sábado, 27 de diciembre de 2025

La señorita Julia (Amparo Dávila)







La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros de oficina, llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido aquel tono rosado que Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana, metódica y tranquila. Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros habían observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes. Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada, ante su escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida. Ella que siempre estaba fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo elogio. En la oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La señorita Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable, no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. El menor detalle delataba el fino espíritu de Julia, quien gustaba de la música y los buenos libros: la poesía de Shelley y la de Keats, los Sonetos del Portugués y las novelas de las hermanas Brontë. Ella misma se preparaba los alimentos y limpiaba la casa con verdadero agrado. Siempre se la veía pulcra; vestida con sencillez y propiedad. Debió de haber sido bella; aún conservaba una tez fresca y aquella tranquila y dulce mirada que le daba un aspecto de infinita bondad. Desde hacía algún tiempo estaba comprometida con el señor De Luna, contador de la empresa, quien la acompañaba todas las tardes desde la oficina hasta su casa. Algunas veces se quedaba a tomar un café y a oír música, mientras la señorita Julia tejía algún suéter para sus sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y, a la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y sobrinos; por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a su casa muy satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.


Hacía más de un mes que Julia no dormía. Una noche la había despertado un ruido extraño como de pequeñas patadas y carreras ligeras. Encendió la luz y buscó por toda la casa, sin encontrar nada. Trató de volver a dormirse y no pudo conseguirlo. A la noche siguiente sucedió lo mismo, y así, día tras día… Apenas comenzaba a dormirse cuando el ruido la despertaba. La pobre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casa de arriba abajo sin encontrar ningún rastro. Como la duela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que a lo mejor estaba llena de ratas, y eran estas las que la despertaban noche a noche. Contrató entonces a un hombre para que tapara todos los orificios de la casa, no sin antes introducir en los agujeros un raticida. Tuvo que pagar por este trabajo 60 pesos, lo cual le pareció bastante caro. Esa noche se acostó satisfecha pensando que había ya puesto fin a aquella tortura. Le molestaba mucho, sin embargo, haber tenido que hacer aquel gasto, pero se repitió muchas veces que no era posible seguir en vela ni un día más. Estaba durmiendo plácidamente cuando el tan conocido ruido la despertó. Fácil es imaginar la desilusión de la señorita Julia. Como de costumbre revisó la casa sin resultado. Desesperada se dejó caer en un viejo sillón de descanso y rompió a llorar. Allí vio amanecer…


 


Como a las once de la mañana Julia no podía de sueño; sentía que los ojos se le cerraban y el cuerpo se le aflojaba pesadamente. Fue al baño a echarse agua en la cara. Entonces oyó que dos de las muchachas hablaban en el pasillo, junto a la escalera.


—¿Te fijaste en la cara que tiene hoy?


—Sí, desastrosa.


—No sé cómo puede presentarse a trabajar así, hasta un niño sospecharía…


—¿Entonces tú también crees…?


—¡Pero si es evidente…!


—Nunca me imaginé que la señorita Julia…


—Lo que a mí me da coraje es que se haga pasar por una santa.


—A mí me da mucho dolor verla, la pobre ya no puede ni con su alma.


—¡Claro!, a su edad…


 


Julia sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza. Le comenzaron a temblar las manos y las piernas se le aflojaron. Le resultaba difícil entender aquella infamia. Un velo tibio le nubló la vista y las lágrimas rodaron por las mejillas encendidas.


 


La señorita Julia compró trampas para ratas, queso y veneno. Y no permitió que Carlos de Luna la acompañara, porque le apenaba sobremanera que llegara a saber que su casa se encontraba llena de ratas. El señor De Luna podía pensar que no había la suficiente limpieza, que ella era desaseada y vivía entre alimañas. Colocó una ratonera en cada una de las habitaciones, con una ración de queso envenenado, pues pensaba que si las ratas lograban salvarse de la ratonera morirían envenenadas con el queso. Y para lograr mejores resultados y eliminar cualquier riesgo, puso un pequeño recipiente con agua, envenenada también, por si las ratas se libraban de la trampa y no gustaban del queso, pues imaginó que sentirían sed, después de su desenfrenado juego. Toda la noche escuchó ruidos, carreras, saltos, resbalones… ¡Aquellas ratas se divertían de lo lindo, pero sería su última fiesta! Este pensamiento le comunicaba algunas fuerzas y le abría la puerta de la liberación. Cuando el ruido terminó, ya en la madrugada, Julia se levantó llena de ansiedad a ver cuántas ratas habían caído en las ratoneras. No encontró una sola. Las ratoneras estaban vacías, el queso intacto. Su única esperanza era que, por lo menos, hubieran bebido el agua envenenada.


La pobre Julia empezó a probar diariamente un nuevo veneno. Y tenía que comprarlos en sitios diferentes y donde no la conocieran, pues en los lugares adonde había ido varias veces comenzaban a verla con miradas maliciosas, como sospechando algo terrible. Su situación era desesperada. Cada día sus fuerzas disminuían de manera notable. Había perdido su alegría habitual y la tranquilidad de que siempre había gozado; su aspecto comenzaba a ser deplorable y su estado nervioso, insostenible. Perdió por completo el apetito y el placer por la lectura y la música. Aunque lo intentaba, no podía interesarse en nada. Lo único que leía y estudiaba con desesperación eran unos viejos libros de farmacopea que habían pertenecido a su padre. Pensaba que su única salvación consistiría en descubrir ella misma algún poderoso veneno que acabara con aquellos diabólicos animales, puesto que ningún otro producto de los ordinarios surtía efecto en ellos.


 


La señorita Julia se había quedado dormida. Alguien le tocó suavemente un hombro. Despertó al instante, sobresaltada.


—El jefe la llama, señorita Julia.


Julia se restregó los ojos, muy apenada, y se empolvó ligeramente tratando de borrar las huellas del sueño. Después se encaminó hacia la oficina del señor Lemus. Apenas si llamó a la puerta. Y se sentó en el borde de la silla, estirada, tensa. El señor Lemus comenzó diciendo que siempre había estado contento con el trabajo de Julia, eficiente y satisfactorio, pero que de algún tiempo a la fecha las cosas habían cambiado y él estaba muy preocupado por ella… Que lo había pensado bastante antes de decidirse a hablarle… Y le aseguraba que, por su parte, no había prestado atención a ciertos rumores… (esto último lo dijo bajando la vista). Julia había enrojecido por completo, se afianzó de la silla para no caer, su corazón golpeaba sordamente. No supo cómo salió de aquel privado ni si alcanzó a decir algo en su defensa. Cuando llegó a su escritorio sintió sobre ella las miradas de todos los de la oficina. Afortunadamente el señor De Luna no estaba en ese momento. Julia no hubiera podido soportar semejante humillación.


 


Las hermanas se dieron cuenta bien pronto de que algo muy grave sucedía a Julia. Al principio aseguraba que no tenía nada, pero a medida que las cosas empeoraron y que Julia fue perdiendo la estabilidad tuvo que confesarles su tragedia. Trataron inútilmente de calmarla y le prometieron ayudarla en todo. Junto con sus maridos revisaron la casa varias veces sin encontrar nada, lo cual las dejó muy desconcertadas. Aumentaron entonces sus cuidados y atenciones hacia la pobre hermana. Poco después decidieron que Julia necesitaba un buen descanso y que debía solicitar cuanto antes un “permiso”en su trabajo. Julia también se daba cuenta de que estaba muy cansada y que le hacía falta reponerse, pero veía con gran tristeza que sus hermanas dudaban también del único y real motivo que la tenía sumida en aquel estado. Se sentía observada por ellas hasta en los detalles más insignificantes, y ni qué decir de la oficina, donde su conducta llevaba a los compañeros a pensar en motivos humillantes y vergonzosos. La incomprensión y la bajeza de que era capaz la mayoría de la gente, la había destrozado y deprimido por completo. Recordaba constantemente aquella conversación que había tenido el infortunio de escuchar, y la reconvención del señor Lemus… y entonces las lágrimas le rodaban por las mejillas y los sollozos subían a su garganta.


La señorita Julia estaba encariñada con su trabajo, no obstante la serie de humillaciones y calumnias que a últimas fechas había tenido que sufrir. Llevaba quince años en aquella oficina, y siempre había pensado trabajar allí hasta el último día que pudiera hacerlo, a menos que se le concediera la dicha de formar un hogar como a sus hermanas. Pensaba que era poco serio andar de un trabajo en otro, y que eso no podía sentar ningún buen precedente. Después de mucho cavilar resolvió que no le quedaba más remedio que solicitar un permiso, como deseaban sus hermanas, y tratar de restablecerse.


 


Las relaciones de Julia con el señor De Luna se habían ido enfriando poco a poco, y no porque esta fuera la intención de ella. Cuando empezó a sufrir aquella situación desquiciante, se rehusó a verlo diariamente como hasta entonces lo hacía, por temor a que él sospechara algo. Experimentaba una enorme vergüenza de que descubriera su tragedia. De solo imaginarlo sentía que las manos le sudaban y la angustia le provocaba náuseas. Después ya no era solo ese temor, sino que Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuera preparar venenos. Había improvisado un pequeñísimo laboratorio utilizando algunas cosas que se había encontrado en un cajón, y que sin duda su padre guardaba como recuerdo de sus años de farmacéutico, pues unos años antes de morir vendió la farmacia y solo se dedicaba a atender unos cuantos enfermos. En ese laboratorio Julia pasaba todos sus ratos libres y algunas horas de la noche mezclando sustancias extrañas que, la mayoría de las veces, producían emanaciones insoportables o gases que le irritaban los ojos y la garganta, ocasionándole accesos de tos y copioso lagrimeo… Así las cosas, Julia ya no tenía tiempo ni paz para sentarse a escuchar música con el señor De Luna. Se veían poco, si acaso una vez por semana y los domingos que iban a misa. Pero Julia sentía que aquel afecto era de tal solidez y firmeza que nada lo podía menoscabar. “Un sentimiento sereno y tranquilo, como una sonata de Bach; un entendimiento espiritual estrecho y profundo, lleno de pureza y alegría…”Así lo había Julia definido.


Y el señor De Luna pensaba igual que Julia respecto de la nobleza de sus relaciones, “tan raras y difíciles de encontrar, en un mundo enloquecido y lleno de perversión, en aquel desenfreno donde ya nadie tenía tiempo de pensar en su alma ni en su salvación, donde los hogares cristianos cada vez eran más escasos…”y daba gracias diariamente por aquella bella dádiva que se le había otorgado y que tal vez él no merecía. Pero Carlos de Luna era un hombre en extremo piadoso, hijo y hermano ejemplar, contador honorable y muy competente. Pertenecía con gran orgullo a la Orden de Caballeros de Colón de cuya mesa directiva formaba parte. Ya hacía algunos años que debería haberse casado, pero él, responsable en extremo, había querido esperar a tener la consistencia moral necesaria, así como cierta tranquilidad económica que le permitiera sostener un hogar con todo lo necesario y seguir ayudando a sus ancianos padres. Había conocido a Julia desde tiempo atrás, después tuvo la suerte de trabajar en la misma oficina, lo cual facilitó la iniciación de aquella amistad que poco a poco se fue transformando en hondo afecto. A últimas fechas, el señor De Luna se hallaba muy preocupado y confuso. Julia había cambiado notablemente, y él sospechaba que algo muy grave debía de ocurrirle. Se mostraba reservada, evitaba hablarle a solas. Empezó a sufrir en silencio aquel repentino y extraño cambio de Julia y a esperar que un día le abriera su corazón y se aclarara todo. Pero Julia cada día se alejaba más y el señor De Luna empezó a notar que en la oficina se comentaba también el cambio de Julia. Después llegaron hasta él frases maliciosas y mal intencionadas que tuvieron la virtud, primero de producirle honda indignación y, después, de prender la duda y la desconfianza en su corazón. En este estado fue a consultar su caso con el reverendo Padre Cuevas, que desde hacía muchos años era su confesor y guía espiritual y quien resolvía los pocos problemas que el buen hombre tenía. El reverendo Padre le aconsejó que esperara un tiempo prudente para ver si Julia volvía a ser la de antes o, de lo contrario, se alejara de ella definitivamente, ya que a lo mejor esa era una prueba palpable que daba Dios de que esa unión no convenía y estaba encaminada al fracaso y al desencanto, y podía ser, tal vez, un grave peligro para la salvación de su alma.


