viernes, 21 de febrero de 2025

Jardines de Kew (Virginia Woolf)







Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre la caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua, de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio.




Las figuras de esos hombres y mujeres caminaban lentamente detrás del cantero con un curioso movimiento irregular, no muy diferente del de las mariposas blancas y azules, que atravesaban el césped volando en zigzag de cantero en cantero. El hombre caminaba despreocupado, apenas unos centímetros delante de la mujer; mientras que ella iba a paso decidido, volviéndose solo de vez en cuando para vigilar que los niños no se hayan alejado demasiado. Él mantenía la distancia deliberadamente, aunque tal vez de modo inconsciente, pues deseaba seguir abstraído en sus pensamientos.




«Hace quince años vine aquí con Lily», pensó. “Nos sentamos por allí junto al lago y durante toda esa tarde calurosa le supliqué que se casara conmigo. La libélula nos sobrevolaba: con qué claridad veo la libélula y el zapato de Lily, con la hebilla de plata cuadrada en la punta. Mientras yo hablaba, miraba su zapato, y si ella movía el pie con impaciencia yo sabía, sin levantar la vista, lo que iba a decir. Todo su ser parecía estar en el zapato; y todo mi amor, mi deseo, en la libélula. Por alguna razón pensaba que si se posaba allí, en esa hoja ancha con la flor roja en el medio; pensaba que si la libélula se posaba en esa hoja ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula volaba y volaba: nunca se detuvo en ninguna parte; desde luego que no, afortunadamente, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños.




—Dime Eleanor, ¿piensas a menudo en el pasado?




—¿Por qué lo preguntas, Simon?




—Porque he estado pensando en el pasado. He estado pensando en Lily, la mujer con la que pude haberme casado… ¿Por qué estás callada? ¿Te molesta que piense en el pasado?




—¿Por qué lo haría, Simon? ¿Acaso no todos pensamos en el pasado cuando estamos en un jardín con hombres y mujeres recostados bajo los árboles? ¿No son ellos, acaso, nuestro pasado, todo lo que queda de él, esos hombres y mujeres, esos fantasmas recostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad?




—En lo que a mí respecta, una hebilla de plata cuadrada y una libélula.




—En lo que respecta a mí, un beso. Imagina seis niñas sentadas frente a sus caballetes hace veinte años, a la orilla del lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que vi en mi vida. Y de repente un beso, justo detrás del cuello. Y la mano temblorosa durante el resto de la tarde que me impedía pintar. Me quité el reloj y fijé la hora en la que me permitiría volver a pensar en el beso durante tan solo cinco minutos. Qué beso tan preciado, el de una mujer de cabello gris y verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Vamos Caroline, vamos Hubert.




Pasaron el cantero caminando los cuatro juntos ahora, y pronto se fueron encogiendo entre los árboles hasta verse casi transparentes, mientras la luz del sol y la sombra flotaban a sus espaldas formando grandes y temblorosas manchas irregulares.




En el cantero ovalado, el caracol, con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo durante aproximadamente dos minutos, parecía moverse ahora muy lentamente dentro de su concha. Se empezó a arrastrar sobre los grumos de tierra floja que se desintegraban a medida que les pasaba por encima. Parecía perseguir un objetivo específico, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele. Esperó unos segundos, la antena le temblaba como si vacilara, hasta que de un salto rápido y curioso salió disparando hacia el lado contrario. Barrancos marrones, en cuyos huecos se formaban lagos verdes y profundos; árboles chatos, con hojas como briznas de hierba, se agitaban de la raíz a la punta; cantos rodados grises; superficies rugosas, de textura delgada y quebradiza… Todo esto veía el caracol que iba de tallo en tallo en dirección a su objetivo. Antes de que pudiera decidir si esquivaría la hoja muerta en forma de arco o la treparía, pasaron junto al cantero los pies de otros seres humanos.




Esta vez eran dos hombres. El más joven tenía una expresión de tranquilidad quizás algo artificial. Levantaba la vista y miraba al frente mientras su compañero hablaba; y al hacer silencio éste, la fijaba otra vez en el suelo, separando los labios tras largas pausas y, por momentos, sin abrirlos en absoluto. El mayor caminaba de forma curiosamente inestable, balanceando los brazos y sacudiendo la cabeza, como si fuera un caballo de tiro, impaciente, cansado de esperar en la puerta de una casa. Pero en aquel hombre estos gestos eran indecisos y sin objeto. Hablaba casi incesantemente; sonreía y seguía hablando, como si esa sonrisa hubiera servido de respuesta. Hablaba de espíritus, los espíritus de los muertos que, según él, incluso en ese momento, le contaban acerca de sus extrañas experiencias en el cielo.




—Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William; y ahora, con esta guerra, lo espiritual anda como el trueno entre las colinas.




Hizo una pausa, como si escuchara algo, sonrió, sacudió la cabeza y continuó:




—Tienes una pequeña batería eléctrica y un pedazo de goma para aislar el cable. ¿Aislar se dice? Bueno, ahorrémonos los detalles, de qué sirve entrar en cuestiones que nadie entendería. En fin, la maquinita se coloca en una posición conveniente en la cabecera de la cama, diremos, en un limpio estante de caoba. Una vez que los obreros hayan hecho todos los preparativos de acuerdo a mis indicaciones, las viudas acercarán la oreja y convocarán a los espíritus con la señal acordada. ¡Mujeres! ¡Viudas! Mujeres de negro…




En este momento pareció ver el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra parecía de un negro violáceo. Se quitó el sombrero, llevó su mano al corazón y se apuró a alcanzarla murmurando y gesticulando febrilmente. Pero William lo sujetó de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Después de contemplarla unos segundos, el anciano, algo confundido, inclinó el oído hacia la flor y pareció responder a una voz que surgía desde allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía tantos años acompañado por la joven más bella de Europa. Podía escuchárselo murmurar sobre los bosques de Uruguay, cubiertos de pétalos de rosas tropicales, ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar; y se dejaba conducir por William, sobre cuyo rostro, una expresión de estoica paciencia se iba dibujando lenta y profundamente.




Detrás del anciano, lo suficientemente cerca como para que les llamara la atención sus gestos, venían dos mujeres entradas en edad, de clase media baja, una regordeta a paso lento, la otra ágil y de mejillas sonrojadas. Como la mayoría de las personas de su posición, se sorprendían abiertamente con cualquier signo de excentricidad que señalara algún tipo de desorden mental, sobre todo en los mejor posicionados. Pero estaban muy lejos de poder asegurar si esos gestos eran meramente excéntricos o de veras se trataba de un desequilibrado. Después de observar al anciano un rato en silencio, mirándose con malicia, siguieron caminando enérgicamente, retomando su complicado diálogo:




—Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, digo yo, dice ella, digo yo, digo yo, digo yo…




—Mi Bert, Sis, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar. Azúcar, harina, arenque ahumado, verduras. Azúcar, azúcar, azúcar.




La mujer regordeta miró con expresión de curiosidad entre la catarata de palabras. Las flores que crecían firmes, rectas en la tierra. Las miró como alguien que despierta de un profundo sueño y ve un candelero de metal reflejar la luz de modo extraño, y cierra los ojos otra vez y al abrirlos por segunda vez y ver —ahora sí, habiendo despertado completamente— el candelero todavía allí, lo observa con toda su atención. Así, la pesada mujer se paralizó frente al cantero de forma ovalada, dejando incluso de aparentar estar escuchando lo que la otra mujer decía. Allí se detuvo, dejando que las palabras le cayeran encima, balanceando suavemente la parte superior del cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, y mirando las flores. Después sugirió ir a sentarse a tomar el té.




El caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla. Dejando de lado el esfuerzo necesario para hacer esto último, dudaba de si la delgada textura, que vibraba con ese alarmante crujido incluso al rozarla con la punta de sus antenas, soportaría su peso. Esto hizo que finalmente decidiera por arrastrarse por abajo, pues en un punto la hoja se curvaba lo suficiente como para darle lugar. Había metido ya la cabeza y observaba el techo marrón; comenzaba a acostumbrarse a la fresca luz allí abajo cuando dos personas pasaron. Esta vez eran los dos jóvenes, un varón y una mujer; ambos en los primeros años de la juventud, o incluso en la etapa previa a esos años; la etapa previa a que los suaves pliegues rosas de la flor desplieguen su capullo pegajoso, cuando las alas de la mariposa, aunque ya desarrolladas por completo, yacen inmóviles al sol.




—Por suerte no es viernes —observó él.




—¿Por qué lo dices? ¿Crees en la suerte?




—Debes pagar seis peniques los viernes.




—¿Qué son seis peniques de todos modos? ¿Acaso esto no lo vale?




—¿Qué es «esto»? ¿A qué te refieres con «esto»?




—Oh, a lo que sea, quiero decir, tú sabes a lo que me refiero.




Largas pausas les seguían a cada comentario que soltaban con su voz monótona. Se detuvieron en el borde del cantero y presionaron la punta de la sombrilla de ella hasta enterrarla en la tierra blanda. Esta acción, y que él apoyara su mano sobre la de ella, expresaba sus sentimientos de un modo extraño, como esas palabras cortas e insignificantes también expresaban algo, palabras con alas cortas para cargar tanto significado, insuficientes para llevarlos demasiado lejos; y así se posaban con incomodidad sobre los objetos corrientes que los rodeaban; y eran para su tacto inmaduro tan macizas… Pero ¿quién sabe (pensaban mientras presionaban la sombrilla) qué precipicios se hallan ocultos en ellas, o qué laderas de hielo no brillan en el sol del otro lado? ¿Quién sabe? ¿Quién ha visto esto antes? Incluso cuando ella se preguntaba qué clase de té servían en Kew Gardens, él sentía que algo se avecinaba detrás de las palabras de la muchacha, y se mantuvo firme y decidido detrás de ellas. Y la neblina se dispersó lentamente y descubrió (oh, Dios, ¿qué eran esas formas?) pequeñas mesas blancas y meseras que la miraban primero a ella y después a él. Y después habría una cuenta que él pagaría con dos verdaderos chelines. Y era real, todo era real, pensó él tocando la moneda en su bolsillo, real para todos excepto para ellos dos, incluso para él comenzaba a parecer real. Y después —pero era tan emocionante seguir pensando— desenterró la sombrilla de un sacudón, impaciente por encontrar el lugar sonde se tomaba el té junto a las otras personas, como las otras personas.




—Vamos Trissie, es hora de tomar el té.




—¿Dónde se toma el té? —preguntó ella con un dejo de emoción en su voz de lo más extraño, observando a su alrededor y dejándose conducir por el camino de césped, arrastrando la sombrilla, volteándose de un lado al otro, olvidándose del té, deseando ir para allí y para allá, recordando las orquídeas y las aves del paraíso entre las flores salvajes, una pagoda china y un pájaro de copete color carmesí; pero siguió caminando.




Así, una pareja detrás de la otra, a un ritmo bastante similar, a paso irregular e indeciso, pasaban el cantero y terminaban envueltos en un halo de vapor verde azulado en el que, al principio, los cuerpos mantenían la sustancia y algo de color, pero luego se disolvían en la atmósfera verde azulada. ¡Qué calor hacía! Tanto que hasta el zorzal decidía saltar, como un pájaro a cuerda, hacia la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente. En lugar de deambular sin sentido, las mariposas blancas danzaban una sobre la otra, dibujando con sus blancas escamas superpuestas, la forma de una columna de mármol rota sobre las flores más altas. El techo de cristal del invernadero brillaba como si un mercado repleto de relucientes sombrillas verdes se hubiera abierto bajo el sol. Y entre el zumbido del avión, la voz del cielo de verano descubría su alma abrumadora. Amarillo y negro, rosa y blanco como la nieve; formas de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se distinguían por un instante en el horizonte, y después, viendo tanto espacio amarillo sobre el césped, titubeaban y buscaban la sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, manchándola apenas con rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos sólidos se hubieran hundido en el calor y yacieran amontonados sobre la tierra; pero sus voces salían flotando, como llamas saliendo de los gruesos cuerpos de cera de las velas. Voces. Sí, voces. Voces sin palabras, rompiendo el silencio de repente con expresiones de pura satisfacción, de deseo apasionado o, en las voces de los niños, de inocente sorpresa. ¿Rompiendo el silencio? Pero no había silencio, todo el tiempo se escuchaba el motor de los autobuses poniéndose en marcha o cambiando la velocidad; la ciudad murmuraba como un nido gigante de cajas chinas, todas de hierro forjado, girando incesantemente unas dentro de las otras; y en la cima, las voces gritaban y los pétalos de millones de flores esparcían sus colores en el aire.






Ilustración: Abraham van Strij 

jueves, 20 de febrero de 2025

El uso de la fuerza (William Carlos Williams)








 Eran unos pacientes nuevos, todo lo que sabía era el nombre, Olson. Por favor, venga lo más rápido que pueda, mi hija está muy grave.


Cuando llegué salió a recibirme la madre, una mujer enorme de aspecto asustado y muy limpio, que se disculpó y dijo simplemente: ¿Es usted el médico?, y me hizo entrar. Una vez en el fondo añadió: Debe disculparnos, doctor, la tenemos en la cocina donde está más caliente. A veces aquí hay mucha humedad.


La niña estaba completamente vestida y sentada en las rodillas de su padre cerca de la mesa de la cocina. El hombre intentó levantarse, pero le hice el gesto de que no se molestara, me quité el abrigo y me puse a echar un vistazo. Notaba que todos estaban muy nerviosos y que me miraban de arriba abajo con recelo. Como suele pasar en esos casos, no me decían más de lo necesario, me tocaba a mí informarles; para eso iban a pagarme tres dólares.


