miércoles, 1 de abril de 2009

Lecturas

    







Charlotte Brontë: Jane Eyre (1848)
¿Existe la diferencia de género en la literatura? Pienso que hay puntos de vista diversos, que no siempre coinciden con el sexo de quien escribe. Hay mujeres autoras cuya violencia contrasta con lo que habitualmente se espera de ellas, delicadeza y sutileza. Hay hombres cuya primordial mirada se basa en la melancolía y la pasividad, diferente a la cruda experiencia y la dura entereza de la naturaleza masculina. Por eso el aporte de la mirada femenina no se basa en la forma sino en el punto de vista. Y éste no tiene que ser más alto o más bajo, ni más o menos lejano, ni más abarcador o más intimista. Creo que el aporte de cada autos está en su experiencia personal, provenga esta de un hombre o una mujer. La diferencia, quizá, está en quien lee. Una lectora tal vez vea ciertos rasgos comunes en la mirada femenina de una autora, que probablemente no pretendió expresar, pero que allí está implícita. Pero esto sucede siempre en todo buen lector, éste recrea el texto, es decir vuelve a crearlo, y el resultado es otra cosa, algo formado en el limbo de la conciencia: una idea que se hizo palabra escrita y que ha vuelto a ser idea. Lo que diferencia a Jane Eyre de otras novelas escritas por mujeres, es que es un producto típico de una época y una formación cultural determinada: la clase media suburbana de una provincia en la campiña inglesa. Religiosa pero no fanática, conservadora pero no restringida. El rol de la mujer está determinado por ciertos límites, pero no por eso puertas adentro ellas no puedan acceder a los libros y a la libertad que la educación les ofrece. Charlotte fue quizá la más talentosa de las tres hermanas, pero Emily no tiene nada que envidiar a su hermana con su Cumbres borrascosas. Jane Eyre se destaca no tanto por la ambientación gótica (aunque nunca demasiado oscura) ni los personajes torturados y trágicos, sino por la extrema inteligencia de la autora. Narrada en primera persona, nunca se confunde a la protagonista con la autora. El personaje está claramente definido, y va evolucionando a través de la mirada lúcida y lógica de la misma protagonista. El desarrollo es casi un análisis psicosocial de un personaje, no tanto por la búsqueda de causas y efectos, sino por la extrema racionalización de los pasos seguidos en su vida. Hay un continuo control de lo que se narra, nunca hay movimientos dubitativos al contar, y la firmeza del personaje es un símbolo de la estructura narrativa. Los diálogos entre Jane y Rochester son de un juego de ironía fría y cruel por momentos, un intercambio de palabras que casi roza lo filoso, y sin embargo ninguno de ellos se siente ofendido, ni duda que el otro entenderá lo que ha querido decirle, por más que no haya sido explícito. Y en esa interrelación hay un erotismo que rompe con todo preconcepto. En la misma imposibilidad de dos amantes que desesperadamente quieren acariciarse y no pueden hacerlo por convenciones culturales o represiones personales, se manifiesta en las palabras que salen de sus bocas. Las palabras acarician y dañan al mismo tiempo. La trama está muy bien urdida, sólidamente anclada en la claridad de los personajes, y únicamente en el tercio final, cuando Jane, después de tres días de vagar y con hambre, encuentra refugio justamente y sin saberlo en la casa de sus primos desconocidos, parece rozar lo forzado. Pero no por eso se desmerece la novela. El final es uno de los pocos finales felices donde es resultado natural de la trama. Es un resultado que proviene de muchas más pérdidas que ganancias, pero esto confirma que Jane y Rochester no son personajes fuera de lo común. La felicidad o la infelicidad son transitorias, y su duración está en la forma que la naturaleza de un hombre o una mujer decidan enfrentarlas. 
     Gerardo Curiá: Caldén (2008) Curiá cumple en este libro de poemas lo que ha venido realizando desde los anteriores, es decir, escribir poesía pronunciando en voz alta lo que las palabras cotidianas no saben decir. Él rescata del silencio de las palabras olvidadas para renovar el lenguaje. Para eso utiliza las palabras de todos los días, pero ellas cambian de significado continuamente, intercambian sus conceptos para ser otra cosa o varias al mismo tiempo. Así, las palabras agua, sol, arena, luz, piedra, árbol, viento, fuego, son todas y cada una lo mismo y lo diferente. Este procedimiento renueva el lenguaje, que no es palabra en sí mismo sino fusión de ellas. No necesita utilizar términos compuestos, sino recurrir a la simpleza origina de cada una. Y entonces la sensación de remembranza ancestral está tan bien expresado en esta colección de poemas. La misma temática y el mismo grupo de personajes acrecienta el efecto del procedimiento elegido. Cada poema es un poema extenso compuesto a su vez por varios de diversa extensión, incluso algunos de un verso. Cada uno, ademas, aparece precedido por lo que es otro poema en forma de resumen, a la usanza casi de comienzo de capítulo de la novela decimonónica. El resultado tiene una lógica propia, contradictoria en apariencia, pero sin embargo más lógica para el mundo recreado que la realidad del mundo cotidiano. El glosario agregado al final no es imprescindible para la comprensión y el disfrute de los poemas, quiza sí para una análisis más exhaustivo. Pero cada combinación de palabras es un hallazgo, y cada imagen una renovación del catálogo de lo que los sentidos son capaces de captar. Ejemplos: en la página 38 la palabra "piedra" es negativa por lo que se obtiene de ella en este caso: humo; en la página 67 es positiva porque es consecuencia más duradera de otro elemento: leche. El "viento" no es únicamente símbolo de destrucción, sino de tiempo transcurrido. Los elementos concretos se convierten en elementos conceptuales: el tiempo es espina, sombra la luz, el fuego es lluvia. Como ejemplo final, qué mejor que transcribir uno de los más expresivos versos del poemario: sed es la piedra en el nudo de los labios (pág. 21), y dejar asentado de este modo que Curiá es uno de los mejores poetas actuales de Argentina.       
    Gustave Flaubert: Tres cuentos (1877) Hasta los veinte años, Flaubert se ha dedicado a escribir dos tipos de narrativa: un par de novelas de género netamente apegado al romanticismo aprehendido en sus lecturas del siglo XVIII, exacerbado por el temperamento del adolescente que las escribió, es decir el gusto por lo dramático, lo macabro y lo trágico con un lenguaje muy rico pero de escaso estilo propio y sobre todo cargado de abundante retórica. El otro género que cultivó hasta esa edad fue el fantástico, pero las tramas son en mi opinión inverosímiles y poco atrayentes, además del lenguaje retórico ya mencionado. Desde los veinte a los treinta años prácticamente se dedicó a viajar, y esta experiencia le sirvió de diferentes maneras: como forma de madurar personalmente y por lo tanto de mirar el mundo con otros ojos, y para entrenar su escritura a través de las notas de viaje que iba tomando. Ya después de los treinta aparece el Flaubert que admiramos, revelándose con su primera novela mayor: Madame Bovary. Pasarían otras novelas entre tanto, hasta la aparición a los 56 años de edad de Tres cuentos. El primero de ellos (Un alma de Dios) es un texto confeccionado por un escritor que domina perfectamente su estilo. A pesar de no haber escrito relatos durante muchos años, todavía domina la forma corta, y no olvidemos que en su estilo narrativo hay cierta tendencia a crear situaciones individuales que se amalgaman sutilmente entre sí cuando se trata de una novela. Por eso, en estos textos relativamente cortos su mano experta no deja escapar nada que no sea estrictamente necesario. Este primer relato nos habla de una mujer sencilla que sirve en una casa de burgueses durante casi toda su vida. Su propia vida y sus intereses se confunden con los de la familia para quien trabaja. Los hijos de la casa son como sus propios hijos, incluso sufre más que por su propia familia, porque sólo tiene un sobrino. La aprobación de la señora de la casa es siempre buscada y requerida con la máxima vehemencia. Hay dosis de humor que derivan de su ingenuidad y su ignorancia, y esto conmueve porque el tratamiento del autor no es acercarnos las imperfecciones como virtudes, sino como características del ser humano que describe. No hay calificaciones ni juzgamientos. El final es de una belleza que no puede ser calificada más que de serena y llena de una beatitud lindante con lo místico, y cómo una mascota, único ser al que nos apegamos por su extrema fidelidad, puede fundirse con lo que más sagrado que adoramos. En el segundo cuento (La leyenda de San Julián el hospitalario) encontramos al Flaubert más cercano a su estilo desarrollado en Salambó. Lo histórico toma el escenario y los personajes, pero la mano del autor escarba en el alma de los protagonistas. No busca en sus mentes con artificios psicológicos, sino a través de sus acciones, y en este caso los hechos se suceden continuamente y se caracterizan por ser desmesurados y el lenguaje absolutamente crudo. No hay piedad que valga, nos dice Flaubert, a la hora de crear y hacer actuar a nuestros personajes. Ellos nacen y se conducen hacia un destino trágico que ellos mismos se han creado. Hay supersticiones, leyendas y profecías, pero sólo son insinuaciones de algo que está arraigado en ellos y nos van develando a través de sus actos. San Julián necesita redimirse, y para eso está dispuesto a todo. El final es estremecedor, terriblemente hermoso. Cuerpo contra cuerpo, San Julián encuentra en el leproso al Cristo. El tercer cuento (Herodías) retoma el conocido episodio de la muerte de San Juan Bautista por maniobras políticas y pasiones personales exacerbadas. Aquí el trasfondo histórico debe limitarse a los hechos terrenos y documentados, a diferencia del cuento anterior, pero sin embargo sí desarrolla lo que sucede en la mente de Herodes. Especulaciones políticas, recuerdos pasionales, sumisiones al poder de Roma, y finalmente la excitación sexual que todo lo nubla: la lógica del momento y los posibles beneficios conseguidos. Pero el poder de Salomé no es suyo, sino de su madre Herodías. Es ella la mente tras el cuerpo de su hija, la que ha manejado los hilos por encima y por detrás de tantas maniobras y especulaciones a las que los hombres se han entregado para decidir el destino del profeta. El desarrollo del cuento tiene la elegancia de una novela ambientada en el siglo XIX en un salón aristocrático. El final ya lo conocemos, pero no por eso deja de ser inquietante y nuevo el acercamiento de Flaubert. Los hombres pasan, parece decirnos con el final, donde los protagonistas ya no se mencionan, donde sólo hay una cabeza pesada que pasa por las manos de dos viajeros que la llevan como símbolo. 
