miércoles, 3 de diciembre de 2025

Los murciélagos del Brasil (Capítulo 9)








  

 

LAS VARIADAS MUERTES DEL RIO PARANA



9

 

 

No había otra cosa que Mara pudiera hacer. Lo estuvo pensando durante unos minutos muy largos, mientras ellos pasaban junto al enorme barco cuya eslora parecía no acabarse nunca. El casco alto y oscuro era como una pared silenciosa ante la que ellos gritaban sin respuesta. Un muro que aparentaba haber dejado de ser de madera para tomar la sustancia de un material más etéreo y sin embargo más fuerte, porque no podía alcanzarse y por lo tanto no podía ser vencido. Como el agua, por ejemplo, un muro de agua que se había levantado en medio del río con el silencio propio de las cosas que quieren aislarse del mundo.

      ¿No era también la barcaza de pesca que ella comandaba un ente aislado en el río, sucia y cargando un montón de cadáveres, y con un montón de locos y enfermos como tripulación y pasajeros?

     Ya estaban llegando a la proa del gran barco, y leyó el nombre de “Juan Manuel de Rosas”. Debía dejar de reírse de sí misma y de todos ellos, y sobre todo de compadecerse. Si eran los locos, los del barco grande eran los malos. Si así lo pensaba, todo era más fácil. Los actos que había realizado durante toda su vida no habían sido más que formas de sobrevivir, incluso el matar era una de ellas. Y tal vez los que viajaban en el “Juan Manuel” no habían matado a nadie, pero habían hecho algo peor: representaban la jactancia que atropella, el orgullo que se antepone a todo, el privilegio de una casta que se apropiaba del mundo. Ese mismo barco era un insulto a cada pueblo que se había inundado y desaparecido, pasando por encima de las casas y los ranchos bajo el agua, lastimando los restos con su quilla enorme y su enorme indiferencia.  El silencio del barco grande era una incongruencia ante la cabeza gacha de los habitantes de un río que pescaban y morían, mataban y parían hijos, sepultaban y sembraban. Un ancho y largo río que todavía no había tomado conciencia de su fuerza ni de su futuro, que atravesaba un país que no era aún más que una utopía. Buenos Aires y sus grandes ideas estaban muy lejos, y las provincias eran un conjunto de hombres y mujeres que no sabían llamarse más que el pueblo o la pequeña ciudad en la cual vivían. Y a veces, ni siquiera eso. Ni el nombre del río conocían, porque cada uno lo nombraba con el nombre de su propio espacio: un recodo llamado igual que un árbol o que un animal, o llevaba el nombre indio que era una simbiosis de naturaleza y concepto. Un nombre indio como una metáfora.

     Y navegando por el gran río que atravesaba un país que aún seguía siendo una metáfora, ella supo que debía detenerlo el tiempo suficiente para abordarlo. Mara la conquistadora, con su legión de locos y de enfermos, y su carga de muertos. Ella no leía muy bien, había salido de España casi sin saber leer, y menos escribir. Pero había aprendido durante esos últimos años, y podía ver que en el casco todavía quedaban restos de lo que debió haber sido la antigua denominación del barco. “La conquete”, leyó, cuando ya estaban justo delante de la proa.

     Entonces se decidió. Fue a la cabina y se agarró al timón, girándolo hacia estribor. La barcaza se interpuso frente al barco grande, y apenas giró la cabeza, la proa se les vino encima. El estruendo de maderas rotas fue lo primero que escuchó, mientras las mujeres llegaban a ella y le gritaban, llorando, insultándola, acusándola de querer matarlos a todos.

     La gran proa estaba incrustada contra la barcaza, y el agua empezaba a entrar con rapidez. Ella sabía que los del barco los rescatarían, pero no tenía forma de  saber si lo harían antes que alguno muriera. José aún no podía moverse, y las mujeres no sabían nadar. Pero nada de eso importaba ya, había que decidirse y lo había hecho. El río no daba tiempo para pensar, ni tampoco la vida lo hacía.

     Aparecieron los hombres asomados por la borda, allá arriba, contra el cielo. Las mujeres se apretujaban contra ella, llenas de miedo, viendo que el agua brotaba de las tablas de cubierta, y Valverde y el viejo Tonio llamaban a gritos a los hombres del gran barco. Valverde había visto a Mara correr hacia el timón, empujando al viejo, y de algún modo había imaginado que haría algo tan desesperado como lo que hizo. Todo en ella era así, decisión y acto inmediato, intercalados por largos períodos de tiempo en que ni siquiera hablaba. Ahora ya no servía de nada recriminárselo, mientras hubiese tiempo para que la tripulación del “Juan Manuel” los recatara.

     Tiraron salvavidas y las mujeres fueron las primeras en ponérselos, y pronto vieron la sombra de un bote que empezaba a bajar. Mara no entendía nada de lo que decían, todo eran gritos de mujer y voces de hombres que hablaban al mismo tiempo, y el ruido del agua que entraba como una cascada. Las maderas crujían y la barcaza se iba a pique más rápido de lo esperado. La cabina donde estaba José se había inundado casi hasta la mitad. Lo vio tirarse de la cama y tratar de nadar hacia la zona de cubierta que aún seguía a flote.

      - ¡Rápido! - decía Valverde, mientras ella gritaba: - ¡Hay un enfermo, por favor, más rápido, que se muere!

      Y se dio cuenta que estaba por llorar, y que, si José o cualquiera de los otros moría, sería su culpa. Había matado antes, pero porque había deseado hacerlo. Y esta vez simplemente habían sucedido demasiado rápido la aparición del barco y la oportunidad. Ahí arriba estaban Altea y el niño, nada más que eso había visto en medio del inmenso barco. José, ella y el chico conquistarían al “Juan Manuel”.

      El bote ya estaba en el agua, balanceándose con las sacudidas de las olas que formaban un remolino alrededor de la barcaza. Cuando terminara de hundirse, un pozo muy peligroso los arrastraría si continuaban cerca, y a todo aquel que hubiera quedado nadando aún. Vio a los tres marineros remar contra esa atracción, mientras intentaban acercarse a la borda. Las mujeres no se animaban a separarse de Mara, pero cuando la cubierta ya estaba demasiada inclinada, ellas la soltaron y se arrastraron como pudieron hacia donde estaba el bote, con los vestidos empapados y agarrándose de cuerdas y tablas. Pero las tablas se soltaban y las cuerdas les lastimaban las manos. Ella habría querido ayudarlas, pero para eso estaban Valverde y Tonio. Era a José a quien debía ayudar, que intentaba salir de la cabina, luchando contra el agua que lo empujaba hacia dentro. Lo vio sujetarse de los costados de la entrada, pero el agua subía y lo empujaba hacia atrás. Entonces Mara se agarró a la cadena que alguna vez había estado unida al ancla vieja. Era demasiado pesada para una mujer, incluso siempre la levantaban entre tres o cuatro hombres. El agua seguía subiendo, pero ella tenía los ojos sólo para el rostro de José, al que había golpeado y había amado, en cuyo cuerpo había encontrado el refugio del consuelo y el deseo de la muerte. Ahora sabía lo que estaba sintiendo esas noches en las cuales lo observaba dormir inquieto, hablando entre dientes, sabiendo que las pesadillas que tenía nunca serían dichas en voz alta. Morir junto al cuerpo de ese hombre era lo mismo que vivir con el cuerpo de ese hombre. Cuando lo sentía dentro suyo, ella ya no era solamente una mujer. Como si la memoria de José penetrase en su matriz para concebir algo que no tendría cuerpo propio, sino algo parecido a un cáncer que iba creciendo lentamente. No destruyendo, quizá, aunque no podría asegurarlo, pero sí creando algo que estaba constituido más de fuerza que de volumen. Hacía tanto tiempo que experimentaba eso, tal vez desde el tiempo en que había dejado España, y más precisamente cuando había estado en las tardes de cosecha en el campo con su hermano. El mismo que le había quitado a su hija Elsa, y que también era su hija. ¿Qué sería de ellos?, se había preguntado muchas veces a lo largo de tantos años. José era muy diferente, pero los cuerpos de ambos le recordaban lo mismo: el éxtasis del vuelo. Había soñado con sus alas, grandes, amplias, de huesos y membranas fuertes. Subiendo y mirando hacia abajo, posada en los techos, aferradas sus garras al material de las techumbres, fuese cual fuese, madera, paja o barro. Sus garras rompían y creaban orificios, puntos de visión por los cuales veía las cabezas de la gente, el punto exacto de sus cráneos que ellos nunca podrían verse, el centro exacto de donde brotaba el eje sobre el cual rotaban los cuerpos de todos, como un mundo. Mundos que a su vez giraban en órbitas imprecisas alrededor de los demás. Cuerpos incomunicados que ni siquiera chocarían entre sí alguna vez, a menos que llegara el fin de los tiempos. ¿Pero tiene el tiempo un fin? ¿Lo tiene un círculo?

     El número Pi, pensó Mara.

     Ella sobrevolaría en círculos para observarlos. Ellos la habían alimentado y sus alas habían crecido. Ella había madurado como las viejas de su pueblo, las que se hacían llamar brujas. Pensó en la vieja Sottocorno, en las manos cuyos pulgares habían recorrido su cara aquella vez. Mara se había asustado y había intentado agarrar esas manos con las suyas y apartarlas de su cara. Pero no había podido moverlas, como si no las tuviera.

     Alas en lugar de brazos.

     Y Mara, de pronto, se levantó sobre el nivel del agua. Sus brazos se alzaban, uno completo y el otro tronchado, pero ambos tenían mucha fuerza. Agarró la cadena rota y la arrastró. A quien la estuviese viendo le sorprenderían esos movimientos que eran a la vez los de un ave de rapiña y de una mujer. Los brazos alzados, las mangas anchas que aplastadas por el agua semejaban membranas, los cabellos negros y sueltos como plumas encrespadas, la cabeza moviéndose en giros bruscos, cortos, de un lado a otro.

     Ya la cadena estaba junto a José, que se hundía en la cabina como en una gran pecera de la que nunca saldría. Vio sus manos aferrarse al último eslabón, grande y ancho. Y ella se elevó por encima del agua, pero quién sabe quién podría verla y atestiguar lo extraño del suceso. Tal vez la viese el viejo Tonio, porque un rato después vería en su mirada, mientras nadaba buscando el origen de una voz en la superficie del agua, un signo de pregunta que representaba la complicidad que había existido siempre entre ellos. Pero el que sin duda vio todo era el hombre al que ella estaba salvando. La mirada de José, mientras salía a la superficie y se dejaba arrastrar aferrado a la cadena, por lo menos hasta vencer la fuerza del agua que lo alejaba del bote, era de una tal sabiduría que únicamente podía encontrarse en la absoluta beatitud o en la absoluta maldad. Y ella sabía que la esencia del hombre es la mezcla de ambas, que únicamente conviven en lo que se llama locura. La locura es su simbiosis, que dura poco tiempo y se alterna con ambos estados que saben dominar el tiempo a sus anchas. A veces, la exquisita inocencia que dura un sueño, a veces la crueldad que protege al hombre como una coraza de espinas venenosas. Y entre ambas vigilias, la exquisita locura con que ahora José estaba contemplándola, unidos por esa cadena sobre el agua que los separaba a una distancia imprecisa: él un hombre, ella algo más que una mujer.

     En el bote, dos de los marineros subían a José, mientras el otro remaba intentando evitar la corriente que iría a arrastrarlos hacia el hundimiento de la barcaza. Las mujeres ayudaron a subirlo, y la última fue Mara. Valverde seguía a bordo del barco que se iba a pique. Se había atado una cuerda a una muñeca para ayudar a sus mujeres, pero ya no quedaban más que el viejo Tonio y él.

      - ¡Juan, Tonio! ¡Vamos! -gritó Mara, y los demás vociferaban e insultaban porque ya no había tiempo. El bote estaba demasiado pesado.

      Escucharon que Valverde gritaba llamando a Tonio, pero el viejo ya no se veía. La última vez lo había visto con el agua al pecho y nadando hacia la cabina. Pero la cabina ya estaba bajo el agua. De pronto, escucharon otra voz que gritaba, pero era la de un hombre joven. Mara prestó atención, porque le recordaba a alguien. Al principio apenas era casi un susurro por encima del estruendo del mar y el crujido de las maderas del barco que se iba partiendo a medida que se hundía. Ella vio que las mujeres también habían escuchado, y se miraban intrigadas. ¿Quién es? ¿Había alguien más? No, no había nadie más.

      - ¡Papá! - dijo la voz, desde el agua, desde un sitio impreciso que parecía provenir de todas partes a la vez. Cercana a veces, otras lejana, a ras del agua. Entonces hasta los hombres miraron hacia todas partes, y sus ojos se fijaron sobre el agua, y Mara se dio cuenta que sus miradas intentaban penetrar la superficie. Vio el miedo que ya había visto en los marineros en noches de naufragio. Sabía de anécdotas y de leyendas. Historias de los que habían muerto.

     - ¡Papá! -volvió a escucharse la voz, mucho más clara y cercana.

     El bote había sido liberado al impulso de las olas. Unas lo empujaban hacia el barco, otras hacia la fuerza centrífuga del hundimiento.

     Vieron la cabeza del viejo Tonio asomada a ras del agua, a varios metros del barco. Valverde entonces comenzó a soltarse de la borda y empezó a nadar hacia el bote. Las olas lo tapaban. Estiraron el remo para que se sujetara y luego de varios intentos pudo agarrarse y lo subieron al bote. Valverde gemía de cansancio, y las mujeres lo abrazaban y lo secaban. Era casi un harem extraño en tal circunstancia, algo demasiado raro cuando veían que el viejo Antonio Gonçalvez seguía asomando su cabeza, buscando a uno y otro lado el origen de la voz que lo llamaba.

      Desde el bote siguieron intentando gritarle que nadara hacia ellos, pero él no hacía caso, como si no los viera. Buscaba y buscaba.

      - ¡Padre!

      Y las mujeres se estremecieron de frío, o tal vez de miedo. Y Mara ya sabía ahora quién estaba llamando a su padre. El mismo que lo había estado acompañando durante todo ese último tiempo cuando lo veían mirar a hacia los costados y hablar solo. El hombre que ella había matado y arrojado al río.

