lunes, 27 de octubre de 2025
domingo, 26 de octubre de 2025
La amante del demonio (Elizabeth Bowen)
Hacia el ocaso de ese día, que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas que deseaba llevarse. Unas eran suyas, otras de su familia que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso de la señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.
La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta. La señora Drover la cruzó, entró y abrió la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja de lo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio.
Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que la cuidaba, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta para ella.
Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quién se le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella vendría a Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no… Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta nacía del hecho de que la atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
Querida Kathleen:
No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida.
Hasta entonces,
K.
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajo las huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de la boda colgaban alrededor de su flaco cuello y se ocultaban dentro del escote en forma de V de su suéter de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego. La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de la boca, pero a pesar de ello podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila.
Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, no pudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia la cama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
«La hora convenida… ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar…? Después de veinticinco años…»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajo un árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verlo en aquellos momentos intensos jamás lo hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia en Francia, que ella solo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartó un poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
«¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.»
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?
—Te marchas tan lejos…
—No tan lejos como crees.
—No te comprendo.
—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.
—Pero aquello fueron suposiciones.
—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar.
Solo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso. Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las que era invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro.
Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no solo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado de consuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes porque estos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia. Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada al verse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.
Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta solo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse en una silla cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta. La casa vacía sellaba aquella noche años y años de voces, costumbres y pasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero al abrirlos, la carta seguía encima de la cama.
Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarla esperando al pie de las escaleras. Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya.
Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta.
El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Lo esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada…»
Tiró de un nudo que había atado mal.
Volar…
«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No lo recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Solo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.»
Pero se dio cuenta de que sí podía recordar.
Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no lo reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería a salvo con el taxi a su propia casa y le pediría al chofer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chofer le hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera escuchó atentamente.
No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía viviendo, empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había solo un taxi, pero parecía esperarla. Sin mirar a su espalda, el chofer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta de que no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chofer de la suya propia.
El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito. Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles.
Ilustración: Barna da Siena
sábado, 25 de octubre de 2025
Levitación (Joseph Payne Brennan)
El Circo Ambulante Morgan llegó a Riverville para dar una función de noche, y plantó sus tiendas en el parque situado en uno de los extremos del pueblo. Era un cálido atardecer de primeros de octubre, y a eso de las siete una gran multitud se había congregado ante la barraca principal del Circo, dispuesta a divertirse.
El espectáculo viajero no era nada del otro jueves en cuanto a presentación y calidad, pero su aparición fue saludada con alborozo en Riverville, una aislada comunidad montaraz que no contaba con cinematógrafos, ni teatros, ni campos de deporte, como los que existen en las grandes ciudades.
Los habitantes de Riverville no eran exigentes en sus diversiones; en consecuencia, la inevitable Mujer Gorda, el Hombre Tatuado y el Muchacho Mono les hicieron pasar un buen rato. Mientras contemplaban el espectáculo, masticaban cacahuetes y rosetas de maíz, bebían vaso tras vaso de limonada y mantenían ocupados sus dedos con los coloreados papeles que envolvían los caramelos.
Todo el mundo se hallaba en un relajado y tolerante estado de ánimo cuando el locutor empezó a anunciar la actuación del Hipnotizador. El locutor, un hombre pequeñito y rechoncho que vestía una chaqueta a cuadros, aullaba a través de un improvisado megáfono, mientras el Hipnotizador permanecía en último plano sobre la plataforma de madera levantada delante del barracón, con aire indiferente y burlón, sin dignarse mirar a la multitud de espectadores.
Al final, sin embargo, cuando unas cincuenta almas se habían reunido ante la plataforma, el Hipnotizador avanzó hasta quedar a plena luz. Un murmullo se elevó de la multitud.
Iluminado por la lámpara suspendida sobre su cabeza, el Hipnotizador ofrecía un aspecto impresionante. Era un hombre alto, delgadísimo, con una tez sorprendentemente pálida. Pero lo que más llamaba la atención en él eran sus ojos oscuros hundidos en las cuencas, enormes y brillantes. El usado traje negro que vestía, y la corbata de lazo, también negra, que llevaba anudada al cuello, acababan de conferirle un aire mefistofélico
Contempló a la multitud fríamente, con una expresión a la vez resignada y desafiante.
Todos oyeron su voz sonora.
-Para mi experimento, necesito un voluntario -dijo-. Si alguno de ustedes es tan amable como para subir a la plataforma…
Todo el mundo miró a su alrededor o dio con el codo a su vecino, pero nadie se movió.
El Hipnotizador se encogió de hombros.
-No puedo trabajar a menos que uno de ustedes se preste al experimento. Les aseguro, damas y caballeros, que la demostración es completamente inofensiva y no reviste el menor peligro.
Miró a su alrededor con aire expectante, y de pronto un joven empezó a abrirse paso entre la multitud y avanzó hacia la plataforma.
El Hipnotizador lo ayudó a subir los escalones de madera y lo invitó a sentarse en una silla.
-Relájese -dijo el Hipnotizador-. Ahora va usted a dormirse. Y hará exactamente lo que yo le ordene.
El joven se movió en la silla, al tiempo que dirigía una burlesca mueca a la multitud.
El Hipnotizador reclamó su atención, fijando en él sus enormes ojos, y el joven dejó de moverse.
Súbitamente, uno de los espectadores lanzó una bolsita de rosas de maíz hacia la plataforma. La bolsita describió un arco y fue a aterrizar exactamente en la cabeza del joven sentado en la silla.
El impacto aturdió al joven, que estuvo a punto de caer de la silla, y la multitud, callada un momento antes, estalló en ruidosas carcajadas.
-¿Quién ha sido el gracioso? -preguntó en tono irritado.
El Hipnotizador estaba furioso. Su pálida tez enrojeció y parecía a punto de estallar de rabia al enfrentarse con los espectadores.
La multitud guardó silencio.
El Hipnotizador continuó mirándolos fijamente. Al final, el color abandonó su rostro y dejó de temblar, pero sus brillantes ojos mantenían una expresión amenazadora.
Al cabo de unos segundos se volvió hacia el joven sentado en la silla, lo despidió dándole las gracias por su colaboración y se encaró de nuevo con la multitud.
-Debido a la interrupción -anunció en voz baja-, será necesario volver a empezar la demostración… con un nuevo sujeto. Tal vez a la persona que lanzó la bolsita no le importaría subir a la plataforma.
Una docena de espectadores se volvieron a mirar a alguien que permanecía medio escondido detrás de la multitud.
El Hipnotizador clavó en él sus oscuros ojos, y al hablar su tono era francamente burlón.
-Quizá -dijo- la persona que interrumpió el espectáculo tiene miedo de subir. ¡Prefiere esconderse detrás de la gente y lanzar bolsitas de maíz!
El culpable profirió una exclamación y luego avanzó con aire beligerante hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, tenía un vago parecido con el joven que había subido anteriormente, y cualquier observador casual les hubiera catalogado a los dos como típicos campesinos.
El segundo joven subió a la plataforma y se sentó en la silla con un visible aire de reto, y por espacio de unos minutos se hizo evidente que se negaba a relajarse, tal como le sugería el Hipnotizador. De pronto, sin embargo, su agresividad desapareció y se quedó mirando obedientemente los imperiosos ojos situados delante de los suyos.
Al cabo de unos instantes se puso en pie, obedeciendo la orden del Hipnotizador, y se tendió de espaldas sobre el entarimado de la plataforma. Los espectadores se quedaron boquiabiertos.
-Ahora va usted a dormirse -le dijo el Hipnotizador-. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse y hará todo lo que yo le ordene. Todo lo que yo le ordene. Todo…
Su voz se convirtió en una especie de zumbido, repitiendo incansablemente las mismas frases, y la multitud cayó en un religioso silencio.
De repente, en la voz del Hipnotizador apareció una nota completamente nueva, y el auditorio contuvo la respiración.
-Ahora, va usted a alzarse sobre la plataforma -ordenó el Hipnotizador-. ¡Álcese sobre la plataforma!
Sus oscuros ojos brillaban con extraña intensidad, y la multitud se estremeció.
-¡Álcese! ¡Arriba!
El suspiro colectivo de la multitud fue perfectamente audible.
El joven tendido en la plataforma, completamente rígido, sin mover un músculo, empezó a ascender. Subía con lentitud, casi imperceptiblemente al principio, pero su ascensión no tardó en hacerse más rápida.
-¡Arriba! -ordenó la voz del Hipnotizador.
El joven continuó ascendiendo, hasta quedar a unos pies por encima de la plataforma. Y siguió ascendiendo…
Los espectadores estaban convencidos de que existía algún truco, pero a pesar de ello contemplaban la ascensión del joven con la boca abierta. El joven parecía estar suspendido y moverse en el aire sin ninguna clase de apoyo físico.
Repentinamente, la atención de la multitud se vio distraída por otro suceso: el Hipnotizador se llevó una mano al pecho, dio un traspié y se derrumbó sobre la plataforma.
Se oyeron gritos reclamando la presencia de un médico. El locutor de la chaqueta a cuadros subió rápidamente a la plataforma y se inclinó sobre la inmóvil figura.
Le tomó el pulso, sacudió la cabeza y frunció el ceño. Alguien le ofreció una botella de whisky, pero el locutor se limitó a encogerse de hombros.
De pronto, una mujer lanzó un grito.
Todo el mundo se volvió a mirarla, y un segundo después todos los ojos se fijaron en un mismo punto.
El grito de horror fue unánime: el joven a quien el Hipnotizador había dormido, seguía ascendiendo. Mientras la atención de la multitud se había distraído con el fatal colapso del Hipnotizador, el joven había continuado subiendo. Se hallaba ahora a más de dos metros de altura por encima de la plataforma y moviéndose inexorablemente hacia arriba. Incluso después de la muerte del Hipnotizador continuaba obedeciendo aquella orden final: “¡Arriba!”.
