1
Aquí nos preguntamos sobre los monstruos. Qué tiene que ver Judas Iscariote con ellos, me dirán, si no viene esta asociación con simples y eternos prejuicios de casta y raza, de la imaginación conventual de un cristiano saturado de rosarios, rezos y dogmas. Tan estructurada su mente, que no concibe la belleza más que en angelicales seres de cabellos rubios, ojos celestes y formas armónicas en sus inexistentes cuerpos de albatros cósmicos.
Pero toda esta cuestión es para preguntarnos, como el planteo de un problema a resolver, o la hipótesis inicial de un teorema que nadie ha inventado todavía, porque no pertenece a las matemáticas, ni a la filosofía, sino a la fisiología, o más bien a la biología de los seres vivos, humanos o no. La gran pregunta de esta noche, en este concurso que se transmite por ondas televisivas a millones de mundos habitados o deshabitados a lo largo del tiempo y el espacio moldeado entre las manos sudorosas de Dios, es la siguiente: ¿el mal, la imperfección, y como una de sus manifestaciones: la traición, puede expresarse externamente a través de la forma de un cuerpo, una expresión, quizá un olor, un movimiento que el cerebro más elemental sería capaz de interpretar como símbolo de un mal de nacimiento?
Así llamaremos desde ahora a cualquier manifestación de algo impúdico para el alma humana, considerando a ésta como un equivalente de Dios, de la sustancia vital que ha dado origen al universo. Pero entonces surge el siguiente cuestionamiento: ¿por qué es el bien la causa de la creación, y no puede serlo el mal? Se nos dirá que el mal es un caos, y por su misma definición no sería capaz de mantener el orden y el equilibrio que demuestran las creaciones del universo. Sin embargo, esto es desconocer la inteligencia como parte de aquellas creaciones, tal vez como la causa principal de la primera y gran creación: la energía que ha creado al ente que creó el resto de las cosas: la inteligencia creó a Dios. Por lo tanto, la inteligencia, como energía vital y zona de incontables e infinitos razonamientos, es capaz de hacer cualquier cosa con tal de sobrevivir, aún el eliminarse a sí misma si con ello satisficiera su propia lógica.
Llegamos entonces al personaje que nos interesa. Judas traicionó al salvador de los hombres, la historia lo dice y lo confirma, por más que reinterpretaciones o alegorías intenten mostrar las circunstancias, los atenuantes, aumentando o disminuyendo su responsabilidad. De eso hablaremos más tarde. Ahora nos interesa preguntarnos si hubo alguna manifestación en el cuerpo de Judas, de su traición.
La literatura nos ha mostrado que puede esconderse un alma bienhechora en cuerpos deformados, como el campanero de Notre Dame, pero también tenemos referencias sobre bellos cuerpos que esconden almas viles. Lo esperable para el razonamiento es que lo que está mal, se manifieste como un mal, y lo feo se muestre feo. El mal y la traición, se manifestarán con deformidades, miradas oblicuas, bocas torcidas, cabellos salvajes, cuerpos inclinados y sin proporciones. A veces, un simple lunar en el lugar inadecuado es la única muestra de lo que el alma esconde. Incluso puede darse que el cuerpo no exprese nada por sí mismo, pero la educación del protagonista lo lleve a tomar actitudes o costumbres peculiares: un vestido determinado para abrigarse, un camafeo para adornarse, simples cosas que de un modo u otro, y más tarde o más temprano serán el símbolo claro de lo más escondido de su alma. Un monóculo en un contador del siglo diecinueve, un gesto de un artista en el teatro, un ojo que se cierra a destiempo del otro en un hombre que conversa con alguien en la calle, una mancha en plena frente de un niño que juega con los perros en la plaza, un hueso que sobresale en la muñeca de una elegante señora que va de compras.
En algún momento veremos cómo el niño ha arrojado piedras a los perros, la señora ha empujado un cochecito de bebé hacia la calle, el artista ha apretado de más el cuello de su partenaire sobre el escenario, el contador ha fraguado cuentas por millones y provocado suicidios, y los dos hombres en la calle comienzan a pelear hasta matarse.
