lunes, 1 de julio de 2024

En la perpendicular


 

 

1

 

Ibáñez se sacó los anteojos de marco plateado y fino, redondos y algo pequeños para su cara ancha y sonrosada, de barba encanecida que una vez fue pelirroja. Se frotó primero la base de la nariz, recta, mediana, luego las orejas, donde las patillas de los lentes ajustaban demasiado, pero eran los únicos anteojos que podía usar todo el día sin que se le cayeran al inclinar la cabeza sobre el escritorio o la mesa de la morgue.

     Encendió un cigarrillo. La llama del fósforo iluminó los bigotes levemente teñidos de amarillo por el tabaco, y ensombreció su rostro con las formas confusas de los dedos. Sus amigos lo vieron parpadear, pero fue inevitable que el brillo de los ojos se delatara con la luz de la llama. Ni siquiera el punto rojo del cigarrillo bailoteando frente a su cara logró distraerlos de aquella amargura que Ibáñez estaba expresando sin querer.

     -Por ser tu cumpleaños, te vamos a dejar fumar tus Benson -dijo Walter, haciendo un guiño a los demás.

     Ellos lo cargaban por fumar esa marca desde que era joven. Cigarrillos para mujeres, le decían. Pero él no se enojaba y reía con ellos. Esta vez, sin embargo, fue una excusa para romper el silencio que se había formado luego de la cena donde los cuatro, hombres casi viejos y costumbres moderadas, no habían hecho más que comer y beber muy poco.

     La araña del comedor de Ibáñez no tenía más que dos bombillas funcionando, y desde la calle entraba el parpadeo de las luces de neón de los negocios de enfrente. La ventana daba a la Avenida La Plata sobre un segundo piso, y la lluvia de ese viernes de invierno hacía garabatos casi obscenos en el vidrio.

     Mateo se acercó a la ventana, que no había dejado de mirar desde que comenzaron a tomar el  café. Suspiró profundo y su aliento formó un halo opaco en el vidrio. Dibujó algo con el dedo índice de la mano izquierda, con la que sostenía el cigarrillo. Su amigo Alberto le tocó la espalda y murmuró algo que Ibáñez interpretó como un ofrecimiento de coñac, o un aperitivo, tal vez.

     -No tengo ganas de tomar nada, gracias.

     -Sinceramente, viejo, este es el cumpleaños más triste que he visto -dijo Ruiz. -Debimos contratar algunas chicas.

     Los otros sonrieron pero no dijeron nada. Sabían que eso era solamente una broma. Quizá recordaran todavía las fiestas en la facultad, las noches largas bajo los tubos fluorescentes en las aulas y las salas de la morgue convertidas en cenáculos de placeres privados y compartidos con amigos íntimos, nunca menos que íntimos. Porque sólo ellos podían comprender que alguien brindara por la vida mientras los cadáveres esperaban en las piletas de formol, escuchando con oídos sordos el sonido perfecto de una voz de mujer llamando, exigiendo el sentido de la vida en esos hombres que llevaban libros en lugar de cabezas sobre sus hombros. Hasta que ya no fue necesario anunciar el cese definitivo de aquellas fiestas, y los números de las agencias de acompañantes se perdieron para siempre.

     Ahora Ibáñez cumplía cincuenta y siete años, y los demás no estaban demasiado lejos de esa edad. Walter Márquez, el arquitecto, el doctor Bernardo Ruiz y Alberto Cisneros, el anestesista. Sólo tres amigos quedaban, y eran suficientes para escuchar y ver la tristeza en su semblante. Esa marca que resurgía de tanto en tanto en la cara redonda y siempre impecable de Ibáñez. Y no era porque nunca hubiese sufrido, sino porque esta vez, la bella mensajera de ojos transparentes, esa a quien llaman melancolía, y que poco se diferencia de su hermana, la angustia, estaba mirándolo desde el fondo de esa ventana, e incluso imaginó verla caminar por la vereda frente al edificio, bajo la lluvia y sin importarle el tráfico escaso de la una de la mañana.

     -¿Querés que te acompañe a visitar a Blas?

     Mateo miró a Ruiz por un momento. Se frotó los párpados y volvió a colocarse los anteojos. Dio la espalda a la ventana, tosió, no a causa del tabaco sino como un gesto de desaire. Se sentó en el sofá de pana que había sido de sus padres. Allí él reinaba como un viejo y sabio médico, una imagen que le agradaba proyectar, aunque sabía que estaba lejos de la realidad. El humo casi llenaba la habitación y apagó el cigarrillo en el cenicero del apoyabrazos. Bajó la tapa cubierta de la misma tela del sofá, ocultando varias cerillas y cigarrillos a medio terminar. Tenía por costumbre dejarlos por la mitad, como si se cansara de un sabor que en un tiempo había encontrado placentero.

     -Tenés que ir alguna vez, aunque él no te reconozca.

     -Ya lo sé, pero no quiero verlo así. No estoy preparado.

     Walter se levantó de la silla junto a la mesa que estaba llena de platos y cubiertos, servilletas arrugadas y vasos que brillaban con destellos opacos bajo la araña.

     -Sos un boludo, si me permitís que lo diga. Es tu hijo, después de todo, y cosas más difíciles hiciste por él.

    Mateo levantó la vista y dijo:

     -Si no tenés hijos, no entendés.

    Walter se alejó y volvió a sentarse. Esta vez fue él quien encendió un Jokey Club que no ofreció a nadie más. Alberto eructó, dejó el vaso de coñac en la mesa y se rascó la barba espesa y negra a pesar de los años.

     -Sos un hijo de puta-fue lo único que dijo, sin mirar a nadie en particular, solamente al cielo raso y a esa araña que luchaba con la noche para que ellos no se extraviaran en las sombras de sus propios cuerpos. Porque él, Mateo Ibáñez, sabía que los cuerpos son menos que el agua que fluye de una canilla. El agua recorre cañerías y vuelve al río y luego al mar, pero los cuerpos se hacen sombra, y en ella el viento se encarga de arrastrar los restos, como esos vientos de invierno que se escuchan durante la noche, en la seguridad de nuestra cama, protegidos por mantas junto a una estufa. Pero en la mañana, algo en el paisaje del mundo ha cambiado, algo ya no está que ayer estaba, y se siente un vacío tan cortante como el contacto de los dedos congelados con un metal en una mañana escarchada.

