sábado, 28 de enero de 2023

EL SUEÑO ES VIGILIA (Libro completo - 2023)







A Laura, porque en su descanso yo vigilo, y en mi sueño ella despierta. Pero siempre hay una esquina donde nos abrazamos.


                                                                         



     “Tantas tardes, sentado en la desagradable tierra labrada por sus manos, Adán habrá pensado en el paraíso. El paraíso puede ser un torbellino de viento.               
      Y Caín, ¿en qué habrá pensado?”

                                                                                                                                                                                                Sara Gallardo






PREFACIO 



Los textos que prologamos, fueron encontrados entre los papeles dispersos que Cecilia Taboada dejó inconclusos o terminados, pero de ninguna manera clasificados u ordenados de manera que indicaran pistas de alguna posible publicación. 

     Los poemas correspondientes al ciclo El sueño es vigilia, fueron descartados en el momento de la publicación de Alimentar a las moscas, también de forma póstuma y por quien suscribe, por expreso ordenamiento y esquematización de Cecilia, libro que ella no alcanzó a ver publicado. En este último caso, había organizado la estructura por ejes temáticos, descartando los poemas de El sueño… por no considerarlos maduros ni suficientemente trabajados. Siempre fue muy estricta con su obra escrita, y puedo decir, por propia experiencia, que lo fue con casi todo en su corta vida. La frustración ante el fracaso continuo al que sentía estaba expuesta, como todos, en realidad, -y esto fue lo que yo, como médico y su pareja en ese entonces, no pude hacerle no solo aceptar, ni siquiera sobrellevar-, le hacía corregir una y otra vez sus textos.

      Al hacer públicos estos papeles, e incluso haciéndome cargo, esta vez expresamente, de la responsabilidad plena de la organización y selección de los textos, me expongo a  las mismas críticas que ya ha recibido Ted Hughes al publicar los textos de Sylvia Plath. Las comparaciones, por supuesto, son siempre desagradables, sobre todo en lo que a mi papel respecta, pero no en cuanto a la calidad poética de Cecilia, la cual, en opinión de muchos especialistas y literatos de valía, no deja nada que desear en relación con  la obra de Plath.  

     En esta edición, decidí reincorporar los poemas descartados, e intercalarlos con relatos en prosa poética concluidos o que podrían considerarse terminados, y que presentan cierta  similitud estilística o argumental con los poemas.

     Quedan muchos papeles a ordenar y clasificar, también muchas carpetas sin abrir todavía, con el hilo sisal que decía era el mejor para evitar que los folios, desbordados, se desparramaran. Recuerdo su figura menuda, su cuerpo frágil, tambaleándose sobre sus piernas sufridas, esmerándose en armar las carpetas luego de cada exhaustiva revisión, para después atarlas, y por último, al fracasar ella misma, pidiéndome que la ayudase a colocarlas en los estantes de su biblioteca. Entonces me observaba hacerlo como si viese más allá de mí, y sellaba el instante con un beso que se parecía al roce de una mosca en la mejilla, áspera, irritante, pero cuya brevedad provocaba inmediatamente el deseo.

      Ella ha dejado múltiples textos, sobre todo de prosa, entre los que hay cuentos, artículos y ensayos, y hasta una extensa novela fantástica que la vi escribir esporádicamente, que iba a titular La guerra, título icónico de su conflicto interior cuerpo-alma. Durante los diez años que vivimos juntos, muy raramente la vi dejar de lado los lápices y los papeles, tanto para escribir como para corregir. Su mente era brillante, y ella lo sabía, claro, por eso escribía, pero su virtud estaba en dejarlo saber a unos pocos. Yo fui uno de esos escasos privilegiados. Uno de los que, además, entrevió su dolor constante, el de su cuerpo y el de su alma.

      Cecilia es un misterio que se revela en cada página, contradictoria, imaginativa, terriblemente aguda y filosa siempre, desencantada y apocalíptica en muchas ocasiones. Eso es lo que resultará de su lectura para quienes aún no la conocen, o la conocen poco, que son la mayoría de los interesados en la poesía. 

      Cecilia no dormía nunca, porque incluso soñando estaba despierta. Por eso el título de estos poemas tan extraños. Eso mismo fue lo que me dijo mi actual mujer, mientras clasificábamos, y escarbábamos, debo confesar, en los papeles apoyados en las estanterías del departamento en que murió. Natalia, siendo cantante y creadora de pequeños lieder, me señaló, en una de aquellas largas y ensoñadoras tardes de invierno en Buenos Aires, con el ventanal abierto al balcón que daba a la calle Sarmiento, uno de los poemas incluidos en el primer libro. Toda la filosofía de Cecilia, me dijo, que aún queda por develar,  podría sintetizarse en uno de esos versos. Entonces me alcanzó el papel con el manuscrito,  que quizá Cecilia escribió en mi presencia no mucho tiempo antes, en la época en que yo me revolvía en mis frustrados sueños  de ciencia y conocimiento, mientras ella intentaba enmendar los errores de Dios. 

                     el error es un número cero después de la última cifra


 

                                                                                                                                  


                                                                                                           Bernardo Ruiz

                                                                                                               Compilador













I. EL PERRO DE LÁZARO











1





¿Quién ha dicho alguna vez que debes levantarte? ¿Quién, que tienes la obligación moral, la obligación supuestamente humana, como si el hombre estuviese expuesto a una escritura desde el mismo imperecedero instante, indeleble para la tinta del tiempo, insobornable y eterno, viajando a millares de kilómetros más allá de toda razón conocida o imaginada, o incluso nunca imaginable, como el recato de los dioses paganos?

    No hay escritura ni escribiente, y ni el viejo Dios cristiano es excusa para determinar el nacimiento y la muerte de los hombres.

     Lázaro, sinónimo de resurrección y de fastidio. De incomprensión y de terror expresado en términos aún no dilucidados por la corriente magnánima y simultáneamente cruel del mundo cotidiano. ¿Quién ha dicho alguna vez que has resucitado? Tal vez, eres un fraude, uno de los tantos perpetrados por la imaginación de ladrones y embusteros. Porque ya se sabe que muchos ladrones han sido perdonados. El robo no es tan grave como un asesinato, así los jueces lo han decidido. 

    ¿Pero matar no es acaso robar una vida definitivamente? Quizá ni siquiera pueda ser llamada definitiva esta cuestión, porque esa vida puede ser devuelta con la vida de quien se la ha llevado bajo el brazo. Como aquel que roba una hogaza de pan, en forma sigilosa y en medio de la sombra de una tarde que cae, sobre el Gólgota o el Río de la Plata, lo mismo da el lugar o el tiempo. 

      El pan no ha cambiado, el trigo sigue cultivándose y cosechándose a expensas de la tierra en la que se sepulta a Cristo todos los días, con la incontenible verborragia de Hitler en original enseñanza, o la parsimoniosa decrepitud de Séneca, mientras los versos de Horacio o Cátulo secundan la muerte que sobrevendrá. La avasalladora muerte que ni el mismo Cristo pudo contener, como si su cuerpo fuese una represa que no aguantó mucho tiempo la presión de las aguas del deshielo de la montaña más alta de Asia, la torre que nunca llegó en realidad a ser demolida, Babel aquella sobre la que las lenguas comenzaron a diversificarse, y cada hombre comenzó a llamar a Dios de un modo distinto. Desde entonces la muerte no fue por hambre, sino por posesión. No de mujeres ni de tierras, aunque éstas son lo más cercano al poder de Dios en las manos ambicionas del hombre, sino del nombre de Dios, cuya revelación es lo mismo que ser llamado uno mismo Dios de todo el universo. Nombramos para poseer, para contener en una única palabra todo el tiempo y el espacio. 

     Nombrar es tener sin siquiera mover las manos o los labios, porque el pensamiento es posesión única del hombre, lenguaje es poder emanado de un sitio de tinieblas, de sombra apartada por breves vientos luminosos. Cada letra es un nacimiento, un parto donde los gritos son esferas de angustia exhaladas por mujeres hechas de tierra y piedra. Mujeres brotadas del suelo como plantas, como flores, como árboles de tallos rotos y raíces esplendorosamente fuertes. Cada letra es un hombre ya crecido pero ciego, buscando a tientas la luz, como si ésta pudiese ser palpada. Pero todos sabemos que la luz del Dios es fría y no da calor, como un tubo fluorescente en una marquesina anunciando un espectáculo en pleno Broadway una noche de sábado, una propaganda de Coca-Cola sobre una avenida de Buenos Aires, o un cabaret escondido en los suburbios de Montevideo. Cada uno de estos ejemplos, así ordenados, muestra la hecatombe de Dios, la degradación del pensamiento. Porque pensar es la suma de todas las virtudes y de todo el poder del que el hombre pueda disponer alguna vez.

      Luces y música, orquestas entonando melodías inolvidables, cantos al amor y la felicidad. Y cuando los discípulos de Cristo salgan del teatro tarareando las canciones recién escuchadas, se enfrentarán con los enormes carteles que los incitarán a gastar y consumir, a beber lo que no desean y comer lo que no les apetece. Pero simularán que las pizzerías son tabernas de Jerusalén, los restaurantes un lugar parecido a las orillas del río donde Jesús multiplicó los panes y los peces, salvo que esta vez encontrarán gourmets ofreciendo platos casi vacíos que los discípulos deberán pagar a grandes precios. Cuentas tan exorbitantes que maldecirán la abundancia del engaño, el fraude de la ambición que alguna vez sintieron ante el milagro económico de Cristo. Como en una Alemania recuperada de la Segunda Gran Guerra, un milagro surgido de la sangre de los no creyentes en el Mesías, los discípulos saldrán ebrios de aquellos restaurantes, rebosantes de comida sus cuerpos cubiertos de túnicas que apenas cubren las partes excitadas de sus cuerpos. Orinarán cerveza en las veredas, escaparán de algunos policías y de la reprobadora mirada de los aristocráticos matrimonios que simulan ir en camino a sus palacios orientales situados sobre calles de barrio con fachadas de cal descascarada y techos de una urdimbre más destinada al derrumbe que a la posteridad. 

     Caminarán despacio, tambaleándose, gritando y riendo, a veces llorando de gozo y de angustia, abrazándose, sosteniéndose unos a otros. Los doce apóstoles se acercarán a los suburbios en busca de las luces de neón que dibujan figuras de mujeres contoneándose lúbricamente, pero que bajo una mirada más atenta, no soportarían el peso de la seriedad. La risa no del gozo del sexo, sino la risa de los niños frente a dibujos animados. Dibujos de mujeres que apenas insinúan descaradamente lo que esconden los interiores de aquellos lugares: cuerpos dados vuelta, sexo como anatomía en manuales de escuela pública. 

     Ellos, sin embargo, no reirán. Van a entrar, traspasando las puertas sin ningún San Pedro preguntando los méritos o desméritos de cada uno. Entrarán en el Paraíso. Y saben que como todos los paraísos de los que sabios y tontos, reyes y mendigos han hablado a lo largo de los siglos, no durará mucho. Verán la desnudez más hermosa, probarán los sabores más deliciosos, y más tarde, luego de la fatiga y la lucidez recuperada, un musculoso portero vendrá a echarlos a base de puños y patadas. Apenas tendrán tiempo de recoger sus ropas para no salir desprotegidos, vulnerables a la luz de la ciudad en la mañana. 

     Verán, cuando sus ojos se hayan acostumbrado al sol, que ese sol tiene la musicalidad de la palabra que lo nombra, esa sola sílaba a la que sus letras le otorgan una tenue música sea cual sea el idioma en el que se la pronuncie. Se mirarán entonces unos a los otros, dándose cuenta de una pequeña y sublime revelación, ocultada por el hambre de la mañana: con una de las letras del sol comienza el nombre de Lázaro. El milagro de su Señor que nunca llegaron a entender, que miraron con terror, tanto al hombre resucitado como a la idea misma de aquel hecho. Lo incomprensible era tan simple como el renacimiento del sol, como el mundo dando vueltas una y otra vez. 

     ¿Hasta cuándo…? Hasta que Dios decidiera retirarse con una gran festejo, un tributo semejante al de un jugador de fútbol o una estrella de cine. O tal vez simplemente como la reunión de despedida de un viejo oficinista de la calle San Martín de Buenos Aires, una tarde veinte minutos antes de la hora de salida, con sidra en vasos de plástico, sándwiches de miga y un par de tristes discursos, mientras todos, incluso el Dios listo para su jubilación, miran sus relojes, pensando en el tren o el colectivo que perderán si no se apuran, en la cita en el café de la esquina con los amigos, o en la mujer que los aguarda para ir a un hotel alojamiento.

     Sólo Dios no tendrá a nadie que lo espere en su departamento vacío, quizá un gato, quizá un canario. Pero no un perro. Los perros huelen el miedo y conocen el destino de sus amos, por eso el viejo nunca quiso tener uno, porque habría sido como tener un espejo frente a él cada día al regresar a casa. Y aunque no habría soportado tal cosa, siempre lamentó no oír ladridos ni poder acariciar el lomo de un perro fiel, como un amigo demasiado sincero. Como un amigo al que no habría podido matar. Para eso estaba su Hijo, el desconocido, al que nunca tocó ni vio, y por lo tanto por el que evitó tener cualquier clase de sentimiento.

     No, jamás tuvo ni tendría un perro. 

     Sin embargo, lo lamentaría eternamente, porque es sabido por todos que hasta Lázaro tuvo alguna vez uno.









2




¿Para qué has despertado, Lázaro? Para quién, quizá, deberíamos preguntar. Abrir tus ojos a la luz cegadora del día tras la abertura en la piedra de tu sepulcro, luz que bebe del manantial de Cristo, fuente agotada desde hace muchos siglos. Porque la luz es tan fantasmal como el agua y la luz que en ella se refleja. Borboteos parecidos a ladridos de tus perros, a llantos de mujeres que se confunden con aullidos, a gritos de espasmos de parturientas que a miles de kilómetros de distancia de tu desierto, dan a luz bebés sin forma, sin piernas o sin brazos, niños de cabezas abiertas donde puede estudiarse el cerebro en todas sus magníficas circunvoluciones, secretos y fúnebres fanfarrias rodeadas de sangre. 

     Todos son fantasmas, Lázaro, amigo mío a través de los siglos, padre mío más que mi propio padre. Hasta las piedras son fantasmas, y a cada momento el mundo se termina y jamás vuelve. Salvo uno que lleva el nombre de Lázaro, con su música de zetas y eles hábilmente ordenadas por un Dios misericordioso hacia quien posee el don de lenguas, la habilidad del lenguaje impío y la aguda apreciación por la exquisitez de cada idioma. El lenguaje es lo contrario a la muerte, y el sonido que no alcanza siquiera a embestirla con dignidad, es seguido por el pensamiento, que es lenguaje, que es palabra, que es letra: célula inmisericorde, átomo indivisible: Dios extendido en un portaobjetos bajo la lente de un microscopio.

      Y allí, bajo el látigo de un científico viejo y apesadumbrado por el cúmulo inmenso de decepciones y fracasos, de éxitos y hallazgos que devinieron en tristes residuos, Dios explica, revela a regañadientes, como una víctima de un interrogatorio ilegal en tiempos de dictadura, los supuestos secretos de la resurrección.

     ¿Por qué Lázaro, y no otros? Y si los hubo, ¿por qué él debió ser el más conocido? Tal vez la musicalidad o la extravagancia no demasiado acentuada de su nombre, la exquisita fluidez que imita a la perfección el deslizamiento desde la oscuridad hacia la luz de la vida; el retorno, la vuelta sobre sí mismo del camino obligado, hasta entonces único para el hombre.

     Tu rostro, Lázaro,  nunca ha sido retratado, porque faltando retratos tuyos en vida, quienes te vieron luego de renacido no se atrevieron, o no pudieron, esbozar siquiera la faz clara, diáfana, extraterrenal que se sospecha debiste tener hasta tu siguiente muerte (y acá podríamos reírnos todos o asombrarnos, o preguntarnos si estamos llevando bien la cuenta de los acontecimientos, pero esto será tema para más adelante). Tu cara, entonces, sigue en la sombra. Tus ojos no son ojos sino esquelas con mensajes inconclusos. Tus manos tienen tierra que jamás conseguirías volver a lavarte, y eso que te vieron horas y horas restregándolas bajo todas las sustancias a las que recurriste el resto de tu vida. Tu cuerpo macilento y endeble, y tu voz saliendo de él como un eco ecuestre brotando de cavernas inundadas nueve meses al año. 

     ¿Cuánto tiempo llevaste muerto: nueve minutos, nueve horas, nueve días? Dicen las escrituras que tres días, pero los múltiplos de una unidad, una unidad de tres, son nada más que repeticiones fantasmales, retóricas, inútiles de la entidad original. Siete veces siete, tres veces tres, números estoicos, supersticiosos ejemplos de lo que podría denominarse la esbeltez de las almas impías. Las viejas brujas, las solteronas y los viejos borrachos ven en sus noches de duelo la extensión infinita de los tiempos, los sucesos repetidos, y los cristos que mueren cada treinta y tres años.

     Por eso, Lázaro, en la tumba número nueve del cementerio de Judea, rodeado de nueve hombres que arrancaron la piedra de tu sepulcro, escuchaste el ladrido de nueve perros ubicados en una extraña fila hasta extraviarse en la luz del día que penetraba por la abertura. Al final de la fila, viste a Cristo y a tus hermanas. Escuchaste hasta mucho tiempo después de ser pronunciadas, las palabras que te ordenaban levantarte y andar. El tumulto que siguió a tu aparición fue mucho más allá de tus escasos poderes para penetrar la realidad, tus sentidos leve y tardíamente recuperados vieron sólo la figura de tu salvador, el esmirriado hombre de pelo largo y barba rala, que ahora se agachaba, arrodillándose tal vez, -no pudiste verlo bien-, y que estaba rezando, o llorando, mientras sus hombros se movían con espasmos incesantes, que te llevaron a sentir piedad por él.

      Cuando te acercaste, él no levantó la cabeza, se dejó acariciar como un perro moribundo: el décimo perro de la jauría que se había reunido para darte la bienvenida. Detrás quedaba la larga cadena de patas y colas y hocicos y dientes, los nueve perros que habían tirado como si llevaran arneses de algo muy pesado, no por su peso real, sino por estar unido a un lugar de alta densidad, increíblemente profundo, hondo como las negras piedras empotradas en el abismo. Los perros que se peleaban por rescatarte, bajo las órdenes del líder de la jauría, el décimo perro que te aguardaba en la luz. Que finalmente se paró otra vez para recuperar la forma del hombre. Esmirriado y sucio, endeble como un débil espécimen de la forma humana, pero cuyas manos te agarraron como zarpas para rescatarte de la paz, de la nada, del monstruoso olvido.








3




¿Qué fue lo primero que dijiste, o lo primero que oíste? Ambas cosas fueron quizá lo mismo: el sonido de la palabra pronunciada por tu voz. Pero no era voz, sino un sonido gutural, una expresión rudimentaria de tu pensamiento ya de por sí confundido y extraviado, abriéndose paso entre obstáculos puestos allí por la realidad que avanzaba con los batallones de la luz. Esa realidad que convenimos en llamar así por carecer de otro nombre, siquiera de otro concepto para un conjunto de palabras distorsionadas como fetos aún informes, palabras surgiendo de la oscuridad luego del largo período de congelamiento en la semipenumbra de la muerte. 

      Sabemos, gracias a tu ejemplo, que de la muerte se regresa, y por lo tanto hemos comprobado que el deshielo es una verdad científicamente probada y corroborada por los hechos a lo largo de los siglos. Sin embargo, los que regresan son elegidos, ¿pero quién está a cargo de tal elección? ¿O será simplemente un azar, una conjunción de astros-átomos que en determinado momento entrecruzan sus caminos y forman otra cosa a lo que antes eran por separado: una entidad vuelta a concebir, deshecha por la descomposición de la muerte y reconstruida por motivos que el hombre todavía deberá esperar mucho por descubrir, para explicar racionalmente para su propia satisfacción?

     La voz de un hombre es el hombre. La voz de Dios es el conjunto de todos los sonidos del mundo, incluyendo la voz gastada de los hombres viejos, la voz chillona de los recién nacidos, la voz quejumbrosa de las mujeres. El ladrido de un perro contiene la sabiduría del rocío de la mañana, que desaparece en el momento exacto en que debe desaparecer: no antes ni después de la salida del sol, ni antes ni después del despertar matutino de cualquier hombre que se levanta a trabajar. Es el ruido de un auto que más tarde podrás escuchar, cuando te lleven en tu próximo y definitivo funeral, el canto de las plañideras contratadas por empresarios fúnebres como cordial servicio para aquellos muertos sin deudos para llorarlos. 

     Te levantaste, Lázaro, y dijiste algo sin sonido, sólo percibido por la imaginación de aquellos perros que te acompañaron. Pronunciaste la palabra del asombro, tal vez un insulto, muy seguramente una maldición hacia esa figura en el fondo de la luz, afuera de la caverna oscura, en plena luz, solitaria en el desierto del mundo abierto, espléndidamente inmenso, rey de la nada, tan extensa como puede serlo la totalidad de todo.

     Así, has aprendido de la manera más extraña, que todo tiene su contrario, lo positivo y lo negativo. No lo que se llama ambigüedad, sino contradicción en vívida convivencia y connivencia uno con el otro. La luz y la oscuridad según el plano desde que se mire. La vida y la muerte, el silencio y el ruido. Dios y su contrario. Entonces te preguntas quién es el contrario de Dios: ¿un demonio o la nada? 

     El pensamiento y la semántica son maldiciones para el hombre, te dices. Creación de un hijo con potencial de criminal, de parricida. Un suicidio es la creación del lenguaje, un auto- encarcelamiento en laberintos que cada uno va construyendo a lo largo de la vida. Y ahora, cuando ya habías salido por el extremo de tu propio laberinto, alguien te ha metido nuevamente en él, o en otro aún más complicado y cruel, más frío y largo, lleno de ladridos de perros invisibles que escuchas por encima de los cercos inviolables no por lo altos o inexpugnables, sino por su enorme belleza. Muros que  construimos a nuestro gusto, el mejor que conocemos porque está hecho con el material de nuestros huesos, ladrillos amalgamados  con la sustancia de nuestros sueños diurnos.

     Sonidos, Lázaro, que nunca escuchaste antes, por más que sean los mismos rebuznos de tus burros de carga, los gritos de tus mujeres cercanas, la risa de los niños que te bañaron con bálsamos cuando moriste por vez primera. Ruidos que escuchas como un recién nacido porque de la nada se surge como una virgen, con el himen intacto y el pensamiento puesto en algo más allá que la simple contradicción de los opuestos: hombre y violencia, hombre y sudor, hombre y crimen.

     Una vez dijiste que toda muerte es un crimen, incluso la enfermedad es un asesinato que alguien perpetra sobre sí mismo. Siempre quisiste culpar a alguien en tu afán no de ira ni resentimiento, sino como un investigador muchos siglos antes de que tal concepto fuese creado. Un científico de tiempos pretéritos. Te inmiscuiste en la muerte a través de tu propia muerte.

     Qué pactos creaste antes, te pregunto. Como Poe buscando la eternidad a través de su Valdemar, como la delicada señora Shelley creando la memorable doble creación de su intelecto: el monstruo y su padre. Se sabe que con Dios se pueden hacer pactos, triquiñuelas que cualquier rufián de la mafia envidiaría, o cualquier ejecutivo de una gran empresa pagaría millones por conocer. 

     ¿Qué precio te pidió Dios para hacerte resucitar?










4




El precio fue una segunda muerte definitiva. 

     Dios es un excelente mercader. Avaro, sabe cómo conciliar la justicia con el propio beneficio; sabe, también, la manera de hacer pasar por verdadero un fraude sentimental. Añora la cárcel en la que estuvo un día, junto a Oscar Wilde y Bartolomeo Vanzetti, junto al chacal que mató a sus esposas y las descuartizó mezclando sus miembros en la misma fosa común. Extraña la vida carcelaria y las maniobras para conseguir un mejor trozo de pan y un mejor lugar para orinar cada día. Sabe cómo conseguir que nadie escuche sus descargas nocturnas, simulando rezos a sí mismo, porque eso son aquellos devaneos con su propio cuerpo. Como todo reo, como todo ex presidiario, ha incorporado en su alma las rejas que lo rodearon cierto tiempo. Camina con las rejas frente a sus ojos, hace el amor con las rejas frente a él, sueña y sufre y suda intentando sujetarse de las rejas sin las que no podría desplazarse por la superficie del mundo.

     Por eso ha creado un mundo parecido, limitado por leyes gravitacionales que simulan los límites de la cárcel, un mundo rodeado de abismos más allá de las rejas, y leyes más férreas, más duras y lúgubres que la sola idea del eterno e inviolable hierro.

     Pero volviendo a nuestro protagonista, Lázaro aceptó tal condición, y preparó su viaje hacia el fondo del vacío. Exploró, se alojó en hoteles creados en los confines del mundo, con ventanas hacia precipicios y puertas para siempre abiertas a la oscuridad. Viajó en carros arrastrados por corceles rojos y ciegos, y en autos conducidos por muertos que no sabían manejar. Pero los carros y los autos se desplazaban como sobre caminos marcados de antemano, senderos que todos han seguido hacia lo profundo, la densidad de los sueños y la hondura de la nada. 

     Más contradicciones del lenguaje, más inconformidad para su espíritu científico. Desilusionado ante la paciente tiniebla del largo camino, sólo debió esperar que Dios cumpliera su parte del trato, y lo rescatara llevando su descubrimiento, las notas en su cuaderno sobre los hallazgos de la muerte. Nada llevaba escrito, sin embargo, sólo el blanco de las páginas en un libro que nunca existió.

     Al despertar, al volver, al retornar a la conciencia lívida del mundo llamado real, se dedicaría a otra tarea mucho menos remunerativa, se dedicaría a pagar, en realidad, aquel viaje que creyó un privilegio y del cual pensó verse exceptuado de todo viático y consecuencia. 

     Despertó, viendo a medias, escuchando a medias, hablando a medias como un caracol desplazándose en la arena, aguardando la marea redentora. Sólo supo que no veían su cara con claridad, y nadie, ningún artista retrataría la cara del resucitado. Nadie describiría la peculiaridad de su voz, que había esperado dulce y celestial y era gangosa y profunda, ronca como animales degollados. Nadie ya se atrevió a tocarlo ni acercase, ni aspirar el aliento de su boca abierta, de dientes amarillos con manchas de alquitrán.

     Cuando salió del sepulcro, finalmente hacia la luz del día, guiado por la hilera de perros, abastecido por los límites de las sombras de quienes se habían congregado a su alrededor, como pilotes en el desierto, como rejas, caminó tambaleante igual que un borracho hacia la figura del último perro. 

     El perro era un hombre que levantó la mirada con ojos brillantes, y la mano más extraña que Lázaro hubiese visto en toda su postergada vida. Fue el único hombre que lo tocó luego de resucitar. En aquella mano estaba escrita la pregunta del examen final.

     Lázaro respondió, pero ya sabía que estaba reprobado.

     Desde entonces su vida fue un ir y venir por calles de un pueblo que lo evadía, como si las calles fuesen capaces de escaparse bajo nuestros pies, hasta encontrarnos caminando sobre desiertos y arenas al calor de un sol tan solitario como nosotros. Dos que no se hacen compañía, ni siquiera como enemigos. Dos, y cada uno siempre solo.

     Caminó buscando una mirada, llamando con su nueva mudez, y de todos recibió un graznido de cuervo. Únicamente los perros lo seguían, a veces unos pocos, otras, muchos, cientos quizá. Vienen a buscarme, pensaba, o vienen a cuidarme, a custodiarme, a vigilarme. Son los sabuesos de Dios, y entre todos ellos podía distinguir las múltiples cabezas de los cancerberos.

     Deseó muchas veces provocarlos para que lo atacaran y terminar con su nueva vida, ese apéndice de existencia que no merecía siquiera tal nombre. Y sin embargo, era vida. Respiraba y sentía el calor del sol en su piel, tocaba las prominencias de sus huesos, olía la suciedad de sus cabellos, se palpaba el largo de las uñas. 

     Y añoraba la exquisita perfección de la que había gozado mientras estuvo muerto. 

     La decrepitud de la vida, la exuberancia de la muerte.

     Entonces se detuvo en una calle, como siempre recién deshabitada por sus pasos. Se dio vuelta para contemplar a los perros que lo seguían. Se llevó una mano a la frente para protegerse del sol, porque le costaba mirar la larga hilera, múltiples veces repetidas a todo lo largo y ancho de la tierra tras él. 

     Hizo un sonido, un chasquido con su lengua, con el que recordaba haber llamado a su único perro en su anterior vida. Entonces todos ellos, que hasta ese momento se habían detenido también a observarlo, pendientes de su amo, levantaron la mirada. En los ojos había envidia, y había tristeza. Luego se levantaron, y ya no eran perros. 

     Eran hombres, todos los hombres que lo habían precedido en su viaje a la muerte, pero no habían logrado regresar. Lázaro se preguntó qué buscaban, que esperaban de él, respuestas que no podría darles, soluciones que no podría concederles. 

     Cuando el primero de ellos avanzó hacia él, supo que no era únicamente un mensajero, un cadete de Dios, o un cobrador con un maletín y un talonario en blanco. Por eso Lázaro se postró a sus pies, y dejó que Dios apoyara la bota derecha como un yugo sobre su espalda.