      Gustave Flaubert: Viaje a Oriente (1851) Entre los 20 y 30 años, Flaubert se dedicó a viajar. De estos viajes extrajo notas para tres libros, el más extenso de los cuales es el tercero, Viaje a Oriente, de más de seiscientas páginas. Si bien la madurez expresiva de Flaubert escritor no se había desarrollado aún, estos viajes, además de la obvia acumulación de experiencias y el consecuente aprendizaje para la madurez personal, es una invalorable práctica de observación para su futura escritura. Lo que venía fallando en los textos previos a los 20 años de edad, es decir la retórica romántica, el distanciamiento de los personajes, la inverosimilitud de algunos textos fantásticos, aquí es pasado por alto, porque lo único que necesita es la expresión y la descripción austera y exacta de lo que ve y está haciendo en ese momento del viaje. Y esto lo hace con la destreza que ya domina y con la crudeza que caracterizará su futura producción. No es una descripción monótona de lugares y paisajes, ni siquiera una crónico de lo que él y sus compañeros hicieron. Entre los pormenores de todo viaje has observaciones agudas de personajes nativos, de animales y objetos. Por ejemplo, la forma en que describe cómo los carroñeros comen cadáveres en el desierto de Egipto, el recorrido de los barrios de El Cairo y las prostitutas que los pueblan en la noche. Aquí el lenguaje es grotesco y desenfadado, y tal vez por eso sorprende. No estamos ante un viajero común y corriente, que viaja en avión y se hospeda en hoteles de clase media. Es un viajero que se trasladará en camellos, dormirá en colchones con pulgas, se acostará con prostitutas, comerá comidas horribles y sufrirá indigestión y fiebre, pero que luego de todo esto sabrá apreciar y describir en detalle las obras de arte y las pequeñas características que hacen de un perro vagabundo o una anciana desdentada lo más importante de un pueblo. Estas observaciones luego las aplicaría a muchas de sus novelas, en el Viaje a Oriente recoge cierta crudeza y destemplanza que cultivará luego en Salambó. Egipto, Atenas, Constantinopla, Atenas, Esmirna, Palestina, Líbano y finalmente Italia. En Italia se limita a dar impresiones de las obras de arte, como si dejara de ser un aventurero y se convirtiese en un turista. Pero aún así no es un turista común y corriente. Escrito y lapidario con lo que no le agrada, es moderado y apenas entusiasta con lo que admira. Recordemos que estamos viajando en 1850, no hay fotografías, así que los libros de viajes debían incluir descripciones exactas para quienes no podían visitar aquellos lugares. Pero esta necesidad no era sólo por practicidad para Flaubert. El sabía que debía observar y asentar lo que observaba. Sabía que todo eso sería sustancia para el desarrollo pleno de su arte literario. 
      Ángel Bonomini: Más allá del puente (1996) Último libro de cuentos del autor, fue publicado póstumamente dos años después de su muerte ocurrida en 1994. Bonomini se particularizó y se destacó por su dominio del cuento y el relato. En total publicó seis libros de cuentos, cuya producción se extiende desde 1972 hasta éste que hoy tratamos en 1994. Su características narrativas son el buen lenguaje, exacto y poético, el claro dominio de la técnica del cuento y su peculiar estructura, las tramas y el clima cercano siempre a la alegoría, que nunca cae en lugares comunes o trillados, mucho menos en el mal gusto. Por más que sus temas, especialmente en este libro, no sean originales, por ejemplo: el tema del doble, el recurso de lo onírico como desdoblamiento de la realidad, nunca dejan de ser dignos ejemplos de cómo deben tratarse estos temas, es decir, con un toque de originalidad que demuestra el estilo del autor. Si hablamos de El inquilino, veremos que muchos autores han tratado el tema del doble de esta misma forma, desde Bradbury hasta Orgambide, y sin embargo en su escueto y exacto modo de narrar, este relato resulta nuevo y estremecedor en su final casi inesperado. En Marta y Camila tenemos otro ejemplo del tema del doble, y el acento está puesto no tanto en lo sorprendente ni busca como recurso primordial el hecho fantástico, sino el drama y la melancolía que surge de la situación de estos personajes. La alegoría, por eso, no proviene del símbolo representado por el suceso sobrenatural, sino que es una consecuencia natural de la psicología del personaje. Sueño o no, realidad o fantasía, el personaje está viviendo una forma más de su vida, que le es impuesta y no puede elegir. El autor no se regodea en hacer sufrir a sus personajes, ni ellos sienten el drama como algo insoportable o incompatible con la vida, la situación es parte de ellos mismos como entes vivos. El sueño no es un estado aparte de la vida, está entre los pliegues de la vigilia, esos pliegues que pasamos por alto por no molestarnos en mirar hacia abajo o a los costados. El mensajero es otro cuento de tema bradburiano que no desmerece para nada en las manos de Bonomini, en este caso el protagonista es un ser que transporta los signos de una peste de un pueblo a otro. Es un relato atemporal y sin espacio prefijado, recuerda los relatos medievales o aquellas leyendas de la Europa del este. Fin de la infancia es más localista, y aborda en tema trágico de la muerte de un niño de una manera exquisitamente elegante, sin mencionarla, sólo insinuando lo inevitable, y no por eso el lenguaje deja de ser cercano e intimista. Es un admirable ejemplo de cómo la voz narrativa en primera persona puede tener giros localistas y hasta burdos dentro de un estilo preciso, dominado por la discreta elegancia de lo austero y emocionalmente justo. La misma paridad se da en cuentos como Una pieza de museo y Últimos capítulos de mis memorias, donde las barreras entre ficción (pictórica y literaria, respectivamente) y realidad se rompen de manera completa y el tránsito entre una y otra es claro y sin conflictos. Pienso que Bonomini es uno de los mejores narradores y cuentistas argentino. Su estilo, emparentado con Cortázar, en mi opinión parece presentar menos altibajos que el del maestro, obviamente salvando las distancias en cuanto a la maestría y la ruptura de lo convencional que caracterizó a Cortázar. Lo fantástico en Bonomini está ligado a la utilización de la alegoría de un modo semejante al cultivado por autores como Buzzati, Kafka o Schulz. Si bien menos preocupado por el ambiente en sí mismo, lo peculiar en Bonomini es esa falta de límites entre lo que es y no es. La realidad tiene tanto o más valor que lo que soñamos. La ambigüedad no es una falencia o un defecto, tampoco una excepción de lo cotidiano, sino una característica implícita y sustancial del concepto mismo de realidad. 
      Bruno Schulz: La calle de los cocodrilos (antología) El autor publicó sólo dos libros de cuentos: Las tiendas de color canela y El sanatorio del sepulturero. La presente es una antología que reúne gran parte de esos relatos. Este autor, que nació y vivió en la Europa del medio este, en una época especialmente convulsionada (la Segunda Guerra Mundial) se dedicó a la pintura y la literatura, y en ambas ha logrado medios expresivos sorprendentes. Su literatura, en este caso, está teñida y emparentada con su colega Franz Kafka, y con él comparte una visión del mundo a la vez trágica y absurda. Sin embargo, las similitudes allí se acaban, en mi opinión. El autor del prólogo de la antología, Elvio Gandolfo, destaca la semejanza en la importancia de la figura paterna, y aunque destaca las diferencias entre ambos progenitores, pienso que la influencia de cada uno es completamente opuesta. El padre de Schulz es un poeta, un ser absorbido por el delirio de la imaginación, alguien que ha puesto alas a la realidad, porque ésta es gris y chata. La importancia del padre de Schulz es la impronta poética e imaginativa que ha puesto en su hijo, ý éste, como protagonista de sus relatos, ha decidido poner también a su padre como coprotagonista. Prácticamente todos los cuentos están relacionados: una misma familia, un mismo ambiente, un mismo clima y tono de nostalgia y absurdidad. El lenguaje, impecable, hace recordar a Proust, el absurdo a Buzzatti, y lo poético a Kafka, y sin embargo, en tan corta obra, Schulz ha logrado crear un mundo donde la alegoría es evidente, pero no suficiente para explicar el mundo que crea. Es algo desprendido del mundo real, otra cosa que se ha formado paralelamente a la misma cosa original. El cambio está en el punto de vista del sujeto, que luego de percibir la realidad, la ha transformado y proyectado luego en esa misma realidad como una alternativa. Por ejemplo: los pájaros que cría el padre del narrador, son reales hasta ciento punto, pero la variedad, el tamaño, las costumbres y la invasión de la casa por estas aves:¿es real? ¿es imaginación? ¿es ilusión? Los pájaros están, y son extraños: éstas son verdades irrefutables. El clima es nostálgico, no mágico sino absurdo, insisto, pero no de una absurdidad desesperante como la de Kafka, sino festiva, como un carnaval de monstruos que no hacen daño. El punto más alto, quizá, sea el cuento El sanatorio del sepulturero, para mi uno de los tres mejores cuentos del siglo XX (digno heredero del Bartleby de Melville y La metamorfosis de Kafka). Un sitio donde lo real y lo onírico se entremezclan hasta intercambiar sus lugares. No es extraño que haga acordar al sanatorio de La montaña mágica de Mann. El lenguaje de Schulz es una mezcla extraña y muy peculiar de imágenes sensoriales variadas, como cuando relaciona objetos a través de sus características visuales y las emparenta con las auditivas u olfatorias de otros: bosque y marrón cedro, madera y tabaco, violoncello y viento. Para terminar, menciono que la primera antología en francés fue realizada por Maurice Nadeau, autor también de un excelente estudio sobre la vida y obra de Flaubert. 
      William Trevor: Noches en el Alexandra (1987) Esta novela corta es una forma más del camino que los escritores contemporáneos de habla inglesa han decidido contar su infancia desde el punto desencantado de la adultez. Emparentado con Las correcciones de Franzen, la menor cantidad de página y el clima menos opresivo no evitan que la similitud e gustos y pasados no sea evidente. Hay un niño narrador protagonista, una ciudad pequeña, una época convulsionada de guerra, un progreso que devora los tesoros de el infancia, una familia que, como todas las familias, es disfuncional más allá de su buena convivencia. Por que cómo asimilar que cinco personar totalmente diferentes deban convivir y compartir gustos y principios, defender orgullos y claudicar deseos. Aqui el niño protagonista conoce a una pareja extranjera: él alemán, ella inglesa, de muy diferentes edades. Y el niño encuentra en ella especialmente una comprensión y un trato que su familia no parece dispuesta a ofrecerle. Los prejuicios de raza y credo son los pilares en los que la familia necesita establecerse, y todo aquello que desbalancee el equilibrio de los días es rechazado. Lo extraño, lo extravagante, debe ser prohibido, y sin embargo un chico puedo ver más allá que un adulto, porque aún no ha sido enceguecido por los valores aprehendidos. E inevitablemente, cuando la confrontación no lleva a ningún termino medio, llega el resentimiento y la piedad no tiene lugar. Resentimiento del chico hacia su familia, impiedad de la familia hacia la pareja extraña. Entonces el chico se hace adulto, y más allá de la eleccion propia de su destino, él es víctima de esa guerra personal, paralela a la guerra que azotó los pueblos durante aquella infancia. Sólo, dueño de un cine construido en honor a una mujer que veía más allá de los bienes mundanos y las buenas costumbres, a la persona, el individuo, la mente y el corazón del chico. Un cine que no ha soportado en avance del progreso tecnológico, y que resistirá sin embargo porque hay principios que nunca huelen mal ni se descomponen, huelen a humedad por estar archivados en desvanes antiguos, pero no han perdido su fuerza. Sólo e incomprendido, el hombre sigue siendo el guardián de un lugar donde el recuerdo de una mujer es más firme y más bello que toda guerra, toda familia y toda infancia. William Trevor es un poeta de la narración. Su lenguaje es claro, límpido, nostálgico y humorístico a la vez. Tiene por momentos el tono irónico de Twain, el clima de Bradbury, la solidez de Hemingway, la dureza de Franzen. 