     Lo que creía seguro, había desaparecido irreversiblemente. Su hijo Blas estaba extraviado en los umbrales de la locura, en un hospital de alienados. Y él sabía que de esos lugares nunca se vuelve; aunque el cuerpo regrese, la mente es otra, y es tan fácil confundir la mente con el alma, como hacían lo antiguos médicos, que la diferencia entre ser y estar se convierte más que en un abismo, en una distancia sólo comparable a la vida eterna. Paralelas que jamás se juntarán, por más que se miren una a la otra con extrañeza y desesperación, como se observa una parte del cuerpo cortada para siempre. Mateo Ibañez sabía todo eso, así como tenía la certeza de que los cuerpos sólo persisten un tiempo en el formol, convertidos ya no en cadáveres, sino en preparados anatómicos para vivir breves vidas eternas, modelos en miniatura de lo que Dios siempre ha prometido a costos demasiado altos.

     Los cuatro estaban en mangas de camisa. Sólo el arquitecto conservaba puesta la corbata sobre la camisa azul oscura, la barba bien cortada porque se había afeitado antes de ir al departamento de Ibáñez. Ruiz estaba arremangado hasta los codos, la camisa abierta hasta la mitad del pecho; era delgado y de pelo castaño, ojos marrones en una cara redonda y pequeña como su estatura. Alberto tenía dos grandes manchas de sudor bajo las axilas de camisa blanca, salida de los pantalones sucios de ceniza y manchas de vino. Ibáñez se había sacado la corbata recién ahora, abriendo los tres primeros botones de la camisa de seda que Blas le había regalado el último cumpleaños. Pero no pensó en esto sino hasta este instante, entonces se dejó caer en el sofá y metió la cabeza entre las manos, mientras una mosca sobrevolaba los restos de comida sobre la mesa.

      -Desde hace muchos años que no piso esos hospitales. Me recuerdan a una mujer que conocí cuando era muy joven. Fue uno de los primeros casos que tuve, y me cuesta, no soporto en realidad, relacionar a Blas con el recuerdo que tengo de ella. La creía enterrada para siempre, y cada vez que paso frente a esos sitios me parece ver la entrada de un cementerio.

     -¿Qué caso fue ese?-preguntó Walter.

     -Tenía veinticinco años, ni siquiera los había conocido a ustedes todavía. Me llamaron un día de la morgue para hacer la autopsia de un chico de quince años. Yo era un aprendiz, no había hecho más que dos autopsias en los últimos seis meses. Me dijeron que era de rutina, porque la forma de muerte era evidente: le habían dado dos puñaladas en el pecho.

     Ibáñez se apoyó en el respaldo y aspiró profundo. Sus lágrimas, si eso llegaron a ser, habían desaparecido. Volvió a encender un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa. Se veía ya no triste, sino enojado. Sus ojos celestes brillaban como dos lagos en el tapiz sonrosado de su cara.

     Dijo que pensó, en aquel tiempo, mientras viajaba en el colectivo hacia la morgue, que debía tratarse de una pelea callejera. Pero cuando vio el informe, se quedó sorprendido. Era un chico normal de clase media, y había sido su madre quien lo había matado con un cuchillo de cocina, después de apuñalar también al padre.

     -Un cuchillo de los grandes, para cortar el asado. Fui hasta la mesa de disección y lo vi allí desnudo, flaco como todo adolescente de su contextura, con dos orificios largos y transversales en el pecho, uno debajo del otro, a no más de cinco centímetros de distancia. Los bordes estaban desparejos, con astillas del esternón sobresaliendo de la piel. El cuchillo había entrado entre las costillas, por eso la posición transversal. Dios mío, pensé en ese momento, porque entonces no tenía experiencia y no imaginaba lo que llegaría a ver más adelante, esa impronta característica de los humanos, esa marca invisible que nos hace capaces de todo, absolutamente.

     -Demasiado pesimista para mi gusto, Mateo, ya lo discutimos muchas veces -dijo Walter. -Yo creo en un único absoluto, Dios, todo lo demás es relativo.

     -Yo hago correspondencias con lo que observo, nada más.

     -Tu ciencia se jacta de no ver con turbiedades, pero tiene un ojo bloqueado por el escepticismo.

     -Lo mismo que vos sos escéptico para aceptar lo que te incomoda. Si hay alguien en este mundo que mata a su hijo o a sus padres, vos y yo también somos capaces. No me desligo de esa posibilidad, y trato de no olvidarla cuando pateo una mesa por bronca en lugar de agarrar un arma.

     -Pero seguí contando-dijo Ruiz- creo que alguna vez leí del caso.

     -Hice la autopsia, y fue como les conté. El arma entró entre los espacios intercostales directo al corazón. Fueron dos golpes limpios, y ya con el primero el chico había muerto. El resto fue papelerío de rutina. Estampé mi firma y sello en el informe y nos fuimos a almorzar con dos colegas mayores que yo.

      Pero esa tarde, dijo Ibáñez levantándose y caminando alrededor de la mesa, volvió a la morgue porque había una enfermera que le gustaba y había decidido invitarla a salir. Habló con ella un rato, la invitó a tomar un té a las cinco y media en Harrod’s, pero ella tenía que ir a trabajar a un neurosiquiátrico.

     -Decidí acompañarla. Había terminado mi trabajo del día y planeaba pasar la noche con ella.

     -Estabas más caliente que de costumbre -dijo Ruiz con una sonrisa tan suave que excluía toda obscenidad.

     Los demás rieron, pero callaron al ver que Mateo tenía una expresión de angustia mezclada con ira.

     -Yo era virgen en ese entonces-dijo Ibáñez, sin mirar a los ojos a sus amigos.-Era un joven remilgado tal vez, demasiado tímido también, pero ahora que lo pienso, desde esa época ya sabía que el sexo es tan fugaz como los momentos que tardamos en realizarlo. Y la desilusión es mayor al placer cuando en los ojos del otro no están los restos de piedad y de dolor que sospechamos en los nuestros.

     Cuando llegaron al hospital, había algunos periodistas de La Nación esperando en la puerta. Habían llevado allí a la madre del chico para hacerle los exámenes pedidos por la fiscalía. Pasamos entre ellos, y la enfermera,- cuyo nombre él ya no recordaba-, lo agarró del brazo y lo guió hasta el segundo piso. Lo presentó a sus compañeras y le dijo que la esperara en el comedor, que le avisaría cuando terminara su turno. Ibáñez miró la hora en su reloj de muñeca: eran las tres de la tarde. Caminó por el pasillo, espiando sin querer el interior de los cuartos. Las puertas estaban abiertas porque hacían la limpieza. Las enfermas lo miraban sentadas desde sus camas, con ojos vidriosos que resaltaban a la luz opaca y lánguida de la siesta. Las ventanas eran grandes, pero enrejadas y con cortinas gruesas y viejas, húmedas. De los techos colgaban cáscaras de pintura desprendida, con grandes manchas alrededor de las lámparas. Una o dos mujeres lo saludaron, y lo llamaron doctor, aunque no tenía el guardapolvo ni nada que lo identificara. Pero vio a su costado, en la pared izquierda, un cartel con los horarios de visita. Recién empezaba a las cinco, así que el único hombre de traje que pasaba por los pasillos tenía que ser un médico, pensarían ellas.

