Nos estacionamos a varios metros del bosque vecino, que esta vez nos pareció más frondoso e impenetrable; en el invierno anterior había llovido tanto como en los últimos cinco años. El camino de lodo continuaba hasta allí y detuvimos el auto. Clavamos el cartel de venta en la tierra blanda. Me puse a chapotear en los charcos, yo aún tenía diez años, y recuerdo la sonrisa de mi padre al mirarme. Cuando encendió el motor para irnos, vimos a las palomas salir espantadas desde el bosque, volando hasta perderse de vista hacia el norte.
-Ya quedan pocas- dijo él, y me comentó la innumerable cantidad que podía verse tan sólo diez años antes.
En ese momento debió nacer su idea, aunque creo que recién fue conciente de ella al leer el artículo en el diario un año después, donde anunciaban que el último centenar de palomas se había extinguido. Entonces nos miramos, y pensé que pocas veces algo une tanto a los hombres como los recuerdos comunes que llegan en el instante exacto.
Papá trabajaba vendiendo herramientas, y acostumbraba quedarse con muestras para su propio taller. En su época de recién casado, había empezado a inventar cosas imitando objetos conocidos, lámparas o armazones para relojes de pared. Años más tarde, ya había alcanzado a darle movimiento a sus trabajos, y así fabricó lavarropas, máquinas de relojería para sus marcos inertes hasta entonces, ventiladores y muchas otras cosas. No es que no tuviésemos nada de todo esto, sino que desarmaba los comprados, ponía los restos en el sótano y los reemplazaba por los suyos. Al principio eran desprolijos, pero algún tiempo después había aprendido a pulir el exterior de cada aparato, y no pudimos entonces, mi madre y yo, encontrar alguna diferencia.
Más adelante empezó a construir sus propias ideas. Primero las dibujaba en un papel cualquiera, a veces mientras cenábamos, apartando una servilleta para escribir con el lápiz que siempre llevaba encima. No sé en cuántas ocasiones vi surgir ese lápiz del bolsillo de la camisa, abultado por las llaves, los cigarrillos o papeles doblados. Recuerdo el acto inconfundible de la mano derecha tanteando el pecho, mientras su mirada permanecía fija sobre el papel en blanco.
Mi madre a veces discutía con él, porque no entendía bien todo eso. Las herramientas se amontonaban en el depósito sin venderse, y las cosas que construía resultaban inútiles después de un tiempo. Pero finalmente ya él no necesitó convencerla; un día ella se encontró rodeada de objetos extraños, algunos inservibles pero fascinantes en su originalidad. Descubrí en mi madre a partir de ese día una mirada nueva, como la que tienen las mujeres cuando reconocen algo que las asombra.
Una tarde al volver de la escuela, escuché ruidos desde el galpón, y al entrar al patio vi a mi padre arrastrando una lámina de metal. Sobre la pared había apoyadas muchas más. Dijo que las había comprado para un nuevo proyecto, pero no me contó cuál, creo que se consideraba incapaz de describirme con exactitud la imagen que tenía en mente. Era como distorsionarla si intentaba ponerla en palabras. Por eso me senté a su lado, en la silla en la que desde mis primeros años me sentaba para observarlo trabajar, y me pidió que le fuese alcanzando las herramientas que colgaban de las paredes del taller. También había objetos desparramados por el piso, cosas sin forma o inventos a medio fabricar, que a él le gustaba llamar fracasos transitorios.
Muchos en su familia habían inventado cosas. Decía que nosotros los Ansaldi veníamos de familia de inventores, que el abuelo de su abuelo había creado el primer autómata de que se tuviera noticia. Entonces yo imaginaba aquellos tiempos, mientras lo observaba cortar las delgadas láminas de acero, brillantes y recalentadas por el sol de la tarde. Cada una tenía cuatro metros de lado, y él las reducía a fragmentos de treinta centímetros. Su rostro estaba detrás de la máscara de metal, las chispas de la sierra eléctrica saltaban alrededor. Luego escuché ladrar a Brown, y mamá nos llamó para cenar.
Al día siguiente, se dedicó a un trabajo más delicado. Desenrolló los planos y los puso sobre el escritorio. Intenté acercarme varias veces, pero me pedía una herramienta tras otra y yo no dejaba de ir y venir del galpón. Cuando después de algunas horas el diminuto motor estuvo listo, me acerqué al escritorio. Allí estaba, finalmente, la paloma eléctrica.
La tarde del primer vuelo, cinco meses después, papá se veía nervioso. Había construido veinticinco palomas. Tuve la oportunidad de sujetarlas entre mis dedos cuando aún carecían de vida, y también fui el primero en presionar el control remoto para otorgársela. Entonces, una tarde de no sé cuánto tiempo luego de aquella en la que vimos las palomas de la última bandada, nosotros hicimos volar el primer grupo de palomas eléctricas. Las colocamos en el suelo enlodado de nuestros campos, a escasos centímetros una de otra y nos alejamos hacia el auto, donde mamá nos esperaba. Al darme vuelta, ya habían remontado vuelo, girando en un círculo amplio. Eran más hermosas de lo que habíamos imaginado. Mi madre había pulido el metal color de plata. Cuando un día ella entró al taller y las vio por primera vez, se quedó quieta y temimos su desaprobación, pero sólo dijo que eran feas y opacas. Un día después supimos que las había limpiado durante la noche.
