miércoles, 29 de octubre de 2025

Lo secreto (María Luisa Bombal)






Sé muchas cosas que nadie sabe.


Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.


Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.


Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.


Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…


Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo.


Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.


Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.


Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.


Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo así como un mensaje.


¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?


No lo sé.


Por mi parte debo confesar que lo entendí.


Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído…


—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas…


Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.


Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.


Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.


Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla.


Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.


El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo.


Sin embargo había aún peor:


Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.


—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…


Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor.


Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.


Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.


Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de viento.


—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.


La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano.


La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.


Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero. . .


—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante.


Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.


—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.


“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.


—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?


—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.


Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.


—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de tardar. . .


—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.


Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.


“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.


“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.


—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…


Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.


—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…


—¿Qué clase de bichos?


—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…


—Ja. Y tú asustado, ¿eh?


—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .


El terrible no contesta.


Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.


A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.


—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.


Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.


—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.


Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.


—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?


—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…


—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.


Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.





Ilustración: Will McBride

martes, 28 de octubre de 2025

África (Massimo Bontempelli)






Nunca he tenido una verdadera inclinación por el homicidio. Hasta ahora no he asesinado más que a mi amigo Amílcar, aunque, tras de mucho pensarlo, me parece que no fue una mala idea. Esto sucedió hace muchos años en la ciudad de Casablanca.


Había ido a Casablanca a causa de una desilusión amorosa que me infirió una norteamericana a la que había acompañado de Europa a Asia y que me había dejado plantado. Odiando en consecuencia Europa, Asia y América, y dada la distancia de Oceanía, decidí pasar algún tiempo en África. Por eso me hallé en Casablanca que, como muchos saben, está situada precisamente en África, sobre el Atlántico. En Casablanca vivían muchos trabajadores italianos que laboraban de día, muchas cocottes provenzales que trabajaban de noche, y muchos franceses.


A fin de apaciguar mi espíritu exacerbado, pasaba todo el día recluido en mi alcoba, dedicado a escribir la vida de Ruggero Bonghi, según los documentos que había recogido en mis viajes. Por la noche me dirigía a tomar un púdico mazagrán en alguno de los doscientos casinos que florecían en aquella noble colonia. En uno de esos trabé conocimiento y luego estrecha amistad, con un hombre modesto y apasionado que se llamaba Amílcar. Era un portugués nacido en Brasil, que durante el día se dedicaba a vender una gran existencia de tapices que había traído de quién sabe dónde, y que, por la noche, llegaba al casino a jugar a la ruleta y perdía todo cuanto lograba reunir durante el día. Yo no jugaba porque ya conocía mi poca suerte. Lo esperaba arrellanado en una poltrona.


Por fortuna Amílcar no empleaba más de una hora en perder cuanto tenía. Por consiguiente, a la medianoche, venía a sacarme de mi silla, diciéndome:


—Esta tarde me ha ido mal.


Y salíamos a vagar juntos, bajo las pesadas estrellas del trópico.


Un día, a media noche, me dijo como de costumbre:


—Esta tarde me ha ido mal.


Nos fuimos. Pero apenas habíamos dado unos pasos y aún estábamos en la puerta de la sala, cuando, al meter la mano en los bolsillos a fin de sacar un cigarrillo, Amílcar exclamó:


—¡Oh!


Había encontrado una moneda, un franco.


—No he perdido todo. Voy a apostarlo y vengo en seguida.


Dio tres pasos hacia la mesa de juego, pero volvió a mi lado.


—¿Dónde lo pongo? —me preguntó.


—Donde quieras, pero que sea pronto.


—No, no, —se obstinaba— dime en qué número debo ponerla.


Le dije:


—En el 45.


—No es posible —me gritó desolado— no son más que 36 los números.


—Eso es —respondí— ponlo en el 36.


Corrió en dirección a la mesa. Un minuto después oí la heráldica voz del croupier anunciar:


—36 rojo.


Alargué el cuello. Vi la barba tremebunda y las manos de Amílcar tenderse hacia las monedas que se acumulaban junto a su franco; pero, al mismo tiempo, Amílcar alargó el cuello hacia mí, diciéndome con sofocada voz:


—Di pronto, pronto, ¿dónde pongo estos 36 francos?


Yo estaba fastidiado. Para acabar, le dije:


—Deja todo en el 36.


—¿De veras…? —balbuceó.


Imperioso y despiadado añadí:


—¡Déjalos!


Como un perro fiel hizo lo que le ordené. Me dirigió una mirada humilde y lanzó otra pavorosa a la máquina que giraba. Después, la máquina empezó a girar más lentamente, se detuvo, y repitió;


—36 rojo.


Un grito de sorpresa huyó de dos o tres bocas. El croupier entregaba fríamente a Amílcar la suma.


—¿Y ahora? —preguntó Amílcar con una voz de espectro.


—Ahora —dije yo con una voz de emperador— ¡vámonos!


Amílcar estaba de tal modo herido de admiración por mí que no osó decir palabra. Se repartió en todos los bolsillos los 1296 francos y, como un perro fiel, como una mujer enamorada, se acercó a mí.


Ya en la calle, no dijo una sola palabra.


El día siguiente no pensé más en aquello y me ocupé, con toda devoción, en la vida y hechos de Ruggero Bonghi. Por la noche, Amílcar vino por mí a casa. No dijo nada. Solamente propuso, con mucha indiferencia:


—Vamos al Flamboyant (tal era el nombre de aquel garito africano).


Estando allí, arrellanado yo en mi poltrona, él, con gran moderación me dijo:


—¿Por qué no vienes un momento a mi lado? ¿No me dices los números?


—Apuesta al 5.


Salió el 5.


—¿Y ahora?


—Apuesta al 18.


Salió el 18.


—¿Y ahora?


Él no se hallaba sorprendido. Los demás jugadores sí, y me miraban con ojos llenos de miedo. Me sentí horriblemente turbado. Dije impaciente:


—No sé, haz lo que te parezca.


Le volví la espalda y fui a refugiarme en mi poltrona, que era grande y de cuero.