     -Esta idea quedó flotando por encima de mi cabeza, supongo. Como esas briznas de otoño que se enganchan en el pelo y uno no se da cuenta hasta que alguien nos avisa. Pero al llegar al final del pasillo, vi a dos mujeres policía junto a una puerta. En ese momento salieron dos médicos y un hombre con traje, tal vez un abogado. Fue suficiente escucharlos hablar un poco para saber que allí estaba la mujer que había matado a su hijo. Me paré cerca de la escalera, simulando buscar algo en los bolsillos, y miré de reojo hacia la habitación abierta. Allí estaba ella, sentada en la cama, con las persianas a medio cerrar y las manos sobre la falda. Tenía las piernas cruzadas, y me pareció que jugaba con sus dedos, o quizá tamborileaba con ellos sobre la pollera. No parecía ansiosa ni triste, tampoco lloraba ni hacía escenas. Poco más logré ver antes de que se cerrara la puerta. Entonces, cuando los otros dejaron el piso al tomar el ascensor, me di vuelta hacia una de las guardianas y dije: “Perdón por llegar  tarde, soy el doctor Ibáñez, forense”.

     Ellas lo miraron sin expresión casi, y enseguida abrieron la puerta. Ibáñez vio a la mujer observándolo mientras entraba, quizá algo sorprendida por un segundo. Separó los labios para decir algo, aunque desistió.

     Él se presentó sin extender la mano ni acercarse a menos de cinco metros de ella. Ahora que estaba allí dentro, se preguntó por primera vez por qué había actuado tan impulsivamente. Si era descubierto pasaría vergüenza, se enterarían en su trabajo e incluso quizá mereciera dos renglones en una columna del diario matutino. Pero no se detuvo a meditar sobre esto, no tenía tiempo. Más adelante se diría que el miedo y la curiosidad lo llevaron a ese cuarto, actuando juntos y coordinadamente, porque no es cierto que uno previene al otro, sino que la curiosidad es la bisagra del miedo, el resquicio entre la puerta y el marco para ver la verdad. Más adelante también sabría que otra cosa lo había arrastrado hasta ese lugar, como manos gruesas nacidas del pasillo y que se parecían lejanamente a las de la mujer. Sin embargo, cuando presentimos el arrepentimiento, incipiente e inevitable, cuando quisiéramos largarnos a llorar como niños en espera de que alguien venga a rescatarnos y decirnos que todo ha pasado, ya es demasiado tarde.

     -La miré a los ojos, y pensé que ya no podía echarme atrás como cuando era un chico y salía corriendo cuando algo me avergonzaba demasiado como para enfrentarlo. Ella se levantó y caminó hasta la ventana. Era una habitación pequeña, con una cama y dos sillas. El blanco de las sábanas era lo único que contrastaba con su ropa negra. Llevaba una blusa de hilo y una pollera de seda. Cuando levantó los brazos para separar las cortinas, su figura se marcó frente a la ventana. La blusa se pegó a sus senos y pezones, la pollera dejó ver las rodillas y marcó la forma de las nalgas. Debía tener más de cuarenta años, pensé en ese momento, después habría de decirme que recién los había cumplido ese año. Era madura, y hermosa todavía. Tenía las caderas algo anchas, pero sólo lo suficiente para dejar demostrado que el tiempo no sólo le había dado experiencia, sino belleza. Su cabello, negro y levemente ondulado en las puntas que rozaba sus hombros. Lo llevaba suelto, y se sacudió al darse vuelta otra vez.

     Siéntese, doctor, le había dicho ella. Él acercó una de las sillas y ella trajo la otra y la puso enfrente. Se sentó suave, casi sensualmente, cruzando las piernas. Ibáñez miró el muslo que se asomaba, y ella lo sorprendió en ese instante. Él desvió los ojos hacia la ventana y tosió. Parecía un joven inexperto que se presentaba por primera vez con una prostituta. Pero ella ignoró esto con sutileza, y preguntó el motivo de la visita. Su tono no era afectado y no aparentaba estar fingiendo. Tampoco tenía esa mirada ausente de los esquizofrénicos o los psicópatas, que a pesar de su rigurosa lógica, en algún momento suelen traicionarse a sí mismos.

     “Soy Mateo Ibáñez, señora, y acabo de hacer la autopsia de su hijo.”

     Ella movió los ojos en un arco que abarcaba el techo y las paredes, frunció los labios y suspiró, como quien se dispone a repetir por enésima vez el mismo argumento.

     “Ya les dije a todos que no era mi hijo.”

      -No había el más mínimo rasgo de tristeza, no hubo quebrantamiento en su voz ni en sus ojos, hasta creo que brillaron, quizá excitados por la situación en la que estaba involucrada. Nunca me negó el asesinato, únicamente las identidades, las que todos, inclusive yo hasta ese momento, creíamos conocer sin equivocarnos.

 

 

2

 

La primera vez que ellas se encontraron fue una ocasión confusa para ambas. Ana viajaba en taxi hacia su casa después del trabajo. Eran las nueve de la noche y se sentía cansada. La primavera estaba terminando, y el atardecer se había postergado hasta pasadas las ocho. A medida que el auto iba dejando atrás la zona céntrica de edificios altos, pudo reconocer en el cielo los colores del crepúsculo que siempre le gustaron tanto. El viento suave entrando por la ventanilla le dio escalofríos.

     Miguel ya debe haber vuelto de la casa del padre, pensó. Entonces, en el intervalo entre dos parpadeos, vio aquella figura en el asiento contiguo. Cuando volvió a mirar, había desaparecido. Se sintió mareada por algunos segundos, pero estaba segura que el cansancio de sus ojos había provocado esa imagen transitoria. Olvidó el asunto mientras veía pasar las casas, cada vez más ensombrecidas. Cuando llegó, las luces de mercurio eran las nuevas dueñas de las calles. Cenó sola, mirando el reloj de vez en cuando, extrañando la cara de Miguel, que aunque ya casi no le hablaba, era una compañía. Luego se cambió y comenzó a quitarse el maquillaje, y frente al espejo recordó de pronto algo muy preciso de esa figura que creía haber visto fugazmente en el taxi: se trataba de una mujer de una edad cercana a la suya.

