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Ese fue mi último día en la redacción. Por más que hubiesen pasado algunas semanas más para mi definitiva salida, la tarde en que Beltrame y yo conversamos, discutimos, nos peleamos y luego hicimos silencio, al mirarnos supimos que ya no nos veríamos más, que no queríamos vernos más, pero cada uno por diferentes motivos. En la superficie estaban los profesionales, sea la incompatibilidad de opiniones o de caracteres, como un matrimonio que se divorcia porque se da cuenta que la mutua admiración que cada uno sentía por el otro se tornó en una decepción absoluta, y que ya no hay cabida más que para la lástima vestida de comprensión y embadurnada con la siempre oficial y bien vista, pero quebradiza patina de la tolerancia.
Primero debo explicar cómo empezó todo el proceso de mi alejamiento del diario, y del periodismo en general. Digo bien: proceso. Porque esa palabra estaba muy de moda en aquella época. El llamado Proceso de Reorganización Nacional estaba en boga en los titulares de la prensa, fuese escrita, radial o televisiva. Si nadie quería meterse en problemas, había que utilizar tal rótulo para nombrar al gobierno de facto.
Hacía ya muchos meses, y tal vez las cosas se extendieran a más de un año, en que todos sabíamos que Beltrame nos estaba vendiendo. Un mes uno, un mes otro, los compañeros fueron desapareciendo. Al principio faltaban varios días con la excusa de que estaban enfermos. A veces llamaban ellos mismos, otras sus mujeres, amigos o quien fuese. O simplemente nadie respondía al teléfono. Beltrame gritaba desde su oficina, llamando a Braulio, que lo defendía a rajatabla cuando ya nadie quería mirarlo a la cara. Pero los que renunciaban se iban del país, luego de muchos trámites casi imposibles de mencionar y menos de realizar. Presentaban la renuncia con todas las formalidades, y sin darle tiempo a nada, salían del despacho, tomaban el ascensor y desparecían. Eso, creo, era un alivio para Betrame, pero después llegaban las largas semanas en que escribía y escribía, aunque nadie sabía con precisión qué, pero de vez en cuando aparecían artículos editoriales con la firma de un tal “Mascarita”, que bajo esa gentil fachada usaba el sarcasmo para denunciar, siempre con indirectas, siempre con un gusto lindante con la elegancia de un Arlequín, a aquellos hombres y mujeres que algunos conocíamos y otros no. Simples militantes, o colaboradores nada más. Lo que llegara a la redacción por cualquier medio que fuese era suficiente para poner en funcionamiento las manos de Bautista Beltrame sobre su máquina de escribir. No era el estilo de redacción que le conocíamos, por supuesto, no los giros literarios que a veces usaba en los cuentos que publicaba en revistas, ni tampoco figuraba en esos artículos la procacidad que le gustaba usar como signo de fuerza o masculinidad mal entendida. Pero todos sabíamos que él tenía el talento suficiente para metamorfosearse. Nadie leyó lo que escribía en esas ocasiones antes de ser publicado. Si lo hacía durante las horas de trabajo, cerraba la puerta con llave y escondía el manuscrito en el escritorio al que nadie podía acceder a menos que lo destrozara con un hacha. En un cajón que ocupaba todo el largo del escritorio y con dos llaves, guardaba lo más valioso: sus escritos, que él decía irrepetibles, que no podría volver a escribir como tales, que eran gemas imperfectas, seguramente -reconocía con ficticia e insana humildad- pero que eran suyas, como era suyo su propio corazón, tan amargo para cualquiera, incluso para sí mismo, pero que era su corazón, a pesar de todo.
Reconocí en esa metáfora las líneas de un poema de Crane, y aunque las dijo delante de varios de nosotros, fui la única que se sonrió por un instante. Él se dio cuenta, evitó mi mirada y se encerró en su despacho. Escuchamos el rechinar del cajón en sus goznes, y luego el repiqueteo del teclado que ese día se extendió hasta bien entrada la noche, cuando ya todos nos habíamos ido y sólo quedaba el corrector para la edición de la mañana. Era Mario Marizza, su protegido, el familiar de militares que sin embargo era la oveja negra, el que iba contra la corriente de la opinión conservadora. A simple vista, no entendíamos, a veces los periodistas son simples redactores de la realidad cotidiana y no ven ni piensan las causas que provocan las conductas y los resultados, lo que sucede en las calles: el tránsito, los disparos y las discusiones, y en la noche el alarmante silencio roto por las sirenas.
Yo me quedaba pensando, acechando con la vista levantada desde mi Remington hacia lo que sucedía en el despacho entre ambos. La complicidad de una pareja de histriones, eso me parecía estar viendo por la puerta entreabierta, la pantalla de un programa cómico donde un actor era el bueno, el gracioso, el tonto, a veces, y el otro el serio, el responsable, el que retaba y se enfadaba frecuentemente. Uno con la voz aguda y casi chillona en sus reclamos y sus excusas, el otro con la voz de barítono, autoritario y autosuficiente. Y creí escuchar en sus largas conversaciones de altibajos, un código: uno convenciendo al otro, mutuamente, hasta que cada uno cambiaba de opinión por la del contario, y volvían a la pelea, pero desde sitios diferentes.
No sé lo que pasaba, como tampoco supe nunca lo que pasaba realmente en el país. No todos eran redactores del diario los que desaparecían, ni siquiera eran lo de opiniones netamente contrarias al régimen. Hubo cadetes, secretarias, hermanos de cualquier miembro del personal, una mujer de la limpieza que entraba todos los días a limpiar la oficina de Beltrame cuando él aún no había llegado, pero un día se encontraron en el pasillo, y al día siguiente ella faltó.
Nosotros, que leíamos en el silencio de nuestros ojos el deseo de molerlo a palos, nos encontrábamos desarmados cuando él nos enfrentaba. El miedo lo envalentonaba, siempre, y sus manos, esos dedos largos y hasta bellos, quizá, eran armas que él usaba como quien recurre a puñales encondidos en una faltriquera, o a un revolver en el cinto, o al sobrecito de veneno escondido en la billetera. Los dedos repiqueteaban en las teclas de la vieja máquina de escribir que había estado allí desde la fundación del diario en 1925, cuando los hombres pensaban diferente, cuando la izquierda era tan valiosa como la derecha y la sociedad era una sola vista por ojos diferentes que la coloreaban a su antojo. Las máquinas son esclavas del pensamiento, y cuando ellas mismas piensen, me he dicho muchas veces, ¿quién las detendrá? No será la piedad, la extraña simbiosis de amor y odio que veíamos en los ojos de Beltrame cuando nos enfrentaba. Él, en cada orden que daba, apenas asomándose a la puerta, sosteniéndose a ella como si hombre o puerta fuesen a caerse, pedía u ordenaba algo, un papel en blanco, un diario de la semana pasada o simplemente un café, aunque fuese tibio y amargo; en cada palabra estaba implícito el nombre de Gloria escrito en sus labios. En el insulto y en el elogio, en la metáfora o en la obscenidad, en la línea de un poema o en el anónimo publicado en un rincón de la página 34, en los clasificados eróticos y los avisos necrológicos, en todo eso que leía y juzgaba antes de cada edición -porque eso debemos reconocer, sin duda, la profesionalidad, la obsesión por la palabra exacta, la adoración que sentía por la letra impresa hasta el punto de no llegar a entenderlo del todo cuando pretendía explicarnos su visión-.
Todo eso se venía abajo cuando pensábamos en lo que hacía, aunque sabíamos que lo hacía para sobrevivir, y quizá también para protegernos a nosotros, porque nosotros éramos el diario, el trabajo, la vida y el pan de cada día. Que los otros se fueran al cielo o al infierno, era el precio de la guerra. Así lo habían dicho los milicos cientos de veces y en todo momento, por Cadena Nacional, luego de la consabida marcha metalizada y estridente que sonaba hasta en los baños de las casas de cualquier barrio, desde la radio que un pobre tipo escuchaba sentado en el inodoro intentado sintonizar el partido del domingo. Ya vendría, pronto, el mundial de fútbol, en unos años, pero ya todos pensaban en eso. Yo escuchaba y miraba a los hombres, reunidos en la oficina a la hora del almuerzo, hablando de fútbol con más pasión que si hablaran de mujeres. A las mujeres hay que protegerlas, hay que pensar en ellas, y todo eso lleva tiempo y preocupación. Pero el fútbol siempre existe por sí mismo, es una entidad que se retroalimenta cada semana, es una bestia a veces caótica pero que siempre entra en los hogares como un animal doméstico, por la pantalla del televisor o por el parlante de una radio, amoldándose a la vida de cada casa o departamento, o casilla de villa miseria, o monoblock inconcluso de cualquier plan de vivienda. En los conglomeradas sonaba la marcha, las botas y los gatillos en los pasillos donde algún chico miraba todo acuclillado en un rincón. Puertas pateadas, si las había, cuerpos arrastrados escaleras abajo. Y al día siguiente, la pelota seguía rodando en la canchita improvisada por los pibes entre el pabellón Juan Domingo y el pabellón Evita, número 1 o número 17, A o C o D, fuese cual fuese, en La Tablada, en Caseros o en Villa Domínico.
Mientras trabajábamos, algunos escuchaban la radio. Casi siempre era el programa de fútbol, a veces una canción de Palito Ortega o de José Larralde, y de tanto en tanto la marcha militar. Y de vez en cuando un noticiero que nos daba vergüenza ajena, pero que sin embargo en ocasiones era útil escuchar para conocer lo que realmente estaba sucediendo en las calles en esos momentos. Y fue así como el nombre de Gloria Sanmarco se hizo cada vez más frecuente. Para cuando me pasaron los datos para contactarla, ya habían pasado varias semanas de manifestaciones intensas por lo violentas en las calles del Congreso, como también en Córdoba y Rosario. Las noticias anunciaban que en cada una había hablado la manifestante de izquierda, la montonera Gloria Sanmarco. No podía estar en todas partes, por supuesto, pero tampoco podía asegurarlo. Esa mujer estaba rodeada de un aura que, buena o mala, la precedía y dejaba restos por donde hubiese pasado. Los militares no se pronunciaban nunca directamente contra ella, tal vez pensaban que darle tanta importancia a una mujer era mostrar inseguridad, era rebajarse al nivel de una simple maestra de escuela que se había metido a montonera. La perseguían, nos constaba, y muchas veces fue presa, pero la soltaban casi de inmediato. ¿Quién pagaba el precio por su libertad, aunque fuese transitoria? Era como un pájaro que todos necesitaban atrapar, porque molestaba con sus graznidos y sus vuelos rasantes, pero no podían mantenerla en una jaula. Tal vez porque gritaba todavía más, o porque su alimentación exigía lo que ellos no podían darle: sus propios cuerpos quizá, tan valiosos como lo que llamaban poder o dinero. O simplemente el placer de hacer lo que se quiere hacer.
Una psicología extraña, difícil de comprender cuando se está en medio de la borrasca, del naufragio, o concretamente en medio de una calle donde los tiros llegan de todas partes, desde puertas y ventanas de los edificios de familia, donde las bombas estallan sobre el asfalto junto al kiosco de diarios del viejo que los vende con su hijo, donde los tanques avanzan por plena Avenida de Mayo o por Rivadavia o por Corrientes hacia el Obelisco, símbolo fálico que nadie quiere reconocer, que las mujeres han mirado con vergüenza durante muchas años, y en el que los hombres encuentran el permiso para todo, y digo absolutamente todo.
Y es allí donde esta noche se reunirá Gloria con su grupo, en una nueva manifestación contra el gobierno militar. Durante la tarde se acumularán las fuerzas del orden para impedirlo, luego de haberse allanado casi cincuenta casas, locales y depósitos en el barrio de Flores, en Quilmes y otros muchos barrios de la capital y el suburbano donde se sabía que los rebeldes tenían centros de adoctrinamiento y reunión. Tampoco se ignoraba dónde estaban los centros de detención de las Fuerzas Armadas, pero eso no se decía en las noticias.
Las marchas militares simulan guerras en la psiquis de los hombres comunes. Vencen y conquistan el razonamiento. Por eso yo me sentía con las manos atadas cuando desde la radio o desde las calles convulsionadas la música militar entraba por las ventanas de la oficina o de mi casa, por la noche, casi siempre, antes de cenar, cuando me disponía a leer, que es para mí el acto más libre del ser humano.
En cambio, el nombre de Gloria, tan símilmente asociado a las acciones militares, a la guerra y las victorias, era para todos, incluso para sus pretendidos verdugos, una especie de símbolo que le servía a ella, aún a expensas de sus mismas intenciones en contrario, como halo protector, por lo menos durante un tiempo, que fue más largo del que todos esperábamos.
Mirando a Beltrame sentado tras su escritorio, revisando pruebas con los anteojos de bordes dorados, el pelo algo entrecano, la barba bien afeitada y el bigote ornado con suaves puntas que parecía haber heredado de otra década, yo me preguntaba cuál de los dos era el ángel protector del otro. Ninguno era un ángel, o por lo menos no de los buenos, eran simplemente un hombre y una mujer que se amaban, probablemente por encima, o por debajo de los convencionalismos y de la realidad que los aplastaba. A veces uno llevaba la carga, otras el otro. Fuese amor o la más intensa desesperación, ellos se encontraban donde nadie iría a buscarlos, porque no necesitaban saberlo. Había micrófonos por todas partes, como águilas asentadas en los postes telefónicos frente al edificio, había espías bajos y oscuros como ratas de alcantarilla, espiando desde los cordones en sombras.
Déjenlos coger, debía estar escrito en los partes de los milicos. Así decían los muchachos en la redacción, imaginando intrigas románticas en sitios donde las máquinas de matar habían sido perfeccionadas luego de siglos de aprendizaje y error. Las aulas de las universidades y los galpones de las bases militares con pupitre transformados en sillas eléctricas.
