -Nos hemos hecho amigos...

     -¿Y cómo, un conserje de hotel, tiene más relación con sus experimentos que, por ejemplo, el doctor Ruiz?

     -Ya le dije, Ansaldi es mi amigo, no el doctor.

      Todos notaron el cambio en la voz de Valverde. No había enojo, sino frialdad, quizá crueldad. El enojo es pasión, y la voz del farmacéutico carecía de sentimiento.

     -Escuche, doctor. Cuando las crías llegaron a los tres meses de vida, una de ellas murió. Nunca pude explicarme qué pasó. En la mañana apareció muerta en su jaula. Entonces me quedé con tres, y me hallaba así en un círculo sin salida. El cachorro muerto era el único macho de los cuatro. Tuve que desarrollar otro igual los padres, que ya habían muerto, pero no podía estar seguro que naciera macho. Hice dos intentos fallidos, el primero era hembra y había nacido sin patas traseras, el segundo era un macho de pelo completamente blanco. Yo los veía dar vueltas en su jaula, intentando decidir qué hacer. Mirando a la hembra arrastrarse y gemir, no tuve más remedio que agarrarla y ahogarla en la pileta. Después me dediqué a mirar al macho. No llegaba a tener diez días. Era robusto, de pelo corto y muy blanco, casi me sentí orgulloso de ese único aspecto. Caminaba a los tumbos dentro de la jaula, se tropezaba con el bebedero y la pequeña pelota de trapo que le había dado para jugar. Chocaba con las paredes y volvía a dar la vuelta hasta chocar con la otra. Yo lo llamaba, pero sólo respondía cuando me acercaba mucho o cuando lo tocaba. Estaba ciego, me dije, y además no tenía orejas. Me escuchaba cuando le susurraba cerca de los oídos, así que no era del todo sordo. Le revisé los ojos con una linterna. Eran oscuros y completamente ciegos.

     Se escuchó un grito muy suave, que casi parecía susurrado, desde el otro lado del pasillo. Valverde prestó atención.

      -Disculpen, es mi esposa, que me llama.

      Salió y oyeron el abrir y cerrar de una puerta, y entre medio un gemido de mujer, agudo y ronco al mismo tiempo. Unos segundos después les llegó el olor de la gangrena, aún más fuerte que el formol y el cadáver del perro. Ruiz, viendo cómo todo eso afectaba a Mateo, dijo:

     -Debería dejar que yo la viera, por lo menos una vez.

     -Si le amputan la mano, por lo menos puede que le salven la vida –dijo Ibáñez.

     -Pero él no quiere, es como si reconociera su fracaso al haber querido curarla él mismo.

     -Quién le dio permiso para ejercer la medicina, deberíamos denunciarlo, por lo menos salvaríamos a la mujer –intervino Dergan.

     Se encontró con que Ruiz e Ibáñez lo miraban con encono.

     -¿Qué les pasa a ustedes? ¡Esos perros mataron a tu esposa, Mateo, y ese fue el que los mandó a la calle!

      Ibáñez se sacó lo guantes y se restregó los ojos. Cuando vieron otra vez su cara, tenía un brillo de cansancio, una palidez como de cera lustrada que parecía reflejar la escasa lámpara que colgaba del techo.

     -Cuando salga de acá, mi única labor en los próximos días será matar a todos esos perros. Que no quede ni uno. Eso es lo que voy a hacer, sin importarme las personas que se interpongan en mi camino. El que quiera ayudarme, bien, el que no, fuera de mi vista. Valverde me importa un carajo.

      El farmacéutico estaba en la puerta, desde no sabían cuánto tiempo. Entró como si no hubiese escuchado nada y se colocó otra vez los guantes.

      -Crucé al macho ciego con las otras hembras –dijo, continuando su relato interrumpido.- Ellas tuvieron diez crías en total. Cinco machos y cinco hembras. Yo estaba muy satisfecho, tenía la cantidad exacta para empezar toda una nueva raza. Los perros eran todos ciegos, sin orejas, cola corta y el mismo color y tipo de pelo. Comían con ganas y crecían normalmente. Los sacaba al patio de atrás, porque aún no quería mostrárselos a nadie. Pero un día tuve que hacer un trámite en el ministerio e iba a cerrar la farmacia, pero Rosa, mi mujer, me dijo que ella atendería el negocio. No estaba tan mal en ese entonces, la herida de la mano supuraba pero era suficiente con cubrirla con una venda. Cuando volví, me extrañó no escuchar los ladridos de los cachorros. Los busqué por todas partes, hasta que al final le pregunté a Rosa. Ella estaba tirada en la cama, con fiebre y llorando. Se me escaparon cuando abrí la puerta del patio, me dijo.

     -Así empezó todo –dijo Dergan.

     -Así es, doctor.

     -Pero no entiendo el motivo de estos experimentos, qué es lo que buscaba. No le voy a creer si me habla de curiosidad científica y toda esa mierda…

     -Ya se lo dije hace un rato a sus colegas. Vida es lo que busco. Prolongar la vida de mi esposa, detener su muerte, si no es posible otra cosa.

      Dergan se rió.

      -Disculpe, pero más allá del absurdo, e incluso si fuera posible, no pide poca cosa.

      -Ya lo sé.

     -¿Y qué tienen que ver estos perros con evitar la muerte?

     -Nada todavía, por eso me considero un fracasado. Pero un día alguien me dijo que estos perros, al fin de cuentas, son una forma de vida, también.

     Dergan empezaba a sospechar quién había sido.

    -Fue Ansaldi, ¿no es cierto?

     Valverde no contestó, y continuó:

     -De todos modos, no tenía forma de recuperarlos. Se escondían muy bien, hasta que me di cuenta que habían empezado a reproducirse entre ellos. La gente que los había visto decía que eran todos iguales, entonces supuse que los demás perros los rechazaban. 

     Tenía una expresión de triunfo en la cara, pero Dergan se preguntaba si era posible tanto cinismo. ¿Podía aquel tipo conformarse con haber creado una raza nueva de perros cuando decía que estaba buscando prolongar la vida humana? Se lo preguntó, porque no lograba callarse tanta ira, que no estaba seguro de dónde le surgía. Era una especie de miedo que había nacido en la casa de María Cortéz, y de la que no lograba deshacerse sino en esa lógica furibunda que estaba desatando sobre el farmacéutico. El tono y la evidente carga de desprecio pareció un desafío a Valverde. Éste así lo entendió, y entonces una nueva forma de ver las cosas transformó la expresión del farmacéutico de la anterior gentileza a una inconfundible malicia y un aire de irritante superioridad. Sus ojos verdes tomaron un nuevo significado cuando la sonrisa surgió a continuación. Y no era una sonrisa ante la cual podían sentirse tranquilos.

     Valverde parecía dudar antes de decir algo más, como si dos fuerzas contrapuestas lo impulsaran a la vez. El sarcasmo lo impulsaba, tal vez, a contestar cualquier cosa, la discreción, en cambio, quizá intentara frenar su creciente irritabilidad. Finalmente, dijo algo que sin duda lo delató a los ojos de los demás, pero cuando se dio cuenta, no se arrepintió del todo. Esconderse no siempre es un mérito, y llega el momento en que la verdad, de tan complicada, forma su propia costra de protección para las mentes débiles. Él así lo entendía, porqué así había sido siempre. Quién, acaso, lo había entendido en aquel pueblo de donde tuvo que escapar, quién en esta barrio de La Plata, donde pobres tipos como Casas y las remilgadas maestras del colegio vivían preocupados en sus triviales vidas ordinarias. A veces, él necesitaba jugar con ellos, hacerles bromas que a nadie caían bien y que sin embargo no hacían más que corroborar su superioridad ante todos. Porque ellos, sin explicarse a sí mismos tal actitud, regresaban a él, acudían a él para cualquier cosa que necesitasen. Y no parecían hacerlo por complacencia, sino por un real convencimiento de que este tipo silencioso y de expresiones austeras, de rostro atractivo e inteligente, era algo más. La superioridad de la malicia es una virtud ante los ojos de los inocentes. O más bien debamos decir ingenuos. Inocentes son los niños, hasta cierto punto, porque la inocencia es un estado de ignorancia intelectual y moral. La inocencia puede cometer maldades por desconocimiento, pero los ingenuos pecan de una casi absoluta pasividad por miedo, por timidez, por inferioridad. Cuando deciden actuar, los ingenuos cometen tragedias, hacen estragos irreparables, y con los ojos abiertos ante eso, deciden no tener más alternativa que matarse, aunque después no lo hagan. Pero esa decisión no concretada es un punto de quiebre, es una muerte en sí misma. Saben que están muertos desde ese momento.

     Sabiéndose ante ingenuos, Valverde contestó:

     -La vida es una prisionera de la carne y de los huesos, ¿no saben eso todavía? La vida no es un azar más que para la estatura mental de los peones de ajedrez. Crearla desde la nada es imposible, por eso no hay más Dios que el que los ingenuos necesitan para alimentarse. Creo haber intentado todo a mi alcance para que Rosa no muera, pero hasta hace poco no me di cuenta que la vida misma se transforma sin perder sus características. A veces, necesitamos conformarnos con ver en la arquitectura de un perro la sustancia íntima de la mujer que hemos amado.

 

 

14

 

Debían ser las doce de la noche. Hacía casi cuarenta y ocho horas que no dormía. La noche del sábado apenas había dormitado junto a la cama de Alma en el hospital. La luz tenue del laboratorio, el olor a formol, a gangrena, a grasa vieja impregnada en la mesa de mármol, las caras lívidas de los hombres que lo acompañaban, todo eso le resultaba casi una ensoñación. Escuchaba sonidos entre los zumbidos de sus oídos cansados, pero no lograba distinguir si eran los quejidos de Rosa Valverde o los ladridos de los perros en la calle.

      -¿Cómo un círculo, quiere decir? Los perros son continuación de su esposa, y a su vez ellos mataron a la mía. Pero no veo cómo ellos pueden ser fragmentos de Alma.

      -Déjeme contarle una leyenda, doctor…

      Dergan se echó a reír en respuesta, sin ironía, como si estuviese escuchando una broma nada más.

      -¿Pero no ven que nos está tomando el pelo? ¿Dónde está la lógica científica de la que hacen tanto alarde con sus pacientes? ¡Ruiz, por Dios santo! ¡Despertáte, mi viejo!

      Ruiz pensaba, en cambio, en el círculo. El ciclo en el que él estaba involucrado. 

     Alimentación y hábitat, hábitat y alimentación. Vida, muerte y resurrección.

     Sí, él lo comprendía. Su amigo Ibáñez comenzaba a descubrir que pertenecía a uno de aquellos círculos, diferente al suyo, pero al fin de cuentas uno más. Agarró un brazo de Dergan y le dijo que lo dejara en paz.

     Valverde habló:

     -Cuando yo era chico, mi abuela, la abuela Valverde, me refiero, la mamá de mi padre, solía contarme una leyenda muy antigua, en las tardes de verano, cuando anochecía y nos sentábamos al borde del río, mirando el vuelo rasante de los mosquitos sobre las aguas, o escuchando el croar de las ranas. Los animales se despiertan, los animales cazan cuando el sol empieza a declinar. Había una vez, me contaba, un pueblo invadido y masacrado por otro pueblo nómade. Las víctimas tenían, sin embargo, el apoyo de una poderosa hechicera, así que sus almas sobrevivieron en los cuerpos de los animales por mucho tiempo. El pueblo invasor, mientras tanto, iba desarrollando su propia decadencia en manos de un brujo falso y loco que creía escuchar las voces de los dioses, pero eran nada más que las voces de los muertos.

      Valverde hizo una pausa, los miró a todos, y satisfecho de la atención que le prestaban, continuó.

      -No hay más que una clase de muertos, los que desean regresar. Fueron ellos quienes le hablaban al brujo, creando en su estado de ánimo una necesidad y una especie de odio que lo llevaba a conducir a su pueblo hacia donde los muertos podrían robarles los cuerpos. Se produjo una lucha, una gran guerra entre los muertos asentados en los animales y los otros. Ambos lados querían lo mismo, al fin de cuentas. Todos querían regresar a la vida.

      -No nos dice nada nuevo, Gustavo. ¿Acaso hay alguien que se conforma con la muerte? –dijo Ruiz.

      -Es verdad, pero no está ahí el mensaje de mi alegoría, sino en el final de la historia. En la batalla final, los animales se transformaron en hombres, y los muertos recuperaron sus cuerpos. Entonces ambos bandos lucharon como simples hombres de carne y hueso, y como toda carne es mortal, todos murieron nuevamente. Y todo quedó hecho un páramo seco e inevitable.

     -Entonces por que no dejamos en paz a los muertos, Valverde.

     La voz de Dergan era ahora más amistosa, como si la común desilusión hubiese calmado su ofuscación. Quizá recordaba que alguna vez le habían contado esa misma leyenda, que recorría los tiempos y las generaciones metamorfoseando sus características y mensajes según el lugar y la ocasión, pero siempre firme en los inmutables hechos de sus principios.

     -Porque todos formamos parte de un círculo, de una rueda que hace girar otro círculo más grande. Y mi deber es sentir la irremediable necesidad de detener el avance de la nada, porque no se puede tolerar el pensamiento del cero absoluto, de la pérdida de todo en la nada. Pensar en ese ya no ser, ¿no los hace a ustedes agitarse, su corazón no se acelera y sus piernas no sienten la necesidad de correr, sus manos de buscar, sus ojos de mirar algo más, su mente y su memoria de levantarse como un monstruo para abarcarlo todo, para encontrar la razón que atenúe el inmenso miedo? ¿No es el miedo una respuesta si no adecuada, por lo menos transitoria y bastante satisfactoria por sí misma? La angustia que crece al borde de ese precipicio de la nada es por lo menos un vestigio, tal vez el último bastión de la vida.

       Se oyó un nuevo llamado de la mujer de Valverde.

      -Para mí, doctores, cualquier intento es parecido a esa angustia que con el tiempo forma un manto piadoso, delgado pero con el brillo semejante a una coraza. Para engaño de esa nada que arremete todos los días, insistente e inclaudicable.

      Ruiz lo comprendía muy bien. Escuchando a Valverde había sentido cómo los insectos parecían moverse por su cuerpo, reclamando lo que él suponía la terminación de su vida y la prosecución de su cuerpo como un desecho. ¿Podría ser que los seres irracionales también tuviesen miedo a la muerte? ¿No es para ellos una parte más del ciclo de la vida? ¿No será simplemente el instinto el que se revela? Una guerra, eso es. Valverde lo había dicho bien.

     -Venga, doctor Ibáñez, quisiera que revisara a mi esposa.

     Se dirigió hacia la puerta del laboratorio y esperó a que Mateo lo siguiera. Ruiz estaba sorprendido.

     -Pero si no me dejó…-empezó a decir, pero resignándose, detuvo a Mateo de un brazo.

     -Fijate si aún la podemos salvar, a lo mejor hay tiempo de llevarla al hospital.

     Ibáñez asintió con la cabeza y se fue con Valverde.

 

     Entraron a la habitación de Rosa. Estaba oscuro. Ibáñez adivinó una ventana por donde entraba, entre las varillas de madera torcidas, la escasa luz del alumbrado de la calle. Se quedó en la puerta, Valverde le había dicho que esperara. Éste encendió una lámpara de pie cerca de la cama. Fue extraño, pensó más tarde, cómo el olor surgió cuando la luz se encendió. Era un olor a gangrena demasiado intenso para no sentirlo aún en la oscuridad. Como si antes de que hubiera luz no hubiese nada, como si las cosas surgieran, de repente, de la penumbra absolutamente negra que representa la ausencia de todo lo que los sentidos pueden captar. Valverde, lo mismo que un dios creador, había dado forma y contenido a esa habitación. Había, también, creado a esa mujer al dar la luz.

      Mateo se acercó, combatiendo internamente la repugnancia por el olor, más intenso y repulsivo que el aroma de los cadáveres al que ya estaba acostumbrado. Dejó que el farmacéutico liberara la mano herida de las vendas sucias y embebidas de un líquido amarillo y sanguinolento. Entonces vio la mano enferma, hinchada, con edemas y hematomas en el dorso y la palma, y los dedos deformados. La herida principal estaba justo debajo del pulgar, de allí salía una secreción fétida y rosada, a veces francamente amarillo opaca, que Valverde secaba mientras le hablaba a Rosa, consolándola. Pero ella seguía acostada, con los ojos cerrados, hundida en el colchón y tapada con las sábanas. Tenía un camisón rosa, desteñido, con manchas, como si ella se hubiese restregado la mano allí en varias ocasiones. El pelo oscuro tenía el brillo del sudor, la cara pálida y los labios secos.

      -Tiene fiebre…

      -Intermitente, doctor. Hace semanas que sube y baja. Los antibióticos la controlan, o la controlaban, debo decir…

     -Hay que llevarla al hospital.

     -No hay nada que hacer, doctor. Usted es al único que le digo la verdad. Pronto va a dejar de sentir este olor, y otro aroma más bello lo reemplazará. Pero de lo que quería hablarle no es de esto, que no es sino un estado transitorio, sino de otra cosa. ¿No nota algo más en la mano?

      Ibáñez se acercó para ver mejor a la luz de la lámpara. La mano estaba tan hinchada que recién ahora se daba cuenta de que el pulgar no existía.

      -¿Se lo comió el animal que la mordió?

      -Una parte sí, pero el resto, junto con la secreción que salió primero, saliva y pus, fue alimento de los perros de la segunda camada. Los que no murieron y se desarrollaron fuertes. Los que escaparon, los que, sospecho, Rosa dejó escapar.

       Al fin comprendía del todo lo que Valverde había querido explicarle con tantas vueltas y tanta historia en el laboratorio. ¿Quería, acaso, que él hiciese lo mismo con el cuerpo de Alma? ¿Entregar una parte a los perros para que ella, de esa forma, viviese para siempre? Como si Blas no fuera la decantación más perfecta de la existencia de Alma. Entonces recordó lo que los pocos parientes que ambos tenían habían dicho al nacer su hijo: tan parecido a Mateo, tan igual, que el chico parecía carecer de legado de mujer. Alma sin descendencia. Alma sólo amor, agotado en sí mismo como se agota el cuerpo. Alma como un recuerdo remoto que desaparece sin dejar rastros en la memoria. Sin mención, sin fotografías. Sólo Blas y su padre, dos hombres como ejes de una caravana en tránsito permanente. Hombres y fuerza sin sentido, parangones a los lados de una ruta, con la sola necesidad de una mirada y una presencia como armas, controlando el paso de los otros, los habitantes débiles y sumisos de una sociedad que avala el poder y el uso de la violencia como únicos medios, únicos requisitos, para la tolerancia y el perdón otorgado por decreto por un dios ensimismado en el color y prestancia de su uniforme. Un dios sentado en una silla tras un escritorio presidencial, otorgando poderes para que actúen en su nombre, a ellos, a los hombres que, como Ibáñez, eran el símbolo de la indiferencia, y a Blas como futuro emblema de una patria exenta de debilidades. Todo apostado a niños como él, liberados de las excentricidades y la cobardía de la enclenque sinrazón de una mujer.

     -Piénselo, doctor. Su mujer sobrevivirá con fuerza, y no va a morir jamás. Mientras los perros se reproduzcan…

      Ibáñez  miró a Valverde, que sostenía la mano de su mujer como un rato antes sujetaba el cuerpo del perro, como una cosa, un objeto de estudio, noble y respetable, pero sin el dolor ni la piedad correspondiente. Entonces Mateo agarró a Valverde de las solapas del guardapolvo y lo empujó contra la pared.

      -Voy a matar a esos perros, ¿me entendió? No voy a dejar a ninguno vivo.

      El farmacéutico sonrió, e Ibáñez se dio cuenta que miraba atrás de él, quizá la mano que había soltado y ahora colgaba de la cama, dejando caer el pus sobre el piso.

     -Sabe cuántos deben ser ahora...

     -Los que sean, no me voy ir hasta que mate a todos.

     -Yo le ofrezco una especie de eternidad, doctor, y usted me responde con venganza, que acaso… ¿no es una especie de muerte?

     -Usted es un cadáver, Valverde, por eso no lo entiende.

     Mateo Ibáñez salió al pasillo y trató de orientarse en el vértigo que sintió al dejar atrás el olor del cuarto. El pasillo, a oscuras como desde la tarde, sólo dejaba ver la luz del laboratorio. Vio a sus amigos y les dijo:

     -Nos vamos.

     Dergan y Ruiz lo siguieron, inquietos por saber que había pasado entre él y el farmacéutico, pero no le preguntaron nada, ni siquiera cuando ya estaban fuera y caminaban de regreso al hotel. Eran las dos de la mañana. Ibáñez se detenía contra las paredes cada pocos metros, sujetándose para no caerse. No había comido nada desde la noche del sábado, no había dormido en casi dos días. Dergan y Ruiz lo sostuvieron uno de cada brazo y lo ayudaron a seguir. Sólo faltaba que aparecieran los perros, pensaron los tres al mismo tiempo, sin comunicarse ese miedo. Llegaron al hotel y Ansaldi les abrió la puerta.

     -Bunas noches, doctores.

     No le respondieron. Llevaron a Ibáñez a su cuarto, donde Márquez y Blas dormían. Sacudieron al arquitecto y éste despertó.

     -Ya volvieron, me tienen que contar qué pasó en todo el día.

     -Ya te vamos a contar, pero vamos a acostar a Mateo. Decile al viejo que prepare algo, un café o un té cargado, con mucha azúcar.

      Walter bajó, pero encontró a Ansaldi entrando a su pieza. Lo llamó, pero no le hizo caso. El viejo se había despojado de toda la irritante condescendencia con que los había tratado antes. Ya no debía considerarla necesaria. Fue a la cocina y preparó un café caliente. En la heladera encontró sándwiches y también los llevó arriba. Los otros ya habían desnudado y metido a Mateo entre las sábanas. Estaba dormido.

     -Dejálo que duerma, mañana lo hacemos desayunar bien.

     -Mañana va a ser un día de mil quilombos –dijo Ruiz.- Farías va querer la autopsia de Alma.

     -Pero le decimos lo de Valverde…

     -¿Vos creés? Conozco al tipo más que vos, Mauricio. Valverde va a hacer desaparecer a esos perros esta misma noche.

     -Pero entonces que hacemos acá, vamos…

     Ruiz lo detuvo del brazo…

     -¿Qué vas a hacer? ¿Entrar por la fuerza? Estamos en gobierno militar, ahora. Si llamamos la atención, nos meten presos. Yo intentaría explicarle a Farías primero, si nos cree.

      Dergan seguía nervioso. Ruiz lo hizo salir de la habitación. Márquez los siguió, cerrando la puerta y apagando las luces. Ibáñez parecía dormido, pero quizá escuchó la conversación. No le importó demasiado, porque él, entre sueños, proyectaba otros planes. Blas estaba a su lado en la cama, no se había despertado en todo el tiempo desde que habían vuelto.