El locutor, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, dio un frenético salto tratando de agarrar al joven, pero fracasó en su intento. Sus dedos solo pudieron rozar a la moviente figura antes de caer de bruces sobre la plataforma.
La rígida forma siguió flotando hacia arriba, como atraída por una especie de invisible imán.
Las mujeres empezaron a gritar histéricamente; los hombres vociferaban. Pero nadie sabía qué hacer. Una expresión de terror llenó los ojos del locutor al mirar hacia arriba.
-¡Baja, Frank! ¡Baja! -gritó la multitud-. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Párate, Frank!
Pero la rígida forma de Frank se movía incesantemente hacia arriba. Arriba, arriba, hasta que alcanzó el nivel del techo del barracón, hasta que alcanzó la altura de las copas de los árboles más altos, hasta que sobrepasó los árboles y siguió ascendiendo en dirección al despejado cielo de aquella noche de primeros de octubre.
La mayoría de los espectadores se cubrieron los horrorizados rostros con las manos.
Los que continuaron mirando vieron a la forma flotante ascender hacia el cielo hasta que no fue más que una leve mancha, como un diminuto cilindro acercándose cada vez más a la luna.
Luego desapareció del todo.
Ilustración: Nikos Economopoulos
viernes, 24 de octubre de 2025
Si los tiburones fueran hombres (Bertolt Brecht)
Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los peces pequeños, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que no se les muriera prematuramente. Para que los pececitos no se pusieran tristes, de vez en cuando organizarían grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes.
Ilustración: Winslow Homer
jueves, 23 de octubre de 2025
Margaritas (Fredric Brown)
El doctor Michaelson estaba enseñando a su mujer, cuyo nombre era señora Michaelson, su combinación de laboratorio e invernadero. Era la primera vez en muchos meses que ella visitaba. Había equipo nuevo.
-¿Entonces hablabas en serio, John -le preguntó ella finalmente-, cuando me dijiste que estabas experimentando en la comunicación con flores? Pensé que bromeabas.
-No del todo -dijo el doctor Michaelson-. Al contrario de lo que piensa la gente, las flores tienen un cierto grado de inteligencia.
-¡Pero seguramente no pueden hablar!
-No como hablamos nosotros. Pero al contrario de lo que piensa la gente, se comunican. Telepáticamente, eso sí, y en imágenes pensadas, no en palabras.
-Entre ellas quizás, pero seguramente…
-Al contrario de lo que piensa la gente, querida, incluso la comunicación humano-floral es posible, aunque hasta ahora solo he podido establecer comunicación en una dirección. Es decir, puedo captar sus pensamientos, pero no enviarles mensajes desde mi mente a la suya.
-Pero… ¿cómo funciona, John?
-Al contrario de lo que piensa la gente -dijo su marido-, los pensamientos, tanto humanos como florales, son ondas electromagnéticas que pueden ser… Espera, será más fácil si te lo muestro, cariño.
Llamó a su ayudante que estaba trabajando al otro lado de la habitación:
-Señorita Wilson, ¿podría traer el comunicador?
La señorita Wilson trajo el comunicador. Era una cinta para la cabeza de la que salía un cable que llegaba a una barra delgada con un asa aislada. El doctor Michaelson puso la cinta alrededor de la cabeza de su esposa y la barra en su mano.
-Es muy simple de usar -le dijo-. Sujeta la barra cerca de la flor y actuará como una antena que recogerá sus pensamientos. Y así veras que al contrario de lo que piensa la gente…
Pero la señora Michaelson no estaba escuchando a su marido. Estaba sujetando la barra cerca de un tiesto de margaritas en el alféizar. Después de un momento soltó la barra y sacó un pequeño revólver de su bolso. Disparó primero a su marido y después a su ayudante, la señorita Willson.
Al contrario de lo que piensa la gente, las margaritas hablan.
Ilustración: Mikhail Afanasievich Bulgakov
miércoles, 22 de octubre de 2025
La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)
A veces como fiera aulla, a veces como niño llora.
Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Axinia, el escribiente Pálchikov, que vivía en Shalométievo, se enamoró de la hija del agrónomo. Era un amor ardiente, que secaba el corazón del pobre hombre. El escribiente fue a Grachovka, la capital del distrito, y encargó un traje. El traje resultó deslumbrante, y es muy probable que las franjas grises de los pantalones del escribiente decidieran el destino de ese desdichado. La hija del agrónomo aceptó convertirse en su esposa.
Yo, el médico del hospital N., de la zona X, de cierta provincia, después de haber amputado la pierna a una muchacha que había caído en la agramadera para el lino, adquirí tal renombre que estuve a punto de perecer bajo el peso de mi fama. A mi consultorio comenzaron a llegar por el camino apisonado hasta cien campesinos al día. Dejé de comer al mediodía. La aritmética es una ciencia cruel, pero supongamos que a cada uno de mis cien pacientes yo dedicara sólo cinco minutos… ¡Cinco! Quinientos minutos equivalen a ocho horas y veinte minutos. Seguidas, tenedlo en cuenta. Además, tenía a mi cargo el hospital, donde estaban internados treinta pacientes. Y además, realizaba operaciones.
En una palabra, al regresar del hospital a las nueve de la noche, yo no quería ni comer, ni beber, ni dormir. Lo único que verdaderamente deseaba es que no viniera nadie a llamarme para atender un parto. En el transcurso de dos semanas me llevaron cinco veces a diversos sitios por la noche, siguiendo los caminos trazados por los trineos.
En mis ojos apareció una oscura humedad y sobre el entrecejo pendía una arruga vertical, parecida a un gusano. Por las noches veía, en mis sueños, operaciones sin éxito, costillas desnudas y mis propias manos empapadas en sangre humana; me despertaba pegajoso y frío a pesar de la caliente estufa holandesa.
Visitaba a los pacientes del hospital con paso rápido. Me seguían el enfermero y tres enfermeras. Cada vez que me detenía junto a una cama en la cual, derritiéndose por la fiebre y respirando lastimeramente, yacía enfermo un ser humano, yo exprimía mi cerebro para sacar todo lo que había en él. Mis dedos tanteaban la piel seca y ardiente, examinaba las pupilas, daba golpecitos en las costillas, escuchaba cuán misteriosamente latía el corazón en lo profundo, y tenía un solo pensamiento: ¿cómo salvarle? Y a éste también. ¡Y a éste! ¡A todos!
Era un combate que comenzaba cada día por la mañana, a la pálida luz de la nieve, y terminaba bajo el parpadeo amarillento de una ardiente lámpara de petróleo.
«Me interesaría saber cómo terminará todo esto —me decía a mí mismo por la noche—. Si las cosas continúan así, seguirán viniendo en trineo en enero, en febrero y en marzo.»
Escribí a Grachovka y les recordé con cortesía que estaba previsto un segundo médico para la zona de N.
La carta se marchó en un trineo de carga y a través del liso océano de nieve recorrió una distancia de cuarenta verstas. Tres días más tarde llegó la respuesta: escribían que sí, que por supuesto, por supuesto… Con toda seguridad… Pero no ahora…, de momento nadie vendría —La carta terminaba con unos cuantos juicios agradables sobre mi labor como médico, y deseos de futuros éxitos.
Alentado por ellos me dediqué a poner tapones, inyectar suero contra la difteria, abrir abscesos de dimensiones monstruosas, poner vendas de yeso…
El martes ya no fueron cien sino ciento diez personas las que llegaron. Terminé la consulta a las nueve de la noche. Me quedé dormido tratando de adivinar cuántos vendrían al día siguiente, miércoles. Soñé que venían novecientas personas.
La mañana se asomó por la pequeña ventana de mi dormitorio de una manera particularmente blanca. Abrí los ojos, sin comprender qué me había despertado. Luego me di cuenta: llamaban a la puerta.
—Doctor —reconocí la voz de la comadrona Pelagueia Ivánovna—, ¿está usted despierto?
—Hmm… —contesté con voz hosca, aún medio dormido.
—He venido a decirle que no se apresure a ir al hospital. No han venido más que dos personas.
—¡No es posible! ¿Está bromeando?
—Palabra de honor. Hay tormenta de nieve, doctor, tormenta de nieve —repitió ella con alegría a través de la cerradura—. Los que han venido tienen los dientes con caries. Demián Lukich se los extraerá.
—Vaya… —Y sin saber por qué, me levanté de la cama.
La jornada resultó magnífica. Después de hacer las visitas, estuve paseando el día entero por mi apartamento (el apartamento del médico tenía seis habitaciones y, por alguna razón, era de dos plantas: había tres habitaciones en la planta de arriba y la cocina y tres habitaciones más en la de abajo), silbando melodías de óperas, fumando, tamborileando con los dedos en la ventana… Detrás de las ventanas ocurría algo que yo no había visto en mi vida. No había cielo. Tampoco tierra. La blancura revoloteaba, daba vueltas de arriba abajo, a lo ancho, a lo largo, como si el diablo se estuviera divirtiendo con polvo para los dientes.
Al mediodía di a Axinia —que desempeñaba los puestos de cocinera y sirvienta en el apartamento del doctor—la orden de calentar agua en tres baldes y en el caldero. Hacía un mes que no me había bañado.
Axinia y yo sacamos de la bodega una tina de un tamaño increíble. La colocamos en el suelo de la cocina (en N. no se podía siquiera pensar en tener bañeras. Sólo las había en el hospital, pero estaban deterioradas).
A eso de las dos de la tarde la red giratoria que había en el exterior disminuyó notablemente. Yo estaba sentado en la tina, desnudo y con la cabeza enjabonada.
—¡Esto sí lo entiendo… —farfullaba con deleite, mientras me echaba agua hirviente sobre la espalda—, esto sí lo entiendo! Y después comeremos, y después dormiremos una siesta. Si logro descansar suficiente, ya pueden venir mañana ciento cincuenta personas. ¿Qué novedades hay, Axinia?