Sí, yo también he sucumbido a la idiotización. Sea fútbol o poesía, la imaginación no es un arma, sino el paraíso de los tontos.
La cuestión es que esa noche se haría el mitin, por llamarlo de alguna manera, aunque a estas alturas esas manifestaciones en el centro habían dejado de ser reuniones políticas para convertirse en enfrentamientos continuos entre los montoneros, como se llamaba a todo el que protestara contra el gobierno, fuese de izquierda o derecha, sincero u oportunista, estudiante o jubilado. Es decir, todo el que no tuviese miedo, porque había bombas en las calles y tiros en los colectivos, y uno podía ir preso simplemente porque había puesto una mala cara al milico de guardia. Y ellos, los soldados rasos, eran tan jóvenes, que también tenían miedo, pero era corderos con armas reglamentarias que buscaban bajo la piel de los otros las otras armas. Y como lo que no se ve genera más miedo que lo que está a la vista, los soldados, obedientes porque no tenían otra alternativa, desconfiaban antes de preguntar, y golpeaban antes de escuchar. No eran todos así, por supuesto, pero como siempre, a veces la excepción determina la regla, y lo que ocurrió una vez comenzó a ocurrir muchas veces, cuando las fronteras del miedo se extendieron por ambas partes, no en alto, sino en extensión. Los ojos de un cadete imberbe tienen sus límites, pero detrás están los ojos con binoculares de guerra de la oficialidad.
Me levanté y me asomé a la ventana. Por la calle caminaban interrumpiendo el tránsito las filas de militantes con carteles y consignas escritas con y sin faltas de ortografía. Me pregunté cómo era que alguien iba a tomarlos en serio con todas esas frases pasadas de moda, trilladas y viejas: Perón, la justicia social, o la ley del peludo y del bisonte. Por encima de los que marchaban, estaba el viejo patriciado de siempre: los gremios que dormían en colchones de dólares, roncando como bueyes para despertarse a media mañana y despotricar contra el gobierno frente a algún micrófono oficial.
Estábamos en el quinto piso, y la ventana daba sobre San Martín. A un lado, Corrientes se había oscurecido por una media hora, antes de que las luces de los comercios y teatros fueran creciendo lentamente. San Martín, estrecha, era un hormiguero de gente que desembocaba en la avenida. Harían todo un periplo: recorrerían Corrientes hasta la 9 de Julio, y luego hasta Avenida de Mayo, y volverían a retomar el camino al río hasta llegar a la Plaza. Cuántas vueltas, me dije, no tenía ganas de salir y seguirlos. Miré a mis compañeros, unos escribiendo, otros fumando con las piernas sobre los escritorios, aguardando la hora de salida.
-Bueno-dije, plantándome con las manos en la cintura. - ¿Quién me acompaña?
- ¿A dónde, Ceci? -me preguntó uno, no importa cuál, porque en las sombras que crecían al caer la tarde, peleando en el aire junto a las ventanas, contra las luces blancas del techo, indiferentes, gélidas, propias de un velorio, todas las caras me resultaban iguales: cadáveres que sólo tenían manos vivas para agarrar un cigarrillo, matarse a golpes sobre las teclas de la máquina de escribir, o para rascarse la entrepierna sin el menor atisbo de disimulo.
-A cubrir la manifestación-contesté.
- ¿Vos te querés morir, Ceci? Yo no.
Fue Marizza el que habló.
Braulio, mano derecha de la dirección, salió en defensa del trabajo. Batió las palmas llamando al orden y elevando la voz como una maestra que intenta ordenar a su alumnado. Cuando hacía eso, el manierismo que lo caracterizaba salía a todas luces, y los demás no podían más que reírse y hacer precisamente lo contrario que él esperaba. Pero esta vez apareció Beltrame, sin corbata y con la camisa desabotonada. El vello del pecho era del mismo color que los bigotes, castaño oscuro y con reflejos dorados por la luz que le daba de frente. No nos miraba, porque un brillo plateado cegaba sus anteojos.
-Taboada y Scarfionne, ustedes cubren. Quiero cualquier cosa en prensa para la primera edición.
El tano Scarfionne me miró de mala gana, no le gustaban las mujeres que trabajaban, pero era un caballero, eso sí. Decía que el cuidarme y vigilar que los proletarios no me toquetearan le impedían hacer su trabajo tranquilamente.
-No te procupes-le dije apenas me miró. -Mi virginidad se perdió hace mucho tiempo, y no la extraño.
Los otros se rieron, y vi que Beltrame me miró con ojos tristes. Se había sacado los anteojos con la excusa de limpiar los lentes, y prestaba atención a nuestras reacciones. Braulio se sumió en su papel de asistente, dejando el de maestra desairada, y fue entonces que hice la asociación correspondiente: Gloria Sanmarco, la maestra de primaria que tal vez nunca ejerció, sería una de las líderes de la marcha. ¿Por qué se le había ocurrido hacerla esa noche, y a esa hora?, me habría gustado preguntarle. Siempre que ella era la organizadora, la violencia comenzaba cuando caía la tarde. Era algo así como el gusto por la oscuridad, o tal vez la manía de ir contra la corriente, simplemente. Pero la verdad era que los apagones provocaban que muchos salvaran sus vidas, escondiéndose en los umbrales, metiéndose en los palieres de los edificios o forzando las cortinas de metal de cualquier negocio.
En la mirada de Beltrame intuí algo parecido a la complicidad. No, aún no lo era, sino un pedido de complicidad. Yo, mujer, me encararía con la otra. Bautista Beltrame me lo pedía. Tratála bien, me rogaba con los ojos.
Bajamos y salimos a la calle. El Tano Scarfionne llevaba su máquina de fotos. Había prescindido de Marizza. Él iba a fotografiar todo lo que pudiera, y para el resto confiaba en mi memoria auditiva, aunque no quisiera reconocerlo.
-Vos tené el grabador encendido todo el tiempo-me dijo, mientras bajábamos por el ascensor. Dos oficinistas que se iban a sus casas antes de tiempo nos miraban con susto.
- ¿Van a la marcha? ¿Se podrá tomar el subte? ¿Qué hacemos, che?
-Yo que ustedes me quedo a dormir en el edificio. Todo está cortado, meterse en las calles…mmm…no se los aconsejo…
Scarfionne disfrutaba con ese despliegue de cinismo, asustando a los pobres tipos cuyas esposas debían estar esperando sentadas frente al televisor viendo el avance de la marcha y esperando que sonara el timbre de la puerta, unas ansiosas y preocupadas, otras enojadas y ofendidas, pero todas sabiendo que el hombre es un animal mentiroso. Cualquier excusa es suficiente para ellos con el fin de llegar tarde: una reunión en un bar con los amigos, el colectivo que venía lleno, un paro de transporte, una manifestación política, y hasta la misma muerte era una muy buena excusa para no regresar a casa, donde ellas esperaban con pensamientos que giraban en una interminable calesita de feria de sentimientos contradictorios, cabalgando sobre esos caballitos de madera descascarada al son de una música vieja, desafinada, que un día se detendría. Sabiendo que ese día el timbre de casa nunca sonaría otra vez, y que habría alguien menos en esa calesita descarrilada de su vida.
La calle era un hervidero de gente. El portero del edificio mantenía las rejas cerradas con llave. Después de volver a cerrar, deseándonos suerte, nos abrimos paso en la vereda, donde estaban amontonados, quietos y malhumorados los curiosos que no participaban de la marcha. Había barullo de cantos y bombos, gritos, algunos chillidos de mujeres jóvenes que no sé de dónde venían. Los silbatos de los vigilantes de turno aturdían por recalcitrantes, pero eran nada más que una escolta formal antes de la llegada de los gendarmes, que se esperaban de un momento a otro. Sabíamos, porque los habíamos visto desde la altura de la ventana, que en Corrientes ya había filas formadas de soldados y un par de tanques quietos, como dormidos.
-Vamos por San Martín, Ceci-me dijo el tano, alzando la voz para hacerse oír.- No tiene sentido seguir toda la marcha. El quilombo se va a armar en la Plaza.
Tenía razón, era estúpido cansarse caminando para simplemente escribir después lo que todo el mundo veía, la larga y lenta marcha, interrumpida por golpes y empujones a veces, por alguna pelea en las esquinas en las que el tráfico de las bocacalles estaba detenido y los conductores tocaban bocinas o se bajaban a protestar. Las pancartas alzadas a diferentes niveles sobre las cabezas, y de tanto en tanto una que se caía, pisoteada.
Seguimos la caravana desordenada por en medio de la calle hacia Rivadavia. En la esquina de Sarmiento se reunió otra de las tantas columnas que se irían sumando en diferentes esquinas, igual que arroyos que formaban ríos secundarios desembocando en el principal. Me fui dando cuenta de que esta vez todo aquello parecía estar bien organizado: la cantidad de gente era impresionante, y el orden en que intentaban mantenerse era asombroso. No había provocaciones innecesarias, no había gritos insultantes, no había tiros ni bombas, todavía. Y por eso tuve miedo, y lo miré al tano, que escondía su cara tras la cámara. En cada clic yo sentía un temblor muy pequeño, que era lo máximo que un hombre como él podía permitirse: la edad y la profesionalidad le impedían sentir otra cosa que no fuese resquemor y un enorme desprecio por todo eso. ¿Cuántas veces había visto lo mismo a lo largo de su carrera? El resultado era siempre el mismo, pero él se veía extasiado a pesar del inquebrantable desencanto enraizado en su alma. La ciudad y la gente lo fascinaban. Una vez me había dicho, o tal vez fue esa misma tarde, entre tanto ruido, cuando la realidad saturada excitaba la imaginación. ¿Sabés Ceci, que a veces me gustaría meterme en uno de esos tanques y disparar contra los balcones? Toda esa gente estúpida que en cada elección se suicida y después pretende seguir viviendo sus vidas insomnes en esos cuchitriles de mierda, con los perros que ladran como energúmenos, discutiendo los domingos todo el día, con las caras de culo durante la semana, y donde la única diversión es el hablar mal de cualquiera durante media hora en una esquina, o en un bar de mala muerte mirando pasar alguna cucaracha por el piso para poder pisarla y entonces sonreír, sentirse contento por esa proeza, la única que conseguirán ese día, hasta que Dios tenga la bondad de entregarles otra presa parecida.
Tenía razón Scarfionne cuando filosofaba de esa manera. Yo miraba los balcones de los edificios que se elevaban desde ambas aceras de San Martín. La gente miraba a un lado y a otro, unos con el mate en las manos, otros con el perro faldero ladrando entre las rejas del balcón. Ojalá se cayera, pensaba, y me reí para adentro. Pobre animal, víctima de sus dueños, pobre gente, víctima de sus “dueños”. Scarfionne tenía razón, de algún modo los pueblos tienen siempre el gobierno que se merecen. ¿Pero qué podemos hacer si nos encañonan todos los días en la cabeza y nos ordenan qué hacer? Cuando queremos darnos cuenta, ya no hay armas más que en nuestras mentes, y la conducta sigue. Pensé en los perros esos, especímenes de estudio de Pavlov y sus reflejos condicionados. ¿Quién de todos aquellos hombres y mujeres sabría de quién se trataba, para mirarse en el espejo y reflexionar? Y eso que Pavlov era de los pocos que había sido víctimas de la vulgarización de la ciencia, en la revista Billiken, por ejemplo.
Estaba casi oscuro cuando llegamos a Rivadavia y cruzamos a la plaza. La casa de gobierno estaba vallada y muchas filas de gendarmes con las armas en posición. La manifestación ya era muy grande, tanto que a los propios organizadores parecía desbordarlos por momentos, hombres que reconocí por haber salido en la televisión y en la prensa muchas veces, militantes de la izquierda oficial. Pero también estaban los revoltosos que se encapuchaban como delincuentes, porque lo eran, aunque reivindicaran la libertad con que se llenaban la boca en gritos destemplados y al mismo tiempo destruían con bombas sin ver a quienes lastimaban. ¿Debía lamentarme de los soldados muertos cuya obediencia debida era la cruz latente sobre cada uno? ¿O debía lamentarme por los chicos muertos en los colectivos alcanzados por esas bombas, o las mujeres tiradas en las calles, o los hombres que simplemente corrían para escaparse de alguna bomba y ser luego derribados por otra que no estaba dedicada a ellos, sino a derrumbar un sistema que los alcanzaba a todos, culpables e inocentes, víctimas o victimarios? Porque todos éramos todo eso, a veces uno, a veces otro, según las calles que recorriésemos y el pensamiento que nos acompañara. La inquina nos convertía en monstruos que mataban con la imaginación, o el dolor nos apesadumbraba como ángeles desalados.
De pronto, la marcha se detuvo. Nos empujaron de un lado a otro, y no podíamos evitar dejar llevarnos por la muchedumbre. El cielo crepuscular estaba limpio, los edificios de las otras cuadras se veían extrañamente lejanos, las luces de mercurio parecían tan débiles en ese anochecer porteño que sin embargo me daba la sensación de estar en un inmenso campo lleno de cabezas peludas con brazos en alto, emitiendo un grito único de animales conducidos a la faena. Las ridículas palmeras de la plaza, ese estúpido intento de asemejarnos a un país latinoamericano que nunca fuimos, daban el toque extraño al paisaje. Sí, me dije, la semejanza viene de lejos, y tan estúpidos hemos sido que miramos a la distancia no viendo más que el desierto del sinsentido de la historia, no viendo la profundidad del pozo que hemos abierto en nuestra idiosincrasia, sea ésta de raza o especie, física o psicológica. Las clasificaciones son métodos, nada más, pero nos han enclaustrado en la superficialidad de los espejismos: una se mira a la otra emitiendo un discurso en la dialéctica que no es más que la inversión de las otras. Y no miramos en lo oscuro del fondo, donde todas ellas sucumben y forman el engendro que nos caracteriza: eso que no entenderemos nunca.