     No escuches a Valverde, le decía a su hijo en sueños, vos te vas a acordar de mamá. Pero Blas, pensaba Mateo, no es más que un niño cuya memoria conciente es todavía tan endeble como un vaso de barro blando y sin forma.

 

 

15

 

Los tres bajaron al comedor y se sentaron alrededor de la mesa. Walter se ofreció a hacer café para todos.

     -Yo tomaría algo más fuerte…-dijo Mauricio.- ¿Habrá algún licor, coñac, whisky?

     -Andá a saber dónde guarda eso el viejo, yo no tengo ganas ni de verlo de lejos.

     -¿Cómo seguirá el chico?- preguntó Ruiz.- Mañana llamo al hospital a primera hora. Ahora mejor me voy a dormir.

     Se levantó y se fue, apenas murmurando las buenas noches. Se veía cansado, con ojeras moradas en la cara pálida, algo encorvado su cuerpo flaco, y se agarraba el estómago con una mano. Mauricio hizo una mueca de alivio, necesitaba hablar con Walter a solas. Tenía que pedirle algo, y sabía que Bernardo no entendería. Era un tipo excelente, pero a veces demasiado rígido con lo que no comprendía o no estaba de acuerdo, en eso había heredado el carácter de su padre. Era curioso cómo, a medida que maduraba y el recuerdo de la figura del viejo doctor perdía influencia, se iba pareciendo cada vez más a él.

     Mauricio buscó bajo el mostrador de la recepción, Walter en las alacenas de la cocina.

     -¡Encontré algo! –dijo Dergan. Era una botella de bourbon. Regresó al comedor observando la etiqueta. La botella estaba abierta, pero llena todavía hasta los tres cuartos de su contenido. La puso sobre la mesa y preguntó:

     -¿Te gusta el bourbon?

     Walter dudó antes de contestar.

     -Sí y no, sólo un vaso por la mitad, sino mañana voy a tener resaca.

     Trajo dos vasos de la cocina, Mauricio sirvió para ambos. Cuando se los llevaron a los labios, Walter tosió y Mauricio se rió como un chico.

      -¡La reputisima madre que te parió! –decía Márquez, él también riéndose ahora.

      Mauricio le sirvió otro vaso, por más que el otro se rehusaba. Luego, Walter volvió a beber, y lo mismo hizo Dergan. A la tercera copa, Walter sintió un vértigo y se sujetó a la mesa por más que estaba sentado.

     -Dicen que Hemingway era asiduo al esto, debió tener un hígado grande como una bolsa de papas de veinte kilos.

     -Así murió, pero nosotros no somos escritores, no vivimos para la posteridad.

     Walter lo miró serio, tenía una expresión entre alegre y triste a la vez, su cara se había enrojecido y sus ojos chispeaban.

     -Lo dirás por vos, pero yo sí dejo descendencia.

     -¿Pero a vos no se te había muerto una hija?

      Mauricio no carecía de tacto generalmente, pero también estaba ya bajo los efectos del alcohol. Walter se puso a lagrimear y de nuevo sonrió.

     -Mis obras, Mauricio, mis casas y edificios, ¿entendés?

     -Tenés razón, entonces el único pelotudo soy yo, sin hijos y solamente salvando a putos animales.

     -Pero los perros y gatos hacen felices a la gente, las vacas nos dan alimentos, ¿o acaso no curás vacas, vos?

     -A veces, sí …-Mauricio ahora no podía para de reírse. –Tenés razón, cuando los animales hacen felices a la gente, ésta coje y hace chicos, y así yo soy un instrumento de la posteridad.

    -Así es…

    -Qué consuelo tan estúpido, Walter –dijo, mientras ambos se reían a carcajadas ocultando la cara entre los brazos para no despertar a los demás.

      Pero un rato después, Dergan se puso serio y dijo:

    - Tengo que pedirte algo.

    -Lo que quieras -Walter intentó otro vaso, pero Mauricio se lo impidió.

    -Quiero que mañana vayas a la casona que diseñaste. Allí vive una mujer con su hija. Se llama María Cortéz, y tenés que preguntarle cuál es su apellido de soltera.

      Walter lo miró con extrañeza, luego con picardía.

     -No es para eso –dijo Mauricio, recordando el displacer que de pronto había sentido mientras hacía el amor con esa mujer, mientras recibía las palabras proféticas de su boca, que sólo se había interrumpido en sus besos para decir aquella oración. – Esta mañana revolví en los papeles de Ansaldi, encontré documentos de cuando vino de Europa. Son demasiado raros, y no puedo explicarte ahora, pero la madre se llamaba Sottocorno. Yo creo acordarme que el apellido de la Cortéz es el mismo, pero tenés que preguntarle vos.

     -¿Y por qué no vas vos?

     No podía decirle a Márquez lo que le había pasado en esa casa, era demasiado para que el arquitecto lo comprendiera en ese estado de ebriedad.

     -No puedo…

     -¡¿Pero por qué?! No visito esa casa desde el derrumbe…

     Mauricio no sabía exactamente lo que había pasado con la casona y el arquitecto. Probablemente tenía su historia, pero el recuerdo del sueño al salir de la casa le impedía siquiera volver a acercarse. Ahora se reía interiormente de esa jactancia de racionalidad que había demostrado en la farmacia de Valverde. Les había recriminado a los médicos el creer las insensateces del farmacéutico cuando él mismo tenía miedo de la profecía de una adivina.

Pero hay temores que no pueden controlarse, que encuentran alimento bajo la superficie de la lógica, y hacen crecer sus raíces, expandiéndose hasta abarcar todo lo que constituye el volumen de los cuerpos. Y luego florece, y sus flores son hermosas hasta el momento en que se las huele. Un hombre con miedo es una alucinación a la distancia, un camión a alta velocidad cuando estamos cerca, un cuchillo cubierto de una enredadera venenosa cuando lo tocamos.

     -Es importante, Walter, por favor –dijo él, apretándole la mano, esperando, quizá, que Walter sintiese esa especie de ásperas, lastimosas flores marchitas que constituían su miedo. Y él sintió, en la mano del arquitecto, algo semejante. No flores muertas, sino el olor a madera podrida, a animales muertos, quizá a cadáveres bajo escombros.

     Walter se restregó la cara, despertando por un instante, de su somnolencia. Asintió con la cabeza, sin decir ni prometer nada. Pero Mauricio sabía que iba a hacer lo que le había pedido.

    

 

16

 

En la mañana del lunes, Walter escuchó pasos y movimientos fuera de su habitación. Abrió los ojos y miró la hora. Eran casi las diez de la mañana.

     -Dios mío –dijo, dándose cuenta que golpeaban a la puerta.

     -¿Quién es?

     -El servicio, señor.

     Walter se había quedado dormido, justo hoy, con todo lo que se avecinaba. La autopsia de Alma, la investigación de los perros, su propia tarea como arquitecto, es decir, la búsqueda de los escondrijos de los animales en la estructura urbana de La Plata. Pero sobre todo había algo que debía hacer antes, y fue lo primero que recordó porque fue lo último que escuchó la noche anterior, ya tarde. Recordaba, entre las ensoñaciones del bourbon y el dolor de cabeza de esta mañana, que el veterinario le había pedido visitar la casona. Su casona, porque a pesar de que ya no le pertenecía, la había diseñado para él y su mujer, en otra época, tan cercana y tan lejana al mismo tiempo. Tan inmersa en ese espacio innombrable que calificamos de maravilloso simplemente porque ya ha pasado, y por el solo hecho de ser irrecuperable lo protege -y nos protege- de toda revelación y desilusión. Lo envuelve con las máscaras ilusorias que no son mentiras mientras no les quitemos las máscaras. El oro del pasado es a veces el alimento más irreprochable. Sólo hay que resguardarlo del siempre inminente filo de la sospecha, que como una amenaza en línea tangente que a veces fracasa, tiende luego a escabullirse entre los planos del sueño, para amedrentarnos, para develar las motas de polvo en las pepitas de oro del pasado. Cuando ya no hay más que suciedad entre las manos, cuando el alimento es barro y el paladar se vuelve tan seco que las grietas del tejido humano ya no soporta el agua, porque entonces se desmoronaría definitivamente, es el momento de darle descanso a la encomiable voluntad de resistencia contra el fracaso, y abandonarse, dejarse estar en el futuro como quien se mece en las aguas de un mar lluvioso y frío.

      Se levantó y se lavó la cara en el baño. Volvieron a insistir en la puerta.

     -¡Vuelva en quince minutos! –gritó, harto de esa insistencia sin sentido. Seguramente Ansaldi, resentido con ellos, quería joderlos.

      -¡Soy Bernardo!

      Walter abrió la puerta en pijamas, la cara todavía sumida en el sueño y un cepillo de dientes en la mano derecha. Regresó al baño y Ruiz lo siguió, hablándole.

      -Pero hay mucho que hacer, viejo –le dijo Ruiz.- Farías me llamó a las ocho de la mañana, el muy hijo de puta. Espera que Mateo firme el consentimiento para la autopsia.

      Walter lo escuchaba mientras se lavaba los dientes.

     -No me atreví a despertarlo después de casi dos días sin dormir, y con todo lo que pasó. Igual se levantó solo a desayunar hace una hora. No sé cómo tiene fuerza de voluntad para aceptar todo este quilombo.

      Walter lo miraba por el espejo del botiquín, se enjuagó la boca y abrió la llave de la ducha.

     -¿Qué te dijo de la investigación?

     -Todo sigue igual, vos tenés que pasar por la municipalidad para recoger los planos de la ciudad, después caminar y recorrer. Ya sabés. Necesitamos averiguar dónde viven los perros, dónde se crían.

      El arquitecto se desnudó y se metió bajo la ducha.

      -Vos y Dergan se pusieron en pedo, anoche. No los culpo, pero…

     -¿Pero qué? No seas aguafiestas. No fue mi intención ponerme en pedo, sólo hablamos y la botella estaba ahí. Ahora me parece un sueño todo lo del fin de semana.

      -Es verdad, y eso que no estuviste en la farmacia de Valverde. Bueno, te dejo. Mateo me espera.

    -¿Y quién va a cuidar al chico?

    -Ahora Mauricio, después, quien esté disponible. Mateo no quiere a nadie más con Blas, y que Ansaldi no se acerque. Sobre todo que nadie saque al chico del hotel.

     Ruiz se fue y Walter cerró la llave de la ducha, se secó con la toalla blanca con un logo anunciaba: Hotel Firenze. Recién ahora le llamó la atención. Por qué aquel nombre tan pretencioso para ese hotel de medio pelo. Sin embargo, no le parecía caprichoso más que en apariencia. La Plata, más que una ciudad sudamericana, tenía una estructura urbana más europea. Los estilos de las casas, las veredas anchas, los tipos de baldosas acanaladas y amarillas, los adoquines de las calles con el diseño en arcos, los árboles juntando sus ramas por encima, se relacionaban más con el aspecto de una ciudad europea de la primera mitad del siglo XX que con el ámbito rural o campero de la provincia de Buenos Aires. En realidad, cada pueblo de la provincia, y sobre todo aquellos más aledaños a la costa, tenían un aspecto semejante, hasta convertir ese estilo en algo propio. Algo intermedio entre un pueblo y una ciudad. Allí, donde los almacenes todavía sobrevivían con sus vidrieras y puertas altas, los techos con ventiladores moviéndose como tortugas sobre a un eje, los mostradores de caoba con vitrinas, las cajas de metal o madera con galletas dulces. Allí, donde las tintorerías japonesas eran de una pulcritud lindante con la extravagancia del país legendario del que parecían haber sido transportadas. Allí, donde las panaderías, como la de Casas, o como la farmacia de Valverde, eran ámbitos donde las madres podían ponerse a conversar, mientras los chicos miraban los chocolates y huevos de Pascua, o los frascos de colores con las extrañas medicinas a las que temían pero por las que se sentían atraídos.

      Se vistió y bajó a desayunar. Dergan también bajaba en ese momento, con Blas en brazos. Se saludaron sin hablar, confirmando su mutua jaqueca. La cocinera protestó por la hora. Nadie se dignó a mirarla. Ansaldi estaba parado tras el mostrador de la recepción, escribiendo en sus papeles. Por la entrada llegaba el fresco de la mañana y el sol intenso de ese lunes que parecía ser un renacimiento, una nueva esperanza. Pero para quién o qué, se preguntó Walter.

     -¿Vas a ir? –dijo Dergan.

     -Después de desayunar, no te preocupés. Tengo que ira a buscar los planos al municipio.

     Mauricio aceptó en silencio. Como el día anterior, tenía que hacer de niñera, pero esta vez quería hacer las cosas bien. Se quedaría en el hotel todo el tiempo, sin apartar los ojos de Blas, y vigilando que Ansaldi no se acercara.

 

     Márquez subió a su cuarto, se puso una corbata de un tenue color marrón, ajustándola bajo el cuello de la camisa blanca, luego el chaleco y el saco del traje beige. Miró en el espejo su cara recién rasurada, se colocó unas gotas de perfume, agarró el sobretodo de piel de camello, comprobó que sus mocasines estuviesen lustrados, y salió del hotel. Era un hombre pulcro, quizá excesivamente, según su mujer, excepto cuando trabajaba en las obras. Entonces se vestía con ropa informal para mezclarse con los albañiles y dar todas las indicaciones necesarias sin cuidarse de la suciedad y el polvo. Pero cuando esto sucedía, esa inveterada pulcritud, con la que tal vez había nacido y de la que no podría deshacerse nunca, como tampoco podría evitar ser zurdo, se canalizaba en el extremo cuidado y detallismo de lo que estaba construyendo. Porque por más que no fuese él quien colocara ladrillo sobre ladrillo, -a veces, incluso, lo había hecho- su mente construía con el mismo esfuerzo con que los obreros trabajaban con la fuerza de sus músculos, de sus espaldas fortalecidas por el trabajo rudo, pero que no mucho después sufrirían. Las neuronas, aunque diferentes, son también células como los músculos, la energía utilizada por ellas proviene de las mismas fuentes. Por qué, entonces, hacer diferencias, valoraciones que no tienen más objetivo que determinar una política del trabajo, arbitraria y singularmente injusta.

      Pero el arquitecto Walter Márquez tenía un auto último modelo, trajes que hacía confeccionar a un  sastre de Buenos Aires. Compraba perfumes importados, y abastecía a su mujer con los mejores vestidos y la mejor comida de los restaurantes. Tenía una casa en la costa, lotes en Córdoba y Mendoza. Una cuenta bancaria abundante pero no excesivamente. Los del fisco nunca lo persiguieron, nunca le reclamaron nada. Su biblioteca estaba formada por casi cien libros de diseño y arquitectura, mucha poesía norteamericana y una colección de long plays donde sobresalían los registros de Miles Davis y el viejo Bach.. Para sus adentros, para el pensamiento que sobrevenía cuando viajaba solo en su auto hacia cualquiera de las obras que estaba construyendo, él se sabía un hombre gris, un perseguido, como le había dicho una de sus amigas, un hombre que necesitaba de todo lo que lo rodeaba para saberse dentro de una enorme habitación con techo y paredes protectoras. Sentía escalofríos por las noches, aunque fuera verano, cuando se quedaba hasta altas horas de la madrugada sentado en el taburete frente al tablero de dibujo, los codos apoyados y las manos yendo y viniendo desde su frente hasta el papel, como si el lápiz que sus dedos sostenían fuese un instrumento capaz de cargar las ideas para transportarlas al papel o una batería que se recargaba cuando los dejaba en los portalápices, -traídos por él del exterior o regalados por amigos-, durante las horas en que no estaba en su estudio.

      Miró el sol relumbrante de esa mañana de lunes. El hotel Firenze era una fachada plana y sin atractivos, pero las calles de La Plata prometían siempre algo nuevo. Tal vez era el sol intenso sobre las veredas, o la sensación de una tarde eternamente quieta descansando sobre el empedrado. Allí había intentado vivir con su mujer, pero el derrumbe de la casona y la muerte de su hija habían echado todo a perder. Caminó por las mismas cuadras de algunos años antes, contemplando la plaza frente a la panadería, el bar de Santos, el taller mecánico de la familia de Aníbal. Lo recordaba todo de manera exacta a como ahora estaba.

      Llegó a la esquina frente al almacén de Costa. Se detuvo, un nudo se le formó en la garganta. Estaba cerrado, con las cortinas de metal bajadas y cubiertas de óxido, con pintadas de partidos políticos en las paredes, y el moho creciendo en los rincones de las paredes y el techo. Creyó ver a Costa, como la noche del derrumbe, corriendo en calzoncillos por la vereda, buscando a su hijo. Se oyó a sí mismo gritar, otra vez, al niño que pasaba con su bicicleta justo cuando una de las alas de la construcción comenzó a caerse. Recordó la cara del almacenero al abrir la puerta de la ambulancia donde Márquez esperaba para ser llevado al hospital, preguntando por el chico, y él diciendo que había intentado gritarle, prevenirle. Pero cómo, se preguntaría más tarde, cómo explicar a un padre que un niño al morir ya no es más un chico. Es algo fuera de las clasificaciones y de los nombres, algo que él, Walter Márquez, arquitecto y creador, comprendería más tarde aquella misma noche.

      En el mismo hospital donde lo asistieron, habían llevado a su esposa, con parto prematuro. Al despertar en su habitación, los médicos le habían dicho que la niña era muy pequeña, que quizá el shock de su mujer ante el derrumbe había colaborado, pero no podían asegurarlo. Era una niña, le dijeron. Y él sabía, él pensaba mientras lo médicos seguían hablando, que una pareja de niños había perecido por su culpa.

     Se dio cuenta que las manos le temblaban. Un sudor frío le recorrió la espalda. El tráfico de la mañana del lunes era fluido. Los chicos ya habían entrado a la escuela, los negocios habían renovado su mercadería de los camiones de reparto. Sólo iban y venían los vecinos, haciendo compras, conversando en los umbrales de las casas. Había autos que salían de los garajes, otros que se detenían tocando bocina a alguien conocido. Había bullicio pero no era estridente, era un caos organizado, pacífico. Una destrucción y construcción consumadas tras las fachadas de lo aparencial, invisibles y tan perfectas que sólo podían verse los resultados: la mañana clara y el mundo humano transcurriendo serenamente por los rígidos rieles del tiempo.

     Después supo que Costa había comprado los restos de la casona. El almacenero la había reparado y terminado. Y ahora allí la veía, alta y bella, con una majestuosidad que no contrastaba con el resto del barrio porque había gran espacio de terreno libre alrededor. Cuando Costa murió, Casas la compró, y ahora la alquilaba a María Cortéz.

      Tenía que hacer lo que había prometido a Dergan. Parecía una estupidez, si lo pensaba, pero el veterinario se lo había pedido con tanta insistencia, y él había visto tanto miedo en sus ojos, que no podía hacer más que cumplir con su palabra. Pero él también tenía temor. Esa casa era como un fantasma. La había dejado derruida y ahora la veía completamente terminada. No estaba acostumbrado a eso. A él le gustaba ver crecer a sus obras, como un médico que controla el embarazo de una de sus pacientes. Así, como cuando su hija había crecido en el vientre de su esposa, él había controlado el nacimiento de esa casona que había abortado sin quererlo.

     La casa y la niña.

     Vio salir a una nena de pocos años por la puerta, pararse bajo el alero, observar la calle, luego dirigirse hacia el costado de la casa y llamar con vos aguda y dulce. Tres perros aparecieron corriendo desde el fondo. La siguieron hasta la puerta y se sentaron a esperar. Ella salió con una bolsa que llevó hasta el jardín delantero, mientras los animales la seguían, y luego vació la bolsa sobre el pasto. Eran huesos con carne cruda. Los animales se abalanzaron sobre ellos y se llevaron aparte un pedazo cada uno.

     Márquez se quedó mirando a la chica. Debía tener la edad que ahora tendría su hija de haber vivido. Sí, se dijo, suspirando. Esa casa era mi hija, si hubiese vivido yo habría continuado construyendo la casa. No sería como ésta, de terminación austera y con falta de estilo, como sólo un almacenero podría haber hecho, sino otra muy distinta. Una casa victoriana, elegante y distinguida. De paredes blancas y ladrillos a la vista, con puertas de caoba y ventanales abiertos al sol del este. Techos a dos aguas con tejas apropiadas, chimeneas en cada cuarto alzándose hacia el cielo de la ciudad como en el viejo y neblinoso Londres.

      Una casa como esa le había prometido a Griselda. Cuántas veces habían hablado de la decoración y los muebles, cuántas otras se imaginaron a si mismos sentados las noches de sábado en la biblioteca de su nueva casa leyendo en voz alta cuentos y poemas, para que sus hijos crecieran con el sonido de la buena gramática en sus oídos, formando sus futuros pensamientos, haciendo distinciones y críticas, dándoles el alimento para crear una personalidad. Pero ya no tendría hijos, y aunque Griselda no se había rehusado, él presentía que el abatimiento de ella jamás desaparecería, porque tal abatimiento tenía otra fuente, y era la culpa que de él emanaba. Walter tenía un surtidor permanente de culpas, y en primer lugar estaba la muerte del chico de Costa. Y eso era algo que él no podía hacer que desapareciera mientras el pasado fuese lo que es, algo irremediable, entonces el abatimiento de Griselda tampoco desaparecería. La abstinencia de un hijo se convertía, por lo tanto, en tan inevitable como el aire que respiraban.

      Lo que ahora veía era otra casa y otra niña, por más que tuviesen la virtud de recordarle las que había perdido. ¿Lo que se pierde tal vez se reencuentra? ¿Por más que se vea diferente? Era un bello consuelo, y su corazón comenzó a excitarse como en el primer encuentro con alguien que desconocemos y que deseamos amar para siempre. El encuentro con lo que hemos imaginado toda nuestra vida.

      Entró al jardín, pasó junto a los perros, que lo miraron de costado y gruñeron. La niña ya había entrado. Él golpeó a la puerta, luego vio el timbre a un costado. No quiso llamar de nuevo. La chica corrió la cortina blanca de la ventana y miró a través del vidrio. Tenía una mirada adusta y seria, pero amable. Ella le sonrió por un momento, antes de abandonar la ventana y abrir la puerta.

     -¿Buenos días, sabrías decirme si tu mamá tendría la amabilidad de atenderme?

     De pronto, se rió interiormente de aquella excusa. No había planeado nada de antemano, ni siquiera se le ocurrió qué diría para justificar aquella pregunta que iba a hacer: cuál es su apellido de soltera, señora.

     La nena retrocedió un poco dejando la puerta abierta. Desde el fondo de un pasillo llegó una mujer muy bella, de ojos oscuros y cabello negro.

     -Buenos días, ¿qué se le ofrece?

     -Disculpe, mi nombre es Walter Márquez, soy arquitecto, y fui el que diseñó esta casa.

     Ella lo miró como si no entendiera el objetivo de tal visita.

     -El propietario es el dueño de la panadería, señor Márquez. Debe hablar con él por cualquier asunto relacionado con la casa.

     -Lamento que me haya expresado mal, sólo ha sido una presentación, señora Cortéz.

