ACTO I
ESCENA I
DON MANUEL, DON GREGORIO.
DON GREGORIO.- Y por último, señor Don Manuel, aunque usted es en
efecto mi hermano mayor, yo no pienso seguir sus correcciones de usted ni sus
ejemplos. Haré lo que guste, y nada más; y me va muy lindamente con hacerlo
así.
DON MANUEL.- Ya; pero das lugar a que todos se burlen, y...
DON GREGORIO.- ¿Y quién se burla? Otros tan mentecatos como tú.
DON MANUEL.- Mil gracias por atención, señor Don Gregorio.
DON GREGORIO.- Y bien, ¿qué dicen esos graves censores?, ¿qué hallan
en mí que merezca su desaprobación?
DON MANUEL.- Desaprueban la rusticidad de tu carácter; esa aspereza
que te aparta del trato y los placeres honestos de la sociedad; esa
extravagancia que te hace tan ridículo en cuanto piensas y dices y obras, y
hasta en el modo de vestir te singulariza.
DON GREGORIO.- En eso tienen razón, y conozco lo mal que hago en no
seguir puntualmente lo que manda la moda; en no proponerme por modelo a
los mocitos evaporados, casquivanos y pisaverdes. Si así lo hiciera, estoy bien
seguro de que mi hermano mayor me lo aplaudiría; porque gracias a Dios, le
veo acomodarse puntualmente a cuantas locuras adoptan los otros.
DON MANUEL.- ¡Es raro empeño el que has tomado de recordarme tan a
menudo que soy viejo! Tan viejo soy, que te llevo dos años de ventaja; yo he
cumplido cuarenta y cinco y tú cuarenta y tres; pero aunque los míos fuesen
muchos más, ¿sería ésta una razón para que me culparas el ser tratable con las
gentes, el tener buen humor, el gustar de vestirme con decencia, andar limpio
y...? ¿Pues, qué? ¿La vejez nos condena, por ventura, a aborrecerlo todo; a no
pensar en otra cosa que en la muerte? ¿O deberemos añadir a la deformidad
que traen los años consigo, un desaliño y voluntario, una sordidez que repugne
a cuantos nos vean, y sobre todo, un mal humor y un ceño que nadie pueda
sufrir? Yo te aseguro que si no mudas de sistema, la pobre Rosita será poco
feliz con un marido tan impertinente como tú, y que el matrimonio que la
previenes será, tal vez, un origen de disgustos y de recíproco aborrecimiento,
que...
DON GREGORIO.- La pobre Rosita vivirá más dichosa conmigo que su
hermanita, la pobre Leonor, destinada a ser esposa de un caballero de tus
prendas y de tu mérito. Cada uno procede y discurre como le parece, señor
hermano... Las dos son huérfanas; su padre, amigo nuestro, nos dejó encargada
al tiempo de su muerte la educación de entrambas, y previno que si andando el
tiempo queríamos casarnos con ellas, desde luego aprobaba y bendecía esta
unión; y en caso de no verificarse, esperaba que las buscaríamos una
colocación proporcionada, fiándolo todo a nuestra honradez y a la mucha
amistad que con él tuvimos. En efecto, nos dio sobre ellas la autoridad de
tutor, de padre y esposo. Tú te encargaste de cuidar de Leonor y yo de Rosita;
tú has enseñado a la tuya como has querido, y yo a la mía como me ha dado la
gana. ¿Estamos?
DON MANUEL.- Sí; pero me parece a mí...
DON GREGORIO.- Lo que a mí me parece es que usted no ha sabido
educar la suya; pero repito que cada cual puede hacer en esto lo que más le
agrade. Tú consientes que la tuya sea despejada y libre y pizpireta: séalo en
buen hora. Permites que tenga criadas y se deje servir como una señorita:
lindamente. La das ensanches para pasearse por el lugar, ir a visitas y oír las
dulzuras de tanto enamorado zascandil: muy bien hecho. Pero yo pretendo que
la mía viva a mi gusto y no al suyo; que se ponga un juboncito de estameña;
que no me gaste zapaticos de color, si no los días en que repican recio; que se
esté quietecita en casa, como conviene a una doncella virtuosa; que acuda a
todo; que barra, que limpie, y cuando haya concluido estas ocupaciones, me
remiende la ropa y haga calceta. Esto es lo que quiero, y que nunca oiga las
tiernas quejas de los mozalbetes antojadizos; que no hable con nadie, ni con el
gato, sin tener escucha; que no salga de casa jamas, sin llevar escolta... La
carne es frágil, señor mío, yo veo los trabajos que pasan otros, y puesto que ha
de ser mi mujer, quiero asegurarme de su conducta, y no exponerme a
aumentar el número de los maridos zanguangos.
ESCENA II
DOÑA LEONOR, DOÑA ROSA, JULIANA; las tres salen con mantilla y
basquiña de casa de DON GREGORIO, y hablan inmediatas a la puerta. DON
GREGORIO, DON MANUEL.
DOÑA LEONOR.- No te dé cuidado. Si te riñe, yo me encargo de
responderle.
JULIANA.- ¡Siempre metida en un cuarto, sin ver la calle, ni poder hablar
con persona humana! ¡Qué fastidio!
DOÑA LEONOR.- Mucha lástima tengo de ti.
DOÑA ROSA.- Milagro es que no me haya dejado debajo de llave, o me
haya llevado consigo, que aún es peor.
JULIANA.- Le echaría yo más alto que...
DON GREGORIO.- ¡Oiga! ¿Y adónde van ustedes, niñas?
DOÑA LEONOR.- La he dicho a Rosita que se venga conmigo, para que
se esparza un poco. Saldremos por aquí por la puerta de San Bernardino, y
entraremos por la de Foncarral. Don Manuel nos hará el gusto de
acompañarnos...
DON MANUEL.- Sí, por cierto, vamos allá.
DOÑA LEONOR.- Y, mire usted; yo me quedo a merendar en casa de
Doña Beatriz... Me ha dicho tantas veces que por qué no llevo a ésta por allá,
que ya no sé qué decirla, conque, si usted quiere, irá conmigo esta tarde:
merendaremos, nos divertiremos un rato por el jardín y al anochecer estamos
de vuelta.
DON GREGORIO.- Usted (A DOÑA LEONOR, a JULIANA, a DON
MANUEL y a DOÑA ROSA, según lo indica el diálogo.) puede irse adonde
guste; usted puede ir con ella... Tal para cual. Usted puede acompañarlas, si lo
tiene a bien; y usted a casa.
DON MANUEL.- Pero, hermano, déjalas que se diviertan y que...
DON GREGORIO.- A más ver. (Coge del brazo a DOÑA ROSA, haciendo
ademán de entrarse con ella en su casa.)
DON MANUEL.- La juventud necesita...
DON GREGORIO.- La juventud es loca, y la vejez es loca también,
muchas veces.
DON MANUEL.- ¿Pero, hay algún inconveniente en que se vaya con su
hermana?
DON GREGORIO.- No, ninguno; pero conmigo está mucho mejor.
DON MANUEL.- Considera que...
DON GREGORIO.- Considero que debe hacer lo que yo la mande, y
considero que me interesa mucho su conducta.
DON MANUEL.- Pero, ¿piensas tú que me será indiferente a mí la de su
hermana?
JULIANA.- (Aparte.) ¡Tuerto maldito!
DOÑA ROSA.- No creo que tiene usted motivo ninguno para...
DON GREGORIO.- Usted calle, señorita, que ya la explicaré yo a usted si
es bien hecho querer salir de casa, sin que yo se lo proponga; y la lleve, y la
traiga, y la cuide.
DOÑA LEONOR.- Pero, ¿qué quiere usted decir con eso?
DON GREGORIO.- Señora Doña Leonor, con usted no va nada. Usted es
una doncella muy prudente. No hablo con usted.
DOÑA LEONOR.- Pero, ¿piensa usted que mi hermana estará mal en mi
compañía?
DON GREGORIO.- ¡Oh, qué apurar! (Suelta el brazo de DOÑA ROSA y
se acerca adonde están los demás.) No estará muy bien, no señora; y hablando
en plata, las visitas que usted la hace me agradan poco; y el mayor favor que
usted puede hacerme es el de no volver por acá.
DOÑA LEONOR.- Mire usted, señor Don Gregorio, usando con usted de
la misma franqueza, le digo que yo no sé cómo ella tomará semejantes
procedimientos, pero bien adivino el efecto que haría en mí, una desconfianza
tan injusta. Mi hermana es, pero dejaría de tener mi sangre, si fuesen capaces
de inspirarla amor esos modales feroces y esa opresión en que usted la tiene.
JULIANA.- Y dice bien. Todos esos cuidados son cosa insufrible.
¡Encerrar de esa manera a las mujeres! Pues qué, ¿estamos entre turcos? Que
dicen que las tienen allá como esclavas, y que por eso son malditos de Dios.
¡Vaya que nuestro honor debe ser cosa bien quebradiza, si tanto afán se
necesita para conservarle! Y, ¿qué piensa usted, que todas esas precauciones
pueden estorbarnos el hacer nuestra santísima voluntad? Pues no lo crea usted;
y al hombre más ladino le volvemos tarumba cuando se nos pone en la cabeza
burlarle y confundirle. Ese encerramiento y esas centinelas son ilusiones de
locos, y lo más seguro es fiarse de nosotras. El que nos oprime a grandísimo
peligro se expone; nuestro honor se guarda a sí mismo; y el que tanto se afana
en cuidar de él, no hace otra cosa que despertarnos el apetito. Yo, de mí sé
decir, que si me tocara en suerte un marido tan caviloso como usted y tan
desconfiado, por el nombre que tengo, que me las había de pagar.
DON GREGORIO.- Mira la buena enseñanza que das a tu familia, ¡ves! ¡Y
lo sufres con tanta paciencia!
DON MANUEL.- En lo que ha dicho no hallo motivos de enfadarme, sino
de reír; y bien considerado no la falta razón. Su sexo necesita un poco de
libertad, Gregorio, y el rigor excesivo no es a propósito para contenerle. La
virtud de las esposas y de las doncellas no se debe ni a la vigilancia más
suspicaz, ni a las celosías, ni a los cerrojos. Bien poco estimable sería una
mujer, si solo fuese honesta por necesidad y no por elección. En vano
queremos dirigir su conducta, si antes de todo no procuramos merecer su
confianza y su cariño. Yo te aseguro que a pesar de todas las precauciones
imaginables, siempre temería que peligrase mi honor en manos de una persona
a quien sólo faltase la ocasión de ofenderme si por otra parte la sobraban los
deseos.
DON GREGORIO.- Todo eso que dices no vale nada. (JULIANA se
acerca a DOÑA ROSA que estará algo apartada. DON GREGORIO lo
advierte, la mira con enojo y JULIANA vuelve a retirarse.)
DON MANUEL.- Será lo que tú quieras... Pero insisto en que es menester
instruir a la juventud con la risa en los labios; reprehender sus defectos con
grandísima dulzura, y hacerla que ame la virtud, no que a su nombre se
atemorice. Estas máximas he seguido en la educación de Leonor. Nunca he
mirado como delito sus desahogos inocentes; nunca me he negado a
complacer aquellas inclinaciones, que son propias de la primera edad, y te
aseguro que hasta ahora no me ha dado motivos de arrepentirme. La he
permitido que vaya a concurrencias, a diversiones; que baile, que frecuente los
teatros, porque en mi opinión (suponiendo siempre los buenos principios) no
hay cosa que más contribuya a rectificar el juicio de los jóvenes. Y a la verdad,
si hemos de vivir en el mundo, la escuela del mundo instruye mejor que los
libros más doctos. Su padre dispuso que fuera mi mujer, pero estoy bien lejos
de tiranizarla, para ninguna cosa la daré mayor libertad que para esta
resolución porque no debo olvidarme de la diferencia que hay entre sus años y
los míos. Más quiero verla ajena, que poseerla a costa de la menor
repugnancia suya.