Mientras tanto, marchamos y protestamos, y nos dejamos avasallar por las armas de la diosa ignorancia. Los milicos tenían razón a veces, el conocimiento no destruye la ignorancia, por eso no han prohibido muchas cosas que se supone debían prohibir, sino el aprendizaje de la inteligencia, que no es sapiencia. Es otra cosa: una conducta que nunca termina de cambiar, porque es una asociación de ideas que se realimentan cada minuto de la historia de la humanidad. Un conjunto de pareceres donde no son importantes las clasificaciones sino la forma en que se expresan: la conducta, la conversación, el esmero. La inteligencia no es el camino hacia la eterna sabiduría ni hacia la vida eterna como la entienden las sectas o las religiones, sino la ambivalente sensación, la incongruente simbiosis de logro y fracaso, de satisfacción y desencanto que nos hace sentarnos en un bar cualquiera, tomando un café negro y corto, mirando pasar la gente por la vereda, unos con un perro viejo al final de una correa, otros apoyando un bastón a paso de tortuga.
Esos no están en la marcha esta tarde, sino en sus casas, muriéndose. La inteligencia es eso: la aceptación de lo inevitable y la aceptación de las luchas que cada uno puede enfrentar. Hasta los suicidas lo saben.
Los ruidos de los megáfonos y los micrófonos retumbaron como gritos de animales prehistóricos, luego un zumbido de acople y después el silencio de un instante. Un tiro que llegó desde la nada, y casi todos miraron a todos lados. En el escenario que los activistas habían armado en apenas dos horas frente a la mirada de los gendarmes, sin que nadie se los impidiera, pero sabiendo que aquello era una bomba de tiempo, subieron varios hombres y una mujer. Ahí estaba Gloria Sanmarco, la líder indiscutible de toda esa franja marginal de un sector, por lo menos de la oposición. Todos querían clasificarla en algún sector político o social determinado, pero aunque actuaba bajo dogmas expresados por algún manifiesto improvisado una noche de tantas de esa década argentina en algún comité suburbano cercano a la capital, ella actuaba y se contradecía constantemente. Los medios, decía, eran diferentes cada día, incluso unos en la mañana antes de levantarse de la cama, otros en la tarde. Pero el fin era el mismo. El gobierno de facto debía acabarse. ¿Quién lo reemplazaría? Hay quienes contestarían: “Siempre hay algún tonto”. Yo respondería: “El perro de la esquina ladra, pero no muerde”.
Ella se paró y agarró el megáfono. Lo sostenía con destreza, como si no le pesara, porque no era una mujer alta ni de apariencia fuerte. Desde lejos, donde yo estaba, atisbando entre las cabezas y los brazos que se interponían a mi vista, vi el cabello castaño oscuro, largo pero no más allá de los hombros, peinado con raya a la izquierda, algo desprolijo, pero que se acomodaba con una sacudida leve de la cabeza cuando el pelo le caía sobre la frente, o con una mano lo llevaba tras la oreja. Su voz era fuerte, sin embargo, adecuada para una maestra de grado que debe lidiar con cuarenta alumnos en un aula parecida a un galpón. Dijo lo mismo de siempre, lo que todos esperaban: la ignominia que no podía seguir, los crímenes que había que detener (¿con más crímenes?, nadie le preguntó, pero se daba por entendido). Habló de la patria (pero no de Dios, por supuesto), y la elevó al rango de los pobres que aguardaban la esperanza en las villas miseria. Una dialéctica hasta podría decirse original para aquella época y para los que se esperaba de un líder. Su condición de mujer le daba privilegios desacostumbrados: unos la veían con ánimos filiales, otros como una estrategia que descalabraba transitoriamente a la política tradicional. Todo eso era aprovechado, como en toda guerra, para ganar pequeñas batallas. Y Gloria las estaba ganando.
Entonces empezaron los tiros desde las filas de los hombres armados. Primero fue al aire, una serie de salvas que podríamos considerar de advertencia. Luego, un hombre del escenario fue alcanzado por una bala, y lo vimos caer y desaparecer por el borde del entarimado. Gloria tiró el megáfono e hizo inútiles esfuerzos por bajar a ayudarlo, ya los otros la habían agarrado y se la llevaban para protegerla, porque era obvio que ella era el objetivo del atentado. Pero quién sabe, tal vez fue una estrategia del oficialismo para sembrar miedo en un terreno que sabían de sobra difícil, o quizá del mismo partido para renovar la imagen de víctimas ante la opinión pública en general, y sobre todo en la internacional. Bien sabíamos que ésta era manejada por los medios, y los medios eran títeres de los americanos.
Fuese como fuese, mi historia es sólo una anécdota, teñida de dudas y opiniones contradictorias, deformadas o imaginadas. La cuestión es que se armó todo el revuelo esperado, la gente a nuestro alrededor empezó a correr porque las balas pasaban por encima de nuestras cabezas, y ya las bombas de los que estaban entre nosotros empezaron a repercutir y enviciar el aire. Bombas simplemente de estruendo unas, que se mezclaban con las de los gases lacrimógenos de los militares. Las balas de goma lastimaban y dejaban en el piso gente dolorida que podía ser apresada con facilidad. Pero también vi mucha sangre, y cada vez más sobre el pasto pisoteado y las baldosas. En un banco había un tipo que se agarraba la panza y la sangre le chorreaba por las piernas. Unos intentaban levantarlo, pero enseguida se iban. Los soldados se lo llevaron arrastrándolo. Me crucé con muchos otros que hacían lo mismo, de las piernas o los brazos arrastraban muertos o desmayados, o simplemente a los que se resistían.
El tano sacaba foto tras foto, y creo que se había olvidado de mí. Al grabador que yo llevaba encima se le había acabado la cinta y lo cambié, pero alguien me empujó y se cayó al piso. No alcancé a levantarlo, ya otros pies lo habían pisoteado y no quedaba más que una carcasa de plástico hecha pedazos. Scarfionne temió que me hubiesen lastimado porque yo estaba en el piso. Iba a decirle que no se preocupara, pero tampoco tuve tiempo. Un disparo le dio en la cabeza. Vi la sangre chorreando desde el oído, y al soltar la cámara, agarrarse la cabeza y tirarse al piso, revolcándose de dolor. Cuando ya me estaba levantando, alguien me agarró de los brazos. Yo gritaba, insultaba, y terminé llorando cuando me sentí arrastrada por dos soldados que tenían encima el olor del humo y del hierro, y hasta el olor de la mierda con que sin duda sus propios cuerpos habían expresado el miedo que sentían.
La obediencia debida, por supuesto, los hacía arrastrarme lejos del cuerpo del Tano, al que vi por última vez, medio muerto ya, muriéndose después de tantos años de resistir, pero haciendo su trabajo. De esa manera mueren los que tienen la triste gloria de vivir así.
Como cuatro horas después me desperté en una celda. Me habría dormido de cansancio, o tal vez me golpearon. No me acuerdo de nada desde que vi el cielo y el asfalto, uno y otro a la vez, mientras me arrastraban entre un montón de gente hacia un camión, y después la oscuridad del celular, el olor a orina y transpiración, y las preguntas de los tontos asustados que preguntaban en la penumbra si había alguien, y que por favor los ayudaran. Lloraban, los pobres. Pero yo no lloraba, sólo intentaba recordar si había dejado al Tano respirando o ya había entregado el alma a Mitre, por ejemplo, al que tanto admiraba. Si el viejo Bartolo habría venido a buscarlo en medio de la plaza, viendo una guerra que no habría imaginado en su tiempo, recitando, tal vez, un fragmento de su traducción del Dante. Y se lo habrá llevado, nomás. Hablando y discutiendo, invisibles en medio de todos, bendiciendo a la patria por la que habían pensado mucho tiempo, mal o bien, con bondad o con egoísmo.
Ya en la celda, busqué la hora en mi reloj pulsera, pero me lo habían quitado. Tenía el pantalón húmedo y roto. ¿Me habrían violado, pensé, no sin ironía? Me toqué y era solamente orina, mía o la que ya estaba en el piso. Había un montón de mujeres conmigo. Casi no había más de un metro libre en ese espacio oscuro, iluminado por una bombilla en el techo del pasillo fuera de la celda. Las otras hablaban en voz baja, sin duda todas habían sido capturadas en la plaza.
- ¿Qué hora es? - pregunté, al azar.
La que estaba sentada en el piso, con las rodillas dobladas y los codos apoyados, dijo:
-Las tres de la mañana.
- ¿Y cómo sabés? -pregunté.
-Ya una sabe la hora por las sombras y el olor.
- ¿Estuviste muchas veces?
- ¿Y quién no? Vos sos nueva, ¿no?
- ¿Se me nota?
-Claro, por las pavadas que preguntás, y por esas manos lindas que tenés. ¿Qué hacías en la plaza? ¿Sos una tilinga curiosa que se quiere hacer amiga del proletariado para presumir con sus amigas recoletas? ¿O leíste alguna vez a Rosa Luxemburgo y ya te creés una mártir?
No me afectó el sarcasmo, al contrario, me consoló que aún en ese lugar y tiempo hubiese una inteligencia suficiente que se escabullera de su vulgar circunstancia.
-Leí a Rosa, por supuesto. Pero no creo que sea fácil de imitar, si es que la he entendido bien. Sólo hay una que se le parece, o que por lo menos intenta imitarla con cierta dignidad.
La otra me miró, lo sé porque vi el brillo de los ojos, aunque sus facciones estaban escondidas en la sombra. Me agarró las manos, acarició mis dedos.
-Vos sos escritora…
Me reí.
-Los dedos me delatan, claro. Más bien periodista, por eso estaba en la plaza.
-Bueno, más vale así. Supongo que serás una grabadora ambulante, registrando todo lo que hacemos y decimos. Si fueras de la televisión, nosotras te matamos antes que ellos…
-Del Radar soy, conservador como el que más. - Lo dije sabiendo que la sinceridad era un riesgo que debía tomar si esperaba sinceridad. Estaba en un lugar donde pocos de mis colegas habrían de estar alguna vez. Era una oportunidad, así lo vi en ese momento. La insinuación que la mujer hizo sobre ellos…no la entendí, no quise entenderla.
La otra hizo silencio. Se levantó y se sentó en el colchón que estaba, curiosamente, desocupado. Todas las demás estaban sentadas o acostadas en el piso, otras paradas con los brazos cruzados, con frío y con miedo, o abrazándose entre ellas. Ese colchón era de la que me hablaba, lo habían respetado todas como si ella fuera diferente.
Entonces adiviné, aún antes de verle la cara apenas iluminada por la lucecita del pasillo.
- ¿No tenés miedo? -preguntó, invitándome a dejar el suelo húmedo y sentarme junto a ella.
-Un poco, pero la novedad de la experiencia me hace pensar más y sentir menos.
-Así es como nos defendemos, todos nosotros, hombres y mujeres. ¿Cómo te llamás?
-Cecilia Taboada.
-Creo que leí alguno de tus artículos. Escribís muy bien, eso fue lo que me llamó la atención, los periodistas son tan perezosos para leer y corregir.
-El tiempo es parte del trabajo…y eso nos arruina.
-Bautista dice lo mismo.
Ahí estaba la revelación, finalmente. ¿Pero por qué me habría elegido? Tal vez supiese que esta especie de confidente no tendría oportunidad de escribir nada al día siguiente.
- ¿Beltrame?
-No te hagás la boluda. Bautista me habla de todos ustedes, y no sabés qué orgullo hay en su voz. La perspicacia de Braulio, la lírica de Taboada, el buen gusto de Sarfio…
Entonces me quebré y lloré.
-Lo mataron-dije.
Ella no me consoló.
- ¿Al tano? Debí imaginarlo cuando lo vi de lejos desde el escenario.
- ¿Es verdad que sos maestra?
-Sí, me gradué en el magisterio cuando tenía diecinueve años, allá en Dolores.
- ¿Ejerciste?
-No más de un año. Estaba a cargo de los chicos de séptimo grado de una escuela en La Boca. Ni siquiera me pagaron seis meses.
-Por eso dejaste…
-No fue por la guita, sino…no sé…la desilusión. No podía ver a todos esos chicos desperdiciar la vida. Eran tan inteligentes, pero no leían ni escuchaban, solamente llevaban armas blancas y pistolas a la escuela, y los que no, se drogaban o venían borrachos de la casa. Tan inteligentes que eran…
- Pero ¿cómo sabías que lo eran si…?
-Porque hablaban, Cecilia. Algunos se reunían alrededor de mi escritorio y conversábamos. Fumábamos, yo sentada en la mesa, con las piernas cruzadas, sabiendo que de algún modo los excitaba, pero era la única forma de llamar su atención. Ellos se paraban con una mano en un bolsillo y la otra llevando el cigarrillo a la boca. Otros se sentaban en el piso, simplemente escuchando. Otros, se distraían haciendo en el pizarrón dibujos obscenos. Hablaban de los padres, si los tenían, de la miseria que solo era tal para los que no la conocíamos, porque para ellos era la vida cotidiana. No existe la palabra mugre para los que viven en la mugre, simplemente se trata de la vida que llevan, de lo que conocen. El resto, no existe. Pero de vez en cuando una palabra puede desencadenar una hecatombe. ¿Conocés ese proverbio chino que dice que el vuelo de una mariposa puede generar un terremoto en el otro lado del mundo? Eso es la palabra de un maestro. Yo decía Francia, por ejemplo, y ellos fruncían las cejas, malhumorados. Yo mencionaba al Pardo López, y ellos sonreían. Y de pronto, si les decía que el Pardo había viajado a Francia, la expresión cambiaba a una curiosidad que era la esencia misma del hombre. Ahí, en ese punto tan frágil del tiempo y el espacio, estaba todo. Saber aprovecharlo era el elixir buscado por todos los sabios desde el principio de la historia. Es tan extremadamente difícil atraparlo, que, si una vez sucede, por lo menos, una debe sentirse una especie de dios.