     -Entonces no le comprendo. Mi hija tiene que almorzar temprano porque va a la escuela por la tarde…

     -Si fuera posible que me diera cita en otro momento…

     -¿Para qué?

     Walter no comprendía tal brusquedad. Se suponía que ella era vidente, o adivina, o cualquiera fuese el nombre correcto, y ese carácter debía espantar a los clientes. Quizá era, simplemente, una loca.

     -Para ver la casa por dentro, señora…Estoy haciendo un catálogo de mis obras y su desarrollo con el tiempo…

     -Bueno, entonces pase y mire lo que quiera. Nosotras estamos en la cocina, si me necesita.

     Ella se corrió a un lado para dejarlo pasar. Se veía más hosca con cada segundo, más irritada, y Walter vio un brillo en sus ojos. Qué estaría pensando, se dijo él. Algo importante pasaba por esa cabeza desde que lo había visto parado en la puerta. Mientras más le dirigía la palabra o intentaba ser amable, más parecía irritarse ella. ¿Acaso lo conocía, o sabía de él y la casa? No esperaba eso. ¿O tal vez veía algo más que él no podía ver de sí mismo?

      La mujer se llevó a su hija a la cocina, mientras giraba la cabeza para mirarlo. Él recorrió primero la sala principal, y era de las exactas medidas que recordaba. Estaba casi vacía, excepto por un par de muebles viejos y pesados, un sofá individual y sillas de madera trabajada. Parecía más grande por esa aparenta vaciedad, y sus pasos resonaban con un eco apenas audible, pero que tomaba la intensidad de un silbido grave hacia el hueco de la escalera que llevaba al primer piso. Subió los escalones, oyendo el resonar de la madera, crujiente, quejosa, como si estuviese protestando por su visita.

     La casa y la mujer.

     Las dos estaban irritadas con su presencia.

     El por qué se le ocurrió esto, no lo sabía, aunque estaba al tanto de que era absurdo. Él había sido como el dios de esa casona, él había diseñado no solamente las formas sino la utilidad y la disposición de los ambientes, al fin y al cabo la esencia de una casa, que es su practicidad. La calidez del hogar aunada a la protección del mundo exterior. Un arquitecto no decide únicamente una estructura, sino también el aire que habitará esa casa, los vientos que recorrerán el interior según la disposición de las ventanas, los rincones más cálidos según la calefacción y el fuego de los hogares. Un arquitecto planea los futuros pasos de sus habitantes, y así dispone la ubicación de la cocina, los dormitorios, el baño, el cuarto de estudio y el de juegos. ¿No es, entonces, un adivino, como todo creador? Tal vez la mujer le envidiara eso, pero tal idea le resultaba ficticia.

      El primero piso crujía con cada centímetro de la suela de sus zapatos. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas, las camas desordenadas. Algunos cuartos estaban vacíos, con las tablas del suelo levantadas, herramientas y clavos sueltos, que debían llevar años abandonados allí. No reconoció el resto de la casa, porque cuando él se fue aún no había alcanzado a terminar deconstruir el segundo piso. Costa debió modificarla a su gusto.

       Oyó ladrar a unos perros. Se asomó a una ventana del pasillo y los vio en el jardín trasero, corriendo y jugando. Desde la calle llegaba la voz estrangulada de un altoparlante anunciado la próxima apertura de una barbería. Entonces tuvo una serie de pantallazos que ocultaron por instantes la realidad y vio lo que había visto la noche del derrumbe. Desde ese mismo lugar, nada más que aún sin techo y conformando sólo una terraza, había visto al chico de Costa pasar con su bicicleta. Y él había gritado justo un segundo antes de que el piso se viniera abajo. Luego, sólo recordaba la ambulancia. Pero ahora también una parte del presente, o del pasado inmediato, había desaparecido, porque sin saber desde cuándo, la mujer estaba tras él y lo miraba temblar. Se secó el sudor de la frente para ocultar el temblor de sus manos, pero sentía el olor de la transpiración venciendo el aroma del perfume que se había puesto esa mañana.

     -No es bienvenido a esta casa –dijo ella.

     -Creo haberme dado cuenta de eso muy bien, señora.

     -Hay el alma de un niño inquieto desde que usted llegó.

     Esta vez él no respondió.

     -¿Para qué vino?

     -Sólo una pregunta, señora Cortéz. ¿Cuál es su apellido de soltera?

     Ella lo miró primero con sorpresa, después se asomó por el hueco de la escalera hacia la planta baja. La hija salía en ese momento hacia la escuela.

     -Bajemos, señor Márquez, los ruidos se sienten menos que aquí.

     Se sentaron en dos sillas de la sala grande. Ella trajo dos tazas con té, vertió dos cucharadas de azúcar en cada una, revolvió ambas y ofreció una al arquitecto.

     -¿Para qué quiere saberlo? –le preguntó.

     -Ni siquiera yo lo sé exactamente, pero supongo que todo está relacionado con la investigación de los perros salvajes.

      María Cortez asintió con la cabeza y bebió un sorbo de su té. Estaba erguida en su silla, la espalda recta, las manos ocupadas en sostener el plato y la taza como si sostuviesen el equilibrio del mundo.

      -Sottocorno, ese es mi apellido.

      Walter sentía, a la vez que todo encajaba en un orden determinado pero para él desconocido, una especie de temor muy antiguo, primitivo incluso.

      -¿Y quién era Marietta, si me permite preguntarlo?

      -Mi bisabuela. Se casó con mi bisabuelo, Gregorio Ansaldi, en Italia, por supuesto.

      -¿Conoce al señor Ansaldi, el dueño del hotel “Firenze”?

      -Cómo no lo voy a conocer, es mi tío por tercer grado. Cuando mi esposo y yo vinimos a vivir aquí, ni siquiera sabía que él existía. Un día, después de morir mi esposo, vino a visitarme. Me contó sobre toda mi familia. Desde entonces, he aceptado con más serenidad mis… habilidades. –Dejó el té sobre la mesilla y juntó las manos sobre la falda, bajando la mirada, como una virgen avergonzada.

     Walter se decía que era una gran farsante. Pero no habría podido acusarla en voz alta.

      -No me gusta jactarme de lo que soy, señor Márquez, sólo lo acepto para mi propia tranquilidad de espíritu. Pero no soy adepta a darme nombres o calificar lo que hago. Ya muchas antes que yo lo han hecho, por ejemplo, mi bisabuela, ya que viene al caso.

      -Me gustaría saber más de eso, si no le molesta.

      -Ella predecía el futuro, incluso decían que tenía visiones del pasado. Eso ahora asombra más que en esos tiempos, porque la ciencia nos ha acostumbrado a dudar, pero quien ve el futuro no hace más que ver los círculos y las espirales del tiempo. Yo, al principio, cuando empecé a escuchar mis voces de chica, no lo entendía. Me costó demasiado, porque me rehusaba a aceptarlo. Desde que estoy en esta casa, vivo más serenamente. Y usted lo comprenderá perfectamente, me imagino.

     -¿Por qué lo dice?

     -Vamos, señor Márquez, se lo acabo de decir hace un rato, arriba. Hay el alma de un niño, que se mueve inquieto desde que usted entró. Ya lo había sentido antes, pero era una de las voces dormidas entre tantas otras. Desde esta mañana está gritando, y le juro que me está costando mucho mantener esta calma en que ahora me ve.

      Walter se levantó de la silla y dejó caer al piso la taza de porcelana con flores rosas. María miró los trozos con pena, luego alzó la mirada con rencor.

     -No importa la taza, pero sí que usted sea tan hipócrita.

     -Usted no sabe nada de ese chico.

     María se sonrió, y se tapó la boca con una mano.

     -Disculpe, no suelo reírme de mis clientes, pero usted no es uno de ellos, supongo. Él me lo ha dicho todo sobre el derrumbe. Usted soñó algo demasiado ambicioso, y la ambición nace del miedo. El miedo a morir, como usted vio morir a su padre en una cama de hospital. El miedo nos hace cometer más crímenes que los que deseamos evitar. Es un gran trampa para tontos.

     Walter volvió a sentarse y escondió la cara entre las manos.

     -Ya he pagado por eso…- dijo.

     -Ya lo sé. Su hijita…

      María se acercó a él y puso una mano sobre las de Walter. Cuando él miró, la vio observándolo con piedad. Era tan bella ahora, tan maternal y amante al mismo tiempo, que habría podido besarla.

      -Voy a contarle algo para consolarlo. Mi bisabuelo Ansaldi era inventor, era un genio de la técnica de la época. También hubo muchos rumores de que era un alquimista, que experimentaba con sustancias, hasta dijeron que era un mago. Sabía de anatomía y de física. Se había propuesto prolongar la vida. Él era mucho mayor que mi bisabuela, y ya era conocido en toda Europa por sus experiencias y sus viajes. Incluso estuvo por estas zonas cuando no había más que indígenas. Pero como tenía mala fama se escondía, y sólo se permitía ser encontrado por los que le pagaban bien o realmente necesitaban de sus talentos. No solían ser buenas personas, por supuesto, porque generalmente eran vengativos que buscaban hacer mal a otro. Él, por supuesto, no tenía  prejuicios en aceptar.

      María volvió a sentarse, tocó con una mano la tetera y preguntó:

     -¿Otra taza?

     Walter la miró con dulzura, recogió los trozos del piso y la acompañó hasta la cocina.

     -¿Usted cree en verdad en toda esa leyenda que le contó Ansaldi? –preguntó, mientras la veía llenar la tetera con agua de la canilla y ponerla luego al fuego de una hornalla.

      Ofreciéndole galletitas dulces, contestó con otra pregunta:

     -¿Por qué no? Si dudara de eso, estaría dudando de mi propia capacidad, y eso me es imposible. He convivido, a regañadientes y con mucho esfuerzo, con esta habilidad desde que era una niña. Recién hace un tiempo me he aplacado, he aceptado lo que soy porque ahora sé que no soy lo única que ha sufrido por ello.

     -¿Entonces su bisabuela Marietta también sufrió?

     -Claro, por eso se casó con Ansaldi. Se conocieron en Florencia. Él había estado casado una vez, y muchas versiones rodeaban ese matrimonio. Algunos decían que la había matado, otros que ella había muerto sifilítica. Vaya a saber la verdad. No tuvieron hijos, pero lo que nació de ese matrimonio fue la obsesión de él por prolongar la vida. Si usted pregunta mi opinión, le diría que no sé el objetivo de tal propósito. Eso fue lo que le dije a mi tío cuando me contó todo esto. Entonces él me contestó con algo tan obvio que me sentí una tonta. Me dijo que no debía sentirme así, porque yo, como mi bisabuela, al tener el futuro en mis manos, al contemplarlo como un plano más del presente, me parecía tan natural concebir al tiempo como una sola entidad, que no comprendía la necesidad de los demás, o el miedo, ya se lo dije a usted, que surge ante la interrupción de la vida, de la visión de la nada absoluta después de la muerte.

     -No entiendo…

     Ella lo miró sonriendo y le acarició el mentón. Sin responder, puso otra vez el servicio de té en la bandeja y regresó a la sala. Walter la siguió y se dejó servir una vez más. María fue hacia la ventana. Debían ser más de las doce.

     -Mire allá. ¿Qué es lo que ve?

     Walter se levantó con la taza en una mano y corrió la cortina con la otra.

     -La ciudad, la gente…

     -Muy bien. ¿Pero si no hubiera gente?

     -La ciudad…-la miró, como esperando su aprobación- …quieta.

     -Muy bien. Como una eternidad, ¿no es cierto?

     -Tanto como duren los edificios, por lo menos…

     -Perfecto, señor Márquez, y usted sabe, porque los construye, que duran más que los hombres.

     -Sigo sin entender qué tiene que ver con…

     -Mi cabeza, como la de mi bisabuela, es una ciudad con muchas casas vacías. Esas casas, como ésta, tienen su historia. Yo simplemente las escucho.

     Walter volvió a acercarse a ella y la contempló como si la viese por primera vez.

      -Veo en sus ojos que empieza a entenderlo. Gregorio Ansaldi se casó con Marietta Sottocorno porque ella conocía el futuro, seguramente con muchísimo más habilidad que yo, ¿y podría decirme qué hay mejor que eso para dominar la muerte?

      Ambos se quedaron en silencio un rato, mirándose, pero ella, de pronto, se largó a reír. No parecía habitual en ella esa risa, por lo menos no ese tipo de risa casi ingenua. Sus mejillas se tornaron rosas y sus ojos brillaban, se llevó las manos a la cara para apartarse el pelo de la frente, pero parecía avergonzada, ansiosa por parar esa risa que la hacía sentir ridícula. Pero no era esto lo que Walter pensaba, sino en lo hermosa que se veía en ese momento.

     -Disculpe, por favor, pero si se viese la cara en un espejo… si no la cierra le van a entrar moscas…

     Walter se dio cuenta y cerró la boca, pero lo hizo tan fuerte que sus dientes sonaron, y ella se rió más fuerte. Él no pudo más que hacer lo mismo, sentándose en la silla frente a María y agarrándola de las manos.

     Ella no se resistió, las manos de ese hombre eran cálidas y genuinamente agradables, sin segundas intenciones. Miró las palmas de Walter y pasó sus dedos pequeños sobre las líneas de la piel.

     -¿Qué ve? –preguntó él.

     -No leo las manos, no sé hacerlo bien.

     -No sea modesta, dígame lo que ve en mi futuro.

     Ella le sonrió.

     -No se preocupe, señor Márquez, usted morirá muy viejo.

 

 

17

 

Walter salió de la casa. Miró atrás al llegar a la vereda y vio que María todavía estaba en la puerta, saludándolo con la mano. Lo había recibido con frialdad y lo despedía con calidez. Qué había hecho él por ganarse esa confianza, se preguntaba. Tal vez ella sentía piedad por él, más que la que podrían llevarla a sentir los muertos que escuchaba en esa casa. Probablemente él mereciera pena y no piedad, porque no se trataba de condolencias o redenciones de segunda mano, sino simplemente de sentir pena por alguien. Un sentimiento incomprensible para muchos, por su falta de practicidad y la absoluta ausencia de propósito tanto para el que la otorga como para el objeto de esa pena. Es demasiado corta para consolarnos, y demasiado parecida a la tolerancia y a la indiferencia para sentirnos cercanos al ser que nos la otorga. No es amor, ni siquiera cariño, es una fría concesión de los sentimientos, como si hasta éstos tuviesen una máscara para cubrirse cuando salen a la calle los días de lluvia, cuando los mendigos y los niños enfermos son más sinceros sobre su propia mediocridad.

     No sabría decir si en la cara de esa mujer había pena u otra cosa, se sentía confundido pero no apesadumbrado, como esperaba. Tres perros corrieron hacia él y se pusieron a ladrar sin acercarse ni tocar la verja. Él los miraba al recorrer la vereda, buscando una vista del patio posterior. Vio dos perros más salir de un agujero entre una pared de la casa y el jardín lateral. Era un buen lugar para que los animales se refugiaran, pero todos los que veía eran perros comunes y corrientes. Se alejó, echando vistazos frecuentes a la casona y a los perros, hasta que dio vuelta la esquina del viejo almacén de Costa, y ya no pudo verla más.

      Siguió caminando un par de cuadras, pasando la plaza. Encontró el bar de Santos, intentó mirar por la vidriera, todas las mesas estaban vacías. Se asomó a la puerta, y vio al dueño tras el mostrador, acodado y con la cabeza apoyada en las manos. El bigote rubio y espeso se movía como quien ronca, y Walter se dio cuenta que estaba adormilado. Tosió mientras entraba. La radio transmitía un programa de tango, interrumpido por los comerciales y las noticias del nuevo gobierno. Santos abrió los ojos, sobresaltado, e inmediatamente estiró un brazo hacia la botella que tenía al lado. Walter no pudo evitar sonreír por ese acto reflejo de quien ha servido bebidas desde hace años.

      Había conocido a Santos el primer día que él y Griselda llegaron a La Plata. No tenían donde comer, y fue el primer bar que hallaron. En ese entonces se veía igual que ahora: alto y robusto, de un intenso atractivo con ese bigote rubio, el mentón recto, la nariz aguileña y el pelo lacio peinado hacia atrás, con unos leves rulos que se levantaban en la nuca. El delantal blanco estaba siempre agrisado pero no podía decirse que estuviera sucio, sólo usado, con un aroma a vino añejo y aceite de oliva. Era soltero, y aunque más tarde, ya a los cuarenta años se casaría y tendría una única hija, en este momento era un hombre solitario que sólo buscaba mujeres con una difícil mezcla de caballerosidad y obscenidad en iguales proporciones. Le habían dicho que Gaspar Santos se había acostado con muchas mujeres del barrio, casi todas casadas, y con alguna maestrita a quien le había quitado la virginidad. Era probable, viéndolo allí parado tras el mostrador, con el vello del pecho sobresaliendo del delantal, los hombros anchos, la expresión adusta como la de un guerrero griego. En una mano tenía un repasador, en la otra la botella, pero al verlo uno diría que estaba sosteniendo una espada y un escudo.

      -Buenos días, Santos.

      -¡Pero qué gusto volver a verlo, arquitecto! No lo veía desde…

      No era ironía, sino simple confusión. Había sido uno de los pocos que no habló mal de él cuando sucedió lo del derrumbe. Avergonzado, Santos no sabía cómo continuar.

     -Está bien, ha pasado mucha agua bajo el puente, como quien dice. ¿Y usted qué me cuenta?

     -Ya me ve, aburriéndome a más no poder. Ya pocos vienen a almorzar al mediodía, pero yo sigo con mi costumbre de no cerrar a la tarde. De 7 a 23, como siempre.

      Walter sabía que él solo atendía el bar, hacía las comidas, limpiaba, hacía los pedidos. No tenía familia, el bar era su esposa.

      -¿Qué se le ofrece, arquitecto? Siéntese nomás, tiene mesa para elegir hoy.

      -Bueno, ya que está, hágame un bifecito a la plancha.

      -Y un tinto de buena cosecha –dijo Santos, dándose vuelta para mirar el estante de los vinos.- Ya tengo lo que va a gustarle.

     Le mostró un Cabernet 1962. Walter estuvo de acuerdo y se fue a sentar. Santos volvió enseguida para poner el mantel de hule, la copa, los cubiertos y el pan. Abrió la botella, haciendo comentarios del tiempo, sirvió la copa y dejó que Walter lo catara. El vino era de sabor tan suave como su tinte.

      -Así me gusta, arquitecto. ¿Y qué lo trae de visita? ¿Vino con su mujer y su hijo? Cuando lo de la casa, la señora estaba esperando, si no me equivoco.

     -Sí, Santos, pero tuvimos una niña que murió al nacer.

     -¡La puta…! -murmuró Santos de costado, se mordió los labios y trató de excusarse:- Tengo una boca más estúpida que mi cabeza, lo lamento mucho…

     -No se preocupe, esa época ya quedó atrás. Ahora estoy acá para investigar lo de los perros.

     -Sí, los perros blancos, esos que salen de noche. Han hecho estragos por la zona. Tuve muchos problemas porque destrozaban las bolsas de basura que yo dejaba en la puerta. A la mañana esto era un chiquero. Me quejé en el municipio pero no hicieron nada. Una noche agarré un palo y me quedé en la puerta del negocio. Cuando aparecieron  salí a pegarles, a ver si así se asustaban y no volvían más.

      -¿Y qué pasó?

      Santos lo miró unos segundos y se pasó la mano por el pelo, sonriéndose. Sus ojos claros eran tan bellos que cualquiera podría haber sido conquistado por él en ese momento. Walter, curiosamente, se sintió cohibido, algo nervioso, y se escondió en el silencio donde aguardaba una respuesta.

      -Si le cuento… Tuve que salir corriendo. Eran dos los que vi cuando me les enfrenté, pero después aparecieron varios más. Dios mío, me dije, de acá no salgo vivo. Empezaron a rodearme, yo miraba a todos lados moviendo el palo de escoba, pero se me acercaban sin miedo. Entonces se me ocurrió subirme al montón de basura, y de ahí salté a la calle. Me puse a correr con todo, pero recién a las dos cuadras me di cuenta de que no me habían seguido. Se quedaron a revolver en la basura. Estuve más de una hora dando vueltas, hasta que vi de lejos que se habían ido todos. Volví al negocio, y de repente tuve miedo de que se hubieran metido, porque como un boludo dejé la puerta abierta.

      Santos miró hacia la cocina y dijo:

       -¡Su bife!

        Volvió cinco minutos después con el plato de carne jugosa y un tomate cortado en dos con orégano y sal.

       -Gracias, pero sigua contándome.

       -Bueno, no se había metido ninguno, por suerte. Después de eso ya no volví a poner bolsas con restos de comida, menos que menos de carne.

       -¿Y entonces dónde tira los residuos?

       -Los de la basura me dejan unos tachos de plástico con tapa, así que junto lo de un par de días y vienen a buscarlos. Me sale extra, pero por lo menos me evito la carnicería de todas las mañanas frente al negocio.     

      -¿Cree que vienen por la carne?

      Santos seguía de pie, respetuoso de su posición y también de sus méritos como dueño de casa.

     -Seguro, a veces he puesto bolsas con verduras, y ellos ni aparecieron. Pero…si me permite la pregunta… ¿qué va a hacer usted, como arquitecto, digo?

     -Me invitaron para estudiar las calles, los refugios donde se puedan esconder. Tengo que ir a buscar los planos, pero ya se me hizo tarde. –Miró el reloj, eran las dos. Luego preguntó, mientras empezaba la segunda mitad de su bife, y dejando que Santos le llenara la copa de vino cada vez que la veía un poco vacía: -¿Tiene alguna idea de donde puedan esconderse?

     Santos se rascó la barbilla, luego el bigote, y mirando a la calle, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir fuera tomado con seriedad.

     -Mire, los de acá dicen que viene de cualquier parte, de los campos de alrededor, de las casas abandonadas. Pero yo un día los vi en el baldío que está al lado de la barbería de Antonio Centurión. ¿Se acuerda de él?

     -Sí, un par de veces me atendí con él.

     -Bueno, usted sabe que está metido en política, ¿no? Resulta que hace dos semanas mataron a dos pibes de su partido en ese baldío, los fusilaron, para ser más precisos, contra la pared que linda con la barbería. Fue a la madrugada, y una maestra, Clara, la que se casó con Casas, los vio al pasar por la vereda. Dijo que se dio cuenta por las manchas de sangre en la pared. Centurión cerró la barbería y dicen que se quiere ir de la ciudad, insiste en que fueron los de la oposición los que mataron a esos pibes. Eran chicos de quince y de dieciocho años, no hacían más que pegar afiches y hacer pintadas. Pero a mí me parece, Márquez, si me permite la indiscreción… -Se acercó al oído del arquitecto- Yo creo que los mataron los milicos-. Luego se alejó otra vez y guiñó un ojo para confirmar su complicidad. Miró alrededor, a la calle y aún dentro mismo del negocio, como si de pronto un incierto temor hubiese hecho intriga con su distracción y alguien que no había visto entrar lo estuviese escuchando.