     Con el segundo encuentro comenzó su temor. Esta vez vio todo tan claramente que no pudo dudar de ello, aunque fuese absurdo concederle un segundo de certeza. Había terminado de cenar con su hijo, que a diferencia de otras veces estuvo hablando todo el tiempo del padre, y ella ya estaba cansada de escucharlo. Se había arrepentido muchas veces de permitir que lo visitara después de la separación, y ahora había llegado a una etapa en que no se animaba a prohibírselo por miedo a ponerlo en su contra.

     Miguel encendió el televisor después de la cena,  las voces estridentes desde el aparato la asustaron. Fue en ese instante, tal vez más extenso que la vez anterior, cuando vio de nuevo a esa figura. Sin saber cuánto tiempo había pasado mirándola, gritó. Miguel se dio vuelta, y ella intentó ocultar la inquietud que le había producido esa imagen tan semejante a sí misma, no en la pantalla del aparato, sino junto a él, a su hijo. La vio parada mirándolos a ambos, con la misma forma de su cuerpo, pero con otra cara que más tarde no pudo recordar con precisión. Ni siquiera estaba segura de qué tipo de rasgos la formaban, sólo que era fea, aunque no supo explicarse por qué. Tuvo incluso la sensación de que su propia voz había sonado diferente al gritar. Se levantó y pasó junto a Miguel sin mirarlo, hacia su habitación, escuchando las voces y la música que habían vuelto a absorber la atención de su hijo.

      Durante dos semanas nada parecido volvió a pasar. Casi había olvidado aquellos episodios. Una mañana decidió arreglarse un poco más, quería verse distinta de algún modo, por más que fuese pueril intentarlo. Iba a cambiarse el color del pelo y el peinado. Sabía, sin embargo, que a su hijo no iba a agradarle. No recordaba desde cuándo el chico había comenzado a hablar y decir las mismas cosas que su padre.

     Al volver de la peluquería él no estaba, y fue a acostarse. Mientras se desvestía frente al espejo del baño, pensó en las posibles críticas de Miguel, en la manera brusca que tenía para decir las cosas más inocentes, y era casi como continuar viviendo con su marido. Ellos se parecían tanto, que casi no era posible diferenciar sus voces por teléfono. Los gestos y ademanes que alguna vez la hicieron enamorarse de su esposo y que había llegado a odiar años después, ahora estaban también en su hijo. Se le ocurrió que si Miguel no hubiese nacido, su cuerpo no habría sufrido ni se hubiese deformado de esa manera, porque desde el embarazo no había podido recuperar la estrechez de su cintura ni la forma original de sus senos. Había entregado su juventud por su hijo, el cuerpo y la belleza que sabía eran el único consuelo frente a la insatisfacción del amor. Había dado años y llanto por el padre, y lo único que recibía eran críticas y soledad.

 

 

3

 

-Ella dejó de hablar, bajó la mirada, se arregló la blusa y se arremangó. Parecía incómoda con su propio cuerpo. No se veía acalorada, pero su frente estaba sudando. Se levantó y abrió un poco la ventana tras la cual las rejas eran el solo signo que marcaba el sitio donde estábamos.

     Ibáñez miró el reloj. Había pasado casi una hora sin darse cuenta, debía irse pronto. Dio un vistazo a la puerta, como esperando que fuese a abrirse de un momento a otro.

     “Tengo que irme, señora.”

     “Llámeme Moira”, dijo ella.

      Mateo no comprendió. Estaba seguro de que le habían dicho que se llamaba Ana, y ella misma pronunció ese nombre en el relato. De pronto sintió más vergüenza que al entrar, tenía que salir de allí antes que alguien se diese cuenta. Se dijo que tenía derecho a hacer esa visita siendo el forense de la víctima, pero él sabía que eran excusas, no motivos justificados. La verdad a medias es únicamente mentira, se dijo. Caminó hacia la puerta y tocó el picaporte, pensando que no había hecho la pregunta que hasta allí lo había arrastrado, el por qué, la razón, la causa y objetivo de matar a alguien, si ese alguien además ha sido engendrado por uno mismo. Salió pensando en quién estaría esperando en el pasillo, olvidando ya de saludar a la mujer que dejaba atrás. Volvía a ser el doctor Ibáñez, alto y de pelo castaño rojizo, de barba recortada y traje gris. Sólo quedaba una oficial en la puerta. Saludó y bajó las escaleras. Olvidó a la enfermera que quizá lo esperaba, y se encontró en la calle con la claridad cegadora que sin embargo siempre ocultaba la verdad. Pensó en el relato de la mujer, en las alucinaciones que tal vez fuesen el principio de todo aquel drama. Nunca volvería allí, no era su trabajo, insistió en convencerse mientras caminaba hacia su casa.

 

   

 4

   

-Pero me imagino que volviste a verla al otro día -dijo Ruiz.

     -Sí, y me pasé toda la noche pensando en ella. No pude dejar de imaginarla desnuda, porque el negro de su ropa no hacía más que mostrarla tal como era. Me sentí un desgraciado por pensar así cuando era yo quien había puesto las manos en el cuerpo del hijo que ella había matado a sangre fría. Traté de dormir, pero me fue imposible. No tuve más remedio que desahogarme contra las sábanas. Recién a la madrugada concilié el sueño. A la tarde siguiente, fui hasta el hospital. Me presenté con los psiquiatras que la trataban y me recibieron con cordialidad. Iban a tenerla internada una semana para estudiarla. Después me dejaron solo y caminé por los pasillos, haciendo tiempo hasta las tres de la tarde.

     A esa hora el hospital parecía muerto. El sol entraba como un sedante por las ventanas cuadriculadas de hierro. Un sol cortado en dosis exactas para cada enferma, cada médico y enfermera o personal de aquel lugar. Una luz que adormecía las paredes y cerraba los ojos dibujados en los revoques rotos y en las manchas del techo. Las camas eran una extensión del cuerpo, y la mente se hundía en los colchones para formar parte de la languidez de la tarde, donde hasta las bocinas de la calle y los ruidos del patio se convertían en senderos de plumas para transportar la conciencia hacia abajo, lentamente, y perderse en el olvido.

     -Era como si la nada se hiciera cargo del hospital a esa hora, y en tal anonimato llegué a la puerta de la habitación. La oficial estaba dormida en la silla. Abrí la puerta y entré. La mujer estaba acostada, con la misma ropa, sobre la cama aún sin hacer entre las sombras del cuarto. Iba a irme cuando noté que tenía los ojos abiertos. Doctor Ibáñez, siéntese, me dijo, dando golpecitos sobre la cama con la mano.

     Mateo se acercó y miró la ventana.

     “No abra, por favor, me duele la cabeza”. Ella le agarró una mano y lo hizo sentarse a un lado en el colchón. No se levantó, sólo un poco la cabeza para colocar otra almohada. Ibáñez  se estremeció al sentir su contacto.