DON GREGORIO.- ¡Qué blandura! ¡Qué suavidad! Todo es miel y
almíbar... Pero, permítame usted que le diga, señor hermano: que cuando se ha
concedido en los primeros años demasiada holgura a una niña, es muy difícil o
acaso imposible el sujetarla después, y que se verá usted sumamente
embrollado, cuando su pupila sea ya su mujer, y por consecuencia tenga que
mudar de vida y costumbres.
DON MANUEL.- Y, ¿por qué ha de hacerse esa mudanza?
DON GREGORIO.- ¿Por qué?
DON MANUEL.- Sí.
DON GREGORIO.- No sé. Si usted no lo alcanza, yo no lo sé tampoco.
DON MANUEL.- ¿Pues hay algo en eso contra la estimación?
DON GREGORIO.- ¡Calle! ¿Conque si usted se casa con ella, la dejará
vivir en la misma santa libertad que ha tenido hasta ahora?
DON MANUEL.- ¿Y por qué no?
DON GREGORIO.- ¿Y consentirá que gaste blondas, y cintas, y flores, y
abaniquitos de anteojo, y...
DON MANUEL.- Sin duda.
DON GREGORIO.- ¿Y que vaya al prado y a la comedia con otras
cabecillas, y habrá simoníaco y merienda en el río y...?
DON MANUEL.- Cuando ella quiera.
DON GREGORIO.- ¿Y tendrá usted conversación en casa, chocolate,
lotería, baile, fortepiano y coplitas italianas?
DON MANUEL.- Preciso.
DON GREGORIO.- ¿Y la señorita oirá las impertinencias de tanto galán
amartelado?
DON MANUEL.- Si no es sorda.
DON GREGORIO.- ¿Y usted callará a todo, y lo verá con ánimo
tranquilo?
DON MANUEL.- Pues ya se supone.
DON GREGORIO.- Quítate de ahí, que eres un loco... Vaya usted adentro,
niña; usted no debe asistir a pláticas tan indecentes. (Hace entrar en su casa a
DOÑA ROSA apresuradamente, cierra la puerta y se pasea colérico por el
teatro.)
ESCENA III
DON MANUEL, DON GREGORIO, DOÑA LEONOR, JULIANA.
DON MANUEL.- Ya te lo he dicho. La que sea mi esposa vivirá conmigo
en libertad honesta; la trataré bien, haré estimación de ella, y probablemente
corresponderá como debe a este amor y a esta confianza.
DON GREGORIO.- ¡Oh! Qué gusto he de tener cuando la tal esposa le...
DON MANUEL.- ¿Qué?... Vamos, acaba de decirlo.
DON GREGORIO.- ¡Qué gusto ha de ser para mí!
DON MANUEL.- Yo ignoro cuál será mi suerte; pero creo que si no te
sucede a ti el chasco pesado que me pronosticas, no será ciertamente por no
haber hecho de tu parte cuantas diligencias son necesarias para que suceda.
DON GREGORIO.- Sí, ríe, búrlate. Ya llegará la mía, y veremos entonces
cuál de los dos tiene más gana de reír.
DOÑA LEONOR.- Yo le aseguro del peligro con que usted le amenaza,
señor Don Gregorio, y desprecio la infame sospecha que usted se atreve a
suscitar delante de mí. Yo lo prometo, si llega el caso de que este matrimonio
se verifique, que su honor no padezca, porque me estimo a mi propia en
mucho; pero si usted hubiera de ser mi marido, en verdad que no me atrevería
a decir otro tanto.
JULIANA.- Realmente es cargo de conciencia con los que nos tratan bien
y hacen confianza de nosotras; pero con hombres como usted, pan bendito.
DON GREGORIO.- Vaya enhoramala, habladora, desvergonzada,
insolente.
DON MANUEL.- Tú tienes la culpa de que ella hable así... Vamos Leonor.
Allá te dejaré con tus amigas y yo me volveré a despachar el correo.
DOÑA LEONOR.- Pero, ¿no irá usted por mí?
DON MANUEL.- ¿Qué sé yo? Si no he ido al anochecer, el criado de
Doña Beatriz puede acompañaros. Adiós, Gregorio. Conque, quedamos en que
es menester mudar de humor, y en que esto de encerrar a las mujeres es mucho
desatino. Soy criado de usted. (DON MANUEL y las dos mujeres se van por
una de las calles.)
DON GREGORIO.- Yo no soy criado de usted. Vaya usted con Dios.
ESCENA IV
DON GREGORIO.- Dios los cría y ellos se juntan... ¡Qué familia! Un
hombre maduro, empeñado en vivir como un mancebito de primera tijera, una
solterita desenfadada, y mujer de mundo, unos criados sin vergüenza, ni... No,
la prudencia misma no bastaría a corregir los desórdenes de semejante casa...
Lo peor es que Rosita no aprenderá cosa buena con estos ejemplos, y tal vez
pudieran malograrse las ideas de recogimiento y virtud que he sabido
inspirarla... Pondremos remedio... Muy buena es la plazuela de Afligidos; pero
en Griñon estará mejor. Sí, cuanto antes; y allí volverá a divertirse con sus
lechugas y sus gallinitas.
ESCENA V
DON ENRIQUE, COSME, salen los dos de la casa de DON ENRIQUE y
observan a DON GREGORIO, que estará distante.
COSME.- ¿Es él?
DON ENRIQUE.- Sí, él es; el cruel tutor de la hermosa prisionera que
adoro.
DON GREGORIO.- Pero, ¡no es cosa de aturdirse al ver la corrupción
actual de las costumbres!...
DON ENRIQUE.- Quisiera vencer mi repugnancia; hablar con él, y ver si
logro de alguna manera introducirme.
DON GREGORIO.- En vez de aquella severidad que caracterizaba la
honradez antigua, (Se acerca un poco DON ENRIQUE por el lado derecho de
DON GREGORIO y le hace cortesía.) no vemos en nuestra juventud sino
excesos de inobediencia, libertinaje y...
DON ENRIQUE.- Pero, ¿este hombre no ve?
COSME.- ¡Ay! Es verdad. Ya no me acordaba. Si éste es el lado del ojo
huero. Vamos por el otro. (Hace que DON ENRIQUE pase por detrás de DON
GREGORIO al lado opuesto.)
DON GREGORIO.- No, no, no... Es preciso salir de aquí. Mi permanencia
en la corte no pudiera menos de... (Estornuda y se suena.)
DON ENRIQUE.- No hay remedio; yo quiero introducirme con él.
DON GREGORIO.- ¿Eh? (Se vuelve hacia el lado derecho, y no viendo a
nadie prosigue su discurso.) Pensé que hablaban... A lo menos en un lugar,
bendito Dios, no se ven estas locuras de por aquí.
COSME.- Acérquese usted.
DON GREGORIO.- ¿Quién va? (Vuelve por el lado derecho, se rasca la
oreja, y al concluir una vuelta entera repara en DON ENRIQUE, que le hace
cortesías con el sombrero. DON GREGORIO se aparta y DON ENRIQUE se
le va acercando.) Las orejas me zumban... Allí todas las diversiones de las
muchachas se reducen a... ¿Es a mí?
COSME.- Ánimo.
DON GREGORIO.- Allí ninguno de estos barbilindos viene con sus...
¡Qué diablos!... ¡Dale!... ¡Vaya que el hombre es atento!
DON ENRIQUE.- Mucho sentiría, caballero, haberle distraído a usted de
sus meditaciones.
DON GREGORIO.- En efecto.
DON ENRIQUE.- Pero la oportunidad de conocer a usted que ahora se me
presenta es para mí una fortuna, una satisfacción tan apetecible, que no he
podido resistir al deseo de saludarle...
DON GREGORIO.- Bien.
DON ENRIQUE.- Y de manifestarle a usted con la mayor sinceridad,
cuánto celebraría poderme ocupar en servicio suyo.
DON GREGORIO.- Lo estimo.
DON ENRIQUE.- Tengo la dicha de ser vecino de usted, en lo cual debo
estar muy agradecido a mi suerte, que me proporciona...
DON GREGORIO.- Muy bien.
DON ENRIQUE.- Y, ¿sabe usted las noticias que hoy tenemos? En la corte
aseguran, como cosa muy positiva...
DON GREGORIO.- ¿Qué me importa?
DON ENRIQUE.- Ya; pero a veces tiene uno curiosidad de saber
novedades y...
DON GREGORIO.- ¡Eh!
DON ENRIQUE.- Realmente, (Después de una larga pausa prosigue DON
ENRIQUE. Se para, deseando que DON GREGORIO le conteste, y viendo
que no lo hace, sigue hablando.) Madrid es un pueblo en que se disfrutan más
comodidades y diversiones que en otra parte... Las provincias en comparación
de esto... Ya se ve, ¡aquella soledad, aquella monotonía!... ¿Y usted en qué
pasa el tiempo?
DON GREGORIO.- En mis negocios.
DON ENRIQUE.- Sí; pero el ánimo necesita descanso, y a las veces se
rinde por la demasiada aplicación a los asuntos graves... Y de noche, antes de
recogerse, ¿qué hace usted?
DON GREGORIO.- Lo que me da la gana.
DON ENRIQUE.- Muy bien dicho. La respuesta es exactísima y desde
luego se echa de ver su prudencia de usted en no querer hacer cosa que no sea
muy de su agrado. Cierto que... Yo, si usted no estuviese muy ocupado,
pasarla, así, algunas noches a su casa de usted y...
DON GREGORIO.- Agur. (Atraviesa por entre los dos, se entra en su casa
y cierra.)
ESCENA VI
DON ENRIQUE, COSME.
DON ENRIQUE.- ¿Qué te parece, Cosme? ¿Ves, qué hombre éste?
COSME.- Asperillo es de condición y amargo de respuestas.
DON ENRIQUE.- ¡Ah!, ¡yo me desespero!
COSME.- Y, ¿por qué?
DON ENRIQUE.- ¿Eso me preguntas? Porque veo sin libertad a la prenda
que más estimo; en poder de ese bárbaro, de ese dragón vigilante, que la
guarda y la oprime.
COSME.- Auto en favor. Eso que a usted le apesadumbra, debiera hacerle
concebir mayor esperanza. Sepa usted señor Don Enrique, para que se
tranquilice y se consuele, que una mujer a quien celan y guardan mucho, está
ya medio conquistada; y que el mal humor de los maridos y de los padres no
hace otra cosa que adelantar las pretensiones del galán. Yo no soy
enamoradizo, ni entiendo de esos filis; pero muchas veces oí decir a algunos
de mis amos anteriores (corsarios de profesión) que no había para ellos mayor
gusto que el de hallarse con uno de estos maridos fastidiosos, groseros,
regañones, atisbadores, impertinentes, cavilosos, coléricos, que armados con la
autoridad de maridos, a vista de los amantes de su mujer, la martirizan y la
desesperan. ¿Y qué sucede? Lo que es natural, naturalísimo. Que el tímido
caballero, animándose al ver el justo resentimiento de la señora por los ultrajes
que ha padecido, se lastima de su situación, la consuela, la acaricia, la arrulla,
y ella como es regular se lo agradece y... En fin, se adelanta camino. Créame
usted, la aspereza del consabido tutor, le facilitará a usted los medios de
enamorar a la pupila.
DON ENRIQUE.- ¿Qué facilidades me propones, cuando sabes que hace
ya tres meses que suspiro en vano? Ganado el pleito, por el cual emprendí mi
viaje de Córdoba a Madrid, entretengo con dilaciones a mi buen padre,
impaciente de verme huyo del trato de mis amigos, de las muchas
distracciones que ofrece la corte, me vengo a vivir a este barrio solitario, para
estar cerca de Doña Rosita, y tener ocasiones de hablarla, y hasta ahora mi
desdicha ha sido tan grande, que no lo he podido conseguir.
COSME.- Dicen que amor es invencionero y astuto; pero no me parece a
mí que usted pone toda la diligencia que pide el caso, ni que discurre arbitrios
para...