      Dicen que las paredes tienen ojos y oídos, que bajo las mesas se esconden espías, y tras las cortinas oyen los viejos alcahuetes de los gobiernos de turno. Márquez siguió la mirada de Santos y hasta pasó fugazmente por su cabeza el recuerdo del anciano Polonio de la tragedia de Hamlet. Desde la radio se escuchaba la voz recia de un militar hablando por vigésima vez desde Casa de Gobierno. Los acordes del himno, seguidos por una marcha militar, reemplazaron los tristes, los melancólicamente indefensos ritmos de una milonga.

     Tal vez, sólo quizá, porque nunca se sabe lo que esconden las mentes de dos hombres que están solos y rodeados de una multitud de silencios, ambos querían hablar de política o de la actualidad en general. Pero sabían que la política ya nada tenía que ver con esos momentos, que aquella vieja puta que alguna vez satisfizo los lúbricos deseos de los antiguos griegos, se había retirado ya a una derruida casona levantada con sarcasmos y falacias, donde las ventanas tienen vidrios oscuros y las únicas puertas que no tienen llave son falsas puertas. Allí ella descansa, porque todavía no ha muerto, soñando con los hermosos viejos tiempos, añorando la dorada época donde las manchas de sangre sólo crecían en las sábanas luego de hacer el amor, y la muerte era un acto tan natural y sereno, incluso tan raro, que la leve congoja de los dolientes era dulcemente curada con besos y sexo.

     Por eso, ninguno de los dos dijo nada sobre la tan llamada actualidad, porque lo real fluye por las venas entre las baldosas de cualquier casa, negocio o templo de toda ciudad o pueblo, y no necesita traducción. Todo comentario es retórica superflua, una repetición que es mero encanto para calmar los ánimos cobardes de otros hombres más miedosos que ellos dos. Santos y Márquez sabían lo que estaba en los ojos de cada uno: sólo el miedo que ninguno se sentía dispuesto a reconocer, y por eso el silencio era el cómplice más adecuado, y a su vez el lazo más corto para la unión de dos almas.

      Márquez terminó de comer, cruzó los cubiertos sobre el plato, tomó un último sorbo de vino y dejó la servilleta sobre el mantel. En la botella aún quedaba la mitad de su contenido.

      -Todo ha estado muy bien, Gaspar.

      -Gracias, ¿le traigo un cafecito?

      -No –contestó.- Voy a aprovechar a recorrer un poco la ciudad antes que anochezca.

     Eran las tres y media de la tarde. Debía haber vuelto al hotel en busca de noticias, por lo menos para acompañar a Mateo, pero no tenía ganas ni de llamar por teléfono. Necesitaba estar solo para recorrer esa ciudad, como si la contemplación fuese la traducción exacta y simultánea de su pensamiento completo y absoluto. Él y la ciudad. Eso era lo que había buscado al estudiar arquitectura, ahora lo comprendía tan sencillamente que se sintió estafado por su propia inteligencia. Había sido imprescindible, al parecer, venir en busca de unos perros vagabundos para comprenderlo por fin. Pero ya estaba afuera, después de pagar su cuenta y despedirse de Santos con un apretón de manos, mientras los acordes rituales de la marcha de San Lorenzo parecían echarlo. Sí, se sintió así, salvado a último momento por un decreto que parecía un fruto podrido del enfermo árbol de la misericordia. Atrás quedaba Santos, encerrado en esas cuatro paredes, sumiso el cuerpo aunque su mente estuviese libre, resignado, tal vez, al peculiar gusto por la tragedia, las batallas y las epopeyas que esa música esparce por el mundo.

      Se encontró en plena vereda sitiada por el sol, aturdida la conciencia por el cabernet y la voz de Santos aún percutiendo sus oídos sobre el metálico vals de ancestrales metrallas. Lentamente, el silencio de la siesta, únicamente ocupado por los motores de algunos autos, soñolientos colectivos y los gastados neumáticos sobre los adoquines, fue limpiando aquellos ruidos de bronces lejanos, hasta que sus pasos lo llevaron sin darse cuenta, -de ahí el aturdimiento momentáneo de sus sentidos- al baldío junto a la barbería cerrada. No había cercas, sólo una pared de cuarenta centímetros de alto, superada por montículos de tierra y un pastizal más alto que él mismo. Había senderos en el medio, casi con seguridad, algo de eso llegaba a verse desde la vereda. Se subió a la pared baja, y vio los manchones de sangre sobre el muro del negocio. Era un buen escondite, debía reconocerlo, entre el pastizal altísimo y espeso, tanto para los asesinos como para los perros.

     Decidió investigar. Iba a ensuciarse lo mocasines, se lastimaría las manos y se rasgaría el traje con las ramas o los cardos, pero no pensó demasiado en estos pequeños inconvenientes. Sentía más curiosidad que aprehensión, más necesidad de ver por sus propios ojos lo que le habían contado. ¿Era morbosidad en busca de satisfacción? Algo de eso había, pero cuando sintió el comienzo de una erección intentó reprimirse con toda la vulgar vergüenza de un adolescente expuesto a las miradas de otros. Pero allí no había nada más que yuyos altos ocultándolo de la calle, y por encima estaba nada más que el cielo por el que viajaba, desde alguna radio o televisor del barrio, el imperecedero ritmo de una marcha castrense.

     Se detuvo, se secó la frente con el sobretodo. Ya no se cuidaba de no ensuciarse él ni su ropa. Respiró profundo, se ajustó el pantalón, y cuando se sintió con más control sobre su persona, continuó siguiendo el sendero hacia el muro. Sabía que no iba a encontrar los cuerpos de los chicos de los que Santos había hablado, pero no estaba seguro de no encontrar otros. El olor a podrido era más intenso, y no sólo por la basura que los vecinos arrojaban. Era un aroma amargo, como de sangre fresca, mezclado con el olor del pelo mojado. Entonces se encontró con uno de los perros ciegos, que se le enfrentaba con decisión, gruñendo al vacío en que debía intuir con su olfato y sus oídos. En ese vacío estaba él, Walter Márquez, por primera vez en estado de indefensión cuando tendría que haber sido lo contrario. Pero un vidente frente a un ciego no siempre corre con ventaja, ni el tamaño ni la inteligencia sobreviven a ciertos factores que van más allá de toda lógica. El instinto contiene lo necesario para sobrevivir, y él sabía que su propio instinto estaba anquilosado, viciado incluso, por la rémora de un sueño más insípido, más claudicante y enfermizo.

      Ante un solo perro, tal vez habría podido defenderse, pero apareció otro por detrás del matorral. Luego escuchó los gemidos de muchos más escondidos, junto al muro y tuvo la certeza de que se trataba de cachorros. Si los que ahora veía eran los padres, parecían dispuestos a atacarlo para evitar que se acercara. Por eso empezó a retroceder, despacio. Ya no tenía sentido quedarse quieto como la noche del sábado, tenía que salir de ese baldío porque sabía que ahora él estaba en territorio de ellos. Darles la espalda o correr constituía más que una imprudencia. Caminar para atrás en ese lugar hacía factible tropezarse y dejar su cuerpo libre al ataque, pero no podía hacer otra cosa. Siguió retrocediendo, y ya había hecho bastante camino, tanteando el suelo irregular y tocando las ramas con los codos. Esperaba que los perros no lo siguieran, por más que ladraran al verlo alejarse, pero ellos continuaron amenazándolo. Pidió ayuda con un grito un par de veces, pero era tonto esperar algo a esa hora de la siesta.

     Entonces tropezó con una piedra que obviamente no recordaba haber saltado antes, y cayó de espaldas. Vio a los animales venírsele encima. Intentó protegerse la cara con el antebrazo que donde llevaba el sobretodo. Las patas de los perros estaban encima de él, sintió los hocicos buscando una entrada entre la tela, los dientes tirando de la ropa. Le daban mordiscos no muy fuertes, porque parecían obsesionados por buscarle la garganta. Pronto, Walter olió su propia sangre, o quizá fuese el aroma del miedo y del barro. Creyó, por un momento, estar completa y definitivamente acabado, y fue esta misma idea lo que lo rebeló, y se levantó de repente. Los perros, que juntos no llegaban a superar su propio peso, cayeron de costado. Uno de ellos siguió mordiendo el sobretodo, y el otro se le unió. Walter tiró, mientras pensaba qué hacer. No le importaba ya el abrigo, sino entretenerlos de esa forma mientras intentaba escapar. Cuando sintió que los perros hacían más fuerza mordiendo y tirando del abrigo, sacó su antebrazo y se alejó corriendo. Había visto, sólo un segundo antes, que los perros caían para atrás cuando soltó el sobretodo. Pero él ya estaba en la vereda, y los perros, por más que ladraban entre las plantas y ramas, no salieron.

     Walter se sentó en el umbral de la barbería, se sacó el saco de mangas rotas. Tenía los brazos lastimados con heridas punzantes y profundas que aún no le dolían demasiado. Se levantó las bocamangas de los pantalones, las piernas estaban rasguñadas pero sin heridas graves. Tenía el cuerpo sudado y las manos le temblaban. No había nadie en la calle, como si la ciudad estuviese vacía, sitiada en una especie de limbo carente de tiempo. Mientras los perros actuaban, la ciudad no era más que concreto y adoquines.

 

 

18

 

Farías le extendió el papel. Ibáñez lo leyó, pero no más que para dar tiempo a que sus pensamientos se pacificaran.

     -No voy a firmar.

     Ruiz y Farías se apartaron un poco de Mateo Ibáñez y hablaron no más de dos minutos. Mateo estaba ensimismado en su dolor. No esperaba que desapareciese, pero no había creído que casi cuarenta y ocho horas después fuese tan punzante como al principio, ni que su espanto hubiese crecido hasta el límite de lo creíble. Entonces, se dijo, cuando ya no crea en lo que soy ahora, cuando todo me parezca una fantasía o un sueño, podré abandonarme a la tranquilidad de una locura serena.

     Ruiz se le acercó, y poniéndole una mano en el hombro, le dijo:

     -Le comenté a Farías lo de Valverde. Está de acuerdo, pero tal vez sea una pérdida de tiempo. Ya debe haberse deshecho de esos perros.

      Farías también se le acercó.

     -Lo lamento, doctor Ibáñez, pero si no encontramos nada, el cuerpo de su esposa es invaluable para la investigación. Piense que ella así lo hubiese querido.

      Ruiz hizo un gesto que Farías no entendió, pero que insinuaba que esa forma de hablar sólo provocaría que Mateo se obcecara aún más.

      -¿Usted qué sabe…? –contestó Ibáñez, poniéndose de frente a Farías.

      -No peleemos, por favor –dijo el ministro.- No fue mi intención ofender. Sólo le digo que si no colabora, el gobierno está autorizado a actuar aún sin su consentimiento.

      Aquello no sirvió más que para enfurecer del todo a Ibáñez, que lo agarró de las solapas del traje. Un hombre de seguridad lo separó, y mientras Farías se arreglaba el saco, Mateo escondió la cara entre las manos, murmurando. Ruiz lo abrazó.

    -Tranquilo, Mateo, tenés que calmarte porque si no las cosas se van a poner peor.

    -¿Puede ser pero para mí?

     Ruiz miró a Farías, que lo había escuchado.

     -Creo que sí, Mateo. El gobierno nuevo… ¿me entendés?

     Ibáñez movió la cabeza, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara.

     -Vamos a lo de Valverde, entonces.

    

     Cuando llegaron a la farmacia, eran las once de la mañana. Había gente entrando y saliendo. El farmacéutico vestía su guardapolvo, mientras despachaba remedios o preparados. Cuando los vio entrar, apenas saludó, como si no los conociera. Esperaron a que el último cliente saliera y el ministro cerró la puerta.

     -Buenos días, Valverde.

     -Buenas, señor ministro…

     -Ya conoce a mis colegas…

     -He tenido el gusto –dijo, mirándolos por encima de sus lentes, sin dejar de asentar las últimas ventas en su libro de caja.

     -Me han dicho que usted tiene los cuerpos de unos perros que estamos buscando.

     Valverde se sacó los anteojos y sus ojos claros lucieron tan bellos en medio de aquella farmacia vieja y polvorienta, que por un momento los otros se quedaron observando si había algo más en esa mirada que la llana simpleza de un hombre de campo. Sin embargo, ya lo conocían, o por lo menos intuían la extraña personalidad de Gustavo Valverde.

      -No es verdad, señor ministro, los doctores deben haberse equivocado de farmacia.

      Ibáñez reaccionó como Ruiz lo había esperado. En completo silencio, como si la ira fuese tanta que incluso había reservado para sí la energía que cualquier palabra o sonido hubiese requerido, fue hacia el pasillo que la noche anterior había recorrido más de una vez. Los demás lo siguieron, mientras él abría las puertas una tras otra. Vieron el baño, el depósito, el laboratorio. Cuando llegaron al dormitorio de Valverde, se encontraron con la cama sucia y maloliente donde dormía la mujer del farmacéutico. Ella abrió los ojos por un momento y escondió la mano bajo las sábanas, pero ellos alcanzaron a vislumbrar la carne desnuda y deforme.

     Ibáñez bajó la cabeza, aún con una mano en el picaporte de la puerta y los pies en mitad de un paso que nunca terminaría de realizar.

     -Lo siento –dijo a Rosa Valverde. Luego cerró y miró a los otros tres. La expresión del farmacéutico era recriminatoria y tan sincera, que por un instante dudó si se trataba del  hombre que la noche anterior le había propuesto usar el cuerpo de Alma para sus experimentos.

     Ruiz agarró a Ibáñez suavemente del brazo y salieron a la calle. Farías los siguió, y dijo:

     -Se deshizo de ellos, era esperable. No podemos hacerle nada porque nunca pudimos probarle nada.

      -Eso porque no quieren… dijo Ruiz.- Ni siquiera tiene título…

      -Haga la denuncia y lo investigaremos.

      -Ya la hice. Pero unos días después me vino a ver la mujer de uno de los policías de la seccional, que estaba embarazada. No quería tener al chico, yo le dije que no podía hacer nada. La vez siguiente que vino a verme, ella me negó que alguna vez estuviese embarazada. Hay trabajos que cobra, otros que hace para pagar.

      Farías dijo que no eran épocas para revolver en la basura.

     -Esas cosas las hubo siempre –agregó.

     Subieron al auto del ministro, tomando el camino de regreso al hospital.

     -¿No hay nadie a quien avisarle, Mateo? A la familia de Alma, o la tuya. Para que cuiden a Blas, mientras tanto –dijo Ruiz.

     -No tenemos familia cercana, están en provincias, y no vale la pena hacerlos venir. Blas es mi responsabilidad, y sólo se los confío a ustedes mientras me encargo…

     -¿Encargarte de qué? –preguntó, viendo que Farías les dirigía una mirada por el espejo retrovisor.

      -Ya te lo dije anoche…-Y Mateo no dijo más.

      Llegaron al hospital. Ibáñez firmó el consentimiento y lo entregó a Farías.

     -¿Quién va a hacer la autopsia?

     -Todavía no está decidido, para mañana a la mañana se designará un forense. ¿Los alcanzo al hotel?

     -Tengo mi coche, ministro, gracias -dijo Ruiz.

     Subieron al auto para regresar al hotel.

     -¿A qué te referías exactamente? –quiso saber Bernardo.

     -Voy a matar a esos perros, uno por uno.

     -Pero Mateo, si ni sabemos cómo encontrarlos…

     -Ellos nos van a encontrar, o acaso cómo fue que murió Alma.

     -¿Y cómo pensás matarlos?

      Bernardo preguntaba con una media sonrisa de burla.

     -Pará en un negocio de armas.

     -Sos un boludo, disculpáme que te lo diga, pero te estás portando como un chico.

     Miró a Mateo y éste lo observaba con una expresión muy diferente a la tristeza o el enojo al que lo tenía habituado en los dos últimos días. Siguió conduciendo en silencio, hasta que oyó que Mateo le ordenaba:

    -Pará acá.

     Se detuvo, y recién se dio cuenta que estaban frente a una armería. No tuvo tiempo a decir nada. Mateo ya se había bajado y entraba al negocio. Bernardo salió del auto y cerró la puerta con un golpe. Entró enojado y se acercó adonde Mateo hablaba con el vendedor.

     -No te voy a dejar....-le murmuró al oído. Agarró a Mateo de un brazo, pero éste se le resistió sin mucho esfuerzo. Ibáñez era más fuerte y más alto que él, no podría hacer nada para detenerlo.

     -Me gustaría ver ese rifle –dijo Ibáñez al encargado. Mateo lo revisó, intentando lucir como un experto, y hasta salió bien parado por un momento. Pero el vendedor se dio cuenta y le preguntó:

     -¿Tiene licencia, señor?

     Mateo lo miró sin saber qué decir.

      -Yo sí tengo –intervino Ruiz. Miró a Mateo:- Soy del campo –dijo, devolviendo así la mirada de agradecimiento de Ibáñez.

      Salieron con el rifle envuelto en su estuche, lo dejaron en el asiento posterior del auto y retomaron el camino hacia el hotel.

      Al llegar, Dergan les dijo que Márquez no había vuelto. Blas estaba almorzando con la cocinera.

     -¿Cómo les fue con el ministro?

     Le contaron lo que había pasado y Dergan miró con sorna a Mateo cuando supo lo que planeaba hacer. Miró alrededor, pero Ansaldi había salido al hospital a ver a su sobrino.

     -¿Qué sabés vos de disparar, me querés decir?

     -Nada, pero éste me puede enseñar.

     Dergan se puso a reír, y mientras hacías esfuerzos por parar, empezó a decirle:

     -¿Pero en serio vos pensás aprender en un día y chau perros?

     Su acento francés hacía sonar raro los modismos y disminuían el efecto que intentaba darles.

    -Entonces enseñale vos… –le dijo Ruiz- …porque él se va a meter en un desastre y va a matar a alguien…

     -Eso me gustaría –dijo Mateo- aunque no sé por quién empezar.

     Lo que quedaba de la risa de Dergan desapareció de pronto.

     -Está bien, yo he salido de caza con mis padres desde que tenía ocho años, así que algo sé de esto, pero date cuenta que no va a ser fácil para un aficionado.

     -Vení conmigo, entonces. Necesito que Walter y Bernardo se encarguen de Blas y de lo que suceda en el hospital. Matamos a los perros y nos vamos.

     -¿Así de fácil te parece? ¿Con los milicos en las rutas, y Farías vigilándonos?

     -No es delito matar perros, que yo sepa.

     -Pero sí disparar armas sin autorización de los mandamás.

     Mateo se encogió de hombros, como si eso no le importara demasiado. Mauricio dijo entonces que había traído su rifle con él.

     -Lo traje por las dudas –agregó-. Como se trata de perros salvajes, no me pareció de más la precaución.

     Bernardo miró a Dergan con complicidad. Los que fuera lo que los había unido y separado en su pueblo se había apaciguado en aquella tregua establecida solamente por esa mirada.

     -Conozco una zona en las afueras de la ciudad, está medio escondido detrás de unos árboles, lejos de la ruta. Podemos practicar toda la tarde.

     Ibáñez estuvo de acuerdo, subió a acostar a su hijo para la siesta y se cambió de ropa. Bajó con unos vaqueros y una remera blanca, botas y una cazadora.

     Dergan y Ruiz no pudieron evitar reírse.

     -No nos vamos al África, Mateo.

     Él tenía ahora ingenuidad en su mirada.

     -Bueno, se me ocurrió que podía servir, me la regalaron hace años, pero nunca la usé…

     Ambos le palmearon la espalda. Bernardo le prometió cuidar a Blas hasta que ellos volvieran.

     -Por favor, tengan cuidado. Si los agarran con armas y sin licencias, por lo menos a Mateo…

     -No te preocupes –dijo Dergan, porque Ibáñez ya estaba saliendo hacia el auto. –Yo me encargo de mantenerlo a raya.. –Guiñó un ojo a y le revolvió los rulos cortos a Bernardo. Luego subió a su Rural y arrancaron.

 

     Recorrieron muchas calles que a Mateo le parecieron todas iguales. Las tardes de los lunes era sólo un poco más agitada que las del fin de semana, incluso se iban pareciendo a medida que  se alejaban del centro. Las casas bajas se hicieron más espaciadas, con terrenos baldíos y árboles invadiendo las veredas anchas. Había chicos en bicicleta, la camioneta de un pocero, y varios patrulleros y gendarmes apostados cada tanto. Estaban llegando a los límites de la ciudad, y el campo se abría a ambos costados de la ruta. Dergan bajó la ventanilla y encendió la radio. El noticiero informaba de muchos incidentes en Buenos Aires y Córdoba.

     -Raro que acá no pase nada –comentó.

     -Raro, sí. Parece todo tan tranquilo en la ciudad. Salvo los perros…parece…

     Mauricio esperó que continuara.

     -¿…qué?

     -No sé, es una sensación, mi imaginación, nada más. Pero es como si los perros se encargaran de mantener la paz, ¿no sé mi me hago entender? La paz durante el día, mientras de noche ellos hacen la guerra.

     Ibáñez está delirando, se dijo Mauricio. No sabía si dar la vuelta y regresar, pero de lo que estaba seguro era que nunca iba a convencerlo. La única opción era dejarlo solo, abandonarlo a esos fantasmas que estaban creciendo en la mente de Mateo. Incluso él era capaz, si se esmeraba, de verlos dar vueltas dentro del estrecho espacio del auto, escondiéndose de la luz cruel de la tarde, provocando las intermitencias en la transmisión de la radio. Pero todo eso era pura imaginación, pensó. La realidad era lo de afuera, el campo vacío, la ruta vacía, y los gendarmes haciéndose cada vez menos frecuentes, como pilones de señalamiento que desaparecían a medida que el campo los iba relevando de sus funciones. La soledad y la nada a veces son más fuertes que el fuego y el metal.

     Hacía media hora que no veían a nadie, sólo unos autos pasando en dirección hacia la ciudad.

     -Es allá –dijo Mauricio, señalando unos árboles a la derecha.

     Mateo vio un pequeño bosque de eucaliptos. Dergan tomó un sendero de tierra que ni siquiera había visto antes de abandonar la ruta. Unos pájaros que picoteaban el suelo levantaron vuelo cuando el auto pasó en dirección hacia los árboles. Recién entonces Mateo vio una vieja construcción en ruinas, oculta hasta ese momento por el pastizal. Detrás, los árboles formaban un pequeño parque con mesas y bancos de cemento, rotos y con los alambres de acero expuestos, cubiertos de moho y excrementos de pájaros. Estaban dispuestos en semicírculo, cuya concavidad miraba hacia una serie de parrillas en el mismo estado. Un poco más a la derecha, había piletas sin grifos, sólo una bomba de agua, oxidada, junto a ellas.