La niña casi me comía realmente con sus ojos fríos, fijos, y sin ninguna expresión en la cara. No se movió y parecía, interiormente, tranquila; una criatura extraordinariamente atractiva, y en apariencia tan fuerte como una novilla. Pero tenía la cara encendida, respiraba agitadamente, y me di cuenta de que tenía mucha fiebre.


Tenía un magnífico y abundante pelo rubio. Una de esas niñas de foto reproducidas a menudo en los prospectos de anuncios y en los suplementos dominicales en fotograbado de los periódicos.


Lleva tres días con fiebre, empezó el padre, y no sabemos de dónde procede. Mi mujer le ha dado cosas, ya me entiende, como hace la gente, pero no sirvieron de nada. Y ha habido muchas epidemias por aquí. Conque será mejor que la reconozca y nos diga qué tiene.


Como suelen hacer los médicos empecé a disparar preguntas para empezar. ¿Ha tenido dolor de garganta?


Ambos padres contestaron al unísono: No… No, ella dice que la garganta no le duele.


No te duele la garganta, ¿verdad?, preguntó la madre a la niña. Pero la expresión de la pequeña no cambió ni apartó sus ojos de mi cara.


¿Ha mirado usted?


Lo he intentado, dijo la madre, pero no consigo ver nada.


Como le decía, ha habido unos cuantos casos de difteria en el colegio al que iba la niña durante aquel mes, y todos, al menos aparentemente, pensábamos en eso, aunque ninguno había hablado todavía de la cuestión.


Bien, dije yo, supongo que le echaré una ojeada a la garganta antes de nada.


Sonreí del modo más profesional y después de preguntar cómo se llamaba la niña, dije: Mathilda, abre la boca y déjame verte la garganta.


Nada que hacer.


Venga, vamos, insistí pacientemente, sólo tienes que abrir mucho la boca y dejarme echar una ojeada. Mira, dije, abriendo las dos manos, no tengo nada en las manos. Ábrela y déjame ver.


Es un hombre muy bueno, intervino la madre. Fíjate en lo amable que es contigo.


Vamos, haz lo que te dice. No te va a hacer daño.


Al oírlo me rechinaron los dientes molesto. Si al menos no hubieran utilizado la palabra «daño» quizá habría podido conseguir algo. Pero no me permití andar con prisas o sentirme molesto, así que hablaba tranquilamente y lentamente me acerqué de nuevo a la niña.


Cuando acercaba la silla, de repente con un movimiento felino las dos manos de la niña salieron disparadas a clavarse instintivamente en mis ojos y casi los alcanzan.


De hecho mandó mis gafas por el aire, que cayeron sin romperse, como un metro más allá, en el suelo de la cocina.


La madre y el padre casi se deshicieron pidiendo disculpas avergonzados. Eres una niña muy mala, dijo la madre, agarrándola por un brazo y dándole unos meneos.


Mira lo que has hecho. Un hombre tan bueno…


Por el amor de Dios, interrumpí yo. No le diga que soy un hombre bueno. He venido a verle la garganta por si acaso tiene difteria y pudiera morir de ella. Pero eso a ella no le importa. Escucha, le dije a la niña, vamos a mirarte la garganta. Eres lo bastante mayor para entender lo que te digo. ¿Vas a abrir la boca ahora mismo o te la tendremos que abrir?


Ni un movimiento. Ni siquiera varió su expresión. Su respiración, sin embargo, se hizo más rápida. Entonces empezó la batalla. Yo tenía que hacerlo. Necesitaba hacer un cultivo de su garganta por su propio bien. Pero antes les dije a los padres que era una cuestión suya por completo. Expliqué el peligro, pero que no insistiría en reconocer la garganta mientras ellos no se responsabilizaran.


Si no haces lo que dice el médico tendrás que ir al hospital, le reconvino seriamente su madre.


¿Ah, sí? Tuve que sonreír para mí mismo. Después de todo, ya me había enamorado de aquella fierecilla, sus padres me resultaban despreciables. En la lucha que siguió cada vez se volvieron más abyectos, desagradables, mientras la niña alcanzaba las más elevadas alturas de una loca furia nacida del terror que yo le producía.


El padre hizo todo lo que pudo, y era un hombre grande, pero el hecho de que fuera su hija, su vergüenza ante su comportamiento y su temor a hacerle daño, hizo que la soltara justo en el momento crítico varias veces cuando yo casi conseguía mi propósito, hasta que me entraron ganas de matarle. Pero su miedo a que pudiera tener difteria le hizo decir que siguiera, que siguiera aunque él mismo vacilaba, mientras la madre se acercaba y se alejaba de nosotros alzando y bajando las manos en una agonía aprensiva.


Colóquela delante de usted, en el regazo, ordené, y agárrela por las muñecas.


Pero en cuanto lo hizo, la niña soltó un grito. Me estás haciendo daño. Suéltame las manos. Suéltalas, te digo. Luego chilló histéricamente aterrada. ¡Para! ¡Para! ¡Me vas a matar!


No creo que la niña lo pueda resistir, doctor, dijo la madre.


La soltaste tú, le dijo el marido a la mujer. ¿Quieres que la niña muera de difteria?


Acérquese usted y agárrela, dije yo.


Luego sujeté la cabeza de la niña con la mano izquierda y traté de meterle el depresor de madera entre los dientes. Ella se resistió, con los dientes apretados, desesperadamente. Pero ahora yo me había puesto furioso… por culpa de una niña.


Traté de contenerme pero no puede. Sabía cómo abrir una boca para reconocer una garganta. E hice todo lo que pude. Cuando por fin metí la espátula de madera entre los dientes y casi alcanzaba la cavidad de la boca, la niña la abrió un instante pero antes de que yo pudiera ver nada, la volvió a cerrar y agarró la espátula de madera entre los molares reduciéndola a astillas antes de que yo pudiera sacarla.


¿No te da vergüenza?, le gritó su madre. ¿No te da vergüenza comportarte así delante del médico?


Deme una cucharilla de mango liso cualquiera, le dije a la madre. Vamos a terminar con esto.


La boca de la niña ya estaba sangrando. Tenía un corte en la lengua y soltaba chillidos histéricos. A lo mejor yo debería haber desistido y regresado dentro de una hora más o menos. Sin duda habría sido mejor. Pero había visto al menos dos niños morir en la cama por falta de atención en casos así, y considerando que debía hacer un diagnóstico ahora o nunca volví a la carga. Pero lo peor de todo era que yo también había perdido la razón. Podría haber hecho pedazos a la niña y disfrutar haciéndolo. Era un placer atacarla. Me ardía la cara.


Hay que proteger a la fierecilla de su propia estupidez, se dice uno a sí mismo en esos casos. Otros deben protegerse contra ella. Es una necesidad social. Y todas esas cosas son verdad. Pero una furia ciega, una sensación de vergüenza de adulto, alimentada por un deseo de relajación muscular son eficaces. Uno va hasta el final.


En un irracional y definitivo asalto conseguí dominar el cuello y las mandíbulas de la niña. Forcé la pesada cuchara de plata más allá de sus dientes y alcancé la garganta hasta que ella tuvo náuseas. Y allí estaba: las dos amígdalas cubiertas de membranas. La niña había luchado valientemente para impedirme conocer su secreto.


Había estado escondiendo aquella garganta enferma al menos durante tres días, mintiéndoles a sus padres con objeto de evitar un final así.


Ahora estaba furiosa de verdad. Antes había estado a la defensiva pero ahora atacó. Trató de soltarse de su padre y saltar hacia mí mientras lágrimas de derrota le llenaban los ojos.






Ilustración: David Alfaro Siqueiros 

miércoles, 19 de febrero de 2025

Nothing more fair (Robert Reinick) English translation by Jennifer Parker

 







When at first my eyes beheld you,

how you were so fair and lovely,

I did not think in all my days

to see a thing that was more fair,

than in that pair of beauteous eyes

to gaze and gaze forever more.


But since then long o thee I've gazed,

until you did become my bride;

and then again methought I should

see nothing fairer, nor ever could,

nor on thy crimson mouth to press

an endless kiss of tenderness.


Since then I've kissed so oft, so long,

and my wife you have become,

and may ever rest assured

that there can nothing fairer be

than with a dear wife

to be one in soul and body.



 Para Laura el 1 de enero de 2025



Ilustración: Malcolm Liepke

martes, 18 de febrero de 2025

Las muñecas (Juan Rodolfo Wilcock)






Es un gran armario de madera de nogal, simple, vertical, al mismo tiempo pesado y elegante, casi un símbolo de la digna estabilidad; por otra parte está siempre cerrado. Por dentro, el armario está dividido con estantecitos, y en cada uno de estos estantes vive una escritora; en realidad son las viejas muñecas que se volvieron escritoras solamente por obra de la inacción, la oscuridad y el aburrimiento. Por esa razón todas llevan trajes coloridos, a menudo los trajes de alguna región o provincia, y la cabeza ligeramente desproporcionada respecto al cuerpo, demasiado aplanada, demasiado en punta o simplemente demasiado voluminosa; salvo una poetisa que la tiene pequeñísima, y esto hace reír mucho a las demás, como si tener la cabeza pequeña fuese más gracioso que tenerla grande.


De todas formas, y como el armario no se abre nunca, y los estantes no permiten otra comunicación que la habitual entre los presos, por medio de golpecitos dados en un sistema convencional, poco a poco casi todas las muñecas se han dedicado a la literatura, y así se volvieron novelistas, poetisas, críticas literarias, críticas teatrales y consultoras de editoriales. Allí dentro todo es un continuo repiqueteo: cada una quiere hacer oír a las otras sus propias obras. Pero éstas son, de más está decirlo, obras de muñecas. Está la novelista con gafas que después de diez años de trabajo consiguió escribir esta novela, titulada Huelga: “Hacía frío. Los obreros hacían huelga. Sobre el más frío el más joven murió de huelga”. Está la dramaturga de vanguardia que cada año presenta la misma comedia en un acto, titulada El otro: “ANA: Dame un beso, Edgardo. EDGARDO: No puedo, amo a otro”. Está la chica teatral que cada semana redacta su veredicto: “Brava la Breva en el papel de Briva”. Y está la poetisa de la cabeza pequeña, la más prolífica de todas, que una vez al mes rehace, cambiando la rima, la misma lírica:


Pobres

los

Pobres.


En la oscuridad, convencidas de su importancia, las muñecas de la cabeza desproporcionada se mueven, toman posturas, amenazan a los gobiernos extranjeros si éstos quisieran seguir persistiendo en el error, y pasan todo el día transmitiéndose sus propias composiciones. En vano, porque ninguna de ellas quiere escuchar lo que escriben las otras, y por otra parte no todas manejan el mismo sistema convencional de golpecitos, así que sus esfuerzos caen inexorablemente en el vacío. A veces alguien se acerca al armario cerrado, acerca la oreja a las puertas de nogal, y comenta: “¡Pero este armario está lleno de ratones!” Por eso nadie quiere abrirlo.

lunes, 17 de febrero de 2025

El país de los ciegos (Herbert George Wells)







A más de trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en el territorio más inhóspito de los Andes ecuatoriales, se encuentra un misterioso valle de montaña, el País de los Ciegos, aislado del resto de los hombres. Hace muchos años ese valle estaba tan abierto al mundo que los hombres podían alcanzar por fin sus uniformes praderas atravesando pavorosos barrancos y un helado desfiladero; y unos hombres lograron alcanzarlo de verdad, una o dos familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y de la tiranía de un malvado gobernante español. Luego sobrevino la asombrosa erupción del Mindobamba, que sumió en las tinieblas durante diecisiete días a la ciudad de Quito y el agua hirvió en Yaguachi y todos los peces muertos llegaron flotando hasta el mismo Guayaquil; por doquier, a lo largo de las pendientes del Pacífico, hubo derrumbamientos y deshielos veloces e inundaciones repentinas, y una ladera completa de la antigua cumbre del Arauca se desprendió, desplomándose con gran estruendo, aislando para siempre el País de los Ciegos de las pisadas exploradoras de los hombres. Pero uno de estos primeros pobladores se hallaba por azar al otro lado de los barrancos cuando el mundo se estremeció de un modo tan terrible, y se vio forzosamente obligado a olvidar a su esposa y a su hijo y a todos los amigos y pertenencias que; había dejado allá arriba, y a empezar una nueva vida en el mundo inferior. Volvió a empezarla, pero enfermo; le sobrevino una ceguera y murió en las minas a causa de los malos tratos. Pero la historia que él contó engendró una leyenda que ha perdurado a lo largo de la Cordillera de los Andes hasta nuestros días.


