viernes, 10 de abril de 2009

Las criaturas

Gustavo se esconde donde puede, entre los matorrales verdes y espinosos, esquivando las ciénagas y los arroyuelos. Huye hacia la choza para protegerla. No está seguro de quién lo denunció. La vieja tal vez, o don Anselmo su vecino, el de la chacra a dos kilómetros de la suya. Pero en esta noche de luna llena, cuando los grillos chirrían como espantados, se escucha el borboteo del agua que parece hervir desde el lecho del río. De allí viene todo, él lo sabe. Y también lo sabe el campo, que oye el ruido de sus criaturas.
-¿Dónde nació el primer animal, pa?- Preguntó una vez cinco años atrás, mientras con su padre dragaban la laguna. Oscurecía y se quedaron trabajando hasta tarde. El sol se ocultaba detrás de los álamos y sus reflejos dorados espejeaban en el agua. Con cada palada, miles de pequeños seres salían a la superficie, y Gustavo los observaba absorto e intrigado.
-Del agua.- Le dijo el padre después de un rato.- Así dicen los que saben. Del agua nació todo.- Y siguió paleando, con la espalda vencida y las manos duras.
Fue entonces cuando escuchó su grito bajo y ronco, de dolor contenido. Enseguida se miraron, y el viejo cayó sobre la orilla agarrándose la mano herida. Gustavo corrió hacia él, pero no tuvo tiempo de ver al otro alacrán que ya estaba sobre su propio pie. Muy pronto iba a ponerse tan rojo como la mano de su padre. Sin embargo, no se atrevió a decirle nada. El viejo tenía el rostro desgarrado.
-Buscá el cuchillo, por ahí está. Después me vas a cortar justo aquí, ¿entendés?- Le explicaba pausadamente, transpirando, mojado por las débiles olas frías que lo golpeaban.
Casi no había luz, y en la penumbra empezó a tantear sobre el pasto. Con las manos en el barro, separó los montones de juncos arrancados, y se metió en el agua barriendo el fondo con los brazos. Pero no pudo hallarlo.
-¡Papá, no lo encuentro! ¿Qué hago?- Dijo, gimiendo. No recibió respuesta. Su padre era sólo una sombra que se confundía con la marea creciente. Todo era un abismo, oscuridad sin fondo. Y Gustavo se quedó allí hasta la mañana, aferrado a ese cuerpo inmóvil como un ancla.

Hay gritos por todas partes, llantos que no distingue si vienen de la espesura o de su choza. Debe ser casi la medianoche, así que sigue corriendo para acortar la distancia que lo separa de sus criaturas.
-¡Por aquí!- Oye decir a los gendarmes, y acelera los pasos. El pie izquierdo le duele, el mismo que cinco años antes creyó perder.
Cuando vinieron a buscarlos, el sol de la mañana recién salía, y vio a la madre y a sus hermanos acercarse hacia donde estaba sentado, con el cuerpo del viejo sobre las piernas.
-¡El pie, Gustavo!- Gritó ella, mirando la pierna enrojecida e hinchada como una masa informe. Pero él no sentía nada.
-El alacrán.- Repitió una y otra vez.- El alacrán escapó, el asesino...
Estuvo siete días delirando, y al octavo amaneció sin fiebre, aunque débil. El pie no tenía rastros de enfermedad, sólo una mancha puntiforme de color rojo. El médico no pudo explicarse lo que había ocurrido. Los vecinos, que sabían cómo la gente moría por aquella picadura, empezaron a temerle.
-Ese chico es un brujo.- Dijeron las viejas en el almacén del pueblo.
Desde entonces Gustavo ya no tuvo miedo. De noche se adentraba entre los juncos del delta, hundiéndose hasta el cuello en el agua, desafiando a serpientes o arañas. Veía a los murciélagos colgados de las ramas de los sauces, a las lechuzas con los ojos abiertos como dos lunas verdes en mitad de la noche ventosa. Fue así que del agua nació también su idea primordial: la creación de un mundo propio.
-Soy la prueba de que uno puede hacerse inmune a los elementos y a los venenos.- Dijo una tarde desde su asiento en el salón de clase, vociferando su inmortalidad. Todos se rieron de él, y Gustavo escapó llorando hacia el río.
Todos se rieron menos Rosa, recuerda Gustavo, mientras el dolor del pie lo ataca, como siempre ocurre en noches de esfuerzo y humedad. Rosa siempre le creyó, aunque nunca pudo decidirse a mostrarle sus proyectos. Iban siempre a pasear hasta el muelle, mientras los mosquitos volaban sobre el sereno rostro de ella.
-¿No te hacen nada a vos?- Se quejaba, entre el ruido de palmas golpeadas para aplastarlos.
-Los animales son mis amigos, un día te voy a mostrar.- Pero hacerlo fue un error, piensa ahora.