- ¿Y te sucedió?
-Una vez, y me quedé a medio camino. Había un chico, de los más retraídos. Casi nunca hablaba, salvo que le preguntaran. Era feo, tenía mucho vello en la cara, y ya tenía quince años. Había repetido dos años seguidos y no había indicios de que avanzara más. La directora lo recibía de favor, porque el obispo quería quedar bien con la Sociedad de Beneficencia y de vez en cuando tenía algunos protegidos. El chico tenía una madre, por lo que sé, puta siempre, y borracha de vez en cuando. Los tipos con los que dormía debían darle droga al pibe, porque casi siempre tenía los ojos brillosos de los que aspiran pegamento. Eso era lo mínimo. Caminaba encorvado, y aunque los otros chicos se burlaban de él, terminaron dejándolo en paz porque sabía defenderse a golpes y cosas peores. Llegué a descubrir que tenía la inteligencia suficiente para tramar formas de violencia, estrafalarias, rebuscadas.
-Era un asesino en potencia-dije.
-Lo sería, Cecilia, muy pronto. Y yo lo supe antes, pero ¿qué podía hacer? Una vez, en esas ocasiones, me dijo: ¿Puedo preguntarle algo, señorita? Sí, le contesté, asombrada de oírlo intervenir en la charla. ¿Usted cree que me puedo curar? Por fin había penetrado el muro que nos separaba, y hablábamos de lo que fingíamos no ver. Pero yo no podía ser tan directa a riesgo de que nuevamente se retrajera. Tenía que obligarlo a confesarse. ¿Curarte de qué? Le pregunté. Él levantó las manos y los brazos, mostrando el vello de un hombre grande en el cuerpo de un chico de quince años, con una mente de un niño, tal vez de ocho, justo el tiempo entre la ingenuidad y el descubrimiento de la malicia. Mi vieja dice, empezó a balbucir, que soy un castigo. Los otros chicos se rieron, pero se callaron al ver mi expresión. Charly, le dije, así lo llamaban, hubo una vez un hombre que se llamaba Darwin, y descubrió que todos los hombres descienden de los monos. No estamos enfermos, sino que es nuestra herencia, no sé si me entendés. Los otros, pobres estúpidos, empezaron a mofarse imitando los gestos de los simios. Me saqué un zapato y golpeé el pizarrón con el taco. Todos hicieron silencio. Los castigué con tareas que sabía que no harían, pero por lo menos mi enojo pareció frenarlos. Cuando terminó la hora, salieron y Charly volvió a acercarse, ya solo. ¿Qué pasa?, le pregunté. ¿Es verdad, señorita Gloria? Claro que es verdad, Charly. Lo agarré de la mano y lo llevé a la biblioteca de la escuela, un salón pequeño con no más de cincuenta libros, todos manuales de primaria y alguna que otra enciclopedia donada. Busqué en los estantes y nos sentamos. Mirá, le dije, abriendo una enciclopedia de animales. Le mostré las fotografías de los monos más similares a los humanos. Lo vi abrir los ojos, extasiado, asombrado de ver lo que nunca había visto fuera del espejo. Pasó los dedos sobre el papel, como si quisiese tocar las hojas de los árboles que rodeaban a los simios. ¿Y dónde están?, me preguntó. En muchas partes, Charly. En África, sobre todo, pero también acá en Argentina. ¿Y podemos ir a verlos? Le prometí llevarlo al zoológico un día de esos.
Hubo ruidos de rejas abiertas y cerradas. Habían venido a buscar a dos mujeres.
- ¿A dónde las llevan?
- ¡Qué sé yo!
El clima estaba roto, habíamos vuelto a la realidad de esa noche en Buenos Aires. Pero Gloria retomó la narración cuando ya ninguna hablaba. Dormían, o la escuchaban.
-Nunca fuimos. Una y otra vez me negaron el permiso para llevarlos al zoológico. Era obvio que eran chicos grandes y problemáticos, y yo no podría controlarlos si pasaba algo imprevisto. Tampoco podía llevar a Charly solo, la directora preguntó al cura y el cura a la Sociedad de Beneficencia. La madre estaba en una de sus rehabilitaciones, y cuando terminó, hubo pulcras ceremonias de reconocimiento a la directora de la Sociedad, cuñada del coronel Ansaldi. Y Ansaldi fue el que apoyó, según fuentes, la elección del presidente. La mamá recayó en sus vicios, por supuesto, y al chico lo llevaron al asilo. Violó y mató mujeres, tiempo después.
Gloria hizo silencio y me miró con culpa.
-No me mires así, no soy tan ingenua como para pensar que si lo hubiese llevado al zoológico su vida sería otra. Pero acordáte de lo que hablábamos: el punto de quiebre donde las cosas parecen tan claras que no hay más que tomarlas. Ese punto es irreversible: o se expande para dejarnos entrar, o se cierra herméticamente para siempre. La mayoría, la enorme mayoría ni siquiera sabe que existe, algunos lo vislumbran solamente en sueños, otros privilegiados lo han experimentado y lo recuerdan con melancolía. Uno o dos, lo han aprovechado, y eso a pesar de sí mismos.
- ¿Y usted, Gloria?
-Yo lo vi el día que dejé la escuela. Renuncié cuando supe que a Charly lo habían sacado. Si de algo servía esa escuela, era para protegerlo. El aula era el útero que él extrañaba. La palabra hecha carne que se contraía en un discurso de apegos y conocimientos, porque eso es la educación. Y ahora se llenan la boca con la palabra libertad y patria, dándoles significados precisamente contarios a los que tienen en cualquier diccionario. Pero ya se sabe que desde hace mucho los diccionarios son objetos obsoletos que cada uno construye a su antojo.
- ¿Y para usted la democracia es el mejor gobierno?
-Es el gobierno de los tontos y de los idealistas, y sobre todo el de los inteligentes como Charly. A ver si me explico. Charly desarrolló la inteligencia al tramar los asesinatos, creo que fue eso lo que yo le hice descubrir. Cuando te dije que me quedé a medio camino, me refería a lo bueno que ese punto crucial puede desarrollar. Pero yo también era una estúpida, olvidando que la malicia, o eso tan incierto que llamamos maldad, o enfermedad, o lo que sea, no puede crecer también en destreza, y ver su propia capacidad. Las fotos de los monos fueron el reconocimiento de una pertenencia, pero no en el sentido que yo intentaba darle, el sentido ancestral de lo humano. Yo había olvidado que lo humano también es el resentimiento, la ira, la tortura y la muerte. Esa es parte de mi culpa.
- ¿Entonces prefiere la anarquía?
-Como sistema ideal, sí, pero eso es caer otra vez en los idealismos y simples utopías. Si los pueblos más experimentados no han podido soportarla, ¿cómo esperarlo de nosotros? Prefiero la democracia si por lo menos los estúpidos y los corrompidos están expuestos en las vidrieras, como maniquíes desnudos para identificarlos con facilidad. Y en la trastienda están las ropas con las que se visten según la oportunidad.
Debí quedarme dormida. Los pies me dolían, y no tenía las ampollas de insulina. Habría entrado en coma hiperglucémico si hubiera estado más de un día en la celda. Pero no dije nada. La muerte del Tano me tenía apesadumbrada, como anestesiada. Sólo el relato de Gloria Sanmarco me había interesado al punto de haber retenido cada palabra y expresión con el fin de reproducirla literalmente en la redacción de la entrevista.
A las seis de la mañana, más o menos, vinieron a sacarnos a todas, excepto a Gloria.
Las guardianas abrieron las rejas con caras de culo, como quien dice. Detrás, unos oficiales de rango vigilaban, con las manos a la espalda, las gorras puestas y los uniformes pulcros. Gloria no se levantó. Me di vuelta y me dijo:
-Dígale a Bautista que deje de buscarme.
-No sabía que ya…
-No importa, sólo dígale eso. Está empecinado en matar a todos, incluso a sí mismo por una mujer. Y como todos los hombres no sabe que las mujeres valemos mucho más de lo que ellos piensan, o no valemos su más mínimo esfuerzo. El rango en que nos tienen es solamente la vana ilusión que sus madres les han hecho creer.
Ese día sigue en mi memoria como fragmentos inconexos que debo esmerarme por ordenar para darles la cronología correcta. En la puerta de la seccional de Retiro estaban Mario y Braulio en el Peugeot 404. Mario estaba adentro, fumando, y Braulio parado en el cordón y apoyado en el capot. Cuando me vio, me abrazó como un nene a punto de llorar. Mario salió y me dijo:
-Tomá un faso, Ceci.
Cuando Braulio me soltó, me desmayé. Creo que me pusieron en el asiento de atrás y sentí el motor del auto y las vueltas y vueltas por las calles. Los escuché discutir qué debían hacer. Dos adultos que parecían asustados porque su hermana o su madre se había descompensado y no tenían idea de nada. Me llevaron al Hospital Rivadavia, donde trabaja Bernardo, por eso tardaron, me dijeron después. Pero ellos siguieron discutiendo, recriminándose mutuamente que podría haberme muerto con las vueltas que dimos.
Bernardo había llegado un rato antes, apenas eras la ocho de la mañana probablemente. Yo le había telefoneado la tarde anterior que iba a cubrir la manifestación, y él pensaba que después estaría en la redacción escribiendo para la primera edición, así que ya estaba prevenido. Pero no esperaba verme en el hospital. Cuando vio a mis compañeros, se agarró la cabeza, según me contaron, parándose en medio del pasillo mientras veía acercarse la camilla donde yo estaba acostada, llevada por un camillero y los dos otros dos, pálidos y asustados.
-Doctor…-empezó a decir Braulio, con esa falsa condescendencia con que se ubicaba sumiso y voluntariamente a todo el que consideraba superior a él, que me recordaba a Uriah Heep, pero sin verdadera malicia, sólo una vanidad siempre ineficaz.
Mario intervino, pisando el cigarrillo en el piso cuando vio la mirada retadora de Ruiz. Le explicó todo, pero no habría hecho falta. Bernardo se encargó de internarme y hacerme los análisis.
A la tarde, cuando ya estuve bien nos fuimos a casa. Me ayudó a subir la escalera al departamento de Sarmiento. Destendió la cama que esa misma mañana había arreglado después de dormir solo toda la noche. Se recriminó no haberme llamado en la mañana a la redacción, ni siquiera había visto las noticias de los desmanes en la marcha hasta llegar al hospital y comprar el diario en el puesto de la esquina. Entonces se imaginó lo peor, y fue en ese momento cuando nos encontramos en el pasillo.
Mientras me ayudaba a acostarme, le dije que no se preocupara, que nadie esperaba lo que había pasado.
- ¿Y vos me lo decís, que estás más al tanto de todo esto?
- ¡Qué sé yo! No discutamos, por favor.
-Perdonáme, pero es que me revienta que te descuides. Tengo miedo, Ceci, y a veces no sé cómo cuidarte para…
Le acaricié la barba, le acaricié los párpados cerrados con mis pulgares. No quería verlo llorar, no a él, que era mi sustento y mi refugio.
Hasta la noche se acostó conmigo, pero levantándose a cada momento para ir y volver de la cocina para traerme bocadillos, controlándome la presión y el azúcar en sangre. Esa noche hicimos el amor, lo necesitaba. Sabía que mi cuerpo me estaba traicionando, y yo quería demostrarle que tenía las riendas de mi vida. Si mi cuerpo sufría, si mis pies estaban amoratados y mi cara pálida, le demostraría que aún podía usarlo a mi placer. Allí estaba un hombre que me deseaba, todavía, uno común y corriente, no demasiado bello ni demasiado feo, sólo una inclaudicable y viril muestra de lo que un hombre puede llegar a ser: bondadoso o iracundo, paciente o hiriente. Todo eso era él, y era lo que yo necesitaba. No un caballero de buenos modales ni un títere de pacotilla, sino el animal que llora y el hombre que protesta. La voz que reclama y exige, pero que luego se tiñe de congoja y melancolía. La mano que acaricia la cabeza y los labios que besan el cuello cuando ya las palabras han demostrado su impotencia y su falaz importancia. Y el cuerpo que se avecina al mío en plena noche en medio de una ciudad sitiada por las lúgubres profecías de siempre, que se van cumpliendo una a una: la violencia, el hastío, la pobreza.
Hubo llamados de la oficina, pero Bernardo los rechazó, lo mismo que un par de visitas a casa. En la mañana insistí en reincorporarme al trabajo. Llamé a Beltrame, que me explicó lo de Scarfionne. El velorio había sido el día anterior.
- Pero ¿cómo no me avisaron?
Bernardo, que me escuchaba hablar con el tubo pegado a la oreja y medio llorando, me hizo el gesto de que colgara.
-No, esperá-le dije-. Pero Beltrame, por Dios, yo quería acompañarlo…
-Lo hiciste, Ceci, pienso que no habría elegido a ningún otro si hubiera sabido lo que le iba a pasar. Tomáte toda la semana, ya los otros se encargarán de las noticias importantes.
-Está bien-dije, y colgué.
Me senté al escritorio y me puse a escribir. Le dije a Bernardo que se fuera a trabajar, yo estaba bien y necesitaba estar tranquila. Él me inquietaba con su dar vueltas y su preocupación. La resignación a veces lo es todo, lo necesario y lo único posible. Se fue y comencé a teclear. Palabra por palabra, imagen por imagen, la entrevista con Gloria Sanmarco fue transcripta si haber olvidado nada, creo. Los retruécanos de la mente están más allá de la comprensión.