Pero él estaba ya delante de mí, inmóvil:


—¿Quieres decir que debo suspender, por un rato, el juego?


Allí estaba, de pie, así, mirándome, como se espera que hable el médico cuando está observando el termómetro, o el usurero a quien se ha pedido un préstamo: como se espera, en una palabra, el verbo de una criatura superior.


Fumé dos cigarrillos tratando de evitar su mirada. Miraba un rato hacia la derecha, a un ángulo de la sala, donde no había nadie; después de un momento, miraba de reojo hacia la izquierda, girando hacia un ángulo donde no había nadie. Al fin del segundo cigarrillo, lo acometí de pronto:


—En resumen, ¿qué haces aquí?


—Nada, nada.


Era tan sumiso que me puse a reír y, tras de la risa, no sé cómo, más bien dicho no sé por qué, sin intención, como un estornudo, algo me dijo:


—17.


Amílcar corrió en seguida. Sentí un remordimiento. No pude dejar de aguzar la oreja. Oí un silencio, un zumbido, luego la voz del anunciador:


—17 negro.


La tarde del día siguiente me puse yo también a jugar con él. Perdimos. Probé jugar algunos golpes solo y perdí. Volvió a jugar Amílcar, y yo le sugería los números: ganaba siempre. Poco después, se detuvo y le dije:


—Vámonos.


Y nos fuimos.


A los lectores les gustaría que yo contase con más detalles los episodios e incidentes del juego, porque ya sé que se divierten con estas tonterías. Pero yo no escribo para deleitar, escribo para instruir.


Al salir de allí la tercera noche, Amílcar, que era un hombre honrado, me dijo:


—Hagamos un pacto. Vendremos todas las tardes. Yo juego con mi dinero. Tú no juegas, tú me dices los números; al salir partimos la ganancia.


Y así lo hicimos durante dos meses. Todas las noches no sé qué demonios me sugería los números, y siempre éramos los afortunados. Apretaba un instante los ojos, tendía, casi, la oreja, y una especie de voz íntima, un consejero inesperado, me decía claramente el número. Después de siete u ocho números, la voz no me decía nada más. Nos íbamos. Ganábamos cerca de 15 mil liras por noche.


Pero el dinero perturba la paz del hombre. De mano en mano aquel oro mágicamente ganado la noche anterior, se acumulaba en mis cofres, mis jornadas se volvían pálidas e inquietas. La vida de Ruggero Bonghi empezaba a extinguirse, y yo había fundado en aquel libro muchas esperanzas de gloria. Y ahora el libro, y con él mi gloria, vacilaba, languidecía cada vez más miserablemente en mis manos, página a página, debido a mis ocupaciones nocturnas, funesto efecto de la fácil riqueza.


Entre el Ruggero Bonghi y el Flamboyant mi desesperación amorosa se había aplacado, la figura de la traidora se había desvanecido en mi memoria y ya no había razón alguna para no regresar a la Europa natal.


Había una razón, sí: Amílcar. ¿Podía abandonarlo de ese modo? Yo no tenía valor para hacerlo. La existencia de tapices se había terminado. Amílcar vivía y se enriquecía gracias a la virtud de mi inspiración prodigiosa. A él la riqueza no le pesaba ni le producía fastidio. Era un alma simple, jamás se hubiera puesto a escribir la vida de Ruggero Bonghi. Yo me decía:


—Cuando un día esta vena se acabe, habrá de encontrar otro modo de seguir viviendo.


Pero ¿cómo persuadirlo? Confieso que ahora ya lo quería bastante. Con este pensamiento días y semanas, y creciendo en mí la impaciencia de irme, me nació oscuramente (¿acaso también por obra del diablo?) la idea de un ardid para volver suavemente a Amílcar a una vida más digna sin que me guardara rencor, a mí, que solo le deseaba el bien.


Maduré mi plan, gasté algún tiempo en ponerlo en práctica. Un día, en que no había logrado escribir siquiera una línea y Ruggero Bonghi andaba desvaneciéndose y borrándose en mi interior del mismo modo que la hermosa traidora, por la noche, fríamente, decidí actuar.


Henos aquí en la mesa de siempre: Amílcar sentado; yo de pie, a su derecha, como siempre. Él, como siempre, espera que los demás apuesten, para que nadie imite su juego; después, vuelve a mí la mirada. Yo cierro los ojos, apresto la oreja y el corazón, y del corazón late la voz misteriosa, murmurando: 24.


Entonces digo a Amílcar: 34.


Los pocos segundos que la bolita empleó en su curso, me parecieron siglos.


Me oprimía la angustia de haberlo engañado de ese modo. Arrepentido, me prometí hacerlo ganar el golpe siguiente. Sudaba frío. La bolita se detuvo.


Había salido el 34.


Todo remordimiento desapareció. Creo que lo miré con una mirada terrible.


Escuché al demonio: el demonio me dijo:


—Cinco.


Y yo le dicté a Amílcar:


—Ocho.


Salió el ocho. Oía la voz interior decirme:


—21.


Dije a Amílcar:


—30.


Salió el 30.


Dije números al acaso, y todos salían. No lograba engañarlo. Se produjo un tumulto entre los jugadores. La banca suspendió el juego, extendió un velo negro sobre la mesa. Amílcar estaba radiante. Yo me sentí inundado por una onda de bilis negra y violenta. No había logrado engañarlo. No había logrado librarme. No podía acabar la vida de Ruggero Bonghi. No podía regresar a Europa. Los jugadores hacían comentarios detrás de nosotros.


—¡Vamonos! —dije a Amílcar, empujándolo, hurtándolo, echándolo por delante como a un becerro.


Se adelantó, y mientras atravesábamos un corredor casi completamente oscuro, lo cogí por la solapa y lo arrojé por la ventana. Oí cómo se estrellaba sobre las baldosas del patio. Entonces, bajando por otra escalera, me volví súbitamente a Europa sin ir siquiera a mi casa a mudarme.