      Leónidas Barletta: Historia de perros (1950) Aunque llueva (1970) El autor formó parte del grupo literario Boedo y por lo tanto de la confrontación permanente con el grupo Florida. Lo que enfrentaba a los grupos era la posición de la literatura frente al mundo. Boedo reclamaba una función social y un compromiso de la literatura frente a los problemas urgentes de la sociedad, debiendo ser un portavoz y un representante de la cultura popular. Pero esta propuesta era muy diferente a como podríamos concebirla en la época actual. En ese entonces la función de la novela y el relato, de la poesia, el ensayo o el teatro, era representar la vida del pueblo y reivindicar los derechos de los pobres y el proletariado. Eran tiempos de cambios y de recuperar justicias postergadas durante mucho tiempo. Los coletazos de la resolución soviética eran inevitables, sumándose las guerra civil española y la revolución cubana. La función del arte como arte en sí, comprometido con el lenguaje únicamente, como lo concebía el grupo Florida era una postura del rioplatense burgués y de clase acomodada. Como en todo grupo, hay buenos y malos representantes de los mismos, quiero decir, hombres cuyos principios están al servicio de la buena literatura y otros donde ésta está al servicio de la función social. Cuando el lenguaje es un instrumento nada más, cae en lo panfletario, y es difícil que el resultado sea buena literatura. Leónidas Barletta fue un gran escritor cuya obra es demasiado amplia como para generalizar, pero a juzgar por las dos novelas mencionadas arriba, supo dar una visión propia de l pueblos sin traicionar los fines del bran arte. El lenguaje aparentemente sencillo está muy bien pulido. Es práctico, pero poética al mismo tiempo. La mirada detallada de la gente del barrio y los pueblos es bella y escueta al mismo tiempo. Su humorismo no viene del narrador sino de la voz bien plasmada de los personajes. Pero cuando se pretende representar la realidad siempre hay una selección, porque no podemos retratar todas las cosas y los hechos del mundo al mismo tiempo. Y a su vez, aunque nos dediquemos a una zona en particular, o a un individuo incluso, la visión del narrador siempre es subjetiva. Por eso, en estos casos la visión del pueblo que Barletta nos transmite es cierta, seguramente, pero también idealizada. Y debió está consciente el autor de que esto era inevitables, por eso no eleva a sus protagonistas a un sitial para derribar a otros, sino que los describe como seres particulares en un a zona y época particular. Es un narrador de historias, no un documentalista ni un filósofo. El autor cuenta sin lugares comunes ni mensajes morales o sociales. Hay un trasfondo político y social, inevitablemente, apenas mencionado, que no incluye en la psicología de los personajes. Es verdad que éstos se acercan al estereotipo por momentos, que todos se funde en una gran caracterización de la que forman parte personajes, animales y ambiente. Ambas novelas, como representaciones de una sociedad y una época, tienen la estructura de capítulos que se suceden como episodios de diferentes ambientes y situaciones. No hay un conflicto preciso o demasiado profundo , sino una psicología del barrio donde cada personaje humano o animal es una parte y una característica especial de este ser colectivo. En Historia de perros el autor participa activamente en la narración, e incluso aparece como personaje y creador a la vez de los destinos de sus personajes. Aunque llueva tiene una estructura más, convencional, pero la estructura de relatos enlazados es menos chocante porque la trama individual de una pareja va y viene dentro del collage general que intenta representar al barrio. Así como Emile Zola, con sus diferencias, claro, Barletta se acercó al naturalismo con menos crudeza pero más lirismo. 
      Gustave Flaubert: Viaje a los Pirineos y Córcega (1840) Viaje a Bretaña (1847) Estos dos libros reflejas los viajes del autor a los 19 y los 26 años de edad, respectivamente. Si bien su narrativa de ficción no estaba madura, y se veía plagada de mucha retórica y algunos argumentos inverosímiles, su estilo para la crónica muestra ya no sólo al escritor en su oficio, sino una visión que está madurando lenta pero firmemente. Ambos libros son más convencionales en relación al que sería su tercera crónica de viajes: Viaje a Oriente. Si en ésta su estilo de frases cortas, estrictamente descriptivas y crudas, muestra el estilo más maduro y la perspectiva ácida y algo pesimista del mundo, en los primeros relatos de viajes esa retórica se va atenuando y sirve, sin embargo, para dar un matiz más poético y de cierta inocencia desencantada. Hay mayor dedicación a leyendas e historias, algunas descripciones de personajes muestran al maestro que llegará a ser, pero sobre todo se destacan las reflexiones personales. Estas reflexiones son las que ganan más terreno en el segundo, y le dan más valor aún que a las descripciones y narraciones del viaje en sí mismo. Si en el viaje a Oriente Flaubert se ve abrumado por lo exótico y es esto lo que determina su tipo de escritura más seca, en los viajes más cercanos a su cultura vio necesario incorporar reflexiones sobre su estilo de vida y su propia cultura, en relaciones a contrastes dentro de la misma Europa. Es así que los comentarios del segundo libro son de una ironía que los ingleses desarrollarían sólo un poco más tarde, y de una sutileza escondida detrás del humor elegante pero lapidario. Por ejemplo, la anécdota sobre las piedras de Carnac, donde hace mofa de los supuestos arqueólogos, o la descripción del circo en Brest, donde la crudeza es digna de su posterior Salambó. Rescato, finalmente, que ambos pueden leerse como una primera y segunda parte, pero el más valioso es el segundo, donde encontramos al mejor Flaubert de la primera etapa de su desarrollo como escritor. 
      Clarice Lispector: Lazos de familia (1965) Trece cuentos. Trece relatos que son modelo de cómo debe escribirse un cuento. Trece cuentos, como el libro de relatos de Faulkner. Una mujer latinoamericana, de origen brasileño, haciendo honor, otorgando una ofrenda no sólo digna a la memoria del maestro norteamericano, sino tan perfecta como aquel. Lispector no sólo escribe perfectamente, con el tono adecuado a cada personaje, permitiéndose como narradora los giros necesarios y no más para que los modismos locales adicionen y no estorben el objetivo principal de cada cuento: explorar en profundidad los aspectos escondidos, deliberadamente escondidos, de cada ser humano. Hombre mujer o niño, de cada uno ella extrae las vergüenzas, los dolores, los miedos (del crecimiento, del amor, de las relaciones interpersonales). Ella busca y encuentra lo humano general en el humano particular. Es verdad que explora con minuciosidad extrema el alma femenina, de una mujer adulta, de un ama de casa, de una mujer con alteraciones emocionales y psíquicas, de adolescentes que crecen reprimidas. Pero esto sólo un aspecto de su búsqueda. Lispector excava a cuatro manos y encuentra la naturaleza del hombre, del adolescente varón y sus preocupaciones cotidianas, sus miedos y sus mezquindades, del hombre adulto y sus temores, de las familias como entidades expuestas a los peligros del mundo. Ella encuentra las pequeñas cosas, hechos, gestos, que de repente cambian todo, cambian el transcurso de un día y de toda una vida. Máximo ejemplo de todo esto: Feliz cumpleaños. Una anciana cumple 89 años, toda la familia con hijos y nietos se reúnen para agasajarla; ella, dura, rígida, en lugar de soplar las velas de la torta, escupe al suelo. Una historia surge de esto, un mundo nace de esa actitud, y Lispector lo pone a funcionar para que nosotros sintamos en endeble equilibrio, la inclasificable sustancia de la naturaleza humana. Clarice Lispector: Donde estuviste de noche (1974) Este libro de relatos, muy cercano a la fecha de muerte de la autora, es muy diferente al anteriormente comentado. Lazos de familia es un libro escrito a comienzo de los años '60, en plena madurez de vida y de capacidad como escritora. El que ahora comentamos tiene la maestría de quien lo escribe, pero las circunstancias que lo nutre son otras muy distintas a las del otro libro de cuentos. Aquí deberemos denominar relatos y no cuentos a estos textos, por varios motivos. Primero, son más cortos, de tono impresionista, casi estampas por momentos, sobre una anécdota y situaciones cotidianas, pero que bajo la visión tan peculiar de la autora se tornar peculiares, extraños a veces, profundos siempre en su connotación y trascendencia. Los relatos más largos, que ocupan la primera mitad del libro, son los que más se acercarían a la estructura del cuento, y sin embargo se resisten a esta clasificación. La búsqueda de la dignidad, cuya principal característica es estampar una cierta clase de mujer en una situación particular, se escapa de lo habitual para tomar un tono kafkiano, de absurdo posible en este caso, alegoría del deseo sexual insatisfecho que surge a los setenta años y como amarga sorpresa para la protagonista. La connotación existencial y las repercusiones sobre la vida, la muerte y la vez es evidente. La partida del tren es otro cuento con argumento más establecido, y aún así no deja de ser una suscesión de pensamientos atemporales adjudicados a dos personajes en una situación estática: la espera en la estación de trenes. El texto que da título al libro es el más extenso y más complejo. Es como un punto de bisagra entre ambas mitades. Aquí predomina lo onírico y lo fantástico. Partimos de una situación caótica: una orgía donde se mezclan espíritus y humanos, pero todo este caos se va organizando a medida que avanzan las horas de la noche; cuando amanece, las furias y la lujuria se calman y se pierden con la luz. Lo mismo sucede con Seco estudio de caballos, aquí el hilo conductor en una serie de impresiones anotadas en una especie de diario l libro de apuntes. La protagonista esta vez parte de una situación de origen terrenal: su crecimiento con un caballo, y termina con la situación mítica del caballo del rey. En este caso el orden del caos se dirige al descubrimiento y la conformación del verdadero deseo y la personalidad adulta. Probablemente estos cuentos están influidos por la situación personal de la autora, afectada por el cáncer, y el tono impresionista, reflexivo de los último relatos no puede dejar de relacionarse con esta circunstancia. Aún así, la destreza y sobre todo la búsqueda continua, permanente preocupación por la buena literatura han mantenido sus riendas firmes por encima del sentimentalismo barato o el lirismo liviano. No hay argumentos definidos, sino que todo se pierde en la mente de la autora; no hay personajes psicológicamente desarrollados, sino que todos son una parte de ella, las impresiones de su visión abarcadora del mundo: de la vida, de la muerte, y de lo que dejamos al irnos. 