     El viejo desapareció bajo el agua. Su cabeza no volvió a asomarse entre las olas.

     La voz no volvió a escucharse.

     Desde la alta borda del barco, llamaban y llamaban. Se sintió el estremecimiento de las cadenas y los golpes que retumbaban en el bote, que estaba siendo izado muy lentamente con todos ellos. Y a medida que subían, Mara contemplaba el agua revuelta alrededor de la barcaza, hasta que ya no quedó nada más que un remolino que fue perdiendo fuerza muy rápidamente.   

     Ella ya no tenía alas, pero subía y el espectáculo del río iba extendiéndose a pesar del próximo crepúsculo.  Subía a expensas de cadenas. De algún modo sintió que sus brazos estaban extendidos y atados. Era a la vez una sensación de fuerza y de impotencia. Atrapada en un sitio entre la tierra y el cielo: eso era ella. Y por fin lo aceptaba.

 

 

 

*

 

 

 

Cuando el bote llegó a bordo, una de las cadenas se rompió, el bote se partió en dos y todos cayeron a cubierta. José estaba despierto, pero no tenía fuerzas para tenerse en pie. Las mujeres se fueron levantando asustadas, histéricas todavía. Los marineros las ayudaban, mientras Valverde tenía un brazo roto por las ataduras que lo había mantenido unido a la barcaza.

     Mendoza ayudó a unos y a otros, Gonçalvez asistió a las mujeres primero, pero no tenían más que golpes.

    - ¡Tranquilas, señoras! - les decía. Siéntense o vayan a secarse.

    El resto de los marineros se unió trayendo mantas y ropa seca, mientras Márquez hablaba con otros y señalaba la zona del casco dañada con el choque.

    - ¿Hay daños?- preguntó Mendoza.

    -Es lo que quiero saber, bajaré a ver con algunos de los hombres.

    -Está bien, déjeme cinco para ayudar al doctor y a los náufragos.

    Márquez se alejó y Mendoza se inclinó sobre la única mujer que seguía sobre el piso. No parecía herida, pero tenía la ropa desgarrada y el cuerpo lleno de heridas.  Respiraba agitada, y abrió los ojos con sobresalto cuando Máximo la tocó.

     - ¿Está bien? ¿Puede levantarse?

     Ella se soltó con violencia y se levantó con rapidez, pero con dolor.

     -Lamento la muerte de su capitán-dijo Máximo.

     Mara lo miró como si no supiera de qué estaba hablando. Luego, quiso reír, pero le dolía demasiado la cara.

     - ¿El viejo Tonio? No era capitán, señor, sino el maquinista.

    - ¿Entonces el capitán es el señor? -dijo Máximo señalando a Valverde que estaba sentado, agarrándose el brazo roto mientras el médico lo entablillaba.

     Mara otra vez quiso reír, y esta vez no pudo evitarlo, aunque le doliese todo el cuerpo

     - ¿Valverde? No me haga reír, capitán, porque supongo que es usted Máximo Hurtado de Mendoza, el dueño y señor de este monstruo napoleónico.

     Mara lo miraba con las manos en la cintura, como recuperada del dolor y de todos los signos de tristeza que la habían inquietado las últimas semanas. Los que la escuchaban y la conocían, se daban cuenta de que había recuperado su personalidad insidiosa y sarcástica.

      -Yo soy mi propio capitán, señor-dijo.

     -Entonces es usted la responsable por la muerte de ese viejo, y de los daños que ha provocado en mi barco.

     Máximo había tomado el desafío que esa mujer le presentaba. Estaba harto de ella. En la cara de Mara veía otra cara, pero las palabras eran distintas, más abiertas y sinceras, y por eso podía hablar con esa mujer.

     Mara dio un grito de asombro y mandó otro desafío.

    - ¿Así que yo soy la responsable? ¿Y qué me dice usted que maneja este monstruo como si fuera el dueño del río, pasando por encima de los pobres pescadores? ¡Miren la jactancia de este señor! Porque viene de familia de alcurnia se cree el dueño del país.

     Mendoza la agarró del brazo y le dijo a uno de sus hombres que la llevara con el resto de las mujeres.

     -Que se sequen y denle ropa seca, aunque sea de hombre, y que duerman. Después hablaré con usted-dijo a Mara, mientras se la llevaban.

    Máximo miró el bote destruido. Se acercó a José que seguía tumbado en el piso y a Gonçalvez que lo revisaba.

    - ¿Qué tiene?- preguntó.

      -Ahora se lo ve agotado por el naufragio, pero tiene signos de haber estado enfermo, aún tiene moretones y fracturas que no se soldaron todavía.

      Mendoza miró a Valverde. Conocía a ese hombre de oídas. Le habían dicho que se cuidara de los traficantes, pero a esos ya estaba acostumbrado. No pensaba meterse con los que vendían armas a los indios o las llevaban o traían del Brasil. El único más importante había desaparecido hacía ya más de un año antes, y le habían dicho que se llamaba José Iribarne. Nunca pudo preguntarle a Manuel si tal vez era de su familia, nunca hubo tiempo para eso. Sin embargo, de Valverde le habían hablado en Buenos Aires, y sobre todo en Santa Fe. Era traficante de blancas, y de drogas, también. Decían que era un chiflado inteligente, porque hacía teatro y embaucaba a todos, aunque lo conocieran de sobra. Hasta había escuchado que sabía de venenos y, por supuesto, de sus antídotos. ¿Era médico? No, sólo hacía abortos, y muchas veces curaba enfermos. Enderezaba huesos, y por eso ahora había aceptado a regañadientes la ayuda de Gonçalvez. ¿Era farmacéutico, quizá? ¿O químico? Nada de eso, le contestaron muchas veces. Era un simple embaucador que no tenía más plata que la que llevaba encima. Su riqueza eran las mujeres que transportaba de un pueblo a otro, y las hierbas que llevaba encima, en una o dos alforjas. Nadie sabía qué contenían, pero cuando las abría, el olor era, más que exquisito, embriagante. Como si con sólo oler ese aroma, o esa mezcla imprecisa de especias, uno viese el rostro de Valverde de Amusco de otro modo. El cuerpo de uno dejaba de ser un esqueleto y se transformaba en algo etéreo que podía mantenerse elevado a pocos centímetros del suelo.

     Mendoza había reído de esas alucinaciones, porque él también había probado esas hierbas alguna vez. Y con todo ese bagaje de prevenciones que consideraba ahora muy útiles al encontrarse con Valverde, se le acercó y le dijo:

    -Me alegro de que sólo haya sufrido un brazo roto, amigo mío. ¿Tengo el gusto de hablar con Juan Valverde de Amusco?

    El otro extendió el brazo derecho, el sano, y sonrió con todo el ancho de su cara cansada.

    - ¿Y yo tengo el gusto de conocer al Capitán Máximo Hurtado de Mendoza?

    Se dieron la mano.

    -Sepa disculpar los modales de mi amiga Mara. Hemos sufrido muchos incidentes en nuestro viaje.

    -Dígame, Valverde. ¿Cómo es que se metieron de pronto en el camino del “Juan Manuel”? No me pueden decir que no nos hayan visto, y su barcaza era mucho más fácil de timonear que el nuestro.

     -Eso si anda el timón- dijo Valverde. No sabía la excusa que inventaría Mara cuando le preguntaran, debía verla antes. -El viejo Tonio estaba intentando arreglar las maquinarias después de la tormenta. Mara y los suyos nos rescataron a las mujeres y a mí. Les debemos la vida-dijo, con toda la pesadumbre construida en su cara.

     Sí, se dijo Mendoza, es un gran embaucador que cae bien a todo el mundo.

     - ¿Y quién es el enfermo? El doctor dice que le han pegado gravemente.

     -El señor es José Menéndez Iribarne, un español de buena familia. Hasta donde lo conozco, ha hecho muchos negocios por el litoral.

     Cuán chico es el mundo, se dijo Máximo. Todavía no había podido reiniciar su viaje ni retomar su trabajo, y ya llevaba a bordo dos traficantes: uno de armas y el otro de putas, y quién sabe quién era la mujer.

    

     Ya era medianoche. Mendoza estaba en su despacho, sentado frente al escritorio con las carpetas de los encargos que esperaban ser cumplidos. Algunos ya le habían pagado por adelantado, de otros tenía buenas referencias y sabía que podía cobrar tranquilamente. Pero de Buenos Aires llegaban siempre nuevas noticias de revueltas, y la revolución del noventa había movido todos los esquemas políticos, y él, que no entendía nada de todo eso ni le interesaba, estaba perdido y en manos de aquellos en quien confiaba, casi ciegamente. Pensaba en el diputado Farías, que al fin de tanto tiempo había logrado cebarse en Ruiz, como un camaleón lograba sobrevivir y fortalecer su partido recurriendo a todo, incluso a su drama familiar. Si llegaba a ser presidente, no solo el litoral se alzaría, sino gran parte del Cuyo. Habría guerra, otra vez, y Mendoza no confiaba en sus habituales escrúpulos. Su vida privada era una tragedia provocada por él mismo la mayor parte de las veces, pero cuando se trataba de la vida pública, surgían los escrúpulos del honor y las buenas costumbres.

    Se acodó sobre el escritorio, apartando los papeles que representaban el futuro. Si hay guerra, se dijo, tengo a bordo al principal hombre que me serviría. Había escuchado muchos rumores de que Iribarne traía armas desde el exterior, principalmente desde Brasil. A Rio llegaban los barcos desde España, a veces, y otras desde el Congo, llenos de armas. ¿De qué otra manera habrían sobrevivido los paraguayos en los últimos años de la guerra? Iribarne era un recién llegado y se había hecho de mucha plata en ese tiempo. ¿Tenía tierras, acaso? Nadie le conocía nada, iba de un lado a otro hasta que se instaló en un pueblo de Entre Ríos, y desapareció.

      Márquez pasó a darle informes de los daños. No hubo perforaciones, sólo el daño externo. La barcaza de pesca estaba vieja y se había astillado como una nuez.

     -Avise a los hombres que mañana zarpamos, sin falta.

     - ¿Con esta gente, capitán?

     -Con lo que hay, viejo.

     Márquez salió y volvió el silencio. La noche estaba demasiado silenciosa. Las mujeres debían estar durmiendo, agotadas. Los hombres se habían alborotado al principio antes las putas, por más que estuviesen empapadas y sucias. Después se tranquilizaron y volvieron al trabajo.

     Metió la cabeza entre los brazos cruzados sobre el escritorio. El ron ya no le servía de nada. Estaba cansado también del alcohol. Todo continuaba con su sabor de siempre: las bebidas, las mujeres, el trabajo. Pero todo le resultaba ahora un enjambre de hastío que lo rodeaba y lo molestaba incesantemente. Sólo este silencio a esta hora de la noche, le parecía irrepetible. Levantó la mirada y contempló los libros en los estantes. Había ejemplares que quedaron de la vieja época, apolillados y con hojas sueltas. Otros los había traído Natacha: libros de ciencia y de religión, igual que en la biblioteca de su padre en Varsovia. Muchas veces había tenido gamas de arrojarlos a río, pero entonces se acordaba que Ariel también recurría a ellos.

     Recordó otra biblioteca, la de Aurora Valverde. Los apellidos se repetían con inquietante insistencia, casi con extravagancia. Su barco y él parecían atraerlos, como si estuviese destinado a ser el punto de confluencia de muchas cosas: pero ¿cuáles? Seguramente estaba en los libros, pero él nunca tendría tiempo de leerlos. Máximo Mendoza era de aquellos que actuaban el papel designado por algún dramaturgo que se regocijaba en ser cruel con sus personajes, simplemente porque estaba afuera de la obra. ¿Dios, quizá? ¿Pero incluso Dios no es también un personaje, y no están en Él todas sus creaciones? Una vez había hablado con Ruiz, en ese mismo despacho, una noche en que el médico recordaba sus días de estudiante en Francia. Había visto muchos alienados, y describía la forma en que hablaban y hablaban sobre sus fantasmas interiores. Y luego de muchas horas, y a veces por unos cuantos días, esos hombres y mujeres se comportaban como seres normales. Era como si al hablar hubiesen expulsado los grandes dramas de sus vidas, y entonces la presión en sus mentes se aliviaba, igual que cuando se drena una pústula infectada. Luego, los dramas se reproducían, creciendo de muy diversa manera y velocidad. Eran un cáncer que nunca podía ser extirpado, porque no era una masa en sus cerebros sino un conjunto de ideas enfermas. Los locos, decía, son los maestros de la abstracción. No necesitan mucho talento imaginativo, porque no está allí la capacidad de crear mundos prácticos, sino en la capacidad de construir conceptos. La imaginación suele ser fantasía, en cambio los conceptos se embanderan con el raciocinio.

     Pensó en Julio Ruiz, y creyó verlo sentado frente a él, envejecido, luchando con su vicio y la mirada agradecida a quien lo había rescatado. Esos ojos, Dios mío, pensó Máximo. Los ojos de Julio tenían la ternura de un chico y la tragedia de un muerto. En esos ojos podría haber descubierto, si hubiese mirado mejor, el fusil y la bala que al final lo mataron. Pensó en el hijo de Ruiz. Bernardo siempre estaba presente: la noche del disparo a Altea, en la habitación mientras la cuidaban, durante el rescate de los náufragos. Nadie, sin embargo, le hacía caso. Los que no lo conocían tal vez pensaran que era el hijo de alguno de los hombres, y los demás estaban demasiado acostumbrados ya a su presencia silenciosa, porque no le gustaba hablar más que con el perro que lo acompañaba. Max, como siempre, se portaba como un ser humano: al principio se había apegado a Altea y a Manuel. Luego los había seguido a Mendoza y Altea. Había soportado cada una de las situaciones en los pueblos. Luego, cuando volvieron al barco, se fue apartando. Tal vez extrañara a Ariel, y era así como lo veía vagar de un rincón a otro del barco, desapareciendo por varios días, tal vez escondido en un recoveco que nadie conocía de la enorme nave. Pero de pronto había hallado en Bernardo alguien que le hablaba, a veces sólo con miradas. Había observado que a medida que ellos se unían, el silencio de ambos era más fuerte: la escueta conversación del chico no era falta de inteligencia, sino la condensación de ella; y la ausencia de ladridos del perro no era mansedumbre sino la consolidación de una idea. Los animales no piensan, dicen. Los animales no sienten, dicen. Los animales no tienen alma, dicen.