Axinia se encontraba sentada detrás de la puerta, esperando que la operación del baño concluyera.
—El escribiente de la hacienda Shalométievo se casa —contestó Axinia.
—¡Qué dice! ¿Ha aceptado la joven?
—Se lo juro. Y él está enamorado… —cantó Axinia, haciendo sonar la vajilla.
—¿Es hermosa la novia?
—¡La más hermosa! Es rubia, delgada…
—¡Vaya!
Y en ese momento la puerta retumbó. Disgustado, me enjuagué y me puse a escuchar con atención.
—El doctor se está bañando… —dijo con voz cantarina Axinia.
—Brr… brrr… —farfulló una voz de bajo.
—Una nota para usted, doctor —chilló Axinia a través de la cerradura de la puerta.
—Dámela por la puerta.
Salí de la tina encogiéndome de hombros e indignándome contra el destino, y cogí de manos de Axinia un sobre grisáceo.
—Eso sí que no. No saldré después de haber tomado un baño. También yo soy una persona —me dije a mí mismo no demasiado convencido, y una vez de nuevo en la tina abrí el sobre.
«Respetado colega (gran signo de admiración.) Le rué (tachado) Le pido encarecidamente que venga con urgencia. Una mujer ha sufrido un golpe en la cabeza y hay hemorragia por las cavidades (tachado) la nariz y la boca. Está sin conocimiento. No he conseguido hacer nada. Le pido persuasivamente que venga. Los caballos son magníficos. El pulso es malo. Hay alcanfor. Doctor (una firma ilegible).»
«Tengo mala suerte en la vida», pensé con tristeza, mientras miraba los ardientes leños de la estufa.
—¿Un hombre ha traído la nota?
—Un hombre.
—Que entre.
Entró y me pareció un antiguo romano debido al brillante casco que llevaba colocado encima de un gorro con orejeras. Se abrigaba con una pelliza de piel de lobo. Una corriente de aire frío me golpeó.
—¿Por qué lleva casco? —pregunté, cubriendo mi cuerpo a medio bañar con una sábana.
—Soy un bombero de Shalométievo. Tenemos un cuerpo de bomberos… —contestó el romano.
—¿Quién es el doctor que escribe?
—Uno que ha venido como invitado a casa de nuestro agrónomo. Un médico joven. Lo que ha pasado es una desgracia, una desgracia…
—¿De qué mujer se trata?
—De la novia del escribiente.
Axinia dio un grito al otro lado de la puerta.
—¿Qué ha ocurrido? (Oí cómo el cuerpo de Axinia se pegaba a la puerta.)
—Ayer se celebraron los esponsales y después de eso el escribiente quiso pasear con su novia en trineo. Enganchó el caballo, la sentó en el trineo y se dirigió hacia el portón. Pero el caballo se lanzó al galope, hizo que la novia se sacudiera y se golpeara la frente contra la jamba del portón. La novia salió despedida del trineo. Es una desgracia tal que no se puede describir… Están vigilando al escribiente, no sea que intente ahorcarse. Ha perdido el juicio.
—Me estoy bañando —dije lastimeramente—, ¿por qué no la han traído? —Y al decir esto me eché agua en la cabeza y el jabón cayó en la bañera.
—Es impensable, respetado ciudadano doctor —dijo el hombre con profundo sentimiento, y juntó las manos como en una plegaria—, no hay ninguna posibilidad. La muchacha moriría.
—¿Y cómo iremos? ¡Hay tormenta de nieve!
—Ya se ha calmado un poco. ¡No! Se ha calmado por completo. Los caballos son fogosos, están enganchados en fila india. En una hora llegaremos…
Gemí con mansedumbre y salí de la tina. Con furia me eché encima dos baldes de agua. Luego, sentado en cuclillas ante las fauces de la estufa, metí una y otra vez la cabeza en ella, para secármela aunque fuera un poco.
«Definitivamente pescaré una pulmonía. Una bronconeumonía, después de un viaje así. Y lo principal: ¿qué voy a hacer con ella? Ese médico, se ve por la nota, tiene aún menos experiencia que yo. Yo no sé nada, solamente he aprendido algunas cosas en la práctica en estos seis meses, pero él ni siquiera eso. Se ve que acaba de salir de la universidad. Y me toma a mí por un médico experimentado…»
Pensando de esta manera, ni siquiera me di cuenta de cómo me vestí. Vestirse no era sencillo: los pantalones y la camisa, las botas de fieltro, sobre la camisa una chaqueta de cuero, luego el abrigo y encima de todo una pelliza de piel de cordero, la gorra y el maletín. (En el maletín: cafeína, alcanfor, morfina, adrenalina, pinzas de torsión, material esterilizado, una jeringuilla, una sonda, un revólver Browning, cigarrillos, cerillas, el reloj y el estetoscopio.)
Cuando atravesamos el cercado, las cosas no me parecieron tan terribles, aunque ya oscurecía y el día se iba disolviendo. La tormenta parecía soplar con menos fuerza. Lo hacía de costado, en una sola dirección, me golpeaba la mejilla derecha. El bombero me impedía ver la grupa del primer caballo. Los caballos resultaron verdaderamente fogosos; sus músculos se tensaron y el trineo se puso en marcha, bamboleándose en los baches. Me acomodé en el trineo y me calenté de inmediato. Pensé en la bronconeumonía y en que era probable que el hueso del cráneo de la muchacha se hubiera roto por dentro y una astilla se le hubiera clavado en el cerebro…
—¿Los caballos son del cuerpo de bomberos? —pregunté a través del cuello de la pelliza de cordero.
—Uhu…, hu… —gruñó el cochero sin volverse.
—¿Y qué ha hecho el doctor con ella?
—Pues él…, hu, hu…, él, sabe, él ha estudiado enfermedades venéreas…, uhu…, hu…
—Hu… hu… —resonó en el bosquecillo la tormenta, luego silbó desde un costado, cayó la nieve… Comencé a cabecear, a cabecear, a cabecear… hasta que me encontré en los baños Sandunóvskie de Moscú. Y con la pelliza puesta, en el vestidor, me vi envuelto por el vapor. Luego se encendió una antorcha, entró un aire frío. Abrí los ojos y vi que brillaba un casco rojizo. Pensé que se trataba de un incendio… Luego me desperté y me di cuenta de que habíamos llegado. Me encontraba junto a la entrada de un edificio blanco con columnas, por lo visto de la época de Nicolás I. A mi alrededor había una profunda oscuridad. Me recibieron los bomberos y las llamas bailaban sobre sus cabezas. Inmediatamente saqué del bolsillo de la pelliza mi reloj y vi que eran las cinco. Significaba que en lugar de una hora habíamos viajado dos y media.
—Prepárenme los caballos para regresar de inmediato —dije.
—A sus órdenes —contestó el cochero.
Medio dormido y húmedo, como si llevara una compresa bajo la chaqueta de cuero, entré en el zaguán. Desde un costado me golpeó la luz de una lámpara cuya franja luminosa se extendía sobre el suelo pintado. En ese momento salió un joven de cabello rubio y grandes ojos, vestido con unos pantalones recién planchados. La corbata blanca con lunares negros estaba torcida hacia un lado, la pechera parecía una joroba, pero su chaqueta estaba reluciente, nueva, como si tuviera pliegues metálicos.
El hombre agitó los brazos, se aferró a mi pelliza, me sacudió y comenzó a gritar con cierta timidez:
—Querido mío…, doctor…, rápido…, se muere. Soy un asesino. —El joven miró hacia un lado, abrió severamente sus negros ojos y dijo dirigiéndose a alguien—: Soy un asesino, eso es lo que soy.
Luego se echó a llorar, se cogió de los escasos cabellos y comenzó a arrancárselos. Yo vi cómo se arrancaba mechones de pelo, enrollándolos entre los dedos.
—Basta —le dije, y le apreté el brazo.
Alguien se lo llevó. Salieron corriendo unas mujeres.
Alguien más me quitó la pelliza. Me condujeron a través de las alfombras de gala hasta una cama blanca. A mi encuentro, se levantó un médico muy joven. Sus ojos estaban agotados y confundidos. Por un instante brilló en ellos el asombro, al ver que yo era tan joven como él. En realidad nos parecíamos como dos retratos de una misma persona, hechos en un mismo año. Pero después se puso tan contento de verme que incluso se atragantó.
—Qué contento estoy…, colega…, mire…, el pulso se debilita, ve usted. Yo en realidad soy venereólogo. Estoy muy contento de que haya venido…
Sobre un trozo de gasa que estaba encima de la mesa había una jeringuilla y unas cuantas ampollas con un aceite amarillo. El llanto del escribiente llegaba desde fuera; cerraron la puerta y una figura de mujer, vestida de blanco, creció a mis espaldas. El dormitorio estaba en penumbra: habían cubierto parte de la lámpara con un retazo de tela verde. En la sombra verdusca, yacía sobre la almohada un rostro del color del papel. Los cabellos rubios, revueltos, colgaban en mechones. La nariz se había afilado y los orificios estaban tapados por trozos de algodón, rosado a causa de la sangre.
—El pulso… —me susurró el médico.
Cogí la muñeca inanimada y con un gesto ya habitual busqué el pulso. Me estremecí. Bajo mis dedos sentí pulsaciones débiles y seguidas que comenzaron a quebrarse, a convertirse en un hilillo. Como siempre que veía la muerte cara a cara, sentí frío en la parte baja del pecho. Odio la muerte. Tuve tiempo de romper el extremo de la ampolla y de absorber con la jeringuilla el espeso aceite. Pero lo inyecté de una manera maquinal, lo introduje inútilmente bajo la piel del brazo de la muchacha.
Su mandíbula inferior se estremeció, como si se estuviera ahogando, luego se relajó; su cuerpo se contrajo bajo la manta, pareció quedarse inmóvil, y luego también se relajó. El último hilillo se perdió entre mis dedos.
—Ha muerto —le dije al oído al médico.