      Luisa Mercedes Levinson: La pálida rosa de Soho (1967) Las tejedoras sin hombre (1967) El primer cuento que leí de la autora en una revista dominical fue El abra, un excelente texto que pone a Levinson en un ritual de gran narradora dedicada a plasmar personajes fuertes en un ambiente agreste, donde la crueldad es innata y forma parte de la circunstancia de los protagonistas como el mismo respirar. De este libro se destacan las secciones de Cuentos del litoral e Historias sucedidas, donde el ambiente está irreversiblemente enlazado con la situación descripta y las características de los personajes. Cuentos como Los dos hermanos, La familia de Adam Schlager, muestran la naturaleza desproporcionada, exuberante y violenta de los personajes marcados por el ambiente. A su vez el ambiente adquiere relevancia como tal solamente por las acciones de esos personajes. No hay lugares comunes, no hay retórica, sí hay un lenguaje que eleva la situación a un nivel mítico. El resto de lo cuentos, aunque no a su altura, no desmerecen de entrar en el conjunto. En Las tejedoras sin hombre, en cambio, rescato solamente tres de los 14 relatos: el que da título al libro, Más allá del Gran Cañón y El dorado. Por qué digo esto, porque lo que caracteriza el lenguaje de Levinson es que el lenguaje modelado al ambiente, aunque el ambiente que describa no sea exactamente real. La autora opta por mitificar lugares y personajes, y esto es lo que hace mejor, obteniendo esos climas austeros, inciertos y crueles de los cuentos más logrados. Cuando describe personajes de ciudad, cuando elige la ironía algo ingenua en la voz de los personajes, incluso cierto humor campechano o de barrio de clase media, cuando describe ensoñaciones y utiliza lugares comunes y palabras como infinito y libertad en un contexto retórico, siempre pierde el tono que alza otros textos a un nivel de trascendencia. Cuando describe situaciones concretas, construye una leyenda con el lenguaje, y a su vez el lenguaje lo acerca al lector para conmoverlo, porque ha dejado de ser algo general y lejano para convertirse en algo inmediatamente relacionado con los propios deseos y frustraciones. No hay desarrollo psicológico, sino un íntimo ir y venir, una mutua alimentación del ambiente con el personaje, sea desierto, pampa o río. El puente es el lenguaje, que se alza muy alto, elevando a un lugar de terrible belleza incluso a la crueldad y la violencia. El resto de los cuentos están bien escritos, no hay duda. Pero no impactan como los mencionados en este y el otro libro. Resultan triviales, casi un relleno que molesta entre los mejores relatos. Las ensoñaciones que no descartan retórica remanida, el lenguaje excesivamente frío y la trama trivial de un par de cuentos cercanos a la ciencia ficción, son algunas de las falencias, a mi criterio. Qué es lo que destaca a un autor, sino su aporte particular, los breves destellos que lo rescatan del resto. Lo que Levinson aporta está magistralmente mostrados suficientemente en los cuentos de La pálida rosa de Soho
      Abelardo Castillo: Las maquinarias de la noche (1992) El espejo que tiembla (2005) Debemos dejar algo asentado desde el principio: Castillo es un maestro. Partiendo de esta premisa, todo comentario sobre cualquier libro suyo no puede dejar de lado los altos cánones que ha establecido desde sus inicios. Los dos libros que ahora nos ocupan, son los dos últimos libros de cuentos publicados. A una primera lectura, los cuentos no desilusionan desde ningún punto de vista, aún cuando uno esperara encontrar un escritor en su ocaso, cuando tantos de su generación se han repetido, como Cortázar. En estos relatos, Castillo demuestra dos cosas: primero, que no ha perdido su maestría narrativa; segundo, que aunque su temática se repita, no deja de encuentra una vuelta de tuerca, una variación que más que un círculo es una espiral. Como siempre, en sus cuentos lo fantástico no lo parece, porque lo fantástico surge y se funde en lo cotidiano, porque lo real tiene el mismo tono de lenguaje que lo fantástico. Los temas que se repiten a lo largo de los cinco libros de relatos que constituyen Los mundos reales se agrupan en diversas células: ejemplo, Carpe diem, El tiempo de Milena, La muchacha de otra parte, donde la mujer representa un lugar ideal al que se accede por la imaginación o el sueño; Corazón, Hernan, donde se evoca la adolescencia, su crueldad implícita y un hecho trágico (recordar otro relato de Las otras puertas: El marica); Thar, El decurión, El desertor, donde aparece el tema del doble y el tiempo en diversas variaciones. El tiempo en Castillo es un elemento flexible, permeable, y el espacio está subordinado al tiempo. En La que espera, hay un paralelismo doble: río/tiempo y locura/cordura, ambos tienen interrelaciones: la locura es un detritus que el tiempo va dejando, como el río que cambia su lecho y va depositando rocas y tierra en el anterior. El narrador en primera persona parece siempre el mismo en Castillo, pero es una característica que aporta el tono general de impersonal-personal, el primero aportado por el argumento, común, trivial a veces, el segundo por el lenguaje. pero ambos se intercambian, se metamorfosean para crea un personaje mítico, general, pero que nunca deja de tener una voz particular. La impresión resultante es la de leer un destino único pero representativo del alma del hombre. Lo mismo sucede con las mujeres que describe, sean estás Milena, Agustina, etc. El tiempo real está representado por la pareja hombre mayor/mujer joven, instrumento que el narrador utiliza para el juego del tiempo y el espacio; ellos son puertas que se abren a las diferentes posibilidades de lo real. El narrador en primera persona, se confunde con el narrador en tercera y aún en segunda, pero no hay confusión, sino una transición sutil y útil para la ambigüedad del estilo. Castillo, a los setenta años, no ha perdido su destreza, y estos últimos relatos no desmerecen sus logros mayores. Ellos suman y confirman una obra única, diferente dentro de la gran narrativa rioplatense. 
     William Boyd: En la estación yanqui (1993) Esta colección de cuentos del narrador británico, reúne 18 relatos exquisitamente escritos, donde no sólo hay destreza y una maestría en el género, sino preocupación por la renovación y la experimentación. Relatos como Situaciones extrañas, El corcho, Noches transfiguradas y En resumidas cuentas, rompe la estructura lineal para incorporar saltos en el punto de vista para mostrar la distorsión mental del narrador protagonista en el primer relato mencionado, la utilización de textos no literarios relacionados con la trama para crear lazos intertextuales en el segundo cuento, fragmentos de diarios y saltos temporales en el tercero, y rupturas en la línea del relato temporal para crear expectativa o llevar al lector por desvíos y caminos indirectos hasta el final, en el cuarto cuento. Los demás relatos siguen más o menos una línea más convencional, y los que los destaca es la crudeza y la maestría con que están contados. En muchos de ellos la trama es trivial, casi anecdótica: el despertar sexual y el aprendizaje de la madurez (Casi nunca, Historia Vache), donde lo vulgar y tórrido del sexo se ve contrastado por una sensibilidad peculiar y emocional en alguno de los personajes. Otro tópico repetido es el de los personajes automarginados, los fracasados o perdedores (La chica murciélago, El cuidado y mantenimiento de las piscinas, El próximo barco desde Douala), cuyo aislamiento y alineación puede llevarlos a actos redentores (como en el caso del personaje de Morgan), una aún mayor marginación (como en el primero y segundo cuentos) o llevarlos a cometer actos criminales (En la estación yanqui o Mi chica con vaqueros ajustados). También es frecuente el ver parejas o grupos de amigos (Regalos, Alpes marítimos) con un narrador testigo que suele ser el tercero en discordia, y que de manera subrepticia se va convirtiendo esn protagonista y, como casualmente, demuestra su egoísmo con nimias actitudes que se transforman en tórridas acciones al final, y que sin embargo son comunes a todos los hombres porque no se alejan de cualquier situación social común y corriente: una escuela, una residencia universitaria, etc. El último punto importante es el tema de lo crímenes impunes (Situaciones extrañas, En la estación yanqui) cometidos por venganza o por justicia, pero el autor nunca juzga, sólo muestra y sugiere a través de los personajes y sus pensamientos y disquisiciones la causa probable de tal crimen. Ni siquiera hay extensos moólogos interiores, ya que en su mayoría estos relatos están contados en primera persona o en una tercera muy cercana al protagonista, por lo tanto la acción va fluyendo entretejida con las motivaciones del personaje, que incluso puede engañarse a sí mismo pero no al lector: ahí está, entonces, la destreza del autor, que sin mostrar su intervención, es el motor de su obra. Sea cual sea el tema tratado, Boyd los acomete con la piedad y la dureza necesaria: piedad cuando se trata de mostrar la causa y el origen de la forma o postura de estos personajes frente a la vida; crudeza cuando debe mostrar lo que estos personajes son y hacen. 
      Ramón Gómez de la Serna: Explicación de Buenos Aires (1948) Gómez de la Serna vivió en Buenos Aires muchos años, convivió con los porteños y conoció la ciudad en una época de gran progreso económico. La ciudad en la más cosmopolita y europea de Latinoamérica. Había un enorme y creciente movimiento cultural que la hacía ideal para los intelectuales y artistas de todo el mundo. Y estos artículos reunidos, publicados originalmente en la prensa española desde Buenos Aires, con el didáctico fin de "explicar" las características y costumbres de la ciudad de Buenos Aires, van más allá que la intención que se propusieron. En muchos casos sirven como excusa para hablar de tópicos que no tiene relación exclusiva con Buenos Aires, y expresan opiniones personales del autor. Pero estas opiniones están filtrados por un fino sarcasmo y un humor no corrosivo, sino casi ingenuo en ocasiones, pero siempre inteligente, rozando la ironía. Una ironía elegante y refinada, de buen gusto, no filosa, simplemente teñida de humorismo y jovialidad. Los eleemetos que le sirven son los contrastes entre ambas culturas, las diferencias de un mismo idioma, los giros que tomas los modismos, el clima de Buenos Aires, la gastronomía, los cafés, las costumbres y objetos perdidos por el paso del tiempo. Hay una añoranza por el país natal (España) que lo hace más sensible por el pasado de Buenos Aires, en donde halla más semejanzas entre ambas regiones. Las impresiones pecan a veces de idealizadas, equivocadas en cuanto a lo que más tarde sucedería (aunque esto no podemos achacárselo a él), a veces también ingenuas. Sus pronósticos de la Argentina son optimistas, y sus críticas muchas veces superficiales. Sin embargo, podemos referir esto al objetivo limitado de los artículos. No es el fin propuesto un estudio profundo socioeconómicos, sino meditativo, sincero, lírico, optimista y caricaturesco de la la ciudad y sus habitantes. El tono elegido es el de la crónica amena, irónica, como ya dijimos, humorística sin duda, pero exquisitamente bien escrita, de mirada lúcida y con elementos poéticos que en múltiples párrafos pueden clasificarse sin temor a equivocarnos de breves prosas poéticas. 