     Máximo Mendoza no sabía nada del resto de los animales, pero sí sabía que los perros no solamente huelen lo imposible o escuchan la arquitectura del silencio, sino que ven lo que no vemos. Ellos lloran ante la aparente nada, gimen ante el futuro trueno de un disparo, y ladran cuando una hoja se mueve y no hay viento.

    Máx.

    Máximo.

    Altea le había dado su nombre, antes de conocerlo.

    En esa semimuerte que él le había obsequiado, tal vez se cruzasen las imágenes del perro, corriendo, ladrándole, llamándola.

 

     Miró el antiguo reloj de pie junto a una pared. Había sonado la campanada de la medianoche hacía más de una hora. Tenía sueño, y se quedaría allí toda la noche seguramente. Escuchó golpes suaves en la puerta. ¿Quién podría ser a esta hora más que Márquez con un nuevo inconveniente?

    - ¡Pase!

    La puerta se abrió con extraña timidez. Se asomó la cabeza de una mujer, de cabello oscuro y atado en un rodete desprolijo. Reconoció los ojos, entre verdes y grises.

    -Discúlpeme, capitán.

    - ¡Ah, la mujer del barco!

     Ella entró y cerró la puerta, ahora ya sin tapujos. Caminó hasta el escritorio y extendió la mano izquierda. Entonces Máximo se dio cuenta de lo que había pasado por alto esa tarde, a la mujer le faltaba una mano.

     -Así es, capitán, soy “la mujer del barco que se hundió”. - Intentó sonreír como si le avergonzara un poco el desafío de su voz, pero no podía evitarlo. - Mi nombre es Mara Aranguren.

     Mendoza le estrechó la mano fuerte, firme, pero pequeña. Era casi como estar estrechando un pequeño animal lleno de tendones que hacía fuerza por desasirse.

     - ¿En qué puedo ayudarla? Mañana zarpamos muy temprano…

     -Sí, lo sé capitán. Pero no podía descansar sabiendo que le debo una gran satisfacción luego de habernos rescatado. No fue su culpa el habernos embestido…

      Qué sarcasmo, pensó Mendoza. ¿Quién es esta mujer?

     -El timón estaba averiado, y ya desde más de cien metros antes lo veíamos venir, pero nadie respondía. En un momento se me ocurrió que era un barco fantasma, como una aparición de otros tiempos. El tamaño, el silencio, ya me entiende…

     - ¿Qué necesita? - volvió a preguntar.

     - ¿Qué necesito? Nada, sólo agradecerle el alojarnos, y la atención médica para mi marido…

     - ¿Y quién es su marido?

     -El hombre enfermo, capitán. José Menéndez Iribarne.

     Ambos hicieron silencio.

     -Están bien, reconozco que no estamos pasados. Pero eso no hace diferencia en cuanto a mi preocupación, ¿no es cierto?

      Mendoza se levantó de la silla y se desperezó. No se tapó la boca al bostezar. Tenía la camisa abierta hasta mitad del pecho y el cinturón flojo. No llevaba botas, que hedían bajo el escritorio.

     -Mire, señora mía. Le seré muy claro. Sé a qué se dedican ustedes, me refiero a Valverde, Iribarne y usted, y esas mujeres me tienen sin cuidado mientras no se metan con mis hombres en mi barco, en tierra pueden hacer lo que les guste. Si Iribarne no se recupera antes, lo dejaremos en el hospital de Corrientes.

     -No nos quiera a bordo, ya veo. Somos indeseables para usted y poca cosa para esta antigualla de lujo.

     Mendoza puso sus pulgares en su cinto y preguntó, ciñendo la frente:

     - ¿Quién es usted, señora? No la reconozco, es decir, a veces parece una rea, otras, habla como una señora pretenciosa. Pero no veo sinceridad…

     Mara se sentó frente al escritorio.

     -Permiso-dijo, exagerando el ademán de ceñirse el vestido al sentarse. - Soy española, capitán, lo mismo que José, y que los padres de usted.

     -No hablo de su filiación, sino de sus planes. Meterse en medio del curso de barco de nuestro calibre…-Movió la cabeza como asombrado de la excusa que le había dado. - Después venirme a ver a esta hora para rogarme que no los eche mañana mismo y los entregue a las autoridades.

      Mara cruzó las piernas, apoyó un codo en una rodilla y la cabeza en la mano. Escuchaba como una feligresa el sermón del cura. Cuando él acabó, ella dijo:

     - ¿Puedo preguntarle algo, capitán, o reverendo, si prefiere?

     Máximo tuvo ganas de sacarla a empujones del despacho y del barco. Se contuvo en silencio.

     - ¿Conoce usted a Manuel Menéndez Iribarne? José ha estado buscando a su hermano y su cuñada hace largo tiempo. Enseñaban en un pueblito de Entre Ríos a los indios, pero cuando se volvían a España, los perdió de vista.

      Mendoza se sentó. Ya sabía que todos esos acontecimientos no eran casuales. ¿Acaso existía la casualidad después de haber conocido a Aurora Valverde? ¿Era, acaso, esta mujer que tenía delante, algo diferente a la otra?

      -Lo conocí, así es. Lamento decirle que está muerto y enterrado en el pueblo que dejamos atrás.

     Mara formó un gesto de pena que nadie creería, y dijo:

     -No sé cómo tomará José esa noticia, está muy apegado a su hermano. ¿Y su esposa?

     -Está con nosotros, pero lamentablemente muy mal.

     Se sentía tan estúpido dando esas explicaciones. Habría querido estar llorando y lastimándose a sí mismo al decir todo eso, y, sin embargo, como todo falsario, seguía incólume y firme tras el escritorio.

     - ¿Pero qué les pasó, Santo Dios bendito?- dijo Mara, con la mirada llena de preocupación, pero él vio que tras esa máscara había recelo. Ahora Mara Aranguren resultaba bastante bella. Era fuerte, de cuerpo esbelto y bien formado. Sabía manejar sus expresiones para ocultar lo que realmente buscaba, pero su voz solía traicionarla. No sabía manejar bien el sarcasmo. Cuando debía fingir, resultaba irónica. Era, quizá, esa falencia el único rasgo que la rescataba de la verdadera malicia.

      ¿Cómo contestar a lo que ni siquiera sabía con exactitud? Una muerte causada por una serie de torturas físicas infligidas durante semanas, ¿o fue una muerte donde ese hombre se había castigado a sí mismo? Y luego el disparo que había dejado a Altea casi muerta.

     Nadie sabía la verdad fuera de ese barco, y ahora esta mujer extraña que escondía más de lo que mostraba venía a preguntarle todo eso. ¿No será, se dijo, que ya lo sabía, o por lo menos presentía?

     Por eso esa conversación en plena noche, ambos sentados frente a un escritorio con papeles que prometían un futuro, pero que quizá nunca se moverían de allí, como en un cementerio. Rodeados de libros que ya nadie leía. Sonó la campanada obtusa de las tres de la mañana. Resultaba sarcástico esa llamada. ¿Quién había dado cuerda a ese reloj por última vez?

      -Nos dijo el médico que les dispararon, no sabe quién. Habían bajado al pueblo mientras atracábamos. Lo llamaron para atenderlos. El señor Manuel murió en el acto, la señora Altea fue muy mal herida. La estamos cuidando, porque está esperando un niño.

     Mara cambió su rostro. Fue así como él definió aquella transformación. La expresión apesadumbrada desapareció, llevándose las arrugas de la frente y la tensión de los labios, y hasta creyó ver que los contornos de la cara eran otros, porque la anterior expresión había alargado sus rasgos, y ahora habían vuelto a redondearse como aquella tarde. Hasta el cabello pareció hacerse menos suave, y resaltaba con mechones sueltos que caían sobre un lado de la cara.

     - ¿Supongo que no atraparon a los malhechores, no es cierto?

     Dios mío, pensó Mendoza, contemplando esa sonrisa en el rostro de Mara. Una sonrisa de labios cerrados con la que sólo Natacha podría haber competido.

     Mara no esperó respuesta, lo veía demasiado cansado y dejó que el capitán recostara la cabeza sobre el escritorio. No tardó mucho en dormirse. Ella salió caminando sobre la vieja alfombra imperial, sucia y desgastada, intentando no hacer ruido. Había soplado sobre las lámparas del escritorio, trayendo la sombra. Al salir, sabía ya que estaban encendidas las luces de su camino.

 

 

 

*

 

 

 

Despertó antes que el sol. Miró el reloj de pie. Sonaban las seis tenues campanadas. Escuchó el rumor creciente de la maquinaria, las voces de los hombres que llegaban descompasados, y luego sintió que una mano intentaba sacudirlo de la manga.

     Bernardo lo miraba, diciéndole:

    - ¡Capitán, ya zarpamos!

    Se levantó, desperezándose, y le sonrió.

    - ¿Cómo te levantaste tan temprano?

    -Dormí con usted, capitán.

    - ¿Acá?

     -Sí, en la alfombra, bajo el escritorio.

    Mendoza recordó la visita de anoche.

    - ¿Escuchaste lo que dijo la señora Mara?

     Temía que Bernardo hubiese oído sobre la muerte de su padre. Máximo ya le había dicho quién era Julio, pero no sobre su muerte.

     - ¿Qué señora? Solamente vino el señor Márquez, y después ya nadie más.

     Máximo dejó de lado la preocupación y ambos salieron a cubierta. El barco se desplazaba a buena velocidad. Habían dejado atrás el pueblo frente al que tanto tiempo habían estado. El río seguía extremadamente ancho por las inundaciones. En las costas sólo se veían las copas de los árboles. Restos de casas flotaban alrededor, y muchos animales muertos. El olor a podredumbre era demasiado fuerte para esos cadáveres que veía flotar. Se asomó a la borda, y vio atado a popa un bote grande lleno de cadáveres. Y encima de todos estaba parado Juan Valverde, esparciendo cal sobre los cuerpos.

     - ¡¿Qué está haciendo, Valverde?! ¡¿Quién lo autorizó a remolcar eso?! ¡Regrese a bordo o lo soltaremos a la deriva junto con el bote!

      Valverde alzó la vista. Pereció escuchar detenidamente, pero no contestó nada.

      Máximo vio que Márquez y otros dos se acercaron y miraban.

      -Ya sabe, capitán. Le dije cuando naufragaron que usted no aceptaría remolcarlos, pero dijo que era su trabajo, así que se tiró al agua, nadó con un solo brazo y recogió la amarra del bote. Volvió y la ató a nuestra popa.

     - ¿No le bastan las putas que lleva de un lado a otro?

     -Me parece que este comercio le gusta más que el de blancas. Ya sabe lo que dicen de él. Médico, anatomista, y hasta mago, lo han llamado.

     Mendoza hizo un gesto de hastío.

     -Suelte las amarras. Si quiere llevarlos y venderlos, que reme.

     Entonces escuchó la voz de Mara a sus espaldas.

     -Capitán, por favor, déjelo que haga su trabajo. No entorpecerá su viaje, se lo aseguro. Además, esos cuerpos servirán de estudio en el hospital a donde los lleva.

     Máximo la vio otra vez como en la noche, cambiante. Ahora, sin embargo, no era sarcasmo, sino una falsa imploración de lástima. Iba a negarse, por supuesto, pero mirándola a los ojos, dijo:

     -No crea que va a convencerme otra vez…

     - ¿Otra vez? ¿Cuándo lo hice?

     -Me refiero anoche, es como si ya hubiéramos tenido esta conversación, ¿acaso no le basta?

     -No sé a qué se refiere, capitán. Debe haber soñado conmigo-dijo, poniendo una cara de virtud ofendida. - No sé si debo tomarlo como un alago…

      Ambos se miraban, y Mendoza ni siquiera había notado que Márquez y los otros se habían ido murmurando entre risas.

     - ¿Qué puedo hacer para pagar nuestro pasaje? ¿Cocinar para los hombres? ¿Limpiar la cubierta? Para eso estamos las mujeres.

     -Cuide a su hombre-contestó.

     -José está mucho mejor, pronto lo verá levantado. Pero me sobra tiempo, y las chicas quieren verse ocupadas. Me han dicho que hay una enferma grave. ¿Podemos verla?

     Máximo se apartó y empezó a examinar el río y las aguas. Estaba nublado, pero no llovería. La humedad era intensa y el olor de los cuerpos llegaba igual de fuerte a pesar de que iban a popa.

     Se acercó a la cabina y gritó:

     - ¡Más velocidad! Debemos llegar a Corrientes lo antes posible.

     Se dio vuelta, con las manos a la espalda, erguido e intentando demostrar ofuscación, pero se tropezó con el chico y con Mara, que lo seguían como perros.

     - ¡Siempre en el medio!

     -Perdón, capitán-dijo ella. Tenía agarrado de la mano a Bernardo. El chico preguntó:

     - ¿Podemos ver a la señora Altea?

     Ya se había dado cuenta de que Mara lo había conquistado El chico necesitaba aferrarse a una figura femenina, y en reemplazo de Altea, había encontrado a esa mujer. Mara ahora tenía puesta la máscara de los buenos modales, y no podía penetrar tras ella para descubrir las verdaderas intenciones. Anoche las había visto con una certeza que creía inquebrantable, sin embargo, ahora dudaba de esa noche como había dudado siempre de sus sueños. Pero estaba seguro de que no había sido un sueño. Entonces qué: ¿una mentira de ella, y el chico también había mentido? No. Había estado tan despierto como la noche que disparó a Altea. Era la misma sensación de inevitabilidad, de inclaudicable realidad. Sabía que había sido Mara Aranguren quien lo había visitado anoche, y también lo era esta que lo miraba con rostro sumiso, y también la otra que había hecho naufragar su barcaza y gritaba y apostrofaba como el más reo de los marineros. Y la mujer que, según, le dijeron, ató a su hombre enfermo y lo subió al bote.

     -Vamos-dijo.

