sábado, 21 de diciembre de 2024

La soledad (Alberto Moravia)






Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo ocurre, la casualidad y las distracciones comunes.


Perrone llevaba en su cara no la ligereza y alegría juveniles, sino cierta rígida y hastiada melancolía. Era considerado por los más como un hombre íntegro, duro consigo mismo y, con los otros, firme, porque se le oía a menudo, casi exaltado, proclamar la necesidad de una profunda vida moral. Ahora bien, acaece a menudo que se habla de lo que no se tiene.


En realidad, Perrone era, sobre todo, orgulloso; y, excepto su amor propio, no disponía de ninguna otra guía segura para su conducta. El amor propio le proponía sin tregua el ideal de un hombre de inflexible temple, demasiado superior a sus fuerzas; los fallos y las insuficiencias que descubría diariamente en la continua aspiración de adecuarse a aquel ideal lo mantenían la mayoría del tiempo sombrío y agitado.


Perrone era moreno, como bronceado por el sol; Mostallino, en cambio, parecía conservar en su larga cara pálida un perpetuo reflejo lunar. No era triste y preocupado, como su amigo, casi siempre estaba alegre, aunque con una alegría desagradable y poco cordial, fuera de tono, como fuera de lugar. Era algo calvo, llevaba gafas; menos alto que Perrone, era también menos flaco, más aún, decididamente encaminado a una fría e indolente gordura. Mostallino era el único que le repetía a Perrone que no era lo que se creía y lo que daba a entender. No tenía que reprimirse tanto, le repetía burlándose; total, no era más virtuoso que los demás, y no había nada que hacer. Semejante escepticismo fastidiaba a Perrone como un continuo desafío, y al mismo tiempo lo estimulaba para demostrar con hechos a su amigo cuán equivocado estaba en su juicio. Por lo demás, más que juzgarlo, Mostallino parecía estudiar a Perrone como un fenómeno. Mostallino, doctorado en filosofía, cultivaba también estudios de psicología y de otras ciencias afines; analítico y experimental, se interesaba por las personas con una objetividad científica carente de simpatía. Perrone estaba devorado por el amor propio; Mostallino casi no lo tenía. El primero tropezaba continuamente en la vida, como un peine demasiado espeso que solo encuentra nudos; el segundo discurría por encima de ella sin aferrar nada. Mostallino, por frialdad, era incapaz de relaciones directas con las personas y necesitaba ponerse la bata del experimentador para tocarlas y penetrarlas; Perrone, por orgullo, se encontraba en idénticas condiciones: cada afecto le parecía un compromiso, una humillación, una derrota.


Ocurrió que Mostallino se trasladó durante unos meses a unos posesiones suyas. Al regreso, Perrone se enteró en el círculo de los amigos comunes de que había traído consigo una mujer, una muchacha provinciana. Supo también que esta chica, de condición humilde, había sido instalada por Mostallino en un estudio, en el ático de una casa de su propiedad. Por lo demás, Perrone no tardó mucho tiempo en saber de labios de su propio amigo la extraordinaria novedad. Una noche, como al azar, Mostallino le habló de la mujer. Habló de ella con su habitual distanciamiento científico, negligente, irónico. Era una especie de animal, dijo, de feliz animal, toda instintos y sentidos. Además era hermosa, muy hermosa, y esto era en sí un hecho interesante. Perrone lo escuchaba, sin saber muy bien por qué, con creciente irritación, cada vez más sombrío. Le preguntó repentinamente, con voz áspera, como queriendo cortar de una vez todas aquellas gélidas explicaciones, si la amaba. El amigo respondió que no sabía qué era este amor del que tanto se hablaba. Si amor era curiosidad, placer, conveniencia, pues bien, sí, podía incluso ocurrir que la amara. En cualquier caso, era una experiencia insólita. Ante esta palabra de “experiencia” a Perrone le pareció que una mano áspera y despiadada le pasaba sobre una secreta llaga, y de repente su reprimida irritación explotó en un chorro de palabras fervientes y airadas. Dijo que Mostallino tenía que aprovechar la ocasión de esta experiencia que llamaba insólita para derribar de una vez por todas su mortal frialdad. Y que, en cualquier caso, él no quería volver a oírle hablar así de una mujer. Si tenía que hablar así, más valía no hablar de ninguna manera. Por fin se calló Perrone y advirtió que temblaba con todo el cuerpo, con un singular sentimiento, casi más de rabiosos celos que de reprobación.


Este desahogo pareció asombrar enormemente a Mostallino, además de mortificarle, casi como si supiera ya perfectamente las cosas que él, con tanto calor, le iba exponiendo y como si, en cierta manera, las reconociese como justas. Entonces, dulcificando el tono, añadió que le tenía afecto, como sabía, y que por eso había querido ser sincero. Pero ya Mostallino había recuperado su habitual frialdad, burlona y distante, y lo observaba como desde lejos, con singular curiosidad. Luego le contestó a Perrone que el incidente había terminado, que no se hablase más de ello. Y además, para demostrarle que no lo había tomado a mal, lo invitaba a ir al día siguiente con él a casa de su amante. Le había hablado mucho de él y también ella quería conocerlo.


¿De dónde provienen ciertas misteriosas certezas? A la noche siguiente, mientras se vestía para encaminarse a la cita, Perrone se sintió seguro de que no solo se enamoraría de la amiga de Mostallino, sino de que la mujer, cuando se los manifestara, correspondería a sus sentimientos. Este pensamiento llenó a Perrone de un malestar mortal. Se dijo que si cedía a su inclinación por la mujer daría la razón al escepticismo de Mostallino sobre su virtud y su fuerza de carácter, encontrándose así ante su amigo en insoportables condiciones de definitiva inferioridad. De esta manera, con el malestar de la tentación se mezcló, no menos fuerte y profundo, el de la repugnancia a ceder a ella.


Perrone estaba tan turbado por estos conflictos internos que al llegar a la casa donde se encontraba el estudio advirtió que llegaba con más de un cuarto de hora de anticipación. Pensó que, con toda probabilidad, Mostallino no había llegado aún; y que, si subía, encontraría sola a la mujer. Durante un instante Perrone se preguntó si debía subir o no; pero poniendo, según su costumbre, en este modesto dilema toda la angustia de una oscilación entre la fuerza y la debilidad, entre la virtud y el pecado. Por último, le pareció que este llegar de antemano servía demasiado bien a sus involuntarios propósitos de seducción; y decidió esperar en la calle la venida de Mostallino. Entre tanto, para matar el tiempo, empezó a explorar los alrededores de la casa.


La calle era nueva, sin empedrar aún y con hierbas altas a lo largo de los zócalos de mármol de los edificios. Oscura, en ligera subida, desembocaba en una explanada más allá de la cual, en una difusa e indirecta claridad, como si allá abajo estuviera la ciudad, parecía haber un salto en el vacío. Subiendo la calle con pasos lentos, Perrone vagó un rato a oscuras por la explanada y luego se asomó a la hondonada y descubrió, como había pensado, toda una parte de la ciudad. Bajo él, en un valle angosto, se alzaban, apretadas unas contra otras, las manzanas enormes y regulares de un barrio popular. El barrio era tan blanco, en aquella garganta oscura encerrada por todos lados entre altas colinas, que parecía iluminado por la luna, aunque no había luna, sino solo el intenso cielo estrellado de la clara noche estival. Desde allá arriba se veían las vastas terrazas sobre las que alargaban sus sombras grupos desiguales de chimeneas. Aquí y allá se movían en estas terrazas figuras negras, como inquietaá por el bochorno. Entre edificio y edificio la mirada se desplomaba hasta el fondo de las calles desiertas. Pero entre el barrio y el precipicio, precisamente debajo de él, Perrone vio una vasta zona informe y como devastada en la que hormigueaba una iluminación extraordinaria. Era el parque de atracciones, medio escondido, con sus luces brillantes en un pliegue del terreno, semejante, entre las colinas, a una mina de piedras fúlgidas puesta al descubierto por algún terremoto. Se veían claramente los festones de bombillas de colores, la intensa claridad blanca de los pabellones, el negro hormigueo de la muchedumbre. Las cantilenas de los tiovivos y el murmullo de la multitud llegaban a veces, según el viento. Algún disparo perforaba de tanto en tanto este compacto bullicio.


Perrone odiaba cualquier forma de cálculo, y especialmente en las cosas que le parecían más alejadas del propio provecho, como, por ejemplo, el amor. Ahora, en el justo momento en que se asomaba a aquella especie de balcón, no pudo dejar de advertir cierto revoltijo de astutos propósitos en el fondo de su más oscura conciencia. Habría querido ignorarlos, pero no pudo. Estaba claro: le aconsejaban que se sirviese de aquel parque de atracciones tan oportuno y al alcance de la mano para seducir a la amante de Mostallino. Entre tiovivos, montañas rusas y cosas semejantes no iban a faltarle ocasiones para estar a solas con la mujer y cortejarla.


“De manera que es cierto —pensó—; no solo tengo el presentimiento de que la amante de Mostallino me gustará, sino que también empiezo ya a prepararme, a organizarme.” Se dijo, con profunda sinceridad, que esto era horrible. Pero no menos sincera y genuina era la tentación; y esta comprobación lo desesperó. Perrone no se daba cuenta de que era su amor propio el que daba a sus ingenuos cálculos el peso y el furtivo color que odiaba. Con estos pensamientos retrocedió hacia la casa y vio a Mostallino que venía hacia él desde el lado opuesto. El amigo lo saludó festivamente, y cuando estuvo cerca y supo que había llegado con anticipación le reprochó que no hubiera subido. No tenía que hacer cumplidos, a su amante no le gustaban. En el ascensor, Mostallino le recomendó a Perrone que no hablara de cosas difíciles y demasiado intelectuales en presencia de la mujer: era inculta y sencilla y no los comprendería. Llegados al ático, Mostallino sacó del bolsillo una llave y abrió la puerta sin llamar. El corazón de Perrone latía ahora muy fuerte, a pesar de su voluntad; una honda turbación hacía temblar todo su cuerpo.


El estudio constaba, como vio, de una vasta y alta sala con ventanales y dos habitaciones más pequeñas. Mostallino lo había decorado con un lujo discreto y seguro. Amplios cortinajes claros en las ventanas, muebles de madera natural, largos, bajos y como tumbados, una mesa, un sofá, la radio. La mesa estaba puesta y centelleaba de cristales sobre la madera amarillenta y brillante corno el boj. Al fondo del estudio había una chimenea con campana de ladrillos rojos. La mujer estaba de pie, con los hombros apoyados en la campana; e, inmóvil, los miraba adelantarse.


Era de mediana estatura, esbelta y, sin embargo, redonda y maciza, con un aire de peso compacto y mórbido en todo el cuerpo. La cabeza, erguida sobre un cuello lozano, tenía una expresión de soberbia porfiada y huraña en un rostro rozagante. Boca grande, roja, con hermosos labios caprichosos; nariz pequeña y fresca, como la de los gatos; ojos anchos, oscuros y líquidos, cuyas pupilas parecían cerrarse y retener, como dos tenaces y ansiosos remolinos, las miradas que se arriesgaban hasta ellos. Pero la verdadera belleza de esta cabeza eran los cabellos. Una trenza gruesa y retorcida, del color y la consistencia metálica del oro, giraba en torno a su cabeza dejando al descubierto las pequeñas orejas carnosas. Esta trenza áurea daba a la cabeza un aspecto coronado, la hacía parecerse a un precioso cesto. Perrone, al inclinarse, notó que ella tenía unas manos no muy hermosas, algo rojas e hinchadas, impuras. Vestía un lujoso y descarado traje de lamé de plata, tan estrecho y ajustado que hacía pensar que estorbaba sus movimientos. Pero la estrechez del traje, que en otra mujer habría puesto de relieve blanduras desceñidas y pliegues de grasa, en ella revelaba solo el macizo espesor de sus jóvenes miembros, el peso de la carne dura que la juventud apretaba y ceñía mejor que el traje. Verdaderamente era toda ella de un precioso metal torneado y liso, le fue imposible dejar de pensar a Perrone, desde la gruesa trenza enrollada hasta los pies, algo grandes y plebeyos, calzados con zapatos de plata. Toda de oro y plata, y debía de pesar enormemente, aunque al verla parecía esbelta y recogida, casi pequeña.


Mostallino dijo su nombre, Mónica Chiavicatti, y añadió unas frases de elogio sobre Perrone, su mejor amigo; de inmediato empezó a hablar con gélida volubilidad, precisamente sobre aquellos temas que había aconsejado a su amigo que evitara, dada la ignorancia de la mujer. De música, de literatura, de política. Mónica, algo incómoda, pero no intimidada, según le pareció a Perrone, callaba, erguida de espaldas a la chimenea. Y a Perrone le tocaba responder. Estaba claro que Mostallino, con aquella conversación, quería dar a entender a Perrone que a pesar de la presencia de la mujer nada había cambiado entre ellos. Y así hubiera querido también Perrone que fuese. En cambio, por mucho que se esforzaba por poner en su charla la fogosidad habitual, advertía con despecho que sus pensamientos estaban en otra parte. No solo casi no sabía responder a tono a las preguntas del amigo, y de vez en cuando tropezaba y se quedaba absorto, como afectado por una amnesia, sino que ni siquiera conseguía evitar que sus miradas se clavaran con excesiva frecuencia en Mónica, erguida entre ellos, de espaldas a la chimenea. Eran miradas indóciles que iban hacia Mónica, cuando hubiera querido dirigirlas a su amigo; y aunque trataba de hacerlas por lo menos ligeras y casuales, caían, en cambio, sobre aquellos hermosos miembros como manos pesadas que quieren palpar y agarrar. Casi se asombraba Perrone de que, bajo aquellas ojeadas furtivas e indiscretas, Mónica no lanzase de cuando en cuando un grito o se estremeciese y retorciese como quien de golpe se siente manoseada por dedos violentos. Pero Mónica, y esto acrecía su turbación, en vez de encerrarse parecía, al contrario, abrirse y respirar mejor bajo sus miradas, como una flor carnosa bajo el agua que la reanima. Es cierto que de cuando en cuando ella respondía a las miradas de Perrone con miradas furtivamente suplicantes, que parecían significar, no me mire de este modo, modérese, ¿por qué me mira así? Pero estaba claro que también estas mudas imploraciones formaban parte de su provinciana y rústica coquetería. En suma, ya parecía cómplice, ya de acuerdo con él para traicionar a Mostallino a la primera ocasión. Este pensamiento llenaba a Perrone de repugnancia; pero le era imposible no ceder demasiado a menudo a la atracción que ejercía sobre él la vista de Mónica, aunque se prometía con rabiosa firmeza no superar jamás esta primera y muda fase de su involuntaria traición.


En la mesa, quizá excitada por el vino que Mostallino le vertía sin tregua, Mónica empezó a hablar. Tenía una charla dulce, ingenuamente maliciosa, chismosa; y hablaba de Mostallino y de sus relaciones con él con una facilidad y una impudencia que asombraban a Perrone. No se daba aires de esposa ni fingía gestos y conversaciones de esposa; más aún, no sin crudeza, parecía ostentar su calidad de concubina como un hecho natural, enteramente obvio. Dijo con gratitud que le parecía un sueño encontrarse en aquella hermosa casa, entre aquellos hermosos muebles. Y en un momento en que salió la doncella exclamó que ella no estaba nada acostumbrada a que le sirviesen. Al final salió a relucir que había sido obrera en una fábrica de encajes. El dialecto natal se le escapaba, invenciblemente, entre las palabras italianas, evocando un fondo acre y vigoroso de provincianismo. Y en dialecto contó todo un episodio reciente de su vida: cómo su hermano había hecho de todo para impedirle marcharse con Mostallino, cómo la había abofeteado y, por último, desesperado, le había dicho que, desde el momento en que se convertía en la mantenida de un señor, no quería volver a verla. Era, en suma, una mujer de pueblo, Mónica, y no era difícil imaginarla con humildes ropas, peleando con sus compañeras obreras o sembrando sus rústicas coqueterías por las calles de cualquier suburbio plebeyo. Su conversación hacía sonreír irónicamente a su amante, que de vez en cuando le guiñaba el ojo a su compañero, como diciendo: “ya ves qué carácter”. Pero Perrone evitaba mirarlo; de nuevo se sentía irritado por la actitud fría y como experimental de Mostallino.


Acabada la cena, Mostallino, que parecía ahora deseoso sobre todo de que Perrone conociera las cualidades de su amiga, declaró que Mónica no solo era experta en la fabricación de encajes, sino que también sabía danzar. Mónica, entre bromas y veras, explicó que antes de juntarse con él había hecho varias escapaditas; una de ellas la había llevado a pisar durante unos días las tablas del escenario de su pueblo como danzarina exótica, con el prestigioso nombre de Moana de Monterrey.


—Vamos, Mónica —la incitó al final de su gélida alocución—, muéstranos cómo bailas.


Perrone protestó inmediatamente que no quería que Mónica se molestase por él; esperaba que Mónica lo secundase. Pero Mónica pareció desilusionada ante su actitud y, más aún, incluso despechada.


—Si tu amigo no quiere —dijo, enojada a Mostallino—, ¿por qué voy a bailar?… Bailaré para ti cuando estemos solos.


Mostallino respondió que no hiciera caso de las palabras de Perrone; solo eran cumplidos; en realidad se moría de ganas de verla en su número de danza oriental.


—¿De verdad? —preguntó ella con una especie de pueril esperanza, mirando de soslayo a Perrone—. ¿De verdad?


Este se vio obligado a admitir que Mostallino tenía razón.


—Entonces pon ese disco —dijo ella a su amante, con una solicitud plena de alivio.


Mostallino se levantó y fue a preparar el gramófono. Mónica se puso en el centro de la habitación, pero dando la espalda a los dos hombres; y cuando la música, una fácil cantilena de café-concierto, empezó a resonar empezó a menear y retorcer las caderas, dejando inmóviles el pecho y los hombros. Era una danza indecente, y Mónica no la ejecutaba con esa despreciable perfección que arrebata a las plateas de ínfima categoría. Su impericia hacía pensar más bien en los intentos de aficionados realizados en cualquier alegre club de provincia; y en medio de las contorsiones que dislocaban bruscamente, a derecha e izquierda, la carnal curva de sus caderas, ella revelaba una fogosidad ingenua e inexperta. Movía las caderas empeñándose con celo en seguir la cadencia de la música; y mientras tanto, por encima de los hombros, echaba hacia atrás la cabeza coronada de oro, vigilando a los dos hombres con el rabillo del ojo, el rostro enrojecido por el esfuerzo, la boca semiabierta como en un aullido silencioso de lujuria, las aletas de la nariz temblorosas. Mostallino aprobaba con su risa desentonada y marcaba el ritmo con las manos. Por fin acabó la danza y Mónica se arrojó riendo en una butaca. Mostallino, burlescamente, se puso de pie para aplaudirla. Perrone tuvo que admitir que la danza le había gustado.


—Ya lo sabía —dijo ella, con seriedad—, les gusta a todos…


Pero, después de la danza, ella dijo que no podían quedarse encerrados de aquel modo toda la noche. De ir al cine, con aquel calor, inútil hablar. Una idea: ¿por qué no bajaban al parque de atracciones? Así todo ocurría como Perrone había temido y calculado. Trató de oponerse objetando que era sábado y que el parque estaría lleno de gente. Pero ya Mónica, gritando que le gustaban las aglomeraciones y que él no tenía que hacer esa labor de zapa, había salido para ponerse un sombrero.


Uno tras otro se encaminaron en fila por la escalera nueva y sonora. Mostallino los precedía. Tras él iba la mujer y el último Perrone. Este sentía el paso pesado y negligente de su amigo caer sobre los peldaños alternándose con el cantarín de los tacones de Mónica, y se debatía por entero entre la tentación y el disgusto de ceder a ella. Más de una vez la mano le resbaló por la balaustrada buscando el contacto con la de Mónica, y siempre, en el último momento, renunció a tocarla. Salieron a la calle y la subieron hacia la explanada. Mónica, con un sombrerito ridículo sobre la trenza, los brazos y los hombros desnudos, caminaba entre los dos amigos y charlaba alegremente, contando cosas de los gitanos que, en su pueblo, acampaban fuera de la ciudad con sus tiendas. Desde la explanada, por unas escalinatas, empezaron a descender hacia el parque de atracciones. Estaban oscuras las escalinatas y Mostallino iba delante, como de costumbre. Mónica, como si no pudiera soportar un atavío en exceso civilizado, se había quitado el sombrero y lo llevaba en la mano. En la penumbra, bajo el lamé tenso y brillante, los músculos de su espalda jugaban a cada paso, con un aire de grupa vigorosa. La trenza parecía más áurea y pesada que nunca sobre el hermoso cuello de leche. Su fulgor sobrepasaba, a los ojos de Perrone, el fulgor cada vez más cercano y chillón de las luminarias del parque de atracciones.


Cuando estuvieron en el interior del recinto, en medio del revoltijo de las gentes y del estruendo de los tiovivos, Mónica pareció, de pronto, encontrarse a sus anchas por primera vez en la velada.


—¡Qué bonito!… ¡Mira qué bonito!… Vamos a ver —estas y parecidas frases salían de su boca mientras corría de una barraca a otra, con los ojos muy abiertos y encantados, su hermoso rostro excitado y lleno de curiosidad.


Mostallino, las manos en los bolsillos y el sombrero sobre la nuca, la seguía con irónica y suficiente indolencia, como un padre que lleva a su hija a que se divierta. En cuanto a Perrone, solo tenía ojos para Mónica. Mónica disparaba y daba en el blanco, bromeaba en dialecto con los saltimbanquis, tiraba pelotas, derribaba bolos, pescaba en la pesca maravillosa. Incluso quiso probar la fuerza de su brazo en el dinamómetro. Se veía que la música la exaltaba y las luces la fascinaban. Con ímpetu de muchacho se removía en su traje de lamé, lanzándose hacia los grupos más espesos de curiosos, hacia las barracas más iluminadas. El sombrerito, en su mano, ya no era sino un trapo. Los soldados, los desocupados, los pobretones miraban con estupor el oro de su trenza, la plata de su vestido. Por último, llegaron a la montaña rusa.


Mostallino dijo de inmediato que él no subiría: sufría de vértigo. Que subiera Perrone en su lugar. Así, luchando siempre entre el deseo y el asco, Perrone se encontró al lado de la mujer, en la exigua góndola de la montaña rusa. Mónica, ahora, reía nerviosamente, saludando con ademanes desmesurados y elegíacos a Mostallino, que se había quedado en tierra. Mostallino, con las manos en los bolsillos, sonreía y sacudía la cabeza.


—Si tengo miedo —dijo de pronto Mónica a Perrone—, me colgaré a su cuello.


Cuando sonó la señal, las góndolas se pusieron en movimiento con cierta penosa lentitud por los rieles de subida. Una a una, las cabezas de los que quedaban en tierra desaparecieron en medio de una atmósfera fúnebre de despedida definitiva, mientras agitaban las manos y gritaban saludos. Ahora, a medida que la góndola de hierro subía rechinando, le parecía a Perrone, también debido a las estrellas que brillaban solitarias en el vértice negro de la subida, que ascendía hacia no sabía qué cielo de felicidad. Su corazón latía con violencia, pensaba que nada le impediría ya estrechar entre sus brazos a Mónica y besarla allá arriba, bajo aquellas estrellas. Nada, bien entendido, salvo la habitual repugnancia que le pintaba este acto como indigno, débil y traidor. La góndola subió hasta el vértice, pareció vacilar en equilibrio mientras las otras góndolas que la precedían huían hacia abajo, y en seguida se desplomó con violencia. Perrone pensó que era el peso de la carne áurea de Mónica, viviente lingote, lo que lo llevaba hacia abajo, cada vez más abajo, en el aire negro que silbaba, y no la masa muerta de la góndola de hierro. Llegada al fondo, la góndola emprendió con creciente velocidad, casi con agresividad, la subida.


—¡Ahora viene lo peor! —susurró Mónica.


Subieron, subieron, luego vieron a las otras góndolas precipitarse como flechas, entre prolongados gritos de gozo que de pronto sonaron en los oídos de Perrone como lúgubres y perdidos.


Sí, no pudo dejar de pensar, mientras su góndola se precipitaba también hacia abajo y las estrellas se extinguían de golpe, todas aquellas parejas corrían, como él, hacia una perdición que al mismo tiempo temían y deseaban.


—Se besan… —susurró Mónica con una curiosa entonación reflexiva.


Perrone alzó los ojos y vio, en la góndola que los precedía, un hombre y una mujer abrazados. Al mismo tiempo una sacudida lo arrojó contra Mónica, casi incitándolo a imitar el gesto de aquellos dos. Pero resistió; y rechinando, con un peso grave que parecía redoblado, la góndola empezó a subir hacia el cielo.


La tercera y última bajada, la más profunda y pendiente, inspiró a Mónica un gesto inesperado. Se arrojó repentinamente encima de Perrone, diciendo que no se atrevía a mirar. Así, la góndola se desplomó con Perrone muy tieso, con la cabeza de Mónica sobre las rodillas. La mano que dejaba caer a un costado se le fue hacia aquella cabeza, rozándola en leve caricia. La trenza era retorcida y gruesa como una maroma. Los dedos bajaron hasta el cuello, sobre los ricillos que asomaban bajo la trenza, pero los retiró en seguida, como quemados. Miró hacia un lado y vio las caderas de Mónica, sólidas y cómodas, hendidas en la base bajo el tenso lamé, y volvió a tener aquella sensación de grupa musculosa que había experimentado al bajar las escaleras detrás de ella. Bajó entonces la cabeza con un penoso esfuerzo hasta respirar el olor de la trenza, sano y acre, como salvaje, como de mujer muy joven que no usa perfumes. Al mismo tiempo sintió que la góndola se enderezaba, disminuía la marcha, se paraba.