Puede ser, también, que ninguno de ellos haga nada. Que tales manifestaciones de sus cuerpos permanezcan incólumes y firmes a lo largo de mucho tiempo, y a los ojos de quienes las hayan notado, esas personas sigan su camino sin lastimar a nadie, y sus interlocutores momentáneos, o quienes simplemente se han cruzado alguna vez en su camino, se sentirán aliviados de dejarlos atrás, sin saber realmente la razón de tal sentimiento.
¿Qué tenía Judas para mostrar en su cuerpo que denotase su futura acción? Miles de signos, gestos, estrafalarios adornos, palabras, formas de conducirse frente al clero o una prostituta, sus miradas a Jesús, o su manera particular de besar.
Si esperábamos ver una joroba y una mueca sarcástica, una palabra ofensiva, una voz ronca y desagradable, lunares como bestias feroces en su cara, arrugas escondiendo en sus pliegues el aroma de la podredumbre, manos crispadas por el odio y la envidia, nos habríamos equivoocado siempre.
El mal es tan puro como el bien, es más inteligente, incluso. Su caos se engendra en los pliegues y en las equilibradas circunvoluciones de los cuerpos sanos. Se esconde en cuevas y finalmente se da a conocer, se hace famoso como un artista del cine. Despliega su pantalla brillante y la ensombrece con penumbras para que del contraste, cada uno de nosotros descubra la balanza de vida, el peso de la muerte en un tercer platillo, la pesadumbre y la desesperación de sentirse inmerso en un caos equilibrado, en un equilibrio que el caos crea a lo largo de los siglos.
Hombres como hormigas que un jardinero mata al patear un hormiguero.
Esos son los monstruos que la imaginación humana se ha encargado de crear al mirarse en los espejos.
2
Judas tuvo un papel en los planes de Dios, se ha dicho hasta el hartazgo. Filósofos, historiadores, teólogos han pronunciado sentencias que no revalidan la función de Judas más que como un actor secundario en el gran drama del Cristo. ¿Cuánto esperaremos para que llegue la mente que descubra los pensamientos de Judas Iscariote en aquellos tiempos? La mente que imagine más acertadamente las dudas o certezas en que se basaron sus actos.
Proclamar la llegada del Mesías, decir a los cuatro vientos de la región de Jordania, a los filisteos, a los escribas, a los representantes romanos, a los pobres e inválidos, al río Gólgota que tanta muerte y putrefacción ha soportado, tanta corrupción descripta como bautismos a las orillas de un río lleno de sucias muchedumbres cantando loas a dioses paganos, lúbricos y sentenciados a muerte por el mismo olvido: deceso de la frágil memoria humana.
Ir por los caminos acompañando al Cristo, hablando con él, escuchándolo, compartiendo la comida, el pan y el pescado, las frutas tomadas de árboles muy parecidos a aquel del bien y del mal. Discípulos que han arrancado manzanas sin darse cuenta de a cuán pocos centímetros estaban sus manos de una lengua bífida, recibiendo en sus subconscientes las imágenes de Eva desnuda y sus contorneos sobre el cuerpo de Adán. Sintiendo en sus cuerpos, mientras contemplaban los milagros del recién venido, la pasión que más tarde sería amor y muerte, dolor de clavos como el placer doloroso de Eva el día que perdió su virginidad.
Diciendo a gritos hacia los templos antiguos e impermeables a las nuevas ideas que ha llegado el salvador del mundo, el cuerpo de Dios por fin caminando entre nosotros.
Creyendo, adorando, y con el continuo pensamiento de la duda, de la muerte del cuerpo en contradicción con su origen divino. Muchas veces habría querido preguntarle a Jesús qué haría con su cuerpo, ya que sabía que siendo el hijo de Dios no podría morir, y si así era, por qué no merecían todos los hombres el mismo destino. La vida eterna en la tierra.
Entonces piensa que en la tierra morarán todos, incluso el Cristo. Y sabe, por la mirada silenciosa del otro, que él tenía razón. La sangre es absorbida por la tierra casi con más afinidad que el agua. La espesa sangre que brota y burbujea en sus venas cada vez que su maestro proclama palabras de rebelión y resistencia, cada vez que habla del amor hacia todos los seres, y él imagina los cuerpos de las mujeres yaciendo en camas amplias, unas junto a las otras, esperándolo, reclamándolo, sumisas y salvajes.