Contó la razón que le había impulsado a aventurarse a abandonar aquel guájar adonde había sido transportado por primera vez atado al lomo de una llama, junto con un enorme bulto de enseres, cuando era niño. El valle, decía, poseía todo cuanto pudiera desear el corazón del hombre: agua dulce, pastos y un clima benigno, laderas de tierra fértil y rica con marañas de arbustos que producían un fruto excelente, y de uno de los costados colgaban vastos pinares que frenaban las avalanchas en lo alto. Mucho más arriba, por tres costados, inmensos riscos de rocas de color gris verdoso estaban coronados de casquetes de hielo; pero la corriente del glaciar no caía sobre ellos, sino que se precipitaba por las pendientes más alejadas y solo de vez en cuando, las enormes masas de hielo rodaban por la ladera del valle. En este valle ni llovía ni nevaba, pero los abundantes manantiales proporcionaban ricos pastos verdes que la irrigación esparcía en toda la extensión del valle. Los colonizadores habían hecho realmente una buena labor en aquel lugar. Sus animales se criaron bien y se multiplicaron y no había más que una cosa que ensombreciera su dicha. Y sin embargo bastaba para ensombrecerla sobremanera. Una extraña enfermedad se había abatido sobre ellos haciendo que no solo todos los niños nacidos allí, sino también muchos de los otros niños mayores, fueran atacados por la ceguera. Para buscar algún amuleto o antídoto contra esta plaga fue precisamente por lo que él, enfrentándose con la fatiga, los peligros y las dificultades, había bajado nuevamente por la garganta. En aquellos tiempos, en semejantes casos, los hombres no pensaban en gérmenes e infecciones, sino en pecados, y a él le parecía que la razón de esta calamidad debía estar motivada por la negligencia de estos inmigrantes sin sacerdote de no levantar un altar tan pronto como habían entrado en el valle. Él quería un altar, un altar bonito, barato y eficaz, para levantarlo en el valle; quería reliquias y todos aquellos poderosos símbolos de la fe, como objetos bendecidos, medallas misteriosas y oraciones. En su mochila llevaba una barra de plata cuyo lugar de procedencia no quiso explicar, insistiendo que en el valle no había plata, con la reiteración propia de un mentiroso inexperto. Dijo que habían fundido todas sus monedas y adornos en una sola pieza para comprar el sagrado remedio contra su enfermedad, ya que allá arriba para poco o nada necesitaban aquel tesoro. Me imagino a este joven montañés de ojos turbios, requemado por el sol, flaco y ansioso, sujetando febrilmente el ala del sombrero, un hombre totalmente ignorante de las costumbres del mundo inferior, contándole esta historia, antes de la gran convulsión, a algún atento sacerdote de mirada astuta. Parece que le estoy viendo ahora mismo intentando regresar con remedios piadosos e infalibles contra aquel mal y la infinita congoja con la que debió contemplar la magnitud de la catástrofe que había obstruido la garganta de la que un día había salido. Pero nada sé del resto de la historia de sus infortunios, excepto que murió varios años después en trágicas circunstancias. ¡Pobre oveja descarriada de aquella lejanía! La corriente que antaño había formado la garganta prorrumpe ahora desde la boca de una cueva rocosa, y la leyenda a que había dado paso su desdichada historia mal contada se convirtió en la leyenda de una raza de hombres ciegos que existía en alguna parte ‘más allá de las montañas’, la leyenda que aún hoy se puede escuchar.


Y en medio de la escasa población de aquel valle ahora aislado y olvidado, la enfermedad siguió su curso. Los ancianos se volvieron cegatos y andaban a tientas, los jóvenes veían pero confusamente, y los niños que les nacieron no vieron jamás. Pero la vida era fácil en aquel remanso, perdido para todo el mundo, donde no había ni zarzas ni espinas, ni insectos dañinos ni bestias, excepto las apacibles llamas que habían arrastrado, empujado y seguido al remontar los cauces de los mermados ríos en las gargantas por las que ascendieron. El ofuscamiento de la vista había sido tan gradual que apenas se dieron cuenta de su pérdida. Guiaban a los niños ciegos de acá para allá hasta que llegaban a conocer el valle maravillosamente bien; y cuando por fin la vista se agotó entre ellos, la raza sobrevivió. Tuvieron incluso tiempo de adaptarse a controlar a ciegas el fuego, que encendían con cuidado en hornillos de piedra. Al principio fueron una raza simple, analfabeta, solo ligeramente tocada por la civilización española, pero con restos de tradición artística del antiguo Perú y de su perdida filosofía. A una generación le siguió otra. Olvidaron muchas cosas, inventaron otras muchas. Su tradición del mundo mayor del que procedían adquirió un tinte mítico e incierto. En todas las cosas, excepto en la vista, eran recios y capaces, y al poco, por los azares del nacimiento y de la herencia, surgió entre ellos alguien que poseía una mente original, que sabía hablarles y persuadirles de las cosas; y luego surgió otro. Estos dos murieron, dejando sus efectos, y la pequeña comunidad creció en número y en entendimiento, y enfrentó y resolvió los problemas; económicos y sociales que se presentaban. A una generación le siguió otra. Y a ésta otra más. Vino un tiempo en que nació un niño, quince; generaciones después de aquel antepasado que había salido del valle con una barra de plata en busca de la ayuda de Dios y que jamás volvió. Aproximadamente entonces fue cuando, por azar, apareció en esta comunidad un hombre procedente del mundo exterior. Y esta es la historia de aquel hombre.


Era un montañero de la región cercana a Quito, un hombre que había bajado hasta el mar y había visto el mundo, un lector de libros de un modo original, un hombre avispado y emprendedor que fue contratado por un grupo de ingleses que había venido a Ecuador para escalar montañas, en sustitución de uno de sus tres guías suizos que había caído enfermo. Él escaló y escaló allá, y después vino el intento de escalar el Parascotopetl, el Matterhorn de los Andes, en el que se perdió para el mundo exterior.


La historia del accidente ha sido escrita una docena de veces. La narración de Pointer es la mejor. Cuenta cómo el grupo fue venciendo su difícil y casi vertical camino hasta los mismos pies del último y mayor de los precipicios y cómo construyeron un refugio nocturno entre la nieve, sobre el pequeño saliente de una roca, y con un toque de auténtico dramatismo, cómo se dieron cuenta al poco tiempo de que Núñez ya no estaba entre ellos. Gritaron y no hubo respuesta. Gritaron y silbaron y, durante el resto de la noche, ya no pudieron conciliar el sueño.


A la clara luz de la mañana hallaron las huellas de su caída. Parece imposible que él no pudiera articular ni un sonido. Había resbalado hacia el este, en dirección a la ladera desconocida de la montaña; mucho más abajo se había golpeado contra un escarpado helero y había seguido bajando abriendo un surco en medio de una avalancha de nieve. Su rastro iba a parar directamente al borde de un pavoroso precipicio, y más allá de éste todo quedaba sumido en el misterio. Abajo, mucho más abajo, a una distancia indeterminada a causa de la bruma, pudieron ver unos árboles que se erguían en un valle angosto y confinado… el perdido País de los Ciegos. Pero ellos no sabían que se trataba del País de los Ciegos, ni tampoco podían distinguirlo en modo alguno de cualquier otro retazo de valle angosto de tierras altas. Desalentados por el desastre, abandonaron su intento aquella misma tarde y Pointer fue llamado a filas antes de que pudiera llevar a cabo otro ataque. Hasta hoy, el Parascotopetl continúa exhibiendo su cumbre virgen, y el refugio de Pointer se desmorona entre las nieves sin que nadie haya vuelto a visitarlo.


Pero el hombre caído sobrevivió.


Al final del declive se precipitó durante mil pies y se desplomó envuelto en una nube de nieve sobre un helero aún más escarpado que el anterior. Al llegar a éste estaba mareado, aturdido e insensible, pero sin un solo hueso roto en su cuerpo. Y entonces, por fin, fue a parar a unos declives más suaves, y por fin dejó de rodar y se quedó inmóvil, sepultado en medio de un montón de masas blancas que le habían acompañado salvándole. Volvió en sí con la oscura sensación de que se encontraba enfermo en la cama; luego se dio cuenta de su situación con la inteligencia de un montañero y, tras descansar un poco, se fue liberando de su envoltura hasta que alcanzó a ver las estrellas. Durante un tiempo descansó tumbado boca abajo, preguntándose dónde estaba y qué era lo que le había ocurrido. Exploró sus miembros y descubrió que varios de sus botones habían desaparecido y que su chaqueta se le había subido por encima de la cabeza; que su cuchillo se le había caído del bolsillo y que había perdido su sombrero a pesar de haberlo atado con una cuerda por debajo de la barbilla. Recordó que había estado buscando piedras sueltas para levantar la parte que le correspondía del muro del refugio. También su hacha para el hielo había desaparecido.


Decidió que debía haber caído y levantó la vista para ver, exagerado por la luz espectral de la luna creciente, el tremendo vuelo que había emprendido. Durante un rato se quedó inmóvil, contemplando anonadado el imponente barranco que se erguía en lo alto como una torre pálida que fuese surgiendo por momentos de la apacible marea de las tinieblas. Su belleza fantasmagórica y misteriosa le dejó sin aliento un instante y luego se apoderó de él un paroxismo convulso de risas y sollozos…


Después de un largo rato, tuvo conciencia de que se encontraba cerca del borde inferior de la nieve. Abajo, al fondo de lo que ahora era un declive practicable e iluminado por la luna, vio la forma oscura y áspera de la turba salpicada de peñas. Luchó para ponerse en pie, con todas las articulaciones y miembros doloridos, se liberó trabajosamente del cúmulo de nieve suelta que le rodeaba, y fue bajando hasta llegar a la turba y una vez allí, más que tumbarse se dejó caer junto a una peña, bebió un largo trago de la cantimplora que llevaba en su bolsillo interior y se durmió instantáneamente…


Le despertó el canto de los pájaros sobre los árboles en la lejanía. Se incorporó y advirtió que se hallaba sobre un pequeño montículo a los pies de un inmenso precipicio que estaba surcado por la barranca por la que había caído rodeado de nieve. Ante él, otro muro de rocas se levantaba contra el cielo. La garganta entre estos precipicios iba de este a oeste y estaba bañada por el sol de la mañana, que iluminaba hacia el oeste la masa de la montaña caída que obstruía la garganta descendiente. A sus pies parecía abrirse un precipicio igualmente escarpado, pero detrás de la nieve, en la hondonada, encontró una especie de hendidura en forma de chimenea que chorreaba agua de nieve y por la que un hombre desesperado podía aventurarse a bajar. Lo encontró más fácil de lo que parecía y llegó por fin a otro montículo desolado, y luego, tras trepar por unas rocas que no revestían una dificultad especial, alcanzó una escarpada pendiente de árboles. Se orientó y volvió la cara hacia lo alto de la garganta, ya que vio que desembocaba sobre unos prados verdes, entre los cuales ahora podía vislumbrar con mucha nitidez un grupo de cabañas de piedra de construcción insólita. A veces su avance resultaba tan lento que era como intentar trepar por la superficie de un muro, pero después de un cierto tiempo, el sol, al elevarse, dejó de batir a lo largo de la garganta, los trinos de los pájaros se apagaron y el aire que le rodeaba se volvió frío y oscuro. Pero debido a esto, el valle distante adquirió mayor luminosidad. Al poco llegó a un talud, y entre las rocas, ya que era un hombre observador, reparó en un insólito helecho que parecía estar intensamente agarrado fuera de las hendiduras con grandes manos verdes. Tomó una o dos de sus frondas y mordió su tallo y lo encontró agradable.


Hacia mediodía salió por fin de la garganta del desfiladero y se encontró en el llano que bañaba la luz del sol. Estaba entorpecido y fatigado: se sentó a la sombra de una roca, rellenó su cantimplora en un manantial, bebiendo hasta vaciarla, y permaneció un tiempo descansando antes de dirigirse hacia las casas.


Le resultaban muy extrañas a sus ojos y, a medida que lo miraba, toda la apariencia de aquel valle le parecía cada vez más misteriosa e insólita. La mayor parte de su superficie estaba formada por un exuberante prado verde de manifiesto cultivo sistemático pieza por pieza. En lo alto del valle y rodeándolo había un muro y lo que parecía ser un canal de agua circunferencial, del que partían pequeños hilos de agua que alimentaban el prado, y en las laderas más altas, unos rebaños de llamas pacían en los escasos pastos. Y unos cobertizos, al parecer establos o lugares de forraje para las llamas, se levantaban aquí y allá adosados al muro colindante. Los canalillos de irrigación iban a dar todos a un canal principal situado en el centro del valle, que orillaba a ambos lados un muro que se elevaba hasta el pecho. Esto le daba un singular carácter urbano a este recluido lugar, un carácter fuertemente acrecentado por el hecho de que un gran número de caminos pavimentados con piedras blancas y negras y cada uno de ellos con una curiosa acerita a los lados, partía en todas direcciones de forma metódica y ordenada. Las casas de la parte central de la aldea eran muy diferentes de las aglomeraciones casuales y fortuitas de las aldeas de montaña que él conocía; se erguían en hileras continuas a ambos lados de una calle central de asombrosa limpieza; aquí y allá sus fachadas estaban horadadas por una puerta, y ni siquiera una ventana rompía la uniformidad de su frente. Estaban parcialmente coloreadas con extraordinaria irregularidad, embarradas con una especie de enlucido a veces gris, a veces pardo, a veces de color pizarra o marrón oscuro. Y fue a la vista de este excéntrico enlucido cuando apareció por primera vez la palabra ‘ciego’ en los pensamientos del explorador. ‘El buen hombre que ha hecho eso’, pensó, ‘debía estar más ciego que un murciélago’.


Descendió por un escarpado repecho y llegó al muro y al canal que recorría el valle, y al acercarse, este último expulsó su exceso de contenido en las profundidades de la garganta formando una cascada fina y trémula. Podía ver ahora, en la parte más remota del prado, a un buen número de hombres y mujeres descansando sobre apilados montones de hierba, como si estuvieran durmiendo la siesta, y más cerca de la aldea, a un número de niños recostados, y luego, más cerca todavía, a tres hombres que acarreaban cubos en horquillas por un caminito que partía hacia las casas desde el muro que rodeaba el valle. Estos últimos iban vestidos con ropajes hechos de lana de llama y con botas y cinturones de cuero, y llevaban gorras de paño que les cubrían la nuca y las orejas. Marchaban uno tras otro, en fila india andando despacio y bostezando al andar, como si hubieran estado levantados toda la noche. Había algo tan tranquilizador, próspero y respetable en su porte que, tras un momento de vacilación, Núñez se adelantó visiblemente todo cuanto pudo sobre la roca, y lanzó un grito poderoso cuyo eco resonó en todo el valle.