Está llegando por fin, casi choca contra la puerta por culpa de la oscuridad. Abre, y los gritos desde el interior se acrecientan y lo aturden.
-¡Basta, soy yo!- Grita, y todos los animales se callan. No enciende las luces. Sólo cierra y se agacha bajo la ventana, esperando. Pisa los excrementos de sus criaturas y vocifera obscenidades.
De los restos de animales, de sus cadáveres frescos rescatados del agua, creó los primeros especimenes. Buscó recipientes donde poner agua de la laguna, y allí proliferaron miles de parásitos informes que se fueron devorando unos a otros para dar lugar a criaturas más fuertes. Sus hermanos los llamaron monstruos al verlos, y su madre solamente gritó golpeando las peceras con la escoba hasta destruirlas. Gustavo tenía dieciocho años, y parecía un niño que lloraba sobre sus mascotas muertas.
-¡Sos raro, hijo, muy raro!- Le recriminaba ella desde la cocina. Gustavo levantó a las criaturas, escuchando el ruido de las ollas entremezclado con los llantos de su madre, parecidos a gritos de una mujer en trabajo de parto. De pronto, tuvo una nueva idea: iba a utilizar la vieja choza del monte como un laboratorio, una ancestral cocina de la creación.

El brillo tenue de la luna le permite ver las mesas usadas para los experimentos, el armario y la antigua pileta. Las criaturas se mueven lentamente a su alrededor, presienten algo pero aún no están asustadas. Sus sombras se escabullen entre otras sombras, se proyectan en el techo de madera. Hace demasiado calor.
Hubo un verano en que finalmente tuvo éxito. En la farmacia compró el material que figuraba en un catálogo. Después fue al consultorio del médico.
-¿Doctor, los animales pueden cruzarse con otras razas?
El médico lo miró extrañado; recordaba haberlo atendido dos años antes por aquella picadura de alacrán.
-No hay compatibilidad entre las secreciones.- Contestó.- Se rechazarían.
-Me parece que puedo evitar eso.
El doctor se rió, y siguió riendo mientras Gustavo salía del consultorio con los brazos cargados de libros.
Limpió la choza y construyó los muebles necesarios. Rosa creía que lo hacía para ellos.
-Dejame ver cómo está quedando.
-Todavía no.- Le contestó. Ambos estaban tendidos sobre el pasto, mirando hacia el cielo tormentoso, rodeados por el vuelo de las libélulas.
-Son hermosas, tan perfectas.
-A mí me parecen bichos feos.- Y entonces Gustavo dejó de acariciarla, apartando las manos de los muslos tibios.
Durante tres meses, Gustavo se encerró en la choza. Le llevaban comida cuando veían luz en la noche, y si no él se procuraba alimentos. De la chimenea salía humo sin olor y de diversos colores, y la gente del pueblo empezó a evitar el camino que conducía allí. Las chacras cercanas comenzaron a ser saqueadas por ladrones nocturnos, que robaba cerdos y conejos. En el delta se escucharon tiros aislados, y los animales salvajes de pronto enmudecieron por siete noches seguidas. Como si todos hubiesen desaparecido o se hubiesen puesto de acuerdo para vivir en un absoluto silencio.
A fines de octubre llegaron los primeros días cálidos. Las noches eran despejadas y claras. La mañana a orillas del río empezó a tomar un matiz exactamente opuesto a las semanas anteriores. Un bullicio creciente inundó la zona; los animales parecían haberse reproducido con inusual fecundidad. El sonido del despertar de las bestias abrió la maleza, esparciéndose entre los arroyos y el cielo límpido.
El último domingo del mes, Gustavo salió de la choza, protegiéndose los ojos del sol, y se desperezó tras tantas noches sin descanso. Después de zambullirse en la laguna, se afeitó con la navaja y lavó su ropa. Cuando estuvo seca al fin de la tarde, se vistió y se puso una flor blanca sobre la camisa. Entonces, luego de entrar de nuevo a la cabaña, salió con una correa en cuyo extremo había un animal, uno de los tantos que permanecían encerrados.
Comenzó a recorrer el sendero que llevaba al pueblo, paseando con aquella criatura. No era un perro ni un conejo. Ni siquiera un pariente cercano a una comadreja o un hurón; tenía la forma pero no la marcha, la cara pero no el pelaje. Saltaba, chillando débilmente. La cola le servía de impulso, una cola pelada y larga de roedor. Era extraño, algo que el pueblo nunca había visto. Gustavo Valverde caminaba orgulloso, limpio y afeitado, con esos ojos verdes que muchas veces dio que hablar a las viejas chismosas.
-Los ojos de un búho, eso son, y mirá qué bicho tan raro lleva.- Dijeron ellas, asomadas a las ventanas y las puertas, mientras él iba directo hacia la casa de su novia.
Lo vieron llegar por la calle, rodeado de chicos que corrían alrededor del animal. El bullicio los precedía, y Rosa salió al verlos.
-¿Gustavo, qué es esto?- Y al extender la mano para acariciar a la bestia, sintió la mordedura.
-¡La mordió, la mordió!- Gritaba la gente. La voz se esparció por las calles, las tomó como propias hasta hacerse calle y voz, una sola cosa de alma independiente e incontrolable.
Rosa había sangrado, y Gustavo le revisaba la mano diciendo que no había peligro, que tuvo la precaución de vacunarlos a todos.
-¿Pero cuántos tenés ?- Preguntó ella, y entraron, alejándose de la multitud de chicos que se agolpaba a su puerta.
-Cuando los veas me vas a entender. Creé seres distintos, libres de enfermedades, inmunes como yo a los venenos.
Rosa lo miraba asombrada y nerviosa por la herida que cada vez le dolía más. Entonces ella pateó al animal y la bestia lloró.
-¡No!- Gritó Valverde.
Salió enojado de la casa de su novia, abriéndose paso entre la gente. Lo siguieron, pero él corrió. Un olor a orina salía del pelaje del animal, que temblaba asustado, aferrándose con las garras a su ropa.
Fue de un sitio a otro durante toda la tarde, sin animarse a volver a la choza. Luego se oyó un disparo, muy cerca, y el animal saltó de sus brazos sin que pudiese detenerlo.
-¡Valverde!- Llamaba una voz a través del follaje.- Hay denuncias contra vos, muchacho, solamente queremos ver qué estuviste haciendo.
Gustavo huyó, con la sombra de la noche pisándole los talones. Con el peso del tiempo deteniéndolo a cada metro que avanzaba.
“Cerrar la puerta e impedir la invasión”, se repetía una y otra vez. Y así, corriendo, llegó a la cabaña para defender a sus criaturas.