      Bajaron del auto, y Mateo se puso a caminar, escuchando el trino de las aves que llegaba desde las ramas más altas, percibiendo el aroma de los eucaliptos, pisando las semillas y el colchón de hojas largas y finas, marrones o verde oscuro. Dergan le hablaba, mientras tanto, contándole que allí venía cuando era un recién llegado al país, que aquel restaurante y parrilla aún funcionaba, y los viajeros se detenían a todas horas para comer, los chicos jugaban entre los árboles, juntando hojas y semillas, y los perros que bajaban de los autos corrían como locos.

     -Yo apenas hablaba español cuando llegué, pero el dueño del local había sido vecino de mi padre en Perros-Guirec… Sí, ese es mi pueblo… -le dijo a Mateo, adelantándose a lo que fuera a decir-…Así que me enseñaba en las tardes, a la hora de la siesta, mientras me adiestraba en el mate, también. Yo le pagaba atendiendo a sus animales, unos perros, un caballo. También criaba gallinas, y patos, porque antes, allí donde está esa zanja, ¿la ves?, había un charquito de agua donde se animaban a chapotear. Cuando asfaltaron la ruta, la gente empezó a pasar de largo, porque el tiempo de viaje se hizo más corto y ya no necesitaban detenerse a descansar. Don Gervaise, así se llamaba, vendió el lugar, lo malvendió quiero decir, porque el gobierno se lo compró en la época de Perón. Todavía debe seguir siendo del estado, supongo. Yo, hasta hace unos años, venía acá domingo por medio para practicar tiro.

     Dergan señaló unas latas caídas sobre las parrillas.

     -¿Ves allá? Son las mismas que yo dejé hace no sé cuánto. Esperá, que voy a buscar unas botellas.

      Se metió por una abertura entre las puertas tapiadas del viejo edificio, y salió con un cajón, seguido de varios gatos que salieron corriendo.

     -Mirá lo que encontré –y le mostró a Mateo un cajón de madera con seis botellas de cerveza.

     -Debe estar más rancia que la mierda…

     Mauricio se burló de esa salida ingenua.

     -Pero si no la vamos a tomar, son para que practiques.

     Fue al coche a buscar las armas del maletero, la suya y la de Mateo, que había sacado del auto de Ruiz antes de salir del hotel. Después, llevó las botellas hasta la parrilla, tiró abajo las viejas latas, y las colocó en fila. Volvió junto a Ibáñez y comenzó a enseñarle las partes del rifle, lo instó a familiarizarse con su peso y su forma. Luego, le dijo cómo debía asentar la culata en el hombro, firmemente, para no caerse de espaldas al disparar.

     Cuando Mateo se sintió preparado, Mauricio le dijo que disparara. Ibáñez lo hizo, y cayó de cola al piso. Las botellas no habían sido tocadas, pero algunos pájaros salieron espantados. Dergan se reía, Mateo estaba serio y avergonzado. Lo ayudó a levantarse. La primera vez siempre es así, lo consoló. Pero Mateo no quería ser consolado, estaba harto de las miradas de lástima y las palabras de condolencia. Él necesitaba el silencio del verbo y ansiaba la estridencia de la confusión. Se paró firme otra vez, apuntó hacia la parrilla y volvió a disparar antes que Dergan le indicara. Esta vez no cayó de espaldas, pero las botellas seguían indemnes.

      Recargó el rifle y apuntó.

     -Tranquilo, tranquilo…-le decía Mauricio, aunque sabía que era inútil.

     El tercer disparo rompió la última botella de la derecha. Mateo alzó los brazos y gritó de alegría, saltando, y Mauricio lo felicitaba.

      -¡Pero qué hijo de puta con suerte!

      Mateo lo abrazó.

      -Sigamos practicando, dale….

      Las botellas desaparecieron pronto y fueron a buscar más cajones de botellas vacías o llenas. Adentro del edifico el olor a orina de gato era insoportable, como un olor a transpiración y pelo sucio. Afuera, el olor de la cerveza vieja inundaba el lugar, pero el aroma de los eucaliptos convertía ese vaho en un aroma extraño, dulce y amargo al mismo tiempo. Dergan también practicó, mientras seguía aconsejándole a Mateo muchas cosas que había aprendido con la experiencia. Ahora Ibáñez acertaba prácticamente todos los tiros.

     -Pero los perros van a estar corriendo…

    -Tenés razón, voy a buscar latas y las tiro al aire.

     Recogió las latas viejas y las puso en una bolsa. Una por una, las arrojaba a los lejos y Mateo les disparaba. Dominar esto le llevaría a Ibáñez un par de horas más. Eran las seis de la tarde. La radio del auto seguía prendida, las noticias se sucedían sin interrupción, salvo cuando llegó el programa de música.

      Mateo hizo un último tiro, y escuchó la voz de la soprano. Era una voz oscura y apesadumbrada, que nacía de los parlantes para crecer en el espacio abierto entre los árboles. Era la tercera canción de Moussorgsky. La canción que habla del campesino viejo y cansado, a quien la muerte viene a darle su merecido descanso, a interrumpir la servidumbre del trabajo y la esclavitud de la vida. La voz llegaba fuerte, pero el volumen no era alto, si apenas un rato antes las noticias apenas se escuchaban. Ahora ni siquiera había intermitencia, y sólo el sonido de los disparos interrumpía el continuo fluir de la voz y la melodía. Ambas eran una sola sustancia, no sonora, sino un aroma que lentamente iba tomando la forma de aquel pequeño bosque, y la forma del edificio abandonado.

      Miró a Mauricio, pero él no parecía prestar atención. Desde el edifico llegaba un olor más fuerte que el de los gatos. Era un olor con el que convivía casi todos los días. El olor de los muertos es inconfundible. Cuando dejó de disparar, se dio cuenta que el silencio era un pozo más ancho y profundo de lo que hubiese alguna vez imaginado, y sus pies estaban justo al borde de ese vacío. Tuvo un vértigo, tal vez fuese el olor de la cerveza rancia, o el no haber almorzado ese día. Dergan también había dejado de disparar, y ambos miraban ahora hacia el edificio.

     El olor se hizo tan intenso que tuvieron que llevarse los pañuelos a la nariz. Una brisa fuerte se había levantado al caer la tarde, e impulsaba y arrastraba como bolsas de aire, ese olor a podredumbre, ese olor que más que ningún otro estimula los demás sentidos con irritante eficacia: la visión de un cuerpo, el sabor de la sangre, la frialdad de la piel y el silencio de la muerte.

    

    

19

 

La caída de la tarde fue amortajada por un cielo nublado y un aire cada vez más frío a medida que oscurecía. Las ramas de los árboles se mecían con violencia.

     Ambos se habían sentado sobre el capot de la rural, las armas apoyadas en la puerta. Dergan masticaba un tallo verde, con los codos apoyados en las rodillas. Ibáñez mascando un chicle que había encontrado en la guantera. Seguramente los pensamientos de cada uno eran muy distintos, pero sus miradas, por más que intentasen simular desviando su dirección hacia el campo o la ruta, estaban absorbidas por aquel olor que llegaba del restaurante en ruinas. Como si los ojos quisieran ver los invisibles trazos de otra forma de sensibilidad, la del olfato. Pero los sentidos, como dimensiones paralelas y por completo separadas, no pueden comprender a su inmediato vecino, sólo un poder organizador mayor es capaz de unirlos todos en un mismo significado. En momentos como este, donde la razón duda y la curiosidad toma la forma inmediata de la obsesión, un hombre tiende a comportarse como entidades separadas, y lo que una encuentra razonable, la otra lo halla peligroso. Por eso el miedo se alterna con la lógica irrefutable del sentido común. A veces se confunden y equilibran los tantos, otras intentan dominar las acciones de todo ser humano que se cree exento de aquellas peleas interiores, simplemente porque no hacen ruido.

      Y ellos eran de esa clase de hombres. Cabizbajos a veces, solitarios otras tantas, desesperados por compañía en contadas ocasiones. Pero sobre todo hombres que actuaban en el vértigo de una vida que los conducía sin darse cuenta hacia ese lugar, aquel sitio en medio del campo, junto a un bosquecillo de eucaliptos, rodeados del viento fresco y amenazador de una próxima noche de tormenta, que traía el aroma a pasto fresco y cubría de hojas el techo del auto. Hasta que se dijeron, para sus adentros, que tenían que entrar.

     Nada había en la ruta, sólo de muy de vez en cuando las luces bajas de algún camión. Nadie alrededor en muchos kilómetros a la redonda. Solos completamente. Sin testigos para lo que pudiesen ver o hacer en los próximos minutos. Una libertad que hasta cierto punto los exaltaba lo mismo que lo estaba haciendo el miedo, el temor que aquel olor les provocaba.

      Mauricio sacó una linterna del auto, la entregó a Mateo, y llevó su arma cargada. Caminaron hacia la abertura por donde varias veces habían entrado. Ahora el interior no era tan oscuro, la luz, como la densidad del aire, parecía haberse equilibrado entre el exterior y el interior. Pasaron entre cajones y pilas de botellas. Era un sitio que ya habían visto, pero sin notar antes aquel olor. Incluso ahora era menos intenso que hacía un rato, como si se hubiese acrecentado recién a plena tarde luego de varias horas de sol y calor. Un olor se atenuaba, se depositaba como una hoja atrapada por un remolino que está muriendo. Siguieron su rastro, entre los restos de mesas y sillas, hasta llegar al ancho mostrador en el que Dergan recordaba haberse acodado tantas veces muchos años antes. Pero ya no estaba la figura de Don Gervaise, sino una columna de oscuridad esculpida delante de los estantes en la pared. Algunas ratas corrieron a esconderse de los intrusos. Ellos siguieron camino hacia el depósito. Había una puerta cerrada, la empujaron  porque estaba trabada, quizá hinchada por la humedad de tantos años.

      Era la cocina, y tenía enseres de todo tipo, ollas herrumbradas, piletas llenas de tierra, platos rotos. Menos mal que llevaban botas, se dijeron uno al otro, porque pisaban vidrios y pedazos de metal. Al fondo, había otra puerta. Ese sí debía ser el depósito. Estaba abierta, así que solamente atravesaron el umbral y encontraron una escalera que descendía

      Dergan iba delante, con el arma lista, Mateo lo seguía, iluminando con el haz de la linterna que los precedía a ambos. Dudaban que la escalera fuese lo suficientemente fuerte para soportar su peso, pero también el olor era más concentrado y ya no podían echarse atrás. Las ratas seguían dispersándose en su camino, pero no les tenían miedo. Escucharon aleteos en el techo, murciélagos probablemente. Llegaron al final de la escalera. Mateo pasó de largo un escalón y tropezó con Dergan. Pidió perdón, y Mauricio debió decirle algo, pero habló tan bajo que no alcanzó a entenderlo. Sólo lo vio extender un brazo hacia la pared del fondo. Él iluminó hacia allí. Había bolsas de arpillera, telas que parecían húmedas, bidones llenos de algún líquido, tal vez kerosene o nafta. No era eso lo importante, porque por más que el olor a combustible fuese intenso, el aroma dulzón de los cadáveres era mucho más evidente. Ambos lo conocían por experiencia. Era una aroma al que estaban acostumbrados, incluso dejaban de percibirlo por varias horas durante su trabajo.

     Por eso no se asombraron demasiado cuando, al levantar esas telas que parecían húmedas, pero que simplemente brillaban al haz de la linterna por su desgaste y su vejez, por el acartonamiento producido por la humedad de años, no se asustaron al ver los cuerpos en diferentes estados de descomposición. Todos estaban vestidos con ropa de calle, camisas, pulóveres, zapatos o zapatillas, uno tenía una bufanda y otro todavía llevaba guantes. Todos eran hombres, o tal vez había alguna mujer debajo. Porque no estaban en fila sino amontonados. Las caras eran casi irreconocibles, la piel arrugada y pegada a los huesos, los cabellos secos y duros, las manos quebradas y en posiciones extrañas, como si hubiesen estado atados hasta después de morir.

     Mateo dejó caer otra vez las telas e iluminó la cara de Dergan. Estaba pálida, y su garganta se movía como tragando saliva. Los ojos le brillaban. Lo agarró de un brazo, ayudándolo a que no tropezara en la escalera, pasaron por la cocina y el comedor. Una vez fuera, la noche ya había caído, pero no estaba del todo oscuro. Había un tinte azulado sobre el campo, y las luces de un camión constituyeron una esperanza, un alivio que nunca pensaron podrían sentir al ver un simple camión  de transporte. Tal vez porque representaba lo cotidiano de una realidad que podían entender y dominar, y no aquello que acababan de dejar atrás, eso que los había hecho sentir perdidos como niños en medio de una infinita e inabarcable oscuridad.

     Más tarde, tal vez meses después de que todo esto terminara, cuando Ibáñez recordase lo que vieron esa tarde, se explicaría a sí mismo o a quien quisiera escucharlo, que aquel lugar había sido alguna vez un centro clandestino de detención, que incluso mientras Mauricio practicaba con su arma en los primeros tiempos luego del cierre del restaurante, los cuerpos ya estaban allí. Quizá, cuando abandonaba su práctica y volvía al pueblo, se cruzara probablemente con otro auto en dirección contraria que recién llegaba. Y si él se hubiese detenido un solo instante en medio de la ruta, podría, a lo mejor, haber oído algo parecido a disparos lejanos. Pero eso Mauricio nunca lo sabría con seguridad, así como Mateo Ibáñez tampoco supo cómo pudo sobrevivir a esa semana que pasó en La Plata. Sólo olvidando llegaría a explicárselo, o más precisamente ignorando los desesperados gritos del recuerdo.

 

 

20

 

Walter entró al hotel a las cuatro y media de la tarde. Venía con los brazos envueltos en el saco del traje, los pantalones a medio arremangar, la cara rasguñada y transpirada. La corbata suelta le caía delante del chaleco, de botones rotos. Cuando entró al vestíbulo vacío, se dejó caer en el sofá. Nadie lo vio entrar, y pasaron diez minutos hasta que Ruiz, bajando de su cuarto, vio una cabeza asomándose por encima del respaldo.

     -Walter –dijo. Cuando dio la vuelta al sofá, su voz se quebró por un instante con un tono de preocupación.

      -¡Dios mío, qué te pasó!

     -¿Qué te imaginás? –dijo Walter.

     -Los hijos de puta de esos perros, ¿pero dónde te atacaron?

     -En un baldío, al lado de la barbería.

     Ruiz intentaba revisarle los brazos, pero Walter se resistía.

    -Cuidado, por favor…

     Logró desprenderle la tela pegada por la sangre seca. No eran heridas extensas pero sí profundas. Los orificios de los colmillos eran claros y casi prolijos. Debía agradecer que no lo hubiesen desgarrado, pensó Ruiz.

     -¿Por qué no fuiste al hospital? Me hubieras llamado para irte a buscar.

     -Estaba a diez cuadras nomás, pero se me hicieron más largas de lo que pensé.

     -Entonces vamos ahora…

     -No hay nada que coser, ¿no?

     -No, pero…

     -Entonces curame y poneme las vacunas necesaria, después me voy a acostar.

     -Este es un hotel, carajo, no un hospital, no llevo eso encima, ni siquiera en el maletín.

     -Pero no podemos dejar a Blas solo con Ansaldi…

     -Ya lo sé. Pero llegó hace un rato con el chico… Voy de una corrida con el auto hasta el consultorio y vuelvo. ¡Ansaldi!

     El conserje salió de su pieza. Tenía la mirada soñolienta.

     -Atacaron a Márquez, haga el favor de cuidarlo mientras voy a buscar las vacunas a mi consultorio. El chico duerme en su cuarto, no lo despierte.

     -No es mi intención, doctor. Vaya sin cuidado, yo cuido al arquitecto.

     Ruiz salió y ellos se quedaron solos. Ansaldi no hizo un movimiento por cubrir o curar las heridas de Márquez. Walter lo miraba desde el sofá, desconfiado, y de pronto la figura de Ansaldi, menuda, medio encorvada, de hombros estrechos, con esa cara entre joven y vieja a la vez, le recordó la forma de un pájaro. Ansaldi estaba parado frente a él, las manos juntas delante del pecho, la cabeza media pelada y con una corona de pelo corto entre rubio y blanco. Se preguntó cuántos años tendría en realidad. Aparentaba cincuenta, pero a veces su voz, por teléfono, sonaba mucho más joven, y luego, negando esa impresión, su cara parecía lucir arrugas escondidas y una piel demasiado tersa y gastada. Otras veces parecía tener noventa años, pero era imposible, se dijo Walter, viéndolo ahora como quien ve un fenómeno extraño del que no puede asegurar que no sea sólo una alucinación. Creyó hasta verlo vestir una levita, pantalones del siglo XIX  y una camisa con volados. Pero Walter estaba con fiebre, de eso era lo único que se sentía seguro. Transpiraba, y la sangre en sus heridas parecía licuarse para dejar fluir otra vez la hemorragia. Se miró, pero no sangraba, y por un rato se tranquilizó.

     -¿Quiere tomar algo, arquitecto?

     Walter levantó la vista y negó con la cabeza. Enseguida quiso decir que sí, necesitaba un vaso de agua, pero tenía el paladar seco y la lengua se le trabó sin llegar a decir nada. Ansaldi ni siquiera vio su gesto, porque ya se había dado vuelta para regresar a su pieza. Escuchó ladridos y se sobresaltó. Pero eran perros comunes que corrían detrás de un ciclista.

     Se quedó dormido. Cuando despertó, seguía en el sofá. Ruiz estaba a su lado, poniéndole una inyección en el brazo. Le había sacado la camisa, y le estaba curando las heridas con yodo. Luego lo vendó y le dio a tomar una pastilla. Walter bebió del vaso de agua con mucha sed, y pidió otro, y luego otro más. Cuando se sintió satisfecho, preguntó:

      -¿Y Mateo…?

      Ruiz miró la hora. Eran las seis de la tarde. Ya tendrían que estar de vuelta, no tenían mucho tiempo más de luz para practicar.

      -Se volvió loco, se compró un arma para matar a los perros…

     Walter se empezó a reír. No había la más mínima intención de burla. La risa fue corta y tomó el tono triste de un sonido hueco.

     -Vamos a acostarte, tenés que dormir para que se te pase la fiebre.

     Lo ayudo a levantarse y subir al cuarto. Lo dejó caer en la cama y apagó la luz al salir. En la habitación de al lado estaba Blas, oyó ruidos y fue a verlo. El chico golpeaba la puerta. Abrió y Blas le abrazó una pierna, llorando. Bernardo lo alzó en brazos e intentó consolarlo.

     -Dios mío, qué te estamos haciendo. Deberías estar con alguien que te cuide bien.

     Bajó con el niño para entretenerlo mientras esperaba la llegada de los demás. Se sentó en mismo viejo sofá, mirando la entrada. Blas apoyó la cabeza en su pecho y se puso a jugar con una cadena de oro. Le tiró del vello del pecho y Bernardo retuvo una breve puteada. Le apartó las manos, sonriéndole. Pensó en el embarazo de su esposa. Natalia debía estar en esos momentos sentada en el porche de la estancia, tomando un mate con tortas fritas que ella preparaba tan deliciosamente. Se preguntó si su hijo, o hija, sería como sus padres. Sin duda llevaría en su vientre lo mismo que ellos dos, el germen de una condición, de un hábitat a ser poblado por los insectos. Entonces vio que Gregorio Ansaldi se hallaba a su lado, ofreciéndole una taza de té.

     -¿Doctor, si le apetece…?

     Otra vez ese tono, pensó Ruiz. Él era el único con el que todavía conservaba esa engañosa condescendencia. Aceptó la taza y la apoyó sobre la mesita junto al sofá. Miró, por un instante, la taza de porcelana: una rajadura la atravesaba por el medio. Bebió un sorbo, y cuando la apoyó, notó otra rajadura similar en el plato. Por casualidad, coincidían. Era una porcelana fina, pensó, y Ansaldi se adelantó a su pregunta:

      -Veo que aprecia lo bello, doctor. Es realmente un alivio encontrar tal sensibilidad en un científico. Este juego es lo poco que queda de una vajilla de ciento cuatro piezas que yo traje de mi tierra hace ya muchos años. Sólo doce de ciento cuatro. Ha sido como ver morir a toda una ciudad, doctor, una ciudad donde todos eran familia cercana.

    -Lo lamento, Ansaldi. Y de qué fecha data…

    -Fue regalo del Príncipe Cristian de Sajonia a mi… a un antepasado.

     Ruiz notó ese desliz, como si el recuerdo de aquellos tiempos hubiese debilitado por un instante la barrera de equívoca apariencia con la que intentaba protegerse. Pero protegerse de qué, se preguntaba.

     -¿Qué sabe de los perros?

     -Lo mismo que todos….

     Ruiz hizo un gesto de impaciencia.

     -No insulte mi inteligencia, Ansaldi. Usted esconde algo, no me lo va a negar.

     -Ahora es usted quien me ofende obligándome a repetir frases trilladas. Todo escondemos algo, doctor. Usted lo sabe…-Y extendió una mano para tocar el pecho de Ruiz.

      Bernardo dejó que esa mano, que apenas lo rozaba, se deslizase con tímido sigilo hasta la boca de su estómago. Allí se detuvo, y él sintió el habitual hormigueo de cuando algo lo hacía sentir mal, o por lo menos incómodo. Ansaldi tenía esa virtud, por supuesto, pero había algo más. Sintió que los insectos, dormidos o silenciosos, como lo estarían la mayor parte de su vida hasta el momento en que le tocara morir para expulsarlos, se movían como dispersándose. Ahogó un espasmo intenso y apartó la mano del viejo.

      -Lo lamento, doctor, pero era la única forma de comprobarle mi veracidad.

      Ruiz estaba recuperándose cuando lo vio agarrar a Blas y sentarlo a su lado en el sofá. El chico miraba al viejo con recelo, pero no se resistía. Sólo notó que la frente le transpiraba y se secaba los labios con frecuencia. Se preguntó si tendría fiebre, pero estaba del otro lado de Ansaldi, y no se sentía con fuerzas para levantarse.

     -¿Quién es usted? –le preguntó.

     El viejo le sonrió, acomodándose mejor y poniendo al chico en sus rodillas, como dispuesto a contarle una historia.

     -Soy Gregorio Ansaldi, y mi padre se llamaba igual que yo. Mi madre era Marietta Sottocorno, una adivinadora del futuro. De ambos soy el producto, resultado de la invención y de la profecía. Mi padre vivió muchos años, y tenía casi cien cuando se casó con mi madre, que era una adolescente. Él prolongó su vida con una mezcla de sustancias que encontró en sus viajes por estas regiones de Sudamérica, cuando aún había indígenas que conservaban los secretos de su alquimia. Él fue casi exitoso en combatir la muerte, y logró que yo viviera casi tanto tiempo como él. Dos generaciones cuando debió haber por lo menos tres. Eso es un avance muy meritorio para la humanidad.

     Ruiz lo escuchaba pero no sabía del todo si estaba comprendiendo realmente lo que le decía.

     -¿Cuántos años tiene?

     -Los suficientes, doctor, para quien ha combatido con la muerte y sus mensajeras, en cuya familia usted ha entrado.