     



































1



del cementerio se levanta un vaho de cristal

que se rompe como la piel seca de los muertos

tierra como un gran hueso quebrado

cuando caminamos sobre él


habitamos la superficie de un cráneo

cuyo centro contiene la masa ígnea del cerebro


la cabeza humana es un cementerio






































II. DISQUISICIONES SOBRE LA NADA




























1




El todo y la nada.

La cara de Dios estimulando las facciones expresivas de los átomos que yacen en la superficie íntima del caos. El caos como un desorden envidiable, subrepticiamente enjaulado en los cánones diversos del mundo actual: los trenes circulando a lenta velocidad entre vagabundos desquiciados, niños drogados por pegamentos de calzado, mujeres envueltas en los insobornables vahos de los fluidos del hombre: baños perpetuados tras oscuros rincones, tras los muros inconscientes de la corrupción acaudalada, hecha jirones de billetes falsos y envuelta en capas de oro por la luz de los medios periodísticos y espectaculares: los conductores de televisión, las prostitutas que bailan, los travestis resignados, los hijos abandonados en hospitales sin médicos verdaderos, sólo fraudes, diplomas falsos, y ni siquiera eso, únicamente hombres y mujeres vestidos como malos actores que interpretan su papel a la perfección. Actores que hacen de malos actores, interpretando personajes que se alejan de ellos mismos tanto como la luna del sol. Tan cerca y tan lejos, nunca encontrados, siempre vistos por testigos desde la superficie irregular de la pesadumbre y la desesperación. 

      La nada es un orden. En su exquisita frialdad se parece a la luz eterna de la mañana. La luz que apenas nace se establece encegueciendo con su tiranía los ojos madrugadores que se abren sin una alarma, acostumbrados, sumidos en la impasibilidad de una inocencia incorporada, o en la tenue descomposición de la ira cotidiana. Un insulto se traduce en cabisbajos rasgueos de guitarra con las cuerdas hechas de cabellos enlazados sobre las sábanas. Cabellos de mujer sobre cabezas amortajadas por almohadas secas de ideas y húmedas de saliva y semen. Cabellos de hombres, ralos y escasos, pero abundantes agujas de pino de todos los colores segregados de las barbas y el pubis. 

     Pero son ellos los que, sin querer, rasguean con dulce armonía el vello de su pecho, sacando tiernas melodías matutinas de perdón y resignación. Breves diásporas que nacen del tórax masculino, como corazones que se arrastran desde la oscuridad de las noches en que gastaron sus latidos suspirando por mujeres imposibles, desfalleciendo sus cuerpos sobre mujeres posiblemente exactas a sí mismos. Escuchando palabras y voces provenientes de los temibles antepasados del tiempo, corazón tras corazón, o voces tras voces, o muros tras muros.

      Dicen que tras las paredes hay siempre algo, pero yo he visto el vacío. La nada se concentra como un olor para la débil percepción humana. Lo visto es engañoso, lo palpable imposible si no existe, lo audible siempre tiene un rasgo distorsionado de verdad, el sabor de las paredes puede a veces acercarse tímidamente a la irreconstruible sensación del poder y la frialdad: únicos elogios ponderables a Dios. Pero el olor casi siempre, sino siempre, es un indicio débil aunque cierto de lo que se esconde bajo toda superficie, por más que sea la superficie invisible del aire y de la nada. 

       Sombras escondidas a plena luz del mediodía bajo las aureolas del sol sobre las calles y edificios de una ciudad cualquiera, la tuya, la mía, las ciudades donde Jesús y Abraham han nacido para liberarnos de los faraones o de los mercaderes de la muerte. Sombras perpetradas desde negros callejones donde las putas nacen de los adoquines, elevándose como estatuas de diosas incomprendidas, feas de nacimiento y embellecidas con cada gota de semen, con cada gota de saliva, con cada golpe y palabra esbozada desde los resabios y restos de una cultura hecha ruinas tras las costillas de los hombres. Niños que han desarrollado sus músculos perpetrando crímenes, vaciado sus pulmones con cigarrillos de alcohol sobre bocas tan carnosas como los cuerpos de las musarañas.

      En todas las paredes que ocultan la nada está Dios, como vigía, como empleado de seguridad ad-honorem, ya que es su propio jefe. Sin horarios fijos, no se ausenta ni para disfrutar de una levísima comida de aire y amor, de odio y pesadumbre, de cuerpos muertos que ascienden de un lado y descienden del otro de aquellas paredes. Los empleados que él no paga, le traen el alimento, los muertos y las almas que se arrastran en carretillas desde que la rueda fue inventada, porque antes los muertos no eran ultrajados, sólo puestos en las copas de los árboles, sobre las rocas del desierto, arrojados al mar, o simplemente dejados a la intemperie para el trabajo de las moscas.

      Moscas como dioses.

      Moscas y dioses compartiendo, a regañadientes, los tesoros del abismo.

     














2




Otras interpretaciones nos dan la idea del vacío como un todo. Ni aire ni átomos comprobados con las subsecuentes teorías del conocimiento, tan abstracto al fin de cuentas como un sentimiento, como lo invisible o lo no concreto. Algo diametralmente contrario a la muerte, que para muchos es sólo comprobable en forma directa a través de un cuerpo: pero qué más concreto y falto de necesidad de corroboración que la podredumbre de un cadáver, que el dulzón aroma de la carne envuelta en hongos y gusanos, los huesos endebles de la carroña y la mirada plena de nada, la ausencia absoluta que ya no merece llamarse ausencia, sino no-existencia, donde hasta la palabra, célula humana, donde hasta el pensamiento y la energía vital de lo que llamamos vida, alma, o como las religiones o pensamientos quieran denominarla, es algo tan sutilmente estúpido de mención, que es un mismo insulto para el cerebro del hombre el siquiera considerar una palabra o un pensamiento para lo que no existe.

     El todo, entonces, es la nada. 

     El todo consume cada una de las existencias pasadas y futuras, porque el vacío que ahora llamamos el todo comparte con la nada la falta de la cronología temporal. Aquí hay tiempos simultáneos, por lo tanto ni siquiera deberíamos estar hablando del tiempo, ya que nuestro concepto es una sucesión de etapas, y en el todo hay una suma, por llamarla de alguna manera cercana a la comprensión humana, de todos los tiempos. Si la suma da un resultado final, está más allá del entendimiento, incluso de la intuición. Tan lejana como la misma idea de Dios. 

      Por eso es que recurrimos a Dios tan frecuentemente. Dios como la suma de los tiempos, o la totalidad de los tiempos, o tiempos sumados y restados unos a otros sucesiva y constantemente, de las más variadas e infinitas maneras del álgebra y del azar, llevando en sí mismo el número cero, el círculo perfecto cuyo perímetro contiene un número infinito: la muestra, la pizca que el cerebro del hombre ha descubierto como la punta de un iceberg que pronto se ha hundido llevándose los secretos de su origen y su muerte. El número Pi, el 3, 14666… eternamente. 

       Y si Dios es un maestro de matemáticas, no sería irrelevante considerarlo un genio de la enseñanza. Merecería estar como un busto esculpido por los niños de primera infancia sobre metal dorado, bronce quizá, o cobre, más maleable para esas tiernas manos, en el patio de todas las escuelas, sin distinción de credos ni razas.

     El tiempo sin tiempo, el todo como la simultaneidad, palabra bella como regalo de Dios, como concesión de Dios, para acercarnos a la tranquilidad de alma que nos trae la comprensión, por lo menos la leve cercanía del engañoso concepto de comprensión. El cerebro humano: qué gran fraude, qué gran actor, qué gran Falstaff merecidamente interpretado no por un Olivier de sus mejores tiempos, sino por Ustinov, tal vez, o simplemente por el incontrolable arlequín que los ángeles interpretan a su inmejorable medida: los ebrios moluscos de la vida moviéndose en las playas, escapando de las olas, de los albatros y gaviotas, de los perros y los hombres-niños. 

      El cerebro que ha creado la nada y le ha dado un nombre para calmar esa temible inquietud que él mismo ha inventado para su propia condena. 

     La nada llena de todo.

     Cada acto como una condena cuya sentencia se cumplirá en ese lugar del tiempo y el espacio. Pero del espacio, otra nadería, otra muerte en vida creada por el mismo incorregible cerebro, hablaremos después. Cuando mi mente esté dispuesta, más calma, más serena, en la contemplación del equilibrio yacente tras los ventanales de mi cuerpo, mi refugio, mi casa mortuoria, mi tumba y mi hogar.
























3




Si la nada está tras las paredes, nos preguntamos entonces si hay un espacio, un lugar, donde ubicar el vacío. Si consideramos que la nada, por su propio concepto, no se trata de “una nada” en particular, sino de la nada absoluta, ésta misma definición no concibe otra existencia que ella misma. 

      La nada no tolera otra cosa que la ausencia de todo, incluso de la ausencia, ya que esta última palabra, como palabra, tiene un peso propio, un espacio ontológico en la existencia. Ni tampoco debería tolerar que se la nombrara de tal manera como “nada”, como un ente que rechaza su nombre y a todo el que quiera nombrarla. Entonces, si la nada particularizada es un fenómeno de la conciencia humana, y la nada absoluta una necesidad del universo como tal, nada existe.

      Si nada existe, ¿quién es el que me ha creado, quién me ha dado la idea de la existencia de la nada?

     ¿Es Dios, tal vez, la única criatura que tolera todos los exámenes, que está más allá de todos los razonamientos, y se requiere, como del último átomo de oxígeno, para explicar la existencia de lo que ya no puede comprenderse: la nada, el vacío?

     No es Dios una explicación, tampoco, quizá una criatura, una mente que piensa la nada como un mecanismo que se alimenta a sí mismo. Digamos como una serie infinita de agujeros negros que se van consumiendo unos a otros, devorándose sin inquina ni necesidad alguna, sólo como una rutinaria hecatombe silenciosa dentro de los innumerables planos dimensionales en que nuestra mente nos permite tolerar o comprender. 

     El cerebro humano es un método, una serie abarcadora de fenómenos que necesitan ser racionalizados para que la locura no se apodere de él. Actuarían del mismo modo, con o sin locura, pero no seríamos personas sino cosas, animales. El pensamiento es el regalo de mayor filo otorgado por la primordial entidad al hombre: paz y guerra al mismo tiempo, gobierno teocrático y democrático simultáneos, con la premisa ideal de la anarquía. 

      Si cambiamos el punto de vista, la nada abarca al todo. Si todo existe, incluso la nada, entonces tenemos un equilibrio de existencias separadas por hiatos, como pausas en una grabación musical. Silencios necesarios para reordenar el caos provocado en nuestra mente por el ordenado desorden de las notas, enloquecidos por los sentimientos que han hecho surgir por un momento. El universo sigue, por lo tanto, la lógica armoniosa de la mente humana.

      Espacios son límites, paredes o muros, cercas, alambrados, ligustros o árboles, rejas electrificadas o no, vallas con ametralladoras, barreras de simple madera carcomida de humedad,  filas de bolsas de arena, trincheras, arcos elevados, perros vigilantes, serenos viejos y cansados, niños que juegan a la pelota sobre el filo de aquella frontera. Mirando a uno y otro lado, como espectadores de un partido, mientras juegan su propio juego de delicado equilibrio con un balón más pesado de lo que ellos piensan. Niños como hombres que no deberán dejarlo caer, porque de eso dependerá cuándo y cómo pasarán el resto de sus vidas.    

     Hay quienes viven en una continua estación de pasaje, otros eligen desde muy temprano. Estos últimos son los peores jugadores, los nacidos sin habilidad ni destreza, los llamados por la primera fuerza que los ha hecho tambalearse y perderse en los abismos insondables a cada lado de la línea: la piedra de estoque de la existencia, o el negro vacío silencioso y helado de la nada.

























4




Pero me pregunto si el vacío es lo mismo que la nada. El vacío contempla un espacio, una comparación entre una presencia y una ausencia, algo que está afuera y no está adentro. A veces, la presencia está en el centro, rodeada de un vacío que sí, ahora, podría denominarse nada. Sin embargo, cuando el núcleo es un vacío, ¿dónde está la esencia de tal existencia? Porque las paredes son solamente paredes, cualquier material que las formen, aún cuando los ladrillos sean del material óseo de los dioses, huesos del Dios judío y carne del Dios cristiano. 

     El cuerpo, por lo tanto, es una buena comparación. Hay órganos huecos, pero solamente se trata de vacíos virtuales, paredes que colapsan cuando se hallan sin contenido, preparadas para expandirse hasta cierto volumen, no más allá, bajo riesgo de estallar como el bing-bang que dio origen al universo, según dicen.

      Tal vez, hace tanto tiempo, el cuerpo de Dios estalló de esa manera, y dio origen a todo lo que existe. Digo bien, lo existente es todo. Aún en el vacío del universo entre las estrellas y planetas, hay una existencia que puede ser definida de inmensurable, por más que el hombre viva muchos siglos aún y el conocimiento llegue a niveles no imaginados por nosotros los contemporáneos.

      Del todo, surgió la nada, fraude de los sentidos, como cuando vemos la médula vacía de un hueso roto: la sangre ha escapado, vertido en los cauces y ríos del aire, los lechos y cunetas por donde los fluidos se dirigen hacia el mar siempre incomprendido. 

      La tierra es un mar, y el cuerpo vuelve a ella. 

     ¿El alma existe? ¿Es ella la nada o el todo?

     Si el cuerpo alterna entre estados de vigilia y sueño, si pasa de la nada al todo, de la ausencia a la presencia en un equilibrio tan vertiginoso, tan intolerable que ha sido necesaria la construcción de un universo tan vasto y complejo, cómo dedicarnos a hablar del alma sin caer en peyorativos conceptos pasados de moda. Volver a las religiones no es la respuesta, regresar al paganismo es una especie de serena evasión que dura tan poco como la vida de una brizna de hierba.

      ¿Me basta con sentir el amor de una mujer en sus caricias? Sin duda es un irremediable consuelo ante la duda existencial. Pero, ¿es únicamente un consuelo o la punta del iceberg de la secreta respuesta?

     Libros como puntas de lanzas en bosques repletos de animales furiosos que nos persiguen, sin descanso, día y noche. Jornadas de eternas cacerías donde somos víctimas nunca atrapadas y siempre en fuga. Condenadas a la ira y el miedo eternos.

     Manos como filos de cuchillos para rasgar la tierra y las plantas, para herir la piel de los animales peligrosos, para quebrar los lechos de los ríos y abrir las aguas envueltas en moléculas de sangre.

     Pulmones como fuelles resonando en medio de los pasos y corridas sobre la hojarasca, bajo la cual yacen otros cadáveres, antiguos como las estrellas que ya han dejado de brillar en nuestro cielo terrestre. 

     En cuclillas sobre la orilla de un río brumoso y torrencial, a oscuras en la noche, sin estrellas en el cielo helado y vacío, tan parecido a la nada, tan parecido a la ausencia sin respuesta ni posibilidad alguna de llenar, porque no hay nada a mano.

     Sólo el miedo, última e invencible boa sobreviviente del caos del principio de los tiempos. Ansiosa, insaciable, y a veces tierna en la suavidad de sus escamas, como una madama de pueblo chico, tras un mostrador junto a la entrada del prostíbulo, cobrando el precio de la eternidad por una noche, y la estéril promesa de una resurrección en el muerto útero de la nada.

























2.



el gato de oro

se comió tres cuartos del pastel

preparado por la abuela del carcelero


un pastel de habas con corazones de alcaucil

devuelto por perros hambrientos

que no toleraron la dieta de un asesino


la abuela visitó a su nieto para su cumpleaños

con el gato en brazos y el pastel,

empezó a dictarle una receta


volveré con la niña del vecino

dijo al despedirse


al salir tenía las manos vacías






























III. JUDAS REHABILITADO































1




Aquí nos preguntamos sobre los monstruos. Qué tiene que ver Judas Iscariote con ellos, me dirán, si no viene esta asociación con simples y eternos prejuicios de casta y raza, de la imaginación conventual de un cristiano saturado de rosarios, rezos y dogmas. Tan estructurada su mente, que no concibe la belleza más que en angelicales seres de cabellos rubios, ojos celestes y formas armónicas en sus inexistentes cuerpos de albatros cósmicos. 

      Pero toda esta cuestión es para preguntarnos, como el planteo de un problema a resolver, o la hipótesis inicial de un teorema que nadie ha inventado todavía, porque no pertenece a las matemáticas, ni a la filosofía, sino a la fisiología, o más bien a la biología de los seres vivos, humanos o no. La gran pregunta de esta noche, en este concurso que se transmite por ondas televisivas a millones de mundos habitados o deshabitados a lo largo del tiempo y el espacio moldeado entre las manos sudorosas de Dios, es la siguiente: ¿el mal, la imperfección, y como una de sus manifestaciones: la traición, puede expresarse externamente a través de la forma de un cuerpo, una expresión, quizá un olor, un movimiento que el cerebro más elemental sería capaz de interpretar como símbolo de un mal de nacimiento?

     Así llamaremos desde ahora a cualquier manifestación de algo impúdico para el alma humana, considerando a ésta como un equivalente de Dios, de la sustancia vital que ha dado origen al universo. Pero entonces surge el siguiente cuestionamiento: ¿por qué es el bien la causa de la creación, y no puede serlo el mal? Se nos dirá que el mal es un caos, y por su misma definición no sería capaz de mantener el orden y el equilibrio que demuestran las creaciones del universo. Sin embargo, esto es desconocer la inteligencia como parte de aquellas creaciones, tal vez como la causa principal de la primera y gran creación: la energía que ha creado al ente que creó el resto de las cosas: la inteligencia creó a Dios. Por lo tanto, la inteligencia, como energía vital y zona de incontables e infinitos razonamientos, es capaz de hacer cualquier cosa con tal de sobrevivir, aún el eliminarse a sí misma si con ello satisficiera su propia lógica.

     Llegamos entonces al personaje que nos interesa. Judas traicionó al salvador de los hombres, la historia lo dice y lo confirma, por más que reinterpretaciones o alegorías intenten mostrar las circunstancias, los atenuantes, aumentando o disminuyendo su responsabilidad. De eso hablaremos más tarde. Ahora nos interesa preguntarnos si hubo alguna manifestación en el cuerpo de Judas, de su traición. 

      La literatura nos ha mostrado que puede esconderse un alma bienhechora en cuerpos deformados, como el campanero de Notre Dame, pero también tenemos referencias sobre bellos cuerpos que esconden almas viles. Lo esperable para el razonamiento es que lo que está mal, se manifieste como un mal, y lo feo se muestre feo. El mal y la traición, se manifestarán con deformidades, miradas oblicuas, bocas torcidas, cabellos salvajes, cuerpos inclinados y sin proporciones. A veces, un simple lunar en el lugar inadecuado es la única muestra de lo que el alma esconde. Incluso puede darse que el cuerpo no exprese nada por sí mismo, pero la educación del protagonista lo lleve a tomar actitudes o costumbres peculiares: un vestido determinado para abrigarse, un camafeo para adornarse, simples cosas que de un modo u otro, y más tarde o más temprano serán el símbolo claro de lo más escondido de su alma. Un monóculo en un contador del siglo diecinueve, un gesto de un artista en el teatro, un ojo que se cierra a destiempo del otro en un hombre que conversa con alguien en la calle, una mancha en plena frente de un niño que juega con los perros en la plaza, un hueso que sobresale en la muñeca de una elegante señora que va de compras.

      En algún momento veremos cómo el niño ha arrojado piedras a los perros, la señora ha empujado un cochecito de bebé hacia la calle, el artista ha apretado de más el cuello de su partenaire sobre el escenario, el contador ha fraguado cuentas por millones y provocado suicidios, y los dos hombres en la calle comienzan a pelear hasta matarse.

     Puede ser, también, que ninguno de ellos haga nada. Que tales manifestaciones de sus cuerpos permanezcan incólumes y firmes a lo largo de mucho tiempo, y a los ojos de quienes las hayan notado, esas personas sigan su camino sin lastimar a nadie, y sus interlocutores momentáneos, o quienes simplemente se han cruzado alguna vez en su camino, se sentirán aliviados de dejarlos atrás, sin saber realmente la razón de tal sentimiento.

     ¿Qué tenía Judas para mostrar en su cuerpo que denotase su futura acción? Miles de signos, gestos, estrafalarios adornos, palabras, formas de conducirse frente al clero o una prostituta, sus miradas a Jesús, o su manera particular de besar.

     Si esperábamos ver una joroba y una mueca sarcástica, una palabra ofensiva, una voz ronca y desagradable, lunares como bestias feroces en su cara, arrugas escondiendo en sus pliegues el aroma de la podredumbre, manos crispadas por el odio y la envidia, nos habríamos equivoocado siempre.

     El mal es tan puro como el bien, es más inteligente, incluso. Su caos se engendra en los pliegues y en las equilibradas circunvoluciones de los cuerpos sanos. Se esconde en cuevas y finalmente se da a conocer, se hace famoso como un artista del cine. Despliega su pantalla brillante y la ensombrece con penumbras para que del contraste, cada uno de nosotros descubra la balanza de vida, el peso de la muerte en un tercer platillo, la pesadumbre y la desesperación de sentirse inmerso en un caos equilibrado, en un equilibrio que el caos crea a lo largo de los siglos.

     Hombres como hormigas que un jardinero mata al patear un hormiguero.

     Esos son los monstruos que la imaginación humana se ha encargado de crear al mirarse en los espejos.




























2




Judas tuvo un papel en los planes de Dios, se ha dicho hasta el hartazgo. Filósofos, historiadores, teólogos han pronunciado sentencias que no revalidan la función de Judas más que como un actor secundario en el gran drama del Cristo. ¿Cuánto esperaremos para que llegue la mente que descubra los pensamientos de Judas Iscariote en aquellos tiempos? La mente que imagine más acertadamente  las dudas o certezas en que se basaron sus actos.

      Proclamar la llegada del Mesías, decir a los cuatro vientos de la región de Jordania, a los filisteos, a los escribas, a los representantes romanos, a los pobres e inválidos, al río Gólgota que tanta muerte y putrefacción ha soportado, tanta corrupción descripta como bautismos a las orillas de un río lleno de sucias muchedumbres cantando loas a dioses paganos, lúbricos y sentenciados a muerte por el mismo olvido: deceso de la frágil memoria humana.

      Ir por los caminos acompañando al Cristo, hablando con él, escuchándolo, compartiendo la comida, el pan y el pescado, las frutas tomadas de árboles muy parecidos a aquel del bien y del mal. Discípulos que han arrancado manzanas sin darse cuenta de a cuán pocos centímetros estaban sus manos de una lengua bífida, recibiendo en sus subconscientes las imágenes de Eva desnuda y sus contorneos sobre el cuerpo de Adán. Sintiendo en sus cuerpos, mientras contemplaban los milagros del recién venido, la pasión que más tarde sería amor y muerte, dolor de clavos como el placer doloroso de Eva el día que perdió su virginidad.

      Diciendo a gritos hacia los templos antiguos e impermeables a las nuevas ideas que ha llegado el salvador del mundo, el cuerpo de Dios por fin caminando entre nosotros.

      Creyendo, adorando, y con el continuo pensamiento de la duda, de la muerte del cuerpo en contradicción con su origen divino. Muchas veces habría querido preguntarle a Jesús qué haría con su cuerpo, ya que sabía que siendo el hijo de Dios no podría morir, y si así era, por qué no merecían todos los hombres el mismo destino. La vida eterna en la tierra. 

      Entonces piensa que en la tierra morirán todos, incluso el Cristo. Y sabe, por la mirada silenciosa del otro, que él tenía razón. La sangre es absorbida por la tierra casi con más afinidad que el agua. La espesa sangre que brota y burbujea en sus venas cada vez que su maestro proclama palabras de rebelión y resistencia, cada vez que habla del amor hacia todos los seres, y él imagina los cuerpos de las mujeres yaciendo en camas amplias, unas junto a las otras, esperándolo, reclamándolo, sumisas y salvajes. 

      Judas era un ser inteligente, por eso tal vez fue elegido. Mientras Pedro era más corazón y alma, Judas era el cerebro que distinguía la falacia, la fantasía, las alucinaciones del amor. Llámese política, estrategias, juegos malabares de destinos y hombres en manos de poderosos sabios cuya única virtud es la de negar todo lo que se halla fuera de sus contornos. 

     Incluso Cristo no veía más allá de sus narices, sólo el encanto de su cuerpo divino en comunicación con los cielos, el mantra, ida y vuelta del alma por universos habitados por átomos donde están inscriptos los genes de Dios. 

     Sólo Judas, con su sabiduría obtenida por la experiencia de la ciudad corrupta, junto a lagos secos y calles de asesinados al amanecer, con la experiencia del dinero pasado de mano en mano, del hambre soportado cada mañana de frío, del descapotable abismo de cada compuerta escondida en las paredes de los edificios construidos para albergar los monstruos engendrados cada noche, cada mediodía o tarde con el semen caído del cielo a través de las canaletas desde las terrazas. Semillas de pólenes que los helicópteros dejarán caer como bombas de insectos para poblar la sangre y que alimentará el crecimiento de los monstruos.

     La belleza afuera, la fealdad dentro. Judas lo sabe y oculta su malestar con sonrisas. Pero ha captado la mirada de Cristo. Él sabe que el otro sabe lo que piensa, lo que planea, lo que hará, porque el Cristo es Judas Iscariote. Es las manos de Judas buscando las monedas, es los labios que se besarán a sí mismos, es el amor de Judas por los hombres idealistas, y su aborrecimiento por aquellos mismos hombres que él no puede ser. Entonces eleva la vista al cielo y contempla lo escrito por las formas de las nubes, las trayectorias de los pájaros, la danza de las babas del diablo, los sonidos que van y vienen en forma de gritos, de plumas, de pelos de perro, de sangre salpicada por becerros sacrificados. Qué clara, qué simple es la escritura de Dios, y se pregunta por qué no pudo leer antes aquellos escritos. 

     Dejó de lado la memoria de los pergaminos, del Talmud, de las largas conversaciones con los sabios. Denigró las balanzas comerciales, las cuentas de los tenderos, el reclamo de los proveedores, la exigencia de los prestamistas. Elevó todo esto al ámbito de lo superfluo e innecesario, y se adentró en las profundas aguas de la palabra escrita en el cielo y reflejada en las aguas del lago, de las lagunas y de los ríos, de los aljibes y los charcos, de las vasijas que inocentes viejas con diez hijos acarrean para lavar sus ropas durante horas y cientos de caminos junto a las orillas de la muerte. 

      Judas se detuvo en rápido rumbo hacia ninguna parte, dejó que los discípulos continuaran su camino junto al Cristo, y contempló la espalda de Jesús. Siguió la forma de su cuerpo, las piernas y los pies en las viejas sandalias que arrastraba sobre el polvo, y leyó los códigos cuyo significado ahora comprendía con escalofríos, no solamente por lo que decían, sino por la facilidad con que ahora los descifraba. 

      Palabras escritas sobre el polvo y la arena, borradas aparentemente por cada paso de cada hombre, pero fundidas rápidamente por la ciencia de Dios en la profunda tierra, en el centro abismal donde dicen que vive el fuego. El fuego que funde y hace estallar lo frágil, pero conserva para la posteridad en carbonizadas figuras lo efímero, lo pulsátil, lo falaz y lo en apariencia intrascendente. 

     No el dinero en papel que se quema en cenizas, no el metal de las monedas que se funde en reliquias que adornarán iglesias y templos, no las telas con que se visten los ricos mercaderes de la ciudad, ni siquiera los perfumes, que por su misma volatilidad, como el vino, es la sustancia de lo transitorio. Sino la madera.

     La corteza de los árboles crecidos solitarios en los montes, alejados unos de otros.

     Como patíbulos.

     Como horcas.


 




































3




Judas creyó decidir. Estaba convencido de haber tomado sus propias decisiones. Lo que llamamos libre albedrío podría haber sido aplicado a su última y más decisiva elección, así como nosotros nos creemos libres para hacer lo que deseamos. Pero esta libertad se refiere a lo que tiene el nombre de destino, a lo que las más largas tradiciones nos han dicho que está escrito y no puede ser modificado. Cada uno de nosotros sigue un camino marcado sin saber que está marcado, es decir que somos ciegos más allá de nuestras narices. 

     Pero también está el factor del mundo, de lo que denominamos realidad, de las circunstancias que determinan nuestros actos y decisiones, incluso desde el mismo instante de nuestra concepción: ¿por qué no antes, por qué no después? Por eso, el libre albedrío es una falacia, y la realidad del mundo más fuerte que Dios. Ella actúa desde múltiples sectores, incontables puntos de ataque que nos hacen dirigirnos hacia allá o hacia acá como muñecos a cuerda pasando por un camino de obstáculos.

      Sin embargo, como esta concepción de la vida es aparentemente inconsciente, la decisión de Judas, como la de cada uno antes y después de él, resulta tan verdadera que no puede ser calificada de hipócrita, porque esta palabra equivale a engaño, y un engaño es una mentira a sabiendas de la verdad. 

     La vida como un camino marcado es una sospecha todavía, otorgada sólo a mentes pensadoras y reflexivas. Una intuición, incluso, en seres sensibles. Y quién puede decir que Judas haya sospechado que Dios lo estaba eligiendo para cumplir un papel dentro de un drama escrito por el Hacedor. Judas, un judío creyente y practicante, obediente de las leyes de su religión, era un hombre que recorría los mercados y los templos, las instituciones sociales y los lugares de esparcimiento. Era un hombre que, sin duda, amaba a las mujeres y encontraba goce en ellas, se alegraba con el vino compartido con los amigos y se reía con las bromas y torpezas de los chistosos del pueblo. Hablaba seriamente de política y religión con los rabinos, de economía con los dueños de los mercados, y se iba a dormir a su casa, solo y pensativo, rememorando los extraños milagros del hombre de Nazareth.