Y la paz volvió a mi ánimo. Solo estando ya en Nápoles, recordé que había dejado allí, en un cajón, en África, el manuscrito de la vida de Ruggero Bonghi y los documentos.


Un día u otro habré de volver a recogerlos.





Ilustración: Jeremy Snell

lunes, 27 de octubre de 2025

El río y su enemigo (Juan Bosch)






Sucedió lo que cuento en un lugar que está más abajo de Villa Riva, en las riberas del Yuna. Cuando pasa por allí el Yuna ha recorrido ya muchos kilómetros y ha fecundado las tierras más diversas. Nacido en las fragosidades de la Cordillera, descendiendo en paciente y prolongada marcha docenas de lomas, el gran río llega al sitio de que hablo hecho un poderoso, aunque sereno mundo de aguas.


Yo estaba pasándome unas vacaciones donde mi viejo amigo Justo Félix. Debía retornar el día siguiente a la Capital y pasaba la última noche en la sala de la casa —un vasto caserón de madera fabricado sobre altos pivotes para que el río no se metiera en las habitaciones cuando se desbordaba—. Nos hallábamos esa noche reunidos mi huésped, cómodamente sentado en una mecedora; su mujer, señora de pocas carnes y pelo blanco, que cosía en silencio; la hija menor de Justo, muchacha de cutis rosado y abundante pelo castaño, muy atrayente; dos nietos de Justo, Balbino Coronado y yo.


La lámpara alumbraba pobremente y los rincones de la sala se conservaban en penumbras. Balbino se había sentado en una silla serrana. Yo había entrado desde el comedor y tuve que fijarme en él porque me quedaba justamente delante. Nunca le había visto, y aquella noche, tan pronto mis ojos tropezaron con él, sentí que me hallaba frente a un hombre de difícil personalidad. Él no levantaba los ojos. Muy seco, muy tieso en su silla, solo se movía para escupir, cosa que hacía con frecuencia, tirando la saliva en el piso. De momento, tan rápidamente como un relámpago, sus ojos fulguraban despidiendo reflejos; era cuando miraba a la hija de mi huésped, la cual parecía sentirse molesta y no osaba levantar la cabeza. Yo pensé que eran novios disgustados o estaban a punto de serlo.


Justo empezó a hablar de cosas interesantes, a contar cómo había él aprendido a cazar con machete los cerdos cimarrones que frecuentan los bosques y las faldas de la vecina Cordillera, y al conjuro de su voz le parecía a uno ver las escenas, vivir la misteriosa y profunda fuerza del monte que cubre ambas orillas del Yuna. Con buenas dotes de narrador, con descripciones sobrias y acertadas que llenaban su relato de interés, hablaba de una cacería en la que había tomado parte el año anterior y yo seguía el hilo de su historia sin mover un músculo, cuando vi a Balbino ponerse de pie, dar las buenas noches y tomar la puerta. Justo dejó de hablar, miró hacia el que se iba, después a su mujer y a su hija, y haciendo una mueca que lo mismo podía querer decir “¿qué ha pasado?” o “ya se fue ése”, se quedó silencioso y como preocupado.


—Un hombre extraño —comenté para animar el momento.


Justo movió la cabeza de arriba abajo.


—Bastante —dijo por toda respuesta.


La mujer de mi amigo hizo alguna pregunta sobre la administración de la finca y se enredó con su marido en una conversación doméstica. La muchacha alzó la cabeza, me miró y sonrió. Me pareció atrayente. Tenía los ojos limpios y aire saludable y vivaz. Hasta ese momento no lo había notado. Como creía que había algo entre ella y Balbino, hallé lógico que, si estaban disgustados, él se fuera con la cara de pocos amigos que llevaba, pues la muchacha bien valía un disgusto. Le dije algo, empezamos a hablar, y ya pasó Balbino a segundo plano. Por desdicha aquello duró poco. Los nietos de mi amigo no tardaron en irse a dormir; al rato la mujer de Justo hizo una señal a su hija, ésta pidió permiso, dio las buenas noches y madre e hija tomaron el camino de sus habitaciones. Nos quedamos solos mi huésped y yo.


Hora llena de impresionante calma, aquella en que estábamos me infundía sentimientos de bienestar. Se oía el vago rumor del bosque y del río; la brisa de la noche pasaba por la arboleda vecina; desde la sala se veían cruzar los cocuyos iluminando la oscuridad y un coro de grillos parecía hacer germinar sobre la tierra una rara música de encantamiento.


Esa era mi última noche en el lugar y quería disfrutarla. Sentía el deseo de hablar de Balbino Coronado, de saber algo de su vida, porque la verdad era que el hombre me había interesado; pero sentía también una especie de holganza espiritual que me impedía alzar la voz. Me levanté y me fui a la puerta.


—Esta noche sale la luna temprano —dijo mi huésped a mi espalda.


—Me gustaría verla en el río —dije.


Entonces Justo me invitó a seguirle; bajamos los escalones y fuimos por una vereda estrecha hasta llegar a los guijarros que marcaban la orilla del Yuna.


Una poderosa masa de árboles cubría del todo el agua y aquel sitio tenía un olor penetrante y suave a la vez. No hablábamos. Acaso Justo me llamaba la atención sobre alguna piedra o alguna rama que podía hacerme daño, pero yo apenas le oía. Me había entregado a disfrutar de la noche. La fuerza del mundo se sentía allí. Cantaba alegre y dulcemente el río, chillaban algunos insectos y las incontables hojas de los árboles resonaban con acento apagado. De pronto por entre las ramas enlazadas apareció una luz verde, pálida, delicada luz de hechicería, y vimos las ondas del río tomar relieve, agitarse, moverse como vivas. Todo el sitio empezó a cobrar un prestigio de mundo irreal. Los juegos de luz y sombra animaban a los troncos y a los guijarros y parecía que se iniciaba una imperceptible pero armónica danza, como si al son de la brisa hubieran empezado a bailar dulcemente el agua, los árboles y las piedras.