La figura blanca de cabello cano se desplomó sobre la lisa manta, se apretó contra ella y se estremeció.
—Calle, calle —le dije al oído a aquella mujer vestida de blanco, mientras el médico miraba con angustia hacia la puerta.
—No ha dejado de torturarme —dijo en voz muy baja el médico.
Hicimos lo siguiente: dejamos a la sollozante madre en el dormitorio y, sin decir nada a nadie, nos llevamos al escribiente a una habitación alejada.
Allí le dije:
—Si no se deja inyectar una medicina, no podremos hacer nada. ¡Usted nos atormenta y eso estorba nuestro trabajo!
Entonces el escribiente aceptó. Llorando en silencio se quitó la chaqueta. Le subimos la manga de su elegante camisa de novio y le inyecté morfina. El médico fue a ver a la difunta, supuestamente para ayudarla, y yo me quedé con el escribiente. La morfina ayudó más rápido de lo que me había imaginado. Un cuarto de hora más tarde, el escribiente, quejándose y llorando cada vez más débilmente, comenzó a adormecerse; luego, colocó su lloroso rostro sobre las manos y se quedó dormido. Ya no oyó los ajetreos, los llantos, los murmullos y los ahogados lamentos.
—Escúcheme, colega, es peligroso viajar ahora. Podría extraviarse —me decía el médico, en voz muy baja, en el recibidor—. Quédese, pase la noche aquí…
—No, no puedo. Me marcharé pase lo que pase. Me habían prometido que me llevarían de regreso inmediatamente.
—Le llevarán, pero considérelo…
—Tengo tres enfermos de tifus a los que no puedo abandonar. Debo verlos por la noche.
—Considérelo…
El médico mezcló alcohol con agua y me lo dio a beber; y allí mismo, en el recibidor, me comí un trozo de jamón. Sentí calor en el estómago y disminuyó mi tristeza. Entré por última vez en el dormitorio, miré a la difunta, pasé a ver al escribiente, dejé una ampolla de morfina al médico y, bien abrigado, salí al porche.
La tormenta silbaba, los caballos habían bajado la cabeza, la nieve les azotaba. Una antorcha se agitaba.
—¿Conoce usted el camino? —pregunté, cubriéndome la boca.
—Conozco el camino —contestó muy tristemente el cochero (ya no llevaba el casco)—, pero debería quedarse a pasar la noche aquí…
Hasta las orejeras de su gorro dejaban ver que no tenía ningunas ganas de llevarme.
—Debe quedarse —añadió un segundo hombre, el que sujetaba la encolerizada antorcha—, el tiempo es muy malo.
—Son doce verstas… —gruñí sombríamente—, llegaremos. Tengo enfermos graves… —Y me subí al trineo.
Me arrepiento de no haber añadido que el solo pensamiento de quedarme en una casa donde había sucedido una desgracia, y donde yo era impotente e inútil, me resultaba insoportable.
El cochero se dejó caer resignadamente en el pescante, se acomodó, se balanceó y nos pusimos en marcha hacia el portón. La antorcha desapareció como si se la hubiera tragado la tierra o, quizá, simplemente se apagó. Sin embargo, un minuto más tarde otra cosa llamaba mi atención. Volviéndome con dificultad pude observar que no sólo la antorcha se había desvanecido, sino que Shalométievo entero había desaparecido con todos sus edificios, como en un sueño. Esto me mortificó de manera desagradable.
—Sin embargo es fantástico… —No sé si lo pensé o lo mascullé. Saqué un instante la nariz y la escondí nuevamente, tan malo era el tiempo. El mundo entero se había hecho un ovillo y estaba siendo zarandeado en todas direcciones.
Un pensamiento atravesó mi mente: ¿no sería mejor volver? Pero lo ahuyenté, me acomodé más profundamente aún en el trineo, como si estuviera en una canoa, me encogí y cerré los ojos. De inmediato emergió el retazo de tela verde sobre la lámpara y el rostro pálido. De pronto mi cerebro se iluminó: «Debe haber sido una fractura de la base del cráneo… Sí, sí, sí… ¡Sí!… Justamente eso!» Se encendió en mí la confianza de que ése era el diagnóstico correcto. Pero ¿para qué servía? En ese momento ya no servía para nada y antes tampoco hubiera servido. ¡Qué se puede hacer con una cosa así! ¡Qué destino tan terrible! ¡Qué absurdo y tremendo es vivir en el mundo! ¿Qué ocurrirá ahora en casa del agrónomo? ¡Sólo pensarlo era desagradable y angustioso! Luego comencé a compadecerme: qué difícil era mi vida. La gente en estos momentos duerme, las estufas están encendidas y yo, una vez más, no he podido siquiera terminar de bañarme. La borrasca me lleva como si fuera una hoja. Ahora llegaré a casa y, con toda seguridad, me llevarán de nuevo a algún sitio. Yo soy uno, y los enfermos son miles… Pescaré una pulmonía y moriré en estos lugares… Así, después de haberme compadecido de mí mismo, me sumergí en las tinieblas, pero ignoro cuánto tiempo pasé en ellas. Esta vez no fui a dar a baños, y comencé a sentir frío. Cada vez más frío, cada vez más.
Cuando abrí los ojos, vi una espalda negra y después caí en la cuenta de que no nos movíamos.
—¿Hemos llegado? —pregunté abriendo más los ojos.
El negro cochero se movió apesadumbrado. Bajó del pescante y me pareció que el viento le hacía girar en todas direcciones. De pronto, sin el menor respeto dijo:
—Hemos llegado… Hemos llegado… Debió haber hecho caso a la gente… ¡Ya lo ve! Nos moriremos nosotros y los caballos también…
—¿No encuentra el camino? —Sentí frío en la espalda.
—De qué camino habla —respondió el cochero con voz desolada—… ahora todo el ancho mundo es un camino para nosotros. Nos hemos perdido por nada… Llevamos viajando cuatro horas, ¿y adonde?… Ya ve lo que nos ha pasado…
Cuatro horas. Comencé a hurgar en mis bolsillos, palpé mi reloj y saqué las cerillas. ¿Para qué? Fue inútil, ni una sola cerilla se encendió. Al frotarla se inflama, pero inmediatamente se apaga el fuego.
—Le he dicho que son cuatro horas —dijo con aire fúnebre el hombre—, ¿qué haremos ahora?
—¿En dónde nos encontramos?
La pregunta era tan tonta que el cochero no juzgó necesario responderla. Se volvía en distintas direcciones, pero por momentos me parecía que él se encontraba inmóvil y era yo quien daba vueltas en el trineo. Salí con dificultad y enseguida descubrí que la nieve me llegaba hasta las rodillas. El caballo de atrás estaba hundido hasta el vientre en un montón de nieve. Sus crines colgaban como el cabello de una mujer con la cabeza descubierta.
—¿Se han parado ellos solos?
—Sí. Están agotados…
De pronto me acordé de algunos relatos y, por alguna razón, sentí rabia contra Tolstoi.
«El vivía muy tranquilo en Yásnaia Poliana —pensé—, a él no le llevaban a visitar moribundos…»
Tuve lástima del bombero y de mí. Luego sentí de nuevo una llamarada de miedo salvaje, pero la apagué en mi pecho.
—Eso es cobardía… —murmuré entre dientes.
Y una energía impetuosa apareció en mí.
—Mire, buen hombre —comencé a decir, sintiendo que los dientes me castañeteaban—, no debemos desalentarnos, porque nos perderemos, nos perderemos irremediablemente. Los caballos han estado parados y han descansado un poco; debemos seguir adelante. Camine usted y lleve las riendas del caballo delantero. Yo conduciré el trineo. Tenemos que salir de aquí o nos sepultará la nieve.
Las orejeras de su gorra tenían un aspecto desesperado, pero el cochero, de todas formas, se arrastró hacia adelante. Cojeando y hundiéndose en la nieve logró llegar hasta el primer caballo. Nuestra salida de allí me pareció infinitamente larga. La figura del cochero se desvanecía, mientras la nieve seca de la tormenta me golpeaba en los ojos.
—Arre —gimió el cochero.
—¡Arre! ¡Arre! —grité yo, haciendo restallar las riendas.
Poco a poco los caballos se pusieron en movimiento y comenzaron a patalear en la nieve. El trineo se balanceaba, como si estuviera sobre una ola. El cochero a veces crecía, a veces se empequeñecía: caminaba hacia adelante.
Aproximadamente durante un cuarto de hora nos movimos de esa manera, hasta que por fin sentí que el trineo crujía de una manera más regular. La alegría brotó en mí cuando vi cómo aparecían y desaparecían los cascos traseros de los caballos.
—¡Hay poca profundidad, es el camino! —grité.
—Uhu… hu… —respondió el cochero, que vino cojeando hacia mí y recuperó su estatura normal—. Parece que sí es el camino —añadió con alegría, incluso con una especie de trino en la voz—. Mientras no nos volvamos a perder… Ojalá…
Cambiamos de lugar. Los caballos marcharon con mayor viveza. Me pareció que la tormenta, como si se hubiera reducido, comenzó a debilitarse. Pero arriba y a los lados no había nada, nada, excepto la niebla. Había perdido la esperanza de llegar precisamente al hospital. Quería llegar a algún sitio. Un camino siempre conduce a algún sitio habitado.
Los caballos de pronto tiraron con más fuerza y movieron sus patas con mayor rapidez. Me alegré, aun sin conocer la causa de su conducta.
—¿Quizá han olfateado una vivienda? —pregunté.
El cochero no me contestó. Me levanté en el trineo y comencé a observar a mi alrededor. Un sonido extraño, melancólico y amenazador surgió de algún lugar de la niebla, pero se apagó rápidamente. Por alguna razón tuve una sensación desagradable y me acordé del escribiente y de cómo emitía gemidos agudos con la cabeza entre las manos. De pronto a mi derecha distinguí un punto oscuro que fue creciendo hasta tener el tamaño de un gato negro. Creció aún más y se acercó. El bombero de pronto se volvió hacia mí y cuando lo hizo me di cuenta de que su mandíbula temblaba; preguntó:
—¿Ha visto, ciudadano doctor…?