Judas era un ser inteligente, por eso tal vez fue elegido. Mientras Pedro era más corazón y alma, Judas era el cerebro que distinguía la falacia, la fantasía, las alucinaciones del amor. Llámese política, estrategias, juegos malabares de destinos y hombres en manos de poderosos sabios cuya única virtud es la de negar todo lo que se halla fuera de sus contornos.
Incluso Cristo no veía más allá de sus narices, sólo el encanto de su cuerpo divino en comunicación con los cielos, el mantra, ida y vuelta del alma por universos habitados por átomos donde están inscriptos los genes de Dios.
Sólo Judas, con su sabiduría obtenida por la experiencia de la ciudad corrupta, junto a lagos secos y calles de asesinados al amanecer, con la experiencia del dinero pasado de mano en mano, del hambre soportado cada mañana de frío, del descapotable abismo de cada compuerta escondida en las paredes de los edificios construidos para albergar los monstruos engendrados cada noche, cada mediodía o tarde con el semen caído del cielo a través de las canaletas desde las terrazas. Semillas de pólenes que los helicópteros dejarán caer como bombas de insectos para poblar la sangre y que alimentará el crecimiento de los monstruos.
La belleza afuera, la fealdad dentro. Judas lo sabe y oculta su malestar con sonrisas. Pero ha captado la mirada de Cristo. Él sabe que el otro sabe lo que piensa, lo que planea, lo que hará, porque el Cristo es Judas Iscariote. Es las manos de Judas buscando las monedas, es los labios que se besarán a sí mismos, es el amor de Judas por los hombres idealistas, y su aborrecimiento por aquellos mismos hombres que él no puede ser. Entonces eleva la vista al cielo y contempla lo escrito por las formas de las nubes, las trayectorias de los pájaros, la danza de las babas del diablo, los sonidos que van y vienen en forma de gritos, de plumas, de pelos de perro, de sangre salpicada por becerros sacrificados. Qué clara, qué simple es la escritura de Dios, y se pregunta por qué no pudo leer antes aquellos escritos.
Dejó de lado la memoria de los pergaminos, del Talmud, de las largas conversaciones con los sabios. Denigró las balanzas comerciales, las cuentas de los tenderos, el reclamo de los proveedores, la exigencia de los prestamistas. Elevó todo esto al ámbito de lo superfluo e innecesario, y se adentró en las profundas aguas de la palabra escrita en el cielo y reflejada en las aguas del lago, de las lagunas y de los ríos, de los aljibes y los charcos, de las vasijas que inocentes viejas con diez hijos acarrean para lavar sus ropas durante horas y cientos de caminos junto a las orillas de la muerte.
Judas se detuvo en rápido rumbo hacia ninguna parte, dejó que los discípulos continuaran su camino junto al Cristo, y contempló la espalda de Jesús. Siguió la forma de su cuerpo, las piernas y los pies en las viejas sandalias que arrastraba sobre el polvo, y leyó los códigos cuyo significado ahora comprendía con escalofríos, no solamente por lo que decían, sino por la facilidad con que ahora los descifraba.
Palabras escritas sobre el polvo y la arena, borradas aparentemente por cada paso de cada hombre, pero fundidas rápidamente por la ciencia de Dios en la profunda tierra, en el centro abismal donde dicen que vive el fuego. El fuego que funde y hace estallar lo frágil, pero conserva para la posteridad en carbonizadas figuras lo efímero, lo pulsátil, lo falaz y lo en apariencia intrascendente.
No el dinero en papel que se quema en cenizas, no el metal de las monedas que se funde en reliquias que adornarán iglesias y templos, no las telas con que se visten los ricos mercaderes de la ciudad, ni siquiera los perfumes, que por su misma volatilidad, como el vino, es la sustancia de lo transitorio. Sino la madera.
La corteza de los árboles crecidos solitarios en los montes, alejados unos de otros.
Como patíbulos.
Como horcas.
3
Judas creyó decidir. Estaba convencido de haber tomado sus propias decisiones. Lo que llamamos libre albedrío podría haber sido aplicado a su última y más decisiva elección, así como nosotros nos creemos libres para hacer lo que deseamos. Pero esta libertad se refiere a lo que tiene el nombre de destino, a lo que las más largas tradiciones nos han dicho que está escrito y no puede ser modificado. Cada uno de nosotros sigue un camino marcado sin saber que está marcado, es decir que somos ciegos más allá de nuestras narices.
Pero también está el factor del mundo, de lo que denominamos realidad, de las circunstancias que determinan nuestros actos y decisiones, incluso desde el mismo instante de nuestra concepción: ¿por qué no antes, por qué no después? Por eso, el libre albedrío es una falacia, y la realidad del mundo más fuerte que Dios. Ella actúa desde múltiples sectores, incontables puntos de ataque que nos hacen dirigirnos hacia allá o hacia acá como muñecos a cuerda pasando por un camino de obstáculos.
Sin embargo, como esta concepción de la vida es aparentemente inconsciente, la decisión de Judas, como la de cada uno antes y después de él, resulta tan verdadera que no puede ser calificada de hipócrita, porque esta palabra equivale a engaño, y un engaño es una mentira a sabiendas de la verdad.
La vida como un camino marcado es una sospecha todavía, otorgada sólo a mentes pensadoras y reflexivas. Una intuición, incluso, en seres sensibles. Y quién puede decir que Judas haya sospechado que Dios lo estaba eligiendo para cumplir un papel dentro de un drama escrito por el Hacedor. Judas, un judío creyente y practicante, obediente de las leyes de su religión, era un hombre que recorría los mercados y los templos, las instituciones sociales y los lugares de esparcimiento. Era un hombre que, sin duda, amaba a las mujeres y encontraba goce en ellas, se alegraba con el vino compartido con los amigos y se reía con las bromas y torpezas de los chistosos del pueblo. Hablaba seriamente de política y religión con los rabinos, de economía con los dueños de los mercados, y se iba a dormir a su casa, solo y pensativo, rememorando los extraños milagros del hombre de Nazareth.
Tal vez soñara que era él quien los realizaba, porque resultaban tan fáciles, pero su misma facilidad ocultaba lo peligroso de su realización. Eran como las futuras bombas puestas en medio de estaciones de trenes y aeropuertos: si estallaban traían el caos sobre el mundo, si no lo hacían el temor se hacía dueño del mismo mundo por mucho tiempo. Judas no debía pensar o creer que Jesús fuese el hijo de Dios, tal idea estaba muy alejada de su pensamiento práctico, de su lógica más cercana a Kant que a San Agustín.
Judas era un hombre sensible y duro según la ocasión, violento y arrepentido, inteligente y torpe, egoísta y generoso, ameno y aburrido, triste, solitario y sereno. Su alma escondía perversiones, su espíritu grandes envidias, su cuerpo una necesidad de saciedad que nunca fue canalizada del todo, quizá únicamente el día en que se colgó del árbol. Dicen que los ahorcados oscilan al ritmo del verdadero tiempo: el tiempo de la muerte tiene un ritmo propio, que sólo puede ser captado de tal manera. Los que yacen en el suelo no nos permiten descubrirlo, y la muerte tiene esa forma de esconderse y ocultarse, una forma que es su disfraz y su esencia simultáneamente. Por lo tanto, lo es todo.
Amaba a los árboles como a la tierra, a la ciudad como a las camas donde yacía con las mujeres, a las tabernas donde se emborrachaba y los mercados donde intercambiaba bienes y dinero. Aborrecía los pliegues de los rabinos donde escondían dinero y perfumes, despreciaba a los políticos por sus prebendas y falsas palabras de bienestar.
Llegó a pensar, en sus largas noches solitarias en su cuarto alquilado, que amaba a Cristo por esa sincera actitud de desprecio hacia todo lo que no le interesaba, sin importar lo que los demás pensaran. Apreciaba la voz intensa desde los cañaverales de su espíritu, la voz nacida para aquellas palabras, que parecían inventadas solamente para él. Los gestos de las manos cuando se restregaba la cara luego de un agotador día recorriendo campos y ciudades, hablando y esforzándose por ser comprendido. Nunca lo vio llorar, pero sabía que lo había hecho al verlo con los ojos ya secos, como sólo pueden estarlo luego de una intensa angustia, como las mujeres cuando secan el patio de sus casas al parar de llover, entusiastas y ensimismadas en la obsesiva necesidad de que todo esté limpio e impecable cuando sus maridos regresen del trabajo, con ese apesadumbrado y ocre vaho de triste tarde de domingo que se solevanta no como un arco iris de plenilunio, sino igual al decrépito estallido de un árbol enfermo de gusanos.
Siempre los árboles, se dijo Judas. Soñando y mirando árboles por más que él fuese un hombre de ciudad, y ésta estuviese rodeada y fundada en pleno desierto. Lejos del vergel de Getsemaní, de los jardines de Babilonia, las praderas de Botswana o el Central Park de Nueva York. Todas las posibilidades de los árboles, sus requerimientos, sus caídas, sus impredecibles alturas, sus brazos alzados al cielo y a la lluvia, sus raíces enterradas como hombres todavía vivos pero enfermos de catalepsia, los primeros entierros que llegaron a los sueños de Edgar Alan Poe.
El drama de la Pasión como un estremecedor relato de terror. Sin castillos ni noches de tormenta, sin fantasmas y aullidos de lobos. Sólo el sol del desierto, la sangre y los clavos, el dinero y las palabras. Y el canto de los truenos ocultando el llanto tardío, irreconciliable, estéril, de Judas, meciéndose de una cuerda al ritmo único del mundo.
4
¿Fue, entonces, arrepentimiento la causa de la muerte de Judas?
La versión oficial dice que arrepentido de su traición al darse cuenta del origen divino de Cristo, no pudo soportar continuar con su propia vida y decidió quitársela a sí mismo. Sabía, probablemente, que estaba cometiendo otro pecado peor para su religión. Una traición hasta podría perdonarse si quien la hace no es consciente del todo del valor verdadero de a quien traiciona, casi podríamos decir que, como el mundo se divide en tontos y vivos, es la traición una forma más de supervivencia.
Sin embargo, el suicido está condenado como pecado mortal. Desde el inicio de los tiempos los suicidas son enterrados fuera de lugar sagrado, aún es ésta una concesión cuando a muchos les gustaría ver los cuerpos descomponerse bajo el sol y la acción de los elementos. A quien desprecia su cuerpo, no debería importarle el destino del mismo.
Judas pasó una soga por una rama alta, hizo un lazo alrededor de su cuello y se colgó, dejando caer su cuerpo bamboleante mientras las monedas de su traición se esparcían como semillas sobre la tierra a escasos centímetros de sus pies. Dicen que no creció nada en tal terreno por mucho tiempo, que el árbol se secó y que la lluvia se negó a lavar los restos de polvo. En los tórridos veranos se formaban remolinos tan altos que parecían llegar al cielo. En invierno se creaban ciénagas llenas de lodo que se hundían en la primavera, y dejaban un pozo cada vez más profundo cada año.
Quién sabe si todo esto fue verdad. Muy probablemente la vida haya seguido como hasta ese momento: un árbol exultante de rocío en las mañanas de primavera, dejando caer las hojas en otoño alrededor de su tronco, hojas que ocultaban los gusanos y lombrices que carcomen y realimentan las raíces del árbol. Tal vez hubiese monedas enterradas y oxidadas, cuya exhumación sería más tarde el anhelo de teólogos y científicos ansiosos por comprobar o refutar la naturaleza divina del drama allí acaecido.
Nadie ha hablado de los huesos de Judas. ¿Quién lo enterró?, apenas se cuenta como una anécdota, como un elemento secundario, un apéndice para especialistas. Si los huesos yacen bajo tierra, a la sombra del árbol, son menos valiosos que las monedas oxidadas.
Siempre lo han sido.
Por eso la equivocación de Judas, el fruto de su breve y falaz ensoñación.
El amor confundido entre los metales, la tristeza y el dolor como esencial visión del mundo.
Sabía él, como judío practicante, que se estaba condenando más allá de esta vida. Que su alma yacería como una sábana sucia bajo las sombras del olvido y la ignominia.
Arrepentimiento como expiación. Pero no hay tal expiación para quien no se perdona a sí mismo. Ni quien llora las penas ajenas puede evadir los frutos amargos del pasado.
Judas sabía que el futuro no es más que una falacia inventada por el tiempo para consolarnos.
No hubo arrepentimiento.
Hubo culpa.
Errores que no pueden corregirse, porque nada se corrige, sólo se trata de olvidar.