Absorto ante la tranquila y maravillosa escena, estuve sin moverme hasta que Justo dijo que la luna se apagaba. Unas nubes oscuras que vagaban por el cielo la cubrieron lentamente. Mi amigo y yo dejamos el lugar, pero yo me sentía tan emocionado que no pude callarlo. Hablé del paisaje, del Yuna majestuoso, de la dicha que se gozaba viviendo allí. Justo me oía en silencio, igual que si jamás hubiera oído hablar así. Caminábamos muy despacio. Por momentos un rayo de luz atravesaba las masas de nubes y llenaba el sitio de claridad. Tomándome por un brazo, mi amigo empezó a hablar.


—Al hombre —dijo— no se le puede entender. ¡Qué gran refrán es ése de que cada cabeza es un mundo!


Me quedé esperando que dijera algo más, porque aquellas palabras no tenían aparente relación con lo que yo había dicho. El debió leerme la duda en la actitud.


—Sí, amigo; sé lo que digo —siguió—. Aquí mismo tiene usted un caso. ¿Vio a Balbino Coronado, ese joven que estaba hace una hora con nosotros? ¿Sabe usted por qué tenía esa cara tan extraña?


—Supongo —respondí— que andará enamorado de su hija y le molestó que ella no le pusiera atención.


Mi amigo sonrió con suficiencia.


—No, no es eso. Estaba así porque él siente las avenidas del Yuna.


—¿Qué las siente?


—O las presiente, si halla usté más justa esta palabra.


Yo no pude evitar la mirada de asombro con que me fijé en Justo. Él pareció no darle importancia a ese gesto mío.


—Usted —dijo— me ha hablado hace poco de la emoción que le ha producido el río, ¿no es así? Yo, en cambio, conozco a otra persona —Balbino Coronado— que siente por el Yuna un odio mortal, un odio que no puede tenerse sino por un hombre que nos ha hecho mucho daño.


Me intrigaron las palabras de mi amigo.


—Explíquese mejor —le pedí.


En medio del patio había un tronco tirado. La tierra, los ranchos, las piedras del lugar adquirían un color grisáceo con la luz que llegaba a ratos del cielo. Todo parecía allí detenido. El lento vaivén de las masas de árboles que orillaban el río producía la impresión de que el patio iba deslizándose pausadamente por una pendiente fantasmal. Sobre las masas negras se veía el firmamento plomizo, y yo sentía que solo la vida vegetal tenía razón de ser allí. El hombre estaba de más en el corazón silencioso de la noche. Tal vez influidos por ese sentimiento, mi amigo y yo habíamos hablado en voz baja, como si hubiéramos temido ser considerados intrusos en aquel sitio.


—¿Quiere que nos sentemos en ese tronco? —preguntó Justo.


Dije que sí con la cabeza. Mi amigo se sentó a mi lado, encendió un cigarro y empezó a hablar. Yo oía sus palabras, que sonaban apagadas. Explicaba él que dos veces por año, y una cuando menos, el Yuna recibe agua en las cabezadas y empieza a crecer. Poco a poco va descendiendo de la Cordillera más veloz, más ancho, y acaba bajando con un caudal imponente. En esas épocas el río llega a las llanuras tan cargado de agua que se sale del cauce; los vividores de esos parajes no hacen nada que no sea ver cómo el Yuna va adueñándose lentamente de toda la extensión, metiéndose por las tierras sembradas, inundando las sabanas y los sitios más bajos. En ocasiones las avenidas son violentas y entonces se oye el río rugir día y noche y se ven las masas de agua que descienden iracundas, negras, y asaltan los barrancos más altos y ganan en marchas impetuosas los altozanos donde la gente fabrica sus bohíos. Cuando ocurre eso el desborde arranca árboles de cuajo, arrastra viviendas y animales, se lleva pedazos enteros de conucos, porque el agua cava la tierra y la deshace. Las familias que viven en las márgenes suben a los lugares altos llevándose consigo los cerdos, las gallinas y las vacas. Desde su casa, Justo había visto en alguna de esas inundaciones kilómetros y kilómetros de agua esparcida sobre la tierra y en una ocasión su familia había estado días enteros sin poder salir de la vivienda porque el río se había metido hasta allí mismo y golpeaba sin cesar los pivotes de ojancho que sostenían la casa.


—Conozco el Yuna —aseguraba mi amigo— como si fuera una persona, y siento por él gran cariño porque sé que esas avenidas fecundan toda la región. En cambio, Balbino Coronado lo odia a muerte.


Mi amigo calló. Yo seguí un momento imaginando cómo sería aquel sitio ocupado por las aguas desbordadas.


—¿Y por qué lo odia? —pregunté al cabo.


—Mire, hasta hace tres años Balbino Coronado era dueño de tierras, bien pocas por cierto, unas quince tareas, pero él las aprovechaba como nadie; las tenía sembradas de cuanto puede dar un conuco pequeño. Al parecer le había costado mucho trabajo adquirir esa pequeña propiedad. Estaba situada a la orilla del río, cerca de aquí, detrás de ese monte que se ve a nuestra espalda, vino el Yuna crecido por este tiempo, dos años atrás y le comió la tierra en una noche. Al otro día el conuco de Balbino Coronado era cauce del río y todavía pasa por ahí. El muchacho casi se volvió loco y para mí que desde entonces no anda bien de la cabeza.


La historia era curiosa. Quise saber más, y mi amigo me dijo que muchas veces había hallado a Balbino en el sitio donde había estado su conuco mirando con ojos desorbitados el majestuoso e indolente río.


—Hace un rato —explicó— cuando lo vi a usté quedarse extasiado a la orilla del Yuna, yo pensaba en Balbino, para quien el río no tiene nada de bello. Por eso le dije que cada cabeza es un mundo.


—Es raro —terminé yo por todo comentario.


Mi amigo chupó dos o tres veces su cigarro, miró hacia el cielo y habló algo de posibles lluvias; después se puso de pie.


—Vamos a dormir —dijo—. Mañana tiene usté que irse y debemos madrugar para arreglar el viaje.


