sábado, 4 de enero de 2025

Accidente (Naguib Mahfuz)






Hablaba por el teléfono de una tienda con voz bastante alta para hacerse oír a pesar del jaleo de la ruidosa calle de Al-Geis, inclinándose hacia el fondo de la tienda para alejarse lo más posible del bullicio. Acabó con un “espérame, voy en seguida”, colgó, cogió del mostrador una cajetilla de Hollywood y pagó al dependiente los cigarrillos y la llamada. Giró, ya en la acera, para dirigirse a la calzada. Tendría unos sesenta, más o menos. Alto, enjuto. Frente y ojos abombados. Barbilla roma. En la pulimentada superficie de su calva no quedaba más que algunos hilos blancos, iguales a los que le nacían en la barba. Su aspecto evidenciaba despiste, producto quizá de la edad, o de la manera de ser, o ensimismamiento. Aparte de esto gozaba de una vitalidad exuberante: sus ojos brillaban con vivacidad y alegría; encendió un cigarrillo y le dio una profunda chupada, parecía estar más pendiente de lo que iba pensando que de lo que sucedía en la calle. Dio otra media vuelta a la derecha y marchó paralelamente a una fila de camiones aparcados junto a la acera, hasta que encontró un sitio accesible para bajar a la calzada. Sonriéndose sacudió la ceniza del cigarrillo y miró a la acera de enfrente. Estaba ya sobrepasando la parte anterior del último camión cuando sintió el impacto de un coche que se le vino encima a gran velocidad. Uno de los testigos diría después que si se hubiera echado para atrás, a pesar de que el coche venía muy de prisa, aún se habría salvado, pero que, por alguna causa -quizá el susto o un error de cálculo o el Destino- saltó hacia adelante gritando: “¡Santo Dios!”


Desde luego hay accidentes a cada momento.


La víctima dio un grito parecido a un aullido, simultáneo a los gritos de horror de la gente que había en la acera y en la plataforma del tranvía. El hombre aún se levantó y caminó por espacio de unos metros, para caer luego como un saco. El frenazo del Ford produjo un ruido gutural, convulsivo, desgarrado, y el coche resbaló por el suelo aunque las ruedas ya se habían inmovilizado. Mucha gente se precipitó hacia la víctima, como una bandada de palomas, formando una espesa muralla que iba engrosando desordenadamente.


Ni un solo movimiento agitaba el cuerpo; estaba de bruces y nadie se atrevía a tocarlo. Un pie sobre el otro y remangado el pantalón de una pierna delgada y muy peluda; había perdido un zapato. Exhalaba un silencio que contrastaba con la marea de alrededor; parecía ajeno a todo el asunto.


El conductor del Ford apoyaba su espalda en el coche con circunspección y se había puesto a hablar al grupo de curiosos que le miraban:


-La culpa no fue mía, salió de pronto por delante del camión, muy de prisa, sin mirar a la izquierda como debía…


Y como ninguno le hiciera eco siguió perorando:


-No pude evitar el atropello…


Salió del caído un quejido, como un escape de aire. Hizo un movimiento completamente inesperado que duró sólo un segundo y a continuación volvió a quedar exánime


-¡No ha muerto! ¡Vive!…


-A lo mejor se trata de una herida superficial…


-Pero ¡cómo voló por el aire, Dios mío!


-Ya lo creo; ¡que Dios le asista…!


-¿No hay sangre?


-Junto a la boca, ¡mira!


-Sin parar están ocurriendo casos así…


Llegó apresuradamente un policía, abriéndose paso a golpes a través de la muralla humana, gritando a la gente que se alejasen. Se hicieron atrás unos pasos, unos pocos pasos solamente, sin apartar los ojos del caído ni ceder en su tensión mezcla de curiosidad y pena.


Un hombre dijo:


-¿¡Le vamos a dejar que se muera ahí sin hacer nada!?


El policía le contestó preventivo:


-Si el golpe no le ha matado la Brigada de Tráfico se hará cargo de él.


El suceso afectó a aquella banda de la calzada y los coches se veían obligados a rodear la muralla humana, mientras que el tranvía, preso en sus raíles, iba abriéndose paso poco a poco entre dos filas laterales de gente que le increpaban por la molestia; algunos de los viajeros dirigían de paso miradas de interés a la víctima y luego apartaban los ojos del espectáculo con horror.


Llegó la Brigada de Tráfico tras su característica sirena creciente y decreciente. El impulso que traía dejó al coche junto al caído. El Inspector era decidido y enérgico; dio órdenes de que se despejase la multitud. Echó un vistazo al hombre y preguntó al policía:


-¿No han llegado de la Casa de Socorro?


Como la pregunta estaba de más, no hubo respuesta. Preguntó también:


-¿Hay testigos?


Se presentaron un limpiabotas, el conductor del camión y un niño que vendía kebab y que andaba por allí con su bandeja vacía. Repitieron al Inspector lo que había ocurrido a partir de cuando el desconocido estaba hablando por teléfono.


Llegó una ambulancia y sus ocupantes rodearon al accidentado. El enfermero jefe le examinó cuidadosamente puesto en cuclillas a su lado. Luego se incorporó y fue hacia el Inspector que se le anticipó diciendo:


-¿Cree necesario trasladarlo a la Casa de Socorro?


El otro contestó con voz que sonaba como la sirena de su ambulancia:


-Donde hay que llevarlo es al Hospital Damardash.


El Inspector comprendió lo que quería decir. El de la Casa de Socorro añadió:


-Me parece que la cosa ha sido muy grave.


El hombre yacía en la Sala de Urgencia del Hospital Damardash. Ya se venía encima la noche cerrada. Le estaba examinando el Médico Jefe en persona. Al acabar se volvió a su ayudante:


-Tiene una herida grave en el pulmón izquierdo, el corazón ha sido seriamente afectado.


-¿Operación?


Negó con la cabeza:


-Está muriéndose.


El pronóstico del médico era correcto: el hombre hizo un movimiento parecidísimo a un escalofrío, su pecho se agitó en una cadena de estertores, emitió un suave quejido, y quedó inmóvil. Los dos médicos habían estado observándole. El director se dirigió a su ayudante:


-Acabó…


Llegó el Inspector y el hombre seguía allí tendido con todas sus ropas puestas, excepto el zapato que se le había perdido.


El médico dijo:


-¡¿Cuándo acabarán estos accidentes?!…


El Inspector señaló al muerto:


-Las declaraciones de los testigos no están a su favor.


Se acercó a la cama:


-Espero que encontremos alguna información sobre su persona.


Y puso manos a la obra al tiempo que su ayudante extendía una hoja en una mesa preparándose a tomar nota de los efectos.


El Inspector introdujo con cuidado la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera vieja, de tamaño mediano; la registró compartimento a compartimento y dictó al ayudante:


-Cuarenta y cinco piastras en billetes. Una receta del doctor Fauzi Sulaymán…


Echó una mirada formularia a la lista de medicinas y vio que más abajo había unas líneas; sus ojos las recorrieron por inercia: “No tomar bebidas alcohólicas, huevos ni grasas: se recomienda prescindir de estimulantes, tales como café, té y chocolate”. El Inspector sonrió para sí, su médico le había hecho las mismas recomendaciones aquel mismo mes. Prosiguió su faena y sus dedos siguieron extrayendo el contenido de la cartera:


-Un breviario de azoras coránicas.


Al no encontrar nada más, comentó preocupado:


-¡No hay carnet de identidad!


Buscó en el bolsillo de fuera y en seguida dijo desilusionado:


-Tres piastras y media en calderilla.


Encontró también una cajita. Levantó la bien encajada tapa y encontró una materia extraña parecida al café molido, la olió un poco y no tardó en estornudar profundamente, volvió la tapa a su sitio y dijo con ojos llorosos todavía:


-Comprobado… rapé.


Siguió el registro:


-Un pañuelo… una cajetilla de cigarrillos Hollywood… un llavero… un reloj de pulsera…


Lo último que le encontró encima fue una hoja de cuaderno doblada, la desplegó y vio que era una carta sin sobre todavía. Tuvo esperanzas de descubrir en ella alguna pista sobre la personalidad del individuo en cuestión. Miró la firma pero sólo decía: “Tu hermano Abdallah”. Subió al encabezamiento, pero la carta estaba dirigida solamente a “Mi querido hermano que Dios guarde”. Se sintió molesto por las dificultades que encontraba y se decidió a seguir: “Mi querido hermano que Dios guarde: hoy se ha realizado 1a mayor ilusión de mi vida”. Hizo una pausa para levantar los ojos a la fecha: 20 de febrero, es decir, hoy mismo. Su mirada fue desde las líneas hasta el pálido rostro que iba tiñéndose de un azul terrible, aquel rostro impenetrable como un enigma, inanimado como una estatua ¡ese era el que acababa de ver cumplida la mayor ilusión de su vida!


El médico preguntó:


-¿Se aclara algo?


Volvió a la realidad y sonrió desdeñosamente, que era su modo de decir que nada:


-“Hoy se ha realizado la mayor ilusión de mi vida”así empieza la carta.


Volvió a la lectura apartando su mirada de los ojos del médico:


–“Las amargas preocupaciones han abandonado mi pecho, todas se fueron ya gracias a Dios. Amina, Bahiya y Zaynab están en sus casas y este Ali ya tiene un empleo. Cuando recuerdo el pasado sus dificultades fatigas angustia y penuria… doy gracias a Dios Bienhechor nuestra Providencia Evidente.”


Echó otra mirada furtiva al muerto, del que nadie sabía su domicilio, cuyo aislamiento, silencio y resistencia a salir del anonimato producían asombro. “¡Las dificultades, fatigas, angustia y penuria, la gran esperanza, la Providencia Evidente!”


-“Después de pensarlo bien he decidido dejar el trabajo.” (Es un dato) “ya que tengo comprobado que mi salud está muy lejos de mejorar cuando estoy en la ciudad. He echado cuentas y me he encontrado sirviendo al Gobierno por tres guineas, o sea la diferencia entre el sueldo que tenía y la pensión que me queda, así que he decidido pedir la excedencia. Pronto volveré al pueblo y a la agradable tertulia en casa de Abd al-Tawwád, el jefe de Policía. Ahora todo marcha como no podía haber soñado antes”.


Dijo el Inspector mientras doblaba la carta:


-Era funcionario, por lo que se deduce de la carta: pero no hay ningún dato más sobre su persona.


El médico:


-Seguiremos los procedimientos usuales. Lo normal es que la familia aparezca en un plazo de tiempo prudencial y retire el cadáver del Depósito.

viernes, 3 de enero de 2025

La causa de Jacobo Uber, perdida (Eduardo Mallea)




 




Una sola cosa salvaba a Jacobo Uber de la abominación: era esa substancia de sufrimiento con que había amasado su vida y que acabó por destruirlo.


Jacobo Uber era un hombre pequeño y magro, muy regularmente atado a sus hábitos, que se turbaba antes de hablar. En realidad esto le sucedía con todos aquellos seres cuyo fondo no conocía. Con sus camaradas, con los miembros de esas familias del azar de que habla Dostoiewsky y que cada hombre en su torno va creando, Jacobo Uber se sentía, por el contrario, extremadamente cómodo. Afectado de una extraña dolencia del alma, en la compañía de estos hombres pugnaba por escapar de sí, y en raros minutos de felicidad lograba, en efecto, alejarse de la atmósfera interna que desde niño lo sofocaba.


Durante años y años, su gran afán consistió en librarse del peso de ese aire viciado que llevaba dentro. Quiso desviar los ojos de sí y volverlos hacia la salud multiforme del mundo en sus islas más altas. Pero este pobre hombre no consiguió nunca matarse lo suficiente como para renacer y hubo épocas en que se arrastró a sí mismo, por detrás de su voluntad y su espíritu —que marchaban avanzados con un aire triste—, como se arrastra un despojo. Era también penosa en él esta caridad con que consideraba todo lo que encerraba de inmodificable y que le había sido dado por la naturaleza con espíritu de condenación.


Fué un hombre muy solitario y muy triste. Lo más grave de todo: un hombre que no acabó de nacer nunca. De los que le conocieron yendo y viniendo por la gran ciudad, movido por los exteriores resortes de todo el mundo, nadie sospechó siquiera semejante condición. Por el contrario, les parecía un hombre de vida tranquila, seguro de sus placeres, cómodo en sus hábitos, relativamente satisfecho en medio de los humanos motivos de aflicción. Y desde su camarada más próximo, un inspector jubilado de recaudadores amigo de los artistas, hasta la propia señora Folán que llevaba la contaduría en el séptimo piso de la oficina, veían en la soledad de Jacobo Uber cierto fondo de aburguesado egoísmo, al que se referían en su presencia con benévola ironía.


La vida de este habitante de Buenos Aires no podía ser más banal. A través de ella solo se llegaba a tener noción de una blanda conformidad frente a las mutaciones del mundo; Jacobo Uber desempeñaba un puesto pú- blico, vivía en una pequeña casa del barrio sur, era apasionado por el cinematógrafo y almorzaba los sábados en una rotisería francesa, donde le servían platos de suculenta sazón: “Aloyau roti aux legumes panachées’ u “omelette a la Tour de Nisan”, con una media botella de Chateau Margaux. Había épocas en que se había pasado la semana esperando este momento; después, como si su paladar se hubiera estragado, siguió yendo al restaurante por inercia, sin encontrar especial sabor en la comida.


Era empleado público desde muy joven. Su padre llegó de Europa —era oriundo de Lyon— también antes de la madurez y la vida argentina lo asimiló rápidamente. Murió una tarde en una estación de ferrocarril, de una angina péctoris. Jacobo Uber se fué entonces a vivir, con el pequeño patrimonio que recibió, a la casa donde había transcurrido su infancia y que su padre había tenido alquilada a un matrimonio belga a fin de poder percibir esta renta y gastarla en alcoholes caros. Su hijohabíaa vivido hasta entonces en una pensión y cuando llegó a la pequeña casa ruinosa que ocupaba un primer piso sobre un comercio, sintió su corazón lleno de congoja, por una causa inexplicable, como si se fuera a refugiar en los cuartos de aquel edificio con el infortunio y la desesperación.


Se complacía en pintar él mismo la casa, de tiempo en tiempo, variando los colores de las habitaciones; respetaba solo el cuarto que había pertenecido a su progenitor y que estaba siempre cerrado, lleno todavía con los objetos que le pertenecieron : cómodas barrocas, frondosos candelabros y espejos de grueso mareo ornamentado. Una vez por mes abría la ventana de ese cuarto y dejaba que el polvo se aventara; luego volvía a clausurar herméticamente las puertas.


Había sido hasta entonces un gran aislado. Poco propenso a las juergas y eternamente sombrío al regresar con los grupos de joviales camaradas de las casas de cita donde los agasajaban siniestras matronas de batón floreado. Tampoco le divertían los bailes ni los espectáculos sportivos; en estos últimos se hallaba siempre deprimido por la brutalidad del público y la terrible atmósfera de exacerbación que quedaba flotando, al final del acto, sobre el estadio desierto. Se complacía, en cambio, en la amistad de algunas mujeres que trabajaban en distintos sitios de la ciudad y a las que había conocido de mil maneras casuales y sencillas.


Trabajaba en la oficina de un modo obstinado, forzando su mente naturalmente propensa a la divagación y al ensueño. Bajaba los ojos sobre el teclado de la máquina y leía “Expediente A Legajo C. Y. Z.” No se había propuesto ser un excelente empleado, pero quería, eso sí —¡y de qué modo!—, arrebatarse a esas ideas hacia las que tenia inclinación y que lo agotaban penosamente. Esas ideas consistían en considerar su propio aislamiento y le traían de pronto miedos vagos pero insoportables. Lo que más lo hacía sufrir era imaginarse a la humanidad como un todo al que él no estaba unido por lazo alguno, como no fueran las superficiales vinculaciones que su vida vegetativa le creaba. Una madrugada había tenido que refugiarse en un café, como huido de la calle y de la urbe, y estuvo allí anheloso, encogido, palpitante, sorbiendo un vaso de cognac y viendo a todos aquellos hombres que le era extraños repartidos en las mesas en medio del humo azulado y del halo amarillento de las lámparas. Pero al lado de estos extraños subía, al menos, un calor; mientras fuera, en la calle, en plena noche, ¡qué tremenda penuria para su alma librada al desierto!


Se sentía vivir como en un sopor. Abierto de ojos e inmóvil como una anémona. Por la mañana salía para la oficina sorbiendo el aire y el sol, no sin alegría. Pero desde que entraba en la corriente de seres y rostros entre los que debería cumplir su jornada, sentía una desa- zón profunda, un desencanto de todo, que se cernía en el fondo de sus actos mecánicos y de sus palabras superficiales. ¡Palabras superficiales! ¿Es que había dicho alguna vez otras, más profundas? No. No, no había tenido nunca a quién decirles, ni ocasión de pronunciarlas. Jamás había confiado nada a nadie, jamás se sintió lo suficientemente cerca de un ser como para librarle eso que él veía como la vaga historia de su existencia y que sin duda no tendría, objetivamente, interés alguno.


Esa sensación de desaliento comenzó a crecer en él a los treinta años. Antes había sido regularmente despreocupado, pero a partir de esa edad pensó mucho en su responsabilidad como hombre y en su fracaso sentimental que se expresaba bajo la forma de una árida soledad y una permanencia en el raro mundo recóndito que encerraba. Pensó en ahorrar y viajar (en distraerse, traerse fuera de sí), en abandonar su puesto e iniciar otra vida, dar paso en su existencia a la aventura. Pero todo esto con el tiempo, fué quedando en nada, como si antes de moverse en cualquier de esos sentidos tuviera él la certidumbre de su fracaso. Seguía inclinado sobre los legajos, después de haber recorrido —no sin alegría— las aceras soleadas y haber almorzado frugalmente en un bar económico de la calle Reconquista; extendiendo informes en los que no pensaba al escribir y mirando, desde su escritorio, a la señorita Rebeca que escribía con dedos veloces y mostraba por debajo de la mesa sus piernas enfermizas y flacas. Pensaba en lo que seria la señorita Rebeca en la intimidad y en los resortes que movían en ella aquella tenaz animación. ¿Pueden existir seres para quienes cada gesto de la vida no tenga un rictus dramático, un fondo trágico? Indudablemente, vivía rodeado de este tipo humano desaprensivo, tan diferente a él y que envidiaba. Los envidiaba por lo que de ellos vivía fuera de ellos mismos. Por poder volcarse en pasiones hacia otros seres, espectáculos o cosas. El en cambio, se sentía destinado a vegetar entre los objetos que le eran familiares —una cama, un restaurante, un “aloyau roti”, un cuarto lleno de litografías e imágenes recortadas— profesándoles ese afecto que nunca había podido dirigir hacia algo viviente. Sé consideraba con melancolía tal como era: un receptáculo humano conteniendo un mundo sin salidas, es decir, un mundo estancado donde los mirajes se mueven sin correr y sucederse por otros. Solamente su imaginación era en él algo activo. Y en vez de vivir imaginaba, creaba en ese mundo interno cosas que comenzaban en él y acababan en él. ¿Qué cosas? Todo lo que, en cada instante, hubiera querido vivir y no vivía.


Todo lo que en cada instante hubiera querido vivir y no vivía. Andaba habitado por las imágenes de esta vida ficticia y esto acababa por dejarlo siempre extenuado y angustiosamente sombrío. Era entonces cuando hacia esfuerzos por ir hacia la realidad, por dejarse a si mismo para lanzarse hacia el mundo, por extravertirse. Y la historia de esta lucha era en él terriblemente dramática; lo único que en definitiva lo acercaba a lo real, lo único que no era en él ficción interior.


El mundo, tan efímero en su plano físico, ¡qué extrañas resonancias despertaba en él! Al propio tiempo qué cúmulo de decepciones taciturnas y de amargos regresos a la inmutable verdad concreta. Raptado por sus espejismos, su vida ficticia era infinitamente vasta, pero reducida hasta el último extremo en los goces que extraía de lo humano y lo real. Los días de fiesta salía con su amigo Lucas Mordach al campo y caminaban por las vastas praderas monótonas hasta el anochecer; luego, en invierno, tomaban un té con anís en el bar de la estación y en verano un mazagrán delicioso en medio de los grupos de pacíficos agrarios. Lucas Mordach, un raro personaje verboso y sensual, mordisqueaba las flores de calicanto y guardaba en los bolsillos puñados fragantes de cedrón. Sus ojos se avivaban, su boca se entreabría respirando la delicia salvaje de la tierra prolon- gada en arbustos y las típicas copas planas de los árboles del país. Pero, caminando al lado de Mordach, Jacobo Uber no advertía la forma perfecta de un ombú ni el “olo litúrgico” de los pinos sino cuando aquella voz gangosa lo llamaba a fijar la atención; él tenía ante sí, mientras marchaba dándose pequeños golpes en la pantorrilla con una rama verde, multitud de imágenes que nada tenían que ver con el paisaje circundante. Eran delicadas representaciones, mirajes en los que se disponían las circunstancias de un modo mágico, ensueños. Le parecía estar caminando en las botas de un granjero, con un delantal azul de peto alto y un ancho sombrero de paja, viniendo desde el lado del horizonte hacia su casa, en la que había una mujer y un niño de pantalones demasiado largos que masticaba semillas; pero sobre la casa y esos seres pesaba un agüero de tragedia. Eso le parecía. El sol no daba sobre éste o aquél árbol, en la pradera, sino sobre su miraje. Algo semejante le pasaba cuando salía, algunos primeros de mes, a cazar perdices coloradas o a pescar truchas en el lago de Baldivén; sin embargo, en esas ocasiones, la voz de su compañero, una voz fuerte y sana, lo dejaba extático, oyéndola casi sin escuchar. “Qué hermoso dia de campo”, exclamaba cuando volvían en el tren, y sus ojos se clavaban inmóvilmente en los caseríos del camino, que se sucedían de manera vertiginosa.


La potente iluminación nocturna de la ciudad lo sorprendia siempre, lleno da aprensiones imaginarias. ¿Qué temía? Temía seguramente, al no pisar firmemente sobre lo real, alguna obscura catástrofe que permanentemente lo amenazaba como un torrente a un clavel del aire suspendido en plena intemperie. Y andaba buscando refugios, de bar en bar, de cinematógrafo en cinematógrafo, sin entregarse a lo que miraba sino para multiplicar su cavilación y los caminos de su preocupada fantasía.


 


II


 


Sus años juveniles transcurrieron así, y conservó él, permanentemente, la sensación de que todo el mundo, con sus fenómenos y mutaciones infinitas, hubiera pasado dentro suyo.


Creía, de este modo, por las resonancias profundas de que se sentía habitado, que vivir hacia dentro era el modo más noble y generoso de vivir. Porque, qué más podía dar a las gentes que los atributos con que los moldeaba su fantasía y las emociones que en él suscitaban? Y era este raciocinio lo que le llevaba a no explicarse su soledad, que se hacía por momentos tan triste.


Solo una vez había pensado en casarse y traer a la casa sombría un ser ameno y amable. Pero él no sabia explicarse a ciencia cierta lo que sucedió, lo que dió al traste con su voluntad. Un amigo de infancia, Abel Lima, daba fiestas en su casa e invitaba a las reuniones semanales a jóvenes capaces de hacer vida ligera y alegre. Un sábado, en el curso de una de esas reuniones, conoció Jacobo Uber a Carlota Moret, una mujer alta y rubia de ojos vivos, con cierto esplendor en toda su figura, y un gesto de dominio en la imperiosa cabezlderlina mujer de manos pequeñas, bastante culta que daba lecciones privadas de idiomas, leía a Hölderlin en el original, no se inquietaba por la opinión del mundo y en definitiva lo pasaba alegremente con su jovialidad y su tono autoritario. El pareció impresionarla desde el primer día, porque ella le habló con inteligencia y sinceridad de muchas cosas de su propia vida, creando así una especie de precoz intimidad en la que él se sintió complacido. Pronto la invitó a que se encontraran, dos o tres veces por semana, en el Jardín Botánico o en el parque Lezama o en alguno de los otros paseos frondosos y solitarios de la ciudad. Un día, ella le confesó inquieta: “No soy feliz. A cada rato me traiciono. Todas las noches me invade un terror, me siento sobrecogida y a veces me echo a temblar, espantada del silencio en que vivo”. Jacobo Uber la miró profundamente y no le contestó nada. Nunca le dijo nada. El creía amarla y ella veía en él a un hombre reconcentrado, dotado de un tranquilo coraje ante la vida, fuerte y tierno. Pasaba el tiempo y el tiempo y él seguía soñando con ella, alegrándose al verla, enmudeciendo al encontrarla. Al fin las palabras escasearon entre los dos. Una noche entraron en un sórdido hotel de piezas húmedas, donde había una gran cama, desolada, y un lavabo y cortinas de encaje de Orleans. Aquello sucedió sin que hablaran, casi, como entre dos amantes viejos y cansados. Él le dijo, acariciándole tristemente el pelo: “Ya no podré vivir sin tu apoyo, sin este pelo que querré, cada vez más a medida que encanezca”. No sabía por qué le había dicho aquello. En realidad la imagen del encanecimiento le venía porque había ya algo de marchito entre los dos, porque aquella mujer no era, en su sensible presencia, lo que él pensaba a solas de ella, lo que quería él convencerse que era. Cuando estaba con esta Carlota Morel añoraba la Carlota Morel de su cerebro, la amasada en sus meditaciones, en su soledad, la Carlota Morel que desde hacía meses habitaba su casa de plaza Constitución sin estar en ella con su carne y su voz sensibles. Ante esta extraña presencia él se exaltaba, pero ante la Carlota Morel real no podía experimentar ya sino una suerte de afán por huirle, por dejarla en un arranque para ir a reunirse con la otra, con la Carlota creada por él, parecida a ésta, pero no igual, transformada. Volvieron algunas veces al sórdido hotel y ella le preguntó una tarde porque no iban a su casa, en Constitución. Jacobo Uber evitó contestar y permaneció pensativo. Pensaba en lo que hubiera sido el encuentro de las dos mujeres; en que, tal vez, espantada, la Carlota Morel de su soledad habría huido. Esto habría sido terrible. Sacudió la cabeza ante tal idea, mudo, y ella nunca supo por qué no la llevaba Jacobo Uber a su casa; lo atribuyó a muchas cosas y no tardó en olvidarlo.