 


La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajaba en la oficina, a pedirle a Carlos de Luna que la acompañara hasta su casa porque quería comunicarle algo importante. Este la recibió con marcada frialdad, de una manera casi hostil, como se puede ver algo que está produciendo daño o un peligro inmediato y temido. Julia, más cohibida que de costumbre por la actitud de Carlos, le relató en el camino que iba a dejar de trabajar por un tiempo porque necesitaba descanso. Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comentario. Con sombrero y paraguas negros y su habitual traje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno, que ese día estaba más acentuado.

Julia lo invitó a pasar. Mientras hacía el café experimentaba un gran bienestar. La sola presencia del señor De Luna le producía confianza y tranquilidad. Se reprochó entonces haberlo visto tan poco durante ese último tiempo. Se reprochó también no haber tenido el valor de confiarle su tragedia. Él la hubiera confortado y juntos habrían encontrado alguna solución. Decidió entonces hablar con Carlos.


Los dos bebían el café, en silencio. De pronto Julia dijo:


—Carlos… yo quisiera decirle…


—Diga, Julia.


—¿No quisiera oír algo de música?


—Como usted guste.


Julia se levantó a poner unos discos, profundamente contrariada consigo misma. No se había atrevido, no se atrevería nunca. Las palabras se habían negado a salir. Tal vez aquella actitud demasiado seca de Carlos la había contenido. Aquella mirada tan lejana cuando ella iba a empezar a contarle su tragedia. Cogió su tejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna comenzó a hablar, más bien a balbucear:


—Julia, yo quisiera proponerle… más bien… yo he pensado… querida Julia… yo creo que lo mejor… es decir, tomando en cuenta… Julia, por nuestro bien y salud espiritual… lo más conveniente es dar por terminado… bueno, quiero decir no llevar adelante nuestro proyecto de matrimonio…


Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, se secó la frente con el pañuelo varias veces. Estaba tan pálido como un muerto y la voz se le quebraba constantemente. Después, un poco más calmado, siguió hablando “de la tremenda responsabilidad que el matrimonio implicaba, de los numerosos deberes y las obligaciones de los cónyuges…”


Julia estaba aún más pálida que él. El tejido había caído de sus manos y la boca se le secó completamente. El dolor y el desencanto la habían traspasado de tal manera que temía no poder decir ni una sola palabra. Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estaba de acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lo mejor para ambos.


 


La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño; olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las ratas. Tenía la convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su vida, y toda lucha contra ellos resultaría inútil. No fue más los domingos a comer con sus hermanas por no poder soportar el ruido que hacían los niños y menos aún jugar a las cartas. Tejía constantemente con manos temblorosas; de cuando en cuando se enjugaba una lágrima. Y solo interrumpía su labor para asear un poco la casa y prepararse algo de comida. A veces se quedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto era todo su descanso. Su hermana Mela iba todas las noches a acompañarla. Temían que algo le pasara, si la dejaban sola; tal era su estado. Y Mela, cansada de las labores de su casa, caía rendida y se dormía profundamente. A veces la despertaban los pasos de Julia que iba y venía por toda la casa buscando las ratas, “aquellas ratas infernales que no la dejaban dormir…”


 


Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia… en la escalera… aquellas carreras… saltos… resbalones… después allí en su cuarto… llegando hasta su cama… debajo de la cama. Abrió los ojos y se incorporó; algo de claridad penetraba por las viejas persianas de madera. Escuchó como una estampida, una huida rápida, distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver unos ojillos muy redondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama; ahora sí las encuentro… Después de algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío. Lloró sordamente. Se mesaba los cabellos con desesperación o se clavaba las uñas en las palmas de las manos produciéndose un daño que ya no sentía.


Aquella mañana la señorita Julia se levantó haciendo un gran esfuerzo. Dio algunos pasos tambaleante y se detuvo unos minutos frente al espejo para componerse el cabello. El rostro que vio reflejado no podía ser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algo que ponerse y… ¡allí estaban!… Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las había descubierto!… ¡las malditas, las malditas, eran ellas!… con sus ojillos rojos y brillantes… eran ellas las que no la dejaban dormir y la estaban matando poco a poco… pero las había descubierto y ahora estaban a su merced… no volverían a correr por las noches ni a hacer ruido… estaba salvada… volvería a dormir… volvería a ser feliz… allí las tenía fuertemente cogidas… se las enseñaría a todo el mundo… a los de la oficina… a Carlos de Luna… a sus hermanas… todos se arrepentirían de haber pensado mal… se disculparían… olvidaría todo… ¡malditas, malditas!… ¡qué daño tan grande le habían hecho!… pero allí estaban… en sus manos… reía a carcajadas… las apretaba más… caminaba de un lado a otro del cuarto… estaba tan feliz de haberlas descubierto… ya había perdido toda esperanza… reía estrepitosamente… Ahora estaban en su poder… ya no le harían daño nunca más… hablaba y reía… lloraba de gusto y de emoción gritaba, gritaba… qué suerte haberlas descubierto, qué suerte… risa y llanto, gritos, carcajadas… con aquellos ojillos rojos y brillantes… gritaba… gritaba… gritaba…

Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y bostezando, encontró a Julia apretando furiosamente su hermosa estola de martas cebellinas.




Ilustración: John Stanton Ward

viernes, 26 de diciembre de 2025

Los blues de Sonny (James Baldwin)









Lo leí en el periódico, en el metro, al ir a trabajar. Lo leí y no daba crédito, así que volví a leerlo. Luego es posible que me quedara mirando fijamente la letra de molde que deletreaba su nombre, que explicaba con detalle la noticia. Me quedé mirándolo en las luces oscilantes del vagón, en las caras y los cuerpos de la gente, y en mi propia cara, atrapado en la oscuridad que rugía fuera.


Era imposible de creer, y no dejé de repetírmelo mientras salía de la estación de metro y me encaminaba al instituto. Y, al mismo tiempo, no había ninguna duda.


Tenía miedo, miedo por Sonny. Volvió a hacerse real para mí. Un gran bloque de hielo se instaló en mi estómago y fue derritiéndose poco a poco a lo largo de todo el día, mientras daba mis clases de álgebra. Era una clase de hielo especial. No paraba de derretirse, recorriéndome las venas con hilillos de agua helada, y, sin embargo, nunca disminuía de tamaño. A veces se endurecía y parecía expandirse hasta que creía que se me iban a salir las entrañas, o iba a asfixiarme o a gritar. Siempre ocurría en un momento en que recordaba algo específico que Sonny había dicho o hecho alguna vez.


Cuando Sonny tenía la misma edad que los chicos de mis clases, había tenido una cara despierta y transparente, de tono cobrizo; unos ojos castaños increíblemente francos, y una gran dulzura y necesidad de privacidad. Me preguntaba qué aspecto tendría ahora. Lo habían detenido la noche anterior en una redada en un apartamento del centro, por vender y consumir heroína.


Yo no podía creerlo; pero lo que quiero decir con eso es que no lograba hacerle un sitio dentro de mí. Llevaba mucho tiempo manteniéndolo fuera. No había querido saber. Había tenido mis sospechas, pero no les había puesto nombre, no había parado de desecharlas. Me decía a mí mismo que Sonny era insensato, pero no estaba loco. Y


siempre había sido un buen chico, nunca se había vuelto duro, malo o irrespetuoso como pueden volverse los chicos, tan deprisa, tanto, sobre todo en Harlem. Me resistía a creer que algún día vería a mi hermano hundirse, sin llegar a nada, toda esa luz que irradiaba su cara apagada, en la misma condición en que había visto a tantos de ellos. Pero había ocurrido, y allí estaba yo, explicando álgebra a un montón de chicos que, por lo que yo sabía, podían estar metiéndose un chute cada vez que iban a las letrinas. Tal vez les servía más que el álgebra.


Estaba seguro de que la primera vez que Sonny se había metido caballo no tendría muchos años más que esos chicos que estaban ante mí. Esos chicos vivían ahora como nosotros habíamos vivido entonces, crecían con prisas, golpeándose la cabeza contra el bajo techo de sus posibilidades reales. Estaban llenos de rabia. Lo único que conocían de verdad eran dos oscuridades, la oscuridad de su vida, que se cernía sobre ellos, y la oscuridad del cine, que les impedía ver esa otra oscuridad, y con la que ahora soñaban con rencor, más juntos de lo que habían estado nunca, y al mismo tiempo más solos.


Cuando sonó el último timbre y terminó la última clase, exhalé hondo. Era como si hubiera estado conteniendo la respiración todo ese tiempo. Tenía la ropa húmeda…, es posible que tuviera el aspecto de haber estado en un baño turco, totalmente vestido, toda la tarde. Me quedé sentado largo rato en el aula, yo solo.


Escuché a los chicos fuera, en el patio, gritando, soltando palabrotas y riendo. Me fijé en su risa, tal vez por primera vez. No era la risa alegre que —Dios sabe por qué—


uno asocia con los niños. Era burlona y aislada, su intención era denigrar. Estaba llena de desencanto, y en esto también radicaba la autoridad de sus palabrotas. Tal vez yo los escuchaba porque pensaba en mi hermano y en ellos oía a mi hermano. Y a mí mismo.


Un chico silbaba una melodía, muy complicada y muy sencilla al mismo tiempo, parecía brotar de él como de un pájaro, y sonaba fenómeno, desplazándose a través de todo ese aire áspero y brillante, limitándose a sostenerse a través de todos esos otros ruidos.


Me levanté y me acerqué a la ventana, y miré al patio de abajo. Era el principio de la primavera, y la savia fluía por los chicos. De vez en cuando pasaba entre ellos un profesor a paso rápido, como si estuviera deseando salir de ese patio y perder de vista a esos chicos, quitárselos de la cabeza. Empecé a recoger mis cosas. Pensé que lo mejor era volver a casa y hablar con Isabel.


El patio estaba casi desierto cuando bajé las escaleras. En la oscuridad de una puerta vi a un chico exactamente igual que Sonny. Casi lo llamé por su nombre.


Luego vi que no era él sino alguien a quien los dos conocíamos, un chico de nuestro edificio. Había sido amigo de Sonny. Nunca había sido amigo mío, era demasiado pequeño para mí, y de todas maneras nunca me había caído bien. Y ahora, aun cuando ya era mayorcito, seguía merodeando ese edificio, haraganeando por sus esquinas, siempre colocado y desastrado. Yo me lo encontraba de vez en cuando, y él a menudo se lo montaba para pedirme veinticinco o cincuenta centavos. Siempre tenía una buena excusa, y yo siempre se los daba. No sé por qué.


Pero ahora, de pronto, lo odiaba. No podía soportar su forma de mirarme, en parte como un perro, en parte como un niño astuto. Quería preguntarle qué demonios estaba haciendo allí, en el patio del colegio.


Se acercó a mí medio arrastrando los pies.


—Veo que tienes el periódico. Así que ya lo sabes.


—¿Te refieres a lo de Sonny? Sí, ya estoy enterado. ¿Cómo es que no te detuvieron a ti?


Él sonrió. Eso lo hacía repulsivo, y te traía también a la memoria el aspecto que había tenido de niño.


—Yo no estaba allí. No me junto con esa gente.


—Estupendo. —Le ofrecí un cigarrillo, y lo observé a través del humo—. ¿Has venido hasta aquí sólo para decirme lo de Sonny?