     Tal vez soñara que era él quien los realizaba, porque resultaban tan fáciles, pero su misma facilidad ocultaba lo peligroso de su realización. Eran como las futuras bombas puestas en medio de estaciones de trenes y aeropuertos: si estallaban traían el caos sobre el mundo, si no lo hacían el temor se hacía dueño del mismo por mucho tiempo. Judas no debía pensar o creer que Jesús fuese el hijo de Dios, tal idea estaba muy alejada de su pensamiento práctico, de su lógica más cercana a Kant que a San Agustín. 

      Judas era un hombre sensible y duro según la ocasión, violento y arrepentido, inteligente y torpe, egoísta y generoso, ameno y aburrido, triste, solitario y sereno. Su alma escondía perversiones, su espíritu grandes envidias, su cuerpo una necesidad de saciedad que nunca fue canalizada del todo, quizá únicamente el día en que se colgó del árbol. Dicen que los ahorcados oscilan al ritmo del verdadero tiempo: el tiempo de la muerte tiene un ritmo propio, que sólo puede ser captado de tal manera. Los que yacen en el suelo no nos permiten descubrirlo, y la muerte tiene esa forma de esconderse y ocultarse, una forma que es su disfraz y su esencia simultáneamente. Por lo tanto, lo es todo.

     Amaba a los árboles como a la tierra, a la ciudad como a las camas donde yacía con las mujeres, a las tabernas donde se emborrachaba y los mercados donde intercambiaba bienes y dinero. Aborrecía los pliegues de los rabinos donde escondían dinero y perfumes, despreciaba a los políticos por sus prebendas y falsas palabras de bienestar. 

     Llegó a pensar, en sus largas noches solitarias en su cuarto alquilado, que amaba a Cristo por esa sincera actitud de desprecio hacia todo lo que no le interesaba, sin importar lo que los demás pensaran. Apreciaba la voz intensa desde los cañaverales de su espíritu, la voz nacida para aquellas palabras, que parecían inventadas solamente para él. Los gestos de las manos cuando se restregaba la cara luego de un agotador día recorriendo campos y ciudades, hablando y esforzándose por ser comprendido. Nunca lo vio llorar, pero sabía que lo había hecho al verlo con los ojos ya secos, como sólo pueden estarlo luego de una intensa angustia, como las mujeres cuando secan el patio de sus casas al parar de llover, entusiastas y ensimismadas en la obsesiva necesidad de que todo esté limpio e impecable cuando sus maridos regresen del trabajo, con ese apesadumbrado y ocre vaho de triste tarde de domingo que se solevanta no como un arco iris de plenilunio, sino igual al decrépito estallido de un árbol enfermo de gusanos.

     Siempre los árboles, se dijo Judas. Soñando y mirando árboles por más que él fuese un hombre de ciudad, y ésta estuviese rodeada y fundada en pleno desierto. Lejos del vergel de Getsemaní, de los jardines de Babilonia, las praderas de Botswana o el Central Park de Nueva York. Todas las posibilidades de los árboles, sus requerimientos, sus caídas, sus impredecibles alturas, sus brazos alzados al cielo y a la lluvia, sus raíces enterradas como hombres todavía vivos pero enfermos de catalepsia, los primeros entierros que llegaron a los sueños de Edgar Allan Poe. 

      El drama de la Pasión como un estremecedor relato de terror. Sin castillos ni noches de tormenta, sin fantasmas y aullidos de lobos. Sólo el sol del desierto, la sangre y los clavos, el dinero y las palabras. Y el canto de los truenos ocultando el llanto tardío, irreconciliable, estéril, de Judas, meciéndose de una cuerda al ritmo único del mundo.




4




¿Fue, entonces, el arrepentimiento la causa de la muerte de Judas?

     La versión oficial dice que arrepentido de su traición al darse cuenta del origen divino de Cristo, no pudo soportar continuar con su propia vida y decidió quitársela. Sabía, probablemente, que estaba cometiendo otro pecado peor para su religión. Una traición hasta podría perdonarse si quien la hace no es consciente del todo del valor verdadero de a quien traiciona, casi podríamos decir que, como el mundo se divide en tontos y vivos, es la traición una forma más de supervivencia.

     Sin embargo, el suicido está condenado como pecado mortal. Desde el inicio de los tiempos los suicidas son enterrados fuera de lugar sagrado, aún es ésta una concesión cuando a muchos les gustaría ver los cuerpos descomponerse bajo el sol y la acción de los elementos. A quien desprecia su cuerpo, no debería importarle el destino del mismo.

      Judas pasó una soga por una rama alta, hizo un lazo alrededor de su cuello y se colgó, dejando caer su cuerpo bamboleante mientras las monedas de su traición se esparcían como semillas sobre la tierra a escasos centímetros de sus pies. Dicen que no creció nada en tal terreno por mucho tiempo, que el árbol se secó y que la lluvia se negó a lavar los restos de polvo. En los tórridos veranos se formaban remolinos tan altos que parecían llegar al cielo. En invierno se creaban ciénagas llenas de lodo que se hundían en la primavera, y dejaban un pozo cada vez más profundo cada año.

      Quién sabe si todo esto fue verdad. Muy probablemente la vida haya seguido como hasta ese momento: un árbol exultante de rocío en las mañanas de primavera, dejando caer las hojas en otoño alrededor de su tronco, hojas que ocultaban los gusanos y lombrices que carcomen y realimentan las raíces del árbol. Tal vez hubiese monedas enterradas y oxidadas, cuya exhumación sería más tarde el anhelo de teólogos y científicos ansiosos por comprobar o refutar la naturaleza divina del drama allí acaecido. 

      Nadie ha hablado de los huesos de Judas. ¿Quién lo enterró?, apenas se cuenta como una anécdota, como un elemento secundario, un apéndice para especialistas. Si los huesos yacen bajo tierra, a la sombra del árbol, son menos valiosos que las monedas oxidadas. 

     Siempre lo han sido.

     Por eso la equivocación de Judas, el fruto de su breve y falaz ensoñación. 

     El amor confundido entre los metales, la tristeza y el dolor como esencial visión del mundo.

     Sabía él, como judío practicante, que se estaba condenando más allá de esta vida. Que su alma yacería como una sábana sucia bajo las sombras del olvido y la ignominia.

      Arrepentimiento como expiación. Pero no hay tal expiación para quien no se perdona a sí mismo. Ni quien llora las penas ajenas puede evadir los frutos amargos del pasado.

     Judas sabía que el futuro no es más que una falacia inventada por el tiempo para consolarnos. 

     No hubo arrepentimiento.

     Hubo culpa.

     Errores que no pueden corregirse, porque nada se corrige, sólo se trata de olvidar.

































3.




la casa tiene diez timbres:

uno para la puerta principal

otro para la del patio que da al río

el tercero para el perro tímido desde que murieron sus cachorros

el cuarto para el vendedor de hojillas de afeitar

el quinto para el viento del invierno-aunque rara vez lo usa-

el sexto para las hormigas, cuando la casa esté sola

el séptimo para el enterrador, el día que él desee

el octavo para la entrada y salida de las prostitutas

el noveno, por encima de la puerta, para la visita de mi madre

el último no está afuera, sino del lado de adentro,

para la mañana en que la casa me permita salir





















4.





el alma de los tigres está tan lejos del espíritu de un roble

como una armería se parece a un psiquiátrico

o un vendedor de pararrayos a un vendedor de plumas


el secreto está en la semejanza

con que un hombre llorando a gachas

puede confundirse con un árbol cortado


la distancia entre las cosas

es la esencia de cada objeto

así como Dios está tan lejos de su propia cara
























IV. LA DISCUSIÓN DE LAS RANAS


















1




En el parque de mi casa, por la noche, sobre todo en las noches de verano, cuando el sol deja su estela negra de calor invisible sobre el pasto, sobre los techados que han absorbido durante todo el día el calcinante fuego de la estrella más cercana a nuestra alma, se escucha la conversación de las ranas.

      Digo que el sol es lo más cercano a nuestra alma no por trillados efectos literarios, aunque así resulta al fin de cuentas, refiriendo el calor que alimenta al cuerpo humano, o las trivialidades que todo poeta que intente hacer buena literatura debería evitar, sino a que el sol- quizá siendo Dios mismo, por ser el fuego en donde nuestros cuerpos se cocinan al crearse y se consumen al morir, las manos que despiden llamas como las de un superhéroe o villano de historieta, la boca y el cerebro que crean el mundo a cada instante, el minuto cero que a cada instante recomienza, porque el universo todo ha muerto ayer, o nunca ha existido sino desde hoy-, el sol, digo, está consumiéndose a expensas de nuestra vida. 

      Pensamos que somos cadáveres vivientes mientras transcurren nuestras vidas por el mundo, pero en realidad somos estrellas muertas que consumen la energía del sol bajo la piel. Somos fuego constante, latigazos sobre llagas vivas, verdugos de nosotros mismos, como curas inquisidores intentando lograr la confesión de los pecados, de las brujerías y los hechizos, de las artimañas del demonio en nuestras almas pecadoras desde el nacimiento, desde el mismo momento de la concepción. Porque nuestros padres nos engendraron bajo el signo del pecado, en las noches de luna, cuando los lobos aúllan llamando a sus congéneres semi-humanos, cuando hasta los vampiros de las leyendas medievales surgen para hacerse presentes en los escritos que el cerebro de Dios ha generado en las manos creadoras de los hombres. 

     Civilización, literatura. 

     Bases fundamentales para la expiación y la condena de los hombres.

     De eso hablan las ranas. De eso las he escuchado hablar durante largas noches de insomnio, donde el calor nocturno, el sudor bajo las sábanas, el rubor de los techos que descansan del vasallaje del sol sin piedad por las casas sobre las que duerme las extensas siestas del estío, no son la causa, sino meros acompañantes, excusas que intentan engañar la débil sapiencia y razonamiento del pobre idiota que intenta recuperar el sueño de muchas noches antes, desde que comenzó el verano, luego de las largas horas de oficina, de fábrica, de caminatas, de deambulaciones por los interminables recovecos de la economía doméstica y mundial. 

     La causa del insomnio es el ruido, el zumbido intermitente y constante, la música disonante, discordante, que retumba y se transforma en cuerpos que caen como lluvia desde el cielo de verano, limpio de nubes de tormenta, lleno de estrellas engañosas, disfrazadas de risa, con máscaras de luna en sus vestidos de mujeres preñadas, constantemente montadas por sementales pájaros nocturnos surgidos desde los agujeros negros de la noche, de los bestiales orificios donde se funden las artimañas de los dioses y surgen convertidos en deseos, en pulsiones inviolables, para violar bajo consentimientos tácitos las estrellas nocturnas bajo el claro de luna, estrella muerta, planeta estéril, que mira e ilumina los actos sexuales con envidia de esposa frígida, y más vieja que todas las estrellas vírgenes. 

      El croar de las ranas es un canto, un himno bajo los aullidos de los lobos y los ladridos de los perros, de los gritos de los gatos callejeros y los gemidos de las parejas que hacen el amor bajo los árboles en la plaza vecina, dentro de los autos que se bambolean con el peso de los cuerpos que, de un momento a otro, sentirán que Dios, no hombre ni imagen ni deidad, sino ellos mismos Dios, está en el auto, un instante pleno como la eternidad, para luego esfumarse lentamente, a medida que el corazón regresa a su ritmo normal, y los cuerpos se congregan para que el calor del mundo se conserve un poco más todavía en el interior de aquel auto: símbolo del mundo, cueva y refugio, célula que quisiera conservarse única eternamente, porque allí están los dos, los únicos necesarios: el núcleo y el plasma.

       Entonces me levanto de la cama, miro a mi mujer un instante, consciente de que ella no me mira, dormida bajo los efectos de la luz de la pantalla del televisor, lentamente, para que no se despierte, para no tener que darle explicaciones, para concederme un espacio en el tiempo en que seamos el mundo y yo uno solo, para que ella, mi mujer, sea el estrato en el cual yo pueda regresar como quien vuelve de una jornada de guerra, de un desierto sin agua, de un juicio perdido en los tribunales, de una condena irremediable. Sea ella el canon al cual recurrir: la irrefutable prueba de que Dios existe porque ha creado seres como manchas indelebles en el corazón de los machos. Manchas de tinta que las mujeres han volcado como salpicaduras de viejas plumas fuente, sumergiendo nuestros corazones en lagos de tinta púrpura, para levantarnos desde la superficie como entes nuevos recién creados. 

      Dejándola descansar, sin saber a ciencia cierta si sus párpados cerrados son una excusa que esconde la vigilia de sus ojos atentos a la penumbra de la noche, a los sonidos del cuerpo de su hombre sobre la cama, sobre el piso, acercándose a la ventana, preguntándose qué molesta al corazón de su esposo, preocupada, atenta, nerviosa, insatisfecha por la muerte que ronda el presente y el futuro, que da vueltas por los alrededores de la casa, acechando al hombre que ama, a los perros que protege y la protegen , a la casa que se derrumba bajo los signos de las lunas pretéritas. 

      Vuelvo la vista y los pasos hacia las ventanas, así desnudo casi, sabiendo que mi cuerpo es el espíritu sobre el cual rondan los pensamientos de ella, tal vez la mirada ahora definitivamente despierta de sus ojos sonámbulos vigilando, cuidando, trasnochada en el razonamiento, observándome la espalda dibujada contra las ventanas que iluminan las estrellas, y en el fondo la luna como un esqueleto de luz blanca, preguntándose, inquiriendo a las criaturas de la noche qué es lo que molesta a su esposo.

      Y yo, aquel quien yace en postura de estatua inquieta, parado frente a la ventana, corriendo un poco las cortinas para observar lo que apenas puede ser vislumbrado por ojos más tenaces que los humanos, pienso en el afuera y en el adentro. Pienso en los peligros que amenazan con destruir el precario equilibrio de mi mundo, en los sinsabores que nacen como gérmenes internos en la pesadilla nocturna de cada sueño de cada día. Me evado de tales pensamientos, como cuando escucho música. 

      Atento, entonces, más no carente de pesadumbre e inquietud, escucho la conversación de las ranas, que más bien es una discusión, un intercambio de ideas cotidianas, inteligentes unas, profundas muchas. Hasta convertirse en una diatriba monocorde y alternada, donde la conversación deja paso al razonamiento deductivo y a la extrapolación de ideas sobre planos sucesivos de conocimientos. Todo su canto versa sobre la condición de los hombres: la generosidad y la mezquindad, simples figurantes en el reparto de virtudes y maldades, actores secundarios podríamos llegar a llamarlos. Pero símbolos, alegorías que ellas, las ranas, utilizan para contarse su historia, como así nosotros utilizamos a los animales para contar historias a manera de fábulas. 

     Me pregunto si de ese modo, al utilizarnos como protagonistas de sus historias, hablarán de ellas mismas en realidad. No creo que sea de ese modo. Van más allá de la alegoría: pasan al mito. 

      Y las escucho como puedo, viajando por los laberintos de hormigueros escondidos, cerrados hace mucho por trabajadores municipales, donde los cuerpos de las hormigas son cuerpos humanos enterrados luego de ser asesinados por acción de armas manejadas por dioses exiguos. Enormes prados, campos, restos de escombros, cementerios de autos, baldíos de carne muerta, visitando a otros huéspedes habituales que no pagan ningún tipo de alquiler, sólo la carroña de sus propios espíritus. 

     Escucho la historia de la humanidad una noche de verano, y el aroma dulzón de la carroña amenaza con penetrar las rendijas de mi casa. Sabiendo de antemano que mi lucha es una guerra perdida, me preparo a defenderme, dispuesto a sudar y pelear hasta el agotamiento.

     Pelearé por mantenerlo afuera, pero ya está dentro, me digo, porque soy capaz de recordarlo. 

     El miedo se disfraza de muchos olores diferentes, pero en el fondo siempre huele igual.






2



¿Cómo describir lo que escuché de las ranas? Su canto se parecía a la diatriba de hombres entumecidos de espanto por el frío del invierno, como si la helada nocturna fuese algo más atemorizante que lo que acostumbra a ocasionar el miedo. Tal vez sea así, tal vez el frío sea lo único verdaderamente neutro en lo que se refiere a la muerte, es decir lo único capaz de la suficiente ecuanimidad a la que el pensamiento humano no está preparado para entender, y mucho menos para ejercer.

     Ellas hablaban del invierno como si hubiese llegado la hecatombe del mundo, el Apocalipsis decidido desde el comienzo del tiempo por un Dios exacerbado de bilis furiosa y atacado por una úlcera interna que lo obligara a permanecer cauta y briosamente enojado siempre con los ángeles, los hombres o los demonios de su propiedad. El invierno que todo lo tiñe de bruma y nieblas, que empaña los vidrios de mi casa y me impiden ver el jardín donde las ranas cantan, conversando, las impías declaraciones y sentencias sobre los hombres, en este caso, el hombre, yo. 

      Yo como un representante de la raza humana, mi mujer como otra individualidad que considerarán más como una víctima de mi parte que como alguien a quien juzgar. Tal vez ya ella las haya escuchado antes, y por eso no se levanta para ayudarme a entender el soliloquio intercambiable de las ranas, los diálogos y discursos en que se empeñan como si fuesen Descartes diciendo que mi existencia, y por lo tanto todo mi mundo, existe porque ellas me piensan, o más bien me pronuncian, declaran mi nombre y por ello me crean. Mi casa, mi esposa, mi auto, mi jardín, mis padres, mis futuros hijos, mis desgracias y mi fortuna, todo es porque ellas, las pensadoras más grandes porque carecen de toda iniciativa trivial o interesada, han decidido que yo sea el objeto de su pensamiento, de su croar. 

     Su sonido, más que la palabra humana, es el lenguaje más sutil, más directo y parecido a un pensamiento que cualquier otro sistema de comunicación inventado por el hombre. Ellas hablan de los dioses, y los dioses existen; hablan del hombre, y la humanidad existe; hablan del futuro verano, y éste existirá. Saben que el invierno del alma es eterno, pero el estío de los cuerpos vuelve y se regenera en cada estación por mérito de un ciclo natural que está más allá del pensamiento, como si pensamiento y alma fuesen un todo de formas mutantes, energía que se transforma y se traslada por los cuerpos distintos de la naturaleza. A veces, las ranas, otras los hombres. Por eso en ocasiones aparece un hombre llamado Kant buscando entre los pastos las pruebas de Dios, pasándose la vida con la espalda encorvada y los ojos de párpados entrecerrados, huyendo de la luz del sol para oscurecerse en la sombra sobre el suelo, acostumbrándose a la oscuridad para percibir mejor los destellos ocres de los cabellos que caen de la cabeza de Dios. 

      Sabe que el dios de nuestra invención está viejo y alicaído, que una calvicie hace largo tiempo prematura lo aqueja y lo hace sentirse iracundo, feo ante el espejo de las constelaciones, que no lo consuelan como a veces saben consolar a los hombres solitarios que pasean por las playas nocturnas, pensando en su finitud, regresando al sentimiento de humildad que disminuye la sensación de horror y humillación a la que toda experiencia nos lleva cada día, cada hora, cada minuto del día.

     No hay consuelo para Dios, y Kant lo sabe, pero busca pruebas como un detective, conversa con las ranas de su tiempo, que quizá son las mismas que yo escucho conversar en mi jardín, aunque no soy capaz de comunicarme con ellas. Me doy vuelta y veo la plácida y seria expresión de mi mujer, que sigue durmiendo, o haciéndose la dormida, porque sabe que yo pienso y la creo en esta habitación de esta casa que es mi mente. Y allá afuera, las ranas, como autores de un drama, de un folletín, de una novela televisiva que va cambiando día a día según los números de un rating medido por parámetros ya establecidos hace siglos por un dios que nunca supo lo que es la televisión, un dios que ha ido al teatro todos los días de su eterna vida hasta hacerse viejo entre los palcos y el polvo de los cortinados, escuchando cuchichear a los actores tras bambalinas, espiando el murmullo del público invisible de un teatro vacío pero siempre lleno de rumores.

      Y eso es lo que escucho desde mi cuarto, tras los vidrios empañados. El sonido me permite entrever, tras las brumas de la noche que ya se está retirando como un amante vencido, obsecuente, humillado y cobarde, las risas ocultas tras los abanicos, las sonrisas escondidas por palmas infantiles, los gestos de sorna, las manos alzadas en señal de conmiseración, los finales llamados a la cordura y la piedad. Veo los dedos señalándome, altos y apuntando como si de aquellas falanges fuera a salir un disparo como en los viejos dibujos animados de la Warner, un disparo a quemarropa, una bala no de utilería sino verdadera, y yo esperando levantarme otra vez a la escena siguiente, como todo personaje de ficción digno de llamarse tal, me veo sumido en la penumbra iluminada del suelo de mi casa, un amanecer.

     Los personajes de Dios no resucitan como los de Tex Avery. Los personajes de Dios no soportan los golpes, las caídas, los disparos, sin sufrir una pérdida irreparable. La pérdida no del cuerpo, sino de la endeble y pasajera existencia  en el pensamiento ajeno.

     Yo caigo, mi mundo muere.






3




¿Entonces cómo responder al llamamiento de las ranas, cuando ni siquiera sé si me están llamando? Lo más que siento es que hablan de mí como si yo fuese un papel a la deriva del viento de otoño, ya en camino del extenso letargo descendente hacia el suelo invernal, yacente pronto para ser pisoteado por las gotas del rocío nocturno, por la lluvia de la tarde, por la orina de los perros y los neumáticos de los autos. Indiferentes todos a mi mundo, llamados a execrarme como si de un reo se tratase, como de un cadáver vagabundo sobre las literas de la calle a la que da el desagüe de una fábrica de deshechos.

       Mi casa huele a sahumerios, a comida recién hecha, a perfumes de baños y duchas, a jabones, a mierda otras tantas veces, a sudor, a sábanas sucias y a sábanas limpias. Huele a pasto, huele a muerte presentida, huele a dolor y a lágrimas. Huele a desmedro y humillación, huele a felicidad. 

      Por eso iré a matarlas. Quiero exterminarlas para que no jueguen con mi vida, para que dejen de juzgarme, para que abandonen sus papeles de dioses, de filósofos o de lo que sea que ellas se jacten. Yo soy mi propio dios, creador de la filosofía de mi vida. Quien crea mi felicidad y mi muerte. Mi cabeza se halla en la cima del mundo, en el centro del universo, en la generación espontánea de la energía que esclaviza y vitaliza todo a su alrededor. Soy el verdugo de mi esposa, del almacenero de la esquina, de mis hijos que me esperan a la vuelta de la esquina de mi vida, de los muertos que dejé abandonados en las calles de mi cerebro, de la madre que me ofreció la vida como quien ofrece un pedazo de su cuerpo, de mi padre a quien ofendí con la indiferencia y el olvido, más ofensivos que el escarnio y hasta el odio. 

     Yo, cazador de ranas, saldré al jardín de mi casa en pleno amanecer, descalzo, en ropa interior, con una pala, y comenzaré a aplastarlas, venciendo el asco que pudieran provocarme con sus cuerpos resbaladizos, con ese verde tan peculiar que las esconde entre la hierba, simulando que son lo que no son para sobrevivir. Utilizarán, lo sé, todos los recursos a su alcance: los saltos, la espuma por la boca, la orina que según los mitos infantiles deja ciego a quien sirve de objetivo. Pero nada más utilizarán, salvo, quizá, el pensamiento. Lo usarán para borrarme de la faz de la tierra, pero yo sé que el olvido llega con la indiferencia, y si ahora las ataco es para que el odio generado por el miedo y la ira se troque en permanente pensamiento. Así, yo existiré siempre, y mi mundo sobrevivirá.

      La alternativa inicial, matarlas, no deja de ser una tentativa atractiva. Sin ellas, los dioses dejarán de molestarme, y si muero con su pensamiento, esa muerte será sólo dentro de los parámetros de una filosofía que me niego a aceptar. Por eso, mi cerebro, más avanzado que el de ellas, creará su propio mundo, esparcirá la semilla de la creación a los cuatro vientos dentro de los contornos de mi casa-cerebro. Y sin embargo, les tengo miedo. Ellas hablan, ellas croan como crean mi devenir, la sinceridad de mis oídos es tan inclaudicable como la verdad de mis ojos. Las escucho murmurar ahora, las oigo decir entre labios húmedos que yo saldré con una pala para matarlas. Saben de mi plan, y me pregunto si yo lo habré develado con mi pensamiento, o habré hablado en voz alta. Se sabe que sus oídos son profundamente sensibles, que entienden el lenguaje humano, los gestos de los hombres, el olor, las vibraciones del placer o el miedo a través del aire que rodea sus pieles sensibles de reptiles.

     Dudo, pero debo salir para saber si ellas sobrevivirán. Dejarlas afuera  ya no es posible, porque pronto ya no me atreveré a salir, cuando el miedo a su juzgamiento sea tan grande que inhiba mi acción, aumente mi temor a límites tan enormes que me impidan levantarme de los cimientos de mis huesos y abrir los párpados al día luminoso de mi casa, donde el cuerpo de mi mujer yace como en el limbo del mundo, en los límites de lo posible. 

     Abro el ventanal que da al parque, siento en mi piel un escalofrío insoportable. Tiemblo y resisto, aguanto el temible croar anunciador de la muerte, y es como si el fin del mundo se avecinara de un momento a otro, como si más allá de la cerca que nos separa de la vereda no hubiese más que el helado y árido final del vacío, el silencio que trae el viento como un  silbido anunciador de profundidades.

     Y las ranas creciendo, no en tamaño sino en crueldad, en esa piedad llena de sarcasmo con que Dios se alimenta para continuar siendo el poderoso dios que siempre ha sido: la tristeza tras el velo de la melancolía, la lástima tras la misericordia, lo frío tras el fuego de un rescoldo, la nada tras la frágil cobertura del tiempo.














4




Salgo atravesando el ventanal, y es como si las manos de Dios aventaran el aire de por sí ya demasiado frío para ser soportado por hombre alguno. Manos ávidas por jugar con el aire para hacerlo viento huracanado que embista la frágil estructura humana, sus huesos, no sus casas ni edificios. Las construcciones resisten muchos siglos, el hombre no más que unos pocos años. Y el viento es su principal enemigo, un viento sin cerebro ni razonamientos, sin inquietudes ni sentimientos. Un instrumento de fuerzas mayores: el aire enviciado con el aliento de los muertos que resurgen de la tierra en cada jardín, cada plaza o metro cuadrado de una ciudad edificada sobre tumbas sin nombres.

     Y ellas, las ranas, cantan sobre la tierra removida, cantan su contento y su victoria entre recovecos formados por paredes de sonidos lúgubres, misteriosos, oscuros y sin nada más que el vacío como sustancia.

      Las enfrento con la pala en mis manos. Levanto los brazos y corro hacia ellas con un grito airado de venganza, de arrogante actitud sin dobles sentidos ni falsos compromisos, sólo el fin como meta, el fin de las ranas: sus espejismos reflejados en espejos: caras de caras sobre caras, como días sucesivos que dejan rasgos tenues y transparentes sobre las imágenes más nítidas de los días recientes, hasta que éstos también se van yendo, atrás en el tiempo, dejando un  residuo de figuras fantasmales que se superponen en imágenes bidimensionales. ¿Quién puede entenderlas, quién llegará a interpretarlas?, sólo aquel que reconstruya el tiempo con la paciencia e inteligencia de un ajedrecista pero con piezas de un rompecabezas.

       Piso con mis pies descalzos el pasto, no tan frío como creí. De algún modo es un consuelo reemplazar el helado y anestesiante frío de las baldosas por el más cálido temblor del pasto fresco. He visto a los perros dormir sobre el pasto en noches de pleno invierno, la tierra es cálida en lo más profundo, eso lo saben los muertos. Levanto la pala todo lo que puedo, con la vista fija en las ranas que me rodean, sintiendo a la vez sus cuerpos viscosos rozándome los pies. Dejo caer la pala sobre ellas, y sé que he matado a unas cuantas. Levanto la pala nuevamente y veo los cuerpos deshechos, rodeados de muchas otras ranas que saltan sobre sus hermanas muertas intentando escapar. Las persigo por todo el jardín, corro tras ellas dando golpes que repercuten sobre la tierra, y no sé si los vecinos me estarán mirando, y no sé lo que piensan. Pero ya nada me importa, porque he encontrado una razón que me domina, un movimiento que encuentro enervante y estimulante al mismo tiempo, algo que me hace vivir para poder vivir más adelante. 

      Sé que son mis enemigas, lo veo en sus cuerpos feos y groseros, en la fealdad que contradice todo sentido de natural belleza. Vocifero insultos mientras corro y aplasto dos, tres, cuatro ranas simultáneamente. Con el canto de la pala me detengo a veces a cortarlas en dos, y disfruto ver cómo ambas mitades persisten en un movimiento reflejo que lentamente va disminuyendo, y es en una de estas ocasiones cuando me doy cuenta que las restantes se han detenido para mirarme. Las veo con sus cuerpitos dirigidos a mí, quietas, señalándome con  algo que no son sus patas ni su boca, sino ese algo indefinido que he visto y oído en ellas desde dentro de mi casa.