A raíz de una discusión, mientras iban un día caminando por una desierta calle central disputaron agria- mente. El hombre no podía soportar por más tiempo la desazón que le causaba encontrarse con esta mujer a quien cada día veía más como una extranjera. Se sentía irritado por su propio silencio ante ella, irritado de no saber qderlin a lo largo de las extrañas entrevistas. Ella, en el fondo, había aceptado en su alma la visita de un frío, de una ola glacial, y mostraba en todos sus gestos, algo de maquinal e indiferente. Erguida, seguía con sus tópicos, describía el viaje del poeta Höl1161derlin por su locura. Fué aquella noche cuando, al regresar de un cinematógrafo por las calles desiertas y suscitarse una discu- sión, se sintió ella increpada por él; respondió con un gesto dominante, sin palabras, en actitud de secreto desafío. Jacobo Uber tuvo un movimiento de terquedad, brilló en sus ojos una centella de furia y, volviéndose, se alejó de ella de un modo seco y brutal. Sabia de sobra que esto no era valentía, ni presencia de espíritu, ni nada. Pero quería hacerlo, llevaba en su interior, desde hacía mucho, ese gesto. Aquella noche, al meterse en cama, sintió las sábanas frescas y se juzgó liberado de algo, en paz con la imagen que lo habitaba. La noche le trajo, con el sueño, del hotel vecino, un olor a manzanas y ese olor le pareció a algo nuevo, ignorado.


A partir del día siguiente, fué un hombre distinto. Se sintió trabajar con felicidad, cantó y silbó. Nancel, el tartamudo, uno de sus compañeros en el departamento de recaudaciones, le dirigió una broma alusiva a su estado de alacridad. En verdad se sentía otro, feliz, libre del peso en que se había convertido cada entrevista con la profesora de idiomas; atento, apenas consciente de ello, a la misteriosa compañia que llevaba ahora a solas, bella, rica, mujer que podía evocar a cada instante, llamarla a su lado, abstraerse en ella con delectación. Quería a esta mujer que tenía los rasgos físicos de Carlota Moret pero que reaccionaba a su voluntad y se movía a su placer, con su suave andar, sigilosa, vestida con los trajes que él escogía, volviéndole los gestos que él, en un instante dado, necesitaba, reclamaba. Durante quince días se sintió totalmente feliz y no percibió arrepentimiento ni pesar alguno. Se complacía pasear solo por la ciudad y aun cuando lo acompañaba algún amigo, remontando las calles del norte o atravesando por la mañana el barrio de los mercados, llevaba en los ojos una sonrisa distante; apenas oía, todo su ser estaba ausente, creando mmundos para su aventura con aquella Carlota Morel. Al cabo de las cinco horas diarias de trabajo iba a sentarse en alguna terraza de café, en los alrededores del Congreso, y permanecía horas inmóvil ante el vaso de cerveza helada; rara vez lo distraía el paso de los transeuntes, tumultuosamente acrecancentado anochecer; de vez en cuando seguía con la vista el paso de algún hombre y dejaba luego los ojos clavados en el aire.


Pero, de pronto, aquello cambió. Fué una transformación tan brusca que introdujo en su ánimo gran confusión. No hubiera sabido qué decirse a sí mismo, cómo definir su cambio ni interpretar el fondo de su nuevo estado de ánimo. Sucedió de un día para otro y fué algo realmente desconcertante. Tampoco había atinado a decir en qué momento preciso se dió a adiar la imagen que llevaba en su imaginación de Carlota y a volverse, absedido, hacia la mujer real, hacia la maestra de idiomas a quien había tratado con arbitrariedad y violencia. El hecho es que concibió un resentimiento profundo hacia sí mismo y una fuerte nostalgia de aquel ser que había arrancado de su vida. Pensó que se había equivocado y que cada vez que se había encontrado con ella, en el sórdido hotel, o en los paseos de la ciudad, había experimentado verdadero placer, plenitud. Esta idea le arrebató el sueño, sumiéndole en un estado de agria discordia interior; comenzó a trabajar con desazón, y un día que lo llamó a su despacho el inspector de recaudadores, el Sr. Olda —un hombre calvo, apoplético, de enfermizas pupilas—, Jacobo Uber permaneció en su presencia extrañamente embotado, sin acertar a escuchar y contestar propiamente, pensando en la mujer que había arrancado de su vida. El Sr. Olda lo miraba por encima de sus anteojos, advirtiendo sin duda la ausencia de su interlocutor, y le dijo con voz ronca y brusca: “A ver, repítame lo que le he dicho; estas indicaciones son importantes y deben ser cumplidas con justeza”. Jacobo Uber hubiera preferido hundirse, desaparecer; apoyó una mano en el extremo del ancho escritorio y sonrió con vaguedad, ciertamente como un estúpido. “Repita”, repitió el inspector de recaudadores. “No he entendido bien” —alegó Jacobo Uber—. Entonces el señor Olda se puso hecho una furia y empezó a levantar los ojos al cielo y rogó impacientemente a Jacobo Uber que se retirara, aludiendo al atajo de cretinos en medio del cual vivía.


Cosas semejantes le pasaban a cada rato. Ya tenía fama de ser un hombre ausente y raro, un cavilador. Pero lo que él no podía perdonarse era su conducta con Carlota Morel, la mujer a quien había tratado con monstruoso desapego. Andaba por las calles triste, añorando los ratos que había pasado juntos; hubiera dado cualquier cosa por volver a acariciar aquella cabeza suave, a la que había renunciado, donde habían aparecido no pocas canas. “¡Bruto de mí!”, se decía, pensando en los momentos en que ella llegaba a verlo, hasta alguna determinada esquina, al anochecer, con un poco de retardo; luego andaban juntos por las calles, bañadas de luz lunar, defendidos por ese simple acto de compañía contra las graves asechanzas del vivir; ella le hablaba de Hölderlin, se mostraba inquieta e inteligente, le contaba la vida maravillosas extraordinariamente patética del poeta perdido en su locera. Pero él había barrido con todo aquello y ahora no tenia más que su fría soledad, habitada por fantasmas en su viaje errante, infinito. Por otra parte, se cuidaba de no comentar aquello con persona alguna, tenía el pudor de no llegar a decirlo con la exaltación y la fuerza, el ardor, con que su imaginación le realzaba. Estaba muy confundido y su palidez daba lástima. Dió en llegarse todas das noches hasta la calle donde estaba el hotel sórdido y pasaba por debajo de das ventanas y disfrutaba con su imaginación de la que no había gozado en la realidad; se detenía, en la acera, y miraba el frente del hotel, las escasos balcones abiertos por donde se veían aparecer interiores tendidos de ropa. Se veía entrar al albergue con Carlota Morel, pero con la Carlota Morel real, la mujer que lo enardecía, alta y rabia, de ojos vivaces. Se animó una ocasión a entrar; pidió al conserje una pieza —su fantasía llamaba aquella del cuarta piso, con los coronados de terciopelo arcaico y amarronado de cuya pared colgaba junto a una oleografía pretenciosa un almanaque de propaganda—; permaneció solo en el cuarta hasta el anochecer, sentado en una butaca de cretona, las celosías hostiles a la luz.


Esto duró mucho tiempo. Pero no fué a buscarla, no dió, en su fatal morosidad, ningún paso tras ella. Al fin, la obsesión, el recuerdo fueron desvaneciéndose, y Jacobo Uber volvió a sentirse libre. Pero lo que le pasaba en otros órdenes de la vida eran también cosas de naturaleza singular. Sufría, como si se hallara siempre traicionado, con un sufrimiento sordo y difícilmente definible. Solían abatirle lamentables accesos de demacración y desasosiego. Visitó, más de una vez, atraído por una obscura fuerza, una capilla del norte, en la cuesta verdosa de Retiro, pero su constante abstracción lo distraía de la liturgia. Era terrible su propensión a fluctuar, su incapacidad de ir hacia ninguna fe, de afirmarse él mismo en alguna creencia, de resolverse en un acto integro.


Transcurría así los días sin que su bondad difusa pudiera ser bondadosa para nadie. Una radical, recóndita vehemencia, le hacia querer dar amistad, querer crear, pero estas voluntades partían de sentimientos igualmente difusos, extendidos pero sin concentración; de este modo su vocación de amistad se diluía sin producir un amigo, sin crear en él pasiones consistentes y tenaces. Y esto, este estado de extenso deseo infructuoso, de infecunda aspiración, lo torturaban. Su asunto con la profesora de idiomas ocurrió cuando tenía veintiocho años —ella tenía entonces treinta y cuatro—; al llegar a esta última edad, en su casa de Constitución, Jacobo Uber vivía como un vegetal dotado de alma, monstruosamente dormido hacia afuera y vigilante hacia dentro. Un joven llamado Alcorta andaba a menudo con él, recorriendo lugares públicos, teatros, barrios, calles. Era un joven atildado, de mentalidad mediocre pero de ánimo sonriente y suave. Solían ir de noche al Luna Park, observaban el paso de mujeres y hombres, comentaban los mil fenómenos cambiantes y rápidos de la ciudad. Pero Jacobo Uber se hurtaba siempre a la conversación, en el fondo, a la circunstancia presente; se dejaba alejar. Un día abandonó la amistad del joven Alcorta, seguro de que éste ya no se complacía en su vecindad. Anduvo algunos meses más solitario que nunca, yendo de la oficina a su casa y de su casa al restaurante vasco, conmovido, enternecido por un cúmulo de ideas sombrías, rumiando taciturnidad. Sus ojos llamaban la atención de las mujeres porque eran virilmente bellos, grandes, discretos, y profundos, como si pesara sobre ellos lo majestuoso de un grave designio; pero la absorción que expresaban era tal que los tornaba, a poco de mirarlos, aburridos e increíblemente monótonos.


Se había creado en él un estado de cristalización en lo abstracto y de permanencia en el fondo de sí mismo. A los treinta y nueve años no se alimentaba para vivir sino para sostener esa deformación constante de las cosas que era la obra de su imaginación y en la que él se complacía morosamente. En ocasiones se sorprendía, en un rápido aletazo de consciencia, dando voz a cosas falsas que pensaba, hablándolas como si fueran una verdad concreta. Una vez el empleado bancario que almorzaba en una de las mesas contiguas a la suya en el restaurant vasco, le invitó a realizar un viaje a las provincias del norte, viaje que harían a pie, deteniéndose en modestos albergues y observando los curiosos rasgos del alma de los pobladores en los campos y las ciudades; respondió él que sí, con entusiasmo, y propuso en seguida al empleado bancario pasar, en el trayecto, por las viejas casonas riojanas y las pequeñas iglesias barrocas del extremo septentrión; el empleado dijo: “Tendremos que partir antes de fin de mes, a fin de evitar los grandes fríos”. “Esto es”, contestó Jacobo Uber, con una sonrisa afable y animada. Pero al echarse a andar, solo, por la acera costeada de grandes casas comerciales, se dirigió a si mismo una apasionada acusación. ¿Por qué había consentido en aquella prisa, por qué se había exaltado de un modo pueril y efusivo al hablar de un viaje que no pensaba realizar? En aquel momento se sintió indignado de consentir, de un modo tan deplorable, en todas las deformaciones propuestas por su fantasía. Sin embargo, la certidumbre de que no baria nunca semejante viaje le llevó a substraer los ojos del mundo que lo rodeaba, de la calle donde había una actividad incesante y violenta, donde afloraba a los rostros una voluntad de pasión, para hundirse en el pensamiento de aquellos pueblecitos del norte, deliciosamente acuñados entre árboles de rica copa al pie de la imponente serenidad de los cerros andinos. Aquella tarde hizo la recaudación sin apartar el fondo de su espíritu de semejante panorama.


 


* * *


 


Los sábados por la noche se ponía de acuerdo con alguno de sus compañeros para ir a comer a un café cantante de la calle Florida, adonde concurrían para juntarse con ellos dos o tres mujeres de vida libre, pero no muy dadas al mundo. Una de estas mujeres se llamaba Elsa y tenía unos labios pequeños y sensuales y una cabellera rubia y alborotada; otra era húngara, flaca, con los ojos eternamente entornados, y se ocupaba en traducir folletines para un diario de la tarde; a ese grupo se añadía a veces dos hermanas divorciadas y una amiga íntima de cierto ministro, una dama de ojos fríos, prevenidos y temibles. Lo pasaban hablando y riendo. Jacobo Uber no cesaba de pensar que iba a descubrir en alguna de aquellas mujeres un rasgo de oculta belleza, una centella de espíritu, algo capaz de levantarla, por un momento, sobre la tierra y de infundirle a él esperanza en ese fulgor misterioso. Pero los días transcurrían y de aquellas reuniones que animaba una orquesta estridente no subsistía más que un indigesto, empalagoso regusto. Una a una fueron yendo aquellas mujeres a su casa y haciéndose sus amantes. Pero la experiencia era singular, invariable, abrupta y brutal ante los ojos de Jacobo Uber como una mane thecel phares. Cuerpos, cuerpos, cuerpos habitados por un fantasma gris; cuerpos imbuidos de muerte impalpable; cuerpos exhaustos sobre una cama y la imaginación de él marchando, creando, abandonando, separando su ser del otro ser, dividiendo las aguas de las aguas como en el segundo día de la creación. Dividiéndose él, alejado, del cuerpo vecino, yerto, presente. Se sentía sobrecogido por lo efímero de su aproximación a aquella carne en medio de una soledad tremenda. La miseria era tomar aquellas carnes sin estar él allí, con su ánimo; sin creer en este instante. Sus ojos erraban sin hallar dónde asirse, como los ojos de un condenado. Tal vez si en lugar del cuerpo que en aquel momento ponía una difusa claridad en la atmósfera negra del cuarto, hubiera sido otro cuerpo… aquellos labios, risa, temblores, voz —los labios, la risa, los temblores de otro ser… Y no de aquél. Las mujeres volvían a vestirse —junto a la puerta de la alcoba del padre llena de recuerdos y polvo, protestando por el alejamiento del hombre, o sin reparar en él.


Nada, nada de consistente, de real, en su vida. Siempre sin salir de sí.


 


Se veía, no sin terror, lanzado en una fuga perdida, sin origen ni meta, indigente de tierra, de cielo, de aire, de agua, de pasión, de fe, de amistad —proyectando con su ser atrozmente libre de raíces en un universo donde su espíritu flotaba a la deriva, alucinado y pasivo. Era sensible a súbitos horrores al pensar en símbolos que se asemejaban al destino de su naturaleza, al encontrarse accidentalmente con alguno de esos símbolos expresado en cualquier manifestación de la vida. Una vez se había quedado absorto, transido, ante un grabado que representaba a Ofelia muerta flotando en un lago de lotos blancuzcos, como si esa imagen pudiera aludir directamente a la sumersión inerte de su propio espíritu. Por momentos ansiaba desesperadamente dar con algo que lo hiciera anclar, que determinara violentamente el arraigo de su ser a algo —pasión, creencia, orden—, de autenticidad vasta y profunda que llevara su ser hacia fuera, a mirarse con el mundo. Pero, a cada rato, se desmentía, escapaba, libraba su oído a la tentación de un ancho y remoto sueño, persistía en una suerte de estupor alucinado.


 


III


 


Siendo ya jefe de recaudadores fué cuando le atacó aquel mal físico. Comenzó con un estado de ahogo que lo atacaba por las noches, al rato de acostarse, despertándolo del primer sueño en medio de un pavor. Tal fenómeno no tardó en convertirse en una claudicación cardíaca tenaz. Jacobo Uber abandonaba el trabajo a las seis de la tarde y el temor de aquel ahogo nocturno que lo esperaba en su cuarto comenzaba entonces a operar en él. Había perdido la voluntad de hablar y comer. Su vecino de mesa en el restaurante vasco no le dirigía siquiera la palabra, viendo aquel estado de taciturnidad hosca y concentrada. Sin embargo, después de comer, no soportaba la soledad. Solía recorrer grandes distancias para llegarse hasta la casa de los compañeros de trabajo cuya amistad prefería y que eran solitarios como él. Cuando daba con alguno de ellos —después de haber evitado con un vano deseo de no necesitarlos cada día el proponerles en la oficina la salida nocturna prefería andar casi en silencio, cosa que aburría indeciblemente a sus acompañantes, imponiéndoles gestos y expresiones inmóviles. A veces lo sorprendía la medianoche sin haber ciado con un amigo dispuesto a la extra- ña peregrinación silenciosa por las calles. Entonces recorría solo los barrios de tráfico incesante, los brotes de turba y luz en la superficie de la urbe, los alrededores del puerto, pústulas iluminadas. Cuando no se acostaba, el mal disminuía su intensidad, no hacia crisis, permanecía en él sin forma aguda, manifestándose como una sorda opresión.


Solía llegar hasta un café donde se repetían hasta el amanecer los números de una cantante de voz ronca, curiosamente fascinante. Esta mujer, “Lola Cifuentes” en los carteles amarillos, ostentaba un traje negro de lentejuelas, descuidadamente sujeto sobre sus mórbidos hombros y era de una extraña elegancia salvaje; cantaba sin mover los ojos, conservando las pupilas paralizadas, hieráticamente erguida junto al piano en el que trataba de ahogar su vocación de gimnasta un holandés atlético y rubio. Jacobo Uber pugnaba por volcar su atención en los personajes allí reunidos, dispersos en palcos y mesas, envueltos en una atmósfera cargada. Pero su mente persistía en reflejar sobre las figuras allí reunidas, hombres que fumaban hablando y discutiendo y vistosas mujeres de cabeza cansada, las imágenes de su enfermedad, las complejas formas de su propio caso, el destino a que estaba abocado ; por instantes se veía marchando hacia una nueva salud, por instantes hundido en un mal sin salida, agravándose, acabándose, finalmente concluido en el extremo de su soledad. La ronca voz de la mujer tenía una familiaridad con el sonido del piano, ruido de cuerdas viejas, un tono alto y metálico. Cuando la primera claridad diurna comenzaba a invadir el bar, Jacobo Uber apuraba el último sorbo del pequeño vaso de cognac, que le había durado horas, y regresaba a su casa, donde caía sobre él, como un golpe, el sueño del rendido y del santo.


 


* * *


 


El Dr. Fogueral le aseguró, lleno de temores, que necesitaba una vida higiénica y estrictos cuidados inmediatos. Le aconsejó una pensión tranquila de Palermo, cerca del bosque, donde podría estar bajo la atención de una señora amable. La señora era amiga del médico y el médico insistió en la excelencia de aquella casa. Jacobo Uber abandonó sus cuartos abatido; llevó consigo solo una pequeña valija de cuero blanco; escribió al departamento de recaudadores expresando que necesitaba tomarse una licencia. Estaba lleno de pensamientos sombríos, y al subir al taxímetro que lo había de llevar hasta la casa de huéspedes de Palermo, en lugar de darle la dirección, preguntó absorto al chauffeur, como si estuviera ante un criado: “¿Está la señora?” Y volvió en el acto de su abstracción y sonrió, débilmente, con el chauf- feur, como quien se excusa.


Vió la ciudad, el cielo alto, los árboles, el pavimento. Flotaban miríadas de luz que se abrían, precediendo al anochecer, en haces de brillo sangriento y venían a reflejar en los rígidos canales de la urbe un precario, tenue relumbre ladrillo. Resonaron secamente en el asfalto los vasos de un caballo, y apareció a la vista, doblando una esquina, el coche sucio y destartalado que tiraba ese caballo, un carruaje de capota grisácea, arcaico. Jacobo Uber vió la tarde encogida en una latente y desesperante miseria. Sentía sobre los edificios, sobre la extensión horizontalmente infinita, en la garganta multitudinaria y cósmica —un tremendo clamor.


La casa era blanca y brillante y totalmente desprovista de adornos en la superficie. La señora salió a recibirle; ostentaba un traje de ricos encajes negros pero de corte desusado, con la cintura demasiado ceñida y el ruedo flotante y ancho; sus ojos avizoraban con fulgor vivo por encima de las mejillas excesivamente pintadas. Jacobo Uber la siguió por los corredores —desnudez y cal de los muros. El cuarto tenía una ventana, por la que se veía una gran extensión, hasta el río, desde gran altura. Las primeras luces empezaban a encenderse. La señora le preguntó qué deseaba tomar con las comidas y se asombró del parecido de Jacobo Uber con un personaje famoso; esto la habría detenido en el cuarto, deseosa de comentar la circunstancia, si no hubiera advertido en las facciones del huésped una mueca de sequedad fatigada. La señora cerró la puerta sin ruido. Jacobo Uber abrió el ropero empotrado en la pared y sacó su traje de la valija y lo colgó en una de las perchas pendientes. Luego se acercó al espejo y estuvo un rato mirándose. El pelo desordenado, caído en una crencha sobre la frente, acentuaba la escualidez del semblante ya dócil a la fuerza deformadora del físico ahogo. Permaneció un rato mirándose. Después, sin orden alguro, colocó los pocos libros sobre la mesa —los viajes de De Foe, la historia de Hadley. Miró todo lo que le rodeaba una vez y otra vez; los pájaros obscuros viajando hacia el río, una veleta próxima, con las cuatro letras cardinales, la confusión de ventanas fronterizas venecianas, ojivales, barrocas, francesas, bizantinas.


Se veía también el techo imbricado de una factoría y la cúpula de una iglesia, casi perdida en la atmósfera crepuscular. Muy lejos, desarrollándose en anchos obstinados círculos concéntricos, un vuelo de gaviotas. Originada sobre el río, la noche crecía, se acercaba.


Miró muchas veces todo lo que había en la pieza y acabó por sentarse en el sillón, forrado de felpa descolorida en el sitio donde debían haberse posado las manos de tantos huéspedes de aquella casa. Se sintió triste y miserable. Levantó la cabeza, apoyándola en el bajo respaldo, y cerró los ojos y permaneció en esa posición hasta que la obscuridad nocturna llenó del todo el cuarto, admitiendo solo el claror reflejado por el espejo, que a su vez recibía una mirada lunar. Tenía la sensación, muy amarga, de que algo estaba por llegar en él a una agonía; al propio tiempo, deseaba curarse, vivir. Existir todavía un poco más, bañado por la soflama cruel del mundo, entre las infinitas cosas amargamente queridas.


Había encendido la luz y tenía entre las manos el libro de Hadley, cuando, después de haber llamado discretamente a la puerta, entró en el cuarto una muchacha de expresión imbeciloide, de aire extático, con una hirsuta melena roja. Dijo que se llamaba Ercilia. La muchacha puso la mesa, llevando hasta el centro del cuarto una redonda que estaba arrinconada, y luego fué por los platos y reapareció trayendo una porción de pescado hervido y una botella de leche. Permaneció mirándolo, en una especie de ensueño, mientras comía él lleno de cavilaciones, con su largo cuerpo blanco un poco encorvado. Uber le preguntó algunas cosas relativas a la casa; ella le respondió con monosílabos, las manos caídas a lo largo de la falda gris.


Esto sucedió, en la misma forma, una vez y otra vez. Eran demasiado dolorosos los largos días en aquella casa. Jacobo Uber languidecía mostrando un poco de la espalda débil a través de la camisa, rota, de lienzo. Cada tres días, casi al alba, lo visitaba el Dr. Fogueral era un hombre de pocas palabras que se decía afecto a la filosofía, pero que en realidad no veía la razón última de las cosas sino a través de las vísceras, y éstas se le aparecían como una maraña, ante la que no cesaba de aterrarse y fruncir el ceño. Todas las mañanas, antes del almuerzo, Jacobo Uber salía a tomar un poco de sol y se paseaba por las plazoletas que se extienden más allá de la plaza Italia, desnudas y secas. Había cobrado aprensión por la oficina de recaudadores y no deseaba aparecer allí ni siquiera de visita; pero estos cortos paseos no lo entristecían menos. Cada árbol, cada hombre, cada casa —le mostraban la lejanía en que estaba de ellos y lo poco que podían decir a esa isla viva que caminaba con é1.— ¡Qué tiempo amargo y penoso! Tenía el sentimiento de que todo nace y vive en el mundo por un acto de amor y él no había buscado otra cosa que traer amor a su isla, condenándose así cada vez más, en lugar de salvarse por el arrojo ciego del alma y la pasión. Ahora todo le parecía irreparable. Un gran sollozo constante lo desgarraba por dentro.


Pero quería vivir. Y cuidaba ese cuerpo suyo que había amado siempre tanto tan solitario y apresado en su propia fortaleza. Seguía estrictamente el régimen; auscultaba con temor la cara del médico que lo auscultaba. Trataba en vano de distraerse. No podía leer. Cada día estaba más concentrado en la idea fija de su esterilidad, hablaba apenas con la dueña de casa que lo visitaba en su cuarto con frecuencia. Pasaba las horas mirando las luces de la ciudad, el largo empilamiento de ventanas en lo alto de los grandes edificios solo diferenciados por el tono de su petulancia, y el río.


Veía pasar apresuradas las gentes, detrás de algo. El no tenía nada que buscar. Una gran soledad quedaba en algunas calles como una criatura abandonada por el tiempo. Las puertas de los comercios quedaban herméticas, veladas por pálido resplandor de la luna. Solitaria criatura de la atmósfera, la soledad tomaba formas diferentes y rodaba con pesadez por las calles nocturnas.


Su pensamiento se vió acosado por la idea de que la suprema privación de su vida consistió en no haber sido fecundada nunca por la realidad. Observaba la luz del sol incidiendo en las piedras, el color verde definiéndose en las hojas, —todo eso obedecía a una fecundación. Pero él no había dado fruto.


 


Fué entonces cuando comenzó a pensar que no era ya útil sino para una cosa, para morir y, lentamente, aquella voluntad de perdurar que se había agarrado en su espíritu fué cambiándose un todo en algo que era como una voluntad de entrega total. ¡Qué mutación terrible, la muerte! Tuvo, al principio, pavor. Abandonó su cuarto en busca de aire puro, de luz, de rostros humanos, cada vez que lo acosó ese pensamiento. Pero le pareció después que paseaba una isla árida, cuyos únicos habitantes eran el dolor y el descorazonamiento.


Las calles le parecían áridas y despojadas de color; los semblantes que encontraba a su paso igualmente privados de temperatura; los bares, fríos. El invierno mordía ya los troncos pálidos de los plátanos; los habitantes de la ciudad se recogían a horas tempranas; él regresaba despacio por las calles interminablemente rectas, fijándose en los ornamentos negruzcos de las molduras y en los edificios regulares y herméticos. Y su decadencia había acabado por llevarle al rostro una ex presión en la que había pena y agrura.


Su corazón no andaba bien. Se sentía cada día más débil y tenía que esforzarse para comer. El médico no le decía nada bueno; se limitaba a recomendarle el mayor descanso posible, la mayor calma. ¡La mayor calma! A él, que no había hecho otra cosa en su vida más que estar en calma, monstruosamente en calma. Pero lo que le producía la acusación más dolorosa era verse desaparecer en mayor distancia cada día de los humanos; desaparecía, se alejaba. Ya no iba quedando apenas nada de él en el mundo; su ánimo había salido del cauce y erraba ingrávido, soliviantado por sus recuerdos.


¡Si todavía se hubiera podido aferrar a algo! Pero, ¿a qué? Una tarde que caminaba por su cuarto pensó en la profesora, en Carlota Moret. Contempló como algo grato la idea de ponerse esta esperanza por delante, de abrir todavía este ameno horizonte a su vida cuando estuviera un poco mejor se echaría a buscarla; por todas partes, no importa cómo la encontraría —tal vez casada, con familia. Pero lo esencial era llegar a ella y decirle con vehemente urgencia, todo lo que en él permanecía no dicho, ineluctablemente secreto, rígido. Aún podrían pasearse juntos por la ciudad en algún momento. Quién sabe si ella seguiría acordándose de Hölderlin. Quién sabe cómo pesaría ahora en los anocheceres su cabeza imperiosa, sus ojos vivos y ardientes.