Un caballo se dirigió a la derecha, otro a la izquierda, el bombero cayó encima de mis piernas, lanzó un grito, se enderezó y comenzó a tirar de las riendas. Los caballos resoplaron y se desbocaron. Con sus patas levantaban bolas de nieve, las arrojaban, galopaban irregularmente, temblaban.
Varias veces sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo. Dominándome, metí la mano en mi pecho y saqué la Browning, maldiciéndome por haber dejado en casa el segundo cargador. Si no había aceptado quedarme a dormir, ¡¿por qué no había cogido una antorcha?! Imaginé la esquela en el periódico, con mi nombre y el del desdichado bombero.
El gato adquirió el tamaño de un perro y se deslizaba relativamente cerca del trineo. Me volví y vi, ya muy cerca de nosotros, una segunda alimaña de cuatro patas. Puedo jurar que tenía las orejas puntiagudas y que corría con enorme facilidad detrás del trineo. Había algo amenazador y descarado en sus esfuerzos. «¿Es una manada o son sólo dos animales?», pensé, y ante la palabra «manada» el calor me inundó debajo de la pelliza y los dedos de mis manos se desentumecieron.
—Sujétate con fuerza y controla los caballos, voy a disparar —dije con una voz ajena, desconocida para mí.
El cochero sólo dio un grito en respuesta y encogió la cabeza entre los hombros. Vi un resplandor y oí un estrépito ensordecedor. Disparé una segunda y una tercera vez. No recuerdo cuánto tiempo fui zarandeado en el fondo del trineo. Oía el salvaje y estridente resoplido de los caballos y apretaba la Browning. Mi cabeza se golpeó contra algo cuando intentaba salir del heno y, mortalmente asustado, pensaba que de un momento a otro se me echaría encima un cuerpo enorme y musculoso. Ya me imaginaba mis entrañas destrozadas…
En ese momento el cochero gritó:
—¡Por fin! ¡Por fin! Allí está…, allí… Señor, sálvanos, sálvanos…
Por fin conseguí librarme de la pesada pelliza de piel de cordero, saqué los brazos, me levanté. No había fieras negras por ningún lado. La nieve caía y en medio de aquella rala cortina centelleaba el ojo más encantador, ese que yo hubiera reconocido entre miles, y que reconocería aun ahora: centelleaba el farol de mi hospital. «Es mucho más hermoso que un palacio…», pensé, y de pronto, en éxtasis, disparé dos veces más hacia atrás, hacia el lugar donde habían desaparecido los lobos.
* * *
El bombero estaba de pie en mitad de la escalera que partía de la parte baja del magnífico apartamento del médico, yo me encontraba en la parte alta de esa escalera y Axinia, cubierta por una pelliza, abajo.
—Agasájeme —dijo el cochero—, para que la próxima vez… —Pero no terminó de hablar, bebió de un trago el alcohol mezclado con agua y lanzó un horrible graznido. Luego se volvió hacia Axinia y añadió, abriendo los brazos todo cuanto le permitía su constitución—: ¡De este tamaño…!
—¿Ha muerto? ¿No han podido salvarla? —me preguntó Axinia.
—Ha muerto —respondí con indiferencia.
Un cuarto de hora más tarde todo estaba en silencio. La luz se apagó en la parte baja. Me quedé solo arriba. Por alguna razón sonreí convulsivamente, me desabotoné la camisa, la volví a abotonar, me dirigí hacia la estantería de los libros, saqué un tomo de cirugía con la intención de leer algo acerca de las fracturas en la base del cráneo, pero dejé el libro.
Cuando me desvestí y me metí debajo de las mantas, un temblor se apoderó de mí durante más de medio minuto y luego desapareció; el calor se extendió por todo mi cuerpo.
—Agasájeme —balbuceé mientras me quedaba dormido—, pero no volveré a ir…
—Irás…, claro que irás… —silbó burlonamente la tormenta. Pasó con estruendo sobre el tejado, cantó en el tubo de la chimenea, salió volando de allí, murmuró algo detrás de la ventana y luego desapareció.
—Irás… Irás… —marcaba el reloj, pero los sonidos eran cada vez más apagados, más apagados…
Nada más. El silencio. El sueño.
Ilustración: Jozef Marian Chelmonski
martes, 21 de octubre de 2025
Paludismo (Víctor Cáceres Lara)
La noche iba poniendo oscuros toques de angustia en los ángulos de la habitación destartalada donde el aire penetraba sometido a racionamiento riguroso y donde la luz, aun en la hora más soleada del día, no alcanzaba a iluminar plenamente. Afuera, sonaba como temeroso de ser oído el chorro imperceptible de una llave de agua mal cerrada. La única llave para la sed de infinidad de personas que habitaban la misma cuartería. Un niño imploraba pan a voz en cuello y la madre —posiblemente por la desesperación— le contestaba su pedido con palabras groseras:
—¡Callate, jodido… nadie ha comido aquí!
Ella, la enferma del cuarto destartalado, veía cómo la poca luz iba terminándose; no disponía de alumbrado eléctrico y el aceite de la humilde lámpara estaba casi agotado. Ella no sentía ni un hilo de fuerza en sus músculos, ni una emanación tibia dentro de sus venas vacías. Un frío torturante iba subiéndole por las carnes enflaquecidas; ascendía por su cintura otrora flexible y delicada como los mimbres silvestres y se apoderaba de su corazón que entonces parecía enroscarse de tristeza, estallando en una plegaria muda, temblorosa de emoción reconcentrada.
La luz del día terminaba lentamente. En la calle se oían pisadas de gentes que iban, en derroche de vida, camino de la diversión barata: del estanco consumidor de energías y centavos; del burdel lleno de carne pútrida vendida a alto precio; en fin, de toda esa sarta de distracciones que el pobre puede proporcionarse en nuestro medio y que, a la larga, lejos de ocasionar gozo o contento, acarrea desgaste, enfermedad, miseria, desamparo, muerte…
Ella, ahora, en la tarde que afuera tenía gorjeos alegres, se sentía morir. Sentía que la “pálida” se enroscaba en su vida e iba asfixiándola lenta, implacable, seguramente, mientras un frío terrible le destrozaba los huesos y le hacía tamborilear enloquecidamente las sienes.
Abandono total en torno de ella. Nadie llegaba con una palabra, con un mendrugo de cariño, con un vaso de leche. Ella misma tenía que salir, entre uno y otro de los fríos de la fiebre, a buscarse el pedazo de tortilla dura que comía, vacío en la imposibilidad de comprarse un poco de con qué. En sus salidas pedía limosnas y las había estado obteniendo de centavo en centavo, tras de sufrir horribles humillaciones.
Y ella no podía explicarse el porqué del abandono que sufría… Fue ella siempre buena con el prójimo. Fue siempre caritativa y dadivosa. Por sus vecinas hizo siempre lo que pudo: a los niños los adoró siempre, quizá porque no pudo tenerlos. Pero era posible que la vieran muy delgada, muy amarilla. Quizá la oían toser y pensaban que estaba tísica. Ella sabía que la mataba el paludismo¹. Pero, ¿cómo hacer para que los demás no creyeran otra cosa? Mientras tanto había que sufrir, que esperar el momento definitivo en que cesaran sus negras penas, sus infructuosas peregrinaciones, su terrible sangrar de plantas recorriendo los pedregales del mundo…
En el techo empezaban a bailotear sombras extrañas; las sienes la martillaban más recio y su vista se le iba hacia lejanías remotas, una lejanía casi imprecisa ya, casi sin contornos, pero que al evocarla en lánguida reminiscencia, la hacía sentir una voz de consuelo y resignación abriendo trocha de luz en lo más puro y en lo más íntimo de su vida.
Vivía entonces sus días de infancia en la aldea remota que atesoraba fragancia tonificante de pinos; música de zorzales enamorados; olor de terneritos retozones; cadencia de torrentes despeñados; frescura de sabanetas empapadas de rocío; pureza de sencilleces campesinas impregnadas de salves y rosarios devotísimos.
En la aldea lozana y cándida vio cómo se levantaban sus senos robustos y cómo le vibraban las carnes a los impulsos primeros del amor, del amor sencillo, sin complicaciones civilizadas, pero con las dulzuras agrestes de los idilios de Longo. Después, sus anhelos por venirse hacia la costa soñada, insinuación de dichas y perspectiva en brazos de promesa cuando desde la lejanía se sueña.
Las ilusiones prendían grandes fogatas en su mente sencilla y buena y los llamados del instinto empezaban a quemar sus carnes morenas, turgentes, con un fuego distinto al del generoso sol de los trópicos. Empezó a deleitarse en la propia contemplación cuando, libre de la prisión del vestido, surgía a la luz la soberbia retadora de su cuerpo y cuando crespos por la cosquilla de la brisa, como dos conos de fuego, se le escapaban los pechos de la prisión delicada de la blusa.
Entonces conoció al hombre que avivó su fuego interior y la predispuso a la aventura en tentativa de dominar horizontes. Oyó la invitación de venirse a la costa como pudo haber oído la de irse para el cielo. El hombre le gustaba por fuerte, por guapo, por chucano. Porque le ofrecía aquello que ella quería conocer: el amor y, además del amor, la Costa Norte.
—Allá —le decía él— los bananos crecen frondosos, se ganan grandes salarios y pronto haremos dinero. Tú me ayudarás en lo que puedas y saldremos adelante.
—¿Y si alguna mujer te conquista y me das viaje?
—¡De ninguna manera, mi negra, yo te quiero solo a ti y juntos andaremos siempre!… Andaremos en tren… En automóvil… Iremos al cine, a las verbenas, en fin, a todas partes…
—¿Y son bonitos los trenes?