“He resistido”, no pudo dejar de decirse con amarga complacencia. El primer rostro que apareció ante sus ojos fue el de Mostallino.


Después de la montaña rusa, cogiendo a los dos hombres de la mano, Mónica, totalmente desenfrenada, corrió al tiovivo. El pabellón cónico del tiovivo alzaba su punta embanderada en un rincón apartado del parque de atracciones, bajo el flanco terroso y oscuro de la colina. La portezuela de entrada estaba guardada por un joven pálido y de rostro convulso, vestido de negro, pulido y peripuesto como un bailarín. Las navecillas del tiovivo, colgadas de móviles barras de hierro, tenían formas fantásticas de caballos, de pajarracos, de dragones, de animales. El joven vendía los billetes sin pronunciar palabra, con una cara ceñuda y llena de mal humor. Sin decir palabra, con un aire de triste partida que contrastaba curiosamente con los colores chillones y las formas grotescas de las navecillas, las parejas se embarcaban y permanecían colgadas a media altura, dentro de los monstruos de cartón piedra, con actitudes de tonta espera. Perrone y Mónica subieron en la última navecilla libre, un gigantesco gato negro con la cola tiesa; y de inmediato, con una especie de prisa satánica, el joven soltó el taco de los billetes, cerró la portezuela, sacudió una campanilla rajada y se precipitó a mover unas palancas junto al eje del tiovivo. Empezaron las vueltas.


El tiovivo, mientras la música se quejaba con intensidad, empezó a girar cada vez más de prisa, como un miriñaque; y las navecillas, impulsadas hacia fuera por el ímpetu de las vueltas, volaban por el aire oscuro y bochornoso. Desde la primera vuelta Mónica pasó un brazo bajo el brazo de Perrone, dejando colgar la mano lánguida e inerte. Este gesto irritó al joven.


—¿Es que usted no ama a Mostallino? —le gritó de pronto.


La vio hacer un ademán con la mano como diciendo: “así, así”, y reírse mirándolo. Las navecillas volaban ahora casi horizontalmente, en una furia oblicua y arrebatadora.


—¿Por qué —gritó ella— me hace esa pregunta? —y su voz pareció huir hacia atrás, como una bufanda arrastrada por el viento.


—No sé —gritó él.


Mónica se rió de nuevo; y, mirándolo con intención, le cosquilleó maliciosamente con la punta de la uña en la palma de la mano. Luego, cuando la navecilla pasó junto a la colina, se echó hacia adelante poniendo el cuello bajo los labios de él. El gesto era claro; y Perrone había decidido acabar de una vez y besarle cuando sintió de pronto que se ponía rígido, con la habitual repugnancia. Ella esperó un momento el beso y luego, a ciegas, como buscando con su nuca la boca del joven, alzó con violencia el cuello. Perrone tuvo junto a sus dientes la trenza, mórbida y apretada, similar en todo a una maroma; pero resistió también esta vez a la tentación.


—¿Le he hecho daño? —gritó ella, volviéndose a mirarlo.


Pero ya el lamento decrecía, se apagaba, el tiovivo se detenía.


Después del carrusel le tocó el turno al infierno. Esta barraca, que adornaba su fachada con un cartelón donde se veían muchos diablos negros y enjutos armados con horquillas sobre un fondo de rojas llamas devoradoras, ofrecía la ocasión de dar una vuelta a oscuras en medio de varias sorpresas y sustos; y era una de las atracciones más apreciadas del parque. Ahora Perrone, desesperado al no encontrar en el fondo de su repugnancia la pureza de ánimo que habría querido, sino solo el mezquino temor de ponerse, por causa de este amorío, en un estado de permanente inferioridad ante Mostallino, había decidido arrojar por la borda sus turbios escrúpulos y disfrutar a su gusto con Mónica.


“Dentro del infierno, la besaré”, pensó mientras compraba los billetes. Subieron ambos al asiento, que pronto se puso en marcha, chocó con la extremidad de una especie de portezuela que colgaba en la base de la barraca y entró en la oscuridad.


El infierno. Mientras su asiento giraba rechinando y chocando en aquella oscuridad que apestaba a grasa de máquinas y a tufo de lugar cerrado, Perrone no pudo menos que decirse que tras el paraíso mecánico de la montaña rusa aquél era precisamente el infierno andrajoso y mezquino que convenía a pecados como los suyos. El asiento corría con falsa y ciega violencia, golpeando en las curvas; y, a cada paso, estallaban en la ocuridad las burlescas sorpresas de aquella ultratumba de cartón piedra.


Aquí un lamento prolongado; allá, en un relámpago de magnesio, un esqueleto con los brazos alzados; luego, en un nicho iluminado con luz roja, un mascarón que rechinaba los dientes; más a lo lejos, con una carcajada teatral, un fantasma envuelto en su blanca sábana. Todo esto a oscuras, en una atmósfera promiscua llena de golpes y de risas ahogadas.


Mónica ahora no se le echaba encima, ni siquiera le tocaba, parecía esperar. Sí, ciertamente esperaba, pensó Perrone, segura de recoger, en esa oscuridad, los frutos de toda una velada de coqueterías. Este pensamiento de no ser más que un muñeco en manos de la mujer surtió esta vez el mismo efecto que antes los escrúpulos con el amigo. “No es posible que yo haga lo que esta mujer quiere”, pensó Perrone; y se quedó rígido de nuevo. Un espectro más, una carcajada; luego el aire libre, el hombretón con camiseta sin mangas que a la salida frenaba el ímpetu del vehículo.


—No me gusta el infierno —dijo Mónica, levantándose la primera.


Pero no encontraron a Mostallino; y Mónica, rápidamente, dijo que era inútil buscarlo; de todas formas ya se encontrarían; mejor era ir a beber; estaba muerta de sed.


Entraron en una especie de bar, una barraca como las demás. Cortinajes descoloridos recubrían las paredes, el mostrador de madera oscura estaba extrañamente desnudo, sin un vaso, sin una botella. Más que un bar aquello parecía una nueva atracción: nadie se habría asombrado de ver aparecer tras los cortinajes, detrás del mostrador, un payaso vestido de sedas chillonas, con la cara enharinada.


Se sentaron en aquella sombra que de vez en cuando se iluminaba vívidamente con el veloz rodar de las luces del tiovivo. El camarero trajo dos cervezas y Mónica hundió el rostro en su jarra, alzándolo después sin resuello, con ojos risueños y un borde de espuma en la boca.


—¿Quién sabe dónde estará Georgio? —dijo.


—¡Quién sabe! —respondió, como un eco, Perrone.


Ella bebió de nuevo; luego, preguntó:


—¿Por qué me tienta?


—¿Qué dice?


—Usted me tienta todo el tiempo —explicó ella con seriedad—, y la verdad es que no sé cómo me las arreglaré para resistirle… porque usted me gusta.


Con un movimiento involuntario Perrone derribó su propio vaso.


—¡Qué nervioso está! —le reprochó ella, halagada—. Sin embargo, cuando me junté con Mostallino —continuó con aquel tono de charla dulce y chismosa—, me juré a mí misma que se había acabado…, pero es más fuerte que yo…, los hombres me gustan demasiado… Y, además, ¿por qué los hombres no se comportan conmigo como con las otras mujeres?… Quisiera ser respetada… y, en cambio… Usted, por ejemplo…, acaba de conocerme…, y ya me tienta…


Ella parecía feliz de hablar sin recato ni pudores.


—Yo no la he tentado —dijo Perrone de pronto.


—¿Cómo que no me ha tentado? —contestó ella, falsamente indignada—. ¡Vamos!… ¿Y en el tiovivo?


—Yo no la he tentado.


—¿Por qué no quiere reconocer la verdad?


—Yo no la he tentado.


—Ahí está Giorgio —dijo la mujer.


Entró Mostallino, sonriente, reprochándoles que se hubieran alejado. Pero no escuchó las explicaciones de Perrone y, sin sentarse, los invitó a volver a casa. Unos minutos después trepaban los tres en la oscuridad, escalinata arriba, por el flanco de la colina.


A la mitad de la escalinata había un rellano con un banco. Desde una balaustrada se podía disfrutar de la perspectiva del parque de atracciones y del barrio de allá abajo. Mónica dijo que estaba cansada y, sin más, fue a sentarse en el banco. Los dos hombres se sentaron a su lado.


Mónica dijo que la vista que se abarcaba desde allí era bellísima. Tenía ahora un tono de desafío que hacía temblar a Perrone. Mostallino, tras haber estado sentado un momento, se levantó y fue hasta la balaustrada a mirar el panorama. De inmediato Mónica le preguntó a Perrone si no veía un faro encendido sobre la colina, más allá del barrio. Perrone contestó que no lo veía. Efectivamente, por encima de las manzanas de casas se descubrían las líneas oscuras de las colinas, con algunas luces aquí y allá, pero ni rastro del faro.


—¿Cómo es posible que no lo vea? —insistió ella—. Mire hacia allá.


Perrone dijo que no veía nada.


—Allá abajo —dijo ella. E inclinándose apoyó el codo sobre la rodilla de Perrone, tendiendo el otro brazo para indicar el faro. En esta posición, descargaba todo el peso de su cuerpo contra la pierna de Perrone, la cabeza contra el pecho de él—. Allá abajo —repitió, girando su blanco y redondo brazo bajo su nariz, como para que lo oliese; y, maliciosamente, movió el codo sobre el que se apoyaba, de modo que Perrone no pudo contener un débil “¡ay!” de dolor—. Allá abajo.


—Yo no veo nada.


—Pero ¿está ciego?… Allá.


—¡Ay!


—Allá.


—¿Quién tienta ahora? —murmuró Perrone.


Ella lo miró de abajo arriba, burlona, y lentamente se alzó.


—Lástima —dijo bajito—, un bonito faro de tres luces.


Perrone, rígido y dolorido, no dijo nada. Se levantaron y reanudaron la subida.


Cuando llegaron al portal Mostallino descubrió de pronto que había olvidado las llaves de la casa. Durante un rato discutieron lo que harían. El portero no tenía timbre; no podía pensarse en llamar a la doncella dormida allá arriba, en el ático. De pronto Mostallino dijo que iba a telefonear desde un garaje no muy distante. Y se alejó. Otra vez quedaron solos Perrone y la mujer.


—Ya ve —dijo Mónica en cuanto Mostallino desapareció tras la esquina de la casa—, parece que todo se conjura para que nos encontremos solos.


Ella se rió y al mismo tiempo se alejó algo del joven.


—Usted lo hace por Giorgio —dijo luego ligeramente, erguida en el borde de la acera, los ojos clavados en el suelo, el brazo desnudo apoyado en el hierro de una farola—, pero considere que todo esto es inútil… Total, yo no amo a Mostallino… y, si no es usted, tengo miedo de que sea otro…, es más fuerte que yo.


—¿Por qué dice eso?… No hay cosas más fuertes que nosotros…


—Es más fuerte que yo —repitió ella, con convicción.


Y explicó que los hombres le gustaban todos, sin distinción, feos y guapos, jóvenes y maduros. Ella no sabía, nunca había sabido resistirse a la corte de ningún hombre. Se había juntado con Mostallino porque, al verlo tan frío y tan dueño de sí, había esperado que pudiera refrenarla. Pero, en cambio, parecía que la seguridad y la confianza de Mostallino le habían metido el diablo en el cuerpo. Por poner un ejemplo, sin ir más lejos del día antes, el mecánico que había venido a reparar el calentador, un guapo joven moreno… No acabó la frase y lo miró con fingido empacho.


—¿Y bien? —insistió Perrone, turbado e incrédulo.


—No supe decirle que no —acabó ella, bajando los ojos.


De manera que era aún más fácil de lo que se había imaginado, pensó Perrone. ¡Un mecánico! Le acometió una especie de furor, no comprendía muy bien si de celos o de reprobación.


—La felicito —dijo con voz aguda.


—Pero ¿qué debo hacer? —se excusó ella—. Es más fuerte que yo…


—Dígaselo a Giorgio… Él se ocupará de ello…


—Ah, Giorgio… No me hable de Giorgio…


—¿Por qué?


—Se lo he dicho desde el principio a Giorgio —explicó—; otro, en su lugar, sabiéndome hecha así, me habría vigilado… En cambio él dice que quiere curarme dejándome, como se dice, a rienda suelta… Según él, al sentirme libre yo misma me frenaré… Le he dicho y repetido que estos experimentos no resultan conmigo… Pero todo ha sido inútil… Él tiene sus ideas y quiere ver si son exactas… Por ejemplo, ¿qué se cree?, todo lo que ha ocurrido esta noche…: la montaña rusa, el tiovivo, el infierno… Y luego el banco y ahora las llaves… Todo está hecho aposta… Antes de que usted viniera le dije que tenía el presentimiento de que me gustaría… y él, entonces, en vez de alarmarse… ¿sabe qué me contestó?… Que quería matar dos pájaros de un tiro, son sus palabras… y ponernos a ambos a prueba…


“De manera que todo ha sido un juego”, pensó Perrone, despechado. Y Mostallino, como de ordinario, quería aplastarlo bajo su suficiente y burlona superioridad. Perrone no ignoraba esta manía experimental de su amigo; pero había esperado que, ante ciertos afectos, se contendría. La conducta de Mostallino había sido poco amistosa, se dijo también; y él podía ahora considerarse liberado de manera definitiva de cualquier escrúpulo. Con un firme deseo de realizar el acto ya tantas veces postergado, se acercó a Mónica y le ciñó la cintura con un brazo. De inmediato, impetuosamente, lanzando contra el suyo su cuerpo joven y vigoroso, ella se estrechó contra él. Pero Perrone no consiguió tampoco esta vez superar el invencible obstáculo de su propia repugnancia. En el último momento, mientras Mónica tendía los labios, abandonándose, él se hizo atrás. Ella abrió los ojos desilusionados y casi incrédulos y lo miró:


—Pero ¿por qué? —preguntó con tono de sincera congoja.


—Ya ve.


—¿Quizás tiene miedo porque estamos en la calle? —preguntó, con una solicitud que hizo estremecer a Perrone—. ¿Quién va a pasar a estas horas?


Perrone no dijo nada.


—Déme la mano —ordenó la mujer.


Perrone tendió la mano. Ella la alzó y se la pasó sobre una mejilla, bajando los párpados con aire de felina y sumisa bondad. Luego, de pronto, se la mordió con fuerza, mirándolo fijamente con aquellos ojos puerilmente abiertos que una especie de encarnizamiento parecía aclarar y dilatar.


—¡Ay! —dijo Perrone.


En aquel momento se oyeron pasos en la acera. Perrone retiró la mano y Mostallino apareció.


Explicó que había tenido que llamar a la puerta del garaje, que estaba cerrado. Luego había esperado que la doncella se despertase y acudiera al teléfono. ¿Aún no había tirado las llaves? Apenas había dicho estas palabras cuando allá arriba, en el último piso, se abrió una ventana, asomó una figura, y un paquete blanco cayó a los pies de Perrone. Eran las llaves, envueltas en un trozo de papel. Ahora Perrone habría querido despedirse. Pero Mostallino insistió para que subiese también él; beberían una copa de licor y después se marcharían juntos. Mónica le indicaba con la mirada que aceptase y Perrone no supo negarse.


Cuando estuvieron en el estudio, Mónica se fue derecha a una butaca y se dejó caer como un fardo, diciendo: “¡Ay!, qué cansada estoy!” Parecía realmente agotada, pero de una manera maliciosa, como si en vez de haber sido rechazada todo el tiempo por Perrone ella y el joven hubieran dado libre curso a sus deseos. Mostallino, diciendo que iba a preparar unas bebidas, pasó a la habitación contigua y cerró la puerta tras sí.


—Ve —dijo Mónica, indicando la puerta cerrada—, continúa haciendo su experimento.


Pronunció estas palabras sin rencor, pero con una especie de tristeza que a Perrone le sonó como un reproche.


—¿Está enfadada conmigo? —preguntó, acercándose a la mujer.


La vio alzar hacia él un rostro asombrado, iluminado ya por la esperanza.


—Yo, no… ¿Por qué?


—Porque… antes no la he besado.


—¡Figúrese! —dijo ella, con fingido desdén—, ya ni me acordaba.


—Usted me gusta mucho —dijo Perrone.


Y, de pie a su lado, llevó la mano a la mejilla de Mónica y la acarició. En seguida ella bajó los ojos, como antes, dócil y ansiosa. Pero igual que antes, Perrone sintió que un oscuro disgusto dejaba rígido e inmóvil su brazo. E interrumpió la caricia. Durante un rato Mónica se quedó con los ojos cerrados, esperando; luego los abrió y se quedó asombrada al ver a Perrone erguido a su lado, inmóvil.


—Usted me gusta mucho —repitió él—, pero no puedo decidirme… Es más fuerte que yo —e inmediatamente, al advertir que había utilizado la misma frase de Mónica, se mordió los labios.


—Ah, de manera que también para usted hay cosas más fuertes que usted —dijo ella, con despecho.


En ese mismo momento entró Mostallino, trayendo una bandeja con tres vasos.


Mostallino, moviéndose entre la mujer y el amigo, igualmente distraídos y desconcertados, llenó con cuidado los vasos y se los tendió. Luego se dirigió a Mónica, con cierta burlesca solemnidad.


—Y ahora, Mónica —dijo—, oigamos qué tal ha ido el experimento…


—Oh, muy bien —dijo Mónica sin mirarlo, inclinando el rostro hacia abajo; pero Perrone vio que le temblaba el labio inferior.


—¿Cómo, muy bien?… ¿Desde qué punto de vista? —insistió Mostallino, con aire falsamente alarmado.


—Muy bien… Ha resistido… Ya puedes estar contento… No dirás que no tienes un buen amigo.


Se levantó de un salto y salió del estudio.


—Está ofendida, pero ya se le pasará —dijo Mostallino, sin descomponerse.


Y con la habitual calma científica explicó a su amigo lo que éste ya sabía. Que Mónica le había confiado que tenía el presentimiento de que Perrone le gustaría. Y que él, entonces, había querido poner a prueba tanto a su amante como a él. A la amante, para curarla de su deplorable inclinación con una libertad excesiva, a él para comprobar si realmente era el fiel amigo que parecía. El experimento había sido un éxito y no podía dejar de congratularse por su propia perspicacia.


—Todo eso está muy bien —dijo al final Perrone, sin demostrar el mínimo estupor—, pero si yo no hubiera resistido… ¿qué habrías hecho?


—Nada… Me habría marchado… te habría dejado a Mónica.


—Son cosas que se dicen…


—¿Por qué?… ¿No me crees capaz?


—Por supuesto que sí… Pero, no comprendes —expletó de pronto Perrone, con rabia— que esta actitud tuya es antipática en sumo grado… No hablo de mí…, sino de Mónica… Ella necesita amor… y no experimentos psicológicos… La tratas como a un cobaya… Permíteme que te diga que te comportas muy mal.


—¡Esta sí que es buena! —dijo Mostallino, con fingido estupor—. Tendría que sentirse halagada por la fe que deposito en ella.


—Pero eso no es lo que una mujer quiere… La ofendes con este despego… es inhumano —sin embargo, mientras gritaba estas cosas, Perrone se daba cuenta de que su amigo no podía entenderlo—. Te traicionará —concluyó de pronto.


—No lo creo —dijo serenamente Mostallino.


—Pero ¿por qué? —insistió Perrone—, ¿por qué tratarla de ese modo?… ¿Por qué esa frialdad?…, ¿estas sutilezas?…


—Cada uno a su manera —dijo Mostallino, encogiéndose de hombros—. Yo soy así: o me tomas o me dejas.


Pero ahora parecía bastante turbado por las palabras de Perrone y no se atrevía a mirarle a la cara.


—En suma —dijo Perrone—, ¿qué es lo que ganas con semejante actitud?… Has ofendido a Mónica… podías ofenderme a mí…


—Oh, Dios mío, qué exageraciones… Supongamos que ha sido una broma —dijo Mostallino, con súbito mal humor.


—Pero, ¿por qué estas bromas?… Bromeas siempre… y siempre fuera de lugar…


—¿Qué quieres que te diga?… Es más fuerte que yo.


Perrone enmudeció ante esta respuesta. De modo que en Mostallino, en apariencia tan libre, igual que en él, e igual que en Mónica, había algo más fuerte que él. Y este algo estaba por encima de los tres, les impedía que se comunicaran, lo congelaba a él en su orgullo, a Mostallino en su frialdad y a Mónica en sus deseos. De modo que, en vez de comportarse como personas, actuaban como peleles que solo conocen una mueca y la repiten sin cansarse nunca, que no saben moverse más que de un solo modo y que, incluso cuando se tocan, quedan inertes, con sus miembros de madera, uno al lado del otro.


De pronto volvió a entrar Mónica, tranquilizada. Perrone se levantó para irse y Mostallino con él. Los tres se acercaron a la puerta.


—Vamos, abrazaos —dijo Perrone con esfuerzo, al ver a su amigo tender la mano a la mujer.


Mónica aceptó con entusiasmo el consejo, echando los brazos al cuello de su amante; pero, por encima del hombro de Mostallino, dirigió una mirada suplicante a Perrone; y luego, cuando se estrecharon la mano, le metió en la palma un objeto frío: las llaves de la casa.


“Es más fuerte que ella”, pensó Perrone, apretando a pesar suyo las llaves en la mano.


En la calle los dos amigos iniciaron una discusión que, aun teniendo como punto de partida los acontecimientos de la velada, se desarrollaba en un plano enteramente teórico. Perrone sostenía que el individuo, sin un alma que lo aúne y hermane con los otros, se reduce a pocas manías, a pocos arrebatos mecánicos del instinto, en suma, a la vida más elemental y baja. Y puesto que no hay nada más solitario que un hombre sin alma, así ocurría que la soledad circundaba a los hombres y les impedía comunicarse. Prueba de ello era lo ocurrido con ellos tres. Individuos desalmados, quizás habrían querido sentirse hermanados y vecinos; y en cambio, debido a la falta de un alma que los uniera, permanecían encerrados en sus individualidades como los antiguos caballeros en sus corazas de hierro. Y se veían reducidos a realizar siempre los mismos gestos, Mostallino a experimentar y a burlarse, él a moralizar, Mónica a lanzarse hambrienta sobre los hombres.


A esto Mostallino respondía preguntando a su vez qué es lo que entendía por alma. Y aquí Perrone, que hasta entonces había hablado de carrerilla, se liaba. Alma es lo que pertenece a todos y a ninguno. Alma es amor. Alma es idea. Alma es libertad. Alma es Dios.


Mostallino, a medida que Perrone daba una de estas definiciones, le arrojaba a la cara riéndose el nombre de este o aquel santo padre o filósofo al que se remontaba la definición. La discusión acababa en un ciego desahogo de erudición. Perrone sentía que de nuevo le volvía la irritación, pero esta vez más contra sí mismo, tan impotente, que contra Mostallino. Era muy cierto, no pudo dejar de pensar, por lo menos para ellos toda comunión sería imposible mientras vivieran.


Se separaron en la esquina de la calle. Cuando se quedó solo, Perrone miró las dos llaves en la palma de su mano. Le pareció ver a Mónica que lo esperaba allá arriba, en el estudio, dispuesta a acogerlo, con el joven cuerpo lleno de impetuoso e impaciente deseo; y de golpe se sintió tentado a volver sobre sus pasos. Pero al mismo tiempo se vio subiendo aquellas escaleras con la furia libidinosa y furtiva que odiaba; y le pareció de nuevo imposible aceptar los halagos de la mujer. Pasaba en ese momento junto a un prado baldío, entre dos casas en construcción. Cogió las llaves y las tiró en la hierba. Aliviado, se encaminó hacia la parada del autobús.







Ilustración: Anthony van Dick


viernes, 20 de diciembre de 2024

La hiedra (Eduardo Marquina)

 






ACTO  PRIMERO 


Salita  modesta,  de  casa  burguesa.  A  la  derecha,  dos 

puertas.  Al  fondo,  puerta  sobre  un  corredor  y  otra  puer- 

tecita  de  escape.  A  la  izquierda,  puerta  grande,  de  cris- 

tales, tapados  hasta  la  mitad  con  visillos  de  muselina  y 

comunicando  con  el  laboratorio  de  D.  Pablo.  A  la  de- 

recha, entre  ambas  puertas,  chimenea  de  mármol.  Al 

levantarse  el  telón  está  Engracia  acabando  de  cerrar 

las  puertas  del  fondo  y  de  poner  en  orden  los  muebles 

de  la  sala. 



ENGRACIA 


Así...  Martes,  nada  más,  y  hacemos  sábado...  ¡sí 

que  debe  ser  personaje  ese  señor! 


Entra  Gloria  por  la  puertecita  del 

fondo. 


GLORIA 


¿Ha  vuelto  Carmen? 



ENGRACIA 


No,  señorita...  ¿Se  siente  mal  la  señorita? 



GLORIA 


No,  no;  gracias. 