 


Jacobo Uber pareció reanimarse con esta esperanza. La expresión agria y penosa de su rostro se endulzó de un modo suavemente sensible. Sintió una paz, una reconciliación consigo mismo. Durante tres días respiró contento el aire de la ciudad. ¿No habían revivido, con repentina afloración de energía, todos aquellos rostros, el rostro del hombre apurado, el rostro del agente de policía, el rostro de ésta, de aquélla mujer? Todo había revivido en la ciudad, y en uno de sus rincones, allí donde él tal vez la hallaría, estaba Carlota Morel.


Fui, por algunas semanas, corno haber entrado en una nueva vida. Se sintió mejor y el médico le autorizó a regresar a su casa. Sus facciones demacradas, angulosas y sin sensualidad, en las que parecía moverse morosamente el pájaro de una alucinación, aceptaron el ameno movimiento de la sonrisa. Estuvo contento de irse y dió una buena propina a la muchacha del semblante extático, y conversó largamente, la víspera de abandonar la casa, con la señora, que vestía un traje cubierto de encajes y moños y conservaba la cabeza violentamente erguida por el negro cuello de ballenas. Esta señora mostraba en sus gestos una energía viril y dejaba al desplazarse un fuerte olor a pomadas y afeites. Ese olor lo había sentido él muchas veces al entrar al vestíbulo, en el primer piso, donde los muebles más dispares se aglomeraban sin orden. Cambiaron algunas conjeturas con respecto a la posible guerra que se cernía sobre el mundo y que la señora consideraba como un castigo divino.


La señora y la muchacha lo despidieron, una mañana de sol, en la puerta de calle, mientras los miraba desde el vestíbulo, con extrema curiosidad, otra pensionista, envuelta en un peinador morado. Después de agradecer con la mayor viveza todas las atenciones de que había sido objeto, Jacobo Uber abandonó contento aquella casa.


 


IV


 


Vivió quince días auténticamente feliz. Todo le parecía flamante y maravilloso. La vida le hablaba con un lenguaje desconocido. Hasta le era grato volver a poner las manos sobre los papeles cubiertos de polvo que se habían ido acumulando sobre su pupitre, en la sala de recaudadores. La imaginación abandonó transitoriamente su presa, y Uber miraba el universo con ojos frescos. Durante esos días se manifestó atento y locuaz con sus compañeros y les invitó a comer en su casa de Constitución, un martes, mostrándoles luego, desde la ventana del piso alto, a los postres de una comida que hizo subir del restaurante, la perspectiva de la plaza, con sus juegos para los niños y sus árboles de un verde blancuzco y viejo, limitada por los pequeños hoteles, las casas importadoras y la estación. Bebieron bastante y, en su media lengua, Nancel festejó el retorno a la ciudad del pródigo —sombrío. Para ser exactos, nadie entendió tal alusión. Después de la fiesta, Uber los acompañó a la “boite” rusa llamada Cáucaso, donde volvieron a beber todos gozosamente, aceptando algunas mujeres en las faldas, señalándoles a Uber como el festejado y pidiéndoles que lo besaran por turno. Las mujeres hicieron esto con prodigalidad circunstanciada. Jacobo Uber sonreía, sentado en un extremo de la mesa, con Nancel a su izquierda y un irlandés, McCormack, completamente ebrio, a la derecha. La “boite” era cuadrada y las mesas estaban dispuestas paralelamente a la pared con un escáño sin fin que también recorría el muro. En el ángulo opuesto a la entrada, estaba el pequeño tablado de la orquesta. El animador era una especie de tártaro que reía y vociferaba golpeando una pandereta; vestido con traje de oficial de cosacos, con sus hileras de cartuchos dispuestas en dos alas sobre el pecho. Las mesas dejaban en su centro un espacio libre para bailar, y el primero que lo hizo, entre los componentes del alegre grupo, fué McCormack, quien proporcionó a los espectadores un espectáculo desconcertante, en el que había algo de pesadilla; las piernas se le doblaban y la jovencita rubia que había elegido de compañera tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para mantenerlo en pie. Al fin, McCormack se desplomó, y el grupo de compañeros de Jacobo Uber, mientras éste sonreía inmóvil, aplaudieron hasta reventar. El animador tártaro avanzó unos pasos y ayudó a la jovencita rubia y ambos levantaron al irlandés, que parecía un muñeco desarticulado. “¡Qué hermosa fiesta!”, gritaba Nancel. Las mujeres se arqueaban hacia atrás, el vaso en alto, muertas de risa.


Pero, de una manera o de otra, al retirarse de aquella fiesta, Jacobo Uber se sintió triste. Volvió a considerar cómo no estaba con aquellos hombres, en el fondo, sino recluido en si ; cómo su cielo, su tierra, sus vinculaciones con el mundo exterior no eran sino una obscura proyección de su espíritu y nada tenían que ver con su realidad concreta y universal. Así, era inútil quererse volcar en esto o aquello. Inútil buscar salidas para ese precipicio en cuyos meandros estaba retenido, y casi ahogado. Su esperanza había sido una nueva ilusión, tan transitoria y fugaz como las anteriores, una mera reacción de su físico mejorado.


Cayó entonces en un estado de aflicción permanente. Semejante a un cuerpo desnutrido que se consume por dentro, fué perdiendo, de un modo paulatino, todos los deseos. Solo quedaba él en pie : él, en medio de estos despojos, con su imaginación. Por momentos no podía contener sus sollozos, cosa que pasaba en los momentos más inesperados, obligándole a sustraerse del contacto de las gentes. Y esto no podía confiárselo a nadie, ab- solutamente a nadie. ¿De qué valía, por otra parte, llorar sobre sí mismo?


 


Una tarde de diciembre, todo esto llegó a su extremo. Había estado dos noches sin dormir, lleno de angustia, respirando el olor deletéreo de su inutilidad. Había perdido el último de los deseos, su apetito se había ido, no probaba a las horas de la comida más que un poco de vino rojo y algunos trozos de pan negro con jamón. Pero los mozos del restaurante no le preguntaban una palabra, él masticaba en silencio esas flacas substancias. Y aquella tarde de diciembre, faltó a la oficina, y fué a caminar a lo largo de la avenida costanera y siguió marchando por cerca de tres horas, hasta que sintió una fatiga inmensa en su cuerpo y en su moral. Llegó hasta el estuario, desde cuyas márgenes se divisaban, en alto, los lomos verdes de las barrancas, pletóricos de hermosa vegetación, con sus manchas obscuras y sus grandes losanges verde claro. Llevaba en su interior un grito terrible. Y un miedo, un miedo. Pero ya no podía volver atrás, al mundo. Ya no podía volver a ese continente en el que era extranjero y donde se sentía ahogado y sin luz. Al pasar debajo de una de las barrancas más altas, vió, arriba, a dos muchachas vestidas con trajes blancos que caminaban enlazadas con sus bellas cabezas desnudas, expuestas al suave viento. Se sentó y escuchó el lejano croar de las ranas, más allá de los cañaverales que separaban las verdes barrancas del estuario. De repente, corno llamado por una voz o corrido por un pavor espantoso, se levantó y echó a correr, con los ojos alucinados, y llegó al borde del agua y entró en el río produciendo un ruido de palmadas en el liquido agitado. Nadó, en ese vasto mar en calma, sobre el que se había desplomado el silencio. Nadaba y lloraba, con atroz congoja, abandonado a su infinito desamparo. ¡Cuántas veces había nadado en aquel río, en su infancia! La muerte era algo adonde por fin iba a poder entrar y descansar, algo real, implacablemente real. De repente dejó de nadar y gritó. El grito recorrió largo espacio. El agua se abrió, por un segundo, luego volvió a dar al anochecer infinitamente en calma su superficie inmóvil y sin color.

jueves, 2 de enero de 2025

Hombres de espaldas curvas

 



 


 

1

 

Quien estuviese observando las ventanas del gran edificio del hospital, podría llegar a ver un espectáculo si no extraño, sí interesante para aquellos no habituados a presenciar las escenas y los dramas cotidianos de estos lugares. El gran edificio de fachada blanca, de múltiples pisos, está más allá del extenso parque que lo separa de los muros de granito, impenetrables, protegidos por avanzados sistemas de seguridad. Aún cuando el parque está poblado de enormes árboles de muchas clases y géneros: aromos, jacarandás, palos borrachos, paltas, palmeras, manzanos, limoneros, y haya arbustos que parecen empecinados en tratar de impedir el paso de los estrechos senderos que llevan a las puertas, adornados de enormes flores exóticas, traídos por los mismos médicos en sus viajes a agotadoras jornadas científicas en remotos lugares del mundo. Aún así, la oscuridad de la noche sobre el parque lindero acrecienta la intensidad de las ventanas iluminadas de los varios pisos.

     Y en un sector del segundo piso correspondiente al pabellón principal, el transeúnte casual y caviloso que transcurriera por la vereda junto al muro, habría visto, luego de que gritos estridentes y estallidos de vidrios hubiesen llamado su atención, la figura recortada de una mujer embarazada sobre el borde de la ventana, con los vidrios parcialmente rotos y manchados con la sangre obstruyendo la visión de lo que sucede dentro.

     Sombras que se interponen entre la mujer y la pared blanco amarillenta del pasillo, los guardapolvos de los médicos que se adivinan en aquellas alas que se abisman sobre la ventana, intentando detener, o quizás abalanzarse hacia la figura en el filo del abismo. En las altas sombras de espigas mustias, como viejos pájaros reinas, se adivina también la figura de las enfermeras con sus cofias. Ellas portan espadas, tal vez jeringas con sustancias mágicas, en lugar de las antiguas vasijas con eficaces venenos. Los tiempos cambian, pero las mujeres continúan portando el velo de la muerte y de la vida, rechazándolo y resignándose luego sumisamente. Orgullosas y tenaces, desesperadas y sin embargo fuertes, como la locura.

     Esa mujer en la ventana, de vientre abultado, a punto seguramente de parir, grita porque no quiere ser atrapada. Sus brazos se mueven en el aire contra los vidrios rotos, como si navegara en un mar de aguas turbulentas. Su mirada se parece al vidrio estallado, rota y perdida. La han drogado minutos antes, casi con seguridad, pero su sistema nervioso ha vencido transitoriamente las barreras de los tranquilizantes. La conciencia extraviada, pero el subconsciente excitado de tal manera que ya no sabe que lo que desea evitar podría llegar a hacérselo ella misma.

     Y aquí nos adentramos en la mente de Sara Levi. El transeúnte regresa a su opaca vida cotidiana, desestimando los gritos provenientes del hospital. Si es un hombre, ya los ha escuchado, si es una mujer sabe de qué dolores se trata, y cuáles son los probables conflictos internos de esa loca que intenta escapar de lo inevitable. La persona en la vereda vuelve la mirada al concreto por el que camina, la cabeza gacha, obligada por la enorme joroba que la vence desde el nacimiento. Ya no ve lo que sucede en la ventana. La mujer que se desmaya, gritando que no quiere que le saquen a su hijo: quiere verlo nacer, dice entre dientes, mientras se duerme entre los brazos de dos hombres, ayudantes de los médicos. La joroba de la mujer se adapta al hueco entre los brazos de uno de ellos, y el otro ayuda a su compañero ya que el peso de sus propias gibas les es odioso pero inevitable. Los médicos arreglan sus guardapolvos, sus cuellos levantados sobre las jorobas, y las bellas enfermeras caminan con los hombros caídos bajo el peso de las gibas.

     La han llevado s u habitación, y está ya dormida. Sumida en un sueño de duermevela donde se mezclan los tiempos de su vida y los personajes de su historia. Recuerda lo que ha estado gritando desde que la obligaron a dejar su departamento en la ciudad, y la llevaron a la fuerza al hospital para que diera a luz a su bebé.  No quiero que me quiten a mi hijo, decía constantemente. Y los médicos y el personal administrativo trataban de decirle que no era esa su intención, le devolverían al niño o a la niña una vez que nazca. Pero Sara quería ver a la criatura salir de su vientre y no perderla de vista en ningún momento. Entonces la figura de su esposo, de Roger Levi, aparece en el sueño con toda la paz que siempre lo ha caracterizado. La actitud firme y pacífica al mismo tiempo, sereno y seguro de sí mismo. Pero ella conoce su interior, está al tanto de sus miedos. Su actitud aparentemente tranquila viene de una actitud de asombro y pesimismo sobre el mundo, una posición pensante y siempre sospechosa de todo. De familia de científicos de varias generaciones, está presente en su cuerpo esa permanente sensación dubitativa. Preguntas sin respuestas. Roger es antropólogo, una profesión poco redituable en estas épocas. Si no fuese por las rentas y la herencia familiar, no habría podido nunca dedicar el tiempo que le ha dedicado a sus investigaciones. Hizo muchos viajes, sobre todo antes de casarse con Sara, y le ha mostrado a ella las imágenes documentales y los viejos criptogramas de antiguas civilizaciones. Sin embargo, una obsesión lo ha dominado desde que lo conoce. Roger piensa que los hombres debían tener una figura diferente a la nuestra. Él dice estar seguro, porque los viejos esqueletos que encontró en las ruinas de los museos ya hace dos siglos destruidos, que los hombres tenían una figura esbelta y derecha. La joroba que nos caracteriza no existía o era mucho menor, y los hombros tenían una posición erguida. La cabeza podía ser llevada en alto, siendo fácil y común levantar la vista al cielo o mirar sin dificultad hacia los costados o atrás.

     Sara se había reído la primera vez que lo escuchó, y a pesar de las imágenes antiguas y las fotografías que él mismo había sacado en las viejas ruinas, ella no las entendía, y por lo tanto era como si le estuviese hablando de fantasías. Ambos se sentaban en el comedor del departamento, sentados en sillas sin respaldo, los codos doblados hasta que las manos casi se tocaban con los hombros, apoyados en la mesa, mientras comían. Las cabezas se movían con dificultad, y la migraña era un mal tan común como la necesidad de respirar. El televisor sonaba las veinticuatro horas del día, rodeando el departamento de pared a pared, y cada diez minutos la conocida propaganda de analgésicos se repetía como una salmodia. Luego se levantaban de la mesa, iban hacia el dormitorio, donde el televisor los seguía. Al desvestirse, a veces se observaban en el espejo las vértebras sobresalientes del dorso, a menudo con la piel escarada, entonces uno al otro se embadurnaban la espalda con una pomada que la televisión también promocionaba todos los días. Luego se acostaban e intentaban hacer el amor, hallando incómodas las caricias eróticas sobre las jorobas y los besos en los pechos hundidos. Y cuando esto sucedía, sólo a veces, ambos sentían, sin transmitírselo ni atreverse a denominar lo que no sabían cómo nombrar, y con el miedo a perder para siempre aquella sensación indescifrable, una casi certeza de que había algo más detrás de su triste figura humana.

     Únicamente en esos instantes ella llegaba a ver cómo la idea de Roger se iba asentando en su mente, casi sin atisbos de absurdo. Era tal la manera en que él le hablaba, tan convencido se hallaba de lo que decía, y sin embargo estaba al tanto de que no podría probarlo a menos que continuara investigando en los sitios adecuados, sumergiéndose en las ruinas de viejos templos que los gobiernos habían destruido u ocultado con falsas reliquias para despistar a los incrédulos antropólogos como él. Porque era cierto que desde hacía más de doscientos años se pretendía que la historia fuese olvidada, como una enfermedad que provocaba nostalgia y pesadumbre. Los museos desaparecieron lentamente, los medios de comunicación se convirtieron en permanentes trasmisores de noticias contemporáneas olvidadas apenas se las conocía. No existían registros más allá de los últimos diez años. No se necesitaban para el transcurrir de la vida cotidiana.

     Sara recuerda que en algunas de esas noches, Roger le decía que cuando tuviesen un hijo, le gustaría que no fuese como ellos, sino un hombre o una mujer normal. Ella entonces se le quedó mirando, sin entender. Somos normales, le contestó. Su esposo se rió, y Sara se sintió burlada. No te enojes, intentó consolarla él, somos normales para nuestra época. Pero el hombre no nace así, como somos nosotros. Nuestro hijo tendrá la espalda derecha.

     ¿Cómo podría ser eso, si nosotros seríamos sus padres?, pensó ella, sin preguntarle. Pero él, leyendo en sus ojos la duda, le dijo que algo había pasado en el mundo, que la memoria se estaba perdiendo, pero que el cuerpo humano aún conservaba la memoria real de su estructura. Le habló de los nacimientos. Le preguntó si ella recordaba algo de su vida antes de los dos o tres años de edad. Nadie recuerda eso, contestó. Y cómo es posible que nuestros padres tampoco nos recuerden en nuestro nacimiento. Es la cuarentena, querido, desde siempre ha sido así, para proteger a los bebés de la contaminación ambiental.

     Roger se rió, y ya no intentó seguir conversando. Dijo que uno de esos días saldría de viaje, y Sara, que ya estaba acostumbrada, ni siquiera preguntó a dónde. Se quedó dormida pensando en las cosas que pondría en la valija de Roger, ya que él, siempre tan inteligente para las cosas importantes, era despistado para las trivialidades.

 

     En el sueño se mezclaron imágenes vertiginosas de viajes en avión sobre altas cordilleras, pero era ella quien ahora viajaba, y el avión era como un largo y estrecho pasillo de hospital por el que era llevada hasta aquel terrible accidente donde el avión se estrellaba contra una montaña, y ella entonces entraba en una zona tórrida y arenosa. La boca y el cuerpo se le llenaban de arena, y ya no sentía más que pesadez y sueño, y luego una luz que le daba calidez. Veía caras extrañas, los de los muchos médicos que la atendieron y le hablaron desde que estaba en esa sala. Y también la cara de Roger, hablándole a los niños que tendrían cuando ella quedara embarazada. Entonces Sara comenzó a llorar, porque volvió a sentir la culpa de no haberle dicho a su esposo que ya lo estaba cuando partió. No fue un acto mezquino, es que ella misma no sabía su estado cuando lo despidió en el aeropuerto. Una semana después tuvo el primer retraso de su vida, y supo que ya era tarde para retener a Roger a su lado. Se prometió no utilizar esa excusa para hacerlo volver, sabía que era demasiado importante para él aquello que se había propuesto probar. Sabía, sobre todas las cosas, que si renunciaba a ese viaje, jamás lograría reiniciar aquel trabajo. Las mujeres y los niños somos un obstáculo para la vida del hombre, se decía. Los hombres son más intelectuales que sentimentales, lo cual equivale a decir que su aparente frialdad es pura insensibilidad. Tienen la piel dura del intelecto, como algunas mujeres que opacan sus visiones con el uso de la pura razón, y sólo muy pocas son capaces de amalgamar ambos aspectos, y éstas suelen ser llamadas brujas. Y por eso ya casi han desaparecido, ocultas algunas, quizá, en los túneles de su propia conciencia.

     Sufrió y lloró todas las noches de los primeros dos meses. Luego se acostumbró a hablarle y escribirle sin mencionarle nada, llorando más de la cuenta cuando él le contaba los diarios fracasos, y llorando de alegría extrema cuando le relataba algún logro. Nunca lo interrogaba sobre su vuelta, y cuando él quería saber cómo se sentía, si estaba sola, si la visitaba alguien, si había retomado el estudio de las bellas artes, ella respondía inventado tareas exactamente contrarias a las que había hecho, como una especie de ayuda memoria, porque temía traicionarse a sí misma. Cortaban la comunicación, y Sara se quedaba un rato mirando el monitor vacío y oscuro, pensando en cómo sería el niño que tendría. Ahora algo le confirmaba la sospecha que Roger había sembrado en su interior, la cual crecía como la criatura que él también había sembrado en su cuerpo. De algún modo tendría que ver a su hijo en el mismo instante de su alumbramiento. ¿Cómo lograrlo?, se preguntó al apagar el monitor definitivamente antes de acostarse, para seguir pensando. Pero los golpes y las patadas del bebé en su interior, además de las náuseas, le permitían alejarse de aquellos pensamientos, que si bien intelectuales, resultaban más dolorosos por su cuota de incertidumbre y probable pena. Los dolores del cuerpo y de la inmediatez cotidiana, la consolaban, porque sabía que algún día terminarían.

     Necesitaba prepararse para ese momento.

     Despertó con un sobresalto y un grito. Abrió los ojos y vio a dos enfermeras, una junto a su cama, reteniéndola fuerte de su brazo izquierdo, la otra a unos metros de distancia, preparando una jeringa. Se tocó el vientre, y sintió alivio al comprobar que su hijo aún no había nacido. Todavía le quedaba tiempo, se dijo. La habían sacado de su casa como siempre hacían, un día antes del que se cumplieran los días exactos del ciclo del embarazo. A veces realizaban una cesárea, otras madres daban a luz espontáneamente. Pero para todas el procedimiento era igual: la anestesia antes o después. Nadie, desde hacía más de ciento cincuenta años, conocía a sus hijos, sino después del período de cuarentena que seguía al alumbramiento.

     -Suéltenme, por favor…-creyó gritar, porque su voz retumbaba en las paredes de su cráneo con mayor intensidad de la que en realidad tenía. La mirada de las enfermeras, con sus cofias impecablemente blancas, el uniforme pulcro, era de absoluta indiferencia. La que estaba más lejos se acercó, y mientras la otra, sentada junto a la cama, mantenía el brazo de Sara extendido sobre la sábana, introdujo la aguja en una vena en el pliegue del codo. Cuando vio su cara de muñeca muerta, porque esa fue la imagen que se le ocurrió a Sara en tal momento, como esos dibujos que ella esbozaba de niña y llevaron a sus padres a pensar que sería una gran artista plástica, sintió un escalofrío al descubrir la inmensa masa de la giba de la enfermera levantarse tras la cabeza que se inclinaba. Entonces fue como despertarse justo en el instante en que se suponía debía comenzar a surtir efecto la sustancia tranquilizadora. Era una fuerza interna que se había estado desarrollando desde la partida de su esposo, a la vez que el tiempo de gestación progresaba. ¿Podría ser tan simple y evidente la analogía? El hijo que se gestaba dentro de ella era también, y sobre todo, una idea que pretendía extender sus raíces en todo su cuerpo, invadiendo su cerebro con ideas ancestrales, desconocidas, absurdas para su actual conocimiento, penetrando en su pecho para hacerle sentir sensaciones y ánimos, quizá verdaderos sentimientos que brotaban de la misma intelectualidad humana. Muchas veces había escuchado las frases que Roger le decía, habiéndolas escuchado él mismo de boca de sus padres o abuelos, estudiosos como él. Frases que habían estado en libros que ya no existían. La emoción a través del intelecto tiene la firmeza y la debilidad del pensamiento que lo forma. Por eso Roger le había dicho que no dejara de entrenar sus habilidades manuales para la pintura y el dibujo. Le había prometido que cuando regresara del viaje, del cual esperaba toda la revelación del pasado humano como hombres de espaldas rectas, ella sería encargada de ilustrar el gran libro que él escribiría. Tal vez serían varios tomos a lo largo de los años, y mientras él se encargaba de descifrar los secretos de los huesos antiguos, de leer por medio de la técnica y de la intuición en aquellos fragmentos de seres humanos, ella iría esbozando las figuras según él las relatara.

     Fue así que Sara no necesitó, luego de la partida, tener la voz de su esposo incitándola a dibujar, ni dándole cifras y medidas de las formas y figuras de los hombres antiguos. Comenzó apenas un tiempo después, cuando el vientre ya demostraba más de cinco meses, a buscar papel y lápiz, primero, y luego rescató de una valija rota los enceres que había utilizado hacía mucho tiempo para pintar. La paleta, el oleo, las telas. Armó atriles y apoyó los armazones con telas vírgenes. Fue copiando los esbozos que había desarrollado en los borradores, pero más tarde ya no necesitaba hacer bosquejos. Las figuras de los antiguos iban surgiendo rápidamente sobre las telas, una detrás de las otras, sin corregirlas, sin mirarlas una vez terminadas. Se sabía a sí misma como poseída por algo indescifrable en su origen, espantoso si se sentaba un solo segundo a pensar en ello. Por eso no dejaba de pintar sino hasta cuando estaba realmente cansada y segura que el sueño sería inmediato al acostarse. Y en el sueño encontraba más imágenes nuevas, audaces, y la angustiaba todo el tiempo intermedio en que debía conservarlas en la conciencia para que no se borrasen hasta el momento de levantarse y sentarse otra vez frente a las telas. En ocasiones ni siquiera había amanecido, y cuando un nuevo cuadro ya había sido terminado, la luz entraba por las ventanas que no había cerrado la noche anterior. Algunos pasaban a visitarla, espiaban por esas ventanas la labor de Sara, y como no entendían a aquellos monstruos que dibujaba, comenzaron a preocuparse. La saludaban y ella apenas les hacía caso. Había adelgazado, a excepción del bulto de su embarazo. Los empleados del Ministerio de Sanidad vinieron a visitarla. Los recibió con toda la amabilidad de su educación bien aprendida, conversó clara y racionalmente sobre las denuncias que ellos habían recibido de los vecinos y amigos de Sara, provocadas, por supuesto, por la obvia preocupación de los que se interesaban por ella, el futuro bebé y por el padre, cuando regresase.

     Le preguntaron si estaba al tanto de cuándo regresaría, ya que en los registros de la aduana no había dejado más que datos imprecisos. Sara contestó que no lo sabía. Insistieron, dando a entender que el plazo no debía pasar del nacimiento del niño. Ella nada diría de su secreto.

     Meses más tarde, llegaron a la casa mientras dormía. Despertó en una ambulancia que la llevaba al hospital donde ahora estaba, agitándose para hacer plasmable en las empleadas de sanidad que no estaba dispuesta a transigir a los efectos de las drogas. Lo que se movía en su cuerpo era algo más hermoso que todos ellos, una figura de hombre erguido y esbelto, que al crecer los miraría desde su formidable altura, contemplado con lastimosa pena la enorme giba que cargaban como milenarios escarabajos.

     Las enfermeras comenzaron a preocuparse. Hablaron entre ellas, mirándola desde unos metros de la cama, con la luz del ventanal en torno a sus siluetas haciéndolas patéticamente ignorantes de lo que le estaba sucediendo a su paciente. Se pasaron el frasco ampolla de una a la otra, mirando a trasluz la etiqueta, creyendo que tal vez se habían equivocado de fármaco. Luego una salió del cuarto, y la otra se quedó observando los movimientos de Sara sobre la cama, que intentaba desatarse de las ligaduras. ¿Qué estaría pensando la enfermera?, se dijo ella, quizá que era una loca, y que tal vez fuese necesario no devolverle al hijo al final de la cuarentena. Entonces tuvo miedo, porque si deseaba conservar a su hijo desde el primer instante, debía seguir las reglas del juego.