     Se puso a acariciar la cabeza de Blas, que jugaba con la punta de un pañuelo que sobresalía de un bolsillo de Ansaldi.

     -Yo puedo curarlo, doctor. Creo que tengo buenas posibilidades de hacerlo, si me lo permite.

     Bernardo se irguió en el asiento y lo miró con las mejillas pálidas y los ojos brillosos.

      -¿Cómo? Dígame, por favor.

      -Paciencia, doctor, siga los consejos que da a sus pacientes. Todo tratamiento requiere algún sacrificio. No es mucho lo que le pido.

     -¡¿Qué cosa, por Dios, dígalo ya?!

     -Sé que el doctor Ibáñez ha decidido matar a los perros. No logrará hacerlo con todos, pero yo no quiero que mate más de los que ya murieron el sábado. Ellos son mi esperanza. Yo no tengo hijos, no se dio la oportunidad, supongo. Por eso Valverde es como mi hijo adoptivo. Él tiene las mismas inquietudes que yo, el mismo objetivo. Retardar la muerte es el paso más importante, y los perros son parte de nuestras experiencias. Ellos deben vivir y reproducirse, porque sólo con los años veremos si nuestra meta se ha logrado. Yo moriré tarde o temprano, también lo hará Valverde, pero los perros continuarán viviendo.

     -¿Y qué es lo que espera que yo haga?

     -Que convenza a Ibáñez de que se vaya de la ciudad, o que por lo menos le impida matar a los animales.

     Ruiz se levantó del sofá y apartó a Blas de Ansaldi.

     -Aunque acepte lo que me pide, no voy a convencerlo, usted no lo conoce.

     -Me lo imagino, pero está en sus manos hacer todo lo necesario, si es que quiere liberarse de su legado.

     Cuando el viejo se levantó y pasó a su lado para volver a la pieza, Ruiz volvió a sentir el hormigueo en su abdomen. Blas le estaba diciendo que tenía hambre. Miró al chico, y contestó que ya le iba a dar la merienda. Fue al comedor y lo sentó en la sillita alta. Le tocó la frente y por suerte no parecía tener fiebre. Entró a la cocina, donde estaba el encargado limpiando el piso.

     -¿No llegó la cocinera, todavía?

     -No sé, doctor, no creo que llegue a esta hora.

     -Hotel de mierda –murmuró Ruiz, y fue directamente a la heladera a buscar leche para hervir. Prendió la hornalla, puso el jarro con leche al fuego, buscó latas con galletitas o vainillas. Regresó al comedor y Blas lo miró con una sonrisa.

     -Acá tenés, una vainilla para vos y otra para mí.

      Blas se reía de las migas que caían al mantel, Bernardo intentaba seguir esa sonrisa, contagiarse de la inocencia de Blas, de la sabia ignorancia que era un conocimiento más allá de lo inmediato. Un conocimiento de lo único importante por lo que valía preocuparse: el final. Eso era lo que ellos, los adultos, no sabían, lo que los hacía estremecer como viejos obligados a pasar toda una larga noche en la oscuridad y el frío del invierno. Cuando finalmente conocemos nuestro cuerpo como conocemos el motor de nuestro auto, sabemos qué cosas podrá tolerar, qué caminos, qué climas y cuántos kilómetros es capaz de recorrer. Sabemos cuándo hay que llenar el tanque de nafta porque la aguja del tablero gira de determinara manera, si necesita agua porque suena un leve sonido de gorgoteo, si habrá que agregar aceite porque no se desliza como es habitual.

      Tememos por nuestro auto como tememos por nuestro cuerpo, ambos nos llevan, ambos nos dejarán clavados en un sitio aislado, y abandonados, quizá para siempre, lejos de toda comunicación, en el silencio absoluto, un silencio incorpóreo donde ni siquiera los ecos del viento existen porque no hay árboles ni rocas. Sólo la tierra, piadosa, que nos mece, nos acepta. Y nuestro auto es al ataúd de nuestro cuerpo, así como el cuerpo es al ataúd de nuestra alma.

      Ruiz sabía que su cuerpo no resistiría, y por eso la liberación que Ansaldi le estaba ofreciendo era más que una esperanza, y aunque sus palabras no hubiesen incluido ningún tipo de promesa, él sí la estaba sumando a la voz del viejo, imaginando lo que no había escuchado en realidad, simplemente porque necesitaba apuntalar la desesperación sobre una columna endeble de inventada certeza.

 

     Casi a las diez, llegaron Mateo y Mauricio. Estaban transpirados, y dejaron los rifles junto a la chimenea, envueltos en sábanas para que nadie nos los viesen al bajar del auto.

      -¿Cómo estuvo el día, Bernardo? –preguntó Mateo, bostezando.

      Ruiz pensó: se ve cansado, tal vez no quiera salir esta noche.

     -Un mal día…-y se puso a contar lo de Márquez.

     Mauricio estaba subiendo la escalera para ducharse en su cuarto y se detuvo al oír eso. Ahora ambos lo miraban preocupados.

     -¿Blas está bien?

    -Sí, no te preocupes, está en tu cuarto durmiendo.

     -La puta que lo parió –dijo Mateo, corriendo a la escalera.

     Los tres entraron al cuarto de Walter y lo encontraron dormido. Ruiz le cambió el paño húmedo de la frente. Le puso el termómetro en la axila y le tomó el pulso.

     -¿Estás seguro que no es para ir al hospital?

     -No quiso, y yo no pude llevarlo sin dejar a Blas solo con el viejo.

     -Pero…-empezó a decir Dergan.

     Ruiz lo hizo bajar la voz y miró la columna de mercurio del termómetro.

     -Ya no tiene fiebre. Dejémoslo dormir. Vamos abajo. Tienen que contarme cómo les fue a ustedes.

     En el comedor se sirvieron sándwiches, comida enlatada y vino. Le hablaron de la práctica, pero no estaban dispuestos a decir nada de lo que habían visto en el restaurante. Cambiaron de tema.

     -Este hotel se viene abajo, y al viejo ya no le importa un carajo…-dijo Mauricio.

     -O más bien somos nosotros los que no le importamos, ahora que lo conocemos mejor.

     Dergan miró a Ruiz, intrigado.

     -¿Hablaste con él?

     -Más o menos…

    -¿Te contó quién es?

     Ibáñez los miraba sin entender.

     -Paren un poco, ¿cómo quién es?

     No le hicieron caso. Mauricio y Bernardo compartían otra vez esa complicidad de la que él estaba aislado.

     -Me habló de sus padres, me contó todo un delirio sobre postergar la muerte, algo parecido a lo que nos dijo Valverde, pero en el viejo todo esto suena a leyenda, a algo demasiado arcaico para ser verdad.

     -Pero es por eso que necesita de Valverde. El farmacéutico lo hace encajar con la realidad, ¿entendés?

    -No entiendo de qué están hablando -intervino Mateo.

    -El domingo revisé la pieza, y encontré documentos del viejo. Tiene más de noventa años y parece de cincuenta.

    -Eso fue lo que me dio a entender –siguió Ruiz.- Su padre logró prolongar su vida, y ahora Ansaldi quiere continuar eso experimentando con los perros.- Hizo una pausa, respiró profundo porque sabía que lo que iba a decir a continuación no encontraría más que resistencia.- Eso es meritorio.

     Los otros lo miraron como a un bicho raro.

     -¿Qué querés decir?

     -Digo que es un hallazgo enorme si fuera verdad. Tal vez deberíamos apoyarlos con eso de los perros.

     Mateo recordaba las palabras de Valverde en la habitación de la mujer enferma. Sí, todo eso era verdad, por lo menos la imaginación y el delirio eran más palpables y más ciertos que muchas verdades supuestamente concretas. A veces, lo que queremos pensar es una evidencia en sí mismo, algo tan real como un salvavidas en un naufragio. Quizá Valverde vivía de ese modo, o tal vez fuese él, Ibáñez, quien no estaba preparado para aceptar todo aquello como verdadero. Fuera como fuese, las palabras de Ruiz, su cambio de actitud, lo confundieron.

     Dergan se reía, moviendo un dedo sobre la sien como atornillando un tornillo suelto.

     -Me parece que está hablando en serio –dijo Mateo, al ver la expresión de chico asustado que tenía Bernardo.

     -Sí…hablo en serio. Creo que deberíamos dejar a los perros en paz.

     Mateo se levantó y fue a buscar su arma. Ruiz siguió diciéndole.

    -Pensalo un poco, si hay la más leve esperanza de que toda esta teoría sea cierta, la muerte de Alma no habrá sido en vano…- Mientras le hablaba, Ibáñez recargaba su rifle y le dirigía miradas de rencor.

     -Está bien...me rindo…-dijo Ruiz- Pero por lo menos no salgas esta noche, pensalo y mañana vas a estar más descansado y tranquilo.

     Dergan se levantó y fue a buscar su arma.

    -Me parece que el viejo le lavó el cerebro… No le hagas caso –le dijo a Mateo.

    -Estoy tratando…-y Mateo miraba a Ruiz con furia

     Bernardo volvió a insistir.

    -Piensen un poco, un hombre de noventa que parece de cincuenta. ¿No vale la pena investigar? Los perros son parte del experimento, ya lo dijo Valverde.

     No le hicieron caso, entonces intentó detener a Ibáñez de un brazo, y éste se dio vuelta y lo empujó. Ruiz cayó de espaldas, pero ninguno intentó ayudarlo a levantarse. Lo vieron hacerlo solo. Mateo lo miraba con intensa ira, el rifle le temblaba en las manos, el cañón cruzando el frente de su cara como una grieta en su alma.

      -Sos un hijo de puta –le dijo, apoyando el dedo índice de su mano derecha sobre el pecho de Ruiz, golpeándolo suavemente pero con la suficiente fuerza para hacerlo tambalear.- Más te vale que cuides de mi hijo, porque sino te juro que te mato.

     Mauricio empujaba a Mateo para que salieran de una vez. Bernardo Ruiz los vio salir,  y supo que no había hecho lo suficiente, que nunca tendría el valor para hacer jamás lo que era necesario hacer.

 

 

21

 

Eran más de las doce de la noche. Llevaban los rifles cubiertos y sobre los hombros como fardos de telas, por si encontraban gente o algún policía. Caminaron varias cuadras, incluso por las mismas donde habían visto a los perros el sábado a la noche. El cielo estaba estrellado, pero las luces de la ciudad empalidecían el resplandor. Escucharon una sirena de ambulancia y luego de una autobomba, lejos, muy lejos de allí. Oyeron ladridos y aullidos respondiendo a esas sirenas. El olor de la ciudad nocturna tenía una leve mezcla de café, anís y humedad. Algunos bares estaban abiertos.

     No había nadie en las calles. Sólo algún auto muy de vez en cuando, o algún ciclista que ni siquiera los miraba. Pasaron frente a la casona de María Cortéz. Dergan sintió un breve escalofrío al recordar la mañana de domingo que pasó con ella. Había perros en el jardín, pero comunes y corrientes. Le ladraron mientras pasaban junto a la verja. Una luz se encendió en el porche y la cortina de la ventana se movió un poco.

      Llegaron al almacén de Costa. Estaba como siempre, cerrado y abandonado. Golpearon la puerta y las ventanas metálicas, tal vez había algún lugar por donde los perros salvajes pudieran meterse. No oyeron nada. Siguieron de largo. Ahora estaban en la vereda del baldío donde Walter había sido atacado.

     -Entro yo primero, vos cubrime –dijo Mauricio.

     Mateo asintió y lo siguió. Dergan se metió entre el pastizal, alumbrándose con una linterna. Habían desenvuelto las armas. Un perro ladró y sólo un segundo después Mauricio sintió los dientes en la rodilla izquierda. Casi estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio y golpeó la cabeza del animal con la linterna. La luz se apagó, junto con la oscuridad oyeron los gruñidos de otro perro. Mateo buscó con torpeza su linterna, que había quedado enredada en la sábana. Cuando logró encenderla, vieron a dos animales frente a ellos.

     -No te muevas –dijo Mauricio.- Levantá el rifle muy despacio… - Su voz se hizo suave como un murmullo.

     Mateo intentó obedecer. Se sentía demasiado cansado para tener miedo. Para él ahora los perros eran nada más que dos objetos que abatir, y estaba convencido que con un par de rápidos movimientos podría dispararles con facilidad. Pero Mauricio insistió en actuar con cautela, aún cuando los perros ni siquiera podían verlos. Los ojos, de párpados semicerrados, lucían perdidos y casi etéreos en las caras blancas. Las cabezas se movían guiadas por el olfato. De los hocicos brotaba una mucosidad blanquecina. Tenían las bocas abiertas, y Mateo vio los colmillos grandes, tal vez demasiado para el tamaño de los perros. No habían notado eso en los cuerpos del laboratorio de Valverde. ¿Habrían cambiado, estarían evolucionando de alguna forma, con cada generación? Porque sin duda estos perros eran más jóvenes. Y más atrás, junto al muro del baldío, había crías.

      Mientras pensaba en todo esto, Mateo vio que Dergan ya había llevado su rifle al hombro y apuntaba. Disparó. Uno de los animales cayó muerto, el otro corrió a esconderse. Ellos lo siguieron.

     -Despacio –repitió Mauricio.

      Despejaron las ramas y el pasto alto con los cañones de los rifles. Iluminaron el camino con las linternas, hasta que apareció el muro blanco devolviéndoles un reflejo cegador No vieron que el perro sobreviviente se acercaba otra vez. Mateo sintió la cabeza del animal sobre su cara. Luego oyó un disparo, y todavía ciego entre el súbito resplandor y la inmediata oscuridad, creyó que era él quien estaba herido. Pero pronto la mano de Dergan lo ayudó a levantarse. El perro estaba tirado en el suelo.

     -Gracias –dijo. Entonces se preguntó si Mauricio le habría disparado justo cuando tenía al perro encima. El otro adivinó lo que pensaba. La palidez en la cara de Mateo era tan evidente que Dergan se puso a reír.

     -No tenía más alternativa…

     Ibáñez no dijo nada. Se acercaron a las crías. Eran tal vez quince o más.

     -Dios mío, si se reproducen así, no vamos a acabar más.

     Mauricio sólo respondió levantando la culata del rifle y golpeando las cabezas de algunos cachorros.

    -Eencargate de los otros –dijo a Mateo

     Ibáñez hizo lo que le pedía. Cinco minutos después estaban todos muertos. Sólo uno se movía un poco, y Mateo lo remató con otro golpe. Salieron del baldío, cansados pero entusiastas, tomados de los hombros y con las armas en el brazo libre. Dergan cojeaba un poco y se vendó con un trozo de sábana.

     -¿Querés volver al hotel? –le preguntó Mateo.

     -Ni en pedo, ahora que le tomamos el gusto. Sigamos.

      Al caminar, Mauricio mejoró su ritmo. Era una herida superficial, y no le dolía demasiado. Pasaron frente a la panadería de los Casas, después miraron el interior cerrado del bar de Santos. En la puerta había basura y restos de comida. Decidieron esperar un poco, escondidos, para ver si aparecían los perros. Cuando dieron vuelta la esquina, se encontraron con dos muchachos, de dieciocho años más o menos. Eran gemelos. Ambas parejas se sorprendieron una de otra primero, luego se saludaron.

    -¿También de caza, chicos? –preguntó Dergan, que había visto las ondas elásticas y las piedras acumuladas en la vereda.

    -Así es, señor.

    Dergan trató de ocultar su sonrisa despectiva. Los chicos miraban los rifles con asombro y admiración.

     -¿Tuvieron suerte?

     Uno de ellos contestó:

     -Ya matamos a veinte perros desde que aparecieron, y esta noche a dos.

     Mauricio los observó con sorna, pero se dio cuenta que no mentían. Esas piedras, arrojadas con fuerza en un sitio vulnerable podían ser mortales.

    -¿Pero a dónde les apuntan? –preguntó Mateo.

     -A las narices, señor. Eso cualquiera lo sabe.

     Mauricio y Mateo se echaron a reír, y los chicos les indicaron silencio.

    -Bueno, muchachos, linda lección nos han dado. Yo soy el doctor Ibáñez, y él es veterinario, Mauricio Dergan.

    -Nosotros somos los hermanos Benítez. Yo soy Daniel, él es Jorge.

     Se estrecharon las manos los cuatro. Luego se sentaron en cuclillas, a esperar.

    -¿Viven cerca?

    -A dos cuadras.

    -¿Y salen todas las noches de cacería?

    -Unas sí, otras no.

    -¿Y no tienen miedo?

    -Al principio un poco, pero ya los conocemos. Están ciegos, eso los limita mucho para perseguirnos. El olor los confunde también.

    -¿El olor humano?

    -Sí, doctor. Mi hermano y yo nos separamos corriendo, entonces los perros persiguen a uno, y el otro le dispara en las patas, entonces aprovechamos para darle en la nariz con las ondas.

    -Pero si son varios…

    -Una vez nos atrevimos con dos al mismo tiempo, pero casi nos muerden. Por eso no hacemos nada si son más de uno. Ahora con ustedes podemos hacer un buen equipo.

     Mauricio palmeó la espalda del chico. El hermano parecía más tímido y hablaba poco.

     Casi una hora después, aparecieron cuatro perros a husmear en la basura.

     -Uno para cada uno –dijo Daniel Benítez.

     -No va a ser tan fácil –comentó Dergan, asomándose por el borde de la pared. Le hizo una señal a Ibáñez para que lo siguiera, los muchachos fueron detrás, pero él les dijo que se quedaran quietos, que iba a avisarles si los necesitaba. Ellos protestaron en voz baja.

      Dos de los perros se habían subido al montón de bolsas apiladas, los otros dos desgarraban las que estaban debajo. Como parecían distraídos, Mateo y Mauricio se acercaron bastante como disparar sin error. Pero entonces apareció un quinto perro cruzando la calle y corriendo directamente hacia Mateo. Ninguno de los dos lo vio, sólo se dieron cuanta cuando el perro cayó a medio metro de ambos, justo cuando estaba por saltar sobre Ibáñez. El animal estaba herido por una piedra que los chicos le habían tirado. Dergan le disparó para rematarlo. Ahora los muchachos corrían hacia ellos, exultantes, pero no hubo tiempo de decirles nada porque los chicos señalaban a sus espaldas. Los otros cuatro perros ahora estaban alertas y se acercaban.

     -¡Separémonos! –dijo uno de los gemelos, bajando a la calle para ver si podía amenazar a los perros desde ese lado

     -¡Mateo, a mi derecha! –dijo Mauricio.

     Ibáñez obedeció, pero no entendía qué esperaba que él hiciera desde allí, no había más que la pared y la vidriera del bar. Dergan desafió a los perros con gritos y movimientos del rifle. Sabía que el olor de su rodilla herida los atraía más hacia él que hacia los demás. El otro chico estaba cerca de él, atrás y a la izquierda, con la onda preparada. Los perros que estaban arriba de las bolsas bajaron, entonces Mauricio le hizo una señal al chico para que disparara. La piedra golpeó a uno de los perros en la cabeza, y el otro muchacho le disparó a otro en las ancas. Los dos cayeron al piso, y Dergan les disparó antes de que se levantaran. Los dos perros que quedaban se había arrinconado entre la pared y las bolsas, Mateo se encargó de mantenerlos allí. Pero cuando oyeron los disparos se volvieron locos y corrieron hacia todas partes, golpeándose contra la pared y revolcándose en la basura. Ibáñez quiso acertarles pero no tenía suficiente puntería para darles mientras se movieran, así que Dergan se encargó de ellos.

     Uno de los gemelos se había subido a la pila de bolsas y disparó una piedra, ya a destiempo, rompiendo una de las vidrieras del bar. Santos apareció entonces, mirando los pedazos rotos, rascándose la cabeza con una mano y la otra en la cintura.

    -Buenas noches, señores…-dijo, tranquilo, resignado.

    -Perdón…–empezó a decir Mateo.

    -No se disculpen, hace tiempo que intento sacarme de encima a esos perros de mierda, pero siempre vuelven.

     Los gemelos se acercaron a pedir disculpas. Él les dio un golpecito amistoso en el pecho.

    -No se preocupen, chicos…sólo que voy a tener que decirle a su viejo, este ventanal me va a salir mucho.

     Lo muchachos se miraron entre sí.

    -Santos, por favor, no le diga nada, nosotros se lo pagamos, usted sabe que nuestro viejo está mal.

     -Está bien, mañana hablamos. Vayan a casa.

     Ellos se despidieron de los otros con un fuerte apretón de manos.

    -Fue una excelente cacería –les dijo Dergan.

    -¿Está seguro que no quiere avisarle al padre? –preguntó Mateo a Gaspar Santos.

     -Sí. Lo que pasa es que el negocio de su viejo quebró. Era gente de plata, que se ha venido a menos. Además, se le ha pegado el vicio…-y empinó el codo para ser más claro.

     -Déjeme que pague por el gasto –dijo Mateo, que ya había sacado la billetera del pantalón.

     Santos sujetó el brazo de Ibáñez y lo apartó de él.

    -No, por favor, ni pensarlo. Ustedes deben ser amigos del arquitecto Márquez, ¿no es así?

    -Así es.

    -Estuvo aquí esta tarde, hablamos largo y tendido. Pero pasen un rato.

     Santos bajó unas sillas de las mesas y los invitó a sentarse. Después fue a buscar unas tablas de aglomerado para tapiar la vidriera rota. Mateo y Mauricio se levantaron enseguida a ayudarlo. Quiso evitarles la molestia, pero ellos insistieron. Luego agarraron los cuerpos de los perros y los metieron en bolsas de basura.

     -Guardemos dos para disecar –dijo Mateo.

     Dergan vigilaba la calle por si aparecían otros. Pasó una moto y el conductor se detuvo.

     -¿Qué pasó? -preguntó

     -Matamos algunos perros salvajes –contestó Mauricio, con desconfianza.

     El tipo era robusto, con gestos y entonación de militar, pero estaba de civil. No le preguntó  nada más, sólo le deseó buenas noches y siguió de largo. Mauricio se quedó inquieto.

    -¿Quién era? –preguntó Santos.

     -No sé, un curioso, pero no me dio confianza. Mejor terminamos rápido.

      Cerraron las bolsas y dejaron los cuerpos donde Santos dejaba los restos de carne para tirar al día siguiente. Los cadáveres que reservaron fueron puestos contra una pared.

      -¿No hay gatos, no es cierto? –preguntó Mauricio, medio en broma, medio en serio, mientras se sentaba para tomar una cerveza que Santos les invitó.

     Los tres se rieron, Santos dijo:

    -Tengo uno, pero desde que están estos perros no sale del bar. –Se levantó a buscarlo, pero no lo encontró.- Quién va a encontrarlo con estos cuerpos esta noche.

     Le hablaron del ataque a Márquez, y Santos se sintió culpable; fue él, les dijo, quien le había indicado que podía encontrar perros en ese baldío.

    -Bueno, no se preocupe –dijo Mauricio- ya los matamos hace un rato.