Los tres hombres se detuvieron y movieron sus cabezas como si estuvieran mirando a su alrededor. Volvieron las caras de un lado a otro y Núñez gesticuló. Pero no parecieron verle a pesar de todos sus gestos, y al cabo de un rato, dirigiéndose hacia las lejanas montañas de la derecha, gritaron a su vez como respuesta. Núñez voceó otra vez y entonces, una vez más, mientras gesticulaba sin resultado, la palabra ‘ciego’ se abrió paso entre sus pensamientos. ‘Estos estúpidos deben estar ciegos’, dijo.


Cuando por fin, tras muchos gritos e irritación, Núñez cruzó el riachuelo por un puentecillo, entró por una puerta que había en el muro y se acercó a ellos, tuvo la certeza de que estaban ciegos. Tenía la certeza de que éste era el País de los Ciegos del que hablaban las leyendas. Había surgido ante él la convicción y una sensación de gran aventura decididamente envidiable. Los tres se quedaron el uno junto al otro sin mirarle, pero con los oídos colocados en dirección suya, juzgándole por sus pasos no familiares. Se quedaron muy juntos el uno del otro, como hombres un poco temerosos, y él pudo ver sus párpados cerrados y hundidos, como si el mismo globo ocular se hubiera contraído. Había una expresión casi de pavor en sus rostros.


—Un hombre —dijo uno, en un español casi irreconocible—, es un hombre… un hombre o un espíritu… que baja por las rocas.


Pero Núñez avanzaba con el paso confiado de un joven que avanza por la vida. Todas las viejas historias del valle perdido y del País de los Ciegos se agolpaban de nuevo en su mente y entre sus pensamientos destacó este antiguo refrán, como un estribillo:


“En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.”


“En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.”


Y con mucha cortesía procedió a saludarles. Les dirigió la palabra utilizando sus ojos.


—¿De dónde viene, hermano Pedro? —preguntó uno.


—Ha bajado de las rocas.


—Vengo del otro lado de las montañas —dijo Núñez—, del país que está más allá… donde los hombres pueden ver. De un lugar cercano a Bogotá, donde hay centenares de miles de personas y donde la ciudad no puede abarcarse con la vista.


—¿Vista? —refunfuñó Pedro—. ¿Vista?


—Viene de las rocas —dijo el segundo ciego.


Núñez vio que el paño de sus abrigos estaba confeccionado de un modo curioso, cada uno de ellos con costuras diferentes.


Le sobrecogieron realizando un movimiento simultáneo hacia él, alargando los tres una mano. Retrocedió para alejarse del avance de aquellos dedos extendidos.


—Ven acá —dijo el tercer ciego, siguiendo su ademán y asiéndole diestramente.


Y sujetaron a Núñez y le palparon por todas partes, sin decir ni una palabra hasta que hubieron terminado.


—¡Cuidado! —gritó él con un dedo en el ojo, notando que ellos pensaban que aquel órgano con la agitación de sus tapaderas, resultaba una cosa extraña en él. Y volvieron a tocarlo.


—Extraña criatura, Correa —dijo aquel que se llamaba Pedro—. ¿Habéis notado lo áspero que tiene el pelo? Es igual que el pelo de la llama.


—Es tan áspero como las rocas que lo engendraron —dijo Correa, investigando la barbilla no rasurada de Núñez con mano suave y ligeramente húmeda—. Tal vez se refine. —Núñez luchó un poco para zafarse de aquel examen, pero le sujetaron con firmeza.


—Cuidado —volvió a decir.


—Habla —dijo el tercer hombre—. No cabe duda de que es un hombre.


—¡Ugh! —dijo Pedro, ante la tosquedad de su chaqueta.


—¿Y has venido al mundo? —preguntó Pedro.


—He salido de él. Cruzando montañas y glaciares, justo por encima de esas alturas, a medio camino del sol. De un inmenso mundo que baja hasta el mar tras doce días de camino.


Apenas parecían escucharle.


—Nuestros padres nos contaron que los hombres podían ser criados por las fuerzas de la Naturaleza —dijo Correa—. Por el calor de las cosas, la humedad y la podredumbre… la podredumbre.


—Conduzcámosle ante los ancianos —dijo Pedro.


—Grita primero —dijo Correa— no sea que los niños se asusten. Éste es un acontecimiento extraordinario.


Y así gritaron y Pedro se encaminó el primero tomando a Núñez de la mano para conducirle hacia las casas.


Él retiró la mano diciendo: —Puedo ver.


—¿Ver? —dijo Correa.


—Sí, ver —dijo Núñez, volviéndose hacia él y tropezando en el cubo de Pedro.


—Sus sentidos aún son imperfectos —dijo el tercer ciego—. Tropieza y habla con palabras sin significado. Llévale de la mano.


—Como queráis —dijo Núñez dejándose llevar mientras reía.


Parecían no tener ni la menor noción de la vista.


Bien, a su debido tiempo, ya les enseñaría él.


Oyó los gritos de la gente y vio a una serie de figuras que se reunían en la calle principal de la aldea.


Comprobó que ese primer encuentro con la población del País de los Ciegos ponía a prueba sus nervios y su paciencia más de lo que había previsto. El lugar le pareció más grande a medida que se iba acercando, y los enlucidos embarrados más extravagantes, y una multitud de niños, de hombres y de mujeres (reparó complacido en que algunas de aquellas mujeres y muchachas poseían rostros muy agradables a pesar de que todas ellas tenían ojos cerrados y hundidos) comenzó a rodearle, a agarrarle, a tocarle con manos suaves y sensibles, oliéndole y escuchando cada una de las palabras que él decía. No obstante, algunas de las muchachas y de los niños se mantuvieron alejados como si sintieran miedo, y la verdad es que su voz parecía áspera y brusca en comparación con sus delicadas voces. Formaron un tumulto a su alrededor. Sus tres guías permanecieron muy cerca de él con un esfuerzo digno de unos propietarios mientras decían una y otra vez: —Un hombre salvaje venido de las rocas.


—De Bogotá —dijo él—. Bogotá. Al otro lado de las cumbres de las montañas.


—Un hombre salvaje… que utiliza palabras salvajes —dijo Pedro—. ¿Habéis oído eso… Bogotá? Su mente apenas está formada. No posee más que los rudimentos del lenguaje.


Un niño pequeño le pellizcó una mano. —¡Bogotá! —dijo burlonamente.


—¡Ay! Una ciudad distinta de vuestra aldea. Vengo de un vasto mundo… donde los hombres tienen ojos y ven.


—Su nombre es Bogotá —dijeron ellos.


—Ha tropezado —dijo Correa—, ha tropezado dos veces mientras veníamos aquí.


—Conducidle ante los ancianos.


Y le empujaron de repente a través de una puerta que daba a una habitación tan negra como la brea, excepto en el fondo, donde brillaba débilmente un fuego. La muchedumbre se agolpó tras él y ocultó hasta el último resplandor de la luz del día, y antes de que pudiera detenerse había caído de cabeza al tropezar con los pies de un hombre sentado. Su brazo, incontrolado, golpeó la cara de alguna persona mientras caía; sintió el blando impacto de unas facciones y oyó un grito de ira y, por un momento, luchó contra una multitud de manos que se habían apresurado a agarrarle. Era una lucha desigual. Le sobrevino una vaga noción de la situación y se quedó quieto.


—Me he caído —dijo—. No veía nada con esta intensa oscuridad.


Hubo una pausa, como si las personas invisibles que le rodeaban intentasen comprender sus palabras. Luego, oyó la voz de Correa que decía: —Solo está recién formado. Tropieza al andar y mezcla en su lenguaje palabras que no tienen ningún sentido.


Otros también dijeron cosas sobre él que él no oyó o no comprendió perfectamente.


—¿Puedo sentarme? —preguntó en una pausa—. No volveré a luchar contra vosotros.


Deliberaron y le dejaron levantarse.


La voz de un hombre más anciano comenzó a interrogarle, y Núñez se encontró intentando explicar el vasto mundo de donde había caído, y el cielo y las montañas, y la vista y maravillas parecidas, a estos ancianos sentados en la oscuridad en el País de los Ciegos. Y ellos no quisieron ni creer ni comprender nada de todo cuanto pudiera contarles, un hecho que no entraba en absoluto dentro de sus expectativas. Estas personas hacía catorce generaciones que eran ciegas y que estaban aisladas de todo el mundo visible. La historia del mundo exterior se había borrado convirtiéndose en un cuento de niños, y habían dejado de preocuparse de cualquier cosa que estuviera más allá de las pendientes rocosas cuyas alturas dominaba su muro de protección. Habían surgido entre ellos hombres ciegos de genio que cuestionaron los retazos de creencias y de tradiciones que habían llevado consigo en sus días de visión, y habían desechado todas estas cosas como vanas fantasías, reemplazándolas con nuevas y más sensatas explicaciones. La mayor parte de su imaginación se había marchitado con sus ojos, y se habían creado por sí solos unas nuevas imaginaciones mediante sus, cada vez más sensibles, oídos y yemas de los dedos. Lentamente, Núñez empezó a darse cuenta de esto: que sus expectativas de asombro y reverencia ante su origen y sus dotes no iban a confirmarse y, tras este malogrado intento de explicarles la vista, que había sido descartado como la confusa versión de un ser recién formado que describía las maravillas de sus incoherentes sensaciones, accedió, un poco desanimado, a escuchar su instrucción. Y el más anciano de los ciegos le explicó la vida, la filosofía y la religión, y cómo el mundo (refiriéndose a su valle) había sido al principio un hueco vacío en las rocas, y que después había sido poblado primero por cosas inanimadas sin el don del tacto, y por llamas y por unas cuantas criaturas que tenían muy poco sentido, y luego por hombres, y finalmente por ángeles, cuyos cantos y revoloteos podían oírse, pero que nadie podía tocar de ningún modo, cosa que dejó muy perplejo a Núñez hasta que se le ocurrió pensar en los pájaros.


Prosiguió contándole a Núñez la forma en que este tiempo había sido dividido en frío y calor, que para los ciegos son los equivalente del día y de la noche, y cómo lo juicioso era dormir durante el calor y trabajar durante el frío, de modo que, si no hubiera sido por su llegada, todo el pueblo de los ciegos hubiera estado dormido. Dijo que Núñez debía haber sido creado especialmente para aprender y ponerse al servicio de la sabiduría que ellos habían adquirido y que debido a toda su incoherencia mental y a sus tropiezos debía tener valor y procurar hacer todo lo posible para aprender, ante lo cual todas las personas que se encontraban en el umbral prorrumpieron en murmullos de aliento. Dijo que la noche, pues los ciegos llamaban al día noche, ya estaba muy avanzada y que convenía que todo el mundo volviera a dormir. Le preguntó a Núñez si sabía dormir y Núñez dijo que sí, pero que antes de dormir quería comida.


Le trajeron comida, leche de llama en un cuenco, y un pan tosco salado, y le condujeron a un lugar solitario para que comiera sin que le oyeran, y después a dormir hasta que el frío vespertino de la montaña les despertara para volver a empezar su día. Pero Núñez no durmió en absoluto.


En vez de eso, se incorporó en el mismo lugar donde le habían dejado, descansando sus miembros y dándole vueltas en la cabeza, una y otra vez, a las imprevistas circunstancias que habían rodeado su llegada.


De tanto en tanto se reía, a veces divertido y a veces indignado.


—¡Una inteligencia sin formar! —decía.


—¡Aún no tiene sentidos! Qué poco saben que han estado insultando a su amo y señor enviado por el cielo. Veo que debo hacerles entrar en razón. Tengo que pensar… tengo que pensar.


Aún estaba pensando cuando se puso el sol.


Núñez sabía captar la belleza de las cosas y le pareció que el brillo de las pendientes nevadas y de los glaciares que despedía cada lado del valle era la cosa más hermosa que había visto jamás. Su vista se paseó desde aquel inaccesible deleite hasta la aldea y los campos irrigados, hundiéndose velozmente en el atardecer, y súbitamente se apoderó de él una oleada de emoción y dio gracias a Dios desde el fondo de su corazón por haberle regalado el poder de la vista.


Oyó una voz que le llamaba desde fuera de la aldea.


—¡Eh, Bogotá! ¡Ven aquí!


Al oír esto dejo de sonreír. Ya le enseñaría a esta gente de una vez por todas lo que significaba tener vista para un hombre. Le buscarían pero no le encontrarían.


—No te muevas, Bogotá —dijo la voz.


Rió sin hacer ruido y se apartó del camino con dos pasos furtivos.


—No pises la hierba, Bogotá, eso no está permitido.


Núñez apenas había oído el ruido que había hecho y se detuvo asombrado.


El dueño de la voz subió corriendo hacia él por el sendero jaspeado.


Volvió a entrar en el camino. —Aquí estoy —dijo.


—¿Por qué no acudiste cuando te llamé? —dijo el ciego—. ¿Es que tienen que llevarte igual que a un niño? ¿No oyes el camino al andar?


Núñez rió. —Lo puedo ver —dijo.


—No existe ninguna palabra como ver —dijo el ciego, tras una pausa—. Basta de insensateces y sigue el ruido de mis pasos.


Núñez le siguió un poco irritado.


—Ya llegará mi momento —dijo.


—Aprenderás —respondió el ciego—. En el mundo hay mucho que aprender.


—¿No te ha dicho nadie que «En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey»?


—¿Qué es ciego? —preguntó el ciego descuidadamente por encima del hombro.