—¡Como gusanones negros que echaran humo por la cabeza, sabes! Allí va un gentío, de campo en campo, de La Lima al Puerto. Un hombre va diciendo los nombres de las estaciones: “¡Indiana!… ¡ Mopala!… ¡Tibombo!… ¡Kele-Kele!…” ¡Es arrechito! ¡Lo vas a ver!
Ella deliraba con salir del viejo pueblo de sus mayores. Amar y correr mundo. Para ella su pueblo estaba aletargado en una noche sin amanecer y de nada servía su belleza, acodada junto al riachuelo murmurante de encrespado lecho de riscos y de guijas. Quería dejar el pueblito risueño donde pasó sus años de infancia y donde el campo virgen y la tierra olorosa pusieron en su cuerpo fragancias y urgencias vitales. Así fue como emprendió el camino, cerca de su hombre, bajando estribaciones, cruzando bulliciosos torrentes, pasando valles calcinados por un sol de fuego entre el concierto monótono de los chiquirines que introducía menudas astillitas en la monorritmia desesperante de los días.
¡Y qué hombre era su hombre! Por las noches de jornada, durmiendo bajo las estrellas, sabía recompensarle todas sus esperanzas, todos sus sueños y todos sus deseos. A la hora en que las tinieblas empezaban a descender sobre los campos, cuando la noche era más prieta y más espesa, cuando la aurora empezaba a regar sus arreboles por la lámina lejana del Oriente… Ella sentía la impetuosidad, el fuego, la valentía, el coraje indomeñable de su hombre y sentía que su entraña se le encrespaba en divinos palpitos de esperanza y de orgullo.
Llegaron, por fin, a La Lima y empezó la búsqueda de trabajo. Demetrio lo obtenía siempre porque por sus chucanadas era amigo de capitanes, taimkípers y mandadores, pero lo perdía luego porque en el fondo tenía mal carácter y por su propensión marcada a los vicios. Montevista, Omonita, Mopala, Indiana, Tibombo, los campos del otro lado… en fin, cuanto sitio tiene abierto la Frutera conoció la peregrinación de ellos en la búsqueda de la vida. Unas veces era en las tareas de chapia, otras como cortero o juntero de bananos; después como irrigador de veneno, cubierto de verde desde la cabeza hasta los pies. Siempre de sol a sol, asándose bajo el calor desesperante que a la hora del mediodía hacía rechinar de fatiga las hojas de las matas de banano. Por las noches el hombre regresaba cansado, agobiado, mudo de la fatiga que mordía los músculos otrora elásticos como de fiera en las selvas.
En varias oportunidades enfermó él de paludismo, y, para curarse, acudía con más frecuencia al aguardiente. Todo en vano: la enfermedad seguía, y suspender el trabajo era morirse de hambre. Trabajaban por ese tiempo en Kele-Kele. Ella vendía de comer y él tenía una pequeña contrata. Una noche de octubre los hombres levantaban el bordo poniéndole montañas de sacos de arena. Las embestidas del Ulúa eran salvajes. Las aguas sobrepasaban el nivel del dique y Demetrio desapareció entre las tumultuosas aguas que minuto a minuto aumentaba el temporal.
Quedó sola y enferma. Enferma también de paludismo. Con un nudo en el alma dejó los campos y se fue al puerto. Anduvo buscando qué hacer y solo en Los Marinos pudo colocarse en trabajos que en nada la enorgullecían sino que ahora, al evocarlos, le hacían venir a la cara los colores de la vergüenza. Miles de hombres de diferente catadura se refocilaban en su cuerpo. Enferma y extenuada, con el alma envenenada para siempre, dejó el garito y vino a caer a San Pedro Sula. El paludismo no la soltaba, cada día las fiebres fueron más intensas y ahora se encontraba postrada en aquel pobre catre, abandonada de todos, mientras la luz se iba y sombras atemorizadas le hacían extrañas piruetas cabalgando en las vigas del techo.
Sus ojos que supieron amar, son ahora dos lagos resecos donde solo perdura el sufrimiento; sus manos descarnadas, no son promesa de caricia ni de tibieza embrujadora; sus senos flácidos casi ni se insinúan bajo la zaraza humilde de la blusa; pasó sobre ella el vendaval de la miseria, y se insinúa, como seguridad única, la certeza escalofriante de la muerte.
En la calle, varios chiquillos juegan enloquecidos de júbilo. Una pareja conversa acerca del antiguo y nuevo tema del amor. Un carro hiere el silencio con la arrogancia asesina de su claxon. A la distancia, el mixto deja oír la estridencia de su pito, y la vida sigue porque tiene que seguir…
Ilustración: Hans Silvester
lunes, 20 de octubre de 2025
La estatua de bronce (Juan Vicente Camacho)
I
Era Alberto uno de esos hombres que vienen al mundo para ocupar un lugar distinguido en la sociedad; así le abundaban las cualidades morales como se aventajaba en prendas físicas. Era alto, bien formado, de miembros delgados y nerviosos. Tenía ojos de mirada penetrante y fuego irresistible, una boca que envidiaría una niña de quince años, y una fisonomía llena de fuego e inspiración. Largos cabellos negros ondeaban, naturalmente rizados, sobre un cuello que un estatuario pondría sobre los hombros de un Apolo, y en su apuesta y gentil presencia se descubría la finura aristocrática y el porte de un hombre del gran mundo.
En el momento en que le conocemos está sentado junto a una mesa cubierta por un tapiz de terciopelo oscuro, en esta mesa se ven con profusión objetos de artes y ciencias diseminados por todas partes; cartas geográficas, planos principiados, instrumentos de matemáticas, pinceles, paletas, trozos de mármol y aves disecadas. En toda la habitación se encuentran los mismos objetos, más o menos: caballetes de pintor, cuadros antiguos, arreos de caza, esqueletos humanos, cinceles y estatuas de estuco, madera y mármol, rotas las unas, principiadas las otras y ninguna concluida.
Pero lo más notable que se ve en el centro de aquel salón, colgado y entapizado con un gusto exquisito, es una estatua colosal de bronce de un trabajo perfecto y acabado. Representa a Venus, la voluptuosa protectora del amor en el momento de recibir una ofrenda. Su cuerpo, de formas redondas, mórbidas y tentadoras, está ligeramente inclinado; tiene un brazo extendido con gracia como para aceptar lo que le ofrecen y con el otro se cubre ruborosa el seno. Respira aquella obra maestra un perfume de amor indefinible; y en sus ojos sin pupilas, en su boca entreabierta, en sus formas de una belleza ideal, hay ese encanto irresistible que tanto conmueve al artista.
Alberto se levantó de su asiento y con lento paso cruzando los brazos se puso a contemplar con un interés imposible de describir la hermosa Venus; sus labios se agitaban como como si murmurara una oración, y de vez en cuando hondos suspiros salían de su pecho. Encantadora imagen, la decía:
Tú que un tiempo el amoroso culto
del universo entero recibías;
tú que la dicha al corazón volvías
de los que te imploraban en tu altar;
tú que en carro de nítidas neblinas
al vago aliento del Olimpo fuiste;
tú que vida del alma recibiste
en las revueltas ondas del mar:
Yo te adoro, ángel nacido
de las espumas del mar;
si otros te dan al olvido
yo animoso te he erigido
en mi corazón un altar.
Y arrodillado ante la estatua, derramaba lágrimas ardientes, y arrebatado por el impulso de su delirio posaba sus labios de fuego en los helados labios de la Venus de bronce. Hablaba con la inanimada diosa como si fuera su desposada; la hacía mil protestas de ternura y de amor eterno, y de tal modo estaba dominado de su febril emoción que sin reparar lo que hacía, puso un magnífico anillo en los dedos de la Venus, en prueba de su amor imperecedero.
II
Desconsolada la noble familia de Alberto de su estado lastimoso, buscaba en vano los médicos más hábiles para librarle de la fiebre tenaz que le devoraba. Todo era inútil. Alberto solo pasaba algunas horas tranquilas cuando le permitían ir a su gabinete, pero desde el instante en que le alejaban de ahí, empezaba el delirio y la calentura. Su buen padre resolvió que hiciera algunos viajes, acompañado de un amigo de colegio, porque el honrado anciano temía que su hijo estuviera dominado por una pasión desgraciada, no pudiendo concebir que una Venus de bronce fuera capaz de volverle el juicio.
Partió en efecto Alberto en unión de su amigo, y seguramente la variedad de objetos, el placer del movimiento, las novedades que le sorprendían en otros países, efectuaron la curación de que habían desistido los más nombrados profesores. Con lágrimas de gozo recibió el anciano padre a Alberto, un año después de su partida, sano de sus pasadas manías.
Ya frisaba el joven los treinta años, y su padre sintiendo ya el fin de sus cansados días, le dijo una tarde que había ajustado su matrimonio con una rica y hermosa joven, y que no aguardaba más que su asentimiento para efectuar el enlace.
—Lo que haga usted está bien hecho, le contestó el hijo.
III
Pocos días después se oía en los salones del padre de Alberto el estruendo de la música, el rumor alegre del festín. Brillantes luminarias lanzaban sus reflejos usurpando las luces del día y una numerosa concurrencia se entregaba al placer del baile. Alberto se casaba esa noche y recibía de sus amigos felicitaciones y apretones de manos: era feliz.
Pronto concluyó el festín: que nada acaba más de prisa que el placer, y Alberto estaba departiendo con su esposa, solos, felices y olvidados del mundo. Ella había puesto un riquísimo anillo en los dedos de su esposo y este quiso darla en prenda de su amor una sortija que le era sagrada por haberla recibido de su madre. Entró con su esposa en el gabinete que ya conocemos, y ambos se acercaron a la magnífica Venus que aparecía como una figura siniestra en la media luz de la habitación. En su brazo extendido brillaba como un lucero el diamante de Alberto.