     “Lo picó la curiosidad, ¿no es cierto, o es sólo profesionalismo? Es raro que un carnicero como usted se interese en las cosas de la mente”.

     Ibáñez se dio cuenta que aquello era cierto. Esa mujer, con sólo verlo, lo había comprendido mejor que él a ella con todo su relato de una hora. Él era eso, un carnicero curioso y excitado por la carne que se ponía a su disposición: carne muerta. Pero mejor era la carne viva que allí estaba tendida, capaz de provocarle escalofríos con solo tocarlo.

 

  

5    

 

Entonces la extraña figura apareció otra vez, no en el espejo sino a su lado. Se estaba viendo a sí misma, con asombro y perplejidad, sonriendo de la manera reconocible en que siempre lo había hecho. Le era tangible la sensación de que no habitaba su cuerpo, y sus sentidos recibían estímulos externos. Era como si formara parte de otro cuerpo. Pero lo más inquietante fue descubrir, saber en realidad como se sabe lo que conocemos desde antes de la memoria, que en ese momento ella se llamaba Moira, que no tenía hijos ni estaba casada. Una mujer que se creía fea y sin atractivos, y que pocos años antes había engordado sin motivo. Ana estaba en un cuerpo habitado por una especie de sabor amargo y de repulsión eléctrica. Moira tenía los miembros tensos e inquietos, no dejaba de mover cosas de un lugar a otro de una casa que Ana no reconoció, pobre y de mal gusto, donde la luz de la calle entraba cargada de humedad y smog. La habitación estaba llena de objetos y adornos de toda clase, puestos uno junto al otro sin armonía de tamaños o colores. Había muebles toscos y sin lustre, cubiertos de polvo. Creyó ver una alfombra y una puerta abierta que conducía a un baño, entrevió una toalla de dibujos obscenos. Pero algo la atraía, sin embargo, la certeza de que esa casa solo podía pertenecer a Moira, donde nadie más que ella decidiría quién iba a entrar ni con qué objetos debía adornarla.

     Pero todo se detuvo de pronto. Ana estaba nuevamente en su departamento, y una calidez extrema vino de sus cosas familiares. Ya no pudo pensar si era locura o algo más parecido a la muerte. Sintiéndose agotada, fue a su habitación y cayó en la cama sin sentido.

 

 

6   

 

 La mujer tocó el muslo de Ibáñez. Ella tenía ahora los párpados cerrados, como las persianas de ese cuarto, capaces de ocultar la luz del sol y los secretos tras los ojos. Por eso su voz sonaba hueca a veces, sin expresión, casi como una cronista y no una protagonista de su relato. Pero la mano sí temblaba, o simulaba un temblor que a Ibáñez le pareció verdadero. La mano subió hasta su entrepierna y él sintió el comienzo de una erección. Se levantó enseguida y retrocedió hasta la puerta, mirando el picaporte sin llaves. No, se dijo él, no puedo hacerlo, no debo.

     Ella abrió los ojos.

     -Estoy sola hace mucho tiempo-y su voz sonó quebrada entre las sombras.

     Algunos rayos del sol entraban por las rendijas de la persiana y formaban pecas amarillas sobre la ropa y las sábanas. Parecía la placa negativa de la foto de un tigre.

     -No puedo, señora.

     -Ya te dije que me llames Moira.

     -Disculpe, pero creo que ya no debo volver. Espero lo mejor para usted. Buenas tardes.

     Cuando salió al pasillo, no había nadie, pero vio que una de las policías subía la escalera con una taza de café humeante.

     -¿Listo por hoy, doctor?-le preguntó.

    -Sí-se limitó a decir Ibáñez, que esperaba no se notara el sudor en su frente y el brillo de sus ojos frente a la luz intensa del pasillo.

     Bajó las escaleras y caminó a su casa. Había olvidado completamente que tenía compromisos para esa tarde, un consultorio que ya no deseaba atender y dos visitas en el hospital.

 

 

7    

 

Mateo fue hasta la cocina y trajo una botella de vino fino. La descorchó y sus amigos lo miraron en silencio. Walter seguía fumando, los otros dos fueron a buscar algo de comer.

     Ruiz regresó y palmeó la espalda de Ibáñez.

     -Esta noche es la noche de las equivocaciones, amigo mío. Confesaremos nuestros errores hasta la madrugada. Es la única forma de conocer la causa del fracaso.

     -Pero el error es origen de la verdad. Nos equivocamos porque sólo queremos ver claramente aún con los lentes sucios.

     -A veces no hay paños limpios a mano, y casi siempre tenemos las manos sucias-dijo Alberto.

     -¿Entonces qué hacer? ¿Caerse continuamente en la oscuridad, quizá matar al que tenemos al lado, porque no lo vimos?

     Mateo sirvió las copas y levantó la suya. Ofreció otro brindis por su cumpleaños:

     -Cada tantos años enterramos a alguien ¿no es cierto? En ocasiones a nuestro yo anterior, que no volverá aunque lo llamemos a gritos, e incluso desaparece del recuerdo como un hijo ingrato.

     Se sentó en el sofá y eructó.

     -Voy a seguir contando antes de que esté demasiado borracho para hablar con coherencia. La noche después de mi segunda visita intenté distraer el insomnio, que veía venirme encima como una manada de elefantes. Quería leer cualquier cosa que no fuese sobre medicina. Estaba harto de los hospitales, a pesar de estar recién recibido, y me sentía confundido por mi pretensión ya no de curar, sino de entender siquiera el objeto de mis estudios. Pero a las doce de la noche saqué de un estante casi por azar, si debo llamar de alguna forma a los movimientos más triviales, hasta esos que nos hacen elegir el bien o el mal, un libro del que ya no recuerdo el nombre. Me puse a hojear las páginas, leyendo el comienzo de cada una para ver si me interesaba. La luz de la mesita junto a la cama alumbraba y calentaba el dorso de mi mano derecha. El techo continuaba negro como la noche de afuera. Los motores de los autos en la calle se fueron pareciendo a rugidos de animales que pelean. Entonces leí por primera vez en mi vida sobre las sefirot, esas cábalas que definen el destino del hombre, pero que cada uno es libre de tomar o dejar. Sin embargo, ¿ es posible elegir si la misma posibilidad de elección ya es algo convenido?