      Entonces las veo dirigirse hacia allí, y atraviesan el ventanal.

      Mi mujer, pienso, está en peligro. Mi refugio está amenazado. Y cuando llego tras ellas, ya han invadido el cuarto, rodeado la cama, e intentan treparse por las paredes, pero no logran hacerlo.

     Yo grito y llamo a mi esposa dormida, yo canto un himno de horror y piedad. Un llanto que no es queja sino pesadumbre, íntima conmoción de reverberos inconsolables. Un poema que me llega de sitios ancestrales de las cuevas de mi mente enterrada en las fauces de un lobo muerto cuarenta siglos antes. 

      Desde allá lejos viene el grito, el llanto sin sonido porque es la suma de todos los gritos, y la suma da cero: es incapaz de engendrar.

      Corro pisando a las ranas, ya sin asco sino con odio. Me subo a la cama y abrazo a mi esposa, que sigue dormida o muerta. Siento cómo la cama ahora se mueve como sobre olas: es el mar de ranas que la desplaza en un movimiento de naufragio que no tiene principio ni fin.

      Somos los habitantes de una balsa sobre un inmenso mar de ranas croando, sonido de tormenta y truenos, sonido de olas encrespadas entrechocando.

      Y nosotros, último vestigio de una humanidad fenecida.
















5.




la luna cayó a veinte metros del ministerio de justicia

sobre dos hombres que estaban peleando

no se realizó ningún sumario

ni se elevó pedido de extradición

no hay fronteras para un asesino

que no tiene manos ni brazos

que no tiene ojos para mirar lo que mata


la policía levantó los cuerpos

y los depositó en la morgue

los restos de la luna fueron recogidos con palas

envueltos en bolsas negras

y llevados al basurero de la ciudad


allí descansan los esqueletos del cielo


ya no hay luces en las noches ni fuego en los hogares

la gente mira al cielo como quien mira

un pozo lleno de niños muertos














6.




he caminado por la cornisa de un edificio en llamas

las lanzas de agua de los bomberos no me alcanzaron


llegué al extremo del puente interrumpido

contemplé la ciudad habitada por caracoles gigantes

que dan vueltas en círculos sobre sí mismos

las alondras llegan en bandadas

y de a cientos levantan a cada caracol

para llevarlos a los nidos del cielo


el agua a mis pies es un mar

con cascos rojos y velas de cuero negro

donde nadan los escarabajos del cementerio


para una ciudad el fuego es una enfermedad

pero el mar es la muerte



























V. YAGO TIENE MIEDO
















1




Hoy una angustia se me ha hecho intolerable. Sé que voy a morir, como todos, alguna vez.

Cuándo es la incógnita, pero sé que pronto, porque me siento cada vez más solo. Otros tienen amigos, esposas, novias. Tienen parejas con quién compartir el tiempo y el tedio que sobreviene con el paso de los años. No es la necesidad de compañía por el mero hecho de no morir solo, ya que la muerte es un camino tan solitario como el nacimiento. Por lo menos tal es el argumento que nos imponemos para consolarnos ante el miedo abismal de la finitud, del no hay más, del oscuro desempeño de la razón que todo lo aniquila con excepción de la desesperanza.

     Quizá haya esperanza en la desesperanza, quizá haya fe en esta misma incongruencia, y como un ancla depositada en el absurdo, el absurdo sea el instrumento de nuestra salvación. Un incontrovertible instrumento de salvataje desde un mar encrespado donde los recuerdos son sueños y los sueños simples argumentos refutados por la lógica. 

     El mar es la realidad, el agua en los pulmones, las olas como látigos golpeando la cara sin dejarnos respirar, azotando el cuerpo como cien bestias de la Inquisición, obligándonos a decir la verdad: nuestra impotencia, nuestra infelicidad, nuestra terrible y nunca descargada ira.

      Envidio a quienes van por las calles de la ciudad acompañados por alguien que es más que un compañero. Adivino en sus miradas un lazo que los une, por más que sea el arrebato, el rencor o el remordimiento. Ellos son un lazo quizá más permanente que el amor, y es preferible haber aborrecido que no haber sentido nada nunca.

     Me refiero a nada más cercano a la felicidad, más arcano que el estío entre rubicundos ángeles jugueteando desnudos en el Parque Lezama, levantando las heces viejas y secas de los perros, riéndose como bobalicones descerebrados pero con una expresión celestial, tan ingenua que no puede ser expresada de ninguna manera más que siendo vista, apreciada, contemplada como un sentimiento irrefutable e irrepetible.

     Las parejas que se besan en los bancos de la plaza son melosas y cursis, pero yo las envidio porque saben, han descubierto, que sus cuerpos son caminos nunca trillados, senderos salvajes donde cada hálito, paso, sonido y cada mota de polvo y arenisca es un hallazgo. Y los besos traman redes de minúsculos puntos que sólo se acabarán cuando el material que los constituye se agote. Ellos saben que esto nunca sucederá: podrá extraviarse u olvidarse la fuente, podrá perder la importancia inicial, la fuerza, no por agotamiento sino por la simple indiferencia.

     Pero allí estarán ellos, los cuidadores, los jardineros, los cupidos con sus flechas para matar la indiferencia y el olvido así como se matan las arañas que amenazan con envenenar los cuerpos ocupados en sus placeres, en los recovecos del abrazo, en los sinsabores de las mordidas salvajes en la piel caliente y sudada, en los golpes que no se sienten como golpes sino como placeres de una rueda sin agotamiento, sin pérdida de ímpetu, hasta el azar del corazón humano, hasta el interrumpido corazón que ha dicho basta porque Dios dijo basta.

     Mi envidia es odio y es amor, que me consume como a los perros famélicos, los perros rabiosos que deambulan por las calles por la noche, sabiendo que cada contacto con un ser humano es un peligro y un bienestar. Mi mordedura me libera de un gramo de odio y de ira, porque lo comparto con la víctima propiciatoria: un borracho perdido entre zaguán y zaguán, una prostituta que vuelve a su casa luego de una noche pobre en trabajo, un chico hambriento, quizá drogado, que me enfrenta con el coraje de la sinrazón, siendo su única oportunidad de expresar con los ojos la verdadera bronca, el enorme resentimiento que de ser dejado salir podría acabar con toda la ciudad como una bomba de neutrones.

     Yo odio, pero no soy capaz de matar. Hacerlo sería como terminar con el objeto de mi vida. Porque más que mi cuerpo, la esencia de mi vida son ellos: los que tienen, hacen, toman y poseen lo que yo no puedo.

     Los que pueden lo que yo no.

     Pero qué es poder, me lo he preguntado muchas veces. Si quisiera, podría hacerlo todo, he escuchado decir a muchos. Si tienes un cuerpo relativamente sano no hay nada que no puedas cumplir. Bobadas de evangélicos mensajeros de Dios. Yo les respondo con una obscenidad sin sonido, tocándome los genitales o haciéndoles un corte de manga. Respuestas arbitrarias que de nada sirven, es verdad, pero demuestran que a veces el silencio es el mejor argumento contra otros argumentos faltos de inteligencia.

     Yo me señalo la cabeza y el corazón, por continuar con los lugares comunes de cualquier discurso de clase media, haciendo notar que ambos sitios están constituidos por dos máquinas cuyos engranajes se agotan y sus repuestos son inobtenibles porque cada pieza ha sido fabricada a mano por un artesano que ya ha muerto.  Vamos por las calles de la ciudad, de local en local, por avenidas y barrios diversos. Acá no tenemos, pero a lo mejor en la casa de la avenida San Martín, o en aquella otra de la calle Riobamba, o en el barrio de Pompeya, quién sabe en qué esquina de un suburbio ya abandonado por la afortunada mano que acomoda los rigores de la oferta y la demanda.

     Una vez roto el engranaje, el resto de la máquina ya no podrá hacer nada, salvo ocupar un lugar, y con suerte, servir de apoyo a una maceta, una pila de libros o las herramientas que serán utilizadas para otra máquina ya también en vías de extinción.

      Yo tengo la mirada que imagino tienen esas máquinas inservibles hacia las herramientas aún en uso apoyadas sobre ellas, indiferentes al sitio sobre el que unas manos humanas las han puesto. Como una pareja que hace el amor sobre un colchón, sin preguntarse qué piensa o siente tal colchón, ni siquiera tomando en cuenta la calidad, la comodidad que el colchón les ha ofrecido para que ellos cumplan con su deseo satisfactoriamente.

     Es que los que son felices no piensan más que en sí mismos, y cada uno a su vez piensa en sí solo, ente individual imposible de comunicarse con algún otro, por más que un segundo antes hayan estado tan compenetrados como nacidos en un solo cuerpo. Por eso odio tal suficiencia, la sonrisa satisfecha de los que han sentido eso: lo indefinible como toda entidad sublime, todo alcance de una deidad a través de una mano que toca con sus dedos los cuerpos de un par de humanos hundidos en la jaula vaporosa de lo brevemente eterno.

     Mi problema no es la soledad, únicamente, porque ésta es medida según la apreciación de uno mismo. Mi conflicto es la dificultad, la impotencia por acceder a aquello que los demás poseen. Me he consolado diciéndome parrafadas de fracasos y rechazos, de malos nacimientos o mala suerte y malas compañías, lugares tan comunes como los sitios por los que uno deambula cotidianamente, sitios prácticos que no dejan más recuerdo que la rémora, la resaca, el olvido final.

      Me acaricio frente al espejo, y me amo tanto como odio a los que por la calle pasan como si vivieran en un espejismo de cuento de hadas. Todos son felices, me parece, así que yo crearé mi propia felicidad, mi autosatisfacción, mi flagelación: mi único tesoro, para que sea la envida de los demás. Esos que creen haber sido tocados por Dios por el simple hecho de que una mano los tome a cualquier hora de la noche en su cama, y los acaricie, y los apriete como si esa cama fuese el último refugio después del holocausto de la humanidad.

   

      














2




Sé que voy a morir, y tengo miedo, no tanto por la incalculable incertidumbre de lo que encontraré más allá, sino de lo que dejaré en este mundo. Dejaré, incluso lo que no tengo y necesito, así como necesito del aire que respiro. 

      Todo lo que los demás poseen, yo lo deseo. Cosas en particular, cosas en general. No porque  me gusten especialmente. He llegado a la conclusión de que lo que yo necesito es el ansia de sentir lo que los demás sienten al poseer tales cosas.

      Entonces sé que moriré sin tener el automóvil que mi vecino de departamento se ha comprado, luciéndolo en la puerta del edificio cada fin de semana, sacándole brillo durante todo el día, con breves interludios para subir a su departamento para almorzar luego de sufrir, incluso los otros vecinos y yo, los llamados agudos y paulatinamente roncos de su mujer desde el balcón. He soportado los chillidos de sus hijos mientras bajaban y subían las escaleras, entusiasmados a más no poder por el auto nuevo de su padre. Él los ha llevado de paseo, durante quince minutos como máximo, unas vueltas a la manzana seguramente, pero los chicos se conformaron, y la indiferencia de su mujer lo conforma a él, lo reconforta en el ensimismamiento con su propio placer: el auto: mirarlo, sentarse dentro, como si estuviera masturbándose durante horas y horas, sacando brillo a ese esqueleto metalizado de mujer inalcanzable, impenetrable.

     Eso es lo que envidio, la satisfacción, como si la felicidad dependiera de un sueldo ridículo que aún así sería suficiente para pagar las cuotas eternas de un auto recién salido de la fábrica, cromado, patentado, asumido en las manos como en la autoconciencia de real satisfacción. Como si mi vecino hubiese salido recién de la iglesia, de hablar con el dios vendedor con su sonrisa de circunstancia y sus propias manos crispadas de deseo: de firmas, cheques, documentos que comprometerán la vida de mi vecino por muchos años. Garantías, hipotecas, préstamos, recibos de sueldo, documentos de identidad: todos signos para atenuar las sospechas que nunca morirán, porque esa es la esencia de la sociedad.

      Sospechas que reconozco en mi mirada cuando lo observo restregar con incansable afán el metal del auto, que refulge bajo el sol del domingo, despidiendo destellos que rebotan en las ventanas de cada departamento de este edificio y del que lo enfrenta, destellos que no por débiles - ya que el sol penetra con mucho esfuerzo en el túnel de la calle- son menos conspicuos, menos heterodoxos en su religión de fabricar súbditos para siempre fieles.

     Yo me reconozco aún un ateo a esta religiosidad del consumismo, mi afán está en el placer sensual que dan las cosas. Quisiera tomar la mano de aquella mujer que he visto en el ascensor esta mañana, distraída en el distanciamiento que el teléfono celular le ofrecía en  el centro de esta jaula llamada ascensor. He recordado lo que he leído muchas veces de muchos poetas encerrados en campos de concentración, presos políticos o simplemente delincuentes arrepentidos o no, gente que en medio de su condena al encierro, vive la libertad gracias a la imaginación que un libro puede ofrecerle: un disparador a los efectos y consecuencias de la propia y genial imaginación. Pero esta mujer con su celular en la mano, la cabeza levemente inclinada, ajena al ascenso y descenso del artefacto mecánico eléctrico en el que estábamos ambos sumidos, viajaba en sus propias redes con otros muchos, interconectándose en breves, virtuales miradas fijas para siempre y para siempre perdidas en la historia y el pasado del espacio no-tiempo.

     Quizá los primeros que subieron a un ascensor han sentido la misma aprensión de su alma y su cuerpo, durante un escaso instante antes de poner un pie en la jaula. El cuerpo se resiste a ser llevado contra las leyes de la gravedad, y el alma es siempre temerosa, como toda buena e inteligente mujer, del futuro de su alma en vistas a la protección de sus seres queridos. Pero toda maternal reprimenda o amenaza latente es superada por la lógica dominante de la razón, y allí está la ciencia para comprobarlo, para refutarlo si es necesario con nuevas experiencias que mejoren el producto de la tecnología.

     Esta mujer, digo, viajaba doblemente: en el espacio tiempo contra las leyes establecidas de la gravedad gracias a los senderos que la inteligencia humana ha creado, como surcos asfaltados, en la estructura física del mundo; pero viajaba también por otros senderos ya sin dimensiones posibles de medida, el mundo virtual que está y no está, la cuarta dimensión, tal vez, tan buscada por los fanáticos de fenómenos paranormales. La red comunicativa que puede ser interrumpida por la ruptura de un satélite, pero no así la imaginación que el mundo ha creado en esa mujer.

      Observándola, mientras el ascensor paraba en cada piso, abriendo sus puertas automáticamente, pude apreciar la mirada cautiva, la sonrisa ingenua, de sorna, tristeza o asombro, de placer inclasificable, de esperanza caída en desuso, de muerte inminente, de fe en nacimientos futuros, de batallas perdidas, de amor sin esperanza y por eso más alto y más bellamente adornado por el brillo de las lágrimas de la felicidad.

     Eso es lo que yo envidié: la felicidad de un viaje sin tiempo dentro de los parámetros vulgares del tiempo-prisión representado claramente por esta jaula que nos transportaba, rompiendo transitoriamente, y confirmando por su misma excepción, las reglas conocidas del espacio-tiempo.

      Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja, las puertas se abrieron y me quedé apretando el botón que las retenía durante varios segundos en los que las nociones que definen el significado de las horas o de los siglos se confundieron, y ya no supe más que del sol penetrando desde un espacio en las afueras que tanto podría ser la ciudad inclaudicable como el mismo principio de las eras, el paraíso y el infierno que describió Blake, o el abismal purgatorio que Dante y Virgilio recorrieron alguna vez, o el principio del apocalipsis que la boca de Dios insinúa con murmullos coléricos e ininteligibles.

      La vi, entonces, mirarme, vuelta de quién sabe dónde, regresada, por lo menos en cuerpo, de las lejanas regiones inmersas y divergentes de su teléfono celular como si éste fuera uno más de los agujeros negros del universo, abierto en el otro extremo en un agujero blanco que expande el contenido hacia lo imponderable, o quizá lo muerto.

     ¿Qué es la realidad, qué la imaginación, si no estados de ensoñaciones paralelas?

     Si ella escuchó mi pregunta, si por alguna eventual casualidad de la preeminente causalidad llegó a entender a lo que yo me refería, decidió, con cautela, como toda mujer inteligente, ignorarme. No sin antes arrojarme a la cara una mirada más dura que todo el conjunto completo de concreto que conforma la estructura de este edifico: una mirada tan dura como su propia vida, o la mía. Para que el olvido cumpla su función correctamente, y el mundo vuelva a comenzar sin remordimientos. 






















3




Moriré sin todo eso: lo mencionado y todo aquello que a partir de ahora mencionaré como una falacia pronunciada al viento del sur, contra el viento del enorme sur. Aquel que me hará tragar mi propia voz para que mis ruegos me consuman como un ácido las entrañas, para que mis protestas sean gérmenes invisibles que lentamente tomen la forma de gusanos en las paredes de mi conciencia.

     Todo lo que no tendré nunca por tanto desearlo siempre, por lo menos eso es lo que me digo para consolarme con la única idea, atroz y recalcitrante como toda idea de consuelo, de que alguna vez pude haber tenido, o pude haber sido, lo que anhelaba. 

     Un hombre que sale de su casa en los suburbios residenciales de una ciudad, sube a su auto y enciende el motor, y espera que éste se caliente en una mañana de invierno. Pone música, ordena los papeles del trabajo, revisa las órdenes del día, se detiene a pensar. De pronto, su mujer sale por la puerta y se acerca al auto, se inclina para besarlo y despedirse, se seca las manos en el delantal y toma la cabeza de su marido y la apoya sobre su pecho. Ambas caras están ocultas, pero yo sé que sonríen, los dos reconciliados luego de una discusión nocturna, codo a codo en la cama, resentidos por momentos, arrepentidos casi siempre, unidos por la piel común del deseo, ansiosos de abrazarse pero empecinados en el orgullo que todo lo arruina y nos lleva por caminos altos y siempre, siempre solitarios.

     En esta mañana de invierno, lo importante ha prevalecido: no la casa con sus ventanas al jardín delantero, ni el tejado que desciende con armonía hacia los costados, los pájaros que buscan alimento en el pasto de la vereda, el perro del vecino que ladra por aquella interrupción matutina, o los colectivos escolares que pasan recogiendo chicos de puerta en puerta; sino ellos, ambos únicos, unidos no por el fuego ni los cuerpos consumidos en él, sino por el alma incorruptible, que por más que insistan en ensuciarla, permanece indemne junto a ellos, el alma única, el tercero que no es discordia sino lazo, fuente, alimento, sostén, refugio, consuelo, esperanza, necesidad, no de los altares sino de un dios de cama adentro, dispuesto siempre a limpiar de polvo las superficies de porcelana de la antigua y delicada vajilla de los abuelos. 

     Los abuelos que llamaron amor a lo mismo que ellos llaman ahora.

     El hombre saldrá para su trabajo, un oficio, quizá, que ha elegido porque de algo tiene que vivir. Yo lo sigo por las calles hasta su oficina. Lo veo estacionar en su sitio habitual, animal de costumbres como lo demuestra al tomar el mismo ascensor de la izquierda, pasar por la derecha de la escalera donde un obrero arregla las paredes del cuarto piso desde hace seis meses, saludar a las secretarias sin detenerse, evitar el olor a espliego que despide su colega de sesenta años, a quien no soporta, entrar en su oficina, encender la computadora ante todo, dejar el maletín sobre la silla, nunca sobre la mesa, abrirlo y sacar uno por uno las carpetas y folios en los que trabajará ese día. Pero no ve lo que espera todas las mañanas sobre el escritorio: la taza de café con leche y una medialuna de grasa. Mira hacia la puerta que pocas veces cierra, solo para aislarse cuando algún caso le requiere mayor concentración, mira a las secretarias ir y venir, pero nadie se asoma por la puerta para saludarlo, para preguntar con una sonrisa de sorna cómplice y también ingenua, si echa de menos algo en la oficina. En ese caso él aceptaría la broma, como un tonto chasco en el día de los inocentes, que más tarde contaría a su mujer, asombrado de su propia estupidez y la de los demás en aquella oficina de morondanga.

     Pero nada de eso sucede. El silencio lo rodea cuando más allá de sus sentidos el ruido hace estragos, zumbidos de computadoras, máquinas impresoras, sellos golpeando en los escritorios, gritos airados, protestas de hombres y mujeres, puertas que se cierran con la corriente de aire del invierno que se cuela con cada nuevo miembro del personal que llega tarde, hasta las firmas de los jefes se escuchan como un chirrido de plumas-biromes sobre los documentos. Nadie piensa en su taza de café con leche y una medialuna de grasa, una sola, por Dios, una simple medialuna que podría llegar a aceptar que fuese incluso del día anterior. Busca en los cajones del escritorio, y ya no puedo evitar una sonrisa al confirmar las palabras imaginadas de ese hombre que se cree tan inteligente. Pero a veces hacemos cosas tan ingenuas porque nos resistimos a reconocer una verdad que vemos venir y no deseamos, que tememos porque cambiaría todos los esquemas que nos rescatan cada día del abismo: lo imprevisto. Lo que viene del azar o del destino tan desconocido, o tan ciegos a él, que es lo mismo que llamarlo azar. 

     Yo, entonces, me regocijo. Veo su cara pálida, su asombro de principiante o de viejo abandonado en medio de una ciudad multitudinaria. Rodeado del eco de su propio silencio, mientras las moscas entran por su boca y vuelven a salir como si de un muerto indeseable se tratara, un muerto que todavía no ha muerto, y ellas, rodeándolo, esperando, forman órbitas angélicas alrededor de su cabeza.

     Aguarda el momento en que alguien entrará con la taza de café y una medialuna sobre una bandeja de plástico, rompiendo por fin la interrupción momentánea, la interrupción de una interrupción, el cambio de un cambio que volverá las cosas y los hechos a su cauce habitual. Pero la habitualidad es sólo una forma más del azar, y él ahora está comenzando a darse cuenta, aunque siempre lo supiera, conocimiento no reconocido por la conciencia acomodaticia de su ejemplar vida.

      Aguardo el instante, ahora, en que un hombre llegará para traerle un sobre y un mensaje muy corto, que ni siquiera leerá. Muy pocos minutos después, veo entrar varios, que con rapidez y eficacia, se van llevando muebles, computadora, papeles, dejando a su lado el maletín casi vacío, con excepción de clips, una calculadora y la foto de su mujer. No tiene dónde sentarse y descansar del tornado de esa mañana, su corazón se reacomoda e insiste en suicidarse a cada minuto, un sube y baja en una plaza arrasada por criminales anónimos.

      La desolación es mi amiga.

      La desesperación mi confidente.

      Cuando alguien comienza a sentir en su boca lo agrio de mi corazón, y cuando su pie despide la ranciedad que yo siento sobre mi piel, es el momento en que ya no estoy tan solo.

      Hoy me acercaré a él, asomándome por la puerta de la oficina en la que no permanecerá más que otros diez minutos, y sin que me vea, murmuraré unas palabras de inútil consuelo, como alcohol sobre una herida.

     Lo llamaré mi hermano.

   


























4




Me mirará como si no comprendiera al principio, perdido aún en sus propias cavilaciones, intentando entender lo que le ha sucedido, y de qué manera han llegado a manifestarse tales hechos en su vida hasta ese momento tranquila a base de esfuerzos. Se lamenta, lo veo en sus ojos, con una mirada hipócrita que nunca se atreverá a reconocer, mucho menos a sí mismo.

     ¿Qué esfuerzos hizo en su vida por lograr lo que hasta ahora tenía, qué sacrificios, cuántas horas de trabajo, cuánto dinero invertido, cuánto esfuerzo mental y trabajo físico lo han llevado a esta pérdida?, porque toda pérdida es también una cosa que se tiene, un logro más, una ausencia que brilla por su misma esencia: la sustancia de la nada, el vacío de lo que fue, el contorno alrededor del aire de la cosa ausente, desaparecida, el fantasma, el aura, o como quiera que se lo llame según las religiones o filosofías que el hombre ha desarrollado para consolarse con meros esbozos de ideas sobre arena. Construcciones que ahora, mi hermano en el infortunio, trata de salvar como puede de las olas de la fatalidad, esa puta que se vende únicamente a muy alto precio, como diría Balzac, tan alto que ni siquiera el alma de Fausto y todas las almas del purgatorio de Dante serían suficientes para convencerla de entregar su cuerpo por una noche y ser nada más que una prostituta, un cuerpo dispuesto a todo, entregada a todo, incluso a la laceración y la muerte. 

      Pero como todos sabemos, el mundo no podrá sobrevivir sin fatalidad. Y hay algunos que somos sus discípulos, no por dinero sino por comunión de ideas, o más bien por fines iguales aunque no causas semejantes. Yo soy uno de ellos, y por más que el ansia por confesarle todo a este hombre que ahora me mira retuerza mi segunda cara, la interna, con una risa que muchos llamarían despreciable y yo llamo de reconciliación, no le revelaré mi acción: fui yo el que provocó su despido.

      Y me alejo de esa oficina, dispuesto a continuar con mi agenda del día. No sé lo que hará él de aquí en más, yo voy hacia su casa en busca de su hermosa mujer, tocaré el timbre, me atenderá ella quizá con un delantal en la mano o un biberón todavía tibio. Tal vez abra la puerta con una sonrisa atareada y un bebé en brazos, meciéndolo con un movimiento de su cuerpo que deja descubrir sus pantorrillas, el arco de su cadera bajo la falda, el pelo atado sobre la nuca, sin maquillaje, sólo un par de delicadas gotas de sudor cayendo por su frente. Me digo que quisiera secarlas con mi lengua, sentir la sal que me alimenta, pero sé que mi fealdad es una de las tantas causas de mi fracaso, así que dejo de lado la seducción, y parto hacia el sinuoso camino de la destrucción.

     Sé que una mujer puede llegar a perdonarlo todo: la pérdida de un trabajo, el desorden, la falta de ambición, hasta la indiferencia, incluso el rencor, ya que todo eso es parte del sacrificio diario que llamamos amor. Pero nunca perdonará la infidelidad, y si dice que lo hace, conservará sin embargo un resquemor tan firme como una piedra en un saco lleno de cachorros gimientes que se arrojan al río. Tarde o temprano, la tela se pudre y los huesos saldrán a la superficie.

      Digo lo que tengo que decir, ni una palabra de más o de menos. Ella comprende, lo noto en su cara de pronto ávida de llanto, luego plena de furia, y más tarde, cuando yo me haya ido y la puerta esté cerrada, en el rostro sucesivamente rico en expresiones de rencor, resentimiento, frustración, odio. Dejará al bebé en su cuna para limpiarse la cara en la pileta de la cocina, pero el llanto de su hijo será una extensión del suyo, y ambos se transmitirán la miseria.

     Yo me iré caminando por el sendero de lajas hasta la vereda, y seguiré mi camino escuchando de lejos esa música fúnebre en pleno día y bajo el sol más refulgente y bello de la temporada. 

     Mi corazón estalla de júbilo, y la gente que se cruza en mi camino me ve sonreír como si fuera un loco o un ángel. Me siento a la mesa de un bar en la esquina. No alcanzo a ver más que la entrada y el techo, unos autos y la casa de al lado me ocultan las ventanas y el resto. Pero para mí es suficiente, mi imaginación tiene la virtud de la verdad. No sé por qué me ha tocado esta única fortuna, pero he de aprovecharla.

      Cinco horas después, veo regresar al hombre en su auto. Desciende con la cabeza baja, sin su portafolio, olvidando cerrar el auto y se dirige hacia la puerta de su casa. Lo veo, más bien lo adivino dudar, retardar la llegada. Se detiene un momento, parece descubrir algo diferente a su preocupación. Ve que la puerta de su casa está entreabierta: debe estar pensando en una nueva desgracia, un robo esta vez. Como si eso lo envalentonara, como si de esa manera canalizara toda su furia en los supuestos ladrones, entra abruptamente haciendo golpear la puerta contra la pared y dispuesto a enfrentarlo todo, menos aquello que realmente lo espera.

      Oigo, desde donde estoy, propalado por la calle como un eco amargo y desesperado, un grito profundo, ya vuelto de todos los caminos del infierno, ya muerto y resucitado mil veces, ya sabio de toda inerte sabiduría. Exactamente como un eco sin esperanza porque no hay vida en el corazón de ese grito.

      No sé si de mujer o de hombre. Ni siquiera si es la casa que grita en su conjunto, como un personaje más: una simbiosis de quienes la habitaron, lamentándose inconsolablemente. Pronto a convertirse en el llanto monótono de las plañideras, en el canto sefardí de los lamentos. En algo, en fin, continuamente lamentado alimentando la fuente de las lágrimas.

      Algo ha sucedido en esa casa, y yo tampoco sé con detalle de qué se trata. 

     Pero puedo por fin levantar la mirada sin miedo hacia quienes me rodean, hacia quienes me miran intuyendo algo que nunca podrán definir, y devolverles el gesto mirando hacia esa casa. 

     Mi hogar y mi destino.

