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Quien
estuviese observando las ventanas del gran edificio del hospital, podría llegar
a ver un espectáculo si no extraño, sí interesante para aquellos no habituados
a presenciar las escenas y los dramas cotidianos de estos lugares. El gran
edificio de fachada blanca, de múltiples pisos, está más allá del extenso
parque que lo separa de los muros de granito, impenetrables, protegidos por
avanzados sistemas de seguridad. Aún cuando el parque está poblado de enormes
árboles de muchas clases y géneros: aromos, jacarandás, palos borrachos,
paltas, palmeras, manzanos, limoneros, y haya arbustos que parecen empecinados
en tratar de impedir el paso de los estrechos senderos que llevan a las
puertas, adornados de enormes flores exóticas, traídos por los mismos médicos
en sus viajes a agotadoras jornadas científicas en remotos lugares del mundo.
Aún así, la oscuridad de la noche sobre el parque lindero acrecienta la
intensidad de las ventanas iluminadas de los varios pisos.
Y en un sector del segundo piso
correspondiente al pabellón principal, el transeúnte casual y caviloso que
transcurriera por la vereda junto al muro, habría visto, luego de que gritos
estridentes y estallidos de vidrios hubiesen llamado su atención, la figura
recortada de una mujer embarazada sobre el borde de la ventana, con los vidrios
parcialmente rotos y manchados con la sangre obstruyendo la visión de lo que
sucede dentro.
Sombras que se interponen entre la mujer y
la pared blanco amarillenta del pasillo, los guardapolvos de los médicos que se
adivinan en aquellas alas que se abisman sobre la ventana, intentando detener,
o quizás abalanzarse hacia la figura en el filo del abismo. En las altas
sombras de espigas mustias, como viejos pájaros reinas, se adivina también la
figura de las enfermeras con sus cofias. Ellas portan espadas, tal vez jeringas
con sustancias mágicas, en lugar de las antiguas vasijas con eficaces venenos.
Los tiempos cambian, pero las mujeres continúan portando el velo de la muerte y
de la vida, rechazándolo y resignándose luego sumisamente. Orgullosas y
tenaces, desesperadas y sin embargo fuertes, como la locura.
Esa mujer en la ventana, de vientre
abultado, a punto seguramente de parir, grita porque no quiere ser atrapada.
Sus brazos se mueven en el aire contra los vidrios rotos, como si navegara en
un mar de aguas turbulentas. Su mirada se parece al vidrio estallado, rota y
perdida. La han drogado minutos antes, casi con seguridad, pero su sistema
nervioso ha vencido transitoriamente las barreras de los tranquilizantes. La
conciencia extraviada, pero el subconsciente excitado de tal manera que ya no
sabe que lo que desea evitar podría llegar a hacérselo ella misma.
Y aquí nos adentramos en la mente de Sara
Levi. El transeúnte regresa a su opaca vida cotidiana, desestimando los gritos
provenientes del hospital. Si es un hombre, ya los ha escuchado, si es una
mujer sabe de qué dolores se trata, y cuáles son los probables conflictos
internos de esa loca que intenta escapar de lo inevitable. La persona en la
vereda vuelve la mirada al concreto por el que camina, la cabeza gacha, obligada
por la enorme joroba que la vence desde el nacimiento. Ya no ve lo que sucede
en la ventana. La mujer que se desmaya, gritando que no quiere que le saquen a
su hijo: quiere verlo nacer, dice entre dientes, mientras se duerme entre los
brazos de dos hombres, ayudantes de los médicos. La joroba de la mujer se
adapta al hueco entre los brazos de uno de ellos, y el otro ayuda a su
compañero ya que el peso de sus propias gibas les es odioso pero inevitable.
Los médicos arreglan sus guardapolvos, sus cuellos levantados sobre las
jorobas, y las bellas enfermeras caminan con los hombros caídos bajo el peso de
las gibas.
La han llevado s u habitación, y está ya
dormida. Sumida en un sueño de duermevela donde se mezclan los tiempos de su
vida y los personajes de su historia. Recuerda lo que ha estado gritando desde
que la obligaron a dejar su departamento en la ciudad, y la llevaron a la
fuerza al hospital para que diera a luz a su bebé. No quiero que me quiten a mi hijo, decía
constantemente. Y los médicos y el personal administrativo trataban de decirle
que no era esa su intención, le devolverían al niño o a la niña una vez que
nazca. Pero Sara quería ver a la criatura salir de su vientre y no perderla de
vista en ningún momento. Entonces la figura de su esposo, de Roger Levi,
aparece en el sueño con toda la paz que siempre lo ha caracterizado. La actitud
firme y pacífica al mismo tiempo, sereno y seguro de sí mismo. Pero ella conoce
su interior, está al tanto de sus miedos. Su actitud aparentemente tranquila
viene de una actitud de asombro y pesimismo sobre el mundo, una posición
pensante y siempre sospechosa de todo. De familia de científicos de varias
generaciones, está presente en su cuerpo esa permanente sensación dubitativa.
Preguntas sin respuestas. Roger es antropólogo, una profesión poco redituable
en estas épocas. Si no fuese por las rentas y la herencia familiar, no habría
podido nunca dedicar el tiempo que le ha dedicado a sus investigaciones. Hizo
muchos viajes, sobre todo antes de casarse con Sara, y le ha mostrado a ella
las imágenes documentales y los viejos criptogramas de antiguas civilizaciones.
Sin embargo, una obsesión lo ha dominado desde que lo conoce. Roger piensa que
los hombres debían tener una figura diferente a la nuestra. Él dice estar
seguro, porque los viejos esqueletos que encontró en las ruinas de los museos
ya hace dos siglos destruidos, que los hombres tenían una figura esbelta y
derecha. La joroba que nos caracteriza no existía o era mucho menor, y los
hombros tenían una posición erguida. La cabeza podía ser llevada en alto,
siendo fácil y común levantar la vista al cielo o mirar sin dificultad hacia
los costados o atrás.
Sara se había reído la primera vez que lo
escuchó, y a pesar de las imágenes antiguas y las fotografías que él mismo
había sacado en las viejas ruinas, ella no las entendía, y por lo tanto era
como si le estuviese hablando de fantasías. Ambos se sentaban en el comedor del
departamento, sentados en sillas sin respaldo, los codos doblados hasta que las
manos casi se tocaban con los hombros, apoyados en la mesa, mientras comían.
Las cabezas se movían con dificultad, y la migraña era un mal tan común como la
necesidad de respirar. El televisor sonaba las veinticuatro horas del día,
rodeando el departamento de pared a pared, y cada diez minutos la conocida
propaganda de analgésicos se repetía como una salmodia. Luego se levantaban de
la mesa, iban hacia el dormitorio, donde el televisor los seguía. Al
desvestirse, a veces se observaban en el espejo las vértebras sobresalientes
del dorso, a menudo con la piel escarada, entonces uno al otro se embadurnaban
la espalda con una pomada que la televisión también promocionaba todos los
días. Luego se acostaban e intentaban hacer el amor, hallando incómodas las
caricias eróticas sobre las jorobas y los besos en los pechos hundidos. Y
cuando esto sucedía, sólo a veces, ambos sentían, sin transmitírselo ni
atreverse a denominar lo que no sabían cómo nombrar, y con el miedo a perder
para siempre aquella sensación indescifrable, una casi certeza de que había
algo más detrás de su triste figura humana.
Únicamente en esos instantes ella llegaba
a ver cómo la idea de Roger se iba asentando en su mente, casi sin atisbos de
absurdo. Era tal la manera en que él le hablaba, tan convencido se hallaba de
lo que decía, y sin embargo estaba al tanto de que no podría probarlo a menos
que continuara investigando en los sitios adecuados, sumergiéndose en las
ruinas de viejos templos que los gobiernos habían destruido u ocultado con
falsas reliquias para despistar a los incrédulos antropólogos como él. Porque
era cierto que desde hacía más de doscientos años se pretendía que la historia
fuese olvidada, como una enfermedad que provocaba nostalgia y pesadumbre. Los museos
desaparecieron lentamente, los medios de comunicación se convirtieron en
permanentes trasmisores de noticias contemporáneas olvidadas apenas se las
conocía. No existían registros más allá de los últimos diez años. No se
necesitaban para el transcurrir de la vida cotidiana.
Sara recuerda que en algunas de esas
noches, Roger le decía que cuando tuviesen un hijo, le gustaría que no fuese
como ellos, sino un hombre o una mujer normal. Ella entonces se le quedó
mirando, sin entender. Somos normales, le contestó. Su esposo se rió, y Sara se
sintió burlada. No te enojes, intentó consolarla él, somos normales para
nuestra época. Pero el hombre no nace así, como somos nosotros. Nuestro hijo
tendrá la espalda derecha.
¿Cómo podría ser eso, si nosotros seríamos
sus padres?, pensó ella, sin preguntarle. Pero él, leyendo en sus ojos la duda,
le dijo que algo había pasado en el mundo, que la memoria se estaba perdiendo,
pero que el cuerpo humano aún conservaba la memoria real de su estructura. Le
habló de los nacimientos. Le preguntó si ella recordaba algo de su vida antes
de los dos o tres años de edad. Nadie recuerda eso, contestó. Y cómo es posible
que nuestros padres tampoco nos recuerden en nuestro nacimiento. Es la
cuarentena, querido, desde siempre ha sido así, para proteger a los bebés de la
contaminación ambiental.
Roger se rió, y ya no intentó seguir
conversando. Dijo que uno de esos días saldría de viaje, y Sara, que ya estaba
acostumbrada, ni siquiera preguntó a dónde. Se quedó dormida pensando en las
cosas que pondría en la valija de Roger, ya que él, siempre tan inteligente
para las cosas importantes, era despistado para las trivialidades.
En el sueño se mezclaron imágenes
vertiginosas de viajes en avión sobre altas cordilleras, pero era ella quien
ahora viajaba, y el avión era como un largo y estrecho pasillo de hospital por
el que era llevada hasta aquel terrible accidente donde el avión se estrellaba
contra una montaña, y ella entonces entraba en una zona tórrida y arenosa. La
boca y el cuerpo se le llenaban de arena, y ya no sentía más que pesadez y
sueño, y luego una luz que le daba calidez. Veía caras extrañas, los de los
muchos médicos que la atendieron y le hablaron desde que estaba en esa sala. Y
también la cara de Roger, hablándole a los niños que tendrían cuando ella
quedara embarazada. Entonces Sara comenzó a llorar, porque volvió a sentir la
culpa de no haberle dicho a su esposo que ya lo estaba cuando partió. No fue un
acto mezquino, es que ella misma no sabía su estado cuando lo despidió en el
aeropuerto. Una semana después tuvo el primer retraso de su vida, y supo que ya
era tarde para retener a Roger a su lado. Se prometió no utilizar esa excusa
para hacerlo volver, sabía que era demasiado importante para él aquello que se
había propuesto probar. Sabía, sobre todas las cosas, que si renunciaba a ese
viaje, jamás lograría reiniciar aquel trabajo. Las mujeres y los niños somos un
obstáculo para la vida del hombre, se decía. Los hombres son más intelectuales
que sentimentales, lo cual equivale a decir que su aparente frialdad es pura
insensibilidad. Tienen la piel dura del intelecto, como algunas mujeres que
opacan sus visiones con el uso de la pura razón, y sólo muy pocas son capaces
de amalgamar ambos aspectos, y éstas suelen ser llamadas brujas. Y por eso ya
casi han desaparecido, ocultas algunas, quizá, en los túneles de su propia
conciencia.
Sufrió y lloró todas las noches de los
primeros dos meses. Luego se acostumbró a hablarle y escribirle sin mencionarle
nada, llorando más de la cuenta cuando él le contaba los diarios fracasos, y
llorando de alegría extrema cuando le relataba algún logro. Nunca lo
interrogaba sobre su vuelta, y cuando él quería saber cómo se sentía, si estaba
sola, si la visitaba alguien, si había retomado el estudio de las bellas artes,
ella respondía inventado tareas exactamente contrarias a las que había hecho,
como una especie de ayuda memoria, porque temía traicionarse a sí misma.
Cortaban la comunicación, y Sara se quedaba un rato mirando el monitor vacío y
oscuro, pensando en cómo sería el niño que tendría. Ahora algo le confirmaba la
sospecha que Roger había sembrado en su interior, la cual crecía como la
criatura que él también había sembrado en su cuerpo. De algún modo tendría que
ver a su hijo en el mismo instante de su alumbramiento. ¿Cómo lograrlo?, se
preguntó al apagar el monitor definitivamente antes de acostarse, para seguir
pensando. Pero los golpes y las patadas del bebé en su interior, además de las
náuseas, le permitían alejarse de aquellos pensamientos, que si bien
intelectuales, resultaban más dolorosos por su cuota de incertidumbre y
probable pena. Los dolores del cuerpo y de la inmediatez cotidiana, la
consolaban, porque sabía que algún día terminarían.
Necesitaba prepararse para ese momento.
Despertó con un sobresalto y un grito.
Abrió los ojos y vio a dos enfermeras, una junto a su cama, reteniéndola fuerte
de su brazo izquierdo, la otra a unos metros de distancia, preparando una
jeringa. Se tocó el vientre, y sintió alivio al comprobar que su hijo aún no
había nacido. Todavía le quedaba tiempo, se dijo. La habían sacado de su casa
como siempre hacían, un día antes del que se cumplieran los días exactos del
ciclo del embarazo. A veces realizaban una cesárea, otras madres daban a luz
espontáneamente. Pero para todas el procedimiento era igual: la anestesia antes
o después. Nadie, desde hacía más de ciento cincuenta años, conocía a sus
hijos, sino después del período de cuarentena que seguía al alumbramiento.
-Suéltenme, por favor…-creyó gritar,
porque su voz retumbaba en las paredes de su cráneo con mayor intensidad de la
que en realidad tenía. La mirada de las enfermeras, con sus cofias
impecablemente blancas, el uniforme pulcro, era de absoluta indiferencia. La
que estaba más lejos se acercó, y mientras la otra, sentada junto a la cama,
mantenía el brazo de Sara extendido sobre la sábana, introdujo la aguja en una
vena en el pliegue del codo. Cuando vio su cara de muñeca muerta, porque esa
fue la imagen que se le ocurrió a Sara en tal momento, como esos dibujos que
ella esbozaba de niña y llevaron a sus padres a pensar que sería una gran
artista plástica, sintió un escalofrío al descubrir la inmensa masa de la giba
de la enfermera levantarse tras la cabeza que se inclinaba. Entonces fue como
despertarse justo en el instante en que se suponía debía comenzar a surtir
efecto la sustancia tranquilizadora. Era una fuerza interna que se había estado
desarrollando desde la partida de su esposo, a la vez que el tiempo de
gestación progresaba. ¿Podría ser tan simple y evidente la analogía? El hijo
que se gestaba dentro de ella era también, y sobre todo, una idea que pretendía
extender sus raíces en todo su cuerpo, invadiendo su cerebro con ideas
ancestrales, desconocidas, absurdas para su actual conocimiento, penetrando en
su pecho para hacerle sentir sensaciones y ánimos, quizá verdaderos
sentimientos que brotaban de la misma intelectualidad humana. Muchas veces
había escuchado las frases que Roger le decía, habiéndolas escuchado él mismo
de boca de sus padres o abuelos, estudiosos como él. Frases que habían estado
en libros que ya no existían. La emoción a través del intelecto tiene la
firmeza y la debilidad del pensamiento que lo forma. Por eso Roger le había
dicho que no dejara de entrenar sus habilidades manuales para la pintura y el
dibujo. Le había prometido que cuando regresara del viaje, del cual esperaba
toda la revelación del pasado humano como hombres de espaldas rectas, ella
sería encargada de ilustrar el gran libro que él escribiría. Tal vez serían
varios tomos a lo largo de los años, y mientras él se encargaba de descifrar
los secretos de los huesos antiguos, de leer por medio de la técnica y de la
intuición en aquellos fragmentos de seres humanos, ella iría esbozando las figuras
según él las relatara.
Fue así que Sara no necesitó, luego de la
partida, tener la voz de su esposo incitándola a dibujar, ni dándole cifras y
medidas de las formas y figuras de los hombres antiguos. Comenzó apenas un
tiempo después, cuando el vientre ya demostraba más de cinco meses, a buscar
papel y lápiz, primero, y luego rescató de una valija rota los enceres que
había utilizado hacía mucho tiempo para pintar. La paleta, el oleo, las telas.
Armó atriles y apoyó los armazones con telas vírgenes. Fue copiando los esbozos
que había desarrollado en los borradores, pero más tarde ya no necesitaba hacer
bosquejos. Las figuras de los antiguos iban surgiendo rápidamente sobre las
telas, una detrás de las otras, sin corregirlas, sin mirarlas una vez terminadas.
Se sabía a sí misma como poseída por algo indescifrable en su origen, espantoso
si se sentaba un solo segundo a pensar en ello. Por eso no dejaba de pintar
sino hasta cuando estaba realmente cansada y segura que el sueño sería
inmediato al acostarse. Y en el sueño encontraba más imágenes nuevas, audaces,
y la angustiaba todo el tiempo intermedio en que debía conservarlas en la
conciencia para que no se borrasen hasta el momento de levantarse y sentarse
otra vez frente a las telas. En ocasiones ni siquiera había amanecido, y cuando
un nuevo cuadro ya había sido terminado, la luz entraba por las ventanas que no
había cerrado la noche anterior. Algunos pasaban a visitarla, espiaban por esas
ventanas la labor de Sara, y como no entendían a aquellos monstruos que
dibujaba, comenzaron a preocuparse. La saludaban y ella apenas les hacía caso. Había
adelgazado, a excepción del bulto de su embarazo. Los empleados del Ministerio
de Sanidad vinieron a visitarla. Los recibió con toda la amabilidad de su educación
bien aprendida, conversó clara y racionalmente sobre las denuncias que ellos
habían recibido de los vecinos y amigos de Sara, provocadas, por supuesto, por
la obvia preocupación de los que se interesaban por ella, el futuro bebé y por
el padre, cuando regresase.
Le preguntaron si estaba al tanto de
cuándo regresaría, ya que en los registros de la aduana no había dejado más que
datos imprecisos. Sara contestó que no lo sabía. Insistieron, dando a entender
que el plazo no debía pasar del nacimiento del niño. Ella nada diría de su
secreto.
Meses más tarde, llegaron a la casa
mientras dormía. Despertó en una ambulancia que la llevaba al hospital donde
ahora estaba, agitándose para hacer plasmable en las empleadas de sanidad que
no estaba dispuesta a transigir a los efectos de las drogas. Lo que se movía en
su cuerpo era algo más hermoso que todos ellos, una figura de hombre erguido y
esbelto, que al crecer los miraría desde su formidable altura, contemplado con
lastimosa pena la enorme giba que cargaban como milenarios escarabajos.
Las enfermeras comenzaron a preocuparse.
Hablaron entre ellas, mirándola desde unos metros de la cama, con la luz del
ventanal en torno a sus siluetas haciéndolas patéticamente ignorantes de lo que
le estaba sucediendo a su paciente. Se pasaron el frasco ampolla de una a la
otra, mirando a trasluz la etiqueta, creyendo que tal vez se habían equivocado
de fármaco. Luego una salió del cuarto, y la otra se quedó observando los
movimientos de Sara sobre la cama, que intentaba desatarse de las ligaduras.
¿Qué estaría pensando la enfermera?, se dijo ella, quizá que era una loca, y
que tal vez fuese necesario no devolverle al hijo al final de la cuarentena.
Entonces tuvo miedo, porque si deseaba conservar a su hijo desde el primer
instante, debía seguir las reglas del juego.