Fue este a arrancarle el anillo y quedó trémulo y sin color, y a no ser por su novia hubiera caído sin conocimiento. La Venus había apretado sus dedos fríos para no dejarle arrancar la prenda.
Un sudor helado corrió por la frente de la desposada, que trémula y vacilante se acercó a la estatua para quitarle el gaje de su esposo. La colosal figura extendió sus brazos y estrechando contra su seno a la desgraciada joven la ahogó. La pobre niña no lanzó ni un grito, dobló su frente, todavía coronada con sus azahares virginales y expiró tranquilamente.
Alberto dio un grito horroroso, sus ojos se fijaron de un modo horrible como si quisiera saltar de sus órbitas, y arrancándose los cabellos con desesperación cayó en el pavimento. Entonces llegó a su oído una voz espantosa que le dijo:
Yo te adoro, ángel nacido
de las espumas del mar;
si otros te dan al olvido,
yo amoroso te he erigido
en mi corazón un altar.
Se levantó frenético, arrojó la estatua del pedestal que rodó, poniendo en sus brazos un cuerpo helado: era el de su esposa. El infeliz cayó de rodillas en el pavimento, lanzando un grito que no se puede describir. Estaba loco.
Ilustración: Kathy Stecko
domingo, 19 de octubre de 2025
La aventura de un miope (Italo Calvino)
Amilcare Carruga era todavía joven, no carente de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o espirituales: nada le impedía pues gozar de la vida. Y, sin embargo, observó que desde hacía un tiempo la vida para él iba perdiendo, imperceptiblemente, su sabor. Cosas de nada, como por ejemplo mirar a las mujeres por la calle; en otros tiempos solía comérselas con los ojos, ávido; ahora tal vez trataba instintivamente de mirarlas, pero en seguida le parecía que pasaban como ráfagas, sin producirle ninguna sensación, y bajaba indiferente los párpados. De las ciudades nuevas, que en otros tiempos le exaltaban —como estaba en el comercio, viajaba a menudo—, ahora solo notaba las molestias, la confusión, la desorientación. Antes, por las noches —vivía solo—, solía ir al cine: se divertía, cualquiera que fuese el film; el que va al cine todas las noches es como si viese un único gran film todo seguido: conoce a todos los actores, inclusive los característicos y los extras, y ya eso de reconocerlos cada vez es divertido. Bueno, pues ahora también en el cine todas esas caras le parecían descoloridas, chatas, anónimas; se aburría.
Por fin comprendió. Es que era miope. El oculista le recetó un par de gafas. A partir de ese momento su vida cambió, se volvió mil veces más rica de interés que antes.
El solo hecho de calarse las gafas era cada vez una emoción. Estaba, pongamos por caso, en una parada de tranvía, y le asaltaba la tristeza de que todo a su alrededor, personas y objetos, fuesen tan comunes, triviales, gastados por ser como eran, y él allí, a tientas en medio de un blando mundo de formas y colores casi deshechos. Se ponía las gafas para leer el número del tranvía que llegaba y entonces todo cambiaba; las cosas más corrientes, un poste eléctrico, se dibujaba con tantos detalles minúsculos con líneas tan nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban de pequeños signos, puntitos de barba, granos, matices de expresión antes insospechados; y se sabía de qué tela estaban hechos los vestidos, se adivinaba el tejido, se espiaba el desgaste de los bordes. Mirar se convertía en una diversión, un espectáculo; no el hecho de mirar esto o aquello: mirar. Así Amilcare Carruga olvidaba fijarse en el número del tranvía, dejaba pasar uno tras otro, o bien subía en uno equivocado. Veía tal cantidad de cosas que era como si no viese ninguna. Poco a poco tuvo que hacerse a la costumbre, aprender desde el principio lo que era inútil mirar y lo que era necesario.
Además, las mujeres que cruzaba por la calle y que se le habían reducido a impalpables sombras desenfocadas, ahora el poder verlas con el juego exacto de llenos y vacíos que hacen sus cuerpos al moverse dentro de los vestidos, y evaluar la frescura de la piel, y la calidez contenida de la mirada, ya no le parecía solo una manera de verlas sino francamente de poseerlas. Caminaba a veces sin gafas (no siempre se las ponía, para no fatigarse inútilmente, sino solo para mirar de lejos) y entonces, más allá, en la acera se perfilaba una chaqueta de colores vivos. Con un gesto ya automático, Amilcare sacaba rápidamente las gafas del bolsillo y se las calaba en la nariz. Esta indiscriminada avidez de sensaciones era a menudo castigada: podía ser una vieja. Amilcare Carruga se volvió más cauto. Y a veces una mujer que se acercaba le parecía, por los colores, por la manera de andar, modesta, insignificante, indigna de consideración; no se ponía las gafas; pero cuando se cruzaban y se rozaban se daba cuenta de que había en ella algo que lo atraía fuertemente, quién sabe que, y le parecía que percibía en aquel instante una mirada de ella como de espera, quizá la mirada que ya desde su aparición le había echado y él no lo había advertido; pero ahora era tarde, había desaparecido en el cruce, había subido al autobús, se alejaba más allá del semáforo, y él no sabría reconocerla más. Así, través de la necesidad de las gafas, iba aprendiendo lentamente a vivir.
Pero el mundo más nuevo que le abrían las gafas era el de la noche. La ciudad nocturna, antes envuelta en informes nubes de oscuridad y de claridad coloreada, ahora revelaba divisiones exactas, relieves, perspectivas; las luces tenían contornos precisos, los carteles de neón, antes inmersos en un halo indistinto, se escondían ahora letra por letra. Lo bueno de la noche era sin embargo que ese margen de indeterminación que los lentes a la luz del día suprimían, perduraba: a Amilcare Carruga le venían ganas de ponerse las gafas y entonces se daba cuenta de que ya las llevaba puestas; la sensación de plenitud no era nunca comparable a la punzada de insatisfacción; la oscuridad era un terreno blando y sin fondo donde nunca se cansaba de cavar. Desde las calles, sobre las casas recortadas de ventanas amarillas, por fin cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado, y descubría que las estrellas no se achataban contra el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran agudísimos tajos de luz que abrían a su alrededor infinitas lejanías.
Estas nuevas preocupaciones sobre la realidad del mundo exterior no estaban separadas de las preocupaciones sobre lo que él mismo era, debidas siempre al uso de las gafas. Amilcare Carruga no se daba a sí mismo mucha importancia, pero como sucede a veces justamente con las personas más modestas, estaba sumamente encariñado con su manera de ser. Ahora bien, el paso de la categoría de los hombres sin gafas a la de los hombres con gafas parece poca cosa, pero es un salto muy grande. Si piensas que cuando alguien que no te conoce y trata de definirte, lo primero que dice es: «un tipo con gafas», ese detalle accesorio, que quince días antes te era completamente ajeno, se convierte en tu primer atributo, se identifica con tu esencia misma. A Amilcare, tontamente si se quiere, convertirse así, de pronto, en «un tipo con gafas», le fastidiaba un poco. Pero no es tanto eso: es que basta que empiece a insinuarse en ti la duda de que todo lo que a ti se refiere es puramente accidental, susceptible de transformación, que podrías ser completamente diferente y no importaría nada, para que por ese camino llegues a pensar que existas o no, da lo mismo, y que de ahí a la desesperación media un paso breve. Por lo tanto Amilcare cuando tuvo que escoger un modelo de montura, instintivamente optó por una de las más finas, minimizadora, apenas un par de delgadas patillas plateadas que sostienen desde arriba los cristales desnudos y con un puentecillo que los une sobre el tabique nasal. Así anduvo un tiempo; después se dio cuenta de que no era feliz; si llegaba a verse inadvertidamente en un espejo con las gafas puestas, sentía una viva antipatía por su cara, como si fuera esa típica cara de cierta clase de personas que le era ajena. Eran justamente esas gafas tan discretas, ligeras, casi femeninas las que le hacían parecer más que nunca «un tipo con gafas», alguien que no ha hecho otra cosa que llevar gafas toda la vida, al punto de que ya no se nota que las lleva. Las gafas pasaban a formar parte de su fisonomía, se amalgamaban a sus rasgos, y así se atenuaba todo contraste natural entre lo que era su cara —una cara cualquiera pero una cara al fin— y lo que era un objeto extraño, un producto de la industria.
No le gustaban, y por lo tanto no tardaron en caer y romperse. Compró otro par. Esta vez orientó su elección en sentido opuesto: compró un par con montura de plástico negro, de dos dedos de ancho, con unas bisagras que sobresalían de los pómulos como anteojeras de caballo, con unas patillas tan pesadas como para doblar el pabellón de la oreja. Era una especie de antifaz que le ocultaba media cara, pero debajo sentía que era él mismo: no cabía duda de que él era una cosa y las gafas otra, completamente separada; estaba claro que solo ocasionalmente se ponía las gafas y que sin ellas era un hombre totalmente distinto. Volvió —en la medida en que su naturaleza se lo permitía— a ser feliz.
Ocurrió que en aquel momento tuvo que ir, por ciertos asuntos a V. Era V. la ciudad natal de Amilcare Carruga y allí había transcurrido su juventud. Pero se había marchado hacía diez años y sus regresos habían sido cada vez más pasajeros y esporádicos, y ahora había estado varios años sin poner los pies en V. Ya se sabe qué sucede cuando uno se separa de un ambiente donde ha vivido mucho tiempo: cuando regresas de tarde en tarde, te sientes como un extraño, parece que las aceras, los amigos, las conversaciones de café, o son todo o ya no pueden ser nada, o los sigues día a día o no consigues volver a entrar, y la idea de reaparecer después de demasiado tiempo inspira algo como un remordimiento que rechazas. De modo que poco a poco Amilcare había dejado de buscar ocasiones para volver a V., y después, cuando se presentaron las ocasiones, las dejó caer y al final directamente las evitó. Pero en los últimos tiempos, en esa actitud negativa hacia su ciudad natal entraba, además del estado de ánimo que acabamos de descubrir, ese sentimiento de desamor general que experimentaba y que había identificado con el progreso de su miopía. Tanto es así que ahora que a causa de las gafas se encontraba en un estado de ánimo nuevo, aprovechando al vuelo la primera oportunidad que se le presentaba de volver a V., había decidido ir.