     Eran las tres de la mañana. Mateo había cerrado el libro y apagado la luz. Esta vez durmió, pero en su sueño aparecieron Moira y Ana. Las dos le hablaban al mismo tiempo, las dos le acariciaban el pelo y le besaban el pecho. Una lengua era suave, la otra áspera. Una lo mordía y otra lamía el vello de su cuerpo. Ibáñez no se despertó hasta las diez, cuando los pliegues de la sábana le lastimaban la piel y la garganta seca le pedía algo de beber. Tomó un café e hizo unas llamadas para cancelar citas. Estaba enfermo, con gripe, dio como excusa. Y la verdad era que se sentía así, afiebrado, quizá obnubilado por un halo de incongruencias y ensoñaciones. Si así iban a ser todas las mujeres por las que sentiría atracción, no iría a vivir mucho tiempo, pensó, mientras miraba por la ventana con la taza de café en una mano y el plato en la otra, el tráfico de colectivos y coches, tan inocentes e inofensivos comparados con la humanidad.

     Dejó pasar la mañana sin vestirse. Contempló desde la cocina la parte de su dormitorio que se veía por la puerta entreabierta. Las sábanas colgaban de los bordes de la cama, allí donde había dormido un hombre solo, la almohada y la frazada apiladas sobre el colchón, medias sueltas y  un calzoncillo olvidado en el piso. Entonces Mateo se sintió más solo que en toda su vida, tanto como nunca lo había estado antes, porque carecía de amigos íntimos, porque no tenía mujer, porque ni siquiera un perro lo acompañaba, ni la radio sonaba con la música de Beethoven o el pronóstico del tiempo. Únicamente la claridad metálica de la mañana, el ruido acolchonado de los motores y el silencio abrumador de su tristeza. Y se preguntó por qué recién hoy se daba cuenta.

     Aunque fuese una asesina, ella era una mujer al fin de cuentas, diferente a las otras, quizá destinada a él por motivos que no estaban a su alcance. No era amor, se dijo, tal vez obsesión, o la excitación que dura unos pocos días y necesita, imperiosamente, ser satisfecha. Ningún ritual solitario ni reemplazar el objeto deseado por otro equivaldría a lo mismo, no hasta que ella estuviese contra su cuerpo y sintiera sobre su piel las formas de ella anunciadas bajo la ropa.

     Dios mío, se dijo Ibáñez en voz alta, con sorpresa y desamparo al mismo tiempo. Alegría y desesperación  en la misma frase que clamaba por quien él no confiaba del todo, porque no sabía decir si no estaría hablándole al vacío, tan parecido al que habitaba ese cuarto.

     A las dos de la tarde se vistió y fue al hospital. Encontró la misma calma que solía haber en las tardes, pero cuando subió las escaleras, cuatro médicos salían de la habitación de Ana. Dos eran conocidos que lo saludaron mientras continuaban hablando. Desde adentro se escucharon un par de gritos, luego las guardias salieron y se pararon a cada lado de la puerta.

     Ibáñez recorrió el pasillo hasta asegurarse que los demás habían bajado. Regresó y vio que no eran las mismas vigilantes de la vez anterior.

     -Soy el doctor Ibáñez, y trato a la señora-dijo él. No fue su intención dar una interpretación distinta a sus palabras, pero las policías debieron entender que se trataba de un psiquiatra y lo dejaron pasar.

     Ana estaba llorando con la cara contra la almohada, mientras su espalda se movía con gemidos. Le habían sacado la ropa y tenía un camisón blanco de hospital. Él se acercó y la tocó, ella se dio vuelta sin brusquedad.

     -No sabés lo que me hicieron, me pusieron aparatos en las muñecas y en la cabeza, sentí como electricidad recorriéndome el cuerpo. ¡Fue horrible!

     Ella se abrazó a la cintura de Ibáñez, la cabeza contra su pelvis, las manos enlazadas en la espalda. Lloraba, y sus lágrimas mojaban la camisa y el pantalón. Ibáñez trató se separarla, pero no pudo o no quiso, entonces empezó a acariciarle la cabeza. Parecía tan vulnerable como una niña a la que han castigado excesivamente por motivos triviales. Su pelo despedía un olor a desinfectantes, a algodones con agua oxigenada. Era bello estar así, pensó Mateo, solo con una mujer que lo necesitaba tanto como necesitaba el aire, sentada a sus pies y abrazándolo como a un dios, en una habitación en penumbras y lejos del mundo que presentía allá fuera como algo prescindible.

     Pero ella entonces colocó la boca sobre su entrepierna. Mateo no se sorprendió, el contacto de su cara ya había comenzado a excitarlo. Miró la puerta, se separó de Ana y trabó una silla contra el picaporte. Volvió con ella y la abrazó. Ambos se tendieron sobre la cama, él levantándole el camisón, ella abriendo los botones de la camisa. No se desnudaron del todo, sólo se habían sacado lo necesario para sentir que el cuerpo de uno era el cuerpo del otro.

     Ella gemía con un susurro en sus oídos. Le lamía y mordía los lóbulos de las orejas, apretaba las uñas sobre la espalda de Mateo. Él la besaba con desesperación, como si toda la experiencia humana se hubiese filtrado a través de la intrincada trama de su conciencia para ayudarlo a disfrutar de lo que no volvería a repetirse.

     “Moira”, murmuró él. Y ella rió al escuchar que pronunciaba su verdadero nombre por primera vez. “Moira”, repitió varias veces hasta que su jadeo llegó adonde el corazón humano es capaz de soportar, y luego fue calmando lentamente el ritmo de sus latidos. Volvió a decir su nombre mientras seguía respirando sobre ella y sintiendo la humedad de los cuerpos que los unía como si estuviesen bajo el agua.

     -Dijiste mi nombre siete veces-dijo ella.

     Ibáñez se apartó, de pronto, cuando pensó en el libro que había leído la noche anterior. Era esa la tercera vez que la visitaba, y había dicho ese nombre siete veces. Números en los que él nunca había creído y que ahora se presentaban como cábalas. La miró de costado. De algún modo ella había rejuvenecido, o por lo menos así le pareció.

     -Hacía tanto tiempo que estaba sola. Ana tenía todo lo que yo quería. Belleza, un esposo y un hijo. Un gusto exquisito en la elección de su ropa y cosas para la casa. Hubo veces que pensé que yo también merecía tenerlas, después me resigné a que sólo podría conseguirlas robándoselas. Pero la barrera que nos separaba era casi imposible de romper. Y la ira que nació al darme cuenta, fue el cuchillo que desgarró la tela y abrió el espacio que me hizo ver la vida de Ana como en un microscopio, al alcance de mis manos. Pero las cosas que yo tocaba se rompían, entonces me dije: si no puedo tenerlas, ella tampoco.

 

 

8    

 

Habían pasado dos meses desde el último encuentro, y Ana terminó por aceptar que todo había sido una crisis pasajera. Pero cuando esa visión volvió a sorprenderla una mañana al despertar en su cama, como si toda su vida pasada hubiese sido nada más que un sueño, no se sintió demasiado sorprendida. Ahora habitaba el cuerpo de Moira, y supo que era una mujer llena de recuerdos trágicos, de resentimientos que le provocaban dolores en la espalda y la sensación de haber dormido con las manos y las piernas atadas. Aunque no pudo comprender al principio la estética extraña de ese mundo, era indudable el sentimiento desbordante de furor en el cuerpo de Moira.

     La nueva experiencia la atrapó en la confitería en la que almorzaba. Había aprendido a estar más atenta durante aquellos estados, y se dio cuenta de que Moira también estaba asustada. Ambas se miraban una en el cuerpo de la otra, como si estuviesen sentadas en mesas contiguas del mismo comedor. Ana miró el espejo a tres metros de distancia, que aparentaba ampliar el local al doble. Allí estaba Moira, obesa en las caderas, de cabello pelirrojo teñido y desprolijo, con mechones que colgaban de la nuca y la frente con equívoca intención de elegancia. Se había maquillado de manera excesiva, con rouge intenso, carmín en las mejillas y azul en los párpados. La cara era obtusa y de expresión furibunda, grotesca cada vez que abría los labios para comer  una porción de tarta y beber un vaso de vino barato. Entonces Ana sintió en la boca el agrio sabor del vino viejo. Miró su propio plato y vio la tarta, luego levantó la vista otra vez al espejo. Moira la estaba observando. Los ojos fijos de cada una en el rostro de la otra. Ana movió los labios para hablar, y Moira hizo lo mismo, exactamente, y ya no tuvo dudas al respecto, aunque un vértigo la amenazara con hacerla desmayar allí mismo, en medio de gente que parecía existir más en los espejos que en la realidad. Los mozos pasaban sin percibir la incongruencia, la tez pálida en la cara rubicunda, las manos temblorosas cuyas pulseras bailaban y sonaban sin llamar la atención de los demás. Ella se estaba mirando a sí misma, no a Ana, sino a Moira, pero ella seguía pensando como Ana, mientras el sentimiento de furia comenzaba a invadirla como desde un piso embarrado. Era algo parecido a un intercambio de espacios raramente entrelazados, se dijo. Un lazo intemporal tal vez, porque cuando ambas miraron el reloj de la pared, notaron que el tiempo no transcurría. Fue por eso que nadie a su alrededor descubrió las muecas grotescas y dolorosas que Moira hizo con el rostro de Ana, burlándose de ella desde el fondo del salón. Allí estaba su propio cuerpo, junto a la puerta del toilette, en una posición de mal gusto que ella nunca hubiese adoptado. Era grotesco verse a sí misma actuando como una borracha en un salón elegante, expuesta a las miradas reprobatorias de los otros. Nunca nadie había hablado mal de ella, nadie se había avergonzado de estar a su lado, excepto su marido y su hijo. La angustia de Ana se perfiló en el rostro de Moira. Le habría gustado lastimarla ahora que estaba en su cuerpo, y sin embargo, a la vez se dio cuenta que el cuerpo de Moira era un refugio y un disfraz, como el que utiliza quien quiere escapar sin ser reconocido, o está dispuesto a cumplir sus deseos no confesados con el nombre y la cara de otro.

     Cuando todo terminó, su propio cuerpo estaba dolorido y cansado, y Ana se dio cuenta de la vulnerabilidad que había expuesto. La otra estaba al tanto de su vida y de su familia, pero ella no había podido descubrir más que un estado de inabordable soledad y desesperación permanente en el cuerpo de Moira. Intentó recordar dónde había visto esa cara antes. Quizá en las calles del barrio, o el supermercado, pero era imposible saberlo. Tantas personas con las que uno apenas cruza una mirada o un roce de la ropa, pueden convertirse en pesadillas.

     En los siguientes encuentros establecieron una especie de lucha en la que cada una intentó dañar el cuerpo de la otra. Ana se sentía agotada después, y más irritable que de costumbre. Un día al regresar del trabajo, encontró a Miguel y al padre conversando en la cocina. Intentó evitar la discusión habitual con su marido, pero le fue imposible pasar por alto su carácter pasivo y sin ambiciones. Él siempre había insistido en ser diferente a lo que Ana quería, la escuchaba pero nunca le había hecho caso cuando ella hablaba de buscar la extrema calidad de vida que pensaba debía obtenerse. La idea invariable de mediocridad era la definición de su marido, con una serena y hasta raramente feliz falta de ambición, pero mediocridad al fin.

     Esa noche pelearon porque no le había avisado de su visita. Miguel se encerró en su cuarto, enojado, y su esposo se fue. Ana estaba resentida hacia el chico porque él no era capaz de ver la diferencia entre ellos. Miguel se había transformado en un hombre casi tan lamentable como su padre.

     Los encuentros con Moira continuaron para convertirse en una costumbre. Moira le hablaba despectivamente, insinuando que su esposo y su hijo estaban conspirando en su contra. Ana intentaba no escucharla, pero ya había agotado los escasos recursos que conocía para hacerla callar. Moira se burlaba de su debilidad.

     “Tu marido va a llevarse a Miguel para siempre”, le decía, llamándola estúpida.

     Ahora los encuentros sucedían en cualquier momento y lugar, duraban tanto como un vértigo y regresaba de ellos mareada y confundida, insegura de su nombre. Escuchaba voces, a veces el sonido de una radio distorsionada que transmitía la música estridente que a Moira le gustaba. Entonces iba en busca de un espejo o una ventana para asegurarse dónde estaba, no el lugar de su cuerpo en el espacio, sino en cuál cuerpo. 

     Una semana después, regresaba a casa y se miró al espejo junto a la puerta mientras cerraba. Por un momento creyó ver a Moira . Enseguida escuchó las voces de Miguel y su padre, que había regresado otra vez sin pedirle permiso. Ellos reían y sus voces sonaban felices por encima del sonido de la televisión. Pero Ana sintió pánico porque esta vez Moira se había aferrado a su cuerpo con más fuerza que la habitual. Hizo esfuerzos por hablarle, pero Moira no le hizo caso. Fue hacia la cocina  mirando el reloj, que esta vez no se había detenido. De alguna forma Moira había hallado la perpendicular en la que sus caminos iban a confluir tarde o temprano, como en una esquina de una ciudad muerta. Tan cerca siempre, que no había sabido verla. Ella debía haber planeado todo aquello para que sus vidas fuesen iguales: para anular la diferencia era necesario quitar.

     Llegó a la cocina y le pidió a Miguel que saliera.

     -¿Me hacés el favor de ir a pagarle al taxista, querido?