Pasaron cuatro días, y al quinto el Rey de los Ciegos aún seguía de incógnito, como un extraño torpe e inútil entre sus súbditos.


Comprobó que le resultaba mucho más difícil proclamarse rey de lo que se había imaginado y entretanto, mientras meditaba su golpe de estado, hizo lo que le decían y aprendió las formas y las costumbres del País de los Ciegos. Trabajar y vagar de noche le pareció una cosa especialmente fastidiosa y decidió que sería lo primero que modificaría.


Aquella gente llevaba una vida simple y laboriosa, con todos los elementos de virtud y de felicidad tal y como estas cosas pueden ser entendidas por los hombres. Se afanaban pero no de un modo opresivo, tenían ropas y alimentos suficientes para sus necesidades, tenían días y temporadas de descanso, hacían música y cantaban mucho, y había entre ellos amor y niños pequeños.


Era maravilloso ver con qué confianza y precisión se movían por su ordenado mundo. Todo había sido hecho en función de sus necesidades; cada uno de los caminos radiales de la zona del valle formaba un ángulo constante con los demás, y se distinguía por una muesca especial en su acera; todos los obstáculos e irregularidades de los caminos o del prado habían sido suprimidos desde hacía mucho tiempo y todos sus métodos y procedimientos habían surgido de modo natural de la peculiaridad de sus necesidades. Sus sentidos se habían agudizado maravillosamente; oían y juzgaban el gesto más leve de un hombre a una docena de pasos de distancia, oían incluso el mismo latido de su corazón. La entonación había reemplazado a la expresión desde muy antiguo entre ellos, y el tacto al gesto, y su trabajo con la azada, la pala y la horca se desarrollaba con tanta confianza y libertad como el de cualquier jardinero. Su sentido del olfato era extraordinariamente sutil; podían distinguir las diferencias de cada individuo con la misma facilidad que un perro y cuidaban de las llamas, que vivían entre las rocas altas y bajaban hasta el muro en busca de comida y refugio, con comodidad y confianza. Solo cuando Núñez decidió por fin hacer valer sus derechos se dio cuenta de lo ágiles y seguros que podían ser sus movimientos. Se rebeló solamente después de haber intentado persuadirlos.


Primero intentó hablarles en numerosas ocasiones de la vista. —Escuchadme un momento —decía—. Hay cosas en mí que vosotros no comprendéis.


Una o dos veces uno o dos de ellos le prestaron atención; se sentaron con los rostros inclinados hacia abajo y los oídos inteligentemente vueltos hacia él, y él se esmeró para contarles lo que significaba ver. Entre sus oyentes se encontraba una muchacha, con párpados menos enrojecidos y hundidos que los de los demás, de manera que casi podía imaginarse que estaba ocultando unos ojos, a quien él esperaba convencer especialmente. Habló de las bellezas de la vista, de la contemplación de las montañas, del cielo y del amanecer, y ellos le escucharon con divertida incredulidad que pronto se trocó en condena. Le dijeron que no existían montañas algunas, sino que el final de la rocas, donde pastaban las llamas era definitivamente el final del mundo; a partir de ahí se erguía el cavernoso techo del universo, desde donde caían el rocío y las avalanchas; y cuando él sostuvo resueltamente que el mundo no tenía ni final ni techo como ellos suponían, le dijeron que sus pensamientos eran malvados. Mientras les describía el cielo y las nubes y las estrellas aquello les parecía un espantoso vacío, una nada terrible en el lugar de la bóveda uniforme que protegía las cosas en las que creían, porque para ellos era un artículo de fe que el techo de la caverna fuera exquisitamente suave al tacto. Él veía que en cierto modo los estaba sobresaltando y entonces renunció totalmente a abordar este aspecto, tratando de mostrarles las ventajas prácticas de la vista. Una mañana vio a Pedro en el llamado camino Diecisiete que venía hacia las casas centrales, pero aún demasiado alejado como para ser oído u olfateado, y se lo dijo a ellos. —Dentro de poco —profetizó—, estará aquí Pedro. —Un anciano observó que Pedro no tenía nada que hacer en el camino Diecisiete y, como para confirmarlo, aquel individuo, mientras se acercaba, giró transversalmente tomando por el camino Diez, dirigiéndose con pasos ágiles hacia el muro exterior. Al no llegar Pedro se burlaron de él y luego, cuando él interrogó a Pedro para salvaguardar su reputación, éste le desmintió y se enfrentó con él y desde aquel día le fue hostil.


A continuación les indujo a dejarle recorrer un largo camino por los prados en declive hacia el muro acompañado de un individuo complaciente a quien prometió describirle todo cuanto ocurriera entre las casas. Notó ciertas idas y venidas, pero las cosas que parecían significar algo para esta gente sucedieron en el interior o detrás de las casas sin ventanas, las únicas cosas de las que ellos tomaron nota para ponerle a prueba, pero de éstas, nada pudo ver ni contar; y fue después del fracaso de su tentativa y de las mofas que ellos no pudieron reprimir, cuando él recurrió a la fuerza. Pensó en agarrar una pala y derribar súbitamente con ella a uno o dos al suelo para poder así, en un combate leal, demostrar las ventajas de la vista. Impulsado por aquella resolución no llegó más que a asir la pala porque luego descubrió algo nuevo en él: que le resultaba imposible golpear a un ciego a sangre fría.


Vaciló y comprobó que todos ellos eran conscientes de que él había agarrado la pala. Permanecieron alerta, con las cabezas ladeadas y las orejas dobladas hacia él a la espera de lo que se propusiera hacer.


—Tira esa pala —dijo uno, y sintió una especie de terror impotente, que casi le hizo obedecer. Entonces acometió contra uno lanzándolo contra la pared de una casa y salió corriendo hasta encontrarse fuera de la aldea.


Entró de través por uno de sus prados, dejando rastros de hierba pisoteada detrás de sus pies y al poco se sentó junto al borde de uno de sus caminos. Sintió un poco de la excitación que invade a todos los hombres al comienzo de una pelea, pero una perplejidad mayor. Empezó a darse cuenta de que ni siquiera se podía luchar a gusto con criaturas que parten de una base mental diferente. En la lejanía vio a una multitud de hombres con palas y garrotes que salían de la calle de las casas y avanzaban desplegados en línea hacia él por los numerosos caminos. Avanzaban lentamente, hablando con frecuencia entre sí y, de tanto en tanto, todo el cordón se detenía a olisquear el aire y a escuchar.


Núñez rió la primera vez que les vio hacer esto. Pero después, ya no volvió a reír.


Uno de ellos descubrió su rastro en la hierba del prado y se agachó para tantear la dirección que debía seguir.


Durante cinco minutos contempló la lenta maniobra de cordón y entonces, su remota intención de hacer algo, se hizo apremiante. Se levantó, dio uno o dos pasos hacia el muro circunferencial, se volvió y desanduvo un poco el camino. Y allí estaban todos, como una luna creciente, inmóviles y a la escucha.


También se quedó inmóvil, sujetando la pala con fuerza con las dos manos. ¿Debía cargar contra ellos?


Sus oídos le latían al ritmo de «En el País de los Ciegos el tuerto es el Rey».


¿Debía cargar contra ellos?


Lanzó una mirada tras él hacia el alto muro inaccesible… inaccesible a causa de la uniformidad de su enlucido, pero atravesado además por muchas puertecitas, y luego miró a la cercana línea de perseguidores. Tras ellos, otros salían ahora de la calle de las casas.


¿Debía cargar contra ellos?


—¡Bogotá! —llamó uno de ellos—. ¡Bogotá! ¿Dónde estás?


Apretó su pala con mucha más fuerza y avanzó por los prados bajando hacia el lugar de las viviendas y, en cuanto se movió, ellos convergieron hacia él. —Como me toquen los mato —juró—. Sabe Dios que lo haré. Los golpearé. —Voceó con fuerza: —Oídme, voy a hacer lo que quiera en este valle. ¿Me habéis oído? ¡Voy a hacer lo que quiera e iré adonde quiera!


Se cernían sobre él con rapidez, a tientas, pero moviéndose con agilidad. Era igual que jugar a la gallinita ciega, con todos, menos uno, con los ojos vendados. —¡Apresadle! —gritó uno. Y se encontró en el arco de una curva de perseguidores en movimiento. Sintió repentinamente la necesidad de ser activo y resuelto.


—No lo comprendéis —gritó con una voz que pretendía ser estentórea y resuelta pero que se le quebró en la garganta—. Vosotros sois ciegos y yo veo. ¡Dejadme en paz!


—¡Bogotá! ¡Tira esa pala y sal de la hierba!


La última orden, grotesca dentro de una familiaridad civilizada, resonó con un eco de cólera.


—Os lastimaré —dijo entre sollozos de emoción—. Sabe Dios que os lastimaré. ¡Dejadme en paz!


Empezó a correr, sin saber claramente hacia dónde. Corrió desde el ciego más próximo, porque le horrorizaba golpearle. Se paró y luego tuvo un arranque para escapar de las filas que se cerraban sobre él. Se dirigió hacia donde el hueco era mayor, pero los hombres situados a ambos lados, con rápida percepción de la aproximación de sus pasos, se precipitaron el uno contra el otro. Dio un brinco hacia delante, y entonces vio que estaba atrapado y asestó un golpe con la pala. Notó el ruido sordo de un brazo y de una mano, y el hombre cayó en tierra con un grito de dolor. Estaba libre.


¡Libre! Y a continuación se encontró de nuevo cerca de la calle de las casas, donde los ciegos, enarbolando palas y estacas, corrían de un lado a otro con una presteza que parecía razonada.


Oyó pasos detrás de él justo a tiempo, y se encontró frente a un hombre alto que se precipitaba contra él asestando golpes, guiado por el ruido que emitía. Perdió el control, le asestó un mandoble a su antagonista, giró sobre sí mismo y huyó, casi chillando mientras le hacía un quiebro a otro.


Estaba presa del pánico. Corrió furiosamente de un lado a otro, haciendo quiebros cuando no había ninguna necesidad de hacerlos y tropezando, angustiado por querer ver al instante todo cuanto le rodeaba. Por un momento cayó y ellos oyeron su caída. Muy lejos, en el muro de circunvalación, una puertecita le pareció un refugio celestial, y se dirigió hacia ella en una carrera desenfrenada. Ni siquiera se volvió para mirar a sus perseguidores hasta que la alcanzó, y eso que había tropezado al cruzar el puente, trepado un trecho entre las rocas con sorpresa de una llama joven que de un brinco se perdió de vista, y se había tumbado para recuperar el resuello entre sollozos.


Y así concluyó su golpe de estado.


Se quedó fuera del muro del valle de los Ciegos durante dos noches y dos días, sin comida ni techo, y meditó sobre lo inesperado de los acontecimientos. Durante estas meditaciones repitió con mucha frecuencia y cada vez con un tono de mayor escarnio: —En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey—. Estuvo pensando principalmente en las formas de luchar y de conquistar a este pueblo, pero se fue abriendo paso en él la idea de que no había ninguna posibilidad que fuera viable. No disponía de armas y ahora le resultaría difícil conseguir una.


El cáncer de la civilización le había alcanzado incluso en Bogotá y le resultaba inconcebible el hecho de bajar a asesinar a un ciego. Claro que si lo hacía, podría entonces dictar condiciones bajo la amenaza de asesinarlos a todos. Pero ¡antes o después tendría que dormir!


También intentó encontrar comida entre los pinos y un abrigo bajo sus ramas para protegerse de las heladas de la noche y, con menos: convencimiento, capturar a una llama por medio de un ardid para tratar de matarla, tal vez golpeándola con una piedra, para poder así, finalmente, comerse una parte. Pero las llamas recelaban de él y le miraban con sus desconfiados ojos marrones y escupían cuando se acercaba. El miedo y el estremecimiento se apoderaron de él durante el segundo día. Finalmente bajó gateando hasta el muro del País de los Ciegos e intentó hacer un pacto. Bajó arrastrándose por el torrente, gritando, hasta que dos ciegos salieron por la puerta y hablaron con él.


—Estaba loco —dijo él—. Pero es porque estaba recién formado.


Le dijeron que aquello estaba mejor.


Les dijo que ahora estaba más cuerdo y arrepentido de todo lo que había hecho.


Luego lloró sin querer, porque ahora se sentía muy débil y enfermo y ellos lo tomaron como una señal favorable.


Le preguntaron si aún pensaba que podía ver.


No —dijo él—. Eso era una insensatez. ¡Esa palabra no significa nada… menos que nada!


Le preguntaron qué había sobre sus cabezas.


—A una altura aproximada de cien hombres hay un techo encima del mundo… de roca… y muy, muy suave… —Volvió a estallar en histéricos sollozos—. Antes de que me sigáis preguntando, dadme algo de comer o me moriré.


Se esperaba unos castigos horribles, pero estos ciegos poseían la capacidad de ser tolerantes.


Consideraron su rebelión como una prueba más de su idiotez e inferioridad general y, tras azotarle, le encomendaron las tareas más simples y más pesadas que podían encomendarle a nadie, y él, al no ver otra forma de vivir, hizo sumisamente lo que le decían.


Enfermó durante algunos días y lo cuidaron afablemente. Eso afinó su sumisión, pero insistieron en que guardara cama en la oscuridad, lo que acrecentó su desdicha. Y vinieron a verle filósofos ciegos y le hablaron de la perversa ligereza de su mente, reprochándole de forma tan solemne sus dudas acerca de la tapadera que cubría su cacerola cósmica, que casi empezó a dudar de si no sería realmente víctima de una alucinación por no verla encima de su cabeza.