DON ENRIQUE.- ¿Y qué he de hacer yo, si la casa está cerrada siempre
como un castillo? ¿Si no hay dentro de ella, criado ni criada alguna, de quien
poder valerme? ¿Si nunca sale por esa puerta, sin ir acompañada de su feroz
alcaide?
COSME.- ¿De suerte que ella todavía no sabe que usted la quiere?
DON ENRIQUE.- No sé qué decirte. Bien me ha visto que la sigo a todas
partes y que me recato de que su tutor repare en mí. Cuando la lleva a misa, a
San Marcos, allí estoy yo; si alguna vez se va a pasear con ella hacia la florida,
al cementerio, o al camino de Maudes, siempre la he seguido a lo lejos.
Cuando he podido acercarme, bien he procurado que lea en mis ojos lo que
padece mi corazón; pero, ¿quién sabe si ella ha comprendido este idioma, y si
agradece mi amor, o le desestima?
COSME.- A la fe que el tal lenguaje es un poco oscuro, si no te acompañan
las palabras o las letras.
DON ENRIQUE.- No sé qué hacer para salir de esta inquietud, y averiguar
si me ha entendido, y conoce lo que la quiero... Discurre tú algún arbitrio...
COSME.- Sí, discurramos.
DON ENRIQUE.- A ver si se puede...
COSME.- Ya lo entiendo; pero aquí no estamos bien. A casa.
DON ENRIQUE.- Pues, ¿qué importa que...?
COSME.- No ve usted que si el amigo estuviese ahí detrás de las persianas,
avizorándonos con el ojo que le sobra... No, no, a casa... Y despacito, como
que...
DON ENRIQUE.- Sí, dices bien. (Vanse los dos, encaminándose
lentamente a casa de DON ENRIQUE.)
****
ACTO II
ESCENA I
Sale DON MANUEL por una de las calles, llega a su casa, tira de la
campanilla; después de una breve pausa se abre la puerta, entra y queda
cerrada como antes.
DON MANUEL.- Abre.
ESCENA II
DON GREGORIO, DOÑA ROSA. Salen los dos de casa de DON GREGORIO.
DON GREGORIO.- Bien; vete, que ya sé la casa; y aun por las señas que
me das, también caigo en quien es el sujeto. (Se aparta un poco de DOÑA
ROSA y vuelve después.)
DOÑA ROSA.- ¡Oh!, ¡favorezca la suerte los ardides que me inspira un
inocente amor!
DON GREGORIO.- ¿No dices que has oído que se llama Don Enrique?
DOÑA ROSA.- Sí, Don Enrique.
DON GREGORIO.- Pues bien, tranquilízate. Vete adentro y déjame, que
yo estaré con ese aturdido, y le diré lo que hace al caso. (Vuelve a apartarse, y
se queda pensativo. Entretanto DOÑA ROSA se entra y cierra la puerta. DON
GREGORIO llama a la de DON ENRIQUE.)
DOÑA ROSA.- Para una doncella, demasiado atrevimiento es éste... Pero,
¿qué persona de juicio se negará a disculparme, si considera el injusto rigor
que padezco?
DON GREGORIO.- No perdamos tiempo... ¡Ah, de casa!... Gente de paz...
Ya no me admiro de que el dichoso vecinito se me viniese haciendo tantas
reverencias; pero yo le haré ver que su proyecto insensato no le...
ESCENA III
COSME, DON GREGORIO, DON ENRIQUE.
DON GREGORIO.- Qué bruto de... (Al salir COSME, da un gran tropezón
con DON GREGORIO.) ¡No ve usted qué modo de salir!... ¡Por poco no me
hace desnucar el bárbaro! (Mientras DON GREGORIO busca y limpia el
sombrero que ha caído por el suelo, sale DON ENRIQUE, y durante la escena
le trata con afectado cumplimiento, lo cual va impacientando progresivamente
a DON GREGORIO.)
DON ENRIQUE.- Caballero, siento mucho que...
DON GREGORIO.- ¡Ah! Precisamente es usted el que busco.
DON ENRIQUE.- ¿A mí, señor?
DON GREGORIO.- Sí, por cierto... ¿No se llama usted Don Enrique?
DON ENRIQUE.- Para servir a usted.
DON GREGORIO.- Para servir a Dios... Pues, señor, si usted lo permite,
yo tengo que hablarle.
DON ENRIQUE.- ¿Será tanta mi felicidad que pueda complacerle a usted
en algo?
DON GREGORIO.- No, al contrario; yo soy el que trato de hacerle a usted
un obsequio y por eso me he tomado la libertad de venir a buscarle.
DON ENRIQUE.- ¿Y usted venía a mi casa con ese intento?
DON GREGORIO.- Sí señor... ¿Y qué hay en eso de particular?
DON ENRIQUE.- ¿Pues no quiere usted que me admire? Y que
envanecido con el honor de que...
DON GREGORIO.- Dejémonos ahora de honores y de envanecimientos...
Vamos al caso.
DON ENRIQUE.- Pero, tómese usted la molestia de pasar adelante.
DON GREGORIO.- No hay para qué.
DON ENRIQUE.- Sí, sí, usted me hará este favor.
DON GREGORIO.- No, por cierto. Aquí estoy muy bien.
DON ENRIQUE.- ¡Oh! No es cortesía permitir que usted...
DON GREGORIO.- Pues yo le digo a usted que no quiero moverme.
DON ENRIQUE.- Será lo que usted guste. Cosme, volando, baja un
taburete para el vecino. (COSME se encamina a la puerta de su casa para
buscar el taburete, después se detiene dudando lo que ha de hacer.)
DON GREGORIO.- Pero si de pie le puedo a usted decir lo que...
DON ENRIQUE.- ¿De pie? ¡Oh! ¡No se trata de eso!
DON GREGORIO.- ¡Vaya, que el hombre me mortifica en forma!
COSME.- ¿Le traigo o le dejo? ¿Qué he de hacer?
DON GREGORIO.- No le traiga usted.
DON ENRIQUE.- Pero sería una desatención indisculpable...
DON GREGORIO.- Hombre, más desatención es no querer oír a quién
tiene que hablar con usted.
DON ENRIQUE.- Ya oigo. (DON ENRIQUE hace ademán de ponerse el
sombrero, pero al ver que DON GREGORIO le tiene aún en la mano, queda
descubierto, le hace insinuaciones de que se le ponga primero. DON
GREGORIO se impacienta y al fin se le ponen los dos.)
DON GREGORIO.- Así me gusta... Por Dios, dejémonos de ceremonias,
que ya me... ¿Quiere usted oírme?
DON ENRIQUE.- Sí por cierto; con muchísimo gusto.
DON GREGORIO.- Dígame usted... ¿Sabe usted que yo soy tutor de una
joven muy bien parecida, que vive en aquella casa de las persianas verdes y se
llamó Doña Rosita?
DON ENRIQUE.- Sí, señor.
DON GREGORIO.- Pues bien; si usted lo sabe no hay para qué decírselo...
¿Y sabe usted que siendo muy de mi gusto esta niña, me interesa mucho su
persona; aun más que por el pupilaje, por estar destinada al honor de ser mi
mujer?
DON ENRIQUE.- No sabía eso. (Con sorpresa y sentimiento.)
DON GREGORIO.- Pues yo se lo digo a usted. Y además, le digo que si
usted gusta, no trate de galanteármela y la deje en paz.
DON ENRIQUE.- ¿Quién?... ¡Yo, señor!
DON GREGORIO.- Sí, usted. No andemos ahora con disimulos.
DON ENRIQUE.- Pero, ¿quién le ha dicho a usted que yo esté enamorado
de esa señorita?
DON GREGORIO.- Personas a quienes se puede dar entera fe y crédito.
DON ENRIQUE.- Pero, repito que...
DON GREGORIO.- ¡Dale!... Ella misma.
DON ENRIQUE.- ¿Ella? (Se admira y manifiesta particular interés en
saber lo restante.)
DON GREGORIO.- Ella. ¿No le parece a usted que basta? Como es una
muchacha muy honrada, y que me quiere bien desde su edad más tierna, acaba
de hacerme relación de todo lo que pasa. Y me encarga además, que le
advierta a usted que ha entendido muy bien lo que usted quiere decirla con sus
miradas, desde que ha dado en la flor de seguirla los pasos; que no ignora sus
deseos de usted, pero que esta conducta la ofende, y que es inútil que usted se
obstine en manifestarla una pasión, tan repugnante al cariño que a mí me
profesa.
DON ENRIQUE.- ¿Y dice usted que es ella misma la que le ha
encargado...?
DON GREGORIO.- Sí señor, ella misma, la que me hace venir a darle a
usted este consejo saludable. Y a decirle que habiendo penetrado desde luego
sus intenciones de usted le hubiera dado este aviso mucho tiempo antes, si
hubiese tenido alguna persona de quien fiar tan delicada comisión; pero que
viéndose ya apurada y sin otro recurso, ha querido valerse de mí para que
cuanto antes sepa usted que basta ya de guiñaduras; que su corazón todo es
mío; y que si tiene usted un tantico de prudencia, es de esperar que dirigirá sus
miras hacia otra parte. Adiós, hasta la vista. No tengo otra cosa que advertir a
usted. (Se aparta de ellos, adelantándose hacia el proscenio.)
DON ENRIQUE.- Y bien, Cosme, ¿qué me dices de esto?
COSME.- Que no le debe dar a usted pesadumbre; que alguna maraña hay
oculta; y sobre todo, que no desprecia su obsequio de usted la que le envía ese
recado.
DON GREGORIO.- ¡Se ve que le ha hecho efecto!
DON ENRIQUE.- ¿Conque tú crees también que hay algún artificio?
COSME.- Sí... Pero vamos de aquí, porque está observándonos. (Los dos
se entran en la casa de DON ENRIQUE; DON GREGORIO, después de
haberlos observado, se pasea por el teatro.)
ESCENA IV
DON GREGORIO, DOÑA ROSA.
DON GREGORIO.- Anda, pobre hombre, anda, que no esperabas tu
semejante visita... Ya se ve, ¡una niña virtuosa como ella es, con la educación
que ha tenido!... Las miradas de un hombre la asustan, y se da por muy
ofendida. (Mientras DON GREGORIO se pasea y hace ademanes de hablar
solo, DOÑA ROSA abre su puerta y habla sin haberle visto; él por último se
encamina a su casa y le sorprende hallar a DOÑA ROSA.)
DOÑA ROSA.- Yo me determino. Tal vez en la sorpresa que debe causarle
no habrá entendido mi intención... ¡Oh!, es menester, si ha de acabarse esta
esclavitud, no dejarle en dudas.
DON GREGORIO.- Vamos a verla y a contarla... ¡Calle! ¿Qué estabas
aquí?... Ya despaché mi comisión.
DOÑA ROSA.- Bien impaciente estaba. ¿Y qué hubo?
DON GREGORIO.- Que ha surtido el efecto deseado, y el hombre queda
que no sabe lo que le pasa. Al principio se me hacía el desentendido; pero
luego que le aseguré que tú propia me enviabas, se confundió, no acertaba con
las palabras, y no me parece que te vuelva a molestar.
DOÑA ROSA.- ¿Eso dice usted? Pues yo temo que ese bribón nos ha de
dar alguna pesadumbre.
DON GREGORIO.- Pero, ¿en qué fundas ese temor, hija mía?
DOÑA ROSA.- Apenas había usted salido me fui a la pieza del jardín, a
tornar un poco el fresco en la ventana, y oí que fuera de la tapia cantaba un
chico, y se entretenía en tirar piedras al emparrado. Le reñí desde el balcón,
diciéndole que se fuese de allí; pero él se reía y no dejaba de tirar. Como los
cantos llegaban demasiado cerca, quise meterme adentro, temerosa de que no
me rompiese la cabeza con alguno. Pues cuando iba a cerrar la ventana, viene
uno por el aire que me pasó muy cerca de este hombro, y cayó dentro del
cuarto. Pensaba yo que fuese un pedazo de yeso; acercome a cogerle, y... ¿Qué
le parece a usted que era?