     Jacobo Fijman: Obra poética Los tres únicos libros de poemas publicados por Fijman en vida se reúnen en esta colección de dos tomos de editorial Leviatán, más un conjunto breve de poemas sueltos y un prólogo de Carlos Riccardo, breve pero acertado. Leyendo el conjunto de su obra poética, uno debería dejar de lado la reputación que la precede: es decir, la personalidad del autor y el mito que se ha creado alrededor, que supera en difusión y equívocos la obra del autor. Las clasificaciones y los juzgamientos del caso deben llegar después de su lectura, si hubiera oportunidad y motivo para ellos. Empezando por Molino rojo (1926), publicado a los 28 años de edad, nos encontramos con un poeta ya experimentado, consumado en su expresión y sus recursos poéticos. Ya sabe cómo los silencios y la austeridad del lenguaje dicen más que muchas palabras. La utilización de los colores como símbolos, combinado éstos junto a otros sustantivos que son a su ves instrumentos o medios de adjetivaciones indirectas, por ejemplo: silencio-blanco-violeta-amarillo, son signos de paz pero infundidos de presagios de malos tiempos "Agrios soplos de la locura". Incluso hay más de un poema que lleva como título Vísperas. Pero ya se ha establecido de algún modo la locura: "Se ha torcido el puente, como una mueca" o "Los molinos de imágenes, caminos sin puntos de vista", puntos negativo y positivo de un mismo estado visionario. Porque la locura es una forma de ver más, pararse sobre el borde de un precipicio, de un punto sin retorno, y animarse a dar el próximo paso. De ahí aquel primer verso del libro, ya tan famoso: "Demencia, el camino más arduo y más desierto". Los puentes son a la vez esperanza, pero también están quebrados y dominados por el silencio. Sus recursos en este primer libro son sin duda surrealistas, no herméticos como en otros autores, sino que recurre más que nada a los símbolos y los colores. Hay imágenes bucólicas, prácticamente ausentes en los otros libros, destinadas a plasmar un estado de inocencia relacionado con la infancia y otros lugares ya perdidos e irrecuperables, por ejemplo los poemas AlegríaAntigüedad. La desolación interna va predominando, y se transmite a través de la desolación del paisaje, en Mediodía: "El silencio le ha puesto al viento un candado de horas". La transformación de la aldea de alegría en desolación es uno más de estos pasajes. Hasta los vientos, otro símbolo muy utilizado, mueren en invierno. Hay ,sin embargo, un último poema que para una addenda casi, un agregado, El hombre del mar, que es casi un himno y una última esperanza. En Hecho de estampas (1929) leemos veros más largos, con menos impresiones y descripciones. Aquí la poesía muestra madurez expresiva en el sentido de no entregar esta aprehensión a la eficacia o habilidad únicamente de la imagen, sino que esta imagen a la vez es no sólo un símbolo en sí misma, una encarnación del estado de ánimo, del alma, en definitiva. Porque en Fijman no hay distinción entre lucidez y locura, entre alma y ánimo. Todo es una misma entidad que se expresa y es a la vez el poema, y ése es un logro máximo para un poeta de tan escasa producción y tan joven. Aquí van algunos ejemplos: muros inclinados, el frío se sumerge en las ramas, está mi risa de niño con al abuelita ciega de la oscura noche, recogemos la sombra que cae de los pájaros. En Estrella de la mañana (1931) estamos en otro estado, ya no de transición, como el libro anterior, ni preocupado por un futuro sombrío vislumbrado a la distancia, como en el primero. Aquí el autor ha entrado en un estado de beatitud, de devoción del cual se encuentra convencido pero que no intenta imponer a los demás. A diferencia de tantos otros autores que hacen de la poesía una plataforma política o religiosa, un medio para transmitir ideas a imponer, Fijman se limita a hacer de la poesía una instrumento y una objeto encarnado de su alma, su alma nueva redimensionada por el descubrimiento de un nuevo estado de éxtasis y posibilidades. Y, curiosamente, no son las ideas del catolicismo las que imperan aquí, ni ahogan al lector con imágenes trilladas o sobresaturadas de misticismos. Fiel a su estilo, Fijman establece límites, que son los dados por su propia estética y lenguaje. Hay, por lo tanto, un compromiso con el arte y el lenguaje, que fija los límites a esa expresión de la nueva alma. Una cosa es el éxtasis espiritual, otra la poesía como literatura. Sabe que el último fin de ésta el la página en blanco, el expresar todo sin necesidad de utilizar los medios limitados de la palabra. Por eso las imágenes en este libro se limitan a unas pocas que se repiten con un ritmo de canto gregoriano, que da sabor y olor a estos poemas. Aquí la religión y el misticismo no es alabador ni condescendiente. Es expresión de fe poética, no alegoría. La religión está ausente como dogma, es poesía porque expresa luces y sombras del mismo objeto cantado. La repetición no es cansadora, es un ritmo de la misa de la vida: naturaleza, voz, amor, que se convierten en expresiones, medios poéticos. Fijman no es un poeta de objetos, sino del alama que se encarna en cosas para su mejor comprensión. Pocos se han acercado tanto y lo han expresado tan bien con pocas palabras y recursos, y quizá la repetición continua de esas escasas palabras sea a su vez el recurso y el sentido, el fin de lo que quiere expresar. En el reportaje final que hace Vicente Zito Lema, surgen algunos cuestiones dignas de mención. Nos preguntamos si realmente era un enfermo mental, si esa lógica expresada en su poesía lo demostraba de alguna manera, si muchos otros poetas no demuestran el mismo tipo de locura sin haber merecido el encierro, si un peligrosidad para sí mismo o para los demás fue la causa de su aislamiento. Quien suscribe, como médico, debe preguntarse cuáles son los límites de los normal con lo anormal, la cordura con la locura. Las palabras tolerantes, casi piadosas de Fijman con respecto a sus médicos no parecen hipocresía de iglesia, sino de una humildad levemente teñida de cinismo. Porque cuánto de ironía y sarcasmo, cuánto de juego, cuánto de verdadera locura había en él. Porcentajes que no pueden calcularse siendo médicos, ni poetas, ni religiosos. Quizá la deidad que Fijman creyó descubrir sea capaz de conocerlos, deidad que tal vez nazca en cada uno como el re-nacimiento de uno mismo en plena vida. Quizá el arte, por definición, carente de lógica, otorgue ese espacio, o por lo menos cree las condiciones para tal nueva concepción. 
     Alejandra Pizarnik: Poesía completa Cuidada y esperada recopilación de poemas publicados y no publicados de la poeta que murió por su propia mano a los 36 años de edad. Si hacemos relaciones de vida y obra con otro gran poeta, Jacobo Fijman, que vivió 72 años, más de la mitad de su vida encerrado en un neuropsiquiátrico, nos preguntamos cuáles podrían ser las causas de tan diferentes posiciones frente a la vida. Podría decirse que Pizarnik no halló el consuelo de la religión, y la desesperación le ganó, o que quizá era ella quien sufría un desequilibrio emocional o mental y merecía estar encerrada para su propia protección. ¿Pero habrían podido crear cada uno de ellos si su vida hubiese seguido otros cauces que el que siguieron? Son sólo cuestionamientos, suposiciones, finalmente hipótesis donde ellos dos son sólo un par de múltiples variables. Vida y arte, como mente y alma, escapan a las clasificaciones y esquemas, se evaden de encierro que el pensamiento humano quiere atribuirles. Solamente nos queda su obra, que el el cado de Pizarnik es mucho más rica en cantidad considerando que vivió la mitad de tiempo que Fijman. Esto la emparenta con aquellos autores que han muerto muy jóvenes en forma trágica, habitualmente por su propia mano, o han abandonado la obra también tempranamente, por no tener más que decir. Quizá esto es lo que debimos considerar en la obra de Pizarnik. Uno acaba con su vida porque ya no le encuentra sentido, y cuando el sentido es decir, y sólo se encuentra el vacío, no hay más que un último vacío al que llegar. Y en toda su obra, irregular, intensa y siempre sincera y exquisita, encontramos estas constantes: el silencio de las palabras, la nada de las palabras a la que la poeta siempre presiente y tiene miedo. El miedo es otra constante, pero no miedo a la muerte, porque esta siempre aparece como un consuelo, una nada de paz, sino a las sombras, a la incertidumbre, a la inconstancia de los seres humanos, al silencio. Como decíamos, su obra recorrió un arco abrupto coincidente con su vida, no en años, sino en intensidad. Sus dos primeros libros, de la década del 50, publicados prácticamente en su post adolescencia, muestran a una poeta ya avanzada, experimentando con un ritmo nuevo, rupturista, casi disonante en la música del poema, y sin duda es esto lo que ha seducido a muchos poetas jóvenes de los '90, que la han imitado hasta el hartazgo. Este es el mérito de esos libros, sin embargo me parecen inmaduros, sin mucha profundidad, meros ejercicios válidos pero demasiado herméticos y limitados en su trascendencia. Con el tercer libro publicado, Las aventuras perdidas (1958), la poeta adquiera claridad, un ritmo que no por ser más convencional deja de ser propio, con un estilo que se ha marcado claramente. Hay una expresividad que se obtiene a través de una mayor precisión, la que a su vez le da profundidad. Este sería un problema en algunos de sus siguientes libros, especialmente en los poemas en prosa, demasiado adjetivados, con retórica en sobreabundancia. Pero volviendo a este tercer libro, vemos que se destaca sobre todo la idea de la inocencia como verdad, la que a su vez es muerte, nada: allí donde las palabras se suicidan. Vemos cómo esta constante está presente desde los veinte años de edad. Todo lo por venir es, quizá, un breve desarrollo en profundidad y densidad, y el resto, repetición. Árbol de Diana (1962) continúa la búsqueda expresiva y la madurez, encontrándola en su punto máximo de vitalidad. Es en mi opinión, el mejor libro de la autora. Aquí la noche, la nada, el viento, la muerte, el aire, el silencio, las sombras son la sustancia de los poemas, cortos, precisos, contundentes, cortantes. Casi aforísticos, pero sin moraleja ni mensajes. Rige la idea de la memoria antigua que desde antes de morir produce el destino, que desde la partida está la llegada. En Los trabajos y las noches (1965) únicamente el tercer fragmento retoma la altura del libro anterior (aunque tampoco la iguala). En el resto hay menos sutileza y profundidad expresiva. Es más sereno, pero como agotado tanto en las ideas como en la forma de expresarlas. De Extracción de la piedra de locura (1968) sólo rescato los fragmentos segundo y tercero (de 1963 y 1962, respectivamente). Aquí su prosa poética es desbordante, pero el delirio y la ruptura, como sucede también en los poemas de los dos primeros libros, determinan un caos sin orden interno. Y todo caos debe tener lógica interna para ser comprendido aún por el lector más experimentado. En el fragmento cuarto el tema de la muerte peca por exceso, otro problema que hace empobrecer cierta parte de su obra toda. Hasta aquí podemos concluir, por lo menos transitoriamente, que lo mejor de su trabajo se desarrolló entre 1958 y 1963, pudiendo extender este período hasta algunos poemas de 1965, es decir desde los 22 hasta los 27 o 29 años de edad. Luego viene El infierno musical (1971), su último libro publicado en vida. Los poemas en prosa son una repetición de tópicos, donde sobreabundan las palabras con mucha menos eficacia que en sus poemas cortos. Lega un momento que quien suscribe dijo ¡¡basta de lilas!! Hay imágenes excesivas, saturantes, sin sutileza, que no se dejan leer, incluso muchos lugares comunes y sin originalidad, aún para su época y considerando cuánto sería imitada por tantos poetas y poetas de menor calidad que ella. Por ejemplo: si viera un perro muerto me moriría de orfandad pensando en las caricias que recibió, o el invierno sube por mi como la enamorada del muro, o en tiempo dormido, un tiempo dormido sobre un guante sobre un tambor, y estoy citando las mejores de las más fallidas. Hay partes donde las preguntas para qué, para quién, dónde, cuándo parecen de una poeta muy menor. En los poemas no recogidos en libro, del período 1956 a 196o, son todos excelente. Pizarnik era una maestra en el poema corto, porque lo dotaba de concisión, fuerza y sutileza a la vez. De su poesía brota una identidad propia, inconfundible. Le otorga una identidad a la nada, y detrás de la luz halla oscuridad y viceversa, detrás de las ventanas, muertos. La identidad, por lo tanto, se define por inversión: luz -oscuridad, todo-nada. En los poemas no recogidos en libros del período 1962 a 1972, sólo destaco media docena, adoleciendo los demás de las falencias antes mencionadas. En fin, habiendo leído la totalidad de sus poemas, uno llega a la conclusión de haber leído toda una vida en un viaje literario poético, con sus cimas espléndidas y mesetas olvidables, los altibajos de una vida que se encontró con el silencio, ese bien tan preciado y tan temido, ganado por méritos propios al final. 
