Paloma se veía
distinta. Su ropa cambió, sus gestos intentaron refinarse. Hasta el largo y el
color de su cabello cambiaron. Ya no era la llamada comúnmente morocha, pálida,
baja y regordeta de su barrio. La realidad es que Paloma creció, ¿y acaso
nosotros envejecemos si siquiera darnos cuenta, sin ver pasar la vida? ¿Tan
ensimismados estamos en nuestros problemas que no lo notamos?
Una tarde de calor, la crucé en la vereda,
con la mochila y el uniforme de su colegio. Lo único que me hizo pensar en su
edad fue la mujer que vi. Su pollera cuadrillé tableada y su camisa blanca con
cuello redondo dejaron volar mi imaginación. De pronto, la reconocí: era
Paloma, pero ya la había mirado con otras intenciones. Me reproché el
pensamiento y comencé recién a darme cuenta que yo también había crecido o
envejecido, y ahora: ¿qué hacer con esas intenciones?
Sólo aquella persona que la haya conocido
de niña puede notar su cambio actual. Hoy su andar seductor y caprichoso es
dueño de muchas miradas, su manera de hablar con expresiones adultas,
seduciendo inconscientemente con la mirada brillosa y su sonrisa asombrada,
deja perplejo a quien quiera que sea, mujer, hombre o niño. Ninguno puede
resistirse a la magia que contagia.
Finalmente, la conjunción de astros, así
lo pienso, permitió que nos conociéramos otra vez, como si fuera la primera
ocasión que nos veíamos. Por supuesto, ella no me recordaba, y todo fue nuevo
para Paloma, no así para mí.
El tiempo pasó y ahora somos amigas
íntimas, a pesar de la diferencia de edad. Ella me mira con sus grandes ojos al
reír, al llorar, al hablar de su intimidad. No sé si nota que mi interés es
diferente al de ella, aunque nunca me atreví a decírselo, siquiera a hacérselo
notar. Es una excelente amiga, pero muero de celos, mi vista se nubla y en mi
mente tarareo alguna canción cuando Paloma habla de un hombre, sólo para no
escuchar.
Una noche húmeda de agosto, Paloma vino a casa
para bañarse y prepararse, ya que la noche del sábado saldría, y en su
departamento no había luz, por lo tanto tampoco agua. Mientras ella preparaba
su ropa y maquillaje, le ofrecí una copa de vino, que recibió con una sonrisa
deliciosa. Bebimos, reímos y hablamos sobre tonterías de la vida. Ella se
retiró al cuarto de baño mientras yo solicitaba comida por delivery.
Pasaron veinticinco minutos
aproximadamente, cuando sonó el timbre y recibí unas vistosas empanadas
vegetarianas acompañadas por ensalada. El aroma inundó la casa de un perfume
familiar, de comida casera. Me acosté en la cama disfrutando del magnífico
sentido del olfato. Algo adormecida, escucho a Paloma reír; me sobresalto, y
ella ría aún con más ganas. Envuelta en un tallón beige, se recuesta a mi lado
y me pide que le pase crema en la espalda. Vuelve a sentarse por un instante y
me alcanza la emulsión.
A partir de aquel momento nació en mí el
deseo de acariciarla, olerla, satisfacerla. Quedaron atrás los pensamientos que
me acecharon desde que volví a verla ya hecha una joven cautivadora.
Acaricié su espalda suavemente, disfrutando
centímetro a centímetro sin dejar de lada ni una sola peca, un solo lunar. Pude
ver en el espejo cómo sus rodillas y sus labios temblaban, sus pezones se
erizaban, y su espalda se encorvaba. Todo fluyó esa noche, pude darme cuenta de
eso cuando el sol tibio me despertó al amanecer, y el brazo de Paloma rodeaba
mi cintura.
Laura Marta Lêon nació en Tigre en 1979. Es enfermera profesional. Este es su único cuento hasta la fecha, donde se aprecia la lúcida intuición que caracteriza su mirada, claramente visual y anecdótica. Los detalles trascendentes de la historia y los personajes sobresalen por un lenguaje simple, cuya equilibrada ambigüedad no hace más que confirmar lo que pretende insinuar.
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