—Así es. —Medio sacudía la cabeza y tenía una mirada extraña, como si estuviera a punto de poner los ojos bizcos. El sol brillante volvía mate su húmeda piel marrón oscura, hacía que sus ojos parecieran amarillos y mostraba el polvo de su pelo ensortijado. Olía a coño, y me aparté un poco de él.


—Pues gracias. Pero ya lo sabía y tengo que irme a casa.


—Te acompaño un rato —dijo.


Echamos a andar. Seguía habiendo un par de chicos parados sin hacer nada en el patio, y uno de ellos me dio las buenas noches y miró con extrañeza al chico que estaba a mi lado.


—¿Qué piensas hacer? —me preguntó él—. Me refiero a Sonny.


—Mira, hace más de un año que no veo a Sonny, no estoy seguro de si voy a hacer algo. De todos modos, ¿qué demonios puedo hacer?


—Es cierto —se apresuró a decir él—, no hay nada que puedas hacer. Ya no puedes ayudar al bueno de Sonny, supongo.


Era lo que yo estaba pensado y por tanto me pareció que él no tenía ningún derecho a decirlo.


—Pero me ha sorprendido de Sonny —continuó; tenía una extraña manera de hablar, con la mirada al frente como si hablara consigo mismo—; pensé que era un chico listo, le creía demasiado listo para que se dejara pillar.


—Supongo que él también se lo creía —dije con aspereza— y es así como lo pillaron. ¿Y tú qué? Apuesto a que eres muy listo, maldita sea.


Entonces él me miró fijamente, sólo un minuto.


—No soy listo —dijo—. Si lo fuera me habría hecho con una pistola hace mucho.


—Mira, no me cuentes tus penas, si por mí fuera te caerían unas cuantas. —


Luego me sentí culpable…, culpable probablemente por haber dado siempre por hecho que el cabrón no tenía nada que contar, y mucho menos penas, y me apresuré a preguntarle—: ¿Qué va a pasarle ahora?


Él no me respondió. Se había recluido en alguna parte.


—Es extraño —dijo, y por el tono de su voz podríamos haber estado hablando de la ruta más rápida para llegar a Brooklyn—, cuando he visto los periódicos esta mañana, lo primero que me he preguntado ha sido si yo tenía algo que ver con ello.


Me he sentido algo así como responsable.


Empecé a escuchar con más atención. La boca del metro estaba en la esquina, justo delante de nosotros, y me detuve. Él también se detuvo. Estábamos frente a un bar y él se agachó ligeramente para mirar dentro, pero la persona a la que buscaba no parecía estar allí. La máquina de discos sonaba a todo volumen con un tema negro y con ritmo, y observé a medias cómo la camarera iba bailando de la máquina de discos hasta su puesto detrás de la barra. Le escudriñé la cara mientras respondía riendo a algo que alguien le decía, sin dejar de seguir el ritmo de la música. Cuando sonreía uno veía a la niña, intuía a la mujer sentenciada que seguía luchando detrás de esa cara arruinada de la semiputa.


—Yo nunca le di nada a Sonny —dijo el chico por fin—, pero hace mucho vine colocado al instituto, y Sonny me preguntó qué se sentía. —Hizo una pausa, yo no podía soportar mirarlo, observé a la camarera, y escuché la música que parecía hacer estremecer la acera—. Le dije que era una sensación increíble. —La música cesó, la camarera se detuvo y se quedó mirando la máquina de discos hasta que volvió a oírse música—. Era cierto.


Todo eso me llevaba a algún lugar donde yo no quería ir. No quería saber qué se sentía. Llenaba de amenaza todo, a la gente, las casas, la música, a la morena y voluble camarera; y esa amenaza era lo que los hacía reales.


—¿Qué va a pasarle ahora? —volví a preguntar.


—Lo enviarán a alguna parte y tratarán de curarlo. —Sacudió la cabeza—. Tal vez hasta crean que se ha desenganchado. Luego lo soltarán. —Hizo un gesto, arrojando el cigarrillo a la cuneta—. Eso es todo.


—¿Qué quieres decir con eso es todo?


Pero yo sabía qué quería decir.


—Quiero decir que eso es todo. —Volvió la cabeza y me miró, con las comisuras de la boca hacia abajo—. ¿No sabes lo que quiero decir? —preguntó en voz baja.


—¿Cómo demonios quieres que sepa lo que quieres decir? —Casi lo susurré, no sé por qué.


—Es cierto —dijo él al aire—, ¿cómo va a saber él lo que yo quiero decir? —Se volvió de nuevo hacia mí, paciente y tranquilo, y sin embargo me pareció que temblaba, temblaba como si estuviera a punto de desmoronarse. Volví a sentir ese hielo en mis entrañas, el terror que había sentido a lo largo de toda la tarde; y volví a observar a la camarera, que se movía por el bar, lavando vasos y cantando—.


Escucha. Lo soltarán y empezará de nuevo. Eso es lo que quiero decir.


—Quieres decir… que lo soltarán. Y entonces él volverá a las andadas. Quieres decir que nunca se desenganchará. ¿Es eso lo que quieres decir?


—Eso es —dijo él, alegremente—. Ya ves lo que quiero decir.


—Dime —dije yo por fin—, ¿por qué quiere morir? Debe de querer morir. Se está matando. ¿Por qué quiere morir?


Él me miró sorprendido. Se pasó la lengua por los labios.


—No quiere morir. Quiere vivir. Nadie quiere morir, nunca.


Entonces quise preguntarle… tantas cosas. Pero él no habría podido responderme, o, de haberlo hecho, yo no habría soportado las respuestas. Empecé a andar.


—Bueno, supongo que no es asunto mío.


—Va a ser duro para el bueno de Sonny —dijo él. Llegamos a la boca del metro


—. ¿Es ésta tu parada? —preguntó.


Asentí. Bajé un escalón.


—¡Maldita sea! —exclamó él de pronto. Lo miré. Él volvió a sonreír—. Me he dejado la pasta en casa. ¿No tendrás un dólar? Sólo un par de días, eso es todo.


De pronto algo dentro de mí cedió y amenazó con salir a raudales. Ya no lo odiaba. Sentí que un minuto más y me echaría a llorar como un crío.


—Claro —dije—. No te preocupes. —Miré en mi cartera y no tenía un dólar suelto, sólo cinco—. Toma, ¿aguantarás con eso?


Él no lo miró, no quiso mirarlo. Una terrible expresión hermética le cubrió la cara, como si quisiera mantener oculto el número del billete, de él y de mí.


—Gracias —dijo, y ahora se moría por verme marchar—. No te preocupes por Sonny. Tal vez le escriba o algo por el estilo.


—Claro —dije yo—. Hasta luego.


—Hasta pronto —dijo él.


Seguí bajando las escaleras.


Y no escribí a Sonny ni le envié nada durante mucho tiempo. Cuando por fin lo hice fue justo después de que muriera mi hija pequeña, y él me escribió una carta que me hizo sentir como un cabrón.


Decía así:


Querido hermano:


No sabes cuánto necesitaba tener noticias de ti. He querido escribirte muchas veces, pero pensaba en cuánto daño debo de haberte hecho y no escribía. Pero ahora me siento como un hombre que ha estado tratando de salir de un hoyo muy hondo, muy hondo y apestoso, y acaba de ver el sol allá arriba, fuera. Tengo que salir de aquí.


No puedo explicarte gran cosa de cómo he acabado aquí. Quiero decir que no sé cómo explicarlo. Supongo que me daba miedo algo, o trataba de huir de algo, y ya sabes que nunca he aguantado mucho (sonrisa). Me alegro de que papá y mamá estén muertos y no vean qué ha sido de su hijo, y te juro que si hubiera sabido lo que hacía nunca os hubiera hecho tanto daño ni a ti ni a tantas otras buenas personas que han sido tan amables conmigo y que creían en mí.


No quiero que creas que tiene que ver con que sea músico. Es algo más. O tal vez menos. No puedo pensar con claridad aquí dentro y trato de no pensar en qué va a ser de mí cuando salga. A veces creo que voy a perder la chaveta y que nunca saldré, y otras que regresaré directo. Pero te diré una cosa, antes me vuelo la tapa de los sesos que volver a pasar por esto. Pero eso es lo que todos dicen, o eso me aseguran. Si te digo cuándo voy a ir a Nueva York y pudieras venir a recogerme, te lo agradecería. Da recuerdos a Isabel y a los niños, y lo sentí mucho por la pequeña Gracie. Ojalá pudiera ser como mamá y decirte que es la voluntad del Señor, pero no sé, me parece que lo único que no se acaba nunca son los problemas, y no sé de qué sirve echar la culpa de ellos al Señor. Pero tal vez sirve de algo si tienes fe.


Tu hermano,


Sonny


A partir de entonces me mantuve en estrecho contacto con él y le enviaba lo que fuera, y fui a recogerlo cuando volvió a Nueva York. Cuando lo vi, muchas cosas que creía olvidadas se agolparon en mi memoria. Eso se debía a que yo había empezado por fin a preguntarme sobre Sonny, sobre su vida interior. Esa vida, fuera la que fuese, le había envejecido y adelgazado, y había profundizado la lejana quietud con que siempre se había movido. No se parecía nada a mi hermano pequeño. Sin embargo, cuando sonrió, cuando nos estrechamos la mano, el hermano pequeño al que yo nunca había conocido me miró desde las profundidades de su vida interior, como un animal a la espera de ser camelado para salir a la luz.


—¿Qué tal sigues? —me preguntó.


—Bien. ¿Y tú?


—Francamente bien. —Toda su cara sonreía—. Me alegro de volverte a ver.


—Me alegro de verte.


Los siete años que nos llevábamos se abrían entre los dos como un abismo: me pregunté si esos años servirían algún día como un puente. Estaba recordando, y me dejó sin aliento, que lo había visto nacer; y había oído las primeras palabras que había balbuceado. Cuando empezó a andar, dejó a mi madre para venir derecho a mí. Y lo cogí justo antes de que cayera al suelo al dar sus primeros pasos en este mundo.


—¿Cómo está Isabel?


—Bien. Se muere por verte.


—¿Y los niños?


—También bien. Están impacientes por ver a su tío.


—Oh, vamos. Sabes que no se acuerdan de mí.


—¿Bromeas? Por supuesto que se acuerdan.


Él volvió a sonreír. Nos subimos a un taxi. Teníamos muchas cosas que decirnos, demasiadas para saber por dónde empezar.


Cuando el taxi se puso en marcha, pregunté:


—¿Sigues queriendo ir a la India?


Se echó a reír.


—Todavía te acuerdas. Ni hablar. Este sitio ya es lo bastante indio para mí.


—Era de ellos —dije.


Y él rió de nuevo.


—Sabían muy bien lo que se hacían cuando se deshicieron de él.


Hace años, cuando él tenía unos catorce, había estado obsesionado con la idea de ir a la India. Había leído libros sobre gente que permanecía sentada en rocas, desnuda, con toda clase de tiempo, pero sobre todo malo, naturalmente, y andaba descalza sobre brasas de carbón y ganaba sabiduría. Yo le decía que me parecía que se estaban alejando de la sabiduría lo más deprisa posible. Creó que me despreciaba un poco por eso.


—¿Te importa —preguntó— si pedimos al taxista que vaya a lo largo del parque?


Por el lado oeste… Hace tanto que no veo la ciudad.


—Por supuesto que no —dije. Temí dar la impresión de que le seguía la corriente, pero confié en que no se lo tomara así.


De modo que avanzamos entre el verde del parque y la elegancia fría y sin vida de los hoteles y edificios de apartamentos, hacia las durísimas y gráficas calles de nuestra niñez. Esas calles no habían cambiado, aunque habían surgido complejos de viviendas subvencionadas, como rocas en medio de un mar hirviendo. La mayoría de las casas en las que habíamos crecido habían desaparecido, lo mismo que los almacenes en los que habíamos robado, los sótanos en los que habíamos probado por primera vez el sexo, los tejados desde los que habíamos arrojado latas y ladrillos.