     Carson McCullers: Cuentos completos Los relatos de la autora abarcan un extenso período de obra creativa, prácticamente de toda su vida, ya que el primero de ellos fue escrito a los 16 años, en 1933 y el último publicado en 1956. Son apenas 19 cuento, pero su calidad individual hace que cada uno de ellos sea una joya irrepetible. Desde el primer cuento, en plena adolescencia, McCullers mostró su dominio en el género con un relato que transmite los cambios de dos adolescentes en su paso de la niñez a la juventud. Uno que está madurando con dificultad, pasando las crisis que determinan la forma en que los demás lo ven, luchando por ser aceptado, la inquietud por el sentirse diferente, y que ve cómo su primo, algo menor, pasa por crisis similares pero que oculta, o por lo menos que él no alcanza a ver. Porque todo adolescente cree que su sufrimiento es único, y su tendencia al aislamiento hace que vea en sí mismo y en el otro un misterio que lo asusta. Y este misterio es que el domina por lo menos la mitad de los cuentos. Los conflictos de la adolescencia: miedos, celos, atracciones, aislamiento, sexo, obsesiones, inquietud por algo que va a suceder y que va a cambiarlo todo. El crecimiento trae cambios que ellos quisieran dominar, pero no pueden, y cuando quieren ver ya todo ha pasado, a veces subrepticiamente, y los recuerdos determinan la identidad, sin que ellos hayan podido elegir. Uno ya no es uno, sino otro. La autora muestras paisajes crueles y tristes con un tono apacible y poético, con breves detalles, desde el más nimio, y es en esa nimiedad lo que hace la anécdota precisa (inevitable) y entrañable (dulce y amarga al mismo tiempo). La habilidad para apoderarse de la conciencia tanto masculina como femenina es asombrosa, y transmite estados de ánimo con apenas gestos precisos y el clima del relato. Hay en sus estilo casi una mezcla de la exactitud de Hemingway con la poética del tiempo de Proust. Puede ser tan cruda como en El jockey, un relato casi hemingwayano, o tan tierno como en Madame Zilenski y el rey de Finlandia. Pero su crudeza nunca es brusca, sino siempre filtrada por el tono casi elegíaco, no por sobrecargado sino por melancólico, resignado, pausado sería el adjetivo que podría acercarse algo a este estilo tan peculiar de construcción narrativa. La lucidez con que describe, en boca de otros personajes, su propia experiencia con el alcohol es encomiable, porque no lo transforma en un protagonista ni convierte al relato en un apología en pro ni en contra. Sólo cuenta una historia donde el alcohol es casi un personaje que nunca habla pero que está allí, detrás y junto a los protagonistas. La música es otro elemento imprescindible en estos relatos, ya que la propia autora fue una intérprete frustrada del piano. Este elemento aporta dos factores importantes: el clima y el tono de la prosa, sin duda dominada por el lirismo, y por el otro lado la temática, es decir el miedo y el presentimiento de perder la propia habilidad o capacidad. El temor a la pérdida es un tema recurrente, tanto en sus protagonistas adolescentes expuestos a la pérdida de la infancia o de su habilidad musical, como en la adultez el miedo a la pérdida de la cordura, el talento o las ilusiones. McCullers es despiadada con sus personajes, pero al mismo tiempo los envuelve con un halo de ternura. Difícil equilibrio, porque no es filosa ni cortante en su prosa, sino cálida sin dejar de ser absolutamente sincera, queriendo demostrar quizá de esa manera la ambivalencia de los seres humanas. Esta ambivalencia comprende tanto el plano espiritual y psicológico, como el sexual, de allí esa especie de peculiar comprensión de la conciencia masculina, en lo que hace a aspectos que no muchos autores varones se atreven a tratar. Sus personajes, en definitiva, no poseen una maldad consciente ni deliberada, sino que parecen agobiados por el peso de su propia personalidad, que no sabrían definir ni controlar. Son cobardes, tristes, resentidos, melancólicos y pasivos. Muchos de ellos están enfermos, y la piedad de la autora, capaz de sufrir las mismas debilidades, se dirige a ellos no para justificarlos, ni siquiera para consolarlos, sino para rescatarlos del anonimato de la nada, darles un espacio y una oportunidad de decir, de mostrarse, de hablar y continuar su camino al final de cada cuento. 
     Carson McCullers: Reflejos sobre un ojo dorado (1941) Esta novela es una novela incómoda, aún para esta época, cuando creemos habernos despojado de la gran mayoría de los prejuicios, especialmente los sexuales. Pero a pesar de esto, muchos tabúes persisten, hay zonas donde el precario equilibrio de las emociones se tambalea hacia un lado u otro, donde la psicología humana amplía y ahonda, refunde y entremezcla los factores que conforman su complejidad. Hasta hacer de la mente y el alma humana un fundido inaprehensible, tortuoso y extremadamente irritante. Y si este mundo está expresado de una forma demasiado clara, tan expresiva como el agua sucia y revuelta que llega a la orilla donde nosotros estamos sentados, y cuyo aroma no soportamos, menos aún toleraremos leerlo de la forma en que Carson McCullers lo hace. Porque ella no es cruenta ni explícita en su narrativa, su narrativa es casi casual, clara, con escasas explicaciones ni descripciones que traten de fundir el alma o los estados de ánimo en el paisaje para dar una imagen más expresiva o artística a una situación corrupta. En su narrativa no hay oscurecimientos de lenguaje, ni hermetismo innecesario, los personajes son expresados como son: enfermos en su mayoría, pero esta es una conclusión necesaria a la que llega el lector. La autora se limita a decir cómo razonan y cómo son, lo que les gusta y lo que hacen. Hay escasos flashbacks. Para ser un narrador omnisciente, la autora escamotea pistas al lector, lo deja deseando explicaciones de episodios que más adelante se aclararán, como el del crimen de Williams o el carácter chismoso de Penderton. Su posición es desapegada lo que está sucediendo, casi como una cronista, pero sin artificios periodísticos. Pero quizá sea el único modo de desarrollar seis personajes protagonistas en una novela tan corta, casi un cuento largo por su estructura. En esta novela podemos encontrar varias características que la definen: 1) novela corta o cuento largo, como ya dijimos; 2) seis personajes muy complejos (¿Seis personajes en busca de un autor? ¿Pirandello?); 3) narrador omnisciente que escamotea datos; 4) cierto alejamiento del narrador; 5) tensión constante, otorgada por esa estructura de cuento largo; 6) los freaks, enfermos o con diversos grados de normalidad, según las características de la sociedad que los juzgue, que van tomando a lo largo del texto un carácter más humano, más trágico, alejándose de la filosa, amargamente expresada ironía, para acercarse a la tragedia griega, casi al estilo de Sófocles en Medea. Un párrafo aparte merece Penderton, el personaje quizá más inclasificable, más rico y peculiar, más torcido de McCullers, es casi una mezcla de todos los torso personajes: masculino, femenino, odio, amor, celos, resentimiento, altibajos emocionales, estupidez. Es casi una representación de toda la sociedad, una muestra de lo que se esconde bajo las máscaras que la costumbre que hace tolerable y posible las superficialidad de la maquinaria social.            Carson McCullers: La balada del café triste (1943) En esta novela la autora adopta un tono diferente. Aunque los personajes son también freaks, la mirada y el tono es más poéticos, menos irritante que en Reflejos sobre un ojo dorado. Sin embargo, en otro paralelismo a la inversa, lo que al principio parece una mirada más lírica y humanizada de los personajes, a medida que transcurre la acción los personajes se van haciendo más complejos, más grotescos, y sin duda se tornan monstruosos. Aquí también se utiliza el recurso de la anticipación, muy usado en la autora, tanto en los cuentos como en las novelas, donde siempre hay frases que indica que algo pasó en un futuro inmediato que cambió las cosas o el rumbo de una situación. Y el recurso no es abusivo, sino sumamente eficaz para este tipo de narrativa, porque crea una tensión permanente, de algo que inminentemente va a ocurrir, y en general ese hecho no es espectacular ni demasiado trágico, sino casi común y corriente como cualquier simple hecho de la vida cotidiana, pero que determinará un cambio en el punto de vista y las decisiones de los personajes. Aquí el hecho es la pelea final entre los protagonistas, que toma un rumbo inesperado y sume en tragedia la vida de la protagonista, que hasta entonces creíamos una heroína, una antiheroína en realidad, pero a la cual el lector le había tomado cariño. Y el personajes del jorobado, al cual debimos prestar nuestra piedad y cariño como lectores, va tomando la forma que su aspecto exterior muestra desde el principio: una oscura alma y un secreto propósito egoísta. 