      





































7.




los errores de un árbol se tapan con estiércol

los errores de un santo con páginas de tinta


los crímenes humanos no son deudas

son pagos al dios de la hierba

que crece en las comisuras de los labios

y entre los pliegues de las manos


la suciedad de hongos como lagos extensos

donde nacen los dioses acuáticos

con aletas plegadas en sacras palmas

y bocas con burbujas de sangre


el error es un número cero después de la última cifra

donde cada punto tiene dos caras:

la de un feto y la de un cadáver

















8.




cuando veas en el bosque

una docena de búhos cazando ratas

es porque la luna no ha salido aún

le temen y no cazan si ella los está mirando


cuando en el bosque encuentres

una docena de lobos muertos

la luna ya se ha levantado

ellos no toleran la luz de su sombra


en el bosque hay doce árboles caídos

ordenados con simetría en un prisma

porque no soportaron el tamaño del pasado

y la luna yace entre ellos


en todos los bosques del  mundo

verás docenas de prismas iguales

con cadáveres de lobos en el centro

y búhos volando sobre ellos

la luna sale y se pone rodeada de polvo


desde la ciudad escucharás cada noche

los gritos de las ratas





















VI. SANTIDAD DE LA RAZÓN

















1




El Racionalismo fue una escuela de luces para el mundo. La razón fue creciendo lenta, progresivamente, cayendo de escalón en escalón en un ascenso sin contradicción, porque era el natural camino evolutivo de las ideas predominantes. Conceptos que adquirían fuerza desde sitios, situaciones, circunstancias, fuentes impredecibles, escondidas, que nadie, ni los propios fundadores y preconizadores de este movimiento social, cultural e intelectual habrían podido definir con precisión.

      Todo esto me hace recordar, sin embargo, al lento ascenso de una gota por la escalera en el cuento de Dino Buzzatti. Una gota que, venciendo las leyes de la gravedad, asciende por la noche sin ninguna causa que justifique tal procedimiento, esa maravilla y cambio en los recursos habituales de las leyes físicas, ni tampoco una razón para que esté haciendo aquello: el subir una escalera.

      Se justifica el goteo de una canilla mal cerrada por descuido, olvido o indiferencia de quien se levanta en plena madrugada para beber un vaso de agua, o el goteo de la llovizna en el desagüe del techo de nuestra casa, pero no somos capaces de comprender cómo una gota de agua asciende como si fuese un animal rastrero, esquivando el clima de la casa, las características de las baldosas o la alfombra, la sequedad a que debería someterla el polvo acumulado, incluso siendo capaz de esquivar la lengua más curiosa que sedienta del perro, despierto sin duda por aquel goteo especulador de sospechas y agudas templanzas. 

      Pero no puedo llamar templanza a mi somnolencia, sino meditación contemplativa. La Razón surge entonces fácil a pesar de la contradicción que lleva en sí misma: capaz de comprenderlo todo, niega y afirma con énfasis: una gota de agua no puede ascender, pero acepta la situación porque su principal instrumento así lo atestigua. Ojos y oídos confirman el fenómeno.

      Por todo ello, la Razón fue descubierta como el máximo hallazgo, el supremo poder en manos del hombre, como si pudiera sacar de su cabeza su propio cerebro y contemplarlo igual que un disector, buscando con pinzas delicadas en las circunvoluciones las motivaciones, los senderos discursivos, las racionales tergiversaciones que no son más que excepciones que confirman las leyes naturales. 

      Años y años de búsqueda incansable, de esfuerzos inauditos para mentes humanas que no tienen más remedio que agotarse alguna vez, viejas las neuronas, cumpliendo el ciclo que el conocimiento aplicado esta vez a la anatomía y fisiología ha descubierto como patrones, reglas y variaciones. 

     Variaciones sobre un mismo tema, un género musical que ha prevalecido precisamente tiempo después del cénit del Racionalismo. Haydn, Mozart, Beethoven y tantos otros han especulado con temas de compositores de mucho menos talento para realizar obras de diversa duración con el fin de cumplir con un encargo oficial o privado, el cual ayudaría en sus economías para poder regalar mayor tiempo a sus mejores obras. 

     Y eso es lo que hago ahora, hablar del Racionalismo, de ideas ya estudiadas mil veces por hombres de mayor talento. Variaciones sobre un mismo tema que deberían aportar algo a la historia. Entonces me pregunto, qué es el cerebro humano más que una serie repetida de costumbres ancestrales. ¿No es ésta, por caso, aquella melodía de Monteverdi, aquella aria de Gluck, la fatídica llamada al comienzo de la quinta sinfonía de Beethoven en la mente del primate? 

      Me gusta imaginar que un simio podría estar ahora haciendo percutir una piedra sobre otra piedra, intentando lograr una chispa, sirviéndole tal acto aparentemente reflejo como meditación inconsciente por la lucha que acaba de entablar y perder contra otro macho por la posesión de una hembra. Lo veo sentado sobre la tierra, las piernas abiertas, la espalda apenas inclinada, los brazos activos y solemnes, y las manos en plena y suprema función: sujetando la piedra una, otra piedra la otra, golpeándolas entre sí, haciendo salir chispas inocentes, débiles, pero provocando otra cosa tal vez más extensa que los siglos: un ritmo sincopado que va lentamente transformándose, metamorfoseándose, variando en duración, en sentidos, imitando el sonido del agua o de la lluvia, de los animales de la selva llamándose unos a otros, de las aves, de los gruñidos, de los gritos y gemidos.

     Y por fin, algo conmueve al simio, lo traslada a un lugar que no es la selva, algo proyecta en su mente otro espacio y otro tiempo: la abstracción. 

     No sabe que así se llama tal poder que ahora ha descubierto. El ritmo le ha provocado tal cosa, más concientemente quizá que cualquier otra vez, al sentir algún olor o escuchar los sonidos de la selva. Sus ojos buscan en el espacio a su alrededor, en los árboles y el cielo entre ellos, el lugar que ha entrevisto por un momento, y que la interrupción del ritmo hizo desaparecer de pronto.  

      El simio se ofusca, se confunde, se restriega los ojos, se rasca la cabeza, da saltos de contento y obstinación, arde por comprender lo que le ha pasado, llama a gritos a sus compañeros, pero ninguno acude. Trepa a un árbol, lo más alto que puede, y contempla la extensión arbitraria de la selva, más o menos amplia según los ojos que la observan. De ello depende la capacidad visual de la especie, la sagacidad de la mirada, el aprendizaje que este simio ha comenzado a adquirir. 

      Vuelve a restregarse los ojos, buscando en ellos lo que antes ha visto y no puede pensar nuevamente porque no lo ha comprendido. Así como entiende las formas en que la selva se presenta a su mirada, los olores y sonidos, el tacto a su alcance, de la misma forma y con la misma intensidad no comprende lo otro que ha entrevisto. 

     Intuye que tal relación inversamente proporcional le llevará mucho tiempo de contemplación. Dispuesto a quedarse allí en busca de una nueva experiencia, sabe que todo ello está tras sus ojos, y sin embargo no lo sabe del todo, todavía.

     































2




Es fácil confundir la razón con la lógica o la ciencia. La lógica tiene apariencia de verdad, y la verdad parece estar formada por la estructura de la razón. La ciencia, entonces, tiene la función de corroborar y afirmar a ambas.

      Pero qué lejos de la verdad está la lógica, y ésta qué lejos de la razón, y ésta aún más lejos de la ciencia.

      Si el simio que tomamos como objeto de experimentación ve el follaje de la selva en la que vive, sabe únicamente que allí está la selva y más allá no hay nada, por lo menos hasta que él se dirija hacia los límites y atraviese la zona que abrirá su razón hacia otros parámetros. Luego, la lógica le dirá, en el futuro, que más allá de lo que ve podría encontrar otras cosas. Si este simio tuviese más inteligencia, desarrollaría una ciencia para investigar, estudiar si estas experiencias se repiten tan seguido como supone.

      Sin embargo, ni el simio es lo suficientemente inteligente ni su experiencia posee la intensidad que se requiere para que provoque un razonamiento deductivo semejante al fluir de un río serpenteante entre la maleza. Aquí es donde él deberá descender del árbol y tocar el agua, beberla, satisfacer su sed y conformar primero a su cuerpo, y cuando intuya las preguntas: de dónde vienen y hacia dónde van las aguas, volverá a subir a otro árbol a contemplar una visión más extensa del río. Mirará hacia los puntos cardinales, que no son tales aún para su mente sino direcciones pobladas de olores y sonidos diferentes. Relacionará una dirección, río arriba, con cierto helado espíritu del aire, vientos más intensos, un silencio inquietante y el eco de gruñidos no del todo precisos pero sí más temidos. Cambiará la dirección de su mirada hacia el otro lado, allí donde la ancha serpiente de aguas desaparece, con sonidos de lejanía, con algo de sed y pesadumbre, con el grito de guacamayos, con bestias de dientes feroces, con la soledad de su tribu que se aleja. 

     Cada estación del año, que, repito, no son más que cambios de calor, frío, lluvia o heladas, árboles pelados, árboles llenos de flores y frutas, suelos llenos de hojas y cubiertos de barro y musarañas bajo las piedras, de un río seco, tal vez, o tan delgado como la hebra de un hoja muy verde y muy joven todavía, cada estación le dará sensaciones diferentes, y por lo tanto cada dirección, donde el río y los árboles son mojones, ejes puntuales por los cuales el simio aprende lentamente a conducirse. Los olores y sonidos son puntos sensibles que persisten para lo circunstancial, para la vida cotidiana del apareo y la alimentación, para la supervivencia de los más fuertes, más jóvenes y más hábiles. Pero cuando en algún momento del anochecer, el hambre de alimento y de sexo estén satisfechos y un leve adormecimiento lo tumbe a lo largo de una rama, con las piernas enlazadas en ella o la espalda apoyada en el tronco, tomará entre sus dedos una hoja y la irá desenhebrando, asombrado de aquello y de su propio asombro ante lo que jamás había visto antes: el paralelismo, la semejanza entre las hebras de la hoja y las direcciones del río y sus afluentes que ahora puede contemplar ya no sólo por la altura o la posición del árbol en que se halla, sino por la suma de las experiencias y visiones anteriores. Cada una de ellas sumadas y superpuestas, hasta formar una distribución que se llamará mapa, aunque él así no lo defina  nunca.

     La intuición, por lo tanto, es una amalgama de conocimientos, una necesidad, una pulsión o inquietud que carcome y crece hasta no dejar lugar más que para su propio cuerpo desbordado: una obsesión que no desaparecerá sino en el instante en que decidamos abrir un libro, abrir una puerta o explorar el exquisito esqueleto de nuestro propio cuerpo con un bisturí de palabras afilado con ideas o la violenta ira de una verdad desesperada.

     Eso es lo que el simio intuye: la desesperación inicial y la desesperación final.

     Intuye las nadas primordiales en los extremos del río.

     Las nadas, que de tan objetivas, son frías como templos vacíos de piedad. 

     Ahora el simio ha aprendido a conocer su desesperación, a objetivarla, quizá a llamarla de algún modo que nunca sabremos (tanto él como nosotros conocemos y desconocemos cosas que podríamos haber intercambiado para mutuo beneficio, pero sin duda esa ya sería otra historia). La transforma en ira porque no conoce otra forma de encausarla sin que antes lo remuerda interiormente, socave su conciencia apenas presentida como tal. 

     La rama sobre la que se asienta se sacude peligrosamente bajo su peso nervioso, su malestar creciente de ímpetu avasallante, devorador y certero en su próximo movimiento.

     Se siente tan solo con tal descubrimiento, con ese sentimiento proveniente de una parte entonces desconocida de su mente, como si estuviese viendo la encarnación de una visión enajenada, de un alma monstruosa surgida de la nada, de lo que nunca estuvo antes porque nunca vio antes.

     Una bestia de su propio tamaño, llamándolo e inquiriéndole con órdenes contradictorias, que lo impele a actuar y estarse quieto, que lo golpea y lo alaga en sucesivos instantes que lo llenan de perplejidad y desconcierto. 

     Salta. Baja la vista al suelo, acostumbrado a los primordiales instintos que lo ataban a la tierra, y que ahora siente tan lejana, tan separada de él, con una vergüenza encima como si hubiese sido echado, arrojado por una causa o motivo que desconoce.

     Levanta la vista, endereza el cuerpo y lleva sus manos sobre la frente para proteger su vista ya ahora más poderosa del sol que trata de sofocarlo como tantas veces lo hizo antes, tal vez despidiéndose en un último ruego o acto de padre abandonado por su hijo que crece y deja el hogar, casi el último y cariñoso golpe sobre la cabeza de un niño travieso que desde ahora enfrentará lo desconocido. 

     Recordándole su origen, lo que está por dejar atrás.

     Lo ya para siempre irrecuperable.




































3




Baja del árbol y camina hacia una dirección, la única válida desde ahora. La presiente, la confirma a cada paso que da mientras el río, junto a él, va en esa misma dirección, más o menos rápido según el desnivel del terreno, las rocas que encuentra, las orillas que desbordan de malezas y ramas. El agua fluye más rápido en el centro, igual que lo que a él le sucede, siente en su pecho, o más abajo, allí donde el alimento se atasca y lo hace sentir mal muchas veces, un cosquilleo molesto, una compresión como si su propio cuerpo se estuviese retorciendo, o creciese dentro de él algo desconocido, impreciso, más imaginario que real, pero de cuya existencia no puede deshacerse tan fácilmente dejando de pensarlo. 

      El pensamiento, ahora se da cuenta mientras recorre la orilla de un río que lo guía, es tan asombroso como molesto, y sabe que recién está comenzando a vislumbrar sus infinitas posibilidades. Se pregunta por qué se da cuenta de tantas cosas en estos últimos días, cuando toda su vida pasó entre instintivas conductas que a nada llevaban más que a la supervivencia y la continuación de su especie, incluso esto no lo pensaba así, con estas ideas, ya no palabras, y ni siquiera era pensamiento, sino simple acontecer y actuar. Todo esto le resulta ahora tan lejano e inútil, tan inocente, que una nostalgia de paz y tranquilidad lo angustia más en cada paso que da para ausentarse de la selva, hacia el punto límite que su mente renovada le dice que más allá, en algún lugar, está el fin de lo visto y el comienzo de lo previsto.

     De a poco, el paisaje se va tornando más llano, no por la ausencia de rocas o desniveles, sino porque los árboles van dejando lugar a una llanura sembrada de pasto y suaves lomas recorridas por lechos de arroyos a veces secos, a veces tan finos como palabras que sucesivamente se van formando y ordenando en su mente renovada, tantas y tan confusas que lo pierden en un nuevo éxtasis de sol, aún cuando el cielo, ya tan distinto, abierto, claro, abismalmente inmenso en su pesada infinitud, está adosado a una capa interminable de nubes que van y vienen, acumulándose como las nuevas palabras y las nuevas ideas.

     El caminar las ordena, las va ubicando en espacios ubicuos de su mente, y no le cuesta mucho trabajo, se van dirigiendo solas a espacios tan reducidos como celdas de reos, destinadas a aquel sitio para siempre, condenadas a una repetición tan persistente como la vida de a quien pertenecen. Pero él sabe que son ideas que continuarán, porque nada le niega que a los demás de su especie no les esté sucediendo lo mismo. Quizá, detrás de él, otros hayan comenzado a caminar, siguiéndolo por curiosidad, tal vez, pero esa curiosidad es también un signo, una forma más del nuevo pensamiento. Si para él el conocimiento llegó con la desesperante forma de una inquietud deformante y dolorosa, en otros puede haber llegado de maneras más amables, como la simple curiosidad, o la todavía más elemental de la imitación. 

      Un día podrán ser muchos los simios que peregrinarán hacia fuera de la selva, hacia las llanuras, para poblarlas y descubrir las montañas que se vislumbran como barreras infranqueables, macizos poblados por sombras y nieblas, que presiente generadoras de cosas sin formas, de sonidos tan temibles como el gruñido de un león escondido entre las plantas. Pero antes de llegar allá, deberá dominar la llanura, desprenderse del vértigo que cada paso sobre el vacío le sugiere. Sentir que sus pies pisan tierra firme y no un lago verde. Sistemáticamente, las cosas a su alrededor le aportan sensaciones que incorpora a su cuerpo, y confía ahora mucho más en su mente que en su cuerpo, su conciencia: la sensación de ser él, una cosa y un ser al mismo tiempo, algo separado e integrado a lo que lo rodea. Susceptible, como siempre lo ha sabido, a los peligros, pero éstos no son más que hechos fortuitos, partes de un valor determinado por su propia confianza e inteligencia; no existe nada más que él en este momento, y él es parte del todo. Capaz de comunicarse con un simple gesto o un grito, algo que resulta tan simple y eficaz como nunca antes lo había sabido.

      El temor se ha trasladado hacia niveles más profundos. La vida cotidiana pierde relevancia, y las lejanías y las distancias, la aparente ausencia de alimentos, son circunstanciales, y el hambre una sensación que puede ser tolerada más que antes. El miedo está dirigido a cosas más oscuras, a sensaciones que no logra transmitir al exterior porque no encuentra señales de identificación o referencia. Antes era un león, una serpiente, una hiena cercando a una mujer enferma y moribunda. Ahora nada de eso es tan vital como la impredecible visión de su propia eternidad.

     No lo define de esa manera, por supuesto. Antes creía ser eterno porque cada día borraba la memoria conciente de la anterior jornada, y el presente, de esa manera, era tan largo como la eternidad. Sin embargo, ahora que se siente una entidad individual, que nuevos razonamientos deductivos han nacido para asentarse en él haciendo nidos donde crecerán otros muchos, su propia mortalidad se le hace tan cierta que ya no puede más que sentirse expulsado de su otra vida, de su otro espacio, del privilegio de la vida eterna. 

     Añorar su existencia inconmovible es desde este momento el signo, el factor primordial de su nueva e irrenunciable vida. Sobrevivir será tan simple o complicado como él alcance a decidirlo, pero el ascenso de la nostalgia y la pesadumbre ha comenzado.

      La angustia existencial es un producto de la Razón: un hijo predilecto por único, en cuya existencia se ha invertido no una vida, sino la suma de los acontecimientos del mundo.

     Mientras, mirará las montañas que suben al cielo, en busca de otra mayor curiosidad. Mientras, trabajará los campos nuevos de su mente y los campos nuevos de su tierra obtenida a base de caminata y supervivencia, a base de matanzas y algún que otro remordimiento, a base de culpas olvidadas y sobre todo, del placer obtenido en cada observación y herramienta lograda con esmero, en cada risa y alegría bajo la lluvia. Cada artefacto de su inteligencia es una hazaña digna de contarse, de dejarse asentada en algún sitio del mundo.

     Sabe ya, que la memoria nunca es suficiente, que toda cosa tiende al olvido como cada ser vivo comienza a morirse el mismo día que nace. Lo ha visto en sus propios hijos, en la futilidad de la enfermedad y la vida, en la vejez que evoluciona como un pez pudriéndose fuera del agua, en los muertos atravesados por lanzas, en gritos airados luego de llantos no menos fuertes, capaces, eso sí, de atravesar distancias más extensas que su imaginación.

     Todo trabajo humano es más permanente que el mismo hombre, todo fluido, grito, descendencia, llanto, gemido, risa, construcción, cada muerte dada es más persistente que la propia vida que la ha generado.    

     Todo persiste un tiempo más, a pesar del olvido, sin existencia propia porque nadie ya lo piensa, y sin conciencia la entidad deja de ser.

     Solo son hechos, acontecimientos, parecidos a su vida anterior en la selva.

     El simio, que ya no es sólo un simio, conoce la imponderable dicotomía, la contradicción de su misma definición de ser, y todo lo que toca y siente, empezando por su alma, tiene dos elementos indefinibles separados por un muro.

     Quizá, esas montañas.






















4




Lo que tan alto y enorme parece, debe ser, necesariamente, algo importante. Si algo como esas montañas parece llegar al cielo, tocándolo, rodeadas por las nubes que se forman y mueren a su alrededor, tiene que ser únicamente aquello por lo cual el alma del simio está desesperando de conocimiento y de alivio.

      Porque todavía, y aún en esta etapa tan avanzada de su evolución, intuyendo que su conciencia es una manifestación de su alma, la punta de un iceberg nunca visto, la conciencia de su individualidad, de su unicidad; todavía, entonces, cree que el conocer le dará satisfacción, le quitará el peso de la duda que crece con cada paso que da hacia las montañas, en igual proporción al crecimiento de los macizos al acercarse. 

      Con cada paso, ve mayor nitidez en las laderas: los árboles en la base, los arbustos ralos y azotados por el viento que los hace crecer torcidos pero resistentes, las rocas desnudas, ocres, blancas, grises, rojizas, las tinieblas blancas de las nubes cerca de la cima, a la cual ocultan.

      Es allí donde el simio piensa que debe estar el conocimiento, ya no descubrimiento sino revelación que abrirá el resto de las puertas de hueso de su cuerpo. No puede quitar la mirada de aquellas lejanas cimas, aún a riesgo de tropezarse con los obstáculos que la llanura le presenta, los peligros que lo acechan, el hambre que no logra interrumpirlo más que una jornada de sol y luna. 

     El simio ha trabajado en la llanura, ha cazado, ha pescado en los arroyos, se ha apareado con sus hembras, ha descansado y dormido mientras el viento pasaba como una mano áspera sobre su cuerpo desnudo. Un cuerpo que un día, al amanecer, se descubrió más vulnerable, más desprotegido, sin tanta de aquella cobertura de pelo que caracterizaba a su especie: el pelo lacio y negro, encrespado en las ancas, ralo en los codos y rodillas, cayéndole como dos vertientes de agua a cada lado de la cabeza. El pelo que las hembras acariciaban durante un rato luego de aparearse, asombradas, quizá, enternecidas, también. 

     Pero él lo ha dejado todo de lado, lo ha dejado atrás. Ha decidido abandonar la llanura así como lo hizo antes con el bosque. Sabe que el espacio es una forma más del tiempo, y los lugares se suceden y tienen nombre porque el tiempo los ha llamado para unirlos en un mismo sistema hueco, un lugar llamado tiempo, que esta vez es pasado.

     La razón lo domina, lo obliga a pensar cada paso, idea, gesto, sonido que su cuerpo da. Y lo que no puede ser evitado, debe ser sumido en el obligado sistema del análisis. El por qué de las cosas y los hechos, el por qué de los días y las noches, del sol y de la luna, de la lluvia y la sequía, del miedo y la alegría, del furor y la ternura, de la energía y el cansancio. Hay preguntas que no se hace y sin embargo presiente allí, en su interior-exterior, creadas y manifestadas por simbolismos que no puede detener: el viento que lo azota y pretende detenerlo, las hembras que aparecen en su camino para entretenerlo y retrasarlo, las bestias que gruñen a su alrededor y que él ignora así como ignora, el condenado a muerte, un dolor de muelas minutos antes de su ejecución. 

     Subirá a las montañas, cueste lo que cueste. Vislumbra ya la figura de aquellas que dominan sobre el mundo, que todo lo ven desde su altura, manejando las nubes y las lluvias a su antojo, deteniendo el viento y capaces de provocar la ruptura del mundo si decidieran derrumbarse de un momento a otro. El simio nunca ha visto tal cosa, pero su razón se lo dice, lo deduce sin dificultad ni cuestionamiento. Sonríe porque se da cuenta que ahora sabe y sabrá muchas cosas que jamás vio ni verá alguna vez.

     Están ahí, como los dioses. Presentes para algo.

     Pero no sabe para qué.

     La felicidad del conocimiento no es susceptible de sarcasmo ni ironía. No puede ser destruida, sólo burlada o desechada, nunca ignorada.

    Tan fugaz e inútil como eterna e imprescindible es la duda.

     La incertidumbre metamorfoseada en monstruos llamados desesperación, procreando hijas con nombre de amargura.

     Los dioses que no se dejan ver provocan la ira y la contemplación, la oración y el suicidio.

     Los que sí se dejan ver, traen la muerte inmediata de toda duda, pero también de toda esperanza.

     El camino del simio es el camino accidentado de las pérdidas, de lo costosamente comprado y lo mal vendido. De la procreación y de los hijos muertos. De lo recuperado y lo perdido. El camino del simio es un sendero que se estrecha, pero se agranda en hondura, en peligrosos deslizamientos, en abismos formados por altísimas paredes laterales. Una ruta que conlleva solitarios kilómetros sin estaciones de servicio, sin moteles ni casas de pensión. Donde no hay carteles de neón a los costados, ni puestos de comida, ni carteles de señalización. Únicamente al final presentido del asfalto, una imagen acuosa sobre el pavimento a pleno sol, cada día, desapareciendo cada tarde en sombras que avanzan desde los costados,  oscureciendo todo como si el simio-hombre se estuviese quedando ciego.

     Sin luces, sin  reflejos, sólo un atontamiento que el insomnio provoca en los desprevenidos.

     Allá delante, en lo alto, están las cimas de las montañas, más amenazantes en la noche, más grandes y frías.  De contornos imprecisos, figuras fulgurantes con silbidos que viajan con el viento. 

     Las nubes presentidas y las estrellas ausentes: la inmensidad sobre el hombre.

     Y por más que él se refugie en la razón como último recurso, sabe que la santidad de la razón conduce al camino del martirio. 

     La flagelación de los cuerpos es sólo la extenuación de las almas. 

     Y el divertimento de Dios, la manifestación del silencio.

     


























9


en el tren

hay cien pasajeros sentados

todos hombres que miran un punto fijo

quizá la nuca del que está adelante

quizá los ojos del hombre de enfrente


no se mueven

apenas pestañean cada exactos veinte segundos

sólo sus cabellos se agitan con la brisa del otoño

que entra por las ventanillas abiertas

sus hombros se rozan en los asientos contiguos


el tren no se detiene en las estaciones

el guarda pasa a pedir boletos

sólo entonces cada pasajero levanta su mano derecha

y extrae el boleto del bolsillo izquierdo de su saco

el guarda no hace preguntas y se va en silencio


pero el tren descarrila, se inclina hacia un lado

más y más hasta que se tumba en la tierra junto a las vías

los hombres no se sujetan a nada, se dejan caer unos sobre otros

las telas prolijas se desgarran, hay sangre en las caras

los brazos se tuercen, los hierros del vagón los rodean

como serpientes con huesos fundidos en fraguas


ellos no se han resistido al deseo del tren

la voluntad de la inercia, el grávido corazón de la física

sus ojos ahora cerrados no parpadean

únicamente los cabellos se siguen moviendo

tocados por las manos blancas del viento del otoño
















VII. ANGELES EN PIE DE GUERRA
















1




He leído una extraña noticia en el diario. No estaba en primera plana ni en las páginas siguientes. Sólo era un quinto de columna en esa zona que el diario dedica a las noticias que no pueden clasificarse dentro de ningún tipo, sólo información general. Yo estaba tomando mi café de la mañana en un bar de Buenos Aires, haciendo tiempo antes de entrar a mi trabajo. Habitualmente empiezo por la página de los chistes, es decir, la última. No me interesan los sensacionalismos de las noticias de la primera página, o si me interesan trato de dejarlas para después, cuando ya tenga el estómago lleno y el cerebro con su dosis de glucosa necesaria para cumplir con todas sus funciones, por lo menos la más relevante de hacerme llevadero el mundo e inhibir las neuronas que todos los días tienden al suicidio.

      Como decía, al final de la página treinta y cuatro, leí: Aves impiden vuelos. Arriba del título, decía Neuquén. No recuerdo ya la arquitectura gramatical retórica del periodista de turno, pero haré un resumen muy breve de una noticia ya de por sí muy escasa de eventos o acciones. Se trataba de algo extraño, ¿un fenómeno ambiental, un fallo de la naturaleza, una conducta patológica, una premonición? Nada de esto se mencionaba en el artículo.

      Me pregunté desde cuándo se habían venido repitiendo estos eventos. Unas aves, unas avutardas con más precisión, se asentaron en las pistas de aterrizaje una mañana. Dicen que las vieron por primera vez ese día, pero muy probablemente habrían estado llegando por la noche, volando contra su costumbre sin luz diurna, o quizá desde días antes, escondiéndose en los bosques cercanos. Sin embargo nadie informó, según pudimos saber, ninguna institución zoológica u ornitológica, ni autoridad alguna, fuese guardabosques o funcionarios municipales o provinciales, sobre nada parecido a bandadas. 

     Porque, de pronto, las pistas fueron invadidas por avutardas que no se movían más que unos pasos, imposibilitadas de desplazarse porque casi no quedaba lugar entre ellas. Había movimientos, por supuesto, algunas levantaban vuelo pero otras ocupaban enseguida su lugar. Las que se iban se posaban en los hangares, en los cables y postes telefónicos, o desaparecían en el cielo nublado. Se oían desde kilómetros de distancia los graznidos, y el aleteo de las alas sonaba como planchas de cartón golpeadas con increíble fuerza contra el asfalto, provocando una brisa que esparcía un fétido olor a plumas y excrementos.

     Dijeron que las aves fueron aumentando en número con el correr de los días. Ya no sólo ocupaban la pista principal, sino las accesorias, se agrupaban en las puertas de los hangares, los techos de las oficinas de control, y se posaron también en los radares. Ya no era posible recibir vuelos de afuera ni que los locales despegaran. La gente protestó en los primeros días, luego de la curiosidad esperable y las risas del primer momento, mientras los pasajeros observaban a través de los ventanales del aeropuerto, con sus hijos alzados, indicándoles las aves curiosas que buscaban alimento sobre el asfalto. Las sonrisas se tornaron en miradas de bronca, luego de  ira, finalmente de resignación. Todos se fueron yendo con sus valijas y sus ánimos cabizbajos hacia sus casas, a esperar el siguiente posible vuelo, otros irían a otras ciudades, con la todavía muy leve sensación, para que pudiesen darse cuenta, de que tal vez lo mismo podría estar ocurriendo en ellas.