Detrás suyo tomé el camino de la casa, y todavía desde la puerta contemplé un momento el dormido paisaje. Cruzando a toda marcha enormes nubes oscuras, la luna se entreveía en la altura. Antes de dormirme pensé un poco en Balbino Coronado. Extraña historia la suya. Lamenté no haberlo conocido antes; hubiera tratado de intimar con él, de estudiarlo; pero no lo pensé mucho porque me fui durmiendo rápidamente.


Muy temprano sentí voces cerca de mi habitación. Me levanté a toda prisa pensando que tal vez era tarde, y al abrir la puerta vi a Balbino gesticular airadamente al tiempo que decía cosas ininteligibles. Justo estaba frente a él y le miraba fijamente.


—Cálmate, Balbino —dijo.


Me acerqué a ellos. Con las manos clavadas en los hombros de Justo, el otro tenía los ojos desorbitados, luminosos e impresionantes; su faz era agresiva y al parecer, Balbino padecía de angustia.


—¡Vuelve, le digo yo que vuelve! —aseguraba.


Se comprendía que estaba desesperado, pero yo no sabía debido a qué. Entre su aspecto y el de un loco no había diferencia alguna. Mi amigo lo tomó por la cintura y se lo fue llevando de allí. Iban a salir ya del comedor cuando llegó la hija de Justo. Súbitamente, Balbino se detuvo y bajó la cabeza. Con una voz dulcísima ella le increpó:


—¿Cómo es eso? ¿Es que no vas a hacerme caso?


Balbino no se movía. Yo me hallaba confundido y hubiera jurado que aquel hombre se había ruborizado.


—Vete a la cocina —ordenó con suavidad la hija de mi amigo— y que te den desayuno.


Silencioso y como humillado, Balbino se alejó sin alzar la cabeza. La muchacha le miró, después volvió los ojos al padre y movió las manos como quien lamenta algo.


—Solo le hace caso a ella cuando está así —pretendió explicarme Justo.


—¿Así? ¿Qué quiere decir?


—Es la avenida. Cree que el Yuna va a crecer hoy.


—¿Crecer hoy? No me parece.


Justo sonrió.


—Usté no se va, amigo. Balbino nunca ha fallado en eso.


—¿Y qué tiene que ver mi viaje con el Yuna?


—¿Pero no se lo expliqué anoche? ¿Cómo va usté a cruzar ese río si se bota?


Hablando nos sentamos a desayunar. Los nietos de mi amigo charlaban y contaban episodios de los desbordes. A poco empezó a llover y no me fue posible poner un pie fuera de la casa. A través de la ventana vi el patio lleno de agua. La hija de Justo se adormecía con el canto de la lluvia.


— El pobre Balbino se vuelve loco de ésta —aseguró.


Molesto con el fracaso de mis planes, me fui a la habitación y estuve acostado hasta mediodía. A esa hora la lluvia parecía menos fuerte. Debajo del piso gruñían los perros y cacareaban las gallinas. Ráfagas de viento sacudían los árboles cercanos.


T odo el mundo en la casa demostraba cansancio y solo el más pequeño de los nietos de Justo parecía contento por la proximidad de la inundación. Los peones que entraban de rato en rato no decían palabra y el ambiente estaba cargado de preocupación.


A la caída de la tarde la lluvia había cesado del todo. Yo estaba en la galería, viendo cómo unos patos se solazaban en las charcas, cuando vi a Balbino entrar a saltos y cruzar ante mí sin darse cuenta de mi presencia. Con todo el pelo caído sobre la frente, más nervioso que por la mañana, con los ojos más fúlgidos, Balbino tomó a Justo por un brazo y le dijo:


—¿No oye como viene roncando ese maldito?


Justo le miró con seriedad.


—Deja eso ya —ordenó secamente—. Yo no oigo nada. Son cuentos tuyos. Además, Lucía está ahí y te va a regañar.


Balbino pareció impresionado; empezó a irse, pero de pronto se volvió.


—¡Y lo mato; si crece lo mato! ¡Le juro por mi madre que lo voy a matar!


La voz de Lucía se oyó en la sala y como si lo hubieran conjurado, Balbino echó a correr hacia los escalones, los bajó a saltos y se perdió en el patio. Yo pensé que estaba al borde de un ataque de locura.


La noche cayó rápidamente. Pasamos las primeras horas en la sala, hablando de temas variados. Cuando la familia se fue a dormir quise ver desde la galería el espectáculo de la naturaleza triste. Un cielo plomizo, como lleno de humo, clareado por la luna —a la que ocultaban nubes pesadas— se extendía agobiador sobre todo cuanto los ojos dominaban. En el patio brillaba a trechos el agua aposada.


—¿Quiere que bajemos a ver cómo está el río? —preguntó Justo.


Yo no tenía interés en ir, pero me sentía dispuesto a dejarme llevar. Tomamos un atajo que no era el mismo por el cual habíamos pasado la noche anterior; caminamos un rato largo, orillando la masa de árboles, y de pronto, en un recodo, nos sorprendió el horizonte amplio. Estábamos en un sitio sin vegetación, una especie de vasta playa guijarrosa. Allí curvaba violentamente el río, yéndose hacia el oriente, y desde nuestro lugar podíamos ver una llanura pelada que se extendía sobre la margen opuesta y que parecía terminar en lo que debían ser las primeras estribaciones de la Cordillera.


Del Yuna se elevaba un rumor sordo, que agobiaba como una amenaza. Aparentemente el río era tranquilo en ese sitio. Desde donde estábamos la playa iba en descenso y dos metros hacia abajo el agua golpeaba con vago murmullo. La luz confusa de aquella noche se tendía sobre el paisaje. Los árboles que se alcanzaban a ver hacia la izquierda y la derecha lucían mustios, inmóviles, y despedían un brillo apagado. Silencioso y serio, Justo parecía vigilar la amplia masa líquida que susurraba a nuestros pies. De pronto me tomó un brazo y señaló hacia el recodo de donde surgía el río.


—¡Mire, mire! —dijo.


Yo traté de ver y no acerté a dar con lo que inquietaba a mi amigo.