      Carson McCullers: Frankie y la boda (1946) A medida que crece, Frankie se va viendo diferente, es otra persona así como el tiempo que dejó atrás es otro. El verano anterior sintió el cambio más importante: la disconformidad con ella misma y su desubicación con el mundo. Los veranos suelen ser conflictivos para los preadolescentes y adolescentes, se ven expuestos en su físico cambiante y rápidamente transformado, que casi no reconocen y con el que se sienten incómodos, se ven expuestos también a un intercambio obligado con los demás, si no desea que los consideren distintos y "raros", cuando en realidad quisieran estar solos y sentirse a salvos en su mundo. Porque Frankie está creciendo y su pertenencia al mundo se ve doblemente cuestionada: ya no es la niña pequeña, pero tampoco en la adulta que quisiera ser y a la que intenta imitar con frases hechas y comentarios que suenan artificiosos y ridículos en boca de ella. Necesita sentirse igual a los demás para que no la aíslen, pero quiere también conservar el mundo ideal cuyos remanentes persisten en su cabeza cuando contempla y piensa en el mundo que la rodea. Los cambios se ven representados por la boda de su hermano mayor: con esa boda cambia todo para ella, su infancia desaparece de un modo definitivo, su único lazo se va acaparado por una extraña que se lo lleva. Y Frankie necesita y se convence que ella debe formar parte de esa boda y ese matrimonio, que ella y ellos son un todo insoluble, por eso necesita hablar y explicar, y toda la tarde del viernes y sábado se dedica a decirles a los extraños lo que hará: ir a la boda y partir con ellos para ver el mundo. Dejará el pueblo, que la limita para ser una gran mujer, una personalidad a la que está destinada a ser. Su padre es un hombre distante, preocupado con su trabajo, tranquilo y triste luego de la muerte de su mujer. No hace demasiado caso a los cambios de humor y los caprichos del crecimiento de su hijo, pero la ama y se preocupa por ella cuando ella abandona la casa por una horas. Frankie debe tomar decisiones, y les teme, se enfrenta con sus ilusiones, y se equivocará al confrontarlas con la realidad. Sabe, intuye que todos estamos incomunicados, y por eso nadie la comprende cuando ella tiene necesidad, la imperiosa necesidad, de hablares y hacerles ver lo que está sintiendo. Ella toma la decisión de irse con su hermano y la esposa, pero el lector sabe que es una fantasía, que ella se chocará con una pared cuando vea la realidad el domingo después de la boda. Se sentirá lastimada, y el lector quisiera prevenirla, hacerla darse cuenta. Y esto es mérito de la narradora, que nos ha transportado, aún en con una voz narradora en tercera persona, a la mente y al alma de Frankie, una chica de 12 años. Frankie crece, y en la segunda parte de la novela se llama F. Jasmine, porque ella siente que ese nombre le pertenece, y en la tercera parte se llama ya Frances, no una mujer todavía, pero ya en camino de serlo, no solo porque su cuerpo se lo dice, sino porque se ha enfrentado a su primera gran desilusión: la del cambio de las cosas, la del paso tiempo que nada lo conserva intacto. La belleza de las cosas de la infancia no pueden ser conservada más que en la memoria. Frankie se encuentra entre dos puntos de vista: la niñez de John Henry, su primo pequeño, con actitudes y posturas infantiles, y la madurez sabia y rústica de la sirvienta negra, Berenice. Frankie descubre un mundo esa tarde de sábado, sensaciones nuevas, pero también los límites para todo ser humano: la incomunicación, la pérdida. Ella, al crecer, sabe que será más libre que en la niñez, sabe que puede ir y hacer lo que quiera, pero también descubre que estará más sola. Es una representante del género humano. Una niña de 12 años en un pueblo perdido de Estados Unidos, en medio de una guerra, una chica anónima y como todas las demás, se siente fea a veces, se sabe orgullosa y terca casi siempre, pero como todos los de su edad hay cosas que no podrá cambiar, cosas demasiado grandes, el tiempo y los cambios que barren con todo, incluso con lo que ellos mismos desearían conservar: eso que fueron en su infancia. Carson McCullers enfrente a su protagonista con algo más severo y más mortal que todos los ejércitos, el paso del tiempo, los estragos del crecimiento y la impotencia del dolor ante la muerte. Así, se convierte McCullers en digna heredera de William Faulkner, que por algo un día de 1962, en un auditorio de West Point, se acercó a ella, y abrazándola la llamo "'hija mia".hija míahhihijahij
     Marcel Proust: En busca del tiempo perdido (1913-1922) La primera novela de este ciclo fue publicada en 1913, pero su proceso de gestación comenzó en 1909. La última novela publicada por el autor fue la cuarta en 1922. La quinta y última íntegramente corregida y terminada fue publicada al año siguiente de su muerte. Las últimas dos, con diversas versiones sin correcciones definitivas fueron editadas posteriormente. Otro factor importante a tomar en cuenta es si debemos considerar este ciclo como una sola y gran novela extensa, o como diferente novelas cuya lectura puede se realizada en forma independiente. Los finales no implican necesariamente una continuación, ya que son abiertos en su mayoría, la estructuración en capítulos y partes varía de una novela a otra. No hay esquemas definidos en realidad, y el autor parece haber utilizado como único recurso continuo el correr y fluir del pensamiento y la memoria. Esta forma narrativa, por lo menos en la manera utilizada por Proust, representó un cambio en una época ya convulsionada por cambios sociales, políticos y de costumbres. La revolución industrial, los cambios políticos, las nuevas ideas sociales, todo esto creó una sensación de incertidumbre que termina de concretarse con el gran conflicto de la 1ra Guerra Mundial, que más que una solución parece una forma de destruirlo todo para refundir un nuevo siglo. Y esta sensación es la que se intenta dar en la última novela, donde los personajes parecen sobrevivir al fin de siglo con costumbres y pensamientos que están muriendo, decadentes y desubicados en un mundo más austero, menos hipócrita en el sentido que la alta sociedad del siglo XIX la entendía, pero no menos cruento. Los parámetros sociales han cambiado, el affair Dreyfus ha puesto un antes y después en las etiquetas sociales y se ha puesto en relieve, o retirado los velos, más bien, que cubrían las llagas. Por lo tanto el tono que Proust elige es un no que filtra la realidad a través de la conciencia del recuerdo. El pensamiento se hace memoria, y la memoria se explaya en el papel. Es un intento de atrapar el tiempo, de no dejarlo pasar si registrarlo; porque el autor que que aún la memoria, por propia definición inmortal por carecer del tiempo, también está expuesta a la muerte. Muere el hombre y muere el recuerdo. Y no era cuestión de utilizar los recursos del naturalismo, cuyo objetivo fotográfico también estaba destinado a fracasar en muchos aspectos y hacer retórica y lejana la época recordada. Para ello necesitaba romper la estructura lineal y convencional de la novela decimonónica. Rompe con el esquematismo del narrador en tercera persona, rompe a su vez con la propia verosimilitud que debería otorgarle según la nueva modalidad, porque este personaje narrador protagonista es casi omnisciente. Pretende describir en toda su amplitud una época y una sociedad, pero más que amplitud en vistas de cantidad, es una intención de revivir un clima, una sensación, un olor que la época recordada quizá no tuviese en realidad, pero que es otorgada por el recuerdo. Proust elige el filtro de la memoria, que lo protege del roce del tiempo y de las miradas equivocadas. Aquí hay una sola conciencia, una sola mirada que no juzga, solamente intenta explicar. Primero en la memoria de un niño cuya personalidad se pierde en el contexto, se funde, más bien, se va formando con lo que ve y oye. Las dos primeras novelas son novelas de aprendizaje, maduración y descripción del mejor tiempo de cada hombre, la infancia. La casa paterna, los paseos en el barrio, las visitas a las casas de los conocidos, el teatro, el amor juvenil y su halo melancólico al fracasar, las vacaciones el el balneario de Balbec. Aquí conoce al grupo de muchachas entre las cuales conocerá a su futura amante: Albertina. Hasta este momento los personajes son muy claros, el lector puede verlos nítidamente. Sin embargo, el tono y el clima está como filtrado por un velo protector que no deja ver más que los destellos y las sombras, y en el espectro medio un sabor preciso y perdido de días melancólicos e irrecuperables. Aquí se da la simbiosis de arte y vida, como tan bien la desarrolló más tarde Thoman Mann. En las siguientes dos novelas el personaje narrador va creciendo y madurando. Su perfil toma relieve y espacio dentro de la trama. Es asiduo a las veladas de los Germantes, descendientes de la nobleza francesa, cuyas veleidades e hipocresías va develando en sus largos párrafos dedicados a describir las veladas y reuniones. Las opiniones políticas son intercambiables según las conveniencias del momento, lo mismo sucede con las relaciones entre las damas que organizan reuniones y veladas cada día de la semana. Se crean resentimientos, pequeñas traiciones domésticas y el autor aprende que no todo es como parece. Sus padres están en un nivel intermedio en esta clasificación, si así podemos llamarlo. No son asiduos a esas hipocresías de alta sociedad, tampoco se atreven a aislarse de la buena sociedad a la que perteneces. Su niñera y cocinera, en cambio, sirve de punto de anclaje, de contraste, de equilibrio. Ella misma padece de prejuicios, mezquindades y vulgaridades, sin embargo carece de la corrupta tendencia a aparentar lo que no se es. El personaje de la abuela de Marcel es otro punto alto. El recuerdo que deja en Marcel va más allá de una enseñanza: es la plasmación de un tiempo para siempre perdido. La muerte de la abuela, lo mismo que la muerte del escritor Bergotte, son dos de los puntos más logrados y más altos de todo la literatura. Digamos aquí que, a nuestro parecer, la mejor novela de todo el ciclo es A la sombra de las muchachas en flor (que mereció el premio Goncourt de 1919), que comenzando desde la belleza del título hasta la poética entrañable de su prosa, es insuperable en el objetivo de reconstruir, milagrosamente, una época con las manos de la conciencia y la memoria. Hay, entonces, un desarrollo en espiral en la larga trama, que comienza desde la periferia, es decir, la descripción de la sociedad en que el narrador crece, para adentrarse hacia un sector donde el corazón del narrador va madurando y ganando espacio, a medida que aprende a amar a la mujer que será su amante. En la quinta y sexta novela nos encontramos con el clímax: el narrador está encerrado por el mismo método que ha utilizado para describir a los demás personajes. Si la mente de cada uno es un misterio, un vértigo, la suya no lo es menos. Se ve envuelto en la trampa que su pensamiento, es decir, la forma que ha elegido para escribir, no le permite salir ni verse desde afuera. Si bien el objetivo de la novela es aislarse del tiempo, salir de él como un dios y atrapar el tiempo en sus manos para recrearlo a su antojo, esta misma creación dios-pensamiento es también producida por su mente: por eso él mismo es producto de su pensamiento. Albertina se escapa de sus manos, no logra comprenderla, o más bien abarcarla en todos sus diferentes aspectos. Porque por lo menos hay dos Albertinas: la que él ve y la que ella esconde. Está obsesionado con los celos, tanto de mujeres como de hombres. Albertina, hasta la cuarto novela, es casi un personaje contado más que un personaje que actúa. El tono general de la novela es así, conjetura, indirecto, velado, ambiguo, teñido de una poética cruel o dulcificada, según el caso. En la quinta novela Albertina aparece más como ella misma, y el lector se da cuenta que no es como el narrador la imaginó al principio. Ella esconde pero no sabemos qué y cuánto de grave o inofensivo hay en eso. ¿Es nuestra imaginación al escucharla hablar o es imaginación del autor? Aquí es donde debemos decir algo sobre la peculiar voz narrativa. Sabemos que el narrador no es el autor, que hay un personaje narrador con dos características peculiares, como mínimo: transmite más de