DON GREGORIO.- ¿Qué sé yo? Algún mendrugo seco, o algún troncho, o
así...
DOÑA ROSA.- No, señor. Era este envoltorio de papel (Saca de la
faltriquera un papel envuelto, y según lo indica el diálogo, le desenvuelve y va
enseñándole a DON GREGORIO la caja y la carta.)
DON GREGORIO.- ¡Calle!
DOÑA ROSA.- Y dentro esta caja de oro.
DON GREGORIO.- ¡Oiga!
DOÑA ROSA.- Y dentro esta carta, dobladita como usted la ve, con su
sobrescrito, y su sello de lacre verde, y...
DON GREGORIO.- ¡Picardía como ella!... ¿Y el muchacho?
DOÑA ROSA.- El muchacho desapareció al instante... Mire usted, el
corazón le tengo tan oprimido que...
DON GREGORIO.- Bien te lo creo.
DOÑA ROSA.- Pero es obligación mía devolver inmediatamente la caja y
la carta a ese diablo de ese hombre; bien que para esto era menester que
alguno se encargase de... Porque atreverme yo a que usted mismo...
DON GREGORIO.- Al contrario, bobilla; de esa manera me darás una
prueba de tu cariño. No sabes tú la fineza que en esto me haces. Yo, yo me
encargo de muy buena gana de ser el portador.
DOÑA ROSA.- Pues tome usted. (Le da la caja, la carta y el papel en que
estaba todo envuelto. DON GREGORIO lee el sobrescrito, y hace ademán de
ir a abrir la carta; DOÑA ROSA pone las manos sobre las suyas y le detiene.)
DON GREGORIO.- «A mi señora, Doña Rosa Jiménez. -Enrique de
Cárdenas». ¡Temerario, seductor! Veamos lo que te escribe y...
DOÑA ROSA.- ¡Ay! No por cierto; no la abra usted.
DON GREGORIO.- ¿Y qué importa?
DOÑA ROSA.- ¿Quiere usted que él se persuada a que yo he tenido la
ligereza de abrirla? Una doncella debe guardarse de leer jamás los billetes que
un hombre la envíe porque la curiosidad que en esto descubre, dará a
sospechar que interiormente no la disgusta que la escriban amores. No señor,
no. Yo creo que se le debe entregar la carta cerrada como está, y sin dilación
ninguna para que vea el alto desprecio que hago de él, que pierda toda
esperanza, y no vuelva nunca a intentar locura semejante.
DON GREGORIO.- ¡Tiene muchísima razón! (Se aparta hacia un lado y
vuelve después a hablarla muy satisfecho. Mete la carta dentro de la caja, la
envuelve curiosamente, y se la guarda.) Rosita, tu prudencia y tu virtud me
maravillan. Veo que mis lecciones han producido en tu alma inocente
sazonados frutos, y cada vez te considero más digna de ser mi esposa.
DOÑA ROSA.- Pero, si usted tiene gusto de leerla...
DON GREGORIO.- No, nada de eso.
DOÑA ROSA.- Léala usted si quiere, como no la oiga yo.
DON GREGORIO.- No, no señor. Si estoy muy persuadido de lo que me
has dicho. Conviene llevarla así. Voy allá en un instante... Me llegaré después
aquí a la botica, a encargar aquel ungüentillo para los callos... Volveré a
hacerte compañía y leeremos un par de horas en Desiderio y Electo... ¡Eh!
Adiós.
DOÑA ROSA.- Venga usted pronto. (Se entra DOÑA ROSA en su casa.)
ESCENA V
DON GREGORIO, COSME.
DON GREGORIO.- El corazón me rebosa de alegría al ver una muchacha
de esta índole. Es un tesoro el que yo tengo en ella, de modestia y de juicio.
¡Ah! Quisiera yo saber si la pupila de mi docto hermano será capaz de
proceder así. ¡No señor; las mujeres son, lo que se quiere que sean! (Va a casa
de DON ENRIQUE y llama. Al salir COSME, desenvuelve el papel, le enseña
la carta cerrada, se le pone todo en las manos y se va por una calle.) Deo
gracias.
COSME.- ¿Quién es? ¡Oh! Señor Don...
DON GREGORIO.- Tome usted, dígale usted a su amo que no vuelva a
escribir más cartas a aquella señorita, ni a enviarla cajitas de oro; porque está
muy enfadada con él... Mire usted, cerrada viene. Dígale usted que por ahí
podrá conocer el buen recibo que ha tenido, y lo que puede esperar en
adelante.
ESCENA VI
DON ENRIQUE, COSME.
DON ENRIQUE.- ¿Qué es eso? ¿Qué te ha dado ese bárbaro?
COSME.- Esta caja, con esta carta, que dice que usted ha enviado a Doña
Rosita... (DON ENRIQUE le oye con admiración, abre la carta y la lee cuando
lo indica el diálogo.)
DON ENRIQUE.- ¡Yo!...
COSME.- La cual Doña Rosita se ha irritado tanto, según él asegura, de
este atrevimiento, que se la vuelve a usted sin haberla querido abrir... Lea
usted pronto y veremos si mi sospecha se verifica.
DON ENRIQUE.- «Esta carta le sorprenderá a usted sin duda. El designio
de escribírsela, y el modo con que la pongo en sus manos, parecerán
demasiado atrevidos; pero el estado en que me veo, no me da lugar a otras
atenciones. La idea de que dentro de seis días he de casarme con el hombre
que más aborrezco, me determina a todo; y no queriendo abandonarme a la
desesperación, elijo el partido de implorar de usted el favor que necesito para
romper estas cadenas. Pero no crea usted que la inclinación que le manifiesto
sea únicamente procedida de mi suerte infeliz; nace de mi propio albedrío. Las
prendas estimables que veo en usted, las noticias que he procurado adquirir de
su estado, de su conducta y de su calidad, aceleran y disculpan esta
determinación... En usted consiste que yo pueda cuanto antes llamarme suya;
pues sólo espero que me indique los designios de su amor, para que yo le haga
saber lo que tengo resuelto. Adiós, y considere usted que el tiempo vuela, y
que dos corazones enamorados con media palabra deben entenderse.»
COSME.- ¿No le parece a usted que la astucia es de lo más sutil que puede
imaginarse? ¿Sería creíble en una muchacha tan ingeniosa travesura de amor?
DON ENRIQUE.- ¡Esta mujer es adorable! Este rasgo de su talento y de su
pasión, acrecen la que yo la tengo (DON GREGORIO sale por una de las
calles y se detiene. Después se acerca.) y unido todo a la juventud, a las
gracias y a la hermosura...
COSME.- Que viene el tuerto. Discurra usted lo que le ha de decir.
ESCENA VII
DON GREGORIO, DON ENRIQUE, COSME.
DON GREGORIO.- Allí se están amo y criado como dos peleles...
Conque, dígame usted, caballerito. ¿Volverá usted a enviar billetes amorosos a
quien no se los quiere leer? Usted pensaba encontrar una niña alegre, amiga de
cuchicheos y citas, y quebraderos de cabeza. Pues ya ve usted el chasco que le
ha sucedido... Créame, señor vecino, déjese de gastar la pólvora en salvas. Ella
me quiere, tiene muchísimo juicio; a usted no le puede ver ni pintado, con que
lo mejor es una buena retirada, y llamar a otra puerta, que por ésta no se puede
entrar.
DON ENRIQUE.- Es verdad, su mérito de usted es un obstáculo
invencible. Ya echo de ver que era una locura aspirar al cariño de Doña Rosita,
teniéndole a usted por competidor.
DON GREGORIO.- ¡Ya se ve que era una locura!
DON ENRIQUE.- ¡Oh! Yo le aseguro a usted que, si hubiese llegado a
presumir, que usted era ya dueño de aquel corazón, nunca hubiera tenido la
temeridad de disputársele.
DON GREGORIO.- ¡Yo lo creo!
DON ENRIQUE.- Acabó mi esperanza, y renuncio a una felicidad, que
estando usted de por medio, no es para mí.
DON GREGORIO.- En lo cual hace usted muy bien.
DON ENRIQUE.- Y aún es tal mi desdicha, que no me permite ni el triste
consuelo de la queja porque, al considerar las prendas que le adornan a usted,
¿cómo he de atreverme a culpar la elección de Doña Rosa, que las conoce y
las estima?
DON GREGORIO.- Usted dice bien.
DON ENRIQUE.- No haya más. Esta ventura no era para mí; desisto de un
empeño tan imposible... Pero, si algo merece con usted un amante infeliz,
(DON ENRIQUE dará particular expresión a estas razones, y a las que dice
más adelante; deseoso de que DON GREGORIO las perciba bien y acierte a
repetirlas.) de cuya aflicción es usted la causa, yo le suplico solamente que
asegure en mi nombre a Doña Rosita, que el amor que de tres meses a esta
parte la estoy manifestando es el más puro, el más honesto; y que nunca me ha
pasado por la imaginación idea ninguna, de la cual su delicadeza y su pudor
deban ofenderse.
DON GREGORIO.- Sí, bien está, se lo diré.
DON ENRIQUE.- Que como era tan voluntaria esta elección en mí, no
tenía otro intento que el de ser su esposo; ni hubiera abandonado esta solicitud,
si el cariño que a usted le tiene, no me opusiera un obstáculo tan insuperable.
DON GREGORIO.- Bien, se lo diré lo mismo que usted me lo dice.
DON ENRIQUE.- Sí, pero que no piense que yo pueda olvidarme jamás de
su hermosura. Mi destino es amarla mientras me dure la vida; y si no fuese el
justo respeto que me inspira su mérito de usted, no habría en el mundo
ninguna otra consideración que fuese bastante a detenerme.
DON GREGORIO.- Usted habla y procede en eso como hombre de buena
razón... Voy al instante a decirla cuanto usted me encarga... (Hace que se va y
vuelve.) Pero, créame usted, Don Enrique, es menester distraerse, alegrarse y
procurar que esa pasión se apague y se olvide. ¡Qué diantre! Usted es mozo y
sujeto de circunstancias, con que es menester que... Vaya, vamos, ¿para qué es
el talento?... Conque... ¡Eh! Adiós. (Se aparta de ellos encaminándose a su
casa. DON ENRIQUE y COSME se van, y entran en la suya.)
DON ENRIQUE.- ¡Qué necio es!
ESCENA VIII
DON GREGORIO llama a su puerta y sale DOÑA ROSA.
DON GREGORIO.- Es increíble la turbación que ha manifestado el
hombre, al ver su billete devuelto, y cerrado como él le envió... Asunto
concluido. Pierde toda esperanza, y sólo me ha rogado con el mayor
encarecimiento que te diga que su amor es honestísimo, que no pensó que te
ofendieras de verte amada, que su elección es libre, que aspiraba a poseerte
por medio del matrimonio, pero que sabiendo ya el amor que me tienes, sería
un temerario en seguir adelante... ¿Qué sé yo cuánto me dijo?... Que nunca te
olvidará, que su destino le obliga a morir amándote... Vamos, hipérboles de un
hombre apasionado... Pero, que reconoce mi mérito y cede, y no volverá a
darnos la menor molestia... No, es cierto que él me ha hablado con mucha
cortesía y mucho juicio; eso sí... Compasión me daba el oírle... Conque, y tú,
¿qué dices a esto?
DOÑA ROSA.- Que no puedo sufrir que usted hable de esa manera de un
hombre a quien aborrezco de todo corazón; y que si usted me quisiera tanto
como dice, participaría del enojo que me causan sus procederes atrevidos.
DON GREGORIO.- Pero él, Rosita, no sabía que tú estuvieras tan
apasionada de mí; y considerando las honestas intenciones de su amor, no
merece que se le...
DOÑA ROSA.- Y le parece a usted honesta intención la de querer robar a
las doncellas? ¿Es hombre de honor el que concibe tal proyecto y aspira a
casarse conmigo por fuerza, sacándome de su casa de usted, como si fuera
posible que yo sobreviviese a un atentado semejante?
DON GREGORIO.- ¡Oiga! Conque...
DOÑA ROSA.- Sí señor, ese pícaro trata de obtenerme por medio de un
rapto... Yo no sé quién le da noticia de los secretos de esta casa, ni quién le ha
dicho que usted pensaba casarse conmigo dentro de seis u ocho días a más
tardar, lo cierto es que él quiere anticiparse, aprovechar una ocasión en que
sepa que me he quedado sola y robarme... ¡Tiemblo de horror!
DON GREGORIO.- Vamos que todo eso no es más que hablar y...
DOÑA ROSA.- Sí, como hay tanto que fiar de su honradez y su
moderación... ¡Válgame Dios! ¿Y usted le disculpa?
DON GREGORIO.- No por cierto, si él ha dicho eso, realmente procede
mal, y el chasco sería muy pesado... Pero, ¿quién te ha venido a contar a ti
esas...?
DOÑA ROSA.- Ahora mismo acabo de saberlo.
DON GREGORIO.- ¿Ahora?
DOÑA ROSA.- Sí señor, después que usted le volvió la carta.
DON GREGORIO.- Pero, chica, si no hice más que llegarme ahí a casa de
Don Froilán el boticario, hablé dos palabras con el mancebo, me volví al
instante y...
DOÑA ROSA.- Pues en ese tiempo ha sido. Luego que cerré, me puse a
dar unas sopas a los gatitos, oigo llamar, y creyendo que fuese usted, bajé tan
alegre... Mi fortuna estuvo en que no abrí. Pregunto quién es, y por la
cerradura oigo una voz desconocida que me dijo: Señorita, mi amo sabe que
vive usted cautiva en poder de ese bruto, que se quiere casar con usted en esta
semana próxima. No tiene usted que desconsolarse, Don Enrique la adora a
usted, y es imposible que usted desprecie un amor tan fino como el suyo. Viva
usted prevenida, que de un instante a otro, cuando su tutor la deje sola, vendrá
a sacarla de esta cárcel, la depositará a usted en una casa de satisfacción y... Yo
no quise oír más, me subí muy queditito por la escalera arriba, me metí en mi
cuarto... Yo pensé que me daba algún accidente.
DON GREGORIO.- Ése era el bribón del lacayo.
DOÑA ROSA.- A la cuenta.
DON GREGORIO.- Pero se ve que este hombre es loco.
DOÑA ROSA.- No tanto como a usted le parece. Mire usted si sabe
disimular el traidor, y fingir delante de usted para engañarle con buenas
palabras; mientras en su interior está meditando picardías... Harto desdichada
soy por cierto, si a pesar del conato que pongo en conservar mi decoro y
honestidad, he de verme expuesta a las tropelías de un hombre capaz de
atreverse a las acciones más infames.
DON GREGORIO.- Vaya, vamos; no temas nada, que...
DOÑA ROSA.- No, esto pide una buena resolución. Es menester que usted
le hable con mucha firmeza, que le confunda, que le haga temblar. No hay otro
medio de librarme de él, ni de obligarle a que desista de una persecución tan
obstinada.
DON GREGORIO.- Bien, pero no te desconsueles así, mujercita mía, no,
que yo le buscaré, y le diré cuatro cosas bien dichas.
DOÑA ROSA.- Dígale usted si se empeña en negarlo, que yo he sido la
que le he dado a usted esta noticia. Que son vanos sus propósitos. Que por más
que lo intente, no me sorprenderá; y en fin, que no pierda el tiempo en
suspiros inútiles, puesto que por su conducto de usted le hago saber mi
determinación y que si no quiere ser causa de alguna desgracia irremediable,
no espere a que se le diga una cosa dos veces.
DON GREGORIO.- ¡Oh! Sí..., yo le diré cuanto sea necesario.
DOÑA ROSA.- Pero de manera que comprenda bien, que soy yo la que se
lo dice.
DON GREGORIO.- No, no le quedará duda, yo te lo aseguro.
DOÑA ROSA.- Pues bien. Mire usted que le aguardo con impaciencia,
despáchese usted a venir. Cuando no le veo a usted, aunque sea por muy poco
tiempo, me pongo triste.
DON GREGORIO.- Sí, éntrate, que al instante vuelvo, palomita, vida mía,
ojillos negros... ¡Ay! ¡Qué ojos!... ¡Eh! Adiós... (DOÑA ROSA se entra en su
casa y cierra.) ¡En el mundo no hay hombre más venturoso que yo! No puede
haberle... (Da una vuelta por la escena lleno de inquietud y alegría, después
llama a la puerta de DON ENRIQUE.) Digo, señor caballero galanteador,
¿podrá usted oírme dos palabras?
ESCENA IX
DON ENRIQUE, COSME, DON GREGORIO.
DON ENRIQUE.- ¡Oh! Señor vecino, ¿qué novedad le trae a usted a mis
puertas?
DON GREGORIO.- Sus extravagancias de usted.
DON ENRIQUE.- ¿Cómo, así?
DON GREGORIO.- Bien sabe usted lo que quiero decirle, no se me haga
el desentendido, como lo tiene de costumbre... Yo pensé que usted fuese
persona de más formalidad, y en este concepto le he tratado, ya lo ha visto
usted, con la mayor atención y blandura; pero hombre, ¿cómo ha de sufrir uno
lo que usted hace, sin saltar de cólera? ¿No tiene usted vergüenza, siendo un
sujeto decente y de obligaciones, de ocuparse en fabricar enredos; de querer
sacar de su casa con engaño y violencia a una mujer honrada, de querer
impedir un matrimonio en que ella cifra todas sus dichas? ¡Eh! Que eso es
indigno.
DON ENRIQUE.- Y, ¿quién le ha dado a usted noticias tan ajenas de
verdad, señor Don Gregorio?
DON GREGORIO.- Volvemos otra vez a la misma canción. Rosita me las
ha dado. Ella me envía por última vez a decirle a usted que su elección es
irrevocable, que sus planes de usted la ofenden, la horrorizan, que si no quiere
usted dar ocasión a alguna desgracia, reconozca su desatino, y salgamos de
tanto embrollo. (Empieza a oscurecerse lentamente el teatro y al acabarse el
acto queda a media luz.)
DON ENRIQUE.- Cierto que si ella misma hubiese dicho esas
expresiones, no sería cordura insistir en un obsequio tan mal pagado; pero...
DON GREGORIO.- ¿Conque usted duda que sea verdad?
DON ENRIQUE.- ¿Qué quiere usted, señor Don Gregorio? Es tan duro
esto de persuadirse uno a que...
DON GREGORIO.- Venga usted conmigo. (Hasta el fin de la escena va y
viene DON GREGORIO unas veces hacia su puerta, y otras a donde está DON
ENRIQUE para que le siga.)
DON ENRIQUE.- Porque, al fin, como usted tiene tanto interés en que yo
me desespere y...
DON GREGORIO.- Venga usted, venga usted... Rosa.
DON ENRIQUE.- No es decir esto que usted...
DON GREGORIO.- Nada. No hay que disputar. Si quiero que usted se
desengañe... Rosita. Niña.
DON ENRIQUE.- ¡Pensar que una dama ha de responder con tal aspereza
a quien no ha cometido otro delito que adorarla!
DON GREGORIO.- Usted lo verá. Ya sale.
ESCENA X
DOÑA ROSA, DON ENRIQUE, DON GREGORIO, COSME.
DOÑA ROSA.- ¿Qué es esto?... (Sorprendida al ver a DON ENRIQUE.)
¿Viene usted a interceder por él? ¿A recomendármele, para que sufra sus
visitas, para que corresponda agradecida a su insolente amor?
DON GREGORIO.- No, hija mía. Te quiero yo mucho para hacer tales
recomendaciones; pero este santo varón toma a juguete cuanto yo le digo, y
piensa que le engaño, cuando le aseguro que tú no le puedes ver, y que a mí
me quieres, que me adoras. No hay forma de persuadirle. Conque te le traigo
aquí, para que tú misma se lo digas; ya que es tan presumido o tan cabezudo,
que no quiere entenderlo.
DOÑA ROSA.- Pues, ¿no le he manifestado a usted ya cual es mi deseo,
que todavía se atreve a dudar? ¿De qué manera debo decírselo?
DON ENRIQUE.- Bastante ha sido para sorprenderme, señorita, cuanto el
vecino me ha dicho de parte de usted, y no puedo negar la dificultad que he
tenido en creerlo. Un fallo tan inesperado, que decide la suerte de mi amor, es
para mí de tal consecuencia, que no debe maravillar a nadie el deseo que tengo
de que usted le pronuncie delante de mí.
DOÑA ROSA.- Cuanto el señor le ha dicho a usted ha sido por instancias
mías, y no ha hecho en esto otra cosa que manifestarle a usted los íntimos
afectos de mi corazón.
DON GREGORIO.- ¿Lo ve usted?
DOÑA ROSA.- Mi elección es tan honrada, tan justa, que no hallo motivo
alguno que pueda obligarme a disimularla. De dos personas que miro
presentes, la una es el objeto de todo mi cariño; la otra me inspira una
repugnancia que no puedo vencer. Pero...
DON GREGORIO.- ¿Lo ve usted?
DOÑA ROSA.- Pero es tiempo ya de que se acaben las inquietudes que
padezco. Es tiempo ya de que unida en matrimonio con el que es el único
dueño de la vida mía, pierda el que aborrezco sus mal fundadas esperanzas; y
sin dar lugar a nuevas dilaciones, me vea yo libre de un suplicio, más
insoportable que la misma muerte.
DON GREGORIO.- ¿Lo ve usted?... Sí, monita, sí, yo cuidaré de cumplir
tus deseos.
DOÑA ROSA.- No hay otro medio de que yo viva contenta. (Manifiesta en
la expresión de sus palabras que las dirige a DON ENRIQUE, y en sus
acciones que habla con DON GREGORIO.)
DON GREGORIO.- Dentro de muy poco lo estarás.
DOÑA ROSA.- Bien advierto que no pertenece a mi estado el hablar con
tanta libertad...
DON GREGORIO.- No hay mal en eso.
DOÑA ROSA.- Pero, en mi situación, bien puede disimularse que use de
alguna franqueza, con el que ya considero como esposo mío.
DON GREGORIO.- Sí, pobrecita mía... Sí, morenilla de mi alma.
DOÑA ROSA.- Y que le pida encarecidamente, si no desprecia un amor
tan fino, que acelere las diligencias de nuestra unión.
DON GREGORIO.- Ven aquí, perlita, (Abraza a DOÑA ROSA, ella
extiende la mano izquierda, y DON ENRIQUE que está detrás de DON
GREGORIO, se la besa afectuosamente, y se retira al instante.) consuelo mío,
ven aquí, que yo te prometo no dilatar tu dicha... Vamos, no te me angusties,
calla que... Amigo, (Volviéndose muy satisfecho a hablar con DON
ENRIQUE.) ya lo ve usted. Me quiere, ¿qué le hemos de hacer?
DON ENRIQUE.- Bien está, señora, usted se ha explicado bastante, y yo
la juro por quien soy, que dentro de poco se verá libre de un hombre, que no
ha tenido la fortuna de agradarla.
DOÑA ROSA.- No puede usted hacerme favor más grande, porque su vista
es intolerable para mí. Tal es el horror, el tedio que me causa, que...
DON GREGORIO.- Vaya, vamos, que eso es ya demasiado.
DOÑA ROSA.- ¿Le ofendo a usted en decir esto?
DON GREGORIO.- No, por cierto... ¡Válgame Dios! No es eso, sino que
también da lástima verle sopetear de esa manera... Una aversión tan excesiva...
DOÑA ROSA.- Por mucha que le manifieste, mayor se la tengo.
DON ENRIQUE.- Usted quedará servida, señora Doña Rosa. Dentro de
dos o tres días, a más tardar, desaparecerá de sus ojos de usted una persona
que tanto la ofende.
DOÑA ROSA.- Vaya usted con Dios, y cumpla su palabra.
DON GREGORIO.- Señor vecino, yo lo siento de veras, y no quisiera
haberle dado a usted este mal rato, pero...
DON ENRIQUE.- No, no crea usted que yo lleve el menor resentimiento;
al contrario, conozco que la señorita procede con mucha prudencia, atendido
el mérito de entrambos. A mí me toca sólo callar, y cumplir cuanto antes me
sea posible lo que acabo de prometerla. Señor Don Gregorio, me repito a la
disposición de usted.
DON GREGORIO.- Vaya usted con Dios.
DON ENRIQUE.- Vamos pronto de aquí, Cosme, que reviento de risa.
(Retirándose hacia su casa, entran en ella los dos, y se cierra la puerta.)
ESCENA XI
DON GREGORIO, DOÑA ROSA.
DON GREGORIO.- De veras te digo que este hombre me da compasión.
DOÑA ROSA.- Ande usted que no merece tanta como usted piensa.
DON GREGORIO.- Por lo demás, hija mía, es mucho lo que me lisonjea
tu amor, y quiero darle toda la recompensa que merece... Seis u ocho días son
demasiado término para tu impaciencia... Mañana mismo quedaremos casados
y...
DOÑA ROSA.- ¿Mañana? (Turbada.)
DON GREGORIO.- Sin falta ninguna... Ya veo a lo que te obliga el pudor,
pobrecilla. Y haces como que repugnas lo que estás deseando. ¿Te parece que
no lo conozco?
DOÑA ROSA.- Pero...
DON GREGORIO.- Sí, amiguita, mañana serás mi mujer. Ahora mismo
voy, antes que oscurezca, aquí a casa de Don Simplicio el escribano, para que
esté avisado y no haya dilación. A Dios, hechicera. (DON GREGORIO se va
por una calle. DOÑA ROSA entra en su casa y cierra.)
DOÑA ROSA.- ¡Infeliz de mí! ¿Qué haré para evitar este golpe?
****
ACTO III
ESCENA I
La escena es de noche. DOÑA ROSA sale de su casa, manifestando el
estado de incertidumbre y agitación que denota el diálogo. DOÑA ROSA,
DON GREGORIO.
DOÑA ROSA.- -No hay otro medio... Si me detengo un instante, vuelve,
pierdo la ocasión de mi libertad, y mañana... No... Primero morir.
Declarándoselo todo a mi hermana y a Don Manuel; pidiéndoles amparo,
consejo... Es imposible que me abandonen. Desde su casa avisaré a mi amante;
y él dispondrá cuanto fuere menester, sin que mi decoro padezca... (DON
GREGORIO sale por una calle a tiempo que DOÑA ROSA se encamina a casa
de su hermana; se detiene, y al conocerle duda lo que ha de hacer.) Vamos;
pero... Gente viene... Y es él... ¡Desdichada! ¡Todo se ha perdido!
DON GREGORIO.- ¿Quién está ahí? ¿Eh? ¡Calle! ¡Rosita! ¿Pues cómo?
¿Qué novedad es ésta?
DOÑA ROSA.- ¿Qué le diré?
DON GREGORIO.- ¿Qué haces aquí, niña?
DOÑA ROSA.- Usted lo extrañará. (Indica en la expresión de sus palabras
que va previniendo la ficción con que trata de disculparse.)
DON GREGORIO.- ¿Pues, no he de extrañarlo? ¿Qué ha sucedido? Habla.
DOÑA ROSA.- Estoy tan confusa y...
DON GREGORIO.- Vamos, no me tengas en esta inquietud. ¿Qué ha sido?
DOÑA ROSA.- Se enfadará usted si le digo...
DON GREGORIO.- No me enfadaré. Dilo presto... Vamos.
DOÑA ROSA.- Sí, precisamente se va usted a enojar; pero... Pues,
tenemos una huésped.
DON GREGORIO.- ¿Quién?
DOÑA ROSA.- Mi hermana.
DON GREGORIO.- ¿Cómo?
DOÑA ROSA.- Sí señor, en mi cuarto la dejo encerrada con llave, para que
no nos dé una pesadumbre. Yo iba a llamar a Doña Ceferina, la viuda del
pintor, a fin de suplicarla que me hiciera el gusto de venirse a dormir esta
noche a casa; porque al cabo, estando ella conmigo... Como es una mujer de
tanto juicio, y...
DON GREGORIO.- ¿Pero, qué enredo es éste, Señor? Que hasta ahora,
lléveme el diablo, si yo he podido entender cosa ninguna... ¿A qué ha venido
tu hermana?
DOÑA ROSA.- Ha venido... Mire usted, le voy a revelar un secreto, que le
va a dejar aturdido... Pero, no se ha de enfadar usted, ¿no?
DON GREGORIO.- ¡Dale!... ¿Lo quieres decir o tratas de que me
desespere? ¿A qué ha venido tu hermana?
DOÑA ROSA.- Yo se lo diré a usted... Mi hermana está enamorada de Don
Enrique.
DON GREGORIO.- ¿Ahora tenemos eso?
DOÑA ROSA.- Sí señor. Hace más de un año que se quieren, y casi el
mismo tiempo que se han dado palabra de matrimonio. Por esto fue la
mudanza desde la calle de Silva a la plazuela de Afligidos, pretextando Leonor
que quería vivir cerca de mi casa; no siendo otro el motivo, que el de parecerla
muy acomodado este barrio desierto, adonde también se mudó inmediatamente
Don Enrique, para tener más ocasión de verle y hablarle; aprovechándose de la
libertad que siempre la ha dado el bueno de Don Manuel.
DON GREGORIO.- ¿Pero, este Don Enrique o Don Demonio, a cuántas
quiere? ¡Si yo estoy lelo!
DOÑA ROSA.- Yo le diré a usted. Continuaron estos amores hasta que
Don Enrique, celoso de un Don Antonio de Escobar, oficial de la secretaría de
guerra, con quien la vio una tarde en el jardín botánico, la envió un papel de
despedida, lleno de expresiones amargas, y desde entonces no ha querido
volverla a ver. Pareciole conveniente, además, pagar con celos que él la diese,
los que le había causado el tal Don Antonio, y desde entonces dio en seguirme
a donde quiera que fuese, y hacerme cortesías, y rondar la casa; todo sin duda
para que mi hermana lo supiera y rabiase de envidia. Yo, que ignoraba esto,
bien advertí las insinuaciones de Don Enrique; pero me propuse callar, y
despreciarle, hasta que informada esta tarde de todo por lo que me dijo Leonor
(la cual vino a hablarme, muy sentida, creyendo que yo fuese capaz de
corresponder a ese trasto) resolví decirle a usted lo que a mí me pasaba;
omitiendo todo lo demás, para que la estimación de mi hermana no
padeciese... ¿Qué hubiera usted hecho en este apuro? ¿No hubiera usted hecho
lo mismo?
DON GREGORIO.- Conque... Adelante.
DOÑA ROSA.- Pues como yo la dijese a Leonor que inmediatamente haría
saber al dichoso Don Enrique, por medio de usted, cuánto me desagradaba su
mal término, se desconsoló, lloró, me suplicó que no lo hiciese; pero yo la
aseguré que no desistiría de mi propósito. Pensó llevarme a casa de Doña
Beatriz para estorbármelo, usted no quiso que fuera con ella; y no parece sino
que algún ángel le inspiró a usted aquella repugnancia. Lo que ha pasado esta
tarde con el tal caballero bien lo sabe usted; pero falta decirle, que así que
usted me dejó para ir a verse con el escribano, llegó mi hermana, la conté
cuanto había ocurrido y... ¡Vaya! No es posible ponderarle a usted la aflicción
que manifestó. Llamó a su criada, la habló en secreto, y quedándose conmigo
sola me dijo, en un tono de desesperación que me hizo temblar; que la chica
había ido a su casa a decir que esta noche no iría, porque Doña Beatriz se
había puesto mala, y la había robado que se quedase con ella. Y que también
iba encargada de avisar a Don Enrique en nombre mío, de que a las doce en
punto le esperaba yo en el balcón de mi cuarto que da al jardín. Con este
engaño se propone hablarle, y dar a sus celos cuantas satisfacciones quiera
pedirla.
DON GREGORIO.- ¡Picarona!, ¡enredadora!, ¡desenvuelta!... Y bien, ¿tú
qué la has dicho?
DOÑA ROSA.- Amenazarla de que usted y Don Manuel sabrán todo lo
que pasa; y que yo seré quien se lo diga, para que pongan remedio en ello.
Afearla su deshonesto proceder, instarla a que se fuera de mi casa
inmediatamente.
DON GREGORIO.- ¿Y ella?
DOÑA ROSA.- Ella me respondió, que si no la sacan arrastrando de los
cabellos, no se irá. Que en hablando con Don Enrique y desvaneciendo sus
quejas, ni a usted, ni a Don Manuel, ni a todo el mundo teme.
DON GREGORIO.- Mi hermano merece esto y mucho más... Pero, ¿cómo
he de sufrir yo en mi casa tales picardías? No señor. Yo la daré a entender a
esa desvergonzada, que si ha contado contigo para seguir adelante en su
desacuerdo, se ha equivocado mucho; y que yo no soy hombre de los que se
dejan llevar al pilón, como el otro bárbaro. Yo la diré lo que... Vamos. (Quiere
entrar en su casco y DOÑA ROSA le detiene.)
DOÑA ROSA.- No señor, por Dios, no entre usted. Al fin es mi hermana.
Yo entraré sola, y la diré que es preciso que se vaya al instante, o a su casa, o a
lo menos a la de Doña Beatriz, si teme que Don Manuel extrañe ahora su
vuelta. (Hace que se va hacia su casa y vuelve.)
DON GREGORIO.- Muy bien, aquí espero a que salga.
DOÑA ROSA.- Pero no se descubra usted, no la hable, no se acerque, no
la siga... Si le viese a usted sería tanta su confusión y sobresalto, que pudiera
darla un accidente... Si ella quiere enmendar este desacierto aún hay remedio;
y mucho más, si ese hombre se va como ha prometido... En fin, yo la haré salir
de casa, que es lo que importa; pero por Dios, retírese usted y no trate de
molestarla.
DON GREGORIO.- ¡Marta la piadosa!... ¡Cierto que merece ella toda esa
caridad!
DOÑA ROSA.- Es mi hermana.
DON GREGORIO.- ¡Y qué poco se parece a ti la dichosa hermana!...
Vamos, entra y veremos si logras lo que te propones.
DOÑA ROSA.- Yo creo que sí.
DON GREGORIO.- Mira que si se obstina en que ha de quedarse, subo
allá arriba y la saco a patadas.
DOÑA ROSA.- No será menester. Voy allá... (Hace que se va y vuelve.)
Pero repito que no se descubra usted, ni la hostigue, ni...
DON GREGORIO.- Bien, sí, la dejaré que se vaya adonde quiera.
DOÑA ROSA.- ¡Ah!, mire usted. (Se encamina hacia su casa y vuelve.)
Así que ella salga, éntrese usted y cierre bien su puerta... Yo estoy tan
desazonada que me voy al instante a acostar.
DON GREGORIO.- Pero, ¿qué sientes?
DOÑA ROSA.- ¿Qué sé yo? ¿Le parece a usted que estaré poco disgustada
con todo lo que ha sucedido...? Nada me duele; pero deseo descansar y
dormir... Conque... Buenas noches.
DON GREGORIO.- Adiós, Rosita... Pero, mira que si no sale...
DOÑA ROSA.- Yo le aseguro a usted que saldrá. (Éntrase, dejando
entornada la puerta. DON GREGORIO se pasea por el teatro mirando con
frecuencia hacia su casa, impaciente del éxito.)