     Por supuesto, se hicieron múltiples intentos por espantar a las avutardas de las pistas. Rociaron agua con enormes mangueras, luego agua helada también, lo cual debería haber avergonzado a las autoridades competentes si hubiesen estado al tanto del clima en que estas aves habitualmente se crían. El agua no hizo más que provocar que los pájaros se elevaran como ondas por donde el chorro pasaba, y volvían a asentarse, ahora más limpias en realidad, sacudiéndose las plumas y sumando un olor más a  los habituales. 

     Llegaron los gendarmes y los profesores de biología, primero para observar, después para planear estrategias de ataque. Arrojaron bombas de gases: las aves seguían allí cuando el humo desapareció, algunas muertas, muy pocas. Un rato después llegaban nuevas aves para ocupar sus lugares, sobre los cuerpos que más tarde comenzaron a pudrirse, y el aeropuerto despidió entonces un aroma muy parecido al de un campo de concentración. 

     Buscaron métodos cada vez menos cruentos, más sutiles y esperaban que más eficaces. Usaron ondas de sonido producidas por un aparato conectado a los altoparlantes. Los humanos no podían escucharlos, pero se suponía que las aves no lo tolerarían. La primera prueba fue una mañana de octubre, fría y lluviosa. Los graznidos eran cada vez más fuertes e intensos, tanto, que hubo protestas del hospital cercano porque los pacientes permanecían inquietos, no querían comer ni dormir. Los científicos, dueños por ahora de la situación, hablaban alto para hacerse escuchar por sus colegas. Finalmente dieron la señal de alarma, y un silencio desacostumbrado se sembró en los oídos de todos los presentes, cosechando a diferencia de una esperanza florida, un árido resquemor, un fétido vacío de arena y carne muerta. Las avutardas dejaron de graznar, se quedaron quietas por varios minutos. Las máquinas cesaron su funcionamiento y los científicos se alegraron del aparente éxito del experimento. Dijeron que al día siguiente realizarían la prueba definitiva, con todo el espectro completo de sonidos y la mayor expansión posible a través del número completo de altoparlantes.

     A las ocho de la mañana, sin sol y sin nubes, extraño cielo que presagiaba desastres, los altoparlantes fueron revisados, las máquinas de sonido preparadas, y el botón de alarma fue apretado. Como la primera vez, los graznidos cesaron, los movimientos de alas se detuvieron. La situación duró algunos minutos, pero de pronto las aves comenzaron a sacudir las cabezas, pegándose una a la otra no con violencia sino como si estuviesen rascándose o sacándose algún insecto. Volvieron a graznar, devolviendo, contestando al sonido de las máquinas, y sus respuestas eran como burlas, porque casi parecían rítmicas, con un sentido de charla más que de protesta. Entonces los científicos se miraron entre sí, apagaron las máquinas y comenzaron a desarmarlas.

      Hubo una pausa de casi dos semanas, suficiente para saber que la experiencia con las máquinas de sonido había dejado consecuencias quizá irreversibles: los niños de hasta cuatro años se quejaban de una sordera profunda y sin respuestas al tratamiento inmediato. 

     Entonces se dio permiso a las fuerzas armadas para atacar a las aves con extrema violencia. Llegaron camiones con armas y soldados, una mañana de noviembre, tal vez el primero de mes, y dispararon en masa hacia las aves. El repiqueteo de las ametralladoras reemplazó el graznido al que los habitantes de Neuquén ya se habían habituado, como una parte del ruido de la tierra, como una parte de los sonidos de su propio cuerpo, como un recuerdo impregnado de culpa y resentimiento, pero tan habitual que ya no podían vivir sin él. 

     Los soldados se ubicaron en una extensa fila a ambos lados de la pista, suficientes para no dejar resquicio donde algún ave pudiese escapar. Pero con el primer disparo, todas las aves juntas levantaron vuelo, y fue como ver al suelo de asfalto elevarse de pronto hacia el cielo. Algunas avutardas fueron alcanzadas por las balas, pero muy pocas en relación a su inmensa cantidad. Las pistas quedaron entonces vacías aunque sucias de excrementos, plumas y algunos cuerpos muertos. 

      Todos los hombres y mujeres que siguieron la experiencia, los periodistas, las autoridades provinciales, los curiosos, incluso los turistas nacionales y chilenos que cruzaron la frontera cuando se supo lo que estaba sucediendo, dieron un enorme grito de júbilo y victoria. Se abrazaron, y no está de más decir que celebraron todo aquel día y el resto de la noche, sin  ver ni darse cuenta de que las aves volvían a asentarse en las pistas, sin dar tiempo a las máquinas de limpieza a despejar la suciedad y los restos. Cuando todos se levantaron esa mañana de sus camas y fueron a su trabajo en el aeropuerto, las avutardas estaban otra vez en las pistas de aterrizaje.

      Todo esto ha durado hasta ahora poco más de tres meses. 

      Los primeros días de diciembre han sido muy calurosos. Las aves viven, se aparean, hacen nidos en las pistas y crían a sus hijos. Los machos cazan pequeños roedores, traen alimentos desde los bosques y pastizales. 

      Los trabajadores del aeropuerto fueron despedidos hasta nuevo aviso, o trasladados a otras zonas. Las oficinas fueron desmanteladas, los hangares abandonados con los aviones dentro. Sólo los curiosos, buscadores de novedades, los presumidos que intentan desentrañar misterios, se quedaron acampando en los alrededores. En la entrada al aeropuerto hay una guardia permanente, que poco a poco ha ido abandonándose al desgano y la desidia. Los jóvenes entran y salen por el portón para encaminarse hacia las pistas, a observar a las aves que se desplazan como lo hace el mar, en oleadas que van y vienen casi imperceptiblemente, sin apartarse demasiado del límite de las pistas, elevándose cada vez menos. Un mar tranquilo, un mar de verano caluroso que no se mueve. 

     Las aves están cambiando sus costumbres, según parece. Casi no vuelan, se quedan en el suelo para cada actividad de su vida. Sacuden las alas, se alimentan con las lluvias, hasta se ha visto que a veces comen la carne de sus compañeras muertas, porque casi ya no hacen vuelos en busca de comida hacia los bosques o pastizales. Los curiosos han tenido que trasladar su campamento unos metros hacia atrás, y saben que en los próximos días volverán a hacerlo. 

     De vez en cuando se ven aviones sobrevolando la zona, y algunos helicópteros observando con su aspecto de mosquitos amenazantes. No se ha dado indicación de evacuación a los habitantes de la zona. Los helicópteros pasan, el viento de sus hélices sacude las plumas de las avutardas, levanta las plumas caídas que vuelven a depositarse como una lluvia de restos, de recuerdo, de tiempos idos y detenidos en la grieta del mundo.

     Las aves permanecen, y los helicópteros se van, presintiendo el desastre, el derrumbe del cielo.






















2




El segundo caso que llamó la atención fue el de los perros de Dolores. Esta vez la noticia fue cubierta directamente por los reporteros de la televisión, al principio como una más de las notas de curiosidades que se utilizan como relleno ante la falta de noticias sensacionalistas con que ocupar la atención del espectador durante la hora que dura el programa. Es de por sí curiosa y un caso de estudio de sociología el hecho de que los noticieros televisivos nunca dejen de tener su alto rating de audiencia. Se le adjudicará siempre a la morbosidad de los espectadores, a la búsqueda insaciable de noticias horripilantes con que cada uno intenta rellenar su propia vida monótona, o una manera de impersonal venganza viendo cómo a los demás les suceden cosas más terribles o más insulsas que a nosotros. Todos buscamos la lágrima fácil que nos recuerde por un instante que estamos vivos y aún somos capaces de sentir, pero nadie parece preguntarse si esas lágrimas realmente llegan desde lo más profundo de nuestra alma o sólo son las gotas de rocío que la humedad ambiente deja sobre la superficie de todo cuerpo que se sabe vivo. Una hoja de arbusto en una mañana de invierno también llora si así lo vemos, y se conmueve al moverse con el viento como si un escalofrío la recorriese. Tal vez ella sabe, sin ojos humanos para ver una pantalla de televisión, lo que sucede en el mundo, la muerte y la vida conjurándose para someter a todas las criaturas a un juego ininterrumpido de iniquidades y traiciones. 

      Un noticiero de televisión es también un teatro, una variación más de la ficción con que la humanidad intenta resumir la realidad compleja en tres o cuatro patrones permanentes.  Si algo no nos conmueve por ignorancia, el arte se encargará de hacérnoslo saber a través de una representación bien montada, excelentemente actuada por actores tan aficionados que no saben que están actuando, y sobre todo escrita por guionistas que no saben de la vida más que la superficie, y por eso, desde su altura, son capaces de no perder la ironía, el sarcasmo necesarios para su punto de vista. Hamlet, por ejemplo, podría haber sido extraído de un programa radial de noticias de la década del cincuenta, mientras la familia en pleno se reunía después de la cena a escuchar los eventos importantes del día. Fue eso lo que ocurrió con Orson Welles y su Guerra de los Mundos: pánico y extravío, pero sobre todo la exfoliación del miedo en las superficies corporales de cientos de personas. El miedo que nos impide actuar y nos lleva a quedarnos encerrados en nuestras casas como en un refugio antiatómico, vieja y ancestral reminiscencia infantil de protegerse en la propia cama y cubrirse con la frazada hasta por encima de la cabeza. O la versión psicológica del útero y la tumba, como cada cual lo prefiera.

      Es el mismo miedo que ha comenzado a invadir los corazones de los habitantes de Dolores hace ya algún tiempo. 

      Las primeras notas informaban que los perros de la ciudad habían comenzado a proliferar. Había más que de costumbre en las calles. Todos supusieron, porque nadie pensó mucho en ello, que eran perros vagabundos que se habían procreado más de lo esperado, así que las autoridades municipales decidieron desempolvar los viejos reglamentos, a la vez que desempolvaban también los cerebros abotargados de sus empleados con respecto a estos mismos reglamentos, y con camiones de por medio y un decreto firmado rápidamente por el intendente entre desayuno y almuerzo, se dirigieron a las calles para atrapar a los perros.

      Así sucedió, parece, dando oportunidad a muchas tardes y mañanas de ocurrencias y desastres suburbanos entre vecinos que reclamaban ser dueños de algunos, y el desbande de los animales por las calles empedradas, la búsqueda implacable en los baldíos, el encierro en los umbrales, los llantos de los chicos, y alguna que otra amenaza de mordidas, algunas concretadas. Pero el drama provino de los hombres, mujeres y niños que se adherían o rechazaban la medida municipal. Los comerciantes estaban de acuerdo, igual que las maestras de escuela, o las ancianas que recorrían las veredas diez veces por día para comprar en el almacén de la esquina una manteca, un paquete de azúcar o yerba, lo que la memoria les permitiese filtrar de a ratos durante sus días tímidos y siempre iguales.

      Quienes discutieron y se enfrentaron a los empleados fueron algunos hombres, entusiasmados por encontrar en esos días una oportunidad de revivir los viejos tiempos de los caudillos que luchaban tenazmente con los malones en la época en que la provincia era todavía más campo y llanura que edificios y asfalto. Tampoco faltaban aquellos que extrañan, sin haberlos conocido, los violentos tiempos del oeste norteamericano, y se paraban en medio de las calles, como si de pistoleros se tratara, para impedir la matanza de los perros.

      Algunas mujeres, madres de familia, rescataban animales y los llevaban a sus patios como si fuesen niños que agregar a sus familias, siendo sus brazos siempre suficientes para abrazar y proteger a todo miembro desvalido de la sociedad humana. Mujeres que creen que sus brazos son alas con membranas extensibles que nunca se rompen, que sus lágrimas son tan inagotables como su paciencia y su capacidad de conmoverse.

      Y los chicos, esta vez todos juntos en una sola masa irremediablemente unida por un elemento común: la sal del temor y la férrea voluntad de la rebelión. El enemigo adulto esta vez ya no eran sus padres, sino un grupo más determinado y menos personal, y por ello menos susceptible al sentimiento de culpa o remordimiento. El enemigo era también ahora enemigo de los propios padres, y podrían hacer un frente común. Pero mientras las estrategias se sucedían y fracasaban, como muchas veces ocurre entre aliados unidos más por la necesidad que por un común ideal, los chicos se agruparon en un solo bando que se trasladaba de una calle a otra, sacando perros de las calles y llevándolos a sus casas para esconderlos donde fuese: patios cerrados, armarios, lavarropas en desuso o cajas, siempre vigilados por los hermanitos menores, que por ser tan chicos para participar en los campos de batalla, servían de vigías, y así también se sentían útiles en la nueva guerra.

     Pero la guerra cedió por un tiempo. Los perros casi desaparecieron de las calles por algunos meses. Las noticias cesaron, sólo en el ámbito local se continuaba hablando de los perros protegidos, y del destino que habían sufrido los que fueron atrapados. Muchos se dirigieron a ver los cadáveres en las afueras de la ciudad, donde unos días después las autoridades municipales realizaron una cremación que la gente del pueblo, los desocupados a esa hora temprana de la mañana, presenciaron hasta que el olor provocó que se dispersaran nuevamente hacia sus casas y trabajos. 

     Como decía, no hubo novedades en la televisión para quienes llevábamos cuenta de lo ocurrido sólo por este medio informativo. Tiempo después, un periodista mostró con un orgullo sólo comparable a los repiques y trompetas con que el canal anunció la nota, la rebelión de los perros.

     Así fue llamada más como un titular sensacionalista que por responder a la realidad de los hechos. La verdad es que los perros fueron empezando a escaparse de sus casas, uniéndose a los pocos vagabundos que habían quedado libres, y luego del mutuo reconocimiento de olores corporales y movidas de cola, se juntaban para caminar por las calles de la ciudad sin otro aparente motivo que el paseo o una simple e inocente vagancia. 

     La gente salió a buscarlos, pero luego de una mansedumbre curiosa, donde los animales regresaban a sus cuchas, patios o camas de siempre, tras una reprimenda no siempre cariñosa de sus dueños, volvían a escaparse en la primera oportunidad que se les presentaba.  Surgieron las mismas protestas de antes, pero esta vez los defensores no se atrevían a acudir a las autoridades para ayudarlos a rescatar a sus perros, ni tampoco el municipio estaba dispuesto a realizar el procedimiento, tanto por rencor por la anterior repulsa popular como por no crear opiniones en contra ante los muy prontos comicios electorales. 

     Los perros, entonces, se quedaron en las calles, y cada vez fueron más. No sé sabe cómo aparecían tantos y en tan poco tiempo. Era de suponer que haciendo un promedio de un perro por casa, y teniendo en cuenta por supuesto aquellas en que habría dos o más y aquellas en que no habría ninguno. Se hizo rápida encuesta, y se supo que salvo los perros más viejos, de poca movilidad, y algunos cachorros o perros falderos, todos habían acabado por escapar de sus hogares. Más tarde, incluso los perros viejos lograron escabullirse, acompañados en su fugitiva huída por los chillidos lastimeros de los cachorros y los ladridos estridentes de los falderos, que tarde o temprano, exacerbaron tanto la paciencia de sus dueños, que terminaron por ser soltados de las correas o los brazos protectores, y por qué no decirlo, los lazos esclavizantes de quienes tanto los amaban. 

     Los perros viejos se unieron a las gran jauría con pasos lentos, como elefantes apartados de la manada pero no por ello demasiado lejos en su camino. Sin embargo, los perros no se desplazaban mucho. Recorrían las pocas cuadras donde habían vivido siempre, así que sus antiguos dueños podían verlos todos los días, incluso hablarles con una caricia en el lomo o la cabeza como si nada malo hubiese ocurrido en su relación, y ellos devolvían el perdón con un lengüetazo algo tímido pero sin duda cariñoso a la mano que los tocaba o a la cara tan conocida desde que habían sido cachorros. Alguno se alzaba para apoyar las patas delanteras en el pecho o la panza de su antiguo dueño, desviando la mirada con leve vergüenza, mientras movía la cola en señal de abandono de cualquier tipo de resentimiento. 

     Y así quedaron las cosas por un tiempo. Extrañas para el resto del mundo que las veía desde el exterior de los límites de una ciudad antigua y de provincia, como un cuerpo que ha asimilado los cambios que le provocó una enfermedad, y que ha sobrevivido con secuelas ciertas y palpables, como cicatrices en la piel de las costumbres, pero adaptándose a los posibles desequilibrios y adoptando nuevas formas, diciéndose a sí mismo que el olvido es un dolor necesario que trae consigo la inminente y piadosa anestesia.

     Quienes se encargaron de estudiar el caso de los perros de Dolores, informaron a lo largo de varios meses que los animales vivían de los alimentos que les daban los vecinos, ya que ahora nadie era dueño de ninguno de ellos. Se formaron rutinas espontáneas de alimentación, como si todos y nadie se hubiesen puesto de acuerdo al mismo tiempo, pero los animales no esperaban, contra su costumbre, en las puertas de las casas o de los negocios o carnicerías. Deambulaban, olfateando, correteando, jugando entre ellos, ya ni siquiera con los chicos, y cuando veían a alguien acercarse con una bolsa de comida, movían las colas y gemían de contento, pero nada más. La gente comenzó a sentir un vacío cuando se apartaban, dándose vuelta de tanto en tanto para mirar al grupo de perros que comían casi con ajeno apetito la comida que les traían. Por eso, no pasó mucho tiempo para que la alimentación raleara en frecuencia, y los perros no se alarmaron por ello, por lo menos al principio. No parecían tener hambre, y tampoco se mostraban agradecidos por el alimento que les ofrecían, así que nadie, empezando por los antiguos dueños que no olvidaban el aspecto ni los nombres de aquellos que los habían abandonado, sintió el menor remordimiento cuando dejaron de alimentarlos y pasaron por su lado ya sin caricias, ni una mirada de mínima condescendencia. 

     Hubo alarma por dos motivos. Primero, se encontraron diez perros viejos, muertos y despedazados. Se dijo que los animales se estaban matando entre sí por falta de comida, pero no era posible comprobar si habían sido masacrados luego de su muerte natural o matados a propósito por sus compañeros. Los vecinos exigieron intervención de las autoridades, que ahora sí vieron una oportunidad de hacer méritos para las próximas elecciones. Pero este fue el motivo aparente, el más ponderable por su morbosidad ante la opinión pública, no tanto de los habitantes de la propia ciudad, que conocían íntimamente los hechos y sus motivos, sino de la opinión pública nacional. 

     El hecho que preocupaba más a los vecinos era el número de perros. Habíamos dicho antes que crecieron rápidamente en cantidad, pero su número se quintuplicó, por lo menos en los escasos meses desde que el fenómeno había comenzado. Ocupaban las calles y veredas, y no dejaban pasar a los autos en las horas pico, cuando la gente regresaba de sus trabajos y los chicos salían de la escuela. Se acostaban sobre el empedrado, daban vueltas sobre sí mismos como es su costumbre antes de dormir, y se apoltronaban casi, como si de almohadones se tratase, junto a los cordones de la vereda y los adoquines sueltos. No había manera de sacarlos de allí, ni con bocinazos, ni gritos ni llamadas cariñosas de antiguos dueños que reconocían en el perro frente al auto e interrumpiendo el tránsito, al querido animal que había sido criado en la cocina de su casa, dormido en su cama en las noches de invierno, que los había saludado saltando y ladrando cuando regresaban luego del trabajo, o se sumían en un aletargado sueño en las siestas del domingo después del asado, uno satisfecho con los huesos roídos bajo la mesa, y su amo repantigado en un sofá o la reposera del patio, con el sabor de la copa de vino o la cerveza del mediodía.

      Recuerdos nada más escapados en medio de la ofuscación y el frustrante intento de sacar del camino a los perros. Muchos decidieron apalearlos, pero los animales no respondían más que con miradas severas y gruñidos escasos. Se levantaban y se subían a las veredas, ocupadas ya por otras decenas de perros en pocos metros cuadrados, y mientras los autos reanudaban su marcha, eran ahora los peatones los que protestaban porque no podían caminar, encerrados entre los perros y las paredes de las casas, u obligados a caminar por las calles, lo cual provocaba nuevas peleas incesantes con los conductores.

     Un día, finalmente, por lo menos a lo que a esta ciudad se refiere, llegaron los gendarmes luego de que el municipio pidiese ayuda al gobierno nacional. Se presentaron una mañana en dos camiones, los soldados armados. Bajaron y se dispersaron por las calles, abriéndose paso entre los perros que ocupaban literalmente cada metro cuadrado de la calzada, sin brusquedad ni violencia, incluso sorteándolos a grandes pasos para no molestarlos. Los animales levantaban las cabezas y los miraban, volviendo a sentarse, o se levantaban y se corrían unos metros, pasando por encima de algún otro. No parecían hambrientos, no parecían violentos. Por eso, los soldados no se atrevieron a actuar, ni los oficiales a dar órdenes. Sólo cuando los habitantes de la ciudad los miraron de una forma inclasificable que amalgamaba la furia y la pena, sólo cuando las autoridades, y especialmente el gobernador dieron su visto bueno con el pulgar hacia abajo, como los emperadores romanos en el coliseo frente a los gladiadores o un general de la Segunda Guerra a un pelotón de fusilamiento, ellos levantaron las armas y apuntaron. 

      Entonces los perros se dieron cuenta. Casi simultáneamente levantaron las cabezas y miraron con recelo. A través de las mirillas de las armas, los soldados contemplaron las múltiples y diversas razas, las incontables formas y colores, las patas temblorosas, los hocicos humeantes de aliento matutino, los lomos erizados, las colas siniestramente cabizbajas o erectas, y escucharon los aullidos. No ladridos sino aullidos de inmensa pena, y luego el griterío de la jauría huyendo por las calles, de repente, como un solo  mar de perros de pronto alzados en un ímpetu irrefrenable. No atacando ni huyendo, sino corriendo en una misma dirección.

     Para los que habían salido a los balcones para observar el procedimiento, las calles se convirtieron en ríos impetuosos de una marejada que amenazaba con desbordarse si las márgenes no hubiesen sido edificios y casas de concreto. Los soldados resistieron la embestida, quedándose parados donde estaban, dejando fluir la jauría entre sus piernas, porque sabían que nada les harían, los perros deseaban huir, pensaban ellos. Pero yo me pregunto si fue realmente una huida o un llamado, o simplemente un darse cuenta como lo fue el salir de sus casas para quedarse en las calles. Esta idea cruzó por la cabeza de muchos cuando al final del día la ciudad quedó vacía de perros, y todo el que se dirigirse con su auto hacia las afueras de la ciudad, cerca de la ruta y mucho más allá, hacia los campos de labranza y pastoreo, pudo ver que la riada de perros se había asentado en los campos.

      Al final del día, cuando los gendarmes se hubieron ido, la gente que trabajaba temprano al día siguiente se fue a dormir a sus casas y las autoridades municipales y provinciales dieron por terminado el asunto para su tranquilidad electoral, los pocos interesados pudieron vislumbrar en la penumbra creciente los cientos de perros ubicados en los campos que rodeaban la ciudad. Cientos, y hasta me atrevo a decir que eran mil o más por la enorme extensión que ocupaban, según los que comentaron el suceso días después. Yo imagino ese paisaje, y no puedo evitar estremecerme ahora que me estoy acercando a la ciudad de Dolores. He venido a ver lo que tanto han comentado los medios.

     Los campos de perros, como un mar de animales dormidos que pronto despertarán. 

     Se los escucha ladrar cuando cae el sol. Se escuchan sus ladridos cuando cazan y devoran a las vacas. Aúllan a la luna y la confunden con la luz intensa de un helicóptero que ronda la zona de vez en cuando. Le aúllan como si se tratase de un dios al cual temer y venerar, pero presiento, así como ellos lo saben, que ya los dioses han cambiado de apariencia, y que la luz no significa necesariamente poder.

      Por eso se agazapan por las noches, con la complicidad de la oscuridad, y sus fronteras se acercan cada vez más hacia las fronteras de los hombres. 

     El choque inevitable es más una afirmación que un presagio.








3




Porque hubo nuevos episodios, yo sigo contando esta intermitente y sin embargo continua historia de cosas extrañas y eventos inexplicables. Es de suponer que siempre los ha habido en la historia del mundo, así como también espectadores anónimos que han observado o sido simples testigos circunstanciales. Algunos se habrán detenido a pensar en ellos, y dedicado tiempo a buscarlos, atentos al vertiginoso andar de las cosas y de la naturaleza. 

     Muchos fueron los filósofos que surgieron de esta manera. Observar, no necesariamente con los ojos, por supuesto, es intuir y relacionar. De allí a sacar conclusiones hay un paso mucho más grande: un precipicio de experimentos e ideas que se contraponen, que fracasan y lidian con su propia inercia y su propia fatiga. 

     El resultado pocas veces es satisfactorio, y casi siempre consiste en una simbiosis de cautela, conformidad, resignación y miedo.

     Por eso, cuando esta vez me enteré de que en un hospital de Buenos Aires los pacientes internados estaban muriendo, supe que allí, y de esa manera, había comenzado la carrera irreversible hacia la destrucción. Pero no me adelantaré a los hechos ni a sacar conclusiones, ya que esto no es un estudio filosófico sino una reseña de acontecimientos, que ni siquiera pretende la liviana amalgama de periodismo y curiosidad.

     En un hospital de un barrio cualquiera de la ciudad de Buenos Aires, los pacientes entraban, desde ya hacía dos semanas, y no salían más que por la puerta de la morgue.

     Qué sucedía, preguntarán. Era de esperar, en caso de accidentados con múltiples traumas graves, y aún así, en la actualidad y con la tecnología contemporánea era previsible que fueran rescatados y salvados en su mayoría. Pero en la oportunidad a la que nos referimos, fuese cual fuese la gravedad, los pacientes morían. 

     La atención pública se centró en el drama de los accidentes, por lo menos durante un tiempo. Sirvió para que el personal médico del hospital cavilara, luego de su asombro, sobre las causas de los decesos. A pesar de los escasos recursos económicos y la sobresaturación de trabajo, tiempo y espacio, los pacientes no presentaban patologías más graves que las de siempre en tales casos, y ellos no habían hecho menos que lo que siempre hacían. La diferencia consistía en que antes los pacientes se salvaban, y ahora, contra toda explicación, morían. Paros cardíacos, hemorragias, septicemias, obstrucciones respiratorias, shocks anafilácticos, se llevaban los cuerpos hacia su bando: el lado de la muerte, que como señora redentora y virginal, de cuerpo obeso y fláccido, piel pálida cubierta de escrófulas, espera en las afueras de todo hospital, casa, u oficina, cine, restaurante, prostíbulo o convento. Espera en la puerta de toda ciudad y alrededor de los bosques, en los barcos en alta mar, en las costas a que las naves regresen, en los aeropuertos y tras las ventanillas de los aviones, sobre sus alas.

     No tiene peso, por eso nadie se da cuenta, no tiene olor más que el tufo habitual de la podredumbre y las secreciones, de los remedios y la lavandina, que invaden la vida cotidiana de los seres humanos desde siempre. Nos rodeamos de cosas para interponer algo que nos haga olvidar la intuición de su presencia. Guardapolvos y bisturís nos protegen de la incipiente llegada, del llamado, del fantasma que revolotea como una ridícula sábana vieja y llena de sangre dejada en un rincón de cualquier consultorio, acumulando resabios y fermentando recuerdo tras recuerdo, hasta hallar el modo vital de hacerse presente en los pasillos por los cuales los vivos transitan como en túneles, como en caparazones móviles, corazas, tanques sin armas de defensa más que las simples manos movidas por neuronas tan frágiles como el cerebro de Dios.

     Después, empezaron a morir los pacientes internados en las salas. Algunos llevaban días o semanas allí, recuperándose positivamente, pero justo el día anterior en que iría a darse el alta, caían en una desmejoría que se acrecentaba hora tras hora durante la noche, o se daba el caso de un paro cardiorespiratorio. 

      Luego, y siendo ya pocos los casos que entraban al quirófano debido a estos antecedentes, ya ningún paciente salió vivo de ellos. La anestesia funcionaba pero los pacientes no se despertaban. Los cirujanos decían que se trataba de hemorragias, vísceras desgarradas o que simplemente había comenzado un proceso de necrosis sin explicación alguna más que el deterioro precoz, como una vejez adelantada, un estado de descomposición en que cada cuerpo de aquel hospital había comenzado a desarrollar antes de tiempo.

      Se cerró el hospital y se hicieron autopsias. Se habló de una epidemia y se alarmó a todos los centros de salud de la ciudad y alrededores. Los peritos no encontraron causas de muerte más que los registrados por los médicos que originalmente habían asistido a los enfermos. En muchos casos, especialmente los quirúrgicos, las necrosis viscerales era la evidente causa de muerte, como si el aire, tras la incisión, la hubiese provocado. 

      Se llevaron infectólogos y expertos en epidemias para examinar el microambiente del hospital. Nada encontraron luego de varias semanas de estudio. El personal fue analizado médica, administrativa y judicialmente. Pocos de ellos salieron airosos luego de los dos últimos exámenes. Estaban sanos, y podían contentarse con eso. Los jueces que intervinieron en los casos no encontraron motivos de negligencia ni de exoneración, y tanto el estado como los particulares debían compartir la responsabilidad moral y económica de los decesos.

     Luego del cierre del hospital, no hubo muertes parecidas durante un largo tiempo. En el medio ocurrieron las cosas habituales del mundo: terremotos, crisis económicas, asesinatos, robos, desapariciones y golpes de estado. Hubo nacimientos que compensaron las muertes recientes, hubo suicidios y un amplio aumento de consultas psicológicas y psiquiátricas en la ciudad.