Pisadas, sí, son pisadas y los animales levantan las cabezas. Los golpes en la puerta insisten sin interrupción, con puños y armas sobre la madera. Las bestias gritan y gimen, los golpes se atenúan un instante, pero se renuevan, insistentes.
Los animales se acercan a Gustavo, lo rodean, corren a la puerta y saltan enfurecidos. El movimiento de sus colas levanta el aroma a suciedad, a polvo y a humedad. Todo es escándalo y llanto, gritos desesperados de cada lado de la puerta. Gustavo sabe que la derribarán.
-¡Abrí, queremos saber qué hacés!
Y la puerta se derrumba. Las linternas son un sol particular, un pequeño sol dispuesto a develar a los monstruos. Los animales saltan y se agazapan contra las paredes. La gente que rodea a los soldados grita de asombro. Se han quedado quietos un largo rato, observando, paseando la luz por los ojos brillantes de esos seres.
Los animales no atacan, no se defienden, sólo corren a reunirse con Valverde. Las linternas lo iluminan y la gente ve su espalda encorvada, lo ve arrodillado, cubierto por sus criaturas. Ellas lo protegen, cubriéndolo como una coraza, mirando a los intrusos con ojos furiosos y las garras preparadas. Dispuestos a todo para preservar del peligro a su padre.

Este cuento pertenece a "Los Casas". Es uno de los relatos que explican el origen y las causas del temperamento y las acciones de ciertos personajes del libro. En este caso nos encontramos con Gustavo Valverde, el futuro farmacéutico de La Plata, durante su infancia en el campo. La relación con la naturaleza ya está marcada, y no es una relación conflictiva sino casi una comunión y una complicidad. La curiosidad por el conocimiento, las características no habituales de resistencia a ciertos elementos del ambiente, el temperamento extraño y aislado son las principales de este personaje.
Es interesante cómo el conocimiento puede llevar a la sensación de ominpotencia, y esto lo emparenta con el protagonista de "La medida del alma" (ver "Los seres intermedios"). Crear vida es una tentación demasiado atractiva para poder evitarla, pero los resultados son siempre parciales, incompletos. Y lo incompleto en la naturaleza se emparenta con la mostruosidad.
Este personaje es ambiguo, tiene una dosis de maldad que no es evidente, ni siquiera para sí mismo. Es frío y sólo siente cierta emoción por él y por las criaturas que ha creado.
El resto de la humanidad le es indiferente.

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Si... (Rudyard Kipling, 1895)

  SI Si puedes mantener la cabeza cuando todo a tu alrededor Pierde la suya y por ello te culpan, Si puedes confiar en ti cuando de ti todos...