     Entraba una brisa fresca por las rendijas entre las tablas y los vidrios rotos. Escucharon una moto pasar dos veces, ida y vuelta. Sabían que era la misma, y se dieron cuenta que desde esa noche empezarían a vigilarlos.

     -Lamento que lo hayamos metido en problemas…

     -¿Qué problemas? –dijo Santos- ¿Con los milicos? Bahhh…Yo estudié para entrar en el ejército después de la colimba, durante tres años. Fueron los peores de mi vida. Me jodieron hasta reventarme las pelotas, así que un día golpeé a un sargento en un desfile del 25 de mayo. Me metieron en cana por seis meses. Después abrí este bar. Pero vi muchas cosas durante ese tiempo, y aprendí a quedarme callado. No se van a meter conmigo tan fácil, pero con ustedes es diferente, con los profesionales, quiero decir. Ustedes son tipos que piensan, y para ellos eso es lo mismo que decir reaccionarios de izquierda.

       Ibáñez lo miraba con sorpresa, y se dio cuenta que Dergan compartía esa misma y repentina complicidad hacia aquel extraño que de repente parecía ser más que un amigo. Un tipo de aspecto descuidado, pelo despeinado y largo, barba entrecana y rubia, con un delantal que aún a esas horas de la noche llevaba encima, y un repasador que metía y sacaba del bolsillo del delantal para secar la mesa cada que vez que un vaso dejaba un círculo.

     -Bueno, creo que tenemos que irnos…-dijo Mauricio casi media hora después, Se levantó para ir a buscar las bolsas que llevarían a la morgue a primera hora de la mañana.

    -¿Está seguro sobre la vidriera? –insistió Mateo.

    -Seguro, doctor, no diga más.

    -Entonces déjenos pagar las cervezas…

    -Está bien, si insisten.

     Los tres se estrecharon las manos con fuerza al despedirse.

     -Ha sido un gusto conocerlos. Un abrazo de mi parte al arquitecto y al doctor Ruiz, ya veré si me doy una vuelta por el hotel mañana.

    -Lo esperamos…Cuídese.

    -Cuídense ustedes, que tienen que caminar varias cuadras todavía.

     Se saludaron por última vez. Mientras se alejaban del bar, ambos pensaron, sin decirlo, que Santos tenía razón. Llevaban dos perros muertos todavía sangrando en esas bolsas. Mateo decidió llevarlas él, para que Dergan pudiese disparar si era necesario. Miraban con extremo cuidado a todas partes al llegar a cada esquina

     La noche era húmeda y el rocío hacía brillar los adoquines con la escasa luz de los porches. Una sirena aulló a muchas cuadras de distancia, la brisa fresca movía las ramas de los árboles que intentaban tocarse de vereda a vereda sobre la calle. Luego, escucharon otra vez la moto, y fue Dergan el único que se detuvo, abruptamente, justo sobre el cordón de la vereda, prestando oídos. La moto volvió a alejarse. Mateo llevaba las bolsas como dos fardos de papas sobre un hombro, y como no lo vio detenerse, había seguido de largo cruzando la calle. Mauricio retomó el andar detrás de Ibáñez, y se puso a observar su espalda, como si no lo reconociera. Ibáñez parecía al hombre de la bolsa, aquel que aún en diferentes culturas representaba al aborrecido extraño que venía a llevarse a los niños malos.

     Mauricio recordó el año anterior a su llegada al país, a los hombres que llevaban a sus niños en bolsas parecidas. Los hijos que habían muerto por la rabia transmitida por los perros que él, en el pequeño pueblo costero de la Bretaña francesa, no había sabido cómo detener. Perros que salían de las cuevas de los acantilados, donde se escondían de los hombres. Eran casi treinta animales los que vivían allí, alimentándose de los pescados que el mar arrojaba a la costa, de las ovejas que lograban matar cuando subían todas las noches al acantilado. A veces se adentraban en las granjas y mataban gallinas y se peleaban con otros perros. Fue así, quizá, la forma en que varios perros domésticos comenzaron a contagiarse. Los dueños los sacrificaban, pero a veces llamaban a Dergan para asegurarse que no se tratara de otra enfermedad, porque los niños no querían que sacrificaran a sus perros. Cuando él confirmaba la sospecha, los mataban. Entonces empezó a inmunizar a los animales de los vecinos. Pocos los llevaban al pueblo a vacunar siendo cachorros, así que en menos de una semana se le acabaron las provisiones de vacuna y tuvo que mandar comprar más en la ciudad más cercana. Mientras, los perros salvajes seguían haciendo estragos, pero los cazadores lograban acorralarlos en sus cuevas y los asfixiaban con gases o les dejaban comida envenenada en la entrada. Algunos hombres llegaban al pueblo con mordeduras graves, y Maurice veía ir y venir a la única ambulancia con el doctor y su enfermera. En el pequeño hospital hubo dos casos mortales de rabia en humanos.

     Una semana tardó en llegar la nueva partida de vacunas, y él mismo se dedicó a ir de casa en casa para vacunar a los perros. Dos días después, ya estaba otra vez sin vacunas, y llamó por teléfono para pedir más. Quedaban más de la mitad de los perros y otros animales del pueblo sin vacunar. La gente se ofreció a ayudarlo. Cuando llegue la nueva partida, les dijo.

     Entonces fue cuando los mismos perros que él había vacunado empezaron a mostrar síntomas de rabia. Primero llegó un hombre preguntándole cómo podía ser eso, y él contestaba que debía tratarse de otra enfermedad. Cuando lo acompañó a su granja, la mujer los recibió desesperada y en llanto. El perro ovejero había mordido al hijo de ambos hacía dos horas. El chico tenía fiebre y echaba mucha saliva por la boca.

     Maurice no podía creer que eso estuviese ocurriendo. Le mostraron al perro, que estaba atado, ladrando como loco y con baba en la boca. Junto al veterinario, el hombre tenía la escopeta preparada, y disparó. Soltó el arma y corrió a la habitación de su hijo. Dergan lo siguió. El chico deliraba entre las sábanas, la madre intentaba consolarlo. El hombro miró a Dergan con rencor y angustia al mismo tiempo. Muchas expresiones parecidas recibiría en los siguientes días, pero esa, por ser la primera, fue la única que jamás pudo olvidar.

     Esa misma tarde, llegaron a buscarlo varias mujeres y hombres que él conocía y saludaba casi cada mañana en el pueblo, gente con la que se detenía a conversar y a quienes les preguntaba por el estado de algún caballo, ternero o perro que hubiese estado atendiendo el día anterior. Esta vez vinieron a preguntarle qué había pasado con las vacunas, y luego las preguntas se fueron convirtiendo en reproches, y muy pronto las acusaciones se sucedieron sin obstáculos ni interrupciones. De pronto, se vio rodeado de gente que hablaba al mismo tiempo, caras que gesticulaban sin poder él comprender lo que decían. Incluso creyó, por un momento, que todos hablaban idiomas extranjeros, como una especie de Babel luego del castigo divino contra el orgullo y la vanidad.

    Intentó explicar, pero se daba cuenta que no tenía ninguna teoría lógica, y la única plausible -que la partida de vacunas fuese un fraude, y no era la primera vez que ocurría-, no le serviría de nada para evadir su responsabilidad. ¿Había, acaso, comprobado la fecha de elaboración y las marcas del departamento de sanidad? Tal vez lo hizo, como era su costumbre, o tal vez no, apurado por vacunar la mayor cantidad de animales en pocos días.

      Se dejó abrumar por el gentío, se dejó caer en medio del pasto con la cabeza entre las manos. Alguno debió apiadarse de él, o quizá simplemente quisiera disponer de él a solas para vengarse. Se le ocurrió que podía ser el padre del chico que estaba muriendo en esa granja, pero pronto sabría que al mismo tiempo había muchos otros chicos a los que les estaba pasando lo mismo. Así que podía ser este hombre o cualquier otro, por esa razón o cualquier otra. Ahora sólo era conciente de que lo empujaban y tironeaban agarrándolo de los brazos hasta una camioneta, y luego arrancaban mientras la gente golpeaba el vidrio y los costados del vehículo, gritando a través del imperfecto silencio de los cristales y de su propia insensibilidad, esa capa protectora que el espanto había creado a su alrededor.

     El médico del pueblo le dio un sedante y lo mantuvieron encerrado dos días en su casa, con un vigilante en la puerta. Cuando lo dejaron salir, fue a su consultorio y lo encontró destrozado. Los animales que estaban en tratamiento habían sido asesinados, sus propios perros estaban muertos también, así como los gatos que criaba para vender. Fue hasta la comisaría y lo trataron con educada frialdad.

     -No fue su culpa que le vendieran vacunas adulteradas, doctor, pero debió fijarse mejor –le dijo el oficial principal.

     Dergan se preguntó si habrían comprobado los frascos de las ampollas, si habrían hecho una adecuada investigación. Decidió no preguntar, si lo habían dejado libre era porque no había manera de adjudicarle algún delito. Antes de salir, el comisario le aconsejó:

     -Pase por el cementerio, doctor, y luego puede abandonar el pueblo.

     Él hizo las valijas y subió a su auto. Paró en la puerta del cementerio. Adentro todo el campo estaba lleno de gente, parecía un hormiguero llenos de hormigas negras cargando ramas. Pero las ramas eran ataúdes de niños.

     Los niños muertos por la rabia.

     En todo esto pensaba Mauricio Dergan cuando él e Ibáñez llegaron al hotel. Ni siquiera se había dado cuenta por qué calles o veredas habían pasado, sólo siguió a Mateo como aquel lejano día había seguido la columna de hombres que cargaban los féretros de sus hijos. Se había evadido del presente y de la noche para transportarse a otro mundo muy lejano en un soleado día de duelo. Podrían haber sido atacados por los perros sin que él se diese cuenta siquiera, y se sintió responsable por la confianza que Ibáñez había depositado en él, y que había defraudado. Como aquella vez, hace mucho tiempo, en un pueblo costero de la Bretaña.

     Los perros, sin embargo, no volvieron a atacar esa noche. Sintió al llegar a la puerta del hotel, que lo observaban desde la calle. Como si ese algo o alguien, muchos quizá, se estuviesen riendo de su distracción y su conciencia perdida en el tiempo, hasta creyó haber oído gruñidos como simuladas risas de lástima y desprecio. Como si los perros recordasen a sus ancestros a través de la distancia y de los años, a aquellos perros que él, Maurice Dergan, había dejado sobrevivir.

 

 

22

 

En la mañana, Ruiz se despertó con una fuerte sacudida al sonar el despertador. Eran las siete, y ni siquiera se acordaba por qué había puesto la alarma a esa hora. Mientras se cepillaba los dientes, recordó que a las ocho empezaba la autopsia de la mujer de Ibáñez. Lo había llamado Farías a la noche, poco después de que Mauricio y Mateo salieran. Luego, se había acostado y no los había visto regresar. Sólo escuchó los ruidos de puertas y suaves murmullos que se mezclaron con sus sueños. Pesadillas que volvían cada tanto tiempo a recordarle lo que él era desde un tiempo antes, un hombre habitado por insectos, nada más que un hábitat más para aquellos seres que solían sobrevivir tempestades y cataclismos, sobrepasar las generaciones de los hombres y transformarse por la simpleza de su cantidad y rudimentaria vida, en casi tan eternos como los dioses. Y muchas veces había pensado que quizá fuesen más duraderos que los débiles dioses creados por los hombres, dioses que alimentaban criaturas en sus vientres.

     Pensó en lo que le había dicho Ansaldi, y se avergonzó de haber desafiado a Mateo, de haberlo traicionado por la promesa tan estéril del viejo. Cómo pretendía ayudarlo, por más que lo que dijese sobre su edad y origen fuese verdad. Lo que vivía en el cuerpo de Ruiz ya era irreversible. Sacarlo era lo mismo que morir. Ellos, los insectos, eran como una víscera más, o hasta como la misma sangre. Y de algún modo, los perros constituían algo semejante para Dergan, porque Ruiz sabía la causa por la que había emigrado de Francia. Los animales eran parásitos que lentamente debilitaban los organismos que los hospedaban, haciendo de ellos lo que querían, sometiendo sus vidas a los deseos y necesidades de los otros.

      Pasó por las habitaciones de sus amigos. Golpeó a las puertas. Mauricio dormía. Mateo dormía con su hijo. Márquez estaba despierto, sentado en la cama. Las vendas ya no sangraban y se veía de mejor color.

     -¿Cómo estás?

     -Mejor, gracias.

     -Quedate en la cama un rato más, te mando subir el desayuno.

     Walter no pudo contestarle, fue corriendo al baño. Debía esta descompuesto, era frecuente que temperamentos nerviosos como el suyo somatizaran el estrés con ese tipo de trastornos.

     Bajó al comedor y la cocinera le trajo café con leche.

    -¿Y sus colegas van a bajar a desayunar, doctor?

    -No. Solamente llévele un té con limón al arquitecto, por favor.

    Ella regresó a la cocina. Ruiz miró la hora, ya eran las ocho menos cuarto. Se preguntó qué habrían hecho anoche aquellos dos que intentaban jugar de cazadores. Vio venir a Ansaldi, que se quedó parado a su lado luego de darle los buenos días.

    -Cuando termine su desayuno, doctor, debo decirle algo.

    -Dígamelo ahora, porque tengo que ir al hospital.

    -Sus colegas, doctor Ruiz, hicieron una matanza anoche. Escuché los tiros, y los vi entrar con la ropa sucia. El doctor Ibáñez traía dos bolsas con cuerpos. Deben estar en su cuarto.

     Ruiz tomó un sorbo de café, y esperó que continuara.

     -Tiene que llevárselos a Valverde, doctor. A mi no me deja entrar, sólo usted tiene la oportunidad.

     -No diga estupideces. No me va a convencer como ayer.

     -Doctor, por favor. No sea temperamental y piense un poco. Aunque no confíe en mí, le sugiero que recuerde todo lo que le he dicho, ¿acaso lo que sé no garantiza mi promesa? ¿Puede el doctor Ibáñez decir lo mismo, por más que cuente con su confianza?

     -¿Y qué garantía me da usted de que puede ayudarme?

     -Hable con Valverde, y lo sabrá. Pero solamente se lo dirá si le lleva los perros, será un pago de confianza para que hable.

     Ruiz se levantó, las manos le temblaban de ira. Ansaldi retrocedió un poco.

     -Sé que es difícil la decisión que le pido, doctor, pero le sugiero que sopese –e hizo los delicados gestos de quien maneja una balanza de platillos- los defectos de una pequeña traición por los beneficios de que usted recupere su anterior vida.

     En ese momento se oyó el llanto de Blas. Ruiz subió la escalera y golpeó la puerta de Mateo. Cuando se abrió la puerta, Ibáñez tenía al niño en brazos, que lloraba sin consuelo.

     -No sé qué le pasa, me despertó gritando así. No tiene fiebre, debe estar hambriento y aburrido de este hotel.

     Ruiz se preguntó si por fin su amigo estaba entrando en razones y decidiría irse de la ciudad.

     -Por qué no seguís durmiendo, estás ojeroso. Yo me encargo del chico.

     -Pero hoy es…

     -Ya lo sé, no pienses en eso…

     -No entendés, tengo que llevar los perros que matamos anoche para que les hagan la autopsia.

    -No sé si hay tiempo, pero voy a intentarlo. Yo los llevo, decime dónde están.

    Ibáñez le señaló el armario. Ruiz abrió la puerta y encontró los bultos bajo la ropa sucia. Los sacó y los arrastró por la habitación.

    -¿Vas a poder solo?

    -Sí, note  preocupes. Vos y Mauricio tienen que dormir.

    -Tenés razón, esta noche tenemos que salir otra vez.

     Ruiz fingió estar de acuerdo, pero sentía que todo estaba saliendo cada vez peor. Su amigo le daba lástima. No se había afeitado desde el sábado, y probablemente no se había duchado al volver anoche, y tenía el cabello rojizo despeinado y sucio. Llevaba puesto solamente el pantalón piyama medio flojo en la cintura, y sujetaba a Blas en los brazos, balanceándolo para lograr que se durmiera otra vez.

    -Le voy a decir a la cocinera que le dé el desayuno.

    -Gracias…-dijo Mateo, y se metió en la cama otra vez, acostando al chico a su lado.-Por lo de anoche, disculpáme, pero no se si entendí bien tu actitud, estaba cansado…- y bostezó.

     -Está bien…-fue lo único que respondió Ruiz, luego salió del cuarto, dejando la puerta abierta. Bajó los escalones y llegó al pie de la escalera. Ansaldi lo miraba desde la recepción, con una leve sonrisa satisfecha.

     Avisó a la cocinera por el desayuno del chico y salió arrastrando las bolsas. Las puso en el maletero del auto y partió hacia la farmacia de Valverde.

 

     -Gracias, doctor Ruiz.

     El farmacéutico estaba tras el mostrador, envolviendo en papel manteca unos polvos que él mismo preparaba. Los dejó en un rincón de la estantería de la pared lateral y fue a recoger las bolsas que Ruiz aún no había soltado. Al notar su resistencia, dijo:

    -Puede soltarlas, yo las llevo al laboratorio.

     Ruiz cedió y lo miró entrar al pasillo. Enseguida lo siguió, y Valverde se dio vuelta, preguntándole:

    -¿Necesita algo, doctor?

    -Ansaldi me dijo que usted podía responderme una pregunta.

    El farmacéutico dejó las bolsas sobre la mesa de disección, las abrió con una trincheta y los perros muertos diseminaron su olor.

    -Deben haber estado toda lo noche encerrados…

    -En un armario del hotel…-dijo Ruiz.-Anoche los cazaron Ibáñez y Dergan.

    -Es lamentable, después de todo lo que hablamos el domingo…

    -Valverde –lo interrumpió Ruiz.- Ansaldi debe haberle hablado de mi problema…

    -Así es, doctor, la primera vez que me trajo los perros me lo dijo. Creyó que usted, en especial, podría comprender nuestra causa común.

     A Ruiz le temblaban las manos. Sentía, además, que su estómago se contraía en espasmos cortos e intensos.

     -Me dijo…que usted podra ayudarme a sacármelos de encima.

     Valverde era sólo un poco más alto que él, y con el guardapolvo celeste y los ojos verdes, el pelo engominado y las manos callosas por el contacto con los químicos y los cadáveres en formol, lucía mucho más intimidante que la figura esmirriada, de cabello enrulado y cara casi infantil de Ruiz.

     Con una mano en un hombro del médico, a manera de gentil amistad, le contestó:

    -Déjeme mostrarle algo y le contaré mi teoría.

     Lo llevó otra vez al pasillo y se pararon frente a la última puerta. Valverde abrió con una llave y accionó la perilla de la luz. El cuarto estaba llenos de estanterías en las paredes, ocupadas por frascos transparentes, cuadrados, rectangulares o cilíndricos. Casi todos tenían fetos en diferentes estados de gestación.

     Ruiz comenzó a caminar entre los preparados cadavéricos. Cada uno tenía su etiqueta con las semanas de gestación, pero sin nombres, por supuesto. En algunos había placentas completas o sólo fragmentos. Así que esto era lo que había estado haciendo todos aquellos años desde su venida del campo, pensó Ruiz. Así era como se ganaba la vida, más que lo que pudiese obtener por la farmacia. Pero estaba seguro que no cobraría mucho por los abortos. Su propia forma de vida desmentía cualquier ostentación de dinero o de lujo.

     -Mire, doctor. Usted sabe que la placenta es un tejido de revitalización. Si se cultivan sus células, pueden genera cierto rejuvenecimiento, por lo menos parcial. Bueno, yo diría que podemos hacer algo parecido. Lo que usted lleva adentro, doctor, podría se expulsado por estas nuevas células.

     -Pero…

     -Ya lo sé, no confía en mis métodos rudimentarios, pero fíjese en los perros, doctor, ¿quién los ha creado?

      Ruiz se dijo que debía estar loco para creer en Valverde. Sin embargo, toda aquella situación ahora se le antojaba un largo sueño mientras en realidad el estaba durmiendo en Buenos Aires, junto a su primera novia, Cecilia Taboada. Pero recordó que incluso ella solía recitar poemas extraños que de algún modo preanunciaban todo lo que le estaba pasando: los insectos y los perros muertos. Entonces todo el tiempo y sus circunstancias le parecieron una inacabable espiral que iba sumando objetos y seres vivos, involucrándolo a él en su centro, pero  no sabía si la dirección de esa espiral era el cielo o el infierno, ni si estos parámetros eran de  algún valor o significado siquiera.

      Sintió náuseas, Valverde se dio cuenta. Vio en la cara del farmacéutico una expresión de desprecio e ironía.

     -Venga, doctor, sé que lo impresiona todo esto.

     Ruiz sintió vergüenza, y la vergüenza lo hizo sentir enojo. Se desprendió de la mano de Valverde, que lo sujetaba de un codo, y salió del cuarto. Se apoyó contra una pared del pasillo y respiró profundo. Se decidió a no vomitar, no quería darle esa satisfacción al otro, pero no estaba seguro de seguir aguantando cuando lo vio acercarse con un algodón embebido en alcohol. Se lo puso bajo la nariz y el olor lo reanimó.

     -¿Se siente mejor?

     Ruiz asintió con un gesto de cabeza, y salió de la farmacia con paso rápido. Tropezó con una mujer en la puerta, que lo saludó, pero él ni siquiera se fijó en ella. Sólo se dio vuelta para decirle a Valverde que esa noche regresaría para empezar el tratamiento.

 

 

23

 

El hotel pareció deshabitado hasta primeras horas de la tarde. Ruiz había salido de la farmacia antes del mediodía, pero aún no estaba de regreso cuando Walter se levantó. Eran casi las dos de la tarde. Dergan seguía durmiendo, pero no entró en su habitación. Se asomó al cuarto de Mateo por la puerta entreabierta. Ibáñez estaba boca abajo en la cama, con las piernas abiertas, los brazos cruzados bajo la almohada y la cabeza de costado. El niño estaba despierto y jugaba con el cabello de su padre, pero éste no parecía darse cuenta.

     Walter entró y se llevó al chico para entretenerlo un poco. El vestíbulo estaba vacío, lo mismo que la recepción. Durante casi media hora le enseñó a Blas a construir aviones y autos con papel que sacó del mostrador. Tenían un tamaño ideal para eso, de consistencia suave pero no demasiado liviana. El membrete con el nombre del hotel era lo menos que importaba a la hora de construir esos avioncitos de papel. No tenía hambre, a pesar de no haber almorzado. Se sentía mejor, y no era un factor de menos el saber que los demás estaban durmiendo, fuera del peligro que representaban los perros, incluso lejos de comenzar un trabajo que ninguno estaba dispuesto a cumplir. El único que no estaba allí era Ruiz, seguramente seguía en el hospital.

      Vio entrar a Santos, y se sorprendió, porque no había pensado en él desde que salió del bar en día anterior.

     -Buenas tardes, Márquez. Me contaron lo que pasó ayer, ¿cómo se siente?