Pero casas exactamente iguales a las casas de nuestro pasado seguían dominando el paisaje, chicos exactamente iguales a los chicos que habíamos sido nosotros se asfixiaban en esas casas y bajaban a las calles en busca de luz y aire, y se veían a sí mismos cercados por la miseria. Alguno escapaba de la trampa, pero la mayoría no lo hacía. Los que salían siempre dejaban atrás una parte de sí mismos, como algunos animales se amputaban una pata y la dejaban atrás en la trampa. Tal vez podía decirse que yo había escapado, después de todo era profesor de instituto; o que lo había hecho Sonny, que hacía años que no vivía en Harlem. Sin embargo, mientras el taxi avanzaba hacia el norte de la ciudad a través de calles que parecían oscurecerse a toda prisa con gente oscura, y yo estudiaba con disimulo la cara de Sonny, se me ocurrió que lo que los dos buscábamos por separado a través de nuestras ventanillas respectivas era esa parte de nosotros mismos que habíamos dejado atrás. Siempre es a la hora de los problemas y la confrontación cuando duele el miembro ausente.


Llegamos a la calle Ciento diez y empezamos a subir por la Avenida Lenox. Yo conocía esa avenida de toda la vida, pero volví a verla tal como la vi el día que me enteré por primera vez de los apuros de Sonny, llena de una amenaza oculta que era su mismo soplo de vida.


—Ya casi hemos llegado —dijo Sonny.


—Casi. —Los dos estábamos demasiado nerviosos para decir algo más.


Vivimos en un complejo de viviendas subvencionadas. No lleva mucho tiempo en pie. Lo que unos días después de construido parecía inhabitable de puro nuevo ahora está en un estado lamentable, naturalmente. Parece una parodia de la vida buena, limpia y anónima; sabe Dios que la gente que vive aquí hace todo lo posible por convertirlo en una parodia. El césped de aspecto machacado que lo rodea no basta para tornar verdes sus vidas, los setos jamás contendrán las calles, y lo saben. Las grandes ventanas no engañan a nadie, no son lo bastante grandes para hacer sitio donde no lo hay. No se molestan con las ventanas, miran la pantalla del televisor. El parque de columpios y toboganes lo frecuentan sobre todo niños que no juegan a la taba, ni saltan a la comba, ni patinan, ni se columpian, y los encuentras allí en cuanto se hace de noche. Nos mudamos allí en parte porque no está lejos de donde yo doy clases, y en parte por los niños; pero en realidad es como las casas donde Sonny y yo crecimos. Pasan las mismas cosas, tendrán los mismos recuerdos. En cuanto Sonny y yo entramos en la casa, tuve la sensación de estar trayéndolo de vuelta al peligro por el que casi había muerto intentando escapar de él.


Sonny nunca ha sido muy hablador. De modo que no sé por qué asumí que estaría muriéndose por hablar conmigo cuando acabamos de cenar la primera noche. Todo fue bien, mi hijo mayor se acordaba de él y al pequeño le cayó bien, y Sonny se había acordado de traer algo para cada uno; e Isabel, que es en realidad mucho más simpática que yo, es mucho más abierta y se da mucho más, se había esforzado mucho con la cena y se alegraba sinceramente de verlo. Además, siempre ha sabido tomar el pelo a Sonny de una forma que yo nunca he sabido. Fue agradable verla de nuevo con una expresión tan llena de vida, y oírla reír y verla hacer reír a Sonny. No estaba o no parecía estar para nada preocupada o incómoda. Charló como si no hubiera ningún tema que tuviera que evitarse, y logró que Sonny superara su leve rigidez inicial. Y menos mal que ella estaba allí, porque yo volvía a estar lleno de ese terror helado. Todos mis movimientos me parecían torpes y todas mis palabras me sonaban cargadas de un sentido oculto. Trataba de recordar todo lo que había oído sobre la drogadicción y no podía evitar escudriñar a Sonny en busca de indicios. No lo hacía con malicia. Trataba de averiguar algo de mi hermano. Me moría por oírle decir que estaba fuera de peligro.


«¡Seguridad!», gruñía mi padre cada vez que mi madre sugería que nos mudáramos a un barrio que no fuera peligroso para los niños. ¡Al demonio la seguridad! No hay ningún lugar ni ninguna persona que no sea un peligro para los niños.


Siempre hablaba en esos términos, pero en realidad no era tan malo como parecía, ni siquiera los fines de semana, cuando se emborrachaba. De hecho, siempre estaba a la caza de «algo un poco mejor», pero murió antes de encontrarlo. Murió de repente, un ebrio fin de semana en mitad de la guerra, cuando Sonny tenía quince años. Él y Sonny nunca se habían llevado muy bien. Y era en parte porque Sonny era el niño de sus ojos. Era porque quería tanto a Sonny y temía por él, que siempre se peleaba con él. Es inútil pelearse con Sonny. Se limita a retroceder y encerrarse en sí mismo, donde nadie pueda alcanzarlo. Pero la principal razón por la que nunca congeniaron es porque se parecían demasiado. Mi padre era grande, bruto y gritón, todo lo contrario de Sonny, pero los dos tenían… esa misma necesidad de privacidad.


Mi madre trató de decirme algo de esto a la muerte de mi padre. Yo estaba en casa de permiso.


Ésa fue la última vez que vi a mi madre con vida. Así y todo, esta imagen se mezcla en mi mente con otras de cuando ella era más joven. Como siempre la veo es como solía estar los domingos por la tarde, cuando los viejos se quedaban charlando después de la gran comida dominical. Siempre la veo vestida de azul celeste, sentada en el sofá. Y a mi padre sentado en el sillón, no muy lejos de ella. Y la sala de estar llena de gente de la iglesia y parientes. Allí están todos, sentados alrededor de la sala de estar, mientras fuera la noche se aproxima con sigilo, pero nadie lo sabe aún. Es posible ver crecer la oscuridad contra los cristales de las ventanas, y oír los ruidos de la calle, o tal vez el ritmo metálico de una pandereta procedente de una de las iglesias cercanas, pero en la habitación reina un silencio total. Por un momento nadie habla, pero todas las caras parecen ensombrecerse, como el cielo fuera. Y mi madre se balancea ligeramente por la cintura, y a mi padre se le cierran los ojos. Todos están mirando algo que no alcanza a ver un niño. Por un instante se han olvidado de los niños. Tal vez hay uno tumbado sobre la alfombra, medio dormido. Tal vez alguien tiene a otro en el regazo y le acaricia distraído la cabeza. Tal vez, acurrucado en una gran silla en la esquina, hay otro niño, callado y con los ojos muy abiertos. El silencio, la oscuridad que se aproxima y la oscuridad de las caras asustan oscuramente al niño. Espera que la mano que le acaricia la frente no pare nunca…, nunca muera. Espera que nunca llegue el día en que los viejos dejen de sentarse en la sala de estar, hablando de donde han venido, y qué han visto, y qué les ha pasado a ellos y a los suyos.


Pero algo penetrante y observador en el niño le dice que tiene forzosamente que acabarse, que ya se está acabando. En cualquier momento alguien se levantará y encenderá la luz. Entonces los viejos se acordarán de los niños y ya no hablarán más por ese día. Y cuando la luz inunda la habitación, el niño se ve inundado de oscuridad. Sabe que cada vez que eso ocurre, está un poco más cerca de la oscuridad de fuera. La oscuridad de fuera es de lo que han estado hablando los viejos. Es de donde han venido. Lo que soportan. El niño sabe que ya no hablarán más porque si él sabe demasiado sobre lo que les ha ocurrido a ellos, sabrá demasiado y demasiado pronto sobre lo que va a ocurrirle a él.


La última vez que hablé con mi madre recuerdo que yo estaba impaciente. Quería ir a ver a Isabel. Entonces no estábamos casados y teníamos que aclarar muchas cosas entre nosotros.


Mi madre estaba allí sentada, junto a la ventana. Tarareaba una vieja canción de iglesia, Señor, me trajiste desde muy lejos. Sonny estaba fuera, en alguna parte. Mi madre vigilaba sin cesar las calles.


—No sé si volveré a verte después de que te marches de aquí —dijo—. Pero espero que no olvides lo que he intentado enseñarte.


—No hables así —dije yo, y sonreí—. Todavía tienes cuerda para rato.


Ella también sonrió, pero no dijo nada. Se quedó callada largo rato. Y yo dije:


—Mamá, no te preocupes por nada. Te escribiré continuamente, y recibirás los talones…


—Quiero hablarte de tu hermano —dijo ella de pronto—. Si me pasara algo, no tendrá a nadie que mire por él.


—Mamá —dije yo—, no va a pasaros nada ni a ti ni a Sonny. Sonny está bien. Es un buen chico y tiene cabeza.


—No es cuestión de ser buen chico ni de tener cabeza —dijo mi madre—. No son sólo los malos o los tontos los que se ven arrastrados. —Se interrumpió y me miró—.


Tu padre tenía un hermano —añadió, y sonrió de una manera que me hizo ver que sufría—. No lo sabías, ¿verdad?


—No, no lo sabía —respondí, y le escudriñé la cara.


—Pues sí —dijo ella—, tu padre tenía un hermano. —Volvió a mirar por la ventana—. Sé que nunca viste llorar a tu padre. Pero yo sí le vi, y más de una vez, a lo largo de todos estos años.


—¿Qué fue de su hermano? —pregunté—. ¿Cómo es que nadie ha hablado nunca de él?


Era la primera vez que veía a mi madre mayor.


—Lo mataron cuando tenía pocos años menos de los que tienes tú ahora. Yo lo conocí. Era un buen chico. Tal vez un poco diablillo, pero nunca deseó nada malo a nadie. —Luego se interrumpió y la habitación quedó en silencio, exactamente como se había quedado a veces esas tardes de domingo. Mi madre seguía vigilando las calles—. Trabajaba en el molino y, como a todos los jóvenes, le gustaba tocar los sábados por la noche. Los sábados por la noche él y tu padre iban de un local a otro, asistían a bailes o se juntaban con gente que conocían, y el hermano de tu padre cantaba, tenía buena voz, y se acompañaba con la guitarra. Bueno, ese sábado por la noche en concreto, él y tu padre volvían a casa de algún local, y los dos estaban un poco bebidos, y esa noche había luna, iluminaba tanto como la luz del día. El hermano de tu padre se sentía a gusto y silbaba para sí, con la guitarra colgada del hombro. Bajaban una colina y debajo de ellos había una carretera que salía de la autopista. Bueno, pues el hermano de tu padre, que siempre fue juguetón, decidió bajar corriendo, y así lo hizo, con la guitarra golpeándole y haciendo ruido detrás de él, cruzó la carretera y se puso a hacer pipí detrás de un árbol. Y tu padre, que estaba divertido, siguió bajando la colina más bien despacio. De pronto oyó el motor de un coche y en ese preciso momento su hermano salió de detrás del árbol a la carretera a la luz de la luna. Y empezó a cruzarla. Y tu padre echó a correr colina abajo, dice que no sabe por qué. El coche estaba lleno de hombres blancos. Estaban todos borrachos, y cuando vieron al hermano de tu padre, dejaron escapar un gran hurra y un grito, y fueron derechos hacia él. Se divertían, sólo querían asustarlo, como hacen a veces, ya sabes. Pero estaban borrachos. Y supongo que el chico, también borracho y asustado, perdió la cabeza o algo así. Cuando saltó era demasiado tarde. Tu padre dice que lo oyó gritar cuando el coche lo arrolló, y oyó la madera de la guitarra partirse, y las cuerdas soltarse, y a los blancos gritando, y el coche siguió su camino y no se ha parado hasta el día de hoy. Y para cuando tu padre hubo bajado la colina su hermano no era más que sangre y pulpa.