      Pero un mes de diciembre, en víspera de fin de año, en varios hospitales comenzó a suceder lo mismo, simultáneamente. Dos apuñalados en un riña nocturna murieron en el quirófano, mientras los cirujanos intentaban salvar sus órganos vitales. En otro lugar una mujer embarazada perdió a su hijo durante el trabajo de parto, en otro un niño de doce años murió en un ataque de asma bronquial. El primer día del nuevo año no trajo ninguna sospecha, ya que eran causas comunes de muerte, pero todos se extrañaron cuando en estos hospitales los pacientes internados empezaron a morir uno tras otro.

      La alarma sanitaria se disparó inmediatamente en toda la ciudad, y a nivel nacional se desarrollaron debates, los diputados y senadores se reunieron con sus asesores en salud en busca de causas y posibles soluciones. El Presidente de la Nación estaba sumamente preocupado, hasta el punto que un día, más exactamente el día de su cumpleaños, el 15 de enero, mientras estaba reunido con su equipo de ministros en una reunión informal en su residencia de Olivos, sufrió un repentino dolor de pecho, y fue trasladado a una clínica. 

     Dos días después, se realizaron las exequias del presidente, mientras en el Congreso de la Nación se designaba al vicepresidente en función, pero todos vieron cómo el sucesor sudaba y su cara perdía color, y no precisamente a causa de la nueva responsabilidad asumida.

     El gobierno nacional decretó la emergencia nacional y el toque de queda. La Organización Internacional de la Salud declaró emergencia sanitaria a todo el país y a los países limítrofes. Nadie saldría ni entraría por ningún medio terrestre, marítimo o aéreo de las fronteras. Se decretó que todos los habitantes de la ciudad de Buenos Aires fuesen examinados, y se formaron largas colas en salas sanitarias y puestos de emergencia en las calles. Todo el personal médico idóneo y de laboratorio fue llamado a ofrecer horas gratuitamente bajo amenaza de cárcel. 

     Se dispusieron soldados en cada esquina. La autopista que rodea la ciudad y las entradas y salidas a la misma fueron clausuradas. Los aeropuertos cerrados, el comercio internacional transitoriamente suspendido hasta nuevo aviso. Todos sabíamos cómo llegarían, de a poco, el desabastecimiento, los saqueos, los robos, los crímenes, la hambruna: otra señora que aguardaba en las afueras de las fronteras, reseca y escuálida, vieja y sin embargo vital a pesar de su fragilidad. Sus huesos son de alambre oxidado y su cara un pergamino egipcio.

      Estamos en junio. Se cumple el primer año de que todo esto ha comenzado, pero pocos recuerdan tal aniversario. Veo las calles abarrotadas de mugre, los servicios de recolección han quebrado porque ya no hay voluntarios que se atrevan a acercarse a los deshechos. Hay cadáveres en las calles porque los hospitales han sido derribados. Sus escombros yacen como ruinas de un tiempo muy antiguo luego de una guerra de largos años. 

     Palas mecánicas recorren las calles levantando los cuerpos y arrojándolos en las afueras, en el cinturón que alguna vez fue la avenida General Paz, y ahora sirve de barrera para separar la muerte que en ese lado se desarrolla sin impedimentos ni obstáculos. 

     Yo viajo por los alrededores con mi auto, como un perro dando vueltas cerca de una casa en busca de comida. Busco el paisaje que me servirá de contemplación en mis reflexiones sobre los tiempos que han llegado. Veo el humo que se levanta por detrás de la avenida, los cuerpos y la basura quemada. Escucho los gritos y los llantos, escucho las sirenas de las ambulancias abarrotadas que luchan por abrirse paso entre la gente que camina y deambula por las calles en busca de ayuda y comida. Veo a los gendarmes protegidos con uniformes aislantes y armas en cada esquina, veo a los soldados en las fronteras de la ciudad sobre torres construidas en los perímetros como un campo de refugiados o una prisión a punto de estallar.

     Quiero observar esta explosión de gente que, algún día, saldrá por las fronteras ahora cerradas e invadirá la provincia para sembrar las formas de la muerte en sus terrenos.

     Quiero ser testigo de la marea de langostas que arrasará las provincias, dejando desolación, aridez y el aire lleno del polvo repleto de gérmenes, asentándose lentamente en tierra muerta pero no por eso menos vital. Porque de la podredumbre surge la vida que se alimenta de ella. La ciencia lo sabe, la religión lo sabe. La humanidad está consciente de todo esto gracias a la inteligencia de su cerebro mortal.

     Podría huir, o alejarme y esconderme tras las paredes de mi departamento. Cerrar puertas y ventanas, clausurar las rendijas con telas y cinta aislante. Bajar las persianas y poner cerrojos en ellas. Clausurar las entradas de gas, soldar las canillas para que ni una gota de agua contaminada llegue a entrar. Pero qué diferencia habría en esto con lo que ahora estoy viviendo.

     El futuro será el mismo, y por lo menos el presente me permite contemplar por algún tiempo más los campos abiertos alrededor de la ciudad sitiada. Por lo menos los gritos me dicen que más allá hay gente todavía, advirtiéndome, y queriendo ser consolada. Yo sufro y me regodeo con el llanto ajeno. Yo canto con ellos en gritos semejantes a los de los buitres en pleno campo de batalla. 

     Yo anhelo la visión de un ser humano surgiendo entre el humo y las barreras, para saber, para confirmarme, para por fin dejarme estar o levantar vuelo como un alma piadosa, que la mujer o el hombre que surja de aquella grieta me llame, pronunciando mi nombre.








4




No sé cuándo aparecieron aquellos seres, ni sé qué son en realidad. Muchos los llamaron ángeles a falta de mejor nombre, o quizá porque algo, que yo no alcancé a percibir, les dictaba tal nombre en los oídos, pero de ángeles no tienen más que las alas. 

     Es que los niños así los llamaron, por lo menos hasta el instante en que los vieron descender  con las alas desplegadas, en un aleteo suavemente diversificado, como acariciando al viento en lugar de ser el viento el que acariciaba sus alas, regodeándose como un cachorro mimoso sin cuerpo entre las plumas, ansioso del calor maternal. Dicen que el viento busca desde siempre su forma perdida, y la halla habitualmente entre las alas de los pájaros, y es tan breve el tiempo en que logra recuperar su forma, que sus sucesivas vidas lo tornan irritable y antojadizo. A veces se enfurece y por eso sopla tan briosa y cruelmente, otras se desplaza como una brisa de mayor o menor intensidad, según la categoría de su ánimo.

     Pero el viento, esta vez, se había dormido en las alas de estos seres imprecisos que planeaban sometiendo el aire a su arbitrio, dominándolo como si los hubiese estado esperando mucho tiempo, y el desgaste y la edad convirtiese la fuerza del viento en un engendro pegajoso más parecido a la telaraña que a la fluidez del agua. Como si el esqueleto del viento se hubiese manifestado cuando ellos llegaron, y el aire fuese enteramente una estructura ciclópea sobre el mundo. 

     Pero no quiero adelantarme a los hechos. La primera vez que los vi fue un día oscuro de primavera, una tarde nublada y fría, cuando los rayos se asomaban entre las nubes aún silenciosos, y la electricidad consumía el aire dejando un general ahogo hastiado de humedad, y un olor dulce a carne descompuesta. 

     Los encontré aposentados en los cables de electricidad que cuelgan de poste en poste en la vereda de mi casa. Salí a la puerta en busca de una leve brisa perdida, con un mate en una mano y el termo bajo el brazo. Eran diez, o quince, luego me parecieron más, luego menos, pero cada vez que intentaba contarlos uno levantaba vuelo u otro descendía. Tenían peso, por supuesto, porque los cables se combaban y los postes no parecían estar preparados para resistir. Sin embargo, aguantaron, por lo menos durante algún tiempo. 

     Cómo describirlos, me pregunto. Tenían alas, grandes aún cuando estaban plegadas. Sus patas eran gruesas y de fuertes garras. A pesar de la distancia, que no era tanta, pude ver que el tamaño de cada una de las garras era por lo menos de dos puños de hombre, y las uñas, cerradas alrededor de los cables eran largas y gruesas como tenazas. Lo peculiar era que las patas estaban cubiertas de un material que imaginé eran plumas, pero que a veces, según la luminosidad del día, parecían pelos de color dorado. El cuerpo era ancho en todo su volumen, tanto en las caderas como en el pecho, cubierto del mismo material impreciso, pero que en la cabeza se convertía en plumas verdaderas. Esta última era imponente por su prestancia, su altivez, erguida con un orgullo que sólo dejaba espacio para una mirada sórdida cuando se dignaba a bajar los ojos hacia los transeúntes. Tenían un pico corto, extraño para su contextura física, corto y ancho, que me sugirió casi una especie de metamorfosis en proceso: un cambio que debía estar ocurriendo a lo largo de generaciones desde una cara humana a una animal, o viceversa. 

      Nosotros, por los menos quienes vivíamos en la misma calle, no les temíamos. Habían aparecido cuando ya sabíamos por las noticias que ellas estaban asentándose en los cables de toda la ciudad, y su llegada a nuestro barrio fue como un alivio luego de una larga espera, la sensación de no haber sido desplazados o ignorados. Una de las veces que yo las contemplaba, sorbiendo el mate de vez en cuando, como si nada pasara, porque ya nos habíamos acostumbrado a su presencia, salió el sol muy brevemente entre las nubes, y sentí en la cara un destello de su fulgor sobre la piel de aquellos seres. No sobre las plumas, que mansamente se movían con la brisa, sino en el extraño tejido parecido al pelo que cubría la parte inferior del animal. Entonces recordé algo que había leído en mis noches insomnes, yendo del dormitorio hacia mi biblioteca en busca de leyendas que atenuaran las pesadillas nocturnas. De repente, me vino a la memoria lo que había leído de los grifos, seres mitológicos que según algunas versiones, estaban formados por un cuerpo de águila por delante y un cuerpo de león por detrás.

      Debo reconocer que no encontré una correspondencia exacta entre lo que yo estaba observando en ese momento con las descripciones de los autores de mis libros, pero como dije antes, ni siquiera ellos concordaban, en sus bibliografías, sobre la verdadera naturaleza de los grifos. Lo que está expuesto a la imaginación del hombre, sufre mutaciones, y la imaginación humana crea monstruos que varían de aspecto y significado según las épocas. Y cuando estos seres son vistos por quienes creen en ellos, entre los árboles de un bosque, en la bruma del campo, en la superficie de un lago o entre los vapores nocturnos de una bocacalle urbana, toman diferentes formas, pero todas las versiones coinciden en un mismo punto: aquel que los hermana y los funde cuando se escucha un mismo grito de pavor.

      Esa era la palabra, supongo, la que a mí se me ocurrió cuando los vi aposentados en los cables, dejando caer las extrañas plumas que comenzaron a cubrir las calles como pelos de perros. Oímos su graznido un atardecer, cuando la penumbra del verano inminente era un recuerdo extraño del invierno pasado, un eco sobreviviente que ellos se habían encargado de llevar consigo escondido en sus alas, para dejarlo caer como un desgarro de rocas sobre los oídos de los habitantes de mi calle. 

     Era un rugido que sólo una fiera podría haber emitido en medio de la selva, y luego el graznido que le sucedió fue inmediato, más una continuación que cambio perceptible, que hizo olvidar lo que habíamos escuchado unos segundos antes: el grito del león que se perdió en la calle, asustando a los perros y a las viejas, conforme con eso por ahora, y dejando en el aire el graznido que podría haber sido más amable de no ser tan contundentemente ancestral. 

     (Por qué a los perros y a las viejas, no lo sé. De los perros se comprende, están emparentados con los antiguos lobos que temían la presencia de los grandes felinos. Y tal vez las viejas del barrio también entendían, por otros motivos, el llamado del gato que yace indemne entre los huesos de cada predador. Dicen que las mujeres, mientras más viejas más sabias y más rapaces, más conscientes de la fuerza y el poder perdido y no aprovechado. Las brujas nacen a una edad avanzada, y las que así se descubren ya no son capaces de morir.)

     Y ese sonido quedó en nuestros oídos durante toda la noche, y las noches siguientes, sin saber si eran repeticiones de la memoria o sonidos reales emitidos por aquellos seres a aquellas horas tempranas de la madrugada. Porque siempre los habíamos visto levantar vuelo al anochecer, luego de haberse asentado recién después del mediodía, planeando desde algún punto del cielo, surgiendo como una mancha más de las nubes, o como si viniesen desde el sol, ya que sus plumas, o su pelo, refulgían con destellos enceguecedores en su batir de alas, hasta el momento en que se aquietaban sobre los cables. Nunca los vimos de noche, pero era verdad también que pocos de nosotros se atrevían a asomarse a las calles en esas horas: la visión de las criaturas como sombras quietas resultaba demasiado amenazante. Aquellos que dicen haberse asomado dijeron que ellas no llegaban por la noche, pero muchos no les creían porque oían con claridad el graznido y el aletear de alas justo por encima de sus ventanas, aunque reconocían no haberse atrevido jamás a levantar las persianas ni a correr las cortinas.

      Por ello, todo lo que a su presencia se refería, quedaba a medio camino entre la verdad y lo inventado, siendo esto último un reclutamiento de deducciones que intentaban utilizar la lógica como un instrumento, pero cuyas instrucciones de funcionamiento habían olvidado y perdido. Las autoridades municipales, provinciales o nacionales parecían haber caído en los mismos errores, acentuados por la habitual y arraigada burocracia que todo lo obstruye y envuelve como cizaña y enredaderas dentro y fuera de toda estructura gubernamental. A ella estábamos acostumbrados, así que nos preparamos, como espectadores que se sientan en sus butacas, a presenciar el espectáculo de los fallidos intentos de los empleados del estado, que con sus carpetas y portafolios, sus planos de la ciudad, sus guardapolvos y maquetas, instrumentos de precisión, armas químicas, discursos y discusiones, entretenían a los vecinos desde muy temprano en la mañana. (Es curiosa, acotemos desde ya y brevemente, la manía que tienen las instituciones oficiales de abrir sus puertas desde horas tan tempranas, como si tuvieran que hacer muchas otras cosas por las tardes o temieran que el día desapareciera antes de tiempo, involucrando en su obsesión a los ciudadanos comunes, interrumpiendo así sus sueños, la modorra de la madrugada y la fatiga matutina que se desenvuelve y fluye después con el exagerado y mal humor característicos.)

     Se pensó en expulsar a las criaturas con diversos métodos, primero utilizando aparatos de ultrasonido, luego con gases tóxicos, pero como la gente se negó a abandonar sus casas y el barrio estaba lleno de niños, esta última medida fue cancelada. Las aves ensuciaban las veredas con sus excrementos, pero la peculiaridad era que carecían de olor, sólo se trataba de una masa informe que rápidamente se endurecía y podía ser levantada como piedras del pavimento, aunque más frágiles. Entonces quedaba en nuestras escobas y palas una ceniza blanca parecida a la piedra caliza triturada.

     De dónde venían, nos preguntábamos, más por propia iniciativa que por imitación de los debates que invadieron las horas de televisión durante aquellos días. Algunos aseguraban que llegaban de la cordillera, escapando de cambios climáticos producidos por el efecto invernadero o la ruptura en la capa de ozono de la Antártida. Otros las declaraban como mensajeros apocalípticos. Muchos más, que se trataba de una invasión más en la ciudad, como ya habíamos sufrido la de mosquitos, murciélagos y otras alimañas semejantes, sin contar, por supuesto, a las humanas en sus diversas manifestaciones etnográficas y culturales. De esta manera, los debates se convertían en propagandas y plataformas para ideas ecológicas, religiosas, políticas y hasta para esclarecer puntos de vista raciales y/o discriminatorios.

     Sin embargo, estas criaturas, que nunca llegaron a recibir un nombre científico, no tanto por falta de acuerdo entre los especialistas como por una reminiscencia no reconocida del miedo que todos sentimos, aún los más racionalistas, ante el paisaje que ellas conforman a lo largo de las calles de toda la ciudad, asentadas sobre los cables de electricidad, incólumes al peligro de electrificarse, y sin que sus garras, a pesar de su crudeza y fuerza que sugieren todo menos un uso delicado de su filo, destrozaran los cables.

     Ese miedo fue el que sentí una noche, cuando supuestamente ellas no estaban afuera, mientras yo miraba un video grabado desde un helicóptero que había sobrevolado tres cuartas partes de la ciudad. Vi, como todos lo hicimos, cada uno en su casa frente al televisor, seguros en nuestro aislamiento, protegidos de lo de afuera y a su vez invisibles para cualquier inquietud o miedo de nuestros semejantes, la telaraña que nosotros mismos habíamos construido. Cables que llevaban suministro eléctrico, comunicaciones telefónicas, redes televisivas. Era algo de lo que ya no podríamos desprendernos, es más, algo a lo que estábamos ya sometidos aunque nos creyéramos libres dentro de nuestras casas. Pero era la simple sensación de un caracol que se cree a salvo mientras otro animal lo sostiene en su boca esperando el momento propicio para apretar los dientes y quebrar su caparazón.

     Es que los cables no eran la amenaza de por sí, sino el instrumento del que podrían servirse las criaturas para su propósito. Ahora me pregunto la razón de adjudicarles un objetivo, como si de seres racionales se tratara, pero es inevitable que todo lo desconocido despierte susceptibilidades adormecidas por la rutina cotidiana. Las voces de alarma se alzaron desde todos los sectores y ámbitos de la sociedad. Las criaturas eran un peligro para la población, una invasión que dañaba la productividad económica y envilecía las costumbres ya establecidas del habitante medio. Eran un peligro al que era necesario poner fin.

     Entonces sucedió lo que yo tanto temía desde la noche que había visto en la pantalla del televisor la imagen acuadrillada de las criaturas sobre la red de cables. Una noche de septiembre oímos los graznidos simultáneos por primera vez.  

     Fue un llamado a las armas, un grito de guerra, y un alarido de inmensurable furia contenida, de aquella ira que es resultado de la justicia siempre insatisfecha y de una intensa compasión que no halla objeto. 

     Pocos segundos más tarde, nos quedamos a oscuras. La ciudad se ensombreció en su totalidad, sumiéndose en una penumbra que nunca habíamos conocido porque jamás había llegado a ser tan completa. La ausencia de luz eléctrica nos expulsó de los espacios habituales, la falta de radios y televisores nos sumergió en un silencio que hacía a nuestros pensamientos más fuertes y casi extraños. Sólo fósforos nos quedaban, pilas que alguna vez se acabarían, y el mechero del gas, si es que aún funcionaba. Incluso el agua de las cañerías dejaría muy pronto de correr, y ese sonido de pertenencia a los ríos de nuestros ancestros se alejaría como si fuésemos en realidad nosotros quienes nos alejáramos. Arrastrados de la civilización y de la vida por estas criaturas que un día llegaron a visitarnos sin permiso, imponiendo su presencia como si reclamaran una tierra que les fuera arrebatada. Mensajeras de los dueños originales, o dueñas ellas mismas, llegaron para quedarse.

     Sé que están allí afuera en este momento, mientras espero sentado en mi sillón frente al televisor muerto enterrado en la oscuridad, como yo estoy enterrado también. Esperando que regrese la energía eléctrica, que los especialistas arreglen el desperfecto, que los cortocircuitos sean reparados y la central eléctrica otorgue la luz igual que tantas veces lo hizo, como un dios inventado por el hombre, pequeño y familiar, y por eso mismo seguros de que actuará en nuestra defensa. Tenemos leyes, tenemos armas, tenemos toda la tecnología asentada en siglos de filosofía moral. Todo esto no puede ser interrumpido por el capricho de unas criaturas extrañas. 

       A menos que actúen, como antes dije, no por capricho sino por un objetivo. Trato una y otra vez de imaginarlo, de deducirlo, de inventarlo con todo el prodigio de mi imaginación, mientras aguardo en la oscuridad y el silencio únicamente interrumpido por aislados gritos de desesperación intercalados entre los graznidos. Por más que intento no puedo imaginar la causa de lo que nos está pasando, ni la identidad de las criaturas. Sea cual fuese el nombre que yo les dé, parece siempre insuficiente para la medida que su proceder les ha concedido.

     Adivino que todo esto está sucediendo en muchas ciudades del mundo, y me consuelo con la idea de que no soy el único con las mismas dudas y el mismo miedo. Pero el consuelo es efímero, y falso en realidad, como lo comprueba el ruido que ahora escucho desde la calle, el estruendo de maderas y vidrio destrozados. Y sé que pronto estarán atravesando los postigos de mis ventanas como una horda. 

     

    

      

     

     

     

     

      

























10


una lanza te atraviesa la cabeza

estás de espalda sobre la tierra húmeda

pero el cielo es un cielo de ciudad

hueles el estiércol

el aroma de la madura fruta caída

y de arriba llega el calor de neumáticos gastados


en tus oídos hay un umbral

por debajo del cual oyes pisadas de animales

el viento entre las ramas y el llamado del búho

pero encima te aturden las bocinas de los autos

los gritos de un hombre enojado

y el llanto de niños en un hospital


llega una ambulancia y se estaciona en el barro

pero su blancura está manchada de smog

bajará un hombre a evaluar tu condición

verá un orificio en la frente, otro en la nuca

tal vez toque el barro al levantarte la cabeza

pero también verá la sangre en el asfalto


lo que no podrá explicarse

es por qué el trayecto de la bala sigue intacto

como si algo más lo ocupase,

si el hombre de blanco te palpara la frente

con más cuidado por una vez siquiera

podría sentir con sus dedos la lanza

que atraviesa tu cabeza















VIII. ADAN RESUCITADO

















1




Hay una teoría del tiempo, de Henry James, que nos dice que Adán fue concebido a los treinta y tres años, exactamente la edad en que murió Jesús. Según esta teoría, Jesús debió morir para que Adán naciera.

     Y Adán nació, según cuentan algunos, con una visión telescópica y microscópica, que luego fue perdiendo en razón de su pecado original. De gigante se hizo pigmeo.

     Todas estas parecen concepciones de la racionalista imaginación de un Borges dedicado a escudriñar y desentrañar los íntimos conocimientos de cada libro, de cada línea, de cada frase leída alguna vez, luego escuchada en la voz de una mujer al término de alguna clase de literatura inglesa, una tarde de viernes de invierno, en una Buenos Aires espectral arribada al neblinoso Londres o a la apacible Ginebra. 

     No es difícil imaginarlo en sus últimos días especulando sobre los recovecos, las vueltas del tiempo surgidas en la imaginación de los poetas. En el fin de la vida, Dios es un totem inevitable, un mito que se concreta con los elementos del miedo, y a veces también del amor. 

     Para el viejo, en sus últimos días, debió ser lógica la figura de Adán como una continuación de Cristo, razonable también desde el punto de vista compasivo. Para quien se despide del mundo, una mirada lastimosamente paternal sobre la humanidad es tan inevitable como enfrentarse con la idea de Dios, aún para quien ha sido explícitamente ateo o jugado más con el escepticismo que con la fe. 

     Es, el escepticismo, una forma más de la fe: fe en la propia duda. Confianza en la incertidumbre como un salvavidas que nos protege de las marejadas de los fanatismos y la ignorancia de las olas en los mares tenebrosos y siempre turbulentos del mundo occidental.

     Así que Adán fue un prodigio, como es esperable por ser el primer hombre. Debió ver las estrellas con su sola vista, haber explorado las constelaciones, visualizado las galaxias, visitado los mundos extraños en los cielos nocturnos de su por entonces solitaria vida. Y bajando la vista de nuevo a la tierra, debió también introducirse en lo profundo, primero escarbando en los terrones, viendo con su visión microscópica los elementos más pequeños que los conforman. Luego, penetrando en la tierra, viendo el crecimiento de las plantas, la vida de los insectos, la muerte de los animales. 

     El primer hombre, el más sabio por ser el favorito, el primogénito de Dios. El primer hijo de Dios. Pero vayamos entonces a correlacionar esta última idea con la teoría que nos reúne. Nos preguntamos: ¿y si Jesús murió para que Adán naciera? El tiempo, entonces, se ha invertido, ha realizado un giro de ciento ochenta grados.

     El tiempo es un círculo, o más bien una espiral, ya que después de Jesús ha continuado el tiempo, en otro plano tal vez, en otra elipsis, en otros círculos medidos con referencias que ahora desconocemos, pero que seguramente serán fáciles de encontrar si nos ponemos a pensar en lo que solemos llamar, a falta de mejor nombre, coincidencias.

     El tiempo es una espiral.

     El tiempo es un plan yacente en la mente de Dios.

     No creado por Él, quizá, ya que si es infinito, el plan siempre estuvo allí. Todo lo que está sobre la tierra, lo que gira y se funde y se recrea en el universo siempre ha estado presente.

     Adán fue un superhombre, más poderoso incluso que Jesús. Cristo sanaba a los enfermos, caminaba sobre el agua, resucitaba a los muertos. Adán, en cambio, recibió no la fuerza de la vida, sino la pasión del conocimiento. 

     Luego, por méritos exclusivos de la religión, de los imberbes viejos que intentan enseñar a los hombres como si fuesen niños, se dijo que Eva fue quien, tentada por Satanás, comió el fruto del árbol prohibido. Por vanidad, dicen los que caen en los lugares comunes: los símbolos que la religión se obstina en crear para facilitar las cosas en la mente de quienes creen niños nacidos deformes o retrasados. 

     Fue Adán, quien sabiendo todo lo que podía saber, quiso saber más.

     No se conformaba con intuir el número de las estrellas y todos los mundos, con ver a los habitantes del espacio caminar por sus calles construidas de innumerables formas, con lunas múltiples o solitarias, con anillos de gases luminosos rodeando los ecuadores, con cometas chocando, destruyendo, y luego la vida renaciendo de los destrozos, de la hecatombe, de la naturaleza de los muertos que alimentan la tierra que él, Adán, había estudiado con su visión privilegiada. 

     Sabiendo todo esto, pensó, sospechó, que Dios le ocultaba algo más, que su padre lo protegía de algo que en realidad lo distinguía, porque un padre debe mantener su autoridad, y para ello necesita saber algo que su hijo no sabe. Como la mueca de sorna o la sonrisa escondida cuando un hombre le habla a otro de sexo, en presencia de su hijo pequeño, de cosas sórdidas, de encuentros en la oscuridad, de un olor peculiar que el niño intuye, pero no conoce aún. 

      ¿Qué era lo que Dios sabía y ocultaba? Adán nunca llegó a saberlo, porque olvidó todo aquello que había visto y sentido, todo lo que sabía se perdió en algún lugar de su mente, se escondió tan eficazmente como si hubiese muerto.

      Desde entonces, la vida de Adán fue una búsqueda tan lenta que lleva milenios de duración, una recuperación que necesita de mucha paciencia, de un enorme esfuerzo, de repetidos fracasos, de suicidios, de guerras, de muertes y nacimientos para exterminar los conocimientos mal nacidos y regenerarlos en nuevas y más sutiles, más puras formas de conciencia. 

     Pero el saber se traduce en apologías religiosas que hunden los cimientos de las iglesias, llenan de barro rojo los campos de exterminio, hacen proliferar las plagas y las enfermedades, derriban edificios y explotan bombas sobre hospitales y escuelas. 

     Nos preguntamos, por ello, si el conocimiento en sí mismo es un mal, o depende de quién lo utilice. Dios tiene el conocimiento total, y él nos ha creado, por lo tanto debemos deducir que en sus manos el conocimiento tiene un efecto benéfico. Pero al pensar en el hombre como generador de destrucción, y siendo éste criatura a semejanza e imagen de Dios, deducimos que Dios también ha utilizado en forma incorrecta, sino negligentemente, o deliberadamente cruel, sus conocimientos.

      Acá debemos introducir lo que la cátedra de los dogmas nos enseñaron: la existencia del mal como una entidad, algo que tiene vida propia, su propia definición, capaz de encarnarse en seres de carne y hueso o simbólicos, como Satanás, el Diablo, Lucifer. 

      Los ángeles caídos, los ángeles ambiciosos que, igual que Adán, quisieron equipararse con Dios, no ya en conocimientos tal vez, aunque un jefe, como un padre, también debe reservarse ciertos secretos para distinguirse de sus subalternos.

     El cielo como una empresa, o más bien como una oficina gubernamental.

    ¿Qué función cumplió, entonces el mal en la caída del hombre? El mal como entidad, nos referimos, como agente externo al cual el hombre nunca había sido expuesto. Y acá la teoría se trifurca.

     Primero, si nos inclinamos a pensar que se trata de algo tan simple como una guerra entre estados, es demasiado fácil, poco sutil para alguien tan inteligente como se supone que es Dios, lo mismo que uno de sus mejores alumnos, el ángel caído. Si así fuese, la guerra no tendría fin, se realimentaría constantemente, y la monotonía de esta historia sería tan inconcebible como su propia existencia. La vida se agota, la vida es capaz de aburrirse de sí misma, se debilita y muere, como los apareamientos entre miembros de una misma casta familiar. Nacen monstruos pálidos, anémicos, estériles, que pronto mueren ante el frío del primer invierno.