Cuando el médico entró a la habitación, ya
estaba serena, pero lúcida. El hombre, un médico anciano que había visto al
llegar, recorriendo los pasillos rodeado de otros más jóvenes, se sentó en la cama
y la tomó de la mano derecha.
-Sara, ¿cómo se siente?
-Mal, doctor. Les he dicho a todos, desde
el principio, que no quiero que me duerman. Quiero ver a mi hijo desde el
momento del alumbramiento. Quiero seguirlo con la vista todo el tiempo…
Ella se había interrumpido, ya que el aire
parecía faltarle, tal vez por efecto del medicamento, que a pesar de no actuar
todavía sobre su sistema nervioso consciente, ya se hubiese abierto paso en el
autónomo.
-Tranquila Sara. Tu deseo es en verdad
encomiable, y confieso que hace mucho tiempo que no lo escuchaba, desde mis
tiempos de estudiante, que ya son muchos, y sólo en mujeres que daban a luz a
sus cuartos o quintos hijos. Mujeres que tenían otra educación, que habían
escuchado los cuentos de sus madres, seguramente.
-Pero yo no, doctor. Mi madre nada me dijo
de cómo era yo al nacer. Me pregunté, muchas veces, si no sería adoptada…
El viejo se rió con fuerza.
-No es la primera ocasión en que me
comentan este temor, Sara. Pero nada hay más ridículo para los tiempos en que
vivimos. Ya estás al tanto que la cuarentena es una medida de prevención tanto
para el niño como para los padres y sus familias. Los recién nacidos deben ser
vigilados y protegidos de toda contaminación que pueden hallar en su ambiente
familiar.
-Pero doctor, todo eso está muy bien, pero
hace años que ya sabemos que son simples procedimientos, mi marido dice que
toda enfermedad genética puede ser detectada con los estudios previos, y además
el ambiente familiar, ya sabe doctor, las casas están protegidas, limpias y
controladas por el ministerio de sanidad antes y después de cada parto.
-Me alegra que sepas tanto, y ya que
mencionaste a tu marido, sé que pertenece a una familia culta, que no ha
perdido los hábitos del estudio y el formidable sentido de la curiosidad.
También sé que en tu casa han encontrado mucha suciedad, productos de tu
afición a la pintura. Me han mostrado fotos, y sin duda se trata de verdaderas
obras de arte, sobre todo por su originalidad. Cuando las vi, me pregunté cómo
es que has imaginado esas figuras tan deformes…
Esta vez fue ella quien rió. Su rostro
pareció iluminarse por primera vez desde que había llegado. La enfermera hizo
un respingo de desagrado y salió de la habitación con brusquedad.
-Perdón por la falta de educación de la
señorita, Sara. Como le dije, son otros tiempos y somos otros hombres.
-Entonces usted, doctor, sabe más de lo
que me dice. No juegue conmigo, y sobre todo no me trate como a otra
ignorante.-La mirada de Sara se dirigió hacia la puerta que acababa de
cerrarse.
El viejo se levantó, paseó por la
habitación con su giba pesándole en la espalda debilitada por la artrosis y las
piernas débiles. Levantaba lo más que podía la cabeza para observar las
cortinas abiertas, dejando entrar la luz que irradiaba sobre los carros de
medicamentos. Levantó algunos frascos con sus manos de dedos torcidos,
evidentemente doloridos, pero manos expertas que no dejaban que las pastillas
se le cayeran. Le costaba leer las etiquetas, fruncía la frente al forzar la
vista tras los anteojos, sacaba levemente la mandíbula sin dientes en el
esfuerzo, comprometido todo su rostro en comprender lo que intentaba leer.
Seguramente ya no lo lograba, y todo este procedimiento era sólo una escusa
para hacer tiempo. Algo más rugía en su conciencia sin duda más lúcida que toda
la endeble estructura de su cuerpo en inminente derrumbe. Fue hasta el
ventanal, levantó lo más que pudo los brazos, soltando el pestillo que sujetaba
las cortinas, y de pronto la penumbra se hizo dueña de la habitación. Luego,
buscó las rendijas de ventilación a nivel de los zócalos. Se agachó para
cerrarlas, y el rumor de los pasillos, ya indiscernible a los oídos
acostumbrados, desapareció como el rumor de una canilla que de repente se
cierra. Caminó después hasta la puerta de la habitación, y cerró. Presionando
un botón del comunicador, pidió a la oficina de enfermeras que no lo molestaran.
Sara tuvo miedo. Algo fuera de la
costumbre iba a pasar. Era a la vez algo que la entusiasmaba, que le daba un
resquicio de esperanza, pero también sabía que todo su futuro estaba en manos
de ese viejo médico.
-Sara, querida…-pronunció la voz del
anciano acercándose hacia la cama. Se sentó a su lado, oliendo ella el olor de
los viejos, como si con todo aquel ritual, él se hubiese deshecho de las
máscaras que lo protegían, y se convirtiera en lo que realmente era: un hombre
cuya próxima muerte no estaba lejana, y la verdad fuese un placer que
necesitaba ser satisfecho.
La voz del viejo parecía llegar ahora
desde una caja de resonancia, con un leve eco que no distorsionaba las
palabras, sino que les deba un significado mayor al verse retardadas, como si
ellas hubiesen tenido tiempo de pensar en sí mismas, en rodear su significado
con consonancias ajenas a su natural origen. Casi recolectando todas aquellas
acepciones o significaciones que alguna vez tuvieran en cualquier idioma o dialecto
de la historia del mundo. Quizá, pensó Sara, la voz de un hombre es la caja de
resonancia de todas las voces del pasado, y hasta creyó distinguir ecos de la
voz de Roger, o la del padre de él, que ella apenas llegó a conocer. Un viejo
que a los cincuenta y cinco años había fallecido víctima del cáncer, legando a
su hijo toda una biblioteca que fue expropiada el día que los empleados de la
facultad en la que trabajaba llegaron a presentar sus respetos a la familia. No
hubo opción, dijo Roger. Tres generaciones de antropólogos habían desparecido
junto a esa biblioteca. Ahora el médico se acercaba apenas, y muy lentamente, a
los muros y puertas clausuradas de ese mundo perdido.
-Una generación, por los menos, antes de
que yo naciera, comenzaron los problemas. No sé bien cuál fue la causa. Sé, sin
embargo, que los cientos de tesis que se escribieron sobre ese tema fueron en
realidad justificaciones creadas para dar credibilidad a la nueva ley, que
tardó, dicen, casi cincuenta años en ser aprobada. Debió llegar un gobierno
autónomo y uniforme, un gobierno de facto pero elegido por el pueblo para que
por fin se aprobara en el senado.
-¿De qué me está hablando?- preguntó Sara,
impaciente.
-De los dolores, querida, de los dolores
en los hombros y el cuello. De las migrañas y las dificultades motrices en los
brazos de cada vez más personas en todo el mundo. Era algo que comenzó a
preocupar a las autoridades de todos los gobiernos, porque empezó a producir
licencias laborales cada día más frecuentes y extensas. La gente afectada por
estas dificultades solicitaba pensiones, y la industria y el comercio, además
de todas las profesiones, comenzaron a sufrir bajas. La economía sufrió a
consecuencia de todo esto. Pero lo que más preocupó a todos, fueron los
nacimientos frecuentes con parálisis braquiales, es decir, de los brazos de los
bebés por lesiones en el plexo nervioso de la axila.
El viejo le pidió a Sara que levantara un
brazo, y tocó su axila escondida, comprimida, por los restos de los hombros
endurecidos.
-Hubo muchos estudios, tanto con fines
interesados y comerciales, como muchos más de connotación más seria. Estos
últimos eran dudosos en sus conclusiones, no podían estar completamente de
acuerdo en que la causa de las lesiones fuese única. Decían que era el tipo de
trabajo, el estrés laboral, la vida sedentaria, incluso la lenta transformación
de las vértebras consecutiva a la posición supina del hombre ancestral al bajar
de los árboles y adaptarse a la llanura, irguiéndose en dos patas, para lo cual
no estaba acostumbrado. El peso de la cabeza, cada vez más desarrollada a lo
largo de los siglos por la inteligencia, iba más rápido que la fuerza de las
vértebras y los músculos del cuello y la espalda. Entonces comenzaron a
aparecer los estudios y las tesis de las que recién hablé. En suma, decían que
el hueso de la clavícula comprimía los nervios raíces del plexo cervical y
braquial, y que esto ocasionaba las múltiples dificultades nerviosas de lo que
los médicos y anatomistas llamamos la cintura escapular. Se recomendó,
entonces, la extirpación preventiva de la clavícula al momento de nacer.
Sara comenzaba a entender, o más bien, a
ver claro lo que ya su esposo le había explicado con términos que no había
comprendido antes. Se preguntó por qué el médico le estaba contando todo esto a
ella.
-Sabe que se está arriesgando a que lo
denuncien, doctor.
-Ya lo sé, Sara, pero no le estoy hablando
a cualquier paciente, sino a la mujer del profesor Roger Levi, doctor en
antropología, cuarta generación en antropólogos y médicos forenses. Sé que a
usted no le significará nada que le diga mi nombre, pero yo fui profesor del
padre de su esposo hace muchos años. Éramos maestro y alumno, pero yo era muy
joven entonces, y muy pocos años de diferencia nos separaban. Lamenté mucho la
prematura muerte del padre de Roger, incluso hice trámites con sus doctores
para que fuese mejor atendido en sus últimas horas. Roger seguramente no se
acuerda de mí, yo era un poco distinto a como me ve ahora, envejecido por esta
artritis que me está matando. Me estoy torciendo como una araña que se muere
lentamente.
La tarde estaba cayendo fuera del
hospital, la sombra de cada árbol del parque iba invadiendo las paredes, como
si clavara dardos fríos en los muros, como si el pasado de las viejas batallas
medioevales regresara de pronto, utilizando los grandes troncos para derribar
las puertas de aquel palacio donde los doctores eran reyes. Porque de algún
modo la forma en que el mundo vivía y moría era decisión de ellos.
-Pero estas jorobas, doctor, pesan más que
cualquier dolor…
-Eso es lo que piensa usted, mi querida
Sara, ¿cómo puede comprobarlo si nunca ha tenido otra forma de vida? ¿Acaso
conozco yo los dolores del cáncer, por más que haya conocido cientos de
enfermos?
-¿Entonces usted está de acuerdo con estas
medidas, que me parecen ahora que las comprendo, mutiladoras?
-Nunca estuve en la posición de juzgar los
decretos ya establecidos desde antes de mi nacimiento. Antes de cualquier
estudio, Sara, lo que recibimos nos parece totalmente natural. Ahora que soy
viejo pienso en todo esto, y ni siquiera puedo tener la satisfacción de estar
seguro. ¿Qué sucedería si ya no lo hiciéramos? ¿Cómo sería la próxima
generación? Cubierta de dolores, quizás, o tal vez nuestros dominadores…
-O seres agradecidos, doctor. Está en los
padres educarlos…pero si nos los quitan y les extirpan las clavículas para
transformarlos en seres informes como nosotros, vencidos desde el nacimiento
por la futura joroba que ya se podría ver si quisiéramos. Hablo de que somos
sumisos, doctor. Roger me ha hablado de esto. Los gobiernos, la política, el
poder de turno, se hacen eternos cuando encuentran los medios adecuados de
sumisión. ¿Y qué peor que un gran peso en la espalda? Nadie soporta eso mucho
tiempo, y la resistencia se deshace.
-¿Todo eso le ha enseñado su esposo? Es
usted una privilegiada, querida. Cuando él vuelva, si lo dejan, estará
orgulloso de su hijo.
-No dejaré que operen a mi hijo, doctor.
El hijo de mi esposo será un hombre normal.
-No
podrá, Sara. No puede luchar.
-Entonces ayúdeme, por favor…
-¿Yo? –El viejo se levantó de la cama.-
Estoy a punto de jubilarme, y es la única forma de recibir la medicación para
la tortura de mi artritis. Por lo menos quiero morir sin dolor si debo
deformarme como un insecto en una cama de hospital.
Sara ahora lloraba, y fue como si toda la
morfina a la que se había resistido de pronto surtiera efecto en su cuerpo. Rápidamente
se hundía en su sueño, mientras el viejo abría las ventanas y las puertas. La
penumbra del cuarto ahora estaba en su propio cuerpo, sumida en una paz
artificial en la que su hijo se removía, inquieto, perturbado por los sueños de
su próxima vida.
2
Me
gustaría tener un hijo, se dijo Roger mientras volaba hacia la costa del océano
Atlántico en lo que fuera el territorio de Buenos Aires más de dos siglos
antes. Ahora, ya a nadie pertenecía tal frontera, ya que las inundaciones
habían provocado que la densa población de la antigua provincia se exiliara
hacia las regiones del sur. Su mente viajaba en las múltiples posibilidades de
la herencia. ¿Cómo sería un hijo suyo?, suponiendo que fuese un varón, se
preguntaba. Primero pensó en el aspecto físico, la forma de la cara, el color
de los ojos, el tono del cabello y su contextura. Y la sonrisa que
imperceptiblemente fue formándose en su rostro, de pronto desapareció cuando
recordó que también tendría la misma joroba que él y su madre, la misma que
todos poseían. Pero él estaba al tanto que no era necesariamente así. No por
nada era descendiente de tres generaciones de antropólogos, y por más que él no
tuviese ni el tercio de conocimientos que habían manejado y descubierto sus
antecesores, sabía lo suficiente para deducir que los hombres no nacían con tal
deformidad.
Al principio fue como una intuición que no
pudo definir en mucho tiempo. Era algo absurdo para su entendimiento en ese
entonces. La giba humana era tan propia de la especie como el tener dos piernas
y dos brazos. Luego estudió la anatomía humana que oficialmente le enseñaron en
los institutos de educación obligatoria que el estado subvencionaba, viendo que
la columna vertebral de los humanos era una curva incongruente en sus
inclinaciones. De algún modo comprendía, razonando, que la excesiva cifosis de
la zona dorsal debía tener sus compensaciones en una mayor lordosis cervical y
lumbar, recuperando de ese modo el equilibrio de la posición vertical. No era
dable que el hombre hubiese evolucionado hacia la bipedestación si no podía a
su vez mantenerse en pie más de dos horas seguidas por el peso de la mitad
superior de su cuerpo que lo empujaba hacia adelante. ¿Por qué, se había
preguntado hacía algunos años, el ser humano caminaba sobre dos piernas, si no
era capaz a la vez de elevar la cabeza lo suficiente para ver lo que tenía
delante?, ya ni siquiera considerando que pudiese ver lo que estaba un poco más
arriba de la línea de un horizonte imaginario. Las enseñanzas del estado eran
incongruentes con la razón, no sólo científica o filosófica, sino incluso del
sentido común. La única vez que se había animado a preguntar por tal inquietud
durante una de sus clases, el profesor lo miró con extrañeza durante más de
treinta segundos, el pecho agitado y la giba moviéndose casi al ritmo cardíaco.
Era un hombre viejo, y cuando Roger se paró, jactancioso, en el salón de
clases, aguardando una respuesta que cada segundo transcurrido le gritaba su
ausencia, tuvo un breve atisbo de piedad en su pecho, como una reminiscencia
ancestral que le enseñó más que todos los años que pasó en las instituciones
del estado. El viejo profesor dejó caer su expresión de hastío de un segundo a
otro, y todo el peso de su joroba fue una carga de culpa e ignorancia que no
parecía saber soportar ya con dignidad. Por eso, el hombre optó por el
fingimiento que nació del resquemor, y una pátina de odio en su mirada. Roger
vio, en el luminoso recinto de clases, lleno de ventanales, con aire fresco que
traía el aroma del campo a través de aparatos instalados en los techos, como si
toda la enseñanza fuese un mero retroceso a la naturaleza, a lo pagano, al
hombre mítico de las cavernas y del campo, que no se preguntaba sobre la vida
ni la muerte, que no pensaba en el cielo ni en el infierno, que trabajaba para
vivir hasta el día de su muerte sin saber más que los ciclos de las estaciones.
Sólo enfermedades irreparables, con la única diferencia que ahora podían ser
contrarrestadas con medicamentos de que se abastecían en los comercios con sólo
indicar los síntomas.
El profesor, entonces, se sentó detrás de
su escritorio, respiró profundo, como si estuviese sufriendo un ataque al
corazón, y comenzó a escribir en el teclado de su impresora. Nada contestó, y
Roger volvió a sentarse hasta que la clase hubo terminado. Más tarde, ese mismo
día, le mandaron a su casa una reprimenda escrita a nombre de su padre. Estaba
en el cuarto de la biblioteca, una de las pocas que aún se conservaban
escondidas al conocimiento de las autoridades del Ministerio de Bienestar
General, que era sí como se llamaba al organismo que administraba todo lo
concerniente a la salud, educación y economía del estado, y cuantos aspectos de
la sociedad se consideraran bajo su juridicción. Más tarde, cuando Roger ya
cumpliera la mayoría de edad, esa biblioteca habría de desaparecer, sin que él
alcanzase a leer siquiera un quinto de sus libros, ni siquiera en el formato
digital en que su padre había comenzado a transcribirlos como último recurso
para salvarlos. Todo eso despareció una noche del mes de abril de quince años
antes. Por ese tiempo Roger decidió mantenerse alejado, casi escondido, como si
él fuese una biblioteca viviente que iba en busca de recuperarse a sí misma en
los recovecos de las civilizaciones perdidas. Y de regreso en las alas del
tiempo hacia este pasado transcurrido en el antiguo cuarto frío lleno de
libros, recordó la manera lenta y a desgano con que su padre tomó la
comunicación del instituto enviada a su nombre. Rasgando el sobre con hastío,
con desprecio, desplegó el papel de mala calidad que se tenía por costumbre
usar en cualquier asunto gubernamental, y comenzó a leer. Roger estaba a varios
metros de él, sentado en un sillón individual, de espaldas a la puerta por
donde la madre había entrado para traer la correspondencia, sin sospechar
siquiera que entre las cartas estaba tal sobre. Miró de costado, apartando la
vista del libro que lo había cautivado hasta ese instante, la tesis que su
bisabuelo había presentado para su examen final en la facultad. El antiguo
libro debía ser cuidado con respeto, ya que nunca había sido reimpreso. Y
mientras lo cerraba con cuidado, apoyándolo sobre sus piernas, se dio cuenta
que sus manos temblaban, y pensó en el esqueleto de sus manos, como si viese
dos piezas de museo, y se dijo a sí mismo que las manos de su bisabuelo eran
igual que las suyas. Manos que habían escrito ese libro que él ahora leía. El
pasado y el presente eran uno, y por lo tanto el futuro también era un todo
junto a ellos, porque en ese libro sobre genética estaba implícito el
nacimiento de las generaciones que luego llegarían irremisiblemente.
La voz de su padre lo distrajo.
Le dijo que había recibido una
notificación del instituto, y lo castigaban con cinco días de ausencia. Él
sabía lo que eso significaba, no era la primera vez que le daban tal
reprimenda. Su padre lo miró desde la distancia de su escritorio. Sus ojos
decían que cada día descontado en la educación oficial equivalía a un menor
puntaje, ya irrecuperable, en las referencias y reputaciones que cada ciudadano
mayor de edad conservaba en los archivos del estado. Claudio Levi, su padre,
conservando el mismo nombre que habían tenido los hombres de la familia dos
generaciones antes, una costumbre cíclica que alguien estableció como una
especie de homenaje, tal vez, al ciclo de nacimiento-muerte-nacimiento, clave
de toda la escuela de antropología que los Levi habían fundado, le aconsejó a
su hijo que se acostumbrase a ceder de tanto en tanto. Los hombres necesitan
sentirse tranquilos, sobre todo los mediocres y los ignorantes, y se asustan de
lo que no conocen, temen a los hombres que hacen preguntas que ellos no pueden
comprender, y mucho menos responder.