En la mañana fui al diario. Ya habían pasado dos días de la manifestación, y el cielo de Buenos Aires era como el de todos los días, nublado y soleado, húmedo, frío y luego caluroso, para volver a enfriarse al caer la noche. Las calles respondían como siempre a esos cambios del clima que no eran más que los cambios de la personalidad del transeúnte común y corriente: los tropezones en las veredas rotas, la espera insoportable en los semáforos, los empujones del que camina mirando al piso, una ambulancia en una esquina asistiendo a un jubilado en la cola de un banco, dos policías conversando con los brazos cruzados, mujeres llevando cochecitos de bebé con bolsas de compras, hombres de traje o con ropa deportiva ensimismados en la nada y el todo, y de cómo abarcarlos.
En la redacción me vieron entrar con asombro, y tardaron en recibirme con aplausos y abrazos.
- Pero ¿cómo te venís tan pronto, Ceci? -me dijo Mario.
Les dije que me sentía bien y quería trabajar. Miré el escritorio de Scarfionne, vacío. Beltrame había salido del despacho por el barullo. Me miró y dijo:
-Pase, señora periodista.
Caminé y los otros volvieron a aplaudir tímidamente esta vez.
Ya adentro, me senté frente al escritorio de Beltrame, que antes de sentarse de nuevo me ofreció un vaso de agua.
-Ahí hay unos pañuelitos de papel-dijo señalando la cajita de cartón en el escritorio.
Sonreímos para paliar la situación.
-Gracias por el trato-dije.
-No hay de qué, Ceci. Todo esto…lo del Tano quiero decir…se compensa con que vos estés bien.
Yo no podía seguir con eso. Le entregué la carpeta con el manuscrito de la entrevista.
- ¿Qué es esto?
-El artículo de la cobertura de la marcha, tarde pero completo y con el plus de una entrevista que nadie ni ningún otro medio pudo hacer antes ni va a hacerlo en mucho tiempo, me parece.
Abrió la carpeta y se puso a recorrer las páginas con rapidez. Era obvio que lo afectaría, pero yo no encontraba otra alternativa más que la profesionalidad para contrabalancear los sentimientos.
-Me sorprende una vez más, señora periodista. La verdad es que no sé qué decir…
- ¿Qué tal aumentarme el sueldo?
Sonreímos otra vez, no había para más.
Prometió leerlo esa tarde y decirme cuándo lo publicaríamos, era necesario elegir la oportunidad exacta para sorprender a todos.
-Andá a casa y descansá hasta el fin de semana. Te llamo.
Me quedé un rato hablando con los muchachos, ellos querían detalles de lo que había pasado, sobre todo lo de la prisión. Sabían que me forzaban, pero yo me sentía bien con el hecho de que no me trataran con guantes de seda, como a una mujer débil. En esos momentos no lo era, creo que ni siquiera me veían como a una mujer sino como a uno más de ellos, sin prejuicios ni ideas preconcebidas. Me sentí mareada, tomé té y unos sándwiches de miga que mandaron comprar.
Me despedí cinco minutos antes de la hora en que pasaba el colectivo por la esquina de San Martín y Corrientes. Mientras bajaba en la jaula del ascensor de ese edificio viejo de Buenos Aires, pensé en el antiguo sueño en que los porteños habían vivido desde siempre: el excedido valor, la supuesta honradez, la controvertida voluntad de trabajo, la cuestionable inteligencia, la vanidosa cultura. Todo a medias tintas, como viéndose en el espejo deformante del inmenso Río de la Plata. Su tamaño y su nombre eran un símbolo de lo que somos: un espejismo de riqueza sobre una calle de barro.
Dos días después, recibí el manuscrito en casa. Lo trajo uno de los cadetes, que cambiaban casi todos los días. Antes de abrirlo, sonó el teléfono. Era Beltrame avisándome que me lo enviaba con las correcciones, para que las evaluara antes de publicar. Sería en la edición del domingo, en el suplemento de Política que salía una vez por mes. Tenía a mi disposición la diagramación de las diez páginas completas y la supervisión de los demás artículos dedicados al Tano.
Me senté a ver las correcciones.
Debo advertir que no suelo hacer copias, no fue mi costumbre porque me inicié en el periodismo sin títulos ni estudios previos más que mi formación literaria. Tal vez fuese ingenuidad de quien desvaloraba su propio trabajo. Sea lo que fuese nunca pensé mucho en eso, hasta este día en que vi las tachaduras que Beltrame había hecho sobre muchos párrafos, con flechas que iban hacia los márgenes con frases agregadas con su letra confusa, apretada y con abreviaciones. Lo que me molestó a medida que leía era que los tachones estaban hechos no con la misma lapicera con que con había escrito, sino con una fibra negra que ocultaba la impresión original. Si yo no era capaz de reconstruirlo, frases y párrafos enteros estaban perdidos.
Había querido anular ciertas cosas, muchas cosas. Sabía, obviamente de mi acostumbrado error de darle siempre los originales. La ambivalencia de Beltrame volvió a surgir ¿Quién era ese hombre?
Era miércoles, y el viernes volví a la redacción. Fui a media tarde, cuando sabía que entre las dos y las tres solía salir a almorzar algo antes de la edición vespertina.
-Hola Cecilia, te dije que…
-Sí, ya sé, Betrame, pero ya me conocés. Tenemos que arreglar algo antes de dar el visto bueno para la edición.
- ¿Qué es lo que no te gusta?
Suspiré profundo.
-Poco de lo que quedó, después de los tachones.
Beltrame se sentó y encendió un Particulares.
-Bueno bueno, ¿y cuáles son tus críticas?
-Que cambia casi totalmente la visión de la señorita Sanmarco. Lo que me dijo le da un aspecto más humano e idealista, para darle al público un aspecto más amplio que el de siempre, el de la subversiva y la violenta.
Beltrame me miró entre el humo que exhaló, como desafiándome.
-No estoy de acuerdo en resaltar ese aspecto de ella. Tal vez no te diste cuenta, pero sus respuestas suenan falsas. Es como si intentara sensibilizar al gobierno con golpes bajos…
Miré a Beltrame. ¿Qué era lo que buscaba ese hombre? ¿Proteger a Gloria, escondiéndola y cerrando la visión a los puntos que él consideraba débiles? ¿O quería reservar a la mujer íntima para él solo, como si esa entrevista la estuviese desnudando para que todos la vieran? Ya que la mujer pública era de todos, que dejaran la otra para él.
-El diario es tuyo, Beltrame.
-No te pongás así. Vamos a hacer una cosa. Te dejo libre para hacer una nueva versión, esta noche me la mandás por el cadete nuevo…-Chasquéo los dedos tratando de recordar. -… ¿cómo se llama el pibe nuevo…? no importa. Igual me quedo hasta la una o dos esta noche.
Quedamos así, y volví a casa.
Menos mal que Bernardo tenía guardia, así que me sentí tranquila de no verlo espiándome. Su vigilancia era preocupación, por supuesto, pero no había manera de contrariarlo sin que se sintiera herido. Me senté a revisar el manuscrito, volví a escribirlo, y rescaté prácticamente todo lo que creía olvidado y tachado, y condescendí a algunas enmiendas que alargaban innecesariamente el texto. Beltrame era un escritor nato, lo sabía, dominaba la narrativa de una manera magistral, y a veces se olvidaba de los límites de la prensa.
Llamé al cadete, un adolescente esmirriado que jadeaba siempre como si viviera corriendo. Le ofrecí una gaseosa cuando llegó.
- ¿Tus padres te dejan trabajar hasta tan tarde? -le pregunté.
-Tengo a mi viejo solamente, y trabaja de changador en el puerto y de vigía en la noche.
- ¿Cuántos años tenés?
-Catorce, señorita.
-Bueno, andá a la redacción y cuidá mucho esto.
Le di propina y se puso contento.
El sábado al mediodía me llamó Braulio. Beltrame quería verme, y estaba de malas pulgas. Me imaginaba, pero me armé de valor y fui.
Los sábados casi había más trabajo que el resto de la semana. Beltrame tenía reunión con el jefe de redacción del suplemento literario a las once y a menudo se extendía hasta bien entrado el mediodía. También esperaba afuera el del suplemente económico, sentado pacientemente con sus anteojos redondos y su carpeta de apuntes que nunca vi pero que imaginé llena de números y gráficos. Me crucé con Dora Cifuentes, que no hacía más que entregar las pruebas del suplemento Mujer, entrando y saliendo del despacho sin previo aviso. Me saludó a las apuradas, y su expresión me indicó que Beltrame estaba de un humor insoportable. Yo confiaba que después de la reunión con Leandro Mallea, al que poco antes habían nombrado encargado del departamento literario, Beltrame estaría más calmado.
Después de una hora, Leandro salió. Me abrazó y cruzamos un par de palabras, mientras yo veía a Beltrame buscarme con la mirada de anteojos ciegos por el reflejo de los tubos fluorescentes encendidos a pesar de la luz de día que entraba por las ventanas.
- ¡Señorita Taboada, entre!
Leandro me guiñó un ojo para que no me preocupara.
Beltrame no me dijo que me sentara. Agarró el sobre que le había enviado la noche anterior y me dijo:
-Cecilia, no somos chicos para estar jugando. Este ida y vuelta de correcciones yo no lo voy a seguir. No tengo tiempo, y sobre todo no me interesa.
- ¿Qué es lo que no te interesa? ¿Lo que yo pienso o el tema del artículo?
Se acercó y sentí el aliento del tabaco, y el olor a transpiración de la camisa. Tenía la corbata ajustada, y un perfume de colonia brotaba de su barba descuidada. No era mucho más alto que yo, y lo miré con desafío, y él a mí con mucha ira.
-Si quiere guerra, Taboada, la tendrá. Yo soy la cara de este diario, por más que no les guste. Soy yo el que respondo a la sociedad. No manejo una empresa cooperativista ni una editorial comunista de barrio bajo.
Contesté con ironía:
-Creí que respondía a las ideas de la prensa libre.
Tiró el sobre en el escritorio y se sentó.
- ¡Allá vos y tus ideas!
Miró el reloj.
-Ya no hay tiempo para ninguna discusión. O publicamos con las correcciones que hice, o nada. Saldrá el homenaje a Scarfionne y tus notas sobre la marcha. De la entrevista ni hablar.
Estaba muy nerviosa y me senté. Me agarré del borde del escritorio y tomé un sorbo de agua del vaso de Beltrame. No le di tiempo a sentir lástima.
-Sabés que puedo llevar la entrevista a cualquier medio y me lo pagarían muy bien, además de ofrecerme trabajo.
Me miró sin sorna.
-Vos también, pedazo de mina inteligente. Vos también sos como todas. Nos manosean el alma y después amenazan. Sabés que yo puedo hacer que no trabajes nunca más en ningún lugar, ¿no es cierto?
-Claro que lo sé. Muerta y enterrada no escribiré nada.
Me levanté para irme.
- ¿Y entonces en qué quedamos?
Agarré el sobre. No había otra copia, a menos que él la hubiese hecho luego de sus enmiendas. Pero no lo creía así. Fui a la puerta, pero antes de abrir me di vuelta.
-Me olvidaba decirte, Beltrame, que Gloria me dio un mensaje para vos.
Había vuelto a hojear sus papeles, ofuscado por el trabajo de tener que rever toda la nueva edición del domingo. Levantó la vista y se sacó los anteojos al escucharme.
-Dijo que no la busques más.
Cuando salí y cerré la puerta, escuché un golpe. Imaginé un disparo, y casi no lo lamenté, pero fue nada más que el golpe seco del cajón del escritorio, y enseguida comenzó a sonar el tecleo incansable y definitivo de la máquina de escribir.
2
Dejé pasar más de una semana. Beltrame no me llamó ni me hizo ningún reclamo por mi ausencia. El domingo salió el suplemento especial dedicado a Scarfionne. Había fotos del Tano, profesionales y privadas de todas sus épocas, incluso de su infancia en Roma durante la guerra. Era viudo y tenía un solo hijo que aportó todos esos documentos gráficos. Lo conocí la vez que pasó por la redacción, varios años antes. Era alto y flaco como el padre, de cara recia y barba tupida pero muy cuidada. Trabajaba en una oficina de la aduana, creo, y había venido a buscarlo vestido de traje oscuro, corbata y el pelo algo largo, pero bien peinado. Era como verlo al Tano de joven, sin las canas y las arrugas en la frente, que eran de preocupación, según decía. Al verlos juntos parecían hermanos. El Tano me había dicho que Teo, el hijo, había nacido cuando él tenía veinte años, de su mujer, la única que tuvo, y que se murió de cáncer pocos años después de dar a luz. Trabajaba de sirvienta mientras él estudiaba Filosofía y Letras, trabajando de periodista aficionado en La Prensa.
“Le tengo que dar lo mejor-me dijo esa vez- no solamente por ser mi hijo, sino por la deuda que tengo con la madre”.
“No creo que ella piense lo mismo”, le dije.
Se encogió de hombros, sentado al escritorio, dispuesto a regresar al trabajo, pero no pudo.
“Le conseguí ese puesto en la aduana. Si lo sabe aprovechar, se jubilará ahí. Es lo máximo que puedo hacer por él. Su carácter es muy austero y cerrado, las pocas veces que habla me hace acordar a su abuelo materno, un anarquista de los viejos tiempos, violento, que murió ahorcado por sus paisanos en Calabria, por una tramoya de traiciones que le hicieron. Si vieras las fotos, es igual al calabrés, con esos mostachos y esos ojos negros que estudian hasta el fondo de lo que ven, y parecen matarlo, también.”
Noté todo eso cuando volvieron del almuerzo. Ese día era feriado así que Teo había venido a visitarlo, pero nosotros, por supuesto, no teníamos francos fijos. Teo me habló seriamente sobre temas políticos, con un cigarrillo negro en los labios. Se había sacado el sobretodo y estaba en camisa y corbata, ambas de un color encenizado. Era elegante, y se jactaba de ello con su sola presencia. Su voz era lenta y baja, tanto que había que estirar la oreja, como quien dice, para no perderse alguna palabra, porque su gesto no daba permiso para la repregunta.