     Segundo, que todo está ya presente en el plan infinito de Dios: la creación del hombre y su ejecución del mal. El mal, entonces, ya está presente en Dios como una posibilidad cierta. Un instrumento del que se valdrá según su conciencia, su esquema de trabajo, su agenda del día. ¿Pero es Dios su propio creador, y por lo tanto el creador de todas las posibilidades, de su plan eterno? Si siempre ha existido, si no tiene un comienzo como Ser, tampoco ha creado el plan, porque éste sería posterior al presunto comienzo de su existencia como Dios. Así como nosotros nacemos con cuerpo y alma, ¿Dios habrá nacido, fue desde siempre, ser y mente? Pero el hombre desarrolla tanto su conciencia primitiva, que es dable decir que la crea. Por lo tanto, la mente y sus planes, el pensamiento como consecuencia del lenguaje, es una creación del hombre. 

     Esto nos lleva al tercer camino: el mal nace con el hombre. Está presente en él, no como un parásito esperando la debilidad de las defensas, ni como un cáncer latente, sino como parte del entramado de la conciencia moral.

     El bien y el mal son fútiles diferenciaciones de una misma sustancia. 

     El bien y el mal, quizá, no existen como tales, y el hombre sea una región inexplorada, incomprensible aún para quien lo ha creado.

     Dios creó al hombre como creó los planetas y el polvo estelar, sin más meritos ni más afán.

     El hombre se creó a sí mismo, su lugar, su espacio, su tiempo son obras de su pensamiento.

     Dios es un plan sin conciencia, una máquina programada que ni siquiera tiene auto-conciencia. 

     El hombre ha creado la entidad, el universo, el ojo que lo vigila, y el refugio que lo protege y lo oculta de ese ojo.

     Pero eso ojo está en el fondo de su sustancia. El ojo avizor que todo lo explora, que todo necesita saberlo, que utilizará la inteligencia, lo único más parecido, quizá, al verdadero Dios, para matarse en el afán por descubrirse inmortal.





















2




Todo esto nos lleva a hablar del tiempo. ¿Una continuidad, una línea conformada por la sucesión de puntos, un círculo, una espiral, o líneas paralelas? Según algunos, el porvenir es inevitable, pero, siguiendo en la línea del pensamiento borgeano, también puede no acontecer, ya que Dios acecha en los intervalos.

      Dios es regulador, entonces, un inspector de impuestos que no solamente recorre las calles y se presenta de sorpresa en la puerta de nuestro negocio, sino que está en cada esquina, en cada estación de peaje, en cada aeropuerto o terminal de ómnibus. El tiempo, así visto, no es una línea recta, sino una sucesión de puntos y rayas, intercalado de espacios vacíos, donde espera Dios, encargado de hacernos desaparecer por un instante, borrando nuestras huellas, y dejando las suyas, invisibles a nuestra vista, pero con la marca de sus dedos: el vacío y el silencio.

     Según John Donne, hay infinitas dimensiones del tiempo, todas ocurriendo simultáneamente, paralelas en su mayoría, oblicuas, y muchas veces también perpendiculares. Es en esos puntos de intersección, donde el choque de dos o más tiempos diferentes produce una ruptura en alguno o más de ellos. Ya nada es lo mismo para quienes fueron los protagonistas de ese choque, fuesen conscientes o no de tal suceso. Alguien que muere, no es simplemente la cesación de la vida por vejez o enfermedad: es la confluencia de factores que se concentran en un determinado momentos de los tiempos que conforman la inmensa red. Tampoco debemos imaginarlo como una malla de microcircuitos o cables en un panel, sino que cada línea con que intentamos simplificar la imagen es un espacio con su volumen y dimensiones correspondientes. Algunos mayores, otros menores, y por ello el entrecruzamiento no necesariamente ocurre en todo su espesor o tamaño, sino que puede pasar en una parte o un sector, y el resto de aquel mismo tiempo continuar indemne, hasta que las ondas expansivas: las consecuencias, las aftermaths, vayan cambiándolo también.

     ¿Cuál es la duración de cada tiempo? ¿El tiempo puede morir, puede acabarse? Es, tal vez, una energía que se agota como una batería. O simplemente como un cuerpo biológico que envejece y se retarda progresivamente hasta detenerse, y quedar en medio de la red como una cicatriz, una rugosidad, una pequeña loma, que los demás peatones y vehículos del tiempo irán aplanando hasta emparejar la superficie y no dejar brecha ni marca de su anterior existencia.

     Dice San Agustín que todo lo que existe presupone un pasado, no sólo el que corresponde desde su creación, sino anterior a la creación: el primer tiempo del mundo. Esto nos lleva a pensar que las múltiples conexiones de la red de que estamos hablando no necesariamente producen efectos inmediatos, productos o concepciones que pueden marcarse como puede hacerse con radioisótopos en la sangre humana. El mínimo roce de un tiempo con otro genera una chispa, una leve onda expansiva que genera un subproducto apenas esbozado, latente mucho tiempo, hasta generar su eventual nacimiento: todo lo anterior a su aparición concreta es el pre-tiempo, la prehistoria de las cosas.

      Estas líneas rectas que en cada choque se tuercen y cambian de dirección, constituyen en muchos casos, múltiples paralelogramos, y qué son estos sino círculos interrumpidos, imperfectos aún, cuyos puntos de ruptura son resabios y desgastes que la economía del tiempo limará lentamente hasta conformar el círculo. Los antiguos matemáticos, como Galileo, ya hablaban del horror al vacío: como si los rincones de una casa fuesen zonas de muerte, de terror inconmensurable, que deben ser abolidos. El universo teme al vacío, toda su esencia es una lucha por llenarlo, una obsesión que se detiene sólo con la abolición del espacio inútil. 

     Por ello, el tiempo es un espacio, y el espacio está conformado con los puntos infinitos del tiempo. Cada punto de una línea cualquiera, sea la cantidad en la que decidamos dividirla, desde la única hasta la infinita subdivisión, contiene todas las posibilidades. Es tal el infinito, el punto que contiene a todos los puntos posibles.

     En esos intersticios se halla Dios: la nada que el universo rechaza es la presencia de Dios

     El vigía, el inspector, el policía, el abogado, el juez y el verdugo.

     De todas estas consideraciones, no nos sorprende entonces llegar a  la conclusión de que Jesús vivió antes que Adán, que hubo un choque, por así decirlo, en que Cristo murió, y nació Adán. No son la misma persona, ni tuvieron ni debieron tener el mismo objetivo. Cada tiempo sigue sus reglas, si es que las tiene. Me dirán que ambos fueron seres concretos que vivieron en nuestra misma tierra, sujetos ambos a las mismas condiciones del espacio y del tiempo sucesivo. Pero ya hemos considerado la posibilidad de que el tiempo no sea uno solo, sino muchos que tampoco deben desconocerse siempre o conectarse en puntos determinados. Los tiempos paralelos no son líneas como las que nos cuentan las matemáticas, que nunca se juntan. Los tiempos son conglomerados, vastos espacios vacíos anhelantes de ser llenados, anhelo desesperante si los hay, como el de un ahogado, el de un asmático, o de quien muere asesinado en la horca, bajo el peso de una almohada comprimida contra su cara o bajo el filo de una fina correa de cualquier material más fuerte que la carne.

      Los tiempos están inmersos, casi siempre, uno en el otro. Se penetran como amantes desesperados: uno anhela ser llenado por el otro, el otro ansía llenar el vacío que no tolera ver. 

Me dirán que es una interpretación freudiana, lo sé. ¿Pero qué más es el mundo sino una serie de acoplamientos con el solo objetivo de llenar un espacio vacío?

     Un hijo nonato es un vacío que la existencia aborrece. 

     Un accidente en la línea, una desviación más en el paralelogramo, un rincón más a ser cubierto antes que la enfermedad y los monstruos se procreen con la imagen de Dios. 

     Un círculo es un tiempo pleno, sin comienzo ni fin, rodando una y otra vez sin conciencia. Quizá eso sea la felicidad, o la dicha absoluta.

     En cambio, un paralelogramo es un ente imperfecto, constituido de rincones vacíos, una conformación apta para el desgaste y la muerte. La cicatriz de la que antes hablamos, porque todo vacío tarde o temprano se llenará.

      Si no es con el producto del choque de los tiempos, será con las anómalas células de un cáncer: producto de la acumulación de la espera, fermentación de la angustia, fluido que se espesa y transforma desde el original polvo de la nada.

     La ausencia es Dios, y Dios es el punto de las infinitas posibilidades: lo absoluto, contrario a la vida.



























3




Cuando Adán perdió su condición de absoluto, perdió todo su conocimiento, y con éste, la capacidad de la distinción lógica entre el bien y el mal. Perdió también, la voluntad, porque la volición es una fuerza necesariamente apegada a la claridad del pensamiento. Quien mal distingue los colores de las cosas y fenómenos, duda. Quien duda demasiado, difícilmente elige. 

      Ya sin el conocimiento, Adán vio mezcladas en su interior las ideas del bien y el mal en una sola sustancia que decidió llamar alma. Ya no pudo distinguir en ella los matices imprescindibles para separar las aguas, como quien dice, de lo bueno y lo malo, lo correcto o lo incorrecto, la justicia de la injusticia, la bondad de la crueldad. En sus primeros días luego de ser expulsado del Paraíso, cada vez que intentaba hacer algo bueno, sus manos eran dirigidas por algo más profundo que el pensamiento, y el producto de su labor fracasaba, y él se sentía amedrentado, triste, rabioso contra sí mismo.

     Era menos que una hormiga, o más ignorante que las moscas, por lo menos ellas actúan de forma tan acertada que nunca fracasan, aunque no sepan la razón de sus actos. Sólo dependen de los factores externos, algo que ahora también se interponía en el camino de Adán. Fuera del Paraíso, el clima era cambiante e incierto como las vicisitudes de su alma. Su cuerpo era débil comparado con el anterior, comenzaba a enfermar por más que se viese a sí mismo sano en el espejo de las aguas de un lago. 

     Lo absoluto es el conocimiento total, por eso Dios es lo absoluto, lo que no puede ser modificado, lo que no se ensucia ni tampoco requiere comprensión ni el toque de una mano, lo que no ansía piedad. Algunos llaman felicidad a este estado de las cosas, para otros es lo más semejante a un gobierno de facto.

     La vida, entonces, es lo contrario. Ella incluye la muerte y la enfermedad, la recuperación y la parsimoniosa enjundia de los moribundos, la violencia y la caricia, el llanto tanto como la risa histérica y los gritos airados de dolor y triunfo. 

     En medio de la desolación de su nuevo mundo, Adán sembró y cultivó sus tierras, perdió más cosechas de las que pudo recoger, permaneció en su lecho muchos días, ardiendo en fiebre luego de arar tras los bueyes bajo la lluvia. Su mujer debió levantarlo del campo por la tarde, mientras sus hijos Caín y Abel detenían a los animales que lo arrastraban desde la mañana. Se recuperó y cayó tantas veces como años puede vivir un hombre. 

     Crió ganado, arrió vacas y cabras, esquiló ovejas, ordeñó y llevó la leche en grandes tinajas para sus hijos.

     Construyó casas, levantó cercas. Se armó primero con piedras, luego con lanzas. 

     Salió a pleno campo cabalgando en caballos que atrapó, domó y crió durante muchos años. 

     Mató animales en bosques y selvas que exploró concienzudamente, como si de su propio cuerpo se tratara, dominándolo, haciéndolo sudar hasta sentir que su carne se fortalecía y sus huesos repercutían sobre el suelo. Sabía que su familia, ahora muy grande, escuchaba sus pasos apoyando los oídos en la tierra. 

     Conoció otros hombres y guerreó con ellos.

     Yació con muchas mujeres, pero siempre regresaba al cuerpo  de Eva, el cuerpo de esa mujer que lo cautivó no por ser la primera, sino por su noble figura coronada de la más grande intuición. Como si la sabiduría perdida se hubiese transformado en ella en una carga de pesadumbre y adivinación. Ella sabía tantas cosas que no lograba ni quería, en realidad, transmitirle. Por las noches la escuchaba mantenerse insomne, pensando, y a veces él se quedaba despierto tratando de percibir palabras en los cortos sueños de Eva.

     Y así continuó trabajando. Elevó edificios y construyó ciudades. Inventó tantas cosas que ya había perdido la cuenta de ellas. Los hombres venían de lejanos pueblos y se las llevaban. Él sabía que muy lejos, sus inventos proliferarían, pero nadie recordaría el nombre de quién los había creado. 

      Adán rodó en auto por los continentes, cruzó los mares y voló en aviones sobre las llanuras en las cuales sus descedientes sembraban y cosechaban. Él volaba por encima de las nubes, contemplando el cielo celeste y límpido, y pensó en Dios, del cual tampoco sabía el verdadero nombre. Había recuperado mucha de su sabiduría, pero no recordaba aún lo esencial.

     Cuando regresó de uno de sus viajes, portando un maletín y una computadora, dejando sus pertenencias sobre la mesa del comedor y subiendo a la planta alta de su casa, vio tras las ventanas, el ascenso de los cohetes disparados hacia las estaciones espaciales de la luna. O tal vez, se dijo, fueran los nuevos cohetes exploradores del luminoso Marte.

     En la habitación de sus hijos, el televisor despedía ruidos y palabras entrecortadas: guerras en Asia, revoluciones en Sudamérica, guerrilla en Centroamérica, atentados terroristas en América del Norte, motines en toda Europa, tsunamis en el Pacífico, deshielo en los polos.

     Cambió de canal, viendo cómo Caín permanecía acostado en su cama, simulando dormir, pero su padre alcanzaba a distinguir el leve parpadeo que las vertiginosas imágenes provocaban en sus pupilas. ¿Dónde está tu hermano?, preguntó.

     Como respuesta recibió la mirada hostil de su hijo, los codos apoyados en la cama, el pelo largo cubriéndole la frente, tapando las orejas, vestido con una remera a rayas y un jean impecable que el chico había desteñido en las rodillas. Adán le dijo mil veces que no lo hiciera, Caín se limitó a callarse la boca y salir del cuarto. Adán lo siguió hasta el baño, lo vio abrir el botiquín. Adán repitió: por última vez, no lo hagas, hijo.

     Caín se desnudó delante de su padre, sabiendo que detrás de la puerta estaban su madre y Abel, observándolo. Agarró un trapo embebido en agua oxigenada y manchó el pantalón nuevo. Así, en calzoncillos y sentado sobre la tapa del inodoro, actuó como si viviera solo, y Adán supo, con una claridad tan infrecuente desde que había sido expulsado del paraíso, que Caín siempre viviría solo, que su esencia como hombre era la inquebrantable soledad, y el aislamiento la única ganancia de su joven vida o el único tesoro recibido por la herencia. 

     Y supo, Adán, que la soledad es el único atributo del hombre.

     Dios es único y solo, por qué extrañarse que su hijo añore, a pesar de los superficiales contactos con seres parecidos a él, esa soledad que lo devuelve a sí mismo, que lo identifica con  su propia esencia: su pensamiento.  

     El conocimiento de sí mismo.

     Por eso, Caín disfrutaba de la soledad. Y de algún modo conseguiría estar solo para siempre.

     La tarde en que su padre llegó de viaje y le preguntó por su hermano, el chico levantó la vista, dejó el control remoto del televisor sobre la cama y contestó: en el jardín, papá.

     Era la primera vez que escuchaba esa palabra en boca de Caín. Tuvo, una vez más, como si en los últimos tiempos la memoria de antiguas edades estuviese volviendo, como si Dios le concediese recompensas, o tuviese piedad de su vejez, la constancia de que el lenguaje por él inventado, la suma de todo el lenguaje que permitía la distinción entre él y sus bestias, pero que sobre todo le permitía la capacidad del pensamiento, era también el más rico instrumento con el cual podía elevarse por encima de todos los otros hombres, formar la barrera que lo distinguía en su auto-conciencia: ser solo y único. 

     La palabra hijo él la había inventado con mucho asombro, y una pequeña parte de amor, sin duda. La palabra padre era el primer aporte de Caín, una palabra que nacía del barro, la negrura y el resentimiento de su alma indivisible.

     Bajó la escalera y salió al jardín trasero. Obvió el llamado de su mujer desde la cocina. Buscó, ignorando a los perros que le saltaban moviendo las colas. Entonces notó que ellos, en lugar de festejar su llegada largo rato, se alejaban en seguida hacia el árbol que lindaba con el vecino. Caminó hacia la sombra del follaje. Era la tarde que declinaba, y la sombra era alargada, rodeada de una incipiente penumbra llena de frescor. Oyó la voz de Eva, llamándolo, y un dejo de angustia quebraba su voz. 

     Rodeado de los perros, se paró a cinco pasos del tronco. 

     Protegido por la sombra, estaba su otro hijo. Abel tenía la cabeza apoyada sobre una gran raíz que se erguía como el hueso del brazo de un gigante enterrado mucho tiempo antes. El cuerpo reclinado, una mano bajo la mejilla derecha, la otra recostada sobre el césped. Tenía los auriculares puestos, así que Adán sintió un breve alivio, y sonrió. Se acercó a Abel, se puso de cuclillas junto a él, le tocó el brazo, le acarició la mano. Sin despertar, el chico parecía mecerse con la última brisa de la tarde, que luego traería frío y pesadumbre. Lo dejaré dormir, se dijo Adán, pero mejor será llevarlo a la casa para cenar. Se acercó aún más para levantarlo en brazos. Cuando lo hizo, se irguió y puso sus labios sobre la cabeza de Abel. 

     Sintió el olor de la sangre. Volvió a apoyarlo en el suelo y apartó los cabellos, buscando una herida.

     La herida era la grieta de un clavo introducido en la nuca de Abel.

     Desde el árbol escuchó un siseo, de atrás le llegó la risa amarga de una mujer, y de más lejos el graznido de una ventana que se abría. 

     Adán supo, por un instante tan extenso como el infinito, que él finalmente había regresado al viejo jardín perdido.

     Había recuperado lo absoluto, pero como una sentencia.      



























4




Esa noche tuvo un sueño. Él no era protagonista, ni siquiera un personaje secundario, ni hacía una breve aparición sin diálogo, ni un cameo en que las grandes estrellas del cine ocultan su inminente decadencia. Porque fue como ver una película en realidad, sentado en la oscuridad de su ya inservible paraíso recuperado.

     Ya tendría tiempo de analizarse a sí mismo con interpretaciones freudianas, la infinitud del tiempo le pertenecía. Él se consideraba a sí mismo también un sueño soñando otro sueño, y todo lo vivido e inventado en sus largos años de exilio se desprendían y volvían a compaginarse como pájaros de una bandada migrando de región en región. Fragmentos de películas, más bien pedazos de celuloide cortados por tijeras para volverse a ensamblar de múltiples formas.

     Esos son los sueños, y era curioso que entre tanto material posible el punto de partida de su sueño fuese un verso de Maiakovsky, un poeta tan realista, tan político. ¿Pero acaso la política es una realidad tangible, objetiva, acaso la lucha de tal poeta no era también un sueño?

      Lo cierto es que en este cine donde se halla solitario, ocupando una butaca de cuero cortajeado, rodeado del vacío oscuro donde soplan algunos ventiladores desde las paredes del abismo, está mirando una película de la cual siente olores, brisas, y sin tocarlos, puede sentir la piel de los actores. No son actores profesionales, quizá sea sólo un reality, una cámara oculta. Eso es, todo sueño es una cámara oculta, sin posibilidades de demandas judiciales, de reclamos, de protestas posteriores, únicamente el cumplimiento impostergable de la sentencia final.

     Con la impunidad de un voyeur, observa con lágrimas lo que sigue. No es una novela ni un culebrón mexicano, ni una película norteamericana para la televisión, ni un programa de concursos donde las preguntas son incontestables y el premio la nada de las cifras. No se emocionará fácilmente. Las lágrimas vienen sólo de su propio ego perdido, de la insalubre situación de su alma. Y mientras comienzan los títulos, se mira las manos a la luz mortecina de la pantalla: están quemadas como bajo el sol del desierto. El desierto de Jordania donde transcurre el film.

      Dos hombres están sentados en el suelo, a ambos lados de un tablero de ajedrez. Se los ve concentrados, silenciosos, con la mirada clavada en las piezas. Uno tiene contextura grande, alta, de cabello oscuro y largo, algo enrulado en las puntas, cubriendo en parte el lado izquierdo de la cara y cayendo sobre la túnica blanca. Tiene la mano izquierda sobre una rodilla, la otra sobre el mentón, mientras sus dedos juegan con la barba, acompañando el juego de sus pensamientos. Tiene ojos oscuros, que se revelan apenas cuando levanta la vista hacia su contrincante.

     El otro es más bajo de estatura, pero de cuerpo fornido. Viste una chaqueta negra sobre la túnica de la misma clase que su contrincante. Su cabello es más corto, pero sumamente enrulado. Su barba es castaña, un poco más clara que el pelo. Los ojos marrones claros, cambiantes a la luz de esa tarde. El sol lo ilumina mejor que al otro, sus manos moviéndose más nerviosamente, sus párpados agitándose con cada sonido de los pájaros que vuelan muy alto sin detenerse. 

     Ambos están a la sombra de un árbol de ancha copa, de tronco amplio, que hunde sus raíces con profusión y demasiado anhelo, porque muchas todavía están a ras de tierra y algunas sobresalen formando un entramado alrededor de los jugadores. 

     El árbol está perdiendo sus hojas, y se ve muy viejo, pero no puede decirse que está muerto aún. Por lo menos tiene la suficiente fuerza todavía para sostener de una de sus ramas el cuerpo de un hombre que se mece de la horca. 

     El jugador que está más cerca del árbol se llama Caín, y su evidente nerviosismo tal vez provenga de ese hamacarse constante del cuerpo con la brisa, porque se escucha claramente el roce de la soga en la rama, como si de un momento a otro fuera a romperse, y el paso del viento cálido entre las ropas del cadáver, que ya ha secado el último sudor. 

     El otro jugador también mira de tanto en tanto hacia el árbol, pero se lo ve más tranquilo. Sin embargo, sus ojos transmiten tristeza, tal vez melancolía, como si extrañara el tiempo pasado en que el hombre muerto alguna vez vivió. Fue su amigo, sin duda, porque su nombre era Judas.

     Ahora señala con el dedo índice de la mano derecha a su contrincante, y dice: te toca. El otro asiente con la cabeza y le dirige una mirada de hastío, pero su silencio lo caracteriza más que a Jesús. Porque este es el nombre del hombre de cabello largo que espera, pacientemente, la jugada.

     Si observamos el tablero, vemos que ambos han perdido la misma cantidad de piezas. La mitad que corresponde a Jesús está ordenada sistemáticamente, peones que protegen a la reina, reservada en su casilla, el rey custodiado por los caballos. La mitad de Caín no tiene un sistema, y ha sacado a su reina en un juego que amenaza con exterminar lentamente las piezas de Jesús. Ambos perdieron tres peones, Caín un alfil en manos de un peón en una distracción que no se perdona (le echa la culpa al cuerpo oscilante cerca suyo). Jesús mantiene sus piezas importantes, pero se da cuenta de que se está enclaustrando. Cómo sacar a la reina del arco de fuego de sus caballos, cómo utilizar los alfiles tras la barrera de peones. Deberá arriesgar, y no conoce la estrategia de Caín, que se caracteriza precisamente por su falta de estrategia. 

     En el desierto de Jordania los pájaros no tienen muchos árboles donde posarse. Olivares, algunos, junto al río, muchos árboles espinosos, como el que está junto a ellos. La sombra de las aves cuando cruzan frente al sol trae un cuadriculado fugaz que parece duplicar el tablero en el cielo. Ambos alzan la mirada, pero pronto vuelven a concentrarse, como si pensaran que tal momento de distracción fuese la oportunidad para una trampa por parte del otro. Pero en el ajedrez las trampas no existen, ellos lo saben.

     Jesús mueve uno de sus peones, y el único alfil de Caín lo come. Un caballo de Jesús termina con el alfil.

     Sin duda, son jugadores sin experiencia. A pesar de que hace siglos que están jugando, sus mentes no se concentran, se pierden en recuerdos, en filosofías, en personas muertas, en proyectos fracasados, en hechos irreversibles. Tal vez jugasen bien si supieran que su estadía en el desierto es transitoria, pero saben que su tiempo ha pasado, y la condena a la que han sido sometidos es para la mitad de su alma, mientras la otra gira en la red de los tiempos. 

     Una conciencia doble los aniquila para la vida: hombres y dioses, mitos y realidades dividen sus almas en dos fragmentos: la conciencia de sí mismos latente en la infinitud del juego en el desierto, y la vida del cuerpo que se regenera en cada ciclo de los tiempos, en cada arbitrario entrecruzamiento.

     Mientras Jesús retira el alfil, Caín lo mira con ira, pero una casi imperceptible sonrisa se forma inmediatamente. Su mano mueve un caballo para comer el del contrincante. Jesús se ríe de su descuido, se rasca la barba y cambia la posición de su mano izquierda sobre la rodilla. Luego de estas dos jugadas pasan muchos minutos, imposibles de calcular.

     El cuerpo sigue meciéndose, con más ruido porque el rigor mortis lo hace mecerse como una madera en la que el viento dibuja golpes en lugar de caricias. No han pasado más aves, y se escucha el ladrido de muchos perros a lo lejos. 

      (Adán se duerme, se pasea en sueños más homogéneos, tal vez el sedante que le indicaron esté haciendo efecto. No sabe cuánto tiempo ha pasado. De las aguas oscuras del sueño sin sueños, regresa a la luz exuberante del desierto).

     El tablero ahora está diferente, demasiado como para reconstruir las jugadas una a una. La situación es la siguiente: Jesús está haciendo jaque al rey de Caín. Éste tiene dos opciones, perder el único alfil que le queda protegiendo al rey, o comer a la reina con la torre, también única. Elige comer la reina de Jesús, y éste elimina la torre con un peón.

     El rey de Caín está desprotegido, y lo sabe. Tiene dos peones solamente, pero el alfil y la reina juegan un vals frente a la barrera inextricable de Jesús. 

    Uno no se arriesga y se enclaustra en su propia trampa, el otro lo expone todo en un avance total, pero no encuentra grietas por donde penetrar. Uno protege a su padre, el otro lo expone sin encontrar que alguien lo elimine. 

     Uno suicida, el otro asesino. Pero cuál es cuál, se preguntan ambos. Juego de roles que ha durado ya demasiado tiempo.

     Ambos lucen cansados, y atardece. La noche se avecina sobre el lugar donde están sentados. Bajo el árbol ha refrescado, y el viento hace crepitar los restos de Judas. Sienten el dulce olor del cuerpo descomponiéndose, pero saben que los perros del desierto no vendrán sino hasta muy tarde en la noche. Los escuchan acercarse, su ladrido es más parejo, más fuerte. Caín se da vuelta y mira hacia el oeste la nube de polvo que se levanta ocultando la silueta del sol acostado. 

     Han olvidado, por un momento, el juego. Nadie moverá las piezas, ni siquiera el viento. Sólo sus manos tienen la fuerza para levantarlas. El tablero parece de piedra, pero no lo es, parece esculpido en una sola pieza, pero cada figura simplemente está apoyada con el peso de su propio cuerpo. El peso de cada hombre con su peso muerto.

     Entonces Caín bosteza, y de pronto se interrumpe, con la vista fija en el oeste. Jesús se pregunta si no será una estratagema para mover alguna pieza en el tablero sin que él lo vea. Despeja su duda como quien sabe de antemano que su contrincante es un honrado asesino. (A Jesús le agrada, a veces, verse como Hamlet, se ha imaginado muchas veces vestido con la moda dinamarquesa en viejos castillos poblados por el incesto). Se da vuelta, enfrentando la línea de polvo en el horizonte, y espera ver a los perros ávidos acercándose rápidamente. 

     Pero alguien se acerca más rápido, y sin embargo no corre. El hombre camina y los perros se mantienen en su inmanente caminata, como estacados en un sector del tiempo.

     La figura se acerca, va adquiriendo formas claras. Es alto como Jesús, pero mucho más delgado, se nota su figura escuálida, su cabello largo y seco, cubierto de polvo, su cara demacrada. Y sobre todo la piel pálida, ya no hinchada, sino resecándose, agrietándose.

     Camina con torpeza, con esfuerzo. Renguea, parecen dolerle las caderas, las rodillas, los tobillos. Se detiene unos segundos, respira profundamente, endereza su espalda encorvada por el cansancio del camino, y retoma el paso. En un brazo recoge la toga rasgada que arrastra, demasiado larga. Son los restos de una mortaja, en realidad. 

     Cuando está a diez pasos de Jesús, se detiene y espera en silencio. 

     Tras él, hay un solo perro. No lo habían visto hasta entonces, oculto entre las piernas del caminante, fue como verlo nacer de pronto del cuerpo del hombre. El animal se paró a un lado, mirando a los jugadores. Caminó luego hacia ellos con actitud amenazante, dio vueltas a su alrededor, y se abalanzó sobre el tablero. Algunas piezas salieron despedidas, otras sólo se tumbaron. El perro se quedó allí parado, con una pata sobre un rey caído.

      Ninguno pareció lamentar el suceso. Jesús acarició la cabeza del perro y éste se alejó después para refugiarse a la sombra del árbol. Caín, con un suspiro de cansancio y resignación, enderezó el tablero y comenzó a ordenar las piezas cuidadosamente, una vez más.

     Jesús dirigió entonces la palabra al recién llegado.

     Lázaro, le dijo, sólo por hoy, acuéstate y descansa.


                                                                   


Belén de Escobar   Abril-Diciembre 2012



 Ilustración: The sorceress de Allan Douglas Davidson 





ISBN 978-987-88-7704-04

     


     

     



     


No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...