—¡Mire, mire cómo viene el condenado!


Temblorosa de emoción o de miedo, su mano señalaba con mayor vigor al tiempo que la otra se clavaba en mi brazo. Entonces observé con detenimiento. De súbito creí oír un murmullo creciente, que iba haciéndose más fuerte por segundos. Atendí con toda la atención de que soy capaz. De golpe vi un lomo de agua parda que rodaba sobre el río y se lanzaba rugiendo en la que parecía plácida superficie; lo vi avanzar, descender y tornar a levantarse; lo vi hirviendo, arrojando espumas rojizas; lo vi rascar con furia las márgenes; lo vi agitarse, sacudirse, encresparse como una persona poseída de un frenesí. Troncos y animales llegaban coronando una ola, y tras esa llegó otra y después otra y a poco otra más. Ya el agua estaba a un metro de nosotros. Aquel líquido vivo empezó a esparcirse en la llanura que teníamos enfrente y a los pocos minutos todo el recodo donde se agitaban los pendones que crecen en las playas era lecho del río, y los pendones iban desapareciendo rápidamente bajo el seguro avance.


Yo estaba asustado, lo confieso. Veía salir el agua del recodo y la veía adueñarse del lugar. Pensaba en la noche anterior, tan dulce, tan hechicera, y pensaba también en los campesinos a quienes la inundación arrebataría cerdos y reses y arrojaría de sus casas. Sin decir palabra, Justo observaba, tan atento como yo.


Ignoro cuánto tiempo estuvimos allí. Mi amigo debió cansarse porque me pidió que nos fuéramos. Yo hubiera deseado contemplar un rato más aquel turbio paisaje que a mi juicio debía tener mucho parecido con los de los primeros días de la creación. La vaga luz lunar sobre la extensión ahogada, el sordo rugido del río y su golpear incesante en el barranco, y el triste aspecto de la vegetación daban la impresión de que toda la naturaleza estaba empavorecida, así como la noche anterior me había parecido que hasta las piedras transpiraban paz.


Nos fuimos de allí oyendo el rumor amenazante. Justo iba hablando de lo que esperaba a la gente de las cercanías y nos aproximábamos a la casa eludiendo las charcas cuando de repente surgió de las sombras una figura humana que pareció confundida al vernos. Pero su confusión duró apenas segundos. En brusca arrancada, el que fuera echó a correr y los perros se lanzaron tras él, ladrando con vehemencia.


Durante un momento no supimos qué hacer. De pronto Justo se volvió, me sujetó por una manga de la camisa y gritó:


—¡Corra!


A seguidas emprendió una carrera loca tras la sombra que huía. Mi impresión fue grande. No acertaba a darme cuenta de lo que estaba pasando.


—¡Corra! —tornó a gritar Justo.


¿Qué sentí? No fue valor ni deseo de luchar; lo sé, y no me engaño ni trato de engañar a nadie. Lo que tuve fue vergüenza de que a mi amigo le sucediera algo estando yo allí, y acaso miedo de verme solo en aquel lugar y en aquella noche fantasmal. Corrí también, corrí como quien huye de alguna amenaza; vi a Justo meterse en la oscuridad de la masa de árboles y le seguí sin saber por qué. Sentía el viento en mis oídos y los tenaces gritos de los perros me torturaban y me angustiaban. La sombra que perseguíamos cruzó por una pequeña zona de luz que dejaba un claro entre los árboles. Con increíble rapidez yo pensaba que el que fuera podía esconderse entre el bosque y esperar el paso de Justo para herirle a mansalva.


—¡Justo, Justo! —grité con la pretensión de advertirle que se cuidara.


Pero no me oía. Calculé que estábamos cerca del río, acaso a veinte metros. Se distinguía ya el rumor del agua, aquel sordo murmullo que levantaban las olas; y de súbito vi el Yuna a través de los troncos, y vi la borrosa figura lanzarse al cauce blandiendo en la mano derecha un hierro que en la confusa claridad despedía reflejos siniestros.


—Justo, Justo! —torné a gritar.


Pero ya era imposible que me oyera. La voz apenas me salía. Me ahogaba y el corazón quería salírseme del pecho. Los condenados perros se acercaban al agua y aumentaban su furioso ladrar. Otros perros contestaban desde los sitios cercanos. A pique de llegar a la orilla oí a Justo lanzar voces coléricas.


Y cuando, frío por el esfuerzo, agotado, casi a punto de caerme, desemboqué en el pequeño claro donde pensé que estaba Justo, vi en medio del agua a un hombre que se debatía entre las oleadas y que lanzaba machetazos a la superficie del río. Lo que se distinguía de su rostro —la mirada brillante y el gesto duro de la boca— daba la impresión de que era agitado por una cólera que ningún hombre corriente podía sentir. Por encima del rugido del agua oía su voz.


—¡Maldito, río maldito! —exclamaba.


Desde la orilla, yo llamaba a Justo a gritos. Otro lomo de agua se acercaba rugiendo a aquel hombre que se retorcía y se agitaba en medio del Yuna. Vi el agua acercarse a él hirviendo, espumeando, enrollándose, mordiéndose a sí misma. Aquella mole pardusca avanzaba de una orilla a la otra, y las piedras de las orillas saltaban como hojas y el barro se deshacía al contacto con aquella fuerza ciega. Vi el agua acercarse y vi el gesto de ira que endureció por última vez las facciones del hombre. Todavía alzó el machete una vez más, y un tronco que rodaba llevado por la corriente se interpuso entre él y mis ojos. Justo Félix, que había legado a mi lado, gritó, haciendo rebotar el grito de orilla en orilla.


—¡Balbinoooo… Sal, Balbinooooo!


Pero Balbino no salió.


Cinco días después, cuando bajó la crecida, se vio que el cauce del río había cambiado y las quince tareas de Balbino Coronado habían quedado libres de agua y listas para levantar un buen conuco. Sin embargo, hasta donde me informaron, se quedarían sin dar fruto porque Balbino Coronado no tenía quien lo heredara.