Brillaban lágrimas en la cara de mi madre. Yo no sabía qué decir.


—Nunca lo mencionó —dijo— porque nunca dejé que lo mencionara delante de vosotros. Tu padre se puso como loco esa noche y durante muchas noches después.


Decía que nunca en su vida había visto nada tan oscuro como esa carretera cuando los faros del coche dejaron de verse. No había nada ni nadie en esa carretera, sólo tu padre, su hermano y esa guitarra reventada. Ah, tu padre nunca se recuperó del todo.


Hasta el día que murió estuvo convencido de que cada hombre blanco que veía era el que había matado a su hermano.


Se interrumpió y, sacando un pañuelo, se secó los ojos y me miró.


—No te cuento todo esto para asustarte o volverte amargado o hacerte odiar a nadie. Te lo digo porque tienes un hermano. Y el mundo no ha cambiado.


Supongo que yo no quería creerlo. Y ella lo vio en mi cara. Me dio la espalda y se volvió de nuevo hacia la ventana, recorriendo esas calles con la mirada.


—Pero yo glorifico a mi Redentor —dijo por fin— porque ha llamado a tu padre antes que a mí. No quiero arrojarme flores, pero confieso que me reconforta saber que ayudé a tu padre a pasar por este mundo. Tu padre siempre se comportó como el hombre más duro y más fuerte de la tierra. Y todo el mundo lo tomó por tal. ¡Pero si no me hubiera tenido allí, para ver sus lágrimas…!


Volvía a llorar. Sin embargo, yo era incapaz de moverme. Dije:


—Dios mío, mamá, no tenía ni idea de que fuese así.


—Oh, cariño —respondió ella—, hay un montón de cosas que no sabes. Pero vas a enterarte. —Se levantó de la ventana y se acercó a mí—. Tienes que coger fuerte a tu hermano y no dejarlo caer, no importa lo que parezca que le esté pasando y lo mucho que te enfades con él. Vas a enfadarte con él muchas veces. Pero no olvides lo que te he dicho, ¿me oyes?


—No lo olvidaré —dije—. No te preocupes, no lo olvidaré. No dejaré que le pase nada a Sonny.


Mi madre sonrió como si le divirtiera algo que veía en mi cara. Luego:


—Es posible que no puedas impedir que le pase algo. Pero tienes que hacerle saber que estás allí.


Dos días después me casaba, y luego me marché. Tenía un montón de cosas en la cabeza y me olvidé por completo de la promesa que le había hecho a mi madre, hasta que volví en barco de permiso especial para su funeral.


Y después del funeral, a solas con Sonny en la cocina vacía, traté de averiguar algo de él.


—¿Qué quieres hacer? —pregunté.


—Voy a ser músico —respondió él.


Porque durante el tiempo que yo había pasado fuera, él había pasado de bailar al ritmo de la máquina de discos a enterarse de quién tocaba qué, y qué hacían con el instrumento, y se había comprado una batería.


—¿Quieres decir que quieres ser batería? —Por alguna razón tenía la impresión de que ser hatería podía estar bien para otra gente, pero no para mi hermano Sonny.


—No creo que llegue a ser nunca un gran batería —dijo él, mirándome con mucha gravedad—. Pero creo que puedo tocar el piano.


Fruncí el entrecejo. Nunca había hecho el papel de hermano mayor con tanta seriedad antes, de hecho casi nunca le había preguntado a Sonny una maldita cosa.


Me di cuenta de que me hallaba ante algo que no sabía cómo manejar, que se me escapaba. De modo que fruncí un poco más el entrecejo y pregunté:


—¿Qué clase de músico quieres ser?


Él sonrió.


—¿Cuántas clases crees que hay?


—Habla en serio —dije.


Él rió, echando la cabeza hacia atrás. Luego me miró.


—Estoy hablando en serio.


—Pues entonces, por el amor de Dios, deja de hacer bromas y responde a una pregunta seria. Me refiero a si quieres ser concertista de piano, o quieres tocar música clásica y demás, o qué. —Mucho antes de que yo terminara, él volvía a reír—. ¡Por el amor de Dios, Sonny!


Se calmó, no sin dificultad.


—Lo siento. ¡Pero se te ve tan… asustado! —Y volvió a estallar en carcajadas.


—Puede que te parezca divertido ahora, niño, pero no lo será tanto cuando tengas que ganarte la vida con ello, para que lo sepas. —Estaba furioso porque sabía que se reía de mí y yo no sabía por qué.


—No —dijo él, muy serio ahora, y temiendo, tal vez, haberme herido—. No quiero ser pianista clásico. No es eso lo que me interesa. Quiero decir —hizo una pausa, mirándome fijamente, como si con su mirada pudiera ayudarme a comprender, luego hizo un ademán en vano, como si su mano tal vez pudiera ayudar— que tendré que estudiar mucho, y tendré que estudiar de todo, pero quiero tocar con músicos de jazz. —Se interrumpió—. Quiero tocar jazz.


Bueno, la palabra nunca había sonado tan pesada y tan real como sonó esa tarde en la boca de Sonny. Me limité a mirarlo, probablemente con el entrecejo muy fruncido. Sencillamente no podía entender por qué demonios quería pasar el tiempo en clubes nocturnos, haciendo el payaso en un escenario mientras la gente se daba empujones en una pista de baile. Parecía… indigno de él. Yo nunca había pensado en ello antes, nunca me había visto obligado a hacerlo, pero supongo que siempre había encasillado a los músicos de jazz dentro del grupo que mi padre llamaba «gente para pasarlo bien».


—¿Hablas en serio?


—Ya lo creo que estoy hablando en serio.


Se le veía más desvalido que nunca, y disgustado, y profundamente dolido.


—¿Quieres decir… como Louis Armstrong? —sugerí amablemente.


Su cara se cerró como si se la hubiera golpeado.


—No. No estoy hablando de esa mierda tradicional y anticuada.


—Mira, Sonny, lo siento, no te enfades. Sencillamente no lo entiendo. Nómbrame a alguien…, ya sabes, a un músico de jazz al que admires.


—Bird.


—¿Quién?


—¡Bird! ¡Charlie Parker! ¿No te enseñan nada en el maldito ejército?


Encendí un cigarrillo. Me sorprendió y divirtió un poco descubrir que me temblaba la mano.


—He estado desconectado —dije—. Tendrás que tener paciencia conmigo. Dime,


¿quién es ese Parker?


—Sólo es uno de los más grandes músicos de jazz vivo —respondió Sonny hoscamente, con las manos en los bolsillos, dándome la espalda—. Tal vez el más grande —añadió con amargura—. Probablemente por eso nunca has oído hablar de él.


—Está bien —dije—, soy ignorante, lo siento. Ahora mismo saldré y compraré todos los discos en venta, ¿de acuerdo?


—Por mí no lo hagas —dijo él con dignidad—. Me da lo mismo lo que escuches.


No me hagas favores.


Empezaba a darme cuenta de que nunca lo había visto tan ofendido. Al mismo tiempo me decía que probablemente sería una de esas fases por las que pasan los chicos, y que no debería darle tanta importancia ni presionarlo tanto. Sin embargo, no creí que hubiera nada malo en preguntar.


—¿No lleva mucho tiempo todo eso? ¿Se puede vivir de ello?


Se volvió de nuevo hacia mí y se medio apoyó, medio sentó en la mesa de la cocina.


—Todo lleva tiempo —dijo— y…, sí, puedo ganarme la vida con ello. Pero lo que parece que no soy capaz de hacerte comprender es que es lo único que quiero hacer.


—Bueno, Sonny —dije yo con delicadeza—, ya sabes que la gente no siempre puede permitirse hacer exactamente lo que quiere…


—No, no lo sé —dijo Sonny, sorprendiéndome—. Creo que la gente debe hacer lo que quiere hacer, ¿para qué vive si no?


—Te estás haciendo mayorcito —dije yo, desesperado— y ya va siendo hora de que empieces a pensar en tu porvenir.


—Estoy pensando en mi porvenir —dijo Sonny sombrío—. Pienso en él todo el tiempo.


Me rendí. Decidí que si no cambiaba de idea, siempre podríamos hablar de ello más tarde.


—Entretanto —dije— tienes que terminar el colegio. —Ya habíamos decidido que se iría a vivir con Isabel y los padres de ella. Me constaba que no era la solución ideal, porque los padres de Isabel tenían tendencia a ser esnob y no habían mostrado especial interés en que ella se casara conmigo. Pero no se me ocurría otra—. Y


tenemos que instalarte en casa de Isabel.


Hubo un largo silencio. Se apartó de la mesa de la cocina y se acercó a la ventana.


—Es una idea pésima. Y lo sabes.


—¿Tienes alguna mejor?


Se paseó por la cocina un momento. Era tan alto como yo, y había empezado a afeitarse. De pronto tuve la sensación de que no le conocía en absoluto.


Se detuvo junto a la mesa de la cocina y cogió mis cigarrillos. Mirándome entre divertido y burlón, se llevó uno a los labios.


—¿Te molesta?


—¿Ya fumas?


Él encendió el cigarrillo y asintió, observándome a través del humo.


—Sólo quería comprobar si tenía el coraje de hacerlo delante de ti. —Sonrió y exhaló una gran nube de humo hacia el techo—. Ha sido fácil. —Me miró—. Vamos, apuesto a que tú ya fumabas a mi edad, dime la verdad.


No dije nada, pero la verdad estaba escrita en mi cara, y él rió. Pero esta vez la carcajada estuvo cargada de tensión.


—Claro. Y apuesto a que no es lo único que hacías.


Me estaba asustando un poco.


—Déjate de joder —dije—. Ya habíamos decidido que ibas a vivir con Isabel y sus padres. ¿Qué te ha pasado de repente?


—Lo decidiste tú —señaló él—. Yo no decidí nada. —Se detuvo delante de mí, apoyándose contra la cocina, los brazos cruzados relajadamente—. Mira, hermano, no quiero quedarme en Harlem, en serio. —Hablaba con apremio. Me miró, luego miró por la ventana de la cocina. Había algo en su mirada que yo nunca había visto, un aire pensativo, una preocupación muy suya. Me froté el músculo del brazo—. Ha llegado el momento de que me largue de aquí.


—¿Adónde quieres ir, Sonny?


—Quiero enrolarme en el ejército. O en la marina, me da igual. Si digo que soy lo bastante mayor, me creerán.


Entonces me puse furioso. Era porque estaba muy asustado.


—Debes de estar loco. ¿Para qué demonios quieres enrolarte en el ejército?


—Ya te lo he dicho. Para salir de Harlem.


—Sonny, ni siquiera has terminado el colegio. Y si realmente quieres ser músico,


¿cómo esperas estudiar en el ejército?


Me miró, atrapado, angustiado.


—Hay maneras. Puede que se me ocurra una especie de acuerdo. De todos modos, cuando salga tendré mis derechos como veterano.


—Si es que sales. —Nos miramos—. Sonny, por favor. Sé razonable. Sé que el montaje está lejos de ser perfecto, pero tenemos que poner todo de nuestra parte.


—No aprendo nada en el colegio —dijo—. Ni siquiera cuando voy. —Me dio la espalda, abrió la ventana y tiró el cigarrillo al estrecho callejón. Me quedé mirando su espalda—. Al menos, no estoy aprendiendo nada que me gustaría aprender. —Golpeó la ventana con tanta fuerza que pensé que el cristal iba a saltar por los aires, luego se volvió hacia mí—. ¡Y estoy harto del pestazo de estos cubos de basura!


—Sonny —dije yo—. Sé cómo te sientes. Pero si no terminas ahora el colegio, lamentarás más tarde no haberlo hecho. —Le sujeté por los hombros—. Y sólo te falta otro año. No está tan mal. Y yo volveré y te juro que te ayudaré a hacer lo que quieras hacer. Intenta aguantar hasta que yo vuelva. ¿Lo harás, por favor? ¿Por mí?