Con el largavistas comprobamos el movimiento de sus alas, sólo un artificio estético que en nada participaba de su funcionamiento, pero las hacía más bellas. En el lugar de los ojos colocamos vidrios de botellas de varios colores. Estábamos sentados sobre el baúl del auto, observándolas, y noté que papá no estaba tan contento como pocos minutos antes.
-Las reemplazamos- le dije con entusiasmo.
-No- me contestó.- Creamos otra cosa diferente, sólo un objeto curioso.
Dos horas estuvimos en el lugar. Muchas personas se habían acercado desde el camino, y a pedido de ellos hicimos volar a las palomas sobre el bosque, el sitio más peligroso por la altura de los árboles. Los motores se recalentaron, chocaron con las ramas y cayeron con un sonido hueco entre los troncos.
En el viaje de regreso papá no habló más que de su fracaso. Pero a la noche, mientras cenábamos, se puso a hablar de nuevas ideas para mejorar a las palomas, y nos resignamos a la certeza de que hasta no resolver ese problema, no se sentiría tranquilo. Una venda parecía taparle los ojos cada vez que proyectaba algo, y se apartaba como un animal asustado para instalarse en la sombra. Cuando regresaba de esos sitios oscuros de su mente y volvía a prestarnos atención, una parte de él había desaparecido, un gesto, una actitud o una palabra que jamás usaba nuevamente. Era de aquellos hombres que pasan su vida, a simple vista, sin hacer nada más que sobrevivir. Pero había otro hombre dentro suyo, o muchos otros, muy parecidos a un dolor o a una tristeza, no estoy seguro.
Una semana después del primer vuelo, empezó a trabajar con un motor grande, y me di cuenta que era el de nuestro auto. Afuera estaba el esqueleto del coche, y no se me ocurrió otra palabra más que “muerto” para nombrarlo. Brown se había sentado al lado, aullando igual que cuando mi abuelo falleció y no habíamos podido apartarlo del lado de la cama.
A la noche, escuché discutir a mis padres. Él decía que lo del auto era temporal, una simple prueba para su proyecto. Sé que mamá estaba cansada; mi padre cada vez perdía más clientes y el dinero que ganaba era insuficiente. Entonces fue cuando presentí que él proyectaba algo mucho más importante, porque a pesar de tanta ensoñación siempre había tenido sus límites prácticos, y este desprenderse de todo poco a poco parecía una señal de partida irreversible.
El motor fue sólo un modelo de la primera de las tres máquinas. Construyó todas con repuestos que iba consiguiendo de viejos compañeros de trabajo. Sus invenciones anteriores habían sido siempre una transformación de otros objetos, pero esta vez había creado algo nuevo, así como uno imagina que Dios hizo el mundo.
Una mañana entré al galpón y vi los motores casi terminados. Él tenía esa sonrisa tan bella que desde entonces nunca me atreví a olvidar. Era la de un hombre que ha unido a todos sus hombres internos en uno solo. El cielo despejado dejaba entrar la luz por el portón abierto, tiñendo el aire en el que bailaban partículas de polvo y aserrín. Papá se lavó las manos y fuimos a buscar a la ciudad nuevas láminas de acero. Nos habían suspendido el teléfono, pero mamá ya ni siquiera se mostraba preocupada ahora. El tiempo nos había puesto en equilibrio, pienso. Como un triángulo, como un número tres.
Mi padre era un genio, la gente lo dijo cuando su trabajo estuvo terminado. Los vecinos, los antiguos clientes y amigos vinieron a visitarnos para ver las máquinas. Lo atractivo era el exterior de las palomas gigantes. Tres aves de un tamaño cincuenta veces mayor al de una normal, suficiente para transportar el tamaño y el peso de un hombre. Las láminas metálicas eran livianas pero resistentes, hechas con una aleación recién salida al mercado que había acabado con nuestros ahorros. La única solución, nos aconsejaron, era registrar el invento, y no dudamos del éxito.
-Imaginen el día…- les decía papá a sus amigos, mientras acariciaba el metal brillante de las palomas. -…en que cada uno pueda ir de un lugar a otro sin verse limitado a un solo plano geométrico. La superficie terrestre será liberada de tanto caos.
Las máquinas eran cortas, no mayores a tres metros, y eso les daba el aspecto de seres gordos, como los antiguos dirigibles. A la noche, mientras cenábamos, supe que su obsesión se había borrado por fin, porque el objetivo estaba concretado en esos aparatos en el patio de casa. Fue como si se quitara la venda que le cubría los ojos y nos mirara atentamente luego de mucho tiempo.