Ilustración: Thomas Moran

Jornadas de lectura




Ricardo Curci (izq) Sergio Gabriel Betancur (der)








Pintura expuesta de Victor Dabove

domingo, 26 de octubre de 2025

La amante del demonio (Elizabeth Bowen)







Hacia el ocaso de ese día, que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas que deseaba llevarse. Unas eran suyas, otras de su familia que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso de la señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.


La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta. La señora Drover la cruzó, entró y abrió la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja de lo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio.


Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que la cuidaba, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.


Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta para ella.


Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quién se le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella vendría a Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no… Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta nacía del hecho de que la atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:


 


Querida Kathleen:


No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida.


Hasta entonces,


K.


 


La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajo las huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de la boda colgaban alrededor de su flaco cuello y se ocultaban dentro del escote en forma de V de su suéter de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego. La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de la boca, pero a pesar de ello podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila.


Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, no pudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia la cama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.


«La hora convenida… ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar…? Después de veinticinco años…»


La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajo un árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verlo en aquellos momentos intensos jamás lo hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia en Francia, que ella solo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartó un poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.


«¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.»


Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:


—¿Tienes frío?


—Te marchas tan lejos…


—No tan lejos como crees.


—No te comprendo.


—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.


—Pero aquello fueron suposiciones.


—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar.


Solo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso. Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las que era invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro.


Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no solo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado de consuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes porque estos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia. Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada al verse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.


Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta solo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse en una silla cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta. La casa vacía sellaba aquella noche años y años de voces, costumbres y pasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero al abrirlos, la carta seguía encima de la cama.


Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarla esperando al pie de las escaleras. Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya.


Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta.


El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.


«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Lo esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada…»


Tiró de un nudo que había atado mal.


Volar…


«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No lo recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Solo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.»


Pero se dio cuenta de que sí podía recordar.


Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.


«No era yo misma, me decían todos entonces.»


Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.


«Dondequiera que esté esperándome, no lo reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»


Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería a salvo con el taxi a su propia casa y le pediría al chofer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chofer le hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera escuchó atentamente.


No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.


La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía viviendo, empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había solo un taxi, pero parecía esperarla. Sin mirar a su espalda, el chofer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta de que no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chofer de la suya propia.


El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito. Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles.





Ilustración: Barna da Siena

sábado, 25 de octubre de 2025

Levitación (Joseph Payne Brennan)







El Circo Ambulante Morgan llegó a Riverville para dar una función de noche, y plantó sus tiendas en el parque situado en uno de los extremos del pueblo. Era un cálido atardecer de primeros de octubre, y a eso de las siete una gran multitud se había congregado ante la barraca principal del Circo, dispuesta a divertirse.


El espectáculo viajero no era nada del otro jueves en cuanto a presentación y calidad, pero su aparición fue salu­dada con alborozo en Riverville, una aislada comunidad mon­taraz que no contaba con cinematógrafos, ni teatros, ni campos de deporte, como los que existen en las grandes ciudades.


Los habitantes de Riverville no eran exigentes en sus diversiones; en consecuencia, la inevitable Mujer Gorda, el Hombre Tatuado y el Muchacho Mono les hicieron pasar un buen rato. Mientras contemplaban el espectáculo, masticaban cacahuetes y rosetas de maíz, bebían vaso tras vaso de limonada y mantenían ocupados sus dedos con los colo­reados papeles que envolvían los caramelos.


Todo el mundo se hallaba en un relajado y tolerante estado de ánimo cuando el locutor empezó a anunciar la actuación del Hipnotizador. El locutor, un hombre pequeñito y rechoncho que vestía una chaqueta a cuadros, aullaba a través de un improvisado megáfono, mientras el Hipnotizador permanecía en último plano sobre la plataforma de madera levantada delante del barracón, con aire indiferente y burlón, sin dignarse mirar a la multitud de espectadores.


Al final, sin embargo, cuando unas cincuenta almas se habían reunido ante la plataforma, el Hipnotizador avanzó hasta quedar a plena luz. Un murmullo se elevó de la multitud.


Iluminado por la lámpara suspendida sobre su cabeza, el Hipnotizador ofrecía un aspecto impresionante. Era un hombre alto, delgadísimo, con una tez sorprendentemente pálida. Pero lo que más llamaba la atención en él eran sus ojos oscuros hundidos en las cuencas, enormes y brillan­tes. El usado traje negro que vestía, y la corbata de lazo, también negra, que llevaba anudada al cuello, acababan de conferirle un aire mefistofélico


Contempló a la multitud fríamente, con una expresión a la vez resignada y desafiante.


Todos oyeron su voz sonora.


-Para mi experimento, necesito un voluntario -dijo-. Si alguno de ustedes es tan amable como para subir a la plataforma…


Todo el mundo miró a su alrededor o dio con el codo a su vecino, pero nadie se movió.


El Hipnotizador se encogió de hombros.


-No puedo trabajar a menos que uno de ustedes se preste al experimento. Les aseguro, damas y caballeros, que la demostración es completamente inofensiva y no reviste el menor peligro.


Miró a su alrededor con aire expectante, y de pronto un joven empezó a abrirse paso entre la multitud y avanzó hacia la plataforma.


El Hipnotizador lo ayudó a subir los escalones de madera y lo invitó a sentarse en una silla.


-Relájese -dijo el Hipnotizador-. Ahora va usted a dormirse. Y hará exactamente lo que yo le ordene.


El joven se movió en la silla, al tiempo que dirigía una burlesca mueca a la multitud.


El Hipnotizador reclamó su atención, fijando en él sus enormes ojos, y el joven dejó de moverse.


Súbitamente, uno de los espectadores lanzó una bolsita de rosas de maíz hacia la plataforma. La bolsita describió un arco y fue a aterrizar exactamente en la cabeza del joven sentado en la silla.


El impacto aturdió al joven, que estuvo a punto de caer de la silla, y la multitud, callada un momento antes, estalló en ruidosas carcajadas.