Mira,  extrañada  del  trajín  que  lle- 

va la  chica. 


ENGRACIA 


No  me  mire  usté  con  esos  ojos,  señorita.  Me  lo 

mandó  la  señora.  Se  ha  hecho  toda  la  sala  de  arri- 

ba abajo,  y  toda  la  casa  ha  querido  que  se  hiciera 

para  recibir  á  ese  señor. 



GLORIA 


¿De  quién  hablas? 


ENGRACIA 


Aquí  se  le  nombra  muchas  veces:  ese  que  va  para 

ministro... 


GLORIA 


¿Don  Julio  Quintana? 


ENGRACIA 


Don  Julio  Quintana,  sí,  señorita.  Creo  que  ven- 

drá esta  tarde. 



Una  breve  pausa. 


¡Vamos,  que  la  casa  va  para  arriba,  señorita! 

Cada  día  un  paso  más  y  cosas  nuevas.  La  señora 

no  descansa;  nunca  está  contenta...  A  mí  misma, 

¡me  echa  unos  regaños! 


GLORIA 


¡Si  es  tan  buena!... 


ENGRACIA 


¡Lo  que  ella  tendrá  hecho  por  mejorar  y  mejo- 

rar! Cuando  entré  en  la  casa,  hará  seis  años,  se  me 

cayó  el  alma  á  los  pies...  ¿Dónde  te  has  metido, 

Engracia?...  Porque,  señorita,  sin  exageración:  á 

usté  le  vivía  entonces  su  madre  y  no  estaba  con  los 

señores...;  pues  olvidando  que  han  de  subirse  dos 

pisos  para  llegar  aquí,  parecían  la  familia  del  por- 

tero... ¡Como  el  señor  isidro,  el  viejo,  ya  entonces 

no  soltaba  ni  para  córner,  su  gorra  de  galón  y  su 

librea...! 


GLORIA 


Sonriendo. 


¡Si  él  te  oyera,  Engracia!  ¡Su  uniforme  de  bedel! 

¿Librea,  dices?... 





ENGRACIA 


Da  lo  mismo...  Y  el  señor  Isidro  sí  que  no  ha 

cambiado:  como  era,  es  hoy;  ni  más,  ni  menos. 



GLORIA 


Tiene  el  orgullo  de  su  humildad;  pero  es  un 

buen  hombre. 



ENGRACIA 


¿En  su  casa  de  usted  habría  un  disgusto,  verdad, 

cuando  don  Pablo,  su  hermano,  se  quiso  casar  con 

la  señora? 


GLORIA 


Yo  era  niña;  no  recuerdo...;  pero  ¿por  qué,  En- 

gracia?... 



ENGRACIA 


¡A  ver!.,.  La  posición...  Al  fin  y  al  cabo  la  seño- 

ra era  hija  de  un  portero...  ó  de  eso  que  usté  dice, 

bueno;  y  su  hermano  de  usté,  don  Pablo,  un  hom- 

bre de  carrera...  Me  parece  que  había  diferencia... 

 



GLORIA 


¡Bah!...  No  creas  tú  que  tanta,  Engracia.  A  mi 

hermano  y  á  mí  nos  educaron  bien,  porque  mi  pa- 

dre, que  era  contratista  de  obras  y  un  hombre  muy 

listo,  gastó  mucho  en  eso.  Pero  en  cuanto  á  posi- 

ción, ya  él  lo  decía:  "ni  hijos  de  ricos,  ni  padres 

de  pobres;  pero  con  días  de  unos  y  de  otros".  Y 

hay  mucho  así  en  Madrid,  no  creas...  Sin  ir  más  le 

jos,  esta  casa:  estábamos  igual... 


Una  pausa. 


¿Llaman,  verdad? 


ENGRACIA 


Saliendo. 


Será  el  señorito  estudiante  que  habla  con  usted, 


GLORIA 


¿Cómo? 


ENGRACIA 


Desde  la  puerta  del  fondo. 


Bueno:  que  le  dice  alguna  cosa,  cuando  llega  re  - 

zagado. 


 



GLORIA 


Afectando  indiferencia. 


Me  da  las  buenas  tardes... 


Sale  Engracia  y  á  los  pocos  segun- 

dos entra  por  el  fondo  Enrique,  que 

saluda  á  Gloria  con  visible  encogi- 

miento: también  Gloria  aparece  un 

poco  cohibida. 


ENRIQUE 


Saludando. 


Glorita. 


GLORIA 


Enrique. 


ENRIQUE 


Buenas  tardes...  ¿Están  ya  en  la  lección? 


GLORIA 



Hace  un  momento.  Ya  sabe  usted  que  mi  herma- 

no es  puntual.  Y  aunque  él  se  olvidara,  Isidro  no 




le  dejaría.  Hasta  los  de  casa  quiere  que  veamos 

que  fué  en  sus  tiempos  buen  bedel. 



ENRIQUE 


Es  cierto,  Glorita...  ¿Y  usted  va  estando  mejor, 

Glorita? 



GLORIA 



Voy  estándolo,  Enrique... 



ENRIQUE 



Pues  como  ya  he  tenido  el  gusto  de  saludarla, 

entraré  á  prácticas .  Don  Pablo  no  ve  con  buenos 

ojos  que  lleguemos  tarde 



GLORIA 


Como  usté  quiera,  Enrique. 


ENRIQUE 


Gracias,  Glorita.  Adiós,  Glorita. 




GLORIA 


Adiós,  Enrique. 


Gloria  abre  la  puerta  de  cristales 

y  Enrique  entra  en  el  laboratorio 

Engracia,  que  sigue  ordenando  la 

sala,  sonríe. 


ENGRACIA 


¿Qué  tendrán  los  estudiantes?...  Este  don  Enri- 

quito  no  es  tan  animado  que  digamos;  y,  sin  em- 

bargo, yo  no  sé,  pues  da  alegría. 


GLORIA 


Ingenua . 


¿Verdad  que  sí? 


Voz  de  Isidro,  carraspeando  y  gru- 

ñón por  el  corredor. 


ISIDRO 


¡Engracia!  ¡Engracia!  ¡Engracital... 



ENGRACIA 


En  voz  baja,  acercándose  á  Gloria. 


¡El  viejo!  No  vaya  la  señorita  á  decirle  nada  de



la  visita  que  esperamos.  Me  lo  encargó  la  señora. 

Ya  sabe  usted  que  al  señor  Isidro  todo  se  le  vuel- 

ven chismes,  y  ella  es  muy  reservada  con  su  padre. 

Yo  creo  que  el  pobre  está  chiflado. 


GLORIA 


Yo  le  hablo  muy  poco.  A  veces  me  da  pena,  y  á 

veces  me  da  miedo. 



ISIDRO 


Entrando. 


¡Eng racial...  ¡Ven  acal 


Se  dirige  á  ella  furioso  y  la  sujeta, 

sacudiéndola  por  los  hombros  con  ver- 

dadera furia:  viene  el  viejo  en  man- 

gas de  camisa  y  tiene  congestionada 

la  cara. 


¡Si  ahora  mismo  no  aparece  mi  chaqueta  de  uni- 

forme, te  estrangulo!...  ¿dónde  está?...  ¿La  has  es- 

condido? 



ENGRACIA 


Apurada  y  con  pánico. 


¡Por  la  salud  de  mi  madre,  que  esté  en  gloria,  no 

 



la  he  visto!...  ¡le  juro  á  usted  que  no  la  he  visto! 

Lo  mismo  lo  diría:  ¡suelte  usted!... 


Logra  desasirse  del  viejo  con  un 

brusco  esfuerzo. 



ISIDRO 


Glorita...  Me  han  escondido  mi  chaqueta  de  uni- 

forme. 


ENGRACIA 


Desde  el  fondo. 


¡Lástima  no  le  hayan  escondido  la  botella  del 

coñac! 


ISIDRO 


Siempre  á  Glorita. 


¡Si  tu  hermano  supiera  los  tratos  que  me  dan  las 

dos!...  mi  hija,  lo  mismo  que  esta  lagartona  de  En 

gracia,  que  lo  hace  por  adularla  nada  más.  .  ¡No  te 

rías,  ó  te  mato,  Engracia! 



ENGRACIA 


Defiéndame  usted,  señorita! 



GLORIA


 



Déjela  usted,  Isidro;  ya  buscaremos  la  chaqueta. 

No  se  apure  usted. 



ISIDRO 



¿La  buscaremos,  verdá?  ¿Me  ayudarás,  Glorita?... 

¿No  te  parece  que  entre  en  el  cuarto  de  Carmen? 



Señala  la  lateral  derecha  de  primer 

término. 



Tal  vez  ella  la  cogió... 


GLORIA 


Será  posible;  para  cepillarla... 


ENGRACIA 


Que  falta  le  hacía. 


ISIDRO 


A  Glorita. 


¿Sí,  verdá?...  Pues  entonces  entro,  ¿verdá?  Y  tú 

 



me  ayudas  luego...  Me  k>  has  prometido;  tú  me  ayu- 

das, ¿eh? 



Hace  mutis  por  la  lateral  derfecks 

de  primer  térmiao. 



GLORIA 



No  lleva  otra  idea 



ENGRACIA 


Que  ha  terminado  de  poner  la  sala 

en  orden  y  que  va  á  salir,  desde  la 

puerta. 



Y  con  eso,  la  energía  que  se  saca  y  el  juicio  que 

tiene  para  lo  demás,  que  asusta  cuando  se  pone... 



¡La  señora! 



Como  si  hubiera  oído  un  timbrazo. 



Sale  Engracia  por  el  fondo.  Gloria 

un  instante  mira  por  encima  de  los 

visillos,  hacia  lo  interior  del  labora- 

torio. Entran  Engracia  y  después 

Carmkn  por  el  fondo. 



¡Señorita,  señorita!...  ¡y  cómo  viene  la  señora! 

¡qué  de  cosas  trae!...  ¡fiesta  grande,  fiesta  grande!... 



Carmen  llega  con  unas  flores  y  unos 

paquetes,  cargada.  Gloria  corre  á 

ella  para  abrazarla. 




GLORIA 


¡Oh,  flores  y  tocloí...  ¡qué  bonitas,  Carmen!...  Pero 

tú  más  que  ellas. 



CARMEN 


Pues  me  cuestan  un  ojo  de  la  cara...  Sólo  que  era 

necesario.  Ya  verás.  Con  aquel  j arrito  de  cristal  que 

está  sobre  la  chimenea  y  aquí,  á  un  lado  de  la  mesa, 

va  á  quedar  la  sala  una  preciosidad... 



ENGRACIA 



¿Lo  hago,  señora? 



CARMEN 



jNo,  por  Dios!...  ¡Déjalas  estar!...  Toma:  esto  es 

para  ti. 



ENGRACIA 


¡Qué  preciosol 


CARMEN 


Pues  es  porcelana  barata  y  del  país.  Unoi  que  he 

visto,  ingleses,  con  su  bandejita  y  todo...  sí  que 



eran  preciosos.  ¡Pero  quién  se  atreve  con  ellos! 

¿Por  qué  no  esperarán  para  hacer  cosas  bonitas  á 

que  yo  pueda  gastarlo?  ¡Me  da  una  rabia! 


GLORIA 


|Qué  cosas  tienes!.. 


CARMEN 


Pues  me  amargan  la  vida.,.  En  fin,  cómo  ha  de 

ser... 


ENGRACIA 


¡Qué  vajilla!  ¡Si  parecen  juguetes! 


CARMEN 


Es  para  el  te...  ¿Sabrás  tú  hacerlo?... 


ENGRACIA 


¡Pocas  veces  que  en  el  pueblo  tuve  que  hacérselo 

ámi  madre'  Tenía  las  bilis,  y  una  taza  de  te  bien 

caliente,  bien  caliente,  como  mano  de  santo  la  cu  - 

raba... 





Entre  todas  van  deshaciendo  el  pa- 

paquete.  Engracia  continúa. 


¿Y  el  señor  que  esperan  ustedes,  también  está  de- 

licado? Tendrá  muy  mal  humor,  si  sufre  como  mi 

madre. 



CARMEN 


A  Gloria. 


Pero  é^ta  se  figura  que  el  te  es  una  medicina... 


GLORIA 


Ni  más  ni  menos. 


ENGRACIA 


¿No  es  así?...  ¡cuánta  jarrita! 


CARMEN 


Dándolas  por  su  orden. 


Para  el  te,  para  el  agua... 


ENGRACIA 


¿No  van  juntos? ... 




CARMEN 


Im  pacientándose . 


Nada:  no  sabes. 



GLORIA 


Yo  la  iré  guiando;  no  te  apures. 



CARMEN 


Sí,  Glorita;  hazme  el  favor:  mira  que  es  muy 

bruta . 


Sale  Engracia,  cargada,  3'  cuando 

se  disponía  á  salir  Gloria,  también, 

Carmen  le  pregunta  señalando  al  la- 

boratorio. 


¿Están  en  la  lección? 



GLORIA 


Quedándose. 


Hace  un  ratito...  ¿Ves,  mujer?...  Estas  lecciones 

particulares  siempre  le  dejarán  alguna  cosa  á  Pa- 

blo... 



CARMEN 



No  te  creas  tú  que  un  dineral;  ¡valientes  potenta- 

dos están  hechos  sus  discípulos! 



GLORIA 


¿Ni  Enrique  tampoco?... 


CARMEN 


Hija,  tampoco...  ¿para  qué  voy  á  engañarte? 


GLORIA 


Disimulando. 


Como  viste  arregladito... 


CARMEN 


Intencionada. 


Y  es  simpatiquísimo...  pero  rico,  no. 



GLORIA 


Cortando. 


¡Rah!...  Voy  con  Engracia.  Y  tú,  descuida, 



CARMEN 


Oye,  además.  Esto  está  frío.  Cuida  de  que  añadan 

fuego  á  la  chimenea  alrededor  de  las  cinco...  ¿Ver- 

dad, hija?  No  te  olvides. 



GLORIA 


No  me  olvido. 


Gloria  retira  de  ;a  mesa  los  pape- 

Ies  en  que  el  servicio  vir.o  envuelto,  y 

se  dispone  á  salir.  Carmen,  cariñosa 

y  mimosa  la  acompaña  hasta  la  puer- 

ta del  fondo. 



CARMEN 


Porque,  mira,  ese  señor  Quintana  es  nada  menos 

que  Director  General...  Y  está  decidido  á  hacer  lo 

que  pueda  por  nosotros.  ¡Más  amablel  Le  conocí  en 

casa  de  Arroyo:  ¿no  te  lo  había  dicho?  Todo  un  ca- 

ballero. ¡Ese  sí  que  es  potentado  y  viste  bien!  ¡Si 

vieras!...  Le  encuentro  allá  muchas  tardes  y  no  se 

cansa  de  ponderarme  los  méritos  de  Pablo.  Ya  le 

ha  conseguido  el  nombramiento  para  el  Congreso 

de  Alemania.  Y  viene  á  traérselo.  Que  por  eso 

viene...  ¡Hija,  y  hay  que  hacer  todo  lo  posible  para 

irle  interesando!.,.  ¡A  ver  si  así  subimos  un  poco! 

¡Que  nos  hace  buena  falta! 




GLORIA 


Saliendo. 


Dios  querrá  que  sí. 


CARMEN 


Vaya,  Glorita,  no  te  olvides  del  te,  ni  d¿  la  leña. 


Se  fué  Gloria.  Carmen,  encantada 

al  paiecer,  se  dirige  hacia  la  chime- 

nea, toma  el  jarriío  de  cristal  y  du- 

rante la  escena  que  sigue,  coloca  el 

ramo. 



¡Y  yo,  á  mis  flores! 



A  los  pocos  segundos,  en  mangas 

de  camisa  todavia,  aparece  Isidro  en 

la  lateral  derecha,  primer  término. 



ISIDRO 


Carmen:  mi  chaqueta  de  uniforme. 


CARMEN 


La  he  quemado . 


ISIDRO 



Mi  chaqueta  de  uniforme. 




CARMEN 


Alguna  vez  había  de  llegarle  á  usted  el  fin  de  sus 

manías,  y  á  mí  el  no  verle  vestido  de  máscara:  la  he 

quemado. 


ISIDRO 


{Carmen!...  pero  no,  no  puede  ser;  no  me  dio  el 

tufillo.  ¿Dónde  está?  Responde. 


CARMEN 


Puede  usted  ponerse  el  traje  negro.  Se  la  di  al 

trapero. 


ISIDRO 


Los  remordimientos  que  te  entran  viéndome  con 

ella  querrías  tú  darle:  dime  dónde  está. 


CARMEN 


No  tengo  remordimientos  de  nada.  Y  mañana  se 

la  devuelvo. 



ISIDRO 


¿Cambiarás  un  día  de  tratarme  así...? 





CARMEN 


Cuando  usted  cambie  de  modo  de  ser...  Y  no  que 


creo  yo  que  lo  hace  á  posta,  para  mortificarme. 


ISIDRO 


¿A  tí?...  Sí  que  fuiste  algún  tiempo  las  niñas  de 

ims  ojos...  pero  se  acabó...  Dame  el  uniforme.  Aho- 

ra, justamente  porque  recuerdo  el  tiempo  aquel, 

estorbo, 


CARMEN 


¿Ve  usted  el  hombre?...  ¿Negará  también  que  esto 

es  inquina  y  no  sabe  hablarme  sin  ella  hace  ya  tiem- 

po?... Pues  con  su  pan  se  lo  coma  y  quédeme  yo  en 

paz;  que  no  todas  las  veces  tendré  culpa. 


ISIDRO 


¡La  tuviste  una  vez  sola,  pero  aún  dural 


CARMEN 


¿Fué  para  malo,  al  fin  y  al  cabo? 


ISIDRO 


¡Bah!  No  hablemos. 




CARMEN 


¡Sí,  respóndame  usté!  ¿Fué  para  malo?  ¿No  es 

esta  casa  mejor  que  la  nuestra?...  Orgulloso  esta- 

ba usté,  siendo  bedel,  porque  tenía  de  huésped 

al  don  Pablito  de  sus  entretelas,  el  mejor  estu- 

diante de  la  Facultad;  pues  hoy,  al  cabo  de  los 

años,  ¿no  es  mi  marido  aquel  portento,  y  usté,  que 

casi  le  miraba  de  rodillas,  no  puede  usté,  delante 

de  Dios  y  de  los  hombres,  llamarle  su  hijo  á  boca 

llena?  ¿Y  quién  hizo  el  milagro?  Me  parece  que  con 

no  guardarme,  que  usté  dice,  todo  eso  ganamos. 



ISIDRO 


¿Ganar  dices?  No;  con  no  guardarte,  lo  robaste  tú. 


CARMEN 


Yo,  sí;  porque  Pablo  se  chupaba  el  dedo. 


ISIDRO 


¡Habla  con  respeto  de  él,  delante  de  mí  á  lo  me- 

nos!... 


CARMEN 



Pues  tratamiento  tampoco  voy  á  darle,  porque 




sea  catedrático  auxiliar...  ¡hasta  rector!...  Y  á  su 

paso,  y  con  lo  encogido  y  poca  cosa  que  es,  tene- 

mos para  unos  años  todavía. 


ISIDRO 


No  fué  siempre  así. 


CARMEN 


Claro  que  no;  y  á  las  pruebas  me  remito,  por  mi 

parte.  Pero  así  se  ha  vuelto. 


ISIDRO 


Plomo  que  lleva  en  el  ala;  tú  sabrás. 


CARMEN 


¿Yo?  ¿También  yo,  verdad?  Pero  hombre,  si  tan- 

ta carga  soy,  ¿tiene  más  que  sacudirse  un  día  y  que 

soltar  la  carga?  ¡Si  había  de  ser  para  que  él  fuera 

ganando!...  Al  fin  y  al  cabo,  ustedes  me  casaron.  A 

mí  no  se  me  hubiera  ocurrido  que  fuese  buena  para 

tanto.  Y  no  me  quejo;  pero  creo  que  estábamos 

mejor  cuando  cada  uno  era  cada  uno.  Yo  hago 

mala  pareja,  padre:  corro  demasiado,  á  veces,  y 

aunque  no  sea  para  mal,  cansa  seguirme:  ya  lo  sé. 



ISIDRO 


¡No  necesitaba  de  que  lo  dijeras,  mira  tú!  Tam- 

bién sabemos  de  tus  idas  y  venidas...  ¿oyes?  Pero 

ahora,  si  alguna  vez  llegara  el  caso,  [tiembla! 



CARMEN 


Quiere  decir  que  me  amenaza...  ¿usted  á  mí? 



ISIDRO 


Yo  á  ti. 


CARMEN 


¿Con  qué  derecho? 


ISIDRO 


Con  todos;  padre  soy,  los  tengo. 



CARMEN 


Sí;  los  tuvo  todos  hasta  aquella  tarde  que  á  usté 

se  le  recordará...  ¿Recuerda  usté?  Aquella  tarde, 

cuando  se  dejaba  usté  llorar  como  una  Magdalena, 

hasta  alcanzar  reparación,  que  usté  decía,  se  le 

acabó  el  mando  que  tuviera  en  mí.  Sépalo  usté.  Y 




si  lo  sabe  y  lo  olvida,  recuérdelo  usté.  No  vaya  á 

ser  yo  quien  tenga  que  recordarle  otras  cosas;  es- 

toy en  mi  casa;  no  faltaba  más.  Y  á  amenazarme, 

nadie;  á  mandarme  hoy,  uno  solo:  mi  marido...  ¿Qué 

no  es  tan  cascarrabias  como  usté?...  Pues  conste 

que  ustedes  dos  se  lo  guisaron.  Ni  para  bien,  ni 

para  mal;  ni  para  casarme,  ni  para  que  siguieran 

las  cosas  como  estaban,  dije  yo  esta  boca  es  mía. 

Lo  hicieron  ustedes,  lo  quisieron  ustedes;  santo  y 

bueno 


ISIDRO 


¿Vas  á  acabar  por  pintarme  que  había  otro  re- 

medio? 


CARMEN 


Yo  no  lo  buscaba. 



ISIDRO 


¿Pero  qué  hubieras  hecho  en  este  mundo,  desdi- 

chada? 



CARMEN 


¡Todo,  menos  echarme  encima  obligaciones;  ya 

lo  sabe  usted! 



ISIDRO 


¡Eso  me  lo  pudiste  decir  aquella  tarde  y  habrías 

sabido  cómo  se  contesta  á  una  hija  descastada! 



CARMEN 


¡Aquella  tarde!...  Me  faltaba  aguante  para  dejarle 

á  usté  llorar...  ¡usté  no  se  oía!...  ¡si  estuviéramos  á 

hacer  segunda  vez  las  cosas!... 


Malhumorada,  entra  por  la  lateral 

izquierda  y  sale  al  momento,  llevando 

en  la  mano  el  chaquetón  y  la  gorra 

del  bedel. 


¡Tenga  usté,  ya  que  se  empeña,  y  vístase  de 

máscara!  Así  como  así,  por  años  que  viva,  no  ha  de 

ver  más  allá  que  estos  galones.  ¡Da  grima! 



ISIDRO 


Furioso. 


¡CarmenI 


CARMEN 


¡Ya  está  dicho! 




ENRIQUE 


Se  entreabre  la  puerta  de  cristales 

que  conduce  al  laboratorio  y  Enrique, 

asomando  la  cabeza,  dice: 


Que  si  tienen  ustedes  que  hablar,  hablen  bajito. 

Dice  don  Pablo  que  lo  agradecerá;  que  dentro  no 

nos  entendemos  para  dar  lección. 



ISIDRO 



Extraordinariamente  compungido, 

con  la  gorra  en  una  mano  y  la  cha- 

queta en  la  otra,  al  estudiante. 


Perdón;  yo  he  sido.  Diga  usté  que  yo  he  sido, 

don  Enrique;  perdonen  ustedes;  ¡más  quisiera  estar 

ahora  mismo  seis  palmos  bajo  tierra,  que  .. 



CARMEN 


Secamente,  interrumpiéndole. 


Diga  usté  que  está  bien. 



ISIDRO 



Vuelve  á  cerrarse  la  puerta  de  cris- 

tales; hay  una  pausa  y  dice  el  viejo: 



Otra  que  he  de  agradecerte  á  ti. 




CARMEN 


Sin  darle  importancia. 


Pues  sí  que  es  grave,  padre. 



ISIDRO 


Más  que  piensas;  porque  ésta  es  en  lo  mío  propio, 

en  los  galones  que  tú  dices...  ¿Vocear  estando  en 

clase,  y  yo,  un  bedel!...  ¡Por  ti  había  de  ser! 


Carmen  se  encoge  de  hombros;  el 

viejo,  como  si  cumpliera  un  acto  reli- 

gioso, enfunda  su  chaqueta  de  uni- 

forme. 


Así...  ¿te  enteras?...  Mis  canas  de  padre  y  mi  con- 

ciencia de  hombre  Dios  sabe  cómo  estarán  á  estas 

¿oras,  de  barro  y  de  vergüenza...  Pero  debajo  de 

esta  gorra  y  de  esta  ropa,  como  son  tantos  años  de 

cumplir,  pues  me  parece  que  ganan  y  se  limpian... 

iHasta  para  que  me  entierren,  las  prefiero  á  un  há- 

bito!... 


CARMEN 


Chochea  usté;  pero,  en  fin,  haga  lo  que  quiera. 