     Cuando el médico entró a la habitación, ya estaba serena, pero lúcida. El hombre, un médico anciano que había visto al llegar, recorriendo los pasillos rodeado de otros más jóvenes, se sentó en la cama y la tomó de la mano derecha.

     -Sara, ¿cómo se siente?

     -Mal, doctor. Les he dicho a todos, desde el principio, que no quiero que me duerman. Quiero ver a mi hijo desde el momento del alumbramiento. Quiero seguirlo con la vista todo el tiempo…

     Ella se había interrumpido, ya que el aire parecía faltarle, tal vez por efecto del medicamento, que a pesar de no actuar todavía sobre su sistema nervioso consciente, ya se hubiese abierto paso en el autónomo.

     -Tranquila Sara. Tu deseo es en verdad encomiable, y confieso que hace mucho tiempo que no lo escuchaba, desde mis tiempos de estudiante, que ya son muchos, y sólo en mujeres que daban a luz a sus cuartos o quintos hijos. Mujeres que tenían otra educación, que habían escuchado los cuentos de sus madres, seguramente.

     -Pero yo no, doctor. Mi madre nada me dijo de cómo era yo al nacer. Me pregunté, muchas veces, si no sería adoptada…

     El viejo se rió con fuerza.

     -No es la primera ocasión en que me comentan este temor, Sara. Pero nada hay más ridículo para los tiempos en que vivimos. Ya estás al tanto que la cuarentena es una medida de prevención tanto para el niño como para los padres y sus familias. Los recién nacidos deben ser vigilados y protegidos de toda contaminación que pueden hallar en su ambiente familiar.

     -Pero doctor, todo eso está muy bien, pero hace años que ya sabemos que son simples procedimientos, mi marido dice que toda enfermedad genética puede ser detectada con los estudios previos, y además el ambiente familiar, ya sabe doctor, las casas están protegidas, limpias y controladas por el ministerio de sanidad antes y después de cada parto.

     -Me alegra que sepas tanto, y ya que mencionaste a tu marido, sé que pertenece a una familia culta, que no ha perdido los hábitos del estudio y el formidable sentido de la curiosidad. También sé que en tu casa han encontrado mucha suciedad, productos de tu afición a la pintura. Me han mostrado fotos, y sin duda se trata de verdaderas obras de arte, sobre todo por su originalidad. Cuando las vi, me pregunté cómo es que has imaginado esas figuras tan deformes…

     Esta vez fue ella quien rió. Su rostro pareció iluminarse por primera vez desde que había llegado. La enfermera hizo un respingo de desagrado y salió de la habitación con brusquedad.

     -Perdón por la falta de educación de la señorita, Sara. Como le dije, son otros tiempos y somos otros hombres.

     -Entonces usted, doctor, sabe más de lo que me dice. No juegue conmigo, y sobre todo no me trate como a otra ignorante.-La mirada de Sara se dirigió hacia la puerta que acababa de cerrarse.

     El viejo se levantó, paseó por la habitación con su giba pesándole en la espalda debilitada por la artrosis y las piernas débiles. Levantaba lo más que podía la cabeza para observar las cortinas abiertas, dejando entrar la luz que irradiaba sobre los carros de medicamentos. Levantó algunos frascos con sus manos de dedos torcidos, evidentemente doloridos, pero manos expertas que no dejaban que las pastillas se le cayeran. Le costaba leer las etiquetas, fruncía la frente al forzar la vista tras los anteojos, sacaba levemente la mandíbula sin dientes en el esfuerzo, comprometido todo su rostro en comprender lo que intentaba leer. Seguramente ya no lo lograba, y todo este procedimiento era sólo una escusa para hacer tiempo. Algo más rugía en su conciencia sin duda más lúcida que toda la endeble estructura de su cuerpo en inminente derrumbe. Fue hasta el ventanal, levantó lo más que pudo los brazos, soltando el pestillo que sujetaba las cortinas, y de pronto la penumbra se hizo dueña de la habitación. Luego, buscó las rendijas de ventilación a nivel de los zócalos. Se agachó para cerrarlas, y el rumor de los pasillos, ya indiscernible a los oídos acostumbrados, desapareció como el rumor de una canilla que de repente se cierra. Caminó después hasta la puerta de la habitación, y cerró. Presionando un botón del comunicador, pidió a la oficina de enfermeras que no lo molestaran.

     Sara tuvo miedo. Algo fuera de la costumbre iba a pasar. Era a la vez algo que la entusiasmaba, que le daba un resquicio de esperanza, pero también sabía que todo su futuro estaba en manos de ese viejo médico.

     -Sara, querida…-pronunció la voz del anciano acercándose hacia la cama. Se sentó a su lado, oliendo ella el olor de los viejos, como si con todo aquel ritual, él se hubiese deshecho de las máscaras que lo protegían, y se convirtiera en lo que realmente era: un hombre cuya próxima muerte no estaba lejana, y la verdad fuese un placer que necesitaba ser satisfecho.

     La voz del viejo parecía llegar ahora desde una caja de resonancia, con un leve eco que no distorsionaba las palabras, sino que les deba un significado mayor al verse retardadas, como si ellas hubiesen tenido tiempo de pensar en sí mismas, en rodear su significado con consonancias ajenas a su natural origen. Casi recolectando todas aquellas acepciones o significaciones que alguna vez tuvieran en cualquier idioma o dialecto de la historia del mundo. Quizá, pensó Sara, la voz de un hombre es la caja de resonancia de todas las voces del pasado, y hasta creyó distinguir ecos de la voz de Roger, o la del padre de él, que ella apenas llegó a conocer. Un viejo que a los cincuenta y cinco años había fallecido víctima del cáncer, legando a su hijo toda una biblioteca que fue expropiada el día que los empleados de la facultad en la que trabajaba llegaron a presentar sus respetos a la familia. No hubo opción, dijo Roger. Tres generaciones de antropólogos habían desparecido junto a esa biblioteca. Ahora el médico se acercaba apenas, y muy lentamente, a los muros y puertas clausuradas de ese mundo perdido.

     -Una generación, por los menos, antes de que yo naciera, comenzaron los problemas. No sé bien cuál fue la causa. Sé, sin embargo, que los cientos de tesis que se escribieron sobre ese tema fueron en realidad justificaciones creadas para dar credibilidad a la nueva ley, que tardó, dicen, casi cincuenta años en ser aprobada. Debió llegar un gobierno autónomo y uniforme, un gobierno de facto pero elegido por el pueblo para que por fin se aprobara en el senado.

     -¿De qué me está hablando?- preguntó Sara, impaciente.

     -De los dolores, querida, de los dolores en los hombros y el cuello. De las migrañas y las dificultades motrices en los brazos de cada vez más personas en todo el mundo. Era algo que comenzó a preocupar a las autoridades de todos los gobiernos, porque empezó a producir licencias laborales cada día más frecuentes y extensas. La gente afectada por estas dificultades solicitaba pensiones, y la industria y el comercio, además de todas las profesiones, comenzaron a sufrir bajas. La economía sufrió a consecuencia de todo esto. Pero lo que más preocupó a todos, fueron los nacimientos frecuentes con parálisis braquiales, es decir, de los brazos de los bebés por lesiones en el plexo nervioso de la axila.

     El viejo le pidió a Sara que levantara un brazo, y tocó su axila escondida, comprimida, por los restos de los hombros endurecidos.

     -Hubo muchos estudios, tanto con fines interesados y comerciales, como muchos más de connotación más seria. Estos últimos eran dudosos en sus conclusiones, no podían estar completamente de acuerdo en que la causa de las lesiones fuese única. Decían que era el tipo de trabajo, el estrés laboral, la vida sedentaria, incluso la lenta transformación de las vértebras consecutiva a la posición supina del hombre ancestral al bajar de los árboles y adaptarse a la llanura, irguiéndose en dos patas, para lo cual no estaba acostumbrado. El peso de la cabeza, cada vez más desarrollada a lo largo de los siglos por la inteligencia, iba más rápido que la fuerza de las vértebras y los músculos del cuello y la espalda. Entonces comenzaron a aparecer los estudios y las tesis de las que recién hablé. En suma, decían que el hueso de la clavícula comprimía los nervios raíces del plexo cervical y braquial, y que esto ocasionaba las múltiples dificultades nerviosas de lo que los médicos y anatomistas llamamos la cintura escapular. Se recomendó, entonces, la extirpación preventiva de la clavícula al momento de nacer.

     Sara comenzaba a entender, o más bien, a ver claro lo que ya su esposo le había explicado con términos que no había comprendido antes. Se preguntó por qué el médico le estaba contando todo esto a ella.

     -Sabe que se está arriesgando a que lo denuncien, doctor.

     -Ya lo sé, Sara, pero no le estoy hablando a cualquier paciente, sino a la mujer del profesor Roger Levi, doctor en antropología, cuarta generación en antropólogos y médicos forenses. Sé que a usted no le significará nada que le diga mi nombre, pero yo fui profesor del padre de su esposo hace muchos años. Éramos maestro y alumno, pero yo era muy joven entonces, y muy pocos años de diferencia nos separaban. Lamenté mucho la prematura muerte del padre de Roger, incluso hice trámites con sus doctores para que fuese mejor atendido en sus últimas horas. Roger seguramente no se acuerda de mí, yo era un poco distinto a como me ve ahora, envejecido por esta artritis que me está matando. Me estoy torciendo como una araña que se muere lentamente.

     La tarde estaba cayendo fuera del hospital, la sombra de cada árbol del parque iba invadiendo las paredes, como si clavara dardos fríos en los muros, como si el pasado de las viejas batallas medioevales regresara de pronto, utilizando los grandes troncos para derribar las puertas de aquel palacio donde los doctores eran reyes. Porque de algún modo la forma en que el mundo vivía y moría era decisión de ellos.

     -Pero estas jorobas, doctor, pesan más que cualquier dolor…

     -Eso es lo que piensa usted, mi querida Sara, ¿cómo puede comprobarlo si nunca ha tenido otra forma de vida? ¿Acaso conozco yo los dolores del cáncer, por más que haya conocido cientos de enfermos?

     -¿Entonces usted está de acuerdo con estas medidas, que me parecen ahora que las comprendo, mutiladoras?

     -Nunca estuve en la posición de juzgar los decretos ya establecidos desde antes de mi nacimiento. Antes de cualquier estudio, Sara, lo que recibimos nos parece totalmente natural. Ahora que soy viejo pienso en todo esto, y ni siquiera puedo tener la satisfacción de estar seguro. ¿Qué sucedería si ya no lo hiciéramos? ¿Cómo sería la próxima generación? Cubierta de dolores, quizás, o tal vez nuestros dominadores…

     -O seres agradecidos, doctor. Está en los padres educarlos…pero si nos los quitan y les extirpan las clavículas para transformarlos en seres informes como nosotros, vencidos desde el nacimiento por la futura joroba que ya se podría ver si quisiéramos. Hablo de que somos sumisos, doctor. Roger me ha hablado de esto. Los gobiernos, la política, el poder de turno, se hacen eternos cuando encuentran los medios adecuados de sumisión. ¿Y qué peor que un gran peso en la espalda? Nadie soporta eso mucho tiempo, y la resistencia se deshace.

     -¿Todo eso le ha enseñado su esposo? Es usted una privilegiada, querida. Cuando él vuelva, si lo dejan, estará orgulloso de su hijo.

     -No dejaré que operen a mi hijo, doctor. El hijo de mi esposo será un hombre normal.

     -No podrá, Sara. No puede luchar.

     -Entonces ayúdeme, por favor…

     -¿Yo? –El viejo se levantó de la cama.- Estoy a punto de jubilarme, y es la única forma de recibir la medicación para la tortura de mi artritis. Por lo menos quiero morir sin dolor si debo deformarme como un insecto en una cama de hospital.

     Sara ahora lloraba, y fue como si toda la morfina a la que se había resistido de pronto surtiera efecto en su cuerpo. Rápidamente se hundía en su sueño, mientras el viejo abría las ventanas y las puertas. La penumbra del cuarto ahora estaba en su propio cuerpo, sumida en una paz artificial en la que su hijo se removía, inquieto, perturbado por los sueños de su próxima vida.

 

 

2

 

Me gustaría tener un hijo, se dijo Roger mientras volaba hacia la costa del océano Atlántico en lo que fuera el territorio de Buenos Aires más de dos siglos antes. Ahora, ya a nadie pertenecía tal frontera, ya que las inundaciones habían provocado que la densa población de la antigua provincia se exiliara hacia las regiones del sur. Su mente viajaba en las múltiples posibilidades de la herencia. ¿Cómo sería un hijo suyo?, suponiendo que fuese un varón, se preguntaba. Primero pensó en el aspecto físico, la forma de la cara, el color de los ojos, el tono del cabello y su contextura. Y la sonrisa que imperceptiblemente fue formándose en su rostro, de pronto desapareció cuando recordó que también tendría la misma joroba que él y su madre, la misma que todos poseían. Pero él estaba al tanto que no era necesariamente así. No por nada era descendiente de tres generaciones de antropólogos, y por más que él no tuviese ni el tercio de conocimientos que habían manejado y descubierto sus antecesores, sabía lo suficiente para deducir que los hombres no nacían con tal deformidad.

     Al principio fue como una intuición que no pudo definir en mucho tiempo. Era algo absurdo para su entendimiento en ese entonces. La giba humana era tan propia de la especie como el tener dos piernas y dos brazos. Luego estudió la anatomía humana que oficialmente le enseñaron en los institutos de educación obligatoria que el estado subvencionaba, viendo que la columna vertebral de los humanos era una curva incongruente en sus inclinaciones. De algún modo comprendía, razonando, que la excesiva cifosis de la zona dorsal debía tener sus compensaciones en una mayor lordosis cervical y lumbar, recuperando de ese modo el equilibrio de la posición vertical. No era dable que el hombre hubiese evolucionado hacia la bipedestación si no podía a su vez mantenerse en pie más de dos horas seguidas por el peso de la mitad superior de su cuerpo que lo empujaba hacia adelante. ¿Por qué, se había preguntado hacía algunos años, el ser humano caminaba sobre dos piernas, si no era capaz a la vez de elevar la cabeza lo suficiente para ver lo que tenía delante?, ya ni siquiera considerando que pudiese ver lo que estaba un poco más arriba de la línea de un horizonte imaginario. Las enseñanzas del estado eran incongruentes con la razón, no sólo científica o filosófica, sino incluso del sentido común. La única vez que se había animado a preguntar por tal inquietud durante una de sus clases, el profesor lo miró con extrañeza durante más de treinta segundos, el pecho agitado y la giba moviéndose casi al ritmo cardíaco. Era un hombre viejo, y cuando Roger se paró, jactancioso, en el salón de clases, aguardando una respuesta que cada segundo transcurrido le gritaba su ausencia, tuvo un breve atisbo de piedad en su pecho, como una reminiscencia ancestral que le enseñó más que todos los años que pasó en las instituciones del estado. El viejo profesor dejó caer su expresión de hastío de un segundo a otro, y todo el peso de su joroba fue una carga de culpa e ignorancia que no parecía saber soportar ya con dignidad. Por eso, el hombre optó por el fingimiento que nació del resquemor, y una pátina de odio en su mirada. Roger vio, en el luminoso recinto de clases, lleno de ventanales, con aire fresco que traía el aroma del campo a través de aparatos instalados en los techos, como si toda la enseñanza fuese un mero retroceso a la naturaleza, a lo pagano, al hombre mítico de las cavernas y del campo, que no se preguntaba sobre la vida ni la muerte, que no pensaba en el cielo ni en el infierno, que trabajaba para vivir hasta el día de su muerte sin saber más que los ciclos de las estaciones. Sólo enfermedades irreparables, con la única diferencia que ahora podían ser contrarrestadas con medicamentos de que se abastecían en los comercios con sólo indicar los síntomas.

     El profesor, entonces, se sentó detrás de su escritorio, respiró profundo, como si estuviese sufriendo un ataque al corazón, y comenzó a escribir en el teclado de su impresora. Nada contestó, y Roger volvió a sentarse hasta que la clase hubo terminado. Más tarde, ese mismo día, le mandaron a su casa una reprimenda escrita a nombre de su padre. Estaba en el cuarto de la biblioteca, una de las pocas que aún se conservaban escondidas al conocimiento de las autoridades del Ministerio de Bienestar General, que era sí como se llamaba al organismo que administraba todo lo concerniente a la salud, educación y economía del estado, y cuantos aspectos de la sociedad se consideraran bajo su juridicción. Más tarde, cuando Roger ya cumpliera la mayoría de edad, esa biblioteca habría de desaparecer, sin que él alcanzase a leer siquiera un quinto de sus libros, ni siquiera en el formato digital en que su padre había comenzado a transcribirlos como último recurso para salvarlos. Todo eso despareció una noche del mes de abril de quince años antes. Por ese tiempo Roger decidió mantenerse alejado, casi escondido, como si él fuese una biblioteca viviente que iba en busca de recuperarse a sí misma en los recovecos de las civilizaciones perdidas. Y de regreso en las alas del tiempo hacia este pasado transcurrido en el antiguo cuarto frío lleno de libros, recordó la manera lenta y a desgano con que su padre tomó la comunicación del instituto enviada a su nombre. Rasgando el sobre con hastío, con desprecio, desplegó el papel de mala calidad que se tenía por costumbre usar en cualquier asunto gubernamental, y comenzó a leer. Roger estaba a varios metros de él, sentado en un sillón individual, de espaldas a la puerta por donde la madre había entrado para traer la correspondencia, sin sospechar siquiera que entre las cartas estaba tal sobre. Miró de costado, apartando la vista del libro que lo había cautivado hasta ese instante, la tesis que su bisabuelo había presentado para su examen final en la facultad. El antiguo libro debía ser cuidado con respeto, ya que nunca había sido reimpreso. Y mientras lo cerraba con cuidado, apoyándolo sobre sus piernas, se dio cuenta que sus manos temblaban, y pensó en el esqueleto de sus manos, como si viese dos piezas de museo, y se dijo a sí mismo que las manos de su bisabuelo eran igual que las suyas. Manos que habían escrito ese libro que él ahora leía. El pasado y el presente eran uno, y por lo tanto el futuro también era un todo junto a ellos, porque en ese libro sobre genética estaba implícito el nacimiento de las generaciones que luego llegarían irremisiblemente.

     La voz de su padre lo distrajo.

     Le dijo que había recibido una notificación del instituto, y lo castigaban con cinco días de ausencia. Él sabía lo que eso significaba, no era la primera vez que le daban tal reprimenda. Su padre lo miró desde la distancia de su escritorio. Sus ojos decían que cada día descontado en la educación oficial equivalía a un menor puntaje, ya irrecuperable, en las referencias y reputaciones que cada ciudadano mayor de edad conservaba en los archivos del estado. Claudio Levi, su padre, conservando el mismo nombre que habían tenido los hombres de la familia dos generaciones antes, una costumbre cíclica que alguien estableció como una especie de homenaje, tal vez, al ciclo de nacimiento-muerte-nacimiento, clave de toda la escuela de antropología que los Levi habían fundado, le aconsejó a su hijo que se acostumbrase a ceder de tanto en tanto. Los hombres necesitan sentirse tranquilos, sobre todo los mediocres y los ignorantes, y se asustan de lo que no conocen, temen a los hombres que hacen preguntas que ellos no pueden comprender, y mucho menos responder.

     Roger asintió con un movimiento de la cabeza, y regresó a su lectura.

     Desde ese día, ya no hizo preguntas innecesarias, no porque no existiesen respuestas reales, sino porque no estaban allí quienes podrían responderlas. Se limitó a escribir sus ideas, sus conceptos, sus conclusiones que cada vez fueron más transitorias a medida que aprendía sobre la naturaleza del hombre y sus orígenes en las largas discusiones con su padre. A diferencia de su abuelo, su padre casi no había podido salir en busca de evidencias y muestras arqueológicas. Sabía que todo lo que encontrara, sería capturado y destruido por las aduanas o el ministerio, con excusas de contaminaciones o por considerarse irrelevantes para la vida práctica del presente. Sabía que el ministerio lo tenía en una especie de lista negra, sin embargo se habían limitado a vigilarlo a la distancia, procurando que su hijo siguiese exclusivamente los cursos regulares del estado. Seguros que estaban cultivando su mente para el desierto de conocimientos, como así llamaba Claudio Levi a la enseñanza oficial, pudieron disfrutar de algunos años de tranquilidad en la antigua biblioteca escondida en los suburbios, en la casa en la que convirtieron uno de los depósitos de las dársenas de la ciudad de Buenos Aires. Ciudad casi deshabitada, era aún la capital administrativa de todo el territorio sur del continente desde el comienzo de la llamada nueva dictadura electoral.

 

     Se restriega la cara con las manos. Cansado del viaje, lento como si viajase en un cuatrimotor de comienzos del siglo veinte, mira por la ventanilla la extensa llanura inundada. Pueblos y ciudades cubiertas hace cien años por el agua. Largos trechos de tierra como islas, caminos que sobresalen como várices en la piel de una llanura marina. ¿Quién sabe ahora dónde exactamente se iniciaba el mar tiempo antes? Sabe que hay un sector elevado, más allá de la antigua ciudad de La Plata, donde podrán aterrizar. Vislumbra en la distancia las altas torres de la imperecedera catedral, vacía, cerrada para siempre desde los tiempos de la prohibición. Tanto para ver…, se dice Roger, en esos terrenos cerrados, en los sótanos de las ciudades, en los escombros. Cómo le gustaría explorar esos sitios, cuánto daría de su vida por poner sus pies en esas ruinas y sacar una capa tras otra de historia.

     Le gustaría tener un hijo, vuelve a repetirse. No lo ha discutido con Sara aún, por lo menos no extensamente. Ella ha comprendido, y él lo sabe, la necesidad que tiene él de terminar con esa deuda pendiente que adquirió en las largas charlas con su padre. El origen de la joroba no es el origen del hombre, solía decir. El cuerpo humano lleva implícito muchas posibilidades, incluida la de la giba. Toda columna vertebral es susceptible a deformar y vencerse. Pero no fue así durante siglos, los libros lo dicen, las viejas fotos, las ilustraciones, los esqueletos encontrados a escasos metros de la superficie. Roger ha visto los libros y los esquemas del hombre erguido, el hombre de espaldas rectas.

     Muchos médicos saben la verdad, le había dicho su padre. Pero se han convencido a sí mismos con argumentos moldeados por la picana. Se han formado lagunas mentales en la civilización del hombre actual.

     ¿Cómo explicarle esto a Sara?, pensó Roger muchas veces. Por eso tuvo que ir insinuándole de a poco lo que para él eran seguridades con las formas de la sospecha y la duda. Ir abriendo su mente con lentitud, hasta que la vio confiar en él para dejarlo partir y recuperar las pruebas que muchos otros hicieron desaparecer. Lo había dejado ir en viaje de investigación, pero sospechaba que más lo había hecho por amor que por verdadera confianza en lo qué le decía. No importaba ya. Pronto aterrizaría, era posible ver el mar, el verdadero mar que inundaba con olas enormes las costas de la legendaria llanura pampeana. El sol naciente alumbrando la superficie plateada, disparando destellos hacia el avión, como si quisiera derribarlo, porque era un pájaro muerto que sin embargo volaba. Cadáver moviente, como las mentes de los hombres que desde hacía mucho acostumbraban viajar en ellos.

 

     El avión ha aterrizado en un descampado de lo que fue alguna vez la ciudad de La Plata. Ahora es un extenso llano con grandes zonas inundadas alrededor de las ruinas de la ciudad. La antigua catedral aún se alza en el centro de las innumerables diagonales que caracterizaron su casco urbano durante casi cuatrocientos años. Pero desde poco más de la mitad de se tiempo fue despoblándose a causa de las inundaciones. El río que se desbordaba en los largos y lluviosos inviernos, la erosión de las playas y el avance del mar hasta casi tocar la ciudad. La gente se fue mudando hacia el centro de la provincia, hacia las zonas más altas de lo que alguna vez dio en llamarse Tandil.

     Su padre le había hablado de estas ciudades y estos nombres que él no conocía. Lo había hecho leer las obras de Ameghino. Fue nuestro padre, solía decir el padre de Roger, Claudio Levi, el tercero, o el cuarto que así fue llamado. Aprendió que Ameghino había estudiado los ancestros del hombre especialmente en esa zona de la provincia, sin necesitar ir a los habituales centros donde habían sido encontrados los vestigios más antiguos de la civilización. Por eso se había destacado en América, rescatándola del olvido y llevándola con la verdad a los grandes centros de la cultura. No Europa ni África, sino en los centros de estudio donde la mente del hombre se cultivaba con la ciencia.

     A medida que caminaba por el campo de aterrizaje, luego de descender del avión, que ya volvía a levantar vuelo, dejando únicamente dos pasajeros en tal lugar, fue recordando los nombres de los antiguos que habían habitado esa región miles de años antes. El homo platensis había sido reconstruido en varias ocasiones, perfeccionado a medida que se hallaban restos a menor o mayor profundidad. Las inundaciones habían provocado que los restos fósiles, mantenidos durante siglos en buen estado, comenzaran a arruinarse en los últimos cien años. Cómo podía confiarse en esas evidencias, se había preguntado el padre de Roger, hablando para sí mismo en la biblioteca, si cuando había comenzado a estudiar, ya la ruindad había comenzado. El padre de su padre, el abuelo Roger Levi alguna vez llegó a ver esos restos en el ya desaparecido museo de antropología de la ciudad. Él mismo llegó a ver los restos que Claudio Levi, el primero en llamarse así, tenía en la vieja casa, antes de ser esta destruida. Cuando aquel viejo Levi ya no regresó de su viaje de exploración a la luna, el mundo había comenzado a cambiar. Los libros desaparecieron en un incendio de la biblioteca a la cual fueron donados. Los registros fonográficos, las fotografías, los diarios de exploración de muchos años, fueron destruidos en la biblioteca del Congreso. Ya sólo quedó la herencia verbal, y una biblioteca particular que los Levi fueron protegiendo de la avidez gubernamental por la destrucción de la memoria.

     Con el olvido como ley de facto, comenzaron a aparecer las jorobas.

 

     Roger carga con su valija, pesada aunque no sea muy grande. Le duele la espalda, y ve su sombra sobre la llanura, mientras camina hacia las ruinas. El sol le da sobre la giba, la camisa apenas lo protege de su intensidad. La ropa le cuelga por delante y le falta por detrás. Nunca hubo modo de adaptar la vestimenta a esta estructura humana. Como si el diseño de la indumentaria todavía tuviese el rango de arte, como él sabe que alguna vez fue, cuando el hombre tenía belleza estética. Cuando cualquier cosa que se pusiese encima, podía llegar a ser un adorno cuyo objetivo era simplemente resaltar la belleza del cuerpo humano. Por eso, los vestidos de esta generación eran absurdos, sin lograr siquiera el más mínimo nivel de practicidad, que era lo único imprescindible para soportar el peso de la giba. Ropa que calzara sobre esa deformidad como un zapato en un pie, amoldándose, suprimiendo el malestar con el transitorio olvido que otorga la comodidad. Pero, se dijo él muchas veces, el objetivo de la joroba no era pasar desapercibida. El fin de la giba humana es el castigo, la incomodidad permanente: la única memoria permitida, y sobre todo la única memoria obligada.