No respondió ni me miró.


—Sonny. ¿Me oyes?


Se apartó.


—Te oigo. Pero tú nunca oyes nada de lo que yo digo.


No supe qué decir a eso. Él miró por la ventana y luego hacia mí.


—Está bien —dijo con un suspiro—. Lo intentaré.


—En casa de Isabel tienen un piano —dije yo, tratando de animarlo un poco—.


Puedes practicar en él.


Y, en efecto, eso lo animó durante un minuto.


—Es cierto —dijo él para sí—. Lo había olvidado. —Relajó un poco la cara. Pero la preocupación, el aire pensativo, seguía proyectándose en ella de la manera en que las sombras se proyectan en una cara que mira fijamente el fuego.


Pero pensé que nunca pararía de oír hablar de ese piano. Al principio Isabel me escribía diciendo lo estupendo que era que Sonny se tomara tan en serio su música, y cómo, en cuanto llegaba del colegio, o de donde fuera que había estado cuando se suponía que estaba en el colegio, iba derecho al piano y no se separaba de él hasta la hora de cenar. Y, después de cenar, volvía al piano y se quedaba allí hasta que todos se iban a acostar. Se pasaba sentado al piano todos los sábados y todos los domingos.


Luego se compró un tocadiscos y empezó a escuchar discos. Ponía un disco una y otra vez, a veces todo el día, y lo acompañaba improvisando al piano. O ponía una parte del disco, un acorde, un cambio, una progresión, y luego la tocaba al piano. A continuación volvía al disco, y luego al piano.


En fin, la verdad es que no sé cómo lo aguantaron. Isabel al final confesó que no era como vivir con una persona, era vivir con ruido. Y el ruido no tenía ningún sentido para ella, no tenía ningún sentido para ninguno de ellos, naturalmente.


Empezaron en cierto modo a sufrir a causa de esa presencia que vivía en su casa. Era como si Sonny fuera una especie de dios o monstruo. Se movía en una atmósfera que no era la de ellos. Le daban de comer y él comía, se lavaba, entraba y salía de la casa; desde luego, no era horrible ni desagradable ni maleducado, Sonny no era ninguna de esas cosas; pero parecía estar envuelto en una nube, un fuego, una visión muy particular; y no había manera de llegar a él.


Al mismo tiempo, aún no era un hombre, pero tampoco un niño, y tenían que mirar por él en todos los sentidos. Desde luego, no podían echarlo. Tampoco se atrevían a montarle una gran escena a causa del piano porque hasta ellos se daban cuenta, como yo a tantos miles de kilómetros de distancia, de que cuando Sonny se sentaba a ese piano tocaba por su vida.


Pero no había estado yendo al colegio. Un día llegó una carta del consejo escolar, y la madre de Isabel la abrió; al parecer había habido otras cartas, pero Sonny las había roto. Ese día, cuando Sonny entró, la madre de Isabel le enseñó la carta y le preguntó dónde había pasado el tiempo. Y finalmente le sonsacó que había estado en Greenwich Village, con músicos y otros tipos, en el apartamento de una chica blanca.


Y eso la asustó y empezó a chillarle, y lo que le salió, una vez que se disparó —


aunque lo niega hasta la fecha—, fueron todos los sacrificios que estaban haciendo para darle un hogar decente, y lo poco que se los agradecía.


Sonny no tocó el piano ese día. Por la noche la madre de Isabel se había calmado, pero había que vérselas con el anciano, y con la misma Isabel. Dice Isabel que hizo todo lo posible por mantener la calma, pero perdió el control y se echó a llorar. Dice que se quedó mirando la cara de Sonny. Podía ver, sólo con mirarlo, lo que le estaba pasando. Y lo que le estaba pasando era que habían penetrado en su nube, lo habían alcanzado. Aun cuando lo habían hecho con dedos infinitamente más delicados que los dedos humanos en general, él no podía evitar tener la sensación de que lo habían desnudado y escupido a su desnudez. Porque él también tenía que ver que su presencia, esa música que para él era cuestión de vida o muerte, había sido una tortura para ellos, y la habían aguantado, no por él, sino por mí. Y Sonny no pudo soportarlo. Lo puede soportar un poco mejor ahora que entonces, pero sigue costándole y, con franqueza, no conozco a nadie a quien no le cueste.


El silencio de los siguientes días debió de ser más ruidoso que el ruido de toda la música tocada desde el principio de los tiempos. Una mañana, antes de ir a trabajar, Isabel entró en la habitación de Sonny para coger algo y se dio cuenta de que habían desaparecido todos sus discos. Y supo con certeza que se había marchado. Y así era.


Se fue todo lo lejos que la marina estaba dispuesta a llevarlo. Al cabo de un tiempo me envió una postal desde algún lugar de Grecia, y fue la primera noticia que tuve de que Sonny seguía con vida. No volví a verlo hasta que los dos vivimos en Nueva York y hacía mucho que había terminado la guerra.


Entonces ya era un hombre, por supuesto, pero yo no quería verlo. Pasaba de vez en cuando por casa, pero discutíamos casi cada vez que nos veíamos. No me gustaba cómo se comportaba, relajado y como distraído todo el tiempo, ni me gustaban sus amigos, y su música me parecía una mera excusa para llevar la vida que llevaba. Me parecía rara y desordenada.


Luego tuvimos una discusión bastante horrible y no volví a verlo en meses. Al final averigüé dónde vivía, en una habitación amueblada del Village, y traté de hacer las paces con él. Pero había montones de personas en la habitación, y Sonny estaba tumbado en la cama, y no quiso bajar conmigo al piso de abajo, y trataba a esas otras personas como si ellas fueran su familia y no yo. De modo que me puse furioso y entonces él se puso furioso, y yo le dije que por mí lo mismo daba que estuviera muerto que llevando esa vida. Entonces él se levantó y me dijo que no me preocupara más por él, que por lo que a mí se refería, él había muerto. Luego me empujó hasta la puerta y las otras personas hicieron como que no pasaba nada, y él cerró la puerta con un portazo detrás de mí. Me quedé en el pasillo, mirando fijamente la puerta. Oí reír a alguien en la habitación, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Empecé a bajar las escaleras, silbando para contener el llanto. Seguí silbando para mí: You going to need me, baby, one of these cold, rainy days.


Leí sobre los apuros de Sonny en primavera. La pequeña Grace murió en otoño.


Era una niña preciosa, pero sólo vivió poco más de dos años. Murió de polio y sufrió.


Tuvo un poco de fiebre un par de días, pero no parecía nada serio, así que nos limitamos a tenerla en cama. Habríamos llamado al médico, pero le bajó la fiebre y parecía estar bien. Nos pensamos que sólo había sido un resfriado. Un día, Grace estaba levantada y jugando en el salón, e Isabel, que estaba en la cocina preparando el almuerzo para los chicos, la oyó caerse. Cuando tienes muchos hijos no siempre echas a correr cuando uno se cae, a no ser que se ponga a gritar o algo así. Y, esta vez, Grace se quedó callada. Pero Isabel dice que oyó ese ruido sordo y luego ese silencio, le pasó algo que la asustó. Fue corriendo al salón y allí estaba la pequeña Grace, toda retorcida en el suelo, y la razón por la que no había gritado es porque no podía respirar. Y cuando lo hizo, fue el sonido más espantoso, dice Isabel, que ha oído en toda su vida, y todavía lo oye a veces en sueños. A veces me despierta con un ruido como si se ahogara, bajo, quejumbroso, y tengo que despertarla rápidamente y abrazarla, y por donde Isabel se aprieta contra mí llorando me parece una herida mortal.


Creo que es posible que escribiera a Sonny el mismo día en que enterraron a la pequeña Grace. Estaba sentado en el cuarto de estar, a oscuras, yo solo, y de pronto pensé en Sonny. Mi problema hizo real el suyo.


Un sábado por la tarde, cuando Sonny llevaba casi dos semanas viviendo con nosotros, o quedándose en nuestra casa, me encontré vagando por el cuarto de estar, bebiendo de una lata de cerveza y tratando de reunir el coraje para registrar la habitación de Sonny. Él había salido, solía hacerlo en cuanto yo llegaba, e Isabel había llevado a los niños a ver a sus abuelos. De pronto me detuve ante la ventana del cuarto de estar y me quedé observando la Séptima Avenida. La idea de registrar la habitación de Sonny me dejó paralizado. A duras penas me atrevía a confesarme a mí mismo qué buscaba. Ni sabía qué haría si lo encontraba. O si no lo hacía.


En la acera del otro lado, cerca de la entrada de un local en el que hacían parrilladas, varias personas celebraban una anticuada reunión evangelista. El cocinero, con un mugriento delantal blanco, el pelo castaño rojizo y metálico al pálido sol, y un cigarrillo entre los labios, estaba de pie en el umbral, observándolos.


Varios chicos y gente de más edad interrumpieron sus recados y se quedaron allí, junto con varios hombres mayores, así como un par de mujeres de aspecto duro que controlaban todo lo que pasaba en la avenida, como si les perteneciera, o ellas le pertenecieran a ella. Pues bien, ellos también observaban la reunión evangelista, que era dirigida por tres hermanas con hábito negro y un hermano. Todo lo que tenían eran sus voces, sus Biblias y una pandereta. El hermano daba su testimonio, y mientras lo hacía, dos de las hermanas permanecieron juntas, como diciendo amén, y la tercera se paseó con la pandereta extendida, y un par de personas arrojaron monedas en ella. Luego terminó el testimonio del hermano, y la hermana que había estado haciendo la colecta puso las monedas en la palma de su mano y se las guardó en el bolsillo de su largo hábito. Luego alzó las manos y, agitando la pandereta en el aire y contra una mano, se puso a cantar. Y las otras dos hermanas y el hermano se unieron a ella.


De pronto era extraño estar observando, aunque había visto esas reuniones toda mi vida. También las habían visto, por supuesto, todos los demás que estaban allá abajo. Y, sin embargo, se detuvieron, observaron y escucharon, y yo me quedé inmóvil junto a la ventana. Tis the old ship of Zion, cantaban, y la hermana de la pandereta marcaba el ritmo continuo y sonoro, it has rescued many a thousand! Ni una de las almas reunidas bajo el sonido de sus voces oía esa canción por primera vez, ni una sola había sido rescatada. Claro que no parecía haber ningún rescate en marcha. Ni creían particularmente en la santidad de las tres hermanas y el hermano, sabían demasiado de ellos, sabían dónde vivían y cómo. La mujer de la pandereta, cuya voz dominaba el aire, cuya cara brillaba de alegría, estaba separada por muy poco de la mujer que la observaba con un cigarrillo en sus gruesos y cuarteados labios, el pelo un nido de cuco, la cara cubierta de cicatrices e hinchada de muchas palizas, los ojos negros y brillantes como el carbón. Tal vez las dos lo sabían, lo cual explicaba por qué las pocas veces que se dirigían la una a la otra se trataban de hermanas. Mientras el canto llenaba el aire, se produjo un cambio en las caras que observaban y escuchaban: los ojos se concentraron en algo interior, la música pareció extraer un veneno de ellas y el tiempo casi pareció desaparecer de las caras derruidas, beligerantes, hoscas, como si huyeran de nuevo a su primera condición mientras soñaban con la última. El cocinero de las parrillas sacudió a medias la cabeza y sonrió, luego tiró el cigarrillo y desapareció en su local. Un hombre se palpó los bolsillos en busca de calderilla y esperó con ella en la mano, impaciente, como si acabara de acordarse de una cita urgente al otro lado de la avenida. Parecía furioso.