      Cuando estuvo sola con el marido de Ana, abrió un cajón de la cocina y sacó un cuchillo. Él seguía mirando la televisión, dispuesto como era habitual a callar para no discutir. Moira se acercó por detrás y lo apuñaló en la espalda.

      Ana creyó por un momento dominar de vuelta su propio cuerpo. Al ver los ojos de Miguel mirándola con el arma en la mano, supo que se había equivocado.

     Después ya no le resultó extraño el deseo de matar también al chico al verlo acorralado, gritando:

     -¡No, mamá, por favor!

      Pero ella le exigió llamarla con el nombre que todos deberían utilizar desde entonces.

     -¡Me llamo Moira!- dijo, clavándole el cuchillo en el pecho dos veces.  -¡Mi nombre es Moira!

 

 

9

     

Al terminar de escucharla, Ibáñez se levantó de la cama y se abrochó el pantalón y la camisa. Sus manos temblaban y confundían los botones. Miraba a Moira como si de un momento a otro fuese a atacarlo, porque ella seguía acostada boca arriba, desnuda, moviendo los brazos en vaivén como si tuviese un puñal en cada mano, golpeándose los muslos. Pero no gritaba, sólo murmuraba su nombre continuamente.

     “Dios mío” pensó él, “¿qué hice?” Se miró las manos y se restregó la cara. Escupió para quitarse el sabor y la saliva de Moira. Era un engendro de hombre, se dijo, un monstruo más horrible que el que estaba sobre la cama, que al fin de cuentas seguía siendo tan hermoso como todo lo terrible y lo definitivo.

   

 

10

 

Ibáñez estaba rodeado por sus tres amigos. Él sentado en el centro del comedor, ellos parados a poca distancia. Habían dejado sus vasos en la mesa, y lo escuchaban uno con las manos en los bolsillos, otro con los brazos cruzados, el tercero jugando con su barba.

      -Tuve ganas de matarla. Me tiré sobre ella y puse las manos en su cuello. Pero entonces me miró de una forma distinta. Esta vez había tristeza, y entonces comprendí que quien me miraba no era Moira. Pero tampoco era una mirada inocente, ni siquiera dulce, sino llena de espanto por lo que había pasado, quizá por lo que había permitido que pasara. El rencor y la furia abren caminos y desgarran los velos de las sombras ignorantes. A veces los deseos que esconde la virtud en la noche son tan deformes como los que grita la maldad a pleno día.

     -Pero Mateo, no me vas a decir que creés en las cábalas, que Gebura y Tifferet estaban en esas mujeres- dijo Ruiz.

     Ibáñez levantó la vista hacia su amigo. Tenía lágrimas que no intentó ocultar, y una expresión de reproche que Ruiz no olvidaría.

     -¿No entendiste nada de lo que dije? ¿Ninguno entendió una mierda de lo que acabo de decir? ¿No se dan cuenta de que no eran la buena y la mala, sino una sola? Ambas eran Gebura.

      Ninguno de los tres había visto a Mateo Ibáñez hablar de esa forma. Lo conocían desde hacía más de veinte años como un escéptico. Ibáñez siempre había dudado de todo, incluso de la sospechosa simplicidad de los hechos.

     -Pero Mateo -dijo Walter, poniendo una mano en su hombro-Nnca nos dijiste que creías en estas cosas.

     -No creo. Soy médico, como lo era en esa época, y les conté lo que vi así como escribo mis informes desde que tengo memoria, con total sinceridad.

     Se restregó la cara y miró el reloj de pared. Eran las tres y media. El aroma del vino volaba encerrado en el comedor. Fue a abrir una ventana y el aire fresco de la noche movió las cortinas. Las cenizas volaron pero las colillas resistieron en los ceniceros.

     -Creo que ya es tiempo de irse a dormir. Si quieren pasar la noche acá, les traigo unas frazadas y puede tirarse en la alfombra del living.

     Ellos asintieron. Mañana sería feriado y podrían levantarse más tarde. Ibáñez fue hasta su dormitorio y revolvió en la parte superior del armario. No sé por qué les conté todo eso, no me entendieron, pensó  Cómo iban a comprender la forma en que lo peor de cada uno brota como el maíz en pleno campo y bajo el más espléndido sol del año. Que el mal puede recogerse como la mejor y más abundante cosecha de la vida, tanto que nuestras manos no dan abasto y las parvas nos ocultan la vista mientras recorremos el sendero hacia los silos. Y las semillas quedan en las uñas, y sembramos muerte en cada surco arado, hasta que el campo que contemplamos orgullosos es un sembradío de frutos verdes y sin sabor, de hojas anchas pero duras como el cuero, y son plantas que nunca mueren.

     Miró el retrato de Blas sobre su mesa de luz. Una foto de cuando era pequeño y había salido indemne del transplante. Su sonrisa era la misma de cuando el chico se había recibido de médico, posando junto al padre en una fotografía de tres años atrás. Pero ésta la había roto, porque no quería recordar que su hijo había dejado morir a un paciente. Mateo Ibáñez, eminencia forense, no perdonaba la negligencia. El doctor Ibáñez tenía el suficiente orgullo para no tolerar en su familia a los locos y asesinos.

      Volvió al comedor y tiró al suelo las frazadas que había cargado como fardos, como parvas de maíz.

     -Aquí tienen, muchachos. Si quieren usar el baño, no me lo dejen sucio, por favor. Buenas noches.

     -Mateo-dijo Alberto- ¿Qué pasó con la mujer?

     -Me dijeron que se mató en el hospital diez años después. Trataron su esquizofrenia pero nunca mostró mejoría.  Algunos la escucharon simular voces cuando estaba sola. Bueno, ya estoy cansado de hablar de esto. Además, mañana tengo que levantarme temprano para ir a lo de Blas.

    Ellos se miraron extrañados.

    -Sé lo que dije antes, pero ya no puedo sostenerlo después de esta noche.

     Se fue a su cuarto, abrió las ventanas y apagó las luces. El olor a cigarrillo y a vino inundó la almohada y las sábanas. Sabía que no lograría dormir, pero ya no quería seguir viendo las caras de compasión de sus amigos. Ese era también su carácter, el aislamiento ante lo que sabía de antemano un fracaso.

     Un mosquito se posó en su mano derecha sobre la almohada. La mano que exploraba y leía en los cuerpos, así como sus ojos hoy leían en la noche del barrio y sus oídos adivinaban el origen de los ruidos de la calle.  Las mismas manos que encontraban la verdad en los cuerpos muertos habían perdido su belleza y todo derecho de expiación una tarde de muchos, demasiados años antes. Porque no hay redención para quien después de tocar el cadáver virgen de un muchacho, toca el cuerpo de las sombras sin nombre.            




Ilustración: Zwintscher, Oskar - Dead Man by the Sea

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