Roger asintió con un movimiento de la
cabeza, y regresó a su lectura.
Desde ese día, ya no hizo preguntas
innecesarias, no porque no existiesen respuestas reales, sino porque no estaban
allí quienes podrían responderlas. Se limitó a escribir sus ideas, sus
conceptos, sus conclusiones que cada vez fueron más transitorias a medida que
aprendía sobre la naturaleza del hombre y sus orígenes en las largas
discusiones con su padre. A diferencia de su abuelo, su padre casi no había
podido salir en busca de evidencias y muestras arqueológicas. Sabía que todo lo
que encontrara, sería capturado y destruido por las aduanas o el ministerio,
con excusas de contaminaciones o por considerarse irrelevantes para la vida
práctica del presente. Sabía que el ministerio lo tenía en una especie de lista
negra, sin embargo se habían limitado a vigilarlo a la distancia, procurando
que su hijo siguiese exclusivamente los cursos regulares del estado. Seguros
que estaban cultivando su mente para el desierto de conocimientos, como así
llamaba Claudio Levi a la enseñanza oficial, pudieron disfrutar de algunos años
de tranquilidad en la antigua biblioteca escondida en los suburbios, en la casa
en la que convirtieron uno de los depósitos de las dársenas de la ciudad de
Buenos Aires. Ciudad casi deshabitada, era aún la capital administrativa de
todo el territorio sur del continente desde el comienzo de la llamada nueva
dictadura electoral.
Se restriega la cara con las manos.
Cansado del viaje, lento como si viajase en un cuatrimotor de comienzos del
siglo veinte, mira por la ventanilla la extensa llanura inundada. Pueblos y
ciudades cubiertas hace cien años por el agua. Largos trechos de tierra como
islas, caminos que sobresalen como várices en la piel de una llanura marina. ¿Quién
sabe ahora dónde exactamente se iniciaba el mar tiempo antes? Sabe que hay un
sector elevado, más allá de la antigua ciudad de La Plata, donde podrán
aterrizar. Vislumbra en la distancia las altas torres de la imperecedera
catedral, vacía, cerrada para siempre desde los tiempos de la prohibición.
Tanto para ver…, se dice Roger, en esos terrenos cerrados, en los sótanos de
las ciudades, en los escombros. Cómo le gustaría explorar esos sitios, cuánto
daría de su vida por poner sus pies en esas ruinas y sacar una capa tras otra
de historia.
Le gustaría tener un hijo, vuelve a
repetirse. No lo ha discutido con Sara aún, por lo menos no extensamente. Ella
ha comprendido, y él lo sabe, la necesidad que tiene él de terminar con esa
deuda pendiente que adquirió en las largas charlas con su padre. El origen de
la joroba no es el origen del hombre, solía decir. El cuerpo humano lleva
implícito muchas posibilidades, incluida la de la giba. Toda columna vertebral
es susceptible a deformar y vencerse. Pero no fue así durante siglos, los
libros lo dicen, las viejas fotos, las ilustraciones, los esqueletos
encontrados a escasos metros de la superficie. Roger ha visto los libros y los
esquemas del hombre erguido, el hombre de espaldas rectas.
Muchos médicos saben la verdad, le había
dicho su padre. Pero se han convencido a sí mismos con argumentos moldeados por
la picana. Se han formado lagunas mentales en la civilización del hombre
actual.
¿Cómo explicarle esto a Sara?, pensó Roger
muchas veces. Por eso tuvo que ir insinuándole de a poco lo que para él eran
seguridades con las formas de la sospecha y la duda. Ir abriendo su mente con
lentitud, hasta que la vio confiar en él para dejarlo partir y recuperar las
pruebas que muchos otros hicieron desaparecer. Lo había dejado ir en viaje de
investigación, pero sospechaba que más lo había hecho por amor que por
verdadera confianza en lo qué le decía. No importaba ya. Pronto aterrizaría,
era posible ver el mar, el verdadero mar que inundaba con olas enormes las
costas de la legendaria llanura pampeana. El sol naciente alumbrando la
superficie plateada, disparando destellos hacia el avión, como si quisiera
derribarlo, porque era un pájaro muerto que sin embargo volaba. Cadáver
moviente, como las mentes de los hombres que desde hacía mucho acostumbraban
viajar en ellos.
El avión ha aterrizado en un descampado de
lo que fue alguna vez la ciudad de La Plata. Ahora es un extenso llano con
grandes zonas inundadas alrededor de las ruinas de la ciudad. La antigua
catedral aún se alza en el centro de las innumerables diagonales que
caracterizaron su casco urbano durante casi cuatrocientos años. Pero desde poco
más de la mitad de se tiempo fue despoblándose a causa de las inundaciones. El
río que se desbordaba en los largos y lluviosos inviernos, la erosión de las
playas y el avance del mar hasta casi tocar la ciudad. La gente se fue mudando
hacia el centro de la provincia, hacia las zonas más altas de lo que alguna vez
dio en llamarse Tandil.
Su padre le había hablado de estas
ciudades y estos nombres que él no conocía. Lo había hecho leer las obras de
Ameghino. Fue nuestro padre, solía decir el padre de Roger, Claudio Levi, el
tercero, o el cuarto que así fue llamado. Aprendió que Ameghino había estudiado
los ancestros del hombre especialmente en esa zona de la provincia, sin
necesitar ir a los habituales centros donde habían sido encontrados los
vestigios más antiguos de la civilización. Por eso se había destacado en
América, rescatándola del olvido y llevándola con la verdad a los grandes
centros de la cultura. No Europa ni África, sino en los centros de estudio
donde la mente del hombre se cultivaba con la ciencia.
A medida que caminaba por el campo de
aterrizaje, luego de descender del avión, que ya volvía a levantar vuelo,
dejando únicamente dos pasajeros en tal lugar, fue recordando los nombres de
los antiguos que habían habitado esa región miles de años antes. El homo platensis había sido reconstruido
en varias ocasiones, perfeccionado a medida que se hallaban restos a menor o
mayor profundidad. Las inundaciones habían provocado que los restos fósiles,
mantenidos durante siglos en buen estado, comenzaran a arruinarse en los
últimos cien años. Cómo podía confiarse en esas evidencias, se había preguntado
el padre de Roger, hablando para sí mismo en la biblioteca, si cuando había
comenzado a estudiar, ya la ruindad había comenzado. El padre de su padre, el
abuelo Roger Levi alguna vez llegó a ver esos restos en el ya desaparecido
museo de antropología de la ciudad. Él mismo llegó a ver los restos que Claudio
Levi, el primero en llamarse así, tenía en la vieja casa, antes de ser esta
destruida. Cuando aquel viejo Levi ya no regresó de su viaje de exploración a
la luna, el mundo había comenzado a cambiar. Los libros desaparecieron en un
incendio de la biblioteca a la cual fueron donados. Los registros fonográficos,
las fotografías, los diarios de exploración de muchos años, fueron destruidos en
la biblioteca del Congreso. Ya sólo quedó la herencia verbal, y una biblioteca
particular que los Levi fueron protegiendo de la avidez gubernamental por la
destrucción de la memoria.
Con el olvido como ley de facto,
comenzaron a aparecer las jorobas.
Roger carga con su valija, pesada aunque
no sea muy grande. Le duele la espalda, y ve su sombra sobre la llanura,
mientras camina hacia las ruinas. El sol le da sobre la giba, la camisa apenas
lo protege de su intensidad. La ropa le cuelga por delante y le falta por
detrás. Nunca hubo modo de adaptar la vestimenta a esta estructura humana. Como
si el diseño de la indumentaria todavía tuviese el rango de arte, como él sabe
que alguna vez fue, cuando el hombre tenía belleza estética. Cuando cualquier
cosa que se pusiese encima, podía llegar a ser un adorno cuyo objetivo era
simplemente resaltar la belleza del cuerpo humano. Por eso, los vestidos de
esta generación eran absurdos, sin lograr siquiera el más mínimo nivel de
practicidad, que era lo único imprescindible para soportar el peso de la giba.
Ropa que calzara sobre esa deformidad como un zapato en un pie, amoldándose,
suprimiendo el malestar con el transitorio olvido que otorga la comodidad.
Pero, se dijo él muchas veces, el objetivo de la joroba no era pasar
desapercibida. El fin de la giba humana es el castigo, la incomodidad
permanente: la única memoria permitida, y sobre todo la única memoria obligada.
Como todos, su cara miraba hacia el suelo,
aunque tratara de evitarlo y así el cuello le doliera tremendamente,
provocándole mareos y una futura y segura invalidez. Los hombres no llegaban
siquiera a los sesenta años. Y aún así, el discurso del estado, representado
por todos aquellos líderes de gibas adornadas con pulcros uniformes, cuerpos
protegidos sin embargo por tratamientos que la población nunca podría tener,
era de tal modo demagógico que todo el mundo había llegado a pensar que sufrían
lo mismo que ellos. Pero Roger estaba convencido que la forma más definitiva de
dominio y de poder, es igualar al dominador con su víctima. Cuando se establecía
esa igualdad en la mente del pueblo, el resto ya no importaba. Un hombre envidia
aquello que otro tiene y considera un privilegio. ¿Pero quién podría envidiar a
alguien que es exactamente igual a uno? La autoestima había sido abolida para
siempre, y la envidia anulada por la conmiseración.
Roger camina lentamente por sobre las
piedras y los pastizales. Es un camino inhóspito, que pocos han recorrido en
los últimos cincuenta años. Se concentra en tolerar la incomodidad y el calor,
intentando olvidar que su sombra lo asemeja a un simio encorvado, extendiendo
sus miembros superiores más largos de lo que son en realidad. Al fin decide
enfrentar la sombra que lo acompaña, ve cómo los brazos le cuelgan casi hasta
el suelo. Ve la giba enorme sobrepasando los límites de su cabeza. Contempla
los contornos de su cráneo, y sabe que es muy parecido a los que ha visto en
los viejos esquemas. Sabe que ellos se
basaron en los fósiles que alguien de su familia de profesores y antropólogos
halló en las profundidades de aquel mismo suelo, hace muchos, demasiados años.
Esos mismos fósiles también caminaban encorvados, como habituándose a una nueva
forma de vida. Levantaban la cabeza en lugar de bajarla, lo intentaban, por lo
menos. Sus pies dejaron huellas en la roca milenaria, pies que se parecían a
manos al principio.
Roger se detiene y se sienta sobre el
suelo húmedo. Sus pantalones se empapan, el faldón de la camisa se embebe de
agua salitrosa. El mar está dominando, el combate con los ríos se ha
estacionado en una permanente tregua en la que el mar finalmente triunfará. Se
saca las botas y se mira los pies cansados. Se los frota, pensando en las
figuras que esbozará cuando halle los restos que sabe va a encontrar en las
ruinas de la ciudad. Una ciudad abandonada hace mucho tiempo, y por eso
relegada en el interés del estado por hacer olvidar todo registro de memoria.
Algo está escondido en la profundidad, bajo los edificios, en las veredas de
las antiguas calles de adoquines, en los sótanos de las antiguas casas de
familia, en los depósitos de los bares, en cuyo fondo deben hallarse los vestigios
de un mundo muerto.
Sara hará las definitivas ilustraciones
para su libro. Él le llevará las exactas descripciones, y ella, tan intuitiva,
tan sensible, será capaz de expresar la forma exacta del hombre antiguo.
Sí, se dice Roger, sonriendo a pesar del
dolor y la carga sobre sus hombros, levantándose dificultosamente para comenzar
a caminar una vez más, esta vez sin detenerse hasta llegar a la aduana que
protege las ruinas. Quién sabe si habrá vigilancia ya en estos tiempos, a nadie
le interesa una fábula de arena, un desierto más. Algo de eso le dijo su padre
alguna vez, la voz de un poeta que vivió en estos territorios hace casi
trescientos años. Entonces le llega de la memoria esa insignia bastardeada por
los sacerdotes del olvido, un nombre que no es el del poeta que alguna vez
imaginó tal frase, sino uno que sabe mucho más antiguo. Estaban, entre los
viejos libros de antropología, los poemas de ese otro poeta que imaginó largas
epopeyas expresadas en versos, a menudo incomprensibles, repetitivos, pero que
provocaban la angustia como si calaran el corazón humano, tal vez eso llamado
alma. El hombre combatiendo con los dioses de igual a igual.
Mirando la ciudad que crece mientras
avanza, mientras va dejando atrás la sombra que se alarga, se da vuelta, y
piensa. Su cuerpo ahora más parecido a lo que alguna vez fue, como cuando
nació. Porque él sabe que no tenía joroba cuando fue expulsado del cuerpo de su
madre. Esa sombra se lo dice, le habla como esas serpientes que se deslizan por
los pastizales entre los que ha caminado recién. Serpientes que forman
círculos, y los nombres de Roger y de Claudio, en ese ínfimo e ingenuo intento
de inmortalidad, es nada comparado con el gran circuito de la historia.
Sabe ahora que su hijo, cuando Sara y él
lo engendren, se llamará Homero. Será ese niño el hombre que rememorará el
mundo desaparecido en que los hombres dominaron a los hombres con la huella de
sus pies sobre las espaldas de los otros.
3
Sara
se lamenta de haberse dormido. Aún en el duermevela, se reprocha el no poder
mantenerse despierta, porque cualquier descuido de su parte es la oportunidad
que los otros esperan para atraparla y quitarle a su hijo. No sabe qué hora ni
qué día es. Ha perdido la cuenta del tiempo que lleva en el hospital. Trata de
mantenerse razonable, como se lo enseñó Roger. La lógica ayuda a mantener la
mente clara y el espíritu en calma. No deben haber pasado más de dos días,
piensa mientras levanta la cabeza de la almohada. Ya ha amanecido con una
luminosidad parecida a la de cualquier mañana. Oye ruidos tras la puerta de la
habitación, los pasos habituales de los empleados, yendo y viniendo, los carros
y camillas, y de vez en cuando algún grito intempestivo. Mira la mesa de luz
junto a la cama. El desayuno está intacto. Deben haber pasado quince minutos
desde que lo sirvieron, y pronto volverán a buscarlo. Toca la taza, fría. Se
incorpora en la cama, apoyándose contra la cabecera. Se toca el vientre.
Por ahora te he salvado, le dice a su
hijo. Se pregunta cuánto más podrá lograrlo. Ella sabe que es como una hormiga
contra un ejército de hombres. Tarde o temprano la dominarán. Su única
alternativa es huir del hospital, y esto también le resulta imposible. Se
levanta y camina hasta la ventana enrejada. Contempla el enorme parque soleado.
Por un instante, desea bajar y caminar entre esos árboles para sentir la brisa
cálida del verano. Si Roger estuviese conmigo, se lamenta. Pero hace días que
no puede comunicarse con él. Desde antes que la atraparan él no respondía a sus
llamadas. ¿Dónde estaría, qué le habría sucedido? Varias veces pensó que quizá
estaba muerto, y la pena y el dolor se aliaban con la mortificación, por no
haberle hecho saber que estaba embarazada; y también rencor y resentimiento por
haberla dejado abandonada tanto tiempo.
Se sentó en la cama, reprochándose su
propia estupidez. Todo era finalmente su culpa: el no haberle dicho la verdad a
Roger, el dejar expuestas las pinturas al examen de cualquiera, y sobre todo el
no haber huido o haberse escondido en alguna parte. Pero hasta hace no mucho
tiempo su vida era como un sueño en el que estaba permanentemente obnubilada,
los oídos completamente sordos y la visión poblada de visiones que cualquier
psicólogo denominaría como ilusiones. La realidad transformada a aquella que
los demás deseaban. El único que había intentado lo contrario fue Roger, y aún
así ella debía haberle reprochado no hacerlo con ímpetu, con crueldad
inclusive, como si ella, una mujer, fuese un pequeño animalito al que debía
enseñársele de a poco.
¡Dios mío! Se escuchó clamando en voz
baja. Pensó en ese dios de sus ancestros, de los que Roger le había hablado.
Ellos pertenecían a una raza diferente, según se habían proclamado a sí mismo
durante siglos. Eran pocos y sin embargo lograron sobrevivir todo aquel tiempo,
porque eran fuertes, porque eran el pueblo elegido por el dios al que adoraban.
Ya sin libros, sólo persistía en la memoria atávica de cada uno de sus miembros
sobrevivientes. Como el respirar, el pensamiento judío era una rémora
inconsciente donde el cuerpo había ido tomando importancia a través de los
descubrimientos de la ciencia, manifestando en él la fatalidad de la
providencia. La única forma de la supervivencia absoluta era el enclaustrar el
alma divina entre los muros de la carne, y convertir la carne en piedra que
muy, muy lentamente sería convertida en polvo, como los muros de Jerusalén.
Sara nunca comprendió de lo que estaba
hablando su marido en esas noches cuando lo escuchaba contarle estas viejas
historias que ella creía inventadas. Era eso, o él se estaba volviendo loco.
Por momentos temía por su cordura, y por su propio futuro junto a él. No eran
épocas para dejar librada la vida individual a los dictámenes del estado, de
eso Sara estaba consciente. Había que ser más inteligente que ellos,
adelantarse a sus precauciones.
Sintió una patada en el vientre, y en ese
momento entró la enfermera de la mañana.
-Buenos días, Sara. Veo que ha descansado
hasta tarde, y me parece muy bien. Hoy será una jornada agotadora pero de gran
felicidad. ¿Pero por qué no ha desayunado?
Levantó
la bandeja y se quedó mirándola, parada frente a ella, que continuaba sentada
al borde de la cama, con el camisón blanco, el cabello despeinado, descalza, y
las manos sobre el vientre abultado. Se sabía indefensa y pobre ante esa mujer
que sin duda era bella, con su uniforme impecablemente blanco, los cabellos
castaños bajo la cofia, a quien incluso la giba no arruinaba demasiado su
belleza.
-¿Es hoy? Pero me faltan dos días…
La enfermera sonrió, mientras con una mano
sobre un hombro de Sara, le decía:
-Pobrecita, sé que su marido la ha
abandonado, pero confíe en nosotros…
Sara se levantó llena de ira. La mujer
retrocedió y se tambaleó. Por varios segundos intentó mantenerse en pie, pero
cayó de espaldas, mientras la bandeja y todo su contenido caían al piso. Sara
la observó, parada y sin moverse. La situación, aunque brevemente, se había
invertido.
-Mi marido no me abandonó, está de viaje.
Y no sabe que va a tener un hijo, por eso no está aquí.
La
mujer la observó perpleja. Parecía no saber cómo actuar, pero de pronto
su rostro cambió. Sin duda no era como las otras enfermeras. Se levantó, se
arregló el uniforme, se recogió el mechón de pelo que le había caído sobre la
frente y llamó al servicio de limpieza. Su frialdad rayaba en una parsimonia
cubierta con una pátina de ironía y crueldad. En el fondo de sus ojos, Sara vio
mucho dolor.
El olor del desayuno volcado fue
reemplazado por el de los desinfectantes. El empleado de limpieza se fue, y
Sara se preguntó qué pasaría ahora. Sin duda la mujer llamaría al médico para
que la sedaran. Algo debía hacer para evitarlo. Pero la enfermera le dijo que
se acostara otra vez, con calma aparente. La expresión ingenua no regresaría en
mucho tiempo, salvo cuando estuviese en presencia de los médicos. Para Sara
había resuelto mostrar la inteligencia que escondía a los otros.
-Bueno, Sara. Usted sí que ha resultado
ser una persona especial. No por nada el doctor se encerró con usted ayer en
esta habitación…
-¿Sabe lo que me dijo?
-¿Qué otra cosa podría haberle explicado,
siendo usted quien es, y la forma en que se ha rebelado?
-¿Y por qué me dice eso, usted…?
-Mi nombre es Myriam, y si le hablo así es
porque es usted una de las pocas que entendería lo que voy a decirle. Además,
es una especie de alivio para mí. Como ve, estoy obligada a cumplir una función
aprendida, pero no querida por mí. De algún modo, representa un placer hablar
con alguien como usted. La mitad de los médicos, de los que creí llegar a
esperar algo de inteligencia, son autómatas, y la otra mitad son viejos
resignados, como el doctor Farías. Viene de una larga tradición de médicos en
su familia, y esas cosas no se pierden, como le ha sucedido a su marido, si es
que lo entiendo bien. Usted dirá…
Sara no esperaba tal forma de hablar.
Myriam era extremadamente educada, hasta culta para los cánones de la época.
Ahora que se había sentado en la cama, sus modales eran finos, los movimientos
de sus manos cuidadosos, acompañando las expresiones de su rostro y las
miradas, a veces altivas, y casi siempre tristes y rencorosas.
-Dios mío, Myriam, entonces debe ayudarme
a salvar a mi hijo.
-¿Salvarlo de qué?
-De lo que usted sabe…de la joroba…
Myriam se rió fuerte, y se tapó la boca
dirigiendo una mirada risueña hacia la puerta.
-Debí imaginar que iba a pedírmelo, pero
hace tantos años que dejé de pensar en que alguien podría llegar a enterarse de
todo esto, que ni se me ocurrió esta vez, a pesar de saber que usted estaba al
tanto de nuestras costumbres.
-Es una ley horrenda, un crimen…
Myriam la miró fijamente, la agarró de los
hombros, y le dijo:
-Usted qué sabe, Sara, de los crímenes.
Crimen es matar a un bebé que aún no ha pecado…
-Pero usted colabora con ellos, participa
en el sistema…
-En el cual nací, como las dos
generaciones anteriores. No hago más que cumplir con mi trabajo…
-Yo creo que usted, sabiendo lo que sabe,
lo hace por resentimiento. Mírese al espejo, y sabiendo la verdad no puede
decir que usted ha nacido con esa giba.
Myriam se levantó y fue hasta el espejo
tras la puerta del armario. El rechinar de los goznes sonó como un sonido
ancestral, casi como el chillido de un animal encerrado. Y la imagen de la
enfermera con su joroba la remitió a Sara a los relatos que Roger le había
hecho sobre los antiguos tiempos de la protohistoria. Luego cerró la puerta, y
mirando a Sara, comenzó a contar:
-He tenido once hijos. Me he mirado al
espejo más veces de los que usted piensa. Conozco mi cuerpo en cualquiera de
sus formas posibles, con el tamaño de mi embarazo en cada mes de gestación,
luego del parto, y con las características de cada hijo que he engendrado.
Todos han sido diferentes. Y todos han muerto, Sara, tan solo me queda uno, el
séptimo. Todos han muerto luego de la cirugía postparto. Los médicos me dijeron
que no volviese a embarazarme, ya desde el tercero me lo recomendaron. Pero yo
insistí, no sé por qué en realidad…
Se detuvo, acercando sus pasos hacia la
silla junto a la cama. Se sentó de espaldas a la luz de la ventana. Los ojos
castaños de la enfermera la miraron desde un lejano fondo que ella no podía
llegar a ver, ni menos tocar. Y hasta la sola idea de su contacto le provocó un
escalofrío.
-Era como si yo debiera cumplir un deber,
que era el de tener un hijo que sobreviviera a los tiempos actuales, que fuese
como todos los demás. Yo me decía que si ellos morían se debía a que yo de
algún modo era resistente a la ley. Yo los entregaba a los doctores, por
supuesto, nadie puede acusarme de lo contrario. Demostraba mi voluntad
cediéndolos a la sociedad, a la forma en que el estado los quería. Pero ellos
morían, uno tras otro.
Sara se irguió en la cama, con dolor. Las
patadas se hacían más frecuentes, y aunque no quería demostrarlo, la otra se
daba cuenta. Cómo ocultárselo, si era verdad todo lo que le estaba diciendo.
-Pero uno sobrevivió, ¿no es cierto?
Myriam sonrió con desgano.
-Está muerto en vida, Sara. Está
paralítico del cuello para abajo, vive en la cama que el estado me regaló. No
habla, y debo darle de comer en la boca con una cuchara. Sólo mira, a veces a
mí, a veces otras cosas que adivino en su mirada llena de espanto. A veces
tengo deseos de matarlo, pero el mismo odio que he llegado a sentir por él es
una fuerza que me sirve para continuar mi vida. Yo no podría vivir, Sara, sin
hacer este trabajo.
Sara comprendió. Venganza sin esperanza de
redención.
-Pero esta vez podría ser diferente, ¿no
lo ha pensado? Si me ayuda a rescatar a mi hijo, a evitar la cirugía, sería
como una especie de compensación por todos sus niños. Imagínese, mi hijo sería
una especie de redentor. El único normal en todo el mundo.
-¿Qué es normal, Sara? ¿Lo que le dijo su
marido como éramos antes de la cirugía correctiva? Nadie es como nace para
siempre. Nadie es el bebé que fue al nacer. Nacemos y morimos en cada etapa de
la vida. Por eso no sé a qué llama anormal…
-A esta joroba que no tolero desde que
tengo uso de razón- dijo intentando llevar una mano a su espalda para
golpearse.
Myriam le retuvo.
-Deje de hacerse la mártir, ya nadie cree
en eso. Y en todo caso, todos lo somos. No puedo hacer nada contra el sistema,
el que no está dentro, está fuera, y el castigo ya lo tenemos encima, ya
cargamos con él desde el principio. No hay más que resignación, y en todo caso
la venganza es ficticia o de todo punto de vista, totalmente inocua, porque se
dirige al objeto equivocado, como usted bien lo dijo.
-Entonces usted vive del resentimiento, se
alimenta como una alimaña.
La enfermera se rió esta vez con más
fuerza.
-¡Que expresión tan antigua y literaria!
No sé si felicitarla o tenerle lástima. Es una de las tantas figuras que sin
duda aprendió de su marido, tan afín a los viejos libros viejos. Pero es
verdad, en cierta forma. Estamos muertos, querida Sara, in morte sumus, utilizando
una expresión que el viejo doctor saca a relucir de vez en cuando. Los muertos
en vida deben alimentarse de algún modo, y el resentimiento tiene la virtud de
regenerarse a sí mismo. Es el alimento más económico del mundo, y el que más
abrasa el alma de quien lo cosecha.
El resto de la tarde se perdió en un
abismo de tiempo del que nada no pudo rescatarla. Se hundió en la desmemoria,
como si las palabras de Myriam la hubiesen trasladado lentamente hacia un
lugar, no un estado, sino un espacio que su cuerpo iba ocupando fragmento por
fragmento, célula por célula. Sus huesos siendo trasladados en cajas luego de
ser limpiados, su cráneo, su pelvis, sus vértebras. La carne que los rodeaba
era un cobijo cálido del cual la sangre brotaba sin dolor ni tristeza. Era, tal
vez como los fósiles que Roger había visto en el museo al que su padre lo había
llevado, o como las momias que aún conservaban los restos de carne humana, seca
y resquebrajada, pero aún incólume en su resistencia contra el tiempo. Hasta
que todo su cuerpo estaba dentro de una masa de tierra petrificada, dentro de
uno de los tantos estratos depositados por las diferentes eras geológicas. Se
sintió, en el inmenso sueño que ya no podía llamar de tal manera, porque no era
sueño sino una vida disociada en miles de otras vidas sucesivas a lo largo de
incontables años, una especie de trofeo que las manos de muchos hombres
rescataban de la tierra como quien saca un hijo del útero de su madre.
Despertó en el quirófano. Abrió los ojos,
pero nadie más que Myriam se dio cuenta. Vio en su mirada, en los ojos únicos
sobre la cara muerta cubierta con el barbijo, una complicidad. Y eso fue
suficiente para que ella descansara, por fin, luego de ver lo que había visto
durante apenas un segundo, o quizá menos que eso.
El niño que el médico estaba levantando de
las piernas como un becerro para llevar al sacrificio, no tenía giba.
El siguiente recuerdo que Sara tiene
inmediatamente después del nacimiento de su hijo, ha permanecido siempre en las
penumbras en que la morfina la fue sumergiendo con el correr de las horas.
Recuerda haber despertado, quizá muchas horas después, balbucear palabras que
quiso decir pero que está segura que no salieron de su boca. Tenía la sensación
de la boca empastada y la lengua dormida, cayéndole saliva por la comisura de
los labios. Un dolor en el bajo vientre le retorcía la piel. Tal vez fuese la
sutura de la cesárea, pero entre sueños se imaginaba a sí misma como partida en
cientos de pedazos que alguien hubiese intentado unir no mucho antes de su
despertar. Pensó en Roger, en la habilidad innata que tenía para armar
rompecabezas, la misma habilidad que aplicaba para hallar las incongruencias en
los esbozos de fragmentos óseos en los libros de su padre y abuelo. ¡Cómo
extrañaba a su esposo, hacía tanto que no podía comunicarse con él! ¿Qué
estaría haciendo, qué pensaría de su silencio? ¿Por qué entonces, no regresaba
para saber de ella, que había sacrificado sus deseos para que él cumpliera el
suyo?, y él ni siquiera tenía la cortesía de regresar como un amante
preocupado. Los hombres son así, se dijo, nunca aman tanto como nosotras las
mujeres.
Pero no caería en la retórica feminista de
la victimización. Nada era tan simple como estos conceptos rescatados a
ultranza de los verdaderos sentimientos y las verdaderas causas, que en
realidad nadie conoce. Es que se siente sola y desamparada, y más que eso, se
halla desesperada por saber qué ha sucedido con su hijo. Sabe, porque vio en la
mirada de Myriam en el exacto momento del alumbramiento, que ella iba a
ayudarla a rescatarlo de la ignominia. Ese era el nombre que de algún modo
había descubierto en su memoria, una palabra que nadie usaba en los tiempos
contemporáneos, una palabra antigua que implicaba todo un mundo de aprendizaje,
de ideas, conceptualizaciones y éticas. La ruptura, en realidad, de todo esto.
Durante
lo que creyó fueron varios días, salió y volvió de la esfera de los sueños
suaves, las caricias inciertas de los dioses antiguos, amedrentados de tanto
rechazo durante tanto tiempo. Dioses que se conformaban con adormecer a los
hombres y mujeres que cedían su razón durante las horas del sueño, fuese
voluntario o provocado, no importaba, intentando volver a enseñarles los mundos
perdidos. Y fue así que Sara vio en esas noches forzadas, el regreso de las
palabras que hablaban del origen del mundo, de la creación del hombre.
Luego, mucho más tarde, despertó con un
sobresalto. Myriam estaba a los pies de su cama. El cuarto alumbrado por la luz
intensa de un mediodía. El cuarto silencioso, tanto que creía haberse vuelto
sorda. Entrecerró los ojos, frunció la frente e intentó hablar.
-No se preocupe, Sara. Es efecto de la
anestesia. Ya le pasará en un rato…
-Pero… ¿qué día es hoy?
-Martes. Estuvo durmiendo toda la noche
después de la cesárea.
Sara se restregó los ojos e intentó levantarse.
Sintió mareos y apretó las sábanas hundiendo los dedos en ellas.
-Todavía no, querida. Tome un vaso de
agua.- Myriam se lo alcanzó de la mesa de luz, luego de servirlo de una jarra
de cristal.
El mundo de la habitación ese mediodía era
pulcro y cristalino como no lo había notado antes. Se tocó el vientre bajo el
camisón. Sintió los puntos de sutura, y de pronto un vahído la invadió aún
estando sentada. Había perdido algo, una forma de su cuerpo a la que se había
acostumbrado a lo largo de los meses, tanto que se había hecho a la idea de que
siempre sería así. Y ahora volvía a ser como era antes, y se extrañó de esta
nueva Sara que en realidad era la antigua, y con la que ya no creía tener nada
que ver. El cuerpo podría ser el mismo, pero no ya la forma de su pensamiento.
-¡¿Dónde está mi hijo?!- dijo en voz alta,
fuerte y clara.
Myriam apoyó una mano sobre la boca de
Sara.
-Más bajo, querida Sara. No debemos llamar
la atención.
Entonces sintió un repentino alivio. Aquella
complicidad que debía mantenerse en secreto era una garantía de que Myrian
había hecho lo que ella esperaba. Nada había prometido, recordaba que incluso
se había negado a ayudarla. Pero en la mirada de la enfermera siempre supo
encontrar algo más, aún indefinido, tal vez cinismo, tal vez desesperanza, pero
siempre algo que los demás no poseían.
-Entonces… ¿lo salvaste?
-Por ahora está en la sala, esperando su
turno para la cirugía. Cuándo será, no lo sé.
-Tenemos que sacarlo cuanto antes. Tengo
que salir de acá…
-Solo con el alta, Sara…
-No, escaparemos con el bebé, necesito tu
ayuda, por favor…- Se inclinó hacia la enfermera, agarrándola de los hombros.
Olió el perfume de los medicamentos impregnados en el uniforme blanco, hasta en
el cabello castaño. Viéndola tan de cerca, notó que no era tan joven como
aparentaba, acorde con lo que lo había contado sobre sus once hijos.
-Myriam, cuando salgamos de acá, seremos
compañeras para siempre. Yo te deberé mi vida y la de mi hijo, y por eso te
ayudaré con el tuyo, los cuidaré a ambos cuando estés trabajando. Con el
regreso de Roger, todo será distinto…
La enfermera sonrió como quien oye una
tierna idea imposible.
-Nada de eso, Sara. Si te ayudo, no
volveremos a estar en contacto, es imprescindible para ambas.
-Como quieras, ¿pero cómo haremos
entonces…?
Myriam se acercó al oído de Sara, y
murmuró el plan.
Para las diez de la noche, el hospital
estaba casi en completo silencio. Myriam le había dicho que tuviera sus
pertenencias preparadas, luego de que sirvieran la cena. Las mucamas entraron a
llevarse la bandeja. Esta vez había comido toda la cena, tenía hambre y estaba
entusiasmada por sacar a su hijo sano y salvo. Lo había visto al nacer, y lo
mantendría en la forma en que nació para mostrárselo a su padre. Ambos estarían
orgullosos. Cuando el niño fuese grande, tal vez no lo estuviera de sus padres,
viejos y torcidos con esas jorobas vergonzosas, que más representaban un
vencimiento moral que una deformidad física. Roger había dicho alguna vez algo
que le contaba su padre, cuando las gibas le dolían a ambos. Su padre a su vez
lo había escuchado de su abuelo, cuando las primeras operaciones habían
comenzado a practicarse. No debes avergonzarte de lo irremediable, se habían
dicho uno a otro. Pero ella sabía que eso no implicaba la resignación. Habían
comenzado los tiempos diferentes con ella y con su hijo, que aún no tenía
nombre. Roger sería el creador intelectual del nuevo mundo, Sara el factor
práctico, en un papel mucho más importante que de simple ilustradora de un
libro de teorías.
Las mucamas se fueron, y cuando la puerta
se cerró, se levantó de la cama y se vistió con ropa de calle. Sacó del armario
el bolso que había traído al llegar. Decidió dejar algunas cosas, debía tener
fuerzas para cargar a su hijo. Dio vueltas por el cuarto, impaciente por que se
cumpliera la hora que la enfermera le había dicho que podía salir. Apagó las
luces y encendió la de la mesa de luz, para que nadie sospechara que continuaba
despierta. Oyó un solo golpe en la puerta: la señal convenida. Caminó hasta la
puerta con el bolso, se miró por última vez en el espejo del cuarto, estaba
delgada y demacrada, el cabello lacio y pajizo. Horriblemente despeinada.
Sonrió de tanta estupidez proveniente de su vanidad, y salió luego de comprobar
que el pasillo estaba despejado. Recorrió el largo trecho que la llevaba hasta
las escaleras, como Myriam le había dicho. Todo le pareció nuevo, porque casi
no había salido de la habitación. Recordaba cuando la habían arrastrado por el
pasillo el día que se resistió a ser internada, gritando como una loca, hasta
que la sedaron. Las manos fuertes y violentas de los enfermeros varones, o
quizá de los guardias, no lo sabía. Ahora las luces eran distintas, y la
escalera la llevó a dos pisos sobre aquel pasillo. No se cruzó con nadie, se
suponía que todo el personal de guardia estaba cenando en el comedor de la
planta baja. Se preguntó qué iba a hacer cuando tuviera a su hijo en brazos, ¿a
dónde huiría? Nada de eso tuvo en cuenta en su desesperación por mantener al
niño con su cuerpo original, con la forma en que, ella ya lo sabía
definitivamente, todos nacen, y antes que la ley ordenara su transformación en
un ser poco menos que un monstruo. Eso eran ellos, toda la humanidad, animales
que habían ido retrocediendo en el ciclo evolutivo hasta parecerse no a un
simio, sino a algo más semejante a esos insectos que transportan un gran
caparazón sobre sus espaldas.
Llegó al cuarto piso. El pasillo era igual
al resto, pero las puertas de las habitaciones eran transparentes. A través de
cada una se veían cunas, más de cuarenta o cincuenta de ellas, con estrechos
pasillos para caminar. Estaban muy iluminadas, pero no alcanzaba a ver a los
bebés desde la puerta. De vez en cuando escuchaba un gemido o un llanto, pronto
apagado por la máquina que cuidaba de ellos durante las guardias nocturnas.
Myriam le dijo que la aguardaba en la última puerta. Caminó haciendo el menor
ruido posible sobre el suelo. Su corazón latía extremadamente agitado, y por
momentos tuvo miedo que la ansiedad y la debilidad la hicieran desmayarse.
Respiró profundo y continuó hasta llegar a la puerta indicada.
También transparente, podía verse la misma
cantidad de cunas, tal vez muchas vacías, ya que no había llantos que pudieran
percibirse, ni el más leve roce de sábanas. Ni siquiera el olor de las
secreciones de los bebés. Todo era pulcro y esterilizado, porque las
operaciones requerían el máximo cuidado para
la supervivencia de los niños.
Abrió la puerta, y la enfermera apareció
frente a Sara. Sonreía esta vez con un aire diferente. Su natural y gélida
belleza era ahora otra cosa más cínica, tanto que la anterior, por más fría o
cruel que fuese, se hacía extrañar en ese momento. Señalando una cuna al fondo
del cuarto, le dijo:
-Allí está Claudio Levi.
¿Cómo sabía que así iba a llamarlo?, se
preguntó Sara. Sin duda se había enterado de la costumbre de la familia de su
marido en cuanto a los nombres. Sara no la miró siquiera, caminó entre las
cunas, con la vista fija en la única que le interesaba. Llegó a ella, y apartó
la sábana.
Dios mío, santo y bendito dios de mis
ancestros, dios de los misterios revelados en las santas escrituras. Qué bello
es mi hijo, qué hermoso rostro, igual al de su padre. Y no supo de qué lugar de
su memoria llegaron tales palabras invocadoras de un dios casi desconocido para
ella. Y fue tal su alegría, que las recitó en voz alta, lo que hizo que Myriam
la agarrase de los hombros y la hiciera callar con un gesto perentorio. Sara,
sorprendida, dio un grito agudo, pero bajo, de sobresalto, y sus manos
levantaron al bebé contra su pecho.
-Vas a lograr que nos apresen a las dos,
te dije que debías hacer silencio.
Sara asentía con la cabeza, pero estaba
demasiado emocionada para hacer caso a la otra. Había llevado el cuerpo de su
hijo contra su pecho, y su cara contra la suya, y el bebé había comenzado a
llorar. Sabía que le estaba haciendo daño, y que por más que lo contuviera más
lloraría. Su desesperación vino de su ignorancia e inexperiencia. Tanto anhelo,
se dijo, tanto presumir de salvarlo, y ahora se daba cuenta que era una
ingenua. No sabría siquiera cómo alimentarlo.
Myriam pareció entender todo esto, y le
dijo que se calmara. Tomó al bebé en sus propios brazos y le dijo a Sara que la
siguiera en silencio. Ya algunos otros bebés comenzaban a despertarse por el
ruido y la máquina de la nursery llamaría a las enfermeras de abajo si el
llanto se hacía general o no se acallaba. Sara la siguió hasta el pasillo y
luego por éste hasta más allá del final, donde había una puerta que conducía a
un montacargas. Se subieron ambas, y la enfermera continuaba sin soltar al
niño. Sara la obedecía, pero por su mente pasaron pensamientos recelosos.
¿Quería la enfermera, quizá, quedarse con su hijo, ahora que había logrado
encontrar uno que nunca sería operado?, se preguntó. No quiso pensar en eso, y
si fuese cierto, llegado el momento tendría que sacar fuerzas de la nada para
evitarlo.
El montacargas
descendió lentamente en la oscuridad. El bebé lloraba.
-Debes darle de mamar, Sara.
La voz de Myriam era extraña, resonante
como un eco de muy profundas simas. El montacargas descendía tan lento, que por
un instante tuvo la fantasía de que la enfermera la estaba conduciendo hacia el
famoso infierno de los católicos. Sin embargo, lo que aquel pedido significaba,
iba más allá de sus expectativas. En nada de eso había pensado, ni nadie le
había enseñado cómo alimentar al chico. Extendió los brazos para agarrar al
niño, y Myriam, en la oscuridad, mientras las sombras de los entrepisos
ocultaban los movimientos de cada una, le entregó al bebé.
Justo en ese instante, el ascensor se
detuvo, pero las puertas no se abrieron. Sara no se movió, porque el niño, el
hijo de su esposo, el descendiente de su progenie, el hombre que cambiaría al
mundo, estaba mamando de su pecho. Y el pequeño dolor de la succión era más
trascendente que todo el oscuro y pequeño mundo que la rodeaba. Ni siquiera
alcanzó a ver la cara del niño, sólo sintió su cuerpo frágil en sus brazos y los
labios succionando con ímpetu su alimento. Un olor a leche cálida la sedujo y
la envolvió en lejanas reminiscencias que no podía definir. De vez en cuando,
una luz pasaba por su costado, como linternas, o puertas que se abrían y se
cerraban en los pisos superiores, y un momento después, creyó escuchar que una
puerta se abría a su costado, sin iluminar el interior.
Miró alrededor, y se acordó de pronto de
la enfermera.
-¿Qué camino debo tomar al salir?-
preguntó.
Nadie le respondió.
-¿Myriam…?- pronunció muy quedamente.
Extendió una mano en la penumbra. El vacío
poblaba la oscuridad a su alrededor.
Se dio cuenta que la otra la había
abandonado. No podía culparla, al fin de cuentas. Se había arriesgado por su
causa, y de todos modos la hizo sentirse tranquila que no hubiese tenido la
intención de quitarle al niño.
Intentó levantarse del piso del montacargas.
Colgó el bolso de un hombro, y empujó la puerta con un pie. La luz de los
faroles del parque iluminaba la salida, que era el estacionamiento de los
proveedores del hospital. Seguramente había cámaras de vigilancia, pero
confiaba en que la suerte, la cábala, como decía Roger, la protegería. Salió
para ocultarse en la sombra de unos árboles lejos de las luces. Habría cámaras
infrarrojas, con seguridad, y si así era, pronto todo terminaría. Pero ella
estaba dispuesta a morir apretada a su bebé, como las antiguas madres del Antiguo
Testamento. Se sintió, de pronto, más que una mujer de este siglo. Supo
discernir en su interior toda una serie de sentimiento ancestrales, iracundos
en su mayoría, y aprendió qué debía gritar y cómo actuar para proteger a su
progenie.
Las sirenas sonaron, las luces del parque
se encendieron de pronto. Se hizo el día en plena noche. Sus ojos se cegaron
por un largo rato, y sintió los pasos y las sombras de los guardias que
corrían, acercándose, cada vez más presurosos, llamándola, ordenándole que se
quedase quieta. Amenazas y gritos se sucedieron hasta que alguien intentó
quitarle al niño. Eran los brazos de un hombre, uno de los guardias
probablemente. Eran manos rudas y callosas, no las manos de un enfermero o un
médico. El aliento agrio de la cena invadió el rostro de Sara, y cuando su
vista se acostumbró al resplandor repentino, se encontró rodeada de hombres con
armas, con médicos y enfermeras de impecable blanco que se acercaban y se
abrían paso entre los hombres de seguridad. Vio, por detrás de ellos, la cara
de Myriam, que la observaba con fijeza. Tenía una sonrisa escuálida, y aún así
lograba transmitirle una confianza que sabía destructiva.
Se resistió a que le quitaran al niño. Era
una escena repetida para ella, como la del pasillo cuando ingresó al hospital,
pero esta vez ya no estaba embarazada. El cuerpo del bebé no era su propio
cuerpo, y sus brazos se iban debilitando progresivamente ante la fuerza de los
hombres. Cuando al fin se lo quitaron, se dejó caer al piso, arrodillada,
rogando como una ancestral mártir, como una de las tantas mater dolorosa que
le habría gustado llegar a pintar alguna vez.
-Por todos los dioses en los que crean,
por favor, dejen que mi hijo crezca en paz.
Un médico se le acercó y la hizo
levantarse. Era el viejo doctor Farías.
-Sara- le dijo con voz triste y piadosa.-
Tu hijo crecerá en paz, no lo dudes. En poco tiempo te lo entregaremos. No hay
por qué apresurarse.
-Pero quiero llevármelo antes de que lo
operen…-dijo ahogándose en un sollozo largo y profundo.
-Sara, la operación se hace apenas nace.
Y ella levantó la vista hacia el rostro
del doctor Farías. Lo apartó con violencia de su camino y corrió hacia el
guardia que tenía al bebé. Intentaron apartarla, pero al escuchar la voz del
médico, la dejaron acercarse. Con rapidez separó la pequeña sábana que lo
envolvía, desnudando el torso, y vio las dos cicatrices a ambos lados del
cuello. Entonces bajó los brazos y ya no lloró más.
Todos empezaron a dispersarse, pero la
mirada de Myriam, en alguna parte entre aquellos rostros, continuaba presente,
aunque no la viera. El guardia y ella continuaban frente a frente, el bebé
llorando, hastiado de tanto movimiento e inquietud. El médico junto a ambos.
-Vamos Sara, vuelva a su habitación para
recuperarse.
Entonces ella lo miró, consciente de una
crudeza que nunca habían expresado sus ojos. Sin embargo, intentó fingir con su
voz. Estaba aprendiendo, se dijo.
-Deje
que le dé su alimento por lo menos una vez, antes de llevárselo.
El doctor Farías asintió a regañadientes,
haciendo una señal al guardia de que le entregara al niño, y él mism fue quien
luego de acomodarle la sábana, puso al bebé en los brazos de Sara. Ella se
acercó al médico para sujetar al niño, temía que sus brazos lo dejasen caer.
Formó en su cara una expresión de maternal miedo, y supo que ya no la
consideraban una amenaza. Sus manos tocaron el guardapolvo del médico. Cuando
se apartó unos metros con su hijo en brazos, una de las lapiceras del doctor ya
no estaba en su bolsillo.
Sara abrió su blusa y dio su pecho al
bebé. Y mientras lo hacía, tarareó una melodía que nadie le había enseñado, una
música lenta y oscura, hasta que el niño pareció saciar su sed, y separó los
labios del pezón. Al hacerlo, la miró de un modo que ella no fue capaz de
soportar. Y por eso clavó la lapicera en el pecho del chico.
4
Cuando
traspasó la entrada a la ciudad, ya no tuvo comunicación a través de la red. Ni
el teléfono ni la computadora funcionaban. La ciudad había sido completamente
anulada para el resto del mundo, porque estaba muerta. Y se preguntó cómo era
que el pasado, sin embargo, continuaba vivo en la memoria de tantos hombres. Si
la humanidad había fallado rotundamente en anular la memoria destruyendo los
vestigios del pasado, por qué razón no se resignaba a continuar viviendo con
esa memoria, convirtiéndola en una nueva fuerza en lugar de una carga. No como
un niño recién nacido que no sabe siquiera la forma de alimentarse, sino como
un hombre que luego de una noche de tragedia, se levanta en la mañana con el
sol deslumbrante en su cara.
Aunque solo, un hombre es muchos hombres.
Roger sabe esto a conciencia, porque la sombra de su padre y su abuelo, de
todos los Levi, está atenazándolo permanentemente. No puede quitar de su cabeza
todo vestigio de comparación y clasificación. Una mente metódica puede ser una
gran ventaja para sobrevivir, pero también es sin duda un nudo de amargura en
la garganta. Y ese nudo fue el que le transmitió a Sara en cada una de sus
largas charlas. Sabía que a ella no le interesaba especialmente todo aquello,
ni tampoco lo comprendía. Pero la intuitiva inteligencia de su esposa fue
captando lo que él le quería decir, y fue así que, antes de irse, supo que ella
había llegado a un grado de sabiduría mucho más alto que el nivel normal de la
gente. Tal vez sola, ese germen de la inquietud y de la duda iría creciendo,
sin necesidad de estar acicateándolo ni insistiendo con sobreabundancia de
ideas. Como una planta que requiera la exacta cantidad de agua diaria, y sólo
un poco más de la necesaria puede matarla.
Nada de esto conversaron en las charlas
que tuvieron por la red. Se daba cuenta que ella no quería inquietarlo
hablándole de los pesares que se notaban en sus ojos. Muchas veces él quiso
preguntarle, y sin embargo tuvo la cobardía de callarse para no saber, porque
saber implicaba regresar junto a ella y abandonar todos sus proyectos de
trabajo, para siempre. Nunca regresaría con una familia a cuestas, ni dejándola
un impreciso plazo de tiempo, seguramente muy extenso. Ella, como él, sabían
que era ahora, o nunca más.
Traspasó la frontera muerta de la ciudad,
y fue como entrar en un cementerio un día soleado, a las tres exactas de la
tarde. Recordaba cuando de niño lo llevaban a visitar la bóveda familiar,
caminando por el centro de las calles de la ciudad cementerio de la mano de su
madre, contemplando las estrellas de David en las puertas de las bóvedas frente
a las que pasaban. Luego, el sonido de la llave en la pesada puerta de metal,
el olor a flores muertas, a humedad, y el polvo sobre los ataúdes. Las caras
largas de sus padres, el cántico apenas murmurado, la luz de la claraboya
uniéndose a la que penetraba por la puerta recién abierta, espantando polillas
y otros insectos. Lo hacían cambiar el agua de las flores viejas. Iba con el
jarrón grande y pesado en las manos hasta la pileta de la esquina, que lindaba
con el sector de lápidas. Tiraba las flores al cesto, arrojaba el agua podrida
en la pileta y lavaba el florero. Pero sus ojos no podían apartar la mirada de
las lápidas, porque la tarde parecía ser más tenebrosa que la plena noche. El
sol lo cegaba, el silencio absoluto de la siesta era un espacio de tiempo
coagulado a punto de estallar. Entonces hacía lo que tenía que hacer lo más a
prisa posible y regresaba junto a sus padres. Se renovaban las flores y la
bóveda era vuelta a cerrar con llave. Era un niño entonces, y la llave se
asociaba con la idea de que no se escaparan los muertos.
Y es verdad, se dice, mientras camina por
la calle desierta de la ciudad. Los muertos y el pasado están en nuestra
cabeza, encerrados. Tal vez ellos quisieran huir, no lo sabemos, porque estamos
tan acostumbrados a la idea de que son nuestros, de que no podemos vivir sin
ellos, que el pensamiento de su ausencia es como nuestra propia muerte. El
temor al vacío de la memoria es mayor que el miedo a la incertidumbre. Ésta
rápidamente se resuelve con el primer hecho concreto de la realidad, lo que ha
sucedido se convierte en la primera certeza de la experiencia, pero el olvido
implica algo borrado, un espacio vacío, una obsesión, una fuerza que subyace y
crea túneles.
Vio su sombra acompañándolo a la derecha,
encorvada, sobre la vereda. Debían ser, sin duda, las tres de la tarde. Los
edificios estaban prácticamente intactos, podía verlos casi sobre el centro de
la ciudad. Lo que ahora recorría era la periferia, las calles de casas residenciales
con rejas en las ventanas, con puertas de madera que daban a patios delanteros
o jardines de invierno. La brisa de la tarde movía a veces las puertas
mosquitero sobre sus goznes chirriantes. Éste era el único sonido que atenuaba
el silencio completo, lindante con la severa sordera de la muerte viva que allí
se había plantado para crecer. Así le había dicho su padre alguna vez, la
muerte vive en las ruinas que nos quedan del pasado, y no es un castigo para el
hombre, sino una ofrenda. La memoria es una ofrenda que hemos rechazado, como
escupirle a Dios, y la voz con que había dicho tal frase siempre sonaba
extraña, porque era raro escuchar de su boca esas referencias tan directas a la
religión de sus padres.
Tenía sed, y poca agua le quedaba en la
cantimplora. No sabe en qué estaba pensando cuando creía que iría a encontrar a
alguien en las ruinas que iba a explorar. Todo lo que ahora hacía le resultaba
ahora una pura quimera. Se lamentó profundamente de su insensatez, y deseó
estar en casa con Sara, cumpliendo con su trabajo y simplemente viviendo sin
inquietudes ni dudas. Pero no se puede vivir así si no está en uno tal
carácter. Por eso desechó las lamentaciones que se asemejaban a polvorientas
páginas de viejas biblias, y continuó caminando las calles que confluían con
diagonales incontables. Aún quedaban algunos postes de señalización en las
esquinas, con números que ya nada le decían de trascendental. Postes
indicadores para gente que ya no existía. Se preguntó por qué la destrucción y
el olvido se habían ensañado especialmente aquí, permitiendo sin embargo que
Buenos Aires continuara sobreviviendo a regañadientes. Quizá la fundación de
orígenes políticos de La Plata para centro de la provincia, dejando a Buenos
Aires como capital de la nación. Una ciudad moderna, una ciudad joven, que sin embargo
había crecido con el prestigio de cosas antiguas, la catedral, el museo de
paleontología. Una ciudad nueva que conservaba en el centro de su cerebro la
memoria primordial, o una parte de ellas. Buenos Aires era la memoria
consciente, que podía ser reprimida y paulatinamente olvidada, era una vieja
maltrecha que se iba muriendo con sus miembros raquíticos por la artrosis, y la
mente de sus edificios se iba vaciando con el efecto de la senilidad. La
demencia precoz hacía estragos en la ciudad a lo largo de los años, en una
muerte lenta que sin embargo la mantendría embalsamada finalmente, como un
panteón limpio y pulcro.
La ciudad que ahora recorría, sin embargo,
se caía lentamente a pedazos por acción del abandono. Nada mejor que la
indiferencia para que el olvido sea el menos doloroso y eficaz posible. Creía
escuchar de tanto en tanto el ladrido de algún perro, aunque quizá fuese el
viento en las calles, o recorriendo los pasillos vacíos de las casas o los
edificios. Al llegar casi al centro, las construcciones no eran tan altas ni tan frecuentes como en
otras ciudades. La disposición urbana había ordenado espacios y manzanas
abiertas, claras y con espacios verdes. Vio, ya muy cerca, la mole de la
catedral, hermosa y sin embargo semiderruida en sus innumerables recodos y
frontispicios. Tuvo miedo de acercase a ella, y no supo por qué motivo lo
intimidaba. La altura, probablemente, su presencia solitaria en medio del
predio amplio y vacío que la rodeaba. Sabía que en sus sótanos se conservaban
reliquias, que de todos modos ya habrían sido saqueadas o secuestradas por los
últimos gobiernos. Pensó en el museo de paleontología, al que Ameghino había
dedicado tantos infructuosos años de esfuerzo, ya destruido casi noventa años
antes.
Dónde comenzaría su exploración, se
preguntó, con sed en el cuerpo y temblor en su alma ante tanto abandono e
incertidumbre. ¿Cómo pudo ser tan ingenuo para pensar que podría combatir,
solo, contra los ejércitos del olvido? La ciudad moderna, la ciudad nueva había
sido aplastada en su espíritu, como los recién nacidos de las últimas dos
generaciones. Lo viejo puede simplemente dejárselo morir.
Dios mío, se dijo Roger Levi, ¿qué está
surgiendo en la mente de los hombres, qué cambios imperecederos, qué atrofia y
qué monstruos surgen de la enfermedad del espíritu? Entonces decidió que
entraría en cualquier casa de familia, rescatando los elementos más nimios de
la cotidianeidad. Se detuvo frente a una casa de ancho frente, cerca de
ladrillo y madera, con un patio de baldosas que conducía a la puerta principal,
semiabierta. Caminó entre restos de viejos neumáticos quemados, hierros, telas,
y algo que parecía pedazos de juguetes rotos. Entró empujando la puerta que
casi se derrumbó, recibiendo el vaho de la antigüedad. La semioscuridad no
ocultaba más que mugre y polvo, muebles cubiertos de telarañas pero sanos y en
el sitio en que sus dueños los habían dejado al morir. En la sala principal,
había una mesa de comedor, con un centro de flores disecadas, sobrevivientes de
más de una centuria probablemente. Pasó una mano por la mesa llena de polvo y
barro, tal vez los techos dejaban pasar agua durante las lluvias. Fue hasta un
mueble lleno de cajones grandes y pequeños. Abrió uno por uno, hallando objetos
de toda clase, muchos de los cuales no conocía su material ni su utilidad.
Peines de dientes rotos, pulseras, vasos y platos, aros de servilletas, saleros
y pimenteros de cristal, ralladores de queso, bandejas, todo lo cual fue
dejando en su exacto lugar. Fue hacia otra habitación, donde había una cama y
un armario. Todavía estaba cubierta con una colcha arrugada, como si alguien se
hubiese levantado esa mañana. Junto a la cama, sobre la mesa de luz, había una
foto de un hombre y una mujer, en un jardín cuidado, tal vez por el que Roger
había entrado, sentados ambos en un banco donde sus jorobas eran menos
evidentes. Abrió el armario y un montón de polillas salió volando, y pudo ver
los restos de su alimento: ropa destruida, camisas, pantalones, sobretodos,
pulóveres, pañuelos, y un olor a humedad declaraba que todo aquello había
sobrevivido gracias a una permanente filtración de agua, creando moho en las
paredes, formando nuevas formas de vida que convivían con las viejas prendas.
Recordó, de pronto, la biblioteca de su
padre, tan cuidadosamente mantenida, y de repente destruida y saqueada, como un
crimen. Tal vez la desmemoria de la senilidad y la vejez sea la más piadosa de
las muertes, como ésta de la casa que ahora visitaba. Lo otro le pareció un
asesinato. Y porque sin dudar lo era, supo que en cada casa y edificio de la
ciudad hallaría lo mismo, pero no lo que buscaba. Si encontrase fotos de los
hombres en su forma original… se lamentaba mientras salía de la casa. Pero la
nueva dominación había hecho un buen trabajo sobre la memoria, un prolijo
adiestramiento de destrucción. Fácil habría sido colocar bombas en las ciudades
y destruir todo vestigio del pasado, y aún así siempre algo persistiría en
alguna parte. Sin embargo, primero se había inculcado en la humanidad el sello
de la postración física y el dolor: eso eran las gibas. Luego, la destrucción
de todo recuerdo, de toda huella, corría por cuenta de cada uno. Y había sido
tan eficaz, que sólo las mentes más cultivadas, y tal vez únicamente las más
ingenuamente valientes u obstinadas, se habían resistido.
Durante los siguientes doce meses, Roger
Levi hizo muchos intentos de exploración en todo lo extenso y largo de la
ciudad. Primero hizo un relevamiento de las zonas más antiguas y de las nuevas,
a fin de ubicar dónde sería más fácilmente probable hallar vestigios cercanos a
la superficie. Sabía que los cimientos de los edificios nuevos habrían
destruido todo lo que hubiese quedado de los viejos tiempos. Era consciente,
también de que en la periferia de la ciudad lindante con el campo, y en
especial a orillas de los ríos, podría hallar material más factible de exploración,
pero no era esto lo que le interesaba. Su objeto de estudio no se hallaba en
los tiempos remotos de la humanidad, que podrían encontrarse en los hallazgos
de “tierras cocidas” como las llamaba Ameghino, sino en tiempos muy recientes,
y que sin embargo habían desaparecido. Sin embargo, estaba convencido que él
era uno de ellos, que esos hombres de generaciones anteriores no eran distintos
de los actuales, con sus gibas a cuestas y sus cuerpos torcidos por la
artrosis. No eran consecuencia de la selección de las especies, sino producto
de la acción del hombre sobre los otros hombres. Algunos filósofos han llamado
a las guerras instrumentos de la selección natural, lo mismo que las grandes
epidemias o las catástrofes naturales. Pero Roger no podía estar de acuerdo, la
selección que hace la naturaleza está basada en la capacidad de sobrevivencia de
una especie frente a los cambios geográficos, sean éstos geológicos, climáticos
o económicos, incluyendo en estos últimos, los alimenticios, los métodos de
cultivo y producción, consecuentes al desarrollo de la cultura. Si la
civilización misma puede ser llamada un medio de selección natural, entonces
todo era válido para la muerte o la explotación de los hombres. Pero la
civilización implica conocimiento y sabiduría, y ésta trae consigo el desarrollo
de la sensibilidad. La misericordia, por lo tanto, es una forma más de la
compasión y del amor. La selección natural puede ser fría y cruenta, pero nunca
injusta. Tiene ingenuidad, pero no ignorancia.
Luego, comenzó por las casas de familia de
los barrios más viejos. Recorrió las calles desiertas, con troncos de árboles
petrificados en las veredas, que alguna vez dieron sombra a las calles
empedradas con adoquines y sobre las veredas de baldosas acanaladas en las que
los vecinos se sentaban a leer en las siestas de verano, o tomar mate y
bizcochos de grasa al caer la tarde. Eran imágenes que le llegaban de la
memoria con las frases que le había contado su padre, que a la vez las había
oído del abuelo Roger. Y como si cada nombre transmitiera los conocimientos a
su herencia, él ahora podía ver esas escenas domésticas en las calles de La
Plata. Alcanzaba a escuchar el murmullo del viento entre las copas de los
árboles de las veredas, el canto de los gorriones, el sonido de las hojas de
los libros al voltearse una tras otra, y hasta la respiración entrecortada de
los hombres viejos que se dormían con la modorra de la siesta. Escuchó,
también, el ladrido de los perros haraganeando por las tardes, pero los
animales que ahora veía no eran los de su imaginación, sino reales. Perros
blancos y bajos, de patas y hocicos cortos y sin orejas. Era un par que se
acercó a él mientras caminaba, y cuando se detuvo frente a una casa, en la cual
pensaba comenzar a trabajar, ellos se pararon frente a él, con las cabezas
levantadas, husmeando el aire en busca de su olor, pero con los ojos sin vista.
Se preguntó cómo habrían sobrevivido, tal vez debía haber gente en la ciudad.
Quizá, en algún momento los encontrara, pero por ahora debía trabajar, y esos
animales parecían impedírselo. Eran perros extraños, como vestigios de tiempos
remotos, restos vivientes que han sobrevivido a todo intento de destrucción. No
porque alguien hubiese intentado conservarlos, sino precisamente porque fueron
mantenidos al margen, escondidos y olvidados en algún sitio de la ciudad,
vieron pasar los tiempos y los hombres. Y ahora aquí estaban, más que
contrariándolo, estudiándolo con su infalible olfato.
Entonces Roger avanzó unos pasos hacia
ellos, sin casi mirarlos, dirigiendo su vista hacia la puerta de la casa que
había elegido. Los perros se apartaron de su camino, sin reticencias ni temor,
porque él tampoco los tenía ya, o por lo menos intentó disimularlos. Sabía que
lo seguían hacia su entrada a la casa. Penetraron con él en el salón principal
de una casona señorial, estilo inglés victoriano. Dentro, los muebles estaban
casi intactos, las porcelanas aún detrás de los vidrios tallados de las
vitrinas, los jarrones en sus pedestales junto a los rincones, y una estatua
delicada de mármol blanco en una esquina que llevaba hacia la escalera. Sobre
la mesa del comedor había un mantel de puntillas blancas y borlas en sus cuatro
vértices, colgando de los bordes de la mesa. Las sillas, de patas esmeradamente
trabajadas con figuras dóricas, estaban como apartadas a propósito para
próximos visitantes que nunca llegaron. En el cielo raso había una araña de
cristal y múltiples portalámparas vacíos de los que colgaban lágrimas de
cristal que la mano de Roger hizo sonar como campanillas. Los perros se
excitaron con aquel sonido, ladraron y luego callaron, respetuosos, sentados a
su lado como si ahora le ofrecieran veneración.
-¿Quiénes son ustedes?- dijo Roger en voz
alta, mirándolos, sabiendo lo absurdo de su pregunta, pero hacía tanto que no
hablaba con nadie, que algo vivo y pendiente de su atención le resultaba de
sobremanera estimulante.
Los animales giraron las cabezas con atención,
movieron las colas, en realidad los cortos rabos que tenían, y sus bocas se
abrieron con cierta alegría. Era eso lo máximo que sabían expresar, o que
estaban dispuestos a conceder al nuevo visitante. Luego Roger comenzó a hurgar
en los cajones de cada armario de esa casa, en cada habitación, bajo las tablas
flojas de los pisos, detrás de los cuadros y pinturas. Halló cajas fuertes para
siempre cerradas, billetes escondidos bajo las camas. Cofres con recuerdos,
papeles, documentos, cabellos largos en un cofrecito de metal, porta retratos
vacíos, pero algunos mostraban a los antiguos habitantes con las típicas
jorobas de los últimos tiempos. Fue una tarea que duró casi una semana,
registrando cada hallazgo importante en su libreta de apuntes, en la misma que
había clasificado los sectores de la ciudad. Cuando terminó, fue en busca de
las herramientas que había visto en el galpón posterior de la casa, las que
utilizaría durante los siguientes doce meses. Agarró una pala y una azada, y
comenzó a cavar en el jardín, al azar. Los perros se agolparon a su alrededor,
excitados, y Roger les habló para tranquilizarlos. Dejó la pala por un momento,
y les acarició la cabeza a ambos. Se sentaron, más serenos, y luego recomenzó
la labor, sin dejar los perros de estar atentos a lo que hallara. Cada palada
de tierra era motivo para el ir y venir de los animales, que lo olían todo, y
fue esto una gran garantía para Roger de que no pasaría por alto nada
importante.
Era consciente de estar haciendo algo que
su familia no habría aprobado en su estricta cientificidad, pero los tiempos
eran otros. Lo que él hacía no tenía gran metodología, y únicamente se guiaba
por una lógica elemental y la intuición, porque nada más había podido aprender,
y por lo tanto nada más tenía. El trabajo fue costándole cada vez más esfuerzo,
hasta que el peso de su giba lo hizo detenerse y sentarse en el suelo, junto a
la tierra apartada y el pozo no muy profundo que había logrado hacer. Los
animales se le acercaron y se acostaron a cada lado.
-Si pudieran hablarme…-dijo, y ambos
dirigieron sus cabezas hacia el origen de su voz.-Sé que ustedes saben lo que
busco.- Ellos no contestaron de ninguna forma. Volvieron las cabezas al suelo,
ente sus patas, y gimieron muy subrepticiamente durante un largo rato, todo el
tiempo que duró el descanso de Roger.
La noche se adentraba en el firmamento, por
sobre la ciudad, y la sombra de la tarde se oscurecía tan rápidamente como no
había visto en mucho tiempo. El olor del campo llegó con el viento que se
levantó, suave pero aromático. Los perros se levantaron y se fueron hacia la
calle. Algo los llamaba, tal vez sus congéneres, porque sin duda debía haber
muchos más, o quizá gente a quienes ellos conocían. Entonces se levantó y
corrió hacia la calle para seguirlos, pero no pudo hallarlos. Habían
desaparecido junto al nacimiento de la noche, como engullidos por la calles
adoquinadas. Regresó al jardín y continuó cavando, hasta que se quedó dormido.
En la mañana, despertó en el hoyo que
había abierto, llenas de tierra la ropa y las manos. Tenía hambre, así que sacó
los víveres que había hallado en un almacén repleto de latas en el centro de la
ciudad. Bebió de la cantimplora que llenaba regularmente de los tanques de las
casas. Alguien habitaba en la ciudad, porque el suministro de agua corriente
continuaba funcionando, ¿por qué no se contactaban con él? Sólo los perros se
le habían acercado, casi como mensajeros. Se lavó la cara y comió algo sentado
a la mesa de la cocina que olía a madera vieja. Salió para continuar su
trabajo. Halló juguetes enterrados, huesos para perros, latas oxidadas. No
sabía qué más esperaba hallar, creía tal vez que con sólo excavar unos metros
podría encontrar los restos fósiles del hombre de Neanderthal. Se permitió una
carcajada sarcástica, porque para él, hallar vestigios del hombre sin joroba
era tan difícil como para sus antepasados el encuentro de los fósiles más
remotos. El minucioso trabajo del olvido había sido demasiado eficaz, y por eso
de detuvo, con los brazos apoyados en el mango de la pala, descansando el peso
de su cuerpo sobre ella. El dolor era extremo, y no estaba preparado para ese
trabajo. Qué cuidadoso plan habían llevado a cabo los creadores del nuevo
hombre. Una giba como la que todos llevaban, hacía imposible toda labor,
excepto la sumisión.
Desde entonces, fue de casa en casa,
alternando antiguos locales de comercios en los que hallaba restos de una
civilización que no había conocido. Leyó documentos antiguos, leyes sobre
comercio y habilitación municipal, alquileres y ventas de inmuebles, partidas
de nacimiento y defunción, remedios para viejas enfermedades, jeringas de
vidrio, ampollas con medicamentos. Pero ninguna foto de los hombres erguidos,
como si una ley hubiese decretado que de una día para otro nadie debía ser
fotografiado. Trató de hallar tal documento en los registros de los tribunales.
Entró en el edificio principal, semiderruido, avanzando entre los pasillos y
las escaleras que hacían sonar sus pasos con ecos remotos, mientras los perros,
los mismos u otros, no importaba, lo seguían, sentándose a sus pies mientras
revisaba archivo por archivo en los polvorientos anaqueles que se derrumbaron
uno tras otro a medida que él intentaba sacar las carpetas y folios. Leyó
registros de juicios, castigos penales, nombres de hombres y mujeres destinados
a las cárceles. En uno de ellos encontró lo que buscaba, y de pronto las piezas
del rompecabezas desordenado en su mente se fueron armando y adquiriendo la
lógica que reclamaba como el aire mismo para vivir. Había una carpeta
exclusivamente para los casos de violación de la ley que decretaba la pena de
reclusión perpetua para los delincuentes. Las cámaras fotográficas fueron
abolidas, todo el que poseyera alguna
debía declararla para ser destruida por las autoridades.
Ese fue el primer gesto de una gran
epopeya, de una guerra que fue minando la voluntad humana. Luego vendría la
falta de instrucción, las leyes restrictivas en salud pública, la
obligatoriedad de los exámenes periódicos psicológicos y físicos. La rebeldía
de los violentos fue dominada por narcóticos primero, y luego por el gran
hallazgo de las operaciones preventivas. La aparición de la giba ya no hizo más
necesario todo esto. Su misma presencia constituía un peso insoportable, y toda la vida fue desde
entonces una veneración al dolor que ella provocaba.
Cuando había pasado casi un año, un día
siguió a los perros, porque estaba convencido de que había otros seres humanos
en la ciudad. Varias veces lo intentó, infructuosamente. Si no desaparecían en
la oscuridad, hasta no hallar de ellos ni siquiera el olor que los
caracterizaba en las calles, huían escabulléndose sin rumbo preciso, y entonces
Roger abandonaba la persecución, cansado y sin saber a cuál de todos seguir.
Una tarde, sin embargo, siguió a un par de perros durante más de tres horas.
Debió tener infinita paciencia, mientras ellos iban de casa en casa, buscando
comida, encontrándose con otros animales, husmeando esmeradamente veredas y
paredes. Era ya casi la caída de la tarde, y estaban en un barrio periférico,
cercano a una de las rutas de acceso abandonadas. Había pocas casas, y los
perros continuaban caminando distanciándose uno de otro sólo para oler el
asfalto poceado y los pastizales de las cunetas. Debían haberse dado cuenta que
él los seguía, ya que no había casi reparos donde esconderse, y su olfato era
exquisito. Pero no le hicieron caso, tal vez confiaban en que su paciencia se
agotaría de un momento a otro. Así estaba por hacerlo cuando el sol comenzaba a
caer sobre un edificio de tres plantas, extenso, que ocupaba casi toda una
manzana. Al principio le pareció una dependencia gubernamental, ya que tenía
una entrada de altas escaleras y un arco románico sobre la puerta principal, y
todo el resto eran ventanas en los tres pisos que se extendían hasta las
esquinas, y cada una de ellas tenía una ojiva superior y barandas ornamentadas.
El estado general era desastroso, con algunos balcones derruidos, ornamentos
caídos sobre el suelo, como fragmentos de querubines o gárgolas sobre el pasto.
A medida que se fue acercando, ya no hizo
caso de los perros. Tal vez habían desaparecido en aquel edificio, muy
probablemente. No pudo dejar de sentirse fascinado por ese lugar. Tenía el
aspecto de una nobleza en larga y estrepitosa decadencia, si no ya muerta hacía
mucho tiempo. Pero la arquitectura le sugirió sensaciones incongruentes, porque
sus conocimientos eran librescos y no guiados por la experiencia ni por una
mano experta. Sobre la entrada había un friso con una frase escrita en latín,
ahora para siempre indescifrable, y encima una enorme águila de concreto, con
las alas extendidas pero rotas. Estaba algo oculta por las plantas que habían
crecido en el techo, alrededor del ave, y por dos vasijas de concreto que la
secundaban a varios metros a cada lado. Roger se detuvo al pie de la escalera,
alzando la vista lo más que pudo. El pico del ave estaba roto, también, y no
tenía ojos, pero el cuerpo, la cabeza y las alas, aunque partidas, le daban un
aire de poder que aún a pesar del ignominioso estado en que la habían dejado
los años, provocaba inquietud.
Tuvo un breve destello de imágenes
documentales alguna vez vistas en los viejos videos que su padre había heredado
de los archivos del abuelo. Hizo memoria mientras subía lentamente las
escaleras, y fue como si esos mismos peldaños le hablaran cuando recordó de qué
se trataba. Vio una explosión: el derrumbe de la esvástica nazi de uno de los
edificios berlineses al fin de la Segunda Guerra Mundial en el siglo veinte. Su
padre le había hablado algo de otra esa época, como si fuese una vieja leyenda
de ancestrales controversias religiosas. Pero esto no significaba para él más
que viejas historias con que se entretenían sus días de infancia o
adolescencia. Se detuvo para mirar una vez más hacia arriba, y esta vez pudo
leer justo sobre la puerta de metal, una puerta giratoria grande, de vidrios
rotos, un cartel que decía: “Hotel Águila”. Ya por lo menos sabía qué
encontraría en el interior, no los restos de oficinas y dependencias oficiales,
sino pasillos, huecos de ascensores, incontables habitaciones, salones
restaurantes y de juegos, porque sin duda aquel hotel debió estar destinado a
la población más económicamente pudiente de la sociedad de entonces.
La puerta giratoria está trabada, y la
empuja inútilmente. Descubre que a los lados hay dos entradas con puertas de
madera. Entra por la de la derecha, al gran vestíbulo central. Las alfombras
estás carcomidas en partes, como charcos o lagunas secas. El mostrador de
recepción sigue casi intacto, por supuesto polvoriento pero no tanto como
cabría esperarse por el tiempo que él supone abandonado el lugar. Los
casilleros con el número de las habitaciones siguen sobre la pared tras el
mostrador. Casi todos vacíos, salvo algunas llaves que aún cuelgan muertas. Hay
algunas cartas en el hueco de unos pocos casilleros, y una curiosidad
impostergable lo hace caminar hacia allí y recogerlas. La junta entre sus manos
y palpa el papel, y piensa en los libros de la biblioteca paterna. En los
sobres hay destinatarios y remitentes de nombres desconocidos, las cartas están
cerradas. Va a abrir una, pero lo sorprende una voz humana, la primera que
escucha en casi un año. Y piensa, por un instante, que está soñando, que su
personalidad se ha desdoblado concretamente en una especie de clon con el que
su imaginación ha hablado durante todo ese período. Se da vuelta, mirando
alrededor, dispuesto a aceptar su temporal psicosis, y entonces ve a un hombre
joven parado delante del mostrador.
-La correspondencia de un hombre es
privada, señor- dijo la voz.
Cuando vio el cuerpo del que provenía,
Roger sintió una especie de disociación. No respondió hasta sentirse seguro y
serenarse, pero un vértigo lo hizo soltar las cartas y sujetarse del mostrador.
Sabía que estaba mal alimentado desde hacía mucho tiempo, y que había bajado de
peso más de lo conveniente. Una barba espesa cubría su cara delgada, larga casi
hasta cubrirle el pecho hundido. La giba le pesaba más que en todos los años de
su vida.
Cuando se recuperó del vértigo, alzó la
vista por sobre el mostrador. Apoyó una mano sobre un libro de folios abierto,
con viejas firmas, cuyas hojas se estrujaron y se rompieron. Miró un poco más
arriba, porque sólo veía el pecho del hombre. Ahora estaba junto a él,
ayudándolo a no caerse, y fue entonces cuando descubrió la altura del joven que
ahora intentaba decirle algo que Roger no escuchaba porque aún tenía los oídos
cerrados y se sentía pálido. Sintió la fuerza del cuerpo que lo ayudó a no
caerse, llevándolo hacia uno de los sillones del vestíbulo. Se dejó caer, y la
sangre le volvió a la cabeza, serenándolo, sintiendo que los latidos de su
corazón establecían su ritmo habitual.
Sabía que la impresión recibida tan
tristemente por su cuerpo no era por encontrarse con alguien después de un año,
sino por el aspecto del hombre a quien había visto. Ese hombre no tenía joroba.
-Sé el motivo de su sorpresa- dijo el
otro, viendo a Roger recuperarse con lágrimas que no caían aún, y que intentaba
mirar tras su cuerpo.
-Pero…-comenzó balbucear como un niño
tremendamente confundido.
-¿Cómo comenzar a explicarle, señor…?
Roger esperó, y se dio cuenta que el otro
aguardaba que le dijera su nombre. Tal gesto de cortesía lo hizo avergonzarse
de sus modales, que hasta entonces para nada le habían parecido extraños, y al
encontrarse de pronto en ese sitio y con tal hombre, le resultaron propios de
un salvaje.
-Me llamo Roger Levi, he venido a la ciudad
hace más de un año explorar. Soy antropólogo, o por lo menos a eso me dedico.
El hombre lo miró con curiosidad.
-Creo haber escuchado su apellido, o
haberlo leído en alguna parte. ¿Sus padres han escrito libros?
-Muchos, más bien mi abuelo y bisabuelo.
¿Pero cómo lo sabe?
-Los míos guardaron una buena biblioteca
en este hotel, y en los viejos periódicos hay noticias de hallazgos a nombre de
investigadores de tal nombre. Incluso hay alguno que fue enviado en misión
espacial alguna vez, si mal no recuerdo.
Roger Levi miró a ese hombre como si
estuviese contemplando la historia entrañable de un mundo desaparecido. Cuando
escuchó la existencia de la biblioteca, sus ojos brillaron, y preguntó por
ella.
-Ya no está- le dijo el otro.- Los del
estado vienen de tanto en tanto para controlarnos, y por supuesto la han
destruido hace mucho tiempo.
-No entiendo nada de esto, el lugar,
usted…- y preguntó, como temiendo que la respuesta fuese a destruir su cordura-
¿acaso hay más cómo usted?
-Solamente mi esposa y yo. Somos
descendientes de antiguas familias de la ciudad. Nuestras generaciones anteriores
fueron las primeras que se revelaron frente a la ley de las operaciones. En
realidad fue el bisabuelo de mi esposa el que lideró el grupo en la ciudad.
Gustavo Valverde se llamaba. Tanto él como sus amigos y vecinos, entre los que
estaban mis antepasados… A propósito, no le he dicho mi nombre, Rodrigo Casas.
Nos han dicho, nuestros padres, que tanto yo como Rosa, mi mujer, llevamos los
nombres de algunos de nuestros ancestros. Es una costumbre trivial y que
importa poca originalidad, a simple vista, pero que tiene connotaciones más
profundas…
-Como que nosotros cumplimos ciclos…
Casas lo miró a los ojos, y asintió,
sonriendo.
-Así es, veo que en su familia ha ocurrido
lo mismo. A ver si logro explicarle, nuestras familias se escondieron a partir
de la promulgación de la ley, y lograron sobrevivir una generación sin ser
descubiertas. Mientras tanto, la ciudad era destruida y saqueada de sus
recuerdos, de todo vestigio del pasado. Pero hace más de cincuenta años, cuando
nos creíamos a salvo definitivamente, los perros que debe haber visto, hicieron
que nos descubrieran. Eran, en realidad, nuestros aliados al principio. Los
Valverde tenían una conexión especial con ellos, hablo de los hombres de la
familia, no las mujeres. Ellas siempre se llevaron mal con esos animales. Pero
cuando los contingentes de policías hacían razias en la ciudad, persiguieron a
los perros, y ellos se escondieron donde acostumbraban, y este hotel era uno de
esos lugares. Así fue que nos encontraron e intentaron llevarnos a Buenos Aires
y reprimirnos. Nos hicieron sentir como deformes frente a sus cuerpos débiles y
torcidos, sólo poderosos por las armas que portaban.
Roger bajó la vista, y Casas pidió
disculpas.
-No tiene importancia-respondió.-Yo
también pienso lo mismo de nosotros, por eso estoy aquí, buscando pruebas de
cómo fuimos…
-No fue fácil para nosotros mantenernos.
Éramos muchos, así que los que fueron dominados en Buenos Aires solo eran una
parte de todo el grupo. El resto permanecimos en los sótanos del hotel.
Estuvimos cerca de treinta años encerrados, hasta que el estado se olvidó de
nosotros, y entonces volvimos a las habitaciones. Es usted el primer hombre que
vemos en muy largo tiempo, e incluyo a mi esposa cuando lo conozca. Piense que
lo que acabo de contarle es de los tiempos de mis padres. Nosotros hemos nacido
cuando quedaban no más de seis de nosotros. Los más viejos han muerto, y sólo
quedamos mi Rosa y yo.
-Pero eso es lo que he venido a buscar, la
prueba de una posibilidad. Mi mujer, Sara, y yo, queremos tener un hijo, y
siempre aborrecí que naciese como nosotros. La gran mayoría de la población
ignora lo que se hace en la cuarentena del postparto. Piensan que los humanos
nacemos deformes, y esta giba que llevamos se la considera normal. Si los
vieran a ustedes, tal vez se asustarían.
Casas se rió.
-Nosotros también somos ignorantes de lo
que sucede más allá de los límites de la ciudad. Los perros son casi los únicos
seres vivientes que hemos visto vemos en casi tres décadas, y se han vuelto
contra nosotros. Desde la última razia, es como si los animales fuesen los
representantes, o vigilantes del estado. Los Valverde, a quienes casi
obedecían, han desaparecido, y ni Rosa ni yo podemos controlarlos.
-Pero su existencia- dijo Roger, de pronto
entusiasmado, sujetándose de los brazos de Casas como si estuviese a punto de
naufragar en ese gran sillón como en un mar de descubrimientos.-Ustedes
representan la persistencia de nuestra especie, de la verdadera estructura de
nuestro cuerpo.
Casas se quedó pensativo.
-¿Cuál es la verdadera forma de nuestro
cuerpo, señor Levi? Usted debe saber que nuestros antepasados homínidos eran
diferentes a nosotros, éramos primates, acostumbrados a la vida en los árboles,
nuestra cráneo era distinto, nuestra cara, el largo de nuestros brazos, la
función de nuestros pies, incluso. Lo que el estado hace tal vez sea una forma más
de selección natural.
Y como si ese hombre hubiese estado
leyendo los pensamientos que a Roger lo habían obsesionado los últimos meses,
continuó escuchándolo.
-La evolución del hombre se llama
civilización, todo lo que hacemos es parte de la cultura humana, no solo
construcciones arquitectónicas, como este hotel, o las grandes invenciones,
sino también la muerte y la destrucción. Esto también es cultura, pero no
civilización. Tal vez estamos regresando al principio, y no ustedes, sino
nosotros, los que ya somos viejos.
Roger no comprendía cómo la belleza de ese
hombre podría ser llamada vejez. Si así era, todo vestigio del pasado entonces
era más bello que todo lo que podría ser creado o inventado desde ahora. La
belleza de las alfombras, en cuya vejez veía hermosas figuras, las arañas que
colgaban del cielo raso, los frisos que no habían podido ser destruidos del
todo, la exquisita suavidad de esos sillones, que por su supuesta trivialidad,
habían sido olvidados en la obra de saqueo y destrucción. Todo eso veía en los pasillos por los que
Casas lo conducía ahora, subiendo dos tramos de escaleras de mármol, cuyas
grietas eran resabios de muy antiguas culturas, vislumbrándose restos de
estatuas en la imaginación, como residuos que destellaban en la memoria
colectiva de la humanidad. En los pasillos del tercer piso, se conservaban más
reliquias salvadas. Sillas de terciopelo, mosaicos que formaban dibujos
ornamentales en el piso, pinturas en los cielos rasos, puertas de madera con
llamadores de bronce moldeados y números de formas góticas. Todo mostraba un
esplendor apagado y envejecido, pero la belleza no podía morir del todo. Y tal
belleza ahora le resultó una inevitable, una indisputable verdad.
Casas lo llevó hasta la puerta de la
habitación en cuya puerta había un número incompleto. Abrió y encendió la luz.
En la cama había una mujer acostada, tapada hasta el cuello con las sábanas.
Dormía.
-Ella es Rosa. Está moribunda desde hace
meses. Estaba embarazada a principios de este año, pero un día los perros la
atacaron y la mordieron. Yo hice lo que pude. Utilicé los viejos vademecums del
bisabuelo Valverde, pero la infección le provocó una septicemia que le hizo
perder a nuestro hijo. Ya no podrá tener más, y de todos modos en cualquier momento
va a morir.
Rodrigo Casas miró profundamente a los
ojos de Roger Levi.
-La historia se repite, es cíclica, así
que no se sorprenda de nuestra regresión. Consuélese pensando que nosotros, a
quienes ve como ideales, somos los que debemos extinguirnos.
Cerró la puerta, y fue como si se la
cerrase para siempre a él, Roger Levi. Fue cuando supo que debía salir de la
ciudad, y regresar a donde estaba Sara.
5
Ella
se da cuenta que las drogas están haciendo efecto en su organismo. Siente cómo
imágenes improcedentes se van filtrando en su conciencia, hasta dominarlo todo.
Pero las fuerzas traumáticas siguen siendo intensas, y regresan en largos
fragmentos de flashbacks. Y con los recuerdos recientes, que ya tienen el sabor
y el aroma de lo viejo, el olor de los medicamentos de un hospital para
enfermos mentales, llegan las ideas claras que la habían guiado durante los
meses del embarazo, hasta convertirse en obsesiones.
Se sienta en la cama en la habitación
blanca, atados sus brazos con una camisa de fuerza. No intenta desprenderse ni
evadirse, sabe que pronto no será necesario que la tengan atada. Ha visto el
resultado de esos tratamientos. Debe estar ahora, como lo estuvo su abuela
varios años antes, en el Centro de Rehabilitación Intensiva Psicológica. La
dejaban verla en las horas de visita, únicamente a través de las imágenes del
monitor. La abuela estaba senil, dijeron los médicos, pero lo que Sara había
sufrido era lo que llamaban stress post-parto. Ya no era tan frecuente como en
otras épocas, pero se solía presentar de vez en cuando, sobre todo en mujeres
razonadoras y obsesivas como ella, que no se dejaban llevar por la corriente
del sentido común. Habría querido preguntar a qué llamaban ellos de tal manera,
al doctor Farías, especialmente.
Él había entrado casi todos los días a ese
cuarto desde que la había encerrado. Hablaba con ella antes y después de
inyectarle su medicación diaria. La voz del viejo, honda y cascada, se iba transformando
en una suave y lenta voz de barítono para sus oídos dominados ahora por la
creciente dosis de la droga del olvido.
-¿Qué me está dando, doctor?- había
preguntado ella en el tercer o cuarto día de medicación.
El doctor Farías le había sonreído desde
su paraíso terrenal, a leguas de distancia, aunque sentía el contacto de su
mano aún sobre su brazo adormecido.
-Un cocktail,
Sara.
-Lo imagino, doctor, la hace a una
sentirse bien, de alguna manera, también, la hace a una no sentirse, inclusive.
El médico esta vez se había reído con
fuerza.
-Sara Levi, usted es una mujer muy fuerte,
es difícil luchar contra su temperamento. En mi época se las llamaba a las
mujeres como usted una mujer inteligente.
-¿Y qué quiere decir eso, doctor? ¿Qué las
mujeres fueron hechas sólo para el sentimentalismo y la obediencia?
-Deje de pensar, Sara, déjese llevar.- Y
puso sus manos sobre los ojos de ella, ayudándola a recostarse, serenándola
como un viejo padre preocupado.
Cuando escuchaba cerrarse la puerta, ella
volvía a abrir los ojos, viendo únicamente el techo blanco y las paredes sin
ventanas. ¿Qué hora sería, qué día? ¿Han pasado semanas desde el parto, o
apenas unos días? Se pone a llorar, una vez más, recriminándose su fracaso, ese
estruendoso fracaso en salvar a su hijo del destino que le tenían preparado. No
lamenta su muerte, y eso es lo más grave de todo, se dice, y sabe que los demás
en ese hospital, y lo que toda la sociedad le recriminará cuando salga, si
alguna vez la dejan salir, es eso en particular. No el motivo por lo que lo
mató, sino el hecho del no arrepentirse. Ahora más que nunca, está rotundamente
segura que si no le daba a Roger un hijo de espaldas rectas, no le daría
ninguno.
Como en una guerra, no importaban las
vidas en particular, sino en general. Y la vida de ese hijo representaba un
nuevo comienzo. Ella y Roger eran la Eva y el Adán del nuevo mundo. Huirían
juntos a esconderse hasta que Roger regresara y los buscase. Juntos, entonces,
los tres, en el nuevo Paraíso, recomenzarían la historia. Un nuevo ciclo
emprendido, y lo que trajesen los siglos ahora no importaba, esa sería tarea de
las siguientes generaciones.
Sin embargo, todo había sido perdido. La
esperanza era un símbolo echado al barro, y el fracaso una bandera flameando
triunfante al viento en su estandarte. La guerra perdida para siempre, porque
ella no tuvo la fuerza y la inteligencia para huir, pero se reconocía a sí
misma la intensa valentía del último momento. Había perdido la guerra, es
verdad, pero había ganado por lo menos una batalla, quizá la más importante
para ella y Roger. Y lo había hecho por ambos.
Luego, por efecto de las drogas, tal vez,
se sumergía en una inmensa tristeza como un enorme mar borrascoso que la
conducía en una endeble barca hacia las regiones de la desesperación. Lloraba y
se quejaba a gritos, dando vueltas en la cama, hasta caerse al piso a veces.
Lamentaba su fracaso, y la figura encorvada de su esposo venía desde lejanas
tierras para increparla y culparla. No por haber matado al niño, sino por no
haberlo rescatado del crimen que planeaban contra él. La muerte era
misericordiosa, en tal caso.
Pero lentamente, la droga del olvido fue
haciendo efecto, y los períodos de tranquilidad se hicieron más largos, y ya no
pensaba, literalmente no pensaba en nada más que en lo que le estaba sucediendo
en el preciso instante presente. Si tenía hambre, si tenía calor o frío, si
tenía necesidades fisiológicas que una ridícula pudibundez le hacía mencionar
con timidez cuando entraba la enfermera a la habitación. La cámara en un rincón
superior del cuarto la estaba observando, y no requería Sara más que levantar
la vista y mirar hacia allí. Ellos entraban, tarde o temprano, para ayudarla.
Un día le quitaron la camisa de fuerza, la
vistieron y la llevaron por los pasillos del hospital hasta la calle. En un
auto, recorrieron lugares que no recordaba, pero debía ser la vieja ciudad en
la que siempre vivía, la antigua Buenos Aires de los edificios arruinados,
sobreviviendo como mastodontes sobre las manzanas urbanas. Se estacionaron
frente a las altas escaleras de un edificio donde debían estar los tribunales.
La condujeron caminando por otros pasillos, esta vez oscuros, olientes a
humedad, donde los ecos resonaban en sus oídos con extrañas formas palpitantes.
La culpa le llegaba en oleadas, como si fuesen monstruos particulares
estancados en esos pasillos por donde tantos habían pasado para ser juzgados, y
en cada nuevo recién llegado, reconociesen a un compañero extraviado que venía
a ayudarlos en su soledad. Porque por más que fuesen cientos o miles, cada
culpa era una especie solitaria, muda o vergonzosa, hastiada de la espera e
incapacitada para redimirse a sí misma.
Entró a la sala de audiencia, enorme,
vacía excepto por el juez que la aguardaba detrás de un escritorio. Un
escribiente estaba frente a una computadora, transcribiendo lo que allí se
diría. Un abogado, el de oficio, comenzó a hablar, repitiendo los sucesos de
los cuales se la acusaba. El juez leyó en sus escritos sin levantar la vista
hacia nadie en ningún momento de todo aquel proceso. Cada sonido de papel, de
botón pulsado en el tablero, de cada pisada sobre los añosos pisos, del
crepitar de la madera del escritorio cuando el juez se acodaba, todo resonaba
en el aire, constituyendo una forma más del mundo que iría a sumarse a su
memoria reciente. Todo lo anterior estaba tras los muros del olvido, las altas
paredes que la medicación había formado en su mente.
No escuchó ni entendió lo que allí se
dijo. De pronto, escuchó un martillo resonar brusco y sentencioso, y luego la
llevaron de vuelta por los pasillos hacia la calle. Una vez en el auto, luego
de muchas cuadras, empezó a reconocer el barrio en el que alguna vez había vivido.
Por qué razón recordaba eso y no otras cosas que intuía estaban ahí todavía, en
su mente como una carga permanente, no estaba segura. En ese lugar había sido
feliz, donde había pasado su infancia y donde había conocido a Roger y vivido
con él. Tal vez por eso se lo habían dejado recordar, y porque ahora allí la
dejaban, para vivir sola, en espera de su regreso.
Le abrieron la puerta del auto, la
ayudaron a bajar y la llevaron hasta la puerta de su casa. No necesitaban
hacerlo, ella reconocía cada centímetro de esa vereda. El cordón roto para
subir el auto que ya no tenía, el árbol truncado a unos metros de la puerta, la
misma puerta de madera con aldaba de bronce, ya pegada y que no funcionaba más
que como adorno, el buzón del correo junto a la puerta, oxidado e inservible.
Una vieja casa de barrio, casi una casona como correspondía a la familia Levi,
famosa en el lugar por sus estudios y su renombre en la cultura del país. De
todo eso, ella era la única que quedaba.
Abrió la puerta con la llave, que no
recuerda cómo conservó durante tanto tiempo fuera de casa, pero la halló en el
bolsillo de la cartera donde la guardaba siempre. Un acto automático como todos
lo que emprendería desde ese momento. La acompañaron hasta el interior de la
sala del comedor, la ayudaron a sentarse en la misma silla de siempre. Pasó una
mano sobre la mesa llena de polvo, mirándose los dedos ahora sucios.
-Me pondré a limpiar- dijo -Roger está por
venir.
Entonces, quienes la acompañaron, un
enfermero y un empleado del tribunal, supieron
que ella estaba bien, y lo estaría por mucho tiempo. Pero para
asegurarse de esto, le dijeron:
-Vendremos una vez por semana para
entrevistarla, señora Levi. Simple rutina a que nos obliga la ley. Usted no se
preocupe, tome su medicación y todo estará bien.
Sara los miró, interrumpiendo el ademán
que había hecho para levantarse, haciendo memoria de dónde había dejado los
enseres de limpieza. Sonrió, mostrando una serenidad que los tranquilizó. Ellos
se fueron cerrando la puerta, y ella pasó el cerrojo interior. Los observó por
la ventana mientras el auto se alejaba. La calle estaba casi desierta todavía.
Eran las diez de la mañana, comprobó al observar el reloj pulsera que le habían
devuelto. Todo había sucedido muy temprano, la salida del hospital y el trámite
en los tribunales, que no debieron durar más de quince minutos. El barrio, sin
embargo, estaba demasiado tranquilo. Reconoció las casas de enfrente, cerradas
con tapias sobre las ventanas. Un perro recorría la calle, oliendo en la vereda
justo enfrente. Sara abrió la ventana y lo llamó. El animal levantó la cabeza y
pareció mirar hacia donde ella estaba asomada. Una brisa fresca le alivió el
leve calor que comenzaba a sentir en el aire. Estaban al final de la primavera
o comienzos del verano, quizá. Había olvidado preguntar, ya se fijaría en un
almanaque, o encendería el televisor. Pero ahora le llamaba la atención aquel
perro. De lejos, parecía mirarla, pero tenía ojos pequeños. Ella volvió a
llamarlo, silbándole. El animal entonces cruzó la calle y se arrimó a la
ventana. Sara se dio cuenta que tenía los párpados semicerrados sobre dos ojos
atrofiados y ciegos.
-Pobre perrito-dijo, enternecida. Dejó la
ventana abierta y fue hasta la puerta, volvió a abrirla y el perro ya estaba
delante.
-Vamos, no te quedes afuera. Te daré de
comer- pero no sabía por qué dijo esto, si no debía haber nada en la heladera.
El tiempo de su ausencia insistía en presentarse a su memoria, pero ella
actuaba y decía cosas como si nunca hubiese pasado un largo lapso en los
hospitales.
El perro entró, contento, pero no podía
mover la cola que no tenía. Lo hizo ir hasta la cocina y le ofreció una fuente
con agua que sirvió del grifo. Abrió la heladera, estaba llena de comida. Fue
hasta el dormitorio, estaba toda su ropa, incluso la que había llevado al
hospital. Ellos se habían encargado de todo, pensó, pero ese pensamiento le
provocó un leve dolor, por eso lo desechó y comenzó a vivir en su casa como
acostumbraba. La ropa y las cosas de Roger allí seguían. Le preparó algo al
perro, esperando frente al horno eléctrico, parada con las manos sobre la
mesada, la vista fija en algo incierto frente a ella, pensando en nada más que
en los minutos que faltaban para la cocción. Cuando estuvo listo, el aroma
delicioso excitó al animal que se abalanzó sobre el plato de comida. Sara lo
observó contenta, tendría compañía hasta el regreso de Roger. Luego, cocinó
algo para ella, una mezcla de lo que había servido al perro y otros ingredientes,
ya tendría tiempo después. La verdad era que se sentía cansada, hasta quizá
agotada, sin saber bien por qué. Fue hasta el comedor, puso la computadora
sobre la mesa y la encendió. Mientras revolvía en su plato con el tenedor, sin
ganas de comer en realidad, esperó que la pantalla mostrara la tradicional foto
de escritorio en la que ella y Roger estaban juntos en su viaje de luna de
miel. Estaban más jóvenes, es verdad, pero algo le extrañó. Ella no parecía
reconocerse del todo. Se levantó y fue hasta el espejo de la sala, un gran
espejo de cuerpo entero que al entrar había pasado por alto, como siempre,
salvo cuando necesitaba revisar su peinado antes de salir. Estaba casi
irreconocible, extremadamente delgada, el cabello recortado a lo varón, deslucido,
y la cara demacrada, los ojos brillosos, las manos de dedos largos y huesudos.
Se las llevó a la cara, preguntándose qué le había pasado para que se hubiese
convertido en esa figura que observaba en el espejo. Comenzó a agitarse, y en
seguida recordó el número de teléfono que le habían dejado sobre la mesa del
comedor. Buscó, sin encontrarlo. Recordó que lo había llevado a la cocina, y lo
halló en la puerta de la heladera, sujeto con un imán.
Llamó a ese número, y sin saber con quién
hablaba, preguntó qué había pasado.
-¿Señora Levi? Tranquilícese. Mire la
hora, Sara.
Ella buscó con la vista en las paredes,
debía haber algún reloj, estaba segura. Su vista chocó con un reloj de péndulo.
-Soy el doctor Farías, Sara, no se
preocupe, es normal que se sienta perdida. Dígame, ¿qué hora es?
-Las doce y cuarto…
-¿Dónde dejó las instrucciones, Sara?
Ella pensó por un momento, y buscó en la
cartera que aún seguía sobre la mesa del comedor, ahora junto al plato de
comida abandonado y la computadora encendida. La pantalla marcaba ciento
cuarenta y seis mensajes de Roger sin leer. Halló el papel y lo leyó en voz
alta.
-Muy bien, Sara. Se ha pasado quince
minutos de su medicación. Tómela ahora mismo, y no se preocupe. Déjese llevar
por lo primero que se le ocurra, Sara. No piense demasiado, es malo para su
recuperación.
-¿Pero que me ha pasado, doctor? No logro
acordarme…
-No ha pasado nada de lo que deba
acordarse, Sara.
Colgó el teléfono. Regresó frente a la computadora.
Abrió los mensajes de Roger. Al principio no entendió de lo que hablaba. Eran
cortos, lamentándose de que Sara no le respondiese. Luego, se interrumpían.
Miró la fecha en la pantalla actual. Estaban en enero del año siguiente del
último mensaje, y éstos empezaban en el año anterior, pero estaban borrados, si
es que los había habido. Quiso recordar el motivo del viaje de Roger, pero no
lo sabía con exactitud. En los mensajes preservados no se mencionaba.
Pasaron algunos días, y llegaron visitas.
Un día fueron los vecinos que se alegraron de verla luego de tanto tiempo.
¿Estaban al tanto de lo que le había ocurrido? Si así era, no preguntaron ni
hicieron referencia a nada de eso. La ausencia era algo que había sucedido, y
que ya había pasado. Nada de pensar en esas cosas, le había dicho el doctor
Farías. Una tarde llegaron una mujer y un hombre de los tribunales. Se sentaron
en el sofá, frente a ella, sentada en la silla del comedor, con las manos sobre
su regazo. Le dijeron que tenía muy buen aspecto. Sara se llevó una mano a la
cara, como comprobando, ingenuamente, tal aseveración. Ellos sonrieron. La
felicitaron por haber hallado la compañía del perro. El animal vigilaba bajo la
mesa, junto a los pies de Sara. Al escucharse mencionar, dio un gruñido no
necesariamente amenazador. Un rato después se despidieron, y hasta el último
instante, el hombre no dejó de echar escrutadores vistazos a cada rincón, y la
mujer de observarla a ella en cada movimiento que hacía.
Una mañana se levantó con algo en mente.
Olía olor a pintura en el aire, y sin pensar fue en busca de los elementos para
el comienzo de su tarea. Durante la noche había tenido sueños extraños, pero
sin estremecerla, le habían dejado un sabor amargo en la boca al despertar. Un
sabor como a plomo. Rápidamente había desayunado y corrido hacia el cuarto
donde guardaba los elementos para pintar. Encontró la paleta con pintura
reseca, que fácilmente removió con disolvente. Armó el atril en la sala, puso
un lienzo sobre él, y se dispuso a buscar los pomos de pintura. Estaban todos
secos. Le extrañó, se dijo con ironía, que la heladera estuviese llena y los
armarios completos, y sin embargo se hubiesen olvidado de su pasatiempo
favorito. Pero la misma ironía le hizo mal, provocándole náuseas. Debía evitar
tales pensamientos.
Salió de casa, acompañada por el perro.
Era la primera vez que salía desde su regreso. Recorrió las calles
automáticamente, hasta llegar al negocio correcto. Un hombre viejo la recibió
con una amplia y sincera sonrisa.
-¡Sara Levi! Alabado sea Jehová- dijo.
Ella sonrió y respondió:
-Amén, querido Elías. -Sus propias
palabras pasaron por un breve momento de titubeo, pero pronto dejaron de
inquietarla.
-¿Dónde ha estado todo este tiempo mi
discípula favorita?
-Estuve enferma, Elías, pero ya estoy
mejor.
-Me doy cuenta, querida, estás muy flaca.
Si viviera mi mujer, le diría que te preparara algo suculento y te lo llevara a
casa.
-No se preocupe, Elías. Vengo a renovar
mis pinturas.
El
viejo se dio vuelta para revolver en los estantes tras el mostrador. Sara vio
que llevaba una quipa sobre el escaso pelo canoso. Se preguntó si habría alguna
sinagoga cerca, no lo recordaba, y le dio vergüenza preguntar. En estos últimos
tiempos se estaba reencontrando con cosas de su infancia que había dejado de
lado durante largo tiempo. Lo único que recordaba con precisión era el
casamiento con Roger.
El viejo eligió las marcas y los colores
más adecuados para el estilo de Sara.
-¿Y qué estás pintando ahora?- preguntó el
hombre.
Contestó que no tenía idea. Pero no
confesó que no tenía idea de cuál era el estilo que él había mencionado. Se
despidió y regresó a casa. El perro la había esperado en la puerta del negocio,
y la acompañó fielmente de regreso. Ella le hablaba, mientras tanto, y él la
escuchaba, sin duda, sin por ello de dejar su vigilancia de la gente que se
cruzaba en el camino o en algo que olía en el aire.
Esa misma tarde intentó comenzar. Se sentó
frente al atril, con la paleta preparada sobre una mesita, el pincel en la mano
derecha, y el perro sentado a un lado, como esperando. Ella lo miró,
preguntándole:
-¿Qué voy a pintar? Todo esto me parece
familiar, pero no sé cómo empezar.
Se le ocurrió entonces que pintaría un
retrato del animal. Se entusiasmó con la idea. Mejor modelo no podría
conseguir, el perro era de estarse quieto largas horas y de levantarse sólo
para seguirla a ella. Hizo primero un esbozo, pero luego de varios intentos le
salió tremendamente mal. Era posible que hubiese sido pintora alguna vez, se
dijo, a juzgar por tan terrible resultado. Entonces, dejando el pincel sobre la
paleta, se levantó y fue a la cocina. Tomó, distraídamente, una galleta del
tarro de la alacena. Volvió frente al atril, pensando sobre el dibujo que había
hecho. Arrancó la tela y colocó una nueva. Otra vez, se detuvo a pensar. Se
sentó y tomó el pincel, ahora distraída, y de pronto se dio cuenta que era la
mano izquierda. El retrato del perro esta vez salió prácticamente perfecto. No
le llevó demasiado tiempo darse cuenta de que con esa mano el talento y la
destreza plástica era innato. Fue así que, cuando hubo terminado, pintó el
fondo del retrato, muy parecido al lugar donde estaban, pero con algunos toques
inventados.
Durante los siguientes días se dedicó a
pintar sin descanso. Retrató cada habitación de la casa, luego del jardín. Casi
dos semanas después, salió con una maleta portátil llevando el atril y los
enseres de pintura colgando de un hombro. El perro, que no tenía nombre, aún,
iba a su lado. Recorrieron las calles del barrio, hasta llegar a una plaza. Se
sentó en un banco y preparó las cosas. Buscó un paisaje adecuado, los árboles, la
gente que pasaba. Todo resultó natural y extremadamente parecido a la realidad.
Estaba contenta, y sin embargo terminaba el día sin satisfacción. Los cuadros
re resultaban fieles a la ruinosa situación de la ciudad pero insulsos. Eran
como fotografías, con un estilo tan ingenuo que cualquier niño con talento
podría haberlos pintado. Ella sabía que podría hacer algo más, estaba en su
mente, muy en el fondo, una especie de talento inmanente que todavía no había
salido. De alguna manera estaba tan segura, como si alguna vez lo hubiese visto
concretado en una tela.
Fue en busca de nuevos motivos. Caminó y
caminó, tomó taxis hasta la zona del puerto. Viendo el inmenso río, creyó
hallar por fin el objeto adecuado a su arte. Pintó varios días en el mismo sitio,
desde diferentes perspectivas. Barcos, dársenas, grúas, cargadores. Todo era
interesante para objetivar en su pintura, y descubrió que ese era el problema.
No había subjetivación. Suspiró profundo, sentada en su banqueta improvisada a
la orilla del puerto. Miró a los hombres con sus grandes jorobas cargando pesos
del triple de sus cuerpos. Aquellos hombros torcidos pero musculosos hacían
resaltar el tamaño de las gibas. Iban y venían cargando bolsas. Al dejarlas en
un depósito, regresaban ya sin el peso, pero siempre torcidos y vencidos. Comenzó
a retratarlos. El resultado fueron varias pinturas con el mismo tema, grupos
humanos en diferentes actividades, siempre en movimiento. Sus caras apenas se
veían, pero sí sus cuerpos y sus cargas, en medio del ambiente neblinoso de una
mañana portuaria. Cuando retrató lo mismo ya de noche, cuando la actividad de
los hombres cesaba y los veía salir de sus lugares de trabajo hacia la calle,
hizo pinturas que mostraban sus cuerpos caminando despacio, dispersándose en
pequeños grupos de dos o tres. Algunos hacia las paradas de los micros, otros
hacia los bares próximos. Sara fue siguiéndolos para observarlos durante sus
charlas de café, sus breves parrandas a últimas horas de la noche. En estas oportunidades
tomaba simplemente esbozos y confiaba en su memoria. No tenía miedo de esos
hombres, ni de la noche del barrio portuario. El perro estaba con ella. Varias
mujeres paradas en las esquinas la vieron pasar, y vio en ellas expresiones de
burla. El perro, sin embargo, las mantenía alejadas. A la mañana siguiente se
levantaba muy temprano para trabajar, y estampaba en la tela todo lo que había
visto la noche anterior. En el frenesí de la creación, poco veía de los
resultados mientras pintaba. No reflexionaba ni era demasiado metódica en su
arte, no utilizaba técnicas previamente aprehendidas o conscientes de alguna
escuela en especial. Por eso, hacía breves intervalos para descansar cuando ya
creía que el cuadro estaba terminado. Dispuesta a empezar uno nuevo y antes de
sacarlo del atril, le echaba un vistazo rápido, no para hacer correcciones,
sino para asegurarse de no repetirse demasiado. Fue entonces que se dio cuenta
que los hombres que había pintado esa mañana, algunos de ellos, no tenían giba.
Lo que consideró un error de sus dibujos, haciéndola reprocharse de su
inhabilidad, de pronto se convirtió en miedo. Buscó los demás cuadros que
estaban apoyados contra las paredes, tapados con lienzos. Todos, o casi todos
donde había figuras humanas, algunos no poseían jorobas.
Se preguntó de dónde habría sacado la
destreza para dibujarlos de esa manera, sin que resultaran grotescos. Pintar
monstruos no era su especialidad, ya lo sabía a esas alturas. Se preguntó si
los corregiría. Ya no se sería posible, pero podría de ahora en más tener más
cuidado. Siguió pintando, con la idea de desechar aquellos cuadros erróneos que
no retrataban la realidad. Sin embargo, mientras más se contenía, mientras más
atención prestaba a su arte, mientras la conciencia más la dominaba, comenzaba
a sentirse torpe, y los resultados sobre la tela era de una pusilanimidad
incontrovertible. Sintió tal vergüenza de sí misma, que se decidió a continuar
en sus intentos hasta lograr el resultado satisfactorio. Salteó las comidas,
mordisqueó galletas o sándwiches que improvisaba rápidamente para volver al
trabajo. La obsesión por lograr algo de arte valioso no le permitió detenerse.
Y cada cuadro le llevaba tanto esfuerzo, que al fin de cada jornada, contemplando
el resultado, no veía más que una especie de fotografía sin espíritu, sin
trascendencia. No sentía nada al observarlos. Destrozó el último en un ataque
de ira. El perro husmeó el aire, como si oliera más que escuchara los signos de
la violencia. Sara se sentó en el sofá de la sala, frustrada y hastiada. ¿Cuándo
volvería Roger?, se preguntó, como si esa fuese la solución de todo. En él estaba
la forma de ser y de pensar que la complementaba. Volvió a mirar las pinturas
apoyadas contra las paredes, las que había considerado imperfectas. Eran, sin
duda, mejores que las últimas, y pronto comenzó a dolerle la cabeza.
Las noches siguientes, tuvo sueños
extraños. Los adjudicó al cansancio y al hastío de su soledad. Había decidido
dejar de pintar por un tiempo. Y las imágenes, sin embargo, se le presentaban
de noche, en sueños curiosamente relacionados con los grupos humanos que había
pintado o intentado retratar. Cada noche eran más los hombres deformes, los
hombres sin joroba.
Cuando terminó el verano, el primer día de
otoño en Buenos Aires se apareció frío y nublado. Se levantó de la cama y sacó
la ropa de invierno que guardaba en la parte superior del armario. Se vistió
con un pantalón de corderoy y un pulóver tejido a mano que se había hecho ella
misma alguna vez, no recordaba cuándo. Se miró al espejo del baño. El cabello
estaba más largo, y podía peinarlo de una forma que más le gustaba, a veces
recogida en la nuca, con un rodete simple, a veces suelto. Había aumentado de
peso, y ya no tenía ojeras tan marcadas. Se preparó un desayuno, y dio de comer
al perro.
-Nunca te puse nombre- le dijo, mientras
lo veía comer de su plato. -¿Cómo te gustaría llamarte?- El animal levantó la
cabeza. Ella lo miró y supo la respuesta en los ojos ciegos.- Dicen que el
poeta más perfecto de la antigüedad era ciego. Los poetas son como profetas,
amigo mío, así que te llamaré como él. Te parecés a los hombres, imperfectos,
incapacitado para ciertas cosas, pero con una especie de don para lo escondido.
Entonces alguien tocó el timbre. Ella se
sorprendió, no era día de visita para la gente de los tribunales, que ya habían
dejado de molestarla imprevistamente y avisaban sus entrevistas rutinarias con
antelación. Como tardó en acudir a la puerta, escuchó el ruido de una llave en
la cerradura. El perro corrió hacia la entrada, ladrando con furia. La llave
cesó en su intento. Sara se acercó y preguntó quién era. Una voz le respondió,
pero los ladridos del perro no le permitieron entender. Trató de hacerlo
callar, pero era inútil. Antes de abrir, creyó escuchar su nombre desde el otro
lado, en la voz de un hombre.
Sara entreabrió la puerta, espiando por
ese estrecho espacio. Vio a un hombre alto y delgado, con barba y cabello largo,
entrecano y ojos claros. Su corazón comenzó a golpearle el pecho, porque aun
cuando no lo reconocía, estaba segura que era Roger.
-¡Sara!
¡Soy yo! ¡Sara, por favor, abríme!
Entonces ella abrió la puerta, y el perro
se abalanzó contra el recién venido. Comenzó a
morderle el antebrazo con que intentó protegerse. Roger cayó al suelo
mientras el perro no dejaba de sujetarlo. Ante los gritos de Sara, el animal
fue dándose cuenta que debía soltarlo. Con saliva colgando de la boca, dejó a
Roger en el suelo en el umbral de la puerta, y se alejó hacia la cocina, como
para esconderse, de pronto avergonzado por la fuerte reprimenda de Sara. Roger
estaba con el brazo izquierdo lleno de sangre. La ropa que llevaba era vieja y
estaba sucia. Ella trató de ayudarlo a levantarse, pero él la miraba a los ojos
y se puso a llorar con desesperación. Estaba sin fuerzas, excesivamente
delgado. La giba se le marcaba como un esqueleto externo a sus espaldas, como
si cargase con otro hombre más pequeño pero más pesado incluso que él mismo.
Ella contemplaba su llanto en el rostro
demacrado, pero no atinó más que a cubrir el brazo herido para que no continuara
sangrando.
-¡Dios mío, Sara querida!- decía Roger,
sin poder dejar el llanto que lo hacía estremecerse. Ella sentía el temblor en
su propio cuerpo, y un miedo frío comenzó a invadirla.
-¡Hace cuánto que no nos vemos, amor mío,
y ni un beso me das! Parece que no te alegraras de verme. No te das cuenta de
lo que he pasado y lo que he visto… Ya te contaré alguna vez…Pero veo algo mal
en tus ojos, Sara…-Y él intentó reírse de lo patético de su situación al ver al
perro que seguía vigilándolo desde la cocina. El reírse y el llorar se
confundieron en un mismo estremecimiento
que le impedía levantarse. Las piernas estaban delgadas, ella pudo palpar los
huesos que parecían sobresalir de los extremos del pantalón.
-Cuando me recupere, amor mío, seremos
felices. Ya vas a ver… Te contaré lo que he visto, porque es posible, Sara, es
posible…-dijo insistentemente, como si hubiese descubierto el hallazgo más
transcendente para la humanidad.-Tendremos un hijo normal, querida mía, un hijo
sin giba…-Y al decir esto, intentó acariciar con su mano herida una mejilla de
Sara.
Tal contacto la sobresaltó, porque de
pronto se había hundido en un abismo demasiado profundo cuando escuchó las
últimas palabras de su esposo. Todo recuerdo regresó desde su sitio exacto en
el tiempo. Todo fue tomando forma con una exactitud metódica y cronométrica. Y
empezó a reírse con una terrible carcajada que era furia a punto de estallar.
Roger la miró sin comprender, pero ella seguía riendo mientras se levantaba,
dejándolo a él en el piso. Regresando al interior de la casa, llamó al perro,
sosteniéndose de la puerta al sentir que su cuerpo se contraía por la terrible
risa que no podía detener. Todo un armamento de recuerdos se abalanzó de pronto
en su mente, que no podía soportarlos sin verse ella misma destruida y abolida,
postrada en el suelo como lo estaba el otro.
El
otro, cuya existencia era una herida abierta en su mente, ahora estaba muriendo
entre los dientes del perro, fiel a los nuevos tiempos donde el recuerdo de los
hombres de espaldas rectas habría de desaparecer para siempre, si es que alguna
vez hubieron existido.
Ilustración: Joaquín Sorolla