     Caminaron por cubierta hasta la escalerilla y descendieron a los camarotes. Golpeó la puerta de Altea y le abrió una de las mujeres de Valverde. Natacha estaba sentada en la cama, dándole cucharadas de té a Altea, que estaba reclinada con almohadones en la espalda. Como siempre, estaba inerte, pero se escuchaba su respiración suave y estable. Seguía con la venda sobre la cara, cubriendo el ojo izquierdo. Le habían cortado el pelo y sólo se veían mechones saliendo del borde de las vendas. Otra de las mujeres lavaba las vendas que le habían cambiado un rato antes.

     La que les había abierto era muy joven.

     -Carla- dijo Mara, entrando y agarrándola del brazo mientras caminaban directamente hacia la cama. Ya era otra vez la mujer que no usaba preámbulos ni pedía permiso para hacer o decir lo que quería. - ¿Cómo está?

     Natacha las miraba como resignada a soportar la intromisión de esas mujeres, pero le servían de mucha ayuda.

    -Igual que siempre-contestó Natacha.

    El chico se sentó en la cama y dio un beso en la mejilla a Altea. Las vendas se manchaban todos los días, y apenas la cambiaban, volvían a mancharse antes de la hora.

     - ¿Cuándo vendrá el doctor? Desde hace dos días que no lo vemos-preguntó Natacha a Máximo, con toda la acrimonia con que siempre intentaba hablarle.

     -Es mi culpa, señora – dijo Mara. - El doctor ha tenido que atender el brazo roto de un amigo y a mi hombre, que ha estado muy enfermo. ¡Carla, qué hacés ahí sentada! - ordenó de pronto, empujando a la chica -¡Andá a buscar al  médico!

     Máximo se acercó con recelo. No se había atrevido a mirar a Altea a la cara en mucho tiempo, y aún ahora temía observarla, por más que ella estuviera inconsciente.

     Mara se puso a hablar, pero él ya no le hacía caso. Hablaba de sus viajes, de su vida en España, de la inundación. A veces reía de sus propias bromas, ignorando el rostro hosco de Natacha. Una sentada a cada lado de la cama, atendía un lado del cuerpo de Altea. Ya la habían lavado y cambiado muy temprano. Natacha dejó a un lado la taza de té frío, y Mara se adelantó a secar los labios y el mentón, incluso el cuello por el que se había volcado el líquido. Altea no abría los labios por sí misma, sólo era posible hacerlo empujando con la cuchara.

     Entró el doctor Gonçalvez y las mujeres, excepto Natacha, lo rodearon.

     - ¿Cómo ha pasado la noche? - preguntó.

     Natacha dijo que se portaba muy bien, casi no había que cambiarla más que una vez al día Gonçalvez puso mala cara.

      - ¿Y comió algo?

      Natacha se levantó de la cama y se frotó las manos con ansiedad.

     -Escupe el puré…

      No reconocería delante de todos que ya no sabía qué hacer. Altea estaba adelgazando muy rápidamente, y el vientre crecido era como una loma abrupta en un terreno seco.

     -Ya me temía que esto iba a pasar…

     - ¿No hay otra forma de alimentarla, doctor? -preguntó otra de las mujeres de Valverde, que se llamaba Carmen. -Yo tenía una abuela paralítica, y mientras yo le abría la boca, mi mamá le metía comida machacada. Al principio se ahogaba, después escupía, pero de a apoco empezó a tragar.

     -Pero supongo que su abuela estaba consciente, y lo que tiene esta señora es un daño cerebral completo. Puedo ponerle un suero, e inyecciones, pero no llegará al término del embarazo, ni siquiera a los siete meses. Y faltan dos, por lo menos, y no llegará…

     Gonçalvez le auscultaba el pecho y luego el vientre. Todos hacían silencio.

     - ¿Cómo está el niño? - preguntó Mendoza.

     -Parece que bien, pero…

     -Sí, ya sabemos, doctor…-. Mara había dicho esto, otra vez intempestiva y dominante. - Ya lo dijo muchas veces. Yo me encargaré de la señora, y verá cómo llega al fin del embarazo y sacaremos a la criatura.

     Las mujeres la miraron sin recelo. Los hombres se observaron, sin creer. Y en ese momento entró otra persona más al camarote, cuya puerta no había sido cerrada. Max estaba también, pero sentado a la puerta, sin entrar.

     Valverde se acercó con el brazo en cabestrillo y la otra mano sacudiéndose el polvo de cal del pantalón.

     - ¿Qué hace usted acá?-dijo Máximo, dispuesto a sacarlo, pero Valverde se le adelantó.

      -No se preocupe por los muertos, capitán, siguen callados. Yo que usted me preocuparía por esta señora y su hijo. Tal vez Mara y yo podamos hacer algo para pagarle el habernos rescatado, y por supuesto, el viaje y hospedaje en su barco.

     El médico dijo:

     -Capitán, ya le dije hace unos días que tengo familia y debo dejar el barco...

     -Ya lo sé, Goncálvez, pero no tenemos a nadie…

     - ¿Goncálvez, doctor?-preguntó Mara, intercambiando una mirada con Valverde.

     -Así es, Estanislao Gonçcalvez.

     - ¿De Brasil, doctor, de Sao Paulo?

     El médico la miraba con curiosidad.

     - ¿Tiene usted un pariente de nombre Antonio?

     -Tengo muchos, pero un tío de ese nombre vino a Argentina hace muchos años.

     Mara y Valverde se rieron y celebraron la coincidencia.

     -El viejo Tonio, que murió en el naufragio, era ese tío suyo, doctor-dijo Valverde. - Nos da gusto conocerlo, y sería inapreciable que se quedara con nosotros para ayudar a la enferma.

     -Pero ya les dije que tengo familia…

     Mara se acercó al médico, alto y flaco, tan distinto a su tío. Ella apoyó su única mano sobre un brazo de Gonçalvez, y dijo:

     -Mándeles una esquela, y su mujer comprenderá. ¿Su hijo es muy pequeño, no es verdad? Su deber, me parece, está con nosotros y con ellos. ¿O me equivoco?

     Gonçalvez siguió la dirección de la mirada que Mara había echado hacia fuera del camarote, y presintió, o más bien supo, que se refería a la popa, y más allá de ella.

     Valverde se acercó al médico, incluso más alto que el cuerpo fornido de Valverde.

     -Su familia del Brasil extraña a los que se han ido, los conozco de hace mucho tiempo. Hice negocios con ellos por todas partes. Durante la guerra se hicieron de un gran nombre.

     Las mujeres de Valverde ya sabían a qué se refería, pero Natacha lo miraba con curiosidad.

     - ¿A qué se dedica su familia, doctor? -preguntó.

     El médico tragó saliva y no contestó.

     -A las pompas fúnebres-le contestó Valverde, palmeando la espalda del médico.

     - ¿Y usted se hizo médico?

      Mara habló para apaciguar a la otra.

      -Tal vez quería evitar lo inevitable, señora, muchos se empeñan en eso hasta que se dan cuenta de que es imposible.

      En la cara del médico los ojos brillaban. Bernardo se acercó y le agarró la mano, tirándolo del brazo para sacarlo del camarote. El perro se unió a él mordiendo la manga del otro brazo.

      Cuando se fue, Carla dijo:

    -Fueron muy crueles con el pobre doctor….

     - ¿Y vos qué sabes? -le dijo Mara, mirándola con mala cara, como siempre desde que se había metido con José.

     -Salgan todos de acá- ordenó Natacha. -Esto parece un conventillo de Buenos Aires. ¡Fuera, fuera! - Y empezó a empujarlos uno por uno.

     Pero Mara se quedó quieta y sus miradas se enfrentaron.

     -Creo que debemos compartir las tareas, señora. Ella nos necesita a ambas.

     Natacha se encontró por primera vez con alguien en quien no alcanzaba a ver más allá de su cara. Intuía que había demasiado tras ese rostro cambiante, porque por más que siempre fuese el mismo, la expresión de la voz modificaba la impresión. Cuando estuvieron solas y la puerta se cerró tras Máximo Mendoza, ella volvió a sentarse en la mecedora en la que solía velar a Altea. Mara se sentó del otro lado de la cama.

     Era muy temprano en la mañana, y el sol no entraba por la ventanilla clausurada. Había olor a encierro y a sangre.

     Mara y Natacha seguían mirándose, alternativamente. Cuando una observaba que la otra la miraba, bajaba la vista, y lo mismo hacía la otra. Ambas se sabían observadas.

     Mara veía un oscuro halo alrededor de Natacha, negro como el vestido que llevaba. Tenía las manos sucias de sangre seca después de cambiar las vendas, pero también bajo las uñas, como si estuviesen impregnadas de tiempo antes. La vio mover los labios hablando sola, pero entonces se dio cuenta de que miraba hacia un lado, hacia el rincón oscuro tras la mecedora. Y esa silla se movía, pero los pies de Natacha estaban quietos. Mara creyó ver una mancha sobre el respaldo, en realidad una sombra con la regular forma de una mano, que tal vez la estaba meciendo.

      -Me preguntaba si el capitán y usted han tenido hijos.

      Natacha no se dignó mirarla.

      -Me alegro de que no esté sola…

      Entonces Natacha la observó con detenimiento, y vio a Mara en medio de un círculo de mujeres que le arreglaban el cabello y el vestido, lavándole la cara y el cuerpo, alternativamente desnudo y cubierto. Natacha no acostumbraba a tener tal tipo de ensoñaciones, porque sabía que de eso se trataba. Escuchó, incluso, algunos graznidos, y giró la cabeza hacia el techo, involuntariamente. Olió, también, el aroma de plumas sucias, y miró, como una estúpida, hacia el suelo. Y se dio cuenta con miedo que Mara la contemplaba ahora sin bajar la vista, rodeada de ese halo de mujeres raras, que habían empezada a juntarse tras el cuerpo de Mara. Parecían estar trabajando con esmero. ¿Tal vez sería el cierre del vestido que se había trabado, o una costura descosida? Escuchó, de pronto, el aleteo. Miró al techo, asustada, incluso estuvo tentada de ir hacia la puerta, pero se contuvo. La mano que la mecía había desaparecido, la llamó, pero supo que no iría a regresar porque había huido al fondo del rincón, encogiéndose y tomando la forma de un niño prematuro.

     Mara los asustaba a todos, sin siquiera mover un dedo de la única mano que le quedaba, ahora apoyada sobre la sábana.

     Natacha recordó que no mucho tiempo antes, ella y Altea habían estado cuidando a Manuel en esa misma forma, una a cada lado de la cama. Ahora los papeles cambiaban, pero la situación era muy parecida.

     Los párpados de Altea se movían, sin abrirse. Sus oídos escuchaban y sus ojos se movían.    

     Ellas sabían que Altea soñaba.

 

 

 

*

 

 

 