ISIDRO 



Ya  está  hecho. 



Calándose  la  gorra  con  orgullo. 





CARMEN 


Sólo  que,  esta  tarde,  después  de  la  lección,  ven- 

drá el  señor  Quintana.  Y  porque  no  le  viera  en  esa 

facha;  porque  hay  manías  que  si  no  se  explican 

extrañan  al  de  fuera,  yo  escondí  la  ropa.  Ahora,  si 

usté  prefiere  ser  usté  mismo  el  que  se  esconda,  eso 

á  su  gusto. 


ISIDRO 


Está  entendido. 


CARMEN 


Yo  quería  ahorrarme  de  decírselo  á  la  cara... 

pero  como  usté  porfía  hasta  el  final... 


ISIDRO 


¡Sí,  hija  mía;  si  estoy  hecho!  De  modo  que,  des- 

pués de  prácticas- 

Consulta  el  reloj. 


Y  á  don  Julio  Quintana,  director  de  Instrucción 

y  en  vísperas  de  ser  ministro,  ¿qué  se  le  ha  perdi- 

do aquí? 


CARMEN 



Dinero  no  será;  creo  que  viene  á  ver  á  Pablo, 




porque  le  ha  conseguido  el  nombramiento  para  ese 

Congreso  de  Alemania. 


ISIDRO 


Ya  ¿Y  Pablo  tendrá  que  marcharse...? 


CARMEN 


Naturalmente;  él  lo  ha  pedido...  ¿Qué  quiere  usté 

decir? 


ISIDRO 


Ha  vuelto  á  mirar  el  reloj. 


Nada,  ahora;  cállate,  que  voy  á  abrir  la  puerta. 


Y  con  una  gravedad  de  funcionario 

en  el  uso  de  sus  funciones,  llega  hasta 

la  puerta  de  cristales,  se  quita  la  go- 

rra y  abre. 


CARMEN 


¡Hasta  la  coronilla  me  tienen  sus  pamplinas! 


ISIDRO 



¡Silencio  en  los  patios!  Va  á  salir  el  señor  cate- 

drático. 





Introduce  el  busto  por  la  puerta 

entreabierta  y  se  le  oye  decir: 


Pablo,  señores,  ¡la  hora! 



CARMEN 


;Bah,  está  loco! 


Sale  Pablo,  rodeado  de  sus  tres 

discípulos  Enrique,  Guevara  y  Es- 

tkemera.  Isidro,  gorra  en  mano,  les 

da  paso.  Luego  vuelve  á  cerrar  la 

puerta  y  va  á  sentarse  en  una  silla 

junto  á  la  del  fondo.  Carmen  contes- 

ta con  una  inclinación  á  ia  inclinación 

de  los  estudiantes,  que  se  detienen  a! 

verla  en  la  sala. 



Señora. 



GUEVARA 



CARMEN 


Señores. 


Carmen  recoge  el  sombrero  que 

dejó  sobre  el  mármol  de  la  chimenea 

y  se  dispone  á  salir  hacia  su  cuarto. 



PABLO 


Al  movimiento  de  su  mujer  y  de- 

jando de  atender  á  sus  discípulos. 



Un  momento;  perdón. 



A  su  mujer. 


Carmen,  no  te  vayas;  tengo  que  hablarte. 



CARMEN 


Volveré  en  seguida;  es  un  minuto. 



PABLO 


Como  quieras. 


Sale  Carmen  por  la  lateral  derecha 

primer  término;  los  estudiantes,  más 

á  sus  anchas,  rodean  al  maestro. 



ENRIQUE 


¿Y  dice  usted,  don  Pablo,  que  la  teoría  de  Erlich 

le  convence  á  usted? 


PABLO 


No:  ahora  nada.  Van  ustedes  á  hacerme  el  favor 

de  estudiar  á  su  hora  lo  necesario,  tampoco  más; 

créanme  ustedes.  Pero  van  á  prometerme,  en  cam- 

bio, olvidar  que  existe  la  ciencia,  todo  el  resto  del 

día.  Es  un  consejo  desinteresado  y  leal,  como  com- 

probarán ustedes  con  los  años.  Nada  de  ciencia  ni 

de  sabiduría,  andando  por  el  mundo;  no.  Pocos  si- 




glos  fueron  tributarios  de  la  ciencia  como  el  nues- 

tro, hasta  en  las  ocasiones  menos  graves.  Hoy,  la 

dama  aristocrática  que  cita  por  teléfono  á  su  aman- 

te, pone  en  juego,  por  este  mero  hecho,  de  la  ma- 

nera más  gentil  y  más  amable,  una  porción  de  teo- 

rías científicas  abstrusas:  ciencia  pura,  desde  1? 

electricidad,  éter  vibrando,  hasta  el  anillo  aisladoi 

de  los  auriculares.  Y,  sin  embargo — se  lo  digo  á  us- 

tedes con  la  mano  puesta  sobre  el  corazón — ,  pocas 

gentes  tuvieron  horror  á  la  ciencia  y  tildaron  de  in- 

soportables á  sus  aprendices  como  las  de  nuestro 

siglo.  Por  io  mismo,  si  están  ustedes  decididos  á  ir 

para  sabios,  háganlo  con  la  más  absoluta  reserva; 

créanme.  Que  se  enteren  sus  padres,  si  no  puede 

evitarse;  pero,  por  Dios,  no  se  lo  digan  ustedes  á 

sus  novias...  ¡Iban  á  oirías!  Mejor  les  perdonarían 

que  tuvieran  ustedes  un  apaño  por  esas  golferías, 

que  eso  es  de  hombres.  Pero  la  ciencia,  los  micro- 

bios, las  cadenas  laterales  de  Erlich,  ¿no  se  aver- 

güenzan ustedes  de  hablar  de  eso  en  la  calle  y  entre 

gentes...?  ¡A  su  edad...!  No,  no;  ahí  queda  eso.  Y 

ustedes,  al  mundo,  á  vivir,  á  ser  jóvenes,  como  aho- 

ra dicen  los  que  no  lo  son.  Es  Diciembre;  pero  aún 

aprovechan  ustedes  un  poquitín  de  sol,  aún  andan 

mujeres  bonitas  por  las  calles  y  aún  hay  flores  en 

Madrid:  no  cabe  dudarlo,  porque  hasta  aquí  llega- 

ron ¡horror!  á  la  casa  de  un  sabio...  ¿Está  entendi- 

do? Adiós,  señores,  hasta  mañana...  Padre,  hágame 

usted  el  favor  de  acompañarles  hasta  la  puerta. 




GUEVARA 



Estrechando  la  mano  del  Catedrá- 

tico. 



Adiós. 



ESTREMERA 



(Estrechando  la  mano  del  Catedrá- 

tico).



Hasta  mañana 



ENRIQUE 



Estrechando  la  mano  del  Catedrá- 

tico. 


Adiós. 


Vuelve  á  aparecer  Carmen  en  la 

lateral  derecha. 



PABLO 



Perdonen  ustedes  que  no  les  acompañe;  pero... 



Con  un  gesto  vago,  les  recuerda 

que  ha  de  hablar  con  Carmen  





CARMEN 


A  Enrique,  al  pasar. 


Diga  usted  á  Glorita  que  no  olvide  mis  encargos, 

si  la  ve  al  salir,  Enrique. 


ENRIQUE 


Con  mucho  gusto,  Carmen,  si  la  veo. 


CARMEN 


¡Seguro  ..I  ¡La  casa  es  tan  pequeña. .1  Adiós. 


ENRIQUE 


A  los  pies  de  usted,  señora. 



Salen  los  tres  muchachos  por  el 

fondo,  acompañados  por  el  viejo  bedel, 

que  parece  renovarse  entre  ellos;  le 

ríen  los  ojos  y  casi  desencorva  la  figu- 

ra. Quedan  solos  Carmen  y  Pablo. 



PABLO 



¿Vas  á  salir? 



CARMEN 



¿No  esperamos  gente? 

 



PABLO 


Quintana;  es  verdad. 


Y  malhumorado  parece  di-puesto 

á  recluirse  de  nuevo  en  su  laboratorio. 


CARMEN 


¿Qué  me  querías? 


PABLO 


¡Ah,  no  es  nada...!  Pero  conviene  que  lo  sepas, 

por  si  contabas  con  ello.  Estos  recibos. 


Saca  de  su  cartera  unos  papeles, 

que  pone  sobre ,  la  mesa  y  que  Car- 

men examina  atentamente. 


Le  he  dicho  á  tu  padre  que  no  los  cobrara. 



CARMEN 


¿Por  qué?  ¿No  están  pendientes?  ¿No  me  tienes 

dicho  que  eche  mano  de  los  recibos  que  están  por 

cobrar,  en  un  apuro?  Me  habría  guardado  bien  de 

propasarme. 


PABLO 


Si  no  es  eso. 


CARMEN

¡Si  es  que,  gracias  á  Dios,  recuerdo  tus  mismísi- 

mas palabras! 


PABLO 



Pero  deja  que  te  explique. 


CARMEN 


"Para  que  yo  no  tenga  que  mortificarme  porque 

no  me  diste  otra  razón  -en  estos  pequeños  apuros, 

vete  á  mi  Diario,  que  siempre  está  sobre  mi  mesa, 

y  que  tu  padre  cobre  las  partidas  sueltas:  cuentas 

de  suero,  recibos  de  análisis  y  reacciones."  ¿No  fué 

así? 



PABLO 


Así  fué. 


CARMEN 



¿Entonces?...  Pues  te  advierto  que  me  convenía 

cobrar  estos  recibos  como  el  pan  que  como. 



PABLO 



Extiende  otros  hoy  mismo. 



CARMEN 


Ya  no  quedan  más.  Desde  que  nos  preparamos 

para  el  Congreso  de  Alemania,  los  trabajos  útiles 

van  escaseando.  Sobre  que  la  enfermedad  de  tu  po 

brecita  hermana — y  no  te  lo  critico,  Dios  me  libre — 

casi  dobla  los  gastos  del  Laboratorio  y  de  la  casa. 

Conque  tú  dirás. 


Ojeada  á  los  dos  recibos. 


Son  cien  pesetas. 


PABLO 


Las  tendrás  mañana. 


CARMEN 


Bien;  ¿pero  es  que  no  puedo  saber  el  motivo?  Si- 

quiera para  que  me  sirva  en  otro  caso. 


PABLO 


Justamente:  el  precio.  Lo  has  doblado  sin  decir- 

me nada. 


CARMEN 


Perdóname;  pero,  probablemente,  te  habrías 

opuesto,  y  me  parecía  una  locura.  Hace  dos  años 




que  cobras  á  ese  precio  los  análisis.  Las  de  Arroyo 

me  dijeron  que  es  corriente,  y  aun  que  tú,  con  tu 

nombre  y  ser  especialista,  podrías  cobrar  más. 


PABLO 


Las  de  Arroyo,  hija  mía,  tienen  un  padre  ilustre, 

profesor  eminente,  cargado  de  honores  oficiales  y 

de  sabiduría  oficial,  que  sólo  va  á  las  casas  de  los 

enfermos  cuando  tienen  ascensor:  es  el  primer  sín- 

toma que  le  interesa  para  sus  diagnósticos. 


CARMEN 


¿Dejarán  tus  trabajos  de  valer  lo  mismo  que  los 

suyos,  porque  vivan  tus  enfermos  en  distintas 

casas? 


PABLO 


Mis  trabajos  no;  ¿quién  lo  discute?  Pero  no  sea- 

mos tan  materialistas.  Tampoco  el  precio  que  tú 

escribes  ahí  representa  el  valor  de  esos  trabajos. 

Es  muy  posible  que,  cobrando  yo  materialmente 

mucho  menos  que  el  padre  ilustre  de  tus  amiguitas, 

reciba,  en  cantidad  moral,  muchísimo  más.  Porque 

cinco  pesetas  de  un  cliente  pobre  representan  la 

vida  de  su  familia,  un  día  ó  su  alegría  un  mes,  mien- 

tras, en  el  otro  caso,  cincuenta  pesetas  valen  para 

el  rico  la  propina  de  un  lacayo.  ¿Ves  tú,  Carmen? 



CARMEN 


No  digo  que  no.  Lo  que  te  aseguro,  Pablo,  es 

que  por  ahí  cinco  pesetas  valen  cinco  pesetas,  y 

cincuenta  son  diez  veces  cinco:  no  hay  que  darle 

vueltas.  Ahora,  si  es  preciso  hacer  las  considera- 

ciones que  tú  dices,  tú  resolverás.  Pero  á  mi  me 

atas  las  manos;  te  tendré  que  mortificar  como  al 

principio. 


PABLO 


Te  marcaré  de  alguna  manera  en  mi  Diario  los 

casos  dudosos  y  fijaremos,  de  común  acuerdo,  pre- 

cios especiales. 


CARMEN 


Como  quieras 


Nueva  ojeada  á  los  recibos. 


¿Y  qué  hago  de  estos  dos? 


PABLO 


Lo  que  tú  quieras. 


Se  acerca  á  la  mesa  y,  uno  tras 

otro,  toma  los  recibos,  mientras  habla. 



Esta  es  hija  de  una  pobre  viuda,  á  la  que  soste- 





nía  trabajando;  borda;  quince  años...  si  tuviera  cin- 

cuenta pesetas  mensuales,  para  poder  dejar  el  bas- 

tidor, se  salvaría...  Y  éste,  un  muchacho,  Sal  daña, 

tú  le  recordarás;  fué  discípulo  mío,  hace  unos  años. 

Huérfano.  Se  ayudaba  como  podía,  con  trabajos 

ímprobos,  para  ir  estudiando.  De  ia  noche  á  la  ma- 

ñana, presenta  lesiones  cerebrales  que  le  incapaci- 

tan para  estudiar  y  trabajar.  Por  de  pronto,  el  ham- 

bre; después,  probablemente,  el  manicomio...  ahora 

ya  sabes;  tú  harás  lo  que  quieras. 


Carmen,  sin  afectación,  pero  ínti- 

mamente conmovida,  rompe  los  dos 

papeles . 



CARMEN 


¡Qué  le  vamos  á  hacer...!  ¡Me  arreglaré...! 


Pablo,  en  un  arranque,  hace  ade- 

mán de  abrazarla  satisfecho. 



PABLO 


¡Ah  eres  buena! 



CARMEN 


Apartándose  de  él. 


¡Quita;  deja...i 




PABLO 


¿Me  guardas  rencor? 


CARMEN 


Si  es  que  hueles  á  ácido  fénico  que  apestas...  ¡di- 

choso laboratorio...!  ¡Y  para  lo  que  da! 


PABLO 


Cierto;  perdona. 


Una  pausa;  sin  añadir  palabra,  Pa- 

blo se  dirige  al  laboratorio. 


CARMEN 


¿Te  vas? 


PABLO 


Tengo  algunos  encargos,  y  como... 


CARMEN 



Pues  yo  también  necesitaba  hablarte,  por  si  acaso. 




PABLO 


Cuando  quieras. 


CARMEN 


Es  de  mi  padre;  ya  sé  que  vas  á  defenderle. 


PABLO 


No  es  que  le  defienda,  Carmen.  Pero  ciertas  ra- 

zones, que  tú  eres  perfectamente  capaz  de  com- 

prender, no  están  á  su  alcance. 



CARMEN 


Nos  pone  en  ridículo:  á  ti,  también.  Precisamente 

con  sus  humillaciones  aparatosas,  que  exagera  adre- 

de por  mortificarme,  te  alcanza  más  á  ti  que  á  mí. 

No  creas  que  no  faltes,  dejándole  de  aplicar  un  co- 

rrectivo; de  un  tiempo  á  esta  parte  pasa  de  maniá- 

tico. 


PABLO 


Si  es  que  uno  y  otro  os  habéis  empeñado  en  no 

ceder  un  ápice  del  terreno  en  que  estáis;  y  yo  no 

tengo  nada  que  ver  con  vuestra  terquedad:  allá  vos- 




otros.  ¿Tienes  algo  nuevo  que  decirme  respecto  á 

tu  padre? 


CARMEN 


Nuevo,  nuevo,  no:  ya  sabes  que  él  varía  poco. 

Pero  relativamente  nuevo,  sí.  Desde  hace  unos  días 

— y  te  advierto  que  si  te  hablo  de  ello  es  en  tu 

bien — ,  desde  hace  unos  días,  me  siento  amenaza- 

da, lo  que  se  llama  amenazada  seriamente  por  mi 

padre.  Me  acabé  de  convencer  hace  un  momento. 

Él  lleva  su  plan.  Él  te  hablará  de  mí,  yo  no  puedo 

decirte  cuándo;  pero  te  hablará.  Y  del  alcance  de 

sus  calumnias  estoy  yo  tan  segura  que,  sin  vacilar, 

ahora  mismo,  podría  adelantarte  nombres. 



PABLO 


Coa  disgusto  de  oiría . 


Basta,  calla 


CARMEN 


Ya  estás  prevenido.  Y  conste  que  lo  he  dicho 

porque  si  te  contagiara  esta  vez  de  sus  manías,  sa- 

líamos perdiendo  todos:  hasta  tu  hermana.  Ya  sabes 

que  mi  padre,  puesto  á  criticar  mis  pasos,  no  mira 

nada:  ni  las  necesidades  de  la  casa,  ni  el  que  una 

tenga  derecho  á  vivir  un  poco  bien,  decentemente, 




siquiera  por  ti.  Ahora,  si  necesitas  más  detalles, 

pide. 


PABLO 


¡Basta,  y  basta  en  redondo!  ¡No  oigo  más!  No  es 

terquedad  que  uno  y  otro  pongáis  en  no  ceder.  Es 

guerra  abierta.  Es  algo  más,  antipático  y  odioso, 

que  con  el  tiempo  aumenta,  que  poco  á  poco  va 

ganando  terreno  en  esta  casa,  como  un  cáncer;  que 

ya  me  toca  á  mí,  á  mí  mismo,  no  lo  dudes.  Tengo 

que  interrumpirme,  hasta  en  mis  lecciones,  cuando 

os  oigo...  ¿pues  qué  es  esto?...  ¿Hay  un  resenti- 

miento de  algo  inevitable  entre  vosotros  dos?  Para 

que  la  marcha  normal  de  los  sentimientos  natura- 

les entre  un  padre  y  una  hija  se  quiebre  y  se  altere 

de  este  modo,  ocurre  algo  más  que  un  matiz  de  di- 

ferencia en  el  carácter;  es  necesario  un  hecho,  y 

aquí  un  hecho  grave,  que  envenene,  de  una  vez  ó 

lentamente,  lo  más  puro  y  limpio  y  seguro  que  hay 

en  el  mundo,  señor:  las  leyes  de  la  sangre.  ¡Un  he- 

cho! ¡Sí,  sí,  un  hecho! 


CARMEN 


Después  de  todo,  no  hay  para  que  te  pongas  de 

este  modo,  Pablo.  Tampoco  te  lo  he  dicho  para 

tanto.  Más  en  lo  justo  estabas  antes,  cuando  me 

has  dicho:  "allá  vosotros".  Si  hay  resentimientos, 

grandes  ó  pequeños,  entre  mi  padre  y  yo,  ¿te  al- 

canzarán á  ti? 



PABLO 


¿Por  qué  no,  Carmen,  si  entre  vosotros  dos  no 

hay  más  hecho  importante  que  yo,  mi  cariño  por 

ti  y  los  trastornos  que  trajo  al  principio? 



CARMEN 


Lo  que  es  al  principio... 



PABLO 


Concedido:  ni  tú  ni  yo  hicimos  caso  de  tu  padre 

para  querernos;  pero  es  innegable  que  tú  y  yo  nos 

casamos  porque  tu  padre  lo  exigió;  y  éste  sí  fué  un 

hecho;  y  decisivo.  Ya  ves,  de  pronto,  tantos  debe- 

res y  tantas  obligaciones  para  un  carácter  como  el 

tuyo,  díscolo  y  audaz...  ¿qué  dices,  Carmen? 



CARMEN 


¡Quién  piensa  en  eso!... 



PABLO 


¿Pero,  no  lo  niegas? 




CARMEN 


No  vale  la  pena. 



PABLO 


La  valió  en  un  tiempo  todo  lo  que,  de  cerca  ó 

de  lejos,  se  refería  á  mi  cariño. 



CARMEN 


Cada  cosa  á  su  tiempo,  Señor.  ¿O  es  que  vamos 

á  hablar  de  nuestro  cariño  toda  la  vida?  Pues  tú 

mismo,  ¿no  tienes  tus  cristales  y  tus  reactivos? 

Si  á  mí  me  preocupan  mi  casa  y  mis  trapitos,  es  muy 

justo;  todo  cambia. 



PABLO 


Demasiado  cambia. 


Discretamente  dan  con  los  nudillos 

en  la  puerta  del  fondo,  que  cerró  el 

viejo,  al  salir  ccn  los  discípulos. 



GLORIA 



¿Se  puede? 




CARMEN 


Tu  hermana. 



PABLO 


Entra,  niña 


Entra  Gloria,  trayendo  unos  cuan- 

tos tronquillos  de  leña,  en  una  cesta, 

de  mimbre. 


Bien  pensado;  así,  aviva  el  fuego;  porque  hace 

frío,  hace  frío  en  esta  casa... 



GLORIA 


Me  dijo  Carmen  que  procuráramos  tener  la  sala 

á  buen  temple,  para  cuando  viniera  ese  señor  Quin- 

tana, que  puede  hacer  tanto  por  ti;  que  va  á  pro- 

tegeros, ¿verdad,  Carmen?  Y  como  van  á  dar  las 

cinco... 



CARMEN 


Me  ha  parecido  justo,  ya  que  al  fin  y  al  cabo  se 

molesta  por  nosotros,  que  no  le  obligáramos  á  dar 

diente  con  diente  en  la  visita...  ¿ó  no  lo  aprue- 

bas? 




PABLO 


¿He  dicho  algo? 


CARMEN 


Basta  con  mirar,  á  veces . 


El  viejo  Isidro  aparece  en  la  puerta 


del  fondo. 


ISIDRO 


¡Complicación! 


PABLO 


¿Qué  pasa? 


ISIDRO 


Es  á  Carmen. 


CARMEN 


Será  malo,  cuando  usté  viene  á  decirlo. 



ISIDRO 


Regular.  La  chica  se  hace  un  lío;  no  sabe  si  co- 

cer el  té  con  agua  ó  si  cocer  el  agua  sola,  ó  si  cocer 

la  leche  y  añadirle  el  agua  para  que  cunda  luego, 

como  siempre.  Tazas  no  lleva  rotas  más  que  dos... 

El  momento  de  fregotearlas  un  poco,  porque  echa- 

ran brillo,  y  las  hizo  añicos.  Es  mucha  moza  para 

esas  finuras. 


GLORIA 


¿Quieres  que  vaya,  Carmen? 


CARMEN 


Voy  yo  misma...  ¿Te  extraña  también?  ¿No  es  na- 

tural que  le  ofrezcas  una  taza  de  té? 


PABLO 


¡Si  yo  no  lo  tomo  nunca! 


CARMEN 


¡Pero  él  sí! 


PABLO 


Muy  bien,  me  entero;  será  que  subimos...  Pues 




mira,  nunca  esperé  que  dieran  mis  estufas  para 

tanto. 


ISIDRO 


No,  y  con  poco  que  ayuden  desde  fuera— los  Go- 

biernos quiero  decir — ,  ¡automóvil  tendrás,  si  á 

mano  viene,  con  el  tiempo! 


A  Carmen,  que  le  lanza  una  mirada 

furibunda. 


¿A  que  tú  ya  le  has  echado  el  ojo,  verdad,  Car- 

men? 



CARMEN 


Más  vale  callarme. 


PABLO 


A  Isidro,  para  cortar  la  discusión. 


Y  á  usted  también;  le  vale  más. 


Carmen,   llevándose   la   cesta  de 

mimbre,  se  va  por  el  fondo. 


Pablo  dice  á  Gloria,  que  sigue 

arreglando  la  chimenea: 


Basta,  chiquitina,  basta.  ¿A  qué  te  cansas?  Ven 

aquí.  ¿Vas  á  fatigarte,  soplando,  para  nada? 


 



GLORIA 


¡Si  no  acaba  de  hacer  tiro!  Y  como  el  señor  Quin- 

tana... 



PABLO 


Para  mí  está  bien,  déjalo.  ¿Cómo  te  encuentras? 


GLORIA 


Peor,  no. 


PABLO 


¿Mejor  tampoco? 


GLORIA 


No,  mejor  tampoco;  pero  me  da  pena  por  lo  que 

mortifico.  A  la  pobre  Carmen  ¡le  doy  unos  trajines! 


PABLO 


¿Te  cuida,  verdad? 


GLORIA 



Y  de  su  natural,  no  creas.  Se  la  ve  que  no  es  por 

cumplir  lo  que  hace  conmigo.  Como  si  nunca  hu- 




biera  hecho  otra  cosa  que  cuidarme,  y  mejor  que  me 

han  cuidado  nunca. 



PABLO 



Ahora  vas  á  recogerte;  la  casa  está  revuelta  y  tú 

tienes  fatiga. 


La  abraza  y  la  besa  en  la  frente. 



GLORIA 


Allá  voy;  adiós. 


PABLO 


Adiós;  cuando  estés  acostadita,  llama  para  que  te 

abran  el  balcón. 