Entonces vi a Sonny en el borde del corro. Llevaba un cuaderno ancho y liso de tapas verdes que le hacía parecer, desde donde yo estaba, casi un colegial. El sol cobrizo hacía resaltar el cobre de su piel, sonreía ligeramente, estaba muy quieto. De pronto cesó el canto y la pandereta volvió a convertirse en un plato de recolecta. El hombre furioso arrojó sus monedas y se esfumó, lo mismo que un par de mujeres, y Sonny dejó caer algo de calderilla en el plato, mirando a la mujer a la cara con una leve sonrisa. Luego empezó a cruzar la avenida hacia casa. Tiene un andar lento, saltarín, parecido al de los jazzeros de Harlem, sólo que él ha impuesto al suyo su propio medio compás. Nunca me había fijado.


Me quedé junto a la ventana, aliviado y aprensivo a la vez. Cuando Sonny desapareció de mi vista, empezaron a cantar de nuevo. Seguían haciéndolo cuando la llave dio la vuelta en la cerradura.


—Eh —dijo.


—Eh. ¿Quieres una cerveza?


—No. Bueno, tal vez. —Pero se acercó a la ventana y se quedó a mi lado, mirando fuera—. Qué voz tan agradable.


Cantaban If I could only hear my mother pray again!


—Sí —dije—, y sabe tocar la pandereta.


—Pero qué canción más horrible —dijo, y se echó a reír. Dejó caer el cuaderno en el sofá y desapareció en la cocina—. ¿Dónde están Isabel y los niños?


—Creo que querían ver a sus abuelos. ¿Tienes hambre?


—No. —Volvió al cuarto de estar con su lata de cerveza—. ¿Quieres venir conmigo a un sitio esta noche?


Me di cuenta, no sé cómo, de que no podía rehusar.


—Claro. ¿Adónde?


Se sentó en el sofá, cogió su cuaderno y empezó a pasar hojas.


—Voy a juntarme con varios colegas en un garito del Village.


—¿Quieres decir que vas a tocar esta noche?


—Eso es. —Bebió un trago de cerveza y volvió a acercarse a la ventana. Me miró de reojo—. Si puedes soportarlo.


—Lo intentaré —dije.


Me sonrió y contemplamos juntos cómo se disolvía la reunión al otro lado de la calle. Las tres hermanas y el hermano cantaban con la cabeza gacha God be with you till we meet again. Las caras que los rodeaban estaban muy silenciosas. Luego terminó la canción y la pequeña multitud se dispersó. Observamos cómo las tres mujeres y el hombre solitario echaban a andar despacio por la avenida.


—Mientras ella cantaba antes —dijo Sonny, bruscamente—, su voz me ha recordado por un momento lo que se siente a veces con la heroína…, cuando te entra en las venas. Te hace sentir como calor y frío al mismo tiempo. Y como distante. Y…


seguro. —Bebió un sorbo de cerveza, rehuyendo deliberadamente mi mirada. Le observé la cara—. Te hace sentir… que controlas. A veces necesitas experimentar eso.


—¿Sí? —Me senté despacio en el sillón.


—A veces. —Se acercó al sofá y volvió a coger su cuaderno—. Algunas personas lo necesitan.


—¿Para tocar? —pregunté. Y mi voz era muy desagradable, llena de desprecio y cólera.


—Bueno… —me miró con los ojos muy abiertos, llenos de preocupación, como si, de hecho, esperara que ellos me dijeran cosas que él no era capaz de decir de otro modo—, eso creen. ¡Y si lo creen…!


—¿Y qué crees tú? —pregunté.


Se sentó en el sofá y dejó la lata de cerveza en el suelo.


—No lo sé —dijo, y yo no pude saber si respondía mi pregunta o continuaba con sus pensamientos. Su cara no me lo dijo—. No es tanto para tocar como para resistirlo, para ser capaz de hacerlo. A cierto nivel. —Frunció el entrecejo y sonrió—.


Para evitar venirte abajo.


—Pero esos amigos tuyos parecen venirse abajo muy deprisa, maldita sea.


—Es posible. —Jugueteó con el cuaderno. Y algo me dijo que debía contener la lengua, que Sonny estaba haciendo lo posible por hablar y que yo debía escuchar—.


Pero, por supuesto, tú sólo conoces a los que se han venido abajo. Algunos no lo hacen…, o al menos aún no lo han hecho, y eso es todo lo que puede decir cualquiera de nosotros. —Hizo una pausa—. Luego están los que viven realmente en el infierno y lo saben, y se dan cuenta de lo que está ocurriendo, pero siguen. No sé. —Suspiró, dejó caer el cuaderno y cruzó los brazos—. Algunos tipos, lo sabes por su forma de tocar, se meten algo constantemente. Y puedes ver que, bueno, eso hace que sea real para ellos. Pero, claro —cogió la cerveza del suelo, bebió y volvió a dejarla—, ellos también quieren, tienes que entenderlo. Hasta algunos de los que dicen que no… algunos, no todos.


—¿Y tú qué? —pregunté; no pude evitarlo—. ¿Tú quieres?


Se levantó, se acercó a la ventana y permaneció callado largo rato. Luego suspiró.


—Yo —dijo. Luego—: Mientras estaba abajo, al venir a casa, oyendo cantar a esa mujer, me di cuenta de pronto de cuánto debía de haber sufrido… para cantar así. Es repugnante pensar que tienes que sufrir tanto.


—Pero no es posible dejar de sufrir…, ¿verdad, Sonny?


—Creo que no —dijo, y sonrió—, pero eso no ha detenido a nadie a la hora de intentarlo. —Me miró—. ¿No?


Vi en esa mirada burlona que entre los dos, y para siempre, más allá del poder del tiempo o del perdón, se interponía el hecho de que yo había guardado silencio —


¡tanto tiempo!— cuando él había necesitado unas palabras de ayuda. Se volvió de nuevo hacia la ventana.


—No, no hay manera de dejar de sufrir. Pero lo pruebas todo para no ahogarte en ello, para mantenerte a flote y hacer que se parezca…, en fin, a ti. Como cuando haces algo y sufres las consecuencias, ¿sabes? —Yo no dije nada—. Bueno, ya sabes


—dijo él impacientándose—, ¿por qué sufre la gente? Tal vez es mejor hacer algo para darle un motivo, cualquiera.


—Pero hace un momento estábamos de acuerdo en que no es posible dejar de sufrir. ¿No es mejor limitarse a aceptarlo?


—¡Pero nadie se limita a aceptarlo! —exclamó Sonny—. ¡Esto es lo que te estoy tratando de decir! Todo el mundo intenta no hacerlo. Estás obsesionado por la manera en que lo intentan algunas personas…, ¡tú no eres así!


Me empezó a picar el vello de la cara, la notaba húmeda.


—Eso no es cierto —dije—, no es cierto. Me importa un comino lo que hacen los demás, ni siquiera me importa cuánto sufren. Sólo me importa lo que tú sufres. —Y


él me miró—. Por favor, créeme —dije—. No quiero verte… morir tratando de no sufrir.


—No moriré —dijo él con un tono desapasionado— tratando de no sufrir. Al menos no más deprisa que cualquier otro.


—Pero no hay necesidad —dije, tratando de reír—, ¿verdad? ¿De matarte?


Quería decir más, pero no pude. Quería hablar de la fuerza de voluntad, y de cómo la vida podía ser…, en fin, bella. Quería decir que todo estaba dentro de uno; pero ¿lo estaba? O, más bien, ¿no era ése precisamente el problema? Y quería prometerle que nunca volvería a fallarle. Pero todo hubiera sonado a palabras huecas y mentiras.


De modo que hice la promesa en mi fuero interno y recé para no romperla.


—A veces es horrible, dentro de uno —dijo él—, ése es el problema. Vas por esas calles negras, malolientes y frías, y no hay ni una jodida alma con quien hablar, no se mueve nada, y no hay forma de sacarlo…, de sacar esta tormenta interior. No puedes hablar de ella ni hacer el amor con ella, y cuando por fin tratas de aceptarla y tocar, te das cuenta de que nadie te está escuchando. De modo que eres tú el que tiene que escuchar. Tienes que hallar el modo de escuchar.


Luego se apartó de la ventana y volvió a sentarse en el sofá, como si de pronto se hubiera quedado sin resuello.


—A veces harías cualquier cosa por tocar, hasta le cortarías el cuello a tu madre.


—Me miró riendo—. O a tu hermano. —Luego se puso serio—. O a ti mismo. No te preocupes, ahora estoy bien y creo que estaré bien. Pero no puedo olvidar… dónde he estado. No me refiero sólo físicamente, sino dónde he estado. Y qué he sido.


—¿Qué has sido, Sonny? —pregunté.


Sonrió…, pero permaneció sentado de lado en el sofá, con el codo en el respaldo, tamborileando con los dedos en la boca y la barbilla, sin mirarme.


—He sido algo que no reconocí, que no sabía que podía ser. No sabía que alguien podía serlo. —Se interrumpió y se encerró en sí mismo. Se le veía joven y desvalido, y al mismo tiempo envejecido—. Te lo digo, no porque me sienta culpable ni nada por el estilo…, tal vez sería mejor que lo hiciera, no lo sé. De todos modos, no puedo hablar realmente de ello. Ni contigo ni con nadie. —Y esta vez se volvió hacia mí—.


¿Sabes? A veces, y era cuando más fuera estaba del mundo en realidad, tenía la sensación de estar dentro de eso, de estar realmente con eso, y podía tocar, o no me hacía falta tocar, sencillamente salía de mí, estaba allí. Y ahora que lo pienso, no sé cómo tocaba, pero sí sé que a veces hice cosas horribles a otras personas. No es que les hiciera algo a ellas, es que no eran reales. —Cogió la lata de cerveza; estaba vacía; la hizo girar entre las palmas—. Y otras veces, bueno, necesitaba un chute, necesitaba un rincón donde tumbarme, necesitaba despejar un lugar para escuchar…


y no podía encontrarlo y… me volvía loco, me hacía cosas horribles a mí mismo, era terrible conmigo mismo. —Empezó a apretar la lata entre las manos, observé cómo el metal empezaba a ceder. Éste brillaba mientras él jugueteaba con él como si fuera un cuchillo, y temí que se cortara, pero no dije nada—. En fin. No puedo explicártelo.


Estaba solo en el fondo de algo, apestando, sudando, llorando y temblando, y lo olía,


¿sabes?, olía mi propio tufo, y me decía que iba a morir si no me alejaba de él, y al mismo tiempo, sabía que todo lo que estaba haciendo era encerrarme con él. Y no sabía —hizo una pausa, todavía aplastando la lata de cerveza—, no sabía, y sigo sin saberlo, algo no paraba de decirme que tal vez era bueno oler tu propio tufo, pero yo no creía que fuera eso lo que había estado tratando de hacer… y… ¿quién puede soportarlo? —Y de pronto dejó caer la lata destrozada, mirándome con una ligera sonrisa. Luego se levantó y se acercó a la ventana como si fuera una piedra imán. Le escudriñé la cara, él miraba la avenida—. No pude decírtelo cuando mamá murió…, pero la razón por la que quería tan desesperadamente largarme de Harlem era para alejarme de las drogas. Y cuando luego huí, era de eso de lo que huía en realidad.


Cuando volví, no había cambiado nada, yo no había cambiado…, sólo tenía más años. —Y se interrumpió, tamborileando con los dedos en el cristal. El sol había desaparecido, pronto sería de noche. Le examiné la cara—. Puede pasar otra vez —


dijo, casi como si hablara consigo mismo. Luego se volvió hacia mí—. Puede pasar otra vez —repitió—. Sólo quiero que lo sepas.


—De acuerdo —dije, por fin—. De modo que puede pasar otra vez. Está bien.


Sonrió, pero era una sonrisa apesadumbrada.


—Tenía que tratar de decírtelo —dijo.


—Sí —dije—, lo entiendo.


—Eres mi hermano —dijo, mirándome a la cara, sin sonreír en absoluto.


—Sí —repetí—, sí, lo entiendo.