DON GREGORIO.- Y, a todo esto, ¿en que se ocupará ahora mi erudito
hermano? Estará poniendo escolios a algún tratado de educación... ¡La niña y
su alma!... Bien, que, ¿cómo había de resultar otra cosa de la independencia y
la holgura en que siempre ha vivido?... ¡Mujeres! ¡Qué mal os conoce el que
no os encierra y os sujeta y os enfrena y os cela y os guarda!... Pero, no señor...
Mañana a las diez desposorio, a las once comer, a las doce coche de colleras y
a las cinco en Griñon... ¿Cómo he de sufrir yo que la bribona de la Leonorcica
se nos venga cada lunes y cada martes con estos embudos? No por cierto...
Allá mi hermano verá lo que... ¡Oiga! Parece que baja ya la niña bien criada.
(Se acerca más a un lado de la puerta de su casa, colocándose hacia el
proscenio y escucha atentamente lo que dice desde adentro DOÑA ROSA, la
cual finge que habla con su hermana.)
DOÑA ROSA.- No te canses en quererme persuadir. Vete... Antes que todo
es mi estimación... Vete, Leonor, ya te lo he dicho... ¿Y qué importa que me
oigan? ¿Soy yo la culpada...? Vete. Acabemos, sal presto de aquí.
DON GREGORIO.- En efecto la echa de casa... (Sale DOÑA ROSA de su
cuarto con basquiña y mantilla semejantes a las que sacó DOÑA LEONOR en
el primer acto. Luego que se aparta un poco, cierra DON GREGORIO su
puerta y guarda la llave.) ¿Y adónde irá la doncellita menesterosa?... Ganas me
dan de... Pero, no, cerremos primero.
ESCENA II
DON ENRIQUE, COSME, DOÑA ROSA, DON GREGORIO. Salen de su
casa DON ENRIQUE y COSME.
DON ENRIQUE.- ¿Dijiste al ama que no me espere?
COSME.- Sí señor.
DON ENRIQUE.- Pues cierra y vamos, que aunque sepa atropellar por
todo, he de hablarla esta noche. (Cierra COSME la puerta, con llave.)
COSME.- ¡Noche toledana!
DON ENRIQUE.- Y a pesar de quien procura estorbarlo, ella y yo seremos
felices. (DOÑA ROSA después de haberse alejado un poco hacia el fondo del
teatro, vuelve encaminándose a casa de DON MANUEL. DON GREGORIO
se adelanta igualmente y la observa. Ella se detiene.)
DOÑA ROSA.- Él se acerca a la puerta de Don Manuel. ¿Qué haré?... Ya
no es posible... (Se retira llena de confusión hacia el fondo del teatro. DON
ENRIQUE se adelanta, la reconoce y la detiene.) ¡Infeliz de mí!
DON ENRIQUE.- ¿Quién es?
DOÑA ROSA.- Yo.
DON ENRIQUE.- ¿Doña Rosita?
DOÑA ROSA.- Yo soy.
DON ENRIQUE.- A mi casa.
DOÑA ROSA.- Pero, ¿qué seguridad tendré en ella?
DON ENRIQUE.- La que debe usted esperar de un hombre de honor.
DOÑA ROSA.- Yo iba a la de mi hermana; pero él me observa, no puedo
llegar sin que me reconozca y...
DON ENRIQUE.- Está usted conmigo... Pasará usted la noche en
compañía de mi ama, mujer anciana y virtuosa... Mañana daré parte a un juez,
y a él, a Don Manuel, a su tutor de usted y a todo el mundo, les diré que es
usted mi esposa, y que estoy pronto, si es necesario, a exponer la vida para
defenderla... Abre Cosme. Venga usted. (COSME abre la puerta de la casa de
DON ENRIQUE.)
DOÑA ROSA.- Allí está.
DON ENRIQUE.- Bien, que esté donde quiera. Poco importa.
DOÑA ROSA.- Allí, allí.
DON ENRIQUE.- Sí, ya le distingo... No hay que temer, quieto se está...
¡Y qué bien hace en estarse quieto!... Adentro. (Asiéndola de la mano se entra
con ella en su casa y COSME detrás.)
DON GREGORIO.- Pues señor, se marchó a casa del galán. No puede
llegar a más el abandono y la... Pero, ¡qué regocijo siento al ver tan
solemnemente burlado a este hermano que Dios me dio; necio por naturaleza y
gracia, y presumido de que todo se lo sabe!... Vamos a darle la infausta
noticia... (Se encamina a casa de DON MANUEL, después se detiene.) No, el
asunto es serio, y si el tiempo se pierde, si yo no pongo la mano en esto, puede
suceder un trabajo... Al fin es hija de un amigo mío... Sí, mejor es... Allí
pienso que ha de vivir el comisario... (Va a casa del comisario y llama.)
ESCENA III
UN COMISARIO, UN ESCRIBANO, UN CRIADO, salen los tres por una de
las calles. El criado con linterna. La escena se ilumina un poco. DON
GREGORIO.
COMISARIO.- ¿Quién anda ahí?
DON GREGORIO.- ¡Ah! ¿No es usted el señor comisario del cuartel?
COMISARIO.- Servidor de usted.
DON GREGORIO.- Pues señor... Oiga usted aparte... (Se aparta con el
COMISARIO, a poca distancia de los demás.) Su presencia de usted es
absolutamente necesaria para evitar un escándalo que va a suceder... ¿Conoce
usted a una señorita que se llama Doña Leonor, que vive en aquella casa de
enfrente?
COMISARIO.- Sí, de vista la conozco y al caballero que la tiene consigo...
Y me parece que ha de ser, un Don Manuel de Velasco.
DON GREGORIO.- Hermano mío.
COMISARIO.- ¡Oiga! ¿Es usted su hermano?
DON GREGORIO.- Para servir a usted.
COMISARIO.- Para hacerme favor.
DON GREGORIO.- Pues el caso es que esta niña, hija de padres muy
honrados y virtuosos, perdida de amores por un mancebito andaluz que vive
aquí, en este cuarto principal...
COMISARIO.- ¡Calle! Don Enrique de Cárdenas, le conozco mucho.
DON GREGORIO.- Pues bien. Ha cometido el desacierto de abandonar su
casa, venirse a la de su amante... Vamos, ya usted conoce lo que puede resultar
de aquí.
COMISARIO.- Sí... En efecto.
DON GREGORIO.- Ello hay de por medio no sé qué papel de matrimonio;
pero no ignora usted de lo que sirven esos papeles, cuando cesa el motivo que
los dictó... ¡Eh! ¿Me explico?
COMISARIO.- Perfectamente... ¿Y ella está adentro?
DON GREGORIO.- Ahora mismo acaba de entrar... Conque, señor
comisario, se trata de salvar el decoro de una doncella, de impedir que el tal
caballero... Ya ve usted.
COMISARIO.- Sí, sí, es cosa urgente. Vamos... Por fortuna tenemos aquí
al señor, que en esta ocasión nos puede ser muy útil... (Alza un poco la voz
volviéndose hacia el ESCRIBANO que está detrás, el cual se acerca a ellos
muy oficioso.) Es escribano...
ESCRIBANO.- Escribano real.
DON GREGORIO.- Ya.
ESCRIBANO.- Y antiguo.
DON GREGORIO.- Mejor.
ESCRIBANO.- Mucha práctica de tribunales.
DON GREGORIO.- Bueno.
ESCRIBANO.- Cocido en testamentarias, subastas, inventarios, despojos,
secuestros y...
DON GREGORIO.- No, ahí no hallará usted cosa en que poder...
ESCRIBANO.- Y muy hombre de bien.
DON GREGORIO.- Por supuesto.
ESCRIBANO.- Es que...
COMISARIO.- Vamos, Don Lázaro, que esto pide mucha diligencia.
DON GREGORIO.- Yo aquí espero.
COMISARIO.- Muy bien. (Llama el criado a la puerta de DON
ENRIQUE, se abre, y entran los tres. La escena vuelve a quedar oscura.)
ESCENA IV
DON GREGORIO, DON MANUEL.
DON GREGORIO.- Veamos si está en casa este inalterable filósofo, y le
contaremos la amarga historia... (Llama en casa de DON MANUEL, abren la
puerta, se supone que habla con algún criado, queda la puerta entornada, y
DON GREGORIO se pasea esperando a su hermano.) ¿Está? Que baje
inmediatamente, que le espero aquí para un asunto de mucha importancia...
¡Bendito Dios! ¡En lo que han parado tantas máximas sublimes, tantas eruditas
disertaciones! ¡Qué lástima de tutor! Vaya si... Majadero más completo y más
pagado de su dictamen... ¡Oh, señor hermano! (DON MANUEL sale de la
puerta de su casa y se detiene inmediato a ella.)
DON MANUEL.- Pero, ¿qué extravagancia es ésta? ¿Por qué no subes?
DON GREGORIO.- Porque tengo que hablarte, y no me puedo separar de
aquí.
DON MANUEL.- Enhorabuena... (Adelantándose hacia donde está DON
GREGORIO.) ¿Y qué se te ofrece?
DON GREGORIO.- Vengo a darte muy buenas noticias.
DON MANUEL.- ¿De qué?
DON GREGORIO.- Sí, te vas a regocijar mucho con ellas... Dime, ¿mi
señora Doña Leonor, en dónde está?
DON MANUEL.- ¿Pues no lo sabes? En casa de su amiga Doña Beatriz.
Allí quedó esta tarde, yo me vine, porque tenía una porción de cartas que
escribir, y supongo que ya no puede tardar. De un instante a otro... Pero, ¿a
qué viene esa pregunta?
DON GREGORIO.- ¡Eh! Así, por hablar algo...
DON MANUEL.- ¿Pero qué quieres decirme?
DON GREGORIO.- Nada... Que tú la has educado filosóficamente
persuadido (y con mucha razón) de que las mujeres necesitan un poco de
libertad, que no es conveniente reprenderlas, ni oprimirlas, que no son los
candados ni los cerrojos los que aseguran su virtud; sino la indulgencia, la
blandura y... En fin, prestarse a todo lo que ellas quieren... ¡Ya se ve! Leonor,
enseñada por esta cartilla, ha sabido corresponder como era de esperar a las
lecciones de su maestro.
DON MANUEL.- Te aseguro que no comprendo a qué propósito puede
venir nada de cuanto dices.
DON GREGORIO.- Anda, necio, que bien merecido te está lo que te
sucede, y es muy justo que recibas el premio de tu ridícula presunción... Llegó
el caso de que se vea prácticamente lo que ha producido en las dos hermanas,
la educación que las hemos dado. La una huye de los amantes; y la otra, como
una mujer perdida y sin vergüenza, los acaricia y los persigue.
DON MANUEL.- Si no me declaras el misterio, dígote que...
DON GREGORIO.- El misterio es que tu pupila no está donde piensas,
sino en casa de un caballerito, del cual se ha enamorado rematadamente; y sola
y de noche, y burlándose de ti, ha ido a buscar mejor compañía... ¿Lo
entiendes ahora?
DON MANUEL.- ¿Dices que Leonor...?
DON GREGORIO.- Sí señor, la misma...
DON MANUEL.- Vaya, déjate de chanzas, y no me...
DON GREGORIO.- ¡Sí, que el niño es chancero!... ¡Se dará tal estupidez!
Dígole a usted, señor hermano, y vuelvo a repetírselo, que la Leonorcita se ha
ido esta noche a casa de su galán, y está con él, y lo he visto yo, y se quieren
mucho, y hace más de un año que se tienen dada palabra de matrimonio, a
pesar de todas tus filosofías... ¿Lo entiendes?
DON MANUEL.- Pero, es una cosa tan ajena de verosimilitud...
DON GREGORIO.- ¡Dale!... Vamos, aunque lo vea por sus ojos, no se lo
harán creer... ¡Cómo me repudre la sangre!.. Amigo, dígote que los años sirven
de muy poco, cuando no hay esto, esto. (Señalándose con el dedo en la frente.)
DON MANUEL.- Ello es que tú te persuades a que...
DON GREGORIO.- Figúrate si me habré persuadido... Pero, mira, no
gastemos prosa... Ven y lo verás, y en viéndolo, espero y confío que te
persuadirás también. Vamos. (Se encamina a casa, de DON ENRIQUE, y
después vuelve.)