     Como todos, su cara miraba hacia el suelo, aunque tratara de evitarlo y así el cuello le doliera tremendamente, provocándole mareos y una futura y segura invalidez. Los hombres no llegaban siquiera a los sesenta años. Y aún así, el discurso del estado, representado por todos aquellos líderes de gibas adornadas con pulcros uniformes, cuerpos protegidos sin embargo por tratamientos que la población nunca podría tener, era de tal modo demagógico que todo el mundo había llegado a pensar que sufrían lo mismo que ellos. Pero Roger estaba convencido que la forma más definitiva de dominio y de poder, es igualar al dominador con su víctima. Cuando se establecía esa igualdad en la mente del pueblo, el resto ya no importaba. Un hombre envidia aquello que otro tiene y considera un privilegio. ¿Pero quién podría envidiar a alguien que es exactamente igual a uno? La autoestima había sido abolida para siempre, y la envidia anulada por la conmiseración.

     Roger camina lentamente por sobre las piedras y los pastizales. Es un camino inhóspito, que pocos han recorrido en los últimos cincuenta años. Se concentra en tolerar la incomodidad y el calor, intentando olvidar que su sombra lo asemeja a un simio encorvado, extendiendo sus miembros superiores más largos de lo que son en realidad. Al fin decide enfrentar la sombra que lo acompaña, ve cómo los brazos le cuelgan casi hasta el suelo. Ve la giba enorme sobrepasando los límites de su cabeza. Contempla los contornos de su cráneo, y sabe que es muy parecido a los que ha visto en los viejos esquemas.  Sabe que ellos se basaron en los fósiles que alguien de su familia de profesores y antropólogos halló en las profundidades de aquel mismo suelo, hace muchos, demasiados años. Esos mismos fósiles también caminaban encorvados, como habituándose a una nueva forma de vida. Levantaban la cabeza en lugar de bajarla, lo intentaban, por lo menos. Sus pies dejaron huellas en la roca milenaria, pies que se parecían a manos al principio.

     Roger se detiene y se sienta sobre el suelo húmedo. Sus pantalones se empapan, el faldón de la camisa se embebe de agua salitrosa. El mar está dominando, el combate con los ríos se ha estacionado en una permanente tregua en la que el mar finalmente triunfará. Se saca las botas y se mira los pies cansados. Se los frota, pensando en las figuras que esbozará cuando halle los restos que sabe va a encontrar en las ruinas de la ciudad. Una ciudad abandonada hace mucho tiempo, y por eso relegada en el interés del estado por hacer olvidar todo registro de memoria. Algo está escondido en la profundidad, bajo los edificios, en las veredas de las antiguas calles de adoquines, en los sótanos de las antiguas casas de familia, en los depósitos de los bares, en cuyo fondo deben hallarse los vestigios de un mundo muerto.

     Sara hará las definitivas ilustraciones para su libro. Él le llevará las exactas descripciones, y ella, tan intuitiva, tan sensible, será capaz de expresar la forma exacta del hombre antiguo.

     Sí, se dice Roger, sonriendo a pesar del dolor y la carga sobre sus hombros, levantándose dificultosamente para comenzar a caminar una vez más, esta vez sin detenerse hasta llegar a la aduana que protege las ruinas. Quién sabe si habrá vigilancia ya en estos tiempos, a nadie le interesa una fábula de arena, un desierto más. Algo de eso le dijo su padre alguna vez, la voz de un poeta que vivió en estos territorios hace casi trescientos años. Entonces le llega de la memoria esa insignia bastardeada por los sacerdotes del olvido, un nombre que no es el del poeta que alguna vez imaginó tal frase, sino uno que sabe mucho más antiguo. Estaban, entre los viejos libros de antropología, los poemas de ese otro poeta que imaginó largas epopeyas expresadas en versos, a menudo incomprensibles, repetitivos, pero que provocaban la angustia como si calaran el corazón humano, tal vez eso llamado alma. El hombre combatiendo con los dioses de igual a igual.

    Mirando la ciudad que crece mientras avanza, mientras va dejando atrás la sombra que se alarga, se da vuelta, y piensa. Su cuerpo ahora más parecido a lo que alguna vez fue, como cuando nació. Porque él sabe que no tenía joroba cuando fue expulsado del cuerpo de su madre. Esa sombra se lo dice, le habla como esas serpientes que se deslizan por los pastizales entre los que ha caminado recién. Serpientes que forman círculos, y los nombres de Roger y de Claudio, en ese ínfimo e ingenuo intento de inmortalidad, es nada comparado con el gran circuito de la historia.

     Sabe ahora que su hijo, cuando Sara y él lo engendren, se llamará Homero. Será ese niño el hombre que rememorará el mundo desaparecido en que los hombres dominaron a los hombres con la huella de sus pies sobre las espaldas de los otros.

 

 

 

3

 

Sara se lamenta de haberse dormido. Aún en el duermevela, se reprocha el no poder mantenerse despierta, porque cualquier descuido de su parte es la oportunidad que los otros esperan para atraparla y quitarle a su hijo. No sabe qué hora ni qué día es. Ha perdido la cuenta del tiempo que lleva en el hospital. Trata de mantenerse razonable, como se lo enseñó Roger. La lógica ayuda a mantener la mente clara y el espíritu en calma. No deben haber pasado más de dos días, piensa mientras levanta la cabeza de la almohada. Ya ha amanecido con una luminosidad parecida a la de cualquier mañana. Oye ruidos tras la puerta de la habitación, los pasos habituales de los empleados, yendo y viniendo, los carros y camillas, y de vez en cuando algún grito intempestivo. Mira la mesa de luz junto a la cama. El desayuno está intacto. Deben haber pasado quince minutos desde que lo sirvieron, y pronto volverán a buscarlo. Toca la taza, fría. Se incorpora en la cama, apoyándose contra la cabecera. Se toca el vientre.

     Por ahora te he salvado, le dice a su hijo. Se pregunta cuánto más podrá lograrlo. Ella sabe que es como una hormiga contra un ejército de hombres. Tarde o temprano la dominarán. Su única alternativa es huir del hospital, y esto también le resulta imposible. Se levanta y camina hasta la ventana enrejada. Contempla el enorme parque soleado. Por un instante, desea bajar y caminar entre esos árboles para sentir la brisa cálida del verano. Si Roger estuviese conmigo, se lamenta. Pero hace días que no puede comunicarse con él. Desde antes que la atraparan él no respondía a sus llamadas. ¿Dónde estaría, qué le habría sucedido? Varias veces pensó que quizá estaba muerto, y la pena y el dolor se aliaban con la mortificación, por no haberle hecho saber que estaba embarazada; y también rencor y resentimiento por haberla dejado abandonada tanto tiempo.

     Se sentó en la cama, reprochándose su propia estupidez. Todo era finalmente su culpa: el no haberle dicho la verdad a Roger, el dejar expuestas las pinturas al examen de cualquiera, y sobre todo el no haber huido o haberse escondido en alguna parte. Pero hasta hace no mucho tiempo su vida era como un sueño en el que estaba permanentemente obnubilada, los oídos completamente sordos y la visión poblada de visiones que cualquier psicólogo denominaría como ilusiones. La realidad transformada a aquella que los demás deseaban. El único que había intentado lo contrario fue Roger, y aún así ella debía haberle reprochado no hacerlo con ímpetu, con crueldad inclusive, como si ella, una mujer, fuese un pequeño animalito al que debía enseñársele de a poco.

     ¡Dios mío! Se escuchó clamando en voz baja. Pensó en ese dios de sus ancestros, de los que Roger le había hablado. Ellos pertenecían a una raza diferente, según se habían proclamado a sí mismo durante siglos. Eran pocos y sin embargo lograron sobrevivir todo aquel tiempo, porque eran fuertes, porque eran el pueblo elegido por el dios al que adoraban. Ya sin libros, sólo persistía en la memoria atávica de cada uno de sus miembros sobrevivientes. Como el respirar, el pensamiento judío era una rémora inconsciente donde el cuerpo había ido tomando importancia a través de los descubrimientos de la ciencia, manifestando en él la fatalidad de la providencia. La única forma de la supervivencia absoluta era el enclaustrar el alma divina entre los muros de la carne, y convertir la carne en piedra que muy, muy lentamente sería convertida en polvo, como los muros de Jerusalén.

     Sara nunca comprendió de lo que estaba hablando su marido en esas noches cuando lo escuchaba contarle estas viejas historias que ella creía inventadas. Era eso, o él se estaba volviendo loco. Por momentos temía por su cordura, y por su propio futuro junto a él. No eran épocas para dejar librada la vida individual a los dictámenes del estado, de eso Sara estaba consciente. Había que ser más inteligente que ellos, adelantarse a sus precauciones.

     Sintió una patada en el vientre, y en ese momento entró la enfermera de la mañana.

     -Buenos días, Sara. Veo que ha descansado hasta tarde, y me parece muy bien. Hoy será una jornada agotadora pero de gran felicidad. ¿Pero por qué no ha desayunado?

     Levantó la bandeja y se quedó mirándola, parada frente a ella, que continuaba sentada al borde de la cama, con el camisón blanco, el cabello despeinado, descalza, y las manos sobre el vientre abultado. Se sabía indefensa y pobre ante esa mujer que sin duda era bella, con su uniforme impecablemente blanco, los cabellos castaños bajo la cofia, a quien incluso la giba no arruinaba demasiado su belleza.

     -¿Es hoy? Pero me faltan dos días…

     La enfermera sonrió, mientras con una mano sobre un hombro de Sara, le decía:

     -Pobrecita, sé que su marido la ha abandonado, pero confíe en nosotros…

     Sara se levantó llena de ira. La mujer retrocedió y se tambaleó. Por varios segundos intentó mantenerse en pie, pero cayó de espaldas, mientras la bandeja y todo su contenido caían al piso. Sara la observó, parada y sin moverse. La situación, aunque brevemente, se había invertido.

     -Mi marido no me abandonó, está de viaje. Y no sabe que va a tener un hijo, por eso no está aquí.

     La  mujer la observó perpleja. Parecía no saber cómo actuar, pero de pronto su rostro cambió. Sin duda no era como las otras enfermeras. Se levantó, se arregló el uniforme, se recogió el mechón de pelo que le había caído sobre la frente y llamó al servicio de limpieza. Su frialdad rayaba en una parsimonia cubierta con una pátina de ironía y crueldad. En el fondo de sus ojos, Sara vio mucho dolor.

     El olor del desayuno volcado fue reemplazado por el de los desinfectantes. El empleado de limpieza se fue, y Sara se preguntó qué pasaría ahora. Sin duda la mujer llamaría al médico para que la sedaran. Algo debía hacer para evitarlo. Pero la enfermera le dijo que se acostara otra vez, con calma aparente. La expresión ingenua no regresaría en mucho tiempo, salvo cuando estuviese en presencia de los médicos. Para Sara había resuelto mostrar la inteligencia que escondía a los otros.

     -Bueno, Sara. Usted sí que ha resultado ser una persona especial. No por nada el doctor se encerró con usted ayer en esta habitación…

     -¿Sabe lo que me dijo?

     -¿Qué otra cosa podría haberle explicado, siendo usted quien es, y la forma en que se ha rebelado?

     -¿Y por qué me dice eso, usted…?

    -Mi nombre es Myriam, y si le hablo así es porque es usted una de las pocas que entendería lo que voy a decirle. Además, es una especie de alivio para mí. Como ve, estoy obligada a cumplir una función aprendida, pero no querida por mí. De algún modo, representa un placer hablar con alguien como usted. La mitad de los médicos, de los que creí llegar a esperar algo de inteligencia, son autómatas, y la otra mitad son viejos resignados, como el doctor Farías. Viene de una larga tradición de médicos en su familia, y esas cosas no se pierden, como le ha sucedido a su marido, si es que lo entiendo bien. Usted dirá…

     Sara no esperaba tal forma de hablar. Myriam era extremadamente educada, hasta culta para los cánones de la época. Ahora que se había sentado en la cama, sus modales eran finos, los movimientos de sus manos cuidadosos, acompañando las expresiones de su rostro y las miradas, a veces altivas, y casi siempre tristes y rencorosas.

     -Dios mío, Myriam, entonces debe ayudarme a salvar a mi hijo.

     -¿Salvarlo de qué?

     -De lo que usted sabe…de la joroba…

     Myriam se rió fuerte, y se tapó la boca dirigiendo una mirada risueña hacia la puerta.

    -Debí imaginar que iba a pedírmelo, pero hace tantos años que dejé de pensar en que alguien podría llegar a enterarse de todo esto, que ni se me ocurrió esta vez, a pesar de saber que usted estaba al tanto de nuestras costumbres.

    -Es una ley horrenda, un crimen…

     Myriam la miró fijamente, la agarró de los hombros, y le dijo:

    -Usted qué sabe, Sara, de los crímenes. Crimen es matar a un bebé que aún no ha pecado…

     -Pero usted colabora con ellos, participa en el sistema…

     -En el cual nací, como las dos generaciones anteriores. No hago más que cumplir con mi trabajo…

     -Yo creo que usted, sabiendo lo que sabe, lo hace por resentimiento. Mírese al espejo, y sabiendo la verdad no puede decir que usted ha nacido con esa giba.

     Myriam se levantó y fue hasta el espejo tras la puerta del armario. El rechinar de los goznes sonó como un sonido ancestral, casi como el chillido de un animal encerrado. Y la imagen de la enfermera con su joroba la remitió a Sara a los relatos que Roger le había hecho sobre los antiguos tiempos de la protohistoria. Luego cerró la puerta, y mirando a Sara, comenzó a contar:

     -He tenido once hijos. Me he mirado al espejo más veces de los que usted piensa. Conozco mi cuerpo en cualquiera de sus formas posibles, con el tamaño de mi embarazo en cada mes de gestación, luego del parto, y con las características de cada hijo que he engendrado. Todos han sido diferentes. Y todos han muerto, Sara, tan solo me queda uno, el séptimo. Todos han muerto luego de la cirugía postparto. Los médicos me dijeron que no volviese a embarazarme, ya desde el tercero me lo recomendaron. Pero yo insistí, no sé por qué en realidad…

     Se detuvo, acercando sus pasos hacia la silla junto a la cama. Se sentó de espaldas a la luz de la ventana. Los ojos castaños de la enfermera la miraron desde un lejano fondo que ella no podía llegar a ver, ni menos tocar. Y hasta la sola idea de su contacto le provocó un escalofrío.

     -Era como si yo debiera cumplir un deber, que era el de tener un hijo que sobreviviera a los tiempos actuales, que fuese como todos los demás. Yo me decía que si ellos morían se debía a que yo de algún modo era resistente a la ley. Yo los entregaba a los doctores, por supuesto, nadie puede acusarme de lo contrario. Demostraba mi voluntad cediéndolos a la sociedad, a la forma en que el estado los quería. Pero ellos morían, uno tras otro.

     Sara se irguió en la cama, con dolor. Las patadas se hacían más frecuentes, y aunque no quería demostrarlo, la otra se daba cuenta. Cómo ocultárselo, si era verdad todo lo que le estaba diciendo.

     -Pero uno sobrevivió, ¿no es cierto?

     Myriam sonrió con desgano.

     -Está muerto en vida, Sara. Está paralítico del cuello para abajo, vive en la cama que el estado me regaló. No habla, y debo darle de comer en la boca con una cuchara. Sólo mira, a veces a mí, a veces otras cosas que adivino en su mirada llena de espanto. A veces tengo deseos de matarlo, pero el mismo odio que he llegado a sentir por él es una fuerza que me sirve para continuar mi vida. Yo no podría vivir, Sara, sin hacer este trabajo.

     Sara comprendió. Venganza sin esperanza de redención.

     -Pero esta vez podría ser diferente, ¿no lo ha pensado? Si me ayuda a rescatar a mi hijo, a evitar la cirugía, sería como una especie de compensación por todos sus niños. Imagínese, mi hijo sería una especie de redentor. El único normal en todo el mundo.

     -¿Qué es normal, Sara? ¿Lo que le dijo su marido como éramos antes de la cirugía correctiva? Nadie es como nace para siempre. Nadie es el bebé que fue al nacer. Nacemos y morimos en cada etapa de la vida. Por eso no sé a qué llama anormal…

     -A esta joroba que no tolero desde que tengo uso de razón- dijo intentando llevar una mano a su espalda para golpearse.

     Myriam le retuvo.

     -Deje de hacerse la mártir, ya nadie cree en eso. Y en todo caso, todos lo somos. No puedo hacer nada contra el sistema, el que no está dentro, está fuera, y el castigo ya lo tenemos encima, ya cargamos con él desde el principio. No hay más que resignación, y en todo caso la venganza es ficticia o de todo punto de vista, totalmente inocua, porque se dirige al objeto equivocado, como usted bien lo dijo.

     -Entonces usted vive del resentimiento, se alimenta como una alimaña.

     La enfermera se rió esta vez con más fuerza.

     -¡Que expresión tan antigua y literaria! No sé si felicitarla o tenerle lástima. Es una de las tantas figuras que sin duda aprendió de su marido, tan afín a los viejos libros viejos. Pero es verdad, en cierta forma. Estamos muertos, querida Sara, in morte sumus, utilizando una expresión que el viejo doctor saca a relucir de vez en cuando. Los muertos en vida deben alimentarse de algún modo, y el resentimiento tiene la virtud de regenerarse a sí mismo. Es el alimento más económico del mundo, y el que más abrasa el alma de quien lo cosecha.

     El resto de la tarde se perdió en un abismo de tiempo del que nada no pudo rescatarla. Se hundió en la desmemoria, como si las palabras de Myriam la hubiesen trasladado lentamente hacia un lugar, no un estado, sino un espacio que su cuerpo iba ocupando fragmento por fragmento, célula por célula. Sus huesos siendo trasladados en cajas luego de ser limpiados, su cráneo, su pelvis, sus vértebras. La carne que los rodeaba era un cobijo cálido del cual la sangre brotaba sin dolor ni tristeza. Era, tal vez como los fósiles que Roger había visto en el museo al que su padre lo había llevado, o como las momias que aún conservaban los restos de carne humana, seca y resquebrajada, pero aún incólume en su resistencia contra el tiempo. Hasta que todo su cuerpo estaba dentro de una masa de tierra petrificada, dentro de uno de los tantos estratos depositados por las diferentes eras geológicas. Se sintió, en el inmenso sueño que ya no podía llamar de tal manera, porque no era sueño sino una vida disociada en miles de otras vidas sucesivas a lo largo de incontables años, una especie de trofeo que las manos de muchos hombres rescataban de la tierra como quien saca un hijo del útero de su madre.

     Despertó en el quirófano. Abrió los ojos, pero nadie más que Myriam se dio cuenta. Vio en su mirada, en los ojos únicos sobre la cara muerta cubierta con el barbijo, una complicidad. Y eso fue suficiente para que ella descansara, por fin, luego de ver lo que había visto durante apenas un segundo, o quizá menos que eso.

     El niño que el médico estaba levantando de las piernas como un becerro para llevar al sacrificio, no tenía giba.

 

     El siguiente recuerdo que Sara tiene inmediatamente después del nacimiento de su hijo, ha permanecido siempre en las penumbras en que la morfina la fue sumergiendo con el correr de las horas. Recuerda haber despertado, quizá muchas horas después, balbucear palabras que quiso decir pero que está segura que no salieron de su boca. Tenía la sensación de la boca empastada y la lengua dormida, cayéndole saliva por la comisura de los labios. Un dolor en el bajo vientre le retorcía la piel. Tal vez fuese la sutura de la cesárea, pero entre sueños se imaginaba a sí misma como partida en cientos de pedazos que alguien hubiese intentado unir no mucho antes de su despertar. Pensó en Roger, en la habilidad innata que tenía para armar rompecabezas, la misma habilidad que aplicaba para hallar las incongruencias en los esbozos de fragmentos óseos en los libros de su padre y abuelo. ¡Cómo extrañaba a su esposo, hacía tanto que no podía comunicarse con él! ¿Qué estaría haciendo, qué pensaría de su silencio? ¿Por qué entonces, no regresaba para saber de ella, que había sacrificado sus deseos para que él cumpliera el suyo?, y él ni siquiera tenía la cortesía de regresar como un amante preocupado. Los hombres son así, se dijo, nunca aman tanto como nosotras las mujeres.

     Pero no caería en la retórica feminista de la victimización. Nada era tan simple como estos conceptos rescatados a ultranza de los verdaderos sentimientos y las verdaderas causas, que en realidad nadie conoce. Es que se siente sola y desamparada, y más que eso, se halla desesperada por saber qué ha sucedido con su hijo. Sabe, porque vio en la mirada de Myriam en el exacto momento del alumbramiento, que ella iba a ayudarla a rescatarlo de la ignominia. Ese era el nombre que de algún modo había descubierto en su memoria, una palabra que nadie usaba en los tiempos contemporáneos, una palabra antigua que implicaba todo un mundo de aprendizaje, de ideas, conceptualizaciones y éticas. La ruptura, en realidad, de todo esto.

     Durante lo que creyó fueron varios días, salió y volvió de la esfera de los sueños suaves, las caricias inciertas de los dioses antiguos, amedrentados de tanto rechazo durante tanto tiempo. Dioses que se conformaban con adormecer a los hombres y mujeres que cedían su razón durante las horas del sueño, fuese voluntario o provocado, no importaba, intentando volver a enseñarles los mundos perdidos. Y fue así que Sara vio en esas noches forzadas, el regreso de las palabras que hablaban del origen del mundo, de la creación del hombre.

     Luego, mucho más tarde, despertó con un sobresalto. Myriam estaba a los pies de su cama. El cuarto alumbrado por la luz intensa de un mediodía. El cuarto silencioso, tanto que creía haberse vuelto sorda. Entrecerró los ojos, frunció la frente e intentó hablar.

     -No se preocupe, Sara. Es efecto de la anestesia. Ya le pasará en un rato…

     -Pero… ¿qué día es hoy?

     -Martes. Estuvo durmiendo toda la noche después de la cesárea.

     Sara se restregó los ojos e intentó levantarse. Sintió mareos y apretó las sábanas hundiendo los dedos en ellas.

     -Todavía no, querida. Tome un vaso de agua.- Myriam se lo alcanzó de la mesa de luz, luego de servirlo de una jarra de cristal.

     El mundo de la habitación ese mediodía era pulcro y cristalino como no lo había notado antes. Se tocó el vientre bajo el camisón. Sintió los puntos de sutura, y de pronto un vahído la invadió aún estando sentada. Había perdido algo, una forma de su cuerpo a la que se había acostumbrado a lo largo de los meses, tanto que se había hecho a la idea de que siempre sería así. Y ahora volvía a ser como era antes, y se extrañó de esta nueva Sara que en realidad era la antigua, y con la que ya no creía tener nada que ver. El cuerpo podría ser el mismo, pero no ya la forma de su pensamiento.

     -¡¿Dónde está mi hijo?!- dijo en voz alta, fuerte y clara.

     Myriam apoyó una mano sobre la boca de Sara.

     -Más bajo, querida Sara. No debemos llamar la atención.

     Entonces sintió un repentino alivio. Aquella complicidad que debía mantenerse en secreto era una garantía de que Myrian había hecho lo que ella esperaba. Nada había prometido, recordaba que incluso se había negado a ayudarla. Pero en la mirada de la enfermera siempre supo encontrar algo más, aún indefinido, tal vez cinismo, tal vez desesperanza, pero siempre algo que los demás no poseían.

     -Entonces… ¿lo salvaste?

     -Por ahora está en la sala, esperando su turno para la cirugía. Cuándo será, no lo sé.

     -Tenemos que sacarlo cuanto antes. Tengo que salir de acá…

     -Solo con el alta, Sara…

     -No, escaparemos con el bebé, necesito tu ayuda, por favor…- Se inclinó hacia la enfermera, agarrándola de los hombros. Olió el perfume de los medicamentos impregnados en el uniforme blanco, hasta en el cabello castaño. Viéndola tan de cerca, notó que no era tan joven como aparentaba, acorde con lo que lo había contado sobre sus once hijos.

     -Myriam, cuando salgamos de acá, seremos compañeras para siempre. Yo te deberé mi vida y la de mi hijo, y por eso te ayudaré con el tuyo, los cuidaré a ambos cuando estés trabajando. Con el regreso de Roger, todo será distinto…

     La enfermera sonrió como quien oye una tierna idea imposible.

     -Nada de eso, Sara. Si te ayudo, no volveremos a estar en contacto, es imprescindible para     ambas.

     -Como quieras, ¿pero cómo haremos entonces…?

     Myriam se acercó al oído de Sara, y murmuró el plan.

 

     Para las diez de la noche, el hospital estaba casi en completo silencio. Myriam le había dicho que tuviera sus pertenencias preparadas, luego de que sirvieran la cena. Las mucamas entraron a llevarse la bandeja. Esta vez había comido toda la cena, tenía hambre y estaba entusiasmada por sacar a su hijo sano y salvo. Lo había visto al nacer, y lo mantendría en la forma en que nació para mostrárselo a su padre. Ambos estarían orgullosos. Cuando el niño fuese grande, tal vez no lo estuviera de sus padres, viejos y torcidos con esas jorobas vergonzosas, que más representaban un vencimiento moral que una deformidad física. Roger había dicho alguna vez algo que le contaba su padre, cuando las gibas le dolían a ambos. Su padre a su vez lo había escuchado de su abuelo, cuando las primeras operaciones habían comenzado a practicarse. No debes avergonzarte de lo irremediable, se habían dicho uno a otro. Pero ella sabía que eso no implicaba la resignación. Habían comenzado los tiempos diferentes con ella y con su hijo, que aún no tenía nombre. Roger sería el creador intelectual del nuevo mundo, Sara el factor práctico, en un papel mucho más importante que de simple ilustradora de un libro de teorías.