lo que le sería razonable conocer, y tiene la virtud de ensamblar dos puntos de vistas diferentes: la del narrador y la del lector. Porque es muy curioso cómo el lector se va introduciendo en el discurso del narrador, empieza a ver lo que éste ve, y como también esa voz narradora es una mezcla de narrador testigo y narrador omnisciente, el lector se convierte ve la novela desde dos planos alternativos y simultáneos: desde afuera, como si estuviese leyendo una novela en tercera persona, y desde dentro, a través de lo ojos del narrador. Como Proust opta por dejar en tonos opacos y ambiguos ciertas zonas de algunos personajes, incluso las del narrador (aunque esto sólo lo intuye el lector), quien lee parece descubrir las cosas según el punto de vista del narrador, sintiendo sus certidumbres y sus incertidumbres, viendo claro a veces, y otras, especulando y conjeturando. Así el lector, cuando brevemente se eleva un poco por encima del narrador (un favor que el autor le hace) se da cuenta que Marcel se está equivocando, y aún así tampoco podríamos asegurarlo. Dificilísima técnica narrativa, que más que técnica en intuición y arte. Otro tema: ¿Es proyección de sus propios miedo y represiones la obsesión por el lesbianismo de Albertina? No nos olvidemos cómo el personaje del barón de Charlus es un influencia muy importante en el narrador, y cómo en muchas ocasiones el barón se le insinúa como su posible protector. Estos avances son rechazados, en realidad ignorados, pero cuál es el resto, el residuo que deja en el alma de Marcel. La sexta novela es mucho más breve que las anteriores, e incluso ha sido objeto de diversas versiones según los editores, publicando o no los fragmentos inconclusos y que el mismo autor suprimió. Es verdad que estas lagunas dejan lugares vacíos en la trama para la última novela. Sin embargo, si nos ponemos a analizar esta última, veremos que no encontramos nada nuevo luego de la muerte de Albertina en la sexta. Allí ella muere, sin que nos esteremos de ello, igual que el narrador, a través de una carta de la tía de Albertina. Ella otra vez desaparece, y regresa a la conciencia del personaje narrador y se convierte otra vez en memoria y recuerdo. Y esa quizá es la mejor forma de conservar, de retener, de jamás desilusionarse de alguien. En Venecia, donde la madre de Marcel lo lleva para consolarlo, él, a punto de partir, escucha Sole mío cantado por un gondolero. Las aguas cortan la ciudad, la invade, así como en el balneario de Balbec las aguas bañaban las playas donde conoció a Albertina. En ese canto sobre las agua intuye algo que no puede definir y que comienza a asustarlo. Quizá es la muerte, algo amenazador que él intuye como destructor de todo, incluso del recuerdo. Por eso huye con su madre en tren, leyendo una carta donde se le comunica que Gilberta, su primer amor, hija del adorado Swan que tomó como ejemplo en su infancia, va a casarse con el mejor amigo de Marcel. Esta novela es un epílogo más que una novela propiamente dicha. Su brevedad, su rapidez, su contundencia en narrar la muerte de Albertina y el estado emocional de Marcel, la convierten en un epílogo perfecto para toda una trama que va avanzando hacia un centro emocional: el narrador. Todos estos recuerdos tienen un objetivo y una meta, una función dentro del engranaje de la novela completa. En cambio, la séptima es como el canto del cisne sin las lucidez de todo lo anterior. Es una prolongación de estados emocionales sin objeto, retórica emocional, tal vez. Hay explicaciones y conclusiones para diversos personajes secundarios, que no resultan imprescindibles y quitan ese halo de misterio y ambigüedad que les había otorgado la voz narrativa previamente. Si bien introduce un elemento más contemporáneo (la 1ra Guerra Mundial) como factor de desubicación y sensación de pérdida en los viejos personajes, no aporta nada es sí mismo a la novela. El eje de todo el ciclo es el recuerdo de una época, los cambios son evidentes desde el momento que el autor ha elegido rememorarla. El sabor, el color del tiempo, las sensaciones y los olores de una época se sienten a través de las palabras. Los temas paralelos, como la política, las sociedad, la sexualidad, el amor, los celos, la incomunicación, la muerte, son desarrollados en largos párrafos que dan lugar a disquisiciones filosóficas teñidas de un lirismo y una crudeza simultáneos. Yo elijo como final lo que Proust terminó de corregir antes de su muerte. El final de Albertina desaparece en Venecia, presagiando, emparentándolo con La muerte en Venecia de Mann.            
      Benito Pérez Galdós: Fortunata y Jacinta (1886-1887) El lenguaje de Pérez Galdós está emparentado con el naturalismo y el costumbrismo imperante en la época en que fue escrita. A diferencia de otros autores, esta escuela tuvo sus propias peculiaridades en cada país, marcadas por los grandes narradores, por supuesto, no por los imitadores o escritores de segunda categoría. Pérez Galdós fue un escritor de primera línea, tal vez unos de los cinco mejores escritores españoles de todas las épocas. Su lenguaje es directo, y en esta novela no hay misterios que el lector deba ir develando. Todo se le sirve en bandeja, incluso el transcurrir de las acciones es tan fluida y amena que no se necesita un gran esfuerzo por continuar la lectura. Sin embargo, a pesar de esta aparente simpleza y facilidad, esta falta de misterios a que nos hemos acostumbrados los lectores a partir del siglo XX, está tan excelentemente narrado que asombra la destreza para manejar el humor, el costumbrismo y la tragedia, tan grandes como en una tragedia griega. Porque la estampa es española, los giros, los diálogos, las maneras y características de los personajes son hispanos, pero las pasiones que mueven a los personajes y la evolución de la trama está íntimamente relacionadas con Sófocles. No por similitud de argumentos, sino por la trágica y cruel manera en que los personajes se van desbarrancando. Primer punto importante: Galdós es un autor de personajes. Más que la ambientación, exacta y no más que la necesaria, la personalidad de sus hombres y mujeres es lo más importante. Es demasiado fuerte, no en el sentido de avasallamiento, sino por sus contrastes y sus muy bien definidas características. El tono de los diálogos es imprescindible para esto, pero no es el único factor que los caracteriza. El narrador en tercera persona se embebe de la manera de pensar del personaje, éste piensa y habla a través del narrador. A su vez el narrador participa en la trama como un testigo lejano, indirecto, casi un cronista que desarrolla una trama, que noveliza deliberada y conscientemente una historia que ha conocido alguna vez por sus protagonistas verdaderos. Esto, por lo tanto, aumenta la verosimilitud. (En el último capítulo, suponemos que el crítico literario y dramaturgo amigo del boticario es el autor que no está contando esta historia.) Como decía, las acciones toman el primero plano, casi sin respiro para el lector. Sean diálogos, acciones directas, pensamientos o sueños, el personaje está en primer plano, y el lector no puede apartarse ni desentenderse de él. No hay clasificaciones por parte del autor, no hay calificaciones tampoco. Las escasas adjetivaciones son producto de una forma de decir, un amaneramiento del lenguaje, una costumbre de estilo popular que el autor traslada al ámbito literario con el objeto de hacerlo más cercano al lector, más verosímil y sin intermediarios aparentes. El autor se pierde en lo que narra: ése es el objetivo principal de este tipo de narrativa. Parece una paradoja, el lenguaje excesivo del siglo XIX no parece acorde a este proceder, pero la narrativa de Galdós aportó esta característica, quizá más que la de Zolá o Dickens. No hay lirismo en Galdós, hay una crudeza de una calidad magistral en la forma narrativa. Los personajes son cinematográficos, y no podemos más que recurrir a esta palabra, conscientes de que el autor se adelantó a su época en este aspecto. Otro gran tema de esta novela y en Tristana, por ejemplo, es la enfermedad, tanto del cuerpo y del alma. Ambos están recíprocamente relacionadas en cuanto a alimentación y crecimiento. Y no es caprichosa esta analogía fisiológica, porque Galdós, más que la política y la religión, sugiere que el cuerpo y la mente son los factores que desencadenan los destinos. La novela es un gran estudio sobre la moral, tanto de la época como en general, es decir como concepto. Lo costumbrista es más que nada un color, no lo principal, por eso en este trasfondo se funden las personalidades de los personajes. Fortunata se pregunta sobre la moral imperante (aún en su simplismo). Guillermina Pacheco, Maximiliano Rubín y Mauricia son los que ven más allá de los cotidiano, ven lo místico a través del filtro de la enfermedad, la locura o la extrema entrega a una obsesión. Feijoo y Moreno Isla tienen su propia moral, más liberal, menos apegada a las costumbres, adaptado su propio interés a las circunstancias. Juanito Santa Cruz es el indiferente, el egoísta que se ama a sí mismo y sin saber o sin querer saberlo desencadena tragedias. Jacinta, más que una personalidad, es el contrapunto necesario, el punto de referencia para que el personaje de Fortunata vaya evolucionando. Jacinta es casi la protagonista de toda la primera parte, y Fortunata no aparece sino desde la segunda , cuando Jacinta deja de hacer apariciones más frecuentes. Pero los protagonistas de esta novela de múltiples personajes no necesitan aparecer siempre para continuar como principales. Su influjo permanece en los demás personajes, y los que parecían secundarios van tomando trascendencia medida que se desarrolla la trama, (el ejemplo más típico de esto es el boticario Ballester). Los personajes, llegada una altura de la novela, comienzan a mimetizarse con las ideas que representan. Se van definiendo tan bien sus características y el destino al que se dirigen, que toman un halo casi metafísico, se conviertan en ideas. No es extraño, entonces, que personajes como Mauricia, la amiga alcohólica de Fortunata, sea la que inicia estos devaneos con lo místico y lo alucinatorio religioso. Lo religioso se confunde con la blasfemia y la grosería popular, la superstición y la enfermedad mental. Luego, Maximiliano Rubín será el encargado, con su locura lúcida, de ir explicando las connotaciones más profundas y más altas de la novela, con sus delirios místicos y sus obsesiones, sus celos y su razonamiento extremo. El amor, el otro tema más importante, es, por encima de todo, cruento, obsesivo y no correspondido. No es un amor sublime el amor humano. Hay, por lo tanto, dos bandos bien contrarios en esta novela, no bandos de clases sociales, aunque en algunos factores haya un paralelismo, sino de concepción de la vida y la moral. Hay venganza, celos, locura, justicia, amor y odio, resentimiento y venganza. Todo esto se mezcla en un todo que va envolviendo a los personajes, y ninguno de ellos tiene la capacidad de adueñarse de uno solo de estos sentimientos. Fortunata va de mano en mano, va probando cada uno, y finalmente aprende, aunque debe pagar un precio alto. Entonces, los grandes temas son: la moral (el bien y el mal), el amor (equívoco), la enfermedad (síntomas de una sociedad). Y es curioso, para nuestra mentalidad acostumbrada o la efectista y artificioso, y prácticamente una clase magistral la forma en que estos temas se muestran en toda su crudeza a través de un ambiente común y corriente, con personajes simples, mediocres, en un barrio de Madrid a fines del siglo XIX. Citemos algunos ejemplos donde Maximiliano Rubín, casi el sacerdote y el profeta auto proclamado de la moral de esta novela: "Comprendo que te dé tan fuerte. Así me dio a mí: pero luego me he vuelto estoico. He pasado por todas las crisis de la ira, de la rabia y de la locura". "Lo malo no perece nunca. La maldad engendra y los buenos se aniquilan en la esterilidad". El personaje de Rubín, que de tan nimio y enclenque, de tan poca cosa como lo muestra su cuerpo y su personalidad al principio de la novela, se vaya transformado en ese profeta profano de lo triste y lo cruento, último conquistador de una idea: la santa idea de lo que Fortunata no fue.






Ilustración: Paul Schulenburg





pudo haber sido.




Paul Schulenburg

No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...