V. se le apareció bajo una luz completamente distinta a la de sus últimas visitas. Pero no por los cambios: sí, la ciudad estaba muy transformada, construcciones nuevas por todas partes, tiendas y cafés y cines completamente diferentes de los de antes, los jóvenes que, ¿quién los conoce?, y un tráfico el doble del de antaño. Pero todo lo nuevo no hacía más que acentuar y volver más reconocible lo viejo, en una palabra, por primera vez Amilcare Carruga conseguía ver la ciudad con los ojos de cuando era niño, como si la hubiera dejado el día antes. Con las gafas veía una infinidad de detalles insignificantes, por ejemplo cierta ventana, cierta balaustrada, es decir, tenía conciencia de verlas, de escogerlas en medio de todo el resto, cuando antes las veía sin más. Para no hablar de las caras: un vendedor de periódicos, un abogado, algunos envejecidos, otros tal cual. Parientes propiamente dichos en V. ya no le quedaban; y el grupo de amigos más íntimos hacía también tiempo que se había dispersado; pero conocidos los tenía en cantidad, no habría sido posible otra cosa en una ciudad tan pequeña —como era cuando él vivía— donde se puede decir que todos se conocían, por lo menos de vista. Ahora la población había aumentado mucho, había habido también —como en todos los centros privilegiados de Italia del norte— una inmigración de meridionales, la mayoría de las caras que Amilcare encontraba eran desconocidas pero justamente por eso tenía la satisfacción de distinguir a primera vista los antiguos habitantes, y le venían a la memoria episodios, relaciones, sobrenombres.
V. era una de esas ciudades de provincia en las que se conservaba la costumbre del paseo vespertino por la calle principal, y en eso nada había cambiado desde los tiempos de Amilcare. De las dos aceras, como sucede siempre en estos casos, en una fluía una corriente ininterrumpida de paseantes, en la otra menos. En sus tiempos, Amilcare y sus amigos, por una especie de anticonformismo, paseaban siempre por la acera menos concurrida, y desde ella lanzaban ojeadas y saludos y piropos a las muchachas que pasaban por la otra. Amilcare se sentía ahora como entonces, su excitación era incluso mayor, y echó a andar por su antigua acera, mirando a toda la gente que pasaba.
Encontrar a personas conocidas esta vez no lo ponía incómodo sino que le divertía, y se apresuraba a saludarlas. Con algunos le hubiera gustado detenerse a intercambiar unas palabras, pero por la calle principal de V., con sus aceras tan estrechas, con la gente apretujada que empujaba hacia adelante, y ahora con la circulación de vehículos mucho más intensa, ya no se podía ni caminar como antes por en medio de la calzada y atravesar la calle por donde se quisiera. En una palabra, el paseo se hacía o demasiado deprisa o demasiado lentamente, sin libertad de movimientos, Amilcare tenía que seguir la corriente o remontarla con esfuerzo, y cuando entreveía una cara conocida apenas tenía tiempo de hacer un gesto de saludo antes de que desapareciera, y no lograba siquiera saber si lo habían visto o no.
En ésas estaba cuando se encontró con Corrado Strazza, su compañero de escuela y de billar durante muchos años. Amilcare le sonrió e hizo incluso un amplio ademán con la mano. Corrado Strazza se acercaba mirándolo, pero era como si la mirada lo traspasase sin detenerse, y siguió su camino. ¿Era posible que no lo hubiera reconocido? Había pasado el tiempo, pero Amilcare sabía que no había cambiado mucho; hasta entonces había conseguido defenderse tanto del exceso de peso como de la calvicie y su fisionomía no había sufrido grandes alteraciones. Ahí venía el profesor Cavanna. Amilcare le hizo un saludo deferente, con una pequeña inclinación. El profesor al principio dio muestras de responder, instintivamente, después se detuvo y miró a su alrededor, como buscando a otro. ¡El profesor Cavanna, que era famoso por buen fisionomista porque de todos sus numerosos alumnados recordaba caras y nombres y apellidos y hasta las calificaciones trimestrales! Finalmente Ciccio Corba, el entrenador del equipo de fútbol, contestó al saludo de Amilcare. Pero poco después parpadeó y se puso a silbar, como pensando que había interceptado por error el saludo de un desconocido, dirigido vaya a saber a quién.
Amilcare comprendió que nadie lo hubiera reconocido. Las gafas que le hacían visible el resto del mundo, esas gafas de enorme montura negra, a él lo volvían a su vez invisible. ¿Quién hubiera pensado que detrás de aquella especie de antifaz estaba el propio Amilcare Carruga, ausente desde hacía tanto tiempo de V. que nadie esperaba encontrárselo de pronto? Apenas había llegado a formular mentalmente estas conclusiones cuando apareció Isa Maria Bietti. Iba con una amiga, paseaban mirando los escaparates, Amilcare se detuvo justo delante, estaba por decir: «¡Isa Maria!», pero le faltó la voz, Isa Maria Bietti lo apartó con un codo, dijo a la amiga: «Ahora se llevan así…» y siguió adelante.
Ni siquiera Isa Maria Bietti lo había reconocido. Comprendió de pronto que había vuelto solo por Isa Maria Bietti, que solo por Isa Maria Bietti había querido marcharse de V. y había pasado tantos años lejos, que todo, todo en su vida y todo en el mundo era solo por Isa Maria Bietti, y ahora finalmente volvía a verla, sus miradas se encontraban, e Isa Maria Bietti no lo reconocía. Tanta fue su emoción que no advirtió si había cambiado, engordado, envejecido, si era atractiva como en otros tiempos o menos o más, no había visto nada salvo que aquélla era Isa Maria Bietti y que Isa Maria Bietti no lo había visto.
Había llegado al final del tramo de calle por donde se paseaba. Allí la gente, en la esquina de la heladería o de la manzana siguiente, en el quiosco, daba la vuelta y recorría la acera en sentido inverso. También Amilcare Carruga dio media vuelta. Se había quitado las gafas. Ahora el mundo se había convertido en la nube insípida y él andaba a tientas, revirando los ojos, y no sacaba nada en limpio. No es que no consiguiera reconocer a nadie: en los lugares mejor iluminados estaba a punto de identificar una cara, pero siempre quedaba un margen de duda de que no fuera quien él creía, y finalmente, fuese o no fuese, tampoco le importaba tanto. Alguien hizo un gesto, un saludo, podía ser que lo saludaran a él, pero Amilcare no entendió bien quién era. Otros dos, al pasar, saludaron; estuvo por contestar, pero no tenía idea de quiénes eran. Un tipo, desde la otra acera, le lanzó un: «¡Chao, Carrú!». Por la voz podía ser un tal Stelvi. Con satisfacción Amilcare se dio cuenta de que lo reconocían, que se acordaban de él. Una satisfacción relativa porque él no los veía siquiera, o bien no llegaba a reconocerlos, eran personas que se confundían una con otra en la memoria, personas que en el fondo le eran más bien indiferentes. «¡Buenas tardes!», decía cada tanto, cuando percibía un gesto, un movimiento de la cabeza. Así, el que lo había saludado ahora debía de ser o Bellintusi, o Carretti, o Strazza. Si fuera Strazza quizá le hubiese gustado detenerse un momento a hablar con él. Pero había contestado a su saludo con tanta prisa y, pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran solo ésas, de saludos apresurados y convencionales.
Sin embargo su manera de mirar alrededor tenía claramente una finalidad: volver a encontrar a Isa Maria Bietti. Como ella llevaba un abrigo rojo, era visible de lejos. Durante un momento Amilcare siguió un abrigo rojo, pero cuando consiguió alcanzarlo vio que no era ella y entretanto otros dos abrigos rojos habían pasado en dirección contraria. Aquel año se llevaban mucho los abrigos rojos de entretiempo. Antes, con el mismo abrigo, por ejemplo, había visto a Gigina, la del estanco. Ahora una de abrigo rojo fue la primera en saludarlo, y Amilcare respondió con bastante frialdad, porque seguramente era Gigina, la del estanco. Después le asaltó la duda de que no fuese Gigina, la del estanco, ¡sino justamente Isa Maria Bietti! Pero, ¿cómo era posible confundir a Isa Maria con Gigina? Amilcare volvió sobre sus pasos para cerciorarse. Encontró a Gigina, era ella, no cabía duda; pero si ahora venía hacia allí, no podía ser que ya hubiese dado toda la vuelta; ¿o había dado una vuelta más corta? No entendía nada. Si Isa Maria lo había saludado y él le había contestado con frialdad, todo el viaje, toda la espera, todos los años pasados eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas aceras, a veces poniéndose las gafas a veces quitándoselas, a veces saludando a todos y a veces recibiendo saludos de brumosos y anónimos fantasmas.
Pasada la otra punta del paseo, la calle se alargaba y en seguida se salía de la ciudad. Había una hilera de árboles, un foso, al otro lado un seto y los campos. En sus tiempos, al caer la noche, se iba hasta allí del brazo de una chica, si la tenías, y si se estaba solo, se iba para estar aún más solo, a sentarse en un banco y escuchar el canto de los grillos. Amilcare Carruga siguió hacia allí; ahora la ciudad se extendía un poco más allá pero no tanto. El banco, el foso, los grillos estaban como antes. Amilcare Carruga se sentó. De todo el paisaje la noche solo dejaba en pie unos grandes haces de sombra. Allí, quitarse o ponerse las gafas daba lo mismo. Amilcare Carruga comprendía que tal vez aquella exaltación de las gafas nuevas había sido la última de su vida, y que ahora había terminado.
Ilustración: Rogelio Polesello
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