-El tano me habló de tu abuelo-le dije.
-Sí, otros tiempos eran esos, y otro lugar.
Se reclinó en la silla, se acodó en el escritorio y me dijo: “Pero los hombres somos iguales en todas partes, y con mis amigos creemos que es necesario preservar las buenas ideas y los buenos sentimientos, hacia la humanidad, me refiero."
Sabía a lo que se refería, y me quedé pensando, decidida a provocarlo un poco.
-No creo que los anarquistas, con sus métodos, amen mucho a la humanidad.
Se sonrió echando un resoplido repleto de tabaco bueno.
-Eso del sentimentalismo es para mujeres…mujeres débiles me refiero…y para los palurdos que no saben lo que quieren. ¿La paz? ¿Qué es la paz, sino la discordia reprimida? Yo no hablo de la guerra permanente ni de la guerra civil cada dos por tres, sino de terminar de una vez por todas con la crápula.
Habría querido preguntarle con quién la reemplazaría, pero el Tano apareció para interrumpir lo que seguramente había estado escuchando desde el escritorio. Me guiñó un ojo y ambos se fueron juntos. Pasarían la tarde caminando por Corrientes y revolviendo en las librerías de viejo. Los imaginé manoseando libros, uno en las bateas de filosofía y literatura, otro en las de historia y política, y a veces coincidiendo.
El suplemento del domingo, entonces, fue un homenaje que provocó encomios los días siguientes. Braulio me vino a ver varios días después.
- ¿Qué vas a hacer Ceci? El jefe no te va a pagar sin laburar, y vos no sos de esas, tampoco.
-No seas ingenuo, Braulio, Beltrame está esperando que renuncie para no tener que pagarme la indemnización.
-Pero yo te creía más orgullosa, de las que se ofenden y renuncian.
No sabía si sentirme halagada o clasificada como un legajo.
-Creo que más que ofendida, estoy con mucha bronca, y como vos sabés, ya que piensan mal de mí, actuaré según lo que algunos piensan.
-Eso es inmaduro, si me permitís, como una nena que provoca…
-Tenés razón, Braulio.
Ninguno de los dos mencionó que en el suplemento no apareció mi nombre en ninguna línea, sobre todo considerando que fui la última compañera de Scarfionne en el trabajo que le provocó la muerte, y que había sido yo quien redactó las noticias de la marcha que salieron en la edición principal, y también la que escribió uno de los epitafios al Tano. Entre las veinte páginas del suplemento, encontré algunas de mis líneas, sin cita ni referencia, en muchos lugares, y sobre todo en el epitafio que Mario Marizza hizo, y que estaba en la última página con una ilustración de Baldessari. Al fin Mario subió unos escalones, pensé, quién sabe lo que habrá hecho.
Leandro Mallea me llamó para encontrarme en un café por el centro. Tengo que hablarte, fue todo lo que me dijo. Nos encontramos en “La academia” de Callao. Los golpes a las bolas del billar eran una música constante y monótona que permitía la lectura, es más, la acompañaban con un ritmo que se ensamblaba con las palabras leídas. En las conversaciones sucedía lo mismo, pero los que conversábamos éramos menos conscientes de ese efecto.
Yo había llegado tarde porque los pies me dolían. En los últimos seis meses me habían amputado tres dedos de ambos pies. Las cicatrices se habían cerrado con desgano, pero ya presentía lo que Bernardo no quería decirme, que la enfermedad se estaba extendiendo. A Leandro lo veía poco. Ensimismado en su literatura y en el problema de su hijo, creo que él me comprendía mejor que muchos. No me pedía que me curara ni que fuera diferente. No exigía lo que los demás y yo misma exigía: la evitabilidad de lo inevitable.
- ¿Cómo andás? - preguntó luego de darme un beso en la mejilla y sentarse. Estábamos en una mesa junto a la ventana de la vidriera.
- ¿Y vos cómo me ves?
-Cabeza dura, como siempre.
Me habló de lo esperado, del ambiente ambivalente e incierto del diario. Beltrame estaba nervioso casi siempre, tomando litros de café y escribiendo en su máquina escribir como un energúmeno.
-O como un asesino serial-dije yo.
-Eso va por tu cuenta, y sabrás por qué lo decís.
A veces me encabronaba esa indiferencia de Leandro que sonaba como el acostumbrado “no te metás” de los cobardes, pero yo lo conocía, y era simplemente desdén por lo que consideraba trivial: la política, los partidos, los chimentos de la mezquindad. Los sentimientos como el rencor, la venganza, la envidia eran tan superficiales que no tenía sentido pensar en ellos. El remordimiento, sin embargo, le inquietaba, la culpa lo amedrentaba, y la inconsecuencia de la muerte o la insobornable decrepitud del mundo lo llevaban a pensar mundos extraños, sobre los cuales escribía. Yo admiraba esa capacidad que tenía para transformar las atrocidades del mundo en una creación.
-Braulio me pidió que hablara con vos…pero pará, no te adelantés…no es sólo por lo que ya sabés, sino porque llamaron a la redacción preguntando por vos.
- ¿Quién?
-No dejó el nombre. Habló con Braulio. El tipo le pidió tu número, y el marica por supuesto no se lo dio, dijo que tenía que preguntarte primero.
- ¿Y qué quería?
-No te asustés. Según dijo, tenía algunas primicias demasiado importantes relacionadas con Gloria Sanmarco. Que era ella la que quería hablar con vos.
- ¿Y no te suena a una trampa?
-Así pensó Braulio, por eso me llamó para aconsejarse. Sabés la adoración que tiene por el jefe. Está al tanto de lo que hace Beltrame, pero no le cabe más que la condescendencia cuando se trata del objeto de su idolatría.
-Me parece muy raro que Sanmarco quiera hablar conmigo otra vez, se arriesgaría mucho. Me enteré de que la liberaron al día siguiente que a mí, y nadie sabe dónde está.
- ¿Nadie? -preguntó Leandro señalando arriba.
-Y yo qué sé. Es como el juego del gato y el ratón.
-Hasta que el ratón se canse-dijo él, y pidiendo un segundo café y tres medias lunas, sacó unos cuentos que quería leerme de su carpeta de cuero.
Cuando nos despedimos, ya entrada la noche, quedamos en que la próxima vez que el hombre llamara, le darían mi teléfono. Si eran de los que querían matarme, ya lo habrían hecho. No soy de las que tienen importancia. Pero quién sabe, en este país hasta una mosca puede ser una sospechada espía.
No le dije nada a Bernardo, ya bastante preocupado estaba por mi salud y lo del trabajo. Pero justo él se había tomado una licencia por vacaciones en el hospital cuando llamaron. Atendió el teléfono que estaba en el escritorio donde leía o escribía artículos de ciencia. Me temí lo peor: la próxima escena doméstica llena de discusiones y recriminación.
- ¡Ceci, para vos!
Me acerqué y agarré el tubo, mirando a Bernardo con fingida curiosidad. No cayó en la trampa, por supuesto. Me conocía demasiado. Me miró con forzada tranquilidad y siguió con su lectura. En nuestro departamento de la calle Sarmiento no teníamos más que una sola línea telefónica y una sola extensión, así que no podía moverme de ahí, parada junto al escritorio, con el tubo pegado a la oreja, mientras él estaba sentado a pocos centímetros, aparentemente distraído y leyendo sus cosas, pero prestando atención a cada palabra que yo pronunciara. Todo eso porque quería protegerme, y yo no quería preocuparlo. Ambos haciendo y siendo víctimas del otro por las mejores intenciones. Y pensé en Beltrame y en Gloria.
-Hola- dije.
-Buenas tardes, señorita Taboada-
- ¿Quién es usted?
-Teodoro Scarfionne. Le hablo de parte de Gloria, le gustaría verla.
- ¿Por qué motivo?
-Profesionales, sin duda. Sé que desconfía, pero ella se atiene a las buenas migas que hicieron esa noche en prisión.
- ¿Cuándo y dónde?
-Ya recibirá el aviso por otro medio, tenemos que tomar precauciones.
-Está bien.
No contestó ni saludó, la cordialidad abreviada en un tono que volvió a sonar después de que cortó.
Bernardo levantó la mirada y me interrogó sin hablar. Entonces me senté sobre el escritorio, separando los pesados libros de patología abiertos, llenos de flechas y subrayados. Lo miré a los ojos, y le di un beso que no olvidaría. No esos besos de mosca que solía decir que yo le daba. Para olvidar los sinsabores de la convivencia, para apartar los malos ratos y los pensamientos y futuras discusiones, no hay nada como el sexo. Cuando los hombres quieren eso, no hay vuelta atrás, lo malo es cuando la obstinación intelectual se apodera de ellos y se encierran en construcciones inviables. Bernardo era uno de ellos. Lo besé, y no lo convencí. Entonces desistí del cuerpo, cuya eficacia ya venía siendo vulnerada por la enfermedad, esa entidad extrañamente incomprensible que él sin embargo se empeñaba en entender, leyendo, razonando y observando. Pero la frustración era su cruz, y yo era el Cristo clavado en ella.
Entonces comencé a explicarle todo. Debió entenderme, porque vi sus ojos deambulando entre las regiones de la ternura y la dureza, confundidos por lo que tenían enfrente: una mujer que adoraban y que no podían penetrar. Como un dios cuyas criaturas se rebelan, y que a veces preferiría matarlas antes que perderlas.
Fui a la dirección que me llegó indicada en un papel arrugado que alguien levantó en la calle.
-Señorita, se le cayó del bolsillo- me dijo una señora mayor con la que me crucé en la vereda, poniendo el pedazo de papel doblado en la palma de mi mano, y apretándola con las suyas apenas un instante.
Era un sitio en Villa Luro, y si ahora escribo todo esto es porque el lugar ya no existe, y menos los que en algún momento corrían peligro si se daba a conocer el lugar. Una calle cortada junto a las vías, a una cuadra del paso a nivel próximo a la estación del Sarmiento. Bajé la escalera de hierro del puente peatonal, entre pastos altos, latas y botellas. El adoquinado conducía hacia la esquina de Rivadavia. Ahí estaba yo, a las siete de la tarde, ya ensombreciéndose el cielo, y con el tráfico intenso del regreso a provincia traducido en bocinazos.
Era un taller de colchonero que abría sus puertas justo en la esquina, de paredes blancas y mohosas, con viejas inscripciones políticas y unas cuantas obscenidades nuevas. Un alero de tejas rotas cubría inútilmente la entrada, y un cartel decía: “Colchonería La sorpresa” de Álvaro Libertella. Pensé en lo oportuno del apellido si allí era donde se reunían los amantes de la libertad apresada en esos tiempos.
Intenté mirar tras los vidrios oscuros de la puerta de madera a dos hojas, pero la suciedad estaba del lado de adentro y no se alcanzaba a ver más que un mostrador antiguo tras el cual había anaqueles. El negocio ya debía estar cerrado.
- ¿A quién busca?
Un chico de como diez años me lo preguntó.
-A unos amigos-dije.
-Don Álvaro recibe a sus amigos del truco los viernes a la noche, y hoy es jueves, y usted…
Me miraba como calándome de pies a cabeza. Era un chico de mirada inteligente, y de vez en cuando echaba una ojeada hacia los otros ya mayores que fumaban cerca de la esquina en la vereda de enfrente. Sin duda no lo dejaban compartir con ellos por la edad, incluso alguno podía ser su hermano mayor. Y la distancia de la avenida con el tráfico incesante era una barrera más, la escusa principal que justificaba la distancia del tiempo que faltaba para poder pertenecer a ese grupo que, tal vez, disfrutaba de la libertad y la impunidad de hacer lo que quería. Sin embargo, la mirada del chico me sugería que estaba más al tanto de muchas cosas en las que los otros no podían penetrar. A veces los adultos tratamos a los chicos como perros, que dan vueltas a nuestro alrededor, aparentemente distraídos en su propio mundo, pero ellos ven y escuchan, y se guardan todo eso, y no actúan sino hasta mucho después.
-No parezco de los amigos del truco, eso querés decir, y tenés razón.
Me agarró de una mano y con la otra sacó una llave del bolsillo, con la que abrió la puerta. Entramos al local en penumbras. El mostrador era antiguo, con marcas de trinchetas en la madera y los vidrios de los costados rotos y sucios, tras los cuales había piezas de telas y cueros, cuerdas y latas de pegamentos vencidos. En los anaqueles de las paredes había muestras de telas para colchones y resortes oxidados. El olor a pegamento era intenso, pero no me molestaba. Me traía recuerdos de la zapatería de Morón cuyo dueño había sido amigo de la escuela de mi padre Renato y que visitábamos cuando íbamos al oeste a ver a Leticia. El olor del cuero y el engrudo me sumieron en una tranquilidad que estaba lejos de ser lo que debía sentir en ese momento. Un perro ladró afuera y me distrajo del ensimismamiento, y luego apareció por una puerta junto a los estantes un hombre no muy alto, algo calvo, de cuerpo fornido y barba corta y clara, entre pelirroja y rubia ceniza. Tenía anteojos redondos, y levantándolos un poco me miró con cuidado y le dijo al chico:
-Gracias Ignacio, andá nomás.
-Hasta mañana Don Álvaro.
Se fue y cerró la puerta otra vez con llave.
-Trabaja para mí, necesito manos chicas para las agujas, ya sabe.
Me mostró las manos callosas, con gruesos nudos en las articulaciones.
-Entiendo. Me citaron…
Levantó esas mismas manos y dijo:
-Nada de eso, señorita Taboada. Usted es amiga de Gloria, y no necesita presentaciones ni preámbulos.