GLORIA 


¿Crees  tú  de  verdad  que  hoy  no  será  malo  con  el 

frío  que  hace? 


PABLO 



Así  lo  creo;  no  te  apures;  irá  Carmen. 





GLORIA 


No,  la  pobre.  ¿Vas  á  molestarla?  ¡Con  la  ilusión 

que  le  hacen  estas  cosas  y  las  flores  y  el  tener  la 

sala  á  punto  y  todo  lo  del  té,  que  lo  compró  ella 

misma!  Entonces  ya  no  llamo;  esperaré. 


Se  va  por  la  lateral  derecha  segun- 

do término. 


Adiós,  Isidro;  adiós,  hermano. 



PABLO 


La  quiere  mucho. 


ISIDRO 


Sí,  señor:  también  la  quiere  mucho;  el  caso  es 

que  parece  que  la  queréis  todos  más  que  yo. 


PABLO 


Padre... 


ISIDRO 



Hijo  mío,  escucha  un  poco.. 





PABLO 


No,  no,  Isidro;  no  siga  usted  por  el  camino  de  es- 

tos días;  Carmen  tiene  razón.  Se  empeña  usted  en 

manifestarme  á  todo  propósito  un  agradecimiento 

que  está  casi  siempre  fuera  de  lugar.  Ser  agrade- 

cido es  noble;  pero  sin  humillación  servil.  Bien 

está  el  cariño;  pero  no  exagerándolo  de  modo  que 

raye  en  fanatismo. 



ISIDRO 


Sin  tu  hombría  de  bien,  ¿qué  sería  de  este  pobre 

viejo? 



PABLO 


Por  querer  á  su  hija  de  usted  con  toda  mi  alma, 

no  fui  más  malo  ni  más  bueno. 



ISIDRO 


Es  que  habrías  podido  quererla  y  despreciarla; 

yo  me  entiendo.  Y  despreciarnos  á  los  dosf  con  la 

poca  guarda  que  hacíamos  de  casa.  No  te  agradez- 

co yo  que  la  quisieras;  pero  que  hicieras  de  ella  tu 

mujer  -  y  á  ruegos  míos    sí.  ¿Tampoco  es  bueno? 





PABLO 


No,  no,  Isidro;  es  malo.  Parece  que  prescinda  us- 

ted de  que  nos  casamos,  ante  todo,  porque  nos  que- 

ríamos. 


ISIDRO 


Bien,  pero  además... 


PABLO 


No,  no;  por  nada  más.  Si  yo  creyera  que  mi  casa 

tenía  esa  falsedad  en  su  base,  ahora  podría  tener 

remordimientos. 


ISIDRO 


¡Valiente  manera  de  acusar  á  tu  mujer!  ¡Ya  estás 

buscando  á  quién  echarle  la  culpa! 


PABLO 


¿Yo?  No,  tampococo...  Aunque  al  cabo,  vaya  us- 

ted á  saber  si  la  culpa  sería  mía  y  de  usted  y  de  to- 

dos más  que  de  ella. 


ISIDRO 



¡Mía,  sólo  mía!  No  te  apures;  ¡sí,  aquí  estoy  yo 




para  recibir  Iqs  golpes!  ¡Me  está  bien  empleado,  por 

apartarme  de  lo  mío  para  quererte  á  ti  más  de  la 

cuenta;  con  fanatismo,  Pablo,  tal  vez  con  fanatismo! 

Pero  por  lo  que  me  aproveche  no  será. 


PABLO 


Pues  á  ella  es  necesario  que  le  demuestre  usted 

más  cariño  en  adelante.  Piense  usted  que  acosán- 

dola y  reprendiéndola  á  todas  horas  la  exaspera. 

Yo  no  niego  que  sea  usted  un  buen  padre;  pero... 


ISIDRO 


Cuanto  á  eso,  ¿ves  tú?  ni  tanto  así  que  me  digas 

lo  tolero.  Para  sostenerla,  hasta  en  tu  caso  y  cuan- 

do pude,  me  basté.  Si  hoy  mortifico  y  reprendo, 

como  dices  tú,  cuenta  me  tiene.  El  cariño  que  es 

para  consentirla  y  no  es  para  castigarla,  no  es  ca- 

riño. Primero  me  acomodará  salirme  de  esta  casa — 

y  á  pedir  limosna  donde  sea— que  estando  en  ella 

y  viendo  llaga,  no  ponerle  el  dedo  encima. 



PABLO 


Yo  creo  que  estando  en  mi  casa,  lo  primero  que 

le  acomodará  á  usted,  Isidro,  es  mi  acomodo.  Que- 

rer como  usted  quiera  y  hacer  como  yo  diga,  que 

voy  á  tomarme  el  trabajo  de  pensar  por  usted;  guar- 



dar  silencio  á  Carmen  en  lo  que  son  cuestiones 

de  ella  y  mías;  vestir  como  mi  padre  que  es  y  no 

mi  criado;  dejar  á  Dios  el  castigo  y  usar  usted  el 

perdón:  el  acomodo  mío  y  de  mi  casa  es  éste...  ¿me 

ha  entendido  usted? 


ISIDRO 


¡Prefiero  dejarla! 


PABLO 


Como  usted  decida;  pero  no  sin  que  antes  le  diga 

que  no  tiene  usted  razón. 


ISIDRO 


¡Ni  sin  que  tú  me  oigas  antes;  para  que  veas  que 

la  tengo! 


Dice  esto  al  marcharse  y  con  un 

gesto  de  amenaza:  s«  va  precipitado 

por  el  fondo. 


PABLO 


Un  poco  desconcertado  y  tratando 

de  retener  al  viejo. 


¡Isidro,  Isidro;  padre! 



Casi  tropieza  con  Carmen,  que  vuel- 

ve otra  vez  á  la  sala. 




CARMEN 


¿Qué  gritos  son  ésos? 


PABLO 


¿Dónde  está  tu  padre? 


CARMEN 


Tropezó  conmigo  en  el  corredor;  iba  hablando 

solo;  cada  día  está  más  loco;  ¿habéis  reñido? 


PABLO 


Por  una  vez;  y  creo  que  estuve  con  él  demasia- 

do duro. 



Vuelve  á  la  puerta  del  fondo. 



¡lsidro,  padre! 



CARMEN 



Que  se  había  sentado  junto  á  la 

chimenea  y  que  está,  con  los  hierros, 

atizando  el  fuego. 



¿Pero  quieres  callar  y  no  ponerte  así  por  él? 

 



Va  á  llegar  Quintana  y  sería  edificante  que  le  reci- 

biéramos á  gritos. 



PABLO 



No  te  alarmes;  se  le  recibirá  como  merece. 



CARMEN 



¡No,  si  á  mí  me  da  lo  mismo,  tonto!  Yo  ni  entro 

ni  salgo.  Es  á  ti  á  quien  mandan  á  Alemania,  para 

hacerle  honor  á  tu  buen  entendimiento  y  á  tu  buen 

juicio. 


Aparece  en  la  puerta  Isidro,  que 

grita  descompuesto. 



ISIDRO 



jAquí  me  tienes,  Pablo!  Y  á  ese  hombre  allá;  que 

espera. 



CARMEN 


Con  indignación. 



"¡Ese  hombre!"  ¿éstá  loco?  ¿quién  quiere  usted 



decir?  ¿se  puede  saber? 



LA  HIEDRA 



Con  sarcasmo  agresivo. 


Ahora  entra  el  hacerte  tú  la  niña  y  el  explicarle 

á  tu  marido  lo  que  quieras...  jyo  no,  yo  cómo!... 

¡pero,  para  tranquilidad  tuya,  te  advierto  que  está 

ciego! 


PABLO 


¡Isidro!


CARMEN 


¡Padre! 


ISIDRO 


El  dedo  en  la  llaga:  ese  hombre  espera  y  tú  verás 

lo  que  has  de  hacer.  A  mí  me  han  dicho  que  me 

esconda  y  lo  prefiero. 


Va  á  salir  por  la  puertecita  de  es- 

cape del  fondo. 


PABLO 


Deteniéndole  con  la  voz. 


Entre  tanto  Carmen,  asustada,  trata 

de  buscar  refugio  en  su  marido. 



¡Padre! 





CARMEN 


¡Pablo!... 



PABLO 


A  Isidro  y  teniendo  medio  abraza- 

da á  su  mujer. 


¡Hasta  que  yo  no  levante  mano  de  ella,  es  mi 

mujer!  ¿Lo  olvida  usted?  Pues  como  yo  no  puedo 

arrancarle  á  usted  la  lengua,  ni  usted  darme  expli- 

cación que  sea  limpia,  después  de  manchársela  de 

este  modo,  ¡ahora  sí  que  le  toca  á  usted  salir  de 

casa!  Y  si  ella  no  perdona,  hoy  mismo. 



ISIDRO 


¡Estaba  descontado! 



CARMEN 


¡Pero  ahora  dejadlo;  ahora,  Quintana!... 



PABLO 



Ahora  tú  vas  á  hacerme  el  favor  de  irte  adentro 

con  mi  hermana,  que  necesita  de  ti. 




CARMEN 



Le  das  la  razón? 



ISIDRO 


Desde  el  fondo  y  al  marcharse  por 

la  puerteoita. 



¡Tú  me  la  das! 


Sale. 



PABLO 



¿Me  obedecéis?,..  ¡Por  una  vez,  yo  mando  aquí! 



CARMEN 



Merchándose  por  la  lateral  derecha 

de  segundo  término  y  con  despecho. 


¡Está  bien,  Pablo! 


Aparece  Engracia  por  la  puerta 

del  fondo  y  dice  írivialmente,  anun- 

ciando: 



ENGRACIA 



Don  Julio  Quintana. 




PABLO 


En  voz  sorda,  de  ira. 


¡¡¡Julio  Quintana!!! 


Se  abalanza  al  ramo  de  flores  que 

Carmen  colocó  en  el  centro  de  la  mesa, 

lo  destroza  entre  sus  manos,  lo  echa 

al  fuego.  Luego,  dominándose,  pro- 

curando dar  á  su  voz  un  tono  de  tran  - 

quilidad  añade,  vuelto  á  Engracia. 


Al  señor  Director  general,  que  pase . 



TELÓN 



ACTO  SEGUNDO 



El  llamado  laboratorio  de  Pablo:  un  cuarto  grandote, 

de  paredes  blancas  y  lisas.  Habrá  un  tablero  grande 

con  algunos  instrumentos,  no  muchos,  pero  los  nece- 

sarios para  dar  la  sensación  de  una  labor  tenaz  y  seria. 

Algunos  taburetes,  algunas  sillas. 


Al  fondo,  la  puerta  de  cristales,  con  visillos  blancos, 

que  conocemos  desde  el  acto  anterior.  A  la  izquierda, 

una  puertecita  pequeña  comunicando  con  un  recuarto 

donde  se  supone  instalada  la  estufa;  más  á  primer  tér- 

mino, otra  puerta  que  comunica  con  el  interior  de  la 

casa.  A  la  derecha,  una  ventana  bastante  grande,  de 

vidrios  cuadrados. 



Al  levantarse  el  telón  estarán  los 

tres  estudiantes  oe  charla,  esperando 

al  profesor. 



ESTREMERA 


No  vendrá. 


GUEVARA 


Por  lo  menos,  á  su  hora. 




ENRIQUE 


Rarísimo  en  él. 


GUEVARA 


Ya  no  tanto;  la  semana  pasada,  ¿recordáis?  nos 

dio  un  plantón  parecido. 


ESTREMERA 


De  hora  y  media. 


ENRIQUE 


Pero  aquella  tarde  estaba  en.  casa. 


ESTREMERA 


Se  oían  desde  aquí  los  gritos. 


GUEVARA 


No  es  el  mismo  don  Pablo.  Ni  en  las  explicacio- 

nes, ¿os  fijáis?  Suenan  á  hueco. 




ENRIQUE 



Como  si  estuviera  á  dos  leguas  del  laboratorio 

cuando  explica. 



ESTREMERA 



Sí;  da  la  impresión  de  un  hombre  que  habla  de 

lejos. 



ENRIQUE 


¡Lástima  de  cerebro! 



GUEVARA 


¿Y  es  siempre  lo  mismo? 



ENRIQUE 


A  juzgar  por  los  resultados... 



ESTREMERA 


¿Los  líos  de  su  mujer? 



GUEVARA 


Yo  fui  el  primero  que  puso  el  dedo  en  la  llaga 




cuando  empezó  á  susurrarse  que  no  iba  á  Ale- 

mania. 


ENRIQUE 


Y  cuidado  que  en  la  entrevista  con  Quintana,  si 

todo  ocurrió  cerno  él  lo  explica... 



GUEVARA 


Que  así  debió  ocurrir:  don  Pablo  no  miente. 



ENRIQUE 


...pues  no  había  motivos  que  justificaran  esta 

guerra  que  le  viene  haciendo.  Declinó  don  Pablo  el 

honor  de  ir  al  Congreso;  apoyó  la  renuncia  en  sus 

trabajos  y  en  sus  necesidades,  que  no  le  permitían 

abandonarlos;  no  ofreció  su  casa;  pero  transcurrie- 

ron unos  días,  pasó  por  el  Ministerio,  y  le  dejó  tar- 

jeta al  director:  ni  más,  ni  menos... 



GUEVARA 


Pero  como  él  había  solicitado  lo  del  Congreso... 


ENRIQUE 


Quien  lo  solicitó  fué  Carmen,  su  mujer. 




ESTREMERA 



Pues  por  eso  se  tragó  el  otro  la  partida.  La  oca- 

sión de  obligarla  con  un  favor  se  le  escapaba. 



GUEVARA 


Y  ahora  dicen  que  le  van  á  quitar  la  auxiliaría. 



ENRIQUE 


Es  verdad:  son  las  últimas  noticias;  por  cierto  que 

me  extraña.  No  sé  nada.  Pero  me  parece  que  eso 

no  puede  hacerse  dentro  de  la  ley. 



ESTREMERA 


Entonces  lo  harán. 



GUEVARA 


No  siendo  legal...  ¿quieres  decir? 



ESTREMERA 


Naturalmente...  Los  olvidos  involuntarios  de  la 

ley  tienen  remedio:  basta  con  una  súplica,  con  una 





recomendación  á  tiempo,  y  nada  ocurre.  Pero  lo 

violento,  lo  ilegal,  lo  ilícito,  eso  lleva  siempre  á  su 

espalda  la  voluntad  de  un  hombre  decidido  á  sos- 

tenerlo contra  todos  y  á  meterlo,  á  martillazos, 

como  pueda,  en  la  letra  viciosa  de  la  ley:  contra  eso 

no  hay  nada. 


GUEVARA 


Tendrá  que  parlamentar. 



ENRIQUE 


Pues  don  Pablo  no  es  de  los  que  ceden. 



ESTREMERA 


No  sé;  yo,  á  pesar  de  todo,  me  defendería.  Con 

un  poco  de  espíritu  de  intriga,  si  remueve  influen- 

cias y  hace  valer  sus  méritos  y  va  á  la  guerra 

franca  con  Quintana,  tiene  arraigo  en  el  claustro 

para  derrotarle.  Y  si  le  derrota  y  se  sale  con  la  pro- 

piedad de  la  cátedra  (que  todo  es  posible),  como 

esto  le  da  su  poquito  de  aureola  y  más  influencia  y 

más  dinero,  reconquista  de  paso  á  su  mujer.  A  ella 

le  importa  un  pepino  de  los  hombres:  lo  que  quiere 

es  subir,  ¡subir!,  como  ella  dice.  ¿No  se  lo  habéis 

oído  alguna  vez?  Pues  tiene  gracia  hablando. 



A  mí  no  me  hace  ninguna. 



ESTREMERA 


Tú  le  tienes  tirria  porque  Giorita  la  quiere  más 

que  á  ti. 


ENRIQUE 


No;  de  eso  no  hablemos. 



GUEVARA 


Pues  á  mí  me  parece  que  lo  que  va  á  hacer  el 

maestro  es  lo  que  dices  tú;  por  de  pronto,  ya  tiene 

solicitada  la  propiedad  de  la  cátedra. 


ENRIQUE 


¡Si  eso  es  ya  viejo!  De  entonces  data  la  amistad 

de  Carmen  con  Quintana:  se  lo  presentaron  en  casa 

del  doctor  Arroyo. 



GUEVARA 



Pues  la  cosa  viene  de  lejos.. 



ESTREMERA 


¡Toma! 


ENRIQUE 


Pero  don  Pablo  ni  una  sospecha  tuvo  nunca:  es- 

toy seguro.  De  haberla  tenido,  por  vaga  que  fuese, 

cuando  la  barbaridad  de  Isidro,  no  le  habría  echado 

de  casa  como  le  echó  aquella  tarde . 


GUEVARA 


¡Pobre  viejo  bedel! 


ESTREMERA 


Da  pena  encontrarle  por  la  calle.  Está  más  loco 

que  nunca.  Acabará  mal. 


GUEVARA 


Bueno,  algunas  mañanas  yo  he  visto  al  viejo  y  á 

don  Pablo  pasear  por  la  Moncloa:  no  le  abandonó 

del  todo;  y  no  parece  que  se  llevan  mal. 



ENRIQUE 



Pero  el  desdichado  dió  un  bajón.  Para  él  esto  era 




la  vida.  Suele  estar  en  la  esquina,  ahí  mismo,  en  un 

portal,  como  si  no  pudiera  quitarse  de  mirar,  por  lo 

menos,  la  ventana  del  laboratorio. 


Hay  una  breve  pausa;  Estremera 

consulta  el  reloj. 


ESTREMERA 


Llevamos  ya  dos  horas. 


ENRIQUE 


Pues  yo  me  felicito  de  que  el  viejo,  desde  que  se 

han  puesto  así  las  cosas,  no  esté  en  casa.  Por  lo 

menos  no  habrá  escándalo. 



ESTREMERA 


¡Quién  sabe! 


GUEVARA 


¿Y  á  ti  te  parece  que  ahora  tampoco...  vamos... 

que  don  Pablo  no  tiene  dudas  todavía? 


ENRIQUE 



Dudas,  no  sé;  convencimiento,  no.  Cuando  me 




encuentra  á  solas,  ayer,  sin  ir  más  lejos,  se  conoce 

que  por  no  interrumpir  su  monólogo  de  todo  el  di  a 

me  habla  de  ella.  Y  él  misino  se  hace  el  pro  y  la 

contra.  Que  tiene  ambición  y  vanidad;  que  es  vo- 

luntariosa, fría;  pero  ¡tan  buenaí  ¡que  le  cuida  á  su 

hermana  con  tanto  cariño!  Y  es  verdad...  Se  le  arra- 

saron los  ojos. 


GUEVARA 


¡A  mí  me  da  ira! 


ESTREMERA 


Yo,  en  tu  caso,  le  llevaba  esta  tarde  del  brazo 

hasta  la  esquina,  cuando  ella  salga;  nada  más. 


GUEVARA 


Lo  merecía,  porque  es  estar  ciego.  Es  vergon- 

zoso. 


ESTREMERA 


¡Sulfura,  hombre,  sulfura! 


ENRIQUE 



Nos  olvidamos  de  un  detalle:  la  quiere  con  toda 

su  alma. 



ESTREMERA 


Viene. 


Se  entreabre  la  puerta  del  fondí>  y 

aparece  don  Pablo  —  otro  hombre, 

desde  el  acto  anterior — ;  la  vida,  en 

estos  pocos  meses,  ha  dado  cuenta 

de  él. 


GUEVARA 


Buenas  tardes,  don  Pablo. 



PABLO 


¡Ah,  perdón!...  ¿Me  esperan  ustedes  todavía?.. 

¿No  es  muy  tarde?... 


ENRIQUE 


No  sabemos...  Nos  entretuvimos  charlando,  dis- 

cutiendo, y  no  nos  dimos  cuenta  de  que  pasara  el 

tiempo.  Digo,  yo  á  lo  menos. 


QUEVARA 


No,  no;  todos. 


ESTREMERA 


Todos. 



PABLO 


Después  de  consultar  el  reloj:  con 

cierta  triste  ironía. 


Las  seis:  hsce  dos  horas  que  debía  haber  empe- 

zado ia  lección. 



GUEVARA 


Si  no  tiene  usted  prisa... 



ENRIQUE 


Nosotros  estamos  dispuestos  á  darla  todavía.  t 



PABLO 



No;  mañana.  Por  hoy  basta  con  la  que  ustedes 

me  han  dado  y  que  3^0  les  agradezco. 



ENRIQUE 


¿Nosotros,  don  Pablo? 



GUEVARA 


Don  Pablo,  ¿nosotros? 




PABLO 


No;  si  no  lo  digo  con  resentimiento;  si  no  les  echo 

nada  en  cara;  ¡si  no  pueden  ustedes  imaginarse  á 

lo  que  me  refiero!  Pero  me  han  dado  una  lección. 


ESTREMERA 


¿Por  qué,  maestro? 


PARLO 


Porque  esta  miserable  vida  humana  tiene  momen- 

tos en  que  el  dolor  es  la  prueba  más  desatinada  de 

orgullo  que  pueden  dar  los  hombres.  Ya  lo  saben 

todos  ustedes:  un  enfermo,  un  desdichado,  son  ca- 

sos parciales,  insignificantes,  de  enfermedad  ó  de 

dolor.  Y,  sin  embargo,  cuando  sufrimos,  á  los  que 

sufrimos,  si  observamos  nuestro  dolor  con  el  mi- 

croscopio del  orgullo,  se  nos  antoja  tan  grande  y  de 

tal  naturaleza,  que  no  sólo  él  forma  ley,  sino  que 

esta  ley  de  nuestro  dolor  queremos  imponerla  á  los 

demás.  Es  lo  que  ocurre  con  la  lágrima,  señores: 

una  gotita  de  agua  acre  y  salada  que  nos  empa- 

ña la  retina;  pero  nosotros  decimos  que  nos  tapa  el 

sol.  Y  ¡claro!...  al  que  sufre,  si  se  le  olvida  que  pa- 

san las  horas,  le  parece  imposible  que  el  tiempo 

siga  corriendo  para  los  demás.  Yo  no  hubiera  po- 

dido jurar  que  la  vida  continuaba  su  marcha  cuan- 

do abrí  esa  puerta  \  me  reciben  ustedes  con  las  pa- 




labras  de  todos  los  días;  y  en  mi  laboratorio — el  de 

siempre  ocupan  ustedes  los  sitios  de  costumbre; 

y  han  acudido  á  la  misma  hora  y  podemos  compro- 

bar que  transcurrieron  dos  desde  que  yo  falto  jQué 

lección,  señores!,..  Hay  clase,  hay  horas  de  clase, 

discípulos  que  acuden  á  escucharme;  ei  mundo  está 

igual;  no  sólo  continúa  la  vida,  sino  que  es  la  misma 

de  todos  los  días.  Fué  más  que  una  lección,  casi 

un  consuelo;  no  lo  olvidaré. 



GUEVARA 


Si  tiene  usted  preocupaciones  y  angustias,  ¿le  pa- 

rece que  interrumpamos  el  curso  unos  días? 



ENRIQUE 


Después  los  ganaremos. 


PABLO 


¡Ah,  se  contagiaron  ustedes!  ¿Ya  creen  también 

que  la  vida  debe  interrumpirse  y  alterarse?  ¡No  fal- 

taba más!


Dominándose  con  visible  esfuerzo. 


Mañana  aquí,  puntuales.  Van  á  imaginarse  uste- 

des que  todavía  está  en  casa  el  pobre  Isidro  para  dar 

con  los  nudillos  en  mi  puerta  á  la  hora  de  siempre: 





"Pablo,  clase".  Y  luego,  en  el  momento  justo,  ni 

minuto  más,  ni  minuto  menos:  "Pablo,  señores,  la 

hora".  ¿Recuerdan  ustedes?  ¡Pobre  viejo!  Hasta  ma- 

ñana. 


Situación:  salen  los  discípulos.  En- 

rique, tímidamente,  sigue  ¿,  don  Pa- 

blo. Cuando  le  ve  decidido  á  abando- 

nar el  laboratorio  por  la  lateral  iz- 

quierda, le  detiene. 


ENRIQUE 


Don  Pablo. 


PABLO 


¿Te  quedas,  Enrique? 


ENRIQUE 


¿Querrá  usted  que  hablemos  hoy? 



PABLO 


¿De  mi  hermana?...  ¿Y  para  qué,  muchacho? 


ENRIQUE 


Para  saber  su  opinión. 




PABLO 


¿Dudáis  de  mi  afecto? 


ENRIQUE 


No  quisiera  hablar  al  hermano,  sino  al  médico. 



PABLO 


Bien;  espérame  aquí;  vuelvo  en  seguida.  El  tiem- 

po de  soltar  estos  estorbos  y  de  arreglarme  un  poco, 

porque  voy  á  trabajar. 


ENRIQUE 


¿Puedo  ayudarle? 



PABLO 


Ten  la  bondad  de  hacerme  unas  preparaciones 

para  observar,  en  lámina  sencilla. 



ENRIQUE 


¿De  los  últimos  cultivos? 




PABLO 


Sí,  hasta  luego. 


Sale  por  la  lateral  derecha.  Enri- 

que llega  á  la  mesa  y  empieza  á  bus- 

car cristales  y  portaobjetos  para  hacer 

sus  preparaciones.  Vierte  éter  sulfú- 

rico en  una  cubeta  de  porcelana:  lava 

los  cristales;  los  quema  en  una  lam- 

parilla de  alcohol  y  los  deja  luego  su- 

mergidos en  el  baño  de  éter. 


Entra  por  la  lateral  izquierda  Glo- 

ria. 


GLORIA 


¿No  está  Carmen? 


ENRIQUE 


¡Buscarla  aquí!  No  pisa  el  laboratorio;  pero  se  ve 

que  tú  no  puedes  estar  sin  e31a,  ni  á  mi  iado. 


GLORIA 


¡Alto  el  carro!  Puede  que  te  escurras  á  ser  des- 

agradecido, si  vas  por  ese  camino,  y  luego  tendrías 

que  pedir  perdón. 


ENRIQUE 


Si  es  á  ti,  no  tengo  inconveniente;  perdóname, 

Glorita. 

 



GLORIA 


No  es  á  mí.  Para  que  podamos  aprovechar  el 

tiempo,  me  ha  prometido  Carmen  que  pasará  por 

aquí  cuando  se  vaya.  Porque  esta  tarde  tiene  que 

salir. 


ENRIQUE 


Como  todas;  lo  supongo. 


GLORIA 


Bien;  pues  no  se  hable  más,  de  ella;  tú  te  pones 

tonto  y  á  mí  me  da  rabia. 


ENRIQUE 


¡Glorita! 


GLORIA 


¿Se  puede  saber  qué  estás  haciendo? 



ENRIQUE 


Unas  preparaciones;  me  las  encargó  tu  hermano. 




GLORIA 


Basta,  basta:  á  obedecerle  sin  chistar. 



ENRIQUE 



Es  un  minuto. 



Gloria  se  acerca  á 

mira  el  cielo. 



GLORIA 


¿Sabes  que  este  Marzo  van  á  ponerse  los  días 

como  para  darle  á  una  ganas  de  vivir?  ¡Dios  mío, 

qué  bonito  estaba  el  cielo  esta  mañana! 



ENRIQUE 


¿Saliste,  Gloria? 


GLORIA 



No  faltaba  más...  Y  me  pesé,  como  corresponde 

á  toda  una  convaleciente  que  sabe  administrarse 

bien. 



¿No  me  preguntas? 



Deja  una  pausa  intencionada. 



ENRIQUE 



Habrán  pasado  quince  días  desde  la  última  vez; 

y  en  quince  días... 



GLORIA 


Triunfalmente. 


¡Medio  kilo! 


ENRIQUE 


¿Menos? 


GLORIA 


¡Más! 


ENRIQUE 


¿De  veras,  Gloria? 


GLORIA 


Palabra  de  honor;  medio,  cumplido. 


ENRIQUE 



¡Qué  alegría! 




GLORIA 


Pero,  hombre,  disimula  un  poco. 


ENRIQUE 


¿Mi  alegría?  ¿Por  qué,  Gloria? 


GLORIA 


Porque  me  hace  mal  efecto.  No,  de  veras.  Por 

mucho  interés  que  á  tu  modo  me  demuestres  ale- 

grándote por  eso,  qué  sé  yo,  no  puedo  remediarlo: 

cada  vez  que  llega  el  caso,  me  hace  mal  efecto.  No 

parece  que  me  tengas  cariño,  sino  que  me  estás 

ajustando  á  peso.  Palabra  de  honor.  Cincuenta  ki- 

los.— No  me  sirve. — Le  advierto  á  usted  que  no  hay 

mejor.  Ponga  usted  por  el  precio,  cinco  kilos  más. 

— Va  á  ser  muy  difícil,  caballero. — Esperaré. — Mire 

usted  que  pierde  una  ocasión. — Esperaré...  ¡Demo- 

nio! ¡y  de  la  espera  no  salimos!  jPues  no  me  peso 

más;  se  acabó,  Enrique!  ¡Conténtese  usted  de  una 

vez  con  lo  que  marca,  y  va  ganando!  ¿Se  pesa  el 

alma?  ¿no,  verdad?  Pues  ahí  tienes  tú:  llegaré  ó  no 

llegaré  á  la  tasa  en  lo  demás  ¡pero  en  el  alma  he 

echado  el  resto! — ¿Hace?  Sí,  que  hace;  pactado. — 

¡No  vuelvo  á  pesarme! 


ENRIQUE 


Dejando  la  mesa  y  acercándose  á 

ella. 


Glorita.  . 



GLORIA. 


Espera:  ¿acabaste? 



ENRIQUE 


Eso  pregunto  yo:  ¿acabaste?  Porque  como  tú  te  lo 

dices  todo... 



GLORIA 



No,  no;  vamos  por  partes.  Esas  preparaciones 

que  te  ha  encargado  Pablo,  ¿están  ya  listas? 



ENRIQUE 



Dentro  de  unos  momentos,  en  la  estufa,  las  aca- 

baré. Pero  ahora  hay  que  esperar  un  rato. 



GLORIA 



Entonces  tienes  la  palabra. 



ENRIQUE 



Mira  que  voy  á  confundirte. 




GLORIA 


Confúndeme. 


ENRIQUE 


Esta  tarde  hablo  á  tu  hermano. 


GLORIA 


¿Sí?  . 


ENRIQUE 


No  hace  mucho  le  pedí  permiso. 


GLORIA 


Pues  esta  noche  cenamos  en  familia. 


ENRIQUE 


¿Crees  tú?... 


GLORIA 


Como  si  lo  viera. 




ENRIQUE 


¿Te  ha  hablado  á  ti  tu  hermano  de  nuestras  co- 

sas? ¿Qué  te  aconseja?  ¿qué  te  dice?  Pero  con  leal- 

tad, sin  engañarme. 



GLORIA 


¿Con  lealtad  y  sin  engañarte?  Pues  me  recomien- 

da paciencia  y  paciencia. 



ENRIQUE 


¿Nada  más? 


GLORIA 


Nada  más;  pero  me  va  curando.  ¡Le  tengo  ya  una 

fe!  Me  parece  que  vamos  á  legua  por  hora.  Ya  ves 

tú,  ese  medio  kilo...  Bueno,  y  aun  prescindiendo  de 

eso,  porque  á  mí  me  da  la  gana  de  no  darle  impor- 

tancia... ¿no  me  ves?  ¿no  tengo  otra  cara?  ¿no  soy 

otra?  Sí,  ¿verdad? 


ENRIQUE 


Sin  ningún  convencimiento;  para 

tranquilizarla. 


Sí,  sí,  Gloria;  estás  mejor. 




GLORIA 


Una  barbaridad;  sobre  todo,,  desde  que  cambió  el 

tiempo  y  apuntó  la  primavera.  Tú  no  sabes  los  áni- 

mos que  da,  por  las  mañanas,  después  de  una  no- 

checita regular,  abrir  el  balcón  y  ver  el  cielo  azul. 

Además,  en  esta  época  del  año  parece  que  una  ten- 

ga que  renovarse,  aunque  no  quiera.  Hasta  los  nom- 

bres de  los  meses  son  simpáticos:  Marzo;  es  como 

si  habláramos  de  un  muchacho  sano,  fuerte...  ¿Y 

Abril,  que  parece  el  ruido  de  una  campanita? 



ENRIQUE 


¡Qué  locura! 


GLORIA 


¡Ah,  se  me  olvidaba!  Ya  tenemos  casa. 



ENRIQUE 


¿Para  los  dos?  ¿para  nosotros  solos,  solos?  ¿Dón- 

de está? 


GLORIA 


No  me  seas  malo;  para  nosotros  solos,  si  tú  quie- 


res;  pero  verás  como  no.  De  todos  modos,  no  es  que 

la  tenga  precisamente;  pero  ya  sé  dónde  estará. 


ENRIQUE 


¿Dónde? 


GLORIA 


En  Asturias. 


ENRIQUE 


¿Nada  menos? 


GLORIA 


En  Asturias.  Cuando  te  doctores  vamos  á  pedirle 

á  Carmen  que  intrigue,  ella  que  sabe,  para  que  te 

hagan  médico  de  pueblo;  pero  ha  de  ser  allí  preci- 

samente. 


ENRIQUE 


¿Por  qué  allí? 


GLORIA 



Por  los  manzanos.  Lo  he  pensado  mucho,  y  estoy 




decidida.  ¿No  te  parece  que  una  casita  rodeada  de 

manzanos  ha  de  ser  sana  por  fuerza?  La  estoy 

viendo. 



ENRIQUE 


El  alero  del  tejado  un  poco  bajo,  ¿no? 


GLORIA 


¡Bajito,  bajito,  como  si  toda  la  casa  se  hiciera  un 

puño  para  recoger  bien  nuestra  felicidad  y  que  no 

vaya  á  escapársenos  un  día!...  ¿Te  parece? 


ENRIQUE 


Tú  dispones. 


GLORIA 


No,  no,  tú;  por  fuera  de  la  casa,  tú. 


ENRIQUE 


De  tejas  arriba. 



GLORIA 


Exacto.  Las  persianas,  verdes. 



ENRIQUE 


Verdes. 



GLORIA 


Y  en  algunos  sitios,  donde  haya  más  sol  precisa- 

mente, no  quiero  persianas:  alguna  enredadera  en 

flor,  y  basta. 



ENRIQUE 


Cuando  estemos  más  encariñados  con  la  casa, 

tendremos  que  dejarla. 



GLORIA 


Me  opongo.  Yo  les  tomo  un  cariño  á  los  rincon- 

citos  de  tierra  con  flores,  que  da  horror.  No  me 

arrancas  de  allí  ni  á  tres  tirones. 



ENRIQUE 



Pero  como  yo  trabajaré  á  conciencia,  tendré  mu- 

cha suerte  en  mi  carrera;  no  voy  á  quedarme  para 

siempre  en  médico  de  aldea.  Nos  trasladaremos  á 

la  capital. 




GLORIA 


Me  llevas  á  la  capital,  y  yo  me  muero  de  tristeza. 

Porque  tiene  razón  Carmen:  todo  esto  es  tan  obscu- 

ro... No,  señor;  como  al  fin  y  al  cabo,  por  enfermos 

que  cures  en  un  pueblo,  no  vas  á  hacerte  rico,  me- 

jor será,  una  vez  allí,  que  no  cambiemos  de  pos- 

tura. 


ENRIQUE 


¡Pues  sí  que  me  estás  pintando  un  porvenir! 



GLORIA 


¿Le  haces  remilgos? 


ENRIQUE 


Si  no  hemos  de  pasar  de  pobres... 


GLORIA 


¿Y  el  bien  que  hagas?  ¿y  las  bendiciones  que  re- 

cibirás por  él?...  Tú  no  sabes,  Enrique,  lo  que  se  le 

agradecen  á  un  médico  las  gotitas  de  vida  que  lleva 

al  corazón.  ¿Ves  lo  que  me  pasa  á  mí  con  Pablo?... 

No  basta  decir  cariño;  digo  devoción,  como  á  Dios, 

y  me  quedo  corta  todavía.  Y  no  es  por  mí;  no  creas... 




pero  si  algún  día  (aunque  se  nos  pida  paciencia  has 

ta  que  llegue),  si  algún  día  yo  puedo  darte,  con  sa- 

lud, un  poco  de  paz,  ¿á  quién  lo  deberemos? 


ENRIQUE 


Es  verdad. 


GLORIA 


Pues  no  pidas  más,  Enrique:  en  nuestro  pueblo> 

habrá  enfermas  como  yo;  las  hay  en  todas  partes.  Y 

digo  enfermas,  para  decirlo  de  alguna  manera .  Yo 

creo  que  es  que  el  alma  tiene  demasiadas  ganas  de 

vivir,  que  se  adelanta,  y  que  el  cuerpo  no  puede  se- 

guirla... Tú  haz  con  esas  pobres  mujercitas  del  pue- 

blo lo  que  Pablo  está  haciendo  conmigo:  pon  á  su 

alcance  la  felicidad,  y  ¿para  qué  quieres  más  ben 

diciones  ni  más  cariño  en  esta  vida? 


Transición. 


Bueno;  pero  antes  yo  he  de  verlas;  y  si  son  muy 

bonitas,  muy  bonitas,  se  las  mandamos  al  médico 

vecino. 


ENRIQUE 


Sonriendo,  cogiendo  entre  sus  ma- 

nos la  mano  de  Gloria  y  besándola, 

¡Gloria! 






En  el  mismo  instante,  Gloria  como 

si  vacilara,  se  lleva  )  a  ctra  mano  á  la 

frente  y  parece  que  vaya  á  desma- 

yarse; es  un  amago  nada  más. 



¿Qué  tienes?...  \ Gloria! 



GLORIA 



Repuesta  ya;  enjugándose  con  el 

pañuelo  la  frente  y  los  pulsos  sudo- 

rosos . 



Nada;  un  poco  de  vahido.  Me  habré  fatigado,  ha- 

blando... 



ENRIQUE 



¿Ves?  ¿por  qué  te  exaltas  de  este  modo? 



GLORIA 



¡Si  no  es  nadal...  Pero  tiene  razón  Pablo:  ¡necesito 

paciencia,  paciencia  todavía! 



Bruscamente,  para  cortar  la  situa- 

ción, se  acerca  al  tablero  diciendo: 



Ya  pasó.  ¿Te  puedo  ayudar? 




CARMEN 


Se  oye  su  voz,  antes  de  entrar,  gri- 

tando: 


¡Gloria!  ¡Enrique! 



ENRIQUE 


¿Es  Carmen? 



GLORIA 


Creo  que  sí. 


Corre  hacia  la  puerta  del  fondo  para 

salir  al  encuentro  de  Carmen,  asus- 

tada. 


¿Qué  pasa? 



CARMEN 


Viene  por  el  fondo,  trajeada  con 

cierta  elegancia  y  puesto  el  sombrero, 

como  para  salir  de  casa. 


Nada,  hijita;  sabía  que  estábais  aquí  y  en  lugar 

de  toser  se  me  ha  ocurrido  llamar  desde  lejos: 

¡Gloria!  ¡Enrique!  para  que  supiérais  que  llegaba 

gente;  por  si  acaso. 


ENRIQUE

¡Carmen! 




CARMEN 



No  diga  usted  más:  ya  sé  que  ni  yo  en  persona 

ni  mis  bromas  le  hacemos  maldita  la  gracia.  Pero 

hoy  es  breve  la  tortura,  señor  ayudante.  Vengo  á 

despedirme  nada  más. 



GLORIA 


¿Sales  tan  pronto? 


CARMEN 


Antes  quiero  ver  á  Pablo.  ¿Sabe  usted  si  le  han 

concedido  la  cátedra  en  propiedad? 


ENRIQUE 

No  dijo  nada. 


CARMEN 

Allá  veremos. 





Enrique  se  dirige  hacia  la  estufa 

con  la  cubeta  en  que  lleva  los  cristales. 



GLORIA 


¿Te  vas,  Enrique? 



ENRIQUE 


Entro  y  salgo;  de  aquí  á  la  estufa.  Esto  está  á 

punto. 


GLORIA 


Sít  es  verdad. 


CARMEN 


A  Enrique,  con  ironía  amable. 


¿Ni  la  mano,  por  si  no  nos  vemos? 


ENRIQUE 



Volviendo  sobre  sus  pasos  y  ten- 

diendo la  mano. 



¿Por  qué  no?  Adiós,  Carmen. 



CARMEN 



¡Las  bendiciones  que  se  le  ocurrirán  á  usted  cada 

vez  que  me  pierde  de  vista. 



ENRIQUE 


No;  ya  he  acabado  por  desear  que  no  se  mueva 





usted  de  casa.  Como  sé  el  disgusto  que  le  entra  á 

Glorita  cuando  sale  usted,  y  como  sale  usted  todos 

los  días... 


GLORIA 


¡Pero  hoy  era  una  urgencia  imprescindible!  ¡para 

asuntos  de  Pablo!  Y  además  volverá  pronto,  esta 

noche  ¿verdad,  Carmen? 



CARMEN 


Te  lo  juro.  ¿Ve  usted,  Enrique?  Yo  sé  que  estoy 

cargada  de  defectos,  que  soy  mala.  Pero  cuando  me 

lo  dan  á  entender  todos  ustedes,  me  endurezco  más; 

como  á  la  vieja  del  cuento,  se  me  ocurre  pisotear  el 

espejo;  no  arañar  mi  cara.  Logran  más  de  mí  los 

espejos  que  me  llaman  bonita. 


Acariciando  á  Gloria. 


Esta  es  uno,  donde  me  veo  más  buena  de  lo  que 

soy  en  realidad  jy  me  entran  unas  ganas  de  darle  la 

razón! 


GLORIA 


Abrazándola. 


¡Y  me  la  das,  mujer! 


Enrique,  sin  marcarlo  mucho,  pero 

dando  á  entender  contrariedad,  sale 

hacia  la  estufa. 




CARMEN 


Al  quedar  á  solas  con  Glokia. 



Glorita,  dime:  si  por  algo  que  pasara  alguna  vez 

no  volvieras  á  verme  nunca  más,  ¿te  acordarías 

de  mí? 



GLORIA 


No  puedo  decirte  nada;  no  sé  si  viviría . 


CARMEN 


Dios  te  bendiga. 


GLORIA 


¿Es  de  verdad  que  le  has  de  hablar  á  Pablo? 


CARMEN 


Poniéndose  un  poco  grave. 


Sí,  Glorita. 


GLORIA 



¿Para  reñir  más...  ó  para  hacer  las  paces? 




CARMEN 


No  lo  sé;  depende  de  él. 



GLORIA 



¡Qué  pena! 



CARMEN 



Sí,  hija  mía.  Por  eso  se  me  ocurre  alguna  vez 

que  probablemente  sería  lo  mejor  acabar  en  una  de 

éstas. 



GLORIA 



¡Carmen!  ¡Mi  hermano  te  quiere! 



CARMEN 



Sí,  tai  vez. 


Queda  una  pequeña  pausa  que  cor- 

ta Gloria,  diciendo: 



GLORIA 



¿Por  qué  no  haces  una  cosa,  Carmen?  Quédate;, 

no  salgas  esta  tarde. 




CARMEN 


¡No  puede  ser;  qué  cosas  tienes! 



GLORIA 



No  sé  por  qué,  me  da  miedo  que  salgas  esta 

tarde. 



CARMEN 


¿Sí?...  ¿pero  por  qué?  No  hay  causa  ninguna. 



GLORIA 



Además,  Enrique  ha  decidido  hablarle  á  Pablo 

de  nuestros  asuntos,  y  tú  me  acompañarás  entre 

tanto.  Y  la  espera  no  me  parecerá  tan  larga;  te 

quedas,  ya  está  dicho,  ¿mé  llevo  el  sombrero? 



CARMEN 


¡No,  Gloria,  por  Dios!  De  todos  modos,  yo  tengo 

que  salir,  yo  tengo  que  salir. 


GLORIA 



Como  quieras. 


Vuelve  á  entrar  Enrique. 





CARMEN 


Disimulando,  hinca  el  codo  en  la 

mesa  para  mostrará  Gloria  su  guante* 


¡Mírame  qué  guantes! 


GLORIA 


Son  preciosos.  ¿Te  los  han  regalado? 


CARMEN 


Fifí  Arroyo;  igualitos,  igualitos  que  los  suyos. 



Estorbo,  Enrique? 



ENRIQUE 


No,  no,  Carmen;  el  codo  nada  más  estorba  un 

poco. 



CARMEN 


Retirando  el  codo  de  la  mesa. 


ENRIQUE 


Tomando  el  saquito  de  Carmen  que 

está  sobre  la  mesa  y  dándoselo  á  ella. 



Y el  bolso;  si  pudiéramos  quitarlo  de  la  mesa... 




CARMEN 


Recogiéndolo. 



Y  el  bolso. 



ENRIQUE 


Apartaremos  la  silla  un  poquitín . 


Va  á  hacerlo. 



CARMEN 


Poniéndose  en  pie. 


Y  la  silla.  En  resumidas  cuentas,  que  no  estorbo 

si  me  voy  con  todo  lo  mío  á  dos  kilómetros  justos 

del  tablero. 



ENRIQUE 



También  son  ganas  de  llevar  á  mal  lo  que  yo 



diga. 



CARMEN 


Eso  será. 



ENRIQUE 


¿Podría  lavarme  las  manos? 




CARMEN 


En  mi  gabinete.  O  si  prefiere  usted,  en  la  co- 

cina. 



ENRIQUE 


Pero. .. 


CARMEN 



Glorita,  que  aún  no  conoce  la  casa  el  pobre  En- 

rique; anda,  acompáñale. 



ENRIQUE 


No  es  eso.  Iba  á  preguntar  dónde  hago  menos  ex- 

torsión. 



CARMEN 


Donde  usted  quiera:  para  los  dos  sitios  es  cami- 

no el  comedor,  que  es  donde  ustedes  dos  se  que- 

darán charlando. 



ENRIQUE 


Malhumorado,  al  salir  por  el  fondo 


¡Revienta,  si  no  lo  pregona! 




CARMEN 


Riéndose,  á  Gloria. 


¡Pero  qué  rabia  le  da  que  yo  me  meta  en  vuestras 

cosas! 


GLORIA 


Ya  en  la  puerta: 


Entoncesj  ¿sales  sin  remedio,  Carmen? 


CARMEN 


¡Y  para  la  cena,  con  vosotros! 


GLORIA 


No  tardes. 


CARMEN 


No,  Glorita. 


Sale  Glorita,  y  cuando  Carmen  da 

unos  pasos  hacia  la  silla  para  sentar- 

se aparece,  entrando  por  la  lateral 

izquierda,  Pablo. 




PABLO 



¿Tú,  aquí?  Me  extraña  verte  en  mi  laboratorio. 

Le  tenías  horror. 



CARMEN 


Como  no  nos  vemos  nunca... 


PABLO 


Lo  remedias  tú,  viniendo  á  despedirte;  eso  está 

bien. 


Se  ha  sentado  delante  de  su  mesa 

de  trabajo  y  dura)] te  el  diálogo  que 

sigue  manipula  y  observa,  utilizando 

algunos  aparatos. 


CARMEN 


¿Qué  hay  de  la  cátedra?  ¿no  te  dan  esperanzas? 


PABLO 


No. 


CARMEN 


¿Entonces? 




PABLO 


Me  han  dado  una  seguridad,  desagradable,  pero 

seguridad. 


CARMEN 


¿Qué  pasa? 


PABLO 


Que  desde  hoy,  primero  de  Marzo,  no  tengo  au- 

xiliaría. 


CARMEN 


¿Ni  eso  ya?  Pues  para  ser  tres  meses  los  que  lle- 

vas cuidándote  exclusivamente  tú  de  tus  asuntos,  te 

has  lucido.  Y  no  es  que  no  me  la  tuviera  yo  traga- 

da, desde  el  primer  momento.  Pero  como  te  pusis- 

te de  aquel  modo...  Vamos,  ¿ves  ya  que  una  cosa 

es  saber  mucho  y  otra  cosa  servir  para  estos  trotes 

de  buscarse  la  vida,  tomándole  las  vueltas?  De 

modo  que  ni  con  tanto  así  contamos...  Pues  quiere 

decirse  que  llegó  el  momento  de  dejar  á  un  lado 

resquemores  y  de  hacer  por  casa.  A  defenderse  to- 

can. Hay  que  dar  pasos,  ir  de  puerta  en  puerta, 

interesar  al  claustro  en  favor  tuyo  y  yo  me  encargo. 

Y  ahora  mismo. 




PABLO 


¡Tú  no  harás  nada! 



CARMEN 



¿Que  yo  no  haga  nada?  Pues  entonces  para  nos- 

otros, desde  hoy,  es  la  miseria. 



PABLO 


Tengo  mis  lecciones  particulares. 



CARMEN 


¡Valiente  puñado  son  tres  moscas! 



PABLO 



Mi  laboratorio,  mis  estudios  sobre  el  tratamiento 

de  la  tisis... 



CARMEN 


¡Oh! 




PABLO 


Ya  sé  que  de  momento  no  representan  ningún 

dineral;  pero  con  el  tiempo... 


CARMEN 


Llevas  diez  años  de  preparativos  y  tú  mismo 

confiesas  que  necesitas  doble  tiempo  para  que  tu 

descubrimiento  empiece  á  dar.  ¿Veinte  años  y  para 

entonces  la  fortuna?  Gracias.  Tenemos  tiempo  de 

habernos  muerto  antes  de  hambre. 


PABLO 


Siempre  es  mejor  que  llamar  á  algunas  puertas. 


CARMEN 


Procurar  por  su  casa  á  nadie  humilla. 


PABLO 


Desde  dentro  de  ella. 


CARMEN 



¿Cómo,  Pablo?  ¿Es  que  alguien  va  á  venir  á  in- 

teresarse por  nosotros,  si  ya  se  sabe  el  modo  que 




tienes  tú  de  agradecerlo?  ¡También  á  mí  me  gusta 

prescindir  del  mundo  y  darle  con  la  puerta  en  las 

narices!  Es  muy  bonito;  pero  no  cuando  una  se  en- 

cierra en  un  pozo  para  lograrlo;  sino  con  abundan- 

cia y  desde  arriba. 


PABLO 


¡Desde  arriba!  ¡Esa  es  tu  obsesión!  ¿No  te  lo  es- 

toy diciendo  siempre?  ¡Subir,  trepar,  como  la  hie- 

dra! ¿No  es  así?...  Pues  mira:  la  hiedra,  en  su  afán 

de  subir  alto,  agarrada  á  ios  sillares,  tira  de  ellos, 

los  desencaja  de  su  argamasa,  hace  ruina  el  mura- 

llón  y  cae  con  él;  piénsalo,  Carmen. 



CARMEN 


No  siempre  caerá. 



PABLO 


No;  la  hiedra  no.  Si  tuvo  tiempo  de  ganar  la  cres- 

ta, pasa  del  murallón  á  las  paredes  de  la  torre;  ella 

se  salva;  pero  hizo  su  obra;  el  murallón  cae  solo, 

y  eso  soy  yo  quien  ha  de  pensarlo,  y  yo  lo  pienso. 


Vuelve  á  ocuparse  en  sus  observa- 

ciones sobre  Ii  mesa  y  Carmes,  con 

decisión  le  afronta. 



¿Te  da  lo  mismo  que  llamemos  á  las  cosas  por  su 

nombre,  Pablo?  Porque  es  que  si  no,  reviento  yo. 

Ni  aquí  hay  tal  hiedra  ni  tales  paredes.  Siempre  fui 

yo  del  mismo  natural  y  hasta  hace  pocos  meses  no 

se  te  ocurrió  hacerle  ascos;  ¿y  sabes  por  qué?  Por- 

que tú  evitarás  hasta  nombrarle;  pero  desde  hace 

unos  meses,  Pablo,  en  tus  adentros  y  aquí  en  casa, 

no  hay  más  que  una  manía,  una  preocupación:  Julio 

Quintana. 


PABLO 


Violentamente,  corno  viniendo  á  la 

realidad  y  prescindiendo  ya  de  sus 

trabajos. 


¿Qué? 


CARMEN 


Julio  Quintana,  ya  está  dicho:  que  no  te  creas  que 

me  da  reparo.  Y  es  muy  posible  que  lo  de  dejarte 

sin  la  auxiliaría,  venga  de  él;  no  te  lo  niego.  Le  dis- 

te un  desaire,  se  venga  como  puede,  ¿y  qué,  hasta 

aquí?  ¿Vamos  á  cruzarnos  de  brazos  y  apechugar 

con  la  miseria  por  no  tratar  con  él?  También  es 

fuerte  cosa;  porque  yo  no  tengo  culpa.  ¿Pues  para 

cuándo  dejas  el  darle  importancia?  ¡No  faltaba  más! 

Yo  no  quiero  que  te  eches  á  sus  pies,  á  darte  con 

un  canto  en  el  pecho  para  desenojar  al  hombre;  ¡no! 

¿Cómo  he  de  quererlo?...  Pero  hay  mil  maneras...



PABLO 


¡Carmen! 


CARMEN 


Sin  ir  más  lejos,  en  casa  de  Arroyo.  Déjalo  de 

mi  cuenta.  ¡Si  aquello  es  un  rincón  de  ministerio!... 

Por  eso  te  digo...  le  hablaré  al  doctor  Arroyo,  que 

te  aprecia  mucho.  Procuraremos  averiguar  de  dón- 

de viene  el  tiro.  Él  trata  mucho  al  otro.  Veremos 

las  explicaciones  que  hay  que  darle,  ¡y  qué  demo- 

niol  á  una  mujer  le  está  bien  todo;  se  le  hablará  á 

Quintana,  si  es  preciso... 


PABLO 


Amenazador;  poniéndose  en  pie. 


¡Carmen! 


CARMEN 


¿Te  has  vuelto  loco? 


PABLO 


No;  mírame  bien;  estoy  en  mi  juicio.  Has  sido  tú, 

rompiendo  con  tus  manos  el  anónimo  de  toda  esta 




trama  burda,  la  que  trajo  la  conversación  á  este 

terreno;  pues  bien,  sea:  por  una  sola  vez,  hablemos. 

¿Que  yo  vaya  detrás  de  tus  intrigas,  de  tus  vani- 

dades y  de  tus  deseos?  No,  no;  yo  peso  más;  te 

arrastro  á  ti.  Yo  mando.  ¿No  ves  que  yo  pienso?  Te 

prohibo... 


CARMEN 


¡No  prohibas! 


PABLO 


Te  prohibo  no  sólo  que  hables,  pero  siquiera 

que  veas  á  Quintana.  Por  el  camino  que  has  dicho, 

no  has  de  dar  un  paso.  Prefiero  el  hambre. 



CARMEN 


Entonces,  basta. 


PABLO 


¿Te  vas? 


CARMEN 


¿No  has  concluido? 




PABLO 



¿No  te  excusas,  siquiera? 



CARMEN 



Pablo! 



PABLO 



Comprendo:  pero  es  demasiado  cómoda  esa  acti- 

tud que  te  franquea  á  punto  la  puerta. 



CARMEN 



¿A  punto?... 



PABLO 



La  hora  de  todas  las  tardes:  ¿no  has  pensado  al- 

guna vez,  cuando  combinas  tus  idas  y  venidas,  que 

esta  regularidad  es  sospechosa? 



CARMEN 



¿Tienes  algo  que  echarme  en  cara? 



PABLO 


Tu  impaciencia,  ¿no  basta? 


CARMEN 


Es  que  me  parece  absurdo  lievar  más  lejos  una 

explicación  inútil. 


PABLO 


Te  esperan  las  de  Arroyo. 


CARMEN 


Como  todas  las  tardes. 



PABLO 


¿Y  cenarás  allí? 


CARMEN 


Probablemente;  si  se  empeñan.  Les  debemos  de- 

masiadas atenciones  para  que  yo  no  acceda  á  un 

buen  deseo  suyo  que  es,  además,  una  amabilidad, 




PABLO 


¡Si  les  debemos  tantas  atenciones! 


CARMEN 


Yo,  personalmente,  hasta  mis  trapos. 


PABLO 


¡Carmen! 


CARMEN 


¿Vas  á  decirme  que  estás  en  vena  de  negocios  y 

que  puedes  mandarles  el  dinero?  Porque  si  es  así, 

me  quedo:  ya  ves  tú.  No  creas  que  pagarles  en  hu- 

millaciones y  zalamerías  me  resulte  cómodo. 


PABLO 


Ni  tú  creas  que  esa  impertinencia  lo  resume  todo: 

yo  no  te  impongo  la  obligación  de  llevar  los  trapos 

que  llevas. 


CARMEN 



Me  la  impone  tus  méritos;  eres,  ai  fin  y  al  cabo, 

un  hombre  conocido.  En  resumidas  cuentas:  ¿dejas 

ó  no  dejas  para  mí  lo  de  la  cátedra? 




PABLO 


Te  lo  he  dicho  ya:  prefiero  el  hambre. 


CARMEN 


Entonces.,. 


Hace  un  movimiento  de  hombros  y 

se  dispone  á  salir;  antes  de  llegar  á  la 

puerta,  vuelve  sobre  -,us  pasos,  como 

pensándolo  mejor,  y  para  despedirse 

de  Parlo  inclina  la  cabeza  esperando 

el  beso  de  adiós. 


PABLO 


¿Qué? 


CARMEN 


No,  nada;  pero  como  ahora  has  establecido  la 

costumbre  de  no  entrar  siquiera  á  verme  cuando 

llego...  Por  si  no  ceno  en  casa,  ¡hasta  mañana: 


Ahora  es  cuando  marca  el  gesto  in- 

dicado. 


PABLO 


Con  sequedad;  retirándos  e. 



¡Oh,  no,  Carmen,  gracias!  Me  conmueve  tu  gene- 



rosidad...  pero  el  formol  no  se  ha  alterado  en  estos 

meses:  apesta  lo  mismo  que  antes. 



CARMEN 



Como  quieras:  adiós. 



Adiós. 



¡Enrique,  Enrique! 



PABLO 



Sale  Carmen  por  el  fcndo.  Pablo 

queda  unos  momentos  pensativo.  Lue- 

go, bruscamente,  llama: 



¿Don  Pablo? 



¿Llamabas? 



ENRIQUE 


Precipitado;  entrando  por  la  lateral 

izquierda:  le  sigue  Gloria. 



GLORIA 



Sí. 



PABLO 



Al  ver  á  su  hermana. 



Para  hablar  precisamente  de  vosotros...  ¿tú  te 

quedas? 



GLORIA 


¡Oh,  no,  entonces!  Allá  espero.  Hablad  cuanto 

queráis;  piensa  en  mi  felicidad  y  ¡Dios  te  bendiga! 


Le  abraza  y  sale  por  la  misma  la- 

teral. 


PABLO 


Enrique,  escucha...  Dime  si  está  el  pobre  Isidro 

en  su  sitio  de  costumbre.  ¿Se  ve  desde  aquí? 


ENRIQUE 


Dirigiéndose  á  la  ventana  y  miran- 

do por  ella. 


Se  ve...  No  está. 


PABLO 


No  está. 



ENRIQUE 


Perdone  usted...  se  había  escondido  un  momen- 

to. Vuelvo  á  verle.  Sale.  Despacio  y  parándose,  á 

veces.  Parece  que  siga  á  alguien,  ocultándose 

de  él... 




Pablo,  como  avergonzado,  se  tapa 

la  cara  con  las  mano . 






PABLO 



Sí,..  ¡No,  déjale!...  Y  él  vendrá  si  algo  tiene  que 

decirme:  gracias,  Enrique. 



Hay  una  breve  pausa;  Enrique  se 

acerca  á  su  maestro,  procurando  tí- 

midamente reanudar  conversación 

con  él. 



ENRIQUE 


¿Le  parece  á  usted  que  hablemos,  don  Pablo? 


PABLO 


¿Ahora?...  Sí.  Ya  no  me  da  pena  lo  que  tengo  que 

decirte:  vas  á  ser  feliz. 


ENRIQUE 


¿Consiente  usted,  don  Pablo? 


PABLO 


Vas  á  ser  feliz...  de  otra  manera.  Cuando  me  es- 

cuches, creerás  que  es  un  dolor;  pero  yo  te  juro 

jue  es  la  felicidad. 




ENRIQUE 


¿Entonces?  ..  ¿Gloria?... 


PABLO 


Yo  no  te  la  niego;  es  el  destino.  Te  lo  indiqué  al 

principio,  cuando  dudaba  todavía... 


ENRIQUE 


¿Y  ahora?... 


PABLO 


Ahora  no  dudo;  está  herida;  en  el  pecho.  Cuan- 

do me  la  trajeron,  yo  tenía  entusiasmos,  esperan- 

zas. Hoy  yo  valgo  poco.  Y  para  la  ciencia  actual 

no  tiene  remedio.  Óyeme,  Enrique;  no  te  aflijas... 

No  pedéis  casaros;  sería  su  muerte;  su  muerte  an- 

tes, en  pocos  días...  Entiende  bien  que  no  me  opon- 

go yo:  es  el  médico.  Para  mí,  tú  eres  mi  hermano 

menor  desde  este  instante.  En  lo  demás  me  atengo 

á  tu  conciencia;  no  te  aflijas. 


ENRIQUE 


Casi  entre  sollozos. 


¿Y  dice  usted  que  voy  á  ser  feliz?...  ¿Se  burla 

usted  de  mí,  don  Pablo? 




PABLO 


No;  te  conozco.  Aunque  sólo  sea  por  piedad,  sé 

que  la  tendrás  doble  cariño  desde  ahora.  Y  harás 

bien.  Una  fidelidad  de  pocos  años  puede  garanti 

zarla  siempre  una  mujer;  ¡y  como  no  ha  de  vivir 

más!...  Cuando  te  deje  será  tuya  todavía;  la  cerra- 

rás los  ojos  y  cerrarás  en  ellos  su  última  mirada, 

que  habrá  sido  para  ti:  ¿deseabas  mayor  felicidad? 

Pues  no  la  da  este  mundo. 


ENRIQUE 


¡Don  Pablo,  injusto  no!  La  envuelve  usted  en  un 

despecho  que  será  justo  tal  vez;  pero  ella  no  es 

como  las  demás  mujeres,  ¡es  ella,  don  Pablo! 


PABLO 


También  yo,  á  tus  años  y  en  la  misma  situación, 

habría  dicho  ¡es  Carmen! 



ENRIQUE 


Pues  no  debimos  hablar  de  estas  cosas  en  este 

momento.  Sufre  usted  demasiado  y  los  que  sufren 

demasiado  son  crueles...  Pero  olvida  usted  que  su 

hermana  espera:  ¿qué  le  digo? 



PABLO 


No  mientes  diciéndole  que  mi  consentimiento  lo 

tenéis;  por  lo  menos  esta  alegría  puedes  dársela; 

pero  que  aconsejo  todavía  unos  meses  de  pacien- 

cia para  asegurar  su  curación  total;  que  ..  nada  más: 

fatalmente  y  como  siempre»  la  realidad  se  encarga- 

rá del  resto.  Tú  lo  sabes. 


ENRIQUE 


No,  don  Pablo;  no  sé  nada. 


PABLO 


Pues  la  ciencia  dice... 


ENRIQUE 


jPero  no  dice  nunca  la  última  palabra!  Además, 

para  los  que  queremos,  queda  Dios. 


PABLO 


¡El  milagro!  Sí;  es  hermoso.  Díselo  también  á 

ella. 


ENRIQUE 


No  lo  necesita. 


PABLO 

¿No  sospecha? 






ENRIQUE 



Tal  vez  sabe  que  está  su  vida  amenazada;  pero 

no  necesita  creer  en  el  milagro  para  esperar  con 

toda  su  alma:  ¡tiene  fe  en  usted! 



PABLO 


Con  estupor  y  con  dolorosa  ironía, 


¿En  mí? 


ENRIQUE 


Muy  conmovido;  al  salir. 


No  lo  olvide  usted,  don  Pablo. 


PABLO 


Basta...  Ve  con  ella,  ve  con  ella. 



Sale  Enrique  por  la  lateral  izquier- 

da. Don  Pablo  se  deja  caer  desplo- 

mado delante  de  su  mesa  de  trabajo, 

diciendo: 



¡Pero  si  es  inútil;  si  yo  ya  no  puedo  nada! 


Llaman  con  los  nudillos  en  la  puer- 

del  fondo,  sobre  los  cristales. 


PABLO 


¿Quién? 


ISIDRO 


Su  voz,  entreabriendo  la  puerta. 



Pablo,  ¿estás  ahí? 



PABLO 


Saliéndole  al  encuentro. 



¡Padre!...  ¿entonces?... 



ISIDRO 


¡Esta  vez,  cuando  vuelva,  ha  de  decírmelo  á  mí, 

á  su  padre  y  á  la  cara,  que  es  mentira! 



TELON 



ACTO  TERCERO 



La  misma  decoración  del  anterior:  únicamente  la  luz 

ha  cambiado.  Está  encendida  una  lámpara  que  cuelga 

del  techo  y  otra,  de  trabajo,  con  pantalla  verde,  sobre 

la  mesa.  Pablo,  pegada  la  frente  á  los  cristales,  observa, 

por  la  ventana,  el  exterior. 



GLORIA 


Entrando  por  la  lateral  derecha . 


Pablo,  ¿es  cierto  lo  que  cuenta  Isidro? 



PABLO 


No  sé;  ¿qué  cuenta  Isidro? 



GLORIA 


¿Por  qué  ha  vuelto?...  Dice  que  viene  á  buscar  á 

Carmen,  para  hacer  con  ella  un  viaje  muy  largo; 

que  lleva  meses  preparándose  para  ese  viaje.  ¿Lo 

sabías,  Pablo?  A  mí  no  me  ha  dicho  nadie  nada. 




PABLO 


¿Pero  no  sabes  que  está  loco?  Cosas  de  él,  Glo- 

rita. 


GLORIA 


¿Verdad  que  sí?...  ¡Me  entró  una  angustia  oyen- 

do al  viejo!...  ¿Qué  haríamos  nosotros  si  Carmen  se 

nos  fuera? 


PABLO 


Con  ella  ó  sin  ella,  hermana,  trataríamos  de  cum- 

plir nuestro  deber. 


GLORIA 


¡Sería  tan  triste!... 


PABLO 


Pensaríamos  en  ti,  Glorita;  tú  tienes  derecho  á 

ser  feliz  y  casi  tocas  con  las  manos  la  alegría  de  tu 

vida;  pero  como  estás  un  poco  débil,  sin  un  brazo 

en  que  apoyarte,  te  desmayarías,  tal  vez,  á  media 

cuesta.  Pues  á  ti  ha  de  consolarte  pensar  que  en 

muchos  rincones  del  mundo,  á  estas  mismas  horas, 

hay  unos  hombres  desinteresados,  buenos,  que  no 

piensan  en  sus  dolores  propios,  que  no  te  conocen 




siquiera;  pero  que  junto  á  una  mesa  como  ésta,  in- 

clinados sobre  unos  cristalitos  como  éstos,  dejan 

pasar  las  horas  estudiando  fervorosamente,  ávi- 

damente... ¿Sabes  para  qué?...  Para  averiguar  en 

qué  consiste  tu  dolor;  para  curarte  á  ti...  ¿Y  quie- 

res que  yo  no  les  ayude?...  ¿y  quieres  que,  para 

ayudarles,  no  olvide  mis  tristezas,  si  las  tengo? 



GLORIA 


Tomando  su  mano  y  besándola. 


¡Pablo!... 


PABLO 


Pues  ya  ves  cómo  un  deber,  Glorita,  pensándolo 

bien,  vale  la  vida. 


GLORIA 


¡Lo  que  veo  es  que  no  me  engañaba  el  corazón! 

¿Qué  pasa,  Pablo?...  Porque  no  son  sólo  despropó- 

sitos del  viejo:  á  ti  también  te  encuentro  extraño. 

No  hablas  como  para  darme  á  mí  razones,  sino 

como  para  dártelas  á  ti...  ¿Qué  pasa?  Cuando  tú  di- 

ces cosas  que  más  llegan  al  alma,  es  cuando  sufres 

más:  lo  sé  de  siempre. 



PABLO 


Con  ironía  triste  y  dulce. 


Tú  has  oído  decir  que  hay  ciertos  pájaros  que 

cantan  mejor  cuando  les  han  quitado  los  ojos  y  por 

hacerme  un  cumplido,  diciéndome  que  canto  bien, 

das  por  sentado  que  estoy  ciego. 



GLORIA 


Ladeando  la  cabeza,  sin  darse 

partido. 


¡No,  no,  Pablo;  te  conozco! 


PABLO 


Que  ha  vuelto  á  ponerse  en  pie 

golpeándola  cariñosamente  en  el  hom- 

bro y  tratando  de  serenarla  sólo  con 

el  gesto. 


Vamos,  vamos... 


Se  dirige  otra  vez  á  la  ventana  y 

mira  por  ella;  hay  un  silencio  que  cor- 

ta Pablo,  preguntando. 


¿Qué  hace  Isidro? 


GLORIA 



Me  parece  que  en  estos  meses  ha  vuelto  á  su 

costumbre  fea. 




PABLO 


¿Bebe? 


GLORIA 


Coñac. 


PABLO 


Pues  se  lo  he  dicho  ya:  se  está  matando.  ¿Con 

quién  le  dejaste?... 


GLORIA 


Con  Enrique.  Ya  había  tenido  una  agarrada  con 

Engracia,  que  quiso  arrancarle  la  botella  y  á  punto 

estuvo  de  hacerle  sangre  con  el  vaso,  tirándoselo  á 

la  cara — jy  habla,  y  habla! — Parece  que  Enrique  le 

ha  aquietado  un  poco.  Pero  ahora  voy  yo.  Porque 

Enrique  tendrá  que  marcharse. 


PABLO 


¿No  iba  á  cenar  con  nosotros  esta  noche? 


GLORIA 



Cuando  todavía  no  sabíamos  que  estaba  Isidro  en 




casa.  Una  humorada  nuestra.  Descontábamos  de 

antemano  tu  consentimiento... 


Se  queda  mirando  fijo  á  Paelo,  co- 

mo para  averiguar  si  es  cierto. 



PABLO 


Sí,  hija  mía. 


GLORIA 


Más  animada. 


...Y  á  mí  me  hacía  ilusión  esta  primera  cena  de 

los  cuatro,  casi  en  familia:  Carmen  y  tú;  Enrique  y 

yo.  Por  eso  fué  el  rogarle  á  Carmen  que  volviera 

pronto:  me  lo  había  jurado.  Pero  ahora... 


PABLO 


De  todos  modos,  yo  prefiero  que  Enrique  se  que- 

de esta  noche  hasta  más  tarde:  aunque  Carmen  no 

vuelva. 


GLORIA 


No  debe  inquietarte,  en  todo  caso.  Me  dijo  que 

salía  á  asuntos  tuyos  y  estará  en  casa  de  Arroyo. 




PABLO 


Sí;  ya  sé. 


GLORIA 


Ahora  tengo  remordimientos  de  haberla  instado 

tanto.  No  sé  qué  me  pasa:  como  si  algo  nos  ame- 

nazara, y  yo,  sin  querer,  por  egoísmo  estúpido,  hu- 

biera precipitado  los  acontecimientos.  ¡Qué  ce- 

guera! 


PABLO 


¿Gritan? 


ISIDRO 


Su  voz,  dentro. 


¡La  oigo!...  ¡es  ella'...  ¡suelta,  Enrique!... 


GLORIA 


¡Otra  vez  el  pobre  viejo!  ¿Qué  le  pasa? 


Y  al  abrir  la  lateral  derecha  para 

averiguarlo  aparecen  en  ella  el  viejo 

Isidro,  congestionado  el  rostro,  rruís 

caído  al  parecer  que  en  el  segundo 

acto,  y  agarrado  al  brazo  de  Enrique. 




ISIDRO 


Con  ansia  desde  que  entra  en  es  - 

cena. 


¿Ha  vuelto? 


PABLO 


No. 


ENRIQUE 


A  Isidro. 


¿Ve  usted? 


GLORIA 


¿De  quién  habláis?...  ¿De  Carmen? 


PABLO 


¿No  quiere  usted  hacerme  caso?...  ¿Tiene  más 

que  estarse  en  su  cuarto,  recogido?  Yo  iré  luego  á 

verle,  se  lo  juro.  ¿Por  qué  le  has  consentido  que  vi- 

niera, Enrique? 


ENRIQUE 


Oyó  hablar  y  pretendía  que  era  Carmen. 





PABLO 


Ya  ve  usted  que  no. 


ISIDRO 


Ten  caridad...  Me  parece  que  no  estoy  para  ins- 

pirar desconfianza  á  nadie.  Ya  esta  ruina,  ¿qué 

daño  puede  hacer?... 


PABLO 


¡Si  es  por  usted,  padre!  ¡Si  en  bien  suyo  quiero 

que  esté  tranquilo  y  recogido! 


ISIDRO 


Tranquilo...  ¿dices  que  he  de  estar  tranquilo?... 

Ya  lo  sé;  lo  estoy;  más  que  tú.  Se  andan  á  vueltas 

por  tu  cabeza,  como  siempre,  las  ideas:  muchas, 

millones,  millones...  Yo  no  tengo  nada  más  que  una; 

pero  tan  clara,  que  es  fija;  tan  clara,  que  se  me  ha 

quedado  sola  en  todo  el  cráneo.  Así  no  tengo  que 

pensar.  Y  así  no  sufro.  Pero  consentidme  que  me 

esté  en  la  sala,  al  paso...  donde  se  vea,  y  nada  más, 

el  camino  de  la  puerta,  aquí...  ¿consientes,  Pablo? 


PABLO 


¿No  olvidará  usted  lo  prometido? 




ISIDRO 


¿Qué  más  promesa? 


Trata  de  levantar  el  brazo  derecho. 


Pesa  un  mundo...  ¿puedo,  Pablo? 


PABLO 


Puede  usted  recogerse  donde  quiera. 


Van  á  andar  otra  vez. 


No.  Dale  el  brazo,  Gloria,  y  mándanos  á  Engra- 

cia. Tú  quédate,  Enrique. 


Se  organiza  todo  como  indica  Pablo 

y  éste  se  sienta,  en  una  silla  junto  á  la 

mesa,  sosteniendo  su  cabeza  entre 

ambas  manos. 



ENRIQUE 


Desde  la  puerta,  al  desaparecer 

Gloria  y  el  viejo. 


¡Pobre  viejo! 



PABLO 



Será  el  primero  en  desplomarse...  ¡Feliz  de  éll 




ENRIQUE 


Desde     pnerta  siguiendo  al  grupo 

con  los  ojos. 


Un  hombre  que  habrá  sido  demasiado  bueno  y 

que  morirá  de  puro  serio. 



PABLO 


O  una  moral,  que  habrá  sido  poco  humana  y  que 

acabará  agarrotándose  á  sí  misma . 


Aparece  Engracia  por  el  fondo. 



ENRIQUE 


Avisando  á  Pablo. 


Engracia. 


ENGRACIA 


Señor... 


PABLO 


Engracia...  Acércate  más. 


Da  ella  unos  pasos. 


Si  la  señora  vuelve  pronto,  es  posible  que  yo 

tenga  que  hablar  aquí  con  ella,  y  á  solas,  un  mo- 




mentó.  Cuida  de  que  no  nos  interrumpan  ni  el  se- 

ñor Isidro,  ni  la  señorita  Gloria.  Pero,  en  último 

término,  si  no  puedes  contener  ámi  padre,  déjale... 

Tú  no  abandones  un  minuto  á  Gloria,  desde  que 

esté  aquí  la  señora.  ¿Me  has  entendido  bien?  No  te 

apartes  de  su  lado,  y  procura  entretenerla  y  dis- 

traerla . 


ENGRACIA 


Así  lo  haré. 


PABLO 


] Y  mira  que  si  lo  haces  así,  le  salvas  la  vidaí 

ENGRACIA 


Bien  está,  señor... 


Se  enjuga  los  ojos  con  e!  delantal  y 

sale  diciendo. 


¡Por  mi  madre  que  esté  en  gloria,  señor,  que 

nunca  pensé  tomarles  en  estos  años  tanta  leyl  ¡Si  es 

que  no  sé  lo  que  me  pasa,  y  lloro  sin  querer! 


ENRIQUE 


Vete,  vete. 



Sale  Engeacia. 




PABLO 


Y  tú  también,  Enrique,  cúidame  á  Glorita.  Lo 

mejor  sería  que  no  se  enterara  Si  eso  no  es  posi- 

ble, vamos  á  procurar  entre  todos  por  ella,  y  ¡quién 

sabe!  Lámpara  de  tan  poco  aceite,  que  parece  que 

un  soplo  iba  á  apagarla,  tal  vez  mañana  nos  hará 

vivir  á  todos. 



ENRIQUE 


Al  volver  Gloria. 


Ella... 


PABLO 


No  la  dejes. 


GLORIA 


Entrando. 


El  pobre  viejo  es  bueno:  se  aquietó.  Dice  que  ha 

vuelto  porque  se  sentía  enfermo  y  que  tenemos 

que  cuidarle  mucho.  ¡Vaya  si  le  cuidaremos! 



Pablo  sigue  observando  por  la 

ventana. 




Todavía  recuerda  que  alguna  vez,  á  escondidas 

de  todos  en  la  casa,  hasta  de  Carmen,  yo  le  pegaba 

los  botones  y  le  remendaba  el  uniforme.  No  lo  ol- 

vida. Y  lloraba  diciéndolo.  Cuando  se  pone  así,  pa- 

rece un  niño.  Me  prometió  no  moverse  del  come- 

dor, donde  le  dejé  tranquilo  y  sin  coñac.  Y  aho- 

ra, cuando  entre  Carmen,  tendrá  una  sorpresa. 



ENRIQUE 


Yo  no  soy  partidario  de  esperarla. 


GLORIA 


Como  en  súplica. 


¡Yo  sí!... 


Pablo  mira  con  mayor  insistencia 

por  el  ventanal. 


¿Qué  miras,  Pablo? 



PABLO 


Dominándose. 



Nada;  el  cielo. 




GLORIA 


¡No! 


ENRIQUE 


¿Tú  qué  sabes? 


GLORIA 


Lo  tengo  medido.  Hay  que  mirar  desde  el  tercer 

cristal  para  ver  un  poquitín  de  azul  ó  algunas  es- 

trellas á  estas  horas. 


Repentinamente  »e  para  á  escuchar 


Esperad.  ¡Carmen! 


PABLO 


¿Carmen? 


GLORIA 


No  me  cabe  duda;  oí  su  voz. 


ISIDRO 


Su  voz,  dentro . 



¡Suelta,  Engracia! 




PABLO 


¿Con  quién  habla? 


GLORIA 


Con  Isidro. 


ISIDRO 


Su  voz,  dentro 


¿Adónde  va  la  descastada?: ¡espera 


PABLO 


¡No! 


GLORIA 


Déjame...  ¡voy!... 


Y  desde  la  puerta  grita: 


¡Aquí,  aquí,  Carmen!...  ¡No  la  detenga  usted,  se- 

ñor Isidro!,..  ¡La  llama  Pablo!...  ¡Carmen,  Carmen! 



Aparece  Carmen  en  la  puerta:  como 

de  costumbre,  trae  unas  flores  en  la 

mano. 




¡Aquí  estál...  ¿no  os  lo  decía?  ¿tenéis  algo  que 

echarle  en  cara  si  llega  puntual,  por  mí,  por  no  dis 

gustarme,  porque  estoy  enfermar  ¿La  queréis  más 

buena?...  ¿La  queréis  más  buena?... 


Va  á  abrazarla. 


Carmen,  Carmen 


CARMEN 


Espera... 


GLORIA 


¿No  me  abrazas? 


CARMEN 


Dándole  las  flores  y  como  si  hubiera 

sido  por  ellas  •  1  no  abrazarla. 


Toma:  para  tí;  las  escogí  yo  misma,  una  por  una. 

Quería  que  esta  noche  tuviérais  la  mesa  bonita,  por 

lo  menos . 



GLORIA 



¿La  queréis  más  buena,  Pablo? 




CARMEN 


Viendo  entonces  á  su  marido. 



¡Pablo!. . .  ¿has  hablado  á  mi  padre?...  ¿me  espe- 

rabas?... 



PABLO 


Sí. 


CARMEN 


Aquí  estoy. 


GLORIA 


¿No  vienes?...  ¿no  me  ayudas  á  arreglar  la  mesa: 


CARMEN 


Ahora  no;  después... 


GLORIA 


¿Quieres  que  yo  me  quede? 


PABLO 


No;  Glorita. 




GLORIA 


Entonces  dame  un  abrazo. 


PABLO

Sí  luego. 



Hasta  luego. 


PABLO

Basta,  Gloria. 


GLORIA

Adiós. 



 

Enrique  sale  con  Gloria  por  la  la 

teral  derecha. 

Quedan  solos  Carmen  y  Pablo. 



CARMEN 



¿A  qué  vino  mi  padre? 




PABLO 


Cerrando  la  puerta  del  fondo. 


Sin  levantar  la  voz;.

Podría  ser  la  muerte  para 

esa  pobre  criatura  y  creo  que  lo  sentirías  tú  tam- 

bién. 


Viniendo  á  primer  término. 


¡Respóndeme,  Carmen! 


Hay  una  pausa  en  que  loS  dos  se 

miran  ampliamente. 



CARMEN 


Pregunta. 


PABLO 


Como  la  tarde  aquella  en  que  le  eché  de  casa  por 

mentir  ¿recuerdas?,  tu  padre  ha  vuelto...  á  pagar  su 

deuda,  dice.  Día  por  día,  y  dejándose  años  de  su 

vida  en  scada  -uno,  ha  estado  siguiendo  tus  pasos: 

piensa  en  los  peores  para  decirme  si  miente  ó  no 

miente. 


CARMEN 



No  miente. 




PABLO 


Yendo  á  ella,  impulsivo,  amena- 

zador. 


¡Carmen! 



CARMEN 


¡Mátame  si  quieres:  es  verdad! 



PABLO 


¡Y  vuelves!...  ¡Y  todavía  esta  tarde,  esta  mujer, 

sin  que  el  remordimiento  la  hiciera  temblar^ha  te- 

nido fuerzas  para  inclinar  su  frente  y  ofrecerla  á 

que  mis  labios  la  tocaran!...  ¿Pero  no  pensaste,  Car- 

men, que  eran  tus  rodillas  las  que  debían  inclinarse 

hasta  tocar  el  suelo? 



CARMEN 


Esta  tarde,  no  tenía  para  qué  temblar;  podías 

besarme... 



PABLO 


¿Y  ahora  también? 




CARMEN 


Después  de  un  gran  esfuerzo,  ba- 

jando la  frente. 


Ahora  no. 



PABLO 


¡Maldita  seas! 



CARMEN 


Como  arrancándose  de  su  presencia, 

ciega. 


¡Dios  te  escuche...  y  déjame  salirl 



PABLO 


Sujetándola  bruscamente  por  un 

brazo  y  obligándola  á  caer  en  una 

silla. 


¡Atrás,  no  hay  paso!  Antes,  confiesa;  y  si  la  pa- 

labra te  parece  demasiado  noble  para  un  crimen, 

dime  la  causa,  la  intención,  el  nombre;  así,  de  pla- 

no: ¡canta! 


CARMEN

¡Pablo! 



 





PABLO 


¡Cantal...  No  te  apures,  yo  te  ayudo...  ¿Quintana, 

verdad,  Quintana?  ¡Responde! 


CARMEN 


Sí;  me  esperaba.  A  pocos  pasos,  en  la  calle. 

Tal  vez  yo  te  habría  obedecido.  Pero  él  se  anti- 

cipo; me  conocía.  Y  ha  sido  un  minuto  de  infierno, 

desde  que  le  repetí  tus  órdenes  y  aquel  hombre  se 

quitó  la  careta  para  hablarme  como  no  me  había 

hablado  nunca.  Y  ha  sido  horrible,  porque  recordé 

tus  palabras  de  hace  un  momento:  ¡mi  afán  de  tre- 

par, perdiéndonos  á  todos!  Como  yo  no  cedía,  él  se 

vengaba...  No  he  podido  resolverme  á  hacer  tanto 

daño — y  eso  es  todo.  Pero  el  precio  no  lo  he  pues- 

to yo:  ¡se  me  habría  exigido  sangre  de  mis  venas, 

abriéndolas  con  un  cuchillo  y  ¡por  la  memoria  de 

mi  madre,  te  lo  juro!  la  habría  dado  iguall 



PABLO 


Te  has  vendido...  ¿y  yo?  ,¿y  yo,  Carmen?  Porque 

si  ahora  pudieras  confesarme  una  pasión,  un  arre- 

bato ciego  de  esos  que  se  meten  por  el  alma  como 

un  huracán,  arrollándolo  todo,  que  dignifican  al 

mismo  que  condenan,  que  hacen  de  un  ladrón  de 

ia  honra  ajena  un  adversario  digno,  yo  sufriría  me- 



nos,  Carmen.  ¡Yo  tendría  en  quién  saciar  estos  fu- 

rores de  venganza,  que  acaban  siempre  en  sed  de 

sangre  y  que  veinte  siglos  de  prudencia  humana  no 

contienen I  ¡Yo  bendeciría  este  momento  en  que  el 

hombre  defiende  su  amor  como  el  tigre  su  hembra 

y  en  que,  mondo  el  cerebro  de  razón,  los  brazos  pi- 

den brazos  y  los  dientes  muerden! 



CARMEN 


¡Perdóname,  Pablo l 


PABLO 


¡No;  no  es  eso!  ¡si  donde  la  venganza  no  es  posi- 

ble, el  perdón  es  villanía!  ¿Pusiste  el  corazón  en 

esta  infamia?  Pues  si  no  lo  has  puesto,  ¿qué  per- 

dono? ¿bálsamo  para  qué,  si  no  hay  herida?  ¡es 

mancha  y  mancha  de  fango  nada  más!  ¡no  llega  has- 

ta poderse  perdonar!  Eso  lo  seca  el  sol  de  un  día  y 

se  lo  lleva  el  viento  del  desprecio;  y  aunque  arruina 

una  casa,  como  la  carcoma  hunde  un  altar,  de  eso 

no  entiende  el  corazón;  eso  á  la  ley,  en  todo  caso . 

Pero  antes  de  acabar:  ¿Tienes  disculpa? 



CARMEN 


Ninguna;  porque,  no  te  parece  una  disculpa  que 

hasta  ahora  no  haya  visto  el  mal  que  hacía. 




PABLO 


¿No  te  lo  daban  á  encender  la  gente  misma 

y  las  murmuraciones  de  la  gente  y  mi  actitud? 



CARMEN 


Todo  eso  me  parecía  una  injusticia  y  me  ce- 

gaba más...  Yo  he  podido  disponer  de  tus  con- 

sejos para  todo,  menos  para  guiarme  en  estos  pa- 

sos, que  han  sido  los  únicos  difíciles  de  mi  vida. 

Yo  sabía  que  hablarte  de  eso  valía  tanto  como  dar- 

les cuerpo  á  tus  sospechas  y  precipitar,  injusto  y 

todo,  el  fallo.  Tal  vez  si  hubiéramos  hablado  á  tiem- 

po y  tú  me  hubieras  dicho  una  palabra,  nada  más 

que  una  palabra... 


Por  un  gesto  de  Pabilo. 


¿Por  qué  no,  Pablo?...  no  estaríamos  ahora  don- 

de estamos.  Pero  ya  lo  has  visto:  quise  esta  tarde 

hablar  y  no. ha  habido  manera;  por  todo  consejo  me 

has  dado  una  orden.  Y  al  salir,  cuando  necesitaba 

más  de  tu  amparo,  cuando  instintivamente  lo  bus- 

caba, porque  ha  sido  sin  reflexionar,  no  has  encon- 

trado otra  respuesta  que  el  sarcasmo.  Injusto,  Pa- 

blo. Poca  mujer  soy;  pero  no  miento. 


PABLO 


¿Injusto?...  ¿Pero  no  te  he  dicho,  Carmen,  que  tu 



padre,  hace  un  momento,  vino  á  rendirme  cuenta 

estrecha  de  tus  pasos? 



CARMEN 


Fueron  los  pasos  de  una  criatura  loca;  de  una 

mujer  infame,  no.  Podías  condenarlos;  pero  sin  con- 

denarme á  mí  por  ellos.  Cuando  he  visto  con  clari- 

dad, era  ya  tarde.  Hay  tantas  maneras  de  forzar  á 

una  mujer  por  esos  mundos,  Pablo,  que  después  de 

todo,  el  puñal,  como  no  engaña,  es  la  más  noble. 



PABLO 


¿Pero  tenías  tú  necesidad  de  dar  esos  pasos? 

¿Pero  qué  te  proponías?... 



CARMEN 


Confusa;  sin  palabras;  deseando 

concluir. 


No,  no,  Pablo:  ¡déjame  salir! 



PABLO 


¡Acabemos!  ¿Qué  te  proponías? 





CARMEN 


Con  desaliento;  con  melancolía  in- 

finita. 


No  lo  sé...  Siempre  me  gustó  vivir;  no  es  nuevo 

en  mí;  lo  llevo  dentro. 



PABLO 


Sí.  ¡Y  así  has  llegado  hasta  aceptarla  piotección 

que  te  manchaba,  por  ambición  de  mujer,  por  vani- 

dad y  á  veces  menos:  por  un  trapo!... 



CARMEN 


Reaccionando:  con  sincero  acento. 


No,  no,  Pablo,  no;  por  algo  más...  Por  algo,  yo 

no  sé...  qué  á  mí  me  parecía  una  obligación;  como 

mi  conciencia  misma:  la  voz  más  clara  que  tenía  mi 

conciencia  para  mí.  Ya,  desde  niña.  Es  como  una 

fuerza  que  me  lleva  á  intentarlo  todo,  sin  querer. 

Y  cuando  por  la  primera  vez  mandó  en  mi  vida, 

me  llevó  á  tus  brazos;  conque  no  será  tan  mala. 

No  era  ambición;  era  otra  cosa.  Pero  yo  necesitaba 

tener  como  los  que  más  tienen,  en  casa.  Y  todas 

las  alegrías  de  la  vida;  y  toda  la  abundancia;  y  el 

poder  ¡y  la  salud,  á  veces!...  no^  me  explicó  bien... 

Algunos  días,  por  esa  misma  protección  de  que  ha- 




blas  tú,  cuando  se  me  tendía  una  mano,  cuando 

podía  remediar  un  poco  nuestra  situación  difícil, 

cuando  le  traía  flores  á  tu  hermana  ó  alguna  cosa 

que  ella  deseaba  mucho,  sentía  dentro  de  mí  como 

el  paso  de  una  vena  de  miel  que  me  llegaba  al  co- 

razón; tan  dulce  era  aquello.  Y  aunque  hubiera  sa- 

bido que  estaba  haciendo  mal,  el  gusto  de  aquel 

poco  de  bien  traído  á  casa  era  tan  bueno,  que  yo 

creo  que  no  me  habría  avisado  nunca  la  conciencia. 

Ahora  sí;  no  me  queda  nada  por  decir.  Puedes  ma- 

tarme. Ya  sabes  todo  lo  que  soy:  ¡mala,  pero  buena! 


Urj  una  pausa  larga;  Pabl  o  tiene 

hundida  la  cabeza  entre  las  manos 

junto  á  su  mesa  de  trabajo:  Carmen 

sollozando,  pregunta: 


¿Callas? 


Y  entre  el  mido  de  los  sollozos  de 

Carmen,  Pablo  levanta  la  cabeza.  De- 

lante de  él,  á  la  altura  de  sus  ojos, 

está  el  microscopio.  Se  fija  en  él  un 

instante  y  dice  apretándole  entre  sus 

manos,  con  desengaño  y  con  ira: 



PABLO 


¡Maldito  seas!  Nos  enseñas  á  descubrir  hasta  lo 

infinitamente  pequeño  en  el  mal,  ¿y  para  qué?  Tal 



vez  si  poseyéramos  tu  igual  para  descubrir  hasta 

lo  infinitamente  pequeño  en  el  bien,  el  mundo  y  la 

humanidad  serían  mejores! 


Se  acerca  á  Carmen. 


Carmen,  esta  noche,  tú  y  yo  vamos  á  separarnos 

sin  remedio. 


CARMEN 


Pablo... 


PABLO 


Pero  esta  vez,  la  hiedra  no  se  habia  pegado  á  un 

murallón;  dio  en  vivo  sobre  un  tronco  vivo  y  al 

arrancarla  violentamente  queda  seco  el  árbol...  Tú, 

sin  saberlo,  echaste  sobre  rni  casa  todas  las  man- 

chas de  una  lepra;  no  le  has  evitado  ni  una  sola: 

¡vete!...  Pero,  antes  de  salir,  óyeme,  Carmen:  ¡No, 

no  tienes  culpa!  Ei  instinto  del  bien  absoluto  estaba 

en  ti  pujante,  como  la  zarpa  de  una  fiera;  son  otros 

los  responsables  de  haberlo  convertido  en  mano  de 

mujer  infame  que  acaricia  y  pide...  ¡Vete  y  vén- 

gate!... Si  algún  día  vuelves  á  entrar  por  esa 

puerta  trayendo  entre  las  uñas  las  piltrafas  san- 

grientas de  un  corazón  corrompido  que  para  ven- 

garte hayas  abierto,  la  ley  se  creerá  con  derecho  á 

condenarte;  ¡pero,  yo,  entonces,  te  abriré  mis  bra- 

zos! ¡Yo,  yo,  Carmen!  Te  lo  juro.  ¡Vete!... 



Aparece  en  el  marco  de  la  puerta 

el  viejo  Isidro. 


ISIDRO 


¿Adónde,  Pablo? 


PABLO 


¡No,  deje  paso,  Isidro!  me  dio  sus  razones  y  yo 

no  la  retengo:  ¡deje  paso! 


ISIDRO 


¿Sabes  lo  que  haces  de  ella,  Pablo? 


PABLO 


¡Deje  paso! 


ISIDRO 


¿Nos  echas? 


CARMEN 



¡No,  padre!  ¡Soy  yo  la  que  no  merece  estar  aquí; 

se  me  cae  la  casa  encima;  se  lo  juro,  padrel  ¡Perdó- 

nenme todosl 



ISIDRO 


Ya...  ¿Y  pretendéis  los  dos  que  estando  aquí  me 

aparte?...  Pues  á  ti,  que  la  dejas  salir,  ya  no  te  co- 

nozco, Pablo;  ya  no  sé  quién  eres.  Pero  yo  soy  su 

padre...  y  ella,  hasta  esta  raya  del  ladrillo,  mi  hija; 

ingrata,  pero  mi  hija...  Si  llegando  á  esta  raya,  yo 

me  aparto  y  ella  pasa,  más  allá  será  cualquiera, 

será  nadie...  ¡Nol  ¡Para  eso  me  he  quedado  con  una 

sola  idea!  ¡¡Más la  quiero  muerta,  quémala  mujer!! 


PABLO 


¡Isidro! 


CARMEN 


¡Déjale  y  que  él  haga  de  su  hija  lo  que  quieraj 

¡Padre,  voy! 


Se  abalanza  hasta  caer  en  brazos 

de  su  padre. 


ISIDRO 


jAsíl...  ¡Ven!  ¡Ven!...  ¡Por  fin! 


Con  sobrehumano  esfuerzo  levanta 

el  brazo  armado  de  un  cuchillo  en 

punta,  que  sepulta  en  el  pecho  de  Car- 

men; instantáneamente  quedará  mi- 

rando el  cuerpo  desplomado,  con  fijeza 

de  idiota. 




PABLO 


Recogiendo  el  cuerpo  exánime  en 

sus  brazos. 



¡Padre!,  ¿muerta? 



ISIDRO 


Dejándose  caer,  paralítico  á  medias, 

en  una  silla  con  salmodia  que  no  in- 

terrumpe hasta  el  final. 


¡Pero  mía!,  ¡mi  hija!...  ¡Míal,  ¡mía!  No  me  la  ro- 

barán... mía...  mía...  ¡más  la  quiero!... 


Por  la  lateral  entran  Gloria  y  En- 

rique, prevenidos  por  Engracia. 



GLORIA 



¡Carmen!

¡Pablo!  ¿No  la  podíais  perdonar? 



A  su  hermano,  descompuesta  de 

dolor,  apostrofándole. 



PABLO 



Con  arranque,  acudiendo  á  Gloria 

y  tratando  de  evitarle  la  visión  ho- 

rrible. 



¡Sí,  Gloria,  sí!  ¡Ven  ahora  y  dime  y  vuelve  á  de- 

cirme muchas  veces  que  Carmen  era  buena!  Tú  la 

miraste  sin  egoísmo:  tú  la  viste  así...  Vas  á  vivir,  te 

lo  juro;  te  he  de  hacer  vivir  para  que  constante- 

mente le  digas  á  este  hombre  que  ha  sido  cruel... 


Teniendo  abrazada  á  Gloria,  3e 

encara  con  Isidro,  violento. 


¿Qué  ha  hecho  usted?...  Justicia.'  ¡No,  mentiral 

jElla  iba  á  hacer  másl:  riba  á  llorar,  iba  á  ser  des- 

venturada, habría  muerto  buena!... 



FIN 



APÉNDICE 



Por  si  á  exigencias  del  reparto  conviniera,  copio 

á  continuación  otro  final  que  para  esta  obra  había 

sido  escrito. 


No  doy  á  lo  anecdótico  tanta  importancia  como  á 

lo  mental,  y  desde  luego  me  conformo  con  el  final 

que  escojan  los  actores,  de  los  dos  que  aquí  se  se- 

ñalan. 


Las  vanantes  de  esta  segunda  solución  comenza- 

rían en  la  pág.  163,  donde  dice: 



ISIDRO 


¡Así!...  ;Ven;  ;Vení  ¡Por  fin; 



Desde  la  acotación  inmediata,  hasta  el  final,  la 

obra  proseguiría  en  esta  forma: 


Cuando  el  viejo  bedel  levanta  el 

brazo  armado  de  un  cuchillo  para  he- 

rirla, se  determina  un  ataque  de  hemi- 

plegia  y  cae  desplomado  Isidro,  en 

brazos  de  Pablo  que  iba  á  contenerle. 




CARMEN 


Apartándose  horrorizada. 


¿Y  se  muere? 



PABLO 



Sin  maldecirte...  Dios  le  tapó  la  boca  ¡y  Dios  es 

Dios! 



CARMEN 


¡Padre...  padre!... 



PABLO 


Ayuda  á  caer  en  un  sillón,  junto  á 

la  mesa  el  cuerpo,  á  medias  paraliza- 

do del  viejo  bedel:  llama, 


¡Enrique!  ¡Gloria! 



CARMEN 


Dando  á  entender  su  estado  de 

ánimo. 


¿Gloria?  ¡Gloria,  no!...  Dile...  ¡dile  que  no  he  que- 

rido que  me  viera! 


Retrocede  sin  dejar  de  mirar  el  cua- 

dro que  queca  en  la  escena;  llegando 

á  la  puerta,  con  un  esfuerzo  supremo, 

huye  á  través  de  la  sala;  se  abre  la 

lateral  izquierda,  dando  paso  á  Enri- 

que y  Gloria. 




GLORIA 


Al  ver  el  cuadro. 


¡Pablo!... 


Enrique  y  Pablo  atienden  al  mori- 

bundo. 


¿Y  Carmen? 


PABLO 


Se  fué... 


GLORIA 


Adivinando;  casi  entre  sollozos. 


¿Volverá? 


Pablo  no  contesta. 


ENRIQUE 


Con  ojos  de  súplica;  mostrando  á 

Pablo  la  perturbación  angustiosa  de 

Gloria  . 


¡Pablo! 


PABLO 


Reaccionando;  con  ímpetu . 


¡Volverá,  sí,  Gloria,  y  casi  te  diré  que  no  se  ha 





ido!  ¡Podemos  llevarla  sin  flaqueza  en  nuestros  co- 

razones! [Tú  sola,  Gloria,  que  miraste  en  su  alma 

sin  deseo  malo,  la  viste  cómo  era! 



GLORIA 


Entre  sollozos  siempre. 


¡Pablo,  Enrique! 


Y  juntando  las  manos,  se  deja  ceer 

de  rodillas  junto  al  bedel. 



PABLO 


Mientras  Enrique  atiende  al  viejo 

y  Gloria  le  ayuda. 


Pero  dejó  la  muerte  en  casa... 


Vuelto  á  la  puerta  del  fondo. 


¡Sigue  trepando!...  Que  si  un  día  vuelves,  arre- 

pentida tal  vez,  encontrarás  ruinas. 


Se  agrupan  en  torno  al  viejo  bedel, 

que  dobla  la  frente. 



 



Ilustración: Tranquillo Cremona

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...