     Walter le dio un apretón de manos, y dijo:

     -Bastante mejor, la saqué barata.

     -¡Que lo diga, amigo mío! Si viera lo que los doctores hicieron ayer noche cerca de mi negocio. Ya le cuento.

     Se sentaron. Blas se acercó gateando sobre la alfombra del vestíbulo.

     -¿Y este chiquito quién es?

     -El hijo de Ibáñez. A la madre la mataron los perros el sábado.

     -¡La pucha…! –se lamentó, golpeándose la frente con la palma de una mano.- Ahora entiendo por qué está haciendo lo que hace. Yo me preguntaba cómo un profesional como él…

     -Así es, Gaspar. Se está desquitando, como puede.

     -Yo haría lo mismo, supongo, pero de un tiempo a esta parte cada vez me siento más cobarde. No sé si será el haberme asentado como un comerciante, y la verdad es que paso solo casi todo el tiempo, excepto por los clientes, por supuesto.

     Blas se paró para apoyarse en las rodillas de Santos. Gaspar lo levantó con manos inexpertas y comenzó a uparlo sobre las piernas.

     -Es un hermoso chico, y se parece mucho al padre. Menos mal que es un bebé todavía, casi no debe tener conciencia de lo que le ha pasado.

     -Eso creo yo, y es un chico muy tranquilo. Se aguanta todo a pesar de que este hotel es un caos estos días. A veces no comemos ni dormimos, o como ahora, que el padre todavía no se ha levantado.

     -Déjelo descansar, que esta noche van a salir de vuelta de cacería. Creo que me voy a unir a ellos esta vez, a ver si despabilo un poco mi coraje.

    Santos se reía de sí mismo, y Walter le ofreció tomar algo.

    -¿Un café con jerez?

     -¡La pucha! Gracias, arquitecto –dijo, buscando al encargado.

     -No se preocupe, Ansaldi está en su pieza, creo, no lo he visto desde que me levanté.

     Pero en ese momento apareció el sobrino desde la cocina. Llevaba la mano vendada pero tenía buen aspecto.

      -¡Manuel! –lo saludó Santos, revolviéndole el pelo. –Me dijeron que te habían mordido…

     -Ya estoy mejor, ya casi no me duele.

      -¿Y tu tío? –preguntó Márquez.

     -En la pieza, mirando su álbum de fotos, como siempre. ¿Quieren que les sirva algo?

     -Bueno, si tenés ganas. Traé dos cafés cargados y una copita de jerez.

     Manuel se fue y Walter se quedó pensando en el chico. Se veía un poco más alto, con mejor aspecto que antes de ser herido. Cuando regresó con la bandeja y los cafés, le preguntó en broma:

    -¿Qué te hicieron en el hospital? Te ves mejor que antes.

    -Nada, me curaron la mano. Pero el tío dice que fue por la mordedura de los perros. La saliva renueva las células de la sangre.

     Los otros se miraron con una común expresión de burla.

     -¿Y vos notás alguna diferencia?

     -Bueno, creo que me salen mejor las cuentas y las matemáticas. Yo antes dibujaba cosas, inventos, no sé, pero ahora se me hacen más fáciles.

     Le daba vergüenza seguir hablando, y se fue a la cocina.

     -Ese Ansaldi es un tipo muy raro. Siempre lo fue.

     -¿Y desde cuando lo conoce?

     -Creo que desde siempre, ni me acuerdo cuándo abrió este hotel. Es curioso, pero no me acuerdo…

     -No importa, es simple curiosidad…

     En ese momento entró Ruiz. Venía cabizbajo, distraído, y no se dio cuenta de ellos sino hasta que pasó junto al sofá.

    -Doctor Ruiz…

    -Buenas tardes, Gaspar. –Miró a Walter y preguntó:

    -¿Mejor?

    Márquez asintió y quiso saber.

     -¿Venís del hospital? ¿Hicieron la autopsia a Alma?

     Ruiz lo miró sin contestar, hizo un gesto de desdén con la mano y comenzó a subir la escalera. Oyeron la puerta de su cuarto al cerrarse con brusquedad.

     -Debe haber pasado algo…

     -Sí, bueno, lo dejo Walter, tengo que atender mi negocio y ustedes tienen problemas que resolver. Hasta luego.-Se fue, despidiéndose de Blas con un beso con olor a jerez y saliva en la barba, que al chico pareció gustarle.

    

     A las seis de la tarde, Walter y Blas estaban en el sofá, dormidos e iluminados por los últimos rayos del sol que descendía detrás de las casas de enfrente. Dergan e Ibáñez bajaron juntos, recién bañados y despejados. Llevaban ropa limpia.

    -Mirálos a estos dos… –dijo Mauricio.

     Ibáñez levantó a Blas y lo despertó para darle la merienda. Estaba de mejor humor, la cacería de la noche anterior había representado algo nuevo para él, quizá porque era algo que había hecho con sus propias manos para compensar la muerte de Alma. Y la próxima noche que se avecinaba lo haría sentir aún mejor, más fuerte y de ánimo exultante. Walter se despertó y saludó a ambos.

     -Me alegro verlos de buen aspecto.

     -¿Te dijo algo Ruiz sobre lo perros?

     -¿Qué perros?

     -Los que matamos anoche, él los llevó al hospital para que les hicieran la autopsia. Así evitan la de Alma. Tendría que haber  ido yo mismo, pero estaba molido de cansancio.

    -Llegó hace casi tres horas, no me dijo nada sobre eso. Se encerró en la habitación.

     Los tres se miraron, pero Mateo fue el único que corrió escaleras arriba y comenzó a golpear la puerta de Ruiz. Los otros lo siguieron.

    -¡Bernardo! ¡Abrí!

    Durante más de un minuto nadie le respondió. Dergan trataba de calmar a Mateo, pero éste  no quería.

     -¡Abrí, hijo de puta! No tendría que haberte hecho responsable a vos, justo a vos, traidor de mierda!

      La puerta era de roble macizo, y apenas se oía el golpe insistente de Ibáñez. Blas se había puesto a llorar, y Walter se lo sacó al padre y lo llevó abajo para calmarlo.

     -¡Pará un poco, querés! No te adelantés sin saber…-decía Dergan.

     -Pero no te das cuenta, se esconde porque sabe que nos traicionó. Quién sabe qué hizo con los perros…-Pensó un instante y se golpeó la frente contra la puerta- ...Seguro se los llevó a Valverde. ¡Abrí, Bernardo, abrí que te rompo la cara!

     Mauricio empezó a tirar de Mateo para apartarlo de la puerta.

    -Entonces vamos a ver a Ansaldi, que fue el que le metió esas ideas…

    -Primero voy a cagar a trompradas  este que se decía amigo nuestro, después me encargo del viejo…-y volvió a golpear.

     Pero entonces oyeron la llave de la puerta, luego el picaporte se movió. Como fue tan repentino, Mateo no intentó empujar. Dejó que Bernardo abriera, y lo vieron allí parado, completamente desnudo, los rizos cortos mojados no de una ducha sino de transpiración, los ojos llorosos. Pero sobre todo lo que los sorprendió fue ver la figura esquelética de Ruiz, las costillas salientes, el abdomen plano y estrecho, los huesos de la pelvis sobresaliendo como los extremos de un arco. Sin embargo, el abdomen se movía, como si Ruiz tuviese la habilidad de mover voluntariamente sus intestinos, en la forma de pequeños movimientos o brotes que levantaban la piel y luego cedían. Bernardo se llevaba las manos al vientre, frunciendo la cara como si el dolor fuese ya insoportable.   

     Dejó la puerta abierta y se acostó en la cama. Los otros le preguntaron qué le pasaba. No les contestó, qué podía decirles sin hacer que pensaran que se estaba burlando de ellos o se había vuelto loco.

     -¿Qué te pasa? ¿Qué son esos espasmos?

     -Nada que puedas evitar, Mateo. Ya se me van a pasar. Hay épocas que me sucede más seguido.

      Dergan e Ibáñez se miraban sin comprender.

     -¿Pero estás seguro?

     Ruiz movió la cabeza contestando que sí.

     -Dejanos solos, Mateo –le pidió Mauricio.

     Ibáñez empezaba a irse cuando escuchó que Ruiz le decía:

    -No fui al hospital.

     Ibáñez se dio vuelta con ira, pero al ver aquel cuerpo débil y desnudo en la cama no pudo decir nada y salió. Mauricio se sentó en una silla junto a la cama. Sospechaba que su amigo le estaba ocultando alguna enfermedad grave, quizá terminal. Le rogó que le contase. Ruiz se decidió a decirle todo lo que le había sucedido en Le coer antique. 

     Dergan no esperaba ninguna explicación semejante,  pero de alguna forma sabía que Bernardo no le estaba mintiendo. Más que las palabras, el cuerpo de Bernardo Ruiz se estaba confesando con el evidente y peculiar parecido, con esa extraña manera en que el cuerpo de un hombre simula, aunque lejanamente todavía, la figura de un insecto.

 

 

24

 

A las diez de la noche, Ibáñez estaba listo para salir. Mauricio todavía cargaba su arma en silencio. No quería explicarle a Ibáñez lo que realmente le pasaba a Ruiz, aunque fuese la única manera de justificar lo que había hecho. Se limitó a oír los reproches y la furia de Mateo.

    -Llamé al hospital, le hicieron la autopsia a mi mujer. ¿Te das cuenta? La abrieron toda –dijo, aferrando el rifle y la mirada perdida en la puerta de calle. -¡Apuráte, querés!

     Se quedó en silencio un rato, esperando que Dergan terminara de vestirse y comiera algo antes de salir. Luego murmuró:

    -Primero los perros, después Valverde y el viejo, por último nuestro querido amigo Ruiz.

    Se dio cuenta que Mauricio lo estaba mirando.

    -No me pongás esa cara. Si se está muriendo mejor para todos, le haré un favor rematándolo como a un perro.

     Mauricio tenía miedo de salir de cacería con Ibáñez. Ahora era un hombre más peligroso para su propia causa que a favor de ella. En ese momento entró Santos.

     -Buenas noches. Yo los acompaño hoy.

     Llevaba vaqueros y una campera de cuero negra, el pelo engominado y un palo de madera maciza.

    -Con esto maté un par de perros hace unas semanas. No me dejan portar armas de fuego, pero esto puede ayudar, si me permiten.

     Dergan le dijo que sí, que estaba bien. Se sentía mejor con otra persona en caso de que tuviese que controlar a Ibáñez.

     -Afuera están lo muchachos Benítez. Quieren acompañarnos, pero les dije que tenían que pedirles permiso a ustedes.

     Dergan estuvo de acuerdo, Santos miraba a Ibáñez, que nada le contestaba y miraba con obstinación hacia la puerta. Entonces se sorprendió de escucharlo decir.

     -¿Estás listo Dergan, puto de mierda? O querés pintarte y ponerte polleras para salir. Vamos a matar, no a dejarnos culear por los malditos perros.

     Walter sostenía a Blas, que terminaba de cenar. Ansaldi se había asomado desde su pieza. Ruiz bajaba por la escalera, con un pantalón vaquero y el torso desnudo. Fue como si Mateo lo hubiese escuchado pisar la alfombra gastada pero todavía mullida de los escalones, como si sus oídos hubiesen adquirido la agudeza de un cazador experimentado. Se dio vuelta para mirarlo a los ojos, y su silencio fue más hiriente que cualquier insulto que hubiese podido inventar.

 

     Salieron a la calle. En la esquina se encontraron con los Benítez. Se saludaron con un apretón de manos, como si no hubiese diferencia de edades o profesiones. Sólo eran cinco hombres que salían de caza, y en lugar de un bosque o una selva, era una ciudad. Pero la oscuridad en esas calles suburbanas casi es la misma que en un bosque cerrado iluminado sólo por la luz de la luna. Aquí, las luces de los porches eran como luciérnagas, y las luces de mercurio pequeñas lunas con envoltorios de vidrio.

     Ibáñez había tomado por propia iniciativa el mando esa noche. Mauricio no se animaba a contradecirlo, temía que la furia destinada a los perros se dirigiera a cualquiera que se interpusiese en su camino.

     Esta vez, fueron en dirección contraria a la de la noche anterior. Caminaron cuatro cuadras sin hallar rastros de perros. Cuando iban a seguir un poco más, se detuvo un auto a mitad de cuadra. Era un Fiat 600, blanco, y Santos reconoció enseguida a Rodrigo Casas.

     -Gaspar –dijo el panadero.- Como me dijiste que hoy salían, vine a avisarles. Esta tarde, cuando fui a cobrarle el alquiler a las Cortéz, escuché ruidos en el almacén de Costa.

    -Ya lo revisamos ayer –dijo Mauricio.

    -Pero a lo mejor ayer no estaban, cambian de lugar muy seguido…

    -Gracias, vamos para allá.

    -¿Puedo hacer algo?

    -¿Tiene arma? –preguntó Mateo.

    -Solamente el palo de amasar –se rió, y los demás lo festejaron.

     Pero Mateo permaneció serio y se alejó.

    -Entonces mejor no –dijo Santos.-No queremos que haya más heridos, pero gracias por la información.

     Casas arrancó y ello siguieron a Ibáñez. Cuando llegaron al almacén, acercaron el oído a las puertas y ventanas clausuradas. Uno de los chicos dijo escuchar llantos de cachorros. Aunque los demás no oyeron nada, decidieron entrar. Buscaron en la vereda algo de metal para arrancar las maderas de la puerta. Luego, levantaron la cortina vieja y oxidada. Santos iluminó el interior con la linterna, mientras Ibáñez y Dergan apuntaban. Los Benítez esperaron unos metros atrás, con las ondas preparadas.

      Salieron algunas ratas, pero sobre todo un olor a mugre y alimentos podridos. No pudieron levantar la cortina mucho más de cincuenta centímetros, así que Dergan, empujando a Ibáñez, se agachó y entró al almacén. Mateo lo siguió y Santos fue tras él. Los chicos, por más que querían, no se animaban a entrar. Por suerte, Santos les dio un motivo para permanecer afuera:

     -Vigilen, por si aparecen los canas.

      Se quedaron en la puerta, sospechando de cada luz y de cada auto cuyo motor escuchaban aún de lejos.

      Adentro, los tres hombres avanzaron despacio, pisando con precaución por los vidrios o metales que pudiera haber. La linterna apenas alumbraba un sector no mayor a un metro, y no era suficiente distancia por si aparecían los perros. Sólo Santos recordaba el interior del almacén, y aún así en la oscuridad y el abandono no logró ubicarse bien.

     -Allá al fondo estaba el mostrador, y a la derecha un pasillo que llevaba a las habitaciones.

     -Los perros deben haberse escondido ahí para dar a luz. Vos quedate en la entrada del pasillo –le dijo Ibáñez a Dergan.- Si escapan, les disparás. Nosotros buscamos adentro.

     Mauricio los vio desaparecer. El haz de la linterna desapareció tras una pared, y ya no vio más que oscuridad. Escuchó el paso de sus amigos, arrastrando las suelas por el piso cubierto con múltiples capas de polvo y tierra. De afuera le llegaba el rumor de la calle, que por más leve que fuese, representaba un alivio. Sobre todo el aire fresco combatiendo la humedad del almacén que empeoraba el malestar de su tobillo.

     Oyó, de pronto, los gritos de los chicos. No alcanzó a entender qué le decían. Era algo malo sin duda, porque había un tono de angustia en sus voces, que se fueron alejando con el jadeo de quienes escapan corriendo. Entonces escuchó los motores que se detenían en la puerta del almacén. Sabía que era la policía. Quién podría haberles avisado, se preguntó. Casas, ni pensarlo, tal vez Ansaldi, o el propio Ruiz, aunque le hacía mal a su alma tan solo pensarlo capaz de eso. Pero lo más probable fuese que aquel tipo con la moto de la noche anterior haya sido el verdadero responsable.

      Corrió en lo oscuro, tropezándose con obstáculos que él no veía, sillas, mesas, botellas. Sabía que todo aquel ruido no haría más que indicarles a los milicos por dónde se escapaba. Pero no tenía más alternativa que avisarles a sus amigos que huyeran, pero por dónde se preguntó. La única salida estaba bloqueada. Llamó en voz baja. Abrió un par de puertas antes de encontrarse con Ibáñez y Santos, que estaban parados mirando algo en el fondo de uno de los cuartos. La luz estaba débil, ni siquiera habían tenido la precaución de revisar las pilas antes de salir.

    -¡Los milicos! ¡Vamos! –les dijo.

     Pero ellos no le hicieron caso. Entonces dirigió la mirada hacia el mismo lugar que ellos, y vio los cuerpos de cuatro hombres desnudos, con la piel llena de piquetes y quemaduras, las caras casi irreconocibles cubiertas de sangre y heridas, las cabezas rapadas, y las manos atadas a la espalda. Escuchó el ruido que los chicos habían oído desde afuera, un llanto parecido al gemido de animal abandonado y moribundo. Venía de alguno de esos hombres, pero era imposible saberlo porque las bocas tenían los labios hinchados y todos parecían iguales.

      -¡Vamos! ¡¿Por dónde salimos, Gaspar?!

      Santos lo miró y pareció darse cuenta recién de los que Mauricio le pedía. Desde el almacén, se escuchaba el ruido metálico de la cortina al ser abollada, y luego los pasos de las botas sobre el piso.

    -Dejáme pensar…Costa tenía una salida por el fondo, hacia la casona.

    Los tres salieron al pasillo y vieron las linternas que se acercaban. La puerta del fondo no estaba clausurada, pero el óxido había estropeado la cerradura y las bisagras. Ibáñez disparó a la cerradura dos veces, y la puerta se abrió. Se encontraron en el jardín de las Cortéz. El pasto estaba húmedo, y los perros ciegos los recibieron.

      Los animales se estaban peleando con los otros perros que vivían allí, así que no les hicieron caso al principio. Dispararon al aire para apartarlos, pero fue otra mala decisión de esa noche. Los perros ciegos ahora estaban advertidos de ellos, así que dejaron a los otros, que escaparon para esconderse en el depósito del fondo. Y buscaron a los hombres.

     Dergan e Ibáñez les apuntaron, Santos se metió entre ambos con el palo preparado. Avanzaron hacia la casa con lentitud. Desde el almacén, aparecieron los policías. Alguien abrió la puerta de la casa y se escuchó la voz y la música de un tocadiscos reproduciendo la última danza de Moussorgsky, la que habla de la muerte como un mariscal de campo recorriendo el campo de batalla.

    -¡Por aquí!- dijo una voz de mujer.

     Miraron hacia el porche y vieron a María Cortez haciéndole señas para que se metieran.

    -Tenemos una sola oportunidad –dijo Mauricio. –Corramos lo más rápido que podamos.

     Desde la calle, llegaban más perros blancos.

    -Dios mío –murmuró Santos, y su palidez se hizo tan evidente que ambos tuvieron que sostenerlo de los brazos y correr con él hasta la casa. Pero entonces escucharon un disparo, e Ibáñez sintió que el peso que cargaba se hacía ahora el doble. Estaban sobre los escalones del porche, él y Santos, pero Dergan había quedado tirado en el jardín. Miró hacia el almacén, pero los policías ya habían vuelto a entrar. Fue adonde estaba Mauricio. Le dio vuelta y miró su cara de ojos abiertos y sin expresión. A su alrededor, los perros, más de diez, lo amenazaban con los colmillos afuera y babeando una saliva amarillenta. María Cortez ayudó a Santos a levantarse y ambos entraron a la casa. La puerta se cerró. Y por un momento, Ibáñez creyó que ya ningún techo lo aceptaría, que ninguna puerta lo protegería del peligro y del terror que había visto ya dos veces en dos días.

      Miró a los perros que lo rodeaban, esos perros que sabían observarlo con más agudeza con su olfato y sus oídos de lo que él, capaz de toda la potencialidad de sus ojos, habría alcanzado a ver en toda su vida. Porque los perros eran algo más, formados allí en círculo, casi uniformados con esa esbeltez de su pelo blanco en sus cuerpos robustos. Y más allá de la verja, llegaban más, uno tras otro, mientras se escuchaban sirenas en la noche. Coches que probablemente llegarían muy pronto para llevarse todos los cuerpos, los del almacén y los de ambos. El de su amigo el veterinario y el suyo propio, que pronto estaría entre los colmillos de los perros, siendo tironeado y desgarrado como una presa en una pradera africana.

      Entonces escuchó la voz de Ruiz. Levantó la vista y vio la figura débil y esmirriada de Bernardo portando una especie de antorcha para espantar a los perros a su paso, pero no pudo ir más allá de la verja.

    -¡El rifle! –oyó que le gritaba.

    Pero él no pudo entenderlo por encima de los ladridos. Ruiz volvió a gritarle mientras amenazaba con la llama a los perros que intentaban acercársele. Mateo vio el arma de Mauricio, la agarró y la arrojó hacia el jardín. Algunos perros corrieron hacia allí, los animales olisquearon el arma y regresaron a donde ellos estaban.

    Bernardo saltó la cerca y casi dejó caer la antorcha, pero la sostuvo a tiempo y espantó a los perros que no dejaban de amenazarle. Luego la soltó y de inmediato agarró el arma. Comenzó a disparar casi con más pericia que Dergan. Apuntaba y disparaba sin fallar un solo tiro, y cuando los primeros perros comenzaron a caer, los otros se asustaron y huyeron. Sólo algunos se quedaron dando vueltas por el jardín sin saber por dónde escapar. Saltaban sobre los otros perros muertos, se chocaban contra las paredes de la casa o el almacén, contra la cerca. Ruiz volvió a disparar, parecía dispuesto a no dejar ninguno vivo. Pronto el jardín quedó cubierto de cadáveres, y Mateo, contemplándolos, sintió que ahora sí podía escuchar la canción que llegaba desde la casa claramente. La música rodeaba a Bernardo mientras hacía los últimos disparos y caminaba entre los cuerpos para comprobar si alguno continuaba vivo, como un mariscal de campo, vencedor.

     Mucho más atrás, en la calle, estaba Ansaldi. La cara le brillaba por el sudor, y jadeaba como si hubiese llegado corriendo. Se veía más viejo, y Mateo pensó que era como ver a un hombre acabado ya hace mucho tiempo, mientras miraba aquella matanza, aquel sembradío de perros que de algún modo incierto y absurdo, constituían su descendencia.

     Bernardo llegó adonde estaban sus amigos. Se arrodilló junto al cuerpo de Mauricio, y le cerró los ojos. Miró a Mateo con pesadumbre, e Ibáñez vio que estaba llorando, con la frente arrugada y la boca caída como si su cara fuese la de un muñeco antiguo que se hubiese deformado por el calor del fuego y las armas. Mateo creía que lloraba por Mauricio, pero también lo hacía, aunque Mateo aún no lo supiera, por lo que acababa de sacrificar. Lloraba por ambas cosas, seguramente, y también por lo que había descubierto esa noche, la temida inconsecuencia de cada muerte y la insobornable decrepitud del mundo.

                                                                                                                                        

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