Me hizo pasar por la puerta posterior y entramos a un salón lleno de colchones de todo tamaño y tipo, dispuestos en filas altas que llegaban casi hasta el techo. Había olor a engrudo, sí, y olor a cuero, también, y a trementina, y a querosene. Y en uno de los pasillos entre las filas de colchones, había unas sillas dispuestas en círculo. Nos sentamos en silencio. Miré alrededor, era como estar en una ciudad donde las manzanas estaban conformadas por esos colchones como edificios de diferentes alturas, y los espacios entre ellos eran calles o avenidas. Nosotros estábamos en medio de una avenida, tal vez, interrumpiendo el tránsito inexistente como en una huelga.
Escuchamos los pasos de una mujer, y los acompañaba los de un hombre. Tacos un poco altos, no del todo, y el taconeo de botas masculinas. Gloria y Teodoro aparecieron, me saludaron y se sentaron.
-Gracias por venir, Cecilia-dijo ella.
-Lo que no entiendo…
-Ya sé que hay un montón de cosas que no entendés, pero no necesitás hacerlo.
-No, no, está bien, eso lo comprendo, pero lo de confiar tanto en mí como para darme esta dirección…
-No te preocupes, tenemos muchos lugares de reunión, y nunca usamos uno más de una semana, o menos a veces. Ya conocés a Teodoro, y Álvaro es un viejo colaborador de la causa, valiente y sin escrúpulos, diría yo.
El colchonero debió sentirse halagado. Apoyó las manos sobre las rodillas, se apartó el delantal que aún tenía puesto y se rascó un muslo hasta bien arriba.
-Lo que yo hago, señorita, no es nada comparado con lo que Gloria hace. Fabrico cosas, ya se imagina, escucho confidencias tras el mostrador, y nada más, además de pelearme con los vecinos por lo que encuentro en los colchones, si usted supiera…
Me imaginaba todo eso, lo que la gente metía adentro, como una vieja costumbre clandestina venida de Sicilia.
- ¿Son todos del mismo grupo?
- ¿Anarquistas, querés decir? -me preguntó Teodoro. -Nada de eso. Muchos pensamos diferente y por eso nos peleamos, y por eso nos reunimos con los más afines. Pero hay socialistas de la buena cepa, de los más conservadores, y fascistas también, qué se le va a hacer, y muchos delincuentes y asesinos por naturaleza que se nos meten en el medio.
-Todos sirven-dijo Gloria. -Si sirven a la misma causa.
- ¿El fin justifica los medios? -pregunté.
Los tres sonrieron y me miraron, debieron haber apostado poco antes que yo haría esa pregunta, pero nunca supe quién había ganado.
-A veces, Cecilia-me dijo ella. -Como esta vez…
- ¿Qué va a pasar?
Gloria iba a hablar cuando Teodoro le tocó una mano y la detuvo. Ello lo miró y me dijo:
-Teo no quiere que nos arriesguemos, pero ya le expliqué que esta es una decisión mía, más personal que otra cosa. Y las garantías están dadas desde hace tiempo: nada detendrá lo que debe hacerse. -Lo dijo con la seguridad de una sentencia, y fue para tranquilizar al Scarfionne joven.
- ¿Y entonces para qué decírmelo?
-Para que vos se lo digas a todo el mundo, cuando ya esté hecho. Pero a alguien en especial, y la decisión de decírselo antes, es tuya.
Dios mío, pensé. Estos dos me habían metido en medio de su pelea de enamorados, nada más que esa pelea involucraba todo un círculo inmenso a su alrededor, y no parecía importarles demasiado a quienes involucraban.
-Bueno, Gloria-dije, apretando la manija de la cartera que llevaba aún colgada del hombro derecho, quebrándola más de lo que ya estaba. Me sentía pequeña en esa silla en medio de un salón atestado de colchones donde en cada uno podía haber un muerto soñando ser habitante de un cementerio privado. - Nunca creí en la honradez del periodista, pero sí creo en la de las personas. Ustedes me están usando para una pelea personal…
Gloria se levantó, asustada, como si lo que yo pensara fuera lo más importante de su vida.
- ¡No, no! - y se detuvo. Miró a Scarfionne y luego a Libertella. Volvió a sentarse y recuperó la idiosincrasia de su pensamiento formal.
-No es así, precisamente, como quiero que lo veas. A vos te servirá para que no pierdas tu trabajo, porque ya me he enterado, por supuesto. Quiero que vos me sirvas de algo, así es, tenés toda la razón, pero también a vos te servirá de mucho. Imagináte la resonancia de tu nota, podrías elegir cualquier diario para publicarla, incluso en el exterior, por supuesto.
Quería que todos lo supieran, como un estallido que finalmente hiciera que todos despertaran, tirando abajo los muros ciegos. Y yo me dije: ¿si la persiguen por mi causa, si la encuentran? Porque todo eso sonaba como el acto final de una larga novela de Dostoievsky.
No hubo más conversación, el resto estaba tácitamente dicho. Cuando salí, encontré sentado en el cordón de la vereda al mismo chico que me había recibido. Ya estaba oscuro, debían ser las diez de la noche, y el tráfico menguaba.
- ¿Y vos que hacés acá todavía? - le pregunté.
-Espero el colectivo, señorita.
- ¿Dónde vivís?
-Allá por Constitución, pero antes en otras partes, y hace ya mucho vivíamos en Belgrano.
Me habría gustado preguntarle el motivo de tantas mudanzas, pero en parte lo imaginaba.
- ¿Y tus papás te dejan tomar el colectivo solo?
-Mi papá trabaja y llega tarde.
- ¿Y qué hace?
-Es médico. - Y señaló al otro lado de la avenida, a una cuadra de distancia, donde estaba la antigua Clínica de los Saravia que había cerrado un par de años antes. Me acordaba de la nota que publicamos. Se hablaba de malversación de fondos, mala praxis y muertos.
- ¿Cómo te llamás? -le pregunté, dispuesta a irme porque la noche comenzaba a estrecharme entre las luces sobre el asfalto y las veredas cada vez más silenciosas. Deseaba escuchar el sonido del tren sobre las vías, para rescatarme.
-Ignacio.
- Pero sabés tu apellido, ¿no?
-Saravia, señorita.
Levantándose porque llegaba el colectivo, y justo antes de subir, como avergonzado por casi olvidarlo, pronunció con orgullo la frase que muchas veces debió escuchar en el comedor de su casa en los buenos tiempos, pero que ahora sonaba como un epitafio:
-Nieto del general Saravia.
3
Cuando llegué a casa eran las dos de la mañana, y me sentía muy mal. Había tardado más de dos horas en hacer el trayecto porque tuve que sentarme en la parada del colectivo casi cuarenta minutos esperando que llegara, sola y aterida de frío. No había merendado ni cenado, sabía que debía estar hipoglucémica. Empecé a temblar y me toqué la frente. Bernardo debía estar en casa, preocupado. Pensé en regresar al negocio y telefonear, pero ya era tarde, y me sentí avergonzada de mi debilidad. Como siempre, no me agradaba pedir ayuda si podía arreglarme sola. Cuando llegó el colectivo, subí y me senté, pero me quedé dormida, o debí haberme desmayado. La cuestión es que iba sentada en el último asiento, y el colectivero debió olvidarme hasta que llegamos a la terminal de Retiro. Creo recordar su voz hablando con algún compañero sobre el trabajo y sobre su mujer y sus chicos, entonces desperté cuando se apagaron las luces.
- ¡Espere! -grité, asustada, apretándome el sobretodo y levantando el cuello por el frío. Las luces volvieron a encenderse. El chofer caminó por el pasillo y se paró con las manos en la cintura, ofuscado. Sin duda quería volver a casa luego de doce horas manejando, y ahora yo venía a retrasar la vuelta.
- ¿Qué le pasa, señora?
- ¿Qué hay, Nacho? -preguntó otro desde la calle.
-Una mina en pedo que se quedó dormida. Hay que llamar a las canas.
Nacho, pensé. Ignacio, como el chico Saravia. Todo parecía un círculo centrípeto que conducía al mismo infierno en el que me sentía caer. Quise levantarme, pero me caí de rodillas frente al chofer. Para él estaba ebria, obviamente, y no podía culparlo. Por lo menos no me dejarían sola, porque no podía tenerme en pie. Entre los dos me llevaron al interior de la casa donde comían y cambiaban la guardia. Había una mesa con un mate y una pava que debía ir y venir las veinticuatro horas desde la hornalla de la cocinita a esa mesa llena de puchos y restos de sándwiches abandonados. Me dejaron sentada y no me ofrecieron nada. Quise explicarles de mi enfermedad, pero la voz me salía gangosa como la de una borracha. Agarré un sándwich viejo, de media tarde casi seguro, y lo devoré, literalmente. Los hombres se rieron. Llegó el patrullero, me subieron y me llevaron a casa luego de escarbar en mi cartera en busca de los documentos. Los dejé hacer.
Me dejaron en la puerta del edificio de Sarmiento. La calle estaba solitaria y silenciosa, y sólo un cartonero rezagado seguía buscando en la basura. Revolví en la cartera en busca de la llave, pero los policías habían hecho todo un lío en el que ya no reconocía mis cosas. Toqué el portero, una, dos, tres veces. Se encendió una luz en el palier, vi el ascensor llegar a la planta baja y a Bernardo venir a abrirme con el pantalón piyama y las pantuflas, el torso desnudo con el vello negro que me gustaba acariciar por las noches. Cuando la puerta se abrió, entré en la inconciencia.
Me desperté en el hospital, en la misma habitación que la última vez, con la misma enfermera de piso, y el mismo médico, por supuesto, mi Bernardo. El hombre que era mi salvador y mi juez al mismo tiempo. Estaba al pie de la cama, con un colega, creo que era Cisneros, lo había visto un par de veces en casa. Me miraron como a un espécimen de laboratorio. Murmuraron algo, o eso me pareció. Yo aún estaba entumecida, con el cerebro pesado y lánguido a la vez. Me alimentaba con el suero glucosado conectado a mis venas. El otro se fue y él se acercó. La enfermera le sonrió y se fue. Siempre sospeché de las enfermeras, nunca de Bernardo, pero esta vez imaginé la novela de mi tragedia.
-Linda la señorita, ¿no?
Me agarró una mano y dijo:
-Si estás celosa, es porque estás bien, pero…
-Pero nada…ella es linda y sana, ¿qué esperás para dejar a este próximo cadáver pudrirse en paz?
Tenía el guardapolvo impecable, la corbata media torcida, las manos perfectas del médico que uno se imagina ideal. Pero yo lo conocía de entrecasa, sus debilidades, sus enojos, sus torpezas, y todo el cuerpo que amaba y que me sobreviviría. Eso aborrecía de él, y me puse a llorar.
A media tarde del día siguiente se sentó a mi lado, pasó un brazo por encima de mis hombros y se acostó. Había cerrado la puerta con el pestillo. Alguien, la enfermera o la mucama, intentó abrir y pronto desistió. Iba a decirme algo, lo sabía. Mi pie derecho estaba hinchado y el rojo había cambiado al morado. Corrí la sábana y me miré, él hizo lo mismo. Lo vi cerrar los ojos y lo abrigué con mi frazada. Esa tarde fue difícil de olvidar. Vino la noche y seguíamos en la misma cama de hospital: médico y enferma unidos en un tiempo sin tiempo, un espacio común en el que no discutíamos, y el amor ya no era una cuestión recalcitrante y confusa, sino una especie de limbo donde no había pecado que pagar, porque de eso se encargaba el cuerpo.
Esa noche no me sirvieron la cena, debía ayunar para la cirugía de la mañana. Me amputarían el pie, o una parte en lo que Bernardo llamó la operación de Charcot. No estaba solo, Cisneros, el anestesiólogo lo acompañaba.
-No se haga mala sangre, Cecilia, no sentirá nada, ya lo sabe.
Quise contestar esa obviedad con un insulto de lo más obsceno que pudiese imaginar. Claro que no sentiría nada, únicamente el miembro fantasma, la picazón inexistente y todo el caótico embrollo que la mente crea sobre el cuerpo que resta, creando un anatomía que no existe. Pero me callé la boca.
Entonces, de pronto, se abrió la puerta, y entró Soledad, la enfermera del quirófano. Era la misma que venía con Ibáñez a casa a cenar. Eran pareja, creo. La mujer de Mateo había muerto y le había dejado un chico que siempre estaba enfermo. Soledad me producía confianza con su sonrisa blanca, porque era rubia hasta más no poder, con pecas que había que ver con lupa, pero que sin embargo formaban una constelación en sus mejillas y su frente. Me abrazó, me elogió el aspecto, fortaleció mi espíritu, espantando los oscuros resabios de las apocadas caras de esos hombres que estaban allí parados, como verdugos: uno con una jeringa y una mascarilla en las manos (eso es lo que yo soñaba), y el otro con una sierra y un martillo (para cortar y reconstruir con astillas y pegamento un cuerpo que se venía deteriorando desde hacía mucho tiempo). Ambos eran pequeños y vanidosos dioses que esperaban su turno, pacientes porque eran dueños de la eternidad, la de los hombres, la eternidad de los sanos. Y me repetí esta palabra larga, incomprensible, mientras me observaban, escuchando la verborragia de Soledad, que fluía como el agua, y como el agua desaparecía sin dejar nada más que la seca superficie de su zigzagueante camino.