De este modo Núñez se convirtió en ciudadano del País de los Ciegos y éstos dejaron de ser un pueblo generalizado y se convirtieron en individuos familiares para él, mientras que el mundo más allá de las montañas se volvía cada vez más remoto e irreal. Estaba Yacob, su amo, un hombre afable cuando no estaba irritado; estaba Pedro, el sobrino de Yacob, y estaba Medina-saroté, que era la hija menor de Yacob. Era poco apreciada en el mundo de los ciegos, porque poseía un rostro bien definido y carecía de esa tersura satisfactoria y satinada que es el ideal de la belleza femenina de un ciego; pero Núñez pensó que era bella al principio y, poco, a poco, el ser más bello de toda la creación. Sus párpados cerrados no estaban hundidos y enrojecidos según la norma que imperaba en el valle, sino que por su forma parecía como si pudieran volver a abrirse en cualquier momento; y además tenía largas pestañas, lo que se consideraba como una grave deformidad. Y su voz era fuerte, y no satisfacía los delicados oídos de los cortejadores del valle, de tal modo que no tenía ningún pretendiente.


Entonces llegó un momento en que Núñez pensó que, si lograba conquistarla, se resignaría a vivir en el valle el resto de sus días.


La espiaba. Buscó las ocasiones de prestarle pequeños servicios y al poco reparó en que ella le observaba. Una vez, en la reunión de un día de fiesta se sentaron el uno junto al otro en la penumbra de una noche estrellada, acompañados por una melodía acariciadora, su mano se posó sobre la de ella y se atrevió a apretarla.


Entonces, con mucha ternura, ella le devolvió su presión. Y un día, mientras comían en la oscuridad, él notó que su mano le buscaba suavemente y, como por azar se levantó una llamarada del fuego en aquel momento, pudo ver la ternura reflejada en su rostro.


Trató entonces de hablar con ella.


Fue a verla un día mientras ella hilaba sentada a la luz de la luna de verano. La luz la convertía en un objeto plateado y misterioso. Se sentó a sus pies y le dijo que la amaba y le dijo también cuán hermosa le parecía. Él poseía la voz de un enamorado y le habló con tierna reverencia que casi parecía temor y, ella, que jamás había sido interpelada con adoración, no le dio ninguna respuesta concreta, pero resultaba patente que sus palabras habían sido oídas con agrado.


Después de aquello habló con ella cada vez que se le presentaba la ocasión. El valle se convirtió en el mundo para él y el mundo más allá de las montañas, donde los hombres vivían a la luz del sol, no le parecía más que un cuento de hadas que algún día derramaría en los oídos de ella. Tras muchos titubeos y muy tímidamente, él le habló de la vista.


La vista le parecía a ella la más poética de las fantasías y escuchaba su descripción de las estrellas y de las montañas y de la palidez y dulzura de su belleza como si se tratara de una indulgente complicidad. Ella no creía, solo podía comprender a medias, pero se sentía misteriosamente complacida y a él le parecía que le comprendía totalmente.


Su amor le hizo perder el miedo y adquirir confianza. Y pronto le propuso pedirla en matrimonio a Yacob y a los ancianos, pero ella se mostró temerosa y aplazó su propuesta. Y fue una de sus hermanas mayores quien primero le contó a Yacob que Medina-saroté y Núñez estaban enamorados.


Desde el primer momento hubo una gran oposición al matrimonio de Núñez con Medina-saroté, no tanto porque la tuvieran en gran estima, sino porque a él le consideraban como a un ser aparte, un idiota incompetente muy por debajo del nivel permitido a un hombre. Sus hermanas se opusieron agriamente arguyendo que el descrédito caería sobre todos ellos, y el viejo Yacob, si bien había acabado por tomarle cariño a su obediente y torpe siervo, meneó la cabeza diciendo que no podía ser. Los jóvenes se mostraron todos irritados ante la idea de corromper la raza y uno de ellos fue tan lejos que llegó a vilipendiar y a golpear a Núñez.


Este le devolvió el golpe. Entonces, por primera vez, apreció las ventajas de poder ver, incluso a la luz del atardecer, y después de que se acabara aquella pelea nadie se mostró dispuesto a levantarle la mano. Pero su matrimonio les siguió pareciendo imposible.


El viejo Yacob sentía ternura por su hija pequeña y se afligía cuando ella venía a llorar sobre su hombro.


—Verás, hija mía, es que él es un idiota, padece alucinaciones y no sabe hacer nada a derechas.


—Lo sé —lloraba Medina-saroté—. Pero ahora es mejor que antes. Está mejorando. Y es fuerte, padre querido, y gentil… más fuerte y más gentil que ningún hombre en el mundo. Y me ama y… yo también le amo, padre.


El viejo Yacob se sintió muy angustiado por no poder consolar a su hija y además, lo que le angustiaba aún más, a él le gustaba Núñez por muchos conceptos. Así que acudió a sentarse a la tétrica cámara de consejos con los otros ancianos y, prestando atención al rumbo de la conversación, dijo en el momento oportuno:


—Es mejor de lo que era. Y es muy probable que algún día nos parezca tan cuerdo como nosotros.


Al cabo de un rato, a uno de los ancianos, que reflexionó profundamente, se le ocurrió una idea. Era el gran doctor de este pueblo, el que curaba todos los males y poseía una mente muy filosófica y llena de inventiva: su idea consistía en curar a Núñez de sus peculiaridades.


—He reconocido a Bogotá —dijo— y su caso a mí me parece muy claro. Mi diagnóstico es que podría curarse con toda probabilidad.


—En eso es en lo que yo siempre he confiado —replicó el viejo Yacob.


—Tiene una afección en el cerebro —dijo el doctor ciego.


Los ancianos murmuraron asintiendo.


—¿Y cuál es esa afección?


—¡Ah! —dijo el viejo Yacob.


—Esto —dijo el doctor contestando a su pregunta—. Esas extravagantes cosas que se llaman ojos y que existen solo para dotar a la cara de una suave y agradable depresión, están tan enfermas, en el caso de Bogotá, que han afectado a su cerebro. Están enormemente distendidas, tiene pestañas y sus párpados se mueven y por consiguiente su cerebro se encuentra en constante estado de irritación y destrucción.


—¿Ah, sí? —dijo el viejo Yacob—. ¿Ah, sí?


—Y creo que puedo decir con un grado de certeza razonable que, a fin de curarle completamente, solo necesitamos una simple y fácil operación quirúrgica, es decir, extraerle estos cuerpos tan irritantes.


—¿Y entonces se volverá cuerdo?


—Adquirirá una cordura absoluta y se convertirá en un ciudadano admirable.


—¡Doy gracias al cielo por la ciencia! —dijo el viejo Yacob y regresó inmediatamente a contarle a Núñez la buena noticia.


Pero la forma en que Núñez recibió la buena noticia le pareció fría y decepcionante. Y entonces le dijo:


—Por el tono que adoptas, se podría pensar que mi hija no te importa.


Fue Medina-saroté quien persuadió a Núñez para que aceptara la intervención de los cirujanos ciegos.


—¿Tú no querrás que pierda el don de mi vista? —dijo él.


Ella meneó la cabeza.


—Mi mundo es la vista.


La cabeza de ella se inclinó un poco más.


—Existen las cosas bellas, la belleza de las cosas pequeñas… las flores, los líquenes entre las rocas, la ligereza y la suavidad de unas pieles, el lejano cielo con sus nubes a la deriva, los atardeceres y las estrellas. Y existes tú. Solo por ti es maravilloso tener ojos, para ver tu cara dulce y serena, tus labios bondadosos, tus amadas y hermosas manos entrecruzadas… Son mis ojos los que tú has conquistado, estos ojos son los que me atan a ti, y lo que estos idiotas buscan. En vez de eso, debería tocarte, oírte y no volver a verte jamás. Debería acomodarme bajo ese techo de rocas, de piedras y de tinieblas, ese horrible techo bajo el cual tu imaginación se aplasta… No. ¿Tú no querrás que yo haga eso, verdad?


Una duda terrible había surgido en él. Se detuvo y dejó la pregunta en el aire.


—A veces —dijo ella— me gustaría… —Y se detuvo.


—¿Sí? —dijo él un poco aprensivo.


—A veces me gustaría… que no hablaras de esa manera.


—¿De qué manera?


—Sé que es bonito… es tu imaginación. Y me encanta, pero ahora…


Él sintió un escalofrío. —¿Ahora? —dijo débilmente.


Ella permaneció inmóvil.


—Quieres decir… piensas… que tal vez estaría mejor si…


Estaba captando las cosas con mucha prontitud. Sintió cólera, una verdadera cólera ante el absurdo rumbo del destino, pero también compasión por su falta de comprensión… una compasión muy cercana a la piedad.


—Amada mía —dijo y pudo ver por su palidez cuán intensa presión ejercía su espíritu contra las cosas que ella no podía decir. La rodeó con sus brazos, la besó en la oreja y permanecieron un rato sentados en silencio.


—¿Y si yo consintiera? —dijo por fin con una voz muy dulce.


Ella le lanzó los brazos al cuello, llorando desesperadamente. —Oh, si consintieras —sollozó —¡si consintieras de verdad!


Durante la semana que precedió a la operación que iba a elevarle desde su condición de servidumbre e inferioridad hasta el nivel de un ciudadano ciego, Núñez no supo lo que significaba dormir, y todas las horas iluminadas por la cálida luz del sol, mientras los demás dormitaban felices, las pasó sentado cavilando o vagando sin rumbo, tratando de resolver en su mente este dilema. Había dado su respuesta, había dado su consentimiento, y sin embargo, no estaba seguro. Y por fin se agotó el tiempo de labor, el sol surgió con esplendor sobre las doradas crestas y comenzó para el su último día de visión. Pasó algunos minutos con Medina-saroté antes de que ella se fuera a dormir.


—Mañana —dijo él— dejaré de ver.


—¡Corazón mío! —respondió ella apretándole las manos con todas sus fuerzas.


—Te harán daño, pero poco —dijo ella— y si sufres… y si sufres, amor mío, será por mí… Cariño, si el corazón y la vida de una mujer pueden recompensarte, yo te recompensaré. Mi bien, mi bien querido, el de la dulce voz, yo te recompensaré.


Y él se sintió inundado de piedad por sí mismo y por ella.


Le abrazó y apretó sus labios contra los suyos y contempló su dulce rostro por última vez. —¡Adiós! —susurró a su amada visión—. ¡Adiós!


Y luego en silencio se apartó de ella.


Ella pudo oírle alejarse con pasos lentos y hubo algo en sus pisadas rítmicas que la sumieron en un llanto apasionado.


Había decidido firmemente ir hasta un lugar solitario donde los prados estaban embellecidos por los narcisos blancos y permanecer allí hasta que llegara la hora de su sacrificio; pero mientras se dirigía hacia allí sus ojos contemplaron la mañana, la mañana que como un ángel de armadura dorada, se deslizaba por los barrancos…


Y ante este esplendor tuvo la sensación de que él y este mundo ciego del valle, y su amor, no eran, después de todo, más que un pozo de pecado.


No se desvió tal y como se había propuesto hacer, sino que prosiguió y atravesó el muro de la circunferencia y empezó a trepar por las rocas mientras sus ojos permanecían siempre fijos sobre el hielo y la nieve bañada por el sol.


Vio su infinita belleza y su imaginación los sobrevoló hasta llegar más allá de las cosas a las que iba a renunciar para siempre.


Pensó en el gran mundo libre del que se hallaba apartado, su propio mundo, y tuvo la visión de aquellas remotas pendientes más allá de la distancia, con Bogotá, un lugar de belleza multitudinaria y agitada, una gloria de día y un luminoso misterio de noche, un lugar de palacios, fuentes y estatuas y casas blancas, hermosamente emplazadas en la media distancia.


Pensó que por un día o dos uno podía muy bien bajar atravesando pasos, para acercarse más y más a sus calles bulliciosas y a sus costumbres. Pensó en el viaje por río, día tras día, desde el gran Bogotá hasta el mundo más vasto de más allá, atravesando ciudades y aldeas, bosques y desiertos, en la imparable corriente del río día tras día, hasta que sus riberas se retiraran y los grandes barcos de vapor se acercaran salpicándole de espuma, y así uno alcanzaba el mar… el mar infinito, con sus miles y miles de islas, y sus barcos avistados en la nebulosa lejanía en sus incesantes periplos alrededor del mundo más grande. Y allí, sin estar acorralado por las montañas, se podía ver el cielo… sí, el cielo, no el disco que se veía desde aquí, sino un arco de azul inconmensurable, en cuyos abismos más profundos flotaban dando vueltas las estrellas…


Sus ojos escrutaron la gran cortina de montañas investigándolas ansiosamente.


Por ejemplo, si subía por esa garganta y hasta esa chimenea, podría salir en lo alto de aquellos pinos achaparrados que se extendían en una especie de saliente y seguían subiendo más y más hasta pasar por encima del desfiladero. ¿Y luego? Ese talud podría sortearlo. Desde allí tal vez pudiera encontrar una ruta para trepar hasta el precipicio que se hallaba debajo de la nieve y si le fallaba esa chimenea, entonces quizá otra más alejada, hacia el este, pudiera servir a sus propósitos. ¿Y luego? Entonces se encontraría sobre la nieve de color ámbar y a medio camino de la cresta de aquellas magníficas desolaciones.


Se volvió para mirar la aldea, y la contempló con resolución.


Pensó en Medina-saroté que se había convertido en un punto pequeño y remoto.


Se volvió de nuevo hacia la pared montañosa, junto a cuyas pendientes le había sorprendido el día.


Entonces, muy circunspecto, empezó a trepar.