DON MANUEL.- ¡Haber cometido tal exceso cuando siempre la he
tratado con la mayor benignidad; cuando la he prometido mil veces no
violentar, no contradecir sus inclinaciones!
DON GREGORIO.- Ya temía yo que no había de ser creído, y que
perderíamos el tiempo en altercaciones inútiles. Por eso, y porque me pareció
conveniente restaurar el honor de esa mujer; siquiera por lo que me interesa su
pobrecita hermana, he dispuesto que el comisario del cuartel vaya allá, y vea
de arreglarlo, de manera que evitando escándalos, se concluya, si se puede,
con un matrimonio.
DON MANUEL.- ¿Eso hay?
DON GREGORIO.- ¡Toma! Ya están allá el Comisario y un Escribano que
venía con él... Digo, a no ser que usted halle en sus libros algún texto
oportuno, para volver a recibir en su casa a la inocente criatura, disimularla
este pequeño desliz, y casarse con ella... ¿Eh?
DON MANUEL.- ¿Yo? No lo creas. No cabe en mí tanta debilidad, ni soy
capaz de aspirar a poseer un corazón que ya tiene otro dueño... Pero, a pesar
de cuanto dices, todavía no me puedo reducir a...
DON GREGORIO.- ¡Qué terco es!... Ven conmigo y acabemos esta
disputa impertinente. (Se encamina con su hermano hacia casa de DON
ENRIQUE, y al llegar cerca salen de ella el comisario y el criado. El teatro se
ilumina como en la Escena III.)
ESCENA V
EL COMISARIO, UN CRIADO, DON GREGORIO, DON MANUEL.
COMISARIO.- Aquí, señores, no hay necesidad de ninguna violencia...
Los dos se quieren, son libres, de igual calidad... No hay otra cosa que hacer,
sino depositar inmediatamente a la señorita en una casa honesta y desposarlos
mañana... Las leyes protegen este matrimonio y le autorizan.
DON GREGORIO.- ¿Qué te parece?
DON MANUEL.- ¿Qué me ha de parecer?... Que se casen.
(Reprimiéndose.)
DON GREGORIO.- Pues, señor. Que se casen.
COMISARIO.- Diré a usted, señor Don Manuel. Yo he propuesto a la
novia que tuviese a bien de honrar mi casa, en donde asistida de mi mujer y de
mis hijas, estaría, si no con las comodidades que merece, a lo menos, con la
que pueden proporcionarla mis cortas facultades; pero no ha querido admitir
este obsequio, y dice que si usted permite que vaya a la suya, la prefiere a otra
cualquiera. Es cierto que esta elección es la mejor, pero he querido avisarle a
usted para saber si gusta de ello o tiene alguna dificultad.
DON MANUEL.- Ninguna... Que venga. Yo me encargo del depósito.
COMISARIO.- Volveré con ella muy pronto. (Se entra con el criado en
casa de DON ENRIQUE. El teatro queda oscuro otra vez.)
DON GREGORIO.- No me queda otra cosa que ver... Pero, ¿cuál es más
admirable? ¿El descaro de la pindonga, o la frescura de este insensato que se
presta a tenerla en su casa después de lo que ha hecho que la toma en depósito
de manos de su amante, para entregársela después tal y tan buena...? ¡Ay! Si
no es posible hallar cabeza más destornillada que la suya... No puede ser.
DON MANUEL.- No lo entiendes, Gregorio... Mira, tú has hecho
intervenir en esto a un Comisario para evitar los daños que pudieran
sobrevenir, y has hecho muy bien... Yo la recibo por la misma razón. Para que
su crédito no padezca, para que no se trasluzca lo que ha sucedido entre la
vecindad, que todo lo atisba y lo murmura para que mañana se casen, como si
fuera yo mismo el que lo hubiese dispuesto para manifestar a Leonor que
nunca he querido hacerme un tirano de su libertad, ni de sus afectos para
confundirla con mi modo de proceder, comparado al suyo... Pero... ¡Leonor!
¿Es posible que haya sido capaz de tal ingratitud?
DON GREGORIO.- Calla que... (Salen por una calle DOÑA LEONOR,
JULIANA, y el lacayo con un farol, y habiendo pasado ya por delante de la
puerta de DON ENRIQUE, al volverse DON GREGORIO las ve. DOÑA
LEONOR al ver gente se detiene un poco. Se ilumina el teatro.) Sí... Ahí la
tienes. Pídela perdón.
DON MANUEL.- ¡Yo! ¡Qué mal me conoces!
ESCENA VI
DOÑA LEONOR, JULIANA, UN LACAYO, DON MANUEL, DON
GREGORIO.
DON MANUEL.- Leonor, no temas ningún exceso de cólera en mí, bien
sabes cuánto sé reprimirla, pero es muy grande el sentimiento que me ha
causado ver que te hayas atrevido a una acción tan poco decorosa, sabiendo tú
que nunca he pensado sujetar tu albedrío, que no tienes amigo más fino, más
verdadero que yo... No, no esperaba recibir de ti tan injusta correspondencia...
En fin, hija mía, yo sabré tolerar en silencio el agravio que acabas de hacerme,
y atento sólo a que tu estimación no pierda en la lengua ponzoñosa del vulgo,
te daré en mi casa el auxilio que necesitas, y te entregaré yo mismo al esposo
que has querido elegir.
DOÑA LEONOR.- Yo no entiendo, señor Don Manuel, a qué se dirige ese
discurso... ¿Qué acción indecorosa? ¿Qué agravio? ¿Qué esposo es ése de
quien usted me habla?... Yo soy la misma que siempre he sido. Mi respeto a su
persona de usted, mi agradecimiento, y para decirlo de una vez, mi amor, son
inalterables... Mucho me ofende el que presuma que he podido yo hacer ni
pensar cosa ninguna, impropia de una mujer honesta, que estima en más que la
vida, su honor y su opinión.
DON MANUEL.- ¿Oyes lo que dice? (Volviéndose a DON GREGORIO.)
DON GREGORIO.- Ya se ve que lo oigo... (Acercándose a DOÑA
LEONOR.) Conque, Leonorcita... Ahorremos palabras... ¿De dónde vienes,
hija?
DOÑA LEONOR.- De casa de Doña Beatriz.
DON GREGORIO.- ¿Ahora vienes de allí, cordera?
DOÑA LEONOR.- Ahora mismo... ¿No ve usted a Pepe, que nos ha
venido a acompañar?
DON GREGORIO.- ¿Y no sales de casa de Don Enrique?
DOÑA LEONOR.- ¿De quién? ¿De ése que vive aquí, en...? ¡Eh! No por
cierto.
DON GREGORIO.- ¿Y no habéis concertado vuestro casamiento a
presencia del Comisario?
DOÑA LEONOR.- Me hace reír... ¿Ves qué desatino, Juliana?
DON GREGORIO.- ¿Y no estáis enamorados mucho tiempo ha?
DOÑA LEONOR.- Muchísimo tiempo... ¿Y qué más?
DON GREGORIO.- ¿Y no estuviste en mi casa esta noche? ¿Y no te
hicieron salir de allí? ¿Y no te fuiste derechita a la de tu galán? ¿Y no te vi yo?
DOÑA LEONOR.- Esto pasa de chanza. Usted no sabe lo que se dice...
(Asiendo del brazo a DON MANUEL se dirige hacia su casa.) Vamos a casa,
Don Manuel, que ese hombre ha perdido el poco entendimiento que tenía,
vamos.
ESCENA VII
DOÑA ROSA, DON ENRIQUE, EL COMISARIO, EL ESCRIBANO,
COSME, UN CRIADO, DOÑA LEONOR, JULIANA, UN LACAYO, DON
MANUEL, DON GREGORIO. El criado saldrá con la linterna. La luz del
teatro se duplica.
DOÑA ROSA.- ¡Leonor!... ¡Hermana!... (Corriendo hacia DOÑA
LEONOR la coge de las manos y se las besa.)
DON GREGORIO.- ¡Huf! (Al reconocer a DOÑA ROSA, se aparta lleno
de confusión.)
DOÑA ROSA.- Yo espero de tu buen corazón que has de perdonarme el
atrevimiento conque me valí de tu nombre, para conseguir el fin de mis
engaños. El ejemplo de tu mucha virtud hubiera debido contenerme; pero,
hermana mía, bien sabes que diferente suerte hemos tenido las dos.
DOÑA LEONOR.- Todo lo conozco, Rosita... La elección que has hecho,
no me parece desacertada; repruebo solamente los medios de que te has
valido... Mucha disculpa tienes; pero toda la necesitas.
DOÑA ROSA.- Cuanto digas es cierto; pero... (Volviéndose a DON
GREGORIO que permanece absorto y sin movimiento.) usted ha sido la causa
de tanto error, usted... No me atrevería a presentarme ahora a sus ojos, si no
estuviese bien segura de que en todo lo que acabo de hacer, aunque le
disguste, le sirvo... La aversión que usted logró inspirarme, distaba mucho de
aquella suave amistad que une las almas, para hacerlas felices... Tal vez usted
me acusará de liviandad; pero puede ser que mañana hubiera usted sido
verdaderamente infeliz, si yo fuese menos honesta.
DON ENRIQUE.- Dice bien, y usted debe agradecerla el honor que
conserva, y la tranquilidad de que puede gozar en adelante.
DON MANUEL.- (Acercándose a DON GREGORIO.) Esto pide
resignación, hermano... Tú has tenido la culpa, es necesario que te conformes.
DOÑA LEONOR.- Y hará muy mal en no conformarse, porque ni hay otro
remedio a lo sucedido, ni hallará ninguno que le tenga lástima.
JULIANA.- Y conocerá que a las mujeres no se las encadena, ni se las
enjaula, ni se las enamora a fuerza de tratarlas mal. ¡Hombre más tonto!
COSME.- (Hablando con JULIANA.) Y en verdad que se ha escapado
como en una tabla. Bien puede estar contento.
DON GREGORIO.- (No dirige a nadie sus palabras, habla como si
estuviera solo, y va aumentándose sucesivamente la energía de su expresión.)
No, yo no acabo de salir de la admiración en que estoy... Una astucia tan
infernal confunde mi entendimiento, ni es posible que Satanás en persona sea
capaz de mayor perfidia, que la de esa maldita mujer... Yo hubiera puesto por
ella las manos en el fuego y... ¡Ah! ¡Desdichado del que a vista de lo que a mí
me sucede, se fíe de ninguna! La mejor es un abismo de malicias y picardías,
sexo engañador destinado a ser el tormento y la desesperación de los
hombres... Para siempre le detesto y le maldigo, y le doy al demonio, si quiere
llevársele. (Sacando la llave de su puerta, se encamina furioso hacia ella. DON
MANUEL quiere contenerle, él le aparta, entra en su casa y cierra por dentro.)
DON MANUEL.- No dice bien... Las mujeres dirigidas por otros
principios que los suyos son el consuelo, la delicia y el honor del género
humano... Conque, señor comisario, acepto el depósito, y mañana, sin falta, se
celebrará la boda.
DOÑA ROSA.- ¿La mía no más?
DON MANUEL.- Si tu hermana me perdona una breve sospecha, con tanta
dificultad creída, no sería Don Enrique el solo dichoso; yo también pudiera
serlo.
DOÑA LEONOR.- Hoy es día de perdonar.
DOÑA ROSA.- Sí, bien merece tu perdón y tu mano, el que supo darte una
educación tan contraria a la que yo recibí.
DOÑA LEONOR.- Con su prudencia y su bondad se hizo dueño de mi
corazón; y bien sabe, que mientras yo viva, es prenda suya.
DON MANUEL.- ¡Querida Leonor! (Se abrazan DON MANUEL y
DOÑA LEONOR.)
JULIANA.- ¡Excelente lección para los maridos, si quieren estudiarla!
Ilustración: Arrufos Belmiro de Almeidas