Se volvió de nuevo hacia la ventana y miró fuera.


—Todo ese odio de allá abajo —dijo—, todo ese odio, sufrimiento y amor. Es un milagro que no haga saltar en pedazos la avenida.


Fuimos al único club nocturno que había en una oscura y corta calle del centro. Nos metimos por el estrecho, bullicioso y atestado bar hasta la entrada de la sala grande, donde estaba el escenario. Y nos quedamos allí de pie un instante, porque las luces eran muy tenues en esa habitación y no veíamos nada. Luego:


—Hola, chico —dijo la voz, y un negro enorme, mucho mayor que Sonny o que yo, salió de esa iluminación atmosférica y pasó un brazo alrededor del hombro de Sonny—. He estado aquí sentado, esperándote —dijo.


Tenía también una voz potente, y varias cabezas en la oscuridad se volvieron hacia nosotros.


Sonny sonrió y, apartándose un poco, dijo:


—Creole, éste es mi hermano. Te he hablado de él.


Creole me estrechó la mano.


—Me alegro de conocerte, hijo —dijo, y quedó claro que se alegraba de conocerme allí, por Sonny. Y sonrió—. Tienes un verdadero músico en la familia. —


Y, retirando el brazo del hombro de Sonny, le dio unas afectuosas palmaditas con el dorso de la mano.


—Bueno. Lo he oído todo —dijo una voz a nuestras espaldas. Era otro músico amigo de Sonny, un negro más negro que el carbón, de aspecto jovial, que no levantaba un palmo del suelo. Enseguida empezó a confiarme a voz en cuello las cosas más horribles sobre Sonny, su dentadura brillando como un faro, su risa brotando de él como el comienzo de un terremoto.


Y resultó que todos los que estaban en la barra conocían a Sonny, o casi todos; algunos eran músicos, trabajaban allí o cerca, o no trabajaban, otros eran asiduos del local, y otros habían venido a propósito para oír tocar a Sonny. Éste me presentó a todos y ellos se mostraron muy educados conmigo. Sin embargo, estaba claro que para ellos yo no era más que el hermano de Sonny. Allí yo estaba en el mundo de Sonny. O mejor, su reino. Porque no había ninguna duda de que en sus venas corría sangre real.


Iban a tocar pronto, y Creole me instaló a mí solo en una mesa de un oscuro rincón. Entonces los observé, a Creole, al negro menudo, a Sonny y a los demás, haciendo barullo justo debajo del escenario. La luz de los focos no los alcanzaba por muy poco y, observándolos reír, gesticular y moverse, tuve la sensación de que estaban teniendo mucho cuidado en no entrar de forma repentina en ese círculo de luz; si entraban de forma repentina, sin pensarlo, perecerían abrasados. Luego, mientras yo observaba, uno de ellos, el negro menudo, se adentró en la luz, cruzó el escenario y empezó a juguetear con la batería. A continuación, en plan cómico pero al mismo tiempo extremadamente ceremonioso, Creole cogió a Sonny del brazo y lo condujo hasta el piano. Una voz femenina gritó el nombre de Sonny y varias manos empezaron a aplaudir. Y Sonny, también cómico y ceremonioso, y tan conmovido, creo, que podría haberse echado allí mismo a llorar, pero sin disimularlo ni hacer ostentación de ello, sobrellevándolo como un hombre, sonrió y, llevándose las dos manos al corazón, hizo una profunda reverencia.


Creole se acercó entonces al violín bajo y un hombre delgado y moreno, de piel muy brillante, subió de un salto al escenario y recogió del suelo la trompa. Allí estaban los cuatro, y la atmósfera en el escenario y en la sala empezó a cambiar y a tensarse. Alguien se acercó al micrófono y los anunció. Siguieron toda clase de murmullos, y varias personas de la barra se hicieron callar mutuamente. La camarera correteaba por la sala, tomando frenéticamente nota de las últimas copas que le pedían, las parejas se arrimaron y los focos situados sobre el escenario, sobre el cuarteto, se volvieron azul añil. De pronto todos habían cambiado de aspecto. Creole recorrió por última vez la sala con la mirada, como cerciorándose de que todas las gallinas estaban en el corral, y, con un brinco, empezó a tocar el violín. Y allá iban.


Lo único que sé de música es que no todo el mundo la escucha de verdad. E


incluso en las raras ocasiones en que algo se abre dentro de nosotros, y la música entra, lo que sobre todo oímos, u oímos corroborado, son evocaciones personales, privadas, que se desvanecen. Pero el que crea la música está oyendo algo más, está viéndoselas con el estruendo que se eleva del vacío e imponiendo orden en él en cuanto alcanza el aire. Lo que se evoca en él es, por tanto, de otra índole, más terrible porque carece de palabras, y al mismo tiempo triunfal, por esa misma razón. Y su triunfo, cuando triunfa, es nuestro. Yo me limitaba a observar la cara de Sonny. Era una cara afligida, se estaba esforzando mucho, pero él no estaba con ella. Y tuve la impresión de que, en cierto modo, todos los que tocaban con él estaban esperándolo, esperándolo y empujándolo. Pero cuando empecé a observar a Creole, caí en la cuenta de que era él quien contenía a todos. Los tenía atados corto. Allá arriba, llevando el compás con todo el cuerpo, gimiendo a través de su violín, con los ojos cerrados, escuchaba todo, pero escuchaba a Sonny. Mantenía un diálogo con él.


Quería que Sonny se alejara de la orilla y nadara resueltamente hacia las aguas profundas. Él era la prueba de que no era lo mismo nadar en aguas profundas que ahogarse; él había estado allí y lo sabía. Y quería que Sonny lo supiera. Esperaba a que Sonny hiciera algo sobre el teclado que le diera a entender que se había metido en el agua.


Y mientras Creole escuchaba, Sonny se sumergió en lo más profundo de su ser, exactamente como alguien que sufre lo indecible. Jamás se me había ocurrido lo horrible que debe de ser la relación entre el músico y su instrumento. Tiene que llenar ese instrumento de vida, la suya. Tiene que conseguir que haga lo que él quiere. Y un piano sólo es un piano. Está hecho de mucha madera, cables, martillos grandes y pequeños, y marfil. Si bien se puede hacer infinidad de cosas con él, la única manera de averiguarlo es probarlo; probarlo y obligarle a hacer todo.


Y hacía más de un mes que Sonny no veía un piano. Y no estaba en las mejores relaciones con su vida, ni con la vida que tenía por delante. Él y el piano tartamudearon, fueron para un lado, se asustaron, pararon; fueron para el otro lado, les entró el pánico, esperaron, volvieron a empezar; luego pareció que habían encontrado un rumbo, pero volvieron a asustarse y se quedaron parados. Y la expresión que vi en la cara de Sonny no la había visto nunca. Todo había sido expulsado a la fuerza y, al mismo tiempo, cosas que por lo general estaban escondidas estaban siendo destruidas, por el fuego y el fragor de la batalla que tenía lugar dentro de él allá arriba.


Sin embargo, al observar la cara de Creole cuando se acercaban al final del primer tema, tuve la sensación de que había ocurrido algo, algo que yo no había oído.


Cuando terminaron hubo aplausos desperdigados y, sin previo aviso, Creole empezó a tocar de nuevo, algo casi sardónico, Am I Blue. Y, como si se hallara a sus órdenes, Sonny empezó a tocar. Algo empezó a ocurrir, y Creole soltó las riendas. El negro seco y vil dijo algo horrible con la batería, Creole respondió y la batería le replicó.


Entonces la trompa insistió, dulce y alta, algo distante tal vez, y Creole escuchó, comentando algo de vez en cuando, seco, e impulsor, hermoso, sereno y antiguo.


Luego todos volvieron a reunirse y Sonny volvía a formar parte de la familia. Lo supe por su cara. Parecía haber encontrado, allí mismo, debajo de sus dedos, un piano flamante. Y parecía incapaz de dominarlo. Luego, contentos sencillamente con Sonny, todos parecieron coincidir con él en que los pianos nuevos eran, sin duda, divertidísimos.


De pronto Creole dio un paso al frente para recordarles que estaban tocando blues. Hizo mella en todos ellos, hizo mella en sí mismo, y la música se tensó e intensificó, y la revelación hizo vibrar el aire. Creole empezó a decirnos de qué iban los blues. No trataban de nada muy nuevo. Pero él y sus chicos allá arriba lo mantenían nuevo aun a riesgo de perderse, destruirse, enloquecer o morir, para descubrir nuevas maneras de hacernos escuchar. Porque, si bien nunca hay nada nuevo en la historia de cómo sufrimos, y cómo disfrutamos, y cómo podemos llegar a triunfar, siempre hay que oírla. No hay otra historia que contar, es la única luz que tenemos en toda esta oscuridad.


Y esta historia, según esa cara, ese cuerpo, esas recias manos sobre las cuerdas, adopta un aspecto diferente en cada país, alcanza nuevas profundidades en cada generación. Escuchad, parecía decir Creole, escuchad. Estos son los blues de Sonny.


Se lo hizo saber al negro bajito de la batería, y al hombre moreno y brillante de la trompa. Creole ya no trataba de persuadir a Sonny para que se metiera en el agua. Le deseaba buena suerte. Luego retrocedió un paso, muy despacio, llenando el aire de la enorme insinuación de que Sonny hablara por sí mismo.


Luego todos se reunieron alrededor de Sonny, y Sonny tocó. De vez en cuando uno de ellos parecía decir amén. Los dedos de Sonny llenaron el aire de vida, su vida.


Pero esa vida contenía la de muchos otros. Y Sonny retrocedió todo el camino hasta volver a empezar con la sobria y rotunda afirmación de la primera frase de la canción.


Y empezó a hacerla suya. Era muy hermosa, porque no era apresurada y había dejado de ser un lamento. Me pareció oír, con el fuego con que la había hecho suya, con el fuego con que todavía teníamos que hacerla nuestra nosotros, que podíamos dejar de lamentarnos. La libertad se agazapaba a nuestro alrededor, y comprendí por fin que él podía ayudarnos a liberarnos si lo escuchábamos, que él nunca sería libre hasta que lo hiciéramos. En su cara ya no se libraba ninguna batalla, pero oí por todo lo que había pasado y por lo que seguiría pasando hasta que descansara en paz. Había hecho suya esa larga lista de antepasados, de la que sólo conocíamos a nuestros padres. Y la devolvía, como hay que devolverlo todo, de tal manera que, pasando por la muerte, viviera eternamente. Volví a ver la cara de mi madre y sentí, por primera vez, cómo debían de haberle magullado los pies las piedras del camino por el que había andado.


Vi la carretera iluminada por la luna donde había muerto el hermano de mi padre. Y


eso trajo a mi memoria algo más, y me transportó más allá, volví a ver a mi hijita, volví a sentir las lágrimas de Isabel y sentí cómo las mías volvían a aflorar. Y, sin embargo, era consciente de que era sólo un instante, que el mundo esperaba fuera, hambriento como un tigre, y los problemas se extendían por encima de nosotros, más largos que el cielo.


Luego todo terminó. Creole y Sonny exhalaron, los dos totalmente empapados en sudor y sonriendo. Hubo muchos aplausos y algunos eran sinceros. En la oscuridad, la joven camarera pasó por mi lado y le pedí que sirviera copas a la banda. Hubo un largo descanso mientras hablaban allá arriba, a la luz añil, y al cabo de un rato vi a la joven dejar un whisky y leche encima del piano de Sonny. Éste no pareció darse cuenta, pero poco antes de que empezaran a tocar de nuevo, bebió un sorbo y miró en mi dirección, asintiendo. Luego volvió a dejar la copa encima del piano. Mientras empezaban a tocar de nuevo, ésta brilló para mí, y se estremeció por encima de la cabeza de mi hermano como el cáliz de aturdimiento.

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La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros de oficina, llevaba más de un mes sin dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mej...