Los vio uno junto al otro, alto y flaco el médico, como un esqueleto cuyas articulaciones rechinaban estridentes en los oídos de Altea; bajo y fornido el chico, de tez muy oscura y cabello enrulado. Y junto a él, el perro, con la cola entre las patas y la cabeza alzada mirando a uno y a otro, con la lengua afuera, y gimiendo en un tono que nadie más que ella podía escuchar, porque estaba entre los ecos de lo para siempre perdido. Escuchó también el ruido de los tablones que usaron para sentarse junto a la borda. Al médico le sobraban las piernas y apoyaba los codos en las rodillas, las manos juntas, mirando al chico mientras comenzaba su relato. El otro después de un rato se sentó en el piso húmedo con sus pantalones siempre mojados (¿cómo es que nunca se enfermaba?, su cuerpo debía estar acostumbrado a sus correrías por la selva y el río, pobre chico, sin padre y con una madre tal…) (eso se decía cuando todavía podía caminar y sentarse a observarlo jugar, y hasta de retarlo para que no se desnudara para tirarse al río…los yacarés, por todos los dioses, e imaginaba el aguar roja que le que habían contado) pero ahora el cielo estaba luminoso, el río calmo, y las máquinas del barco tronaban como nunca las había escuchado. Sin embargo, las palabras del médico (¿o del funebrero?) sonaban claramente distinguibles, casi podía verlas escritas en el aire a medida que las pronunciaba. Ahora sabía por qué podía escucharlas a pesar del ruido exterior: ella ya no tenía oídos, sino nuevos ojos. ¿Pero no le sangraba el ojo izquierdo, no era pura pulpa que sangraba como una frutilla demasiado madura? No sabía la causa, pero veía con el ojo muerto, más allá de la habitación: el cielo, el río, las conversaciones simultáneas de todos escritas en un libro de paginación infinita. Hay una leyenda, decía él hombre, en mi país, allá por Sao Paulo se cuenta mucho sobre los indios. Es una ciudad, pero los adoquines están hechos con las piedras sacadas de las ciudades de piedra del Amazonas, por ejemplo, pero también de este mismo río en el que estamos. El Paraná norte es un misterio, ¿dónde nace? El chico no supo responder, y el médico le sonrió. Nadie lo sabe, porque tiene múltiples nacimientos, como tiene otras tantas muertes. Una vez me contaron la historia de su nacimiento. La escuché en la voz rocosa de un francés borracho que estaba en una pulpería en Bon Jesús, un pueblito perdido. Se había quedado estancado en ese lugar porque no tenía dinero, y dormía en el suelo. Como se emborrachaba, no podía trabajar, y como no trabajaba, no tenía otra cosa más que emborracharse. Pero contaba historias lindas, y muchas veces las mezclaba, con lo que le salían leyendas nuevas que nadie sabía si eran imaginación suya o de los indios de los que las había conocido. O si eran verdad, dijo el chico. El médico lo miró por un momento muy largo, tanto, que ella creyó haberse quedado dormida. No fue una pausa de un día ni de un año, sino de diez segundos, pero el tiempo era largo para ella, tanto que parecía no existir. Una carcajada y un halago por la respuesta para el chico. El perro movió la cola y siguió escuchando. Al francés ese le gustaban los animales, no sé si era veterinario, aunque yo deduje que así era, porque mencionaba ciudades universitarias de toda Europa. (El médico acarició la cabeza de Max). En fin, resulta que había un huevo grande en algún lugar de la selva, un sitio inhóspito que ningún hombre había visitado. Un lugar virgen, muchacho, si sabes qué me refiero. A las manos y los pies de los hombres se les llama miembros, y el otro miembro que nosotros tenemos (dijo, tocándose la entrepierna) no es tan dañino como los otros cuatro. Éste, dijo, y se tocó otra vez, lastima a las mujeres, pero crea hombres, los mismos que nacerán con piernas y manos que destruirán el lugar en que nacieron. Los árboles aplastan a uno, pero no a una generación, el río ahoga a muchos, pero no a una raza. Entonces, en ese lugar tan cándido como un himen intacto (vio la expresión intrigada del chico, confundido y hasta cierto punto asustado, él a quien no resultaba tan fácil asustar con cualquier cosa), el gran huevo yacía entre ramas grandes y sostenido en pie con tres troncos muertos. Así que lo ves, parado en esa posición que ningún huevo podría mantener por sí solo. Así estaba, en medio de la selva. ¿Y qué había dentro?, preguntó el chico. El médico carraspeó, y Altea se tapó sus inexistentes oídos por el estruendo, porque fue como una serie de truenos en el eco de la nada. Quién sabe, contestó. La leyenda dice que el huevo era eterno: ¿el origen de todo?, ¿el centro del universo? El gran huevo permanecía incólume e intocado, nadie sabe de qué color era ni su tamaño exacto. Podía ser tan alto como un árbol, o más quizá, o tan pequeño como un huevo de codorniz. La cuestión es que una vez apareció una serpiente. (Los curas de parabienes, muchacho, cuando aparecen los símbolos que han robado y hacen pasar por suyos). La serpiente, entonces, daba vueltas y vueltas alrededor del huevo, en cada etapa del tiempo avanzaba un poco, porque hacía su recorrido en espiral concéntrico. Tal vez era un centímetro por siglo, así aseguraba el francés, que le gustaba el vino añejo (la risa del médico era peor que su carraspera, y Altea frunció su frente rota con dolor). Fuese como fuese, se fue acercando, y finalmente alzó la cabeza, separó las mandíbulas dispuestas a tragarlo. ¿Era una gran serpiente para un gran huevo? ¿O los tamaños eran contradictoriamente incompatibles y sin embargo posibles para los cánones de la eternidad? Donde no hay espacio ni tiempo, toda posibilidad es una realidad, hasta Dios mismo puede serlo, según un filósofo del que ahora no me acuerdo. Max alzó la cabeza, expectante, el chico se acostó en el piso panza abajo, apoyando los codos en el suelo y el mentón en las manos. Y cuando la amplitud de las mandíbulas desencajadas de la serpiente ya estaba por atrapar al gran huevo, se escuchó un graznido desde el cielo. Y la inmensa sombra emplumada de un enorme búho pasó por encima de la serpiente. Ella se detuvo en la posición que había tomado, pero ya no le era posible seguir adelante. Encajó de vuelta sus sufridas mandíbulas, siseó interminablemente, como insultos inacabables que ningún hombre podría imaginar. Pero no retrocedió. Desde ese día, ella siguió girando y girando alrededor del huevo, ya sin avanzar. Sólo se escuchaba su siseo ofendido y venenoso, sobre todo cada mañana, cuando el nuevo día le recordaba su impotencia. Y en el cielo había otros giros, los del búho que daba vueltas y vueltas en círculos concéntricos y excéntricos. Cuando finalizaba un ciclo de acercamiento al huevo, iniciaba otro de alejamiento, que era diametralmente tan extenso como el que lo había llevado al huevo. ¿La eternidad tiene diámetro? Dicen los antiguos griegos que hay un número infinito que mide una distancia infinita. ¿No es todo eso muy contradictorio, muchacho? ¿Distancia sin espacio ni tiempo? Porque no puede decirse que el infinito tenga espacio o tiempo si no tiene límites, ya que para eso están. Pero los números no terminan, interrumpió el chico, y Max saltó al escuchar su voz. Yo una vez conté toda la noche, esperando mantenerme despierto para esperar a mi mamá. El médico se rio otra vez, pero el sarcasmo atenuó su estridencia. Usaste el método al revés, muy bien, muchacho. Entonces, ¿en qué estábamos? Ah sí, que la distancia que recorría el búho era eterna, con lo que cualquiera diría que tardaría siglos o milenios en regresar, y le daría grandes oportunidades a la serpiente. Y, sin embargo, no era así. Iba y regresaba tan rápidamente como si nunca se hubiese alejado. Pero para quien mirara al cielo de tanto en tanto, por encima de las copas de los árboles, en un momento había desaparecido, y al siguiente volvía. Una presencia sin presencia, a deferencia de la serpiente que era una presencia sin ausencia. El ataque de la serpiente se alternaba cronométricamente (si la eternidad usa cronómetro, ¡qué absurdos estoy diciendo!, pero al fin de cuentas estoy contando una leyenda) con el ataque del búho. Uno interrumpía al otro en un ejercicio que se repetía una y otra vez, hasta que ni siquiera ellos sabían si había comenzado alguna vez. No tenían recuerdos, sólo los motivaba un impulso que no analizaban como los hombres analizan su mente, tan inabarcable como la significación de esta leyenda. ¿Pero si la serpiente se comía el huevo, el búho se comería a la serpiente, no es cierto? El razonamiento del chico era ingenuo como la absoluta certeza puede serlo. El médico lo miró con suspicacia, e hizo silencio para que se contestase a sí mismo. El chico balbuceó, agitó las manos, nervioso, construyendo casas de ideas en el aire. Al fin, dijo, señalando el castillo de proa donde estaban las tres mujeres: cuando eso suceda, sólo quedará el búho, pero no tendrá con quien pelear. Es verdad, muchacho, uno solo, es decir, el número uno es una incoherencia existencial. Dios, por ejemplo. Hay quienes explican toda la locura del mundo únicamente con la existencia de un Dios que está eternamente solo. El chico se quedó pensando. ¿Y qué será del búho? No tendrá a quien comer ni a quien salvar. Así es, muchacho, yo que Dios, me suicidaría, pero ni eso puede hacer. Es eterno como la nada. Pero en la nada no hay nada, dijo el chico, cada vez más confundido a medida que ascendía, o descendía en la comprensión. Si Dios es nada, no existe. Entonces el médico se levantó, estiró las piernas cansadas de estar encogidas y agarró una de las manos del chico, que no alcanzó a ver cuándo ni de dónde salió la navaja que le hizo un corte en la palma de la mano. Gritó y se soltó de las manos del hombre. La sangre cayó al piso y Max lamió, sin defenderlo. Esto es lo único que somos, dijo el médico, señalando la mano lastimada. Luego sacó un pañuelo de un bolsillo y la vendó. El perro ahora sí gruñó, pero a ninguno de ellos. Sino hacia el castillo de proa, de donde llegaban ruidos que sólo el perro escuchaba. Era, tal vez, Altea que lloraba inconsolablemente por lo que había escuchado, reconociendo la creciente amplitud del indiscernible espacio que habitaba, y la soledad en la que la habían encerrado. Porque el siseo y el graznido a su derecha y a su izquierda, si así podían denominarse aquellos inciertos sitios de la nada, seguían y seguían con su música sin fin. La serpiente y el búho, sentados en sillas a cada lado de la cama. Y ella encerrada entre paredes, que, de tan frágiles, eran imposibles de romper.

 

 

 

*

 

 

 

Valverde y Gonçalvez habían estado todo el día juntos, hablando, y muchas veces en silencio asomados por la borda, viendo la corriente rápida del río, y las costas del Paraná que lentamente iban recuperando su habitual aspecto a medida que iban corriente arriba. Hablaron de medicina, seguramente, pero también de muchos lugares del Brasil que nunca habían visitado juntos, pero que cada uno conocía muy bien. Juan Valverde de Amusco era argentino, pero de padres portugueses instalados en Río de Janeiro y luego en Sao Paulo, y mucho más tarde habían viajado a Iguazú. Cuando él nació, tenían su casa y su comercio en Misiones. Recorrió las ruinas cuando era chico, y durmió en ellas muchas noches, escuchando los sonidos de la selva que lo rodeaba. Los animales lo llamaban, las plantas parecían fosforecer en la noche pletórica de estrellas. Y hasta percibía el tronar de las cataratas tan lejos y tan cerca al mismo tiempo. Sabía que sus oídos eran exquisitos, y en ocasiones le resultaron una maldición, porque él escuchaba todo lo que decían a sus espaldas, fuese cerca o lejos. Por eso se escondía, y las ruinas de los jesuitas fueron su lugar predilecto durante la infancia. Allí el silencio creado por Dios era más una virtud más que la maldición que tantos creyentes le recriminaban: en el silencio Valverde podía escuchar lo que los otros no podían: el sonido de la selva, múltiple, enigmático y revelador. Si el silencio era la voz de Dios, él hallaba en sus resquicios las infinitas voces de la deidad. Irrepetibles, imperecederas. Fuertes y tronantes como la aguas que caían a muchos kilómetros de distancia, desde las alturas hasta el fondo de un río ancho y profundo. Un río bestial que no se agotaba porque era alimentado con las voces de los pájaros, incontables, con los sonidos de los insectos, inabarcables, con el gruñido de los depredadores y el llanto de las presas, mezclando impiedad y desesperación. Las almas de los animales estaban en esos cuerpos porque eso eran: almas encarnadas que, al morir, desaparecían con su cuerpo. Pero Valverde buscaba desde hacía muchos años, el alma de los hombres. Buscó en los cadáveres y nunca la encontró. Miró hacia el remolque con los cuerpos a entregar en Corrientes.

      Tal vez hablaran de ellos esa tarde, una semana después del encuentro en el camarote de Altea, donde todos ellos estuvieron juntos por única y última vez.

      Quizá Gonçalvez le preguntara por los cadáveres, porque por más que se esforzara por desviar la vista, lo atraían. Como si debiera hacer algo con ellos. Era, seguramente, la costumbre que su familia le había inculcado, y que él había aprendido por más que ellos no se lo enseñaran. Había dejado a sus padres en Sao Paulo, a sus abuelos en Bahía, y a muchos primos en las Minas Gerais. Todo un conglomerado familiar que se dedicaba a lo mismo: el levantamiento de cuerpos luego de la extremaunción. Había escuchado tantos y tantos relatos de carretas yendo de pueblo en pueblo, de casa en casa, de camino al cementerio. Historias de pestes, de guerras y de matanzas. Tan hastiado estuvo cuando cumplió los diecisiete años, que luego de pasar más de un mes enfermo en un hospital, donde no le encontraron nada más que una melancolía que nadie pudo curarle nunca, cuando se sintió un poco mejor, se vistió y se fue a la calle que había estado mirando por la ventana del viejo hospital de Bahía. El sol y la arena eran diferentes al barro y la humedad. No había gusanos bajo las rocas y las raíces pútridas, pero había escarabajos y escorpiones.  El sol secaba, pero la luna humedecía. Macho y hembra de un universo que no entendía, porque la repetición y los ciclos circulares eran tan monótonos como la vida y la muerte una y otra vez, una y otra vez, y así siempre. Llegar al cementerio no era más que reiniciar el camino al cementerio. Un ida y vuelta por un perímetro cuyo atajo era de un diámetro infinito. ¿Cómo era ese número antiguo? Pero recordaba más la leyenda del búho y la serpiente.

      En la noche, ambos bajaron la escalera hacia la habitación de los baños. Era la primera vez que la visitaban. La gran nave napoleónica todavía tenía sus secretos. Abrieron la puerta y olieron el aroma a humedad. Habrían retrocedido, seguramente, arrepentidos, si no hubiesen visto las grandes tinas de porcelana adosadas al piso con caños de metal que terminaban en grifos de bronce. En el techo había lámparas de aceite, apagadas. En las paredes, muchos estantes vacíos. Se acercaron y abrieron las puertas de los armarios. Todavía estaban las viejas jofainas de porcelana, casi todas rotas.

      -Caballeros-dijo una voz desde la puerta. - Si quieren acompañarme, sean bienvenidos.

      El capitán entró y empezó a encender las luces. Las hacía bajar moviendo una manivela en la pared, y una vez encendidas, volvía a subirlas. Entonces vieron que las paredes estaban cubiertas de azulejos que debían mantener el calor.

      -Impresionante-dijo Valverde.

      -Me alegro de que les guste, caballeros. Están en su casa.

      Entró Carla, cargando una pila de toallas en sus brazos. Las dejó sobre una mesa y se encontró con que los hombres la miraban.

      -Se ha ofrecido-dijo el capitán.

      -No lo dudo-dijo Valverde.

      No hizo falta indicarle nada. Ella abrió los grifos y se escuchó el ruido de las viejas cañerías tan pocas veces usadas en los últimos tiempos. El agua era clara pero fría.  Luego ella salió y regresó con un balde de agua caliente que transportaba sin esfuerzo. Carla era fuerte, además de hermosa. Era complaciente, además de ambiciosa. Por eso las otras no la querían. Ella siempre se había dado cuenta, y Valverde lo sabía bien.

     Las tinas fueron llenadas, con el agua a la temperatura más acorde a lo que los hombres querían. Uno metió una mano, el otro un pie, y el médico, poco acostumbrado, fue el último en aprobar, aunque ni siquiera había tocado el agua.

      El capitán empezó a desnudarse y se metió en la tina, apoyando los brazos y la cabeza en los bordes. El cuerpo rígido comenzó a relajarse, mientras el agua hacía que el vello del cuerpo pareciera una tundra. Valverde hizo lo mismo, pero el suyo era un cuerpo de poca estatura, un torso de hombros bien marcados y casi sin vello. Rio, al meterse en al agua, y cerró los ojos con una sonrisa. Gonçalvez fue el último. Se sacó la ropa, la dobló con cuidado y la dejó en una silla. Miró a los otros, que no le prestaban atención, metió los pies en la tina, y se quedó parado, como acostumbrándose a la temperatura del agua. Luego se acostó como vio hacer a los otros.

     Y estuvieron en silencio un largo rato. Carla había abierto la puerta dos veces, sin entrar. La segunda vio que el capitán la miraba, y ella preguntó algo en silencio. Él negó con la cabeza. Todo estaba bien, parecía decir, la llamaría si la necesitaba. Luego, le guiñó un ojo, y ella sonrió. Su cara despareció al cerrar la puerta.

      El capitán también tenía una sonrisa, pero se hundió en un abismo cuando escuchó la voz de Valverde.

      -Me alegro de verlo tranquilo en muchos días, capitán.

      Lo que simulaba un halago no hizo más que recordarle los problemas que había dejado al entrar en esa habitación. Suspiró profundo, y se resignó a hablar de lo que no quería, como si su cuerpo fuese un clavo ardiente que intentara enfriarse sobre un bloque de hielo. ¿O era su corazón un trozo de hierro frío que trataba de fundir en el agua caliente?

      Hizo un gesto de hastío que fue la respuesta más satisfactoria para Valverde, y luego preguntó a Gonçalvez, a quien sabía que le agradaba el silencio y había que forzarlo a arrancarle palabras.

      - ¿Se quedará con nosotros, doctor? Lo necesitamos…

      El médico levantó la cabeza de repente, tal vez se estuviera quedando dormido. Pensó un momento, seguramente en su familia. Respondiendo antes a su propio pensamiento, dijo:

     -Confío en que les haya llegado mi esquela. Sí, capitán. No podría dejar el barco sin saber lo que le sucederá a la señora Altea. Además, creo…

     -No renuncie a decir lo que ya sabemos, doctor-dijo Valverde. -Usted no cree que sobreviva muchos días más.

     -Así es, y me sorprende que todavía resista. Pero las dificultades para alimentarla son muchas, y tarde o temprano…

     - ¿Y el niño, doctor? –preguntó el capitán.

     -Hasta hoy creo que está bien, tiene el alimento del líquido amniótico que crea el cuerpo de su madre, pero si ella no se alimenta, no sé cuál de los dos morirá primero. He visto muchos casos de larga resistencia en tal estado, y son muy tristes. Muchas veces las familias me han pedido ayuda para terminar con eso, pero en la mayoría de los casos son ellos mismos los que lo resuelven.

       - ¿Usted es católico, doctor? - preguntó Valverde.

      -Lo soy por crianza, pero no practico.

      - ¿Cree en la vida después de la muerte?

      -No, Valverde. -De pronto, lo vieron ponerse nervioso, levantarse y sentarse en el borde de la tina. El cuerpo desnudo, alto, flaco y esmirriado chorreaba agua sobre el piso. Apoyó los codos en las rodillas y juntó las manos, frotándolas mientras hablaba.

     -Pero he visto algo que me llama la atención en la señora Altea.

     Los otros le prestaron atención. Cuando un hombre como él se disponía a hablar de la manera en que había empezado a hacerlo, era importante.

      -Le revisé los ojos. El derecho, el sano, está ciego. El izquierdo, que no debería ser más que un tejido muerto dentro de la órbita rota por la bala, parece ver.

       Podría haber mencionado que había visto algo parecido en Manuel, pero no podía confesar que lo había conocido antes de traerlo muerto.

       Valverde se rio.

     -No le miento, amigo mío. He hecho varias pruebas. El ojo derecho parece anatómicamente sano, pero no tiene reflejo fotomotor. Saqué las vendas del izquierdo. La cicatriz está cerrando. Hasta le faltan fragmentos de huesos faciales, pero cuando coloco una luz delante, el cuerpo reacciona. A eso se llaman estímulos lumínicos que producen reflejos motores.

     Se quedaron pensando.

    - ¿Y sirve de algo saber eso, doctor? -preguntó el capitán. Su escepticismo intentaba ocultar su angustia.

     -Sólo nos dice que el cerebro no está del todo muerto, aunque no puedo explicarlo. Pero tarde o temprano…- La muletilla resonó en el cuarto, y hasta creyeron verla escrita en el único espejo que había empezado a empañarse.

      -Capitán-dijo Valverde. - El doctor y yo hemos estado hablando, y he pensado que puedo ayudar a la señora Altea.

     -Ya lo dijo usted hace unos días en su habitación, usted y esa mujer, Mara.

     -Deje a Mara de lado, ella tiene su carácter y no conviene meterse con ella. Yo hablo de otras formas de curación.  En Brasil he aprendido mucho, y sobre todo de los viejos curanderos de las tribus, y de sus mujeres, por supuesto. Hierbas…

     -Drogas-interrumpió Mendoza. -Con eso se gana la vida…

     -Sí, capitán, pero eso es negocio. Estoy hablando de la vida y la muerte. He visto gente en las tribus que parecía muerta, pero sus cuerpos seguían respirando y latiendo.  ¿Cuál era el secreto? Hay tantos que no se pueden llamar secretos, sino conocimiento.

      Gonçalvez se había parado y daba vuelta por el cuarto, con las manos en la espalda y la cabeza gacha.

      - ¿Usted me está diciendo que debemos ir hasta el Brasil?

      Valverde dudaba, pero dijo:

      -Así es, pero no creo que ella resista.

      - ¿Y entonces para qué mierda me está diciendo todo esto?

      Mendoza se había levantado y la mitad del agua rebalsó en el piso. Se acercó a Valverde, que seguía dentro, lo agarró de los brazos, enfurecido, y sacudiéndolo lo miró como si fuese a golpearlo o ahogarlo. Valverde sonrió para sus adentros, había logrado lanzar el dardo justo en el centro del dolor.

     -Se lo digo porque sé lo que hago, capitán. Por más que lo parezca, no soy un charlatán. Si no confía en mí, pregúntele al doctor. Él es médico de abordo, el profesional y la autoridad en estos temas.

     Pero la duda ya estaba sembrada, y no equivalía a incertidumbre, sino a la inquietud que nunca se calmaría sino al llegar a su clímax. Soltó a Valverde, que cayó de espaldas de vuelta en la bañera e hizo rebalsar el agua que quedaba. Máximo volvió a la suya, refunfuñando, colérico y excitado. Su cuerpo era como el de un salvaje enojado, porque se había dejado crecer el pelo desde aquel viaje al interior de la provincia con Altea, y luego la barba desde el disparo. Se metió en la bañera casi sin agua y gritó:

     - ¡Carla! ¡Agua! ¡Dónde estás, puta de mierda!

     Valverde lo miraba con sarcasmo, pero no estaba dispuesto a incitarlo otra vez. Gonçalvez estaba en un rincón del cuarto, asustado, probablemente.

      Carla apareció con un balde, seguida de un hombre que otro en cada mano. Vertieron el agua en las tinas vacías. El hombre salió y cerró la puerta. Carla se quedó, regulando la temperatura del agua caliente recién traída con el agua de los grifos. Después se sentó en el borde de la bañera del capitán y empezó a pasarle una esponja por la cabeza, suavemente. Ahora había silencio, y el capitán había dejado de resoplar. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el borde. Carla mojaba la esponja con agua tibia y limpiaba la frente, la cara y el cabello de Máximo. Luego hizo lo mismo con sus hombros, y después sobre el pecho y el abdomen. Murmuraba algo mientras lo hacía. Los otros dos no entendieron, pero era un susurro compatible con algo así como “tranquilo capitán, serénese, que aquí esta Carla para ayudarlo a sentirse bien”. Eso fue lo que imaginaron, dejándose llevar por la imaginación estimulada por lo que veían: una de las manos de Carla bajo el agua, con un despacioso meneo que subía y bajaba, concordando con el ritmo de la respiración del capitán, que continuaba con los ojos cerrados y la frente despejada. Entonces ella se levantó la falda del vestido y se metió en la tina. Su cuerpo se meció sobre el del capitán. Valverde sonreía, y Gonçalvez se había acercado, con las manos en la entrepierna.

     Máximo Hurtado de Mendoza era un hombre, simplemente, sin pasado ni futuro, sin culpas ni miedos, cuyo rostro sonreía porque su cuerpo sonreía. Abrió los ojos y les hizo una mueca de complicidad a los otros dos: a Valverde, cuyo ludibrio ya había adivinado muchos días antes, y al médico, allí parado, con la erección que no podía ocultar por más que lo intentara.

     Valverde se levantó y se acercó a ellos. Acarició la espalda de Carla hasta llegar a su vagina, ocupada por Mendoza. Volvió el juego de los dedos hacia el ano que ya había conocido alguna vez. Máximo vio el cuerpo desnudo de Valverde, esa mezcla de piel trigueña, delgado y bien formado, vio la cara sonriente, mezcla de ingenuidad y malicia, tan rara, tan peculiar como el miembro erecto que estaba introduciendo en Carla. Él observó la cara de ella, dolorida, pero sin queja. A ella le gustaba todo eso, por sobremanera. Él se había dado cuenta la primera vez que la vio subir a bordo, el día del naufragio, toda mojada y cansada, pero con los labios abiertos, cuasi vírgenes, porque eran para lo cual habían sido decorados, si de esa manera podía llamarse a la forma en que las mujeres como ella modifican ciertos aspectos de su cuerpo para expresar lo que quieren, que no siempre es lo que sienten. Lo que expresaban los ojos, lo negaban el cuerpo o las manos, pero a veces los labios decían otra cosa, por más que no hablaran. Y los de Carla ahora pedían más, y entonces vio que el médico se acercaba con timidez, medio inclinado en su altura porque la erección era tal que ya no sabía qué hacer con ella. Gonçalvez entendió la mirada de Mendoza, se acercó a él, y así parado, dejó que Carla llenara su boca con ese pedazo del cuerpo que él no supo ocultar.

     Los tres estaba dentro de Carla, y ella gemía sin dolor, como a pocas putas habían visto hacer. Y luego se levantaron y cambiaron de posiciones. Ella se puso de rodillas delante de Valverde y del capitán, y besó sus miembros, y esperó con ansia no disimulada, que ellos la bañaran como ella los había bañado con agua. Cuando su cara estuvo manchada, el capitán fue a donde el médico esperaba, parado y aún excitado. Lo agarró del pene y lo metió en la vagina de Carla, que seguía en el piso, como un perro.

     No fue necesario que dijese “así, amigo mío, no tenga miedo, estamos entre machos, querido, y a esta yegua la trancamos entre todos”. Eso ya lo decían los pensamientos de los tres, incluso, probablemente, los de Carla. Valverde y el capitán observaron, allí parados, cada uno con un brazo sobre los hombros del otro, esperando a que Gonçalvez terminara. Y se sintieron mejor cuando vieron al médico inclinarse sobre la espalda de ella, agarrarle la cabeza y recoger con la palma de una mano el semen que ellos le habían dejado, y luego untarse el pene otra vez con ese líquido, y volver a penetrarla, hasta que finalmente terminó. Cuando lo hizo, se metió en una de las bañeras y cerró los ojos, con el pecho agitado. El capitán se vistió y le palmeó el pecho antes de irse. Valverde se puso el pantalón solamente, y antes de salir, le dio un beso y murmuró algo al oído, algo en portugués.

     Carla seguía en el piso, desnuda, boca abajo. ¿Cansada? ¿Lastimada? ¿Satisfecha? Eso no habría sabido decirlo él, Gonçalvez, que ahora la observaba. Se contentó con el hecho de que ella respiraba. Se secó, y mientras se vestía, entró uno de los hombres del capitán.

     -Perdón, doctor, venía a limpiar, pensé que ya se habían ido todos.

     Gonçalvez no dijo nada, y salió abrochándose los botones de la camisa.

    

     El hombre tenía un cubo de agua sucia en la mano izquierda y una escoba con un trapo colgando del extremo en la derecha. No era ni viejo ni joven, debía tener entre cuarenta y cincuenta años. Había subido con un amigo, pero cuando el capataz Márquez le había preguntado si tenía alguna profesión, se encogió de hombros. Ni para maquinista ni para marinero sirvió. Lo único que sabía hacer, después de varios días, era limpiar. No era gordo y se movía con facilidad, cargaba buenos pesos en la espalda, y trabajaba duro con ese cuerpo de hombros duros. Ahora miraba a la mujer tirada boca abajo, con las palmas sobre el piso, intentando levantarse. Él la miraba hacer, sin ayudarla, porque era lindo ver el culo abierto y las mechas tapándole la cara, y las tetas que se movían mientras ella trataba de levantarse. Sí que le habían dado duro los tres hombres, y él sonrió al pensar en eso. Hacía mucho que no tenía mujer, y ahora, viendo a esa puta completamente desnuda, y con los restos de otros hombres encima de ella: el pelo pegajoso, el culo abierto, las tetas sembradas de moretones, él, que aún no era tan viejo, sabía que se estaba excitando.

     Dejó el cubo y la escoba, se bajó los pantalones y la penetró hasta terminar, y sabía que a ella le gustaba, su cuerpo se lo decía. El interior era suave y él entraba con facilidad, y por eso le fue tan grato terminar no una vez, sino dos. Después se levantó los pantalones, agarró las cosas y salió, limpiaría en la mañana. En la puerta se cruzó con dos marineros, que lo habían estado viendo. Ellos entraron y agarraron a Carla.

     Fue la única vez que ella intentó gritar. Le taparon la boca, le dieron un par de golpes en la cara, no muy fuertes, lo suficiente para que Carla entendiera. Entraron en ella, uno por vez y luego simultáneamente. Se fueron, y otros estaban esperando.

     Durante toda la noche, el rumor se corrió por la tripulación, y posiblemente veinte de los hombres pasaron por ese cuarto y penetraron a Carla. Algunos la besaron, otros le pegaron, pero todos dejaron en ella lo que ellos creían que Carla quería. Un recuerdo. Porque no tanto se recuerda el placer como el dolor.

      A las cinco de la madrugada, probablemente, porque ya amanecía, ella estaba tirada en el piso, con todo el cuerpo marcado de golpes, el cabello sucio, y saliendo del bajo vientre un reguero de sangre coagulada que era demasiado grande para ser simplemente de una menstruación. El último que había estado con ella era un chico de quince años, el hijo de uno de los tripulantes, que sin embargo se había quedado en su camarote, durmiendo, porque nadie le había dicho nada hasta que el padre volvió a costarse. El chico había mirado su pene con sangre, y se asustó. Se levantó los pantalones y salió corriendo a buscar al padre. El hombre se despertó y adivinó todo.

      -Ya me imaginaba que las putas iban a traer problemas, es lo dije al capitán, se lo dije a todos…-. Siguió refunfuñando mientras se vestía y le ordenaba al hijo que se quedara y se lavara bien. Faltaba solamente que se agarrara alguna peste.

     Fue al cuarto de baños. Se asombró de la mugre y de la sangre. Movió el cuerpo, y no fue necesario más. Iría a buscar a Valverde. Él las había traído y él debía arreglar eso.

     Lo encontró medio dormido luego de golpearle la puerta veinte veces.

     - ¿Qué pasa, Montes?

     -Una de sus putas está muerta-dijo.

     Cuando comprobó la muerte de Carla, le dijo a Montes que se callara la boca. Ya él inventaría algo.

     -Por las otras mujeres, digo. Entre nosotros, viejo, ya sabemos. No se preocupe, Montes, vaya con su hijo. La próxima vez, vigílelo mejor.

      Montes no sabía qué cara poner. El enojo de pronto se convirtió en vergüenza.

      Valverde era un brujo.

      Valverde era un charlatán.

      Valverde siempre tenía razón, porque finalmente sabía lo único que se podía hacer.

     Cuando estuvo solo, levantó a Carla y salió. Caminó por los pasillos bajo cubierta. Sabía que la luz no convenía para esos casos. El cuerpo de Carla desaparecería como si nunca hubiese muerto. Caminó varios metros por varios pasillos, recorriendo los mismos lugares que había visitado esos días, con la excusa de admirar la gran nave. Encontró el cuarto, estrecho pero suficiente para que entrara una cama y muchos estantes en las paredes. Los había estado llenando con instrumentos que él buscaba entre la basura que tiraban al río desde el barco: botellas, metales, clavos, tornillos, cuerdas. Había encontrado, también, viejos fármacos abandonados en un cuarto que nadie aparentemente había visto antes, ni siquiera durante el período de reacondicionamiento en Buenos Aires. Pero eran tan viejos que ya casi no servían, por lo menos para sus usos originales. Sin embargo, él ya había comenzado a trabajar con ellos. Aún en pocos días, su cuaderno de apuntes estaba lleno de fórmulas y combinaciones. Y a pesar de todo, sabía que le faltaba mucho instrumental. Los cadáveres del bote le darían dinero para conseguirlo en Corrientes, pero ahora tenía lo principal: el cuerpo del cual obtener lo que más necesitaba. No lo había pedido, pero la providencia se lo había otorgado. Un cuerpo que, sin embargo, estaba repleto del fluido de los hombres.

     Dejó el cadáver una cama a la que había agregado y clavado maderas para elevarla como si fuese una camilla de hospital. Juntó agua en un cubo y comenzó a limpiarlo. Los moretones persistirían hasta que el cuerpo se descompusiese, pero él intentaría evitarlo hasta que ya no le fuese útil. Cortó el pelo hasta rapar la cabeza. Por un minuto, miró y acarició el rostro de Carla. Ella había sido uno de sus últimos riesgos al contratar mujeres. Era demasiado hermosa, demasiado rebelde y provocadora, era demasiado diferente a las otras. Todo eso era un riesgo en una puta, y sobre todo el que le gustara lo que hacía. Le gustaban demasiado los hombres, y odiaba demasiado a las mujeres. Una vez le había preguntado. Ella, por sola respuesta, se había sentado en sus rodillas con las piernas abiertas.

     Tal vez encontrase algo más en su cabeza, pero ahora no tenía tiempo. Había amanecido y las mujeres preguntarían por ella. No porque les agradara su presencia, sino como quien busca al perro que siempre muerde, para no dejarse sorprender.

     Tapó el cuerpo con una sábana, y salió.

 

 

 

*

 

 

Muchos escucharon el grito esa mañana. Algunos hombres detuvieron lo que estaban haciendo, solo unos segundos, tal vez se hayan mirado entre sí. Las mujeres que aún estaban acostadas abrieron los ojos asustados, otras se estaban vistiendo o se miraban en un espejo del gran camarote que habría quizá pertenecido a una francesa de alcurnia, o a la putain del rey. Ahora, como en ese entonces, olía a cosméticos y abundaban los vestidos en el piso, las sillas o sobre las camas. Ellas sabían de dónde venía el grito, y quién lo había emitido. Valverde lo escuchó al salir del cuarto donde había dejado a Carla. Gonçalvez no se había acostado y revisaba su maletín cuando escuchó el grito desde el camarote al que pensar ir esa misma mañana, y sacó el reloj del bolsillo.

      Eran las seis de la mañana.

      Máximo Hurtado de Mendoza estaba acostado, pero despierto, con las manos tras la cabeza, observando las vigas del techo de su camarote, leyendo las vueltas y nudos de la madera en busca de una explicación a lo que sentía, pero ni siquiera los viejos reyes que dejaron sus espíritus en ese barco parecían haber hecho lo que él había hecho, y si lo hicieron, el remordimiento no existía en ese entonces, o aún no había sido enseñado a esa raza de hombres que usaban pelucas en sus orgías mientras escuchaban un cuarteto de cuerdas o un dúo de flauta y clave. Y el rapé se volatilizaba en el aire sobre un océano que ignoraba el hambre del continente, pero que conocía la muerte porque todos los días la invocaba con sus tormentas y la consecuente desolación de los naufragios. Pelucas que flotaban sobre el agua como restos de la civilización que había terminado en revuelta y que pronto volvería a comenzar. Escuchó el grito, como si hubieran vuelto a matar a alguien. ¿Por qué pensó en eso? Se dijo que la segunda vez es más dolorosa que la primera, porque se espera y se merece. Y se quedó acostado, esperando.

     El reloj de pie del despacho sonó a la misma hora, pero nadie estaba allí, salvo Max, que se había acostumbrado a dormir bajo el antiguo escritorio. El animal levantó la cabeza, primero ante el grito, luego ante el campanazo. Uno y otro se confundieron, y Max, también confuso, creyó escuchar la voz de uno de sus viejos dueños, aquel que acompañaba a la mujer que conoció en la ribera del río. Ella ahora estaba en una cama, inmóvil, y ya no le hablaba ni lo acariciaba. El hombre había desaparecido, y casi no recordaba más de él que aquel tono de voz que hoy sonaba tan parecido, que tuvo que levantarse y correr hacia el sitio de donde llegaba. Cuando estuvo en la habitación, vio a un hombre abrazado por una mujer, que lo mecía. Pero el hombre, que desconocía, lloraba y gemía, y la mujer murmuraba consuelos.

     José estaba sentado en la cama. Se había puesto el calzón, dispuesto a caminar luego de mucho tiempo. Se sentía bien y fuerte. Mientras se vestía, Mara lo había mirado desde una silla, sonriéndole, pero él se daba cuenta de que su mirada estaba perdida en un vacío. Él, sin embargo, no podía ignorar su propia alegría. No sentía resentimientos contra Mara ni las mujeres que lo habían golpeado. Había sido fuerte, y por un momento creyó que se moría. Poco recordaba de esa noche, y se restregó la cabeza con el pelo rapado. Valverde le había cosido varias heridas, y aún sentía las cicatrices y los chichones en los huesos.

     - ¿Y el buen doctor Valverde?-preguntó, con sarcasmo.

     -Por ahí anda-dijo Mara. -Pero en el barco tenemos un doctor de verdad. Pasó muchas veces a verte…

     -Creo que me acuerdo, fue después del naufragio…me parece. Confundo los días…. Soñé con un pájaro muy grande que me sacaba del agua y me levantaba en el aire.

     -Ah, ¿sí?

     - Y con cadenas. Pájaros y cadenas, parece absurdo, aunque sea un sueño.

     - ¿Y algún recuerdo del naufragio?

     -Los golpes y el ahogo, pero no…eso fueron los golpes de ustedes...

     Se rio, rascándose el pecho desnudo, tocándose los músculos del brazo. Ya no había moretones, y las costillas rotas habían sanado. Respiró profundo, y frunció el ceño.

      - ¿Me salvaste, Mara?

      Ella sonrió, se acercó a la cama y se sentó.

     -Tengo que decirte algo, José.

     - ¿Qué cosa? -dijo él, y su mirada se oscureció cuando vio los ojos de Mara. Las pupilas de ella parecían titilar, pero no era eso exactamente, había algo diferente. ¿Dos pájaros revoloteando en el cielo negro de esos ojos?

     -Este es el barco en que subieron tu hermano y su esposa.

     José sabía del barco, pero de eso hacía tanto tiempo, según creía, que ya casi no recordaba que estaba ahora en un barco muy parecido al que había deseado encontrar. Por fin, se dijo, vería otra vez a Manuel. Sonrió, y su rostro se deshizo por primera vez de todo sarcasmo y doble intención. La cara de José, se dijo Mara, era la de un adolescente que recupera a quien extrañaba terriblemente.

      -Manuel está muerto… -dijo ella.

      José se le quedó mirando. Comprendía. Aceptaba. Tanto las palabras como la realidad. De pronto, sus hombros fuertes cubiertos de vello castaño se hundieron lentamente, la espalda se encorvó, la cabeza pareció ser vencida por el peso de algo tan incierto como un pensamiento inatrapable por lo etéreo. Pero las palabras le daban peso, y el peso era un ancla atada a su corazón. Y el corazón es un músculo que se desgarra, y no puede latir tranquilamente si sus fibras se rompen.

     Cruzó los brazos sobre el pecho, y se puso a llorar. Mara lo abrazó. Con el brazo sin mano le apretó la espalda, con la del otro le acarició las cicatrices. Lo meció como a un bebé, y se sobresaltó cuando José dio el grito que se escuchó por casi todo el barco. Un grito que era un llanto y un desgarro, un lamento que no podía consolarse porque era la muerte y el nacimiento de un dolor. Mara sabía que los dolores no mueren nunca, simplemente se ocultan. Cuánto duró, no habría sabido decirlo. Ella lo sintió en todo su cuerpo porque él tenía la cabeza apoyada en su pecho, y la boca abierta emitiendo ese furibundo grito casi entre sus senos. Tantas noches había tenido los labios de ese hombre de esa misma manera, pero los gritos eran otros y el dolor era distinto. Ahora los unía otra cosa: lo mismo que ella había sentido crecer entre ambos, lo mismo que la había hecho naufragar su barcaza y exponer a todos a la muerte, excepto a ellos dos: Mara y José. Y ya habían encontrado al hijo de él, que sería de ambos.

     Pero José gritaba y se lamentaba por su hermano. ¿No era que lo aborrecía porque deseaba a su esposa? ¿O sería que había violado a Altea porque le había robado a su hermano?

     Ambas cosas, quizá, fuesen reales, pero nunca simultáneas. Hay sentimientos que no pueden convivir en la misma alma. El amor a dos objetos distintos es incompatible con el tamaño del alma: se ama a uno y se odia al otro. ¿Pero cuál era cuál?

     Ya no importaba. Manuel estaba muerto. Altea pronto lo estaría.

     Mara era ahora la mujer de José y la madre de su hijo.

     (la querida Elsa, la pequeña Elsa)

     -Ya, tranquilo, amor mío. Yo te consolaré, estaré siempre acá…para acariciarte, para abrazarte.

    La voz de Mara era dulce, y las palabras tenían el aroma de una canción de cuna. Tenía el vestido mojado por lágrimas y saliva. José era un chico que se lamentaba sin cansarse. ¿Desde cuándo no había llorado? ¿Alguna vez lo hizo? José Menéndez Iribarne era un marino mercante. Un hombre así no llora porque sí. Debe haber una razón fuerte. La muerte de un hermano, por ejemplo, sobre todo si se trata del único hermano.

     Mara alzó la mirada. El perro los observaba desde la puerta. Max dio un suave ladrido y se acercó. Olió a José, movió la cola, pero de pronto se detuvo. Reconocía algo en ese hombre, no el olor, sino otra cosa. Se alzó, apoyando las patas delanteras en las rodillas del hombre, y le lamió la cara. Mara rio y le acarició la cabeza, pero el perro dio un respingo y le gruñó.

     -Perro de mierda-dijo ella, sin poder evitarlo.

     José se apartó de Mara y se secó los ojos. Miró al perro y le acarició el lomo varias veces. Max se veía contento.

     -Es el perro de Manuel, tiene que serlo…me habían dicho unos pescadores que él y Altea esperaban en la playa con un perro que se les había juntado. Por eso me reconoce…

     A Mara no le gustaba compartir a su hombre con nadie, ni siquiera con un perro. Sin embargo, se calló la boca. Sonriendo, acariciaba a José. Esperaría todo el tiempo necesario, lo consolaría hasta el fin de la vida. Pero él se levantó, se puso una camisa y preguntó:

     - ¿Dónde está su esposa?

     -En su camarote, está muy enferma, creo que se va a morir.

     -Llevame.

     Salieron juntos, y Max los seguía. Eran casi las siete de la mañana. Carmen iba también en camino al camarote de Altea. Se asombró de ver a José. Las mujeres hablaron.

     -Carla no durmió con nosotras anoche-le dijo a Mara.

     -Debe haber estado con alguno, ya la veremos al mediodía…

    -Ya pregunté, Mara, nadie la vio.

    - ¿Y qué esperabas que te dijeran?

    Valverde estaba sentado en una silla junto a la puerta.

     - ¿De vigilante? - preguntó Mara.

     -Adentro está el médico. Buenos días, José, me alegro de verlo.

     -Sí, sí-le contestó. Estaba ansioso por ver a Altea.

      Esperaron un rato, no por cuidado de Gonçalvez, sino por evitar la mirada desaprobadora de Natacha.

      - ¿Viste a Carla? -preguntó Carmen a Valverde.

     -La vi, y por última vez…

     Se rio de la mirada de las mujeres.

      - ¿Qué esperaban? Este no es sitio para ella. Anoche amarraron un bote y abordó un tipo. Era un viejo amigo de Carla, lo reconocí porque era el que la mantenía antes de que se viniera con nosotros. Se agarraron a las patadas un rato, pero después se fueron juntos en el bote. No creo que la volvamos a ver.

     - ¿Y no hiciste nada? -preguntó Mara.

     - ¿Querías que se quedara? Me parece que no la querían demasiado ustedes…

     -Estamos mejor sin ella-dijo Carmen.

     No la extrañarían. Las putas no suelen querer a las que les gusta el sexo por el sexo mismo. Si un hombre les gusta, estaba bien, y si les pagaba, mejor. Pero el sexo con cualquiera, y sin el precio adecuado, no lo entendían. El dinero no era una compensación, sino simplemente el precio de la venta ¿Acaso no se va al teatro por ver una actuación? ¿Y no vale más si es una buena actuación?

     José golpeó la puerta, y sin esperar, entró. Vio a Altea sobre la cama. Era una sombra comparada con el recuerdo que tenía de ella. Media cabeza tapada por vendas, y la sábana cubriendo el cuerpo donde sólo había un bulto no demasiado grande a nivel del vientre. Una mujer de cabello y vestido oscuro estaba sentada a un lado de la cama, y lo miraba con asco. Un médico alto y flaco, sentado del otro lado, auscultaba a Altea.

     -Pedimos disculpas, Natacha. Pero José no ha tenido paciencia. Y le he dicho todo sobre Manuel.

     Natacha no dijo nada y esperó a que el médico terminara. Gonçalvez se sacó el estetoscopio.

     -Me alegro verlo recuperado.

     - ¿Es usted el que me cuidó estos días, no es cierto? Le agradezco, pero no estoy para cumplidos ahora.

     Se veía nervioso, irritado, y se sentó en la cama. Observó el rostro de Altea, demacrado y pálido.

     - ¿Qué les pasó a los dos, no entiendo?

     Se dio cuenta de que todos se miraban entre sí, pero presentía que la causa de esas miradas era tan independientes entre sí.

     -A su hermano le dispararon-dijo Gonçalvez. Hoy no tenía esa mirada de disculpa, o de temor, que siempre le habían visto. - Me lo trajeron a mi casa, herido, allá en Entre Ríos. Deben haberlo asaltado. Pero ya no había nada que hacerle. Lo enterraron en un cementerio de la zona.

     - ¿A ella también?

     -Lo de Altea fue un accidente-dijo Natacha. -A mi marido, el capitán Mendoza, se le escapó un tiro.

     -Así es, Iribarne, estábamos todos borrachos esa noche, y se me escapó un tiro. Mía es la culpa, señor.

     Máximo Hurtado de Mendoza había entrado casi sin que nadie lo sintiera, salvo Max. José se levantó y le extendió la mano.

     -Soy el capitán José Menéndez Iribarne, marino mercante.

     Máximo no esperaba eso. Estrechó la mano.

     - ¿Qué dijeron las autoridades, sobre mi hermano, digo?

     - ¿Qué autoridades? - dijo Mara, burlándose, uniéndose al teatro que él había iniciado. El teatro era como una araña que iba tejiendo lenta y certeramente. - ¿El cura del pueblo, el dueño de la pulpería o el médico? En esos pueblos el doctor es la única autoridad.

      - ¿Y si mi cuñada hubiera muerto embarazada?

      Las botas del capitán sonaron en las tablas, como si se hubiese puesto en posición de firme. Natacha sonreía.

     -Estoy a su disposición para cualquier satisfacción que usted me pida-dijo Mendoza.

     -No le pediré ninguna, capitán, si el niño nace.

     El entramado ya estaba construido.

     - ¿Qué piensa, doctor?

     Gonçalvez echó una mirada a Valverde, que observaba todo desde la puerta. Él también estaba atrapado.

      -Confío en que, con los cuidados necesarios, la señora sobrevivirá para dar a luz.

      -Ojalá así sea, doctor. Tengo todas mis esperanzas en ese niño. Mi hermano era todo para mí…usted comprenderá, y no hay nada que yo no vaya a hacer por este huérfano.

      La voz de José era suave, pero firme. No decía más que lo que todos esperaban, y precisamente por eso la sentencia que declaraba se hizo más rotunda.

 

     Desde entonces, José y Natacha fueron los que estuvieron casi todo el tiempo cuidando a Altea. Por la mañana venía Carmen a bañarla y cambiarla, luego pasaba el médico, aunque no hubiese ningún cambio, pero Gonçalvez registraba minuciosamente en sus papeles cada signo en el estado de Altea, el cambio de coloración en la piel, su humedad, el sudor, la evolución de las cicatrices, la respuesta a los estímulos sensoriales, la cantidad de micción o materias fecales. Luego de más de una hora, se iba con su maletín bajo el brazo, restregándose los ojos. Muchos lo vieron reunirse con Valverde luego del mediodía, en el estrecho cuarto que había ocupado poco tiempo antes, o a veces caminando por cubierta.

      José y Natacha se alternaban para darle de comer.

     -Usted vaya a descansar, señora-le dijo un día. -Ya ha hecho mucho por ella, déjeme a mí ahora. Al fin de cuentas es mi cuñada, y lo único que me queda de mi hermano.

     Entonces le dio de comer en la boca, hablándole, y vio que los párpados de Altea se movieron. Dejando la cuchara en el plato, le levantó uno de los párpados y observó el ojo derecho. Estaba ciego. Hizo sonar sus dedos frente a ella, y el párpado izquierdo, que era ahora una masa informe de piel cicatrizada, se movió. Intentó levantarlo, separando las adherencias que el médico había recomendado no desprender porque servían de cura. Vio un hueco oscuro cuya profundidad parecía ser mayor que lo razonable.

     Le habló, y el sonido de su voz, tal vez entrando por ese hueco, provocó un reflejo en el brazo derecho de Altea. Sólo un espasmo apenas perceptible y que fue más evidente por el movimiento de los dedos.

     Me reconoce y todavía se acuerda, por supuesto, de mi voz. Cómo iba a olvidarse de mi cuerpo, si es el mismo que está engendrando.

      Pero no pudo continuar. Entró Natacha y se sentó en la mecedora de siempre, del otro lado de la cama.

       - ¿Comió?

       -Sí, y creo también que reconoce mi voz. Su párpado sano se mueve cuando le hablo. -Obvió decirle lo del movimiento de los dedos.

      Natacha subestimó el comentario.

      -Eso ya lo noté casi desde la primera semana.-Luego se levantó para mirar detenidamente la cara de Altea, y le pasó la mano por la frente.

      -Está empapada en sudor, eso es nuevo. Pero no hace calor acá. Me preguntó si tendrá fiebre.

     Buscó un termómetro de mercurio que guardaba en un cajón y lo puso bajo una axila de Altea. Volvió a sentarse, rígida, con la mirada fija en la enferma, ignorando a José, pero sintiendo su mirada sobre ella. Luego corroboró la temperatura.

     -Está normal.

     -Tal vez haya sido esa sopa.

     -Pero no me vaya a decir la estupidez de que se la dio caliente. Podría haberla quemado, toda su piel y sus mucosas son muy delicadas en ese estado.

      Natacha lo miró con desprecio. José no contestó, que la otra pensara lo que quisiera.

     Después estuvieron en silencio un largo rato. Ella cerraba los ojos, pero él sabía que permanecía vigilante.

     - ¿Usted conoció a Manuel?-preguntó.

     Natacha contestó sin abrir los ojos:

     -Lo conocí.

     -Era un gran hombre…

     Ella esperó, y luego dijo:

    -Depende del punto de vista.

    - ¿Qué quiere decir?

    -Que hay cosas que no conocemos aún de nuestros parientes más íntimos.

    José la miró detenidamente, con las cejas fruncidas y las manos en las rodillas.

    - ¿Y usted lo conoció mejor que yo, señora?

     Natacha se mecía casi candorosamente, pero su sonrisa comenzaba a ser, más que despiadada, satisfecha.

     - ¿Sabe usted que tengo un hijo?

     No quiere contestar, o da vueltas, es de esas. Tan diferente a Mara…

    -No sabía, ¿y dónde está el chico que no lo he visto?

    - ¿Está seguro? Mire bien, ahora mismo está al lado suyo, y está apoyando su mano sana sobre uno de sus hombros, señor.   

     José vio que ella miraba hacia un espacio vacío, y esa mirada era tan segura, que él dio un respingo involuntario y movió su hombro.

     -No sé de qué habla, acá no hay nadie.

     La vio hablar en murmullos, girando la cabeza como si siguiera el movimiento de alguien en la habitación. Creyó entender.

     - ¿Y qué le pasó?

     -Se mató.

     - ¿Y qué tiene que ver todo eso con Manuel?

     -Debería preguntarle a él.

     - ¿A su hijo?

     Natacha hizo un gesto de exasperación, restregándose las manos.

     - ¿Acaso usted conoce a todos los habitantes de la ciudad en la que vive, y espera que ellos se conozcan en ese lugar en el que están? Digo que debe preguntarle a su propio hermano, señor, si quiere averiguar.

       - ¡Está loca!

       Se levantó, enojado, pero se detuvo cuando escuchó alguien que hablaba. Miró alrededor. Natacha observaba a Altea, pero no parecía notar nada extraño. Él, sin embargo, veía que Altea movía los labios, y la voz era impersonal, o más semejante a la de un hombre, en realidad. Se sentó en la cama y acercó un oído a los labios. No entendía las palabras. No sabía si alegrarse por ese signo de recuperación o no, y se preguntó por qué Natacha no decía nada.

     Entonces se dio cuenta de que no eran palabras, sino un sonido que intentaba imitar un ritmo sincopado y monótono, como el de los tambores.

      Tum, tum, tam, tum, tum, tam

     Como los de aquella noche de los ritos en el pueblo, mientras él y Altea estaban en la choza. Apretando con una mano la boca de Altea y con todo su cuerpo el cuerpo de ella. Las piernas alzadas y los brazos intentando separarlo. Y las piernas de él esforzándose por mantenerla contra la pared. Tum, tum, tam, y así durante horas, hasta que se fue extinguiendo con la llegada de la mañana.

      ¿De dónde venía la voz? No era de los labios, pero se movían. No de la garganta de Altea, porque era la voz de un hombre.

     José se levantó y volvió a sentarse en su silla, tapándose la cara con las manos Sentía que llegaba la sombra de la noche por la puerta. Escuchó los pasos de Natacha, a la vez que decía:

     -Ya se hizo de noche. Iré a buscar la cena.

     Escuchó que la puerta se abría y no volvía a cerrarse. Y sintió el miedo que hacía mucho tiempo que no tenía, el de las puertas abiertas. Como en Cádiz, cuando él y Manuel hablaban en una habitación, durante horas, y cuando escuchaba los pasos vigilantes de su padre por el pasillo, y los pasos protectores de su madre, siguiéndolos. El miedo los obligaba a apagar las luces, pero si el padre encontraba la puerta cerrada, se enfurecía. Abrirla y encender las luces era develar ese miedo que se iba escondiendo como un pliegue de sombra en los rincones oscuros del cuarto, en los cielorrasos. Y que luego descendía hacia sus camas cuando el padre se iba, dejando la puerta abierta. Nunca la trababa, nunca la había sacado de sus goznes. La amenaza era siempre más eficaz que los mecanismos prácticos. La voz del viejo Menéndez Iribarne era más cruel que una puerta abierta mostrando las vísceras de la habitación envueltas en sábanas húmedas. Y ambos compartían, hasta la madrugada, las impresiones de lo que veían en las formas del cuarto, tal vez los sueños, o lo que fuesen en realidad. Las formas de las cosas: la cama, el armario, el espejo, las sillas, las perchas, la araña del techo, las luces del velador, los dibujos del empapelado y las alfombras, las vasijas de porcelana y hasta el mingitorio escondido bajo la cama. Todo eso iba tomando contornos extraños a medida que pasaba el tiempo y ellos crecían. Las imágenes de desnudos que los amigos les habían regalado o vendido, los cuerpos de hombres y mujeres que habían espiado por las ventanas de los barrios bajos. Y tantas veces que se durmieron maltratando sus propios cuerpos como si deshacerse de ellos fuese el objetivo de toda vida. Y luego, extenuados, se dormían.

     Pero la luz del pasillo iluminaba sombríamente los rincones, y la luz era un sonido que se concretaba en un rumiar, en un cascar, en un ronronear, en un ladrido, y luego en un grito indeterminado y muy bajo, casi gutural. Y cuando cada uno, dándose finalmente la espalda, miraba hacia las paredes y el techo, contemplaba las formas definitivas que conformaban esas caras: las de ratas de orejas grandes y patas cortas.

      Mucho más tarde, aquellas habitaciones se habían transformado en selvas rodeadas de ríos, con suelos de barro y cielos lluviosos. Pero las caras de las extrañas ratas seguían apareciendo tras las ramas de los árboles, en el fondo de los pozos de agua o bajo una roca con la que tropezaban. Pero ya ahora tenían alas, y el aleteo era siempre nocturno. Y el crepúsculo se fue tornando una amenaza que se satisfacía en su propio concepto: amenaza que hacía bullir el miedo, y era entonces cuando ellas llegaban realmente.

     Las negras criaturas que, como ahora, comenzaban a inundar el cuarto.

     José no había visto cuando Natacha salió del camarote, ni la vio mirar atrás como si alguien la siguiera, y dejando deliberadamente la puerta abierta. Si la hubiese visto, incluso, tomarse la molestia de abrirla hasta el punto de poner una silla para que no se cerrara con algún descuido del viento. El viento que provocaban los aleteos de los murciélagos que entraban y rodeaban la cama de Altea y la silla de José. Aleteos de alas membranosas con un sonido similar a los de los tambores.

     El tum, tum y el clap, clap.

    Creando la música de la memoria.

    Y cuando los murciélagos se asentaron sobre el cuerpo de Altea, José se desesperó por espantarlos de ella y de su propio cuerpo. Veía las caras y sus muecas, escuchaba el grito indeterminado que ellos emitían. Lo mordían, lo rasguñaban. Vio sangre en sus manos y en la cara de Altea. Se tiró sobre la cama para protegerla. ¿Era como aquella noche de los ritos? ¿La estaría protegiendo al mismo tiempo que la estaba violando? ¿No protegía a Manuel, acaso, de los chicos del barrio y de la escuela? ¿Abrazarlos no era, acaso, protegerlos? ¿Y amarlos no era, entonces, lastimarlos?

     Protegió el cuerpo de Altea todo el resto del tiempo que los murciélagos tardaron en abandonar la habitación. Llegaron los hombres para espantarlos, como pudieron, ya estaban acostumbrados. Cuando entraron, José estaba sobre el cuerpo de Altea, apenas tocándola, reservando el vientre en que crecía el chico encerrado en ese paraíso rodeado de escombros.





Ilustración: Franz Von Stuck

No hay comentarios:

Eugenesia (Anónimo europeo)

Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que les permitiera usar de ...