     Las mucamas se fueron, y cuando la puerta se cerró, se levantó de la cama y se vistió con ropa de calle. Sacó del armario el bolso que había traído al llegar. Decidió dejar algunas cosas, debía tener fuerzas para cargar a su hijo. Dio vueltas por el cuarto, impaciente por que se cumpliera la hora que la enfermera le había dicho que podía salir. Apagó las luces y encendió la de la mesa de luz, para que nadie sospechara que continuaba despierta. Oyó un solo golpe en la puerta: la señal convenida. Caminó hasta la puerta con el bolso, se miró por última vez en el espejo del cuarto, estaba delgada y demacrada, el cabello lacio y pajizo. Horriblemente despeinada. Sonrió de tanta estupidez proveniente de su vanidad, y salió luego de comprobar que el pasillo estaba despejado. Recorrió el largo trecho que la llevaba hasta las escaleras, como Myriam le había dicho. Todo le pareció nuevo, porque casi no había salido de la habitación. Recordaba cuando la habían arrastrado por el pasillo el día que se resistió a ser internada, gritando como una loca, hasta que la sedaron. Las manos fuertes y violentas de los enfermeros varones, o quizá de los guardias, no lo sabía. Ahora las luces eran distintas, y la escalera la llevó a dos pisos sobre aquel pasillo. No se cruzó con nadie, se suponía que todo el personal de guardia estaba cenando en el comedor de la planta baja. Se preguntó qué iba a hacer cuando tuviera a su hijo en brazos, ¿a dónde huiría? Nada de eso tuvo en cuenta en su desesperación por mantener al niño con su cuerpo original, con la forma en que, ella ya lo sabía definitivamente, todos nacen, y antes que la ley ordenara su transformación en un ser poco menos que un monstruo. Eso eran ellos, toda la humanidad, animales que habían ido retrocediendo en el ciclo evolutivo hasta parecerse no a un simio, sino a algo más semejante a esos insectos que transportan un gran caparazón sobre sus espaldas.

     Llegó al cuarto piso. El pasillo era igual al resto, pero las puertas de las habitaciones eran transparentes. A través de cada una se veían cunas, más de cuarenta o cincuenta de ellas, con estrechos pasillos para caminar. Estaban muy iluminadas, pero no alcanzaba a ver a los bebés desde la puerta. De vez en cuando escuchaba un gemido o un llanto, pronto apagado por la máquina que cuidaba de ellos durante las guardias nocturnas. Myriam le dijo que la aguardaba en la última puerta. Caminó haciendo el menor ruido posible sobre el suelo. Su corazón latía extremadamente agitado, y por momentos tuvo miedo que la ansiedad y la debilidad la hicieran desmayarse. Respiró profundo y continuó hasta llegar a la puerta indicada.

     También transparente, podía verse la misma cantidad de cunas, tal vez muchas vacías, ya que no había llantos que pudieran percibirse, ni el más leve roce de sábanas. Ni siquiera el olor de las secreciones de los bebés. Todo era pulcro y esterilizado, porque las operaciones requerían el máximo cuidado para  la supervivencia de los niños.

     Abrió la puerta, y la enfermera apareció frente a Sara. Sonreía esta vez con un aire diferente. Su natural y gélida belleza era ahora otra cosa más cínica, tanto que la anterior, por más fría o cruel que fuese, se hacía extrañar en ese momento. Señalando una cuna al fondo del cuarto, le dijo:

     -Allí está Claudio Levi.

    ¿Cómo sabía que así iba a llamarlo?, se preguntó Sara. Sin duda se había enterado de la costumbre de la familia de su marido en cuanto a los nombres. Sara no la miró siquiera, caminó entre las cunas, con la vista fija en la única que le interesaba. Llegó a ella, y apartó la sábana.

    Dios mío, santo y bendito dios de mis ancestros, dios de los misterios revelados en las santas escrituras. Qué bello es mi hijo, qué hermoso rostro, igual al de su padre. Y no supo de qué lugar de su memoria llegaron tales palabras invocadoras de un dios casi desconocido para ella. Y fue tal su alegría, que las recitó en voz alta, lo que hizo que Myriam la agarrase de los hombros y la hiciera callar con un gesto perentorio. Sara, sorprendida, dio un grito agudo, pero bajo, de sobresalto, y sus manos levantaron al bebé contra su pecho.

     -Vas a lograr que nos apresen a las dos, te dije que debías hacer silencio.

     Sara asentía con la cabeza, pero estaba demasiado emocionada para hacer caso a la otra. Había llevado el cuerpo de su hijo contra su pecho, y su cara contra la suya, y el bebé había comenzado a llorar. Sabía que le estaba haciendo daño, y que por más que lo contuviera más lloraría. Su desesperación vino de su ignorancia e inexperiencia. Tanto anhelo, se dijo, tanto presumir de salvarlo, y ahora se daba cuenta que era una ingenua. No sabría siquiera cómo alimentarlo.

     Myriam pareció entender todo esto, y le dijo que se calmara. Tomó al bebé en sus propios brazos y le dijo a Sara que la siguiera en silencio. Ya algunos otros bebés comenzaban a despertarse por el ruido y la máquina de la nursery llamaría a las enfermeras de abajo si el llanto se hacía general o no se acallaba. Sara la siguió hasta el pasillo y luego por éste hasta más allá del final, donde había una puerta que conducía a un montacargas. Se subieron ambas, y la enfermera continuaba sin soltar al niño. Sara la obedecía, pero por su mente pasaron pensamientos recelosos. ¿Quería la enfermera, quizá, quedarse con su hijo, ahora que había logrado encontrar uno que nunca sería operado?, se preguntó. No quiso pensar en eso, y si fuese cierto, llegado el momento tendría que sacar fuerzas de la nada para evitarlo.

     El montacargas descendió lentamente en la oscuridad. El bebé lloraba.

     -Debes darle de mamar, Sara.

     La voz de Myriam era extraña, resonante como un eco de muy profundas simas. El montacargas descendía tan lento, que por un instante tuvo la fantasía de que la enfermera la estaba conduciendo hacia el famoso infierno de los católicos. Sin embargo, lo que aquel pedido significaba, iba más allá de sus expectativas. En nada de eso había pensado, ni nadie le había enseñado cómo alimentar al chico. Extendió los brazos para agarrar al niño, y Myriam, en la oscuridad, mientras las sombras de los entrepisos ocultaban los movimientos de cada una, le entregó al bebé.

     Justo en ese instante, el ascensor se detuvo, pero las puertas no se abrieron. Sara no se movió, porque el niño, el hijo de su esposo, el descendiente de su progenie, el hombre que cambiaría al mundo, estaba mamando de su pecho. Y el pequeño dolor de la succión era más trascendente que todo el oscuro y pequeño mundo que la rodeaba. Ni siquiera alcanzó a ver la cara del niño, sólo sintió su cuerpo frágil en sus brazos y los labios succionando con ímpetu su alimento. Un olor a leche cálida la sedujo y la envolvió en lejanas reminiscencias que no podía definir. De vez en cuando, una luz pasaba por su costado, como linternas, o puertas que se abrían y se cerraban en los pisos superiores, y un momento después, creyó escuchar que una puerta se abría a su costado, sin iluminar el interior.

     Miró alrededor, y se acordó de pronto de la enfermera.

     -¿Qué camino debo tomar al salir?- preguntó.

     Nadie le respondió.

     -¿Myriam…?- pronunció muy quedamente.

     Extendió una mano en la penumbra. El vacío poblaba la oscuridad a su alrededor.

     Se dio cuenta que la otra la había abandonado. No podía culparla, al fin de cuentas. Se había arriesgado por su causa, y de todos modos la hizo sentirse tranquila que no hubiese tenido la intención de quitarle al niño.

     Intentó levantarse del piso del montacargas. Colgó el bolso de un hombro, y empujó la puerta con un pie. La luz de los faroles del parque iluminaba la salida, que era el estacionamiento de los proveedores del hospital. Seguramente había cámaras de vigilancia, pero confiaba en que la suerte, la cábala, como decía Roger, la protegería. Salió para ocultarse en la sombra de unos árboles lejos de las luces. Habría cámaras infrarrojas, con seguridad, y si así era, pronto todo terminaría. Pero ella estaba dispuesta a morir apretada a su bebé, como las antiguas madres del Antiguo Testamento. Se sintió, de pronto, más que una mujer de este siglo. Supo discernir en su interior toda una serie de sentimiento ancestrales, iracundos en su mayoría, y aprendió qué debía gritar y cómo actuar para proteger a su progenie.

     Las sirenas sonaron, las luces del parque se encendieron de pronto. Se hizo el día en plena noche. Sus ojos se cegaron por un largo rato, y sintió los pasos y las sombras de los guardias que corrían, acercándose, cada vez más presurosos, llamándola, ordenándole que se quedase quieta. Amenazas y gritos se sucedieron hasta que alguien intentó quitarle al niño. Eran los brazos de un hombre, uno de los guardias probablemente. Eran manos rudas y callosas, no las manos de un enfermero o un médico. El aliento agrio de la cena invadió el rostro de Sara, y cuando su vista se acostumbró al resplandor repentino, se encontró rodeada de hombres con armas, con médicos y enfermeras de impecable blanco que se acercaban y se abrían paso entre los hombres de seguridad. Vio, por detrás de ellos, la cara de Myriam, que la observaba con fijeza. Tenía una sonrisa escuálida, y aún así lograba transmitirle una confianza que sabía destructiva.

     Se resistió a que le quitaran al niño. Era una escena repetida para ella, como la del pasillo cuando ingresó al hospital, pero esta vez ya no estaba embarazada. El cuerpo del bebé no era su propio cuerpo, y sus brazos se iban debilitando progresivamente ante la fuerza de los hombres. Cuando al fin se lo quitaron, se dejó caer al piso, arrodillada, rogando como una ancestral mártir, como una de las tantas mater dolorosa que le habría gustado llegar a pintar alguna vez.

     -Por todos los dioses en los que crean, por favor, dejen que mi hijo crezca en paz.

     Un médico se le acercó y la hizo levantarse. Era el viejo doctor Farías.

     -Sara- le dijo con voz triste y piadosa.- Tu hijo crecerá en paz, no lo dudes. En poco tiempo te lo entregaremos. No hay por qué apresurarse.

     -Pero quiero llevármelo antes de que lo operen…-dijo ahogándose en un sollozo largo y profundo.

     -Sara, la operación se hace apenas nace.

     Y ella levantó la vista hacia el rostro del doctor Farías. Lo apartó con violencia de su camino y corrió hacia el guardia que tenía al bebé. Intentaron apartarla, pero al escuchar la voz del médico, la dejaron acercarse. Con rapidez separó la pequeña sábana que lo envolvía, desnudando el torso, y vio las dos cicatrices a ambos lados del cuello. Entonces bajó los brazos y ya no lloró más.

     Todos empezaron a dispersarse, pero la mirada de Myriam, en alguna parte entre aquellos rostros, continuaba presente, aunque no la viera. El guardia y ella continuaban frente a frente, el bebé llorando, hastiado de tanto movimiento e inquietud. El médico junto a ambos.

     -Vamos Sara, vuelva a su habitación para recuperarse.

     Entonces ella lo miró, consciente de una crudeza que nunca habían expresado sus ojos. Sin embargo, intentó fingir con su voz. Estaba aprendiendo, se dijo.

     -Deje que le dé su alimento por lo menos una vez, antes de llevárselo.

     El doctor Farías asintió a regañadientes, haciendo una señal al guardia de que le entregara al niño, y él mism fue quien luego de acomodarle la sábana, puso al bebé en los brazos de Sara. Ella se acercó al médico para sujetar al niño, temía que sus brazos lo dejasen caer. Formó en su cara una expresión de maternal miedo, y supo que ya no la consideraban una amenaza. Sus manos tocaron el guardapolvo del médico. Cuando se apartó unos metros con su hijo en brazos, una de las lapiceras del doctor ya no estaba en su bolsillo.

     Sara abrió su blusa y dio su pecho al bebé. Y mientras lo hacía, tarareó una melodía que nadie le había enseñado, una música lenta y oscura, hasta que el niño pareció saciar su sed, y separó los labios del pezón. Al hacerlo, la miró de un modo que ella no fue capaz de soportar. Y por eso clavó la lapicera en el pecho del chico.

 

 

 

4

 

Cuando traspasó la entrada a la ciudad, ya no tuvo comunicación a través de la red. Ni el teléfono ni la computadora funcionaban. La ciudad había sido completamente anulada para el resto del mundo, porque estaba muerta. Y se preguntó cómo era que el pasado, sin embargo, continuaba vivo en la memoria de tantos hombres. Si la humanidad había fallado rotundamente en anular la memoria destruyendo los vestigios del pasado, por qué razón no se resignaba a continuar viviendo con esa memoria, convirtiéndola en una nueva fuerza en lugar de una carga. No como un niño recién nacido que no sabe siquiera la forma de alimentarse, sino como un hombre que luego de una noche de tragedia, se levanta en la mañana con el sol deslumbrante en su cara.

     Aunque solo, un hombre es muchos hombres. Roger sabe esto a conciencia, porque la sombra de su padre y su abuelo, de todos los Levi, está atenazándolo permanentemente. No puede quitar de su cabeza todo vestigio de comparación y clasificación. Una mente metódica puede ser una gran ventaja para sobrevivir, pero también es sin duda un nudo de amargura en la garganta. Y ese nudo fue el que le transmitió a Sara en cada una de sus largas charlas. Sabía que a ella no le interesaba especialmente todo aquello, ni tampoco lo comprendía. Pero la intuitiva inteligencia de su esposa fue captando lo que él le quería decir, y fue así que, antes de irse, supo que ella había llegado a un grado de sabiduría mucho más alto que el nivel normal de la gente. Tal vez sola, ese germen de la inquietud y de la duda iría creciendo, sin necesidad de estar acicateándolo ni insistiendo con sobreabundancia de ideas. Como una planta que requiera la exacta cantidad de agua diaria, y sólo un poco más de la necesaria puede matarla.

     Nada de esto conversaron en las charlas que tuvieron por la red. Se daba cuenta que ella no quería inquietarlo hablándole de los pesares que se notaban en sus ojos. Muchas veces él quiso preguntarle, y sin embargo tuvo la cobardía de callarse para no saber, porque saber implicaba regresar junto a ella y abandonar todos sus proyectos de trabajo, para siempre. Nunca regresaría con una familia a cuestas, ni dejándola un impreciso plazo de tiempo, seguramente muy extenso. Ella, como él, sabían que era ahora, o nunca más.

     Traspasó la frontera muerta de la ciudad, y fue como entrar en un cementerio un día soleado, a las tres exactas de la tarde. Recordaba cuando de niño lo llevaban a visitar la bóveda familiar, caminando por el centro de las calles de la ciudad cementerio de la mano de su madre, contemplando las estrellas de David en las puertas de las bóvedas frente a las que pasaban. Luego, el sonido de la llave en la pesada puerta de metal, el olor a flores muertas, a humedad, y el polvo sobre los ataúdes. Las caras largas de sus padres, el cántico apenas murmurado, la luz de la claraboya uniéndose a la que penetraba por la puerta recién abierta, espantando polillas y otros insectos. Lo hacían cambiar el agua de las flores viejas. Iba con el jarrón grande y pesado en las manos hasta la pileta de la esquina, que lindaba con el sector de lápidas. Tiraba las flores al cesto, arrojaba el agua podrida en la pileta y lavaba el florero. Pero sus ojos no podían apartar la mirada de las lápidas, porque la tarde parecía ser más tenebrosa que la plena noche. El sol lo cegaba, el silencio absoluto de la siesta era un espacio de tiempo coagulado a punto de estallar. Entonces hacía lo que tenía que hacer lo más a prisa posible y regresaba junto a sus padres. Se renovaban las flores y la bóveda era vuelta a cerrar con llave. Era un niño entonces, y la llave se asociaba con la idea de que no se escaparan los muertos.

     Y es verdad, se dice, mientras camina por la calle desierta de la ciudad. Los muertos y el pasado están en nuestra cabeza, encerrados. Tal vez ellos quisieran huir, no lo sabemos, porque estamos tan acostumbrados a la idea de que son nuestros, de que no podemos vivir sin ellos, que el pensamiento de su ausencia es como nuestra propia muerte. El temor al vacío de la memoria es mayor que el miedo a la incertidumbre. Ésta rápidamente se resuelve con el primer hecho concreto de la realidad, lo que ha sucedido se convierte en la primera certeza de la experiencia, pero el olvido implica algo borrado, un espacio vacío, una obsesión, una fuerza que subyace y crea túneles.

     Vio su sombra acompañándolo a la derecha, encorvada, sobre la vereda. Debían ser, sin duda, las tres de la tarde. Los edificios estaban prácticamente intactos, podía verlos casi sobre el centro de la ciudad. Lo que ahora recorría era la periferia, las calles de casas residenciales con rejas en las ventanas, con puertas de madera que daban a patios delanteros o jardines de invierno. La brisa de la tarde movía a veces las puertas mosquitero sobre sus goznes chirriantes. Éste era el único sonido que atenuaba el silencio completo, lindante con la severa sordera de la muerte viva que allí se había plantado para crecer. Así le había dicho su padre alguna vez, la muerte vive en las ruinas que nos quedan del pasado, y no es un castigo para el hombre, sino una ofrenda. La memoria es una ofrenda que hemos rechazado, como escupirle a Dios, y la voz con que había dicho tal frase siempre sonaba extraña, porque era raro escuchar de su boca esas referencias tan directas a la religión de sus padres.

     Tenía sed, y poca agua le quedaba en la cantimplora. No sabe en qué estaba pensando cuando creía que iría a encontrar a alguien en las ruinas que iba a explorar. Todo lo que ahora hacía le resultaba ahora una pura quimera. Se lamentó profundamente de su insensatez, y deseó estar en casa con Sara, cumpliendo con su trabajo y simplemente viviendo sin inquietudes ni dudas. Pero no se puede vivir así si no está en uno tal carácter. Por eso desechó las lamentaciones que se asemejaban a polvorientas páginas de viejas biblias, y continuó caminando las calles que confluían con diagonales incontables. Aún quedaban algunos postes de señalización en las esquinas, con números que ya nada le decían de trascendental. Postes indicadores para gente que ya no existía. Se preguntó por qué la destrucción y el olvido se habían ensañado especialmente aquí, permitiendo sin embargo que Buenos Aires continuara sobreviviendo a regañadientes. Quizá la fundación de orígenes políticos de La Plata para centro de la provincia, dejando a Buenos Aires como capital de la nación. Una ciudad moderna, una ciudad joven, que sin embargo había crecido con el prestigio de cosas antiguas, la catedral, el museo de paleontología. Una ciudad nueva que conservaba en el centro de su cerebro la memoria primordial, o una parte de ellas. Buenos Aires era la memoria consciente, que podía ser reprimida y paulatinamente olvidada, era una vieja maltrecha que se iba muriendo con sus miembros raquíticos por la artrosis, y la mente de sus edificios se iba vaciando con el efecto de la senilidad. La demencia precoz hacía estragos en la ciudad a lo largo de los años, en una muerte lenta que sin embargo la mantendría embalsamada finalmente, como un panteón limpio y pulcro.

     La ciudad que ahora recorría, sin embargo, se caía lentamente a pedazos por acción del abandono. Nada mejor que la indiferencia para que el olvido sea el menos doloroso y eficaz posible. Creía escuchar de tanto en tanto el ladrido de algún perro, aunque quizá fuese el viento en las calles, o recorriendo los pasillos vacíos de las casas o los edificios. Al llegar casi al centro, las construcciones  no eran tan altas ni tan frecuentes como en otras ciudades. La disposición urbana había ordenado espacios y manzanas abiertas, claras y con espacios verdes. Vio, ya muy cerca, la mole de la catedral, hermosa y sin embargo semiderruida en sus innumerables recodos y frontispicios. Tuvo miedo de acercase a ella, y no supo por qué motivo lo intimidaba. La altura, probablemente, su presencia solitaria en medio del predio amplio y vacío que la rodeaba. Sabía que en sus sótanos se conservaban reliquias, que de todos modos ya habrían sido saqueadas o secuestradas por los últimos gobiernos. Pensó en el museo de paleontología, al que Ameghino había dedicado tantos infructuosos años de esfuerzo, ya destruido casi noventa años antes.

     Dónde comenzaría su exploración, se preguntó, con sed en el cuerpo y temblor en su alma ante tanto abandono e incertidumbre. ¿Cómo pudo ser tan ingenuo para pensar que podría combatir, solo, contra los ejércitos del olvido? La ciudad moderna, la ciudad nueva había sido aplastada en su espíritu, como los recién nacidos de las últimas dos generaciones. Lo viejo puede simplemente dejárselo morir.

     Dios mío, se dijo Roger Levi, ¿qué está surgiendo en la mente de los hombres, qué cambios imperecederos, qué atrofia y qué monstruos surgen de la enfermedad del espíritu? Entonces decidió que entraría en cualquier casa de familia, rescatando los elementos más nimios de la cotidianeidad. Se detuvo frente a una casa de ancho frente, cerca de ladrillo y madera, con un patio de baldosas que conducía a la puerta principal, semiabierta. Caminó entre restos de viejos neumáticos quemados, hierros, telas, y algo que parecía pedazos de juguetes rotos. Entró empujando la puerta que casi se derrumbó, recibiendo el vaho de la antigüedad. La semioscuridad no ocultaba más que mugre y polvo, muebles cubiertos de telarañas pero sanos y en el sitio en que sus dueños los habían dejado al morir. En la sala principal, había una mesa de comedor, con un centro de flores disecadas, sobrevivientes de más de una centuria probablemente. Pasó una mano por la mesa llena de polvo y barro, tal vez los techos dejaban pasar agua durante las lluvias. Fue hasta un mueble lleno de cajones grandes y pequeños. Abrió uno por uno, hallando objetos de toda clase, muchos de los cuales no conocía su material ni su utilidad. Peines de dientes rotos, pulseras, vasos y platos, aros de servilletas, saleros y pimenteros de cristal, ralladores de queso, bandejas, todo lo cual fue dejando en su exacto lugar. Fue hacia otra habitación, donde había una cama y un armario. Todavía estaba cubierta con una colcha arrugada, como si alguien se hubiese levantado esa mañana. Junto a la cama, sobre la mesa de luz, había una foto de un hombre y una mujer, en un jardín cuidado, tal vez por el que Roger había entrado, sentados ambos en un banco donde sus jorobas eran menos evidentes. Abrió el armario y un montón de polillas salió volando, y pudo ver los restos de su alimento: ropa destruida, camisas, pantalones, sobretodos, pulóveres, pañuelos, y un olor a humedad declaraba que todo aquello había sobrevivido gracias a una permanente filtración de agua, creando moho en las paredes, formando nuevas formas de vida que convivían con las viejas prendas.

     Recordó, de pronto, la biblioteca de su padre, tan cuidadosamente mantenida, y de repente destruida y saqueada, como un crimen. Tal vez la desmemoria de la senilidad y la vejez sea la más piadosa de las muertes, como ésta de la casa que ahora visitaba. Lo otro le pareció un asesinato. Y porque sin dudar lo era, supo que en cada casa y edificio de la ciudad hallaría lo mismo, pero no lo que buscaba. Si encontrase fotos de los hombres en su forma original… se lamentaba mientras salía de la casa. Pero la nueva dominación había hecho un buen trabajo sobre la memoria, un prolijo adiestramiento de destrucción. Fácil habría sido colocar bombas en las ciudades y destruir todo vestigio del pasado, y aún así siempre algo persistiría en alguna parte. Sin embargo, primero se había inculcado en la humanidad el sello de la postración física y el dolor: eso eran las gibas. Luego, la destrucción de todo recuerdo, de toda huella, corría por cuenta de cada uno. Y había sido tan eficaz, que sólo las mentes más cultivadas, y tal vez únicamente las más ingenuamente valientes u obstinadas, se habían resistido.

 

     Durante los siguientes doce meses, Roger Levi hizo muchos intentos de exploración en todo lo extenso y largo de la ciudad. Primero hizo un relevamiento de las zonas más antiguas y de las nuevas, a fin de ubicar dónde sería más fácilmente probable hallar vestigios cercanos a la superficie. Sabía que los cimientos de los edificios nuevos habrían destruido todo lo que hubiese quedado de los viejos tiempos. Era consciente, también de que en la periferia de la ciudad lindante con el campo, y en especial a orillas de los ríos, podría hallar material más factible de exploración, pero no era esto lo que le interesaba. Su objeto de estudio no se hallaba en los tiempos remotos de la humanidad, que podrían encontrarse en los hallazgos de “tierras cocidas” como las llamaba Ameghino, sino en tiempos muy recientes, y que sin embargo habían desaparecido. Sin embargo, estaba convencido que él era uno de ellos, que esos hombres de generaciones anteriores no eran distintos de los actuales, con sus gibas a cuestas y sus cuerpos torcidos por la artrosis. No eran consecuencia de la selección de las especies, sino producto de la acción del hombre sobre los otros hombres. Algunos filósofos han llamado a las guerras instrumentos de la selección natural, lo mismo que las grandes epidemias o las catástrofes naturales. Pero Roger no podía estar de acuerdo, la selección que hace la naturaleza está basada en la capacidad de sobrevivencia de una especie frente a los cambios geográficos, sean éstos geológicos, climáticos o económicos, incluyendo en estos últimos, los alimenticios, los métodos de cultivo y producción, consecuentes al desarrollo de la cultura. Si la civilización misma puede ser llamada un medio de selección natural, entonces todo era válido para la muerte o la explotación de los hombres. Pero la civilización implica conocimiento y sabiduría, y ésta trae consigo el desarrollo de la sensibilidad. La misericordia, por lo tanto, es una forma más de la compasión y del amor. La selección natural puede ser fría y cruenta, pero nunca injusta. Tiene ingenuidad, pero no ignorancia.

     Luego, comenzó por las casas de familia de los barrios más viejos. Recorrió las calles desiertas, con troncos de árboles petrificados en las veredas, que alguna vez dieron sombra a las calles empedradas con adoquines y sobre las veredas de baldosas acanaladas en las que los vecinos se sentaban a leer en las siestas de verano, o tomar mate y bizcochos de grasa al caer la tarde. Eran imágenes que le llegaban de la memoria con las frases que le había contado su padre, que a la vez las había oído del abuelo Roger. Y como si cada nombre transmitiera los conocimientos a su herencia, él ahora podía ver esas escenas domésticas en las calles de La Plata. Alcanzaba a escuchar el murmullo del viento entre las copas de los árboles de las veredas, el canto de los gorriones, el sonido de las hojas de los libros al voltearse una tras otra, y hasta la respiración entrecortada de los hombres viejos que se dormían con la modorra de la siesta. Escuchó, también, el ladrido de los perros haraganeando por las tardes, pero los animales que ahora veía no eran los de su imaginación, sino reales. Perros blancos y bajos, de patas y hocicos cortos y sin orejas. Era un par que se acercó a él mientras caminaba, y cuando se detuvo frente a una casa, en la cual pensaba comenzar a trabajar, ellos se pararon frente a él, con las cabezas levantadas, husmeando el aire en busca de su olor, pero con los ojos sin vista. Se preguntó cómo habrían sobrevivido, tal vez debía haber gente en la ciudad. Quizá, en algún momento los encontrara, pero por ahora debía trabajar, y esos animales parecían impedírselo. Eran perros extraños, como vestigios de tiempos remotos, restos vivientes que han sobrevivido a todo intento de destrucción. No porque alguien hubiese intentado conservarlos, sino precisamente porque fueron mantenidos al margen, escondidos y olvidados en algún sitio de la ciudad, vieron pasar los tiempos y los hombres. Y ahora aquí estaban, más que contrariándolo, estudiándolo con su infalible olfato.

     Entonces Roger avanzó unos pasos hacia ellos, sin casi mirarlos, dirigiendo su vista hacia la puerta de la casa que había elegido. Los perros se apartaron de su camino, sin reticencias ni temor, porque él tampoco los tenía ya, o por lo menos intentó disimularlos. Sabía que lo seguían hacia su entrada a la casa. Penetraron con él en el salón principal de una casona señorial, estilo inglés victoriano. Dentro, los muebles estaban casi intactos, las porcelanas aún detrás de los vidrios tallados de las vitrinas, los jarrones en sus pedestales junto a los rincones, y una estatua delicada de mármol blanco en una esquina que llevaba hacia la escalera. Sobre la mesa del comedor había un mantel de puntillas blancas y borlas en sus cuatro vértices, colgando de los bordes de la mesa. Las sillas, de patas esmeradamente trabajadas con figuras dóricas, estaban como apartadas a propósito para próximos visitantes que nunca llegaron. En el cielo raso había una araña de cristal y múltiples portalámparas vacíos de los que colgaban lágrimas de cristal que la mano de Roger hizo sonar como campanillas. Los perros se excitaron con aquel sonido, ladraron y luego callaron, respetuosos, sentados a su lado como si ahora le ofrecieran veneración.

     -¿Quiénes son ustedes?- dijo Roger en voz alta, mirándolos, sabiendo lo absurdo de su pregunta, pero hacía tanto que no hablaba con nadie, que algo vivo y pendiente de su atención le resultaba de sobremanera estimulante.

     Los animales giraron las cabezas con atención, movieron las colas, en realidad los cortos rabos que tenían, y sus bocas se abrieron con cierta alegría. Era eso lo máximo que sabían expresar, o que estaban dispuestos a conceder al nuevo visitante. Luego Roger comenzó a hurgar en los cajones de cada armario de esa casa, en cada habitación, bajo las tablas flojas de los pisos, detrás de los cuadros y pinturas. Halló cajas fuertes para siempre cerradas, billetes escondidos bajo las camas. Cofres con recuerdos, papeles, documentos, cabellos largos en un cofrecito de metal, porta retratos vacíos, pero algunos mostraban a los antiguos habitantes con las típicas jorobas de los últimos tiempos. Fue una tarea que duró casi una semana, registrando cada hallazgo importante en su libreta de apuntes, en la misma que había clasificado los sectores de la ciudad. Cuando terminó, fue en busca de las herramientas que había visto en el galpón posterior de la casa, las que utilizaría durante los siguientes doce meses. Agarró una pala y una azada, y comenzó a cavar en el jardín, al azar. Los perros se agolparon a su alrededor, excitados, y Roger les habló para tranquilizarlos. Dejó la pala por un momento, y les acarició la cabeza a ambos. Se sentaron, más serenos, y luego recomenzó la labor, sin dejar los perros de estar atentos a lo que hallara. Cada palada de tierra era motivo para el ir y venir de los animales, que lo olían todo, y fue esto una gran garantía para Roger de que no pasaría por alto nada importante.

     Era consciente de estar haciendo algo que su familia no habría aprobado en su estricta cientificidad, pero los tiempos eran otros. Lo que él hacía no tenía gran metodología, y únicamente se guiaba por una lógica elemental y la intuición, porque nada más había podido aprender, y por lo tanto nada más tenía. El trabajo fue costándole cada vez más esfuerzo, hasta que el peso de su giba lo hizo detenerse y sentarse en el suelo, junto a la tierra apartada y el pozo no muy profundo que había logrado hacer. Los animales se le acercaron y se acostaron a cada lado.

     -Si pudieran hablarme…-dijo, y ambos dirigieron sus cabezas hacia el origen de su voz.-Sé que ustedes saben lo que busco.- Ellos no contestaron de ninguna forma. Volvieron las cabezas al suelo, ente sus patas, y gimieron muy subrepticiamente durante un largo rato, todo el tiempo que duró el descanso de Roger.

    La noche se adentraba en el firmamento, por sobre la ciudad, y la sombra de la tarde se oscurecía tan rápidamente como no había visto en mucho tiempo. El olor del campo llegó con el viento que se levantó, suave pero aromático. Los perros se levantaron y se fueron hacia la calle. Algo los llamaba, tal vez sus congéneres, porque sin duda debía haber muchos más, o quizá gente a quienes ellos conocían. Entonces se levantó y corrió hacia la calle para seguirlos, pero no pudo hallarlos. Habían desaparecido junto al nacimiento de la noche, como engullidos por la calles adoquinadas. Regresó al jardín y continuó cavando, hasta que se quedó dormido.

     En la mañana, despertó en el hoyo que había abierto, llenas de tierra la ropa y las manos. Tenía hambre, así que sacó los víveres que había hallado en un almacén repleto de latas en el centro de la ciudad. Bebió de la cantimplora que llenaba regularmente de los tanques de las casas. Alguien habitaba en la ciudad, porque el suministro de agua corriente continuaba funcionando, ¿por qué no se contactaban con él? Sólo los perros se le habían acercado, casi como mensajeros. Se lavó la cara y comió algo sentado a la mesa de la cocina que olía a madera vieja. Salió para continuar su trabajo. Halló juguetes enterrados, huesos para perros, latas oxidadas. No sabía qué más esperaba hallar, creía tal vez que con sólo excavar unos metros podría encontrar los restos fósiles del hombre de Neanderthal. Se permitió una carcajada sarcástica, porque para él, hallar vestigios del hombre sin joroba era tan difícil como para sus antepasados el encuentro de los fósiles más remotos. El minucioso trabajo del olvido había sido demasiado eficaz, y por eso de detuvo, con los brazos apoyados en el mango de la pala, descansando el peso de su cuerpo sobre ella. El dolor era extremo, y no estaba preparado para ese trabajo. Qué cuidadoso plan habían llevado a cabo los creadores del nuevo hombre. Una giba como la que todos llevaban, hacía imposible toda labor, excepto la sumisión.

     Desde entonces, fue de casa en casa, alternando antiguos locales de comercios en los que hallaba restos de una civilización que no había conocido. Leyó documentos antiguos, leyes sobre comercio y habilitación municipal, alquileres y ventas de inmuebles, partidas de nacimiento y defunción, remedios para viejas enfermedades, jeringas de vidrio, ampollas con medicamentos. Pero ninguna foto de los hombres erguidos, como si una ley hubiese decretado que de una día para otro nadie debía ser fotografiado. Trató de hallar tal documento en los registros de los tribunales. Entró en el edificio principal, semiderruido, avanzando entre los pasillos y las escaleras que hacían sonar sus pasos con ecos remotos, mientras los perros, los mismos u otros, no importaba, lo seguían, sentándose a sus pies mientras revisaba archivo por archivo en los polvorientos anaqueles que se derrumbaron uno tras otro a medida que él intentaba sacar las carpetas y folios. Leyó registros de juicios, castigos penales, nombres de hombres y mujeres destinados a las cárceles. En uno de ellos encontró lo que buscaba, y de pronto las piezas del rompecabezas desordenado en su mente se fueron armando y adquiriendo la lógica que reclamaba como el aire mismo para vivir. Había una carpeta exclusivamente para los casos de violación de la ley que decretaba la pena de reclusión perpetua para los delincuentes. Las cámaras fotográficas fueron abolidas, todo el que poseyera  alguna debía declararla para ser destruida por las autoridades.

     Ese fue el primer gesto de una gran epopeya, de una guerra que fue minando la voluntad humana. Luego vendría la falta de instrucción, las leyes restrictivas en salud pública, la obligatoriedad de los exámenes periódicos psicológicos y físicos. La rebeldía de los violentos fue dominada por narcóticos primero, y luego por el gran hallazgo de las operaciones preventivas. La aparición de la giba ya no hizo más necesario todo esto. Su misma presencia constituía un peso  insoportable, y toda la vida fue desde entonces una veneración al dolor que ella provocaba.

     Cuando había pasado casi un año, un día siguió a los perros, porque estaba convencido de que había otros seres humanos en la ciudad. Varias veces lo intentó, infructuosamente. Si no desaparecían en la oscuridad, hasta no hallar de ellos ni siquiera el olor que los caracterizaba en las calles, huían escabulléndose sin rumbo preciso, y entonces Roger abandonaba la persecución, cansado y sin saber a cuál de todos seguir. Una tarde, sin embargo, siguió a un par de perros durante más de tres horas. Debió tener infinita paciencia, mientras ellos iban de casa en casa, buscando comida, encontrándose con otros animales, husmeando esmeradamente veredas y paredes. Era ya casi la caída de la tarde, y estaban en un barrio periférico, cercano a una de las rutas de acceso abandonadas. Había pocas casas, y los perros continuaban caminando distanciándose uno de otro sólo para oler el asfalto poceado y los pastizales de las cunetas. Debían haberse dado cuenta que él los seguía, ya que no había casi reparos donde esconderse, y su olfato era exquisito. Pero no le hicieron caso, tal vez confiaban en que su paciencia se agotaría de un momento a otro. Así estaba por hacerlo cuando el sol comenzaba a caer sobre un edificio de tres plantas, extenso, que ocupaba casi toda una manzana. Al principio le pareció una dependencia gubernamental, ya que tenía una entrada de altas escaleras y un arco románico sobre la puerta principal, y todo el resto eran ventanas en los tres pisos que se extendían hasta las esquinas, y cada una de ellas tenía una ojiva superior y barandas ornamentadas. El estado general era desastroso, con algunos balcones derruidos, ornamentos caídos sobre el suelo, como fragmentos de querubines o gárgolas sobre el pasto.

     A medida que se fue acercando, ya no hizo caso de los perros. Tal vez habían desaparecido en aquel edificio, muy probablemente. No pudo dejar de sentirse fascinado por ese lugar. Tenía el aspecto de una nobleza en larga y estrepitosa decadencia, si no ya muerta hacía mucho tiempo. Pero la arquitectura le sugirió sensaciones incongruentes, porque sus conocimientos eran librescos y no guiados por la experiencia ni por una mano experta. Sobre la entrada había un friso con una frase escrita en latín, ahora para siempre indescifrable, y encima una enorme águila de concreto, con las alas extendidas pero rotas. Estaba algo oculta por las plantas que habían crecido en el techo, alrededor del ave, y por dos vasijas de concreto que la secundaban a varios metros a cada lado. Roger se detuvo al pie de la escalera, alzando la vista lo más que pudo. El pico del ave estaba roto, también, y no tenía ojos, pero el cuerpo, la cabeza y las alas, aunque partidas, le daban un aire de poder que aún a pesar del ignominioso estado en que la habían dejado los años, provocaba inquietud.

     Tuvo un breve destello de imágenes documentales alguna vez vistas en los viejos videos que su padre había heredado de los archivos del abuelo. Hizo memoria mientras subía lentamente las escaleras, y fue como si esos mismos peldaños le hablaran cuando recordó de qué se trataba. Vio una explosión: el derrumbe de la esvástica nazi de uno de los edificios berlineses al fin de la Segunda Guerra Mundial en el siglo veinte. Su padre le había hablado algo de otra esa época, como si fuese una vieja leyenda de ancestrales controversias religiosas. Pero esto no significaba para él más que viejas historias con que se entretenían sus días de infancia o adolescencia. Se detuvo para mirar una vez más hacia arriba, y esta vez pudo leer justo sobre la puerta de metal, una puerta giratoria grande, de vidrios rotos, un cartel que decía: “Hotel Águila”. Ya por lo menos sabía qué encontraría en el interior, no los restos de oficinas y dependencias oficiales, sino pasillos, huecos de ascensores, incontables habitaciones, salones restaurantes y de juegos, porque sin duda aquel hotel debió estar destinado a la población más económicamente pudiente de la sociedad de entonces.

     La puerta giratoria está trabada, y la empuja inútilmente. Descubre que a los lados hay dos entradas con puertas de madera. Entra por la de la derecha, al gran vestíbulo central. Las alfombras estás carcomidas en partes, como charcos o lagunas secas. El mostrador de recepción sigue casi intacto, por supuesto polvoriento pero no tanto como cabría esperarse por el tiempo que él supone abandonado el lugar. Los casilleros con el número de las habitaciones siguen sobre la pared tras el mostrador. Casi todos vacíos, salvo algunas llaves que aún cuelgan muertas. Hay algunas cartas en el hueco de unos pocos casilleros, y una curiosidad impostergable lo hace caminar hacia allí y recogerlas. La junta entre sus manos y palpa el papel, y piensa en los libros de la biblioteca paterna. En los sobres hay destinatarios y remitentes de nombres desconocidos, las cartas están cerradas. Va a abrir una, pero lo sorprende una voz humana, la primera que escucha en casi un año. Y piensa, por un instante, que está soñando, que su personalidad se ha desdoblado concretamente en una especie de clon con el que su imaginación ha hablado durante todo ese período. Se da vuelta, mirando alrededor, dispuesto a aceptar su temporal psicosis, y entonces ve a un hombre joven parado delante del mostrador.

     -La correspondencia de un hombre es privada, señor- dijo la voz.

     Cuando vio el cuerpo del que provenía, Roger sintió una especie de disociación. No respondió hasta sentirse seguro y serenarse, pero un vértigo lo hizo soltar las cartas y sujetarse del mostrador. Sabía que estaba mal alimentado desde hacía mucho tiempo, y que había bajado de peso más de lo conveniente. Una barba espesa cubría su cara delgada, larga casi hasta cubrirle el pecho hundido. La giba le pesaba más que en todos los años de su vida.

     Cuando se recuperó del vértigo, alzó la vista por sobre el mostrador. Apoyó una mano sobre un libro de folios abierto, con viejas firmas, cuyas hojas se estrujaron y se rompieron. Miró un poco más arriba, porque sólo veía el pecho del hombre. Ahora estaba junto a él, ayudándolo a no caerse, y fue entonces cuando descubrió la altura del joven que ahora intentaba decirle algo que Roger no escuchaba porque aún tenía los oídos cerrados y se sentía pálido. Sintió la fuerza del cuerpo que lo ayudó a no caerse, llevándolo hacia uno de los sillones del vestíbulo. Se dejó caer, y la sangre le volvió a la cabeza, serenándolo, sintiendo que los latidos de su corazón establecían su ritmo habitual.

     Sabía que la impresión recibida tan tristemente por su cuerpo no era por encontrarse con alguien después de un año, sino por el aspecto del hombre a quien había visto. Ese hombre no tenía joroba.

     -Sé el motivo de su sorpresa- dijo el otro, viendo a Roger recuperarse con lágrimas que no caían aún, y que intentaba mirar tras su cuerpo.

     -Pero…-comenzó balbucear como un niño tremendamente confundido.

     -¿Cómo comenzar a explicarle, señor…?

     Roger esperó, y se dio cuenta que el otro aguardaba que le dijera su nombre. Tal gesto de cortesía lo hizo avergonzarse de sus modales, que hasta entonces para nada le habían parecido extraños, y al encontrarse de pronto en ese sitio y con tal hombre, le resultaron propios de un salvaje.

     -Me llamo Roger Levi, he venido a la ciudad hace más de un año explorar. Soy antropólogo, o por lo menos a eso me dedico.

     El hombre lo miró con curiosidad.

     -Creo haber escuchado su apellido, o haberlo leído en alguna parte. ¿Sus padres han escrito libros?

     -Muchos, más bien mi abuelo y bisabuelo. ¿Pero cómo lo sabe?

     -Los míos guardaron una buena biblioteca en este hotel, y en los viejos periódicos hay noticias de hallazgos a nombre de investigadores de tal nombre. Incluso hay alguno que fue enviado en misión espacial alguna vez, si mal no recuerdo.

     Roger Levi miró a ese hombre como si estuviese contemplando la historia entrañable de un mundo desaparecido. Cuando escuchó la existencia de la biblioteca, sus ojos brillaron, y preguntó por ella.

     -Ya no está- le dijo el otro.- Los del estado vienen de tanto en tanto para controlarnos, y por supuesto la han destruido hace mucho tiempo.

     -No entiendo nada de esto, el lugar, usted…- y preguntó, como temiendo que la respuesta fuese a destruir su cordura- ¿acaso hay más cómo usted?

     -Solamente mi esposa y yo. Somos descendientes de antiguas familias de la ciudad. Nuestras generaciones anteriores fueron las primeras que se revelaron frente a la ley de las operaciones. En realidad fue el bisabuelo de mi esposa el que lideró el grupo en la ciudad. Gustavo Valverde se llamaba. Tanto él como sus amigos y vecinos, entre los que estaban mis antepasados… A propósito, no le he dicho mi nombre, Rodrigo Casas. Nos han dicho, nuestros padres, que tanto yo como Rosa, mi mujer, llevamos los nombres de algunos de nuestros ancestros. Es una costumbre trivial y que importa poca originalidad, a simple vista, pero que tiene connotaciones más profundas…

     -Como que nosotros cumplimos ciclos…

     Casas lo miró a los ojos, y asintió, sonriendo.

     -Así es, veo que en su familia ha ocurrido lo mismo. A ver si logro explicarle, nuestras familias se escondieron a partir de la promulgación de la ley, y lograron sobrevivir una generación sin ser descubiertas. Mientras tanto, la ciudad era destruida y saqueada de sus recuerdos, de todo vestigio del pasado. Pero hace más de cincuenta años, cuando nos creíamos a salvo definitivamente, los perros que debe haber visto, hicieron que nos descubrieran. Eran, en realidad, nuestros aliados al principio. Los Valverde tenían una conexión especial con ellos, hablo de los hombres de la familia, no las mujeres. Ellas siempre se llevaron mal con esos animales. Pero cuando los contingentes de policías hacían razias en la ciudad, persiguieron a los perros, y ellos se escondieron donde acostumbraban, y este hotel era uno de esos lugares. Así fue que nos encontraron e intentaron llevarnos a Buenos Aires y reprimirnos. Nos hicieron sentir como deformes frente a sus cuerpos débiles y torcidos, sólo poderosos por las armas que portaban.

     Roger bajó la vista, y Casas pidió disculpas.

     -No tiene importancia-respondió.-Yo también pienso lo mismo de nosotros, por eso estoy aquí, buscando pruebas de cómo fuimos…

     -No fue fácil para nosotros mantenernos. Éramos muchos, así que los que fueron dominados en Buenos Aires solo eran una parte de todo el grupo. El resto permanecimos en los sótanos del hotel. Estuvimos cerca de treinta años encerrados, hasta que el estado se olvidó de nosotros, y entonces volvimos a las habitaciones. Es usted el primer hombre que vemos en muy largo tiempo, e incluyo a mi esposa cuando lo conozca. Piense que lo que acabo de contarle es de los tiempos de mis padres. Nosotros hemos nacido cuando quedaban no más de seis de nosotros. Los más viejos han muerto, y sólo quedamos mi Rosa y yo.

     -Pero eso es lo que he venido a buscar, la prueba de una posibilidad. Mi mujer, Sara, y yo, queremos tener un hijo, y siempre aborrecí que naciese como nosotros. La gran mayoría de la población ignora lo que se hace en la cuarentena del postparto. Piensan que los humanos nacemos deformes, y esta giba que llevamos se la considera normal. Si los vieran a ustedes, tal vez se asustarían.

     Casas se rió.

     -Nosotros también somos ignorantes de lo que sucede más allá de los límites de la ciudad. Los perros son casi los únicos seres vivientes que hemos visto vemos en casi tres décadas, y se han vuelto contra nosotros. Desde la última razia, es como si los animales fuesen los representantes, o vigilantes del estado. Los Valverde, a quienes casi obedecían, han desaparecido, y ni Rosa ni yo podemos controlarlos.

     -Pero su existencia- dijo Roger, de pronto entusiasmado, sujetándose de los brazos de Casas como si estuviese a punto de naufragar en ese gran sillón como en un mar de descubrimientos.-Ustedes representan la persistencia de nuestra especie, de la verdadera estructura de nuestro cuerpo.

    Casas se quedó pensativo.

     -¿Cuál es la verdadera forma de nuestro cuerpo, señor Levi? Usted debe saber que nuestros antepasados homínidos eran diferentes a nosotros, éramos primates, acostumbrados a la vida en los árboles, nuestra cráneo era distinto, nuestra cara, el largo de nuestros brazos, la función de nuestros pies, incluso. Lo que el estado hace tal vez sea una forma más de selección natural.

     Y como si ese hombre hubiese estado leyendo los pensamientos que a Roger lo habían obsesionado los últimos meses, continuó escuchándolo.

     -La evolución del hombre se llama civilización, todo lo que hacemos es parte de la cultura humana, no solo construcciones arquitectónicas, como este hotel, o las grandes invenciones, sino también la muerte y la destrucción. Esto también es cultura, pero no civilización. Tal vez estamos regresando al principio, y no ustedes, sino nosotros, los que ya somos viejos.

     Roger no comprendía cómo la belleza de ese hombre podría ser llamada vejez. Si así era, todo vestigio del pasado entonces era más bello que todo lo que podría ser creado o inventado desde ahora. La belleza de las alfombras, en cuya vejez veía hermosas figuras, las arañas que colgaban del cielo raso, los frisos que no habían podido ser destruidos del todo, la exquisita suavidad de esos sillones, que por su supuesta trivialidad, habían sido olvidados en la obra de saqueo y destrucción.  Todo eso veía en los pasillos por los que Casas lo conducía ahora, subiendo dos tramos de escaleras de mármol, cuyas grietas eran resabios de muy antiguas culturas, vislumbrándose restos de estatuas en la imaginación, como residuos que destellaban en la memoria colectiva de la humanidad. En los pasillos del tercer piso, se conservaban más reliquias salvadas. Sillas de terciopelo, mosaicos que formaban dibujos ornamentales en el piso, pinturas en los cielos rasos, puertas de madera con llamadores de bronce moldeados y números de formas góticas. Todo mostraba un esplendor apagado y envejecido, pero la belleza no podía morir del todo. Y tal belleza ahora le resultó una inevitable, una indisputable verdad.

     Casas lo llevó hasta la puerta de la habitación en cuya puerta había un número incompleto. Abrió y encendió la luz. En la cama había una mujer acostada, tapada hasta el cuello con las sábanas. Dormía.

    -Ella es Rosa. Está moribunda desde hace meses. Estaba embarazada a principios de este año, pero un día los perros la atacaron y la mordieron. Yo hice lo que pude. Utilicé los viejos vademecums del bisabuelo Valverde, pero la infección le provocó una septicemia que le hizo perder a nuestro hijo. Ya no podrá tener más, y de todos modos en cualquier momento va a morir.

     Rodrigo Casas miró profundamente a los ojos de Roger Levi.

     -La historia se repite, es cíclica, así que no se sorprenda de nuestra regresión. Consuélese pensando que nosotros, a quienes ve como ideales, somos los que debemos extinguirnos.

     Cerró la puerta, y fue como si se la cerrase para siempre a él, Roger Levi. Fue cuando supo que debía salir de la ciudad, y regresar a donde estaba Sara.

 

 

 

5

 

Ella se da cuenta que las drogas están haciendo efecto en su organismo. Siente cómo imágenes improcedentes se van filtrando en su conciencia, hasta dominarlo todo. Pero las fuerzas traumáticas siguen siendo intensas, y regresan en largos fragmentos de flashbacks. Y con los recuerdos recientes, que ya tienen el sabor y el aroma de lo viejo, el olor de los medicamentos de un hospital para enfermos mentales, llegan las ideas claras que la habían guiado durante los meses del embarazo, hasta convertirse en obsesiones.

     Se sienta en la cama en la habitación blanca, atados sus brazos con una camisa de fuerza. No intenta desprenderse ni evadirse, sabe que pronto no será necesario que la tengan atada. Ha visto el resultado de esos tratamientos. Debe estar ahora, como lo estuvo su abuela varios años antes, en el Centro de Rehabilitación Intensiva Psicológica. La dejaban verla en las horas de visita, únicamente a través de las imágenes del monitor. La abuela estaba senil, dijeron los médicos, pero lo que Sara había sufrido era lo que llamaban stress post-parto. Ya no era tan frecuente como en otras épocas, pero se solía presentar de vez en cuando, sobre todo en mujeres razonadoras y obsesivas como ella, que no se dejaban llevar por la corriente del sentido común. Habría querido preguntar a qué llamaban ellos de tal manera, al doctor Farías, especialmente.

     Él había entrado casi todos los días a ese cuarto desde que la había encerrado. Hablaba con ella antes y después de inyectarle su medicación diaria. La voz del viejo, honda y cascada, se iba transformando en una suave y lenta voz de barítono para sus oídos dominados ahora por la creciente dosis de la droga del olvido.

     -¿Qué me está dando, doctor?- había preguntado ella en el tercer o cuarto día de medicación.

     El doctor Farías le había sonreído desde su paraíso terrenal, a leguas de distancia, aunque sentía el contacto de su mano aún sobre su brazo adormecido.

     -Un cocktail, Sara.

     -Lo imagino, doctor, la hace a una sentirse bien, de alguna manera, también, la hace a una no sentirse, inclusive.

     El médico esta vez se había reído con fuerza.

     -Sara Levi, usted es una mujer muy fuerte, es difícil luchar contra su temperamento. En mi época se las llamaba a las mujeres como usted una mujer inteligente.

     -¿Y qué quiere decir eso, doctor? ¿Qué las mujeres fueron hechas sólo para el sentimentalismo y la obediencia?

     -Deje de pensar, Sara, déjese llevar.- Y puso sus manos sobre los ojos de ella, ayudándola a recostarse, serenándola como un viejo padre preocupado.

     Cuando escuchaba cerrarse la puerta, ella volvía a abrir los ojos, viendo únicamente el techo blanco y las paredes sin ventanas. ¿Qué hora sería, qué día? ¿Han pasado semanas desde el parto, o apenas unos días? Se pone a llorar, una vez más, recriminándose su fracaso, ese estruendoso fracaso en salvar a su hijo del destino que le tenían preparado. No lamenta su muerte, y eso es lo más grave de todo, se dice, y sabe que los demás en ese hospital, y lo que toda la sociedad le recriminará cuando salga, si alguna vez la dejan salir, es eso en particular. No el motivo por lo que lo mató, sino el hecho del no arrepentirse. Ahora más que nunca, está rotundamente segura que si no le daba a Roger un hijo de espaldas rectas, no le daría ninguno.

     Como en una guerra, no importaban las vidas en particular, sino en general. Y la vida de ese hijo representaba un nuevo comienzo. Ella y Roger eran la Eva y el Adán del nuevo mundo. Huirían juntos a esconderse hasta que Roger regresara y los buscase. Juntos, entonces, los tres, en el nuevo Paraíso, recomenzarían la historia. Un nuevo ciclo emprendido, y lo que trajesen los siglos ahora no importaba, esa sería tarea de las siguientes generaciones.

     Sin embargo, todo había sido perdido. La esperanza era un símbolo echado al barro, y el fracaso una bandera flameando triunfante al viento en su estandarte. La guerra perdida para siempre, porque ella no tuvo la fuerza y la inteligencia para huir, pero se reconocía a sí misma la intensa valentía del último momento. Había perdido la guerra, es verdad, pero había ganado por lo menos una batalla, quizá la más importante para ella y Roger. Y lo había hecho por ambos.