-¿Quién ha sido el gracioso? -preguntó en tono irritado.


El Hipnotizador estaba furioso. Su pálida tez enrojeció y parecía a punto de estallar de rabia al enfrentarse con los espectadores.


La multitud guardó silencio.


El Hipnotizador continuó mirándolos fijamente. Al final, el color abandonó su rostro y dejó de temblar, pero sus brillantes ojos mantenían una expresión amenazadora.


Al cabo de unos segundos se volvió hacia el joven sentado en la silla, lo despidió dándole las gracias por su colaboración y se encaró de nuevo con la multitud.


-Debido a la interrupción -anunció en voz baja-, será necesario volver a empezar la demostración… con un nuevo sujeto. Tal vez a la persona que lanzó la bolsita no le importaría subir a la plataforma.


Una docena de espectadores se volvieron a mirar a alguien que permanecía medio escondido detrás de la multitud.


El Hipnotizador clavó en él sus oscuros ojos, y al hablar su tono era francamente burlón.


-Quizá -dijo- la persona que interrumpió el espectáculo tiene miedo de subir. ¡Prefiere esconderse detrás de la gente y lanzar bolsitas de maíz!


El culpable profirió una exclamación y luego avanzó con aire beligerante hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, tenía un vago parecido con el joven que había subido anteriormente, y cualquier observador casual les hubiera catalogado a los dos como típicos campesinos.


El segundo joven subió a la plataforma y se sentó en la silla con un visible aire de reto, y por espacio de unos minutos se hizo evidente que se negaba a relajarse, tal como le sugería el Hipnotizador. De pronto, sin embargo, su agresividad desapareció y se quedó mirando obedientemente los imperiosos ojos situados delante de los suyos.


Al cabo de unos instantes se puso en pie, obedeciendo la orden del Hipnotizador, y se tendió de espaldas sobre el entarimado de la plataforma. Los espectadores se quedaron boquiabiertos.


-Ahora va usted a dormirse -le dijo el Hipnotizador-. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse y hará todo lo que yo le ordene. Todo lo que yo le ordene. Todo…


Su voz se convirtió en una especie de zumbido, repitiendo incansablemente las mismas frases, y la multitud cayó en un religioso silencio.


De repente, en la voz del Hipnotizador apareció una nota completamente nueva, y el auditorio contuvo la respiración.


-Ahora, va usted a alzarse sobre la plataforma -ordenó el Hipnotizador-. ¡Álcese sobre la plataforma!


Sus oscuros ojos brillaban con extraña intensidad, y la multitud se estremeció.


-¡Álcese! ¡Arriba!


El suspiro colectivo de la multitud fue perfectamente audible.


El joven tendido en la plataforma, completamente rígido, sin mover un músculo, empezó a ascender. Subía con lentitud, casi imperceptiblemente al principio, pero su ascensión no tardó en hacerse más rápida.


-¡Arriba! -ordenó la voz del Hipnotizador.


El joven continuó ascendiendo, hasta quedar a unos pies por encima de la plataforma. Y siguió ascendiendo…


Los espectadores estaban convencidos de que existía algún truco, pero a pesar de ello contemplaban la ascensión del joven con la boca abierta. El joven parecía estar suspendido y moverse en el aire sin ninguna clase de apoyo físico.


Repentinamente, la atención de la multitud se vio distraída por otro suceso: el Hipnotizador se llevó una mano al pecho, dio un traspié y se derrumbó sobre la plataforma.


Se oyeron gritos reclamando la presencia de un médico. El locutor de la chaqueta a cuadros subió rápidamente a la plataforma y se inclinó sobre la inmóvil figura.


Le tomó el pulso, sacudió la cabeza y frunció el ceño. Alguien le ofreció una botella de whisky, pero el locutor se limitó a encogerse de hombros.


De pronto, una mujer lanzó un grito.


Todo el mundo se volvió a mirarla, y un segundo después todos los ojos se fijaron en un mismo punto.


El grito de horror fue unánime: el joven a quien el Hipnotizador había dormido, seguía ascendiendo. Mientras la atención de la multitud se había distraído con el fatal colapso del Hipnotizador, el joven había continuado subiendo. Se hallaba ahora a más de dos metros de altura por encima de la plataforma y moviéndose inexorablemente hacia arriba. Incluso después de la muerte del Hipnotizador continuaba obedeciendo aquella orden final: “¡Arriba!”.


El locutor, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, dio un frenético salto tratando de agarrar al joven, pero fracasó en su intento. Sus dedos solo pudieron rozar a la moviente figura antes de caer de bruces sobre la plataforma.


La rígida forma siguió flotando hacia arriba, como atraída por una especie de invisible imán.


Las mujeres empezaron a gritar histéricamente; los hombres vociferaban. Pero nadie sabía qué hacer. Una expresión de terror llenó los ojos del locutor al mirar hacia arriba.


-¡Baja, Frank! ¡Baja! -gritó la multitud-. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Párate, Frank!


Pero la rígida forma de Frank se movía incesantemente hacia arriba. Arriba, arriba, hasta que alcanzó el nivel del techo del barracón, hasta que alcanzó la altura de las copas de los árboles más altos, hasta que sobrepasó los árboles y siguió ascendiendo en dirección al despejado cielo de aquella noche de primeros de octubre.


La mayoría de los espectadores se cubrieron los horrorizados rostros con las manos.


Los que continuaron mirando vieron a la forma flotante ascender hacia el cielo hasta que no fue más que una leve mancha, como un diminuto cilindro acercándose cada vez más a la luna.


Luego desapareció del todo.





Ilustración: Nikos Economopoulos

viernes, 24 de octubre de 2025

Si los tiburones fueran hombres (Bertolt Brecht)







Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los peces pequeños, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que no se les muriera prematuramente. Para que los pececitos no se pusieran tristes, de vez en cuando organizarían grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes.




Ilustración: Winslow Homer

Lo secreto (María Luisa Bombal)

Sé muchas cosas que nadie sabe. Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos. Esta vez, sin embargo, n...