Después, como un presagio, esa misma noche perdimos a Brown. Oímos sus ladridos desde afuera, pero nunca le abríamos hasta terminar la cena. Media hora más tarde ya no ladraba, y escuchamos un auto frenar con estridencia en la calle. Al salir, vimos el cuerpo cubierto de sangre, y con dos quejidos finales expiró. El conductor nos ofreció disculpas que no supimos responder. Mientras enterrábamos a Brown, papá perdió su entusiasmo y dijo que nunca se llega invicto al lugar que elegimos, si es que entramos allí alguna vez. Yo sólo pude pensar en qué mundo tan extraño, tan desconocido iba a ser éste sin mi perro.
Alquilamos el aeródromo por una tarde con el dinero que nos habían prestado. Cargamos una de las máquinas en el camión y fuimos hasta allí. Había un grupo de diez o quince personas entre amigos y curiosos. Papá llevaba puesto el equipo que mamá le había confeccionado para esa ocasión, un diseño festivo y clásico. Botas altas y pantalones anchos, una campera de cuero, una bufanda de seda y un gorro negro. Luego, se colocó las antiparras y subió al aparato.
Le saqué fotos desde todos los ángulos posibles. Sentí que no podía detenerme, que tenía la necesidad de retrasar la salida de alguna manera. El brazo de mamá me apartó de la pista, y me dijo al oído que teníamos que dejarlo ir. La paloma casi no hacía ruido, sólo un suave sonido mientras daba vueltas por la pista. Resultaba graciosa su figura corta y abultada, la cabeza en alto, justo delante de la cabina del piloto. Papá sonreía y nos saludaba agitando un brazo mientras levantaba vuelo.
Tal vez mi viejo era también un ave en ese momento. Se veía pequeño en la altura, silencioso en su camino al punto enceguecedor del sol. Pasó por encima de nosotros, y volvió a girar dos o tres veces. Lo observé con el largavistas y lo sorprendí riendo mientras parecía contemplar el cielo que lo rodeaba. Pensé en los instantes inesperados y escasos en que somos como dioses, en los que los hombres son dioses porque ríen.
Quince minutos después, vimos la columna de humo saliendo del motor. Una franja negra envolvía a la paloma, ocultándola. Cuando resurgió de la nube oscura, estaba cayendo a tierra. Papá intentó planear, las alas comenzaron a moverse inútilmente. No quise mirar más, aunque podría haberlo hecho muchas veces antes del fin. Es extraño cómo se prolonga el tiempo en el último segundo, es curiosa la crueldad, o quizá la piedad, con que el tiempo retarda la muerte anunciada. Cayó en unos campos despoblados, muy parecidos a los terrenos donde vimos las últimas palomas casi dos años antes. Lo que quedó del cuerpo de mi padre tuvo que aguardar en la funeraria el entierro del día siguiente.
Regresamos a casa y mamá se acostó llorando. Nunca fui bueno en dar consuelos, papá sí lo era. Soy la mitad de lo que él fue.
Salí al patio, donde esperaban las otras dos palomas, las que había diseñado para mamá y para mí. Las acaricié, temblando, y el metal me dio escalofríos. El mundo que me aguardaba, de pronto se me ocurrió rígido y helado como el material de esas máquinas. Tan semejante a éste en el que ahora vivo, que no me parece extraño pensar, a veces, que los niños también son profetas.
Este cuento pertenece a "Los seres intermedios", y es casi el único relato más cercanos a la ciencia ficción que me han satisfecho hasta ahora. Me resulta difícil crear el clima verosímil que requiere una epseculación científica, y no me parece un recurso válido el saturar al lector con datos científicos para explicar o excusar la ineficacioa del autor para crear su historia. Creo que el escenario futurista es sólo un escenario más para contar una historia de hombres y mujeres, contodo lo que ellos implican, obviamente. Conflictos, sentimientos, psiquis y relaciones interpersonales. La muerte y la vida, el misterio de por qué estamos en este mundo, son siempre los mismos temas que aún no han sido resueltos. Por eso me agrada la literatura de Bradbury y Ballard, incluso la de Zelazny y de Aldiss con sus exsacerbadas imaginerías que no descartan la poesía. Porque el lenguaje es lo único que valida a un autor finalmente. Veamos sino a Onetti, por ejemplo, donde el lenguaje ahonda allí donde la historia parece demasiado tersa para ser real.
La trama y el clima me resultan bradburianos, y estoy orgulloso de la influencia. No quise imitar, sino rememorar. Y eso es lo que intenta hacer el personaje narrador, me parece. El personaje del padre, el descubrimiento de un mundo nuevo, los dolores y las pérdidas del crecimiento, la memoria imborrable de la infancia, fueron los elementos inspiradores.
Ilustración: Edgar Ende (The sleepers)
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