     Luego, por efecto de las drogas, tal vez, se sumergía en una inmensa tristeza como un enorme mar borrascoso que la conducía en una endeble barca hacia las regiones de la desesperación. Lloraba y se quejaba a gritos, dando vueltas en la cama, hasta caerse al piso a veces. Lamentaba su fracaso, y la figura encorvada de su esposo venía desde lejanas tierras para increparla y culparla. No por haber matado al niño, sino por no haberlo rescatado del crimen que planeaban contra él. La muerte era misericordiosa, en tal caso.

     Pero lentamente, la droga del olvido fue haciendo efecto, y los períodos de tranquilidad se hicieron más largos, y ya no pensaba, literalmente no pensaba en nada más que en lo que le estaba sucediendo en el preciso instante presente. Si tenía hambre, si tenía calor o frío, si tenía necesidades fisiológicas que una ridícula pudibundez le hacía mencionar con timidez cuando entraba la enfermera a la habitación. La cámara en un rincón superior del cuarto la estaba observando, y no requería Sara más que levantar la vista y mirar hacia allí. Ellos entraban, tarde o temprano, para ayudarla.

     Un día le quitaron la camisa de fuerza, la vistieron y la llevaron por los pasillos del hospital hasta la calle. En un auto, recorrieron lugares que no recordaba, pero debía ser la vieja ciudad en la que siempre vivía, la antigua Buenos Aires de los edificios arruinados, sobreviviendo como mastodontes sobre las manzanas urbanas. Se estacionaron frente a las altas escaleras de un edificio donde debían estar los tribunales. La condujeron caminando por otros pasillos, esta vez oscuros, olientes a humedad, donde los ecos resonaban en sus oídos con extrañas formas palpitantes. La culpa le llegaba en oleadas, como si fuesen monstruos particulares estancados en esos pasillos por donde tantos habían pasado para ser juzgados, y en cada nuevo recién llegado, reconociesen a un compañero extraviado que venía a ayudarlos en su soledad. Porque por más que fuesen cientos o miles, cada culpa era una especie solitaria, muda o vergonzosa, hastiada de la espera e incapacitada para redimirse a sí misma.

     Entró a la sala de audiencia, enorme, vacía excepto por el juez que la aguardaba detrás de un escritorio. Un escribiente estaba frente a una computadora, transcribiendo lo que allí se diría. Un abogado, el de oficio, comenzó a hablar, repitiendo los sucesos de los cuales se la acusaba. El juez leyó en sus escritos sin levantar la vista hacia nadie en ningún momento de todo aquel proceso. Cada sonido de papel, de botón pulsado en el tablero, de cada pisada sobre los añosos pisos, del crepitar de la madera del escritorio cuando el juez se acodaba, todo resonaba en el aire, constituyendo una forma más del mundo que iría a sumarse a su memoria reciente. Todo lo anterior estaba tras los muros del olvido, las altas paredes que la medicación había formado en su mente.

     No escuchó ni entendió lo que allí se dijo. De pronto, escuchó un martillo resonar brusco y sentencioso, y luego la llevaron de vuelta por los pasillos hacia la calle. Una vez en el auto, luego de muchas cuadras, empezó a reconocer el barrio en el que alguna vez había vivido. Por qué razón recordaba eso y no otras cosas que intuía estaban ahí todavía, en su mente como una carga permanente, no estaba segura. En ese lugar había sido feliz, donde había pasado su infancia y donde había conocido a Roger y vivido con él. Tal vez por eso se lo habían dejado recordar, y porque ahora allí la dejaban, para vivir sola, en espera de su regreso.

     Le abrieron la puerta del auto, la ayudaron a bajar y la llevaron hasta la puerta de su casa. No necesitaban hacerlo, ella reconocía cada centímetro de esa vereda. El cordón roto para subir el auto que ya no tenía, el árbol truncado a unos metros de la puerta, la misma puerta de madera con aldaba de bronce, ya pegada y que no funcionaba más que como adorno, el buzón del correo junto a la puerta, oxidado e inservible. Una vieja casa de barrio, casi una casona como correspondía a la familia Levi, famosa en el lugar por sus estudios y su renombre en la cultura del país. De todo eso, ella era la única que quedaba.

     Abrió la puerta con la llave, que no recuerda cómo conservó durante tanto tiempo fuera de casa, pero la halló en el bolsillo de la cartera donde la guardaba siempre. Un acto automático como todos lo que emprendería desde ese momento. La acompañaron hasta el interior de la sala del comedor, la ayudaron a sentarse en la misma silla de siempre. Pasó una mano sobre la mesa llena de polvo, mirándose los dedos ahora sucios.

     -Me pondré a limpiar- dijo -Roger está por venir.

     Entonces, quienes la acompañaron, un enfermero y un empleado del tribunal, supieron  que ella estaba bien, y lo estaría por mucho tiempo. Pero para asegurarse de esto, le dijeron:

     -Vendremos una vez por semana para entrevistarla, señora Levi. Simple rutina a que nos obliga la ley. Usted no se preocupe, tome su medicación y todo estará bien.

     Sara los miró, interrumpiendo el ademán que había hecho para levantarse, haciendo memoria de dónde había dejado los enseres de limpieza. Sonrió, mostrando una serenidad que los tranquilizó. Ellos se fueron cerrando la puerta, y ella pasó el cerrojo interior. Los observó por la ventana mientras el auto se alejaba. La calle estaba casi desierta todavía. Eran las diez de la mañana, comprobó al observar el reloj pulsera que le habían devuelto. Todo había sucedido muy temprano, la salida del hospital y el trámite en los tribunales, que no debieron durar más de quince minutos. El barrio, sin embargo, estaba demasiado tranquilo. Reconoció las casas de enfrente, cerradas con tapias sobre las ventanas. Un perro recorría la calle, oliendo en la vereda justo enfrente. Sara abrió la ventana y lo llamó. El animal levantó la cabeza y pareció mirar hacia donde ella estaba asomada. Una brisa fresca le alivió el leve calor que comenzaba a sentir en el aire. Estaban al final de la primavera o comienzos del verano, quizá. Había olvidado preguntar, ya se fijaría en un almanaque, o encendería el televisor. Pero ahora le llamaba la atención aquel perro. De lejos, parecía mirarla, pero tenía ojos pequeños. Ella volvió a llamarlo, silbándole. El animal entonces cruzó la calle y se arrimó a la ventana. Sara se dio cuenta que tenía los párpados semicerrados sobre dos ojos atrofiados y ciegos.

     -Pobre perrito-dijo, enternecida. Dejó la ventana abierta y fue hasta la puerta, volvió a abrirla y el perro ya estaba delante.

     -Vamos, no te quedes afuera. Te daré de comer- pero no sabía por qué dijo esto, si no debía haber nada en la heladera. El tiempo de su ausencia insistía en presentarse a su memoria, pero ella actuaba y decía cosas como si nunca hubiese pasado un largo lapso en los hospitales.

     El perro entró, contento, pero no podía mover la cola que no tenía. Lo hizo ir hasta la cocina y le ofreció una fuente con agua que sirvió del grifo. Abrió la heladera, estaba llena de comida. Fue hasta el dormitorio, estaba toda su ropa, incluso la que había llevado al hospital. Ellos se habían encargado de todo, pensó, pero ese pensamiento le provocó un leve dolor, por eso lo desechó y comenzó a vivir en su casa como acostumbraba. La ropa y las cosas de Roger allí seguían. Le preparó algo al perro, esperando frente al horno eléctrico, parada con las manos sobre la mesada, la vista fija en algo incierto frente a ella, pensando en nada más que en los minutos que faltaban para la cocción. Cuando estuvo listo, el aroma delicioso excitó al animal que se abalanzó sobre el plato de comida. Sara lo observó contenta, tendría compañía hasta el regreso de Roger. Luego, cocinó algo para ella, una mezcla de lo que había servido al perro y otros ingredientes, ya tendría tiempo después. La verdad era que se sentía cansada, hasta quizá agotada, sin saber bien por qué. Fue hasta el comedor, puso la computadora sobre la mesa y la encendió. Mientras revolvía en su plato con el tenedor, sin ganas de comer en realidad, esperó que la pantalla mostrara la tradicional foto de escritorio en la que ella y Roger estaban juntos en su viaje de luna de miel. Estaban más jóvenes, es verdad, pero algo le extrañó. Ella no parecía reconocerse del todo. Se levantó y fue hasta el espejo de la sala, un gran espejo de cuerpo entero que al entrar había pasado por alto, como siempre, salvo cuando necesitaba revisar su peinado antes de salir. Estaba casi irreconocible, extremadamente delgada, el cabello recortado a lo varón, deslucido, y la cara demacrada, los ojos brillosos, las manos de dedos largos y huesudos. Se las llevó a la cara, preguntándose qué le había pasado para que se hubiese convertido en esa figura que observaba en el espejo. Comenzó a agitarse, y en seguida recordó el número de teléfono que le habían dejado sobre la mesa del comedor. Buscó, sin encontrarlo. Recordó que lo había llevado a la cocina, y lo halló en la puerta de la heladera, sujeto con un imán.

     Llamó a ese número, y sin saber con quién hablaba, preguntó qué había pasado.

     -¿Señora Levi? Tranquilícese. Mire la hora, Sara.

     Ella buscó con la vista en las paredes, debía haber algún reloj, estaba segura. Su vista chocó con un reloj de péndulo.

     -Soy el doctor Farías, Sara, no se preocupe, es normal que se sienta perdida. Dígame, ¿qué hora es?

     -Las doce y cuarto…

     -¿Dónde dejó las instrucciones, Sara?

     Ella pensó por un momento, y buscó en la cartera que aún seguía sobre la mesa del comedor, ahora junto al plato de comida abandonado y la computadora encendida. La pantalla marcaba ciento cuarenta y seis mensajes de Roger sin leer. Halló el papel y lo leyó en voz alta.

     -Muy bien, Sara. Se ha pasado quince minutos de su medicación. Tómela ahora mismo, y no se preocupe. Déjese llevar por lo primero que se le ocurra, Sara. No piense demasiado, es malo para su recuperación.

     -¿Pero que me ha pasado, doctor? No logro acordarme…

     -No ha pasado nada de lo que deba acordarse, Sara.

     Colgó el teléfono. Regresó frente a la computadora. Abrió los mensajes de Roger. Al principio no entendió de lo que hablaba. Eran cortos, lamentándose de que Sara no le respondiese. Luego, se interrumpían. Miró la fecha en la pantalla actual. Estaban en enero del año siguiente del último mensaje, y éstos empezaban en el año anterior, pero estaban borrados, si es que los había habido. Quiso recordar el motivo del viaje de Roger, pero no lo sabía con exactitud. En los mensajes preservados no se mencionaba.

     Pasaron algunos días, y llegaron visitas. Un día fueron los vecinos que se alegraron de verla luego de tanto tiempo. ¿Estaban al tanto de lo que le había ocurrido? Si así era, no preguntaron ni hicieron referencia a nada de eso. La ausencia era algo que había sucedido, y que ya había pasado. Nada de pensar en esas cosas, le había dicho el doctor Farías. Una tarde llegaron una mujer y un hombre de los tribunales. Se sentaron en el sofá, frente a ella, sentada en la silla del comedor, con las manos sobre su regazo. Le dijeron que tenía muy buen aspecto. Sara se llevó una mano a la cara, como comprobando, ingenuamente, tal aseveración. Ellos sonrieron. La felicitaron por haber hallado la compañía del perro. El animal vigilaba bajo la mesa, junto a los pies de Sara. Al escucharse mencionar, dio un gruñido no necesariamente amenazador. Un rato después se despidieron, y hasta el último instante, el hombre no dejó de echar escrutadores vistazos a cada rincón, y la mujer de observarla a ella en cada movimiento que hacía.

     Una mañana se levantó con algo en mente. Olía olor a pintura en el aire, y sin pensar fue en busca de los elementos para el comienzo de su tarea. Durante la noche había tenido sueños extraños, pero sin estremecerla, le habían dejado un sabor amargo en la boca al despertar. Un sabor como a plomo. Rápidamente había desayunado y corrido hacia el cuarto donde guardaba los elementos para pintar. Encontró la paleta con pintura reseca, que fácilmente removió con disolvente. Armó el atril en la sala, puso un lienzo sobre él, y se dispuso a buscar los pomos de pintura. Estaban todos secos. Le extrañó, se dijo con ironía, que la heladera estuviese llena y los armarios completos, y sin embargo se hubiesen olvidado de su pasatiempo favorito. Pero la misma ironía le hizo mal, provocándole náuseas. Debía evitar tales pensamientos.

     Salió de casa, acompañada por el perro. Era la primera vez que salía desde su regreso. Recorrió las calles automáticamente, hasta llegar al negocio correcto. Un hombre viejo la recibió con una amplia y sincera sonrisa.

     -¡Sara Levi! Alabado sea Jehová- dijo.

     Ella sonrió y respondió:

     -Amén, querido Elías. -Sus propias palabras pasaron por un breve momento de titubeo, pero pronto dejaron de inquietarla.

     -¿Dónde ha estado todo este tiempo mi discípula favorita?

     -Estuve enferma, Elías, pero ya estoy mejor.

     -Me doy cuenta, querida, estás muy flaca. Si viviera mi mujer, le diría que te preparara algo suculento y te lo llevara a casa.

     -No se preocupe, Elías. Vengo a renovar mis pinturas.

     El viejo se dio vuelta para revolver en los estantes tras el mostrador. Sara vio que llevaba una quipa sobre el escaso pelo canoso. Se preguntó si habría alguna sinagoga cerca, no lo recordaba, y le dio vergüenza preguntar. En estos últimos tiempos se estaba reencontrando con cosas de su infancia que había dejado de lado durante largo tiempo. Lo único que recordaba con precisión era el casamiento con Roger.

     El viejo eligió las marcas y los colores más adecuados para el estilo de Sara.

     -¿Y qué estás pintando ahora?- preguntó el hombre.

     Contestó que no tenía idea. Pero no confesó que no tenía idea de cuál era el estilo que él había mencionado. Se despidió y regresó a casa. El perro la había esperado en la puerta del negocio, y la acompañó fielmente de regreso. Ella le hablaba, mientras tanto, y él la escuchaba, sin duda, sin por ello de dejar su vigilancia de la gente que se cruzaba en el camino o en algo que olía en el aire.

     Esa misma tarde intentó comenzar. Se sentó frente al atril, con la paleta preparada sobre una mesita, el pincel en la mano derecha, y el perro sentado a un lado, como esperando. Ella lo miró, preguntándole:

     -¿Qué voy a pintar? Todo esto me parece familiar, pero no sé cómo empezar.

     Se le ocurrió entonces que pintaría un retrato del animal. Se entusiasmó con la idea. Mejor modelo no podría conseguir, el perro era de estarse quieto largas horas y de levantarse sólo para seguirla a ella. Hizo primero un esbozo, pero luego de varios intentos le salió tremendamente mal. Era posible que hubiese sido pintora alguna vez, se dijo, a juzgar por tan terrible resultado. Entonces, dejando el pincel sobre la paleta, se levantó y fue a la cocina. Tomó, distraídamente, una galleta del tarro de la alacena. Volvió frente al atril, pensando sobre el dibujo que había hecho. Arrancó la tela y colocó una nueva. Otra vez, se detuvo a pensar. Se sentó y tomó el pincel, ahora distraída, y de pronto se dio cuenta que era la mano izquierda. El retrato del perro esta vez salió prácticamente perfecto. No le llevó demasiado tiempo darse cuenta de que con esa mano el talento y la destreza plástica era innato. Fue así que, cuando hubo terminado, pintó el fondo del retrato, muy parecido al lugar donde estaban, pero con algunos toques inventados.

     Durante los siguientes días se dedicó a pintar sin descanso. Retrató cada habitación de la casa, luego del jardín. Casi dos semanas después, salió con una maleta portátil llevando el atril y los enseres de pintura colgando de un hombro. El perro, que no tenía nombre, aún, iba a su lado. Recorrieron las calles del barrio, hasta llegar a una plaza. Se sentó en un banco y preparó las cosas. Buscó un paisaje adecuado, los árboles, la gente que pasaba. Todo resultó natural y extremadamente parecido a la realidad. Estaba contenta, y sin embargo terminaba el día sin satisfacción. Los cuadros re resultaban fieles a la ruinosa situación de la ciudad pero insulsos. Eran como fotografías, con un estilo tan ingenuo que cualquier niño con talento podría haberlos pintado. Ella sabía que podría hacer algo más, estaba en su mente, muy en el fondo, una especie de talento inmanente que todavía no había salido. De alguna manera estaba tan segura, como si alguna vez lo hubiese visto concretado en una tela.

     Fue en busca de nuevos motivos. Caminó y caminó, tomó taxis hasta la zona del puerto. Viendo el inmenso río, creyó hallar por fin el objeto adecuado a su arte. Pintó varios días en el mismo sitio, desde diferentes perspectivas. Barcos, dársenas, grúas, cargadores. Todo era interesante para objetivar en su pintura, y descubrió que ese era el problema. No había subjetivación. Suspiró profundo, sentada en su banqueta improvisada a la orilla del puerto. Miró a los hombres con sus grandes jorobas cargando pesos del triple de sus cuerpos. Aquellos hombros torcidos pero musculosos hacían resaltar el tamaño de las gibas. Iban y venían cargando bolsas. Al dejarlas en un depósito, regresaban ya sin el peso, pero siempre torcidos y vencidos. Comenzó a retratarlos. El resultado fueron varias pinturas con el mismo tema, grupos humanos en diferentes actividades, siempre en movimiento. Sus caras apenas se veían, pero sí sus cuerpos y sus cargas, en medio del ambiente neblinoso de una mañana portuaria. Cuando retrató lo mismo ya de noche, cuando la actividad de los hombres cesaba y los veía salir de sus lugares de trabajo hacia la calle, hizo pinturas que mostraban sus cuerpos caminando despacio, dispersándose en pequeños grupos de dos o tres. Algunos hacia las paradas de los micros, otros hacia los bares próximos. Sara fue siguiéndolos para observarlos durante sus charlas de café, sus breves parrandas a últimas horas de la noche. En estas oportunidades tomaba simplemente esbozos y confiaba en su memoria. No tenía miedo de esos hombres, ni de la noche del barrio portuario. El perro estaba con ella. Varias mujeres paradas en las esquinas la vieron pasar, y vio en ellas expresiones de burla. El perro, sin embargo, las mantenía alejadas. A la mañana siguiente se levantaba muy temprano para trabajar, y estampaba en la tela todo lo que había visto la noche anterior. En el frenesí de la creación, poco veía de los resultados mientras pintaba. No reflexionaba ni era demasiado metódica en su arte, no utilizaba técnicas previamente aprehendidas o conscientes de alguna escuela en especial. Por eso, hacía breves intervalos para descansar cuando ya creía que el cuadro estaba terminado. Dispuesta a empezar uno nuevo y antes de sacarlo del atril, le echaba un vistazo rápido, no para hacer correcciones, sino para asegurarse de no repetirse demasiado. Fue entonces que se dio cuenta que los hombres que había pintado esa mañana, algunos de ellos, no tenían giba. Lo que consideró un error de sus dibujos, haciéndola reprocharse de su inhabilidad, de pronto se convirtió en miedo. Buscó los demás cuadros que estaban apoyados contra las paredes, tapados con lienzos. Todos, o casi todos donde había figuras humanas, algunos no poseían jorobas.

     Se preguntó de dónde habría sacado la destreza para dibujarlos de esa manera, sin que resultaran grotescos. Pintar monstruos no era su especialidad, ya lo sabía a esas alturas. Se preguntó si los corregiría. Ya no se sería posible, pero podría de ahora en más tener más cuidado. Siguió pintando, con la idea de desechar aquellos cuadros erróneos que no retrataban la realidad. Sin embargo, mientras más se contenía, mientras más atención prestaba a su arte, mientras la conciencia más la dominaba, comenzaba a sentirse torpe, y los resultados sobre la tela era de una pusilanimidad incontrovertible. Sintió tal vergüenza de sí misma, que se decidió a continuar en sus intentos hasta lograr el resultado satisfactorio. Salteó las comidas, mordisqueó galletas o sándwiches que improvisaba rápidamente para volver al trabajo. La obsesión por lograr algo de arte valioso no le permitió detenerse. Y cada cuadro le llevaba tanto esfuerzo, que al fin de cada jornada, contemplando el resultado, no veía más que una especie de fotografía sin espíritu, sin trascendencia. No sentía nada al observarlos. Destrozó el último en un ataque de ira. El perro husmeó el aire, como si oliera más que escuchara los signos de la violencia. Sara se sentó en el sofá de la sala, frustrada y hastiada. ¿Cuándo volvería Roger?, se preguntó, como si esa fuese la solución de todo. En él estaba la forma de ser y de pensar que la complementaba. Volvió a mirar las pinturas apoyadas contra las paredes, las que había considerado imperfectas. Eran, sin duda, mejores que las últimas, y pronto comenzó a dolerle la cabeza.

     Las noches siguientes, tuvo sueños extraños. Los adjudicó al cansancio y al hastío de su soledad. Había decidido dejar de pintar por un tiempo. Y las imágenes, sin embargo, se le presentaban de noche, en sueños curiosamente relacionados con los grupos humanos que había pintado o intentado retratar. Cada noche eran más los hombres deformes, los hombres sin joroba.

     Cuando terminó el verano, el primer día de otoño en Buenos Aires se apareció frío y nublado. Se levantó de la cama y sacó la ropa de invierno que guardaba en la parte superior del armario. Se vistió con un pantalón de corderoy y un pulóver tejido a mano que se había hecho ella misma alguna vez, no recordaba cuándo. Se miró al espejo del baño. El cabello estaba más largo, y podía peinarlo de una forma que más le gustaba, a veces recogida en la nuca, con un rodete simple, a veces suelto. Había aumentado de peso, y ya no tenía ojeras tan marcadas. Se preparó un desayuno, y dio de comer al perro.

     -Nunca te puse nombre- le dijo, mientras lo veía comer de su plato. -¿Cómo te gustaría llamarte?- El animal levantó la cabeza. Ella lo miró y supo la respuesta en los ojos ciegos.- Dicen que el poeta más perfecto de la antigüedad era ciego. Los poetas son como profetas, amigo mío, así que te llamaré como él. Te parecés a los hombres, imperfectos, incapacitado para ciertas cosas, pero con una especie de don para lo escondido.

     Entonces alguien tocó el timbre. Ella se sorprendió, no era día de visita para la gente de los tribunales, que ya habían dejado de molestarla imprevistamente y avisaban sus entrevistas rutinarias con antelación. Como tardó en acudir a la puerta, escuchó el ruido de una llave en la cerradura. El perro corrió hacia la entrada, ladrando con furia. La llave cesó en su intento. Sara se acercó y preguntó quién era. Una voz le respondió, pero los ladridos del perro no le permitieron entender. Trató de hacerlo callar, pero era inútil. Antes de abrir, creyó escuchar su nombre desde el otro lado, en la voz de un hombre.

     Sara entreabrió la puerta, espiando por ese estrecho espacio. Vio a un hombre alto y delgado, con barba y cabello largo, entrecano y ojos claros. Su corazón comenzó a golpearle el pecho, porque aun cuando no lo reconocía, estaba segura que era Roger.

-¡Sara! ¡Soy yo! ¡Sara, por favor, abríme!

     Entonces ella abrió la puerta, y el perro se abalanzó contra el recién venido. Comenzó a  morderle el antebrazo con que intentó protegerse. Roger cayó al suelo mientras el perro no dejaba de sujetarlo. Ante los gritos de Sara, el animal fue dándose cuenta que debía soltarlo. Con saliva colgando de la boca, dejó a Roger en el suelo en el umbral de la puerta, y se alejó hacia la cocina, como para esconderse, de pronto avergonzado por la fuerte reprimenda de Sara. Roger estaba con el brazo izquierdo lleno de sangre. La ropa que llevaba era vieja y estaba sucia. Ella trató de ayudarlo a levantarse, pero él la miraba a los ojos y se puso a llorar con desesperación. Estaba sin fuerzas, excesivamente delgado. La giba se le marcaba como un esqueleto externo a sus espaldas, como si cargase con otro hombre más pequeño pero más pesado incluso que él mismo.

     Ella contemplaba su llanto en el rostro demacrado, pero no atinó más que a cubrir el brazo herido para que no continuara sangrando.

     -¡Dios mío, Sara querida!- decía Roger, sin poder dejar el llanto que lo hacía estremecerse. Ella sentía el temblor en su propio cuerpo, y un miedo frío comenzó a invadirla.

     -¡Hace cuánto que no nos vemos, amor mío, y ni un beso me das! Parece que no te alegraras de verme. No te das cuenta de lo que he pasado y lo que he visto… Ya te contaré alguna vez…Pero veo algo mal en tus ojos, Sara…-Y él intentó reírse de lo patético de su situación al ver al perro que seguía vigilándolo desde la cocina. El reírse y el llorar se confundieron en un  mismo estremecimiento que le impedía levantarse. Las piernas estaban delgadas, ella pudo palpar los huesos que parecían sobresalir de los extremos del pantalón.

     -Cuando me recupere, amor mío, seremos felices. Ya vas a ver… Te contaré lo que he visto, porque es posible, Sara, es posible…-dijo insistentemente, como si hubiese descubierto el hallazgo más transcendente para la humanidad.-Tendremos un hijo normal, querida mía, un hijo sin giba…-Y al decir esto, intentó acariciar con su mano herida una mejilla de Sara.

     Tal contacto la sobresaltó, porque de pronto se había hundido en un abismo demasiado profundo cuando escuchó las últimas palabras de su esposo. Todo recuerdo regresó desde su sitio exacto en el tiempo. Todo fue tomando forma con una exactitud metódica y cronométrica. Y empezó a reírse con una terrible carcajada que era furia a punto de estallar. Roger la miró sin comprender, pero ella seguía riendo mientras se levantaba, dejándolo a él en el piso. Regresando al interior de la casa, llamó al perro, sosteniéndose de la puerta al sentir que su cuerpo se contraía por la terrible risa que no podía detener. Todo un armamento de recuerdos se abalanzó de pronto en su mente, que no podía soportarlos sin verse ella misma destruida y abolida, postrada en el suelo como lo estaba el otro.

     El otro, cuya existencia era una herida abierta en su mente, ahora estaba muriendo entre los dientes del perro, fiel a los nuevos tiempos donde el recuerdo de los hombres de espaldas rectas habría de desaparecer para siempre, si es que alguna vez hubieron existido.

 

    

     Ilustración: Joaquín Sorolla

 

Accidente (Naguib Mahfuz)

Hablaba por el teléfono de una tienda con voz bastante alta para hacerse oír a pesar del jaleo de la ruidosa calle de Al-Geis, inclinándose ...