Al ponerse el sol había dejado de trepar, pero se encontraba lejos y muy alto. Había estado más alto, pero aun así seguía estando muy alto. Su ropa estaba desgarrada, sus miembros, manchados de sangre, tenía magulladuras en muchos sitios, pero estaba tumbado como si se encontrara a sus anchas y en su cara lucía una sonrisa.


Desde su lugar de reposo parecía que el valle se encontraba en el fondo de un pozo a casi una milla de distancia. Había oscurecido ya y había bruma y sombras, aunque las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego. Las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego y los pequeños pormenores de las rocas que tenía a mano estaban impregnados de una sutil belleza… una veta de mineral verde que traspasaba la masa gris, los destellos de las facies de cristal aquí y allá, un diminuto liquen anaranjado de minuciosa belleza muy cerca de su rostro. Había sombras profundas y misteriosas en la garganta, de un azul intenso que se tomaba púrpura, y el púrpura en una oscuridad luminosa, y en lo alto se hallaba la ilimitada inmensidad del cielo. Pero dejó de prestarle atención a estas cosas y permaneció allí tumbado, casi inactivo, sonriendo como si estuviera satisfecho por el mero hecho de haber escapado del valle de los ciegos, donde había pensado convertirse en rey.


Se apagó el resplandor del atardecer y cuando llegó la noche aún permanecía tumbado y apaciblemente contento bajo la fría luz de las estrellas.

domingo, 16 de febrero de 2025

Tini (Eduardo Wilde)

 





-¿Cómo va la enferma? -dijo el médico, entrando a una pieza en la que varias personas hablaban en voz baja.

-No está bien -contestó una de ellas.

-Perfectamente -repuso el doctor y penetró con precaución en la habitación contigua, que era un espacioso dormitorio bien amueblado y dotado de cortinas dobles, alfombras blandas y lujosos adornos.

Una lámpara opaca alumbraba escasamente con su luz indecisa el aposento, cuya atmósfera denunciaba la presencia de perfumes y la permanencia de personas cuidadas; había olor a recinto habitado por dama distinguida.

La enferma se hallaba acostada de espalda, en un lecho limpio y acomodado.

Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las mujeres de buena cuna y que ostentan aun cuando estén enfermas.

El doctor, mirando fijamente a la dama y tomándole la mano, medio en uso de su profesión, medio en forma de saludo, preguntó:

-¿Cómo ha pasado el día la señora?

-Mal, doctor, he sufrido mucho; me duele todo; déme algo que me calme: ¡qué falta de compasión venir a esta hora!

-Señora, la mejor visita se deja para el último, como los postres. Es necesario buscar la estética aun en el desempeño de los más dolorosos deberes.

-Usted tiene siempre disculpas.

-Y usted jamás tiene necesidad de ellas.

-Cúreme y le perdonaré su indolencia.

-Usted será atendida con toda la prolijidad de que yo soy capaz.

En seguida hizo un interrogatorio detenido y explicó sus prescripciones.

*

Junto a la cama de la enferma, recientemente madre, había una cuna y en ella dormía sus primeros días un niño robusto, envuelto en mil bordados.

El médico se acercó a él y después de observarlo un rato, dijo:

-¡Será un famoso guardia nacional si la naturaleza lo permite!

-Si Dios quiere, diga, doctor -objetó la dama.

-Bien, si Dios quiere; en materia de creencias tengo las de mis enfermas más distinguidas.

El doctor se retiró, y la madre del niño se quedó reflexionando en el correctivo puesto por su médico al augurio relativo al recién nacido.

*

La enferma se restableció pronto, y el niño durmió mucho, lloró poco y se alimentó a satisfacción en los días y los meses siguientes.

La madre lo cuidaba con esmero, no se separaba de él durante el día y todas las noches se sentaba en la cama para mirarlo largo tiempo.

Cuando el niño suspiraba, la madre se sentía agitada, y cada tos y cada estremecimiento del pequeñuelo querido, producía una alarma, pues el augurio del doctor con su correctivo, trotaba con singular insistencia, durante las largas horas de vigilia, en la cabeza de la madre.

Mientras tanto, el objeto de tales inquietudes continuaba durmiendo sus días enteros y sus noches completas. Cuando no dormía, tomaba el pecho. ¡Jamás se vio niño más dedicado a esas dos ocupaciones!

A los diez meses dijo "mamá": la casa se puso en revolución; después dijo "papá": un criado corrió a buscar al aludido a su escritorio para anunciarle la gracia. Más tarde se paró y dio algunos pasos, estirando los brazos para agarrar las manos que le ofrecían.

En estos primeros ensayos recibió el nombre de Tini.

¿Qué quería decir Tini? Nadie lo supo; pero el apodo se quedó como nombre.

Tini comenzó a caminar y a conversar.

Se dio muchos golpes y dijo mil barbaridades graciosísimas y comprometedoras; por ejemplo: llamaba papá a todo el que veía con barba larga y su verdadero padre sólo obtuvo el título legítimo a través de un montón de juguetes y caramelos regalados.

Tini era muy lindo; lo pedían del barrio para mirarlo y más de una vez, en sus excursiones, hizo de las suyas.

*

Un día Tini estuvo de mal humor; su mamá dio por causa que tenía la boca caliente y que apretaba las encías.

Con este motivo los dedos de todos los habitantes masculinos y femeninos de la casa, entraron en la boca de Tini, hasta que el índice del papá, sucio de tabaco, descubrió un conato de dentadura.

Tini echó un diente, no sin un gran conflicto en el barrio y serias consultas al médico.

Escenas análogas se repitieron durante algún tiempo, y Tini presentó por fin una dentadura de ratón, chiquita, cortante, graciosa, que se mostraba sobre todo seductora en las sonrisas de su boca rosada.

Inútil es añadir que de allí en adelante Tini obtuvo el privilegio de morder los dedos que se aventuraban en exploraciones peligrosas, y de desblocar todos los pedazos de carne que le caían a la mano. Solía también mascar las cabezas de los soldados de palo que le compraban; tales atentados motivaban invariablemente una visita médica.

El adorado y consentido Tini era sublime de impertinente, y sus audacias increíbles para decir las cosas más crudas con el mayor aplomo, sólo tenían su explicación en su inocencia singular respecto a las conveniencias sociales.

Verdad es que cuando comenzó a hablar con metáforas ininteligibles y a encontrar símiles solo tenía dos años y medio.

A pesar de sus franquezas y paradojas, Tini gozaba del cariño de todos, y niños, mujeres, viejos y jóvenes se disputaban su amistad y sus caricias.
Su cara y su cuerpo eran una perfección, su carne era la más fresca de la naturaleza, su piel la más blanca, su muslos duros y llenos, sus manos blandas, chicas, finas, con los dedos doblados hacia el dorso.

¡Qué cabeza, qué pelo, qué ojos y qué boca! ¡Si daba ganas de comérselo a besos! como decían las muchachas más expresivas del barrio.

La boca principalmente era una delicia; tenía gusto a leche con azúcar y causaba el tormento de su dueño quien tras de cada beso, se limpiaba los labios con el brazo en prueba de disgusto.

Toda su ropa se parecía a él y lo recordaba: sus botines sobre todo, eran adorables; gastados en el talón, algo torcidos y rotos a la altura del dedo grande, eran toda una historia de las mil ambulancias infantiles de su dueño.

Al mirarlos tirados en cualquier parte, la imaginación los rellenaba con el piececito del niño, y uno veía asomar su dedito rosado por el agujero de la punta.

Tini progresaba diariamente y su inteligencia tomaba formas caprichosas y transcendentales.

A la edad de cuatro años emprendió una reforma capital de la gramática y atacó, desde luego, los verbos irregulares, con un encarnizamiento incomparable.

No decía "hecho" por nada de este mundo, sino "hacido"; el verbo "jugar" en su presente de indicativo, era para él como sigue:

Yo jugo,
vos jugás,
él juga,
nosotros jugamos,
ustedes jugan,
ellos también jugan.

En efecto, ya que el verbo no es "juegar" sino "jugar". Tini tenía razón contra la Academia que permite una barbaridad tan inútil.

*

Pasando los días, llegó un cumpleaños de Tini; varias aves fueron muertas y preparadas para la comida; los parientes recibieron su invitación oportuna. El niño anduvo tras de las personas que se ocupaban de los preparativos, pero con cierta indolencia que no le era habitual.

En la mesa estuvo caído, descontento y haciendo esfuerzos el pobrecito, por ser cariñoso con los que lo festejaban. Pidió levantarse antes de los postres y sin atreverse a abandonar la agradable compañía, buscó un término medio entre sus deseos y su malestar, acostándose en un sofá.

La mamá comenzó a inquietarse aun cuando se explicaba el caimiento del niño por lo agitado del día y por el cansancio consiguiente.

Las visitas se despidieron; Tini puso su mejilla o su boca, según el grado de afección, para que fuera besada, y ganó pronto su camita, en la que se durmió en el acto.

Su sueño no fue tranquilo; la respiración parecía anhelosa; silbaba mucho por la nariz y se daba vueltas con frecuencia. Una mano sana puesta sobre la frente de Tini, habría notado un ligero aumento de calor.

El silencio se había hecho en la casa, pero había un sitio en que comenzaba a levantarse una tormenta: el corazón de la madre; hubo unos ojos que no se cerraron y un cuerpo estremecido que se revolvía en el lecho sin encontrar reposo.

*

A eso de las doce de la noche una figura fantástica proyectaba su sombra en las paredes.
La madre se había levantado y se acercaba en puntas de pie a la cama del niño.

*

Si yo fuera pintor y quisiera pintar un cuadro que representara la fórmula de todas las inquietudes humanas, pintaría una madre en camisa, con una vela en la mano, observando el sueño de su hijo, cuando teme que le sobrevenga alguna enfermedad. ¡Cuánta preocupación diseñarían sus facciones, cuánta zozobra y ternura mostraría su semblante, cuánto temor descontado sobre la previsión de una futura desgracia!

*

La madre de Tini parecía la imagen del dolor y la ansiedad. Estuvo un rato mirando a su hijo, suspiró profundamente y se retiró con un millar de desdichas engastadas en el alma.

Tini se despertó de repente y quiso quejarse, cuando le sobrevino una tos ronca y repetida.

*

Cien veces dijeron crup en el oído de la madre, los ecos repitieron crup, las sombras de las cortinas, de las molduras y de los adornos de la habitación, proyectadas por la luz escasa de la lámpara, escribieron epitafios sobre los muros; la palabra crup se difundió por toda la casa, llenó la atmósfera, penetró en los últimos resquicios y heló las entrañas de la pobre madre.

Crup dijeron los ruidos misteriosos de la noche; crup decía el viento que soplaba sus lamentos por las rendijas de las puertas; crup repetían los cascos de los caballos que pasaban de tiempo en tiempo, arrastrando los pesados coches por las calles silenciosas; crup decían la péndola del reloj y el crujido de los muebles; crup, crup, murmuraba el roer de los ratones tras de los zócalos de las piezas; crup secreteaban las hojas de los árboles que se mecían en los patios; crup gritaban las veletas de los edificios vecinos, y hasta las estrellas que chispeaban en los cielos, mandando su luz temblorosa a través de los vidrios, ¡parecían encender sus cirios para velar el cuerpo de un ángel muerto de crup!

Crup dijeron las aves que pasaban en bandadas y los aleteos de los pájaros en sus jaulas; crup pronunciaban las olas que chocaban en las costas; crup vociferaban los golpes en las puertas de los habitantes retardados; crup roncaban las voces de los ebrios en las calles, y crup, crup, preludiaban lo músicos ambulantes que buscaban un pan y un cobre martirizando sus instrumentos en la noche callada.

*

Cuando todo en la naturaleza hubo dicho crup la madre de Tini dio un grito estridente, desesperado, y saliendo de su cama se paró rígida en medio de la habitación.

La casa se puso en movimiento, todos sus habitantes se levantaron y corrían desatinados de un lado a otro. Se mandó en busca del médico; éste llegó pronto y observó al niño con profunda atención, con mirada intensa, con imperturbable quietud. La madre buscaba adivinar en el semblante del doctor su pensamiento; pero éste se guardó bien de darle formas por temor de que sus aprensiones fueran traducidas; su fisonomía no dijo nada, su actitud dijo reserva; pero los latidos de su corazón se perturbaron más de un momento en su ritmo vitalicio.

Tini miraba atónito la escena y con cariño y curiosidad a su amigo el doctor.

Había en la cara del niño algo extraño; su expresión era entre seria y triste; no demostraba dolor, pero alejaba la idea de bienestar; alguna sombra rara, indecisa, alarmante, se paseaba por su rostro pálido.

La noche se pasó en zozobras y cuidados; el niño dormitaba de tiempo en tiempo; el médico observaba los progresos del mal y propinaba él mismo sus inciertos remedios. La tos ronca del pequeño enfermo se repetía con más frecuencia; sus palabras, antes tan graciosas y sonoras, salían oscuras y veladas de su garganta. "¡Mamá, -decía, estirando sus bracitos redondos-, no me duele nada, no llores!" pero su inquietud mostraba su mal y su respiración parecía un suspiro continuado. La madre se ahogaba, los sirvientes lloraban, el luto y la tristeza se esparcía por toda la casa.

*

Al otro día un pequeño alivio se inició.

Tini pidió sus juguetes predilectos: su tambor, su corderito, su polichinela y sus soldados. Pronto se cansó de acariciarlos, sin embargo, y los empujó al borde de la cama como si le incomodaran: sólo el polichinela, con sus platillos levantados, obtuvo el privilegio de acostarse a su lado.