Cuando ellos se fueron, me acosté de costado, la cabeza en la almohada y una mano bajo ella. Entonces sentí una crepitación de papel. Era de un recetario médico robado de algún consultorio del hospital, y la letra era de mujer, sin duda, desordenada pero clara. Estaba escrito el nombre de Salustiano Saravia, y abajo, un número que podría ser tanto de una historia clínica como de una fecha. Las cifras del calendario del día siguiente coincidían con ellos. ¿Quién podría haber puesto ese papel bajo la almohada sin que me hubiese dado cuenta? Soledad, seguramente, aprovechando la distracción de los saludos y la conversación. Así que ella era una más del poco sutil entramado de la política. Y Saravia era sin duda el General del que se venía hablando hace tiempo como un seguro postulante a asumir la presidencia al año siguiente. Saravia, que vivía en la zona oeste, en Parque Leloir más precisamente, en una casa quinta que había visto desde la calle cuando iba a lo de Leticia y salíamos a pasear. Pero ese apellido me sonaba de otra parte, lo había escuchado muy recientemente no en los diarios ni en la televisión. Y me acordé del chico de la colchonería, que dijo ser el nieto del general Saravia. Pasé la siguiente media hora haciendo asociaciones que mientras más imaginativas me parecían más probables. Era ése el nombre del próximo atentado, porque no menos que de eso se trataba la primicia de la que Gloria me hacía partícipe. Había visto el resentimiento en la cara del colchonero cuando apenas se mencionaba el plan, y había escuchado el cuchicheo, mezcla de ira y expectativa en la voz de ese hombre bajo y fornido, que cosía y levantaba colchones con la misma parsimonia y dedicación, fuerza y delicadeza, pero ésta última había comenzado a hacer desmedro en sus manos gastadas y torcidas, y por eso tenía al chico para ayudarlo. ¿Y por qué había contratado a un miembro de la familia que sin duda aborrecía? ¿Yo debía salvar al general? No me importaba él, en realidad. La prioridad era el chico, pero si hacía la denuncia provocaría más muertes y desapariciones que la única vida que me interesaba salvar. Y no tenía más certeza que las deducciones de mi imaginación.
Tuve la necesidad de escribir, y lo hubiera hecho por más que no hubiese sido ésa precisamente la intención de Gloria. Busqué en el cajón de la mesa de luz junto a la cama. Aparté las recetas, las servilletas usadas, los envoltorios de galletitas y los pomos de cremas. Apreté la perilla para llamar a la enfermera, una, dos y tres veces. Eran las doce de la noche casi.
- ¿Qué desea? -entró preguntando y bostezando.
Pedí papel para escribir, ya tenía una birome. Me miró raro, con enojo, ¿para eso la molestaba? Me lo trajo, una sola hoja, pedí más pero no volvió. Me levanté y fui a buscar servilletas en el baño. Entonces escribí frenéticamente, como no recordaba que antes me hubiese ocurrido. En la redacción era lenta en mi máquina, distrayéndome con las conversaciones desde los otros escritorios. En casa me sentaba y me levantaba cada diez minutos para ir a buscar o hacer otra cosa, momentos en que mi mente fabricaba lo que luego transcribiría con mis manos. Pero ahora que el papel era escaso y el tiempo mucho más todavía, escribí rápido, con letra pequeña y muy prolija. No habría tiempo para que los tipógrafos dudaran.
Cuando terminé, levanté el teléfono y marqué el número externo, luego el de la redacción. Tenía que estar Braulio todavía. Me contestó una voz de viejo, era el que limpiaba las oficinas por las noches.
-Eusebio, soy Cecilia, ¿me pasa con Braulio o con quien esté a cargo esta noche?
Un instante de silencio en que lo imaginé levantar la vista y buscar por los escritorios.
-Sólo está el pibe de los mandados, señorita.
No tenía sentido discutir.
-Dígale que venga al hospital donde estoy internada, que es un encargo urgente del trabajo. ¡Por favor, Eusebio!
Cuando pronuncié estas últimas tres palabras, que sonaron como un ruego, casi me pongo a llorar.
-Está bien, señorita, no se preocupe, ya le digo, ya le digo…
Y antes de colgar lo escuché llamar al chico como un abuelo enojado.
Eran casi las dos de la mañana cuando llegó el mismo chico que había ido a casa. No lo habían dejado entrar y tuve que insistir para que lo dejaran pasar cuando desde la recepción me llamaron para preguntarme si yo lo conocía. Las luces se encendieron en el pasillo, dos o tres enfermeras se despertaron y un guardia de seguridad llamó a otro. Cuando todo ese trajín innecesario se esfumó, el chico se acercó a la cama, asustado. Era el mismo, y me di cuenta de que no sabía cómo se llamaba.
Tadeo Espinoza, me dijo.
- ¿Sos algo del viejo Eusebio?
-Es mi abuelo, señorita, por el lado de mi vieja. Es que mis viejos eran primos y se juntaron, ya sabe…
Yo estaba impaciente, pero había escuchado algo sobre un homicidio en el campo por General Lavalle, y ajuste familiar según decían. Él se dio cuenta.
-Mataron a mi viejo.
No había tiempo, no hay tiempo me repetí como si la repetición no fuese la más injustificable pérdida de tiempo.
-Llevá esto a la redacción y que lo incluyan en la primera edición.
Me aseguré de que estuviera mi firma bien clara para que Beltrame no dudara. Le estaba haciendo un favor, finalmente. Anunciando el próximo atentado, quedaría bien con sus amigos del gobierno. El chico recibió los papeles arrugados con un amaneramiento que me sorprendió, acostumbrado sin duda a las hojas de oficio bien tecleadas, aunque estuviesen llenas de tachones y faltas de ortografía, que solía llevar a los talleres. No contestó más que “sí, señorita Cecilia, no se preocupe”, y se fue corriendo.
Yo apoyé la cabeza en la almohada, más que cansada, agobiada de nervios y desesperanza. Mi cuerpo me abandonaba una vez más, la mente me traicionaba desde siempre. Sólo las palabras que había escrito me enorgullecían como si fuesen el evangelio de mi vida. La fe depositada en palabras que pronto estarían escritas en un papel que en pocos días sería usado para encender el fuego de un asado. Más superfluas que la carne, e incluso más débiles que el fuego también condenado a apagarse.
En la mañana desperté justo a la hora en que debían llevarme al quirófano. Me sentí tan vulnerable al verme sorprendida por lo que consideraba una negligencia de mi atención, que me di cuenta de que me habían dado algo para dormir esa anoche, y sin embargo yo había vencido la química de los medicamentos con el esfuerzo de mi voluntad, porque no menos que eso es el esfuerzo con que acometí el artículo. No había a quién culpar, ya todo estaba escrito, incluso lo que ocurriría esa mañana, y Bernardo como yo, éramos simples instrumentos. Las manos que me acariciaban serían las mismas que iban a cortar. Yo lo había elegido a él, así como él había aceptado su papel en el drama de nuestra convivencia.
Pero antes quería saber.
-Traéme el diario, por favor-le dije, apretándole una mano.
A regañadientes, me lo trajo. Vi los titulares que anunciaban el atentado en la casa del General Saravia en plena madrugada. Mis dedos sostenían el diario abierto sobre la sábana, y empezaron a temblar. Tarde, me dije, tan tarde, me lamenté. La bomba había estallado a las cuatro de la mañana, en el exacto momento en que la primera edición estaba siendo impresa, corriendo por las vertiginosas ruedas de las rotativas. Para cuando cada uno de los ejemplares fue doblado, atado, subido a los camiones de reparto y esparcido por las esquinas de Buenos Aires, ya la casa del general había sido destruida y sus habitantes muertos. Un hombre y su mujer.
Recorrí frenéticamente con la mirada cada una de las páginas, y allí estaba mi artículo, en la segunda columna de la quinta página, tan inalterable como si no existiesen los hechos relatados en primera plana. Tal contradicción no pasaría por alto, y sería el detonar de un nuevo estallido. ¿Dónde estaría Beltrame ahora? ¿Qué estaría sintiendo? Gloria había manejado con maestría los hilos de nuestras vidas. Me había utilizado, ¿para qué? Lo que aparentaba una venganza hacia Beltrame con el doble discurso de su diario, con esa doble realidad en donde una abolía a la otra, o quizá ambas convivían en otra realidad más grande: la ficción en la que todos actuábamos.
De tal manera, Bautista Bletrame se había puesto en evidencia ante los hombres con los que intentaba quedar bien, fuesen cuáles fuesen sus motivos. Lo que él había aparentemente permitido publicar como una denuncia -aunque no lo supiera porque yo había pasado por alto su autoridad, y el chico llevado directamente el manuscrito a la imprenta unos minutos antes del cierre, y los tipeadores hecho su trabajo en la ceguera de la vertiginosa rutina- era lo mismo que anunciaba como un hecho concretado con grandes letras negras en la primera página. Debía estar agarrándose la cabeza con las manos, los codos en el escritorio de su oficina, llorando, tal vez, de furia, o tal vez fuese simplemente la amargura absoluta, esa que define nuestras vidas, que a veces es una amiga que nos abrasa, sí, nos abrasa, con sus manos de fuego.
Se quedará esperando a que ellos lleguen. No usará el arma en el cajón del escritorio. Ama demasiado la vida para hacerlo, o quizá tenga demasiado miedo. Él hablará como sabe hacerlo, porque su mejor arma siempre han sido las palabras. ¿Y entonces en qué quedará el primer objetivo del plan de Gloria (no el político social, sino el íntimo plan de salvar el alma del hombre que ama)? La redención de Bautista Beltrame, que debería llegarle ante el desastre, él sabrá convertirla en ceniza cuando evada los escombros en que quedará su diario.
Me quedé dormida con ese pensamiento que se transformó en un sueño que también me abandonó durante la anestesia. Por la tarde, y cuando ya anochecía en la calle, de donde llegaban las bocinas de la avenida y el olor a gasoil de los colectivos, abrí los ojos y me vi tendida en la cama, cubierta por la sábana. Por un instante creí que era el amanecer y ese día no había transcurrido, y tuve la vana esperanza de que el diario aún no había salido a las calles. Sin embargo, era el anochecer. La luz del pasillo entró con la enfermera y su voz quejumbrosa, pero esta vez con un tono de compasión que me dio más pena que la que ella debía sentir por mí. Ese tono no le sentaba bien. Cómo decírselo, pensé. En esas cosas vagaba mi mente al salir de la anestesia. Entonces vi a Bernardo sentado en un rincón de la habitación.
Me destapé para mirarme los pies.
Uno ya no estaba, y sin embargo lo sentía. Ese adorado y odiado fragmento de mi cuerpo, como todo fragmento de nuestro cuerpo.
A la mañana siguiente ocurrió lo que siempre se hace en los hospitales a esas horas: la visita médica, el cambio de vendajes y los inevitables intercambios de frases más o menos consoladoras. “Todo va bien, Cecilia, pronto se irá a casa”. Y me fui al fin de la semana. El departamento de Sarmiento estaba limpio como luego de unas vacaciones. Bernardo había dormido en el hospital todos esos días, y cuando llegamos abrió el ventanal del balcón, tendió la cama y me ayudó a acostarme. La muleta fue apoyada en la pared, desde entonces mi inseparable compañera. Al principio la odié, luego, como aquel repudiado fragmento de mi cuerpo que ya no estaba, la necesité como quien necesita de su alma.
Vinieron a visitarme casi todos los compañeros de la redacción. Las oficinas y los talleres habían sido allanados y el diario clausurado. Todo el personal pasó por la comisaría. El artículo que yo había escrito estaba sin firma. ¿Quién la había obviado en la impresión? Pregunté por Beltrame. Braulio y Mario se miraron con estúpida complicidad.
-Estuvo varios días yendo y viniendo de la comisaría a la casa de gobierno. Pensábamos que iba a ser el primero en caer, pero no sabemos cómo hace para salir a flote. Siempre cae parado, parece.
-A expensas de nosotros-dijo Mario.
Braulio, como siempre, salió a defenderlo.
- ¿Y vos de qué te quejás? Si estamos libres a lo mejor fue porque él…no sé, dijo algo, los convenció. Cuando fui a verlo me dijo la vecina que agarró el auto al mediodía de ayer y todavía no volvió.
-La fue a buscar-dije yo, con la vista fija en el balcón.
Ese era el segundo objetivo del plan de Gloria. Primero la redención de Bautista (ella había entregado su cabeza, pero él la había vuelto a colocar sobre sus hombros). Beltrame no había hecho más que lo que siempre hacia: sobrevivir y pensar en ella. La buscaría fuese donde fuese, y de esa manera los otros, los rastreadores y cazadores, sobre la sabana diurna o nocturna de la jungla de cemento, tierra y excrementos que es toda ciudad suburbana del tercer mundo, lo seguirían, acechándolo sin que él lo supiese, o tal vez sin que quisiera enterarse, obviando el espacio de su mente que sabe que todo lo que hacemos es observado indefectiblemente. De esa manera, ella se convertía en el cordero de expiación.
La mártir, la llamarían desde entonces, el símbolo de la resistencia.
Los muchachos se quedaron mirándome en silencio, parados alrededor de la cama, mientras el sol bajaba a esconderse tras los edificios y dejando que la sombra comenzara a inundar el departamento. Hasta que se hizo frío, y Braulio dijo:
-Bueno, Ceci, nosotros nos vamos.
-Gracias por visitarme-dije.
Se fueron y nos quedamos solos. Habían dejado flores y Bernardo llenó el florero con agua de la cocina, y volvió para ponerlo sobre la mesa del comedor. Se sentó en la cama, apretándome una mano con fuerza, y mirando la calle que moría bajo las sombras y a la gente que renacía como fantasmas bajos las blancas luces de mercurio.
Al día siguiente, regresó al trabajo. Me quedé sola, pero tenía el teléfono para ayudarme. Pedí el diario de la mañana, no ya “El Radar”, por supuesto, donde yo había tenido el privilegio de escribir en su última edición, como quien escribe un epitafio para un amigo. El portero del edificio me trajo “La Prensa”. Recorrí las páginas una por una, sintiendo un cosquilleo en la pierna operada, pero no le hice caso, porque leí la noticia de la desaparición de una de las principales líderes de la oposición. La habían visto por última vez en un barrio pobre de Lomas de Zamora, tomando un colectivo del que nunca se la vio bajar.
Entonces no pude dejar de imaginar a Bautista Beltrame en su auto, tras ese colectivo, como un pequeño parásito que alberga los gérmenes de la muerte.
Ilustración: Erwin Blumenfeld

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