Más tarde la respiración se hizo anhelosa, volvió la inquietud; hubo varios accesos ligeros de sofocación; el llanto apareció de nuevo en todos los ojos, varios médicos examinaron a Tini y él soportó con mansedumbre angelical aquellas molestas investigaciones. Después, como quien pensara que todo era inútil, al ver acercarse a los médicos armados de cuchara, instrumento al cual ya miraba con horror, se daba vuelta desesperado y gritaba con voz ronca y lastimera: "¡Basta, mamá!"

El corazón de la madre se desgarraba, sus lágrimas corrían a torrentes y con su mano temblorosa apartaba la del médico que iba a martirizar a su hijo.

Nunca mayor dolor penetró en pecho humano, jamás zozobra igual desgarró más cruelmente las entrañas de mujer alguna.

Se habló de peligro inminente, de remedios heroicos y de operación; pero la confianza, esa tabla de salvación de todos los infortunados de la tierra, había desaparecido de todos los pechos.

Las conversaciones se pararon, las comunicaciones intelectuales no tuvieron ya otra expresión que la mirada, y los ojos investigadores no hacían más que preguntas sin esperanza, ni obtenían más que respuestas dolorosas.

A la noche siguiente, la operación fue decidida.

*

El cuerpo de la madre, desarticulado y deshecho fue arrancado de la habitación donde Tini tramitaba sus momentos de vida.

¡Pobre Tini!

Con sus ojos abiertos desmesuradamente y su rostro asombrado, fue colocado sobre una mesa con la cabeza echada hacia atrás y el cuello tendido.

El doctor, sin mirar la cara de su tierno mártir, pues no habría podido mirarla sin vacilar, hizo rápidamente una herida en el sitio elegido... se oyó un estertor de agonía... -¡Muerto! -gritaron los asistentes... la sangre corrió mansamente por los lados del cuello del niño... los médicos silenciosos no se inquietaron; en la herida se colocó una cánula por la que se proyectó con violencia un montón de sangre y de espuma. Tini desesperado se sentó llevándose las manos al cuello: ¡quiso gritar y no pudo! ¡no tenía voz! Su mirada fue, sin embargo, más inteligente, respiró mejor y su débil cuerpecito se extendió de nuevo sobre su lecho de tortura.

*

Si hubiera palabras en algún idioma para describir el momento en que la madre de Tini volvió a ver a su hijo operado, yo intentaría bosquejar la escena, medir la duración de los abrazos infinitos, contar las caricias imprudentes, desesperadas y dementes, numerar los besos, recoger los suspiros y mostrar la tensión del llanto sujeto tras de los párpados por la intensidad de sentimientos contradictorios.

Pero no hay tales palabras. La naturaleza ha puesto la expresión de los inmensos dolores fuera del alcance del lenguaje articulado, entregándosela a la música y a la pintura. Para sentir no basta entender, es necesario oír y ver.

El padre de Tini se paseaba en las habitaciones sin preguntar, sin hablar, sin escuchar, consumiéndose en el incendio de su tormento interno.

*

Cuando se organizó la asistencia consiguiente a la operación; cuando los médicos se retiraron; cuando la casa continuó a su monotonía de dolores, las horas continuaron pasando, marcadas por la indiferencia de los relojes y los conflictos de las curaciones.

El sueño había huido de todos los cerebros; los practicantes que cuidaban al niño, caminaban cautelosamente por la pieza: ¡el menor ruido era una sorpresa, la menor palabra un sobresalto!

La niñera de Tini, sentada a los pies de la cama, ocultaba su rostro entre sus manos y escondía su dolor anónimo y menospreciado como todo pesar de sirviente. ¡Su Tini, su adorado Tini, no la hablaba, no la veía, no le estiraba los brazos como lo hacía siempre!

El día pasaba silencioso y la noche tristísima. La cabeza de Tini esparcía sus rulos de oro sobre la almohada mojada, y su pobre cerebro, envenenado por la enfermedad, comenzaba ya a enloquecerse y a mostrar a su conciencia desorientada, las fantasías del otro mundo con los detalles de éste, mezclados, tergiversados, increíbles.

*

Cuando la aurora apuntaba, su luz indecisa, gris primero, blanca después, pasaba por los postigos entreabiertos, y advirtiendo a la lámpara que su tarea penosa de alumbrar durante la noche había concluido, iba a herir la pupila del niño con sus caricias cristalinas y sus besos transparentes.

Hacía frío en la alcoba; la luz del día traía horripilaciones del horizonte, y sus rayos bañados en las aguas de los mares, helaban con su lujo de vida los corazones de cuantos presenciaban aquellos preparativos de tragedia, tras de una noche de desvelo.

¡Qué días y qué noches tan tristes se pasaba en el lúgubre aposento! ¡qué horas tan largas y tan desiertas! El silencio parecía el acompañamiento solemne del pesar que extendía sus alas sombrías, y los ruidos inciertos, uno que otro crujido de muebles, alguna ligera oscilación de las puertas sobre sus goznes, el estallido de una burbuja de aceite en la pequeña lámpara o el choque repentino de algún insecto atolondrado contra las paredes, eran interrupciones sin cadencia que tomaban las proporciones atronadoras de una explosión en las soledades de aquel mar de aflicciones.

Los espejos parecían meditar melancólicamente sobre las imágenes deslustradas que reflejaban; los armarios entreabiertos, dejaban ver en su fondo semi-oscuro, las ropas ajusticiadas, cuyos cadáveres colgaban de las perchas; las cortinas diseñaban en los muros figuras fantásticas, y las molduras y los adornos proyectaban sombras de caras grotescas o de esfinges extrañas, sobre las cuales se fijaba con tenacidad la imaginación apesadumbrada de las personas que hacían su guardia a la cabecera de Tini.

*

Una mosca grande, impertinente, exótica, desafiaba a veces las persecuciones más bien combinadas de los asistentes, y con una insistencia digna de mejor propósito, daba vueltas zumbando alrededor de todas las cabezas, inquietándolas con su aleteo sonoro y musical; de repente se paraba, luego comenzaba de nuevo su prolija tarea; se alejaba, volvía, se asentaba en un objeto, se levantaba y repetía su paseo circular modulando sus óperas abstrusas, hasta que tomaba rumbo hacia una puerta y se escapaba satisfecha, como si acabara de encantar a su auditorio.

La atmósfera del aposento quedaba cargada con el bordoneo del insecto y parecía mantener en conserva algún mensaje lamentable, dicho por una comadre mal intencionada.

Y luego continuaban los silencios y los ruidos, las luces y las sombras, las caras y las esfinges, aterrorizando la imaginación y girando lastimeramente en torno del niño enfermo.

¡Pobre Tini! Entre un letargo y otro letargo él veía cambiarse los personajes de la escena: unos entraban, otros salían, algunos permanecían estáticos y serios como senadores petrificados, o bailaban contradanzas haciendo figuras al compás de una música que no se oía.

Los ruidos de las calles comenzaban luego a amontonarse en la atmósfera y penetraban poco a poco hasta la cama de Tini, solitarios primero, juntos y en tropel después, hasta que su número y su mezcla producía un rumor uniforme, monótono, sin articulación ni timbre.

*

El farol del patio que había mirado con su ojo amarillo durante toda la noche a través de las persianas el doliente cuadro, urgido por la economía doméstica y la competencia insostenible de la luz solar, se vio obligado a dejar de pestañear con su gas a medio foco, y sus fajas penumbradas, que desde las paredes del cuarto acompañaban a los veladores, se borraron de golpe, dejando en ellos la tristeza de una innovación.

Y a la plácida aurora, y al sol naciente y a los nublados de la tarde, sucedían: el crepúsculo, la oscuridad de la noche, la semi-luz de las estrellas o la serena reflexión de la luna que con su cara bruñida se levantaba lentamente hacia los cielos.
Las horas pasaban unas tras otras, con su número de orden a la espalda, en series por docenas, marcadas como camisas de gente metódica y llegándose al infinito las desgracias que sucedieron en ella, sin dar vuelta jamás la cara, para mirar la mísera tarea de sus compañeras; las horas pasaban prendidas las unas a los faldones de las otras, con su paso uniforme, como soldados de teatro, sin pararse ni acabarse jamás.

La número seis o siete de la segunda serie, que había visto esconderse el sol tras de los edificios, con su cara roja como la de un enfermo de escarlatina, entraba en el cuarto de Tini envuelta en el crepúsculo, a pedir que encendieran las luces y pusieran un punto brillante en el vaso de aceite, donde iba a navegar toda la noche un disco de porcelana con una mecha microscópica.

Los ojos de Tini, medio empañados ya, veían los círculos difusos de aquella luz clandestina que alargaba y acortaba sus rayos en un eterno juego sin consecuencia y sin destino.

*

Los ruidos de la calle se hacían cada vez más raros y se presentaban más separados. La voz de los vendedores se alejaba; el fragor de los vehículos disminuía y sólo de tiempo en tiempo, un coche apurado atronaba los aires raspando el pavimento.
Ruidos, luces, olores, todo llegaba a Tini como si viniera de otro mundo, y su cabeza desvanecida poblaba fantasías increíbles ese cosmos de sensaciones.

Los médicos entraban, observaban, conversaban, ordenaban y salían silenciosos.

Sólo uno, el de la casa, se quedaba más tiempo junto a la cama de Tini. Su jovialidad había desaparecido, su ciencia había medido el abismo y su corazón de hombre se impresionaba ante aquella desolación inevitable.

-¡Doctor, mi hijo se muere! -le decía la madre de Tini -"Se muere", repercutía como un eco en el pecho del médico, pero sus labios no proferían una palabra.

*

Tini ya no conocía, su cerebro preparaba voluptuosidades de otro mundo; sus rulos continuaban esparcidos sobre la almohada y sólo la cánula, sujeta a su garganta, daba indicios de vida, roncando flemas y sosteniendo artificialmente una existencia que se extinguía.

Por fin sus manos comenzaron a enfriarse; pequeñas esferitas de sudor helado brotaron en su rostro pálido, un movimiento convulsivo pareció iniciarse; hubo un momento de quietud extrema... Tini hizo un esfuerzo supremo para incorporarse: no pudo, abrió sus grandes ojos, miró fijamente la luz de la lámpara, estiró los brazos hacia su mamá y los dejó caer de nuevo; la cánula dio su último ronquido y...

*

Las horas continuaron pasando con su número de orden, marcadas como camisas de gente metódica!...

¡Es una felicidad morirse en la estación de las flores! El cajón de Tini iba literalmente cubierto de ellas y la mano callosa del sepulturero, deshizo más de una corona al tratar de llenar su función municipal.

¡Y qué bueno es vivir en un pueblo donde hay carruajes de todas clases y de todos precios; empresarios de diligencias, de ómnibus y de coches fúnebres; de coches fúnebres sobre todo: para casados, para solteros, para viejos y para niños!
¡Qué gran ventaja poder llevar un buen acompañamiento y que hasta los caballos y los vehículos se vistan de luto o se adornen con penachos blancos! ¡Cómo retrata esto los sentimientos humanos! ¡Un llamador con tules negros, un cuadro de Mefistófeles cubierto de merino, una vela de estearina con corbata oscura, y hasta las teteras con capuchón de duelo, son la expresión más seria del pesar por la pérdida de un deudo!

Las teteras principalmente, ¡qué té tan amargo hacen cuando están de luto! Y si ustedes vieran con qué desgano comen su limosna de pasto averiado los caballos de las cocherías cuando vuelven del cementerio, comprenderían la aflicción que los oprime y se explicarían el aspecto dolorido que ofrecen cuando cojean su trote de alquiler, balanceando sus penachos por las calles y caminando sin ojos delante de un catafalco con ruedas.

Y los cocheros sentimentales de los acompañamientos, que han aprendido a afligirse por el fallecimiento de todos los desconocidos, o por la tarea monótona de transportarlos por el mismo camino y con el mismo paso, ¡qué pesar insólito manifiestan en sus sombreros abollados y sus guantes de algodón, mientras metodizan su marcha, gestionando la última cuenta de su patrón, tras del deudor que llevan a enterrar, junto con las coronas de siemprevivas, marcadas con una calumnia de terciopelo negro que dice: "¡eterno recuerdo!"

*

Tini, ¿dónde estás? Cuando corre una estrella por los cielos y cae para hundirse en los mares, ¿tú viajas en ella? Cuando las hojas de los árboles de tu casa hablan en voz baja con el viento, ¿dicen algo de ti? Cuando mi corazón se oprime al ver un niño rubio como tú, ¿es tu mano pequeña la que me lo aprieta desde el otro mundo? Cuando se evaporan las lágrimas que tu muerte ha hecho derramar sobre la tierra, ¿el pesar que disuelven llega hasta ti? ¿Dónde estás, dime? ¿Habré de morirme para verte?

*

¡Pobre Tini! Las flores de su cajón se han secado hace tiempo, las letras de su nombre se han carcomido, todo está viejo a su lado, pero el sepulcro que tiene en el seno materno se conserva nuevo y perfumado.

Su pelo está en muchos relicarios, su ropa está guardada cuidadosamente y uno de sus botincitos extraviado que ha sido descubierto en una cómoda antigua, un año después de no haber ya tal Tini sobre la tierra, ha producido una escena conmovedora y dolorosa; la imaginación de la madre lo ha llenado con el pie de Tini, y la niñera asegura que, al ver esa reliquia, ha visto al mismo Tini con el botín amoldado, duro y torcido, mostrando su dedo rosado por el agujero de la punta.

Sus juguetes yacen escondidos; el polichinela se ha quedado en el fondo de un mueble con los brazos tiesos y los platillos levantados; el tambor y los soldados están rotos y ¡ya ningún niño jugará con ellos!




Ilustración: Jean Francois Millet

Jardines de Kew (Virginia Woolf)

Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengu...