Prefacio:
LA FRACTURA ESFENOIDAL
“La materia del mundo era un dios denominado Caos”
Thomas Hobbes
“La fractura esfenoidal” es un díptico constituido por las novelas "La luna sobre el Atlántico" y "Los murciélagos del Brasil", que cuenta la historia de varios personajes a lo largo de cuatro décadas, entre fines de siglo XIX y comienzos del XX, en un espacio geográfico constituido por la provincia de Buenos Aires y el litoral argentino. Sin embargo, estas historias tienen proyecciones hacia tiempos previos, además de hacia otras geografías de Europa y América.
Cada una de estas narraciones tiene una trama argumental que se basta a sí misma, siendo susceptibles de leerse en forma independiente, pero varios son los elementos que conectan las novelas, tanto personajes, sucesos o lugares en común. Y el principal factor común, sin embargo, que intenta unirlas abarcativamente no representa un eje temático, sino un factor causal primigenio, de naturaleza incierta y por tal motivo más capaz de aceptar múltiples derivaciones y consecuencias.
En ciencia se considera que de las células primordiales, o células madre, derivan todas las múltiples especificaciones o especializaciones de los sistemas biológicos. El factor primigenio en estas novelas no es su protagonista absoluto, pero sí el escenario de fondo que aparece de tanto en tanto, silencioso y entre brumas. A veces sirve de explicación a episodios y sucesos, otras veces tiende a agregar complejidad, pero siempre cumple la función de representar un punto de reparo, un sitio o causa conocida en la cual el lector -más que los propios personajes, que nunca serán conscientes de este factor común, sino sus simples instrumentos- encontrará una supuesta lógica interna que otorga verosimilitud propia a la gran trama.
No debe confundirse esta verosimilitud con lo que usualmente se llama razón pura, ni siquiera el tan trillado sentido común. La lógica del argumento será propia de él, porque incluso la locura posee una lógica propia. A eso debe recurrir el lector, quizá incorporando esa lógica a su propio mundo, o más propiciamente, incorporándose él a la lógica del mundo narrado.
Este factor primigenio es una fractura. Como tal, constituye una solución de continuidad en una superficie previamente indemne. Donde antes no había un espacio, ahora lo hay. Y ese espacio debe ser llenado, porque la física, y su gran predecesora, la metafísica- y rendimos memoria a Pascal en especial- nos dice que la naturaleza aborrece el vacío. ¿Es la naturaleza una entidad pensante, o por lo menos está conformada por una pura intuición? O yendo aún más abajo en la escala de complejidades, ¿es de un automatismo absoluto? Si hablamos de automatismo, hablamos de reflejos, y entraremos en materia de lo puramente orgánico.
Por lo tanto, en una fractura, que en este caso ocurre en un hueso, el espacio abierto tiende a llenarse con los elementos que lo rodean, tal vez sangre, tal vez aire. Un espacio que no debería existir, y que es ocupado por elementos que no deberían estar ahí, necesariamente creará perturbaciones. Estas perturbaciones serán lo que en medicina se llaman signos, es decir pruebas físicas que pueden ser demostradas con cualquier sistema sensitivo natural o artificial, sean nuestros ojos, oídos, manos o cualquier aparato artificial que sea capaz de determinar su presencia. Pero estas perturbaciones también provocarán sensaciones puramente subjetivas en el sujeto donde ocurran, y entonces las llamamos síntomas.
Los síntomas, mucho más que los signos, son susceptibles de múltiples interpretaciones. La capacidad de tolerancia al dolor, las experiencias previas del sujeto, los niveles intelectuales del mismo, las características psicológicas y emocionales, todas ellas influirán tanto en la intensidad de tales síntomas, como en la verosimilitud de su presencia o manifestación. Con el tiempo, el ser humano se ha acostumbrado a simplificar la complejidad, la contradicción constante de los factores que lo rodean, reduciéndolos a ciertas ideas que se van asentando en la psiquis colectiva, y formando el conjunto de tradiciones comunes, lo que llamamos cultura.
Estas simplificaciones, desde su estado de ideas concretas y satisfactoriamente explicativas para determinados fenómenos, tienden a subir a un plano más abstracto, para servir de esa manera como paliativos culturales,- porque la cultura es también un gran remedio curativo, quizá el más importante creado por el hombre-, para conductas humanas, sucesos naturales o simplemente para todo aquello que no tiene una razón determinada. Estas ideas toman el rango de símbolos.
Entonces, de su condición meramente física como signos indefectiblemente demostrados, pasan a convertirse en síntomas susceptibles a la duda, y luego al valor de símbolos. Ya con este nombre, serán más generales y abarcadoras, susceptibles también a múltiples dudas, pero éstas dependen ahora sólo de los diferentes puntos de vista culturales que nacen de condiciones orgánicas: la variantes en la alimentación, las formas de cortejo o los diversos valores comerciales. Pero el símbolo está por encima de todas estas condiciones previas, mucho más alto en el nivel de los factores puramente cotidianos, y mucho más lejano en el tiempo, tanto que la memoria colectiva ya ha perdido la noción exacta de su origen. Llegados a este rango pueden tomar el nombre de mitos, según la cultura de la que hablemos.
Por lo tanto, mientras más remoto sea su lugar en el tiempo, menos comprobable, y por lo tanto más probable. Y de esta manera será imposible derribarlo por ninguna noción particular. Sólo la ciencia aplicada y aprehendida en la psiquis colectiva ha derrumbado algunos, pero los símbolos-o mitos- tienden a renacer, porque no tienen cuerpo y no pueden ser destruidos. Son ideas que adquieren tanta fuerza que permanecen siempre latentes. Son como fantasmas, o si queremos como imágenes holográficas. Están y no están donde las vemos. O las imaginamos donde queremos verlas. Y están allí porque las vemos.
El máximo símbolo es, seguramente, la idea de la divinidad. Ya no estamos en el ámbito de lo físico, de la carne y de los huesos. Estamos en el nivel de la metafísica. Dios es el máximo exponente de la cultura humana; no la mejor ni la más sublime, simplemente la máxima potencia del símbolo. Y el símbolo puede ser expoliado, puede ser negado una y otra vez, incluso puede comprobarse la inexistencia absoluta de lo que representa, pero no ser derribado definitivamente.
El origen del símbolo es, como vimos, lo orgánico, y las diversas religiones han intentado hacer descender la idea a nivel de la carne. Dios desciende a la tierra hecho hombre, sufre laceraciones, sangra y sus huesos también son rotos. El hombre, sin embargo, aborrece el vacío como la naturaleza. El cuerpo muere y se degrada. Donde hubo algo ya no hay nada. Esa nada debe ser llenada. Y cuando no hay nada con que llenar esa nada, aparece la imaginación, que siempre estuvo allí, que creó el símbolo y se perfeccionó con él.
El símbolo, por lo tanto, es el puente entre lo orgánico físico y las ideas metafísicas.
El esfenoides es un hueso extraño. Está ubicado casi en el centro del cráneo humano, formando una gran parte de la base. Constituye las paredes posteriores de las órbitas, y por su orificio principal, estrecho, pasa el nervio óptico y los vasos sanguíneos que lo irrigan. Su forma es muy peculiar: aislado en un preparado anatómico, parece tener la forma de un pájaro con las alas extendidas.
Estas peculiaridades lo predisponen a muy diversas patologías neurológicas, manifestadas en signos comprobables. Pero si hablamos de síntomas, éstos son más confusos y complejos. Habrá manifestaciones ópticas, primordialmente. Ilusiones en su mayoría, alucinaciones muy probablemente, y también ceguera, que puede ser otra forma de alucinación. ¿No ver nada, o ver la oscuridad, no puede ser también resultado de la subjetividad? Si lo que vemos es diferente a lo que está frente a nosotros nos llamarán estúpidos. Si vemos lo que no está delante, nos llamarán locos.
Los que ven a Dios, finalmente el máximo símbolo creado por el hombre, a través de una fractura en la base del cráneo, ¿cómo se llamarán?
Esa es la pregunta que los personajes de estas novelas nunca se podrán hacer porque están tan inmersos en la situación que los define, que no pueden ver más allá de su propio interior.
La fractura esfenoidal extrapola el dolor, la angustia, la amargura existencial, y hasta quizá la incomprensible inconsecuencia de la vida, hacia el exterior. Y una vez allí, la duración de esta imagen, símbolo o representación, como quiera llamársele, es tan efímera, tan absurda, que deberá volver a su origen, a riesgo de convertirse en una caricatura de una obsesión, y seguramente para exterminarse a sí misma.
El cuerpo morirá, y sólo los huesos a lo mejor duren un poco más. Y durante todo ese tiempo extra otorgado a la pobre sustancia de la cal, la fractura continuará viéndose, y hasta palpándose, como un espacio latente donde ya no hay realmente nada.
Bautista Beltrame
De "El radar de Buenos Aires"
“El alto lobo cuya suerte es derribar la luna
y darle muerte.”
“Esa luna de escarnio y de escarlata que es
acaso el espejo de la ira.”
JORGE LUIS BORGES
MAXIMILIANO DESPUÉS DE PERDER A DIOS
1
Acaso podría llegar a ver la luna en pleno día, se dijo Maximiliano Menéndez Iribarne, mientras contemplaba las inmensas olas de luz desplazándose sobre el océano, deslizándose sobre las aguas, rodeando el barco como fantasmas o espíritus malhechores y perversos que se disfrazaban de luz para engañar a los hombres. La luz enceguece la vista débil del simple ser humano, y el mar, tan enorme, alberga en su profundidad el mal y la perversa mente de los demonios expulsados del paraíso. Quién podría decir que Lucifer no cayó, luego de ser expulsado por Dios, en el agua, ya que ésta predomina sobre la superficie del planeta. Un demonio que se ha hundido creando un infierno en el mar. Fuego brotando en medio de las aguas: éste es el milagro de Satanás, porque él también pretendió alguna vez ser Dios, y ahora es el dios de sus dominios, el dios de las aguas infernales.
Y sobre ellas navegaba ahora el barco donde Maximiliano y trescientas personas más viajaban hacia una tierra en la que esperaban encontrar un porvenir mejor, una esperanza más factible que aquella con la que habían nacido y que se estaba desgastando desde su venida al mundo. Sobre las aguas que cubren los espectros del infierno, como el milagro de Jesús caminando sobre las aguas del Mar de Galilea.
-Algún día -murmuró en voz baja- bautizaré a un hijo con el nombre de Jesús.
Maximiliano Menéndez Iribarne tenía veintidós años y era todavía soltero. Cuando vestía la sotana de seminarista en Cádiz muy lejos de él estaba la idea de casarse o engendrar hijos. Cada madrugada, una hora antes del alba, se levantaba del colchón delgado en su celda sin muebles, sólo la estrecha cama, y se lavaba en la palangana de porcelana apoyada en el piso. Después, arrodillado y desnudo se flagelaba las espaldas con el rebenque que su tío le había obsequiado al entrar al seminario como un insulto, una degradación y una humillación que él aceptó lo mismo que aceptaba hasta ese momento las reglas de la orden: el dolor como símbolo de resarcimiento, anestesia del pecado y eliminación de todo dolor y todo placer. Luego, poco antes del alba, seguía rezando de rodillas, sintiendo la sangre sobre las viejas cicatrices de la noche anterior, el olor de la sangre y el aroma de la orina que no pudo evitar derramar mientras se flagelaba. Dos líquidos nauseabundos que debían ser eliminados de su cuerpo para que éste fuese tan puro como el de Jesucristo en la cruz.
Podría ver la luna en pleno día, seguía diciéndose, observando en éxtasis los alisios de occidente asomándose al verano al que se acercaban lentamente, desde hacía treinta días. El barco como la nave de Aqueronte, alejándose del crudo invierno europeo para acercarse y estremecerse en la calidez extrema de otro continente, de un hemisferio que bien podría parecerse al mismo infierno al que aquella vieja nave también intentó aproximarse, hundiéndose en los abismos, quemándose o congelándose, que al fin y al cabo es lo mismo, porque el alma dolorida es un alma congelada, el hielo quema y marchita y se transforma en una inmensa y a la vez diminuta araña encogida, muerta, donde las hormigas y las moscas se cebarán como perros rabiosos, leones hambrientos o cínicas hienas que llevan la sonrisa de Judas en sus caras.
-Tengo miedo- murmuró Maximiliano, mirando las olas que naufragaban contra el casco del barco, el metal de una nave construida un año antes, en 1909, pero ya decrépito el casco por el azar del tiempo y la fuerza del espacio acuoso, la espuma como herramienta de un orfebre maligno que aborrecía incluso la pequeña libertad que el hombre se tomaba para viajar, como si no fuese su derecho, como si hubiese raíces que atasen al hombre a la tierra, luego de haber abandonado el agua en el origen de los tiempos. El agua era, quizá, un ser resentido, o una serie de demonios o criaturas que engendran hijos desagradecidos y descarriados, atraídos por el sabor y la riqueza de la tierra. Y los puentes y los barcos la apoteosis de la venganza, la máxima síntesis de la oportunidad para esas madres del agua, esos padres acuáticos engendrados, tal vez, por el mismo Lucifer. Era así, entonces, la forma en que el cielo, el agua y la tierra se encadenan, se relacionaban como los mismos lazos indisolubles entre padres e hijos. La sangre podría ser aire, agua o polvo, pero todo era la misma sustancia transformada, mezclada, formando la arcilla que los mismos elementos moldeaban para dar cabida a un muñeco tan frágil que ha durado diez millones de años. El hombre como contrapartida de Dios, la criatura creada como fruto del odio entre el cielo y la tierra.
En el medio, el agua.
La transición, el pasaje, la transformación.
El viaje.
Mientras continuaba con las manos aferradas al barandal de la cubierta, mecido su cuerpo por el vaivén del barco, su pelvis como una bisagra cuya hoja en movimiento era su torso, sostenido éste solamente por los brazos apoyados en el barandal, y la cabeza oscilante como el lente de un antiguo telescopio al extremo del corto brazo lubricado con aceite. Intentando ver, ubicar la luna en pleno día. Por qué tanto esmero, se preguntaba a sí mismo, por la simple razón, se contestaba enseguida, de que la noche anterior no había logrado verla. Todas la noches desde que había zarpado, buscó la luna, corriendo a veces desesperado a lo largo de las cubiertas, saltando a los pasajeros que dormían a la intemperie, aquellos que viajaban gratuitamente o pagados por el estado, los que estaban enfermos y tosían o expectoraban sangre o fluidos que cada mañana eran barridos y lavados con incontables baldazos de agua fría y un desinfectante que dejaba su impronta durante exactamente doce horas, cuando era el turno en que la noche llegara y vomitara los restos insobornables de festines y desgracias diurnas. Las cientos de vidas con sus múltiples variables que eran esas trescientos y pico de personas, como un muestrario que Dios había preparado para su venta callejera, es decir, su gira intercontinental. Un continente dominado, un viejo continente adquirido, ahora faltaba otro por conquistar. Y las muestras eran personas, sus mentes y brazos y piernas. El trabajo, la idea y la reproducción. La tríada en que Maximiliano Menéndez Iribarne descubrió un día en Cádiz, antes de sacarse la sotana para siempre. La tríada que reemplazó al tríptico del catolicismo.
Corriendo a lo largo de la cubierta, buscó la luna cada noche hasta hallarla entera o en pedazos. A veces apenas visible, pero sabiendo que allí estaba su sombra. La sombra de la luna, su lado oculto, su siempre escondida cara, como si alguna deformidad le diese vergüenza, o hubiese en ese lado de su superficie cosas más claras que en el lado visible, objetos o seres que le diese vergüenza mostrar o escondiese como quien se reserva armas para una guerra próxima.
¿Quién podrá interpretarla?, se preguntaba él, contemplando la nube blanca de la luna a pleno día, bajo el sol refulgente, entre olas de luz reflejadas por las olas del mar, que además aportaban su rugido para que ambos mares, el de luz y el del agua fuesen hermanos gemelos que rara vez se juntaran. Momentos esporádicos que sólo podían contemplarse en alta mar, allí donde ellas, trescientas y pico de personas, estaban quietas como suspendidas en el tiempo, ausentes del espacio real y del tiempo contable. Flotando a la deriva como si viajasen en el aire. Rodeados de las sustancias etéreas que las formaron en el principio de los tiempos.
Maximiliano se preguntó por qué ellos no se daban cuenta de todo esto. Por qué no veían la luz de la luna bajo el hálito esplendente y el aroma nauseabundo que el sol despertaba en la carne muerta, las pieles sucias y la madera hastiada de sal y sangre. Cuál era la razón de que teniendo ojos, no vieran las manos de la luna arrojando sus huesos sobre el mar, porque esa era la causa de las olas. No el viento ni las corrientes marinas, ni siquiera los demonios de las profundidades, ávidos ellos mismos de los huesos frescos que la luna arrojaba cada día, escondidos tras los haces del sol. Huesos que por la noche iluminaría para alimentarlos y hacerlos revivir.
Él soñó con la lluvia de huesos desde hace algún tiempo, y desde entonces buscó la luna cada noche. Más precisamente desde que se arrancó la sotana como si le quemase, un atardecer de marzo en Cádiz, en la calle sobre la que estaba el convento y seminario. Pero de esto no quería acordarse por ahora, y le hacía bien el calor sobre su cabeza, la luz como calor entibiando la camisa blanca de lino, arrugada, de botones desprendidos y otros rotos, dejando ver el ancho de su pecho apenas hirsuto, apenas ancho incluso, más blanco que le camisa sucia. Sentía que el pantalón de cuero viejo le molestaba, haciendo transpirar las piernas y las ingles. Habría querido sacarse la ropa de una vez por todas y zambullirse por un largo rato en el agua. Nadar junto al barco como ha visto hacer a los peces a lo largo de la travesía.
Entonces sintió un tirón y luego una punzada en su cadera. Dió un sobresalto menos por el pinchazo que por haber sido despertado de sus ensueños acuáticos, su vida de pez metamorfoseado en busca de los demonios escondidos en las profundidades del mar. Él, un ángel marino reclutando legiones en contra del mal. Pero lo que lo había punzado era nada más que la uña larga y rota de uno de los casi ciento cincuenta niños que había a bordo. Vestía harapos, estaba descalzo y el pelo largo estaba sucio y pegajoso. Olía a mar y a pescado fresco. Sin embargo, la sonrisa era de una virginidad envidiable, de una ingenuidad de sabia ignorancia.
Sí, se dijo Maximiliano, bautizaré a uno de mis hijos con el nombre de Jesús. Le habría gustado ser el Mesías que acostumbraba reunir en torno suyo a los niños para hablarles del reino de los cielos.
Se dio vuelta y le acarició la cabeza.
-¿Cómo te llamas? –preguntó al chico.
El niño no contestó. Frunció la frente y entrecerró los párpados. El sol le daba de frente y no veía más que un halo entre amarillento y rojizo alrededor del hombre a quien había tocado. Y en medio de aquel reflejo, un hálito negro, un hilo oscuro de leve aroma nauseabundo. Pero era tanto el olor a pescado viejo, seco y podrido en la cubierta, que fácilmente podría pasar inadvertido todo otro aroma, incluso el de un cuerpo humano muerto hace ya tiempo.
Maximiliano pensó en los cadáveres que habían sido arrojados al océano desde el comienzo de la epidemia. Tifus, había declarado el médico de abordo. Desde entonces, los enfermos habían sido encerrados en un sector de popa, tras barricadas de barriles vigilados por guardias día y noche. Por las mañanas el médico y un par de ayudantes hacían un recorrido provistos de guantes y barbijos, golpeando los cuerpos recostados en cubierta con bastones. Quien no se movía, se le comprobaba el pulso, y sin ceremonias ni mortaja alguna, era arrojado al mar. Maximiliano no había querido entrar a la zona restringida, y aunque hubiese querido hacerlo, se lo habrían prohibido. Sólo penetraban el médico o los guardias. Él veía, desde una distancia de diez metros, a los ayudantes de la cocina que llevaban los baldes con alimentos para los enfermos. Los dejaban en las barricadas y los que aún caminaban se encargaban de repartirlos a los demás.
El capitán había dicho que llegaría ayuda, pero el barco fue declarado en cuarentena, y aún faltaba más de un mes para que cualquier otro barco pudiese acercarse y recoger pasajeros. Nadie había dicho lo que Maximiliano ya imaginaba, que no podrían entrar en ningún puerto hasta tanto no se cumpliera la cuarentena. Por eso las máquinas habían disminuido su potencia y el barco navegaba más lentamente. Y aunque el sol radiante prometiera un verano tranquilo en alta mar, los riesgos de tormenta y naufragio no eran preocupaciones menores para los tripulantes. Él los veía revisar los botes salvavidas, de madera podrida algunos, reparados con lentitud y mala voluntad, porque no había herramientas suficientes. De algún modo, mientras más tiempo pasaba, o cuando las nubes de tormenta amenazaban el ánimo y el espíritu de todos, salvo de quienes vivían enclaustrados en las cubiertas inferiores o en sus camarotes privados, el deseo de ver amanecer más muertos representaba una forma de alivio, una tranquilidad de conciencia para el futuro. Mientras menos gente más posibilidad de supervivencia para el resto en caso de un naufragio. Es así, se decía él al contemplar el ir y venir de los moribundos tras los barriles, cómo el hombre condena al otro para la paz de su conciencia. Si Dios se encarga de cumplir sus deseos y esperanzas, el hombre no debe tener más trabajo que recoger los frutos de tanta condescendencia. ¿Pero acaso Dios es tan apropiadamente práctico como en estas ocasiones? Y su respuesta era positiva: la practicidad de Dios es utilitaria como una máquina de vapor avanzando sin fin hacia una meta imposible: la nada y el infinito.
-¿Cómo te llamas? –volvió a preguntarle al chico, que bajó la mirada, se frotó los ojos, y señaló hacia los exiliados del barco.
Maximiliano se dio de cuenta que se había escapado, y ahora que descubría que ya lo había tocado, y casi sentido su aliento sobre la palma de su mano, miró hacia la popa, a los enfermos cubiertos por mantas con que ellos ocultaban sus ropas raídas y sucias, las caras demacradas y las vergüenzas, y el pudor que los obligaba a defecar u orinar junto al barandal. La cara externa del casco hedía a excrementos viejos o frescos, y cuando el viento soplaba desde allí el olor se hacía insoportable en todo el barco. La orden del capitán había sido terminante: los enfermos no debían salir de la zona prohibida ni utilizar el mismo sistema de drenaje que el resto de los pasajeros.
Nunca se había visto en un caso así, pero había oído hablar a su tío, marino mercante, de ciertas cosas que debían hacerse en esos casos. Sin embargo eran relatos de la infancia, y su tío ya hacía mucho tiempo que no lo trataba como a un niño. La seriedad y el deber habían echado raíces en su rostro firme, en su cuerpo alto, en los modales con que trataba a su único sobrino. Y como último regalo y signo de desprecio por el destino que él había decidido para sí mismo: el rebenque, y las palabras que lo acompañaron.
Recordando esas palabras, Maximiliano agarró al chico de la mano, y le dijo:
-Vamos.
Caminaron juntos hasta la barricada. Uno de los guardias les prohibió el paso, bajando la mirada hacia el chico y frunciendo el ceño.
-El niño se ha escapado, debe volver con su familia – dijo Maximiliano.
El guardia golpeó el pecho del chico con el arma, sin hacerlo caer, y luego lo pateó para que pasara entre los barriles. Maximiliano agarró de la ropa al guardia.
-¡Yo también tengo que entrar! –gritó él.
Los guardias trataron de calmarlo a golpes, y cuando quedó sentado en el suelo con la cara morada y el cuerpo tieso, rodeado de curiosos, él se sacó la camisa y el pantalón. Las mujeres se dieron vuelta, los hombres se rieron, pero pronto toda chanza pasó, igual que pasa el viento que trae el aroma tibio de una comida recién preparada o el perfume fugaz de flores silvestres. Mostró la herida que el chico había hecho en su cadera, más grande que lo que había imaginado, porque hasta entonces no había sentido más que el ardor del rasguño, calmado por la frescura tibia de su sangre.
Los guardias, entonces, comenzaron a empujarlo con sus botas hacia más allá de los barriles, recogieron la ropa y la arrojaron al agua. Maximiliano quedó tirado sobre cubierta, junto al chico arrodillado junto a él, apoyando sus manos pequeñas sobre el pecho del hombre. Sentía que el chico lo estaba mirando, a él, un hombre que poco tiempo antes había creído sinceramente haber oído la voz de Dios, y haber sido elegido como uno de sus discípulos. Pero las manos del niño eran más tibias y sinceras que las de Dios mismo, lo comprendía en este momento cuando pensaba que su fin estaba cerca, viendo cómo hombres y mujeres se acercaban lentamente, asomándose a los bordes de su visión como si estuviese semihundido en un lago, siendo bautizado, quizá, por numerosas manos que formaban sombras delante del sol resplandeciente. Unos traían ropas, otras mantas, otras un cuenco de agua fresca. Le limpiaron la cara una manos que debían ser de mujer, y cuando la sangre se diluyó y desapareció de sus ojos, vio la imagen de la Santísima Virgen María.
-¿Eres la Virgen? –se oyó decir.
Un coro de risas veladas corrió a lo largo de la multitud que lo rodeaba. Vio cómo el pudor ruborizaba el rostro hasta hace un momento pálido de la chica que lo había lavado. Sintió esas mismas manos restregar suavemente el resto de su cuerpo, mientras un perfume a malvas, aparecido de repente en medio del mar, traído por gaviotas inexistentes a esa distancia, habitante tal vez de un viento piadoso, un viento anciano que ha elegido ofrendar más que arrastrar o derribar. Y en ese aroma a malvas llegó toda una ciudad a pleno, todo un mundo que Maximiliano había creído abandonado en los confines de su despiadada memoria, que en combate con el agrio y viejo olvido, había perdido una batalla, pero ahora se recuperaba, y crecía extendiendo los enormes terrenos del recuerdo y el dolor.
2
Cuando entró al seminario, su tío José lo esperaba en la puerta. Maximiliano lo vio parado allí mientras se acercaba por la acera, con la maleta con sus pocas pertenencias, las únicas que la Orden le autorizaba a traer de su casa, documentos, algún recuerdo de familia, la biblia. Todo el resto era superfluo y reemplazable, la ropa, los objetos de higiene personal, y lo demás, fotos, adornos, anillos incluso, objetos de avaricia. Él entraría con su cuerpo y la vestimenta necesaria para cubrir las vergüenzas de su cuerpo. En esto iba pensando mientras seguía su camino bajo el sol que alumbraba esa calle de Cádiz donde el convento abría y cerraba sus puertas una vez al año para los nuevos seminaristas. El tío José lo vio llegar, pero él no levantó la vista hacia la cara del viejo marino que lo había criado desde los cinco años, desde que sus padres habían muerto. Padres era una palabra nada más, fotos que él había pegado sobre la pared de su habitación en la casona del tío, pero que nunca había besado como el viejo esperaba que hiciera alguna vez luego de decir sus oraciones antes de acostarse. Arrodillado junto a la cama, el niño Maximiliano, como lo llamaban las sirvientas, había mirado de reojo la figura erguida y severa del tío José, con sus botas y su uniforme, la gorra bajo el brazo y la mirada adusta detrás del bigote blanco y espeso. Así lo recordaba antes de acostarse, sabiendo que el viejo partiría esa no mucho después para un viaje de varios meses, y que volvería a repetirse luego de ese tiempo igual que se suceden las estaciones.
Maximiliano aprendió a dividir el año de esa manera, según las llegadas y despedidas del tío, y el invierno se diferenciaba de la primavera únicamente porque el uniforme del tío cambiaba de aspecto, levemente, o percibía un perfume diferente, más cálido, como a malvas. Porque el tío José y él caminaban juntos cuando las flores se abrían, justo antes de cada desayuno, entre el alba o la hora en que las sirvientas tenían la mesa lista. Y ellos entraban y se sentaban a la mesa para ser servidos tras el ventanal que abrían únicamente en verano, y que en los inviernos permanecía empañado, escondiendo las formas del jardín, ocultándolas como si hubiese algo terrible y pecaminoso en la niebla del invierno.
Los veranos en Cádiz eran más fuertes que en cualquier otro lugar de España, eso decía el tío. Juntos iban a visitar el puerto, y le enseñaba los barcos, le indicaba cómo diferenciar su función según las formas y el tonelaje. Y cuando se hizo más grande lo dejó visitar el interior, recorrer los camarotes, jugar con el timón, explorar y leer los indicadores, descifrar el misterio indescifrable de la brújula. El tío José esperaba que él fuese marino.
Pero él decidió seguir a Dios. Por eso estaba allí, en el convento, en su primer día de abandono del mundo. No sabía por qué el viejo lo acompañaba. La noche que decidió contarle su decisión, el tío José se levantó del sillón en donde tomaba su café luego de cenar, y comenzó a golpearlo. Él nunca se defendió, hacerlo hubiera significado un desacato a la autoridad del hombre que lo había criado, y también una ofensa al dios que lo había llamado. Al dios que le decía, entre otras cosas, que debía ofrecer la otra mejilla. Maximiliano se quedó, esa noche, arrodillado sobre la alfombra de la biblioteca, la cara libre de sus manos, haciendo el esfuerzo por conservarlas enlazadas sobre su pecho, como si rezara, viendo cómo sus propias lágrimas caían en sus pulgares temblorosos, y soportando los golpes que el viejo le dio durante diez minutos en la espalda y la cabeza, intentando derribarlo y humillarlo, tratando de socavar la resistencia de ese sobrino enclenque y debilucho, cuya alma debía estar tan podrida como la traición que había perpetrado contra él. Porque no menos que traición podría llamarse al acto de convertirse en un cura maricón en lugar de seguir su deseo: el ser un viril marino mercante, un hombre hecho y derecho, orgullo de su nación y de su familia.
Cuando el viejo dejó de golpearlo, abandonó la biblioteca con un portazo. Maximiliano se derrumbó sobre el piso, y con el cuerpo dolorido se arrastró hacia el sillón. Nadie entró a ayudarlo, las sirvientas debían estar llorando pero no desobedecerían el mandato del viejo que les prohibía entrar. Levantó la mirada llorosa y vio los libros que habían constituido sus amigos durante toda su vida allí. Los únicos que no lo habían engañado, los que lo consolaban con sus paisajes y sus sentimientos, con los personajes y las ideas que surgían de sus páginas. Esas vitrinas cerradas con llave, la misma que ya nunca volvería a tocar, despedía olor a humedad, papel y tinta, al cuero de los lomos, al polvo acumulado. Hasta el polvo extrañaría, tanto como tocar el relieve de las letras en las tapas, las páginas con pecas de humedad, los bordes afilados o dentados de las viejas ediciones, incluso de algunos incunables que el tío conseguía en sus viajes por el mundo. Se quedó allí toda la noche. Cuando vio amanecer por la ventana, subió a su habitación, se dio un baño caliente cerrando puerta a las sirvientas que preguntaban por él. Dos horas después, sabiendo que había perdido el desayuno y que el tío debió haber comido solo, salió a la ciudad para visitar la iglesia.
Una semana después entraba al seminario, bajo la mirada adusta del tío José. Era costumbre que algún familiar acompañara al seminarista en su abandono del mundo, y también que se le entregara alguna ofrenda que sería guardada por la Orden hasta que el postulante terminara su preparación como novicio. Maximiliano entró a su celda, entregó su ropa y le dieron una camisola blanca. Se reunió con los demás postulantes en una larga fila que se desplazaba lentamente por el pasillo central de la ermita del convento. Las familias estaban en los bancos de los costados, las mujeres mirando y llorando, los hombres con expresiones serias y tristes. Algunos niños miraban asustados y saludaban con la mano a quienes debían ser sus hermanos mayores. Él, como los otros, llevaba la cabeza inclinada, pero no pudo evitar echar miradas breves en busca del tío José. Cuando llegaron frente al altar, el familiar más cercano entregaba su ofrenda, el postulante la ponía en manos del sacerdote y luego de un último beso, se retiraba para desaparecer en los claustros oscuros.
Cuando le llegó el turno, el tío se acercó con las manos en la espalda, ceñudo y evidentemente nervioso, no por hallarse donde estaba, sino por la furia. De pronto, Maximiliano vio la ofrenda: un rebenque de cuero fino, con mango austero, sólo con incrustaciones de piedras oscuras que no ofendían la seriedad de la ocasión. Percibió, o creyó hacerlo, un entendimiento común entre su tío y el sacerdote. Quizá se tratara de una donación que lo favorecería de un modo en que él no deseaba ser favorecido. Tomó el rebenque con sus manos, y cuando iba a entregarlo al cura, éste le dijo que no era necesario: el rebenque cumpliría la digna función que los pobres látigos de la orden cumplían con febril y esforzado trabajo.
Maximiliano Menéndez Iribarne se supo desde entonces un privilegiado por favores no pedidos y otorgados como contra entrega de otros pagos que nunca sospecharía. Como esas mujeres de la calle a las que el tío lo llevó a conocer cuando cumplió catorce años, y visitaba regularmente cada quince o veinte días desde aquella época. Pero él las consideraba puras de espíritu, porque el dinero que recibían no había pasado antes por las manos de Dios. De ellas obtenía la fugaz felicidad del cuerpo extenuado y liberado de la lenta muerte que se apodera de cada uno cada mañana al levantarnos, que crece como una crispación de los tendones, un cosquilleo que progresivamente se transforma en un adormecimiento en los muslos y las piernas, un agitarse de la maquinaria espiritual con el mismo combustible que alimenta los cuerpos, el pan y el agua convertidos en fluidos humanos, sudor y semen, y sobre todo en un llanto de impotencia que se expulsa como quien arroja con furia algo por una ventana. El estallido de un vidrio como el grito de un hombre que ha copulado con una virgen desesperada de amor y sexo, muerta y renacida y luego muerta otra vez, a los pocos minutos de su propia desintegración: la desaparición de su cuerpo al unirse a otro, la fusión y el desengranaje de la maquinaria visceral en un cielo sin tiempo que tiene las dimensiones de una cama estrecha. Eso es lo que ellas, las putas, hacían como un favor, sabiendo la desilusión que cargarían como bolsas pesadas sobre las espaldas de los hombres que se iban, dejando antes el dinero no como recompensa, sino como ofrenda a sus propias vidas: a la virgen que han matado, al dios que olvidaron. Y sin embargo, sus manos continuarán limpias.
Pero no las del tío. Y en esas manos, Maximiliano entregó la prenda más preciada que el novicio debía entregar a su pariente más cercano. Algo que representara su abandono, su sacrifico a los placeres mundanos. Sacó la mano del bolsillo y con el puño encerrando algo que el tío no imaginaba, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Sus barbas se tocaron, se mezclaron como la sangre que corría por las venas de cada uno de ellos. Sintieron el calor de la piel y el latido de sus corazones por un instante. Hombres y parientes, pensaron cada uno sin decírselo, hermanos tal vez para siempre y sin saberlo, dispuestos a ignorar el lazo de ahora en más para toda la eternidad de sus espíritus inmortales.
¿Creía el tío José en Dios, se preguntaba Maximiliano en ese momento, más allá de su regular visita a la Iglesia en Pascua y Navidad, o acompañando a las señoras por las que se sentía atraído o a las viejas con las que estaba obligado? No lo sabía. Únicamente que el alma del tío era tan inmortal como la suya, y el cuerpo grande y robusto del que se sentía tan orgulloso desfallecería alguna vez para no levantarse más.
El tío José, sin embargo, era el dueño de la biblioteca donde él había aprendido sobre Dios y los hombres, sobre el mundo habitado y no explorado, sobre las ciencias y la palabra. Por eso, depositó la llave de la gran biblioteca en la palma dura y firme de su tío. El viejo miró su propia mano y el objeto que descansaba en ella, como un pedazo de metal arrancado de otro objeto más grande, una puerta, quizá, un adorno de flores de metal sobre una puerta de metal y vidrio separando el ruido de la calle del silencio de la antigua casona y su inmortal biblioteca. Una llave es eso, entonces, un fragmento de una puerta, un apéndice cuya pérdida puede crear la clausura absoluta de aquel recinto, de aquella paz increada como la que generan por sí mismos los niños que crecen en el vientre de sus madres. La calidez y la estrechez de un asiento único, la frialdad y la extensión de un espacio que se expande en la oscuridad desconocida del mundo exterior. Puertas que se abren de tanto en tanto, ruidos que perturban la mansedumbre, el conocimiento que crea paz. Todo el resto es ruido y excitación, es parábola de muerte y vida y muerte, como el sexo. Como las mujeres saben.
Ellas: la gran biblioteca sin libros del mundo. Ellas, a las que renunciaría para siempre porque Dios así se lo mandaba.
No fue la última vez que vio al tío José, pero imaginó que el viejo moriría en su casona, víctima de la gota y la artritis que habrían por fin vencido sus resistencias. La fiebre intermitente visitaba su cuerpo como visitaba la casa, bebía en su sangre y se solazaba en sus huesos duros lo mismo que la humedad roía las paredes y el musgo vestía de verde los cimientos. Los criados escucharían los gemidos atenuados del viejo desde su cama, pero cualquiera podría haberlos confundido con el roer y el caminar de las ratas en el sótano, donde las bolsas de harina de maíz y de trigo esperaban se utilizadas en panes que nadie comería. Panes increados, hostias imaginadas por la mente hostil del viejo tío José. Hostias usadas en ceremonias y orgías, blancas como los cráneos y la luna, como el cuello de los curas y la ropa interior de las monjas.
Todo esto recordaba Maximiliano mientras la joven del barco le limpiaba el cuerpo, lo refrescaba no con el agua sino con sus manos más intensamente dulces que la irritante sal del océano. Cualidades absolutamente inversas, cuanto más gruesa era la capa de sal del mundo vivo, más dulce era el aroma de esa mujer que aseaba su cuerpo como quien limpia el cuerpo de Cristo al pie de la Cruz.
3
Fue tal vez el sol intenso el que hizo arder aún más las heridas que los guardias le habían provocado, pero más doloroso todavía eran los moretones que a cada minuto continuaban hinchándose. Sentía todo el cuerpo casi adormecido, y cuando intentó ponerse en pie, las piernas se derrumbaron como si estuviesen fracturadas. Se puso de costado sobre el suelo de la cubierta, se miró el cuerpo y vio que estaba limpio pero oscuro. El sol había hecho su trabajo durante lo que llevaba de travesía, pero también el color morado de los golpes acentuaba el bronceado con un color que se tornaba violeta a medida que transcurría la tarde.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero lo habían cubierto con una sábana y le había dado una especie de almohada improvisada con una bolsa de arena robada de alguna parte del barco. Escuchó que alguien decía:
-Aquí tienes un pantalón para el joven.
Era una voz de mujer madura, tan cerca que podía sentir el olor de su ropa y su aliento, pero él tenía los párpados demasiado hinchados para poder ver con claridad la figura de quien hablaba.
-Gracias – respondió una voz, y él supo que la almohada tan tersa y blanda ya no era la de una bolsa de arena, -quién sabe cuándo se la había sacado, o cuántas veces se había dormido y despertado, como tampoco estaba seguro de que fuese aún la misma tarde o la siguiente-, sino la falda de la joven que lo había limpiado. Reconocía el olor de las manos que recorrieron su cuerpo con extrema suavidad sobre las llagas y los golpes. Las mismas manos le acariciaban la cara y las mejillas, los mismos dedos que se enredaban en su cabello. Deseó con toda su alma abrir los ojos y levantar la vista, pero no pudo más que balbucir un quejido que hizo darse cuenta de que sus labios, además de hinchados, estaban cortajeados y el paladar seco.
Le dieron de beber un sorbo de agua con azúcar, pero de dónde habrían sacado azúcar esos marginados a la popa, aquellos exiliados no sólo de su tierra sino del mismo barco en que viajaban hacia el exilio. Qué es una emigración más que una forma más de exilio, un alejarse de donde hemos nacido en busca de un lugar que viaja con nosotros hasta donde vayamos. No una ciudad o una aldea, ni siquiera una provincia o una región geográfica limitada, sino de un país, un continente, o quizá, simplemente de una playa o una montaña. Allí donde el idioma es diferente por más que suene parecido, donde las costumbres son tan dispares como la disposición de las dunas en dos playas diferentes o el crecimiento de los árboles en otros tantos bosques distantes.
El agua dulce le hizo bien, pero sobre todo la caricia y el beso que sintió como ofrecido a través de telas que no eran más que su propia piel inflamada. Sin embargo, aquel calor rayano con la fiebre le refrescó el cuerpo y el espíritu como si fuesen una sola sustancia amalgamada. Y todo lo aprendido en el convento se le tornó caprichoso y arbitrario, pudriéndose en una falsedad sin excusa porque mostraba la maldad, o el cinismo por lo menos, como su origen. La eterna lucha del cuerpo y el alma, la sumisión del cuerpo, su condena a la tierra y al tiempo, la construcción del conglomerado del alma como un árbol nunca acabado, que crecía hasta destruir el cuerpo y expandirse hacia un cielo que nunca había otorgado más que promesas. Acaso el alma no necesitaba del cuerpo para sentir su dolor y sus fracasos, por más que fueran temporales, pensaba entre sueños, mientras el barco se deslizaba sobre la superficie cálida del océano en estío. No era el dolor del cuerpo una expiación, el placer de la autoconciencia regodeándose en su propio ego, o su orgullosa existencia derramándose en placenteras autoafirmaciones de capacidad y omnipotencia, siguió diciéndose en voz muy baja, sabiendo que la joven lo escuchaba, porque había puesto su oído sobre los labios de él para entender sus palabras.
-¿No es la sangre un orgullo de la capacidad humana? -preguntó, alzando la voz por primera vez.
Ella se sobresaltó y alejó por un momento su cabeza. Él temió haberla asustado, con miedo a que lo abandonara y luego sentirse desvalido y solo, como un perro enfermo que no era capaz de alimentarse ni mucho menos de levantarse. Pero la joven se rió, o por lo menos sonrió entre dientes con leve silbido mezclado con el ruido de las olas. Ella lo protegió del sol con su cabeza y una especie de manta, pero aún así el sol los quemaba a todos, y que el agua que los rodeaba era un simple simulacro, una cruel intención de Dios, una burla indecente de un dueño impiadoso que ofrecía litros de agua a un perro moribundo que nunca podría beberla. Tomar de ella era morir, no tomarla era también morir.
El cerebro de un hombre enfermo quizá no sea más complejo que el de un perro sarnoso. Ambos confunden la indiferencia con la crueldad, el amor con el odio. Una mente hambrienta es capaz de confundir el reír de una mujer joven con el canto de las sirenas que devoran a los marinos que sucumben a su canto. Maximiliano yacería sobre cubierta hasta que su carne se pudriera, hasta que el sol criara larvas en sus huesos, y éstos no fueran más que pedazos sólo un poco más bellos o más honrosos que la madera de la cubierta, esqueleto también, al fin de cuentas, de tantos árboles caídos bajo el hacha de otros tantos hombres.
El mar como un círculo, el mar como una esfera. El planeta no es cuadrado como pensaron los primeros navegantes. No hay un precipicio en el horizonte. Cada caída es un comienzo, y él sabe que aunque su carne se pudra, otro barco navegará con otro cuerpo semejante, a disposición de las olas, que no son más que burbujas creadas por los candentes infiernos acuáticos.
-Mis huesos son como los de la luna…
-Delira… -escuchó decir a la joven.
-¿Tifus? – preguntó una voz de hombre viejo.
-No creo, papá. Para mí son los golpes y la fiebre.
No escuchó más. Se sumió en el sueño nuevamente. Cuando volvió a abrir los párpados, era de noche. La luna estaba ausente, escondida por las espesas nubes que dejaban caer una llovizna sobre todos los cuerpos hacinados en popa. Movió la cabeza y contempló a su alrededor los montones oscuros de cuerpos acurrucados y encimados unos sobre otros, cubiertos de telas, como si realmente se tratase de cadáveres. Muchos de ellos lo serían antes del amanecer, pero todavía, por unas horas de la noche, disfrutarían del dudoso privilegio de continuar entre los vivos, de simular una respiración que comenzaba a descomponerse en fragmentos, en pedazos de armonía rota. Instrumentos desafinados, y con cuerdas rotas en una orquesta, una banda de a abordo destinada a la diversión de los pasajeros, que ahora sonaba con los sonidos resquebrajados, graves, atonales y disonantes de la muerte. La muerte no toca en el violín una música tenue, no posee la voz atiplada de una soprano ni la oscura y expresiva profundidad de un bajo barítono. La muerte rompe las cuerdas que toca, abolla los metales que intentan imitarla, roe las maderas y llena el viento de un olor ponzoñoso.
Oyó ronquidos y toses, ladridos de perros que acompañaban a sus amos. Había visto, unos días antes, cómo los animales eran arrojados por la borda. Incluso algunos habían sido matados y carneados. Pero un grupo de mujeres se opuso a los hombres que hacían esto y ellos debieron ceder.
-¡No somos salvajes! –habían dicho ellas.
Los hombres dejaron los cuchillos y tiraron al mar al último perro muerto. Los otros animales miraban desde los brazos asustados de los chicos que eran sus dueños. Niños afectados por el tifus y que sin embargo aún poseían fuerza para proteger a sus perros.
La llovizna ahora caía con una tersa piedad sobre su cuerpo, mojando la ropa con que lo habían vestido, lamiendo y empapando los recovecos de su cuerpo acostado. Se secó la cara con la mano derecha. La sintió deformada y aún adormecido, pero ya no le ardía como antes. Al bajar otra vez la mano, chocó con la pierna de alguien que dormía a su lado. Giró la cabeza y vio la cara de la joven que lo había cuidado todo ese tiempo. Ella tenía los ojos cerrados, la cabeza descubierta y el pelo mojado. Los hilos de agua corrían por sus mejillas y sus labios.
Maximiliano sintió, de pronto y en medio del dolor aún recurrente, de la humedad de una noche calurosa, un deseo inesperado. Deseó tocar esos labios y luego besarlos con ternura. Dios mío, se dijo, es tan hermosa…es más hermosa de lo que había imaginado.
Otra vez levantó su brazo derecho y se irguió un poco, luego lo pasó debajo de la leve curva del cuello de ella, despacio, nervioso por temor a despertarla. Pero la joven no se despertó, o si lo hizo decidió no abrir los ojos y dejarlo hacer lo que a ella también debía agradarle: descansar sobre el brazo de un hombre, y sentir cómo ese hombre descansaba gracias a ella.
Cuando amaneció, estaba en la misma posición en que se había dormido, pero su brazo derecho yacía estirado y vacío, pálido, adormecido por la posición en que llevaba durante horas. A él, sin embargo, se le ocurrió, por un fugaz momento, que su brazo había muerto durante la noche. La primera parte de su cuerpo que lo abandonaba, adelantándose a la tumba que esta vez sería el agua. ¿Habrían sido los demonios de las profundidades los que quitaran la vida a su brazo? Recordó que esa noche no pudo ver la luna, ni siquiera había sentido la necesidad, incluso la desesperación de otras tantas veces, por buscarla. Se había dormido sin sentir en sus sueños la caída de los huesos de la luna sobre la superficie del agua. No había soñado ni con los demonios surgiendo del agua para atraparlos ni con los monstruos cuyos brazos y espaldas fuertes arrojaban los huesos de sus semejantes desde la rocosa, árida y siempre oscura superficie de la luna. Sueños sin ruidos, sin gritos ni alaridos que se supone debían surgir de aquellas criaturas deformes. Sólo el silencio y la luz opaca de la luna, los reflejos del agua, y eso sí, el chapoteo de la caída. Y con la luz del amanecer surgiendo desde el horizonte de popa, supo que esos huesos tal vez fuesen los huesos de Dios. Los fétidos huesos de alguien que ha vivido desde siempre, cuyo esqueleto se alimenta de su propia carne. Huesos acostumbrados a la insípida, empalagosa, triste carne que se pudre un milímetro cada mil siglos. La desesperantemente lenta descomposición irreparable, indecentemente exasperante. Huesos de los que Dios mismo se deshace cuando su propio cuerpo los expulsa, así como se expulsa una astilla o una espina infectada.
Dios, de a poco y de una manera que nadie, sólo quizá esas criaturas de la luna, se va vaciando de huesos. Y cuando llegue el tiempo o el no tiempo en que ya no le quede ninguno, será una masa amorfa reptando por los huecos de un universo que se degrada como un cadáver. Como gusanos de cementerio. Como un reptil. Convencido de ser entonces otra cosa que deberá sobrevivir a un nuevo comienzo de los tiempos. Deberá crear dioses y demonios, cielo y tierra. Una nueva guerra renovadora, vital, como una expiación del antiguo resentimiento, o la reparación del ancestral remordimiento.
Pero aún quedan demasiados huesos para que Maximiliano tenga intención de preocuparse por el fin de los tiempos. Observar y estudiar las acciones de Dios era una tarea que se había dispuesto a cumplir mientras tuviese vida. Ver la luna era ver la nuca de Dios, por eso dio la espalda al sol naciente, y se levantó haciendo fuerza con sus brazos débiles. Unas manos lo ayudaron, miró atrás y vio la cara de un hombre viejo, que le decía:
-No se apure…
Del otro lado estaba la joven, reconoció las manos que tomaban las suyas. Sin decirle nada, lo cubrió con una manta húmeda. Cuando él tembló, porque tenía sólo un pantalón viejo encima, ella retiró la manta y le recriminó al viejo:
-¡Pero padre, esta manta está empapada, Virgen Santísima!
Arrojó la tela al piso y no quiso aceptar la excusa del hombre.
-Pero Elsa, nadie tiene una mejor….-le respondió el padre.
-Entonces es mejor que lo caliente el sol.
Ayudó a Maximiliano a caminar por la cubierta. Él se sentía débil, la piernas le temblaban y se daba cuenta que estaba con fiebre.
-¿Qué día es hoy? ¿Qué tengo?
Ella llamó a su padre y entre los dos lo ayudaron a mantenerse en pie.
-Tiene que fortalecerse un poco, en un rato le daremos de comer. Lo golpearon muy fuerte, las heridas se le infectaron.
Le palpó la frente con el dorso de una mano, y él la sintió fría y reconfortante.
-Todavía está con fiebre, por suerte el clima ayuda.
Él iba a preguntar cómo aquel sol calcinante podría aliviarlo, pero no dijo nada. Las manos de la joven y su padre eran las primeras que lo reconfortaban desde hacía mucho tiempo. La piel de la mano de ella, sobre todo, esa exquisita suavidad de una piel curtida, esa aliviadora frescura de una mano expuesta a la suciedad y la infección de aquellos a quienes cuidaba. Contradicciones para las que el mismo Dios no llegaría a dar explicaciones convincentes. Maximiliano sabía esto tanto como sabía que el caminar por cubierta del brazo de ella era lo más parecido a la felicidad que había sentido en mucho tiempo.
-¿Cuál es su gracia? –preguntó ella, y sus ojos brillaron con una dulzura sólo comparable a la voz y al tono con que habló. Una voz irritada por el clima que dominaba sobre cubierta, probablemente también por efecto del tifus.
-Maximiliano Menéndez Iribarne, para servirle, señorita.
Ella rió, mirando a su padre con complicidad.
-Me llamo Elsa Aranguren, y este es mi padre, Don Roberto. Somos de Roncesvalles.
Nunca había visitado los Pirineos, y buscó en el cuerpo de la chica señales que delataran una vida ruda de campo, de arreo de ganado, del contacto con el sol de la montaña. Sólo vio una piel bronceada, las formas de un cuerpo firme y proporcionado. Las manos eran largas y de piel tersa y oscura. Los ojos negros, con un tono levemente morado. La imaginó arreando vacas u ovejas, o tal vez ganado caprino en la alta montaña. Cerca estaba el Paso de Roncesvalles a través de la frontera con Francia. Había incluso un muy espaciado acento francés en la forma de hablar de la familia, que recién ahora adquiría prominencia. Como si de alguna forma ellos tomaran ubicación en su plano del mundo, en el plano temporal de Maximiliano.
El viaje a través del mar había quitado identidad a los seres, sólo las cosas crecían de valor. El agua dulce y la comida, la ropa y los medicamentos, la sombra bajo un alero construido con tablas y telas. El sol, sobre todo, había dejado de ser un fenómeno para convertirse en lo que hasta entonces había constituido la idea de Dios para el mundo. No un guía, sino un juez del cual cada día se esperaba una condena.
-¿Se siente mejor, señor Iribarne? –preguntó el viejo, que había escuchado sólo el último apellido.
-Mejor, gracias, Don Roberto.
El hombre sonrió por primera vez, y separándolo de las manos de su hija, se encargó él solo de llevarlo hasta la manta donde había dormido.
-¿Qué día es hoy? –volvió a preguntar.
-Miércoles –dijo ella.- Hace dos días que lo golpearon.
Lo sorprendió saber que eso no significaba nada para él, luego de aquellos treinta días que le habían parecido sesenta. O aquella larga semana después de abandonar el convento, tan extensa como un año transcurrido en una cámara del dolor.
4
Ya no había más Inquisición, pero quedaban los resabios de aquella mala costumbre arraigada en el alma de los hombres. El alma humana es un ente colectivo. Maximiliano pensaba así cuando leía los libros de teología. No existían en realidad almas individuales, ni siquiera podían considerarse éstas como números que conformaban una suma mayor y que los teólogos, mediante misteriosos códigos cuyas llaves encuentran y extravían a voluntad, como niños siguiendo un caprichoso y a la vez rígido juego bajo la mirada del padre, transformaban en letras para formar una palabra muy corta en casi todos los idiomas del mundo. Dios era la palabra más simple, más exquisitamente breve del vocabulario humano. Una palabra que hasta los afásicos y los tartamudos no tenían dificultad para pronunciar. La letra “d” era la primera que un niño aprendía a decir cuando aún apenas tenía los esbozos de sus futuros dientes. La lengua, cuya simbología de muerte, sexo y lenguaje, anatomía pura del hombre, era el primer instrumento de la fe.
Pero si Maximiliano hubiese dicho esto a sus maestros en el seminario, lo habrían castigado con siete días de aislamiento completo en su celda, con menor ración de comida y sin el privilegio de asistir a las tres misas diarias. Fue lo que sucedió a dos meses de su llegada. Estaban en el refectorio, desayunando en sus escudillas, escuchando la lectura del padre Juan mientras ellos, sentados frente a las largas mesas de madera desnuda, donde antiguas rayas habían perforado apenas la superficie, donde sólo las migas del pan se atrevían a yacer sin ser despreciadas o sus dueños castigados por distraerse jugando con ellas. Era curiosa esa ambivalencia en la concepción de la higiene. El refectorio y las salas comunes debían mantenerse estrictamente limpias, desnudas hasta lo inconcebible, hasta donde la oscuridad brillara con su opaca presencia. Pero en sus celdas se los dejaba casi al libre albedrío. La ropa de cama se cambiaba cuando ellos querían, y quien lo olvidaba no era reprendido ni sermoneado. La ropa interior, de la cual todos no tenían más de uno o dos juegos, era usada hasta que su dueño decidía lavarla. La sotana de cada uno de ellos había pertenecido ya a algún cura ya muerto, y su superficie gastada en los codos, y rodillas, incluso en el cuello, les daba una imagen de velada vejez a hombres que en su mayoría no tenían más de veinte años.
Maximiliano dejó la cuchara sobre la mesa, y sus compañeros lo miraron. Sin hacerles caso, levantó la mirada hacia el padre Juan, y preguntó:
-Disculpe, padre, pero quisiera hacer una pregunta sobre el capítulo que está leyendo.
El cura levantó la mirada de la Biblia, se sacó los lentes de armazón plateada con una mano temblorosa. Buscó en el salón la voz del que había hablado, y encontró el brazo alzado de uno de los seminaristas. Decidió ignorarlo antes que imponer una penitencia. Volvió a bajar la mirada, pero la pregunta le llegó clara, y más claro aún era el tono de impertinencia.
-Padre, quisiera saber si usted piensa que lo que nosotros denominamos “el llamado de Dios” debe manifestarse de la misma manera por cada uno para ser considerado real, o cada cual debe interpretarlo, o sentirlo según su conciencia.
El cura lo miraba con asombro mientras escuchaba. Él se daba cuenta de que transgredía las reglas, pero no habría sabido decir por qué lo hacía de todos modos. Tal vez fuese el recuerdo latente, aún no digerido de la entrega del rebenque de su tío, y la devolución de la lleve de la biblioteca. Maximiliano estaba dispuesto a decir a todos que no necesitaba de una llave para pensar.
-¿Cuál es su nombre, hermano? –preguntó el cura.
-Maximiliano Menéndez Iribarne, padre.
El cura pareció hacer memoria, asintió con la cabeza, y dijo:
-Primero la contestación: cuando el Señor nos habla, lo hace en silencio. No hacen falta palabras, sino el más extremo silencio. Cuando lo escuches, no será más que el rumor del viento pasando entre las hojas de un árbol, o el ladrido de un perro, o el paso de una carreta una tarde de domingo. ¿Cómo diferenciar “el llamado” entonces? No con la conciencia, eso es en lo que te equivocas. Ni siquiera con el espíritu, porque muy pocos son lo suficientemente maduros en este mundo como para saber escuchar de esa forma. Cuando sucede tu cuerpo lo sabe, hijo mío. Y si no lo sabe es porque no sucedió.
Hizo una pausa, carraspeó, se limpió los labios con un pañuelo.
-Ahora el castigo.
Y fue así que Maximiliano fue sentenciado a siete días de aislamiento, con media ración diaria y la obligación de permanecer desnudo hasta que cada una de esas siete noches, el padre Miguel abría la puerta y comprobaba el número de laceraciones con las que debía autoflagelarse. Luego le devolvía la sotana y cerraba la puerta. El eco de la cerradura resonaba en los claustros, acentuado por el frío y la humedad, que excavaban las paredes formando laberintos en los que su mente se perdía cada noche, buscando la cara de Dios mientras rezaba, mientras intentaba conciliar el sueño cubierto por una sotana gastada. El viento penetraba por las grietas de las ventanas, por debajo de las puertas así como el dolor penetraba su cuerpo, porque aún no sabía lo que podía ser el alma.
En la última mañana de castigo, no vinieron a quitarle la ropa. La sentencia se había cumplido y él era uno más de los otros. Tenía el doble de latigazos en la espalda y el pecho, en los muslos y en las plantas de los pies. Se miró las manos antes de abrir por sí mismo la puerta.
-Dios sea alabado –murmuró antes de dejar que el mínimo fragmento de luz penetrara en la celda, y salió caminando hacia la primera misa del día. Había comenzado la Cuaresma. Se olían las ramas quemadas en el huerto del convento, y se escuchaban el canto y las salmodias que llamaban a misa, las campanas fúnebres repiqueteando a desgano. Sentía la piel tirante y ardiente, el sudor le caía por la cara, y se olía si mismo como un pútrido pedazo de carne cubierto de una costra negra, caminando hacia la nave del convento.
Cuando llegó frente al altar, y mientras unos pocos se atrevieron a levantar la vista de sus biblias para mirarlo, se santiguó consiguiendo arrodillarse lentamente. A todos se les tenía prohibido ayudarlo si se caía, así que fue un pequeño triunfo sentir que estaba de nuevo ahí, aspirando el incienso y contemplando a Cristo en su cruz, con un orgullo ciertamente irreverente, pero que no podía evitar. ¿Acaso la felicidad es un pecado, o debemos avergonzarnos de nuestra propia fuerza o alegría? Cristo no sonreía, la Iglesia se dilataba en su propio ego vacío, en su aire de completa vacuidad. Como el cántico que ahora resonaba desde las filas de asientos, no triste sino meditativo. Dios no es la imitación de una palabra, sino un sonido gutural.
Sentir a Dios en el cuerpo es lo único que podemos hacer, se decía Maximiliano mientras iba hacia su lugar junto a los demás. Conciencia y pensamiento habían creado a Dios desde el principio de los tiempos. Sin hombres no había Dios. Los campos de batallas se construían con cuerpos, y el cuerpo era el más grande campo de batalla. El tiempo y los dioses jugaban sus torneos ancestrales en los cuerpos de los hombres. Cuerpos estériles o fértiles, sanos o enfermos, fuertes, débiles, viejos, hermosos o feos. Los huesos eran el premio, porque en ellos perduraba la sustancia con que estaban hechos los grandes progenitores del mundo. La piedra persistía. Los dioses, padres de demonios y hombres, persistían.
-¿Me estarán escuchando? –dijo en voz muy baja, y los que estaban más cerca lo miraron. No le hizo caso. Sintió que alguien ponía una mano en su hombro derecho, pero el ardor se parecía demasiado a una anestesia, y apenas se dio cuenta cuando la mano ya no estaba. Se dio vuelta y vio que había sido uno de sus compañeros. No sabía su nombre, como el de ninguno de los demás. No habría sabido decir cuándo lo vio por primera vez, o si se sentaba cerca o lejos en el refectorio, o dónde estaba su celda. Ni siquiera si había entrado con él o estaba desde antes. Era rubio, aunque como todos, estaba casi rapado. La barba, signo obligatorio de la orden, era espesa pero crecía en mechones que lentamente iban cubriendo las partes lampiñas.
Maximiliano imaginó que debió entrar al mismo tiempo que él, porque la barba no estaba muy crecida, y además era extremadamente joven. No debía tener más de quince años. Era alto y delgado. Su mirada melancólica, pero no triste, sino pensativa, más bien serena.
Lo estaba mirando con complicidad, y le guiñó un ojo. Movió los labios con una palabra que entendió perfectamente: “Fuerza”. Él le devolvió el favor con una sonrisa que intentaba ser sincera a pesar del dolor y el cansancio. Cuando la campanilla llamó a arrodillarse, Maximiliano cayó dormido, y nadie se dio cuenta hasta que su compañero de la derecha, el mismo que había intentado consolarlo unos minutos antes, lo levantó y lo ayudó a caminar hacia su celda.
Cuando recobró la conciencia, estaba acostado en ella. El padre Esteban estaba sentado en una silla junto a su cama, secándole el sudor con un paño que ya estaba muy húmedo, pero que el cura seguía pasando por la frente, la cara y las manos de Maximiliano. Gota sobre gota de transpiración, embebiendo la tela hasta agotar su capacidad de absorber todo el líquido humano que se despide cuando manifiesta la fiebre. Como ahora sucedía: un frío intenso en la celda, por lo cual él temblaba, y sin embargo sentía un calor tan intenso que hizo el inútil esfuerzo de levantarse para quitarse la ropa. Esa sotana vieja y delgada por el desgaste era peor aún que si fuese nueva y gruesa. Era el olor antiguo, el aroma a la transpiración de aquel que la había vestido antes. Su anterior dueño yacía muerto mucho tiempo antes, y sus huesos debían estar secos ya, pero el viejo sudor revivía en la tela gracias al calor de otro hombre. Y era sí, se dijo Maximiliano, la forma en que generación tras generación el conocimiento subyace, sobrevive, se abre camino entre los senderos de la carne muerta.
-Quédese quieto, hijo.
La voz del padre Esteban eran ronca, y del fondo de su garganta salía un soplido como de viento tanto tiempo retenido, que ahora sonaba como un silbido atenuado, escondido, dilatado hasta el último extremo de su paciencia, esa paciencia que todo gemido soporta en silencio hasta que estalla y se libera. La voz del padre Esteban correspondía con su aspecto: fornido y bajo, de barba entrecana, de no más de cuarenta años, ojos marrones y piel curtida por el sol. Era uno de los jardineros y cultivadores del huerto del convento. Aunque no era éste su puesto de siempre, lo había elegido lo mismo que se dedicaba a limpiar los pisos o los retretes, preparar la comida, leer en el refectorio o cuidar enfermos. Era uno de los pocos que salía sin permiso alguno del convento para hacer compras, y hacía reparaciones o intercedía en los conflictos entre el Obispo y sus muchos opositores.
Maximiliano lo miró con ojos febriles, y preguntó:
-¿Qué me pasó, padre?
-Te desmayaste, hijo. El hermano Aurelio te levantó y te trajo hasta aquí.
- ¿Y dónde está él?
El padre Esteban le desabrochó la sotana y le secó el pecho. Maximiliano jadeaba y su aliento era rancio.
-Ya lo sabes. Transgredió las reglas…
Maximiliano sabía que no era justo. Si él había sido castigado era por su propia arrogancia al atreverse a hablar en el refectorio, pero el hermano Aurelio había actuado por piedad.
-Pero no es justo… -dijo, sabiendo que aún ahora estaba transgrediendo las reglas, no sólo las del silencio, sino imponiendo un desafío a quien era un superior.
El padre Esteban le ordenó callarse con un dedo en sus labios. Comenzó a tararear una canción no religiosa. Maximiliano no la reconoció, pero sabía que no era ninguna de las permitidas. Sonaba como una canción de cuna, o una vieja balada. No tenía letras, sólo era el sonido escondido en la boca cerrada del padre Esteban. Cerró los ojos, abandonándose al cántico más cercano que el repiqueteo de las campanas que volvían a llamar para la misa vespertina. Se fue adormeciendo, mientras recuerdos no vividos regresaban a su memoria olvidada. Tiempos en que su madre caminaba de la mano de su padre por las playas de Cádiz, en las noches de verano, a la orilla de un mar alumbrado por una luna blanca que ya entonces arrojaba huesos. Pero él no podía verlos todavía, ni siquiera los imaginaba, porque aún no había nacido. Sólo ahora se daba cuenta de que desde la luna caían huesos como lluvia alrededor de esa pareja que algún día lo engendraría. Y esos huesos eran como gotas blancas de semen endurecido que la luna, macho y hembra simultáneamente, arrojaba sobre la playa. Más allá, en la superficie del mar, otros fragmentos de Dios caían para ser devorados por el infierno de las profundidades.
Su padre y su madre harían el amor en esa playa esa y muchas otras noches, inquietos y nerviosos, sin desvestirse del todo, sólo excitados y satisfechos, desilusionados y felices al mismo tiempo, rodeados de la oscura luz de la luna, rodeados de los huesos de dioses muertos en cuyas médulas volverían a crecen los gusanos de la vida. Ellos, hombre y mujer, se estaban encargando de eso mientras se abrazaban, mientras sus besos se guarecían en la cóncava oscuridad de la boca de la noche.
5
Durante los siguientes días le dieron de comer, mientras recuperaba fuerzas y sentía que sus piernas ya no temblaban. El sol continuaba enloqueciéndolo, los perros pasaban y le lamían la cara enrojecida. Don Roberto se encargaba de arreglar la manta que le daba sombra, pero Maximiliano le dijo:
-No se moleste, hoy me levanto para ayudarlos.
-¿Ayudar a qué? –preguntó el viejo, con los brazos alzados al intentar corregir la manta corrida por el viento. En ese momento llegaba su hija, con gesto preocupado al ver lo que sucedía.
-¡Qué pasa, papá?
-Don Maximiliano quiere levantarse –dijo el padre, el ceño levantado, como demostrando su no complicidad con el atrevimiento de aquel joven dispuesto a oponerse al deseo de su hija.
-¿Cómo es eso, señor mío? Todavía está débil.
Pero Maximiliano se levantó, para demostrar con acciones en lugar de palabras que ya estaba listo para retomar su vida y comenzar lo que había decidido hacer el día que atravesó la guardia que separaba a los enfermos.
-Ya me ve –dijo, abriendo los brazos como para mostrarse, señalando su cuerpo más delgado y su rostro ojeroso, el cabello despeinado y la piel quemada, descalzo y solamente con pantalones de lana viejos y demasiado chicos para él, dejando ver las pantorrillas y el nacimiento de la raya del culo. Don Roberto se rió, y su hija no pudo evitarlo tampoco, tapándose la boca con una mano y señalando a Maximiliano con la otra.
-¿Qué tengo? –preguntó, mirándose en busca de algo gracioso. Entonces vio al chico que lo había llamado aquel día en cubierta, riéndose también al verlo tironear otra vez del pantalón. Se dio cuenta de lo que hacía reír a los demás e intentó levantarse el pantalón, con lo cual no hizo más que llevar las puntas hasta las rodillas y ajustarlo todavía más por delante. Las mujeres rieron o se taparon los ojos de vergüenza, los hombres padecían espasmos de carcajadas. Don Roberto se le acercó y le palmeó la espalda.
-No se preocupe, Don Maximiliano, le daré uno de los míos.
Media hora después llevaba un pantalón dos medidas más grande, atado a la cintura con una cuerda, y una camisa que también era del viejo.
-Gracias, Don Roberto –pero el hombre no quiso aceptarlas, viendo que su hija era feliz al contemplarlos a ambos.
-Usted hace reír a mi Elsa… -dijo solamente, con la escueta mirada y la cortedad de palabra que los hombres de montaña acostumbran a usar. Luego se alejó hacia un grupo de hombres que lo esperaban, murmurando luego al mirar de tanto en tanto a la pareja.
Elsa se había acercado a Maximiliano.
-¿Ahora luzco mejor?
-Luce muy bien, Don Maximiliano.
-¿Me va a enseñar cómo ayudar a los enfermos?
Ella lo miró con rudeza primero, luego con condescendencia.
-¿Por qué entró acá, si me permite saber?
-Porque así lo quise. Fui seminarista, querida Elsa...
Ella se sonrojó con aquel trato.
-Perdone si la ofendí, fue algo espontáneo, una forma de gratitud. ¿Acaso usted no me salvó la vida?
-No hice más que cuidarlo, y también fue un acto de espontaneidad, de caridad entre nosotros…Quién si no va a ayudarnos hasta que lleguemos a América, tenemos suerte de que no nos tiren por la borda.
El viento corría por cubierta, aliviando el calor y la piel irritada. El peinado de Elsa, atado en la nuca, dejaba suelto algunos mechones que se agitaban, como bailando, alrededor de la cara. Él los acomodó tras la orejas de ella, y vio sus ojos cerrarse por un momento, con placer, como descansando. Ninguno de ellos notó cómo los demás los miraban.
-Usted también está muy cansada, debería tomase un día completo para dormir.
Ella movió los hombros y dijo:
-¿Para qué? Sería un día perdido y al siguiente estaría cansada igual que antes. Si me duermo creo que no despertaría más, así que sigo y me parece que no estoy cansada.
-¿Pero usted estuvo enferma?
-Creo que no, pero mi padre sí. Con fiebre, y se salvó por milagro. Así como lo ve hoy, es la mitad de lo que fue. Parece un anciano débil, y cuando subió a este barco era un hombre gordo y robusto, rebosante de salud.
-Entiendo, por eso cuida a los demás, cree que no va a enfermarse si hasta ahora no lo hizo.
-Así es.
Una pausa de silencio entre ellos fue rodeada por la sirena del barco anunciando el almuerzo para los pasajeros sanos. Sabían que dos horas después llegaría la comida para ellos, envuelta en trapos y en platos que luego serían arrojados al mar. Un murmullo y gritos de protesta acompañaron, como era habitual desde el comienzo del aislamiento, a esa sirena que ahora era un símbolo de segregación.
-Tenemos tiempo para que conozca a los enfermos, venga.
La siguió hacia el sector de la popa donde estaban acostados los moribundos. Ya los había escuchado cuando estaba fuera de esa zona, especialmente durante las noches. Gemidos y algunos gritos que parecían aullidos, llantos que se asemejaban al ulular de los búhos en un bosque. Nada más que éste era un bosque de agua y el barco una nave de metal que arrasaba con los árboles. El mar era lo que dejaba atrás, un desierto donde los búhos se lamentaban porque ya no había donde asentarse, dónde descansar, ni un sitio en el que sus grandes ojos pudiesen acechar la noche, vigilarla como policías que controlaban a los fantasmas, sus desmedidas ambiciones de liderazgo, sus excesivas pretensiones de juegos y maldades. El mar como un desierto habitado por cantos ya muertos, iluminados éstos por estrellas tan lejanas como ignorantes e indiferentes de todo, del mal y del mar que los hombres recorren sobre una nave, un acorazado, un rompehielos abriéndose paso por el gélido bosque de la humanidad que está muriendo desde el comienzo de los tiempos. Y él había visto, mientras perseguía el itinerario y las estaciones de la luna, a los huesos caer sobre el mar acompañados por el ritmo de esos gemidos previos a la muerte.
Ahora que se acercaba a ellos en pleno día, el sol hacía el efecto contrario, pero el resultado era tan parecido como si fuese de noche. Los haces de luz eran caminos en el aire, iluminaban, como lo hacen en una habitación vacía, a las motas de polvo o los más diminutos insectos, esos huesos, o las sombras, los residuos, las estelas de polvo, quizá, que esos huesos dejaron luego de su larga y prolongada caída nocturna, justo hasta el amanecer, o tal vez incluso en las primeras horas del alba. Y al mediodía, cuando no debería existir sombra alguna, Maximiliano descubrió que ésta seguía viviendo, metamorfoseada, oculta en los haces de luz, protegida por lo que consideramos su enemiga y probablemente sea su amante. Como si la luz fuese la prostituta, la amante, la protectora, la madre de la sombra.
Se agachó junto a cada hombre, mujer o niño, mientras Elsa le decía su nombre, cuánto tiempo llevaba enfermo, y luego, cuando se alejaban, las posibilidades de vida de cada uno, según el médico del barco.
-Pero el doctor viene con sus enfermeras y ayudantes y los trata como ganado. No tiene el más mínimo cuidado por su dignidad. Ni siquiera los toca. Aparta las mantas con los pies, les hace tomar el pulso o la fiebre a sus ayudantes con guantes y barbijos, ni siquiera deja que la enfermera los toque. Me pasa el informe porque sabe que yo fui enfermera en mi pueblo, por lo menos un tiempo…
-No lo sabía, me parece muy elogiable…
-Nada de eso, apenas un par de años en el hospital más cercano, pero espero ganarme la vida con mi trabajo en América. ¿Y usted qué va a hacer, Maximiliano?
-Todavía no lo sé, supongo que trabajar de lo primero que se presente.
-¿Pero por qué viaja?
Maximiliano no pudo evitar una sonrisa.
-No tengo un motivo, Elsa. Ahora pienso que para estar aquí, ayudando en este barco, y mañana será por otra causa. El presente es la única razón de todo, suficiente para toda explicación.
Ella se quedó pensando, con la vista fija en los ojos de él, o quizá en la frente colorada y el cabello revuelto por el viento.
-¿En qué piensa?
-En nada en especial, sólo en que en mi pueblo hay una vieja que va a misa todos los días. Todos la conocen y la evitan porque no hace más que hablar de castigos y dar advertencias. Ve nada más que lo malo en cada uno con quien se cruza en la calle. Un día se me apareció al dar la vuelta una esquina y me dijo algo antes de que pudiera escaparle. El futuro no se arregla, dijo, y el hoy ya se fue.
-Es interesante la idea, si me permite decirlo. Hay teólogos que hablan de lo mismo, claro que necesitan muchas más palabras y páginas…
Ambos se rieron, y sus cuerpos se acercaron sin darse cuenta, y sus manos quisieron tomar las del otro pero no se atrevieron, y no tuvieron que hablar de ello porque en ese momento llegaron los empleados de la cocina con la comida. Eran cinco hombres vestidos con delantales, guantes y barbijos, como cirujanos que ofrecieran de alimento parte de los cuerpos que acababan de operar. Era curioso que a Maximiliano le viniese esa imagen a la mente. Cristo había sido también un cirujano de su propio cuerpo, había explorado, analizado y extirpado sus partes, purificándolo hasta que cada fragmento fuese digno de convertirse en alimento para los otros. Y ahora estos hombres traían lo que eran los restos de la comida que los pasajeros sanos habían dejado, aunque ninguno de la tripulación, y menos el capitán, lo habría reconocido.
Se acercaron hasta los guardias, y de uno en uno fueron dejando las ollas grandes, los platos envueltos en telas, los botellones de agua. Fueron y vinieron varias veces, hasta que todo el montón fue depositado en la entrada del sector aislado, y luego, en silencio, y sin hacer caso a las protestas habituales de los enfermos, se dieron la vuelta y regresaron hacia la escalera que descendía hacia la cocina. Algunos miraron atrás antes de desaparecer, mientras se sacaban los barbijos o los delantales, y Maximiliano notó que ellos los miraban con esa mezcla humana de lástima y desprecio, de tolerancia y miedo.
Los hombres y mujeres, familiares de los enfermos o expuestos, o los mismos enfermos que podían valerse por sí mismos, corrieron hacia la comida y comenzaron a discutir como todos los días. Maximiliano había escuchado esas peleas mientras yacía con fiebre, pero recién ahora se percataba de la absurda actitud que tenían todos ellos. Le habría gustado interponerse en medio y conminarlos a entrar en razón, a distribuir el alimento con lógica y calma. Pero estaba seguro de que lo considerarían un intruso que sólo esperaba obtener ventajas. Tomó a Elsa del codo y la miró, interrogándole sin pronunciar palabra.
-Ya lo sé, pero qué podemos hacer…
-¿Y usted y su padre cómo consiguen comida si no pelean?
-Siempre queda algo al final. Nosotros comemos muy poco…
El grupo junto a la entrada era numeroso, en su mayoría hombres que se empujaban con gestos que imitaban desafíos que en otro tiempo y lugar habrían significado una deshonra o una invitación a un duelo o pelea. Ahora eran nada más que movimientos pobres y débiles, las voces roncas se gastaban pronto, y esos cuerpos vestidos con ropas sucias, sudadas, dejaban lugar a las mujeres, que aparecían detrás de ellos para reclamar lo que sus maridos no habían tenido la fuerza o la astucia de conseguir: un pedazo de pan, un plato de caldo, un pedazo de carne mal cocida. Ellas llegaban con el pelo atado a la nuca pero suelto cuando las hebillas se desprendían con los manotazos y empujones. Algunas enviaban a sus hijos a escabullirse entre las piernas, y ellos eran los que a veces conseguían lo mejor, porque era mucha la comida que caía al suelo entre tanta pelea. A veces las ollas se volcaban, como ocurrió esta vez, y todos protestaban, mientras los guardias observaban primero con desprecio, luego con sorna, y finalmente con risas, como si viesen a bufones actuando a su servicio. Y Maximiliano debía reconocer que tenían razón, ellos se comportaban peor que bufones, porque al fin de cuentas éstos actuaban, pero los enfermos eran víctimas de su propia humillación.
Era verdad que la situación era desesperante. Sin comida, sin medicamentos, sin ayuda en medio del océano. Y a pesar de que no estaban aislados, de que a pocos pasos había gente sana, disfrutando de la buena comida, bailando quizá al ritmo de una banda de bronces, y había radios con las que comunicarse con el resto del mundo, ellos se sabían desechados. Esa era la palabra, no olvidados ni despojados de derechos, sino simplemente desechados como cadáveres. La popa era un cementerio dentro del mismo barco, y el simple hecho de arrojarlos al mar cuando su corazón se detenía era comparable a cuando las tumbas son desalojadas luego de muchos años y los huesos tirados al osario o al crematorio.
Sí, se dijo Maximiliano, confirmando lo que venía pensando desde hacía un tiempo. El mar era el infierno donde los demonios esperaban su alimento. Los huesos de los hombres y mujeres, los fragmentos del dios padre que los había engendrado a su imagen y semejanza. Esos eran los huesos primordiales, tanto como los que recibían desde la luna por las noches. Todos ellos incontables, innumerables pedazos de Dios. Cada célula petrificada era un hueso, una roca, una porción del tiempo, una mínima cuota de piedad y misericordia robada al cadáver de Dios. Falanges extirpadas de la tumba del universo, un pedazo del cráneo partido con un escoplo y un martillo, como la mitad de una concha encontrada en una playa, o un mechón de pelo arrancado, una uña partida y negra. Incluso algún demonio hasta habría entregado la mitad de su eternidad por conseguir un testículo del envidiado Dios. Tener entre sus manos infernales la misma semilla de la creación, y jugar a imaginarse ser el origen, el futuro y el dueño de un nuevo universo, sabiendo que ese testículo era nada más que un juguete muerto, y la imaginación el único instrumento siempre válido para cualquier acto que incluyera el sexo y la procreación como objetivos. Quizá Dios también fuese impotente la mayoría de la veces, o el gran útero, la concavidad formada por la confluencia del tiempo y el espacio en el momento justo, en el período inmediatamente posterior a la menstruación, al sangrado en el que se reconstruyen las paredes de esa simbiosis espectral, de esa convergencia sideral, estuviese falto de tonicidad, de libido, del suficiente entusiasmo y preparación para recibir el semen divino.
Dios, como el hombre, sabe que todo depende de un algo incierto y especulativo, incluso su propia mente es nada comparada con la suerte de su propio sino. Expuesto y amedrentado por su misma naturaleza: la debilidad del mal, la ficción de la felicidad, la impotencia del bien y su incurable psicosis. Había leído textos de Freud en la biblioteca del tío José, pero dónde estaba el psicoanalista de Dios, dónde el diván en el que pudiese explicarse y escarbar en los viejos traumas de un dios que es su propio padre y su propio hijo. Si el hombre es imagen suya, es lógico pensar que Dios tiene los mismos problemas que el hombre. Histeria y represión, arrepentimiento y culpa, remordimiento y despiadada crueldad.
Durante las siguientes horas observó la distribución no equitativa ni proporcional de los alimentos, las peleas lentamente apaciguadas por su propio agotamiento, la extenuación creada por el sol de la tarde y el estómago satisfecho, por lo menos parcialmente. Los niños se acostaron, las mujeres se dedicaron a limpiar la cubierta, los hombres se recostaron algunos, otros hacían tareas manuales o reparaban cosas, construían toldos y tejían redes. Muchos pescaban, pero las mujeres los regañaban porque en esas mismas aguas arrojaban los cadáveres.
Maximiliano recorrió las filas de enfermos. Recordaba los nombres que Elsa le había mencionado, y sino volvía a preguntar a los mismos moribundos. Unos contestaban entre sueños, otros se quedaban en silencio, sudando y tosiendo. Llevaba un balde con agua para limpiar los esputos y que no se acumularan. Cambió la ropa a cinco que tenían diarrea y alimentó a diez niños enfermos. Elsa lo ayudaba, pero tenía su propia gente a la que estaba dedicada, y de tanto en tanto le dirigía una mirada. Él entonces sonreía y decía algo con los labios, y aunque ella simulaba no entenderlo, estaba seguro de que lo hacía.
Casi al anochecer llegó el médico para hacer su revisión diaria. Era un reconocimiento de los muertos que una recorrida para ver los resultados de algún tratamiento. Por Elsa sabía que no habían aplicado medicamentos. El doctor, cuyo nombre no sabía, se acercó hasta él y le dijo:
-Me sorprende su recuperación, pero más me sorprendió verlo aquí hace unos días…
-Ya no tengo alternativa, como ve, pero éste es mi lugar…
El médico miró a la enfermera con suspicacia.
-No entiendo…
-He sido cura por unos meses, he estudiado teología. Mi deber es ayudar a los enfermos.
-Claro, es verdad. Reconocí en usted a un hombre culto la vez que hablamos, pero no sabía de sus antecedentes religiosos. Mire, me gustaría revisarlo y sacarlo de este antro…
Maximiliano sonrió, sin responder.
-Vamos –dijo el médico, tomándolo de un brazo e indicando a su enfermera que podía tocarlo sin miedo.
Maximiliano se resistió.
-No dejaré el lugar, doctor. Agradezco su intención, pero a cambio de su favor, me gustaría que atendiese con más dedicación a estos enfermos.
El médico lo miró con enojo. Elsa los estaba escuchando y se acercó, con la mirada alarmada.
Tocó a Maximiliano en un codo y le habló al oído. Ella tenía razón, le respondió él con un susurro, pero a veces había que presionar a la gente.
-Está bien, por ser usted –contestó el médico. Esa tarde se quedó media hora más de lo habitual. Reconoció a los muertos y constató la mejoría de algunos enfermos. Pero sus indicaciones no fueron más que órdenes referentes a mantener la higiene y sobre todo el aislamiento con los pasajeros no infectados. Los ayudantes comenzaron a levantar a los muertos para arrojarlos al agua, pero Maximiliano les gritó:
-Esperen, por favor -. Luego se dirigió al médico: -Doctor, las mujeres me pidieron decir unas palabras por los muertos.
El médico, de cabello canoso y cortado al rape, de barba espesa y lentes de plata, miró a su alrededor. Frente a él estaba el ex cura, muchas mujeres y varios niños enfermos. El viento desplazaba el humo de las chimeneas del barco hacia el oeste. Faltaba mucho para llegar a América, y la situación se le estaba escapando de las manos. Se sentía cansado y superado, limitado a ser un forense más que un médico. Detestaba dejar los pisos inferiores, donde el calor era menor y la gente estaba sana, donde el cielo no existía y por lo tanto no dejaba ver la mugre y la inmundicia, la vida muerta de esos hombres y mujeres que no podría ayudar jamás. Si ya estaban condenados, los detestaba, así como aborrecía la impotencia y la mediocridad.
Sin decir nada, sólo haciendo un señal a sus ayudantes, se retiró con su séquito: los hombres vestidos de verde y la enferma alta y limpia, cubierta de blanco y la mitad de la cara tapada como una doncella musulmana. Parecía un jeque árabe retirándose a sus aposentos en las profundidades del barco, abandonando el desierto a su alrededor, el desierto del agua tan imposible de beber como la arena.
Oscurecía cuando todo estuvo listo para la ceremonia. Elsa lo había ayudado a preparar todo: el misal que Maximiliano llevaba en su valija raída, y que ella sostenía frente a la mirada de él, que luego de leer un párrafo, le dirigía una mirada amable, lejana a la tristeza de ese atardecer que atestiguaba por primera vez un responso en el barco. Una despedida a media voz por la garganta gastada y débil de un hombre que alguna vez había deseado ser cura y ya no era más que un resto de aquella ambición: un ex cura. Quien se comprometía con Dios dejaba de ser uno más de la especie para ser un animal de voluntad ajena, una especie de ley ambulante, un juez y un fiscal que representaba a Dios. El ex cura sentía vergüenza, el hombre remordimiento, pero quien estaba junto a esa mujer era una tercera persona, leyendo en un misal lo tantas veces leído y comprendido, pero hoy dicho como una conjetura, una sospecha, un indicio que hasta llegaba a ser más claro en los colores del crepúsculo y en la esfera del sol que se estaba zambullendo, deshaciéndose en el horizonte del mar. El viento era la voz de Dios soplando en la garganta del hombre que alguna vez había deseado ser cura.
Las mujeres repetían su salmodia, los hombres agachaban la cabeza como si rezaran, pero permanecían en silencio, por desconocer los rezos, por vergüenza o por orgullo. Los perros aullaban a la luna naciente, y los niños insistían en hacerlos callar, pero poco lograban con retos o mimos. La luna ascendía, y Maximiliano podía verla claramente ahora, sin necesidad de perseguirla. Miró los ojos de Elsa, y eran dos reflejos. El número dos, siempre. Dos órganos para engendrar, dos órganos para mamar, dos para ver y oír, dos para tocar y caminar. Dos para amar y procrear.
Levantó las manos y recitó:
-Victimae paschali laudes immolent christiani. La muerte y la vida se trabaron en imponente duelo: el autor de la vida, aunque muerto, ahora reina vivo.
Sabía que estaba haciendo una mezcla irreverente, una versión libre de la misa, pero era verdad que lo hacía ahora como un laico, y el perdón y la condescendencia le serían otorgados como a cualquier otro. Pero también sabía que no era verdad. Había sabido exactamente cómo dar misa, sin olvidarlo aún, y lo que estaba haciendo era una irreverencia que sin embargo lo satisfacía y lo hacía sentirse de algún modo más vivo que antes. Alguien diferente de aquel que había subido al barco un mes antes.
Más lejos, más allá de las barreras de los guardias, veía que algunos de los pasajeros sanos y parte de la tripulación presenciaban la ceremonia con curiosidad y el debido respeto. Quizá el capitán estuviese allí, y también el médico. Probablemente el sacristán del barco mirase con enojo aquella ceremonia improvisada. ¿Pero había sacristán allí?, se preguntó. No lo había visto en toda la travesía, ni lo había buscado. Nunca se presentó a consolar a los enfermos, ni siquiera a calmar la ansiedad espiritual de los sanos. Probablemente no lo hubiera, no era obligación que en un barco de ese tipo hubiese alguno. Era él, quien ahora cumplía con el cargo, quien llevaba encima la atención de todos, los ojos de casi todo el barco, y a través de ellos él había vuelto a ser alguien más importante que un simple hombre. Entonces recitó, orgulloso y desafiante, dirigiendo la mirada hacia el capitán, a quien aún sin ver en la oscuridad de la noche que consumía la cubierta, adivinaba, escuchando con atención.
-Terra tremuit et quievit, dum resurgeret in judicio Deus.
Elsa tembló y sus manos casi dejaron caer el misal. Rápidamente se recuperó y lo miró. Él se limitó a sonreír, haciendo la señal de la cruz en el aire. Los presentes se santiguaron. Luego caminó hacia los cadáveres y comenzó a arrojarles gotas de agua bendita. Caminó junto a ellos seguido por Elsa y dos niños que oficiaban de monaguillos. Algunos le habían conseguido hojas de laurel robadas de la cocina, y luego de deshacerlas con los dedos, las arrojaba también sobre los cuerpos. Cuando llegó al último, dijo:
-Pueden entregar los cuerpos al mar.
Entonces cuatro hombros comenzaron a cargar los cadáveres envueltos en mortajas improvisadas con mantas viejas y los tiraron por sobre la baranda. El golpe de los cuerpos contra la superficie del mar fue un ruido sordo, un chapoteo apagado por la fuerza creciente de las olas contra el casco. Cuando el último fue arrojado, Maximiliano se asomó y contempló cómo se hundían. Y fue entonces que oyó, o sintió, por primera vez, aquello que luego lo perturbaría en sus sueños.
Los cuerpos eran absorbidos. No se hundían lentamente, ni siquiera con rapidez, como sucedería si tuviesen un peso que actuara de ancla. Literalmente absorbidos, desaparecían de la superficie del agua no más de dos minutos después de ser arrojados. Elsa se colocó a su lado, apoyada en la baranda, y la miró por si ella estaba viendo lo mismo que él. No vio sorpresa ni asombro, sólo lágrimas y un enorme cansancio.
-¿Por qué se hunden tan rápido? –preguntó.
Ella, sin mirarlo, atinó a contestar con un argumento que sin duda había escuchado en bocas de terceros.
-El tifus consume los bronquios, deja los pulmones vacíos, por eso se llenan de agua enseguida…
-Pero eso pasaría si aún respiraran…
-No sé, Maximiliano, ¿por qué me lo pregunta?
-¿No ve, no escucha? –le preguntaba, extrañado de la ceguera de ella.
Había empezado a escuchar el canto de alegría, un hosanna desde abajo del agua. Los demonios tenían sus misas de regocijo, sus misales lo mismo que los discípulos de Dios. Levantó la vista hacia la luna, y vio cómo los huesos caían a la superficie del agua, sobre las olas encrespadas. Los huesos largos y las calaveras que eran golpeadas contra el casco del barco. Podía sentir el golpe de esos huesos rotos repercutiendo por toda la estructura de la nave, y tuvo el desesperado impulso de tomar a Elsa de las manos y correr a protegerse, ayudarla a sujetarse de algo mientras pasaba aquel maremoto de huesos.
-¿Se siente mal, Maximiliano?
Él la miró. Se sintió empapado en sudor, el corazón agitado y las manos crispadas sujetando los codos de Elsa.
-Me lastima…-dijo ella.
La soltó y se tapó la cara. Ella intentó apartarle las manos.
-Dígame qué le pasa, por favor…
Entonces sólo pudo decir, como quien se atreve a pronunciar algo por primera y única vez en voz alta, llorando y negándose a la verdad que su propia boca estaba pronunciando:
-Dios ha muerto, mi querida Elsa. Quién sabe desde cuándo está muerto.
6
Durante los siguientes siete días, Maximiliano pensó en el hermano Aurelio. Sabía que su aislamiento era más severo aún de lo que había sido el suyo propio, porque desobedecer las reglas de la Orden, a conciencia, era castigado más severamente que simplemente expresar un pensamiento. Lo que él había hecho era discutir principios, debatir sobre dogmas y teología, y por más que esto fuese peligroso para la estabilidad de una institución tan firmemente arraigada como la Iglesia, se le concedía una leve flexibilidad. Aún la madera de un viejo tronco posee la capacidad de mecerse con un viento fuerte, porque está en su naturaleza saber que si no cede, se partirá en dos.
La Iglesia, entonces, permite ciertas dudas, concede permisos para que algunas preguntas puedan ser planteadas en voz alta. Suficientes para dar la impresión de libertad, pero siempre hasta el límite exacto que la imagen y el miedo de Dios establecen: la barrera que la fe debe sobrepasar y ante la que la esperanza tiene que detenerse, quizá para siempre. Fe y esperanza son dos carros arrastrados por dos caballos viejos y cansados, cuyos ojos miran el muro que la cara de Dios representa, ensimismados, como si fuesen capaces de leer leyes inscriptas a cincel. Una espera, la otra también aguarda. Ambas con el morro caído, levantando los párpados de tanto en tanto, sabiendo que en los carros que arrastran no hay nadie, sólo la sombra del mundo que dejaron atrás.
Desobedecer las reglas de la Orden era castigado con siete días de aislamiento y una mezquina ración de alimentos. Cada noche, un celador abría la puerta y presenciaba el autoflagelo del hermano castigado. Ambos se miraban uno al otro, sosteniendo la mirada sobre el cuerpo del otro, para que ninguno pudiera caer de cansancio o pena, ni el que se castigaba ni el que debía imponer la disciplina. Probablemente haya sido el padre Esteban quien se encargó de la vigilancia, y por más que los superiores supieran de su clara debilidad para con sus discípulos, lo dejaron a cargo del castigo del hermano Aurelio. Al fin de cuentas era un novicio muy joven, demasiado todavía, para someterlo a una rigidez tan extrema que rozara el aislamiento absoluto o la absoluta falta de ayuda.
Maximiliano se preguntaba qué sucedería si su compañero llegaba a gritar. Nadie en aquellos claustros podría acudir a él, no sólo porque les estaba vedado, sino por el silencio que dominaba aquel lugar. Salvo las campanas y las letanías, lo que sucedía tras las puertas de las celdas era un misterio que sólo quien habitaba en ellas conocía. Generalmente la soledad y la desnudez, y unos cuantos gemidos de lamento. Pocos rezos dentro de la celda, sí mucho cansancio y aburrimiento, mucha pesadumbre y desconsuelo. Pero como toda semilla, ellas germinan y engendran seres invisibles que no pueden vivir en la seca humedad de aquel sitio, y por eso se convierten en preguntas, que como toda pregunta, es estéril y vana en esperanza, sin futuro, a menos que encuentre una respuesta. Y las respuestas que podría hallar tras las puertas se esconden o son asesinadas apenas se abren. La luz del sol entra, pero no la luz de la certeza.
El autocastigo, entonces, anulaba la capacidad del remordimiento y la conmiseración hacia uno mismo. Era así como Maximiliano debía ver al hermano Aurelio en esos momentos: sentado en su cama, la espalda curvada, los codos apoyados en la rodilla y la cabeza en las manos. Con los ojos cerrados o abiertos, pero de cualquier forma mirando las moscas volando alrededor, posándose en su cabello sucio, merodeando el colchón y saboreando el aroma proveniente de la palangana de porcelana escondida bajo la cama. Tal vez el hermano Aurelio no se atreviese a moverse en todo el día de esa posición, la única que garantizaba la lenta cicatrización de las llagas de la noche anterior. Si pensaba algo, no sabría expresarlo de ningún modo, salvo con el silencio, más expresivo que cualquier otra forma de comunicación. El zumbido de las moscas era música, las campanas marcaban el antes y el después del día, y los lejanos cantos de los hermanos un eco y una sombra del mundo que había dejado atrás, para siempre.
Cuando lo vio otra vez en la misa vespertina, sentado en el mismo sitio desde donde lo había visto venir para ayudarlo el día que se desmayó, tuvo la intención de llamar su atención de algún modo. Estaba a dos filas adelante, a la derecha. Miró en esa dirección cuando debía estar mirando al suelo, tosió un par de veces, incluso hizo que sonaran sus pies desnudos sobre la madera del piso. Pero algunos ya lo miraban con reprensión, y decidió guardar para otro momento la oportunidad de agradecerle.
Días después, estaban cavando una zanja de drenaje. El parque posterior del convento se inundaba cuando llovía. Los padres superiores habían reclamado al obispado, y el Obispo había hablado con las autoridades de la provincia. Pero estos trámites y conversaciones llevaban dos años, y las inundaciones del parque habían echado a perder tres cosechas completas, además de que las aguas entraban al convento y hacían estragos en los depósitos del sótano. En más de una ocasión, Maximiliano había visto salir a las ratas, escaleras arriba, huyendo del agua hacia otras zonas más secas y oscuras del convento. Sin duda, muchos las encontraron después en sus propias celdas, o en el mismo refectorio o la nave principal donde se ofrecía misa. Luego de cada lluvia, se escuchaba el carcomer de las ratas detrás del altar, pero nadie se atrevía a protestar. Todos oían, pero nadie hablaba de las ratas. Sólo desde la cocina podían escucharse golpes y escobazos, incluso algunas maldiciones que sonaban como demoníacas blasfemias en medio del silencio. Como si fuese la voz del mismo Lucifer, que luego de aparecerse entre las llamas del horno, sucumbiese él también a la molesta gestación, la inefable permanencia y constancia de las ratas. La voz del demonio en las lenguas de los hermanos que cocinaban.
Ese día entró en la cocina luego de quitarse las botas viejas que compartían todos los novicios cuando debían atravesar los cuartos inundados. El hermano Sebastián era el único cocinero, pero había dos o tres muchachos que el orfanato de la ciudad enviaba para ayudar en diversas tareas, cocinar, hacer mandados, trabajar en el huerto. Algunos luego entraban como novicios, pero sólo los que habían demostrado constancia. Los demás terminaban huyendo a la menor oportunidad en el camino entre el orfanato y el convento, y no volvían a verse jamás.
-¡Hostia! –dijo el hermano.- ¡Ratas de mil demonios! ¡Que satanás se las lleve de vuelta al infierno!
Y así siguió maldiciendo, luego de comprobar que el que entraba no era más que un novicio.
-¡Qué quiere! –le preguntó de mala gana, viendo una mueca muy pequeña de sonrisa en la boca de Maximiliano.
Este se disculpó, porque sabía que al otro no le gustaba que entrasen sin permiso en su cocina.
-Hermano Sebastián, necesitamos agua fresca.
-¿Y no tienen suficiente en todo el lugar? ¡Agáchense y beban como perros!
Era la primera vez que lo veía tan furioso, y en ese momento el padre Esteban entró y el hermano Sebastián se calló de inmediato.
-Perdón, Padre.
El padre Esteban no le hizo caso y agarró a Maximiliano de un codo para hacerlo salir de la cocina.
-Ya me avisaron que las ratas se comieron todo el maíz que compramos ayer…
-Lo lamento –dijo Maximiliano. Sabía que el racionamiento duraría por lo menos toda una semana. Mientras tanto, ellos debían continuar lo que habían empezado esa mañana. El padre Silvestre tenía un cuñado que era ingeniero, y un día hizo venir a su pariente. Luego de recorrer el convento casi inundado en un tercio de su extensión, el ingeniero había recomendado hacer un drenaje de urgencia, cavando en el parque un canal de dos metros de profundidad hacia la zona más baja que daba al río.
-Puedo mandar a mi gente –se había ofrecido, según escucharon algunos de los hermanos que pasaron cerca mientras los cuñados caminaban hacia la puerta.
-No podremos pagarle…- había contestado el padre Silvestre.
-Déjame hacerlo como una donación…
A la mañana siguiente, el cuñado se presentó con los planos del canal de desagüe pero sin los trabajadores. Nadie preguntó nada, todos se dieron cuenta que el ofrecimiento de donar tiempo y trabajo no había tenido éxito entre los empleados. Entonces los cuñados se despidieron con un apretón de manos, el ingeniero se marchó en su Ford T, y el padre Silvestre, con los planos enrollados, caminó hacia los hermanos y novicios, diciendo:
-Vamos a trabajar, y ofreceremos el esfuerzo a Cristo Nuestro Señor.
Todos se santiguaron, luego caminaron hacia el depósito, y el hermano Andrés, encargado de las herramientas de labranza y mantenimiento, entregó a cada uno una pala, una zapa o un azadón. Unos siguieron al padre Silvestre con la herramienta al hombro, otros arrastrándola, otros al frente como presentado armas.
Maximiliano llevaba una zapa y estaba dos pasos detrás del padre. Eran las ocho de la mañana, y ya habían escuchado misa dos veces, desayunado en el refectorio y trabajado dos horas sacando la mercadería mojada del sótano bajo la cocina. Estaba cansado, pero el sol recién parecía salir, y estaba tan joven el cielo que, de algún modo, la energía y la firmeza del padre Silvestre se le contagió sin pensarlo. Miró atrás un momento, pensando que tal vez podría compartir una sonrisa cómplice con alguno de sus compañeros, y vio al hermano Aurelio, que arrastraba una pala por el suelo, y hasta sus mismos pies parecían arrastrarse por la tierra despareja. Como no tenía botas, sólo unas sandalias, salpicaba barro adelante y atrás. Algo de ese barro cayó en la cara de Maximiliano y el otro se detuvo, mirando con expresión de disculpa. Los que lo seguían se detuvieron, lo miraron con desprecio y continuaron su camino detrás del padre Silvestre. Por qué generaba ese sentimiento en los demás, Maximiliano no lo sabía. Era verdad que ahora se veía más enflaquecido, con un aspecto demacrado que no tenía antes del castigo de la semana anterior. Ni siquiera le había crecido la barba o el bigote todavía, y su cara de niño lo alejaba, sin querer, de los otros seminaristas. Los curas tampoco lo consideraban demasiado listo, y era evidente que si estaba allí a pesar de su edad era porque alguno de ellos pagaba un favor a sus parientes.
Maximiliano se preguntó si pertenecería a alguna familia de renombre, pero luego se dijo que ya no importaba. Muchos en el convento debían estar en una situación parecida, unos contra su voluntad y por encargo de sus familias, otros por voluntad propia y en contra del mandato familiar. Unos y otros eran como exiliados, habitantes en un país extranjero, donde el gobierno lo constituía un ser invisible al que debían rezar, y representado únicamente por un crucifijo colgado con un clavo en la pared de una habitación austera y estrecha. Un crucifijo vacío, o a veces con un hombre tallado o moldeado en cerámica o barro, clavado a su vez en manos y pies.
Puso una mano sobre el hombro derecho de Aurelio, y sin hablar, le hizo un guiño con un ojo. El otro entendió y sonrió. El “gracias” estaba dicho sin pronunciar, definitivamente y sin necesidad de palabras; sólo el elocuente silencio silbando en el aire de una mañana ajetreada, el silencio insinuante y quejumbroso como el ronroneo de un gato excavando en el barro seco. Palabra ausente que enunciaba la comunión que Jesucristo intentó hacer penetrar en el cuerpo y el alma de los hombres con ritos complicados y cruentos, el sacrifico del cordero y el redimir del hombre, cánones y dogmas que difícilmente podrían calificarse de aceptados para siempre o en forma completa y absoluta. Con sólo el silencio, Dios habría conquistado el mundo en menos tiempo de lo que dura un grito, o el beso de dos amantes.
Pasó un brazo por encima de los hombros de Aurelio y caminaron juntos hacia la futura zanja de desagüe. El padre Silvestre mandó construir, en un extremo, un pequeño dique que detendría las aguas de la inundación hasta que la zanja estuviese lista. Los hermanos ahora parecían más entusiasmados de lo que había visto desde su llegada. Iban y venían trayendo maderas y baldes, siempre en silencio, pero con risas escondidas y pasos rápidos. Hasta el padre Silvestre parecía más joven, mientras el padre Esteban colaboraba en lo que podía, haciendo, como acostumbraba, cualquier tarea.
Maximiliano cambió de herramienta con Aurelio, lo veía débil y cansado, y creyó que la zapa sería menos trabajosa para él. Tomó la pala y comenzó a levantar tierra allí donde su compañero ablandaba y removía. La mañana avanzaba con lentitud pero con esmerada y prudente esperanza de ser un día diferente, y por lo tanto memorable en la vida del convento. El olor a tierra húmeda se levantaba del suelo agotado, que producía frutos viejos y desabridos desde ya hacía mucho tiempo. El terreno alrededor del convento estaba viejo, y por más que agregaran abonos, los productos que daba no tenían más que el sabor, casi, del mismo abono con que era alimentada.
Levantó la vista y vio al hermano Aurelio parado, con la zapa apoyada en el suelo y a él apoyado en le mango, mientras mirara la tierra que acababa de remover.
-¿Pasa algo, hermano? –preguntó Maximiliano.
El otro lo observó unos segundos antes de responder.
-Nada. Descanso un poco.
A Maximiliano no le pareció que le estuviese diciendo la verdad. La mirada del muchacho había estado fija en ese pedazo de tierra, y se acercó hasta allí. Removió con la pala, y en ese instante Aurelio lo agarró el brazo con fuerza. Temblaba y sudaba ahora más que hasta recién por el trabajo que hacían, y miraba con miedo la tierra levantada.
-Pero a usted le pasa algo, dígame que es.
Lo agarró de los hombros y lo hizo sentar en el suelo. Estaban lejos de los otros, y aunque los estuviesen mirando, no le importó. Se arremangó la sotana, levantó un poco el ruedo y lo ató con el cinto hasta cerca de las rodillas. Como Aurelio sudaba, le desabrochó el cuello. Vio la horquilla del esternón del muchacho, el pecho blanco y sin vello alguno. Se miró sus propias piernas, velludas y fuertes por el trabajo del campo en la estancia del tío José. ¿Qué era lo que llamaba su atención sobre el hermano Aurelio?, se preguntó. No era simplemente la necesidad de protegerlo como un hermano mayor, tampoco la soledad o el silencio obligado de la orden, que al fin de cuentas él había elegido por su propia voluntad. Y cuando pensó precisamente en esto, se dio cuenta de la pregunta que quería hacer en ese momento: si alguien más, además de él mismo, había escuchado a Dios llamándolo a sus filas, requiriéndolo como un soldado reclutado sin papeles ni órdenes legales de por medio, sólo la palabra y el deber, la obediencia debida al padre y al maestro, al tutor y al jefe, a aquel que, por encima de nosotros, estamos obligados por razones inciertas pero demasiado duras y concretas para ser explicadas, o rotas, que de todos modos llega a ser lo mismo. Un razonamiento desarma argumentos, y por lo tanto los deshace.
-¡Cómo encontró su vocación, hermano? –preguntó, cuando ambos se sentaron al borde de la fosa recién comenzada, sobre la todavía poco elevada montaña de tierra excavada que se acumulaba a los costados.
Aurelio lo miró y pareció quedarse pensando. Maximiliano le dio tiempo, era casi mediodía y pronto la campanilla sonaría para llamarlos al refectorio.
-Vi a Nuestro Señor, hermano.
Maximiliano continuó esperando. No le sorprendió al principio la respuesta, pensó que era una metáfora, una forma de decir que todos vemos a Dios en las cosas del mundo, su presencia habitando cada ínfima forma de plantas y animales, aún de las casas y los artefactos que el hombre construye.
-Fue hace seis meses, más o menos. Estaba en mi hogar, con mis padres, sentados a la mesa. Vivimos en una casa de la afueras de Cádiz, rodeados de terrenos inhabitados y calles de tierra. Es una casa señorial, que mi abuelo construyó hace ochenta años. De noche se escuchan a los perros y a los búhos, nunca al mismo tiempo. Primero los búhos, alrededor de la medianoche, anunciando la caída de la noche definitiva, la secuencia irremediable de los espíritus danzando alrededor de los árboles. Cuando ellos callan, los perros ladran asustados durante dos o tres horas, hasta que se agotan y se duermen. Luego viene el viento, suave o fuerte, pero con su constante silbido que se aleja dejando el aire gélido de cada mañana. ¿Nunca vio, hermano, el patio helado y vacío, como si ni siquiera quedaran árboles, como si lo único presente fuesen sus propios ojos creando una imagen que sabe de antemano que no durará mucho, porque es fantasía, reflejo de la vida, eco del sonido ya ausente, o la luz de estrellas lejanas que han muerto muchísimos años antes? Cosas fantasmas, igual que hombres fantasmas.
Maximiliano tosió y miró alrededor. Los demás también se habían sentado, no parecían hablar, y aunque lo hubiesen hecho el padre Esteban, ahora el único celador, no los habría reprendido. Aurelio se quedó mirándolo, como si buscase una señal de que entendía de lo que estaba hablando. Luego continuó:
-Esa noche miré al cielorraso y vi la araña pendiendo sobre nosotros, y vi también a la otra araña, la de verdad, tejiendo su tela entre los candelabros. El calor de las velas no parecía hacerle daño, al contrario, se movía con rapidez y eficiencia. Mis padres me preguntaron qué estaba mirando, y yo solamente iba a contestarles la verdad, pero justo en ese momento sentí un dolor muy fuerte en el ojo izquierdo, como si me estuviesen pinchando con algo filoso. El dolor no me penetró en la cabeza, pero era profundo, hasta el fondo del ojo. Bajé la cabeza y emití un quejido. Mi madre se levantó de la silla y me acarició el pelo, consolándome. Yo me aparté de ella porque el dolor continuaba y me sentía cada vez más nervioso. Me tapé la cara con las manos y me froté el ojo izquierdo con fuerza. Mi padre dijo que me había entrado polvo, y que fuese al lavabo. No sé por qué me negué, tampoco sé la razón de que volviese a mirar hacia el cielorraso, donde la araña continuaba tejiendo su tela, ya más larga, viéndola descender hacia el mantel, y sin que mis padres se diesen cuenta. El ojo me dolía, me pinchaba tremendamente, pero no había perdido mi capacidad de visión. Veía claro y nítido, sin lágrimas siquiera, y me di cuenta entonces de que jamás había visto tan nítidamente las cosas del mundo. Cada borde de objetos y elementos de la casa tenía su relieve, su gama de color, su estructura de material, su medida exacta. No sé cómo expresarlo…yo sabía, con sólo ver, cuál era el fin, el mensaje, quizás, la solución y disolución de la sustancia con que estaban conformados, como si sustancia y forma fuesen el basamento de un fin previamente determinado.
Hizo una pausa y frunció las cejas, sin duda interrogando en silencio si todo eso era comprendido por quien lo escuchaba. Maximiliano entendió, y ávido por saber más, cumplió con su deber de interlocutor comprensivo y entusiasta.
-Dios en el principio de todas las cosas…-dijo.
Aurelio sonrió, complacido.
-Así es, hermano. Incluso en esa araña. Porque yo la veía muy claramente, a pesar de su diminuto tamaño. Observé cada una de sus patas, las que usaba para sujetarse a la tela, y las que utilizaba para tejerla. Era como presenciar la construcción de una escalera de descenso al mismo tiempo que se descendía. Un milagro, podría decir, por qué no, si fue en ella donde vi la cara de Dios. En el rostro de esa araña.
7
-¡Es horrible lo que está diciendo, Maximiliano!
Él asintió con la cabeza, desviando su mirada hacia el mar. Sintió que estaba por llorar, tanta vergüenza le daba ahora haber dicho aquello. Y no porque ya no lo pensara, o se hubiese arrepentido de decirlo, ni uno ni otro era el caso. Simplemente sentía vergüenza de la mirada de Elsa, de esos ojos y ese cuerpo cuya fortaleza era una mínima muestra de todo lo que escondía, de la sabiduría y la sapiencia que esa mujer insinuaba con su mirada reprensora. Se sintió como un niño retado, como alguien que hubiese cometido la mayor tontería del mundo, y allí, frente a él, alguien lo miraba ahora con infinita tristeza e infinita piedad. Y en esa piedad él vio amor, vio perdón sin fronteras. Hasta creyó ver el mar más sereno que de costumbre, más azul aunque los ojos fuesen marrones, porque el color del mar no cambia, se dijo Maximiliano, por más que se refleje en el oscuro espejo de Lucifer.
Intercambió miradas hacia alta mar y hacia la profundidad enorme de los ojos de Elsa, y mientras más miraba, mayor se hacía el contraste. La noche que avanzaba y los cuerpos hundiéndose, los cielos que se abrían revelando la luna, cuyas manos de rayos pálidos se alistaban con ruidos de articulaciones reumáticas para levantar bolsas, fardos que él ya sabía lo que contenían. Pronto llegarían los huesos, y él tendría que protegerlos a todos, y especialmente a ella, cuyo mar interior permanecía cálido y sereno en un eterno mediodía.
-Lo sé, pero es lo que siento. Algún día le contaré lo que me pasó en Cádiz…pero aún no es tiempo.
Ella apoyó su mano en el antebrazo izquierdo de él, que estaba cruzado de brazos, encogiendo los hombros, nervioso, y esquivando su mirada.
-Hermosa luna –dijo ella.
Maximiliano no levantó la mirada, temiendo como siempre a la que más deseaba ver. Necesitaba, como todas las noches, ser testigo del tremendo acontecimiento que se repetía para dejar asentado que el mundo se solidificaba sobre cimientos calcáreos depositados en el fondo del mar. Un día muy lejano, él lo sabía con certeza, los mares desaparecerían, y en su lugar habría plataformas de calcio, huesos de miles de kilómetros con trabéculas y pasillos interiores por donde se desplazarían los demonios. ¿Y cuál sería, entonces, el reino de Dios?, se preguntó: el resto de la tierra y los continentes, pero algo le decía que éstos estarían inundados, la tierra ahogada, consolidando nuevos depósitos óseos, nuevas versiones del inminente futuro.
Pero hoy la luna se asomaba apenas entre las nubes, aunque estaba llena y prometía brillar con más intensidad en unas horas, cuando la noche se enraizara en los extremos del mundo y creciera, invadiendo las almas, penetrando las cosas del mundo a mordiscos de oscuridad.
-Así es–. Hubo un silencio inquieto, incómodo entre ambos. Ella lo observaba, pero él se escapaba de sus ojos. Recordó algo que había leído en la biblioteca del tío José, sobre que en el antiguo Egipto consideraban que la luna tenía el poder de producir la ceguera a quien dormía con el rostro expuesto a sus rayos. Se preguntó entonces si no estarían todos ciegos, excepto él.
-¿Qué le pasa, Maximiliano? Yo lo escucho, si quiere…
Él la miró entonces con enorme cariño, sintiéndose capaz de amarla desde esa noche por el resto de su vida. Sabía, sin embargo, que todo amor humano es pasajero como ese barco en medio del océano. Lento y rústico, endeble y débil ante las tormentas y la lluvia. El miedo a la noche pudo más en esta ocasión. Se puso a temblar, o por lo menos se dio de cuenta que lo hacía, sin saber desde cuándo se encontraba en ese estado. Un nuevo factor de aturdimiento y congoja, de vergüenza, se sumó a su pena.
-Voy a visitar a los enfermos –dijo, apartándose de Elsa, huyendo de los ojos de ella como si escapara de las manos empalagosamente dulces de una sirena cubierta de miel.
Ella se quedó donde estaba, mirándolo acercarse hacia uno de los enfermos. Él, sin volver la vista atrás, sabía que ella ahora se acodaba en la barandilla y contemplaba el agua oscura golpeando el casco, sin sentir, o presintiendo, tal vez, el ruido de los huesos que chocaban ya con fuerza bajo el barco. Él adivinaba las peleas entre los demonios, las repetidas batallas nocturnas por las presas. Carne fresca cada tanto tiempo, y cada noche los huesos de Dios cayendo de la luna. Alimento para los cuerpos y material para la construcción del sublime hogar de los demonios.
Habían muerto dos más esa noche, mientras Elsa y él conversaban. Se lo dijo el padre de ella cuando se acercó al grupo arracimado alrededor de los nuevos cadáveres. Dijo que los dejaran en cubierta hasta que amaneciera, así los familiares podrían velarlo por un par de horas. Los cubrieron de sábanas, lo amortajaron como él les recomendó hacerlo, y luego de hacer la señal de la cruz, se levantó y fue hasta el siguiente enfermo.
Era un hombre de su misma edad, aunque más gordo y fuerte de lo que él lo había sido alguna vez. ¿Cómo, entonces, pudo él haberse salvado?, se preguntó. Este hombre con seguridad no sobreviviría a la noche. Tenía una barba rala y negra, la cara consumida y los ojos pálidos y semicerrados. El cabello largo le caía de costado y la frente, el aliento rancio, la voz quebrada, confundida con el rumor del mar y el chapoteo de los huesos sobre el agua. Un rumor enclenque y distraído era su voz con la que intentaba emitir un rezo que Maximiliano ni siquiera había intentado enseñarle.
-Terra tremuit…- entendió que decía, y él sonrió.
-…et quievit, dum resurgeret in…
Entonces el hombre lo interrumpió terminando la frase:
-…judicio Deus.
Y con esa última palabra abrió los ojos y le sonrió a Maximiliano como si estuviese viendo al mismo Dios encarnado y arrodillado en la cubierta de ese barco de condenados, en medio del océano una noche a comienzos de un verano incierto. Quizá lo viese, porque no fue menos sorprendente para Maximiliano el ver que el ojo izquierdo del hombre brillaba más que el derecho, y cuando notó que finalmente había dejado de respirar, comprobando esto al tomar el pulso de la muñeca y acercar el oído a boca y la nariz, el ojo izquierdo permaneció abierto.
Intentó cerrarlo, pero no pudo. El párpado parecía endurecido antes del tiempo normal para el rigor mortis. El párpado seguía empecinadamente plegado, como la cortina de una casa de comercio que se niega a cerrar sus puertas. O una puerta trabada en la que no encontramos causa alguna para su terrible capricho. Porque llega la noche y hay que cerrar las puertas. Nos iremos a dormir y nadie vigilará la casa más que las inertes cosas cerradas con llave, aseguradas hasta el mezquino punto del quiebre por la naturaleza de su sustancia. Las cosas nos protegen así como los párpados nos protegen de los horrores nocturnos.
Pero el ojo de este hombre que ahora había muerto no pudo cerrarse, y Maximiliano interpretó esto como una alegoría de la resistencia ante la muerte. Quiso liberar el alma de este pecador empecinado en permanecer en un cuerpo ya definitivamente muerto, en un mundo que lo expulsaba, y en el que en realidad ya nada tenía que hacer. Hizo la señal de la cruz, bendijo el cuerpo y lo expió de todo pecado y condenación, abandonando su alma al juicio de Dios. Fue entonces que vio la mano derecha del hombre señalando hacia la boca, más allá aún, al agua. La mano, por supuesto, estaba quieta y muerta, pero había quedado en esa posición sin que Maximiliano lo notase. ¿Habría escuchado el chapoteo de los huesos? Acostumbrado a que sólo él veía y escuchaba aquellas cosas, había olvidado que quizá el resto del mundo, como ecos individuales de un universal malestar común, eran pequeñas cajas de resonancia donde el sonido entraba pero no podía salir, convirtiendo a los hombres en perturbadas criaturas que temblaban como diapasones. Resonando largo tiempo, a menos que alguien más apretara con fuerza el metal de su alma y le concediese la paz.
El ojo siguió brillando en la oscuridad sobre cubierta. Maximiliano miró alrededor y vio que nadie más le prestaba atención. Unos dormían, otros cavilaban sentados o acodados en la barandilla. Elsa se habría acostado, tal vez. El padre seguía de pie, fumando su pipa. La luna, hastiada de su entumecimiento, de su boca irritada y los brazos cansados, se limitaba a arrojar pequeño huesos, fragmentos, astillas y polvo.
Entonces Maximiliano notó que el ojo izquierdo del muerto se revelaba como una fotografía, adquiriendo tonalidades inversas. El negativo de una foto muy pequeña, tanto como el iris de ese ojo obseso. Se acercó a la cara para mirar mejor. La pupila había crecido, y a pesar de que el hombre tenía ojos azules, la fotografía era en blanco y negro invertidos. Alcanzó a ver una figura que no supo definir. No era ni hombre ni animal, pero tampoco era una cosa inanimada. Se movía, o así le parecía a él, que a su vez movía la cabeza para ver mejor. El barco también se desplazaba, y todas esas cosas, hombre barco, cadáver y ojo, se movían como básculas, o como las capas terrestres continentales. Deslizándose pacíficamente mientras estuviesen superpuestas, pero en continuo peligro de choque cuando ocuparan el mismo plano. Dios, hombre, ojo, barco.
La tetralogía de la creación. La Pasión representada como un eje endocrinológico de causas y efectos, de estímulo y secreción.
Orden y obediencia decretados por la naturaleza del caos establecido.
Porque Dios era lo más diminuto en lugar de lo más grande.
Lo centrífugo en lugar de lo centrípeto.
Desde el ojo de la creación, Dios extendía sus poderes.
Maximiliano Menéndez Iribarne quiso ver a Dios esa noche en el ojo de un muerto, pero únicamente vio un conjunto de átomos componiendo el alma que se liberaba hacia su definitivo cielo. Un hecho físico, un proceso biológico, un reacción química, como el propio pensamiento que ahora estaba creando. Una serie de palabras que no sólo representaban una idea, sino que la concretaban en el hecho físico del pensamiento: Dios era la palabra y el hecho mismo, la cosa-objeto, resultado de una idea que podría muy bien destruirse con el olvido.
Tocó el ojo que no había querido cerrarse, estaba frío y duro, casi como una perla en consistencia y tersura. Allí, en el fondo de ese ojo, había algo que él aún no podía captar, algo que se transparentaba y huía a la vez de su búsqueda. ¿Era eso, quizá, lo que el hermano Aurelio había sentido o visto? El dolor en el fondo del ojo izquierdo había sido el comienzo de una revelación. El hombro muerto a su lado no había sabido decirle nada sobre eso, la fiebre y el delirio, la debilidad y el hambre fueron más fuertes y lúcidos que la capacidad del asombro y del grito.
Se llevó las manos a la cara y palpó sus propios ojos, buscando sentir dolor al apretarlos. Oyó pasos a su lado, y el olor del cabello de Elsa lo sobresaltó más que la caricia que le estaba haciendo en su cabello. Ella debía creer que estaba rezando por el muerto, o que estaba cansado y desconsolado. Pero él no mostró su cara ni siquiera cuando ella se arrodilló a su lado e intentó apartarle las manos.
-Siempre escondiendo sus sentimientos, usted… ¿por qué se oculta de esa manera?
-Estoy acostumbrado…
-Acostumbrado a aguantarse todo solo, como un anacoreta.
-Tal vez…
Sacó las manos de su cara y miró al muerto. Seguía con el ojo abierto, pero ahora brillaba con una luz blanca que brotaba como una fuente extraña de luz artificial.
-Mire eso…-dijo él.
Elsa miró lo que él señalaba, pero no parecía sorprendida.
-¿Qué…?
-El ojo…
Ella asintió.
-Sí, ya lo veo. Le quedó un ojo abierto. En vida debía tener una parálisis.
Maximiliano no había visto eso en los pocos minutos antes de que el hombre muriera, pero tampoco podía asegurarlo.
-¿No ve un resplandor, Elsa? ¿Una especie de luz brillante…?
-¿En el ojo…? No veo nada. Está muerto…
-Ya lo sé –contestó él, de mal humor, levantándose y alejándose unos pasos. Enseguida se arrepintió de su brusquedad, porque no sintió que Elsa se acercara otra vez. Cuando se dio vuelta ella se alejaba hacia donde su padre se había acostado.
Él volvió junto al muerto e intentó cerrar el ojo, cuya luz lo quemaba. Cálida y fría a la vez, tenía una virtud peculiar: parecía cortar no con un filo metálico, sino como el filo de un hueso astillado. Un hueso hueco por donde pasaba la luz, solidificándose. Como depósitos sucesivos de sales de calcio formando capas concéntricas alrededor de un hueco en el que podría entrar más tarde el aire o un líquido determinado, que no podía imaginar aún.
Entonces levantó el cadáver de las axilas y lo arrastró. Algunos en la oscuridad de la cubierta vieron lo que estaba haciendo, pero no dijeron nada y él no les hizo caso. Tardó varios minutos en apoyarlo sobre la barandilla, con los brazos colgando del lado externo. Luego empezó a empujarlo de las piernas, lo que le costó mucho esfuerzo y un gran cansancio. Cuando consiguió hacerlo, el cadáver colgaba mitad afuera mitad adentro. Levantó una de las piernas, y ya fue sólo cuestión de un empujón más, no demasiado fuerte, para dejarlo caer por la borda. Lo último que vio del cuerpo fue la luz titilante del ojo abierto, e incluso alcanzó a verla en el agua, como una linterna que se mantenía a flote o una antorcha de un bote salvavidas.
No estaba dispuesto a seguir mirando, porque estaba totalmente seguro de que si continuaba haciéndolo, si seguía con el intento de comprobar el momento en que el ojo se cerrara de una vez, sólo lo lograría siguiendo el camino del cuerpo, y ni siquiera de esto estaba seguro. Seguir el mismo camino era una de las dos alternativas, la otra era centrar su mirada en el barco. El mar era la muerte, que se avecinaba con el ruido del agua golpeando los cuerpos contra el casco. Los ruidos que lo llamaban hacia las ceremonias nocturnas, los ritos de la luna que expulsaba los huesos de un Dios que se empecinaba en permanecer en el centro de todo: de las células del hombre y los átomos del alma. En el iris de un ojo que más tarde se pudriría para dejar un espacio y un hueco óseo más importante que toda carne, que todo músculo y movimiento.
Sí, pensó Maximiliano, yo también he visto a Dios esta noche, como si fuese un simple hueso masticado por un perro.
8
Maximiliano no supo qué contestar. Entendía lo que el hermano Aurelio quería decir, pero la forma en que lo había dicho, esa comparación blasfema que denigraba a Dios a la más baja forma de vida terrestre.
Dios como una araña. Incluso el hecho mismo de la alucinación era de por sí un insulto. Aurelio, sin duda, estaba enfermo. Podía verlo en sus ojos a veces febriles, a veces pálidos, perdidos en la nada la mayor parte del tiempo. Había dejado el trabajo, sin preocuparse de retomarlo cuando los demás terminaron el frugal almuerzo que el padre Silvestre les había traído.
-Vamos, hermano, hay que trabajar.
Aurelio no se movió. Seguía con las mangas y la sotana arremangadas, sentado con las piernas cruzadas sobre el montón de tierra que había levantado durante la mañana. Maximiliano miró a los demás, por si alguno decidía denunciarlo, o si el padre Silvestre regresaba de la cocina. Decidió acercarse y obligarlo a levantarse. Lo agarró de un brazo, y le dijo:
-Por la Santísima Virgen María, hermano, trabaje o lo llevarán a la celda de aislamiento otra vez.
Aurelio lo miró parpadeando más seguido que lo habitual; entonces Maximiliano notó que el párpado izquierdo no se movió, o por lo menos no tan seguido como el derecho. Pronto abandonó la idea porque consideraba más importante que los viesen continuar excavando. El hermano Aurelio permitió que Maximiliano lo levantara y lo llevara agarrado de un brazo hacia la excavación del canal, sin embargo se quedó parado en cuanto se detuvieron. Lo sacudió de los hombros, y notó la extrema delgadez y la debilidad, la flacura de los brazos y los huesos de los hombros sobresaliendo como puntas de flechas clavadas de adentro hacia fuera. Y esa comparación no era incongruente, porque el mismo Aurelio había comenzado con esas alegorías, esas fábulas con animales exóticos, y el primitivismo o un nuevo paganismo parecía surgir de las palabras que ambos habían estado pronunciando.
Dios y religión. Hombre y leyes. Creencia y desesperanza. Fe y traición. Amor y desilusión.
Palabras que les habían enseñado a manejar sin orden ni control alguno. Palabras que se defendían con dientes y uñas del uso que uno quisiese darles, traicioneras y resbaladizas como serpientes o anguilas. Las mismas palabras sagradas que cada día les leían eran como insectos con múltiples patas, inatrapables, imposibles de estudiar mediante una cuidadosa disección. Insectos con caras humanas, o la cara de Dios que Aurelio había visto, al fin de cuentas también una cara o un rostro como el de todos los demás. Porque si de algo se enorgullecía Dios, según los teólogos, era de haber creado al hombre a su imagen y semejanza. Por eso, Dios y el hombre eran dos fragmentos de un mismo orden, de una misma monstruosidad original, quizá. Un monstruo que no denotaba deformidad o anormalidad, sino simplemente origen, matriz.
Al fin, el hermano Aurelio accedió a trabajar otra vez. Si decir nada, se agachó y tomó la pala. Caminó hacia el canal abierto a un lado del convento, se sacó la sotana dejando ver la ropa interior blanca, el calzón largo y la camiseta, lo ató alrededor de la cintura y retomó la tarea. Los demás lo vieron y murmuraron, algunos rieron y lo imitaron. Maximiliano vio que el padre Silvestre se acercaba a reprenderlos, pero de pronto se detuvo, bebió con un cucharón del barril de agua, y regreso a la sombra del alero, pero sin sentarse, controlando el avance del canal según el plano que consultaba de tanto en tanto. Continuaron trabajando en silencio, mientras la tarde transcurría lenta y parsimoniosamente, como un gusano que se arrastrara por la delgada línea del tiempo con dos abismos a los lados y dos nadas en los extremos.
Así era la sensación que él tuvo del tiempo esa tarde tan larga y tan pesada, tan rápida en acontecimientos y a su vez llena de una infinita incertidumbre, de una indecisión paradigmática, rozando el concepto del dogma por su misma fortaleza. Hasta la duda puede ser certeza si pisa con fuerza el corazón humano, ser una avalancha y una mano férrea para dirigir la voluntad si ella es, la duda, la madre biológica del alma que ha tomada cautiva. Sólo así podría explicarse la razón de que decidiera acercarse otra vez al hermano Aurelio para preguntarle cómo se sentía. Lo había visto detenerse unos segundos para descansar, llevarse las manos a la cintura dolorida y estirarse con un gesto de aprehensión en la cara. Cuando estuvo a su lado, apoyó una mano en un hombro de su amigo, y le dijo:
-¿Cómo está, hermano?
-Con mucho dolor, ya me ve, pero Nuestro Señor me acompaña…
-Sin duda, hermano. Nuestro Señor Jesucristo está en todas partes.
-¿Entonces también lo ha visto?
Maximiliano no entendía a qué se refería.
-¿A Nuestro Señor? Bueno, hermano, no exactamente…
Pero Aurelio no lo dejó terminar, lo agarró de un brazo y lo arrastró casi hasta el borde del canal, en la zona más profunda que habían cavado. Ambos se asomaron a la vez, uno ansioso por mostrar, el otro curioso por ver sin saber qué. Maximiliano no vio más que la tierra húmeda y negra, algo amarronada por el sedimento que el arroyo dejaba en sus crecidas. Pero vio a Aurelio señalar con la mano hacia el fondo, en un punto exacto, que para él podría haber sido cualquier punto de ese fondo, porque nada veía de extraño o peculiar.
-¡Mire, hermano! ¡El Cuerpo Sagrado! –casi gritó Aurelio, y Maximiliano entonces lo miró a los ojos, y vio que el ojo izquierdo estaba fijo, brillante pero sin vida a la vez, como una perla recién arrancada de su concha por la violencia del mar y arrojada a la playa. Algo vivo que denotaba una historia, como una bola de cristal en miniatura, a través de la cual podría verse el pasado y el futuro. Pero a su vez algo sin movimiento, desligado de los músculos que dan la imprescindible sensación de vida para nosotros, los humanos, seres de carne y hueso adheridos a la física de la gravedad. Donde hasta el pensamiento es un acontecimiento físico.
Como si el ojo hubiese sido arrancado y vuelto a colocar en su órbita luego de explorar la cavidad que lo contenía, o una parte de esa cavidad.
El fondo de una cueva, o el fondo de un pozo, quizá.
-No entiendo, hermano –dijo él, pero de algún modo esperaba escuchar lo que entonces oyó.
-El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. El cuerpo de Dios, hermano Maximiliano –dijo Aurelio al oído de su amigo, tan cerca que Maximiliano olió el sudor que cubría el rostro de Aurelio, y unas gotas de transpiración se pegaron a su mejilla y cayeron por su cuello.
Cuando se asomó al borde una vez más, sintió que las manos de Aurelio lo sujetaban de la cintura. Primero experimentó la confusión de ese contacto, el motivo equívoco o no, pero sin duda inquietante de esas manos tocándolo de una forma que ninguna mujer lo había tocado hasta ese momento. Después, sólo después se dio cuenta que la razón del contacto había sido evitar que cayera al pozo. Aurelio había notado el giro perdido que habían tomado sus ojos luego de escucharlo, y el repentino vahído fue apenas posterior a la rápida reacción de Aurelio. Así, resultaba que quien parecía más lúcido era el más débil, y el más ilógico de ambos el más despierto de los dos. Porque dicen que la locura es lúcida, que es una exacerbación de reacciones, o una hipersensibilidad que permite múltiples pensamientos y atenciones simultáneos. De ahí la locura, la fragmentación de la personalidad en tantas facetas como las que conforman el mundo.
Cuando el mareo pasó, se encontró parado junto al pozo, abrazado a Aurelio, respirando agitado y todavía insensible, como perdido en las nubes de tierra que acababan de remover.
-¿Lo vio? ¡Se lo dije, hermano, Él está aquí!
Fue un grito a la vez que un susurro en sus oídos aturdidos, tapados aún por la vertiginosa corriente de sangre que ahora lo invadió luego de su momentánea ausencia. ¿Se había mareado por lo que escuchó o por lo que vio? Sabía lo que había escuchado pero no recordaba haber visto nada. Tal vez su mente se negaba a reconocerlo, porque la voz de Aurelio sonaba demasiado segura, demasiado lógica y concluyente.
Ahora lo veía arrodillarse en el borde y explorar con la mirada, como si buscara a dónde aferrarse. Encontró la escalera y bajó. Maximiliano sentía aún el cuerpo de Aurelio pegado al suyo, y comenzó a restregarse el cuerpo como si algo le picase. Seguía mareado y no estaba seguro de lo que hacía. Recordó entonces el ojo izquierdo de su amigo, eso ojo fijo que al mismo tiempo que lo miraba mientras estaban abrazados, parecía un espejo de su propio ojo derecho. Y su propio ojo izquierdo contemplaba la mirada piadosa y triste del ojo derecho de Aurelio. La división eterna del hombre, la dicotomía en todo lo que lo concierne. La eterna elección y el eterno fruto de la discordia. La perenne equivocación.
Aurelio estaba ya en el fondo del pozo, agachado, de rodillas, escarbando con las manos en un sector oscuro a pesar de la luz del día. Maximiliano pensaba que el otro se había vuelto loco, pero sus propios pensamientos lo habían llevado a un nivel en el que no se sentía seguro ni de su propia cordura. Mirando la espalda desnuda de Aurelio, la piel blanca ahora colorada y entumecida por el sol al que no estaba acostumbrado, sintió deseos de bajar y tocarla, de apoyar la cabeza de costado sobre esa espalda para sentirlo respirar. Saberlo vivo por el contacto, porque ésa parecía ser la única manera desde que las manos finas y débiles, las manos largas y esqueléticas de Aurelio lo habían tomado de la cintura para evitar que cayera. Y sin embargo, tal vez en realidad lo habían empujado a un abismo más profundo que ese pozo escavado a sus pies.
-¡Aquí está, hermano Maximiliano! Baje y véalo con sus propios ojos.
Era como una invitación a ver la cara de Dios en una tumba. Por eso no pudo evitar la repulsión a la vez que la intensa, irresistible atracción de bajar la escalera. Así lo hizo, mirando cómo el nivel de la superficie iba ascendiendo a medida que él bajaba, y era ésta una terrible y certera alegoría de su descenso a los infiernos. Los demonios lo estaban llamando y él acudía con conciencia pero engañándose a sí mismo, consolándose con razones prácticas a la vez que motivos teológicos surgían desde los ámbitos de su mente lógica, o el estado pseudo-religioso de su alma. Ya no podría fingir que carecía de un cuerpo con deseos e instintos, uno que ya no soportaba más la mentira o el consuelo otorgado por noches de insomnio a la luz de una luna que penetraba por la ventana. Ya no más esconderse entre prostíbulos o desahogarse entre sábanas tan ríspidas como las cortezas de los árboles a los que recurría al escapar de la habitación de la casa del tío José.
Descendía, y su mirada imploraba la luz encuadrada en un marco de tierra que se empequeñecía cada vez más, hasta que sus pies pisaron el fondo, y allí las manos de Aurelio lo esperaban para resguardarlo, para protegerlo de una posible caída. Manos que lo tomaron otra vez de la cintura mientras sus pies abandonaban el último peldaño de la escalera, sintiendo el calor de un infierno naciente y próximo, y el olor de la tierra húmeda que comenzaba a quemarse.
Tierra y carne.
Eso fue lo que vio cuando se acostumbró a la penumbra del fondo. O quizá fuese el olor lo que creó la visión de algo parecido a la carne en el fondo removido, o tal vez las manos de Aurelio, que lo tomaban de los hombros, a sus espaldas, para señalarle, con un movimiento de la cabeza junto a la suya, oreja contra oreja, aliento casi sobre aliento, el lugar de donde estaba el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.
-¡Allí! –lo oyó decir.
Maximiliano buscó con la mirada, se agachó para tocar la tierra. Escarbó él también, como había visto hacer al otro, pero no halló más que raíces y piedras, además de la bendita tierra. Porque ésa era tierra bendecida, se dijo, recordando que estaba en un convento, que allá arriba estaban los curas bienhechores y la sacristía. Por un momento, se sintió aliviado. Se dio vuelta, y dijo:
-Hermano Aurelio, lo siento, pero no veo nada.
El otro cerró los ojos, y fue entonces cuando el izquierdo, a pesar de encontrarse tapado por el párpado cerrado, brilló en la oscuridad. Y el hermano Aurelio se agachó junto a Maximiliano, agarró sus manos y las llevó hasta la tierra.
Las cuatro manos dieron vueltos en espiral, y la tierra se sentía ahora como arena por lo blanda y seca. Maximiliano no miró hacia abajo, porque estaba fascinado por el ojo del otro. Las cuatro manos dieron vueltas y vueltas, sintiendo varias veces los pies de ambos. Aurelio estaba descalzo, y él sintió la suavidad de esos pies que adivinaba blancos bajo la suciedad y la oscuridad. Cerró los ojos cuando un vahído lo invadió hasta obligarlo a sentarse, mientras las voz de Aurelio se escabullía en la penumbra y sus manos desaparecían del espectro angosto de su visión. Cuando recuperó la estabilidad, sólo vio el brillo del ojo izquierdo como un punto único en una noche sin luna. Una pequeña luna blanca intensamente fuerte. Una luna que pugnaba por salir de una vez por todas de su diario enterramiento, por más que supiese que al día siguiente volverían a sepultarla.
Él, entonces, habría de rescatarla. Y se estiró para tocar el ojo que ahora pertenecía a una cabeza y a un cuerpo tirado en el suelo de tierra, en parte cubierto y en parte desenterrado. El cuerpo de Aurelio yacía como el cuerpo de Cristo del que su amigo había hablado un rato antes. Lo sacudió de los hombros, le palpó el pecho. Le agarró las manos buscando el pulso. Llevó el oído a su boca para sentir el aliento.
Respiraba. El hermano Aurelio estaba fingiendo.
-¡Vamos, hermano! Su broma es una blasfemia…no le seguiré el juego.
Estaba levantándose para subir otra vez por la escalera cuando las manos del otro lo retuvieron. Iba a soltarse justo en el instante en que una de las manos tomó una de las suyas y sintió la sangre, y por más que no la viese sabía que se trataba de sangre. La consistencia, el olor, la viscosidad, y sobre todo, la herida que estaba palpando. Las astillas de huesos quebrados sobresaliendo de la palma de Aurelio. Se dio vuelta y le agarró las manos, y en la penumbra vio claramente las heridas que las atravesaban. Y pudo ver también, que en lugar de un ojo brillante, era un clavo el que brindaba, generosamente, una inquieta luz piadosa.
Un clavo y un ojo. Eso era todo. Y la voz de una presencia escamoteada a la oscuridad, robada a la luz incierta en un pozo vacío y lleno de herrumbre humana.
Las manos de Dios tomándolo del cuerpo, seduciéndolo como un amante que parte a la guerra y desea su última noche de amor blasfemo, de fornicación y escarnio irremediable y sin perdón alguno, más que la piedad o la misericordia que recién nacerían luego de la crucifixión, luego de cada crucifixión.
Él, Maximiliano Menéndez Iribarne, no se creía merecedor de tanto privilegio ni de tanta humillación.
No dejaría que Jesucristo lo utilizase como amante, ni él se entregaría. No iba a dejar que Jesucristo cayera en el infierno por su causa. Él estaba dispuesto a hacerlo por Él.
Por eso agarró la pala apoyada en una de las paredes del pozo, y la descargó con todo su peso y con toda la fuerza, muchas veces, sobre la cabeza del Cristo erguido y anhelante que lo miraba.
9
Al día siguiente Elsa no habló con él. Pasó toda la mañana y la tarde cambiando vendas, hablando con los enfermos, reclamando la presencia del médico. Maximiliano no se atrevió a acercarse, y cuando una o dos veces sus miradas se cruzaron, no encontró en sus ojos más que indiferencia y desinterés. Se la veía ocupada, y cualquier reclamación de su parte no sería más que egoísmo.
Elsa vestía su habitual vestido negro, liso, que cubría sus hombros y brazos hasta por debajo del codo, donde lo arremangaba. Se llevaba el antebrazo a la frente para apartarse el cabello, que a pesar de sujetarlo en la nuca con una cinta roja, solía caerle en la frente, cubriéndole la mitad de la cara, escondiendo con sensualidad las mejillas y los ojos pardos. Ahora, a la distancia, y en medio del tufo irrespirable de la enfermedad y la mugre, del aroma del mar que intentaba eliminar el olor de los hombres como si fuesen perros sarnosos transportados al matadero, podía percibir el aroma de su piel en la memoria, el mismo que había sentido mientras él estaba enfermo y ella lo cuidada, acariciándolo, pasando su brazo por detrás de su cabeza, de modo que él sentía el perfume natural de Elsa. El olor de la piel y de su pelo, el de esas manos que a pesar del dolor y la enfermedad, era casi un acto de contrición, una entrega y un perdón al mismo tiempo. Un conocimiento obtenido no a base de esfuerzos y trabajos, sino únicamente por cariño, o por amor, quizá.
¿Pero lo amaría ella, realmente? O tal vez la pregunta correcta sería si él podría amarla a ella. Porque si era verdad que sentía algo que nunca había esperado sentir por una mujer, también le era necesario reconocer que no sabía qué podría ella estar pensando en realidad, o si no se engañaba a sí mismo intentando llegar más allá de lo que se creía capaz.
-Elsa –dijo en voz alta, parado entre los enfermos yacientes a su alrededor, quizá al mediodía, o a media tarde, mientras el barco continuaba su curso irremediable, su círculo en espiral de días y semanas al que estaba condenado antes de atracar en cualquier puerto del Nuevo Mundo. Pero nadie lo escuchó, ni esperaba que alguien lo hiciese. Sólo sabía que un inminente vacío se iba creando a su alrededor a la vez que el tiempo transcurría sin la presencia, o más bien con la ausencia creciente de Elsa, tan lejos y tan cerca simultáneamente. Al alcance de las manos y de sus palabras, pero tan lejana por el resentimiento que ella debía estar sintiendo.
Y presentía que en eso también se equivocaba. No existía tal resentimiento, sino, más probablemente, una indiferencia no exenta de amor, como una madre que deja pasar el berrinche de su pequeño hijo, dejándolo solo por un tiempo, pero sin por eso dejar de vigilarlo y cuidarlo. Si fuera eso, se dijo, porque la perspectiva de perderla y volver a la soledad, por más que ésta fuese un tímido consuelo, lo llenaba de angustia.
Esa noche, se recostó apoyando la espalda en el barandal, de espaldas al mar, mirando las estrellas y la luna, que intentaba ocultarse en vano tras unas solitarias nubes. No era hora de ver caer los huesos todavía, eso sería luego de medianoche, más tarde aún quizá. No había comido en casi todo el día, y no tenía hambre, pero sin pensarlo se llevó una mano a los labios, y lamió, como quien juega, el dorso, saboreando la sal, sintiendo que su cuerpo comenzaba a formar parte del mar, y que sus propios huesos eran como una nave, un barco capaz de flotar a la deriva y sobrevivir a tormentas y arrecifes, a los días incandescentes del estío y la lluvia del invierno. Un esqueleto con la cabeza como proa, la frente erguida y las manos sobrenadando la superficie, como una Gárgola. Un demonio para enfrentar a los demonios del mar. Porque el mal se combate con su propia naturaleza. Y qué mejor que él, se dijo Maximiliano, el representante de todo mal, el que lleva a Lucifer en las entrañas, en los recovecos de los intestinos, para destruir a aquellos demonios que estaban recogiendo los huesos de Dios, los restos usados por ese Viejo que ya debía estar muerto desde hace mucho tiempo, los huesos tristes y blancos que caían desde la luna para ser cosechados por seres resentidos y mediocres que planeaban construir con ellos las nuevas ciudades sin tiempo, los países del infierno. No ciudades quemadas, sino construidas con ladrillos formados en hornos inmensos, templos y edificios resistentes al peso del agua y a prueba del fuego, por ser éste su propia naturaleza.
Él estaba en la obligación de ser más inteligente que ellos. Debía combatir todo el poder del infierno con apenas la fuerza de una araña, o como una mujer que se mira al espejo, y que deseando recrear todo su mundo perdido, sólo contase con una uña rota.
Durante las tres semanas que siguieron, muchos más murieron, unos pocos se recuperaron, y el ritmo del barco fue marcado más por estos regulares intercambios que por el vaivén de las olas o el ruido que llegaba desde la sala de máquinas.
Los pasajeros sanos no se asomaban a cubierta, y unos pocos accedían a la zona permitida y libre de contagio. El médico visitaba cada vez menos la popa, luego ya dejó de pasar, lo mismo que su enfermera, y sólo los ayudantes recorrían las filas de enfermos, tomando notas, haciendo registros de nombres, de temperaturas, de estados clínicos. Eran más empleados de estadísticas que otra cosa, porque apenas hacían algo para aliviar los dolores. Traían unas cuantas pastillas que repartían de un modo que se empecinaban en llamar equitativo. Era Elsa la que debía rogarles que les entregase los medicamentos.
-Yo conozco el estado de cada uno –les decía, y ellos, mirándose entre sí, se resignaban después de una breve discusión que tenía como fin mantener la apariencia de su supuesta autoridad en las circunstancias.
Maximiliano calculaba los días que faltaban para cumplir la cuarentena mediante un diario que llenaba con breves frases que intentaban reflejar lo más trascendente de cada día. Por lo menos lo que él había hecho o había sucedido en el barco. A veces anotaba: “hoy han muerto dos hombres, una mujer y un niño”, otras “me siento solo, Elsa no me habla desde hace días”. Algunas veces, el papel ajado de los primeros días se rompía por el manoseo y la humedad, y al buscar sus impresiones del principio no hallaba más que la misma confusión que había en su memoria. Pero si, de pronto, se sentaba a descansar, los recuerdos retomaban su forma, o quizá se liberaban de las ataduras invisibles, que es el material del olvido, y aparecían en forma de sueños vislumbrados en las horas de la tarde o en las iniciales etapas del sueño nocturno.
E invariablemente eran interrumpidos por la pesadilla.
La pesadilla que la luna tendía a hacer menos cruel y rotunda, una especie de bálsamo de piedad que ejerciera su influencia sobre el obstinado embrión del remordimiento. Porque todavía era un embrionario ser que continuaba creciendo, y él, aún sin mujer, lo había engendrado con sus manos.
Con las manos y una pala.
Pero a veces, también, Elsa llegaba para interrumpir el sueño, y entonces él se salvaba. Las manos de ella lo sacudían, como ahora, con más cariño o con menos enojo. Él entonces leía todo eso en los ojos de Elsa, en la forma con que sus dedos lo acariciaban, por más que no fuesen caricias sino un llamado, un ruego desesperado por recuperar el cuerpo y el alma de ese hombre que ella debía ver hundirse, deshacerse, fundirse en la cubierta, absorbido por las aguas endemoniadas. Como una madre que rescata a su hijo ahogado, una amante que desespera por sostener el cuerpo demasiado pesado del amor de su vida, o una hija cuyo padre se va quedando atrás, lentamente inmovilizado por el gélido prólogo de la vejez.
Era de noche cuando despertó, los ojos abiertos mirando la cara de Elsa, cuya cabeza escondía la luna. Ella se dio vuelta al ver que él miraba detrás.
-¿Otra vez la pesadilla? –preguntó.
Él afirmó con la cabeza, se sentó apoyándose contra el barandal, y la invitó a sentarse a su lado. La luz de la luna entonces los iluminó a ambos, y él pudo ver la cara pálida y sin embargo bella de Elsa.
-Hace mucho que no me habla…
Ella bajó la mirada y lo acarició el dorso de una mano.
-Es usted el que no quiere hablar, el que se encierra en sí mismo y no comparte sus penas. Yo no puedo comunicarme con usted si usted no quiere…
-¿Y qué necesidad hay de saber, querida Elsa? ¿Tiene miedo de mí?
Ella le acarició la frente.
-Usted es un niño mimado que tiene sus berrinches, se empecina en la amargura, parece que disfrutara de ella.
Maximiliano la miró con ofuscación, y sintió que era ella quien no parecía comprender.
-Mire a su alrededor y dígame si no tiene suficiente para amargarse…
-En todo caso son ellos y no usted quienes tienen justificado amargarse…
-Por Dios Santo, Elsa, dígame sinceramente si piensa que Dios tiene justificación para todo esto. Mire el mar, se parece a un desierto en el que viajamos desterrados, sin poder atracar en tierra firme.
-Pero Maximiliano, ya entramos en el siglo veinte, este barco tiene radios para comunicarse, no estamos solos.
Maximiliano sabía que cada uno está solo, porque hay cosas que no se pueden confesar. Ella volvió a acariciarle la frente, pasó la mano por su pelo, se detuvo en sus orejas, acariciándolas. Él llevó la cabeza atrás y la apoyó en la baranda, sintiendo la agradable sensación del contacto de esos dedos que lo tocaban tan suavemente que era como si la misma brisa del mar quisiese consolarlo, luego de haberlo amedrentado y puesto a prueba como un niño castigado. Elsa tenía razón, se dijo, todo hombre es un niño, pero él sabía que todo niño nace y muere en un desierto.
-¿Por qué viajan usted y su padre a América?
-Porque mi padre está enfermo –dijo Elsa. Hizo un breve silencio para mirar alrededor, como buscando al viejo.- Hace ya más de un año que empezó a tener mareos. Al principio bromeábamos porque es muy dado al vino, usted comprende, pero luego comprobé que había días en que ni siquiera bebía y le daban esos mareos igual, incluso en la cama. Yo lo veía agarrarse la cabeza o sujetarse a los bordes de la cama. Entonces me di cuenta que me decía la verdad, y llamé al médico. El doctor vino una tarde, le revisó la garganta y los ojos, le palpó el abdomen y la espalda. Lo hizo caminar por la habitación con los ojos cerrados, y hasta en puntas de pie, mientras Eufemia, la mujer que nos ayuda a cuidar las ovejas, y yo nos tapábamos la boca para ocultar nuestra risa. Finalmente no dimos más y explotamos en carcajadas, mi padre abrió los ojos y nos miró ofuscado. Pero ese día y el siguiente no tuvo mareos, y se consideró curado con el jarabe que el doctor le recetó. Al tercer día, los mareos regresaron, y ahora se quejaba que escuchaba una radio mientras le daban esos ataques, sin entender el idioma del locutor. A veces era música, pero casi siempre nos describía el sonido metálico y lejano pero inconfundible de una emisión radiofónica.
Como si alguien se hubiese propuesto burlarse de nosotros, escuchamos de pronto una radio sonando desde algún sitio del barco. Nos miramos con Elsa, y no pudimos más que reírnos de esa crueldad que un dios teatral, un Baco demasiado borracho para culparlo de negligencia o deliberada maldad, nos imponía para que hasta nosotros riésemos de nuestras desgracias.
-¿Y qué dijo el doctor? –pregunté.
-Nada, no encontró nada malo. Pero justo una semana después, mi padre empezó a quejarse de un dolor muy fuerte en el lado derecho de la cara, pero esto no fue nada comparado con lo que pasó unas semanas después, cuando perdió la visión del ojo izquierdo. Se paseaba desde entonces como perdido por el campo y el pie de la montaña, buscando algo, porque no lograba acostumbrase a ver con un solo ojo. Volví a llamar al doctor, y dijo que teníamos que internarlo, pero mi padre no quiso ir a la ciudad. Un mes después, ya caminaba y hacía sus cosas como si nada hubiese pasado, se había habituado a su media visión. Sólo movía un poco la cabeza hacia un lado, igual que hace un sordo de un oído cuando le hablan, pero ahora ya casi no lo hace.
-¿Y el dolor?
-Bueno, se atenuó un poco, según él. A veces se despierta a la noche y se pasea de un lado a otro de la pieza, y entonces sé que le duele mucho la cabeza, pero no protesta. Yo no comprendí hasta hace poco la razón de su cambio, de esta resignación…
Elsa miró a Maximiliano de una manera extraña, y él pensó que ella quizá esperaba que adivinase lo que iba a decir. Por qué ella sospechaba eso, se preguntó, si nada podía saber de él ni de su historia reciente.
-Papá me dijo un día que no estaba ciego del todo. “Ya lo sé, papá”, le contesté, pero él no se refería a que conservaba un ojo sano. “Puedo ver a Dios”, me dijo entonces. Yo creía que me estaba embromando, aunque él no era de ese tipo de hombres que hace bromas, y menos a expensas de la religión, por más que no fuese practicante ni hubiese pisado una iglesia en los últimos treinta años. “De noche”, me contó, “lo veo de noche, cuando la oscuridad del ojo derecho es igual a la del izquierdo, entonces en éste”, decía, tocándose el ojo ciego, “veo la forma humana de Dios al lado de mi cama”. Yo le acariciaba la cabeza y lo consolaba, porque estaba convencida de que se estaba volviendo loco. Me puse a llorar por esa tremenda desgracia que debía afrontar sola, pero mi padre se rehusaba a ser consolado. Hablaba con una completa lógica, pero lo que decía carecía de cualquier posibilidad de realidad para mí. “Y cuando ves a Dios, qué te dice”, le preguntaba. “Nada, hija, no habla, sólo está ahí, y lo puedo ver tan claro como te veo a ti ahora mismo”.
Maximiliano escuchaba a Elsa en silencio, igual al Dios que el viejo decía ver. Era un silencio al que lo había acostumbrado la pacífica mansedumbre del cordero de Dios clavado en una cruz. Sin gritos, con dolores callados a rajatabla, gemidos contenidos detrás de los dientes apretados, entre músculos entumecidos y tan tensos como los nudos de la madera que formaban esa cruz. Músculos contraídos por los latigazos que Maximiliano aún podía sentir, castigándose a sí mismo para que el dolor fuese el mensajero de sus pecados, el instrumento que caldeara el cuerpo hasta la temperatura adecuada en que el deseo y la muerte se encontraba al mismo nivel, en el mismo plano de la realidad como de la conjetura. La teoría y la práctica aunadas por la simbología divina. El dos unido por el tres. El tercero representando no únicamente la unión, sino la esencia, la síntesis y la expansión. El representante que es lo representado.
El dolor que transforma la oscuridad en luz.
Era eso lo que había escuchado del hermano Aurelio, y quizá lo que el padre de Elsa había intentado decirle a su hija.
-¿No le dijo su padre si veía la luna en esas noches?
Elsa no lo miró, estaba llorando y se ocultaba la cara.
-No lo sé, de eso no me dijo nada.- Luego de un momento en que se secó la cara con un pañuelo sucio, se rectificó: -Sí dijo algo sobre la luna, ahora que recuerdo. Los ojos de Dios son dos lunas gemelas, comentó, pero después dijo que no eran dos, sino uno solo, como dicen los astrónomos que la luna tiene dos caras, una siempre visible y la otra oculta para nosotros. Papá me dijo entonces que Dios gira la cabeza, y le vemos media cara, pero en realidad sí tiene media cara nada más. Ahí me di cuenta de que ya estaba delirando, porque ya ni siquiera hablaba con apariencia de lógica. Según él, Dios muestra el ojo izquierdo.
Maximiliano entonces preguntó, dándose cuenta recién después de la importancia de su pregunta.
-La ceguera del ojo izquierdo, ¿quiso decir, no?
-Sí, pero él se refería a la ceguera de Dios, Maximiliano. Dijo que el Señor estaba ciego desde el día de su creación.
-¿La creación de quién?
-De Dios, desde el día que nació. ¿Se da cuenta del delirio? Yo casi me vuelvo loca al escucharlo. Gracias que mi amiga Eufemia me acompañó a hablar en el hospital de la ciudad, donde me recomendaron internarlo. Unos días después lo vinieron a buscar. Papá me miró y me insultó por primera vez en su vida. Lo miré irse en la ambulancia, de esas nuevas con motor, blancas y con una enorme cruz roja en cada costado, traqueteando sobre las rocas y haciendo mucho ruido. Estuvo dos días en el hospital. Me llamaron para que fuera a buscarlo. “Su padre no tiene nada, sólo un delirium tremens por el alcohol,”, me dijeron. Cuando salió, seguía con la misma deficiencia para ver, pero como no me hablaba por su enojo, no supe por algún tiempo si seguía o no con sus locuras. Lo dejé en casa, vigilado por Eufemia, mientras yo salía a trabajar al campo. Por un tiempo creí que todo finalmente saldría bien. Era como si estuviese postrado, por más que pudiera moverse y caminar perfectamente. Yo prefería eso a escuchar sus delirios y saberlo loco para siempre, incluso a veces pensaba que la casa y yo corríamos peligro, podría quemarla o matarme en cuanto me descuidase. Un día pasé frente a la casa de la vieja que le comenté un día, no sé si la recuerda, Maximiliano.
-¿La que predecía el futuro?
-Esa misma, pero en realidad no era adivina, sólo una vieja más del pueblo, de la que se contaba que hablaba con los muertos como de otra podía contarse que se teñía el pelo o tenía veinte gatos. No trabajaba de eso, pero la gente iba a preguntarle cosas, y aunque nunca cobraba recibía en silencio los regalos que le daban. La conocía desde que yo era muy chica, y para mí siempre había sido soltera y solitaria, y siempre había sido una bruja de esas de buena apariencia, amable pero misteriosa. Hablaba con acento italiano, y tenía un apellido no común, creo que Sottocorno o algo parecido. Sólo cuando se hizo vieja comenzaron a tenerle miedo, porque una vez anunció en la iglesia que llegaría una terrible enfermedad, y cuando todos se habían olvidado de tal vaticinio tres meses después, una epidemia de ántrax asoló la región. Desde entonces, ella misma pareció tomarse en serio ese supuesto poder adivinatorio. Ya casi no salía de su casa, y eran los vecinos los que iban a verla, incluso los maridos que nunca habían hecho caso de los comentarios de sus mujeres. Pero no iban como visitas simplemente, sino que entraban y salían como en la consulta de un médico, es decir, por turnos. Poco tiempo después, no había día de la semana sin que menos de diez personas entraran a esa casa. Si alguien preguntaba por ella en el pueblo, decían que la habían visto bien, pero no se hablaba de lo que había ocurrido en el interior. Para mí y los demás niños, siempre fue un misterio el salón en donde ella recibía a la gente. Tenía animales, gatos y perros, algunos dentro y otros afuera, los trataba bien, incluso muchos dejaban cachorros en su puerta para que los criara.
-No era una mujer mala, entonces…
-Con los animales no, pero con la gente, no sé. Quiero decir, Maximiliano, que ella les decía el futuro, supuestamente, y eso no es nada bueno, me parece…
-¿Por qué?
-Mire, la vida es un regalo, una bendición, es vivir el día a día…
-¿Y qué mal hacía esa mujer con predecir el futuro?
-Decía el día y la forma de la muerte a quien deseaba saberlo, y muchos querían saber también la muerte de otros. Se puede tener un poder, Maximiliano, pero ese poder implica también escrúpulos…
-¿Y si Dios no tiene escrúpulos, por qué deben tenerlo los hombres?
Elsa lo miró con enfado.
-Dios es Dios…
-Eso es retórica, Elsa. Palabras como espuma de mar, repeticiones sin eco. Lo que vale es lo que queda, por lo tanto, lo que persiste en el futuro. Ver ese futuro es casi ser un Dios, me parece.
Como Elsa seguía enojada y nada le contestó, preguntó, intentando conciliarse y saber más de aquella historia.
-¿Cómo se llamaba esa mujer?
-Se apellida Cortez, María Eugenia Cortez, de Valladolid. Su familia se instaló en el pueblo muchos años antes. Bueno, continúo contándole lo de mi padre. Usted se preguntará por qué hice lo que hice, después de lo que acabo de decirle, pero no sabría responderle. La verdad es que pensé en ella y decidí llevar a mi padre a verla. No sé qué esperaba, probablemente un milagro, una respuesta esperanzada, por lo menos. Cuando estamos desesperados, hasta podemos recurrir a quienes aborrecemos o despreciamos. Yo no tenía nada en contra de esta vieja, pero le tenía miedo, o resquemor, y a veces la ignoraba completamente. Mi vida nunca se había cruzado con la suya, y de pronto era yo quien recurría a ella por algo en lo que nunca había creído, entregándole lo que yo consideraba más sagrado, la vida de mi padre. Un día le dije al viejo que iríamos a verla, me miró fijo pero no dijo nada. Me siguió despacio por el camino al pueblo. Yo caminaba erguida, orgullosa y en silencio, con un perro a cada lado; mi padre iba atrás, encorvado, mirando sin ver con esos ojos cada vez más extraños, levantando la vista ciega y oliendo el aire igual que lo hacían los perros. Llegamos y ella nos recibió con cara seria y ofuscada. Vi por primera vez el interior de la casa. Era nomás un salón pequeño y oscuro, repleto de muebles viejos y llenos de polvo, repletos de libros y papeles. Había tazas de té sucias sobre la mesa, donde las moscas revoloteaban y zumbaban refugiadas del exterior. Nos sentamos a esa misma mesa, ella envuelta en su cohorte de moscas, nosotros envueltos en el aroma húmedo y herrumbroso de la casa. Madera y hierro, orina de gatos, mugre vieja. Eso era la esencia de la casa, elementos primitivos con los que ella parecía construir el futuro. Y se me ocurrió que realmente era una bruja que arrancaba pedazos de las cosas para amalgamarlos en una nueva sustancia que ella quemaría en su gran caldera de hechicera para que el humo se expandiese por el mundo. Unas cuantas palabras ininteligibles serían necesarias, sin duda, para completar el ritual, o por lo menos para darle la apariencia imprescindible ante los dioses que estarían mirando, seguramente. Miré al techo, hondo en su profunda altura, oscuramente habitado por telas de araña que adivinaba milenarias.
De pronto, Elsa se echó a reír, apoyándose en los brazos cruzados de Maximiliano. Él sonrió, sintiendo el aroma del pelo de ella tan cerca suyo, que sintió un vértigo, como ante un abismo en cuyo fondo estaba el mar. Iría a arrojarse pronto allí, dispuesto a zambullirse y hundirse en ese plácido clima cuya consistencia era como el agua pero a la vez viscosa. Sal y sangre, se dijo a sí mismo. Lúbrico fluido de mares tórrido en tardes que mueren lentamente.
-Estoy sonando tenebrosa, y eso no es lo que quería –continuó diciendo Elsa.- Era una tarde común y corriente en el pueblo. Por la ventana de la casa yo veía la montaña, mi montaña, una parte de nuestra estancia, nuestros campos y ganado. El sol estaba espléndido ese día, pero cayó con la lentitud de siempre, y en seguida el frío se hizo tan intenso que hubo que entrar en la casa y sentarse junto al fuego, aún siendo verano. Allí dentro, en cambio, a pesar de lo cotidiano de las cosas, la sombra del atardecer era más fuerte y densa, y sobre todo el olor espantoso que al principio no me molestaba, de a poco fue provocándome náuseas que intentaba reprimir cerrando los ojos y escuchando la voz de esta vieja. Su forma de hablar era una letanía, aún cuando comentara el clima o contase lo que había preparado para la cena. Había retratos de familia colgados de las paredes. Gente joven y vieja. Ella pesó mi mirada, y dijo que eran sus hijos. “¿Todos?”, pregunté, porque había ancianos que supuse eran sus padres. “Sí”, me contestó. Yo insistí, señalando el retrato donde un viejo barbudo que nos miraba con enfado. “Mi hijo mayor”, respondió la vieja. “He tenido doce hijos, todos me han dado nietos y bisnietos y tataranietos. Muchos han muerto ya, el resto está desperdigado por el país. Qué es lo que quiere saber”, me preguntó de pronto, con las manos cerradas en puño sobre la falda, mirándome con fijeza y una total falta de humanidad. Me quedé cohibida un instante, y señalé a mi padre, que había permanecido sentado a mi lado observando el techo. Entonces le conté todo, como se lo he dicho a usted. Ella me escuchó sin interrumpirme hasta que ya no tuve más que decir, luego se acercó a papá y puso sus manos sobre la cabeza de él. Le levantó los párpados como si fuese un médico. Mi padre la dejaba hacer. No sé si la veía bien con su ojo sano, cuando estaba ensimismado yo no sabía si era consciente o no de lo que pasaba a su alrededor. No intercambiamos cuestiones entre la vieja y yo. No le dije qué esperaba de ella porque no sabía a qué había venido, ni siquiera, se lo juro, recordaba en ese momento el camino que habíamos recorrido hasta su casa sólo un rato antes. Supongo que dio por supuesta la razón de mi visita, nadie la visitaba para saber por su salud o porque la extrañasen. Sí, era triste pensar en eso, pero hay gente que es una especie de cristo para las diferentes filosofías, sean religiosas, domésticas, o también económicas. Son de esas personas que ante la pregunta de la razón por la cual hará tal o cual tarea desagradable, que la mayoría aborrece, ellos responden que alguien debe encargarse de hacerlo. Es tan simple la respuesta, que hasta parece una burla por parte de ellos. Y por eso, creo, los vemos como extraños, incluso llegamos a odiarlos porque presentimos un espíritu superior que no estamos dispuestos a reconocer, hacerlo significaría reconocer nuestra pequeñez, nuestro fracaso.
Maximiliano había estado escuchándola con atención, a veces cruzado de brazos, con el ceño fruncido demostrando extrema atención, moviendo la cabeza en un asentimiento de tanto en tanto. Pero ahora, luego de escuchar lo que acababa de decir, se preguntó si no era eso exactamente lo que él estaba sintiendo. Como si ella, al hacer tal comentario, no estuviese más que leyendo su alma o haciéndole una discreta pero profunda reconvención por su comportamiento, su ensañamiento en mantenerse silencioso y esquivo. Pero ahora debía reconocer la inteligencia superior de Elsa, esa campesina que se levantaba antes del alba, arreaba ganado, limpiaba establos, recorriera las laderas de la montaña como si no fuese una empinada cuesta sino una colina de suaves ondulaciones. Pensó en las piernas y las caderas de Elsa, en que debían ser fuertes y bien formadas. Bajó la vista, haciendo que meditaba, e imaginó el cuerpo escondido bajo el vestido viejo. Se dio cuenta que la deseaba, por primera vez, una mujer lo excitaba sin buscarlo ni tocarlo, sin obligados besos o caricias ríspidas y frotes que resultaban más pasos de un proceso maquinal que un verdadero deseo enraizado en la profundidad de su cuerpo.
-¿Se siente mal? –preguntó ella.
-No, continúe por favor.
-Bueno… la vieja dijo entonces que mi padre tiene un tumor en la cabeza, justo detrás de la órbita del ojo izquierdo. Dice ella que es inoperable. Le pregunté cómo lo sabía si no era doctora, y me hizo un dibujo que representaba la cabeza de papá y en el centro, hacia la izquierda, un círculo que ocupaba casi un tercio. Ese era el tumor, según ella, y operarlo sería como descerebrarlo. Me estaba poniendo nerviosa, insistí en saber cómo sabía el tamaño del tumor, si es que lo era. “Querida -me contestó- lo sé porque lo veo”. Entonces papá sonrió cuando las manos de la vieja lo liberaron, vi que ellos se cruzaban una mirada cómplice, y por primera vez en mucho tiempo, los ojos de mi padre fueron uno solo, se comportaron no como una pareja que se lleva mal sino como dos amantes. No me entienda mal, Maximiliano, no quiero insinuar nada raro entre ellos, la comparación es sólo una forma de explicarle que a partir de ese momento creí lo que me dijo la vieja, porque si mi padre veía algo, como aseguraba, con su ojo ciego, también ella lo hacía. Y de pronto, todo fue muy claro y muy fácil, a pesar de su complejidad. Ella empezó a explicarme que había una manera de salvarlo. En América, las tribus de indígenas conocen muchas formas de operar esos tumores. Primero me revelé expresando mi incredulidad, pero como ya le dije, ella hablaba de los indios como si se tratase de un vecino. “Llévelo a América”, me aconsejó. Mi padre y yo salimos de esa casa, a la que nunca volvimos y nunca regresaremos mientras tengamos vida. Vendimos la tierra con todo lo que hay en ella, y nos embarcamos.
Habían estado hablando toda la noche. El amanecer surgía desde la popa, develando la promiscuidad de la muerte, llevada y conducida, arrastrada por cubierta por los brazos de la enfermedad que azotaba al barco. Más enfermos habían entrado a la zona prohibida. Hubo menos muertos, y eso también era algo malo, porque el espacio se agotaba, y la epidemia amenazaba con expandirse hasta que el barco fuese solo una enorme llaga de metal flotando a la deriva. La nave de Aqueronte renacía como el fénix.
Elsa y Maximiliano miraban hacia el sol naciente, y se tomaron de la mano. Él fue quien hizo el ademán inicial, ella fue la que se animó a besarlo.
-¿Y usted, Maximiliano, por qué viaja a América?
10
La fuerza de un cuerpo que no conoce todo aquello de lo que es capaz. Y el hierro de una pala que no se quebranta frente al hueso humano, que no se acobarda ni se amedrenta ante el peso de la carne y la piedad y la blandura que impone con su intensidad bullente de sangre. Y además, una pala que posee un filo, lo más letal de esa cadena de elementos que conforman un crimen. En el fondo, en el origen, la oscuridad donde se esconde el motivo.
Maximiliano iba y venía de esas grutas imprecisas, de la luz a la sombra y luego de vuelta, consciente de ese pasaje y de sus motivos, dispuesto al silencio del pensamiento, que es un silencio poblado de voces imposibles de callar con ninguna clase de muerte.
Miró el cuerpo del hermano Aurelio tirado en el piso, las piernas abiertas, la derecha doblada, el torso a medias apoyada en una de las paredes, los brazos colgando con las palmas hacia arriba, los dedos crispados, la cabeza reclinada hacia la izquierda, la boca abierta y los párpados levantados. Era casi exactamente igual a una estampa religiosa, como la de los mártires semidesnudos que yacen en posiciones extrañas mientras agonizan, con la mirada en éxtasis, recibiendo en su seno al Espíritu Santo.
Arriba, en el hueco que llevaba hacia el aire libre, un hueco invertido, le parecía ahora, porque tenía la sensación de que habitaba allí en el pozo desde siempre, el sol había desaparecido encaminándose hacia la noche, perdido y extraviado. Y sintió piedad y tristeza, y una enorme conmiseración por el sol perdido como un niño, ese pequeño astro en medio de tantos millones de astros más grandes. Entonces se puso a llorar por el sol y la luz que desaparecía del mundo esa noche como todas, pero que era también la última noche para alguien. Y se dio cuenta de que ni siquiera eso le había dado al hermano Aurelio, porque había muerto antes de la llegada de la oscuridad. ¿Era esa mirada que ahora veía en los ojos del muerto un misticismo cruelmente elaborado para castigar a su ejecutor, o una real simbiosis del alma de aquel hombre con su Dios? ¿Acaso Dios estaba en ese pozo, arrastrando el alma de Aurelio e ignorando el cuerpo vivo de Maximiliano, como si lo visible fuese lo invisible, y el alma algo más concreto que la piedra?
Escuchó la voz del padre Silvestre y el padre Esteban llamándolo. La jornada de trabajo había terminado. Una cabeza se asomó por el borde del pozo, intentando ver en la oscuridad.
-Hermano Maximiliano, ¿está ahí?
Maximiliano golpeó la pared con la pala, como si siguiese paleando.
-Sí, padre, aquí estoy.
-Deje el trabajo, terminamos por hoy, lávese para la misa. Avise al hermano Aurelio, también. ¿Está con usted, no es cierto?
Maximiliano se dio cuenta de que el padre Esteban ni siquiera los veía. Respondió con la verdad.
-Así es, padre.
El otro se alejó, y su voz se perdió llamando a los otros hermanos, inmersos en los pozos, y los imaginó saliendo como escarabajos al comenzar la noche, en busca de comida. Cientos de escarabajos negros que se reunirían en torno a un altar mayor frente a un líder, para escuchar la palabra del dios escarabajo.
¿Notarían la ausencia del hermano Aurelio esa noche en misa o en el refectorio? Podría decir que el hermano no estaba bien, que se había acostado, que el trabajo del día había sido demasiado agotador. Ninguno de tales argumentos sería una mentira, sólo una de las miles ramificaciones de la verdad.
Dejó la pala y se acercó al cuerpo. Se dio cuenta de que lo que había visto no era del todo cierto. Sólo tenía el ojo derecho abierto, el izquierdo estaba perdido, cubierto de sangre, y todo ese lado de la cara y el cráneo hundido por el golpe. No se detuvo a pensar por qué había visto antes algo diferente, como si por un momento la cara de Aurelio hubiese sido la de un ángel hermoso penetrado por primera vez por el Espíritu, como una virgen. Hizo la señal de la cruz frente a esa cara lacerada, el rostro cuya deformidad consideró una liberación, una expiación para aquella alma atormentada por el orgullo, que blasfemaba la figura de Jesucristo con sus intenciones mundanas y su obscenidad escondida. La obscenidad que guardaba para los pozos oscuros y profundos, como si la muerte y el sexo fuesen una única criatura bestial que la luz del sol dividía en dos para quitarle poder.
-Rexit in pace – recitó, haciendo la señal de la cruz sobre la cara destrozada, sin temor de tocarla, manchándose la mano con sangre, limpiándose luego en la sotana ya sucia de barro. Y así, con las manos llenas del barro que limpió la sangre, que la absorbió hasta hacerla desaparecer, comenzó a palear tierra para cubrir el cuerpo.
Oscurecía con rapidez, y cuando hubo dados cinco minutos de paleadas lentas y costosas para su cuerpo ya cansado, dejó la herramienta a un lado y subió la escalera. Afuera, el convento había encendido sus luces, y llamaban a misa nocturna. Él era el único que faltaba unirse a la procesión que ya se veía avanzar desde las celdas hacia el templo. Las campanas sonaban a muerto. Por qué, se preguntó, y al prestar mayor atención, se dio de cuenta que sólo había sido su imaginación. Ahora las campanas llamaban con sus ocho campanadas habituales para la misa nocturna. Se cantaría el angelus, se rogaría por el alma de los muertos, se pediría la bendición del Santo Padre, se leería un fragmento de las escrituras, tal vez la parábola del hijo pródigo. Pero si era el padre Roberto el que leería esa noche, más probablemente elegiría el episodio del sacrifico del hijo de Abraham. Algo que dejara dudas en la mente de los seminaristas, algo que sembrara la discordia en el alma de cada joven ya aquejado por la incertidumbre entre la fe, la vocación y el conocimiento.
Miró al fondo del pozo y no vio más que oscuridad. Nada había, más que la intensidad propia del vacío, o era tierra tan oscura que se asemejaba al abismo de la nada. Fuera cual fuese la posibilidad, se contentó con haber creado aquel esquema, aquel esbozo que pretendía imitar la nada, un sitio donde quien pusiese la vista no encontrara más que la indiferencia propia hacia lo que no existe. Tanto fue así, que el padre Silvestre apareció de entre las sombras junto a las paredes del convento, y Maximiliano escuchó que lo llamaba. No sabía si lo estaba viendo sobre el montículo de tierra, aún sentado. Escuchó otra vez sus nombres, y esta vez respondió.
-Sí, padre, acabo de salir y recojo mi ropa.
-Dos minutos, hermano, sólo le doy dos minutos para asearse y asistir a misa.
Lo vio adentrarse en el convento. No había preguntado por el hermano Aurelio. Fuese suerte o no, no quiso tentar a la providencia que se la facilitaba, y caminó rápido hacia su celda. Se desvistió y se lavó con el agua de la palangana, la misma que había usado esa mañana al levantarse. Estaba tibia y sucia, pero a él le pareció fresca comparada con el calor que le había provocado la agitación y el temor dentro del pozo. Se restregó la cara, y aunque no tenía espejo sintió las costas de barro en la barba y el cuello. Se lavó las manos, y bajo la tierra encontró la sangre pegada. Se restregó esta vez con más fuerza, y las manchas se fueron licuando. La sangre lucía como nueva, como si él mismo se hubiese lastimado al frotarse, pero luego que la sangre quedó en la palangana, tiñendo el agua sucia de un turbio color rosa morado, vio que sus manos estaban indemnes. No solamente limpias, sino que hasta se veían hermosas.
Entonces se dijo que había cumplido con su deber, que se había purificado a sí mismo al tiempo que purificada el espíritu de alguien más. Había liberado el alma pecaminosa de Aurelio, su inaceptable orgullo de creer ver a Dios, y eso lo redimió a él también. Como el alma de Cristo a través de la comunión. Se dio cuenta de que ahora era él quien se creía tan importante como Cristo. El orgullo del hermano Aurelio, en lugar de desaparecer, había pasado a él.
Sabía que la misa estaría terminando, y que vendrían a buscarlo para llevarlo a la celda de aislamiento, pero ahora no le importaba más que deshacerse de su propio cuerpo blasfemo, de ese cuerpo que agraviaba a Jesús sólo por el hecho de vivir. Incluso muerto su cuerpo iba a seguir ofendiendo a Dios. Agarró el rebenque del tío José y comenzó a castigarse la espalda, luego siguió con sus muslos, sus hombros, su cara. Se desnudó y castigó sus genitales. Se puso de pie y lastimó sus pies. Y a pesar del dolor no gritó ni lloró, sólo hizo muecas silenciosas, y ése era su regalo para Dios, el silencio que todo lo perdona y todo lo limpia, el eterno silencio donde la nada, en lugar de oscuridad, es blanca como el vientre de la Virgen.
Escuchando los pasos de los seminaristas saliendo del templo y yendo a sus celdas, adivinando los pasos de las sandalias del padre Esteban que se acercarían tarde o temprano, o quizá no fuese él, sino otro de los celadores, menos condescendiente, menos flojo para imponer castigos, porque ya era la segunda vez que Maximiliano transgredía las reglas. Se acercaban a su puerta. Abrió los ojos y vio al padre Esteban y a dos curas más mirándolo con los ceños fruncidos y una expresión ofuscada. Maximiliano no pudo levantarse, y tampoco quería hacerlo. No lo obligarían a dejar esa postura de sumisión, nunca más se permitiría estar a la misma altura de un hombre, la misma altura a la que Cristo había estado alguna vez. Y volvió a darse cuenta de que la obstinación en mantener su autocastigo era también una forma de orgullo: todo olía a orgullo y vanidad en el hombre, hasta la modestia, hasta la entrega de todo. Si se estaba castigando el cuerpo era porque valoraba tanto su cuerpo que lo consideraba digno de recibir un castigo, y digno también de redimirse alguna vez. El cuerpo es el templo del alma, había aprendido, y la iglesia un edificio donde los artificios se jactan de representar a Dios.
Nuestros ojos son vanidosos, se decía él, nuestras manos hieden a orgullo, nuestras espaldas erguidas avasallan el mundo con jactancia. Y un cadáver quizá fuese el más poderoso signo del orgullo. Sin moverse ni hablar, imponía con su silencio el aroma supremo de la vanidad: el cuerpo hedía entonces más que en cualquier momento mientras estuvo vivo, un olor que no podía detenerse, que viajaba con el viento y continuaba en las narices de quienes alguna vez lo habían percibido. Un olor cuya presencia persistía más que el silencio, porque se disfrazaba utilizando las mismas maniobras usadas para combatirlo: era así como el aroma de las flores recordaban el olor de la muerte. Los cementerios eran jardines de cadáveres florecientes.
¿Serán, entonces, la primavera y el verano, épocas de mayor muerte porque también hay más vida? ¿Son el otoño y el invierno simples reyes herederos que gobiernan porque su verdadero rey, la vida, estará ausente por un tiempo?
Olió el aroma de la piel de los curas, el áspero matiz de sus barbas en el cuello, y el imaginario perfume de la sangre. A veces veía un corte en lugar del cuello blanco de los curas, una raya roja que tanto lo atraía, que él necesitaba sentir, alguna vez, el calor de algún filo. Ni las uñas de las putas, ni el puñal de algunos de sus amigos, ni siquiera el frío aliento del tío José cerca de su cuello se había acercado a esa necesidad, esa imperiosa necesidad física. Tal vez Cristo habría sentido eso mismo desde mucho antes de ser clavado en la cruz, el dolor como premonición, el dolor como expiación porque deshacía el cuerpo en miles de fragmentos al mismo tiempo que lo juntaba en un solo sentir. Las múltiples partes del cuerpo, conformando una unidad, se disociaban y congregaban sucesivamente en una acumulación simultánea de vida y muerte, de construcción y destrucción de una espiral cuyas vueltas se iban rompiendo para dejar círculos cerrados y permanentes alrededor del alma encerrada en el débil cuerpo de un seminarista, de un joven de mente obtusa y cuerpo excitado.
Olió el aroma del padre Esteban y se abrazó a él, y sintió las manos del cura abrazarlo, subiéndolo hasta su altura para ayudarlo a caminar fuera de la celda. No lo llevaban hacia el sector de aislamiento, sino hacia la enfermería. El padre Rogelio comenzó a revisarlo con sus instrumentos médicos: el estetoscopio rozó su pecho y le dio escalofríos, el bajalenguas de metal se metió en su boca y lo hizo toser, la pinza con algodón y desinfectante pasó pos sus heridas para provocarle un ardor muy parecido al mismo fuego.
-Agua –pidió.
Le alcanzaron un vaso, y al levantar la cabeza vio que estaba cubierto con una sábana limpia, impecablemente blanca. Escuchó, de pronto, un trueno, y se sobresaltó. Los otros debieron creer que despertaba de alguna pesadilla o mal sueño que había tenido en ese medio sueño de los estados febriles.
-Tranquilo, hermano –dijo alguno a su alrededor, pero no supo quién.
Sintió que de inmediato alguien abría una ventana para dejar entrar el olor de la lluvia, pero ese aroma trajo consigo no el recuerdo del pasto mojado, sino el de la tierra removida de los pozos de drenaje. Escuchó que conversaban a su lado, sin seguir la lógica de la conversación.
-Es un pecado que llueva justo hoy…
-…no debe lamentarse…
-…el agua limpiará los pozos…
-….ablandará la tierra…
-…lo que se hizo es suficiente…
-…ya no nos inundaremos…
-….el agua se llevará todo.
Si allí terminó la conversación fue únicamente por estruendo que el trueno trajo con la lluvia, que cayó a cántaros, y escuchó entre risas la palabra diluvio, y percibió los efluvios del vino en el ambiente junto al fuego, y el aroma de los libros que no era precisamente la biblia, porque el papel era menos santo y estaba impregnado de olores non-sanctos. Aroma a orina y a semen, a transpiración bajo la sábanas. Pero de dónde llegaba ese aroma, se preguntó Maximiliano, mientras abría los ojos e intentaba ver lo que los demás hacían muy cerca de él, en el salón pequeño que servía de enfermería, pero que, como todos ya sabían, era utilizado para beber alcohol y tener conversaciones no permitidas. Sin embargo, no vio más que sombras y figuras sentadas alrededor de una mesa, algunas levantándose y otras sentándose, casi siguiendo el ritmo de los truenos y la lluvia, como si hubiese una danza escondida, una coreografía quizá, que los curas estaban ensayando sin saberlo, títeres de los dioses paganos que, según dicen, surgen cuando las fuerzas de la naturaleza superan la voluntad del Dios supremo.
Maximiliano vio los relámpagos iluminar la serie de figuras y estampas que se dibujaban en la sala, unas veces como congregaciones de hombres santos, otras como campesinos y pescadores arracimados alrededor de una figura capital, Cristo probablemente, pero intercaladas con estas imágenes, vio hombres desnudos alrededor de mujeres también desnudas, vio botellas de alcohol y mucho humo, contempló figuras de arte maya dedicadas a representar orgías, violaciones y asesinatos. Vio niños muertos, fetos muertos colgando de sogas atadas a las vigas del techo, hachas sobre las mesas, bisturís médicos y pinzas, fórceps, cuchillos y tijeras. Vio telas blancas manchadas de rojo, camas con colchones rotos, elásticos, huesos, muchos huesos largos. Cabellos cortados de todos los colores posibles, lacios y rizados, mechones enteros arrancados con partes de piel humana. Y también sabía que el agua arrastraría todo aquello con su piedad, su misericordia inabarcable, su perdón extremadamente benévolo, demasiado para el objeto al que se dirigía: el hombre, ese tallado inacabado por Dios, engendro que debió ser abortado por su conducta aún antes de serle otorgada la vida, ese pedazo de tierra formada con heces y barro.
Miró hacia la ventana abierta, y sin verlo, adivinó el torrente que fluía junto a las paredes del convento, formado y alimentado por la lluvia que sí podía ver caer intensamente entre relámpago y relámpago, y que oía aún con más claridad en la densa oscuridad de la avanzada noche. Ignoró las imágenes reales o imaginadas de los curas en la sala, y siguió el camino de la piadosa lluvia a través de recovecos y pasillos, de túneles y desagües. Enumeró mentalmente los tejados del convento, las caídas de agua, los sectores que siempre se atascaban, las grietas en las paredes. Y cuando todos y cada uno de estos caminos y obstrucciones fueron superados, pensó en aquel torrente bajando hacia el primer pozo que ellos habían cavado durante el día. El agua fluyó con su propio peso dentro de la zona más honda, arrastrando tierra y pedruscos, incluso las palas que algunos de los seminaristas habían dejado olvidadas. Podía escuchar, ahora sí, aquel torrente por encima del ruido de la lluvia, pero era un sonido que no podría confundirse con nada más, porque tenía la característica de lo profundo, como una oquedad de pronto ocupada, repercutiendo el sonido del agua con un eco inicial que pronto, imperceptiblemente, fugazmente, desaparecía, para volver a formarse en el siguiente túnel.
Hasta que en uno de esos tantos túneles el agua iba a encontrarse con un obstáculo muy débil, un montón de tierra interpuesta en su camino y también un cuerpo. Y para el agua este cuerpo no era más pesado ni muy diferente en condición y naturaleza a esa misma tierra que llevaba arrastrando desde unos metros antes. Acostumbrada a arrasar con todo desde el principio de los tiempos, la corriente se deshizo de los obstáculos y se llevó consigo al cuerpo del hermano Aurelio, lo envolvió en su torbellino de pequeños remolinos interiores, coágulos de barro que cubrieron el cuerpo como si quisiesen curarlo o detener heridas ya muertas. Como un médico ignorante que desconoce los signos de la muerte, el agua se considera a sí misma más poderosa que su propia ignorancia, cura lo que no necesita ser curado y mata lo que aún puede estar vivo todavía. Sin embargo, es como el tiempo, lo que arrastra lo deshace y lo devuelve al fango, lo disuelve, se introduce y lo introduce en su misma sustancia. Por eso el agua es piadosa como Dios, todo lo perdona porque nada le es ajeno.
Imaginó el cadáver de Aurelio siendo arrastrado por la corriente a través de los diversos túneles, hasta el último que desembocaba en el arroyo. Y la fuerza de la corriente se hizo entonces mayor, y el cuerpo dio vueltas y vueltas, giró y golpeó contra las paredes, se dobló como un muñeco de trapo y finalmente fue arrojado en el arroyo, sin oportunidad de descanso porque allí la corriente era más intensa debido a la lluvia, y muy pronto fluyó más rápido pero con menos brusquedad, porque el lecho era más ancho y diversas corrientes paralelas lo envolvían como si ahora sí supiesen que ya estaba muerto definitivamente, y decidieran hacerle una mortaja de agua.
Entonces Maximiliano supo que esos huesos nunca de desharían, nunca se pudrirían lo suficiente como para no dejar rastros en alguna parte. Hasta los cabellos del hermano Aurelio seguirían flotando y balanceándose, parecidos a las algas, formando parte de la naturaleza del fondo del mar. El cuerpo blasfemo y la mente enferma del hermano persistirían en el agua durante incontables siglos, alimentado por el agua para convertirse en un vegetal marino, en algas, en carne que alimentaría a los peces. Y los fragmentos de aquel ojo izquierdo seguirían viendo a Dios aún después de muerto, en el fondo del mar, oculto el ojo en todas las cosas, en millones de peces que alimentarían a otros tantos cuerpos. Los huesos de Aurelio se convertirían en rocas donde el mal podría asentarse, o quizá esas rocas eran altares de huesos petrificados de muchos otros cuerpos degradados por el mal.
Si la tierra era el origen del hombre, que nacía inocente, era ella misma el destino del hombre bueno. Pero el agua, alimento de la vida, engendraba el deseo y la perversión. Todo líquido, como la sangre y las secreciones del cuerpo, eran un remolino de caos. Vida y muerte, alternadas, inestabilidad y perturbación. Sólo Dios era serenidad y paz, muerte permanente. Una roca, también. Y por eso los demonios se camuflaban, se transformaban para imitarlo, envidiosos de la paz eterna de las piedras.
Los huesos del hombre eran lo más parecido a Dios.
Los anhelados tesoros que los demonios querían arrebatar a un Dios que ya estaba muerto, robando sus huesos desde su sepultura en la luna.
El cementerio de la luna tenía una sola tumba, desde siempre abierta porque nunca fue cerrada.
Los huesos de Dios estaban indefensos como los de un anciano solo y ciego.
LA EXPLORACION EN LOS RIOS DE LA MENTE
11
El cielo de Buenos Aires era diferente al cualquier otro que hubiese conocido, aunque jamás en su vida había salido de la península, ni siquiera salido del ámbito de su terruño, del territorio de la provincia de Cádiz. Su asombro llegaba, tal vez, del aire, y pensó ingenuamente que quizá a todos les pasaba, como les había ocurrido a los primeros exploradores de la zona, o a los primeros visitantes de la antigua ciudad recién fundada, que el aire extraño, frío y extremadamente húmedo, y sin embargo trepidante para el alma- no sabía por qué ahora pensaba en esta expresión-, hubiese penetrado en ellos. No dijo alma, no. Dijo cuerpo en voz muy baja, más allá de la voz del pensamiento y muy por debajo de una voz externamente audible.
Miró a su derecha, donde Elsa se agachaba para levantar fardos de telas y comida, llevándolos uno por uno apenas unos metros, con la única finalidad de hacer tiempo mientras el barco atracaba. Ellos sabían que la espera sería mucha, hasta quizá no podrían desembarcar sino al día siguiente. Habían llegado al puerto casi al mediodía del domingo, a los márgenes de cubiertos de una tenue niebla veraniega, una ciudad que se ocultaba de los ojos de los inmigrantes, celosa de sus tesoros, orgullosa de antemano por lo que ellos descubrirían cuando ella decidiera abrirles las puertas: recibir el barco entre sus dársenas como brazos dispuestos a amar o machacar. El puerto de Buenos Aires era un filtro, y en esa espera de dos horas vio quizá la más trivial más pero clara muestra de que no serían bien recibidos.
Nadie más parecía darse cuenta de lo enrarecido del aire, de esa peculiaridad que lentamente se iba develando, como si el mismo aire estuviese envenenado con el mal modo de los habitantes. Aún sin haberlos escuchado, aún siquiera sin haberlos visto más cerca que a cien metros a través de la superficie del río, moviéndose como hormigas a lo largo de las escolleras, había escuchado la voz de los trabajadores del puerto con su peculiar acento sudamericano. Y por más que gritasen las mismas indicaciones y dijesen las mismas cosas que cualquier obrero del puerto de Cádiz, el acento era hosco y las blasfemias no sonaban no con las esperadas entonaciones amenizadas por la familiaridad.
La voz humana es un canto, pensaba Maximiliano, siempre hay un ritmo determinado, una música afín al significado de las palabras que se pronuncian. Esa música era del hombre que la emitía, pero germinada en una tierra determinada, de una familia en particular, de una historia en común. La diferencia, se dijo ( mientras continuaba asomado al barandal, observando la ciudad que crecía cada minuto ante su vista, a pesar de que ya estaban quietos, como si entre la bruma que no era bruma sino una especie de polen veraniego que servía de máscara diáfana, la ciudad se fuese descubriendo deliberadamente, sin mostrarse del todo, como una actriz que observa la platea a través de un trozo de telón rasgado), era que la música que Maximiliano escuchaba desde el puerto sonaba arrítmica, violenta y sórdida.
Elsa se acercó a él y lo llamó varias veces tocándole el brazo. Maximiliano salió de su ensimismamiento, y se asombró del bullicio a su alrededor, de la agitación, de las voces castizas y los gritos porteños, entremezclados por encima del río, cuyas aguas hedían a muerte.
-¿Vas a ayudarme, por favor?- le dijo, con voz cansada, preocupada.
Él asintió, aunque no veía la utilidad de cambiar fardos de un lugar a otro si no bajarían del barco en largo tiempo. Pronto vio que había muchos pasajeros rondando alrededor de las pertenencias entremezcladas de todos ellos. Había que precaverse de los ladrones, si durante el viaje no les era posible escapar, ahora ya en el puerto sólo necesitaban confundirse entre el gentío y huir hacia el puerto. Elsa lo miró con cansancio, como preguntándole con la mirada qué le sucedía. Luego, cuando era ya media tarde, se sentaron finalmente sobre los fardos a que habían reducido sus escasas pertenencias, cada uno sobre el suyo. Don Roberto vestido con la ropa que había llevado la mayor parte del viaje, ahora lavada, porque no quería entrar al nuevo continente como un mendigo sucio y harapiento. Fumaba su pipa, contemplando el horizonte de Buenos Aires, igual que si estuviese más lejos de lo que en realidad estaba, pero no había signos de miopía ni ceguera en su expresión. Elsa se había lavado el cabello, ahora recogida en la nuca, con unos mechones que le caían sobre la frente y las mejillas enrojecidas por el calor y el esfuerzo. Maximiliano había tenido la suerte de recibir de regalo un traje nuevo que el médico de a bordo le había obsequiado.
-Le agradezco mucho su ayuda, caballero –le había dicho el doctor, palmeándole la espalda y desmintiendo con reluciente hipocresía todo el desprecio con que lo había tratado durante el viaje. Había reconocido en él al único hombre de estudios de toda la zona en cuarentena del barco, y su regalo era una concesión a una vieja y anticuada educación a la cual no podía contrariar sino a expensas de la paz de su espíritu social. Maximiliano recibió el traje, luego de unos segundos en que dudó si tirarlo por la borda o devolverlo con educación pero arrogantemente. Lo aceptó, sin pensar, porque no hubo tiempo ni de un breve pensamiento que fuese más corto que el estallido de su memoria. El traje le recordaba la sotana que se había quitado definitivamente un día no mucho tiempo atrás, y se dijo que nada era tan definitivo, que las cosas volvían en otra forma pero con la misma sustancia.
Qué significaba ese traje, se preguntó, cuando lo tuvo en sus manos y miró al doctor irse junto a su enfermera del brazo, alejándose de la epidemia hacia el puerto, hecho y cumplido ya con su trabajo, en paz en mente y espíritu, lleno de anécdotas para contar en las tertulias de café de la ciudad en largas noche de ocio y esparcimiento, luego de las también largas jornadas en el hospital donde contaría los mismos incidentes a sus colegas e intercalaría en sus conferencias y expondría como enseñanzas de vida a sus apesadumbrados pacientes. No cabía duda de que iba a ser uno más entre los contadores de historias durante la próxima década en una ciudad joven que progresaba a pasos acelerados. Pero a Maximiliano le quedaba un traje usado, evidentemente inadecuado para pasearse como un caballero por cualquier calle de la vibrante ciudad, pero apto para sentirse distinto entre los otros que descenderían del barco. Un signo de distinción, que no haría más que demostrar la diferencia con que ya lo trataban los demás.
Era verdad que había ayudado a salvar ciertas vidas, o quizá no hubiese hecho más que consolar con palabras vacías los cuerpos que no querían dejar que sus almas escapasen en medio de la nada. El cuerpo exigía morir sobre tierra, sintiéndose huérfano sobre el agua o en el aire. Eso lo sabía Maximiliano con suma claridad. El agua transportaba los cuerpos, como había hecho con el hermano Aurelio; el aire acarreaba los gérmenes de enfermedades invisibles a los ojos humanos; la tierra, en cambio, recibía y abrigaba las fronteras del cuerpo, daba paz al alma, tranquila ya de dejar en buenas manos el recipiente que le había dado cobijo. ¿El alma, adónde va, entonces?, se preguntó Maximiliano. Miró al cielo diurno como respuesta, buscando la luna blanca como una nube perforada, deshilachada, un algodón usado y abandonado por una enfermera cansada apenas terminado su turno nocturno. Una enfermera que viera asomarse el sol por la ventana del cuarto donde ha estado cuidando a un paciente, y antes de que llegue su relevo, coloca la última inyección y arroja el algodón en alguna parte, sin darse cuenta. Y ese pedazo de algodón se escapaba por la ventana y subía al cielo, confundiéndose con la luna que se apagaba, la luna muerta del día, la mortaja de telarañas que la cubría mientras el sol empezaba a cumplir con su deber.
La luna sobre la tarde de Buenos Aires no le respondió, porque apenas pudo hallarla. La desconocía así como ella aparentaba desconocerlo a él. Otra tierra es otro mundo. La memoria podía cambiarse, el pasado era tan poco importante, tan trivial que se volaba como el algodón ante un viento próspero. La ciudad era una evidente muestra del progreso, lo que dejaba detrás era polvo y humo. Maximiliano esperaba con ansia que así fuese, pero la futilidad de este concepto, de esta concepción de la vida le producía un dolor semejante a un pozo vacío que exigía ser llenado. Lo negro exigía lo blanco, lo hondo reclamaba lo alto. Todo volumen hueco debía ser completado. La física de los cuerpos respondía a la lógica positivista. Dios se hundía en los abismos, el cuerpo de Dios no flotaba como los barcos. Se hundía en el mar hasta el fondo de las simas a que llegaban sus huesos en torbellinos.
Pronto abandonaría la endeble superficie del mar, donde cada día y noche había escuchado los llamados de los demonios. Entonces miró al viejo Roberto, tratando de ver la turbiedad de su ojo izquierdo, pero lo único que encontró fue una exquisita claridad, casi como si el sol de la media tarde refulgiese esplendorosamente en la pupila.
Al declinar la tarde, los pasajeros de las cubiertas inferiores, los pasajeros sanos que nunca estuvieron en contacto con el tifus, desembarcaron en una larga y lenta fila, junto con valijas y baúles. Era tan evidente la diferencia entre ellos y aquellos hombres y mujeres, que no pudo más que pensar una blasfemia silenciosa en contra de Dios. Mientras los veía descender por la escalerilla con sus ropas cuidadas y limpias, sus valijas cargadas por sirvientes, las mujeres con sus peinados prolijos y sus joyas, los hombres con sus bastones y sus trajes, los perros llevados de la correa, los niños sonrientes y juguetones, aislados de la mísera mirada con que los enfermos de la popa los contemplaban, asomados al barandal. Buenos Aires no era ninguna utopía, simplemente otro mundo donde las mismas diferencias se conservarían intactas, los mismos crímenes y falsedades. El hombre no era capaz de inventar nada nuevo, se dijo Maximiliano, o más bien, se corrigió: no era capaz de tolerar cambios. La humanidad era una especie que únicamente sobrevivía al ver a mano los parangones de siempre.
Buscó complicidad y comprensión en la cara de Elsa, pero ella continuaba sentada sobre su fardo, indiferente a lo que sucedía en el puerto. Sólo lo miraba de tanto en tanto, echándole una mirada ofuscada, o quizá fuese sólo agotamiento. Él sabía que ella estaba enojada porque había aceptado el traje de manos del doctor. Para ella era como una traición hacia la gente a la que había dedicado tiempo y cuidados. Desde entonces apenas le había dirigido la palabra. Ahora él la miraba como un chico avergonzado, pero no era esa la imagen exacta. Se sentía orgulloso de lo que había hecho, y ningún traje podría quitarle lo logrado. Eso era lo que ella no comprendía. El vestirse bien y verse prolijo y limpio era casi una necesidad de su espíritu. No renegaba del barro ni del sudor, sólo valoraba lo bueno de la vida cuando llegaba a sus manos. Entonces se reconoció, por primera vez en mucho tiempo, parte de la familia del tío José. Cuánta diferencia podía ver en el orgullo del uniforme de marino y el traje que él ahora llevaba. Nada más que matices, sólo importaba la estampa que el traje le aportaba. Atrás había dejado la renuncia a los bienes y lujos terrenales. Cuando había tenido a Dios, éste lo era todo, alimento, ropa y plenitud espiritual, pero al perderlo, un vacío enorme se había creado a su alrededor, como si Dios fuese un pedazo de tela que de pronto se hubiese desgarrado y quedado prendido entre las ramas de un matorral, y él hubiese emergido desnudo y hambriento.
Aspiró profundo el extraño aroma del río, orgulloso de soportar la hediondez de la superficie cubierta de pescados muertos. Se dio cuenta de que había sido la llegada de ellos la causa de tal olor, al drenar las aguas residuales del barco. Desde los muelles echaban chorros de agua para limpiar el casco de la proa, cubierto de mugre. Era la suciedad de los enfermos la que invadía el puerto y quizá provocado la muerte de los peces. Y como una afirmación a sus pensamientos, vio ascender por otras escalerillas a varios soldados y policías, custodiando a hombres con guardapolvos.
-¡Elsa! –gritó, pero cuando ella lo miró asustada, ya los hombres estaban en la cubierta, empujando y golpeando sin distinción a los que se les acercaban preguntando cuándo los dejarían desembarcar.
Los soldados se abrieron paso entre la multitud de hombres y mujeres, mientras gritaban:
-¡Alto,! –pero nadie sabía quién ni a quiénes se le ordenaba.
Maximiliano tomó a Elsa de un brazo y la llevó hasta donde estaba su padre. Don Roberto se había quedado parado, y ahora estaba siendo empujado por los policías que pretendían juntarlos a todos contra la barandilla.
-¡Papá! –llamó Elsa, pero Maximiliano no la dejó ir sola en busca del viejo. Ambos se abrieron paso entre la gente y los soldados que los golpeaban. Todos iban en cualquier dirección, o por lo menos así parecía porque Maximiliano empujaba y retrocedía, era embestido de un lado y de otro. Escuchó que lo llamaban algunas mujeres que él había cuidado, sintió que lo agarraban de un brazo y de otro, pero él únicamente intentaba no perder de vista al viejo. Por un momento lo vio hundirse en la marea de gente, hasta creyó ver una mancha de sangre en su cabeza luego del golpe de un fusil. Entonces se dijo que no se perdonaría dejar morir a Don Roberto. La vergüenza ante la mirada de Elsa sería insoportable, pero aún más lo era la idea de no saber qué sucedía en los ojos del viejo. Es verdad que era otro más que decía ver a Jesús, como el hermano Aurelio, otro loco visionario que se creía privilegiado, pero esta vez estaba Elsa y su amor, Elsa y su cuerpo. Y sobre este mundo de sentimientos y vergüenzas, estaba la lógica irrefutable de su razonamiento: si había más personas capaces de ver, con un ojo enfermo, a Dios personificado, por qué no él. No era que desease quedarse ciego para vislumbrar a Dios en la insondable oscuridad, sino el comprender, igual a un científico armado con las herramientas de la teología, las causas y los motivos de tal privilegio. Esto lo sabía desde el día que habías escapado del convento y fue a explorar, como en una selva en la que siempre hubiese vivido y en la que leyese por primera vez el significado de cada planta y animal, la enorme biblioteca del tío José.
12
Cuando todavía la tormenta no había amenguado, Maximiliano escapó del convento sin que nadie se diese cuenta de su huida. La lluvia, en lugar de amedrentarlo, parecía haberle servido de manto protector, de cortina velada, de muro irrompible tras el cual él escondía su corazón abierto, exponiéndolo a la lluvia para que se apagase el ardor que aún sentía luego de saber que el hermano Aurelio no era más que un esqueleto arrastrado por las aguas en camino al mar.
¿Por qué causa le dolía el corazón?, se preguntaba mientras corría bajo la lluvia, resbalando en el barro entre los montículos de tierra que él y sus compañeros habían levantado. Si no había hecho más que justicia, no existía razón para sentirse apesadumbrado. Sin embargo, aboliendo la vida de aquel muchacho que se creía privilegiado por Dios había creído a la vez apagar una luz, cerrar un párpado más grande que el de un ojo de un hombre normal. El hermano Aurelio se había atrevido a morir casi en la misma posición de Jesucristo, pero en una cruz que yacía sobre la tierra. ¿Quería decir esto que él había matado, como un soldado romano, al cristo, una vez más?
Si Dios estaba dispuesto a servirse de un cuerpo y una mente enferma como la del hermano Aurelio, quería decir que Dios estaba comenzando a mostrar sus debilidades. Sexo y Dios, hombres y mujeres, hombres entre hombres mostrando su lascivia, restregándose los cuerpos en camas con crucifijos y rosarios junto a espejos y aroma a incienso.
Maximiliano sentía ardor en el corazón, pero su boca estaba seca y su garganta sedienta. Se paró en medio de la lluvia y abrió la boca para que el agua lo ahogara. Pero como siempre, tuvo miedo de morir, tosió y se arrodilló en el barro, se arrancó la sotana y comenzó a masturbarse. Y cuando acabó sintió la viscosidad de su semen mezclado con sangre. Supo que se había lastimado, y así estaba bien, era lo correcto. Si alguna vez se había castigado la espalda, resultaba razonable que ahora castigase al órgano que ardía casi tanto como su corazón. Se dejó caer en el suelo, sintiendo la lluvia en su espalda, la tierra en la boca con un sabor extrañamente semejante al del jardín del tío José en los días previos a la primavera. Lluvia y sol se mezclaban con una curiosa perspectiva de reconciliación, atenuando las diferencias, con el solo fin de hacerlo descubrir, revelar a su propia mente acontecimientos que habría deseado mantener en las sombras del olvido.
El olor a semen le traía recuerdos de prostíbulos visitados por él con el tío, que lo empujaba y lo aporreaba con el rebenque para que se animase de una vez con las putas. Las dos primeras veces había entrado con él al cuarto, y le había dicho a la puta cómo tenía que estimular al muchacho, incluso él mismo lo había hecho. Maximiliano sentía la mano del tío tocándolo, frotándolo hasta que estaba preparado para penetrar a la mujer que esperaba en la cama, con las piernas abiertas y su abismo caliente dispuesto a recibirlo como si del último camino del mundo se tratase. El mejor y último camino que cualquier hombre estaría dispuesto a recorrer antes de morir. Y recordaba el rebenque del tío José golpeándole las nalgas mientras él la penetraba, dándose cuenta que los golpes lo excitaban aún más. El tío sabía lo que hacía, y cada vez que Maximiliano acababa, sentía dolor y agradecimiento, sonriendo al tío José que lo miraba y acariciaba las tetas de la puta, tocándose con inútil fuerza su entrepierna.
Y cuando se iban juntos, el tío lo abrazaba, ebrio, inestable su marcha por las calles de Cádiz, hasta la casa. Entonces Maximiliano lo ayudaba a desnudarse y lo dejaba en su cama, cubierto con una sábana, para irse después a su propia habitación. Allí se sacaba la ropa, tocaba el semen seco en su piel, y se dormía, pensando en el placer que había ayudado a dar al tío José, el bondadoso tío José que había estado dispuesto a cobijarlo y criarlo como a un hijo cuando sus padres murieron.
El tío José como padre y madre al mismo tiempo. El viejo tío, como un Dios impotente, yacía en el barro junto a él, compartiendo su crimen contra los curas afeminados, pero recriminándole la huida, llamándolo marica de mierda. Maximiliano sabía que todo era cuerpo y fluidos, que el hombre estaba hecho de huesos y carne que se pudre. Que el mismo Jesucristo era un esqueleto cuyo cráneo posee dos órbitas huecas, capaz de reflotar si el agua de lluvia, como esta noche, inundaba su tumba. Por eso Dios tuvo la inteligencia suficiente para llevar al cuerpo de su hijo hacia el mar, para protegerlo de los gusanos de la muerte.
La tumba de Cristo es el mar.
Maximiliano levantó la cabeza del barro en el que se había acostado bajo la lluvia, cuando un pensamiento abruto le reveló lo siguiente: un hijo sepultaba a su padre, no un padre a su hijo. Cuando éste moría antes, la vida del padre era una muerte en vida. Por eso Dios se deshacía de sus propios huesos y los arrojaba al mar, a la tumba del hijo atrapado en torbellinos, en simas profundas inundadas de agua, agujeros negros que absorbían toda luz y sonido, tiempo y espacio. Oscuridad, silencio, y una risa estentórea fluyendo desde alguna parte. Tal vez desde la memoria, el infierno de los hombres.
Por eso no recordaba, en una especie de bendición distorsionada y cruel de un dios menor y burlón, cómo había llegado a la casa. No tenía memoria de haberse levantado por sus propias fuerzas ni de que alguien más lo encontrara y lo recogiera, llevándolo hasta la casa donde no hacía mucho tiempo había vivido con el tío José. Tampoco sabía cuántos días habían pasado, ni cuánto duraron los lapsos de conciencia que le llegaban como breves estallidos brumosos entre esa niebla espesa llamada olvido. La imagen de la fachada de la casa en medio de la noche, iluminada por relámpagos, las ventanas iluminadas desde adentro, dejando entrever las figuras de las sirvientas del tío. A esas horas ellas debían estar durmiendo, así que no era posible que su recuerdo fuese real. Pero Maximiliano ya sabía que los sueños a veces también podían ser tan reales como la como vigilia, porque son parte de ella.
¿Pero quién lo había cargado hasta el frente de la casa? O quizá ni siquiera fue llevado en andas, sino en brazos, y su cabeza se balanceara sobre el brazo de algún hombre fuerte. Y fue entonces que recordó aquel olor, el aroma a tabaco del tío, tan penetrante, que perduraba en la ropa a pesar de los continuos lavados, en los muebles y alfombras, hasta su piel olía eternamente a tabaco. Era frecuente que le preguntaran dónde lo conseguía, pero él siempre prefería evadir una respuesta concreta, fuera por hacerse el misterioso o porque no veía razón para dar una contestación inútil para quien preguntaba. Sólo quien hubiese visitado los mismos lugares del mundo que el tío José habría sabido de qué sitio, calle, o tabaquería hablaba. Así que se limitaba a decir que en Cuba, Puerto Rico o en las Filipinas, cualquier lugar exótico, relacionado siempre con noches sórdidas, mujeres de la calle y el aroma inconfundible de la humedad y de la sangre.
Ahora sabía quién lo había encontrado. El tío José debía estar por allí, quizá él mismo había llegado hasta cerca de la casa en medio de la fiebre, desnudo como estaba y empapado de lluvia y sudor. La cabeza le palpitaba y los ojos le ardían, y fue el tío el que lo levantó en brazos- estaba seguro, podía oler el aroma del tabaco aún ahora, en cama y cubierto con sábanas y mantas cálidas-, y lo llevó hasta su cuarto, mientras las sirvientas preguntaban qué le había pasado al pequeño Maximiliano, para las que nunca dejaría de ser un niño.
Ellas iban y venían desde la cocina y el baño, trayendo toallas secas y calientes, palanganas de agua cálida para lavar el barro que se había metido entre los dedos de sus manos y pies, en las orejas, impregnando de suciedad la blanca piel del consentido.
Recordaba ya, gracias a la piedad con que la memoria se honra a sí misma de vez en cuando, que fueron los rostros de las dos viejas sirvientas las que lo habían calmado cuando abrió los ojos y no veía más que el cielo raso frío y muerto, donde las lámparas colgantes eran soles nocturnos sin calor, y cuando giraba la cabeza allí veía las mesitas de luz llenas de frascos de remedios, vasos de agua y recipientes con sales y especias. Habían recurrido a toda posible artimaña casera para aliviarlo a él y a su fiebre, pero no pensó la causa por la cual no habían llamado a un médico.
Fueron, entonces, las caras de las sirvientas las que lo consolaron al principio, y el aroma a tabaco del tío, que representaba su presencia por más que él no viera su rostro.
-Tío…-recuerda haber dicho entre gemidos de su garganta seca. Aquel a quien llamaba se mantenía fuera de su visión, no así su voz, que daba órdenes con un tono carente de ofuscación o enojo. La voz del tío era dulce, por lo menos él así lo escuchaba en su estado febril, suave pero firme, diciendo cosas que no entendía, pero que sonaban como consuelos dirigidos especialmente a él.
Y cuando habían pasado muchos minutos o muchas horas, quizá días con soles que no había visto o confundió con los soles nocturnos de las intensas lámparas colgantes, las sirvientas dejaron de hacer sombra a su alrededor, abandonaron los cuchicheos y las lágrimas, apagándose unos, secándose las otras, y se retiraron a sus dormitorios. Pero antes, alguien había dicho desde la puerta de la habitación:
-Vayan a dormir, yo lo cuidaré.
Esto lo había escuchado claramente, y ya no tuvo miedo a que el tío José lo golpeara ni le reprochara su conducta. El viejo tenía miedo, él lo sabía y se daba cuenta en el temblor de las callosas manos cálidas que comenzaron a tocarlo cuando las mujeres cerraron la puerta de la habitación. Las manos se apoyaron en el pecho de Maximiliano, y él abrió los párpados y vio por primera vez desde que se habían separado en el convento, la cara cetrina, más delgada ahora, de barba más larga, sin anteojos, despeinado y sudoroso cuando le tocaba el pecho para retirar, lentamente, las sábanas humedecidas.
-Creí que estabas muerto allá afuera…-dijo el viejo.
Siguió acariciándolo como a un chico, Maximiliano se sentía bien, bendecido por el tiempo y su constancia, dispuesto a disfrutar de los resultados de sus largas plegarias rogando por el cariño del tío José, del cual no dudaba, pero menguado y ensombrecido desde que era pequeño por sus maneras rígidas. El viejo lo acariciaba como no lo había hecho en todos esos años, tal vez se apiadara de él y sus sufrimientos, no sabía la razón pero era agradable abandonarse a la noche en manos del descanso que el tío le ofrecía.
Muy lentamente se adormeció, y por ello el sobresalto se le hizo mayor al despertar con un escalofrío. Se sintió sin sábanas ni mantas, pero alguien le frotaba la piel para calentarlo. Levantó un poco la cabeza y vio al tío con la boca en su entrepierna, y Maximiliano se dio cuenta de su erección, pero nada hizo ni se dispuso a hacer. El viejo sólo se dio cuenta cuando él puso su mano derecha sobre la cabeza del tío, tirándole del cabello, intentando apartarlo sin demasiada convicción. Quién sabe cuánto tiempo llevaba haciendo eso, porque se dio cuenta que su placer llegaba al clímax muy pronto y su semen se escurría en la boca del tío.
El viejo levantó la mirada, se apartó un poco y se limpió los labios con una mano. Con esa misma mano, se acercó a la cara de su sobrino y le cerró los párpados. Dijo algo que Maximiliano no entendió, algo que sonó como una obscenidad parecida a la que le había enseñado a decir a las prostitutas. Luego sintió el cuerpo pesado y de ropas mojadas acostarse junto a él, agitado, vencido.
Maximiliano lo miró de costado por un segundo, y vio más en ese instante que en todos aquellos años de convivencia: la deplorable arruga de la ira en su mentón, la cicatriz del desvelo en sus ojos, el barro de su tristeza manchándole la cara.
13
Logró agarrar al viejo Roberto de un brazo, justo cuando un grupo de soldados empezaba a acercarse hasta donde estaba, aporreando sin mirar a quien porque todos eran rebeldes y enfermos, todos vagabundos viciosos que venían a América a infestar con su mugre y sus enfermedades la tierra del progreso. Maximiliano vio de lejos las cachiporras balanceándose como imaginó que mucho tiempo antes lo harían las lanzas en alguna vieja guerra, como también debían estar haciéndolo las escopetas en las guerras del actual mundo.
Hombres con armas y hombres sin armas. Así se dividía el mundo, desde siempre. Por eso vio el esqueleto enclenque del viejo Roberto, de pronto indefenso y más débil ahora que podía compararlo con gente más sana que aquella con la que había estado viviendo los últimos meses. Hombres fuertes frente al cuerpo esmirriado del viejo. Entonces pensó que él mismo debía verse extremadamente delgado, y comprobó que sus pulmones ya no resistirían mucho más aquel ajetreo, las peleas por lograr o huir hacia algún sitio que no encontraba. Bajar del barco, tal vez, pero ¿hacia dónde? En el puerto encontraría más soldados, y probablemente la cárcel, o quizá algo peor, la muerte en manos de alguna cachiporra mal empleada en manos de algún policía inexperto o iracundo, o de alguna bala perdida, o simplemente aplastado por la muchedumbre que amenazaba con desbordarse del barco y caer a empellones por la débil escalerilla hasta el muelle.
Pero pudo sujetarlo, primero estirándose con mucho esfuerzo, luchando contra los cuerpos que se interponían, de soldados, policías o de los mismos hombres, mujeres y niños que peleaban por embestir y huir al mismo tiempo. Escuchó gritos y órdenes de alguien que intentaba tranquilizarlos:
-¡Mantengan la calma! ¡Bajen despacio, no queremos lastimar a nadie!
Muchos respondieron con burlas e insultos, pero Maximiliano no les prestó atención ni a ellos ni a las voces que desde el puerto gritaban a través de los megáfonos. Eran más de las seis de la tarde y el sol se estaba ocultando detrás de la ciudad. Pensó, en una breve analogía totalmente ajena a sus actos, que el sol chocaría y se destruiría contra la tierra, porque en su tierra natal y durante todo el largo viaje, el sol se ocultaba siempre sumergiéndose en el mar, apagándose como quien apaga una fogata echando pequeños chorros de agua, deleitándose con el humo y la fascinante lucha de los elementos. La parte inferior de la esfera del sol tocaba tierra, y en lugar de verlo reflejado en la pulida superficie del agua, transformándolo en un reflejo de lo que había sido, sin calor ni realidad, pero con la grácil ilusión de los espejos, lo veía cortado en tajadas, como un enorme horma devorada rápidamente por comensales ávidos de queso y vino.
De la otra mano sujetaba a Elsa, que a pesar de toda la fortaleza que había demostrado aquel último tiempo, ahora se dejaba llevar por cualquier leve empujón.
-¡No te sueltes, mi amor! –dijo él, sin darse cuente cómo esas palabras surgían tan espontáneamente que no había tenido tiempo de impedirles salir. Miró a su lado, un poco atrás, donde ella estaba, vio sus ojos observándolo como si fuese la única persona en ese lugar, solo, luchando con la nada, empujando un viento inexistente, arrastrándola a ella contra una marea. Entonces él se detuvo lo suficiente para que llegase a su lado y pasó su brazo izquierdo por encima de los hombros de Elsa, y continuó luego caminando con ella al lado, protegiéndola, apretándola contra su cuerpo como si fuese un tesoro y un escudo al mismo tiempo. De la propia debilidad surgía la fuerza, y así como dos eran más que uno, supo que tampoco debía dejar a Don Roberto, que amenazaba con soltarse.
Había llegado al embudo que representaba la salida por la escalerilla de descenso. El viejo estaba agarrado a su brazo pero dos o tres personas, siempre cambiantes, le impedían acercarse más. Maximiliano temía que se cansase y se soltara, pero pronto alcanzaron el primer escalón. Se dio cuenta de que el viejo estaba ya sobre el peldaño, antes que él y Elsa. Un policía trató de impedirles bajar, pero la multitud lo derribó y varios jóvenes lo mantuvieron en el piso. Los soldados que estaban en la cubierta intentaban con inutilidad mantenerlos en la proa. Nadie había dado orden de disparar, gracias al cielo, se dijo Maximiliano. Habría heridos por golpes, pero las autoridades de la aduano de Buenos Aires habían decidido evitar una carnicería mayor.
Don Roberto miró atrás y los vio. Maximiliano contempló con azoramiento esa mirada turbia y confundida, tan obtusa y perdida bajo el cielo nítidamente claro pero envejecido de aquel domingo sobre el puerto. El ojo izquierdo del viejo brillaba, podía asegurarlo, y entonces no pudo más que embestir con todo su peso y el de Elsa sobre los imbéciles que se metían en el medio y acercarse al viejo para rescatarlo. Porque Don Roberto Aranguren estaba siendo arrastrado hacia un lugar que no conocía y del cual tenía mucho miedo. Era una mirada que él contemplaba otra vez, pero que recién ahora reconocía, y lo conmovía con la nostalgia de un lugar que llegaba inesperadamente.
-¡Roberto, agárrese fuerte!
-¡Papá! –gritó Elsa, llorando, conmovida por el temblor de los brazos de Maximiliano.
Y los tres bajaron peldaño tras peldaño la endeble escalerilla que a cada paso los amenazaba con dejarlos caer al agua entre el muelle y el barco, para atraparlos antes de llegar al nuevo continente. Porque no habrían llegado hasta no pisar la tierra escondida bajo los adoquines del puerto, no habrían arribado realmente sino cuando la suela de sus botas o zapatos, gastadas por el trabajo y el tiempo, se impregnada con el barro de una tierra desconocida.
Desconocida por virgen para las dos terceras partes de la población del mundo, por cruel en su misterio de destino soñado y nunca cumplido, por la bondad prometida y la esperanza abortada, por la amplitud de su horizonte contrastando con la estrechez de sus refugios. América era tan grande que no cabía en sus ojos, tan extraña que no podía concebirla su imaginación.
Los tres, finalmente, pisaron Buenos Aires, y los recibió el griterío de megáfonos desde la aduana, el vaho intenso a pescado desde los botes del muelle, la humedad naciente que aún quedaba latente desde el frío crepúsculo. Todo esto fue tan fuerte para ellos, que no pudieron más que detenerse en sus pasos hasta entonces firmes, pero asustados.
Había muchos edificios y galpones rodeando el puerto, ninguno tenía carteles así que no sabían a dónde dirigirse. Los que bajaron antes eran empujados por la policía hacia un lugar muy grande, de puertas altas y techos con frisos de estilo grecorromano. Buenos Aires tenía esa inmensidad casi incongruente de las ciudades modernas, pero sobre todo a esa hora del anochecer la ciudad comenzaba a adquirir un tinte frío y desolado, tan triste y amargo como nunca ninguno de los tres había sentido antes en ninguna parte.
Cádiz era una ciudadela antigua y enorme, y Maximiliano estaba acostumbrado a las callejas estrechas y las viejas casas, pero aquí, en Buenos Aires, el clima parecía dominar no sólo el ánimo de sus habitantes, sino haber embebido de humedad las paredes de cada casa. Las dársenas, el edificio de la aduana, las grúas que en ese momento estaban descargando grandes cajas de los barcos anclados, los adoquines prolijamente distribuidos formando arcadas que debían formar algún dibujo coherente para quien pudiese observarlos desde la altura, los recientes automóviles que repiqueteaban y tronaban con sus motores, los carros a sangre cuyas ruedas chirriaban detrás de caballos que dejaban su bosta para que el aire enrarecido la perpetuara durante muchos días sobre las calles. Más lejos, hacia la izquierda, oyeron el llamado de una locomotora que se acercaba con sus vagones de carga. El humo eclipsaba la poca luz que aún persistía, como a regañadientes, ansiosa por irse luego de aquel domingo intenso de sol y muchedumbre. El sol era como un dios urbano que contemplaba la vida ajetreada de los habitantes, y sin decir nada en contra ni a favor, dejaba que ellos supiesen de su presencia vigilante, siendo casi una conciencia severa pero conciliatoria. Más bien el día, la luz diurna, que el sol representaba semejante a un rey que ya no gobierna pero sigue en su puesto como un símbolo de una vieja y caduca forma de vida. Lo caduco podía serlo siempre sin pasar nunca al estado de degradación, un estado definido por la circunstancia, por ello la monarquía del sol sobre las ciudades era una alegoría que cada hombre y mujer necesitaba para organizar su vida. La vigilancia de su conciencia diurna, y la liberación de los instintos durante las noches ciudadanas.
En las oficinas de la aduana vieron por primera vez los carteles y los adornos que anunciaban los festejos de aquel año por el centenario de la independencia. Los salones parecían haber sido recientemente remodelados, los mosaicos encerados por donde corrían los carritos que hombres de camisa blanca y pantalones negros, gruesos, llevaban, uno empujando de atrás, otros dos arrastrando con ganchos y poleas.
Tras un mostrador alto, había muchos empleados con guardapolvos grises, antejos y gorras. Casi nadie se quedaba quieto por mucho tiempo, iban y venían con paquetes y encomiendas, dando gritos entre el ruido de las maquinaras del puerto, que llegaba asordinado pero intenso, las máquinas registradoras en el interior, el timbre de la campanilla que anunciaba el pago de los impuestos y tributos requeridos.
Maximiliano se preguntó en qué oficina les correspondía anunciarse, y si se trataba del edificio correcto. A ambos lados tenía a Elsa y a don Roberto, que miraban perplejos la altura de los techos, el enjambre de hombres y mujeres que pasaban por su lado. Ellos venían del campo, de un pueblo montañés, y era muy difícil que alguno de los dos hubiese visitado una ciudad como esa alguna vez.
Los policías los habían dejado entrar sin empujarlos, y vio en su mirada un cierto recelo por aquella mansedumbre. ¿Se habría equivocado al intentar registrarse voluntariamente? Había escuchado advertencias de la gente del barco antes de atracar sobre que los dejarían en cuarentena también en tierra, pero él no lo creía posible. Para eso había médicos en la aduana, para corroborar su estado y darles vía libre para entrar a la ciudad. Si las autoridades veían que se presentaban pacíficamente y con la documentación en regla, no debía haber problemas. No había hablado mucho de eso con Elsa, pero con lo poco que ella dijo le dio a entender que ambos tenían los papeles en regla.
Miró a su alrededor a muchos de los sobrevivientes del tifus con sus familias, siendo aporreados y empujados hacia una zona donde la policía los arracimaba para llevarlos a la cárcel. Reconoció sentirse como Pedro el apóstol cuando le preguntaron tres veces si conocía al prisionero Jesucristo. Tenía miedo, esa era la verdad. El lugar, la inmensidad de aquella ciudad desconocida, de la que había visto nada más que la boca de entrada, lo intimidaba. Era, quizá, el rechazo y la malquerencia lo que presentía, o veía en realidad con toda claridad, no únicamente en los golpes con que los recibían, sino en las caras de los empleados de aquellas oficinas.
Esa misma expresión que ahora veía en primer plano, intensificada por la voz y el tono desconcertante, con que un hombre alto les exigía con brusquedad, con latente desconfianza y un enorme hartazgo en el fondo de los ojos:
-¡Documentos! – mientras sostenía una lapicera en la mano derecha y una lista en la izquierda. Miraba su aspecto y sus ropas con fijeza, alternativamente, pero hablándole en especial Maximiliano.
Él buscó en los bolsillos de su traje. Elsa le entregó los papeles de don Roberto y de ella directamente al policía. Maximiliano seguía buscando, cada segundo más inquieto por la mirada que el oficial le echaba de reojo mientras revisaba los otros papeles. Después de varios minutos de buscar infructuosamente recordó que había dejado su pasaporte en el bolso ahora extraviado en medio de la pelea sobre cubierta. Ya había pasado el tiempo suficiente, parecía decirle el policía, acostumbrado a los trucos y manejos de los inmigrantes.
Elsa se agarró a su brazo, mientras le preguntaba qué sucedía.
-Los dejé en el bolso- dijo él, simplemente, mirando hacia el barco lejano y viejo, allá afuera, detrás de las ventanas del edificio de oficinas, como un recuerdo ya irrecuperable, hasta casi irreal. Lo único verdadero ahora era esa ciudad en la que resultaba un extraño, alguien que había perdido su identidad, y se dijo a sí mismo, como descubriendo y sorprendiéndose de sus propias estratagemas inconscientes, que eso, tal vez era lo mejor que le podría haber sucedido. Perder su identidad era perder su pasado, dejando atrás lo que debía ser olvidado para siempre, y el barco y el mar habían sido los instrumentos adecuados. Pero de inmediato imaginó la luna pálida aún sobreviviendo a plena luz del día, ya tomando fuerza a final del domingo, y recordó los demonios del mar alimentándose con los huesos de Dios. Todo parecía confabularse para dirigirlo hacia un destino, hacia un fin determinado que no conocía, y allí estaba el agua para borrar el pasado como borra las huellas de los hombres al arrastrar cadáveres, o consumir los huesos sumergidos a lo largo de los años. Cada día sería un nuevo comienzo, una recomposición de su mente y su conciencia, persistiendo únicamente una duda, una inquietud que parecía ser inconciliable con cualquier clase de respuesta o satisfacción.
Al principio y al final estaba Dios. En el medio nada, sólo una multitud de caminos que debería recorrer al mismo tiempo. Sólo los puntos extremos de su vida eran claros, uno y otro metas y puntos de salida simultáneos, intercambiables. Era él un nadador que recorrería eternamente una pileta de natación a lo largo de todo su largo, ida y vuelta. Nada más que en esta idea yacía su seguridad, sino de la salvación, sí de la inmortalidad de su alma. No morir, eso era lo principal, el basamento más profundo, la mínima porción de raíz que le quedaba de su fe consumida por el fuego de la culpa y de la duda, desmoronada sobre un lecho de cenizas entre las que nada podría rescatar. Si Dios era capaz de morir como lo había hecho, y sin embargo el mundo continuaba fluctuando en sus múltiples planos más eternos que el mismo universo primordial del que tanto hablaba su religión.
Entonces, como un condenado a cadena perpetua, contestó a la última, descortés y perentoria orden del policía.
-Los he perdido.
Elsa salió en su defensa, nerviosa, mirando a uno y otro, buscando al mismo tiempo en su ropa y las pocas cosas que había salvado del barco.
-¿Estás seguro, buscaste bien? Mira que este traje no es tuyo y no estás acostumbrado, tal vez lo pusiste en algún bolsillo interno.-Y se puso a buscar en la chaqueta, dándose cuenta de que de nada serviría, haciendo tiempo en espera de algo mejor, y sabiendo que acababa de cometer una equivocación trivial, pero que podría empeorar las cosas.
-¿Cómo que el traje no es suyo? –preguntó el oficial con sarcasmo, y se veía la satisfacción y el hartazgo que le provocaban encontrar a uno de los que en la aduana acostumbraban a llamar indeseables.
-Se lo regaló el médico de a bordo- intervino Elsa, pero ya era tarde para rectificaciones.
El policía agarró a Maximiliano de un brazo y lo llevó consigo atravesando el salón hacia una puerta del fondo. Dos o tres policías más se le sumaron, pero Elsa ya no sabía a quién recurrir. Todos le parecían ogros que estaban allí para arrestarlos. Su fuerza, la que había obtenido curtiendo su cuerpo y su espíritu con el trabajo rudo de la montaña, había amenguado, sumiéndose en una timidez dominada por el miedo. Se puso a lagrimear, mientras iba de un oficial a otro, diciendo:
-¡No, por favor! ¡Déjennos buscar en el barco otra vez!- Y al decirlo, se daba cuenta de su ingenuidad, de esa especie de actuación premeditada que surgió de algún lugar de su personalidad, y que podría llamarse artimaña de mujer o lastimoso ruego de indigente. Sabía lo que ellos eran en esa ciudad, simples perros dependientes de la piedad de los amos del lugar.
Y cuando se llevaron a Maximiliano tras la puerta de la última oficina, viéndolo desaparecer detrás de los cuerpos uniformados, ensombrecido el cuerpo de Maximiliano por la sombra de aquella oficina en la cual no llegan las luces del salón principal, ni la declinante luz del día, ni los vapores del barco o los gritos de ruego que ella estaba dando, escuchó la única pregunta que esperaba recibir desde el principio, desde el mismo instante en que había salido en su defensa, y quizá desde antes, cuando el barco estaba atracando en el puerto, y ellos dos, extraños sin relación alguna, llegaban juntos, unidos más por el pavor de la común incertidumbre que por cualquier clase de amor que estuviese naciendo entre ambos.
-¿Y usted qué es del señor?
Elsa miró los altos techos del edificio de la Aduana, miró a su padre, sentado en un banco de madera, contemplando absorto y perdido a su alrededor, miró sus manos sin ningún anillo, sólo sus dedos de piel cortajeada y sus uñas rotas. Sin miedo, respondió:
-Soy su mujer.
Sabía que buscarían en sus documentos, que comprobarían la veracidad o no de su argumento, pero hasta que corroboraran la mentira, la dejarían esperar por él, acompañarlo y saber qué sería de Maximiliano.
Esperó muchas horas junto a su padre, sentados en el mismo banco de madera, con sus pertenencias esparcidas en el suelo luego de que los empleados de la aduana las revisaran sin cuidado y bruscamente. No encontraron nada más que ropa sucia, la cual requisaron para quemar por riesgo de infección. Así que se quedaron sin nada, sólo sus papeles, sus billeteras con pesetas que de nada les serviría hasta no cambiarlas en la ciudad, y la angustia que vestían como una ropa gastada y execrable.
Cerca de las dos de la mañana, y luego de ver salir y entrar oficiales y civiles por la misma puerta del fondo, Maximiliano apareció acompañado por dos policías de cada lado. Los tres fueron hacia donde estaba ella. Uno de ellos, dijo, con la voz cansina y el rostro demacrado:
-Señora Méndez Iribarne, su marido, usted y su padre quedarán en cuarentena en el hospital. Agradezca que hoy tenemos demasiado trabajo… -Y le entregó un papel
Elsa miró a Maximiliano sin entender del todo, entonces leyó el papel donde constaba el nombre de Maximiliano con los apellidos alterados por una caligrafía infantil y casi ilegible. Sabía que cuarenta días no eran nada más que la prolongación del mismo suplicio al que ya estaba acostumbrada. No recordaba a quién se lo había escuchado decir, pero se consoló pensando que un infierno conocido es mejor que ser extranjero en el paraíso.
14
En la mañana siguiente, Maximiliano recordaba todo con una claridad discordante con la nebulosa vigilia de los días anteriores. Entrar y salir del sueño le resultaba perturbador, y por alguna razón su memoria había decidido plantarse frente a él como un vigilante incorruptible, o un juez que llevase en una mano el libro de la Ley y en la otra un martillo mucho más grande que el habitualmente utilizado en el estrado. Los recuerdos habían tomado la resolución de ya no ocultarse. Entonces él se preguntó, retrasando conscientemente la revelación, la visión concreta y hasta táctil de la verdad y el pasado, ¿qué es la memoria, y cuáles sus reglamentos?
Si él hubiese conocido las reglas, habría jugado de otra manera, con iguales resultados casi con seguridad, y con las mismas manos sucias que tenía ahora, pero su mente, es decir, su conciencia, su individualidad, su persona, sería otras distintas, y poseería los datos necesarios para deducir la verdad. Y el juego con el tío José no habría sido un juego de una sola mano, sino de ambas, luchando o condescendiendo, no lo sabría ya nunca. Pero sin duda, Maximiliano Menéndez Iribarne sería un hombre, y no un muchacho postrado en esa cama de adolescente, con sábanas sudadas y secreciones que su cuerpo había expulsado durante días y noches.
Tales hechos le habían estado sucediendo desde muy chico, desde que el tío lo aceptara en su casa como un acto de caridad en consideración a sus padres muertos. El tío José con sus uniformes y sus viajes repentinos, sus idas y venidas, sus llegadas en plena madrugada o sus despedidas en las primeras horas de la noche.
Pero qué era lo que lo perturbaba, se preguntó. No la satisfacción del sexo, ya que no podría negarla sin insultar su inteligencia. Lo inquietante era haber visto por primera vez la cara del tío en aquel momento de éxtasis. No era él, o sí lo era, pero otro que Maximiliano mismo reconocía haber visto en su propia cara en el espejo, cuando se masturbaba o tenía sexo en las habitaciones de los prostíbulos. La expresión del tío era familiar y desconocida, la cara seria y estrecha que reflejara su educación militar, propia del día, preparada para mostrarse en la luz frente a testigos, pero también la cara nocturna que ahora se le aparecía cada vez más seguido, porque la traían los recuerdos desencadenados, los recuerdos liberados de un cuerpo que ha muerto ya definitivamente: el cuerpo del Maximiliano expuesto a la fiebre en la calle unas noches antes luego de escapar del convento. Pero las enfermedades se incuban, dicen los médicos, entran en el cuerpo mucho antes de su primera manifestación, y quizá por eso, pensaba él, su cuerpo viejo empezó a morir cuando golpeó al hermano Aurelio. Al ver su cara en aquella fosa, esa imitación de Cristo sepultado, se contagió el germen de su propia muerte, la que llevaba Aurelio en su ojo izquierdo, la que llevaba el padre de Elsa en su cabeza.
Eso mismo que había visto anoche, y debió haber reconocido muchos años antes en el rostro del tío José. Ahora ya lo sabía sin lugar para disquisiciones o tormentos interiores pueriles y vanos: vio las sombras de arañas anidando en la pupila izquierda del tío, mientras la luz de la mesa junto a la cama lo iluminaba precariamente, recostado entre las piernas de Maximiliano, alzando la mirada una única vez, desconocido, inconsolable, pendiente no del tiempo sino de los fluidos del cuerpo y del alma. La forma en que un dios enorme se involucraba en la relación entre dos personas era obscena, y por eso no podía tratarse del verdadero Dios. Dios estaba muerto, pero sus restos sobrevivían en pequeños órganos humanos, tal vez. Igual que lo hacen los reflejos calcáreos que alcanzan a verse únicamente cuando la luz atraviesa las superficies que distorsionan los rayos, como el humor acuoso de los ojos.
-¡Así es!- gritó Maximiliano desde su cama, por la tarde, cuando había dejado de llorar para que entraran las fieles sirvientas a traerle la merienda. –De eso se trata –murmuró, decidido a ocultar su descubrimiento, temeroso de que su cara delatase que ya conocía la verdad. Porque de eso no podía sentirse orgulloso, no había redención ni esperanza. Sólo el placer y la satisfacción de la supervivencia, de la justicia por mano propia, de caminar por las calles y recorrer los mares como un arcángel guerrero, sin alas, de carne y hueso, enfermo y susceptible, pero sereno como un querubín crecido e idiota. La idiotez, sin embargo, como continente de traslado, de máscara, de pasaporte para penetrar los círculos intelectuales del infierno.
Miró hacia la puerta de su habitación, más allá de la cual estaba el pasillo que conducía hacia la biblioteca. Los libros eran la respuesta, en ellos estaban los ingredientes para construir la verdad. Pero no libros de hechicería, sino el total conocimiento humano, el fruto desquiciado y enfermo de la lógica y su contrario, toda la intelectualidad referente a la mente humana y su construcción del mundo desde el principio de los tiempos. Incluso podría estar en ellos la forma en que los hombres construyeron el edificio de Dios, sus habitaciones y entrepisos, sus escaleras, sus sótanos, ventanas, puertas y azoteas. Las paredes ocultas y los rincones oscuros.
La arquitectura del cuerpo de Dios en la anatomía del hombre.
De pronto, tuvo el destello de una falencia, el signo de alarma de una ausencia. No como una máquina que fallara y se anunciase con un déficit en su funcionamiento, sino con una alarma lumínica y sonora al mismo tiempo. Porque, mientras las sirvientas entraban para traerle la cena, - y tal vez fue por su intrusión en la habitación que él confundió al principio aquella alarma con la presencia de ellas-sintió una especie de zumbido previo a los mareos acompañado por un destello y el concomitante vértigo. Sin embargo, todos estos signos no fueron más que síntomas que pronto perdieron su importancia, que desaparecieron ante el descubrimiento que él hacía de su alma como a través de una ventana abierta de par en par en pleno invierno, cuando perecía entrar todo el helado ser que lo engendra y no sólo sus simples y transitorias manifestaciones: la brisa congelada, los árboles desnudos, las hojas deambulando como delirios incesantes a través de las calles de Cádiz.
Lo que él veía era el estado de su alma en ese cuarto poblado por los fantasmas de antiguos gérmenes, los mismos que una y otra vez pactaban con los cuerpos de sus habitantes, creando contratos de enfermedad como si pautaran alquileres de mayor o menos duración, y cuyo resultado fuese la vida o la muerte del inquilino, y que de todos modos les era indiferente, porque ellos siempre resultaban ganando.
Él no era capaz de sentir nada, todavía. Él, como los gérmenes que ahora habían decidido replegarse en los rincones del cuarto, esperando la oportunidad para volver a actuar, había entrado en un período de estudio y discernimiento. Pronto, lo sabía, otro tipo diferente de fiebre a la que había sentido esos días, iba a reaparecer.
Ellas entraron con las bandejas de la cena, que apoyaron sobre la mesa que estaba entre la cama y la ventana.
-Buenas noches mi querido niño- dijo una, con la sonrisa como flor en los labios apergaminados por la edad.
La otra, que Maximiliano sabía más joven, aunque no se notara para nada diferencia entre ellas, agregó:
-Me alegro tanto de que el niño Maximiliano esté recuperado…
-Y debe dar gracias al Señor Nuestro Dios…-dijo persignándose-…y a su venerable tío José, que lo recogió esta terrible noche en medio de la tormenta.
-Y a sus queridas amas que lo han cuidado día y noche desde entonces- dijo la otra, ruborizándose y provocando risas ingenuas en su compañera.
Luego, sin darle tiempo a decir nada, abrieron las cortinas y dejaron entrar la débil luz del crepúsculo flanqueada por los ruidos de la calle y la tenue opacidad de las casas y edificios colindantes.
Él se levantó, sintió su camisón empapado de sudor y se acercó a abrazarlas. Sus brazos abarcaron los cuerpos de ellas, menudo uno, más corpulento el otro, y sintió las lágrimas en su cuello, y les dijo, sabiendo que las enternecía aún más, como si buscara su complicidad más que su agradecimiento, la necesidad de comprarlas, de atraerlas a su lado para cualquier eventual acontecimiento futuro:
-Estoy hambriento, mis queridas ayas.
Ellas soltaron una abrupta carcajada simultánea y corrieron de un lado a otro para hacer todo lo necesario para que su joven amo estuviera cómodo.
-Primero debe cambiarse y darse un baño, sus ayas le prepararán el agua caliente y lo vestirán. Luego se acomodará en la cama con sábanas limpias. Yo me encargo de eso…, Josefa, querida, ve a preparar algo nuevo y caliente para nuestro hijito, la que trajimos es comida de enfermo- y ambas se rieron, felices.
Esa noche, cuando la ciudad estaba acostándose, él se liberaba de la suciedad de su cuerpo en el baño. No dejó que ellas entraran y lo viesen desnudo, a pesar de que lo habían cambiado y ayudado a bañarse hasta hacía menos de un año. Eso había provocado protestas por parte del tío José, pero como en muchas otras cosas, había desistido ante la fiel tenacidad de las viejas. Ahora, por primera vez, Maximiliano tenía vergüenza.
Salió de la bañera, se secó con la toalla, se puso el camisón limpio, y entró de nuevo a la habitación para meterse en la cama de sábanas tibias que olían a almidón, sin duda recién planchadas y perfumadas. No había ya rastros de enfermedad, y le estaban trayendo las bandejas con comida. Una le acomodó las almohadas en la espalda, la otra apoyó la bandeja en la cama. Luego le pusieron la servilleta sobre la falda y le llenaron una copa con vino de la bodega del tío José.
-¿Está cómodo nuestro niño? –preguntó la mayor, cuyo nombre era Alcántara.
Él asintió, sonriendo, mientras se llenaba la boca con la comida que ella le había traído; pescado con salsa de cebollas. Esperaron que él terminara, sentadas cada uno en una silla a cada lado de la cama, comentando las novedades ocurridas durante los días de su convalecencia. El mundo seguía igual, nadie había venido del convento a preguntar por él. En la ciudad se decía que el edificio y el terreno estaban anegados por el desborde del río, y habían evacuado a más de la mitad de los seminaristas.
-Imagínese, niño, el altar inundado y los pies de Cristo anegados por las aguas…-dijo Josefa.- Nuestro Señor sigue expiando nuestros pecados.
Maximiliano pensaba en eso, lo imaginaba claramente, porque quizá había ocurrido en el exacto momento de aquella misma noche, cuando él despertó y vio al tío José junto a él.
-Es una gran verdad lo que ha dicho, mi querida- le contestó, tomándole una mano para consolarla, pero vio en ella un breve dejo de inquietud no ligado a la impresión de su comentario, sino a lo que estaba sintiendo en la mano de Maximiliano. Sin hacerle caso, tal vez adjudicando el breve escalofrío de su alma a los miedos habituales de su propia vejez, ella apoyó su otra mano sobre la de su querido niño, protegiéndola, y ese esbozo de maldad o de locura, que había presentido con tanta claridad al tocarle la mano, se desvaneció por obra de su férrea voluntad, que ella llamaría amor y abnegación, pero que más se parecía al acto de levantar tierra con una pala y echarla sobre unos restos malolientes. Algo físico más que espiritual.
Maximiliano no dejó de notarlo en la tierna cara de la sirvienta, y recordó lo que se había propuesto: buscar en los libros el lazo concreto de la carne y el espíritu. Buscar y corroborar, si era posible, la lucha desigual entre la vida y la muerte. Ya no sabía cuál era cual, si la carne era vida o un mero objeto muerto, o si el espíritu, que pertenecía Dios porque de él venía, era vida eterna o tan vulnerable como la carne. Lo único que sabía con certeza, era que en el cuerpo se hallaba el campo de sensaciones en el que debía lidiar con tales conflictos, y no tenía más que su endeble pedazo de humanidad: la carne sangrante y los quebradizos huesos, los pulmones viciados y el corazón palpitando en irregulares ritmos copiados de los pentagramas de los sueños.
15
Pero lo que el oficial de la aduana había llamado “hospital”, resultó ser el Lazareto de Buenos Aires. Un edificio en el casco antiguo de una ciudad que acababa de cumplir casi doscientos años de vida, y que a pesar de considerarse a sí misma como una metrópoli moderna dentro de un país recién centenario, no era más que una gran aldea expandiéndose hacia la provincia, devorando barrios, insertándolos dentro de sus límites como recalcitrantes nódulos de comida mal digerida devenidos en tumores que nunca serían extirpados. La ciudad, que se daba aires de bella metrópoli progresista al reciente cambio de siglo, debería convivir de ahora en más con su forma ridícula de tubérculo enquistado.
El Lazareto estaba formado por pabellones unidos por corredores y pasillos casi todos iguales, de no más de tres metros de ancho, con paredes cubiertas de una suciedad de hombres y mujeres que apoyaban sus manos como ciegos, techos devorados por la humedad, pintura cuarteada, descascarada, moho creciendo desde lo zócalos. Pero aquello que los leprosos afectados por la ceguera no podían ver, tampoco sentir en sus manos deformadas, alcanzaban a olerlo en sus narices todavía no afectadas por la enfermedad. Pero el edificio era un resabio del siglo pasado, más antiguo aún según les dijeron cuando atravesaron las anchas puertas de madera y los recibieron unos enfermeros vestidos de blanco, de caras apergaminadas, casi tan viejos como las paredes. Las puertas se cerraron tras ellos, porque fueron los últimos en ser transportados desde la aduana. Ya había caído la noche, y sólo las luces débiles del enorme zaguán los rodeaba, entumecidos de frío. Elsa con la cara lívida y pálida de una niña que se abrazaba al codo de su padre, más viejo y débil, casi ciego, y Maximiliano serio, reconcentrado, dispuesto a no ceder a la humillación, a no revelar lo que sentía: el miedo a ser descubierto o a delatarse con errores que se sumaban por apellidos mal pronunciados, apuros en los registros, confusiones provenientes de prejuicios sociales y raciales, intereses mezquinos de una ciudad de pueblo cuyos habitantes tenían la jactancia de quien cree haber nacido en París.
Apenas llegaron los separaron por sexo. Una enfermera vino en busca de Elsa, y la obligó a separarse de su padre entre reclamos y tirones. Las manos de Elsa no querían desprenderse del brazo de Roberto, y el viejo, con la lucidez recuperada luego de la larga jornada que había comenzado en el mar y terminaba ahora dentro de un edificio desconocido, intentaba calmarla.
-No te preocupes, hija, el señor Iribarne me cuidará muy bien- Ponía su mano sobre la mano de Elsa, dándole palmaditas como a una niña de diez años, y la niña crecida, la mujer asustada, lloraba, mirando alternativamente a ambos hombres, los únicos refugios que le quedaban en el mundo.
Ella no podía saber qué la atraía de Maximiliano, y por más que se dijo durante todo el viaje que no era más que un extraño desbordando misterios a resolver, de cara triste a veces, a veces pasmada y perdida en la inmensidad de la nada frente a los ojos, como quien esconde la vergüenza o la locura. Lo que estaba ocurriendo con su padre era tan perturbador como lo que se insinuaba tras la mirada de Maximiliano. Quizá era el encanto de lo parecido, la congruencia de los opuestos. No lo sabía. Sólo se entregó a él, y depositó en sus manos la vida de su padre en ese momento.
Como Maximiliano estaba bajo vigilancia por el supuesto robo de ropa y la falta de pasaporte, dos enfermeros fornidos vinieron a buscarlo, pero cuando trató de desprenderse de sus brazos, el viejo se adelantó a decir:
-Calma, hijo. Ustedes, señores, por favor, dejen que mi yerno me ayude a caminar. Estos pasillos me asustan.
Su acento español de provincia, cerrado, inundó el lugar con un aroma remoto, como si fuese el aliento de su tierra y sus huesos los troncos de los árboles al pie de los Pirineos, con ramas que crecieran hacia adentro y él fuese todo un alhajero de perfumes toscos: tierra, barro, pelo húmedo de caballos, bosta, pero también alfalfa, perfume de lilas meciéndose con el viento, y el hálito helado, estéril, quebradizo y peligroso, pasajero silencio y eterna mansedumbre del hielo de las altas montañas.
Entonces los hombres soltaron a Maximiliano y se limitaron a vigilarlo con la vista, mientras él tomaba el brazo izquierdo del viejo y lo colocaba bajo su propio brazo derecho, afirmando el abrazo con sus manos, tomando el ritmo necesario para que Roberto caminara por los pasillos hacia el pabellón de hombres que les habían indicado. Se despidieron de Elsa, que los miraba alejarse en dirección contraria, bajo los altos techos del Lazareto, invadidos de antiguos fantasmas leprosos, donde el silencio de aquella enfermedad que afectaba, entre muchas otras partes del cuerpo, la lengua y los nervios auditivos, fuese más ostentoso que cualquier grito de dolor. La lepra irrita los nervios al principio, luego los mata definitivamente. Por eso el silencio, el aislamiento de sí mismos sumado a la separación del mundo por temor al contagio.
Maximiliano había leído algo sobre todo esto en la biblioteca del tío. Ahora observaba los pasillos viejos, el olor a medicamentos, a amoníaco de las viejas orinas impregnadas en las paredes, el olor de las sábanas sucias, de los cuerpos. Ya no era un hospicio exclusivo para leprosos, había dejado de cumplir esa función algún tiempo antes.
-Acá se interna a todos los pacientes infecciosos- le respondió uno de los enfermeros, a regañadientes, ante la pregunta que él hizo con tono despectivo.
No iba a ceder ni mostrarse sumiso. Hasta se le ocurrió, por primera vez en esa noche, la idea, todavía seminal, de poder escapar antes de cumplirse los cuarenta días. Tenía miedo, a pesar de saber que nada ya lo unía al pasado en Cádiz, al convento ni al tío José. Sólo su memoria, y de eso se encargaría más tarde. Pensó en el amplio Río de la Plata a orillas de la ciudad. Se hallaba muy cerca, y en las noches de silencio hasta podría escucharse el rumor tenue de las olas sobre las playas arenosas en la costanera. Aunque no pudiera salir de allí, penaría en la luna sobre el río, sobre las aguas de un río tan parecido al mar que sin duda allí también se estaba construyendo un mundo subacuático con los huesos de Dios. No debía perder de vista esta idea, era necesario ver terminada la bóveda en forma de domo o de palacio bajo el agua alguna vez.
Sintió el temblor de Roberto ante una corriente de frío aire que penetraba por un ventanal que alguien había dejado abierto por descuido. Frotó con cariño la mano del viejo, pero su mirada se fugó más allá de las ventanas, espiando furtivamente la presencia de la luna. Debían ser las tres de la madrugada. Había sido un día demasiado agotador, lleno de violencia y cambios importantes. Le habían cambiado parte de uno de sus apellidos, pero no le importó. El empleado de la aduana había ordenado:
-¡Nombre y apellido!- con irrespetuosa violencia; y él, dominando la furia que sabía iba a descargarse de un momento a otro si no se controlaba, si no pensaba en Elsa, respondió en voz muy baja, contenidamente. En la cara del hombre leyó la duda, y él se contentó interiormente de aquella limitación momentánea del empleado, quien no quiso dar brazo a torcer volviendo a preguntar. Así registró su nuevo apellido: Méndez. No le importaba en lo más mínimo. Si había llegado a Buenos Aires era para ser otro hombre, y si eso conllevaba otro nombre y apellido, así sería. No era más un cura, ni un postulante a eso siquiera, ni tampoco un joven que había dejado la virginidad hacía ya tiempo, aún antes de conocer el significado de tal palabra. Ahora era un hombre con un traje elegante que un médico le había obsequiado por ver en él cierta cultura y educación. Era el esposo de una mujer muy bella y el yerno de un hombre muy bueno que necesitaba su ayuda.
Todo esto era él en esos momentos en que llegó al Lazareto de Buenos Aires, y entró al pabellón de hombres repleto de camas. Creyó ver un mar de sábanas que se levantaban y bajaban a medida que los hombres entraban o salían de sus camas, insomnes, incontinentes; fósforos que se encendían de vez en cuando para ver la hora en un reloj de bolsillo, o para leer fragmentos de un libro, un diario viejo o encender un cigarrillo o una pipa. Un mar en la oscuridad con olor a hombre sudado, a veces a hombre muerto, porque casi todas las mañanas alguno no alcanzaba a despertar más. Un mar sin barcos, sólo hombres en sus piyamas blancos como velas de botes dirigiéndose hacia las ventanas enrejadas o a los sanitarios. No había más salidas que esas para los que allí vivían: la ilusión de la libertad y la ilusión de la breve satisfacción física. En los días siguientes vería a muchos adosarse contra las rejas, con la cara entre dos barrotes y la mirada idiota que da la piel estirada en el afán por asomarse, vería en los baños por la noche a los hombres parados frente a los mingitorios, a veces casi dormidos mientras orinaban, y también muchos gemidos y olor a semen. Ilusiones todas, se diría Maximiliano en los días siguientes, que extienden la vida humana tanto como la ilusión de un Dios.
Escuchó gritos cortos, gemidos, resoplidos como de viento, pero en general era un mar en calma, de olas pequeñas, y allí se sumergió, entre las camas, con el viejo a su lado. Uno de los enfermeros se quedó en la puerta, para entrar en lo que luego supo era la enfermería, el otro los acompañó para indicarles sus camas. El espacio entre ellas era muy estrecho, tropezaban con brazos estirados, pies que sobresalían, sábanas y frazadas caídas. La oscuridad no ayudaba, así que el hombre gritó:
-¡Encendé las luces, Juan!
Y las luces altas se encendieron deslumbrando los ojos de todos. Muchos gritaron e insultaron, otros se levantaron pensando que ya era de día.
-¡A la cama, carajo, todavía es de noche!
Entonces los distraídos, por lo general también sumisos, volvían a taparse. Algunos se frotaban los ojos o miraban a los recién llegados con gestos de malhumor.
Las camas no estaban tendidas, así que ambos se acostaron con la ropa que llevaban puesta. Apagaron las luces y comenzó el verdadero frío de la noche. Sintió el temblor de Roberto entre las carrasperas de muchos otros. Se levantó y se acostó junto a su suegro, frotándole los brazos para darle calor. Porque eso era y así lo sentía: su suegro. Se preguntó si amaba a Elsa, y respondió que así era, un hecho por primera vez claro y simple en su vida, una necesidad física sin vergüenzas y un requerimiento espiritual sin rodeos, sin vueltas ni rarezas. Ningún planteo complejo habitaba ese amor que ahora sentía, sin teorías con respecto al valor, el fundamento o los orígenes de tal sentimiento. Nada de teología o psiquismo, nada de historia a analizar. Su vida comenzaba con ese amor tan simple como el cabello de esa mujer, como la mejilla y su olor, tan simples como el placer de mecerse sobre su cuerpo sin pensar.
Sin las teorías de Dios.
Sin Dios.
Los días en el lazareto no fueron tan malos como pensaron al principio. El primer día se sintieron perdidos ante la nueva rutina y las nuevas reglas que debían cumplir, pero era casi como seguir estando en el barco, aunque con más comodidades. Se consolaban pensando, sobre todo Elsa, que por lo menos evitaban por ahora las crudezas de la ciudad, y el lugar era un ambiente cerrado en el cuál sabrían cómo moverse cuando se sintieran más cómodos. Los enfermeros dejaron de molestarlos, especialmente disminuyeron el asedio vigilante sobre Maximiliano cuando vieron que no provocaba problemas. Pero la mansedumbre de Maximiliano era forzada por el cuidado que Roberto requería. Si hubiese estado sólo, tal vez habría huido en la primera ocasión que se le presentara. Había visto que la puerta principal estaba vigilada por un solo policía, y los enfermeros, por más fuertes que fuesen, podría evadirlos si quisiera. Pero se había encariñado con su suegro, y además le había prometido a Elsa que lo cuidaría.
La relación con los otros huéspedes, casi todos permanentes, era cambiante. Encontraron a algunos que conocieron en el barco, pero descubrieron que después de unos días trataban de evitarlos. Desconfiaban de Roberto y su extraña enfermedad, creía Elsa, porque había corrido el rumor de las curiosas visiones que solía tener, y aunque el viejo no había hablado con nadie sobre eso, Maximiliano lo había escuchado hablar dormido durante las noches. En esas ocasiones se levantaba y trababa de serenar su sueño sin despertarlo, hablándole en voz baja y cariñosa. Pero había escuchado las protestas de los otros que querían dormir, y más tarde las miradas subrepticias y desconfiadas de los vecinos de cama.
Entonces corrió el rumor de que los Méndez Iribarne, como los llamaron desde el primer día, estaban chiflados. Sólo a Elsa las mujeres la apoyaban, unas pocas, porque con los hombres no hablaban ni les dirigían la mirada. Elsa veía cómo algunas se santiguaban cuando pasaban junto a ellos, y los hombres arrojaban miradas airadas y desafiantes a Maximiliano.
-No les hagas caso- había dicho él cuando Elsa le contó sus temores. Él, sin embargo, sentía aquel signo de la cruz como una bofetada directamente dirigida a su rostro. Hay gente que sabe sin saber, se decía él, que actúa con certeza por lo que habitualmente se llama casualidad. Los que creen conocernos no nos conocen, y los desconocidos castigan en el centro justo y más doloroso de las llagas.
Había una capilla en el lazareto. Deliberadamente evitó visitarla durante un tiempo, a pesar de la solicitud de Elsa, que iba casi todos los días a pedir a Dios por la salud de su padre. La veía entrar por la estrecha puerta que estaba al final de un largo pasillo en el fondo del edificio. La veía desaparecer en la oscuridad de ese camino de ecos que rebotaban en las paredes descascaradas y desconchaban la pintura en fragmentos que nunca terminarían de caer sino hasta que el edificio fuese demolido. El edificio envejecía como un hombre, y Elsa lo sabía, por eso recorría el pasillo como si del brazo de su viejo padre se tratara, y visitaba la capilla de imágenes antiguas, de barro moldeado por los indios bajo la supervisión de los jesuitas en los siglos 17 y 18. Estatuas rotas, algunas sin manos, otras sin cabeza, y sin embargo Elsa les rezaba aún sin saber de qué santo se trataba. Todo esto se lo contaba ella, porque él se quedaba en la entrada del pasillo cuando ella iba y la aguardaba salir, vislumbrando en la a veces larga espera, las figuras dibujadas en la sombra tras la lejana entrada. Las sombras hacían juegos sobre los pisos, y él adivinaba por el estrecho espacio las figuras de santos y vírgenes.
Todas las noches se encontraba con Elsa en el patio central, hasta la hora que les era permitido. Hablaban de lo que harían al salir de allí. Maximiliano le dijo que irían al puerto a averiguar cuándo saldría el primer barco hacia el litoral. Elsa estaba de acuerdo, pero quería aclimatarse a la ciudad, encontrar una habitación en alguna pensión. Las mujeres le habían dicho que en el barrio de La Boca había muchas habitaciones para inmigrantes. Pero Maximiliano se sorprendía de su ligereza.
-¿Pero no quieres curar a tu padre? – le preguntaba, sabiendo que la hería.
Ella retiraba la mirada, herida evidentemente, pero contestaba:
-Claro que sí, pero lo de los indios, ahora que estoy acá, me parece tan fantasioso.
Respiró profundo, apoyando la espalda sobre la fría pared del patio.
-Quisiera llevarlo primero a un buen hospital, a ver qué me dicen los médicos.
-Pero aquella mujer…
-Era una bruja, una farsante, o ambas cosas. No puedo creer que le haya creído en ese momento, yo estaba desesperada y…no sé…ahora que estoy acá, con este cielo tan claro, estas extensiones tan llanas, sin montañas ni recovecos en los que esconderse, me da miedo y me da confianza al mismo tiempo. Las sombras no existen en esta tierra, ¿no te parece?
-Sombras hay en todas partes, querida...- Era la primera vez que la llamaba así, y ella lo miró de una forma que sintió como el mayor regalo que hubiese recibido en toda su vida. Por esa mirada habría entregado, definitivamente, todos los libros que había leído y todos los que llegaría a leer el resto de su vida.
Levemente avergonzado de haber mostrado su sentimiento, siguió hablando:
-…y cada vez estoy más convencido que el problema de tu padre no puede solucionarlo la ciencia médica tradicional.- Sabiendo que Elsa no entendía los motivos de su afirmación, intentó explicarse y esconder al mismo tiempo las verdaderas razones.
-Lo escucho hablar todas las noches en sueños. A veces son serenos, como si estuviese rezando, otras se agita y se desespera, entonces se despierta y me mira, y sé que ya no me ve. El cáncer está muy avanzado, me parece, y los médicos lo único que harán será desahuciarlo y encerrarlo en un hospital para dejarlo morir.
Por qué mentir de tal manera, por qué esconderse de la mujer que amaba. Porque ni aún quien nos ama podrá perdonarnos ciertas cosas. Tales como ver en el ojo izquierdo del viejo lo mismo que vio en el ojo izquierdo de Aurelio aquel día en que cavaban la zanja en el seminario. La imagen de Cristo, secundada por la palabra del anciano como un viejo cristo resucitado y habitante de una ciudad de pueblo, un cristo jubilado de su trabajo de oficina en una vieja imprenta o escribanía, destinado a caminar los calles de Buenos Aires en busca de sus apóstoles para ir a tomar y café en un bar de esquina y conversar sobre los viejos tiempos anteriores a la Pasión.
Esas noches se despedía de Elsa con un beso en la mejilla, sin mencionar los cariñosos términos que habían utilizado, como un matrimonio que da por sentado tanto el cariño como las palabras y los actos que lo acompañan. Entonces se sentaba junto a Roberto y lo ayudaba a desnudarse, a ir al baño, a ponerse el piyama donado por las Damas de la Caridad, y acostarse. A menudo lo contemplaba dormirse con los ojos abiertos, porque era verdad que llegada la noche, la penumbra real se confundía con la penumbra creciente de sus ojos, y no distinguía formas ni figuras.
Esas noches, Maximiliano intentaba ver la imagen en el ojo transparentado de Roberto, pero se le escapaba como la sombra de un espectro. Por eso se levantaba cuando casi todos ya dormían, y se dirigía hacia la ventana enrejada. Buscaba con ansiedad la luna tras los edificios bajos de los alrededores, tras las nubes de tormenta o la niebla. Cuando la hallaba, se serenaba, porque veía su estructura ósea, los huesos y sus sombras sobre la superficie lunar, los huesos amarillos o blancos, como si el nacimiento y la muerte de Dios fuesen un ciclo interminable. Amarillo de ictericia, de cirrosis, de enfermedades biliares, cálculos, piedras, cáncer o necrosis expandiéndose irremisiblemente. Y luego la pálida muerte reflejándose, tiñendo los huesos, deshaciendo sus trabéculas en polvo y cal para abonar la tierra.
Pero los huesos de Dios eran tan secos que nunca nada crecería de ellos. Por eso caían al mar, como si hidratándose recuperaran su estructura.
Los huesos de Dios eran, quizá, los mismos huesos de Satán.
Ciclos. Círculos entrelazados.
El número griego pi.
16
Se levantó antes de que las sirvientas viniesen a despertarlo. Era obvio que debía hacerlo antes del amanecer, porque ahora que las viejas criadas lo habían visto recuperarse, ya no lo dejarían en paz con sus cuidados. No había transcurrido un solo minuto de su vida sin que ellas estuviesen encima de él, cuidándolo, protegiéndolo, adelantándose a sus necesidades. Y había sido una hermosa y cómoda vida, pero también de ahogo y hastío, de un transcurrir casi en sueños entre el levantarse de uno para pasar a otro más profundo, entre comidas y bebidas adormecedoras, entre ropaje abrigado y fuegos de hogar a leña, entre lánguidas caminatas al sol y las largas y solitarias tardes de verano acostado en el césped del jardín mirando el agua del arroyo cercano pasar casi inadvertidamente, como inadvertidamente estaba dejando pasar su propia vida. Y en medio de esas ensoñaciones vespertinas, recordó, mientras se vestía en la huyente oscuridad de la madrugada, las visitas del tío José. Las manos acariciándolo en la infancia, arropándolo, cubriéndolo con las mantas y su propio cuerpo. Tal vez porque el calor del fuego del hogar lo había acostumbrado a considerar que las caricias pertenecían al mundo de los sueños que no debía invadir la conciencia del día; eso era lo que siempre le habían inculcado las maneras bruscas, la voz ronca y, por momentos, destemplada, casi atiplada del tío, durante los mediodías en que almorzaban solos en el comedor de la casona.
Primero era el silencio sólo interrumpido por el sonar de la vajilla, por las voces ocultas de las sirvientas tras las puertas, retándose mutuamente, rivalizando por el cariño y la fidelidad de aquel hombre y aquel niño que constituían el objeto de sus vidas. Vidas que no valían más que las paredes de esa casa, y que se derrumbarían mucho antes que ésta, para ser absorbidas, mutadas tal vez, transformadas por el tiempo en polvo de cal embebida por los zócalos de la antigua casa de Cádiz. Luego llegaba la enseñanza del tío José, las reglas que le hacía repetir cada mañana las oraciones que había aprendido en el catequismo, y luego de repetir el niño lo que sabía, con mayor o menor habilidad, llegaban las palabras del tío José, su voz agitada por un remolino de ira, de justicia reclamada, como una tempestad que dominaba el resto del día hasta convertirse en la esencia de la luz del sol, hasta que éste acababa convirtiendo el alma de Maximiliano en un ímpetu vertiginoso de miedo a la luz, de temor al tiempo que transcurre lento y retrasa la llegada, la bienaventuranza de la noche. No era miedo al día, en realidad, no era temor a la violencia, sino un respeto atrapado en las cuatro paredes, una reverencia que había crecido anclada, fosilizada en su alma joven, engendrada por sus padres cuando lo concibieron una lejana noche española. Era como si dos vidas lo habitaran: el pasado con sus padres muertos, a quienes el tío jamás mencionaba, la zona de ignorancia, de brutalidad, de vergüenza, de una elementalidad lindante con lo profano, y el presente, el sitio más parecido al paraíso terrenal. Un Paraíso del que el tío José se encargaba de mantener cerrado. Nada ajeno penetraba, nada interno lograría salir jamás mientras él fuese el cuidador. ¿Y dónde estaba la serpiente, de dónde surgiría? ¿Y quién de ellos era Adán, y dónde estaba Eva? Porque las viejas sirvientas no podrían considerarse como tal, estaban mucho más abajo del bien y del mal, nociones que ellas no conocían porque únicamente se guiaban por los preceptos del dios, tío, capitán y dueño de casa, llamado José.
Una risa de niño, que solía ocultar con un borde del mantel de la mesa, atravesó el tiempo y llegó hasta sus labios de adulto, como cuando se atrevía a imaginar a las viejas mujeres, que en su infancia no eran aún tan viejas, con el escaso vestuario que según los sagrados textos llevaba Eva. Terminó de vestirse prestando atención más al silencio que a la inminente luz del sol que estaba a punto de presentarse sin permiso, invasor de un cielo coagulado hasta entonces por el seco y frío semblante de la luna. Cuando ellas entraran a despertarlo, él ya estaría en la biblioteca, sentado en su sillón, junto al intocable sillón del tío José. O quizá se atrevería a sentarse en ése, y así el tío, cuando entrase a su vez en su cuarto favorito y lo viese repantigado en el sillón, con los pies apoyados en la mesa ratona, los codos sobre los apoyabrazos de pana y en las manos un libro abierto, más muchos otros arrojados sobre la alfombra a su alrededor, como si hubiese estado disfrutando de una orgía, de una bacanal, abundante en vino, en drogas, en mujeres, en éxtasis, el tío sabría, recién entonces y ya definitivamente, que su sobrino Maximiliano había crecido y aprendido a rajatabla los preceptos que tantas veces y tan imperiosamente le había inculcado. Sabría que su sobrino era ya un hombre, y como tal, un ser dividido en dos sin posibilidad de conciliación: el hombre de la noche y el hombre del día.
Y así, en la mañana, el hombre de la noche, el Maximiliano que se sabía lleno de la negra mugre de la oscuridad que nace de los sueños ocultos, se había escabullido antes de salir el sol, sorprendiendo al sol como sorprendería al tío José, y no sólo a las inocentes, ingenuas sirvientas que ante tamaño atrevimiento, quizá se pulverizarían ante el horror de lo que verían más tarde.
Pero qué verían, eso aún ni siquiera él lo sabía con certeza, aunque lo sospechaba en su subrepticia ira acumulada, creciendo lentamente a medida que el sol ascendía. El sol que se encargaría de ser el fuego bajo la olla en que él había guardado a lo largo de los años todo lo insospechado, lo no recordado. Un niño y luego un adolescente que cada mañana, desnudo, recorriendo los pasillos fríos de la casona, descendía a la cocina, miraba a los perros soñolientos
que a su vez lo miraban un instante y volvían a dormirse, y subiéndose a una silla al principio y luego ya no necesitando hacerlo, levantaba la tapa de la olla cuyo fuego había permanecido encendido toda la noche, y arrojaba el manojo de inmundicias que habían crecido en su pecho cada hora, como animales, como insectos, como gusanos de un absceso infecto, perenne, inviolable e inviolado jamás por ningún remedio. No habría médico que lo curara, no habría enfermera y sabio o cura de iglesia que lograra extirparlo. Y ahora se daba cuenta que siempre lo supo con tal seguridad, como segura y certera era la resignación que había aceptado como su más íntima amiga.
Hoy, sin embargo, dudaba si todo eso era una alegoría de su ferviente imaginación o algo que realmente había realizado. A veces estaba mucho más seguro de sus intuiciones que de los recuerdos. De las intuiciones y de los libros, por eso recurriría a ellos esta noche. Y así es que se había levantado, vestido con una bata sobre el camisón que ha tenido desde adolescente, caminó por el pasillo desde la puerta de su cuarto hasta la escalera que descendía a la planta baja. Siempre a oscuras, sin llevar candela o farol para guiarse porque no los necesitaba para dar los mismos pasos que había dado desde que tuvo uso de razón. Pasos sobre alfombras que conocían sus pies descalzos o embutidos en sandalias de delicada seda almohadillada tanto para distraerse del insomnio, para escaparse al jardín en la noches de verano, para descender a la cocina en los esporádicos ataques de hambre nocturna con que su cuerpo joven lo reclamaba. Pero esta vez la necesidad era intelectual, y sobre todo emocional. La consulta que iba a hacer en la biblioteca del tío José provenía de un sector muy profundo de su alma, escondido por mucho tiempo, agrietado y ajado, con un hedor que había descubierto apenas veinticuatro horas antes, o menos que eso. Un olor que no soportaba porque se había conservado fresco como la carne de un muerto reciente, carne que llamaba a las moscas, que requería del cuidado de especias para simular su mal futuro: la degradación y el dulzón y fétido aroma que caracterizaba a la mal llamada muerte. Porque esa palabra era demasiado corta para nombrar el complejo proceso que producía, y como siempre, lo que no podía ser definido con exactitud, terminaba arrumbado en los arcones de la generalidad. Y la muerte era una generalidad que aparecía en todos los libros, en todas las bocas de hombres y mujeres hasta el día de la misma muerte, y entonces era ya tarde para nombrarla verdaderamente, porque ya son muerte y nombre, un solo conjunto, una sola entidad que sobrepuja los límites del tiempo para instalarse en los planos infinitesimales de la también mal llamada eternidad.
Pero ante la falta de tal exactitud, los libros eran mejor que nada. Por ello entró a la biblioteca, a oscuras. La cerró despaciosamente, caminó a tientas hasta el escritorio ahora despejado del tío José, buscó en el primer cajón las cerillas y encendió una. Un halo luminoso alumbró su frente pálida, sus mejillas sonrojadas y los ojos ávidos de no se sabía qué. A la luz del fósforo parece un macabro muñeco resucitado. Pero qué es esto, se preguntó. Un muñeco no tiene vida y por lo tanto no puede ser resucitado de una muerte que no puede morir. Entonces le llegó la memoria de Cristo: un Dios que fue hombre para poder morir y así resucitar y volver a su calidad de Dios. Con esta idea tranquilizó su mente, las dudas que siempre lo embargaban, y recorrió con la pequeña luz la superficie del escritorio. Halló una lámpara de aceite, porque en esa casa la luz eléctrica aún no había sido instalada. La ciencia de la electricidad nunca estuvo en las prioridades del tío José. De sus viajes siempre trajo novedades que nunca dejaron de ser curiosos souvenirs anticuados, noticias de avances modernos y asombrosas anécdotas de máquinas maravillosas. Pero la vieja casona siempre permaneció en el siglo anterior. Como si ésta y su dueño quisiesen continuar olvidados por el mundo, para no llamar la atención.
Un halo esta vez grande se explayó por casi toda la habitación, abarcando los estantes y las vitrinas tras las que se preservaba a los ejemplares del polvo y el desgaste. La pared tras el escritorio estaba ocupada por vitrinas hasta el cielo raso, allí se guardaban los ejemplares más antiguos y valiosos. Las otras tres paredes estaban llenas de estantes hasta la misma altura, guardianes de libros a los que se llegaba con una escalera de mano de ruidosas rueditas que ya hacía mucho tiempo estaban reclamando limpieza y lubricación.
Por la vista de Maximiliano pasaron los nombres de Sócrates, Séneca, Heródoto, y uno de los favoritos del tío, el célebre Plutarco y sus Vidas paralelas. Se detuvo un instante ante el ejemplar ajado cuyo lomo siempre había sobresalido de la línea marcada por los otros libros en aquel tercer estante ubicado justo frente al escritorio. Muchas tardes, sentado con su tío y charlando sobre bueyes perdidos luego del café vespertino, y mientras observaba el lento proceso, -como el de la muerte antes referida-, que comenzaba con el trabajo del tío en su escritorio, continuaba con el café servido por una de las mujeres, la parsimoniosa costumbre de los terrones de azúcar, el revolver la taza, el dejarla a un lado y preguntar algo a su sobrino, y terminaba con el vaivén de su cabeza canosa apoyada en el respaldo de su silla, las manos sobre el escritorio y el aroma del café perdiéndose en los recovecos de la historia. La historia escondida que clamaba por hacerse ver a través de aquel libro que como un imán, era el punto de referencia para la atención y los ojos del tío, fascinado por las vidas paralelas de dos hombres de dos civilizaciones casi contemporáneas, símiles y diferentes. Fascinado por la dicotomía y la contradicción, por el idealismo y la realidad, por lo clásico y lo práctico, por lo épico y lo brutal, por la poesía y por la decadencia, el perfume del incienso y la hecatombe en los campos de batalla. Él mismo se reconocía dos hombres distintos, o por lo menos así lo comprendía, clara y ya ahora infructuosamente, Maximiliano.
Caminó hacia la pared de la derecha donde estaban los volúmenes piadosos, aquellos que hablaban de la religión y de Dios. Entre éstos estaban mezclados todos los libros de filosofía moral que el tío había conseguido en el país y en sus viajes. Libros en latín, en árabe antiguo. El Corán estaba arrumbado justo bajo el cielo raso, el Talmud un poco más cerca y accesible, como si hubiese determinado esa disposición siguiendo un mapa de su propio corazón, así como había dispuesto los libros en la biblioteca siguiendo un mapa de su propia mente. Kant y Hegel predominaban, Nietszche brillaba por su ausencia, execrado. Voltaire conservada como en una bruma inviolada, Aristóteles perdido en el tiempo y nunca recuperado. Platón ocupando un espacio privilegiado, justo frente a la vista, irreverente y bello como un Narciso.
Se apartó de allí, lleno de culpa y de una ferviente náusea, hacia la izquierda, donde estaban los libros de ciencia. Astronomía y numerología se alternaban en el estante más alto, esperando la iluminación nunca obtenida de las estrellas, conocimientos abandonados en la juventud, porque tal vez el hombre a medida que crece echa raíces cada vez más profundas y al final de su vida es sólo ojos a ras de tierra, preparados a cerrarse pronto para hundirse también. Los astrolabios que el tío había comprado en Italia y en oriente ya habían sido llevados al sótano muchos años antes, despejando espacio para los libros de anatomía. Era ésta la ciencia preferida por el tío, y también de Maximiliano en los años de sus primeras lecturas más conscientes e interesadas. Había ejemplares de todo tipo y lugar, desde De humanis corporis fabrica de Vesalio hasta las últimas ediciones de un tal Testut. Le fascinaba, cuando aún era muy pequeño, sacar de los estantes, con el permiso del tío José, los atlas anatómicos y contemplar en ellos, como en mapas geográficos, las estructuras y tejidos humanos, como si estuviese recorriendo las montañas, valles y ríos de un mundo que algún día visitaría. Más tarde, cuando ya supo leer y comprender lo que leía, se encontró con la Anatomía de Spiegel, de casi tres siglos, y fue descubriendo que la belleza de los esquemas se iba desarrollando paralelamente a la belleza del conocimiento por él adquirido. El cuerpo humano se formaba así lenta pero armoniosamente. Y un día descubrió su sangre, que también se hallaba en esos libros, y los huesos de sus dedos que había visto dibujados a la perfección en los antiguos libros, y la piel recorrida por senderos multiformes de venas imposibles de imitar en cada ejemplar de aquella biblioteca. Descubrió los latidos de su corazón impactando en la superficie de sus brazos o su cuello, y cuando ya fue mayor, la extraña, asombrosa fluidez de sus secreciones sexuales.
Memorizaba las ramificaciones de las arterias, los nombres de los nervios, la forma exacta de cada hueso. Sabía, incluso las variaciones posibles y las deformaciones. La disección fue de su interés, la taxidermia lo acercó a preguntar en los arrabales de Cádiz, hasta que halló que era más difícil preservar los cuerpos que el alma. Cuando regresó un día de aquella búsqueda, se quedó pasmado de su propio asombro, de saberse tan ingenuo, tan ignorante de su propia historia. Las sirvientas intentaron consolarlo sirviéndole una profusa merienda, y el tío, que estaba de viaje, lo miraba desde su retrato junto al retrato de sus padres muertos.
Esa tarde caminó despacio hacia el cementerio. Cuando llegó ya había cerrado y la penumbra se abatía sobre el terreno y la rejas que separaban el país de los muertos del de los vivos. Apoyando la cabeza entre dos hierros, se sintió apresado por una mano enorme creadora y destructora. Dios lo había creado, se dijo, y también se adjudicaba el derecho de quitarlo de ese mundo. Pero qué sucedería con su cuerpo, se preguntó. Se pudriría irremediablemente.
Los libros de anatomía eran cementerios, pero la teoría los preservaba de la realidad. La belleza del arte iba en ayuda de la ciencia, y así la ciencia misma se convertía en una eternidad que consolaba a la humanidad de su fugacidad.
Entonces buscaría el alma, se dijo a sí mismo esa tarde ya convertida en noche, mientras regresaba a la casona semivacía. Entró a la biblioteca nuevamente, donde desde hacía mucho pasaba la mayoría de su tiempo, y dando la espalda a la pared izquierda, se dedicó desde entonces a explorar los libros del lado derecho, como quien diseca el alma sin el miedo a que el objeto de su estudio se deshaga entre sus manos como los precarios huesos de los muertos.
Sin embargo hoy, varios años después, no tanto en realidad pero con la sensación de haber transcurrido un milenio, había dado la espalda esta vez al lado derecho y dirigiéndose a la pared izquierda, retomó la vista de los lomos de los libros científicos. Descendió la mirada desde los astrónomos como Galileo o Copérnico, ajeno a los viejos conflictos y las ya irrelevantes matanzas morales entre clero y el estado, entre individuos y multitudes. Pasó la mano por los libros de Newton, sobre la física y la aritmética. Ignoró aquellos tomos que hablaban de la alquimia de los elementos, que nunca comprendió del todo, como una comida indigesta que le caía muy mal. Y se detuvo en el estante al alcance de sus manos, sólo un poco por debajo de la altura de sus hombros, quizá a la distancia perfecta del plexo solar, aquel otro misterio, nudo de nervios, estación principal de los reflejos, de la actividades autónomas del cuerpo, sitio donde muchos anatomistas dijeron hábitat del alma. Donde se siente la angustia y el dolor, donde el regocijo se forma y fluye como agua torrencial de primavera. Donde se clavan los puñales suicidas y donde se sienten los primeros movimientos de los fetos.
Con una mano sosteniendo el farol, y la otra sacando del estante un libro de anatomía, leyó el lomo para saber si era el correcto. Éste buscaba, la Anatomía de Juan Valverde de Amusco. Regresó al escritorio y se sentó en el sillón del tío José. Apoyó los pies sobre la mesa, desafiante pero sin pensar en su desafío, empujando los papeles a un lado y colocando el farol en su lugar. Con el libro en su falda, lo abrió en la primera página. Leyó la fecha y el lugar de publicación: Roma, 1556. Admiró los diagramas de arte que representaban fragmentos del cuerpo humano, miembros, músculos, costillas, corazón, vísceras abiertas por la mitad como cajones de Pandora. Llegó a la sección de neurología, estudió los diagramas cerebrales, pero su estudio era una búsqueda sin objeto preciso. La duda, seguramente el miedo, lo hicieron acrecentar la ansiedad y alimentar el deseo, mirando el reloj sobre la mesa. Eran casi las tres de la madrugada. El silencio casi completo, la oscuridad externa acorde con la búsqueda interior que ahora estaba llevando. Cualquier semejanza con un cementerio era pura licencia o efecto poético de un romanticismo incipiente, que atraería a cualquier espíritu sensible, pero no a él. La etapa de la sensiblería melodramática ya había pasado. Se encontraba en un período de hechos, de exploración. Y sin duda también de experimentación. Era un aventurero.
Cuando halló el libro de osteología, en una página cualquiera, a casi la mitad del libro, había un esquema de los huesos de la base del cráneo. Qué intrincado laberinto de túneles, de pasadizos, de recovecos formados por huesos planos como láminas muy delgadas para el paso de nervios múltiplemente ramificados, arterias y venas, para el paso de secreciones y líquidos. Todos ellos encerrados y protegidos por la estructura aparentemente segura de la bóveda craneal. Como celdillas en un templo, habitaciones donde los monjes transcurrían sus duermevelas seguros de la bondad de Dios.
Un hueso que lo asombró por su estructura, y lo maravilló por su función. Sus túneles servían de pasaje para una de las estructuras más importantes del hombre: los elementos que dan función a los ojos. El esfenoides parecía un pájaro atrapado en el centro del cráneo humano, con sus alas extendidas y petrificadas. Un pájaro embalsamado o un ave petrificada. Una representación, sin duda, una alegoría concretada, una idea hecho hueso: si todo lo que el hombre amaba, si todo pensamiento era fugaz e inatrapable, por lo menos había conseguido, como un hecho milagroso o de magia, explicable sin embargo por la ciencia un pájaro cazado en un bosque imperial lleno de circunvoluciones formadas por las ramas de árboles entrelazados, al que se le han extendido las alas antes del rigor mortis, y se lo ha espolvoreado con cal hasta conseguir la dureza necesaria para instalarlo en el centro del cráneo humano, para recordar la vulnerabilidad de las ideas y el poder coercitivo del hombre, su propia impiedad, y revertir el egoísmo imperante mostrando, como en un museo cerrado, las víctimas propiciatorias de la creación divina.
Y en el diagrama de aquella página descubrió una marca en lápiz con la letra del tío José. No una nota de estudio, porque nada estaba más alejado del tío que el interés por la anatomía o la disección, sino una marca como de quien encuentra, al leer, algo que lo sorprende o lo inquieta. La marca representaba un signo de interrogación con un leve temblor que se adivinaba en el trazo inseguro, junto al ojo izquierdo del cráneo dibujado. Es decir, la órbita ósea vacía, por cuyo fondo transcurría el nervio óptico y los vasos sanguíneos.
Maximiliano bajó los pies de la mesa y se acercó a ella, apoyando el libro y aproximándolo a la luz. Allí vio sobre el dibujo del esfenoides izquierdo, un trazo o una línea que el tío José había trazado. ¿Una fractura? Tal vez no había querido representar eso, o sí una grieta, quizá. Pero más probablemente un trazo de fractura como consecuencia de un golpe sufrido alguna vez. No recuerda que nunca le haya contado sobre algún episodio que sugiriera algo por el estilo. Él mismo, Maximiliano, en sus juegos infantiles sufrió incontables golpes de cabeza. Intentó recordar si había tenido desmayos, ojos hinchados o cegueras temporales.
Entonces pensó en visiones, alucinaciones, delirios místicos.
Recordó lo que había visto en el ojo izquierdo del hermano Aurelio, y en lo que había visto la noche anterior en la mirada del tío mientras estaba a los pies de su cama.
No podía conciliar esas blasfemias, el ensuciar a Cristo asociándolo con tales ideas, habitando en las mentes sucias de aquellos hombres, el uno loco, el otro depravado. El daño que le hacían había recibido su justo castigo en el primer caso, el otro seguía impune. Se tocó la boca del estómago, en el centro del dolor, y recordó las noches de su infancia y su adolescencia, las noches extraviadas por su propia psiquis en las tinieblas del tiempo, cristalizadas en fragmentos de vidrios rotos arrojados al fuego, cuyo estallar era un crepitar que lentamente disminuía en la antigua cocina, como en las antesalas del infierno.
Fue a través del ojo del hermano Aurelio, a través de aquella fisura, tal vez, donde comenzó a entrever la por entonces leve luz negra que nacía. Una luz que no descubría la oscuridad sino que la ponía de manifiesto, como si lo oscuro no fuese un vacío sino una pared, un muro cóncavo cuyo fondo estaba abierto. Una hendidura natural socavada, abierta más y más por la fuerza de golpes constantes a lo largo de los años.
Los recuerdos escondidos tenían que ver con Jesús sólo en el hecho de que era el muro que tapaba la verdad, el portero protector, el dueño de una de las tantas puertas del infierno, finalmente recobrado.
Miró la hora y vio la luz tenue del amanecer filtrándose entre las celosías de las ventanas. Era la hora en que el tío José regresaba de sus juergas nocturnas con sus amigos. Debía estar aproximándose con paso tambaleante por las calles que conducían a la casona. Podía escuchar sus pasos ahora, su murmullo de beodo que nunca perdía del todo la disciplina de su rango militar.
Esperó a escucharlo poner la llave en la puerta de calle, entrar y cerrar con un estrépito. Lo oyó esquivar la presencia de las sirvientas que intentaban ayudarlo a caminar hasta su cuarto sin que se golpeara o se cayera por las escaleras. Escuchó y apreció el golpeteo férreo y piadoso de las puertas, que protegían a todo hombre en su estado de la mañana y la luz que intentaban siempre espabilarlo, afrontarlo con una realidad que precisamente había querido evitar toda la noche con alcohol, con sexo, con disquisiciones irrelevantes, cada vez más irrelevantes hasta el límite de lo tan superficial, que las palabras y los actos se convertían en plumas que volaban en el viento, como plumas de pájaros muertos. Tal vez los mismos pájaros que los hombres habían petrificado e instalado en el interior de sus propias cabezas. Y así, lo que tanto intentaban, se malograba por sus mismos actos.
Esperó con paciencia. Escuchó entonces los gritos iracundos del tío José, velados por las puertas de la casa. Creyó entender que alguna de las mujeres decían:
-Pero mi señor, despertará al niño.
El niño, sin embargo, ya era un hombre que había salido de la biblioteca mientras los otros discutían en la planta alta. Las mujeres regresaron a sus habitaciones, rezongando. Maximiliano bajó a la cocina, echó un vistazo a los perros ya viejos y cansados. Buscó una pala junto al fuego, que conservaba cierto calor todavía. Subió la primera escalera, empinada y de piedra labrada en los cimientos. Luego, la escalera elegante de mármol pulido que conducía al primer piso. Esperó a que el silencio se asentara, se afirmara con sus raíces en el sueño de las mujeres. El cuarto del tío estaba vacío, debió imaginarlo. Esa noche el viejo se había pasado de copas y actuaba más descontrolado que de costumbre. Fue hasta su propia habitación, donde encontró la puerta abierta, y la luz temprana penetrando por las celosías, dividiendo en múltiples fragmentos la habitación y el cuerpo del tío, que estaba de espalda a él.
Maximiliano debió haber dicho algo, nunca recordaría qué, o fue su respiración la que lo delató. El tío se dio vuelta luego de haber comprobado que la cama estaba revuelta y vacía, y alguien respiraba detrás. Entonces el viejo lo miró por unos segundos, primero extrañado, luego inquisitivo, un instante después muy enojado. Pero no fue lo que dijo a su sobrino, si es que dijo algo, ni siquiera lo que podría haber alcanzado a decir, ni tampoco la mirada, que era simplemente la de un hombre ebrio, viejo y cansado de su propia soledad y frustración.
Vio su propia imagen reflejada en el ojo izquierdo del tío, con la pala recogida en la cocina en las manos, y que ahora levantaba por encima de su cabeza. Sintió el choque torpe de la pala contra el marco de la puerta, algo que retrasó su movimiento, pero que de nada sirvió para los reflejos lentos del viejo. El borde de la pala golpeó y se incrustó en la cara del tío José, oblicuamente desde el lado izquierdo de su frente hasta el derecho de sus labios.
Cuando el cuerpo cayó, Maximiliano ya no estaba. Sólo recordaría la imagen de la cara partida en dos con un largo hierro clavada en ella, justo en el centro de una visión propia de la más infernal creación del hombre.
La figura del Cristo carcomida por el pecado.
17
Los días pasaron más rápido de lo que esperaban. El ruido de Buenos Aires llegaba filtrado a través de las puertas cerradas del viejo hospicio que alguna vez había servido de convento, escuela, alguna vez cárcel, luego leprosario y ahora cumplía el papel de todas estas funciones. Porque, ¿qué eran ellos, sus habitantes, sino presos que no podían salir hasta que las autoridades lo permitían, o enfermos que debían mantenerse aislados para evitar la transmisión de sus enfermedades? Hombres y mujeres que en aquel encierro aprendían a convivir y a resignarse con sus propios destinos, viendo en los altares del antiguo hospicio los refugios donde Dios esperaba como una estatua griega, bello e inalcanzable, pero siempre alto y enhiesto, desbordando orgullo y sapiencia, poder por encima de todo, y mucho más sobre aquel viejo edificio poblado de seres enfermos, cucarachas desplazándose en las noches por las cocinas de su reino.
Los días pasaron y no faltaba más que una semana para cumplirse la cuarentena. Ni Maximiliano ni Elsa sabían lo que harían al salir. Sí sabían, sin embargo, y en esto habían sido dos alumnos ejemplares, contagiados, quizá, por aquellos muros que guardaban sin querer las palabras sabias de antiguos maestros curas, discursos, plegarias, lecturas antes y después de largas oraciones y abluciones. Aprendieron uno del otro cómo tolerar el tiempo en blanco, cómo aguantar y pacificar sus almas al ritmo íntimo de aquellas paredes, ajenas al mundo moderno que afuera vibraba amenazadoramente, intentando filtrarse, congregarlos en un afán común de admiración y fascinación, hasta obligarlos a salir, escapando incluso, si era éste el primer delito a cumplir, la primera corrupción a que los llevaría el moderno espíritu de América, del que habían recibido muchos relatos, tanto en España como durante el viaje. Pero la versión de ambos era diferente. Mientras Elsa en su pueblo de los Pirineos no había escuchado casi nada, y por lo tanto se la vio asustada con los cuentos que jóvenes locuaces transmitían en el barco, Maximiliano ya estaba acostumbrado a estos relatos más deformados por la picardía popular que provistos de alguna verdad. El tío José le había hablado de América como un continente fastuoso y pobre a la vez, y a medida que su fascinación iba desapareciendo a la par de sus frecuentes visitas, sus descripciones se hicieron infrecuentes y despectivas. Grandes ciudades, altos edificios, motores rugiendo en los campos extensos, enormes costas. Y por sobre todo, la gente extraña, una amalgama de nativos indios con inmigrantes de todas nacionalidades, y lo más curioso de todo, los descendientes de todos ellos: rubios saltones como escandinavos, ojos claros en pieles oscuras, ojos oscuros en pieles blancas como la leche, morochos en todos los tonos posibles, labios gruesos y labios finos, cabellos ondeados en caras y conformaciones que no parecían coincidir. América era una especie de zoológico donde nadie se entendía con nadie. Las ciudades se llenaban del ruido de los nuevos vehículos de motor que poco a poco iban reemplazando a los carros, que sin embargo tardarían muchas décadas en desaparecer definitivamente. Gente que peleaba y gritaba, para luego llorar y abrazarse, entre dialectos italianos y olores a salsas picantes, entre llantos y salmodias judías, entre campanas de iglesias vastas y majestuosas, entre gritos de acentos polacos interrumpidos por la desbordante música de orquestas que salía desde salones o teatros con el ritmo de valses u óperas. Y desde los barrios bajos cercanos al puerto llegaban los orilleros aromas de las putas y los bares, de los adoquines siempre mojados en invierno, de los llantos de niños maltratados o mecidos por brazos ásperos de mujeres dormidas en el sueño del alcohol. Y desde más lejos, como si llegara del ancho río, o si se hubiese formado sobre esas aguas casi inmóviles luego de viajar por el océano, o haber nacido en el mismo océano, arribaban las notas de una música extraña en los acordes producidos por un viejo instrumento que encontraría en estas tierra y en este siglo un vigor, un renacimiento inesperado y bienvenido. El bandoneón tenía un sonido indescifrable: viento atravesando superficies metalizadas y flexibles, como suavizado por el agua, mecido por olas y por ello mismo abundante en ondas de un oleaje encrespado que golpea maderas de viejos muelles. Luego el agua, tranquila, se aquietaba para hacerse invisible y dejando que el viento sonase entre los pilares, agudo como un chillido entre las grietas, grave y profundo.
Maximiliano había escuchado el tango en Cádiz, un par de veces, y en estos días le llegaban por las ventanas del hospicio rumores de música grabada, tocada en fonógrafos que los vecinos de las otras cuadras debían poner para consolarse luego de los largos días laborables. Intentó explicarle a Elsa qué era aquella música, pero ella no lograba imaginar siquiera cómo sería un bandoneón. No entendía el ritmo, no lograba captar más que los rasgueos, y éstos le lastimaban los oídos, según decía. Pero a ella no le importaba la música en este momento, porque había descubierto que el cuerpo de Maximiliano era más bello de lo que imaginaba.
Estaban sobre un colchón viejo que él había encontrado en un depósito, ocultado tras una puerta y capturado la noche en que él sabía que ella vendría. Luego de las caricias y los besos robados en el barco, luego recuperados tras puertas y bajo la oscuridad de los arcos en las horas que se suponía debían estar acostados y dormidos en sus correspondientes pabellones, había logrado hacerla subir hasta una habitación que encontró abandonada y cerrada con un pestillo viejo, descubierta una tarde de aburrimiento y hastío, contento de ver que desde tal sitio podía verse gran parte de la ciudad, las casas señoriales, el riachuelo cercano, los conventos e iglesias, las calles comerciales; pero sobre todo lo había asombrado contemplar la luna enorme, como una olla de fuego, como un reflector de teatro puesto justo sobre él, pero sin encandilarlo, sino iluminándolo. Había visto sus propias manos, casi translúcidas a la luz de aquella luna.
Esa noche, a las tres de la mañana, con el sonido de una música acuática, que sin embargo era un tango nacido de adoquines sembrados de muerte, o quizá una canzonetta napolitana desgarradora y melancólica, o un safardí entonado por un alma errante y para siempre perdida, ellos hicieron el amor por primera vez, luego de caricias, avances y timideces, de hablar y enojarse, de reconciliarse y descubrirse. Prenda por prenda, lentamente, fue despojada entre risas y comentarios aislados, hasta convertirse en algo tan natural que ya no merecía reparo ni atención. Y el sudor surgió como parte del amor, y las manos recuperaron un conocimiento que ninguno de los dos creía poseer. Y poseídos estaban, sin duda, pero sin saberlo, por los ancestrales deseos de los hombres y mujeres primitivos. Al no pensar más ni planear más que aquel colchón y ese cuarto, eran un hombre y una mujer solos en Buenos Aires, aislados por el mar y la tierra, elevados sobre una terraza que dominaba a ambos elementos, y dispuestos únicamente a acatar el poder de la luna sobre ellos. No sólo a la noche y a su luz, a la música y a los rumores de la ciudad menguante, sino también, y más importante, a obedecer el llamado del futuro, fuera cual fuese, dispuestos incluso a la resignación de cualquier drama o clase de vida. Porque sabían que el acto del amor que habían realizado era irreversible, y se sabían enlazados para el resto de sus vidas, por más que las distancias crearan lejanías entre ellos, incluso olvido o desamor.
Ese acto era un pacto.
Así lo entendió Maximiliano, que por primera vez se desprendió de todo el pasado como si se hubiese desprendido de su propia persona y ahora fuese otro hombre, liberado y a su vez atado a nuevos compromisos que esta vez elegía por sí mismo. Sin embargo allí estaba la luna, y su perfecto círculo le trajo a la memoria los cálculos de Euclides del número pi. La décima sexta letra del alfabeto griego, equivalente a la “p” española. P de Pedro el traidor, ¿quizá? Pero quién era él para juzgar a quien Jesús eligió como base fundamental de su iglesia. Y allí estaban, brotando de la luna, los cálculos geométricos del número pi, círculos sin fin: Dios y Satán intercambiando el protagonismo de la historia: el estrecho y sin embargo infinito margen del número pi, el resabio que brotaba de los tres números enteros, la grieta por la que se colaba lo indescifrable, lo indefinido, la incertidumbre, la duda del todo. Porque nada era todo si había una grieta en ese todo, por donde se escapaba lo esencial o penetraba lo indeseable. De nada servía ningún conocimiento si existía en alguna parte el espacio indefinible, si existía, incluso, el cero.
Pero ahora dejaba atrás el pasado, por esa noche, viendo en los ojos de Elsa la esperada trama de la inocencia, el asombro con que se disfrazaba la mujer para ocultar los deseos viejos como el mundo que sentía surgir en su cuerpo por más que no fuera virgen. Y Elsa no lo era, aunque él no se lo había preguntado. Hacerlo habría implicado confesar su propia experiencia, el pasado del que había necesitado huir abordando aquel barco en que la había conocido.
Pensando en eso, se durmió abrazándola, sin pensar que a la mañana siguiente sus vecinos de cama se darían cuenta de su ausencia, a menos que él despertase con la primera luz del sol y la sacudiera cariñosamente, su cuerpo aún desnudo desperezándose con somnolencia, perdida los escombros dulces de aquella noche. No confiaba en sí mismo, por eso permaneció despierto, admirándola como admiraba a la luna, a la que amaba y temía como sólo se puede temer a Dios. Entonces, como un pensamiento malévolo que debía destruir de inmediato, y cuyo resto permaneció en los anaqueles más profundos de su memoria, se preguntó si, igual que Dios había muerto para él, ella también lo haría.
No fue la luz diurna la que lo hizo salir del superficial sueño en el que sin querer se había sumido- el sexo era relajante, casi lo había olvidado-, sino el frío matutino. Ambos seguían desnudos, pero ella cubierta por una manta. Un escalofrío lo recorrió, estremeciéndolo, erizando el vello de todo su cuerpo, obligándolo a cubrirse bajo la misma manta que ella. Pronto, el calor de la piel de Elsa comenzó a excitarlo nuevamente, y no tuvo reparos en acariciarla nuevamente. Elsa fue despertando, sin abrir los ojos. La veía entregada a él, a ciegas, a su piel y a su olor, a todo lo que él quisiese hacerle. Y fue mejor aún que durante la noche, porque no hubo palabras sino única y suficientemente dos cuerpos repletos de sensaciones, protegidos uno en el otro por su propio calor mutuo, alimentados por la experiencia anterior que los enriquecía y daba por sentado muchas cosas: gustos, placeres, risas, recuerdos. La memoria completa que conformaba el amor y el sexo en un solo instante que es a su vez tiempo y espacio, constituyendo de este modo una entidad más que un sentimiento, una fundación con raíces profundas, cuya muerte sería desde entonces una muerte real, porque dejaría un recuerdo o muchos de ellos, en alguna parte y en cualquier momento, restos sobrevivientes, como toda materia que no se pierde, sino que se transforma. Los huesos del amor, se dijo Maximiliano.
Cuando se levantó desnudo frente a la ventana, escuchó las voces desde la planta baja. Era tarde ya, todos en los pabellones notarían la ausencia de ambos. Iba a advertirle, cuando ella abrió los ojos.
-Lo sé, mi amor. Es tarde y todos se han dado cuenta. ¿Pero cuántas veces en estas semanas ha pasado lo mismo con otros? Un reto de los médicos y ya todo pasará para el mediodía. Además, nos creen marido y mujer, ya sabes, así que no te preocupes.
-No es por mí, ya todos me miran con mala cara, pero las mujeres van a hablar a tus espaldas. “Si ella lo hace con su marido”, dirán, “por qué no nosotras con quienes se nos antoje”.
Elsa rio.
-En pocos días estaremos fuera. ¿Has pensado en lo que vamos a hacer? No tenemos conocidos en ninguna parte, no tenemos trabajo y muy poco dinero. Y no sé qué hacer con papá…
Maximiliano dejó que los minutos pasaran, que el calor del sol lentamente entibiara sus cuerpos. Perdido por perdido, se dijo, podrían quedarse en ese escondite todo el día, haciendo el amor cada vez que quisieran, sin más límite que esperar a que viniesen a buscarlos.
-Lo he pensado, querida. En el pabellón de hombres se escuchan conversaciones, y he descubierto a algunos viajantes que conocen todo el territorio. Preguntaré y averiguaré cómo llegar a las tribus que me mencionaste.
-Pero eso me lo dijo la adivina, mi amor, cómo puedo confiar en ella realmente. Ahora, tanto tiempo y a tanta distancia, me parece un sueño el día que la visitamos con papá.
-Ya lo hablamos, Elsa, no hay muchas opciones. Un hospital sería como desahuciarlo, para eso se hubiera quedado en España.
Ella asintió sin hablar. Luego dijo:
-Bajemos y enfrentemos la situación.
Se vistieron y abrieron la puerta con sigilo. La luz del sol lo inundaba todo, ni siquiera sombras parecía haber dentro del edificio, como si hasta la estructura hubiese sido construida con el fin de denunciarlos. ¿Pero denunciar qué, pensó él? Si de algo estaba orgulloso era de lo que había pasado entre ellos. Se sentía un hombre, definitivamente, su cuerpo lo delataba en cada parte que lo constituía. Adoraba el cuerpo de Elsa porque era bello y se complementaba exactamente con el suyo. Ni siquiera dolor hubo, ni el más leve asomo de displacer o dificultad, como si cada uno hubiese estado esperando desde mucho tiempo antes y aquel encuentro nocturno no fuese más que el destinado ensamblaje de algo más que una máquina: un ser común dispuesto a disgregarse para volver a fundirse en uno solo, con el único fin de recordar a través del placer la sustancia única, el cuerpo colectivo, la entidad fundacional que los había constituido desde siempre.
Bajaron al comedor y se sentaron como si llegaran desde sus pabellones. Se cruzaron con miradas cómplices de unos pocos, con miradas de enojo de los resentidos. Los enfermeros y empleados no parecían haberse dado cuenta, y no lo harían si ninguno de los internos los denunciaba. Las mujeres clavaron las miradas en Elsa, unas ofuscadas, envidiándola, otras con lascivia en los ojos, preguntándole cosas silenciosamente. Los hombres miraban a Maximiliano con sorna, cuchicheando entre ellos.
Se sentaron uno junto al otro, pegados brazo con brazo. Entonces Elsa preguntó por su padre.
-Iré a buscar a don Roberto- dijo él, pero ella lo agarró de la mano y le pidió que no la dejara sola.
-Pero…
-No tengo hambre, querido- le murmuró al oído- pero si tú quieres comer…
-Tampoco, vamos a verlo.
Nada de esto sirvió para acallar los rumores. Sus cuchicheos al oído, las caricias a medio esconder, las caras acongojadas como dos perritos asustados. Todo esto colaboró para que un murmullo creciente los rodeara mientras se alejaban hacia los pabellones, pero era como si en realidad se acercaran, porque el murmullo era un grito colectivo, una algazara de palabras obscenas cayendo a su alrededor. Ambos se detuvieron por un instante, soportando aquella lluvia que convertía su intimidad en una prenda sucia y maloliente. En aquel lugar podía pasar cualquier cosa, había sexo en los baños, había adictos y pervertidos. La enfermedad no era razón para no evadirse de otras realidades más transitorias pero no por ello menos satisfactorias. Todo aquello que aceleraba el tiempo de la muerte, o por lo menos simulaba su lento paso, era bienvenido. Pero cuando la relación entre dos personas tenía un aura diferente, más limpia quizá, y cuando no había signos de vergüenza ni de pretensión, como si aquello fuese tan natural y merecido, generaba el resquemor entre los que no podían compartirlo.
Entraron al pabellón de hombres. Un enfermero quiso impedir la entrada de Elsa, pero ella le dijo que quería saber si su padre estaba bien, además Maximiliano la acompañaba. Encontraron a don Roberto en la cama, despierto e inquieto.
-¡Papá! ¡Cuánto lo siento!
El viejo no parecía entender la razón de la disculpa, tocó a ciegas la ropa de su hija y luego una manga de Maximiliano. Intentó abrazarlos, pero quizá estaba oliendo algo. Era un anciano, pero debía recordar el olor de los que han hecho el amor recientemente, en especial cómo se siente y huele un hombre después de tal acontecimiento. No dijo nada, pero ambos comprendieron que se había dado cuenta.
-¿Vamos a desayunar, don Roberto?
-No tengo hambre hoy-. Miró alrededor de la cama, a ciegas por supuesto, pero lo que hacía en realidad era buscar con los oídos.- He oído pasos durante esta mañana, ya conozco los de nuestros vecinos, pero pocas veces escuché esas pisadas, además del olor que tiene su ropa.
-¿De qué hablas, papá?- dijo Elsa, cuando Maximiliano ya estaba mirando alrededor y descubrió en la puerta a un compañero del pabellón. Nunca habían hablado con él, parecía mantenerse en un círculo de conocidos que sin embargo variaba de tanto en tanto. Tal vez vendía drogas, uno de esos internos permanentes que tenía acceso a la enfermería o quizá contactos con el exterior en la ciudad. Debía tener un negocio o varios, por eso se acercaba con sigilo ante los nuevos. El débil equilibrio de sus negocios no tenía que verse amenazado.
Sus pasos resonaron con ecos en el pabellón vacío, sólo un par de viejos enfermos seguían durmiendo bajo la luz intensa de la mañana que penetraba por los ventanales enrejados. El hombre era de mediana estatura, cabello oscuro muy corto, con una barba espesa, nariz aguileña, ojos oscuros y tez muy blanca. Tenía ojeras profundas, mirada brillante. Vestía un sacón de buena calidad cubriendo lo que parecía ser un pantalón de pana y un pullover de cuello alto. Se acercó con las manos en los bolsillos del sacón. Cuando estuvo tan cerca de ellos que no pudieron evitar sentir el inconfundible aroma a medicamentos, sacó una mano y la extendió.
-Buenos días, compañeros. No hemos coincidido antes, por culpa mía, lo reconozco. Me cuesta entablar conversación con gente nueva…
Esperó una respuesta, al no recibirla continuó.
-Me llamo Juan Valverde, y soy una especie de reo perpetuo en este bendito hogar.-Sonrió, mirando especialmente a Maximiliano e ignorando a Elsa y al viejo. Tenía la mirada tan fija en él, que temió por un instante que supiera algo sobre su pasado, sobre el mundo que había dejado atrás. Pero eso era imposible. Y sin embargo, algo le resultaba conocido en ese hombre. Era argentino sin duda, su acento lo delataba. Aún así, Maximiliano no podía quitarse de la cabeza que conocía su nombre de algún lado.
-Se preguntarán por qué he decidido entablar conversación con ustedes en estos momentos…-Miró a Elsa como si fuese un objeto de adorno y a su vez el motivo de una transacción.- La verdad es que están en boca de todos, como se habrán dado cuenta, pero los enfermeros harán la vista gorda si llegamos a un acuerdo.
Elsa tiró del brazo de Maximiliano. La miró y le dijo que se tranquilizara.
-¿Y cuál sería la consecuencia de no aceptar?
-Ustedes son nuevos, así que los ilustraré con mi experiencia en estos calabozos de lujo. Como bien dicen las reglas del antiguo leprosario, y que aún rigen entre estas paredes ya que nadie se ha molestado en adaptarlas al nuevo siglo, -hay cosas más importantes en la política, evidentemente-, ustedes han puesto en riesgo a sus compañeros con la transmisión de posibles enfermedades infecciosas. –Miró a Elsa, adelantándose a su protesta.- No importa si se trata esposos, señora, con todo el respeto que me merece.
El hombre era un fanfarrón, un falsario, un comerciante como aquellos que tenían sus puestos alrededor del templo de Jerusalén y Jesús había destruido. Vio un gesto de Maximiliano, y dijo:
-Tranquilo, amigo mío. Yo estoy de su parte, por eso estoy acá y no en la dirección del hospicio ahora mismo. Continuaré, si me permite. Como les decía, las reglas son claras, y la reprimenda en su caso consiste en algunas semanas más de control. Por el riesgo de embarazo, se entiende. –Sacó las manos de los bolsillos y separó lo brazos levantando los hombros, como un signo de resignación.- Todo sea por la buena salud de la población de Buenos Aires, ¿no es cierto?
-¿Y cuánto sería el costo?
Valverde sonrió casi angelicalmente, y Maximiliano sabía cuán cerca estaba esa sonrisa de lo demoníaco. En los labios de aquel hombre se había formado una media luna fatalista, y los dientes no eran simplemente dientes, sino fragmentos de huesos anclados.
-Todo lo que tengan en metálico… y acepto bienes de valor, también.
Maximiliano detuvo la ira de Elsa, su ímpetu y fuerza formados en años de labor de campo y crianza de animales al pie de las montañas. El cuerpo de ella había dejado atrás la dulzura, y la resistencia regresaba desde los campos abonados de frío y cosechas.
Él sabía ya que era inútil resistirse, hacerlo significaba poner en riesgo el poco más de una semana que les quedaba para cumplir la cuarentena. Detuvo a Elsa de los brazos, que intentaba tirarse encima de Valverde, se veía en su rostro iracundo y en sus manos crispadas de impotencia, que Maximiliano apenas lograba sujetar. Finalmente cedió, pero él no la soltó del todo, y ella se dio el gusto de escupir al hombre.
Valverde se rio, no era la primera vez, sin duda, y no parecía preocuparle ya que esa cara no era su cara en realidad, sino una máscara moldeada con los rasgos de su alma. Se secó con la manga del sacón, y dijo:
-Está bien, señora, se sacó las ganas. Sé que querría hacerme más que eso, y lo comprendo, no tenga dudas. Pero creo que cambiará de idea cuando le diga que quizá tenga algo más para ofrecerles a cambio, por supuesto, de su sin duda generosa dádiva.- Se sentó en la cama de don Roberto, y éste, que lo había escuchado todo, se levantó de la cama.
-Tranquilo, papá- dijo Elsa.
Maximiliano vio en la mirada ciega del viejo lo que había estado temiendo desde un largo tiempo, y sujetándole la cabeza, lo miró en sus ojos. El izquierdo era transparente, y en el fondo había imágenes inquietas, figuras que se transformaban en blanco y negro, constante y violentamente. Elsa se dio cuenta de que Maximiliano estaba asustado y preguntó qué pasaba. El viejo dejó que las manos lo retuvieran, porque tal vez así se sentía protegido, poco quedaba ya del vigor que aún mantenía durante el viaje en barco. Las manos de un joven, ya no hablar de las de su hija, sino de un joven varón que hacía muy poco había hecho el amor, le transmitían reminiscencias de su juventud, le traían el olor y el tacto del pasado. Y de pronto, dentro de aquellas sensaciones, algo lo repelió en las manos de Maximiliano y se separó. Intentando ver a Valverde entre nubes y niebla, dijo:
-¡Hable claro o nos deja tranquilos de una vez, yo me estoy muriendo mientras usted da vueltas!
Valverde rio.
-Muy bien, entonces sabrán que este lugar es como un pueblo chico, todo se sabe, y se habla más de los recién llegados que de los antiguos. Así que yo he parado la oreja, como quien dice, y me he enterado de que ustedes andan buscando transporte para el norte, para el litoral si no me equivoco. Si tienen parientes o para qué mierda van, disculpe señora, no me interesa. Sólo me interesa el apuro y la necesidad de ustedes, que son fuentes de recursos para tipos como yo.
-¿Y en qué puede ayudarnos usted, si se puede saber? – le encaró Elsa.
-En prestarles información de lugares, horarios de embarque, contactos con conocidos, lo que necesite, señora mía.
Su burla no hizo pie en Elsa. Se mostró interesada y se mostró dispuesta a hablar. Maximiliano la interrumpió, no sabía de cuánto estaba al tanto Valverde sobre ellos, y no deseaba que Elsa le informara más.
-¿Y de cuánto hablamos?
-Ya le dije, de todo lo que dispongan, a cambio de la libertad en una semana y su viaje tan deseado. –Miró de inmediato al viejo, sabiendo que por aquel lado venía la cuestión.-Por supuesto, dejaré que lo piensen y hagan una colecta familiar. Lo que me ofrezcan pagará una parte o todo de lo que les he propuesto.
-¡¿Y cómo sabemos que usted cumplirá?!- Elsa estaba cada vez más nerviosa, tan alejada de la dulce irradiación de amor de aquella noche.
-Mi querida señora de Méndez Iribarne, eso se lo dejo deducir a usted. –Haciendo un gesto de despedida militar con la mano, se despidió.
Los tres dejaron que transcurriera casi toda una semana. Intentaban que los ánimos se enfriaran. No hablaron de su amor, sino que escucharon las pullas, las provocaciones y los apodos con que los nombraron los demás internos. Claro que no eran en voz alta ahora, ya que todos estaban al tanto del arreglo con Valverde. Aunque no había sido concretado todavía, nadie tenía duda que así sería.
Contaron el dinero que tenía guardado ella en un doblez cosido de su corpiño. Lo recontaron una y otra vez a lo largo de aquellos días, como si fueran a grabársele en la memoria cada uno de esos billetes. Roberto tenía una lata de monedas que aportar, pero ellos le dieron las gracias diciendo que las necesitaban para el uso diario en el caso de que aceptaran la oferta de Valverde. El viejo asintió, puso la lata bajo la cama y miró cómo los billetes pasaban de una mano a la otra de su hija, los restos volátiles de lo que había sido su campo al pie de los Pirineos. Maximiliano no tenía prácticamente nada para aportar al trato, había abordado sin nada en efectivo, y sólo conservaba ahora el traje que el médico le había regalado y una billetera de buen cuero pero vacía. Entonces se acordó de la cruz de plata que llevaba al cuello desde la infancia, la que le habían regalado sus padres unos meses antes de morir. La sacó por entre los botones de su camisa y la miró, invertida.
-¿Te parece que me dará algo por esto, Elsa?
-Pero querido, no está bien que entregues esto, es un recuerdo, además del símbolo de Dios. Te protegerá, nos protegerá.
No quería romper la falacia de Elsa, menos ahora que la amaba más de lo que había amado al propio Dios del que hablaba, por eso la escondió de vuelta bajo la camisa.
-¿Qué son estas pesetas para él? Probablemente querrá que antes las cambiemos por dinero argentino.
-No creo- dijo Maximiliano.- Creo que los tipos como él sacan provecho de todo porque tienen los medios para hacerlo. Además, con la diferencia de valor, es seguro que saldrá ganando. Lo que me molesta es tener que hacerlo, mi amor, toda una vida trabajando en esa granja, y tener que entregarlo…
-Si es por papá, y por nosotros también. ..
-¿Pero cómo vamos a comenzar a vivir acá, Elsa…?
-No lo sé, pero antes hay que llevar a papá a que lo curen, si pueden…
-De eso yo me encargo.- Tomó valor, inspirando con fuerza. Ya no se sentía solo, ni presionado como entre cuatro paredes, ni agobiado ni angustiado. El haber hecho el amor con Elsa fue una liberación. ¿Cuánto duraría?, se preguntó.
Concertaron el encuentro con Juan Valverde para la noche del sábado, y esa misma tarde, cuando el nombre se repitió en su pensamiento, como una canción infantil, supo de dónde lo conocía. Era el mismo nombredel anatomista cuyo libro había leído en la biblioteca del tío José. Cuando se dio cuenta de esto, estaba recostado en la cama del pabellón. Fue en busca de Elsa, la llamó desde la puerta y ella dejó la costura sobre la silla. Las mujeres se rieron entre dientes, ella no les hizo caso.
-Esta noche voy solo.
-Ni lo pienses- además es dinero de mi padre y mío el que vamos a entregar.-Se dio cuenta de su brusquedad, y dijo:- Lo lamento, amor mío…
Maximiliano la abrazó y ella lloró una vez más.
-Ya lo sé, querida, pero no confío en ese hombre. Además debo asegurarme de que me dará todo lo que necesitamos para viajar al litoral, papeles, nombres, horarios, lugares. Acuérdate que estamos perdidos en este país.
-Está bien, yo no haría más que llorar o golpearlo. Si piensas realmente que vale la pena después de hablar con él, entrégale todo.
En la noche, después de la cena, cuando ya todos estaban en cama, Maximiliano se levantó en penumbras. Sabía que muchos aún estaban despiertos y se darían cuenta, pero era muy común ver alguno levantarse por la noche por insomnio, para ir al baño o meterse en la cama con alguien más. A él, y más aún a los internos más antiguos, había dejado de llamarle la atención ese movimiento nocturno. Hoy, sin embargo, no era todavía la 1 de la madrugada. Había quedado encontrarse con Valverde en uno de los baños de la planta alta, menos concurridos por la noche. Igualmente, esperarían que los que estuvieran dentro- sabía que muchos tenían sexo o simplemente se masturbaban- salieran.
Echó una mirada a la cama de don Roberto, con seguridad estaría despierto, pero no quiso molestarlo ni que el viejo lo molestara con consejos ya inútiles. Subió las escaleras y llegó a la puerta del baño. Los pasillos estaban débilmente iluminados por lámparas de bajo voltaje colgando del techo, incluso había sectores del lugar que todavía estaban iluminados por lámparas de kerosene. Entró al baño, grande, pero no tanto como el de la planta baja. Un olor intenso a amoníaco emanaba de las letrinas a lo largo de una pared, en las otras había duchas y lavatorios. No parecía haber nadie, pero pronto escuchó el sonido de una cadena tirada y un hombre salió del baño cerrándose los botones del pantalón.
-Valverde- llamó Maximiliano.
Nadie respondió. Escuchó luego un gemido inconfundible. Dos hombres salieron del sector a oscuras de las duchas. No lo miraron, salieron cerrando la puerta. Entonces entró Valverde y cerró con llave. Maximiliano se preguntó cuántos más privilegios debía tener aquel hombre.
-Buenas noches, señor Méndez Iribarne.
-Dejemos las formalidades para los caballeros, Valverde. Somos pocos y nos conocemos.
El hombre rio, festejando la franqueza en la que involucraba a ambos.
-Muy bien, como usted quiera. Pero yo soy educado aún en las peores circunstancias, así me enseñaron.
Maximiliano se preguntó si el hombre era un buen actor o hablaba en serio. Todo aquel palabrerío le sonaba a sanata, como había escuchado que decían en Buenos Aires. Entonces decidió preguntarle:
-Usted me dirá que esto es una sandez, pero me lo vengo preguntando desde esta tarde.
¿Tiene usted familia en Roma?
-¿Por qué le interesa, si me permite saber antes de contestarle?
-Conozco un médico anatomista del siglo XVI, es decir, he leído un libro suyo, y se llama Juan Valverde de Amusco.
-Qué casualidad, ¿no? Me refiero no a nuestros nombres, sino a que usted lo conozca, y nosotros nos hayamos encontrado en este sitio. Sí señor, ese médico es un ancestro mío muy antiguo. Verá, en mi familia siempre nos hemos interesado en la medicina y en todo lo relacionado con ella, por generaciones. Muy pocos han podido estudiar para médicos, pero todos, sin excepción, nos hemos interesado en alguna rama relacionada.
-¿Y usted, también?
-Percibo la ironía en su pregunta, pero sí, también. Qué cree que estoy haciendo en este hospicio. Soy un enfermo más que estudia a los demás enfermos, y no hablo sólo de las enfermedades del cuerpo, sino de la mente, sobre todo. A lo largo de estos años he sacado muchas conclusiones sobre el comportamiento humano, que dejaré a mi hijo cuando crezca. Tengo la intención de hacerlo estudiar medicina, o por lo menos que sea farmacéutico, si es que la madre no se interpone. Conmigo acá encerrado, ella hará lo que quiera con él. Por eso, usted comprenderá, debo dedicarme a mis negocios. Cuesta mantener una familia, si uno pretende que logren algo más de lo que el estado está dispuesto a otorgarles.
Maximiliano se resistió a dejarse convencer por estas supuestas motivaciones humanas para el chantaje o la extorsión; sin embargo, Valverde podría haberlo mencionado antes si su intención hubiese sido enternecerlo de algún modo, y no lo había hecho, a menos que esto también formase parte de su estratégica teatralidad.
-Sé que no me cree del todo, pero le daré un ejemplo. Usted, amigo mío, no está casado con la señorita Elsa, por lo menos todavía.
-Sabia deducción, Valverde, pero no demasiado elaborada, la mayoría acá debe saberlo.
-Tiene razón, pero no es esa mi deducción, sino las extrañas coincidencias de que los funcionarios los hayan confundido con marido y mujer, sin tener documentos, y además siendo usted poseedor de un traje muy elegante, demasiado, diría yo.
-Muy bien, ¿y cuáles son sus conclusiones?
-Las siguientes: que usted ha robado, o tal vez matado a alguien incluso, para obtener otra identidad.
-Me hacen reír sus equivocaciones, yo me llamo como usted ya lo sabe.
-No dije obtener su identidad sino otra identidad. Puede usted llamarse igual, o casi igual, y ser otro.
-¿Y con qué objeto, si puede saberse?
-Ya le dije, ¿o es sordo? Haber matado a alguien es la causa y el instrumento a la vez.
Maximiliano nada contestó.
-Vamos a lo nuestro.
-Como quiera. ¿Cuánto está dispuesta a ofrecerme su familia?
Esa pregunta hirió a Maximiliano en su ego más que cualquier otra de las suposiciones anteriores. El hombre sabía que el dinero no era suyo. Le dijo una suma parcial, a ver si con eso se conformaba.
-Eso, amigo mío, cubre sólo la libertad, y vea que estoy haciéndole una rebaja porque el viejo, su suegro, me cae bien, aunque no sea recíproco como ya me he dado cuenta.
-Es todo lo que tengo…
-No me haga reír usted ahora, Méndez Iribarne, nosotros acá en Buenos Aires también conocemos el regateo, y somos expertos, créame. Ustedes necesitan viajar al litoral, ¿a dónde precisamente?
-No lo sabemos, buscamos a la gente de un pueblo indígena que hace curaciones del cerebro, así nos contaron allá en España.
-Es verdad, son misioneros. Quedan unos pocos, los han matado casi a todos. Viven en una zona de la selva que les ha regalado el gobierno.
-¿Y cómo se llega a ellos?
Valverde hizo un gesto con la mano. Maximiliano ofreció otra suma.
-No perdamos tiempo con el regateo, dígame sinceramente lo que tiene y yo le digo lo que necesita.
Maximiliano debió rendirse. El otro, luego de medio minuto de silencio en que sus ojos brillaron bajo la mortecina luz del baño, respondió, sin mirarlo, sino observando a un par de cucarachas que recorrían el piso en un baile en zig-zag.
-De acuerdo, amigo mío.-Y extendió la mano.
Maximiliano le dio sólo la mitad del dinero.
-¿Y dónde está la confianza?
-Mi confianza empieza donde termina la suya, Valverde.
El hombre se rio.
-Acepto la mitad por ahora, pero necesito una garantía de que recibiré el resto cuando usted sepa lo que quiere saber.
Maximiliano pensó en las armas. Ni un chuchillo de cocina había llevado. Cómo es, se preguntó, que no había pensado en eso. Vio acercarse la mano de Valverde, a medias abierta, pero vacía. ¿Le daría un golpe, lo estrangularía? Él era un ex seminarista que sólo se envalentonaba cuando algo más fuerte que su propio cuerpo lo defendía, eso debía reconocerlo, pero no lo angustiaba.
La mano de Valverde hurgó entre los botones de la camisa de Maximiliano y sacó la cruz de plata.
-Me gusta esta reliquia, amigo mío.-Y se la arrancó para guardarla en el bolsillo interno de su sacón.- Se la devolveré cuando me entregue la otra mitad.
-Pero no vale nada- dijo Maximiliano, absurdamente, ya que por lo menos el hombre se había conformado con aquella nimiedad. Pero ahora ya no estaba seguro de que fuese tal si al otro le había interesado.
-Una cruz de plata cincelada por indígenas de las misiones jesuíticas hace por lo menos dos siglos. Vale mucho en el mercado, y es mía por ahora.
-¡Qué sabe usted!- protestó Maximiliano.
-Fue usted, amigo mío, quien mencionó a mis ancestros, no yo.
Dos horas después, con anotaciones hechas con lápiz en papel del baño en su bolsillo, Maximiliano volvió a acostarse. Pronto amanecería, pero no iba lograr dormir. Había comprendido bien las instrucciones de Valverde, detalladas y exactas como si las hubiese visto en el mapa de un lugar que ya conociera. No era esto lo que sin embargo lo inquietaba. Sintió el vacío de la cruz en su pecho. Por qué no le habían dicho que era tan valiosa. Él ni siquiera recordaba cuándo se la habían regalado. El tío José fue quien le dijo que sus padres se la habían entregado poco antes de morir, cuando todavía él era un niño de cuna. La llevaba desde que tenía memoria, pero en realidad no recordaba siquiera la cara de sus padres. ¿O quizá fue el mismo tío José quien se la entregó luego de uno de sus viajes, y le dijo que había sido de sus padres, como una forma de compensación por su trágica y temprana muerte? El tío José le había contado que ellos habían muerto en un río de Misiones. Tal vez fue en un naufragio, tal vez los mataron los indios o los contrabandistas de opio. Estaban solos e indefensos, dijo el tío, expuestos sólo a la bondad de Dios. Nunca encontraron sus cuerpos. Pero otras veces le había dicho que el niño había nacido en España, y las veces que se atrevió a volver a preguntar, el tío se contradecía, y confundido con su borrachera y su ira, lo encerraba en la habitación, y él se quedaba tocando y mirando la cruz sobre su pecho.
¿Quién se la había regalado a sus padres, y cuál de ellos la llevaba? Y sobre todo surgió esta pregunta, como un destello: ¿por qué la entregaron, si no sabían que iban a morir?
Quizá hubiese sido robada a sus padres. Tal vez extraída sin violencia a un cadáver.
18
Vio la pala ensangrentada sobre el piso, parecida ahora más a una rama arrancada hacía mucho tiempo, seca y ya sin brotes, un cayado tal vez, que podría haber pertenecido a Abraham para ayudarlo a atravesar el desierto, o quizá, y más certeramente, la vara que Pablo dejó en un sendero luego de la muerte de Cristo y luego floreció. La vara había sido antes un pedazo de rama, y la rama la forma en que se convirtió la serpiente descendida del árbol. La serpiente, luego de haber sido vencida, se petrificó por milagro de Dios, luego la misma rama fue enterrada y volvió a florecer.
¿Puede, entonces, de la esencia del pecado surgir la vida? ¿Es la vida producto del bien o del mal? ¿Es la vida un bien en sí misma? ¿Existe el bien? ¿Existe Dios, o todos hemos estado equivocados en nuestros conceptos desde el comienzo mismo de la razón humana? ¿Será todo un engaño tan bien perpetrado que ya no recordamos que todo es mentira, y la verdad ya se ha perdido para siempre? ¿Acaso la verdad puede ser absoluta? ¿Conceptos o entidades, o una sola cosa mezclada que los hombres queremos ver separadas para poder entenderlas, para poder, en realidad, entendernos?
Todas estas preguntas se hizo Maximiliano mientras veía el mango de la pala, curvándose y enroscándose como una serpiente que intentase salir de su vieja piel, y la pala en sí misma era como la cabeza de una serpiente chata y amplia. Cuando logró escapar de la amenaza que comenzaba a deslizarse por el suelo de aquella habitación que le había pertenecido, escapó por la puerta, viendo de soslayo por un instante cómo la serpiente subía por el cuerpo del tío José y alzaba su cabeza, altiva y triunfante, emitiendo el siseo de su lengua bífida.
Escuchó las puertas de las habitaciones de las sirvientas. El chirrido de las bisagras era parte de ellas como el rasgueo de sus ropas de servicio ya desgastadas o el olor a verbena del perfume que usaban indistintamente. Las imaginó salir de las habitaciones con sus camisones cubiertos por oscuras y gruesas salidas de cama, el pelo con rizadores o el gorro de dormir. Hasta escuchaba ya el sonido de las sandalias sobre las alfombras, dirigiéndose hacia el pie de la escalera. Habrían escuchado el ruido de las puertas con la llegada del tío. No siempre se levantaban cuando él llegaba tarde, pero él sabía que se quedaban despiertas, cada una sola en su cuarto, hasta que lo oían llegar. Muchas veces le recriminaban durante el desayuno con solemnidad aquellas parrandas, y el tío las hacía callar con un golpe sobre la mesa, porque prefería aquel volcánico golpe repercutiendo una sola vez en su cabeza dominada por la resaca a todas aquellas jeringozas moralizantes de dos viejas que no sabían nada de la vida.
Si esta vez se levantaron, debía ser por algo. Habrían escuchado el ruido de la pala, o simplemente el paso de más pies que los habituales. Las mujeres suelen tener mejor oído que los hombres, eso no lo sorprendía. Estaba habituado a esconder sus rondas nocturnas por la casa cuando era un niño sometido al insomnio y en busca de comida y bebida en la cocina. Pero por más que no dejara rastros de haber estado allí, ellas le habían dirigido indirectas durante el desayuno de la mañana siguiente, pero con sonrisas y cariños bruscos en las mejillas del pequeño.
O quizá esta vez habían presentido algo más, algo por venir, y tampoco era extraño. Era bueno tener mujeres en una casa, se dijo, pero también era incómodo si uno tenía algo que esconder. Entonces se preguntó cuánto sabrían ellas sobre el tío José y él. Tal vez callaban lo que sabían. Y su silencio resultó cómplice, incluso culpable ante sus ojos. Porque no conocemos los motivos de los mayores, solemos juzgarlos con mayor rigurosidad que si fuéramos nosotros los culpables. Ellos deben protegernos, deben cuidarnos, y su daño, aunque más no sea por impericia o negligencia, es más culpable que por deliberada crueldad, y así tendemos a juzgar, se dijo Maximiliano. Él no se consideraba una excepción. Bastante excepcional se veía a sí mismo como para darse el lujo de pensar o experimentar otros sentimientos que no fueran el del común de la gente. Si algo lo apartaba de lo normal, debía hacer lo necesario para volver junto al rebaño. Pero cada movimiento que intentara por parecerse a los demás, no hacía más que apartarlo todavía un poco más, aislarlo, someterlo al continuo examen de aquellos por los que deseaba sentirse aprobado: primero un adolescente solitario entre libros, con dos viejas sirvientas sobreprotectoras y un tío que lo había tomado de amante-niño, primero; luego un joven frustrado, con dos asesinatos en su haber y otros más, quizás, en ciernes.
Por eso, cuando supo que todo lo que haría no era más en un paso en un camino marcado por incertidumbres, donde la única certeza era descubrir la nueva religión de su conciencia: la de que Dios no era más que una de las tantos nombres de incontables demonios (nombre para diversos poderes, males, entidades tal vez gobernadas por un poder que no fuera más que la propia naturaleza, cuyo gobierno eran el caos y el desorden alternándose sucesivamente).
Si de supervivencia se trataba, él ahora sobreviviría.
Regresó a la habitación. Ya no estaba la serpiente, sólo la pala con sangre seca y su mango recto y oxidado junto al cuerpo del tío. Buscó la lámpara sobre la mesa de luz, y esparció el querosene por toda la habitación y el pasillo. Ya escuchaba esta vez realmente los pasos de las viejas subiendo por la alfombra, cuchicheando. Pero de pronto alzaron la voz, y él escuchó el alarido de terror que una de ellas dio al sentir el olor inconfundible. Cuando estuvieron en el último peldaño superior de la escalera, el fuego se había expandido por la habitación e invadía el pasillo, consumiendo alfombras, muebles y paredes empapeladas. Y qué era la vida, se dijo Maximiliano mientras escapaba por la ventana, entre pensamientos de ira y terror, de llanto apenas contenido por la furia, de angustia como fondo mortuorio y el deseo imperioso pero desde el principio fracasado de intentar vencer el mal con el fuego, que no sería más que vencer al fuego con más fuego.
Cayó sobre la vereda. Se levantó y miró hacia la ventana del primer piso. Las llamas hicieron estallar los cristales del panel que él no había abierto al saltar. Los fragmentos volaron a su alrededor con el aspecto de gotas de agua que no lo refrescaron. Sintió los gritos. No los había escuchado, sino los sintió en su interior, porque en realidad los estaba imaginando, tan acertadamente como muchas cosas de su vida desde que descubrió, o abrió su mente a la claridad de lo que el tío le estaba haciendo desde que era muy pequeño. Cuando las barreras mentales caían, todo era una claridad abisal. Una filosa línea que se formaba entre el antes y el después, que se cruzaba sufriendo graves heridas matando o dejando cicatrices permanentes.
El cuerpo del tío se debía estar quemando, y por muy breve instante, sintió lástima. ¿Era acaso culpa suya que él hubiese matado al hermano Aurelio justo el día anterior a la noche de fiebre en la que recordó lo que le había hecho del tío? Pero ya lo sabías, Maximiliano Menéndez Iribarne, ya lo sabías aunque no te dieras cuenta, se dijo mirando los estragos del fuego, lo viste acercarse a la cama todo aquel tiempo y lo dejaste. No gritaste ni lo golpeaste. Te abandonaste como un cordero entre sus manos, te acurrucaste en su pecho sintiéndote protegido por el calor del vello como si un oso grande y fuerte te fuese a proteger para toda la vida. Y el dolor fue cierto, tanto como el rencor y la culpa y la desesperación, y sobre todo el miedo, ese miedo que se camufló magistralmente entre los libros e invenciones, entre las cuatro paredes de la biblioteca, que lo convirtieron, si no en algo aceptable, por lo menos tolerable, disfrazado de ensoñación, disolviendo los marcos de su realidad con sustancias tan corrosivas como las verdades a medias y la hipócrita certidumbre del orgullo.
Pensó aquel aguafuerte de Goya que decía algo así como que la razón genera monstruos, y en su caso él era un monstruo, pero debía conservar la apariencia de un cordero. Debía vencer no sólo lo que le hacía daño, sino a todo aquello que representara el mal. La figura del buen Jesús no debía aparecer en los ojos de quienes no lo merecían. ¿Quién era el tío José para apropiarse de Jesús y deformarlo con sus mentiras, quién era el hermano Aurelio con sus alucinaciones de arañas parecidas a Cristo? ¿Por qué él, Maximiliano, no lograba verlo si de esa forma hallaría, sino la paz, por lo menos el orgullo de sentirse un cáliz rebosante de éxtasis?
En lugar de ello, y a modo de compensación, ahora se sentía portador de un cáliz cuyo contenido en vez de sangre contenía combustible, y en lugar de hostias un sacramental fuego de expiación. Levantó los brazos y juntó las manos como si elevara ese cáliz en ofrenda divina, y murmuró: In nomine patris, filius et spiritus sanctus.
Dio pasos atrás, abarcando con la vista la fachada ardiente de la casona. El fuego se extendía por el interior, las ventanas estallaban y los gritos de las mujeres eran como gemidos de gatos peleándose en la noche. Luego, se hicieron más salvajes y lejanos a medida que el crepitar de la madera se hacía más fuerte, igual a animales atrapados en un bosque en llamas dentro de una ciudad, cada casa un bosque solitario y cerrado donde vivían unos pocos habitantes, más allá de cuyos límites no había nada más que desesperación y vacío. El abismo cósmico de las veredas impersonales, por donde iban pasajeros sin caras ni voces, sólo cuerpos cuya memoria se borraba transformándose en fantasmas de la propia imaginación. Cada casa, también, era un asilo para enfermos psiquiátricos, cada uno con su camisa de fuerza mental, su dosis nocturna de sedantes, sus estímulos diurnos y sus sueños de sexo y muerte cumplidos en la incierta zona anterior a la vigilia.
Los vecinos más cercanos estaban a no menos de doscientos metros, y ya los veía acercarse en ropas de dormir y sandalias sobre el empedrado y el rocío de la noche. Maximiliano seguía con el camisón y la bata, pero descalzo. Debía esconderse. Él, como los otros habitantes de la casa, debía morir. No encontrarían los restos de su esqueleto entre las cenizas, si es que lo buscaban, porque muchos creerían que aún estaba en el seminario. Pero allí las cosas no eran mejores, la inundación habría arrastrado el cuerpo del hermano Aurelio, y si por casualidad lo habían hallado, nadie se sorprendería de que el cuerpo de Maximiliano no apareciera. El torrente del agua había sido fuerte, lo mismo que ahora lo era el fuego.
Era sorprendente aún para sí mismo verse de este modo: como un portador de catástrofes o un dios asolando al mundo. Como todo dios, debía esconderse para conservar su poder, porque el misterio era el mayor de todos. Cuando un humano realizaba tales proezas, la débil figura de su cuerpo generaba irrisión antes tales poderes, pero si nadie lo veía, o si también lo consideraban ya muerto, el poder entonces era ilimitado. ¿Pero qué hacer con tal poder, para qué podría servirle a él, que se hallaba allí tan desolado como si estuviese completamente desnudo y abandonado en medio de la calle de una ciudad desierta? A nadie podría ni debía pedirle ayuda, ni siquiera sabía a dónde huir ni dónde esconderse.
Sólo atinó a escapar en la dirección contraria a la que los demás se acercaban. Corrió por esa calle tan conocida a lo largo de tantos años, hasta llegar a cuadras menos frecuentadas, luego casi desconocidas y oscuras. Ya había dejado de correr, pero caminaba agitado, con los pies fríos y lastimados. Había tropezado con cestos de basura, esquivado gatos que le saltaron desde altos muros de baldíos, huido de perros que intentaron morderlo. Era un merodeador nocturno para nada bienvenido. Encontró vagabundos, hombres solitarios que quizá quisieran robarle, pero al verlo así vestido, desistieron. Hubo mujeres de la noche que emitieron una leve risita de desdén.
No se detuvo porque no estaba seguro de cuánta distancia ni cuánto tiempo eran suficientes para dejar atrás lo que había hecho. En realidad, los hechos seguirían en su cabeza, estaban presentes ahora mismo, era inevitable, pero de lo que necesitaba alejarse era del presente inmediato, del espacio, más concreto y endeble que el tiempo, tal vez. Quién sabe. Por lo menos los lugares eran intercambiables, no así el tiempo que giraba sobre si mismo y se repetía incansablemente, en diversas variaciones compuestas por un músico mediocre.
Mediocridad: atributo de Dios, se dijo. La creación era un producto mucho más complejo que la mente desquiciada de un dios que no encontraba mejor respuesta que repetir los antiguos ritos del sacrificio una y otra vez a lo largo de su eternidad.
Se escondió en un callejón de las afueras de Cádiz, bajo la ventana de un primer piso de pensión. Pronto, sus habitantes se despertarían para ir a trabajar al campo unos, a la ciudad otros. Olería el aroma del café y los bollos de grasa, de la leche hervida para los niños, seguramente algún llanto de bebé recién despierto y los gritos de algunas mujeres llamando a sus hombres para sacarlos de las camas. Las respuestas siempre monótonas y a la vez irritadas, exasperadas de quienes debían sacrificar otro día de sus vidas a lo que no es sueño sino pesadumbre.
Había una pileta de lavar bajo una ventana, varias sogas con ropa colgada. Se desnudó, agradeciendo que los dueños del lugar no tuviesen perros que lo delataran. Dejó su ropa sucia en el suelo, y así desnudo se quedó un momento, acuclillado. Se olió las axilas, se miró las manos negras de hollín, se tocó los pies lastimados, se miró el sexo que se había alzado sin darse cuenta. Algo lo excitaba, no la situación, sino lo que había pasado, tal vez, el fuego, el símil de misa que había intentado como un blasfemo en la vereda de la casona. Sintió, a la manera de recuerdo, las veces que lo habían tocado allí: las putas con sus manos bruscas y sus bocas húmedas, el tío con sus manos suaves y su boca tosca e irritante. Unos ocultaban a los otros, y así fue cómo el tiempo pasó y los recuerdos se mezclaron, y su memoria, para protegerlo de la locura, fue formando capa tras capa una impermeable barrera exterior. Las capas se fueron deteriorando, los recuerdos filtrando, formando manchas de humedad con formas de monstruos.
La locura tal vez fuera una inundación incontrolable: imposible sellar el origen y hallar un drenaje.
La locura tal vez fuese un fuego inextinguible: imposible apagarlo y hallar la salida de escape.
Robó ropas de hombre. La luz del alba lo ayudó a elegirlas. El sonido de la vajilla y los cacharros desde las cocinas acompañó su vestuario, un pantalón y una camisa. No había zapatos, pero ya se arreglaría. Abrió el grifo y se lavó lo mejor que pudo mientras intentaba evitar el ruido del agua sobre los azulejos de la pileta. Luego huyó, porque alguien estaba abriendo la ventana. Ya a la luz de la mañana, recorrió los barrios bajos cercanos al puerto. Encontró un vagabundo y le robó los zapatos, casi nuevos, que éste debió robar a su vez no muchos días antes. Caminó por la ribera, mirando los barcos anclados, cargando mercaderías con grandes grúas que elevaban los brazos al cielo como esqueléticos sacerdotes a orillas del mar. Cavilando sobre estas imágenes, se le ocurrió que tal vez no eran sacerdotes católicos, porque su imaginación los vestía con ropas coloridas de origen impreciso, quizá con plumas y con los torsos desnudos cubiertos de pinturas simbólicas. Se detuvo frente a la orilla, y miró hacia el horizonte. En el mar estaba, quizá, su próximo camino. Si huir era la única respuesta, qué mejor que interponer la inmensidad del mar entre los recientes hechos y su futuro. Creyó escuchar los cantos rituales de una misa pagana, los gritos salvajes de una selva virgen. El sol del reciente amanecer brillaba sobre la superficie del agua, y de pronto vio una transparencia que lo sorprendió. Las pequeñas olas parecían cantar, y de ellas llegaban esos gritos lejanos, de extrañas misas paganas sobre las cuales había leído en muchos libros de religión en la biblioteca del tío José. Pensó en las leyendas de los griegos, en los dioses del mar, pensó en la Atlántida, y se dijo que el fondo del mar era el sitio más adecuado para el refugio de los dioses que tienen secretos que ocultar. Allí podrían construir sus templos sin que nadie lo supiera, realizar sus misas, sembrar sus extensas fondos con miles de huesos. No sólo un continente, sino todo un mundo habitado por dioses que se han transformado en demonios por el sólo mérito de la soledad. La soledad conlleva frustración, y de ésta deriva la avaricia, y la avaricia conjura una esquizofrenia que fluctúa entre el bien y el mal, la crueldad y el remordimiento. Esa era, tal vez, la historia de Dios en relación con los hombres. Por ello, Dios estaba muerto como concepto, como idea, incluso como sentimiento. Sólo la fe era capaz de mantener su imagen, y la fe fluctúa como un barco en una interminable tormenta de dudas.
La idea de los demonios como múltiples trabajadores era más plausible para el entendimiento humano. Todo lo colectivo es más comprensible que lo hecho por un individuo: lo de éste resultaba caprichoso, arbitrario, hasta capcioso. Sólo un conjunto de individuos podrían fundar ciudades, crear sociedades, construir y edificar mitos más duraderos que el tiempo de una sola vida humana. Y si estos demonios eran dioses no libres de la dicotomía humana, rebelados de pronto frente al poder de un Dios cuya fachada se había derrumbado, la virtud se esfumaba en la nada, porque lo blanco sólo puede verse en contraste con la oscuridad.
La oscuridad, entonces, era el espacio por antonomasia.
Maximiliano decidió, sin dudarlo más, quedarse todo el día en el puerto. Experimentaría las virtudes de la noche por primera vez frente al mar, sin paredes de por medio, sin ocultamientos. Su alma abierta al abismo profundo, para ver, vislumbrar, asomarse a mundos que ya lo fascinaban aún sin haberlos visto todavía.
El sol desapareció tras unas nubes perdidas, ansiosas de apropiarse del atardecer. Los chirridos de las grúas se cambiaron por los gritos de los marineros que salían de los barcos recién lavados y cambiados para pasar unas horas en los bares del puerto. Maximiliano, sentado sobre un muro bajo que daba una vista privilegiada del mar y el puerto a la vez, los vio pasar muy cerca, unos junto a otros, casi abrazados pero no borrachos todavía, ansiosos de diversión y de mujeres. El cansancio no se traslucía ni en sus cuerpos ni en sus rostros, a pesar de haber trabajado desde muy temprano en la mañana. Nadie alzó la mirada para verlo allí sentado, como un cuervo sobre el muro, vigilando el destino de los hombres. Nadie vio su mirada torva, su cuerpo encorvado.
Se quedó allí varias horas. Vio regresar a algunos de vuelta a los barcos. Otros pasarían la noche en los prostíbulos. Deseó, por un momento, ser uno de ellos, no diferenciarse de los otros más que en su cuerpo, y ser uno en espíritu y en mente con los demás. Pero sabía que no podría ser así jamás, que él era un cuervo sobre el muro, observador y expectante, y no de los que sufrían las decisiones de los otros. Ya eso se había acabado para siempre.
Viendo cómo ellos descendían el terraplén hacia la ribera a la luz de la luna, se dio cuenta, recién entonces, de la forma en que la luna, ahora llena y completa y cuya fetidez podía hasta olerse claramente, se hallaba casi sobre la superficie del mar, espejeándose en las aguas como una bruja que intentara convencerse de su belleza ante un espejo deformante. Era como otra luna en realidad, una gemela que tenía su propia movilidad independiente.
De pronto, la luna del agua se desgajó, partiéndose lentamente en cientos de fragmentos, como esquirlas que se separaban no tanto en extensión como en profundidad. La luna gemela se partía, y él miró hacia arriba para asegurarse de que la verdadera seguía entera. Así era, pero la luna del agua se hundía, y vio entonces movimientos en la superficie, como si cosas pesadas estuviesen cayendo y levantaran pequeños oleajes provocando ondas en círculos expansivos que llegaban a la orilla.
Miró alrededor, pero nadie había. Seguían cayendo cosas y el sonido del agua, ese plac-plac de goteo, crecía con la brisa que lo llevaba de un lugar a otro, expandiéndolo, agrandándolo. Los rayos de la luna reflejados en el agua no se quedaron quietos, subían y bajaban con el oleaje, pero también subían más de lo esperado, y luego bajaban bruscamente, aumentada su velocidad por la altura a la que habían llegado, casi también como si una fuerza agregada se les hubiera sumado, la fuerza que alguien hiciera para empujarlos. Porque eran cosas concretas y pesadas, aunque no demasiado, cosas que al caer en la superficie se hundían por la fuerza de la caída, sólo un poco, y pronto tendieran a flotar. Sin embargo, nunca regresaban a la superficie.
Bajó del muro, caminó hacia la ribera, se encaramó sobre un pilote donde se ataban las cuerdas de algunas barcazas. Tras la superficie del agua iluminada vio movimientos, como si los fragmentos a veces plateados, a veces dorados de la luna fuesen lámparas que descendían para iluminar los movimientos de unos trabajadores acuáticos. Creyó ver brazos bajo el agua, extensos como los de las grúas, pero sin el movimiento mecanizado y casi estático de éstas. Brazos vivos de movimiento voluntario que agarraban aquellas cosas de diversos tamaños y formas, y las llevaban hacia el fondo del mar, desapareciendo en la ya definitiva oscuridad que ninguna luz del mundo podría iluminar alguna vez.
Maximiliano se restregó los ojos cansados y miró al cielo. La luna verdadera había ascendido un poco, y descubrió las figuras que milenariamente muchos hombres habían observado en su superficie: aquella especie de conejo, aquel balón. Cada civilización le había otorgado su interpretación, y ahora para él eran simplemente un animal y un círculo que bien podrían ser cualquier otra cosa. De ambas formas, sólo el círculo ofrecía un simbolismo más flexible. Se lo ocurrió, entonces, que bien podría ser una mancha de enfermedad en la luna, un forúnculo abierto, una herida de bala. Tal vez fuese un agujero, una excavación.
¿Pero si se trataba de una fractura?
Maximiliano hizo asociaciones. Pensó en el conejo de Pascua, en la resurrección de Cristo, en la piedra circular que cubría la cueva donde depositaron el cuerpo durante tres días.
El hábitat de Dios, quizá.
El orificio en el hueso quebrado de la luna.
Por aquel espacio estaban cayendo, ahora, sobre el agua, los huesos de Dios enterrados hacía tanto tiempo. Jesús había resucitado, pero para ello debió morir su Padre.
Jesús triunfante había hecho de la tierra su dominio, y del mar su templo.
Vivía de los huesos de su padre que para siempre descendería de la luna, por lo menos hasta que ésta se destruyera por cualquier motivo de la naturaleza. Jesús ya no era naturaleza, ni el hijo de Dios, ni el salvador del mundo. Sino la entidad que vivía en el mar con las miles de formas de los ángeles-demonios expulsados del cielo por la inmisericorde intransigencia de Dios. Los ejércitos de demonios habían matado al Padre y vivían de sus huesos, construyendo templos, cementerios, ciudades enteras bajo la superficie del mar.
Desde allí vendría el fin de los tiempos. No del cielo, sino del mar que alguna vez se secaría definitivamente, dejando ver en todo su esplendor las ciudades una vez difuntas pero luego para siempre vivas y brillantes del oro de los ángeles devenidos en demonios, ya no inocentes sino conspicuos y escépticos, ya no bellos sino sensualmente irreverentes, ya no sabios sino rabiosamente inteligentes. Los continentes serían entonces sólo montañas deshabitadas y desérticas, monumentos obsoletos de monstruos postdiluvianos.
Maximiliano debía alcanzar a ver con sus propios ojos, por una vez siquiera, aquel poder en la figura del Cristo asomándose en la fractura de un hueso cualquiera. Se lo prometió a sí mismo con la misma firmeza que estaba anclada en la raíz de la ira que lo había conducido hasta ese momento.
En la mañana despertó con el sol sobre su cara, acurrucado entre los adoquines rotos. Se dirigió hacia un gran barco de acero y altas chimeneas que despedían largas columnas de humo. Un barco que pronto partiría hacia América. Utilizaría el mar como un puente para descubrir los movimientos en el fondo del mar, la caída de los huesos de Dios alimentando a sus habitantes. Sería como compartir, de algún modo, la gloria que finalmente brotaba del caos de la historia.
TREPANAR Y AMPUTAR COMO DESIGNIO DEL HOMBRE
19
Esta vez no fue el mar, sino el río. Un río mucho más extenso de lo que hubiera imaginado si se hubiese puesto a pensar en el viaje que había emprendido. Si bien el trayecto por el océano había sido extenso, muchas veces insoportable, todo lo que sucedía en el barco lo llevó a hacer que el tiempo se hiciese casi imperceptible durante las últimas semanas. Su enfermedad, la fiebre y el conocimiento de Elsa y su padre habían sido cosas demasiado intensas para que no lo asombraran y ocupasen todos sus pensamientos. Así, el tiempo pasó mucho más rápido que las largas millas de agua y más agua hasta el continente que lo aguardaba.
Pero el río era otra cosa. Una especie de víbora inmensamente larga que se escabullía entre los densos matorrales de las orillas, y recién encontraba en los primeros kilómetros de la desembocadura, atravesando el delta en que se abría otro río mucho más ancho y extraño, un mar de agua dulce que llamaban Río de la Plata. Un río que no comprendía del todo y que aceptaba las aguas de otros ríos que nacían cientos de kilómetros al norte, no de montañas como era común en su tierra natal, sino de llanuras elevadas, hastiadas de vegetación de todos colores, densas como la selva, repleta de animales salvajes, de mosquitos, de enfermedades, de traficantes, en fin de muertes de diversas formas.
Había preguntado por la región de los indios a los que debía hallar. Se había presentado al capitán como un seminarista jesuita que venía en misión de ayuda evangélica. El capitán, un argentino viejo, viril aún a esa edad avanzada, de hombros anchos, pecho fuerte y vello espeso que en esa tarde ayudaba a cargar provisiones a su escasa tripulación, lo había mirado de forma extraña. Escupió el cigarrillo al agua calma de la orilla del muelle, y lo interrogó con la mirada, adivinando Maximiliano el comentario silencioso: los tiempos de la evangelización ya habían pasado mucho antes. El silencio, sin embargo, se rompió con la voz agreste del capitán.
-Ahora los indios se mueren de hambre, pero no dejan de comprar armas a los traficantes. Se matan entre ellos mientras practican brujerías. Las iglesias antiguas se han venido abajo. Son promiscuos, sabe, joven, y cuando se trata de mujeres matan por los menos a la mitad cuando nacen. Los he visto, créame, las meten en el río y las ahogan. Después las envuelven en hojas de palmeras y dejan que los cuerpecitos se vayan con la corriente.
Luego, el viejo miró al compañero de Maximiliano. Era otro viejo como él, pero más débil, alto y encorvado. Don Roberto parecía oler el aire del río, la humedad eterna invadiendo la madera del pequeño barco, el sonido de las hojas de las orillas movidas por el viento, los gritos de los hombres del muelle, los ladridos de los perros, y hasta el siseo de las serpientes que podía escucharse claramente cuando el rumor del agua disminuía por la tarde temprana, después del mediodía. Maximiliano no sabía hasta qué punto la ceguera de Don Roberto era completa. Era de suponerse que sólo era del ojo izquierdo, pero con el tiempo en el lazareto había observado que había empezado a ver mal también del lado derecho, o por lo menos eso era lo que el anciano decía y él había observado en la mirada vidriosa y perdida de ambos globos oculares. Se dio cuenta de cómo el capitán los observaba, preguntándose quizá la razón de que un seminarista fuese en viaje de evangelización a la selva del litoral acompañado por un viejo que no parecía valerse por sí mismo. Entonces encontró en esto el motivo más plausible para dar a la situación la apariencia más conveniente.
-Este es mi padre, capitán, estamos los dos solos en el mundo. No podía abandonarlo en manos de extraños. Además, él no me habría perdonado que lo dejase solo en la ciudad.
El capitán afirmó con la cabeza, desentendiéndose al fin de aquella conversación y volviendo a las tareas que lo requerían, es decir la carga de mercancías para vender y repartir en los diferentes pueblos y ciudades a orillas del río Paraná, y la preparación del barco. Partirían en dos horas a lo sumo, cerca de las cuatro de la tarde. Maximiliano y Don Roberto estaban sentados en unas sillas de cuero roto que el capitán les había ofrecido por ser dos pasajeros, si no pudientes desde el punto de vista económico, sí respetables por su autoridad eclesiástica y humana. Era un barco de carga, donde había únicamente dos o tres camarotes para transportar pasajeros. Cuando Maximiliano llegó a aquel muelle del delta luego de recorrer la ciudad de Buenos Aires hacia el sur, buscar transporte por extensos campos donde vacas y caballos pastaban a los lados del camino, preguntar cientos de veces por los contactos que Valverde le había indicado cuidadosamente en un papel que llevaba en el bolsillo interno del saco de su traje, el mismo que el médico del barco le había regalado, sintió que había pasado más penurias y tiempo que todo el viaje por mar. Pero únicamente se trataba del principio de un viaje que, lo sabía muy bien, sería más peligroso y difícil porque estaba en sus manos inexpertas el no extraviarse. Era joven y nunca había salido de los límites de la ciudad de Cádiz en toda su vida, y luego de salir de ella, sólo conocía un barco que no hizo más que conducirlo en una dirección determinada. Nada tuvo que decidir en todo aquel trayecto, ni que reflexionar o deducir. Sus decisiones habían sido sólo personales, como si hubiese estado en una celda durante toda su vida, y ahora se trataba de decidir ante el mundo que no conocía, un espacio que era mucho más amplio, intrigante y extraño, desde el clima hasta las personas que lo habitaban, sin hablar de las comidas, las costumbres, el acento de un idioma que era el suyo y a la vez no lo era.
En todo esto pensaba mientras veía, allí sentado en la cubierta, con sus pocas pertenencias ya guardadas en el camarote que ambos compartían, el ir y venir de los marineros subiendo y bajando cajas y bolsas por la rampa de madera que unía el barco con el muelle. Escuchaba los gritos y los insultos que no lo perturbaban porque casi no comprendía su significado, observaba los cuerpos fornidos de los hombres y su jeringoza indescifrable de tatuajes y gestos obscenos. El capitán los recriminaba de vez en cuando, y aunque él no lo veía, en el tono de su reprimenda comprendía que se refería a la presencia de ambos pasajeros que el viejo consideraba especiales. No eran viajantes de comercio, ni mujeres de la vida, ni chicos que iban a una escuela de provincia alejada a varios kilómetros río arriba. Eran un seminarista y su anciano padre, de origen español, de la Madre Patria como lo escuchó decir al presentarse ese mismo día más temprano.
Maximiliano recordó, sin embargo, mientras caía el sol de la tarde, escondiéndose abruptamente tras los matorrales de árboles inmensos, que entremezclaban sus ramas en múltiples abrazos que adivinaba imposibles de romper, provocando una sombra prematura y fresca sobre el río, la cara de Elsa cuando se despidieron. Estaban en la calle, luego de que las puertas del lazareto se abrieron para ellos. No hubo policías esta vez en la puerta, sólo la inspección de sanidad representada por el médico viejo y obsoleto que había sido puesto allí para corroborar el cumplimiento de los tiempos de cuarentena. Llevaba en su bolsillo un documento provisorio que los identificaba como Maximiliano Méndez Iribarne y esposa. Aquel cambio en su apellido no le molestó como lo habría hecho en otra oportunidad: era otro hombre ahora, lo sabía, o por lo menos necesitaba serlo y sentirse tal, y un cambio en su nombre verdadero era un buen comienzo.
Roberto estaba junto a ellos, aguardando con la mirada en alto, viendo tal vez entre tinieblas los campanarios de las iglesias cercanas, o las palomas que cruzaban el cielo de Buenos Aires, todo ello acompañado por supuesto por los imprescindibles sonidos de las campanas y los aleteos profundamente clavados en el aire como espinas que pinchaban la piel invisible y sensitiva del viejo Roberto. Hasta él mismo los mencionó al salir a la calle: campanas y palomas, como si fuesen lo único para ver y oír en la ciudad. Quizá también era lo único que veía con su ojo derecho, como un complemento temático a la irreverente religiosidad de la constante presencia en el izquierdo. Porque aunque no había dicho nada sobre eso desde que salieran de España, el Jesús de don Roberto estaba tan presente como su mismo cuerpo en esa ciudad nueva.
Se habían besado con Elsa durante muchos minutos, se habían abrazado con anhelo y tristeza, hasta con desesperación por tener que separarse. Ahora llevaba de vuelta en su cuello la cruz de plata que Valverde le había devuelto, con cierto desdén que creyó percibir en su gesto, cuando él le entregó la otra mitad del pago por sus servicios.
-Véndela, Elsa, te servirá para alquilar una pieza decente hasta que regresemos.
-No voy a hacerlo, no sólo es un recuerdo para ti, mi amor, sino que si es en realidad tan valiosa como Valverde te dijo, yo la malvendería. Además, quiero que la lleves puesta para que los proteja en el viaje.
Elsa se puso a llorar. Temía, dijo, no poder comunicarse con ellos.
-Te mandaré esquelas desde cualquier puerto que estemos, no te preocupes. Te las mandaré al central de correos y vendrás a buscarlas cada semana. Cuando tengas una dirección definitiva, avísame. Tal vez ya estemos instalados entre los indígenas.
-¿Pero cómo sabrás adónde ir?
-Ya hemos hablado con Valverde sobre eso. Hay un pueblo bastante aislado en la provincia de Misiones donde siguen haciendo las curaciones que estamos buscando para nuestro padre.
Elsa sonrió y se abrazó aún más a él, mojando con sus lágrimas la ropa única y ya desgastada de Maximiliano. Pero el olor de las lágrimas de Elsa era más precioso que el olor del jabón limpio. Lo seguía percibiendo ahora que ya estaban él y Roberto en la cubierta del barco pequeño, que comenzaba a separarse del muelle con aparatosos quejidos de cadenas, madera, cuerdas golpeadas como latigazos y gritos incomprensibles de hombres habituados al río como eje de su vida. Vidas verticales que no contemplaban más que dos caminos posibles, hacia arriba y hacia abajo. Vidas iguales, en realidad, a las de los hombres piadosos que habría querido imitar si le hubiese sido permitida otra elección para su vida. La vida vertical, y no el laberinto horizontal de senderos entremezclados como las ramas de los árboles y arbustos que veía pasar mientras el barco avanzaba corriente arriba. Entramados oscuros, hogar del frío y el hambre, refugio de bestias.
Infierno verde.
Los días transcurrieron lentamente a lo largo de un río desconocido para él, pero que como todos los ríos, era repetidamente una sucesión de costas y corrientes. La novedad de las orillas de abundante flora fue perdiendo transcendencia a lo largo de la primera semana, sobre todo porque no se detenían más que en muelles endebles, donde los pocos habitantes de pequeños poblados, y a veces sólo aldeas o parajes, esperaban con cancina actitud la llegada del barco que les traía comida, tablones de madera para reparar sus desvencijadas chozas, y algún pasajero que iba de un poblado a otro. En ocasiones, contaba el capitán a sus distinguidos pasajeros, como consideraba a Maximiliano y a don Roberto, apoyado en la escotilla, con una proverbial y obligada pipa casi siempre a medio extinguir asomada por un costado de su boca, con palabras que apenas parecían murmuradas, pero que Maximiliano comprendía más por asociación, con una peculiar interpretación que le otorgaba la mirada del viejo capitán, los labios que apenas se movían, los gestos de sus manos y, más que todo, el ambiente lúdico y a la vez brutal del río por que el viajaban.
Por un momento se le ocurrió que eran como tripulantes de un Leviatán depositado humildemente en un río sudamericano, que poco a poco iba revelándose inquietante con sus olores a veces nauseabundos, otras curiosamente fascinantes, como si sobre las aguas, o de ellas, brotase el aroma de la carne cocida por los aldeanos. Carne de pescado, casi siempre, que se mezclaba con el aroma de los cuerpos sucios de los niños de vientres hinchados que se asomaban entre la espesura y seguían el pasar del barco metros y metros, muchas veces kilómetros, gritando con voces estridentes y sonrisas traviesas, arrojando piedrecillas que apenas llegaban a la mitad de la distancia entre ellos y el barco. El capitán siempre los saludaba sonando la bocina honda y grave, y entonces los niños se detenían y agitaban las manos, y de vez en cuando uno que otro se arrojaba a las aguas e intentaba inútilmente alcanzar el barco.
Fue en una de estas ocasiones cuando ocurrió la primera tragedia del viaje. El capitán ya le había contado a Maximiliano que los padres pasaban malos ratos tratando de evitar que los chicos hicieran eso, pero cómo iban a controlarlos si tenían proles más que numerosas, y se pasaban el día trabajando en los puertos o en las fábricas del interior de la provincia, muchos otros cazando o pescando. En fin, que los niños hacían lo que querían, y don Roberto entonces se rio, y ambos lo miraron sorprendidos, porque era casi la única expresión de gusto que había demostrado desde que zarparon.
-¿Le recuerda su infancia, don Roberto? -preguntó el capitán.
-Me acuerdo de mi hija...no podía detenerla cuando era un niña, corría por el campo todo el día, a veces no la veía hasta entrada la noche. Cuando le preguntaba, enojado, dónde había estado, empezaba un largo relato desde el momento que había salido de casa desde la madrugada. Y se quedaba dormida en mis brazos aún antes de terminar de contarme. Yo la llevaba a la cama, donde sus perros le hacían compañía, ellos también agotados. Pero yo no tenía manera de preguntarles, por supuesto...y me conformaba con acariciarles las cabezas y cerrar la puerta. Y antes del amanecer ella ya estaba preparando el desayuno con la leche que había ordeñado media hora antes de que el sol saliera o el gallo cantase.
Don Roberto se quedó mirando la lejanía sobre la superficie del río frente a la proa, y Maximiliano se dio cuenta más tarde de la incongruencia del relato del viejo frente a la mentira que debían sostener ante el capitán. Don Roberto se había mostrado de acuerdo en simular el parentesco filial, aceptada la necesidad de facilitar las cosas en una situación de por sí compleja. Pero ahora la nostalgia por Elsa lo había llevado por carriles que no les convenían en ese momento.
El capitán se acercó al viejo y movió su mano derecha frente a los ojos de don Roberto.
-Ya no ve nada, ¿no es cierto? -preguntó a Maximiliano.
-Ha desmejorado mucho, es verdad. ¿Por qué lo pregunta?
-Porque esa misma mirada perdida tenía mi mujer cuando nuestro hijo murió. Se cayó por la borda, hace veinte años, y desde entonces ella se ha quedado en mi casa, en Paraná. Cuando vuelvo repite siempre lo mismo mirando el río, y me culpa, porque mi chico se cayó la primera vez que me lo llevé para enseñarle el oficio.
El capitán se quedó ensimismado en sus pensamientos, y a Maximiliano le habría gustado consolarlo, ofrecerle por lo menos una palabra afín a la profesión de la que hacía vanagloria en aquel viaje. Pero era seguro que nadie esperaba tal cosa de un estudiante, por más que se tratase de un seminarista. Los viejos no esperan más que un oído atento y no palabras vanas que sonarían en el vacío.
Sin embargo, la mente del capitán pronto se despejó de su ensoñación y lo sorprendió con una pregunta:
-No me dijo que tenía una hermana...
Maximiliano se sobresaltó porque se había convencido él mismo que ya había pasado el tiempo suficiente para una explicación, y apartando la mirada de un niño que en ese preciso momento se arrojaba a nadar en dirección al barco, contestó:
-Mi hermana se ha quedado cuidando nuestra casa, capitán.
-¿Y cómo se portaba el chico?- preguntó a don Roberto.
Una respuesta requería mentir descaradamente, y sabía que eso no quería hacerlo don Roberto. Pero en ese momento, un Dios bastante cruel concibió toda una caótica situación para venir en ayuda de Maximiliano, que era un joven Don Quijote que iba por los caminos del mundo defendiendo una gloria celestial que de a poco iba tornándose oscura y retorcida, pero sin duda propia del más alto genio dramático. Porque así podría calificarse, según pensara Maximiliano después, recostado en su camarote y oyendo el silencio encumbrado en los grillos, anclado en el oleaje de las aguas contra la proa y descendiendo desde los árboles habitados de tenebrosos cantos fúnebres, como si no fuesen pájaros los que cantaban sino viejas plañideras alrededor de un féretro. Muchas veces se le ocurrió tal idea en la noche: que el barco era un enorme féretro arrastrado por las aguas, en sentido contrario a la corriente, como si la muerte llevase un camino invertido, revirtiéndose, transformándose, recostado en su camarote, sintiendo el golpeteo de las olas casi en el piso bajo su espalda, mucho más claramente que en el océano que había atravesado.
No tuvo que contestar, porque el capitán de pronto gritó y corrió a estribor, reclamando su rifle. Los marineros corrieron también y empezaron a arrojar piedras al agua, mientras uno de ellos le traía el rifle al capitán. Maximiliano no entendía qué pasaba, fascinado en ver la figura del viejo con su arma como un cazador experto. Rememoró los libros que había leído en la biblioteca del tío José, recordó los relatos de viajes que el tío contaba, no a él, sino a las visitas. Los instrumentos de caza, los trofeos que traía: cuernos, colmillos, dientes, pieles.
Luego vio, en el río, las aguas removidas, fluyendo y creando haces luminosos a medida que el sol caía y brotaba de las olas agitadas por el chico que había visto zambullirse unos minutos antes, y de quién sólo veía los brazos y la cabeza asomándose con desesperación de la superficie del agua. No porque estuviese ahogándose, y por ello no comprendió al principio, porque el reflejo de la luz sobre el río agitado lo cegaba. Siguiendo la dirección de los brazos de los hombres que señalaban algo en el río, vio una cabeza alargada, casi toda verde. Pronto vio al yacaré en toda su longitud, nadando en dirección al chico, más veloz que él. Fue suficiente mirar todo aquello como si fuese una obra de teatro, la obra de un gran dramaturgo llamado Dios, a quien Maximiliano conocía no por su bondad sino por su exquisita crueldad. Si Dios estaba muerto, éstos eran los actos arbitrarios con que tal vez se embanderaban los ángeles rebeldes para lograr un poder que ni su propio líder se habría atrevido a buscar.
El capitán disparó muchas veces, pero las balas hacían salpicar el agua alrededor del yacaré, sin matarlo. Maximiliano escuchó al viejo lanzar insultos a los cuatro vientos, muchos tan desconocidos que no comprendía. El capitán se empecinó en recargar el arma y disparar una y otra vez. Un par de marineros se arrojaron para ayudar al chico, pero la distancia era más de la esperada, y el yacaré se acercaba. Así, cuando estuvo a no menos de diez metros, se detuvieron, dieron vuelta hacia el barco, sin subir, como si su presencia en el agua atenuara un poco la culpa que sentían. Miraron hacia arriba al capitán, todos lo estábamos mirando, en el barco y desde la orilla los otros niños desnudos y los pocos adultos, un viejo y tres mujeres con los pechos desnudos mientras lanzaban gritos desesperados.
Maximiliano volvió su vista al agua.
El yacaré abrió su boca enorme, mostró sus dientes como un demonio brotado del fondo, porque hasta entonces se había mantenido apenas un poco por debajo de la superficie, evitando mostrar todo su tamaño al capitán y sus balas. El cuerpo del chico se hundió en el agua y penetró en la boca del animal como tomado por un abismo. Eso parecía el río, que pronto se oscureció primero con el color de la sangre, luego del barro, luego del color del silencio que se tendió sobre las aguas como un monstruo dormido. No era la primera vez que sucedía, ni la primera que la tripulación había presenciado. El capitán bajó el rifle y lo golpeó contra la baranda. Vieja arma, dijo entre dientes, puta vieja arma hecha de mierda, repitió.
Las mujeres lloraban, los otros niños miraban el agua teñida como algo maravilloso. Los marineros volvieron a su trabajo y el barco siguió su avance corriente arriba. Maximiliano hizo la señal de la cruz y murmuró una letanía aprendida, que surgió como un reflejo, tan rápida para el instante como lo había sido el surgir del arma del capitán. Pero ninguno de los dos sería eficaz: ni una salvaba ni la otra consolaba. Él sabía que no existe ningún tipo de salvación en expiar las culpas, y que el consuelo no es más útil que la tarea de hechar polvo sobre los muertos. Dio la espalda al río y miró a don Roberto. Había escuchado todo, seguramente mucho más claramente que ellos, y habría visto, quizá, la danza de reflejos sobre el agua, siguiendo el ritmo de la música ancestral de los gritos. Entonces se dio cuenta que se estaba tapando los ojos. Maximiliano creyó que lloraba.
-Tranquilo...
Cuando intentó apartarle las manos de la cara, el ojo izquierdo del viejo estaba claro y refulgente como el sol sobre el agua agitada, hasta pudo ver las olas remontándose con la fuerza de los cuerpos del chico y del animal. Fue un destello que duró un tiempo impreciso, que se revirtió de inmediato. Pero el ojo izquierdo ahora ya no estaba opaco con la nube que había ganado durante el tiempo en el lazareto. La ceguera ahora era blanca, si es que era tal ceguera.
Quiso preguntar al viejo si había visto algo, pero hacerlo habría sido como interrogar a un juez sobre la naturaleza de su sentencia. Lo que estaba viviendo en el ojo izquierdo era capaz de ver más allá de lo más profundo, era, quizá, capaz de crear la profundidad y hasta de iluminarla.
Maximiliano apartó la mirada del viejo, como si hubiese descubierto la desnudez del anciano. Pero en realidad apartó la mirada para no cometer una blasfemia, repitiendo una reverencia que habría resultado más una burla que una adoración.
La luz del mundo sería siempre opaca para él de ahí en más, y era la mortaja en la que se envolvería, como un escudo o un arma, para defenderse del abismo luminoso que estaba obligado a extirpar.
20
Y los días se convirtieron en un suave murmullo de aguas tranquilas y viento traspasando el follaje de las orillas. Un sol bestial caía como plomo fundido sobre la cubierta. La brisa de la mañana se convertía en aire estancado trayendo el aroma del pescado podrido sobre la arena lejana, porque el ancho del río iba aumentando corriente arriba. Por la tarde Maximiliano y don Roberto se enclaustraban en su camarote improvisado, en realidad un depósito con dos camastros y dos palanganas con agua que renovaban recién cada dos días, además de un mismo orinal que compartían para no tener que utilizar el mismo baño que la tripulación, si tenían que levantarse por la noche. Pero no había más alternativa que usarlo, por supuesto, y a veces Maximiliano se veía obligado a ir mientras algún marinero también estaba ahí, pero ni uno miraba al otro ni se hablaban más que para darse los buenos días o las buenas noches. No había desnudez que los avergonzara, sólo estaba en su propia mente la vergüenza, él eso lo sabía muy bien. Todos creían que era un jesuita, pero no lo trataban diferente. No creían que estuviese más allá de las necesidades de todos los hombres, los anhelos y las virtudes, los errores y hasta de los horrores que se vierten en los sueños de cada uno por las noches. Lo saludaban con respeto pero le echaban miradas de complicidad cuando se reunían a jugar a las cartas en sus ratos libres, o cuando se ponían a cantar, borrachos, en la cubierta hasta altas horas de la madrugada, mientras el río fluía silencioso en aquellas noches bochornosas, dónde sólo el alcohol y pensamientos libidinosos hacían soportable el calor, porque lo hacían confundirse con sus propios cuerpos, como si ellos fuesen las fuentes del calor y no sus víctimas.
Fue en una de esas noches que los escuchó hablar, al salir a cubierta porque no podía conciliar el sueño. Dejó a don Roberto en su camastro, como siempre con la vista ciega dirigida al techo y el ojo izquierdo a medio cerrar, sin saber a ciencia cierta si estaba dormido o despierto. Se puso un pantalón y subió con el torso desnudo, dispuesto a soportar los mosquitos y los tábanos, que al fin de cuentas no lo molestaban tanto porque la transpiración abundante embadurnaba su cuerpo con un sudor casi protector.
Los hombres estaban reunidos en la popa, eran cuatro o cinco, a la luz de una lámpara en medio de la ronda. Se veía el reflejo de sus ojos sobre las botellas, y los naipes hacían sombras largas sobre la cubierta. Oyó risas, y la conversación fue tomando forma en sus oídos. Hablaban del clima, de cómo muy pronto, llegarían las lluvias. El capitán había ordenado preparar las provisiones y los aparejos para una tormenta fuerte, que se avecinaría tal vez mañana, o a más tardar pasado.
-Debemos llegar a Paraná al mediodía, entonces, para protegernos en el puerto- dijo uno. Los demás asintieron, y se regocijaron de aquella perspectiva, pero no era sólo por la tormenta.
-Mañana en la ciudad nos esperan las mismas putas lindas- dijo el mismo de antes, riéndose, y un choque de botellas reveló el brindis que representaba su contento.
Maximiliano miró la luna, en cuarto creciente, que se ocultaba y desprendía rápidamente de las nubes interpuestas entre ella y el mundo que pretendía iluminar. El hueso blanco de la luna desde donde caían huesos por la noche. Los había visto caer la jornada anterior, pero estaba tan acostumbrado que ya no le llamaban la atención. Desde el día que vio aquel destello en el ojo de don Roberto, sabía que el fantasma de Dios lo acompañaba, el fantasma que necesitaba expiar sus culpas entregando sus huesos a poderes más fuertes, haciendo la terrible concesión de su propio cuerpo con tal de recuperar la vida y el poder que había perdido, como un empresario derrochador que había hecho muy malas inversiones, y despedido de sus celestiales oficinas a los empleados más capaces e inteligentes, aquellos mismos que por esa misma inteligencia podían elevarlo o destruirlo.
Pensó en la ciudad que no conocía. Paraná. Le sonaba a selva, a aborigen, pero no debía ser tal. Quizá un pueblo grande con casas de adobe, porque no podía imaginar que en medio de toda aquella selva pudiese surgir el cemento de la civilización. Sin duda la naturaleza era siempre más fuerte, y sus propios instintos así se lo demostraban. Sentía ahora un deseo que no podría evadir por mucho tiempo. Extrañaba a Elsa, y se apoyó en la baranda, mirando la superficie del agua justo al lado del barco, y aquel fluir le recordó la humedad en el cuerpo íntimo de Elsa, el deslizarse de sus manos sobre ella.
Miró a los hombres, que se habían dado cuenta de su presencia. Creyó que lo llamaban.
-Venga, padrecito- le decía uno, quizá el más viejo, sin respeto pero con una ternura de beodo.
Maximiliano se acercó sin decir nada. Los otros lo observaron, y supuso que ya sabían en lo que él estaba pensando desde un rato antes. Se cruzaron miradas. Maximiliano, sin bajar los ojos, hizo un recuento interior de lo que podía estar demostrando sin darse cuenta, pero era evidente que el sudor lo traicionaba, las gotas de transpiración en su frente y el corazón acelerado.
-Si quiere, padrecito, mañana nos acompaña… las señoritas saben cómo hacerlo sentir bien a uno- dijo el viejo, y los otros rieron sin estridencias, casi a escondidas, quizá por dudar de la reacción del joven seminarista.
-No creo, amigos míos, que mi deber para con Dios me lo permita, pero compartiré con ustedes un poco del aguardiente, si me lo permiten.
Los hombres se pusieron de pie y lo palmearon, empujándolo hacia el estrecho espacio alrededor de la lámpara. Se pasaron las botellas, hablando de todo un poco, pero ellos querían saber cosas sobre España, sobre cómo era el seminario. Entonces uno preguntó:
-¿Y cómo se las arreglan cuando tienen hambre de hembras?
El más viejo interrumpió para decir:
-¡Qué preguntas irrespetuosas para un joven culto como nuestro padrecito! Todos saben que se las arreglan solos, o entre ellos.
Y la risa del viejo repercutió sobre la cubierta, remarcada por la de los otros, ya tan borrachos que se reían de lo que fuese, incluso de la cara de pasmo de Maximiliano. Su silencio no fue mal interpretado, sino como una señal de ingenuidad.
-No se preocupe, padrecito, antes que los viejos maricas del seminario acaben sobre usted, usted va a aprender lo que son las verdaderas hembras.- Se le acercó al oído y comenzó a instruirlo sobre cómo comportarse con ellas. Luego, dijo a sus amigos:
-Ya está hecho, mañana se portará como todo un macho.
Todos celebraron pasando otra botella de las varias que estaban escondidas bajo las poleas y cuerdas. Maximiliano se levantó para irse, y todos hicieron lo mismo. Era hora de acostarse y dormir y espantar la borrachera para la mañana temprano. El más viejo fue con él, sosteniéndose de su brazo, se tambaleaba y murmuraba entre dientes. De pronto, se detuvo y miró las nubes que tapaban la luna.
-Mañana habrá tormenta, y el capitán nos hinchará las pelotas para atracar a tiempo en la ciudad. Pero mañana la pasaremos muy bien, hijo mío- le dijo, palmeándole la espalda con dos golpes fuertes. –Nos descargaremos y estaremos tranquilos por un tiempo. La calentura es como la electricidad que se está acumulando con esta tormenta. ¿No es cierto?
No aguardó respuesta. Se metió en la sala donde dormían los marineros, en el suelo algunos y otros en cuchetas. Se cayó de costado y comenzó a roncar. Maximiliano pasó entre los que dormían y se dirigió a su camarote. Se acostó otra vez, esperando conciliar el sueño finalmente. Pero el alcohol lo había despertado más, había excitado su imaginación y sintió que necesitaba satisfacerse a sí mismo. Miró a don Roberto a un metro de él, con los ojos abiertos. Se esforzó, entonces en aguantar. No sabía lo que iba a hacer al día siguiente. Sólo estaba seguro de la electricidad que fluía alrededor del barco, que nacía de las aguas del río, que comenzaban a encresparse como atraídas por imanes en el cielo. Sin necesitar de mirarlas, sabía que las nubes actuaban más eficazmente así escondidas que mostrándose completas como putas baratas. Las mejores son, se dijo, como si lo hubiese aprendido de boca de los marineros un rato antes, las que seducen con un solo toque de sus manos en el sitio correcto y en el momento adecuado, las que aciertan porque huelen el perfume que mana del hombre, y el hombre huele sin saber la húmeda conciencia que habita entre las piernas de una mujer.
La luna y sus grietas.
La muerte y sus pliegues.
El día amaneció nublado y frío. Un viento del sur empujaba al barco en su viaje hacia el norte, así que para media tarde ya estaban en Paraná. Para esa hora el viento era ya demasiado fuerte y la lluvia caía con pesadas gotas que repercutían sobre el río con un sonido tan intenso que atenuaba las habituales voces de los marineros al atracar. Debieron luchar contra el viento para dejar el barco bien protegido en el puerto.
La ciudad era eso, una ciudad grande a orillas del ancho río. Ya desde varios kilómetros antes podían verse las orillas despejadas de vegetación, la aparición de fábricas, de aserraderos, de astilleros, de casas pobres, de ganado pastando a orillas del río. Cabras, vacas, perros enfermos, niños pobres, mujeres lavando ropa, hombres pescando. Una multitud pareció surgir de la nada luego de kilómetros de selva.
Maximiliano sintió cierto alivio, como si el no sentirse ya solo en medio de la nada fuese suficiente para darle la anhelada idea de que era uno más entre muchos otros. Lo que no soportaba era la sensación de ser diferente, de que pesaba sobre él una responsabilidad distinta y más grande. Un cerco que lo aislara de los otros, un filtro que eligiera lo que él debía ver, penetrand en la realidad última de las cosas y los hombres. Perdido en la multitud, se sentía más seguro, pero estaba al tanto de que no duraría mucho tal certidumbre.
Eran las seis de la tarde cuando el barco finalmente quedó bien aparejado en el muelle. Los empleados del puerto recibieron al capitán como a un viejo conocido. Estuvieron hablando un largo rato en el muelle, mientras Maximiliano los observaba desde cubierta, aguardando el permiso para descender. Los marineros hacían lo mismo, nerviosos porque sabían que aún les quedaba la tarea de bajar lo que debían entregar en la ciudad, y quizá subir provisiones para el resto del viaje. Pero esto último quizá quedaría para el día siguiente, si consideraban que pocas horas de luz restaban, y ya la tormenta encapotaba el cielo, oscureciendo aún más el inminente crepúsculo.
Finalmente, el capitán hizo la señal de desembarcar. Los hombres bajaron y abrieron las puertas de los depósitos. En menos de una hora dejaron en el muelle las cajas y bolsas, los hombres del puerto se encargarían de llevarlas a los almacenes. El capitán les gritó algo con una amplia sonrisa, y Maximiliano adivinó que los elogiaba.
-¿Siempre son tan rápidos y diligentes cuando apura la tormenta? –preguntó un funcionario del puerto, que tal vez no los conocía.
-Más que la tormenta –dijo el capitán- lo que los apura son las hembras.-Luego levantó la mirada hacia Maximiliano y lo llamó.
-¡Baje, padre!
Maximiliano desembarcó y saludó a ambos.
-Usted y don Roberto serán mis invitados esta noche.
-No es necesario molestarse por nosotros, capitán…
-¡Cómo que no! No se van a quedar en el barco con la tormenta que se viene. Los alojaré en mi casa. Mi mujer se alegrará de tener visita.
-No quiero molestar…
-Escuchemé, padre, tómelo como un favor, se lo pido. Ya le conté de mi mujer, está sola tanto tiempo, que su visita, más siendo la de un sacerdote, la consolará de muchos sinsabores. Créame…se lo ruego si es necesario…
Maximiliano miró por un instante a los marineros con los que anoche había estado. Se despabiló la cabeza de los malos pensamientos, y aceptó la proposición. Volvió al barco a buscar a don Roberto. Juntaron la única pertenencia que llevaban, una liviana valija con dos mudas de ropa cada uno. Cuando estuvieron en el muelle, don Roberto dio un suspiro de alivio, y los demás sonrieron de gozo.
-Me alegro ver que esta pausa en el viaje lo alivia del encierro, don Roberto.
-Así es, capitán- contestó Aún tenía el ojo izquierdo blanco. El capitán lo notó, pero no dijo nada.
Subieron a un carro llevado por un caballo lindo pero viejo, como un antiguo vestigio de tiempos para siempre idos. Era casi incongruente con el paisaje de aquella ciudad, donde lo destartalado del puerto se mezclaba con las construcciones nuevas y aún inútiles, otras precarias y destilando pobreza. El capitán, ya lejos de su cargo, parecía un simple aldeano tomando las riendas del carro y azuzando al animal con constantes y suaves llamados de atención.
-Se distrae con facilidad el viejo zaino, perteneció a mi hijo, y no he querido venderlo, usted comprenderá. Y para que no se anquilose en un establo lo mantengo en forma de esta manera. Pocas veces son las ocasiones en que uso el carro, y mi mujer casi nunca. Sólo la chica que la ayuda en los quehaceres lo saca para ir al centro para las compras.
Maximiliano asintió en silencio, concentrado en observar los alrededores de la ciudad que iba adquiriendo forma a medida que se adentraban en calles más habitadas. Almacenes, autos motorizados recién traídos de Europa, muchos carros por supuesto, fábricas nuevas echando humo por sus altas chimeneas.
-Es la hora de salida de los obreros- dijo el capitán, mientras señalaba el grupo que se dispersaba desde un gran terreno colindante a un edificio cuadrado, con dos chimeneas enormes como troncos muertos de un bosque quemado.
Y aquella imagen se repitió a lo largo de varias calles, para luego perderse entre casas de familia recién construidas, apelmazadas, casi pegadas una a la otra. A Maximiliano se le ocurrió la imagen de un dominó que cualquier viento haría caer muy pronto. Miró hacia el cielo, las nubes eran más negras, el viento las había traído y eran tantas que permanecían ahora como estancadas, acumulándose, amenazando con desembolsar su contenido de un momento a otro.
-Este es el barrio de los inmigrantes.- También miró al cielo, y dijo:- Ya pronto llegamos. Mi casa está detrás de ese terreno que ve allí. –Señaló un gran baldío cubierto de yuyales. Unos minutos después, vio la casa que los altos pastos ocultaban. Era antigua estancia, ancha y baja, rodeada en todo su perímetro por una galería de madera. Los pilares formaban una recova, dando sombra a las puertas y ventanas con postigos de madera, detrás de los cuales se veían las formas delicadas de cortinas blancas manchadas por el tiempo y las moscas.
No había árboles alrededor, sólo en extenso pastizal que no parecía molestar a nadie, como si fuese un medio de ocultamiento frente a los extraños. El viento se había detenido, y los pastos dejaron de moverse, tomando la forma de una mar tranquilo, sereno, encapotado por las grandes nubes que crecían, se adensaban, inexorables.
El caballo se adentró en el terreno y se detuvo delante de la casa. El capitán bajó, y juntos ayudaron a don Roberto. Luego agarró sus propias cosas y la valija de ellos, tomando el sendero de tierra pisada que conducía a la entrada. Lo siguieron despacio, inseguros de ser bienvenidos por la dueña de casa. Al subir los cortos escalones, se hallaron casi a oscuras bajo la sombra de la recova. Maximiliano oyó abrirse la puerta, y una luz tenue de lámpara de aceite salió de pronto, más como un vaho que como luz, contorneando la forma de una mujer joven bajo el dintel. Escuchó la voz que decía:
-Bienvenido, capitán…-Y se detuvo al ver extraños.
El capitán obvió el saludo, e indicó que pasaran.
-Entren, por favor.
La sala estaba atiborrada de muebles antiguos, empolvados, muchos cubiertos por fundas y mantas tejidas. Vio pieles vacunas, quizá, pieles de cabras y otros animales sobre el piso. Había un hogar frío y seco, con tizones apagados tal vez mucho tiempo antes. Se sentía más húmedo y frío adentro que en el exterior. Un olor penetrante a animales, a pelo mojado, a amoníaco. Entonces una cuasi manada de gatos apareció por una puerta que se abrió en la pared de la derecha. Detrás de ellos, que se esparcieron por toda la sala, sin hacer caso omiso de los visitantes, apareció la mujer del capitán. Se acercó con tranquilo paso a través de la sala, esquivando los muebles y sillas, las pieles, los platos de alimentos para los gatos, haciendo sonar sus tacos sobre la madera que crujía vieja y cansada.
-Querida, estos son mis invitados por esta noche. El hermano Maximiliano Méndez Iribarne, y su padre don Roberto. Se protegerán esta noche de la tormenta antes de seguir viaje hacia las misiones.
La mujer pareció sorprendida de tal incongruencia en los tiempos actuales, tanto o más que lo había hecho el capitán al conocerlos. Pero pronto tal impresión se vería corregida por una causa más acertada: lo que había dado tal expresión al rostro de la mujer era otra cosa, quizá lo que veía, invisible, rodeando o inmerso en el alma de Maximiliano. Porque no había otra manera de expresarlo. Aquella cara de mujer madura, de más de cincuenta años, envejecida por la pesadumbre, delgada, con pómulos marcados donde la sombra parecía haber esculpido en sus huesos, era más inteligente e intuitiva, sin duda, que el alma caritativa y bondadosa, y sin duda simple, de su marido.
Llevaba un vestido marrón, a la moda europea de quince o veinte años antes, más monacal que propio de una señora culta y de clase elevada. Eso era lo que cantaba su rostro, los restos avejentados de un señorío apagado para siempre, enajenado por rebeliones transitorias y siempre fracasadas, finalmente vencido y enclaustrado por decisión propia en esa amarga expresión que denotaba, más que su cara, toda su figura.
No era alta, no era erguida; no era jactancia y antipatía ni desprecio. Era encorvada, levemente, con manos de leve temblor que hacía descansar una sobre otra, como dos niñas caprichosas que debía controlar continuamente. Entonces dijo, con la voz suave de un pájaro cansado:
-Sean ustedes muy bienvenidos. –Y se acercó a saludar primero a don Roberto, como correspondía por la edad, pero que Maximiliano sintió como un acto esquivo hacia él.
Ella observó la mirada perdida del viejo, y sonrió. Luego miró a Maximiliano y le dio la mano. Un escalofrío le recorrió el brazo al tocarla. Estaba fría, más bien helada. Sus ojos claros, verde intenso, le hicieron recordar dos moscas posadas sobre un pan de manteca blanca recién retirado del frío.
-Mi nombre es Natacha-dijo, y tal nombre coincidió con un agotado acento que, igual que casi todo en esa casa, fue sacado a relucir como un cadáver de glorias pretéritas.
-Mi mujer es polaca, vino en la primera oleada de inmigrantes allá por los sesenta, antes de que llegaran todos los demás.
-Así es-afirmó ella.- Mi familia se asentó por estos lares en una hermosa granja. –Suspiró, apesadumbrada, resignada a repetir algo por enésima vez, y que sin embargo esperaba con ansia:- Todo lo que queda es esta casa y ese pastizal que han visto afuera.- Pero más que demostrar pena y sensación de pobreza, su tono denotaba un orgullo postrero, empecinado, como si la casa fuese una fortaleza y el pastizal un mar inabordable que la protegía del resto del mundo.
Entonces Maximiliano vio las cruces colgadas de las paredes, los rosarios de cuentas negras, balanceándose sin motivo, igual que plumas de pájaros embalsamados. ¿O no era así?, se preguntó, mientras la mujer le hablaba ahora, sentados todos en sillones cubiertos con pieles de vacas pintas, sobre la necesidad de la religión en aquellos sitios abandonados de la piedad de Dios.
-No hay iglesias que valga la pena visitar en la ciudad, no hay servicios religiosos como debe ser. Todo es trivialidad, delincuencia, pobreza sin dignidad y honradez.
Su marido la miraba con contento, era evidente que las visitas habían hecho resurgir un aspecto poco frecuente en su mujer, pero pronto se borró tal impresión. Mirándolo de frente, para bajar la vista en seguida, ella dijo:
-Desde que se llevó a mi hijo, sólo tengo a Dios y esta casa. Y su visita, claro, de vez en cuando.
Maximiliano comprendía el insulto, pero no la otra parte de aquella frase. De todos modos, fue suficiente para que los hombres allí presentes se sintieran afectados, en solidaridad con el capitán. Éste se levantó, pero ante la mirada de su esposa volvió a sentarse. No había dejado de soltar su valija, dispuesto a ir a darse un baño y descansar. Pero no podía, aún.
-María, traiga un té para los señores, por favor. Luego prepare la cena. No olvide alistar la casa para la tormenta.
La chica, que recién ahora salió de la sombra junto a la puerta que había cerrado cuando ellos entraron, y desde la que no se había movido, fue directamente hacia una puerta del fondo. Unos gatos la siguieron, seguros en la esperanza de recibir las sobras de la cocina, otros se quedaron rodeando los sillones, subiendo y bajando. La mujer acariciaba uno sobre su falda.
-Te preparé el baño, Máximo- le dijo a su marido.- Hay agua caliente. Andá y descansá.
Aquel cambio en la voz y el tono era típico de una mujer resentida, y avergonzada de su resentimiento, dispuesta a adoptar cualquier oportunidad de ser amable, de demostrar que no es ni siente como todos creen que es y siente, como ella misma sabe que en realidad es: resentida, cruel e impiadosa. Luego miró a Maximiliano, dejando que su esposo se alejara con sus cosas, hacia la puerta por donde ella había aparecido y que sin duda llevaba a los dormitorios.
-¿Dónde piensa asentar, su misión, hermano?
-No estoy segura, señora…
-Por favor, llámame Natacha.
-Gracias…señora Natacha…-Ella sonrió de su torpeza, y él celebró esa relajación en la charla.- Perdón, en mi país y en mi casa, la severidad de mi tío José me acostumbró a ciertas tradiciones…
-Y yo lo celebro, mi querido hermano, se lo aseguro. En estos pagos, me siento como un almendro extirpado de mis tierras e implantado en medio de la selva. Mi marido es un hombre atento, culto, de la familia de los Hurtado deMendoza, pero cuando regresa de sus viajes debo obligarlo a dejar en la puerta de casa todas las malas costumbres de su profesión. Cada vez me cuesta más, y yo cada vez estoy más vieja y cansada. Ya no tengo ni el consuelo de mi hijo, salvo cuando viene a visitarme.
María llegó con el servicio de plata. Dejó la bandeja en una mesa, junto a un frutero de porcelana como centro de mesa, sobre un mantel de encaje.
-Este servicio es el resto de un samovar que trajeron mis padres desde Varsovia. Lo que no se ha perdido, fue robado. Lamento no ofrecerle lo que sin duda se merece. Su acento, señor mío, su presencia- y esto lo dijo dirigiéndose a don Roberto- me halagan sobremanera. Me retrotraen a tiempos idos, cuando era joven, cuando estaba enamorada y mi hijo era pequeño. Si usted hubiera visto la estampa de mi esposo cuando era joven, recortada su figura contra el horizonte de un atardecer cualquier en estos llanos, o junto al río. Cuando regresaba de sus viajes, fuerte y esbelto, con su barba corta y rubia, la piel quemada.
Un silencio se quebró con el maullido de los gatos desde la cocina.
-Veo que le agradan mucho los animales- dijo don Roberto.
-Así es, mi querido señor, son una compañía enorme. Tan intuitivos, además, y tan inteligentes. Mi hijo los adoraba, y por eso ellos saben cuándo está por llegar.
Don Roberto no contestó, Maximiliano se quedó mirando, perplejo, a la mujer. Estaba loca, evidentemente, y decidió no contradecirla. Era como una niña viviendo en un mundo pasado, y su esposo no hacía más que mantener intacta las apariencias. De no ser así, ella se derrumbaría de inmediato, y eso él no podría tolerarlo, la culpa y el remordimiento se lo impedían.
Pero don Roberto, entonces, preguntó:
-Sepa disculpar mi torpeza, querida señora, soy un campesino nada más, un montañés, criador de ganado. Pero me gustaría saber si ve a su hijo con frecuencia, si sus ojos…cómo explicarme…si ve algo en sus ojos que antes no veía.- Dijo todo esto interrumpiéndose, tratando de hallar las palabras correctas y suficientemente educadas, moviendo las manos como si atrapara esas palabras en el aire, como moscas delicadas creadas por su mente.
La mujer sonrió y puso sus manos sobre las del viejo.
-Lo ha expresado bellamente, mi querido señor. Es verdad lo que usted dice, veo en sus ojos algo muy hermoso, lo mismo que veo en este momento en uno de los suyos.
-¿Y qué es?-. La voz de Maximiliano intervino como un golpe indeseado en la conversación. Ella lo miró por primera vez con abierto desprecio. Ignorándolo con la mirada, pero contestando a la pregunta, dijo:
-¿Es como Dios, no es cierto, mi dulce don Roberto?-. Y miró otra vez a Maximiliano, sin soltar las manos del viejo, como aferrada a una figura de salvación.
Maximiliano supo que ella lo sabía todo. Esa misma noche, cerca de la madrugada, el conocimiento sería demasiado vasto, pero ya sentía que no debía haber aceptado la invitación del capitán ni haber entrado nunca en esa casa.
21
Maximiliano fue a su habitación, después de que le sirvieran a él y a don Roberto una cena abundante preparada por manos femeninas, que le hizo recordar los tiempos en la casa del tío José, cuando le hacían sopas, pasteles y todo lo que él quisiera, siempre calientes los platos, la mesa preparada, y ellas a los costados suyos, aguardando sus caprichos, ansiosas por complacerlos, y desilusionadas apenas algo, la más mínima cosa, lo enfurruñaba: el té levemente frío, la sopa demasiado caliente o lo que se le ocurriese inventar con tal de contrariarlas. Disfrutaba de aquel dominio que ejercitaba sobre ellas cuando el tío estaba de viaje. Semanas, a veces meses donde él era el dueño de la casa, sin necesidad de adoptar obligaciones. Claro que esto fue cuando era un niño, después se hizo ensimismado y triste, en opinión de las viejas criadas que lo habían visto crecer. Mientras recorría el pasillo detrás de María, pensó en ellas. Todo lo que había sucedido en los últimos días en Cádiz le resultaba extraño, demasiado alejado, como si fuese otro al que le habían ocurrido tales cosas, porque en realidad no sentía ningún dolor, sólo añoranza. Ni nostalgia siquiera, que tampoco involucraría algún tipo de remordimiento, si eso era lo que esperaba sentir o hallar en un recoveco de su alma.
María era muy bella, y recién ahora lo notaba. Tenía la lámpara frente a ella, iluminando el pasillo. Él veía entonces los contornos del vestido recortado contra aquella luz. Vio la forma en que caminaba, el perfil de su cara cuando giró un poco la cabeza para contestar algo que él preguntó, la forma de su mandíbula, el cabello que le caía sobre los hombros, los brazos levantados, uno con la lámpara, otro con unas toallas y sábanas limpias. Sus hombros eran fuertes, acordes con la silueta de sus senos evidentes bajo el vestido ni demasiado estrecho ni demasiado holgado. No pensó si era rubia o de tez oscura, lo más probable era descubrir con la luz diurna del día siguiente que sus cabellos eran color azabache y la piel clara, tal vez pálida. Por lo que escuchó de su tono, no era extranjera, pero tampoco indígena. Debía tener diecinueve o veinte años, pero parecía desenvolverse muy bien en la casa y disfrutar de la confianza de la esposa del capitán, la cual no debía ser una patrona condescendiente.
Don Roberto lo seguía, con su puño apretando la tela posterior del saco de Maximiliano. Eran como los seguidores de una exquisita luz transportada por una virgen vestal a través de los pasillos oscuros de la muerte. Sintió, por un instante, el eco de sus pasos, como si el pasillo fuese eterno y muy alto, en lugar de ser sólo el pasillo de una casa común que en medio de la noche encontraba ínfulas de caserón sombrío y embrujado.
Llegaron a la puerta del cuarto que les habían designado. María abrió y un aire de humedad y encierro les llegó a las narices. Ella emitió una leve risita de disculpa, un sonido como de oro gastado en medio de la humedad. Abrió las ventanas, y el viento intenso, el aroma del pastizal mojado entró parar inundar la habitación y escaparse por la puerta en busca del pasillo vetusto y sombrío. Los tres respiraron con alivio, porque gotas de sudor ya habían comenzado a caer por la frente de Maximiliano. Era la humedad u otra cosa, se preguntó.
Se sentaron a aguardar que ella tendiese las camas. La vio moverse de un lado a otro, preparando la habitación, deteniéndose aquí o allá unos segundos, contemplando si no habían quedado pliegues en las sábanas, sacando frazadas del armario. Se detuvo con los brazos cruzados y la frente levemente fruncida, echando un vistazo general a la habitación.
Sí, se dijo Maximiliano, era bella, tanto que no pudo apartar sus ojos cuando los de ambos se cruzaron, y un rubor cruzó la cara de María. Luego, en esa misma cara oscurecida por las sombras de la noche, creyó ver una sonrisa, los dientes de ellas asomándose cómplices y coquetos por detrás de los labios que se le ocurrieron húmedos y cálidos. Y entonces supo que debía hacer algo, que la noche anterior no había dejado abonar las semillas de su cuerpo. Que el deseo siempre se despertaba por más que se adormeciera por momentos. El deseo carnal era invariablemente obsesivo, irremediablemente constante, hasta que fuese satisfecho.
Sabía que bajo sus ropas, la piel le sudaba y el corazón estaba acelerado, que sentía cosquilleos en sus genitales y los ojos le dolían de tanto desear. La boca segregaba saliva que se veía en la obligación de tragar. Sus manos le temblaban algo, como si estuviese hambriento. Se secó la frente con las mangas, se levantó hacia la ventana y aspiró el viento fresco de la tormenta que todavía no se había desatado, pero que muy pronto llegaría.
-Si necesitan algo, llamen, por favor, me quedaré en la cocina por una hora más- dijo ella, retrocediendo hacia la puerta del cuarto.
-Muchas gracias- respondió don Roberto-. Pero no queremos molestar más.
-Es verdad, María, todo está muy bien. Le agradecemos sus atenciones.
Ella sonrió. Otra vez brillaron un poco sus dientes.
-No suelo dormirme hasta muy tarde, sufro de insomnio, así que no es molestia.
-Lamento escuchar eso, ¿y cómo se las arregla para trabajar durante el día?
-Duermo un poco la siesta, no hay mucho que hacer por aquí, salvo cuando la señora se siente mal.
-Lo entiendo-dijo Maximiliano, que también sonrió.-Por lo de su hijo, supongo.
-Sí, señor, a veces…tiene crisis…sueños…y hay que cuidarla.
La puerta seguía abierta, y una sombra se acercó hacia el marco. La joven no la había visto, pero Maximiliano vio a Natacha, seria, dando por descontado que había escuchado todo.
-Gracias, María, eres muy amable en poner al tanto de los vaivenes de esta casa a nuestros invitados.
María se fue casi corriendo, con la cabeza gacha.
-Lo lamento, señora…Natacha. Fue mi culpa y mi indiscreción. Ha sido un terrible error de mi parte.
-Eso es evidente. Su padre, aquí presente, no lo habría cometido en toda su vida. Ahora dígame, mi querido don Roberto, ¿se encuentra cómodo?
Ignoró a Maximiliano el resto del tiempo que permaneció en la habitación. Hizo sentar al viejo en un pequeño sofá a unos metros de la cama, y ella se sentó a su vez a su lado. La oyó preguntar algo casi a los oídos de don Roberto. Él creyó ver que ella lo miraba de reojo mientras hablaba con el viejo, como si estuviese murmurando y hablando mal de él. Aquello lo enfureció, porque no creía que eso fuese algo más educado que la indiscreción que él había cometido un rato antes. De todos modos, no podía reprocharle nada a esa mujer. Era, además, un invitado en la casa, y se debía sobre todo a la persona del capitán. Éste también, una víctima de la agrura de su mujer. Después de su baño, se había sentado a la mesa sólo un rato para presentar sus excusas e irse a dormir.
Luego ella besó las manos de don Roberto y se levantó dispuesta a irse. Se dignó dirigir una mirada ofuscada a Maximiliano y decir, sin dirigirse a él en apariencia:
-Espero que disfruten de una buena noche, y que la habitación les agrade. Es la mejor de mi casa. Aquí dormía mi hijo cuando vivía con nosotros.
Fue hasta una cómoda donde María había colocado una palangana de porcelana. Abrió el primer cajón y sacó un retrato. Lo colocó sobre la mesa y lo contempló.
-Este es mi hijo Ariel.
Maximiliano creyó confundir el nombre por un fugaz instante, creyó oír Aurelio.
-Hermoso nombre- fue lo único que atinó a decir.
Ella afirmó con su silencio, se dirigió a la puerta, echó un último vistazo, como memorizando el estado de las cosas para corroborarlas al día siguiente.
-Buenas noches- dijo.
-Buenas noches-respondieron ambos hombres casi a la vez, pero ella ya había cerrado la puerta.
Ayudó al viejo a desvestirse y acostarse. Se desnudó en la oscuridad, disfrutando del aire fresco de la ventana.
-Va a entrar agua cuando llueva- dijo don Roberto en la oscuridad.
-¿Y eso qué importa? No le tengo miedo a esa bruja.
El viejo no respondió. Lo vio quedarse quieto con la vista fija en el cielo raso, y penetrar en esa zona incierta que no era sueño ni vigilia, y al que él ya se había acostumbrado, al punto que no lo molestaba, porque había decidido como considerarlo dormido.
Sentía que estaba contento y excitado, que la electricidad de la tormenta le había transmitido una energía que lo llevaba a despreciar las reglas y las costumbres. Dormía desnudo por primera vez en mucho tiempo, sin vergüenza, si pensar en qué dirían los demás en la misma habitación. Miró su propio cuerpo en las sombras, pasó sus manos por el vello de su cuerpo, y se preguntó el por qué no hacía lo que deseaba, lo que necesitaba hacer.
Afuera, la tormenta mandaba relámpagos que iluminaban el cuarto, y su cuerpo brillaba, blanco, y se vio diferente. Ya no era un chico, era un hombre. Se levantó, se puso los pantalones solamente, y salió de la habitación. Adentro había quedado el viejo dormido y la ventana abierta. Adentro habían quedado el miedo, las buenas costumbres y las apariencias. Adentro había quedado la culpa y el remordimiento, los ojos de Dios que lo vigilaban y lo obligaban a ser un observador, un celador en el cruel instituto de Dios. Los demonios a los que temía y que necesitaba combatir, los demonios que habían vencido a Dios y apoderado de sus huesos, construyendo con ellos palacios infernales en el fondo del océano.
El agua y la lluvia que formaban mares ahora tenían otra connotación. La humedad de las mujeres era algo que reivindicaba la mala reputación que él le había otorgado a los mares. Si la luna, seca, llena de piedras y de huesos, podía tener tanta influencia en las mareas, no era extraño que el agua fuese en realidad la que dominaba sobre las superficies estériles y secas.
El macho es una superficie seca, polvo de piedra. La hembra lo seduce, lo disuelve, lo diluye en arroyos primero, luego en ríos, finalmente en mares.
Detrás, en el cuarto, quedaban encerradas la pesadumbre y la responsabilidad, la culpa ante Dios y ante el tío José. El dolor escondido y el grito de boca tapada. Delante, en el pasillo de aquella casa extraña, estaban sus brazos y sus piernas, sus manos fuertes repletas de deseos. Por una vez en su vida, por primera vez, quizá, ya no libraba ninguna batalla consigo mismo.
El permiso había llegado a él, por fin. Gracias a la tormenta de esa noche, que ahora sentía abalanzarse finalmente sobre el río cercano y la llanura. Aplastando el pastizal, sometiendo la techumbre de la casa con un ruido ensordecedor, acelerando los latidos de su cuerpo anhelante, derecho hacia el cuarto en que sabía estaba María. Esperándolo, sino qué otro significado tenían aquellas sonrisas de labios abiertos, aquellos comentarios sobre el insomnio, más que indicar que ella también extrañaba a un hombre desde hacía mucho tiempo.
Llegó y golpeó sin temor de que alguien más en la casa lo escuchase. María abrió la puerta. En la oscuridad de la habitación, sólo una vela muy débil descubría un costado de la cama estrecha, de una sábana colgando. Un aroma a mujer invadió la nariz de Maximiliano. María cerró, se le acercó por detrás, acariciando su espalda. Él la dejó hacer, sintiendo la forma de sus manos en su espalda desnuda, luego sobre su pecho. Se dio vuelta, la levantó en brazos y la llevó a la cama. No veía más que un costado de su cara, pero con su cuerpo descubría los senos de María, las costillas, los glúteos, los muslos, hasta llegar a tocar con sus labios lo que sin saber había estado anhelando.
La lluvia parecía destruir el techo, golpeaba puertas, azotaba las paredes de la casa. Imaginaba que el río se desbordaría hasta llegar a la galería, y la sensación de inundación lo satisfizo.
Fue entonces cuando se abrió la puerta de la habitación de María. Podría haber sido el viento que paseaba por los pasillos, pero encuadrada por el marco estaba la figura de la señora Natacha, como una pintura representando a un demonio recién salido del océano.
-Así que aquí está, hermano de Dios, piadoso sacerdote de Satanás. Seduciendo a mi sirvienta mientras su padre se muere en el cuarto de mi hijo.
Maximiliano se había levantado para taparse con las sábanas. Mientras ella hablaba, se puso los pantalones y corrió hacia la puerta. Ella se interpuso.
-¡¿Qué pasó con don Roberto?!- le preguntó. Ella lo miró con primero con sorna primero, luego dijo:
-No se preocupe, mi hijo ha llegado justo a tiempo para rescatarlo.
Maximiliano corrió hacia el cuarto, sabiendo que la mujer lo seguía. En la habitación, don Roberto estaba sentado en la cama, empapado, chorreando agua, intentando sacarle la ropa mojada, mientras tosía. Él se acercó y lo sacudió de los hombros, sabiendo que no hacía más que cometer un error detrás de otro, que el viejo no tenía la culpa, que debía calmarse. Y sin embargo necesitaba descargarse en las cosas y los seres que habían interrumpido aquel acto del que se sabía culpable y que había disfrutado como ninguna otra en toda su vida.
-¿Qué estaba haciendo, viejo? ¿Cómo se le ocurrió acercarse a la ventana con esta lluvia?
Es absurdo, se dijo a sí mismo, a la vez que deseaba callar la risa sarcástica de Natacha a sus espaldas. Sabía que ella se regocijaba en verlo descontrolado, furioso, mostrándose como en realidad debía ser. Porque eso era lo que ella había visto al verlo y saludarlo por primera vez el día anterior.
O tal vez alguien más se lo había contado.
Tal vez hubiese sido aquella presencia que ahora veía en el ojo izquierdo de don Roberto, que había perdido su opacidad y se tornaba claro como el escenario de un teatro muy bien iluminado. Donde las luces y las sombras eran las necesarias y las justas para mostrar las acciones de un drama tan antiguo, que el mismo Dios había escrito, y continuaba representándose ante plateas vacías.
En la pupila del ojo izquierdo estaba Ariel. Rubio y hermoso, atlético y fuerte como un adolescente de quince años criado en el campo.
-¿Lo está viendo, no es cierto?- escuchó que preguntaba Natacha.- Ha venido a compadecerse de su padre, si es que se trata de su padre en realidad.
Ariel lo miraba a los ojos, y se había puesto de frente y parado ante él. El ojo izquierdo era un escenario en un gran teatro, sin duda, y Maximiliano se asombró de cuánto había crecido en esclarecimiento aquella capacidad que nació en la cabeza de don Roberto.
Entonces Ariel comenzó a balbucear, sin sonido, sólo moviendo los labios.
-Quiere hablar, pero no puede, no halla palabras para definirlo- dijo Natacha.
-¡¿Definir qué?!
-La clase de demonio que es usted, para darle su lugar en los círculos del mar.
Ahora ya sabía.
Don Roberto empapado, como si recién hubiese surgido del océano, visto las ciudades infernales construidas con los viejos huesos de Dios. Conocido los sectores habitados por las diferentes clases de demonios, las habitaciones entrevistas a través de las ventanas, las cosas y las costumbres de esos seres, tal como si fuesen familias taciturnas sentadas alrededor de mesas pobres.
Ariel.
Jesús.
Era él quien estaba ahora frente a Maximiliano.
Y como no podía desatar su furia sobre el viejo, no porque lo fuese sino porque era el padre de la mujer que realmente amaba; y como la culpa era a la vez un conocimiento absoluto y una absoluta desesperanza, se dio vuelta para mirar a Natacha.
La vio parada, erguida como una vestal orgullosa, y más joven y hermosa que como lucía la tarde anterior. Por ello, por tal hermosura, podría haberse detenido, pero él sabía claramente que lo bello es con más frecuencia cruel que bondadoso, y la sonrisa de triunfo en la cara de Natacha no terminó de formarse. No le fue otorgado aquel último deseo, que era el de decir una frase hiriente más a aquel hombre que había venido a romper la desastrosa monotonía de su vida. Como si ese hombre fuese un fin y un milagro.
Un golpe de su mano derecha, una bofetada simplemente, pero tan fuerte que la hizo caer al suelo y sangrar contra la punta de aquella cómoda donde estaba el retrato de su hijo.
Cuando levantó la mirada hacia la puerta, vio al capitán, que buscaba algo en otro cajón de esa misma cómoda, nervioso, a medio vestir. Las manos le temblaban como no le habían temblado al apuntar al yaguareté. Miraba a Maximiliano, como vigilándolo, como sintiéndose vigilado, como si la fuerza de aquel joven estuviese sobrepasando su reconocida vejez, su debilitamiento, como si estuviese avergonzado de que lo viesen casi desnudo, así como lo había visto dominado por el carácter de su mujer.
Tardó mucho en hallar el revólver, se diría que dando tiempo a Maximiliano para reaccionar. Entonces lo vio levantar en brazos al viejo y agotado don Roberto, y salir corriendo por la puerta y de la casa.
Maximiliano escuchó en la oscuridad dos disparos, vio la luz de dos fogonazos iluminarlo brevemente. Pero ya era tarde para cualquier otra cosa que no fuese el camino por delante: la clandestinidad y la selva.
22
Caminaron bajo la lluvia todo el resto de la noche. Sabían que era necesario alejarse lo más posible de la ciudad. No estaba seguro de que el capitán recurriese a la policía para buscarlo, -algo había visto en la dubitativa determinación del viejo en detenerlo-, y tampoco estaba seguro en realidad de que su esposa hubiese muerto. Era algo que dio por hecho cuando vio la sangre, y que di por hecho apenas levantó la vista al ver al capitán Pero fuesen como fuesen las cosas, ellos debían huir.
No habían hablado desde que salieron de la casa. Primero Maximiliano llevó a don Roberto en brazos. Ambos estaban descalzos, él con sólo el pantalón y el viejo con el camisón empapado. Dos o tres kilómetros lo cargó, a paso muy rápido, ya que había desistido de correr, resbalándose en el barro varias veces, levantándose para caminar otra vez más lentamente, con la lluvia en la cara, en plena oscuridad cuando las luces de la ciudad fueron desapareciendo y primero el campo y luego los árboles empezaron a adueñarse del camino.
Era un laberinto que él recorría a ciegas, sobre un suelo resbaladizo y traicionero. Cuando se dio cuenta de que don Roberto le hablaba,- tan ensimismado, tan agotado estaba él que no le había escuchado-, decidió detenerse y descansar. Puso al viejo en el suelo, tratando de que su cabeza no apoyara sobre el barro, pero no había ni un solo sitio seco ni cubierto. Don Roberto no dio muestras de querer sentarse, así que dejó caer su cabeza sobre el suelo y cerró los ojos. La lluvia le caía en la cara y le dificultaba respirar. Maximiliano se sentó a su lado e intentó hacerle una protección con sus manos.
-Tranquilo…- le decía en un murmullo ininteligible, mientras trataba de despejarle la cara de agua y barro.
No podían quedarse allí mucho tiempo más. Pronto vería las luces de quienes los perseguirían, pero quizá esperaran a que escampara o amaneciera. Esto lo alivió un poco y decidió descansar también. No había manera de recostarse sin exponer al viejo otra vez a la lluvia, que no daba indicios de amainar. Se imaginó cómo los vería un testigo externo, en esa posición tan ridícula. De pronto, se quedó dormido, no supo cuánto tiempo. Al despertar, había dejado de llover. Se obligó mantenerse despierto, se levantó y le habló al viejo. El otro respondió con la cabeza. Lo ayudó a levantarse y desde entonces caminó apoyándose en Maximiliano.
No sabía hacia dónde iba, sólo siguió lo que suponía una línea recta desde la puerta de la casa hacia la dirección que creía estaba el río. Pero era lo más probable que estuvieran haciendo círculos, y además el viaje en el carro a través de la ciudad seguramente lo había despistado. Su plan, si es que tenía alguno, era llegar hasta la orilla y encontrar un barco en el que pudieran esconderse y huir lejos de la zona. Por los alrededores de la ciudad de Paraná no había más que asentamientos pobres que serían el primer lugar en donde buscarían las autoridades cuando los buscaran.
Cuando empezó a clarear, vio las siluetas de los árboles enormes que se alzaban alrededor, de un verde oscuro todavía, mezclado en la niebla, cubiertos de rocío. Las ramas caían pesadas, anchas como canoas, sometiéndolo todo a su increíble peso y densidad. La lluvia parecía haber abierto espacios libres que en muy pocas horas habían sido ocupados por nuevos arbustos y hojas. El canto de los pájaros podía escucharse desde todas partes, desde la copa de los altos árboles, desde los arbustos y desde el suelo. Caminaron descalzos sobre el follaje seco, lastimándose con las ramas y espinas.
Si eso era el comienzo de la selva, estando aún tan cerca de la ciudad, se dijo Maximiliano, cómo sería estar inmersos en la verdadera. No quería ni imaginarlo, y sin embargo se había prometido a sí mismo hacerlo. Y ahora que estaban allí, casi desnudos y desamparados, por mérito de su propia ineptitud, no había forma de echarse atrás. Era responsable de don Roberto ante Elsa. Debía regresar a Buenos Aires con el padre ya sano, o por lo menos vivo si no encontraban manera de curarlo. Pero viéndose en plena madrugada, haciendo camino entre las plantas y ramas que los herían, se sintió desconsolado. Miraba de soslayo al viejo de tanto en tanto, y en una oportunidad éste también lo miró. Los ojos del viejo habían atenuado sus diferencias, por lo menos por obra de la mañana. Ambos parecían agrisados y transparentes, y parecía que ambos veían.
No había reproche en esa mirada, ni siquiera necesidad o desesperación por comprender lo que había sucedido la noche anterior. Era lo que esperaba, y sin embargo no había nada de eso. La mirada de don Roberto era como la mirada de Elsa, y Maximiliano se asombró de no haberlo descubierto antes. Vio el amor en aquellos ojos, como la vez que despertó en el barco y confundió la cara de Elsa con la de la Virgen María. Se vio otra vez cruzando el océano, la forma en que aquellos dos lo habían aceptado, una acariciándolo como a un niño, el otro palmeándolo como a un hijo.
Entonces don Roberto, sin dejar de caminar, levantó su mano izquierda, ya que con la derecha se sujetaba al brazo de Maximiliano, y la llevó lentamente hasta tocar la cruz de plata. Maximiliano ya no se daba cuenta que aún la llevaba. Era muy liviana, y sólo la notaba a veces al dormir. Si aquel gesto del viejo tuvo la intencionalidad de darle ánimos, de decirle que debían depositar la esperanza en nuestro Señor Jesucristo, fue demasiado obtuso, demasiado insincero. La mano del viejo, sucia, huesuda, lastimada, era más un símbolo del sufrimiento que la misma cruz con su elegancia, sus relieves barrocos y el exquisito brillo que sobrevivía a los golpes y la mugre.
Pero fue suficiente para que él comprendiera que el viejo de un modo u otro lo entendía todo, y que tal vez hasta lo sabía todo: tanto la ira como la piedad, tanto el resentimiento como el perdón, tanto la locura como la beatitud. Desde la cima de los árboles llegaron rayos de luz atravesando el follaje, que secaron su piel húmeda y sus cabellos sucios. El barro se fue desprendiendo lentamente, como cáscaras que dejaban en el camino, mostrando dos cuerpos más blancos de que lo habían sido durante todo el trayecto por el mar y el río. El barro los había ensuciado y los había lavado al mismo tiempo. Sin embargo, el barro había dejado su olor en la piel, el olor de las excrecencias de las plantas, de las secreciones y la bosta de los animales, de los cadáveres que diariamente morían allí.
La selva, tal vez, los había elegido, los había aceptado, y por ello había comenzado a marcarlos de la única forma que ella sabía: con el olor que nunca se borra.
Un día, una tarde de las siguientes, después de haber nacido y ocultado el sol dos o tres veces, o quizá más, ya ninguno de los dos tenía noción del tiempo, llegaron a la orilla del ancho río. Habían comido alimentos dejados por los aldeanos al pie de muchos árboles, cadáveres de marmotas o de perros. Maximiliano encontró dos cueros grandes que olían a fermentos dulces, con los cuales se envolvieron por las noches. A la vez que los aislaba del frío y la humedad nocturna, los protegía de la vista y el olfato de muchos animales cuyos ojos veían brillar entre el follaje, siguiéndolos y acechándolos.
Había evitado deliberadamente las zonas pobladas. Cuando apenas llegaba a percibirse el bullicio de gente, o por las noches se veía la luminosidad de alguna población, ambos cambiaban de dirección, y tantas veces lo habían hecho que ya se habían resignado a haber perdido definitivamente el rumbo. Morir allí era mejor que ser atrapados y encarcelados. Ni siquiera serían deportados a España, sino, muy probablemente, condenados a las cárceles míseras de aquella provincia.
Don Roberto parecía haber decidido compartir con él el mismo destino. Lo decía con su manera de hablar, con su mirada a veces perdida, a veces lúcida como un lucero, brillante como una estrella tan lejana, que tal vez ya estuviese muerta, y llegase a Maximiliano únicamente el mortecino resplandor. El viejo tocaba la cruz de plata muchas veces en el día, y Maximiliano se ofreció a regalársela, pero no quiso aceptar. Prefería verla en el pecho de otro, como una guía y un sostén o un consuelo.
-Ya la cabeza me duele demasiado, como si llevara bolsas de plomo, o si me hubiesen disparado en los ojos. A veces me parece que no los tengo y veo con el cerebro, otras tengo la sensación de que los ojos se me salen y veo como si mirase por un telescopio. Entonces veo tantas cosas extrañas, lo pequeño inmenso, lo enorme como diminutas hormigas, y me doy cuenta que son en realidad las numerosas partes que conforman esas cosas.
Maximiliano nunca lo había oído hablar así. Ni tanto ni tan detalladamente. Su lenguaje parecía haberse enriquecido con el silencio y la oscuridad en los que había estado inmerso en los últimos tiempos.
La tarde que llegaron a la orilla, el sol estaría por caer en unas dos horas, no más. El follaje espeso lo ocultaba, los altos árboles que se encimaban unos sobre otros, extendiéndose retorcidos en su afán por acercarse a la costa, a la orilla húmeda donde habría más alimento y lugar. Por eso el follaje colgaba y caía sobre el río, siendo tirado y a veces desprendido por la corriente más o menos intensa. Los pocos espacios claros eran los abiertos por los nativos para pescar, lavar las ropas, bajar canoas. Pero hoy no había nadie, y ellos se sentaron en un claro de no más de dos metros. Miraron correr las aguas, pensando en qué harían. La costa contraria, quizá a dos kilómetros de aguas profundas y torrenciales, era exactamente igual. Puro árbol verde, en una maraña aún más impenetrable. Maximiliano tenía a don Roberto abrazado a su costado, casi meciéndolo, hablándole del perdón.
Nunca habían comentado lo sucedido en la casa del capitán. Lo creía más apegado a su corazón que antes, y el amor por Elsa se había acrecentado con el amor hacia el viejo. Lo visto unas noches antes en sus ojos, el odio y la ira, era algo que él debía exorcizar, como quien arranca las raíces de una planta mala y ponzoñosa del jardín primaveral de su casa. Eran raíces que se extendían desde o hacia él, Maximiliano, porque las sentía enredando los órganos de su pecho, rodeando incluso sus huesos. Desde hacía un tiempo, tenía tal premura por escapar de sí mismo, que ya no estaba seguro de adónde, porque la selva era el corazón mismo de la maraña.
Cuando ya casi no quedaba más que un halo, una veta de luz muriéndose en el aire, unas luces brillantes aparecieron sobre la misma orilla río arriba, en un recodo del río.
-Hay un puerto más allá, son luces de barcazas-. Se levantó y se colgó de unas ramas fuertes para asomarse sobre el río, porque sin el recodo que hacía no lo hubiese descubierto. Pensaba llegar ahí y esconderse en algún barco, seguir subiendo hacia el norte hasta llegar a donde Valverde le había indicado. Donde debía encontrar a los indígenas que curaban. Ahora ya no era solamente el ojo de don Roberto, sino también la salvación de su propia alma. Sabía que no había forma de separar el cuerpo y el alma. Eran una maraña como la foresta impenetrable en la que estaban sumergidos.
La muerte de una era la muerte de la otra. Si ni siquiera Dios había sobrevivido a sus propios huesos, cómo podía esperar que su corazón se deshiciera de las crecientes raíces que lo alimentaban. Y esas raíces no servían siquiera de comunicación entre los seres vivientes, -todos estábamos aislados, almas aisladas permanente e indefectiblemente-, sólo eran medios de alimentación, de dependencia, de esclavitud.
Esa misma noche, una hora antes del alba tal vez – ya había aprendido a reconocer el halo de luz filtrándose muy cautelosamente entre el follaje, hecho extraño el que aún no amaneciera y ya pudiera verse una pátina de luz sobre las hojas, tal vez el follaje irradiara ese reflejo, o fuese simplemente una ilusión-, hizo que don Roberto se levantara, y ambos fueron caminando lentamente por los estrechos espacios entre las plantas, lo más cercanos a la orilla que podían. Poco después, ya habían llegado al pequeño puerto donde vieron el barco anclado. Había aclarado casi del todo, pero el sol era únicamente una insinuación, una promesa que amenazaba romperse al despuntar el día en su apogeo.
Era un muelle corto, que se adentraba en las aguas del río como un camalote viejo, porque tenía una forma circular luego de un pasaje angosto que lo unía a la orilla. Verde musgo en los pilares, color madera desconchada, astillada y hundida en el resto. Desde el escondite en que se ubicaron, detrás de una casilla abandonada que debía ser una vieja letrina ya sin uso, escucharon el rechinar de la madera bajo los pasos de los hombres que iban y venían llevando cosas hacia el barco. Era más viejo pero más grande que aquel en que habían viajado hasta Paraná, con el casco de metal cubierto de algas y óxido. Era una mañana tranquila, así que apenas se balanceaba con un ligero vaivén imperceptible.
Debían haber llegado antes, se dijo Maximiliano. Había demasiada luz para escabullirse hacia el interior del barco sin ser vistos. Por eso, se armaron de paciencia. A cada hora que pasaba, temía que el barco zarpase y ellos quedaran allí abandonados, quién sabía hasta cuándo. Después del mediodía, los hombres comenzaron a desaparecer en una vivienda que parecía ser el comedor y dormitorio para la gente del puerto. Entonces supo que era el momento adecuado. Ayudó al viejo a caminar hacia el muelle. Trató de mantenerse alejado de la vivienda, pero pudo escuchar las voces altas y algunas risas muy fuertes de los hombres que almorzaban. Había perros, también, pero estaban dentro, alrededor de la mesa, aguardando los restos de comida. Sin duda alguno saldría al escucharlos, pero los hombres no les harían caso. El ruido de la corriente era muy fuerte, y las maquinarias del barco también sonaban intensas.
Llegaron al muelle y caminaron por él hasta llegar a la borda del barco. Se escucharon varios ladridos. Maximiliano miró atrás, pero los perros seguían dentro de la casa. ¿Estaba seguro que el barco había quedado vacío? ¿Qué nadie, ni siquiera un viejo estuviese cuidando la sala de máquinas, o durmiendo su borrachera de la noche, a punto de ser despertado por el hambre y el olor a carne asada que llegaba desde la vivienda? No podía estar seguro de nada, pero ya era tarde para echarse atrás. Antes y durante aquellas horas, había inventado excusas que dar si los encontraran, incluso había pensado en la mejor forma de solicitar piedad y misericordia, aparentando desvalimiento e indigencia. Y de pronto se encontró riéndose de sí mismo, porque eso era lo que eran en realidad, dos seres zaparrastrosos deambulando con hambre y sin rumbo en medio de un lugar desconocido. No haría falta decir nada para justificarse, sólo esperar que los dejaran abordar y les ofrecieran comida o los echasen a tierra otra vez, tratados peor que a aquellos perros, que sin duda serían alimentados y cobijados.
Pero no encontraron a nadie. Subieron la escalerilla, sintiendo la vibración de los motores calentándose como un cosquilleo en los pies desnudos. Buscaron la primera escotilla que los llevara a bajo cubierta. A don Roberto le costó mucho ubicar pie por pie en los escalones cortos, y a cada momento Maximiliano miraba alrededor por si alguien aparecía. El sol estaba ocultándose tras unas nubes negras cargadas. Finalmente bajaron y buscaron por los pasillos un lugar donde esconderse. Bajaron a otro nivel, donde hallaron un depósito grande con mercadería. Había bolsas de papas, de harina, maíz, contra una pared. Sobre la otra había cajones con latas con todo tipo de alimentos. Detrás, un olor a ratas. Sobre la última pared, opuesta a la entrada, más cajones con botellas: vinos, aguardiente, ginebra, whisky. En el medio de todo esto, cuerdas, tablas, trapos y colchones sucios.
Y ninguna luz, porque cuando cerró la puerta de entrada, no hubo más que oscuridad. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando, y pidiendo al viejo que se quedara sentado y escuchase si alguien bajaba, ya que su oído había ganado sensibilidad, se puso a buscar lo que podía servirles entre todas aquellas cosas. Eligió un colchón, el único que no parecía tener insectos ni oler demasiado mal, lo envolvió con telas de cuero y lo puso detrás de los cajones de latas. Supuso que lo primero que utilizarían los tripulantes era la comida perecedera, y sin duda las botellas de alcohol, así que con mucha suerte podrían pasarse allí unos días, hasta el próximo puerto.
Cuando terminó, vio que el viejo temblaba. En verdad hacía frío allí abajo, pero sobre todo por la humedad acumulada. Los huesos del viejo comenzarían a rechinar como viejas cadenas, incluso los suyos también lo harían muy pronto. Pero no había manera, ni podían contemplar siquiera la posibilidad de prender un fuego para calentarse. Se acostaron los dos en el colchón, bien ocultos detrás de los cajones. Maximiliano se levantó, observando con la luz de la puerta apenas abierta, comprobó la eficacia de su escondite. Estuvo conforme, pero entonces se preguntó si toda aquella mercadería sería para entregar o para utilizar en los viajes. Se deshizo de las dudas, nada podía hacer ya para modificar la situación. Esperarían unos días, y trataría de rezar. A quién, se preguntó, Dios no bajaría a aquel antro, además ya estaba muerto, como había podido verlo en los ojos del hermano Aurelio, en los ojos del tío José, en los ojos de don Roberto. Se sentaría con el viejo, y uniendo las manos sobre la cruz de plata, elevarían una plegaria, exactamente como harían los paganos. La cruz, al fin de cuentas, antes de Jesús no era más que un instrumento de castigo, una forma más de condena a muerte. Luego, no representaba más que un amuleto, en nada diferente a un muñeco de barro moldeado por las manos de un brujo, o un montón de nudos enlazados alrededor del cuello, o la garra de un puma en el bolsillo, o el mechón de pelo bendecido de un muerto. Cosas a qué aferrarse, a las que confiar la desesperanza para hacerla más asequible. Cosas como ese barco que los escondía en sus intestinos infectos, esa bodega a la que con suerte nadie bajaría para descubrirlos. Pero entonces se preguntó cómo aguantarían, y cuánto, y cómo saldrían.
Estas preguntas fueron ganando terreno a lo largo de las horas de aquel día, en que nadie bajó a buscar provisiones. Oyeron el levar del ancla, y el barco se puso en movimiento con un rechinar de maderas, como si rozara el muelle. Escucharon gritos y risas, e imaginó lo que debía estar pasando: los gritos e insultos del encargado, las risotadas de los tripulantes. Luego la serenidad se convirtió en un resonar de metales, cadenas y el oleaje raudo que allí abajo se sentía más fuerte. De algún lado, por alguna rendija, penetraba un aire más fresco, lo cual fue una bendición. Ambos estaban extremadamente sucios. El cuerpo del viejo, ya desnudo del camisón, era un esmirriado fragmento de humanidad acostado sobre el colchón. Buscó una tela lo menos sucia posible y abrió una botella de aguardiente para limpiar al viejo. Don Roberto se movió al sentir el ardor del alcohol en las heridas, pero no emitió sonido alguno para quejarse. Mientras lo hacía, se preguntó qué beberían, no era posible que sobrevivieran a base de aquellas bebidas, necesitaban algo de agua. Dio de tomar algo al viejo, con lo cual esperaba que se durmiera unas horas. Luego se sacó el pantalón que era un andrajo, y comenzó a limpiarse él mismo también. El olor del aguardiente lo serenó algo, sobre todo el frescor del alcohol en la piel, aún sobre las heridas, que de todos modos necesitaban ser limpiadas con algo bien fuerte. Dejó la botella a un lado, se recostó, y pronto entró en un sueño lúcido, profundo, donde las botellas eran volcadas sobre él como en un baño balsámico, fresco y renovador.
Ya no sintió dolor ni ardores, sólo un cansancio enorme que lo hundió en las aguas profundas del río de la muerte. El Estigia era más sereno de lo que había imaginado, no había fuego en las orillas, pero lo hubo alguna vez, y sólo desolación quedaba, un crepúsculo permanente, el silencio sin dolor, la paz sin consuelo.
Pero las orillas iban hacia atrás, al mismo ritmo que la corriente, y él viajaba río arriba. Sin levantar la cabeza, vio que Dios lo aguardaba, paciente, sentado como un buhonero, o como un cazador aguardando la llegada de sus sabuesos. Tan paciente, que la muerte era tanto más tolerable aún que la infinita, inmisericorde paciencia de Dios.
Despertó con un sobresalto: un golpe de la puerta de la bodega. Abrió los ojos y la luz de pronto despareció. Alguien había entrado y salido. ¿Cuánto tiempo estuvo adentro? ¿Los habían descubierto? Seguramente alguno que vino a buscar una botella y salió muy rápido. No tenía manera de saber qué hora del día era. Se había dormido y perdido la noción del tiempo. Podría ser de noche ya, o quizá el día siguiente. Se levantó para ver si escuchaba algo, ruidos de movimientos que indicasen la probable hora del día. Oyó las habituales voces fuertes, los hombres se comunicaban a gritos aun estando uno junto al otro. Las obscenidades y los insultos adquirían significados nuevos, porque las aplicaban a cualquier uso. De todos modos no alcanzaba a entender lo que decían, así que desistió en el intento. Era de día, probablemente la hora de la cena. Los motores estaban a marcha lenta, y navegaban en un casi silencio. Don Roberto se había despertado y lo llamaba en voz baja.
-Aquí estoy, padre. ¿Tiene frío?
-Un poco nada más.
Maximiliano lo cubrió con una bolsa de arpillera. Luego buscó algo para comer. Se decidió por unas papas crudas y un par de latas con garbanzos en conserva. No fue difícil abrirlas, había toda clase de herramientas allí abajo. Ambos se sintieron satisfechos por primera vez luego de tantos días. El viejo sintió arcadas, pero logró contenerse. Maximiliano le acarició la espalda, instándolo a mantener la comida adentro. Estaba flaco y temía que muriese antes de llegar a destino, el cual no sabía a ciencia cierta cuál era en realidad, pero Roberto se contuvo y continuó comiendo de la lata. El jugo era exquisito para sus cuerpos hambrientos, y las papas fueron como el pan que acompaña. Tuvieron sed, así que recurrió a un vino que se le ocurrió suave por la etiqueta.
-Debe ser de la bodega exclusiva del capitán- bromeó Maximiliano.- Sólo nos falta sentarnos a su mesa.
Don Roberto se rio con un carcajada breve y baja, pero fue la primera en mucho tiempo. Luego dijo que necesitaba orinar, así que Maximiliano, sabiendo que ese era otro problema para ambos si permanecían mucho tiempo allí abajo, lo condujo hasta uno de los colchones ya sucios, donde el olor viejo ocultaría los hedores nuevos. Después, lo hizo acostarse, y él espero los sonidos desde arriba. Se puso junto a la puerta, tratando de percibir cualquier ruido indicativo de cualquier cosa, los pasos de la guardia sobre cubierta, los sonidos del agua, el canto de algún pájaro. Entonces oyó, al abrir la puerta sólo un poco, el canto de los grillos. Supo que era de noche, y como no hacía mucho que había escuchado voces, decidió quedarse despierto hasta asegurarse que todos dormían. Habría un guardia, seguramente, para vigilar el rumbo, pero tal vez pudiese despistarlo para conseguir algo de agua.
Un rato después, abrió la puerta y subió la escalerilla. Asomó la cabeza y no vio a nadie. Era noche muy entrada, calma, calurosa. El canto de los grillos era muy fuerte, y sólo se escuchaba además el ruido tenue de las olas golpeando el casco. Había visto unos toneles en el comedor del barco, así que fue hacia allá, pasando bajo la ventanilla donde debía estar el timonel. Sentía sus pies desnudos en la madera, cubierto con un calzón improvisado con la vieja tela de su pantalón roto. Llegó al comedor y fue derecho a los toneles. Cómo llevaría el agua, se preguntó. Vio vasos sucios, jarras, fuentes en la mesa, pero era imposible llegar abajo con eso. Encontró botellas de vino, vació el resto y las llenó con agua. Cargó las que pensó podría llevar sin riesgo de que se le cayeran, y volvió a la escotillas. Dejó las botellas, y bajó, las recogió otra vez y cerró. Se sintió feliz de haber conseguido agua. Despertó a don Roberto y le dio de beber. El viejo lo miró con felicidad, pero sabía que no duraría mucho. Aunque utilizara las mismas botellas para llenaras una y otra vez, era mayor el riesgo de que lo descubrieran alguna noche en pleno robo.
Por lo menos esa noche y el día siguiente tendrían agua, si la cuidaban bien, y no tendrían que preocuparse por la comida. Sólo del tiempo y de la curiosidad de los hombres, hasta de la casualidad y de la mala suerte. Azares, se dijo Maximiliano. Pero el viejo tocó la cruz de plata y cerró los ojos. No hay azares, pensó Maximiliano mientras intentaba dormirse, sólo acontecimientos a los que sus vidas los llevarían.
Fueron diez días los que pasaron en la bodega del barco. Tal vez once, tal vez doce. Hubo jornadas de las que no estaba seguro si había dormido más de la cuenta, o su vigilia, que consideraba con la duración del día, en realidad incluía también la noche. Mientras más pasaba el tiempo, más perdidos se encontraban en el tiempo. Aquella bodega era como el barco de Aqueronte, y ellos viajaban sin tiempo, empecinados, sin embargo, en continuar aferrándose a las mortales medidas de la vieja vida.
Cuando se cerraba la puerta, la oscuridad iba disolviéndose en una penumbra a la que sus ojos estaban tan acostumbrados, que al final de aquel período ya emparentaban con la verdadera luz diurna. Así que no fue difícil que sus horas se transformasen en días, y éstos en largas jornadas donde la conciencia fluía o se adormecía con gran facilidad. Ya no había períodos exaltados, ni desesperación, ni siquiera conversaciones. Cada uno se levantaba de su escondite, caminaba unos pasos y volvía a acostarse en silencio. No hacía frío ni calor, y ya no tenían miedo de ser descubiertos. Las pocas veces que los tripulantes bajaban era por pocos minutos, lo que necesitaban para buscar una botella o una bolsa de harina.
A veces bajaba un hombre fornido, con el torso desnudo y un gorro blanco. Debía ser el cocinero. Fue el único que estuvo casi cinco minutos buscando algo que finalmente no encontró. Ambos se mantuvieron escondidos respirando muy suave y quedamente. Escucharon que murmuraba insultos para sí mismo, debía estar protestando por el estado de suciedad de la bodega, porque era verdad que el olor a materia fecal y orina era intenso. Los colchones con inmundicias no podían estar en el mismo lugar que la mercadería para la cocina. Eso fue lo que escucharon claramente mientras cerraba la puerta. Las palabras iban dirigidas hacia alguien en el otro extremo de la escalerilla, o el pasillo. Entonces Maximiliano supo que no les quedaría más tiempo. Pronto vendrían a limpiar el lugar.
Las veces que los motores se detuvieron y el vaivén del barco indicaba una parada, los ruidos allá arriba no cesaron en ningún momento, y no tuvieron ocasión de ver si podrían salir sin ser vistos. Esperaba una parada en algún puerto durante la noche, pero esa ocasión aún no había llegado. Pensando en eso, se durmió. Y el despertar fue como el pasaje a otra vida.
Demasiada luz que traía dolor en los ojos. Sólo sabía con seguridad lo que les estaba pasando porque escuchaba claramente las voces y las risas de los marineros. Se sintió pateado en las costillas y la cara, luego levantado y arrojado. Al caer, sintió la tierra y el barro de la playa.
-¡Tiren al viejo también! ¡Vayan a ensuciar en otra parte! – gritó una voz. Los hombres rieron, y se burlaron.
Sabía que don Roberto estaba a unos metros de él, había sentido el impacto a su lado. Tal golpe podría haberlo matado. Intentó levantarse pero tenía las piernas entumecidas. Hizo fuerza con los brazos y se arrastró unos centímetros hacia la silueta que veía apenas a su izquierda. La luz lo lastimaba, y el juego de sombras de los cuerpos de los hombres era como un juego chinesco. Miró atrás, forzando a sus párpados a permanecer abiertos. Los hombres volvían al barco. Vio al viejo a unos pasos de él, boca abajo en la playa, con la cabeza torcida y un brazo que parecía roto. Intentó levantarse, pero de pronto sintió un dolor muy fuerte en la pierna derecha, y cada vez que quería moverla los huesos le sonaban como castañuelas. Se tocó el cuerpoo, sabiéndose completamente desnudo, lo mismo que don Roberto. Sintió la pierna mojada, con costras de barro que se iba secando. Olió la sangre fresca. Se dio vuelta para mirarse, sentándose un poco. El dolor era demasiado fuerte, pero de algún modo supo que aquellos días encerrado habían entumecido sus sentidos y reflejos.
La luz del sol era un halo blanquecido en la periferia de sus ojos, pero en el centro las cosas iban tomando formas. Vio la pierna quebrada en dos y los huesos expuestos. Cada vez que se movía el dolor era una especie de sonido sordo retumbando en sus nervios. Dejó de intentarlo, y se arrastró hasta llegar al viejo. Sacudió un poco al viejo para ver si despertaba. Le giró la cabeza hacia su lado para sentir su aliento. Sí, parecía que aún respiraba. El brazo torcido no tenía nada, aparentemente, sólo heridas. Se puso a rogar para que pudiese despertar. Pensó en su cruz de plata, todavía la llevaba encima. La apretó muy fuerte, encerrándola en el puño de la mano izquierda, y lo apoyó en la cabeza de don Roberto.
-Dios – dijo en voz muy baja, repitiendo algo que había leído alguna vez, mientras el barco hacía sonar su chimenea de vapor en señal de despedida.- Se me dio una boca para hablar de cosas grandes y blasfemias, y autoridad para actuar cuarenta y dos meses. Y abrió su boca en blasfemias contra Dios. Se me concedió hacer guerra contra los santos y vencerlos, y autoridad sobre toda tribu y pueblo y nación.
La bocina del barco sonó a lo que imaginaba sería el lamento de un dinosaurio cansado que se alejaba para morir en las aguas, mientras el sol parecía expandirse en halos concéntricos de diferentes y desconocidos colores. La playa era más extensa, porque el río se alejaba con el barco, y los árboles crecían en altura y tamaño, la selva se acercaba, y desde ella llegaban las bestias salvajes pronunciando aquellas mismas palabras que él había dicho.
Sacudió el cuerpo del viejo, tratando de meter las palabras en su cabeza como si fuesen una fuerza eléctrica que reviviera su corazón cansado. Entonces el viejo abrió los ojos, y eran normales. Ya no tenían aquel halo opaco de la ceguera, eran castaños, casi verdes por momentos, y Maximiliano concentró la vista en el centro del ojo izquierdo. No vio nada más que su propio reflejo, y fue esto lo que lo asustó, lo que en realidad lo hizo darse cuenta que quien había pronunciado aquellas palabras del libro de la Revelación había sido alguien más que ahora lo habitaba, o por lo menos tomaba las riendas, finalmente, del cuerpo de Maximiliano. El ser que lo habitaba, uno de tantos, uno por cada libro del Antiguo y Nuevo Testamento. Uno que imploraba, otro que humillaba, uno que mataba, otro que bendecía. Y muchos más que se rebelaban. Ahora le tocaba el turno a aquel dragón que tomaría posesión del mundo circundante.
Supo así que se levantaría, que su domino estaba en ese lugar: la selva y el río, y todo el cielo y toda la tierra por encima y bajo él. Fue tan fácil saberlo, como le era tan fácil, ahora, levantarse con la pierna quebrada, y arrastrarla por la playa como si fuese un dios cargando un palo con el cual dominar al mundo.
23
A veces el dolor era demasiado fuerte, pero el cuerpo engañaba, anestesiándolos para que pidieran moverse y salir del peligro que los amenazaba. Para Maximiliano y don Roberto el peligro estaba detrás y delante de ellos. Sin embargo era una cuestión casi de matices, de grados de peligro, de cercanía de posibles sucesos violentos, de desgracia y tragedia. Estaban hechos para la tragedia, se dijo Maximiliano entre lágrimas, cuando finalmente se dejó caer junto al cuerpo del viejo, luego de arrastrarlo hasta la sombra de los primeros árboles enormes que parecían monstruos de múltiples brazos acongojados, lamentándose desde hacía milenios de la eterna miseria de la vida. Se sintió protegido por ellos, de algún modo incierto, como si todos aquellos meses en contacto con el mar, el río y la selva lo hubiesen puesto en contacto con su propia naturaleza real: lo salvaje.
Y lo salvaje era lo divino. Si en lo profundo estaba Dios, no había más remedio que adentrarse en el propio dolor hasta encontrarlo. Dios, que se escabullía como un roedor en su madriguera profunda excavada en el cieno, como una araña huyendo para esconderse y luego recorrer los cuerpos dormidos de los hombres.
Ellos dos eran ahora parte de esa selva. La sombra de la tarde caía, y su pierna rota, de huesos astillados sobresaliendo en varias partes de la piel, se había adormecido como si ya no le perteneciera. Y era un bien aquella sensación, porque su cuerpo sabía cómo actuar mucho mejor que su mente. Hasta su alma podía equivocarse, desviarse de los caminos del bien que la providencia marcaba para la contemplación de Dios y la salvación del alma. No así el cuerpo, cuya intención única era la supervivencia, y a ese fin encaminaba toda fuerza y energía, sin miedo ni dudas morales o éticas de seminario ni salón aristocrático. Él pensaba que la civilización es un producto de la esclavitud, y el miedo al otro había creado las jerarquías que levantan muros armados entre los hombres. El cuerpo sabe, y eso es de lo que se daba cuenta ahora, recordando los libros de anatomía que había leído en la biblioteca del tío José, porque era como si los estuviera leyendo nuevamente en el paisaje escabroso, rutilantemente sereno, brillante y tenebroso a la vez, de la sombra que se avecinaba en aquel paraje abandonado de la mano de Dios.
Dios como el máximo producto de la civilización, como idea, como fisiología del conocimiento, y el conocimiento estaba expuesto al drama de las enfermedades, a la senilidad, al desgaste del sistema nervioso. Dios cayendo en el olvido como un anciano decrépito, no reconoce a sus hijos, y nosotros no reconocemos más que su cuerpo yacente en una cama de pensión, con sábanas sucias y raídas, con el aroma de la muerte representado por los olores pútridos del cuerpo, los olores de un hospital viejo. Un hospital sin personal, ni médicos ni enfermeras, de enormes salas vacías, con camas aisladas u ocultas en las sombras, paredes de donde cuelgan cáscaras de pintura como pieles de animales antediluvianos disecados en un museo más antiguo que la propia historia del mundo.Quiénes vendrían a buscarlo o a quiénes habrían avisado que estaba allí, no lo sabemos, y aguardamos su llegada sentados en una silla hallada en un rincón, robada a la telarañas que la han secuestrado de las manos del tiempo, aguardamos la llegado de los hombres que vendrán con la gran bolsa a cuestas. Tal vez con cuchillos, con hachas, con bisturíes, con hilos de sutura, con polvo de cal, para llevarse los huesos definitivamente muertos.
Y así esperó Maximiliano, a un lado del viejo, a quien no sabía vivo o muerto, pero que había llevado a la sombra como se lleva a un niño que necesita cuidados. Sabía que él sobreviviría, quizá sin pierna, pero más fuerte que cuando se había embarcado en Cádiz. La sombra de los árboles avanzando se lo confirmaba, oyendo el canto de los búhos y el viento entre las grandes hojas de palma batiéndose suavemente a su alrededor. Luego, el olor peculiar de los animales, el olor de la carne expuesta, de la sangre derramado no mucho antes. Y empezó a murmurar:
- Mi pierna, Dios mío, mis huesos son la trampa. Mis huesos, como los tuyos, Dios mío, irán a caer en el mismo mar sin fondo, para alimentar a los demonios. Los demonios de la selva que son estos depredadores que ahora me rodean, cuyos ojos veo acechando en la sombra de la noche que ha caído finalmente como una inmensa luna sin luz, la luna como piedra, simplemente, una lápida sin marcas para la entera humanidad. Los gruñidos y el movimiento de las patas en la grava. El sonido del agua del río cuya marea asciende lentamente. La noche vive, la noche se recupera de la dictadura del día, la noche recupera el tiempo, y unas horas bastan para tomar todo lo que le interesa, todo lo que existe.
Por eso creyó que eran ellos los que lo levantaban bruscamente, los que tenían el olor de la sangre en la piel, como pintura de guerra. Sin garras, parecían sólo dedos. Emitían sonidos semejantes a voces humanas. Se dejó levantar y reposar entre garras que sin embargo confundió con brazos humanos mientras recorría los estrechos senderos de la selva. Quiso hablar pero no pudo. Abrió los ojos y sólo vislumbró la máscara pintada sobre una cara. Sintió que la pierna le colgaba a un costado, y las voces parecían consolarlo. El vaivén de la pierna renovó el dolor, y gritó, y se desmayó, no recordando nada del fin de aquella noche. Sólo el despertar sin dolor, y la pierna recuperada, como un milagro de hostil sarcasmo.
El sol lo despertó en la choza. Abrió los ojos, enceguecidos de tanta luz, pero más que la luz le resultó placentero la calidez sobre la piel desnuda y dolorida, cubierta por una manta tejida con lo que parecía lana de oveja. Se puso a palparla y la levantó para cubrirse más. Escuchó risas a su alrededor, y miró. Había indígenas casi desnudos, cubiertos con taparrabos, ciertas las caras con pinturas y cuerpos fuertes, otros más viejos, desdentados muchos entre las sonrisas que celebraban la ingenua curiosidad de Maximiliano por la tela.
Uno de ellos se arrodilló al pie del camastro y le habló. Era joven todavía, pero parecía ser el de más autoridad del grupo. Le dijo algo que por supuesto no comprendió. Cómo iba a entenderse con ellos, si es que había llegado por fin al lugar que estaba buscando. Negó con la cabeza, dando a entender que no comprendía. Dijo algo a una mujer que esperaba a la entrada de la choza. Ella entró con una vasija y unos trapos. Era anciana, con los pechos caídos y desnudos, el cabello blanco y suelto. Era fuerte, sin embargo, porque lo levantó del camastro y lo hizo beber un poco de agua. Luego, levantando otra vasija, lo movió de un lado a otro para limpiarlo. La pierna estaba derecha y entera, pero mantenida rígida con dos tablas a los costados. La vieja destapó la pierna cubierta con unos vendajes hechos con hojas frescas. Entonces Maximiliano vio las costuras en la piel, los huesos ya no estaban a la vista y los sentía en su lugar, recuperada la coloración de su piel, llena de moretones y manchas de sangre. Movió los dedos del pie, y se sintió bien por primera vez en mucho tiempo.
El hombre que le había hablado volvió a acercarse para examinar las heridas. Las tocó con los dedos, y no dolieron. Le sonrió, y ordenó a la vieja volver a taparlas. La mujer así lo hizo y terminó de lavarlo. Se sintió tocado por el agua tibia, y no tuvo vergüenza de sentirse desnudo delante de todos aquellos extraños. No se reían, no se burlaban, y lo habían salvado.
Luego todos salieron y se quedó el hombre que él supo desde entonces que era el médico de la aldea. El hombre se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y le habló como si estuviese seguro que Maximiliano lo comprendía. No entendió nada, únicamente la razón de por qué lo hacía: la sola necesidad de acompañarlo, de hacerlo sentirse tranquilo, de entrenarlo, también, en el sonido de su voz y su lengua. El hombre de tez oscura, cuerpo fuerte y cara gentil, le hablaba más cálidamente que muchos blancos civilizados.
Maximiliano quiso saber de la suerte de don Roberto. Hizo la pregunta como si hablara con un niño, no pudo evitarlo, no conocía otra forma. Movió las manos, hizo señas, pronunció palabras en español como si enviase un telegrama. El hombre se mostró ofendido, Maximiliano comprendió el motivo: había denostado su inteligencia. Sin embargo, contestó también con señales, como burlándose, y comprendió menos que si le hubiese hablado en su extraño idioma.
Supo así que el viejo estaba vivo en la choza de al lado. Pidió verlo, y entonces supo que el médico entendía el idioma.
-¿Me comprende?- preguntó Maximiliano.-¿Habla español?
El hombre se rio y dijo:
-Entiendo sus palabras, leo sus libros, pero no hablo bien.
¿Libros? Maximiliano tenía muchas cosas qué preguntar, estaba asombrado, asustado también.
-¿Puedo ver al viejo?
El otro le contestó que no debía levantarse todavía. El viejo estaba bien, pero ciego, y estaba intentando conocer la causa.
Era cerca del mediodía, y un sol pleno penetraba por las rendijas del techo y por las aberturas de la puerta y las ventanas. Estaban en primavera, quizá, ya no tenía noción del tiempo. La época de su arribo a Buenos Aires parecía haber sido hacía muchos años antes, y en realidad no había pasado más que dos meses, o poco más. Pero así como su desplazamiento de lugar había sido tan abrupto, tan discordante, tan enorme la distancia, desde una ciudad civilizada hasta una selva, no le resultaba extraño que el tiempo también hubiese sido tan extenso como el espacio lo sugería. Sin embargo, eran dos entidades que no corrían paralelas, ni una correspondía a la otra salvo en contadas ocasiones que podrían denominarse como excepciones a la causalidad. Estos pensamientos lo llevaron a sus estudios teológicos, y se dio cuenta entonces que le faltaba la cruz de plata.
Se palpó el pecho, buscándola. El médico indígena lo vio y comprendió lo que buscaba. Hizo señas de que él la tenía.
-Temí haberla perdido- dijo Maximiliano.- Es un regalo de mis padres.
El hombre entonces lo miró con fijeza, acercándosele casi hasta sentir su aliento en la cara. Lo observó detenidamente, como si fuese un objeto, un animal que iría a comprar. Qué busca en mi rostro, se preguntó Maximiliano. Ahora me pone su mano sobre la frente, me toca el pelo, palpa su espesor, no tengo miedo al peligro de morir, sino a lo que está pensando.
Luego el hombre le hizo la señal de que ya volvería. Salió, dejando la lona levantada. Maximiliano vio el movimiento de la aldea luego del mediodía: mujeres semidesnudas pasando con vasijas bajo los brazos o sobre la cabeza, niños tras ellas, perros ladrando y corriendo con ellos, terneros atados a sus vallas. Vio los altos árboles dando sombras intermitentes sobre los caminos entre las chozas. Oyó el bullicio de la gente, el sonido del agua de las vasijas, los gritos de los hombres que regresaban para comer, tal vez de pescar en el río, de los labrantíos cercanos o de las fábricas de alguna ciudad cercana. No sabía dónde estaba, en qué provincia del país o a qué altura del río Paraná. Ni siquiera si el río que escuchaba cerca era quizá un afluente, y estaba inmerso en el interior profundo de la selva. Por lo que podía vislumbrar por la puerta, era una aldea pequeña y atrasada, pero muy poblada y activa. Tal vez fuesen los únicos habitantes de una vieja tribu.
El médico regresó cargando una caja. La dejó caer junto al camastro y la abrió. Primero sacó la cruz de plata y se la entregó. La cadena estaba rota, así que el médico le indicó que le daría una cadena nueva más tarde. Luego sacó unos cuadernos atados, dos en total, viejos y ajados. Los dejó a un lado, porque antes quiso mostrarle la cruz de plata muy parecida a la suya. Maximiliano la tomó entre sus manos y comprendió lo que el otro quería hacerle entender. Ambas habían salido del mismo orfebre. Sabía que los jesuitas habían construido una civilización en aquella zona del país, habían convertido a los indígenas en cristianos practicantes, por lo menos hasta cierto punto, y luego todo se había derrumbado cuando los sacerdotes fueron expulsados. Había sucedido dos siglos antes, o poco menos, pero las enseñanzas habían persistido como algunas ruinas que aún se mantenían erguidas en medio de la selva. Todo esto lo había escuchado y leído en España, y recién ahora sabía que pronto iba a verlo, cuando su pierna estuviera mejor y dejara esa cama. Pero por ahora tenía la voz de aquel hombre, y esos escritos que deseaba ver ya mismo.
Sin embargo, el médico parecía negárselos aún, porque los dejaba aparte, llamando su atención sobre la semejanza de las cruces.
-¿Quién hizo esta cruz?- preguntó Maximiliano, señalando la nueva.
-El capitán- contestó el hombre.
Maximiliano no entendía, pero sí, se dijo inmediatamente, ya comenzaba a comprender la curiosidad del médico sobre su rostro.
-¿Cuál era su nombre?
El indígena levantó entonces los cuadernos atados y señaló un nombre sobre la primera página. Estaba deteriorado por la humedad y el polvo. Maximiliano sopló, temiendo romper aquella reliquia, pero los papeles no eran tan viejos. Vio una fecha de no más de veinte años y el nombre de José Menéndez Iribarne.
-¿El capitán les enseñó a leer?
-No, su hermano y la señora. Tenían una escuela en la aldea. Yo fui de muy pequeño- puso su mano a la altura de su rodilla- no pasaba de esto, y la señora me ensoñó todo lo que sé. Por eso pude ir a la escuela en la ciudad, más tarde, cuando ellos se fueron y cerraron la escuela.
-¿Por qué cerraron?
El hombre se encogió de hombros. No sabía, dijo, o no estaba seguro de lo que había pasado. Lo miró con inquietud, atisbando el parecido.
-¿Usted es su hijo?- le preguntó.- Es tan parecido…
-Soy el sobrino del capitán, el hijo de la pareja.
Contestó como si todo aquello fuese tan normal, y sin embargo era él el más asombrado al descubrir que sus padres habían sido misioneros laicos en aquellas tierras antes de que él naciera. ¿Por qué el tío José no le había dicho nada de todo eso?, se preguntó.
-Quiero leer estos cuadernos-dijo Maximiliano.
El otro se los entregó.
-¿Hay fotos?
El médico pareció no entender, pero enseguida comenzó a buscar otra vez en la caja. Sacó una sola foto visible, las demás estaban borradas por el agua. Maximiliano tomó la foto con un temblor que no supo contener, y miró detenidamente, como si viese algo sagrado, algo venerado a lo largo de muchos años. Había visto fotografías en Cádiz de sus padres aún solteros, pero tan primitivas que ya casi se habían borrado cuando él pudo apreciarlas. Pero en esta fotografía hecha en medio de la selva, estaban los tres, los dos hermanos y la esposa de uno de ellos. Su madre entre ambos, y quien no lo supiera no habría adivinado de quién era la esposa. Los hermanos estaban sonrientes, con un brazo tras la espalda de ella y la mano libre en el bolsillo de sus cazadoras. El tío José, a quien reconoció porque ya llevaba entonces la cara bien afeitada, a diferencia de la barba prolija de su padre, tenía un rifle bajo el brazo. Ella era muy hermosa, vestida con una falda larga que debía serle incómoda en aquellos parajes, una camisa de aspecto viejo, y sin embargo se veía feliz. Las caras de los hermanos eran muy semejantes, y Maximiliano deseó, de pronto tener un espejo cerca para mirarse y compararse. Y como si tal pensamiento fuese expresado en voz alta, el médico se le acercó y dijo:
-Creí que era hijo del capitán, se parece tanto a él. Creí verlo como en esa época cuando llegaron.
Maximiliano sonrió y negó con la cabeza.
-Parecidos de familia, solamente.
-¿Y quién es el hombre con el que usted llegó?
-El padre de mi mujer.
El médico dijo que cuidaría de él.
-¿Dónde aprendió todo lo que sabe, sobre la medicina y curaciones?
-Fui a la escuela en la ciudad, pero sobre las curaciones lo aprendí todo de mi pueblo, mis ancestros saben mucho más que los hombres blancos.
Maximiliano rio, y el otro pareció ofenderse. Entonces pidió perdón, le debía la vida y la de don Roberto.
-Quiero levantarme y ver la aldea, que me muestre todo lo que ustedes saben.
El hombre entonces se levantó y rio con placer, palmeándole el pecho con amistad.
-Ya lo va a hacer cuando esté mejor y pueda caminar. La pierna está muy rota y tardará en sanar. Tengo que ir a ver al viejo ahora, nos veremos a la noche, don…
-Maximiliano- dijo él.
-Mi nombre es Cahrué.
Cuando se quedó solo, volvió a mirar la foto. Pensó: leeré los cuadernos hoy. Pero mientras se perdía en la imagen de la foto, fue quedándose dormido. Sus párpados no resistieron el peso del sueño, y el cansancio de tanta pesadumbre y tantos días de hambre y sufrimiento se abalanzó sobre su cuerpo, secuestrándolo hacia su reino triste y meditabundo.
Despertó con la voz de Cahrué. Era ya de noche y una fogata alumbraba la choza. Fuera, sonaba el llamado de los búhos y los intermitentes ladridos de los perros. Una voz de mujer protestaba, alta y disonante primero, luego cascada, cansada y finalmente casi muerta. Cahrué se rio de ella, y Maximiliano preguntó qué le pasaba.
-Es la vieja que vino esta mañana a limpiarlo, se encarga del viejo señor que vino con usted. Perece que se preocupa mucho por él, y protestaba a los críos que la ayudan. Es una mujer muy buena…
-¿Y cómo está don Roberto?
-Mejor de las heridas, pero sigue ciego. ¿Usted sabe desde cuándo perdió la vista?
-Desde que lo conozco, hace no más de dos o tres meses, nunca vio del lado izquierdo. Su hija me encargó que lo trajera a estos parajes, porque dicen que ustedes saben cómo curarlo.
El indio se sentó derecho, orgulloso.
-No sabía que hasta tan lejos se hablaba de nosotros…
-Más bien se dice que son habladurías…
-Entiendo, pero…sabe usted…señor Iribarne, nosotros elegimos a quienes curar.
-¿Cómo es eso?
-Creemos que es un beneficio, algo que se entrega sin esperar nada a cambio. Pero eso también es un deber de quien recibe, el merecerlo. Si no me acuerdo mal, su padre y su madre nos enseñaron cosas como esa. Diferentes a lo que nos decían los padres jesuitas, pero el señor Iribarne tenía la costumbre de leer libros de los antiguos estoicos.
-Me sorprende con sus conocimientos, Cahrué. ¿Son los demás de la aldea como usted?
-No, señor, para nada. Yo fui a la escuela fuera de esta zona, estudié medicina. Pero luego de un tiempo elegí lo que me enseñaron mis ancestros. Los ritos medicinales de mi pueblo son superiores.
-¿En qué sentido?-preguntó Maximiliano con sorna.
-En todo lo que piense, señor.
Maximiliano se irguió en la cama y el indio lo ayudó a sentarse.
-¿Y qué piensa de don Roberto?
-Mire, señor Iribarne. Hay espíritus en el cuerpo de los hombres, lo que ustedes llaman alma. Pero esta alma es múltiple. Cuando todas ellas se llevan mal, hay una que aprovecha la discordia y toma el poder. Siempre, o casi siempre, es un espíritu de los malignos. Los buenos nunca demuestran interés por el poder. Estos espíritus entonces crean malestares, lo que llamamos enfermedades. Si dominan la cabeza de los hombres, éstos actúan como locos. Matan, violan, o simplemente ven cosas y hablan solos, o se esconden para morir. Según lo que les ordene el espíritu principal. Pero quién sabe cuáles son las intenciones de éste. Nadie puede nunca saber porque no tienen la misma lógica de los hombres.
-¿Y entonces qué hacen?
-Los sacamos del cuerpo y de la cabeza de los enfermos.
-¿Cómo?
-Los extraemos de sus cabezas, donde casi siempre viven. Primero se dejan unos días aislados de todo contacto, sólo el médico los puede ver. Cada día los revisa y determina en qué parte del cuerpo viven los principales. Son como un gobierno, señor. A veces hay dictaduras, y siempre se ubican en la cabeza, y son las más peligrosas. A veces son democracias simuladas, y se asientan en diferentes partes del cuerpo. En estos casos hay que abrir y drenar muchos lugares para expulsarlos.
-¿Y viven para contarlo?
Cahrué se rió.
-Casi siempre, señor.
-¿Y cuál es el caso de don Roberto?
El indio se rascó la barbilla y frunció el entrecejo. En una habitación urbana y con ropa decente, habría parecido como cualquier otro médico preocupado por su paciente. En este caso, la choza y la semidesnudez daban un tono agrio, discordante, fantasioso a la situación. Pero la figura esbelta y la mirada inteligente de Cahrué desbarató toda duda. Era él en ese momento un individuo lleno de ideas inteligentes y lógicas, un cerebro que sobresalía por encima de toda triste de idea de cuerpo desnudo y pobre.
-Hay una enorme reunión de demonios en la parte izquierda de su cabeza. Son cientos, me atrevo a decir. Lo están matando muy lentamente. Pero hay uno que domina por encima de todos estos demonios más pequeños. Es el que dirige ese plan de lento aprovechamiento, pero quién sabe qué es lo que busca. No hay manera de seguirlo, ni siquiera si planea terminar con él mañana mismo o dentro de muchos años. Si seguirá ciego, si recuperará la vista por un tiempo, si se trasladará a otra zona del cuerpo.
-¿Pero no cree que se trata simplemente un tumor muy extendido? Así han dicho los médicos en mi país.
-¿Y qué son los tumores, señor? Células que alguna vez fueron normales y se modificaron. Crecen y crecen, invaden los otros tejidos y se sirven de ellos para vivir. Como los hombres, señor, y ya que estamos le diré que como los hombres blancos.
-¡Déjese de tonterías! No estoy aquí para escuchar eso…
-Entonces, ya que estamos… ¿para qué está aquí?
-Ya le dije, para tratar de curar al viejo…
-Pero me acaba de decir que no cree en lo que le digo, sino en lo que le dijeron los médicos allá lejos.
Maximiliano se quedó pensando y bajó la mirada a su pierna enferma. Estaba mejorando a pesar del poco tiempo transcurrido. Le dolía muy poco, y las heridas eran ahora prolijas costuras.
-Lamentablemente, Cahrué, le creo más de lo que usted cree. Yo he visto algo de lo que usted menciona, y lo he visto en muchas otras personas también. Es el mal, amigo mío, y puedo llamarlo así después de lo que ha hecho para curar mi pierna. Es el mal, le repito, los demonios que han matado a Dios y usan sus huesos para construir su nuevo mundo: subterráneo y sumergido.
Se irguió como pudo e intentó dirigir la mirada por fuera de la puerta. No vio más que oscuridad.
-¿No hay luna hoy?
-Media luna…
-Es así entonces como mejor descansa el cansado cuerpo de Dios. Se acuesta en la concavidad a reposar luego de su eterno trabajo.
-¿Qué trabajo, señor?
-El trabajo que le impusieron desde que lo negaron, Cahrué. Ha muerto con la primera negación, desde su mismo nacimiento, y arroja sus huesos desde la luna como un espectador exiliado. Los arroja al mar y los demonios usan de ellos para construir ciudades que dominarán el mundo.
-Usted se está riendo de mí, señor. No hace más que apropiarse de nuestras viejas mitologías y adaptarlas a su deseo.
-¿Es así? No he leído mucho sobre ustedes, sus culturas antiguas, quiero decir. Sólo digo lo que he visto. He visto imágenes de Jesús degeneradas por ideas sucias, manchadas por la avaricia y la lujuria. Los hombres más simples, Cahrué, son lo que guardan las más profundas perversiones en sus almas.
-Entonces el Dios cristiano es muy parecido a los nuestros, o quizá su ciencia es muy parecida a la nuestra.
-Los hombres son los mismos.
-Y los cuchillos han sido los mismos por todos los siglos.
-¿Qué quiere decir?
-Que nosotros trepanamos el cráneo para sacarlos. Se les da de beber alcohol, así se engaña a los demonios, y cuando están confundidos, pierden el dominio temporal de sus gobiernos. Entonces nosotros les abrimos las cabezas y los dejamos salir. A veces hay que utilizar pinzas para extraerlos, pero casi siempre están encerrados a tan alta presión, que con sólo abrir el hueso ellos salen despedidos por su propio peso interno, su propia malicia acumulada.
-¿Y eso piensa hacer con el viejo?
-Eso es lo que debería hacer si usted lo permite.
-Esté seguro, Cahrué, que no lo permitiré. El viejo es como mi padre, y no dejaré que haga una carnicería de él.
El indio se encogió de hombros, se levantó y se dirigió hacia la abertura de la choza. Entró un leve resplandor lunar.
-En unos días hay luna llena. Es cuando los demonios son llamados con más fuerza, como la marea, usted entiende. Piénselo, y me contará su decisión.
-Quiero verlo antes.
-Mañana lo traerán acá. Hable con él, dígale lo que haremos, él no quiere hablarme ni escucharme. Pero verá algo distinto en él, se lo digo para que no se asombre ni se asuste si lo nota. Es normal en su enfermedad.
-Me está intrigando adrede, Cahrué, no me gusta que juegue de esa manera. Creí que era un hombre limpio.
-Como los hombres blancos, señor Iribarne, tanto como los hombres blancos.
24
Cuando se quedó solo, no oyó más que el silencio de la selva. Protegido por aquellas paredes de adobe del frío y de los peligros de allá fuera, resguardado por los habitantes de esa aldea y al cuidado del que quizá fuese el más capaz de todos ellos, decidió abandonarse al descanso. Por primera vez en mucho tiempo la preocupación por el inmediato futuro ya no era una carga tan insoportable, la inquietud de la incertidumbre se había tornado en una eventual seguridad, transitoria seguramente, falaz con mucha probabilidad, ilusoria como toda sensación concerniente al porvenir. Sin embargo, los pensamientos que ocuparon el protagonismo de sus preocupaciones esa noche no eran más tranquilizadores. Le llegaban recuerdos que lo lastimaban, porque sabía que nunca podría recuperar los objetos del afecto o el odio que los provocaban.
Primero pensó en Elsa, allá en Buenos Aires, sin noticias suyas ni de su padre. Cómo estaría de preocupada, de inquieta, tan ansiosa que hasta la sabía capaz de tomarse un barco y ascender río arriba en busca de ellos. Deseó estar a su lado en ese camastro, sentir su cabello sobre su cara como cuando estuvo enfermo en el barco, sentir la calidez de sus manos y la voz consoladora en el marco de su aliento suave y sedoso.
Después pensó en lo que había dejado atrás en Cádiz, el recuerdo del incendio de la casa del tío José, en las muertes que había dejado en su camino, como un justiciero vengativo de las humillaciones sufridas por Dios. No lo había hecho mal, y recién ahora se preguntaba qué había en su interior para actuar tan certeramente, tan eficazmente y casi sin remordimientos. Sólo un intenso dolor y el imperioso surgimiento de una ira controlada pero incontenible, una ira asordinada, como una trompeta que emite un canto apocalíptico e implacable en su paso por el mundo.
Buscó en su alma, en las primeras horas de esa noche, la causa y el remordimiento del mal, y no halló más que una lógica irrefutable: la del evangelio según Maximiliano Menéndez Iribarne. El evangelio que unía ciencia, teología y locura. Así se lo reconocía, y un factor complementaba al otro. Donde la ciencia terminaba, comenzaba la locura, donde la locura se desbordaba, actuaba la teología para encausar los motivos. Y todo ello en el marco de la noche, porque de noche había sido el descubrimiento de los abusos del tío; en el marco de las aguas, porque las aguas se habían llevado al hermano Aurelio y él había huido hacia una tierra de promisión, y en las aguas del río había llegado a aquel paraje en donde estaba ahora. Y por encima de todos estos elementos, la luna como una guía aborrecida pero necesitada.
Entonces, en una especie de contestación, las nubes debieron apartarse de repente porque un alumbramiento espontáneo iluminó el interior de la choza. Pudo ver su cuerpo recostado y luego de mucho tiempo en paz, limpio y sereno. Sintió las palpitaciones de su sangre en la pierna enferma, en los lentos procesos de curación, cicatrización y consolidación de sus huesos. Sintió que a los pies de su camastro había dos personas que no conocía, pero nadie se hallaba presente más que él y sus pensamientos. Los pensamientos, sin embargo, eran presencias, rodeándolos.
Los padres de Maximiliano habían estado, muy probablemente, en esa misma cabaña poco más de veinte años antes. Tal vez, habían hecho el amor en esa choza y lo habían concebido a él una de aquellas tantas noches.
Miró a su costado, sobre el piso, y vio los cuadernos del tío José. Los levantó, y leyó la primera página, había dos fechas escritas. En uno de ellos: enero de 1885, en el otro: junio de 1889. Supo de inmediato qué se relacionaba con estas fechas, pero contó mentalmente los meses para asegurarse: cuarenta y dos meses, el mismo tiempo que anunciaba el pasaje del libro de las Revelaciones que había pronunciado él casi sin darse cuenta al llegar a la playa de ese río más ancho que el Jordán, una corriente impetuosa y menos memorable quizá que el Éufrates o el Tigris. Sin embargo, sitio adecuado para el aposentamiento de bestias bíblicas, de demonios dispuestos a excavar en los lechos de los ríos hasta encontrar la profundidad justa para la construcción de las ciudades del infierno.
Él había venido para algo, lo sabía con seguridad. No probablemente para expandir la voz de Cristo, sino para ejercer justicia en nombre del viejo Dios muerto, enfrentándose a los demonios con sus mismas armas: el dolor y la traición.
Y la rendición del alma no para su salvación o expiación, sino para la consagración y establecimiento final del castigo, de la ley que afirmaba sus pilares en el lecho fangoso de la angustia y del pesar. Lecho de barro que lentamente se va petrificando con el trabajo de las manos y la saliva de las bestias que nacían de la mente de los hombres. Monstruos de configuraciones incontables, de múltiples e infinitas apariencias y motivos de dolor.
La eterna tristeza sin consuelo, el periódico y punzante retorno de la pena.
La repetida frustración con patas de ventosa, pegándose a las pesadillas nunca interpretadas, jamás olvidadas, provocando el sudor y la pesadumbre del alma aferrada o armazones endebles del material más constante: la carne muerte.
Abrió el primer cuaderno, y leyó a la luz de una luna que decidió no apagarse hasta bien entrada la mañana. La luna y el sol conviviendo por unos momentos para él, para que pudiese ver, en las páginas de su pasado, la confluencia de las dos fases de Dios: el instante de su muerte, y descubrir, si le era factible, la causa a través de aquella autopsia intelectual, porque toda lectura es un desmembramiento, una búsqueda en una estructura que nunca sabremos nuevamente ensamblar.
Hemos llegado hace unos días. No pude asentar nada en este cuaderno hasta hoy. No sé por qué me he decidido a hacer estas anotaciones, si tanto me ha costado empezar y casi no tengo ganas de ponerme a escribir por las noches. Qué anotar, además. La mayoría de los acontecimientos me parecen falaces, como todos los viajes: subidas y bajadas de barcos, carrozas, caballos. Hospedajes en hoteles o pensiones. Comidas en general mediocres en cualquier fonda de cualquier camino. He dejado que mi hermano y su mujer me convencieran de acompañarlos en este viaje. Ellos han llegado en misión de enseñanza, yo sólo como turista. No dudo que los ayudaré en su período de asentamiento, y será mi tarea dejarlos tranquilos antes de volver a España y a mi carrera. Muchos viajes me esperan como marino, y estoy ansioso de convivir con mis futuros compañeros de armas. La camaradería es lo que a mí me sienta bien. No comprendo ni comulgo con los conflictos de parejas, y menos con las problemáticas del matrimonio. He visto cómo mi hermano y su esposa se llevan como perro y gato muchas veces y otras tantas se engolosinan en arrumacos que me revuelven el estómago. Me gustan las mujeres de la calle, las que saben qué hacer y cómo tratar a un hombre, pero todo el resto de ellas, incluso estas mujeres de las que hablo cuando son simples mujeres de su casa, me resultan falsas y complicadas. Piensan una cosa, dicen otra y hacen otra distinta. Ni ellas se comprenden.
Altea no me agrada. Tal vez sean celos, lo reconozco. Quiero mucho a mi hermano, menor por sólo dos años, hemos compartido tantas cosas: viajes, recuerdos tristes de nuestro padre fallecido en un asalto, el cuidado de nuestra madre enferma, acompañándola a ambos lados de su lecho hasta su muerte hace unos pocos años. Hemos pasado noches en la ciudad de Cádiz en las tabernas, solos o con amigos, hemos cambiado confidencias, nos hemos abierto como sólo dos hombres pueden hacerlo, brutal y enérgicamente. Los resentimientos se han perdido en las peleas, pero el dolor ha quedado como una cicatriz.
No sé para qué o para quién escribo esto. Estoy cansado esta noche. Hemos terminado de abrir un claro en la selva a fuerza de machetes, con ayuda de los nativos. He trabajado tanto o más que ellos, y dejo que Manuel se comunique porque yo no entiendo su lengua. Incluso Altea ha tomado un machete y abierto camino en la espesura. Su figura alta pero muy delgada parecía fortalecida luego del largo lapso de pasividad durante el viaje por mar. Se la veía renovada, sudando, mojando su vestido. Retiré la mirada de ella cuando noté que me miró por un instante. Me di vuelta en busca de Manuel, no estaba por allí. Me llegó su olor a transpiración. Está mal que hable así de mi cuñada, como si hablase de una puta. No es nada de eso. Pero el rechazo es mutuo desde el principio. Sé que está celosa desde hace mucho tiempo de la estrecha relación entre mi hermano y yo.
Abandono esta tarea por esta noche. A diez metros de mi cama, ellos duermen luego de hacer el amor. Los he escuchado.
Han pasado siete días. Releo lo que escribí y me recuerdo guardar este cuaderno muy concienzudamente. No quiero tener problemas con ellos, ya basta con los sinsabores diarios. Tal vez es la frustración ante las dificultades los que los pone tan alterados, y la visión de mi indiferencia. Están construyendo la escuela. Manuel dirige a los nativos, pero éstos parecen mucho más experimentados en construir este tipo de viviendas. Conocen el material de que disponen, pero Manuel no parece querer darse cuenta. Les grita y los reta, en consecuencia lo hace también conmigo y yo le paro el ímpetu con un manotazo cariñoso en la cara. Entonces se queda callado un segundo y me sonríe. Le voy a dar un abrazo pero se aparta. Veo en su mirada que sabe lo que está en mis ojos. No le gusta como nunca le ha gustado.
Hoy ha muerto un hombre en la construcción. El techo se vino abajo, y la culpa ha sido de Manuel. Las vigas estaban mal dispuestas, pero insistió en que las colocaron de manera diferente a como los nativos decían. El hombre murió y las tareas deberán detenerse por una semana. Altea quiso que yo fuese a buscar al cura del pueblo más cercano, pero me negué. El viaje significaba un traslado en bote río arriba en pleno corriente fuerte de verano, y por la selva tardaría demasiado, además de exponerme a los enormes mosquitos y las serpientes. Tengo un rifle, pero no lo utilizaré para protegerme en la búsqueda de un cura.
El funeral pasó, la ceremonia fue exclusivamente con ritos indígenas. Lo enterraron de pie, con el cabeza fuera de la tierra, en un lugar que podría denominarse cementerio para nosotros, pero que ellos denominan con un nombre que no entiendo. Altea no quiso presenciarlo, Manuel se quedó parado, mirando, hosco y ceñudo, mirándome con enojo todo el tiempo. Yo, es verdad, al ver aquella salvajada, me arrepentí de no haber ido a buscar un cura. Este se presentó dos semanas después, en su visita habitual por las aldeas de la zona. Viaja en bote a todo lo largo del río. Solo, con su sotana como un buitre inválido, las mangas de la sotana arremangadas y un sombrero que lo protege del sol. Debe tener más de cuarenta años, aparenta menos por su cara algo infantil. Bajó del bote todo sudado y cansado, pero con una sonrisa preguntó: ¿Alguna novedad? Yo me reí en su cara, y lo ayudé a no resbalarse en el barro de la orilla. No lo tomó a bien, pero ya conoce mi sarcasmo. Según él yo soy la oveja negra de la familia Menéndez Iribarne. Lo acompañé hasta la aldea y se metió en la casucha que solía usar mientras que se queda en la aldea. Habitualmente no son más que unas horas a veces, otras no más de dos días. Una india le hace la comida y limpia el lugar. Me imagino que debe hacer otras tareas para el cura, de eso no lo dudo. Me han dicho, en el pueblo, que en cada lugar tiene una linda india distinta que lo sirve. Por la tarde salió de la casucha con el torso desnudo y en calzones largos. Se lavó la cara con el agua fresca de una tinaja a la sombra de una pared. Se desperezó y se paró a mirar hacia el edificio que servía de iglesia. Me acerqué y le dije: “Hubo un muerto hace quince días, lo enterraron como siempre”. Me miró son ofuscación, como recriminando que no lo hubiesen llamado. Luego se encogió de hombros e hizo la señal de la cruz. Yo me reí otra vez, y me miró de reojo. Entonces vi que no era solamente un cura, era un hombre lleno de todo lo que tienen los hombres: ira, hosquedad. Le vi la arrugas en la piel, el cabello que comenzaba a escasear en la frente, los ojos entornados por la luz dolorosa de la media tarde, el cuerpo flaco, el vientre incipiente sobre el calzón blanco y gastado que denunciaba haber sido colocado unos minutos antes luego de una tarde de placer escamoteada al dolor y la frustración de todo intento de evangelización.
No era un cura, era un hombre, y no pude evitar decirle una obscenidad que entre hombre y hombre únicamente significa complicidad, unión incondicional como género de la especie humana, unión contra todo lo que no sea gozo y ludibrio, contra todo sentimiento pálido y fácil o débil.
La fuerza de los hombres está en el silencio y el dolor.
La escuela finalmente ha sido construida. Los niños indígenas son menos de diez, en los días de buen tiempo, sino sólo asisten los que están más cerca, unos pocos. Altea da las clases de aritmética y algo de geografía. Manuel clases de lenguaje. No tienen un programa, lo van construyendo según las necesidades. Se conforman con que los niños aprendan a hablar español, a leerlo o escribirlo rudimentariamente por lo menos, que sepan algo de aritmética para no ser estafados por la gente de los pueblos grandes o ciudades. Intentan ubicarlos como tribu dentro un mundo mucho más grande, hacerles comprensible la concepción de que son una muy pequeña parte, ya casi muerta, de un mundo más grande que su selva y su río. Para eso es la geografía que intentan inculcarles, no una noción de lo que es un mapa, porque no necesitan de ellos para desplazarse, sino una ubicación como seres humanos dentro del conglomerado de muchos otros seres humanos. De religión se encarga el cura cuando llega cada tres o más semanas, y cada vez que viene debe volver a empezar desde el principio. Los nativos han mezclado sus creencias paganas con los pocos símbolos cristianos que han llegado a incorporar luego de mucho tiempo. Antes, me han dicho, dejaban a sus muertos en los árboles. Luego de someterse a cierta evangelización, aceptaron enterrarlos, pero en cuando se ven libres de la tutoría del cura, lo hacen como ellos quieren o creen: de pie y con la cabeza fuera de la tierra. Dicen que así el espíritu del muerto puede respirar, vivir con la tierra y no someterse a ella. Los cuerpos se alimentan como árboles, y tienen la creencia de que algún día revivirán de tal modo.
Hay un indio que ha ganado la confianza de nosotros, los hombres blancos. Se llama Cahrué. Es apenas un chico todavía, pero es el único alumno que se destaca. Ha aprendido a leer con enorme rapidez y ya escribe con cierta fluidez. Es el favorito de Manuel y Altea. Lo llevan a nuestra choza, con el permiso de sus padres, y le dan de comer, continuando las lecciones fuera del horario habitual de la escuela. Es un chico muy avispado, nos observa detenidamente a los tres, escucha nuestras conversaciones, y creo que ya no hay nada que podamos ocultarle a menos que nos alejemos del alcance de sus oídos. Se lleva bien con todos en la aldea, todas las mujeres del pueblo lo quisieran tener de hijo, y los hombres lo mandan buscar para ayudarlos en cualquier tarea. Es fuerte para su edad, pero no por eso descuida su dedicación al estudio. No sé de dónde saca tiempo ni fuerzas para todo lo que hace, porque no lo he visto ni un solo momento descansando. Corre de un lado a otro, conversa con la gente, dedica tiempo a realizar cosas para Altea, aunque ella se niega a usarlo en tareas serviles. Tanto ella como Manuel quisieran que él dedicase cada momento al estudio, pero yo les digo que no debe ser así. Para el chico el estudio es un descanso de su vida habitual, lo hace con placer y no deberían obligarlo a eso. Altea me mira entonces como si yo estuviese diciendo un sacrilegio. Ella pienas, y Manuel ha comenzado a ponerse de su parte, que todo lo que uno hace es con un objetivo, y tal objetivo debe ser el centro de todas nuestras actividades. Es obsesiva, es intransigente. Pero no puedo decir que todo esto no es algo que no exija de ella misma. Es uno de los temas por los que peleamos casi todos los días, además de mis “salidas” a la selva o al río, o al pueblo distante a sesenta kilómetros, según ella para visitar algún prostíbulo, excusas que uso para rehuir mis tareas. Ya varias veces me ha dicho que si no estoy cómodo allí, puedo irme. Nada me ata, dice.
Yo pienso, mientras escribo, que ella no sabe, no entiende, o no quiere ver lo que sucede. Manuel y yo somos hermanos, y ella ha sido hija única. No es capaz de ver la dependencia, la necesidad, el lazo inquebrantable entre nosotros. Manuel se ha enamorado, eso lo comprendo, ella es bella, es inteligente, es cariñosa con él. De un modo muy peculiar para lo que considero su carácter, ella es abnegada en su dedicación hacia mi hermano. La misma obsesión de perfección en su tarea cotidiana, la ha puesto en su amor por Manuel. Pero yo me pregunto si es amor o pura exigencia hacia sí misma: todo lo que hace, incluso el estar enamorada, debe ser perfecto, aun cuando la otra parte de la pareja sea imperfecta, en caso del cual ella es quien se encargará de compensar tal falencia, de corregir los errores o por lo menos de borrarlos.
Eso es lo que hace Altea, borra lo que no le gusta, lo que no encaja en su visión. No sabe, entonces, dónde ubicarme en su plan. Yo no encajo, yo desentono, yo soy la oveja negra en el rebaño blanco de su pequeña manada doméstica.
No he escrito por casi tres meses. He estado enfermo, una fiebre muy fuerte me mantuvo en cama por varias semanas. Hoy me levanté por primera vez en mucho tiempo sin dolor de huesos. Revisé el cajón de mi mesa y hallo este cuaderno que había olvidado casi en mis accesos febriles. Hubo momentos en que temí que ellos lo encontrasen y lo leyesen. Pero mientras más expuesto un secreto, menos se delata, parece mentira pero es casi una regla de las costumbres. Mandaron venir a un médico para examinarme después de que mi estado fue empeorando. Yo primero no dije nada, trabajaba y me metía en la cama tapado hasta la cabeza, con accesos de escalofríos y sudor que empapaban las telas. Manuel se enojó cuando supo que me estaba ocultando. Le regalé una sonrisa ingenua, que sé que le gusta, aunque sabe que lo hago para vencer su barrera de enojo y preocupación. “No me vas a convencer esta vez”, me dijo como otras tantas, pero logré que me palmeara la espalda con cariño. Sintió mi sudor en su mano y volvió a preocuparse. “Te estás quemando en fiebre”, me dijo. Salió y lo escuché mandar a Cahrué en busca del doctor del pueblo más cercano. Eso significaba esperar por lo menos dos o tres días. Volvió a entrar y buscó en un armario telas secas. Llamó a Altea con un grito, y le pidió traer agua tibia. Ella me miró sin pena, se dio cuenta sin embargo que no era otra de mis estrategias para separarlos, y fue en busca del agua. Cuando volvió con dos palanganas y una chica que la ayudaba, Manuel me liberó de las telas y dijo que me lavaría. “Te metes en ese río mugriento y te expones a todos las enfermedades posibles”, decía, con vos cálida. Altea se rio. “Son las mujeres del pueblo las que le pasan las enfermedades, en mi opinión”, dijo. Manuel la miró de reojo. “Querida, salgan ustedes, por favor”. Altea se arregló el pelo y salió tomando de la mano a la chica.
Esa tarde y esa noche, y por los siguientes dos días, Manuel se convirtió en mi hermano mayor, fue más que un padre, fue mi más íntimo amigo. Me cuidó, me alimentó, levantó mi cabeza para hacerme beber, arregló mi almohada, me limpió cada vez que terminaba de hacer mis necesidades. Me dio unas hierbas que una vieja de la aldea le recomendó, a pesar de que no creía en ellas. Yo me sentí mucho mejor. Cuando llegó el doctor, ya no tenía fiebre, y el dolor de la espalda casi había cedido. Luego de auscultarme, de explorarme, pidió una muestra de mi orina. Lo hice en un frasco limpio que él miró a contraluz un largo rato, volcándolo en un papel después, viendo su color, su consistencia, su acuosidad. No era algo muy diferente a lo que había hecho la vieja que vino a verme dos días antes y que me dio las hierbas.
Por tres semanas, poco pude moverme. El doctor regresó en varias ocasiones y dijo que la infección había atacado mis articulaciones, quizá de forma permanente así que debía mantenerme en reposo para no aumentar la inflamación, que cedería en más o menos tiempo, no podía precisarlo. Altea y Manuel estaban allí cuando lo dijo. Yo le pregunté si me convertiría en un inválido. El doctor negó enérgicamente con la cabeza, diciendo: “No se preocupe por eso, en no mucho tiempo podrá hacer su vida normal”. Vi que Altea emitió una risita que trató de ocultar con una mano.“Lo único que le interesa es regresar a su actividades libertinas, así que ya está bien del todo, es nuestro José de siempre”, les dijo en voz baja a Manuel y al médico cuando salían. Yo la escuché, por supuesto, que era lo que ella deseaba.
Cuando empezaron los primeros calores de primavera, Manuel y yo decidimos ir a cazar. Ya estaba repuesto del todo. Hacía ejercicios todas las mañanas, me daba un baño de agua caliente con los baldes que Cahrué me traía desde la fogata que encendía especialmente para eso. El muchacho se nos había apegado afectivamente, y poco a poco fue alejándose de su familia. La gente del pueblo se siente orgullosa y resentida al mismo tiempo. Él mismo les ha dicho que quiere ser como el doctor que vino a verme. Altea pegó un grito de júbilo al enterarse y Manuel lo felicitó estrechándole la mano como a un caballero. Los ojos de Cahrué brillaron de emoción con ese gesto. Desde entonces pasa casi todo el día en nuestra vivienda. Las tardes soleadas vamos los tres al río y nos zambullimos completamente desnudos en el río. A veces el chico se sube a los hombros de Manuel o míos mientras caminamos de regreso, con sólo un calzón, dejando que el sol nos seque la piel. Pero ya está pesado, así que los dejamos caer y él se ríe con esa liberalidad, ese don tan natural de pensar y ver todo sin prejuicios. La camaradería de que disfrutamos se ve amenazada con la sombra de la casa a la que sabemos que debemos volver. Altea nos recibe con una mirada hosca. A ellos los mira con desaprobación y vergüenza, a mí con tangible aborrecimiento, que sé que un día se tornará en evidente odio.
El día que salimos de cacería con Manuel, Cahrué quiso acompañarnos, y no vimos problema. En realidad es a mí a quien me gusta cazar. Manuel no tiene rifle, así que usamos el mío por turnos. Ve este pasatiempo como lo dice tal palabra, no un oficio ni una obsesión, sino un tiempo de relajación, de tranquilidad, de comunión con la naturaleza. Comunión con lo que implica la palabra: incorporar lo que se caza. ¿No es acaso la Sagrada Eucaristía una forma modificada de ancestral rito del sacrificio y la incorporación del cuerpo del otro en nuestro propio cuerpo? Esto es lo que pienso, y todo animal que he matado lo he utilizado para comer o entregarlo a otros. No me excuso, no disminuyo mi culpa. El cazar me satisface, me llena de un espíritu que contrasta con mi habitual mediocridad. Encuentro valor cuando salgo de cacería. Sé que mis manos son débiles, mis uñas frágiles, mis brazos susceptibles a múltiples heridas, por ello no me avergüenza utilizar un rifle frente a las garras y la fuerza de los predadores.
Sabíamos que no íbamos a hallar más que codornices, tortugas, nutrias. Me habían dicho que había linces por la zona, sin embargo no hallamos ninguno. Pero el objeto de asentar esta salida no es describir la selva, la luz del atardecer entre las copas de los árboles, el chillido de las aves interrumpido por dos o tres tiros de Manuel, varios míos, y dos intentos fallidos del muchacho. Lo que quiero contar es cuando mi hermano y yo nos detuvimos para comer. “Anda a buscar agua”, le dijo Manuel al chico. Éste se alejó. Manuel me dijo: “Te pido que dejes de molestar a mi mujer”. Lo miré como si se tratara de una broma, pero no era así. “No entiendo”. “No te hagas el hipo de puta, la provocas, le insinúas cosas. No es tu estilo ni tu interés, así que sé por qué lo haces”. No respondí más que con otra pregunta. “Porque, me respondió, te resientes de nosotros, y quieres desquitarte con ella”. “¿Quién te ha dicho semejantes cosas, se puede saber?”. “No hace falta nadie, lo he visto, y ni tú mismo te das cuenta”. En sus ojos había angustia. Había el dolor de la impotencia. Yo habría deseado que las cosas fuesen diferentes. Él habría deseado que las cosas fuesen diferentes. Su motivo es su pena por mí, mi motivo es mi amor por él.
Volvimos los tres en silencio. Cahrué mirándonos con tristeza e incomprensión. Nos metimos en la casa sin hablarnos. Él se metió en la cama con su mujer. Yo me acosté pensando en el rifle.
Muy pronto saldré solo de cacería.
Yo sé, por supuesto, quién le ha metido en la cabeza todo esto a Manuel. Por qué, sino, Altea no nos dijo nada cuando regresamos. Sabía que nuestro silencio era la consecuencia de una discusión entre hermanos. La misma irritación estuvo durante toda la mañana, pero evitamos vernos. Me crucé con Altea varias veces, y sin negarme el saludo, me miró altiva, satisfecha, percibiendo en sus ojos una casi dadivosa limosna de pena. Eso fue lo que más ira me provocó. La segunda vez que noté esa mirada, yo venía cansado de trabajar en las reparaciones que el cura me había encargado para la vivienda que funcionaba como iglesia. Vi a Altea viniendo hacia mí, vi esa mirada odiosa, y cuando ya hubo pasado, algo me hizo detenerme y darme vuelta. Ella sintió la detención de mis pasos, y no pudo evitar la morbosa curiosidad de ver lo que su táctica había provocado. Se dio vuelta también para mirarme. “¿Cansado, José?”.
Vi frente a mí una torre de inmensa altura, una torre de hierro puro cubierta de espesa nieve. Tocarla era quedarse adherido a su mal, mirarla era quedarse ciego.
Yo llevaba una tabla de madera sobre mi hombro derecho. La dejé caer al suelo y me acerqué a Altea. La sujeté de la mandíbula y le mordí los labios. Ella se apartó, luego de un fugaz instante en que sentí su deseo. Era también habría deseado otra cosa, sin embargo su motivo era ambivalente. Me deseaba y no podía tenerme. Y lo que podía tener era amenazado con arrebatársele por aquello mismo que deseaba.
El año transcurrió entre ritos tribales, festejos a los dioses paganos. Bajo la superficie de costumbres de este pueblo, existen cosas que nunca han mostrado al hombre blanco. La escuela que instalamos parece un pretencioso intento de enseñar a quien sabe más que nosotros. Han llegado, hace una semana, tres indios en tres botes. Detrás, vivieron ayudantes más jóvenes con muchos artefactos de madera y cajas. Me detuve a mirarlos bajar todo eso de los botes y comenzar a trasladarlos hacia la choza que unos días antes habían preparado para los recién llegados. Pregunté a Cahrué quiénes eran, pensando en una especie de carnaval. “Son los médicos brujos de la tribu”. “Pero no viven acá?”. “Van de pueblo en pueblo, el nuestro es solamente una aldea de nuestra tribu”. “Y cuántas son en total”. “Todo esto, señor, todo es nuestro”. “¿Qué tanto es todo, Cahrué?”. El muchacho señaló alrededor, como impotente se mostrarle lo que quería. “Lo que la maestra dice que es el mundo, señor. Todo lo que ve es nuestro, desde el tiempo de los dioses”.
Desde esa noche se escucharon ruidos, cantos, gritos desde la choza de los brujos. Los preparativos no se han detenido ni de día ni de noche. Se levantan altares, se preparan alimentos, sustancias que emiten olores horribles y extrañas, que invaden el pueblo en todo momento. Yo huyo, literalmente, al río, y paso horas acostado en la ribera, tapándome los oídos con grasa para no escuchar los cantos. Mi hermano y Altea intentan seguir con la escuela, pero hace dos días que ya no asiste ningún chico, excepto Cahrué. Manuel me acompaña a veces, hastiado de todos aquellos preparativos, y del mal humor de su mujer. Yo le dije esta tarde: “Deberías llevártela a la selva y hacerle el amor como un salvaje. Eso es lo que necesitan algunas mujeres como alivio de su histeria”. Me miró con la misma desolación en los ojos como cuando murió nuestra madre. “Te vuelves a España o a donde se te antoje, mañana mismo no quiero verte acá”. Cuando estaba por irse, lo agarré de un hombro y lo tumbé sobre el piso con un empujón. No se defendió, se quedó quieto, esperando no sé qué, mi siguiente movimiento, mi palabra. Le extendí mi brazo para ayudarlo, no lo aceptó. Se levantó solo. Sin atreverse a mirarme a la cara, se dio vuelta y se fue. Yo habría querido abrazarlo fuerte, tenerlo entre mis brazos y apretarlo contra mi cuerpo como si fuese mi propio cuerpo, la parte más preciada de mí mismo. Y más amada todavía, porque precisamente no era yo mismo, por lo tanto no tenía mis errores ni mis defectos. Era una versión mucho mejor de mi mismo, que nuestros padres habían intentado por segunda y última vez. En definitiva, yo era dueño de mi impotencia. Él era dueño de sí mismo.
No me fui, pero evito cruzarlo en mi camino. Trabajo en las refacciones de la iglesia, mientras los preparativos para los ritos de curaciones ya han terminado. De eso se trata, me contó Cahrué, que me tradujo lo que yo intenté preguntar a la gente de la aldea. Los médicos brujos casi no se dejaban ver. Estaban rezando, preparándose espiritualmente para las ceremonias. Pero a quién curarán, pregunté. “A un viejo loco que vive encerrado en su choza.” “Nunca lo vi.” “Porque vive encerrado por su familia. Toda la familia es así, dicen que están poseídos por demonios. Pero el más loco es él. Fue jefe de tribu durante mucho tiempo, hace muchos años. Cuando mató a todos sus hijos, lo encerraron. Desde entonces no tenemos jefe. Lo que él sabe es necesario para gobernar, pero no puede hacerlo a causa de los demonios.”
No hablo con nadie más que con Cahrué. Remuerdo mi ira solo y a cada hora de mi día. Trabajo más que nunca antes, necesito descargar mi odio en cosas materiales. Golpeo tablas, aplico toda mi fuerza en clavar clavos. Luego me zambullo en el río y el odio se me enfría un poco. Siento que la fuerza me desborda, siento lo mismo que siempre, pero acrecentado diez veces, como cuando reprimo mi satisfacción sexual. Eso es lo que necesito. Pienso en las mujeres del burdel en el pueblo viejo, y me da asco su olor, su aspecto enfermizo. Pienso en los hombres, es verdad, ya no puedo evitarlo, pero esta vez no es eso lo que busco. No sé qué busco, o sí lo sé, y no me atrevo a reconocerlo.
Ha comenzado el tum-tum de los tambores tribales. Anochece. Los ayudantes de los brujos salen con sus vasijas preparadas, las mujeres no son ni siquiera ayudantes, sino meros espectros que rondan alrededor de los sagrados médicos brujos. Los veo salir de la casa, vestidos con sus mejores ropas ceremoniales. Una túnica negra suelta y abierta por delante, dejando ver el pecho hundido de los viejos, los genitales colgantes. Se ubican en el centro de una ronda de hombres. La ronda se abre y aparece el viejo loco, desnudo, traído por otros dos. Lo tiran al suelo, y el viejo se revuelve en el polvo, emitiendo gritos y susurros, alternadamente. Se agota y vuelve a comenzar. Lo dejan actuar hasta que se cansa. Pasan dos horas, quizá. Me canso de mirar y busca a Cahrué entre la concurrencia, no lo encuentro. Veo a Manuel que se acerca a la ronda, tímidamente, como pidiendo autorización para presenciar el rito. Uno de los viejos asiente con la cabeza. Manuel se sienta en el piso y aguarda los acontecimientos.
De pronto un grupo empieza a bailar alrededor del loco. Dan vueltas y vueltas al ritmo incesante de los tambores. Las luces de las fogatas son las únicas que iluminan la noche. No hay estrellas ni luna. Imagino el bosque: oscuridad y silencio. El loco se levanta y se agita en convulsiones frenéticas, parece que fuera a desmembrarse, a lastimarse a sí mismo, pero es algo que hace desde hace muchos años, y continúa vivo con su locura. Uno de los brujos se le acerca y apoya una mano en su espalda. Los ayudantes, tres de ellos, lo mantienen quieto, y aun así se agita con fuerzas que saca quién sabe de dónde. El brujo empieza a cantar una letanía, los otros dos se levantan y se unen al primero. El loco lentamente se va calmando. Parece que abre los ojos, ve a los tres médicos brujos, de su misma edad, quizá con su misma sabiduría, pero dominados por espíritus benévolos. Entonces los ayudantes voltean al viejo sobre el suelo, de repente y sin aviso de los médicos. Éstos se arrodillan junto al loco, muchas antorchas los rodean ahora. Alguien se acerca con algo metálico en las manos, es un brillo que centellea inconfundiblemente con la luz de las fogatas y las antorchas. Un instrumento que se eleva por encima del conjunto de hombres hacinados alrededor del cuerpo estendido. Vistos de lejos, semejan una pintura de Caravaggio, múltiple y manteniendo la exacta simetría requerida, la exacta iluminación para que cada expresión de cada hombre se vea perfectamente. La ansiedad de los expectores, el temor reverente de los ayudantes, la frialdad de los sabios, la atroz locura en la cara del viejo. Y en el centro el escalpelo, el cuchillo, el puñal, el hacha.
Veo cómo el elemento desciende hacia la cabeza del viejo, y penetra.
Y el grito intenso ha desencadenado más tambores y más gritos desgarradores de mujeres y niños, y en ese grito yo me desgarro la camisa empapada de sudor, sin poder más de dolor, de lágrimas, de necesidad. Corro bajo la sombra de las chozas y entro en la de mi hermano. Golpeo el postigo endeble y me enfrento a Altea, parada en medio de la habitación, a oscuras. Siento su olor, palpable en el aire como una densa sustancia expulsada por su cuerpo. Me acerco y la toco, ella me rechaza. Mi excitación se manifiesta en un abrazo tan fuerte que temo la desgarre, y ya sin vida, me quede sin respuesta. Porque no quiero hacer el amor con un cuerpo, sino con una entidad que me responda, que exhale lo mismo que yo exhalo, dolor y perversión.
Altea me está clavando las uñas en los antebrazos para separarse. Yo la abrazo y la mordisco en el cuello y los labios, en los pechos que descubro al romper el vestido. Está desnuda y se estremece, está desnuda y mi cuerpo se pega a ella con sudor, con las cenizas de las fogatas que vuelan y se esparcen por el pueblo. Hay en el aire aromas mezclados, productos de las sustancias que los viejos han ordenado preparar. Afuera, los gritos continúan, la trepanación del viejo loco debe está avanzando. Un primitivo estilete penetra en la cavidad craneana en busca del demonio, yo me deshago de todo vestigio de humanidad y empujo a Altea contra la pared. Ella llora y me golpea, pero sabe que nada puede contra mí. Entonces, ya sobre la cama que comparte con mi hermano, la penetro. Y ella grita, pero nadie podrá escucharla, porque hay sonidos más fuertes que el del dolor. Son los sonidos de la furia, los gritos desde muy antiguo encerrados, acumulados. Son los ancestrales gritos enmascarados por el silencio.
Y cuando terminé, grité con furor y la golpeé. Estaba viva pero cerraba los ojos, no decía nada, no se movía. Su cuerpo lacerado por mis uñas, tenía sangre y saliva en los pechos y la cara, tenía semen que rebalsaba de sus genitales. Levanté un poco con mis dedos y los pasé por sus labios. Ella los lamió, sin abrir los ojos, dolorida, casi muerta, pero memoriosa de todo lo que había pasado.
Fuera, la lucha de los sabios contra los malos espíritus continuaba. Me puse el pantalón y salí. Los ayudantes danzaban frenéticamente, más alegres. Parecía que festejaban la liberación y la expulsión de los demonios. Las luces de las fogatas se movían por la brisa que provocaban los danzantes, dando tonos de color extraño sobre el cielo de la noche, sobre el polvo rojizo, sobre la piel oscura de los indios. Por un momento, creí ver auroras boreales, pero era imposible. Tal vez fuesen los espíritus liberados. ¿Adónde irían ahora, me pregunté, en qué cuerpo se alojarían? Me paré a mirar aquellas luces, las vi danzar por toda la zona, acercándose a mí con peculiar lentitud, rondándome, explorándome. Me senté en el suelo, lejos de toda presencia. Mi miré las manos. Y acepté. Acepté todo lo que había hecho y lo que haría. Ya no habría luchas en mi vida. Todo se acomodaría parsimoniosamente a la nueva idea que ahora me alumbraba.
Lo que he hecho, es lo que soy.
Dos días después, el viejo loco caminaba por el pueblo, acompañado por sus hijas. Su anciana mujer iba detrás, cabizbaja y silenciosa. El hombre sonreía bajo una tela que protegía la herida hecha por los brujos. Las hijas reían y saludaban a todos. Cahrué me dijo después que muy pronto los médicos brujos volverían para curarlas a ellas. No estaban sanas, aunque lo pareciesen. Le pregunté si podrían curar a algún hombre blanco, él se encogió de hombros.
Altea tardó dos semanas en curar sus heridas. No habló palabra en todo ese tiempo. Manuel la encontró esa misma noche, y como loco fue a buscarme por todos lados. Me encontró en el río, curándome las mismas heridas que ella tenía. Hizo el ademán de matarme allí mismo, pero temblaba tanto, tanto, que se puso a llorar y se arrodilló, abrazándose a mis piernas. Apoyé una mano sobre su cabeza, como un sacerdote que consuela.
Durante dos semanas las mujeres se encargaron de curar a Altea. Manuel dormía afuera. No hablaba con ella ni conmigo. No se veía ni triste ni enfadado, sólo aislado, tan tranquilo con sí mismo como siempre. Envidié aquella capacidad de aparente ensimismamiento, y como toda envidia, estaba llena de furor y odio. Todo lo que lo amé, se había convertido en resentimiento.
Hoy escribo porque estas son crónicas personales. Por ello debo asentar que Altea anunció hoy que está embarazada. Vino a decírmelo Manuel, ya que no vivimos más en la misma choza. Me comunicó su decisión de regresar a España. Mañana saldrá a comprar los pasajes para Buenos Aires y mandará un telegrama a un conocido para conseguir dos boletos para el próximo embarque.
Esta mañana muy temprano he ido a ver a Altea. Le pregunté si tendría a mi hijo. “No”, contestó. “Tendré al hijo de Manuel”. Yo sé que es mentira, porque no han dormido juntos desde aquella noche. “Yo estaba embarazada ya aquella noche, estaba por anunciárselo a Manuel, pero no hubo oportunidad después, desde luego”. Esta vez, no sentí nada más que una fuerte necesidad de reírme. Los demonios, tal vez, eran los encargados de aplacarme, de lentificar y afinar la calidad del odio.
Esta noche es luna llena. Me siento a mi mesa frente a la ventana que da al río. Pienso y planeo múltiples cosas para hacer. Usaré las noches que nos quedan juntos para tallar una cruz de plata.
Hoy ellos han emprendido el viaje a Buenos Aires. Se embarcaron en un carguero en el muelle del pueblo. Los vi alejarse con sus mejores ropas, uno junto al otro, rodeados de sus valijas. Ven dejar atrás la escuela, y ningún indígena ha venido a despedirlos. Cahrué corrió tras Altea cuando yo le indiqué. Lo vi entregarle la cruz de plata como obsequio de despedida, en señal de agradecimiento de todo el pueblo por lo que había hecho por los niños. Ella comenzó a llorar y Manuel la consoló, pero también tenía los ojos brillosos.
Quien lea esto pensará que lo que he hecho ha sido algo bondadoso. No creo que así sea. Esa cruz es un eslabón que nos une, una representación de algo que nos unirá para siempre. Yo regresaré a Cádiz no mucho tiempo después, cuando el niño haya nacido.
Tal vez haya un accidente, o una tormenta en estos tempestuosos ríos de Sudamérica o en el impredecible Altántico. Quizá se vean atrapados por indios y armas de fuego. Lo que suceda será patrimonio de la providencia.
Entonces yo apareceré, acongojado, a encargarme de mi deber de tío. Educaré al niño, sé que será varón, lo criaré y le hablaré de sus abnegados padres. Algunos años después, cuando sea capaz de comprensión, le regalaré la cruz que habré guardado luego de arrancarla del cadáver de su madre perdido para siempre.
Se admirará, seguramente, formando una sonrisa plena en la cara bella, tan bella como la de Altea y tan profundamente extraña como la de su padre.
25
Dejó caer el segundo cuaderno al piso. Cerró los ojos, volvió a abrirlos. La noche seguía igual, el lugar era el mismo. No habrían pasado más de tres horas desde que comenzara a leer los manuscritos, y en todo ese tiempo no pudo detenerse, no pudo separar la vista de esos papeles con la letra del tío José. Era como si estuviese leyendo la vida de otro hombre al que había conocido, como si fuese una novela dramática por él inventada. Ni sus padres ni el tío eran reconocibles, no la gente mencionada, ni hasta el propio Cahrué, que era sólo un niño en ese entonces, totalmente incompatible con aquel a quien conoció sólo un día antes.
Y a pesar de toda esta aparente incongruencia entre lo leído y la realidad circundante, él sabía que todo aquello era verdad: tanto lo que lo rodeaba en ese momento como lo que estaba escrito en aquellos papeles. Nunca el pasado se le hizo tan concreto a la vista, nunca tan presente como en ese instante. Porque de ese modo, de la forma en que se manifestaba, el pasado daba sentido a muchas cosas del presente. No sólo constituía la explicación, sino el acorde perfecto para las escabrosas melodías que hasta entonces habían constituido las razones de su vida.
Sin embargo, algo así como la traición se filtró en su alma. Se inmiscuyó en su mente hasta decirle que todo aquello era una trampa perpetrada por sus ancestros. Cada generación era engañada impunemente por la anterior, traída al mundo sin permiso, sacada de la nada para encerrarla entre cárceles de piel y huesos, sometida a la crueldad del tiempo, al abandono de toda esperanza, a la desidia de la propia voluntad, y a la expresa violencia del amor.
Todo era sexo, carne y desilusión.
Catástrofe y amor eran una misma palabra creada en el principio de los tiempos.
Entonces, si así era, debía ser él como aquella bestia que sentenció con sus propios labios la dominación del mundo por la herejía.
Si no soy quien creí ser, se dijo Maximiliano, seré quien merezco ser.
Decidió levantarse de la cama, bajando primero la pierna rota. Estaba rígida por las tablas que la sujetaban. La apoyó en el suelo y no sintió dolor. Bajó la otra e intentó pararse. Las piernas lo sostuvieron, a su satisfacción. Las sentía, pero estaban adormecidas. El dolor tal vez se había trasladado de ellas hacia su corazón, porque sabía que allí estaba alojada la creciente angustia, y que la ira, aún atenuada, era contenida por el sentido común. Por eso, ahora debía aprovechar la todavía armoniosa sincronización entre su cuerpo y mente. Arrancó un fragmento de madera suelta de las paredes y la uso de muleta. Caminó hasta la puerta. Seguía la noche escondiéndolo todo, diciendo, como siempre, que estaba todo sí debía estar: lo negro del alma humana y la bajeza de lo divino.
Levantó la vista al cielo, y vio la luna. Grande, tan inmensa como un sol cadavérico que estuviese precipitándose sobre el mundo. Tan enorme, clara, perfecta con sus espectrales figuras dibujadas en la superficie. Indescifrables, caóticas, movibles como espíritus cambiantes. Y vio cómo la triste figura de Dios seguía acarreando sus propios huesos para arrojarlos hacia las aguas. Pero desde cada rincón del mundo, aquella tarea era posible de apreciar, como una proyección cinematográfica en pleno cielo. Los movimientos de Dios no tenían la torpeza ni la rapidez de las películas de Lumiere. Tenían, además, colores ocres y brillantes a la vez. Cada habitante del mundo podría apreciarlos: Dios como su propio verdugo y sepulturero. Se preguntó por qué sólo él, entonces, se había dado cuenta de aquellos movimientos desde tanto tiempo antes. Como si en sus ojos hubiese algo que le permitía hacerlo, igual que aquello que había visto en el ojo izquierdo de algunos que pasaron por su vida. El hermano Aurelio, don Roberto, el tío José y la mujer del capitán. Unos habían muerto a causa de esto, pero la visión continuaba, como si fuese un espíritu que se evadía del cadáver para introducirse en otro ser viviente. O, quizá, fuese algo que estaba en su propia visión, la misma enfermedad que los había llevado a ellos a ver esas imágenes que a él tanto lo molestaron, hasta el punto de necesitar expulsarlas del mundo con la muerte.
¿Somos instrumentos, o creadores? Esto se preguntaba Maximiliano mientras caminaba por las nocturnas calles desiertas de la aldea, entre chozas de adobe y perros que lo miraban pasar sin ladrarle. Era un fantasma, tal vez, a la luz de la inmensa luna a la que los animales respetaban como a una madre bienhechora. La constancia de la luna era casi la única virtud del mundo. Sus cíclicos regresos provocaban inquietud y alivio, dolor y beatitud. La luna era mujer y hombre al mismo tiempo. Mujer como continente, hombre como dolor. Calma y tormenta. Mareas y reflujos de mares de sangre. Los ancestrales sacrificios al sol no eran más que veladas entregas a la luna. Dios no habitaba en el sol, porque es sólo fuego cuyas brazas alguna vez se extinguirán. La luna, en cambio, es piedra iluminada, y será piedra oscura cuando ya todo desaparezca.
Piedra y polvo, huesos asomados para contemplar la superficie de la tierra.
Caminó sin orientación, hacia lo que creyó el interior de la selva. No mucho más allá encontró el sector donde los indígenas enterraban a sus muertos. A la luz de la luna, vio los cráneos asomándose por encima del suelo. Había leído en los cuadernos del tío José que los enterraban de pie, dejando las cabezas fuera. Ahora pudo comprobarlo, y veinte años no parecían haber cambiado la costumbre. Caminando entre las sepulturas, halló cabezas de hombres enterrados no más de unos meses antes, otras eran muy recientes, y parecían simplemente dormidas. Conservaban sus cabellos casi intactos, las órbitas de los ojos todavía llenas, la piel todavía no pegada a los huesos de la cara. Avanzó sin miedo, abismado de curiosidad y fascinación. Llegó a las zonas más antiguas, donde los cráneos estaban pelados, otros con piel seca como pergamino.
Supo entonces que allí era el lugar en donde comenzaría a hallar sus respuestas. Enfermedades de las almas, enfermedades de la cabeza. Cuál era la causa de la locura, de las alucinaciones, del deseo de matar. ¿Por qué no había podido creer totalmente en Dios, y por cuál causa otros habían alcanzado a verlo y él no? En el conocimiento creyó encontrar el camino. En la biblioteca del tío había leído los libros de anatomía. Aún recordaba claramente la estructura anatómica de los huesos del cráneo. Pensó en el hueso esfenoidal, como un pequeño pájaro sepultado, atrapado en pleno vuelo en medio de la cabeza de los hombres.
Un pájaro que conservaba, quizá todavía, su ancestral memoria de tiempos perdidos. Lo que veían algunos hombres tal vez fuesen las proyecciones de aquella memoria.
Miró hacia las copas de los árboles de alrededor. Un leve resplandor insinuaba el alba. Debía llevarse aquellos cráneos a la choza para estudiarlos. Buscó en las inmediaciones alguna herramienta, pero sin encontrar nada útil, regresó a la choza y recogió la pala apoyada en una pared. El camino de ida y vuelta provocó que su pierna sufriera y volviera a doler. Al principio la ignoró, luego comenzó a cojear. Las tablas que la sostenían se aflojaron en sus ataduras. Sintió que los huesos rotos de su pierna se movían, atrapando sus venas y nervios. Pero estaba dispuesto a no dejar que nada le impidiese continuar con su propósito. Era algo que debía hacer por sí mismo, y también por don Roberto, le había prometido a Elsa que haría todo lo posible porque lo curaran. Hasta esa selva lo habían traído para eso, hasta esa selva había llegado él en la supuesta ignorancia de su huida, cruzándose en el camino de ellos dos. Si había conocido el amor en los laberintos de la locura, era algo de lo que debía sentirse plenamente satisfecho. No volvería ver a Elsa, probablemente.
Regresó al lugar y comenzó a arrancar de un golpe los cráneos. No los golpeaba, sino que daba un corte seco con el filo de la pala justo a ras del suelo. Fue cortando uno a uno, de diversos lugares y tiempos. Unos nuevos, otros muy antiguos. En los más viejos, vio agujeros en la cabeza, seguramente secuelas de las trepanaciones de las que había leído en los cuadernos. Estuvo casi dos horas haciendo esto, y ya había amanecido. La pierna le dolía con intensidad, y tuvo que continuar de rodillas durante la última hora. Cortaba cabezas y las colocaba en bolsas de tela robadas de una choza en el camino. No contó cuántos había alcanzado a juntar, pero las bolsas ya habían sido llenadas. Su rodilla antes sana ahora estaba herida. De la pierna enferma se había arrancado las tablas y sus huesos se movían. Se levantaba y caía, y el dolor recomenzaba, insistiendo en aquello hasta que lograba la mayor insensibilidad posible. Destruir sus nervios para continuar haciendo lo que hacía, dejar de lado, abandonar las partes del cuerpo que impedían la redención del alma.
Escuchó el despertar de la aldea cercana, el bullicio de la gente, los llantos de los bebés, las llamadas de los hombres que iban a pescar o acarrear agua desde el río. No sabía aún cómo levantarse ni salir de aquel campo de muertos con sitios vacíos donde habían estado las cabezas. No sabía cómo reaccionarían los habitantes ante el sacrilegio. No sabía, sobre todo, cómo llegar hasta su choza con las bolsas llenas de cráneos en medio de toda aquella gente, ni cómo tolerar el dolor que se iba y regresaba como olas de desesperación.
Intentó erguirse, apoyándose en una de las tablas que habían sostenido su pierna. Pudo mantenerse en pie. Se agachó para levantar las bolsas. Cargó una con el brazo derecho, sobre la espalda, la otra sobre el hombro izquierdo. Con esta mano libre, usó la tabla como muleta. Dio el primer paso. Logró hacerlo, y se sintió esperanzado, pero lo había hecho con la pierna sana. Ahora venía la prueba: dar el paso con la muleta, sin apoyar la pierna enferma. Lo hizo, pero la tabla, astillada, se enganchó en el barro y las rocas alrededor de las sepulturas. Maximiliano se vino abajo con todo el peso de las bolsas sobre él. Pero no fue esto lo peor, sino que él mismo y el peso que llevaba encima cayeron sobre la pierna quebrada. Entonces un grito nació de su garganta, pero fue como si otro lo emitiese, tan intenso en su cruel sabiduría de grito desolado que no se reconoció a sí mismo. Nunca había gritado al matar, aun cuando fue en cada una de esas ocasiones una manera de arrancarse el odio como quien se arranca una parte del propio cuerpo.
Cayó de costado, pero quedó casi derrumbado sobre el suelo, con su pierna deshecha y quebrada en varias partes. Se sacó de encima las bolsas y se miró la pierna, todavía gritando y llorando de dolor. Los huesos sobresalían de la piel destrozada por varias partes, y sangraba mucho. Se la sujetó con las manos, balanceándose, con la expresión llorosa y la cara fruncida reteniendo gritos. Pronto vendrían a él, pero no quería ser rescatado. Necesitaba huir desde allí hasta la choza y comenzar sus estudios de los cráneos, y los demás no lo dejarían en paz. Le quitarían las bolsas, lo encerrarían en la choza, lo curarían, tal vez. Pero él debía primero averiguar, alejándose de toda debilidad o negligencia. Si su herencia era el dolor y el odio, estaba bien, los heredaría como quien recibe un tesoro a cuidar, pero no haría de ese patrimonio un reino de vulgaridad ni ociosidad. Sería un reino de conocimiento voluntario, de redención en los ámbitos del rencor, si no podía ser en los de la bondad o la paciencia. A falta de virtudes, bienvenida era la voluntad hostil.
Apareció un niño en la espesura, sobre el camino que llevaba a la aldea. Lo estaba mirando, y luego otros aparecieron. Uno de ellos se fue, tal vez en busca de alguno de sus padres. Debía hacer algo de inmediato, no podía abandonarse a las manos de ellos, no había llegado y sufrido todo aquello para ceder ahora a la voluntad de los demás. Su pierna era el único impedimento. Si alguna parte de tu cuerpo te impide entrar al Reino de los Cielos, entonces córtalo, se dijo a sí mismo. No entraría a aquel reino, lo sabía, pero lo mismo daba entrar en los infiernos: los huesos de Dios allí estaban siendo recogidos.
Dos mujeres se unieron a los niños, intentando acercarse, pero no se atrevieron. Un hombre llegó, habló con las mujeres, señalando las sepulturas. No se alarmaron, sólo parecían curiosos. Otro hombre intentó acercarse a él, pero Maximiliano le arrojó una piedra. Juntó varias a su alrededor para alejar a los hombres como si fuese pájaros carroñeros. Mucho más no duraría aquella estrategia.
-¡Señor!-llamó la voz de Cahrué.
Maximiliano miró hacia allí, al hombre que alguna vez había sido el niño que conoció a sus padres, que había comido y vivido con ellos. El único vínculo, el lazo que consideraba indestructible entre el pasado y el presente. Se puso a llorar otra vez de dolor. Cahrué comenzó a acercase.
-¡No vengas! ¡Déjenme solo!
-¿Pero qué quiere hacer? Olvide eso y déjeme que le cure la pierna.
-Ya no hay nada que curar- respondió él al tiempo que levantaba la pala, y con toda su fuerza hizo caer el filo sobre la pierna.
Creyó desvanecerse. Las copas de los árboles bailaron una danza de carrusel. Los muertos sepultados parecieron alzarse sin cabezas como columnas pétreas de la tierra. Pero no fueron más que alucinaciones. Cuando el dolor pasó, los demás aún estaban lejos, y supo que no habían pasado más que unos segundos. La pierna ya no sangraba, era simplemente una herida abierta con sangre seca. El pedazo cortado estaba a un costado, y lo agarró con su mano derecha. Se puso a mirarlo, luego a los demás, que lo observaban. Las mujeres tapaban los ojos a los niños, pero ellos luchaban por escaparse de sus brazos y mirar al hombre que había cortado su propia pierna. Cahrué se acercó a dos metros de él.
-Señor, déjeme que lo ayude- pero antes de poder tocarlo, Maximiliano levantó la pala y lo amenazó.
-Aún no he terminado.
No sabía de dónde había sacado tanta resistencia. No era un hombre fuerte, siempre creyó ser esmirriado, débil, más dedicado a actividades intelectuales que físicas. Pero tantas cosas que había pasado, tal vez lo fortalecieron. O quizá fuese la bestia en su interior quien le estaba dando fuerzas para hacer todo lo que pensaba debía cumplir.
Con el filo de la misma pala, empezó a pelar el hueso de la pierna. Lentamente pero con firmeza, obtuvo el fragmento de tibia, limpio ahora de músculos y sangre. El muñón abierto le palpitaba, y a cada instante creía que se desmayaría. Pero no sangraba, y eso era suficiente. El dolor podía ser resistido, lo mismo que el cansancio. La mente seguía ordenando, y las manos trabajaban con ahínco en la obra más importante a la que hasta ese momento se hubiesen dedicado.
Esa tibia sería su símbolo desde ahora: un amuleto para la providencia, una llave para su propio sagrario, el escudo de armas de un rey, el productor de rayos de un dios furioso. Fuese lo que fuese para los demás, a él le serviría para convertirse en un ser temido en ese pueblo. Y fue eso lo que sucedió: levantó bien alto el hueso limpio, miró alrededor, y se vio como los demás debían estarlo viendo: un hombre que comenzaba a levantarse en medio de las sepulturas, casi desnudo y sosteniendo su cuerpo en una sola pierna, manteniendo el equilibrio con destreza, y ya sin dolor, usó la pala como muleta, levantó las bolsas con cráneos sobre sus hombros, y empezó a caminar amenazando a todo el que intentara interponerse en su camino con el hueso como un arma mortal.
Caminó de vuelta por el sendero que llevaba a la choza, entre las filas de los habitantes de la aldea, que ahora eran muchos, que lo miraban con miedo en los ojos, con respeto, con profunda reverencia. Hasta Cahrué, tan embebido de escepticismo con su sabiduría aprehendida en sus libros, no pudo más que dejarlo pasar, y conformarse con seguirlo. Ahora era su discípulo, como si hubiese vuelto a ser aquel niño que aprendía a cambio de servicios al hombre blanco.
Llegó a la choza, y antes de entrar se dio vuelta para mirarlos a todos. El pueblo entero lo observaba con intriga, con asombro, con una incipiente veneración. Le ordenó a Cahrué que nadie entrase. Luego, en la frescura del interior, dejó caer las bolsas, y se derrumbó en el camastro, hundiéndose en los profundos abismos de los nuevos mares, los mares de huesos, las ciudades acuáticas de los demonios fundadores de un nuevo reino que él estaba ayudando a construir.
Durante días estuvo entrando y saliendo por las fronteras de la conciencia. Vio la cara de Cahrué asomándose por los flancos de su vista obnubilada por la fiebre. Sintió las manos tocando el muñón de su pierna. Soñó que lo amputaba, pero él mismo ya se lo había hecho. Escuchó que desde la aldea llegaban cánticos, y creyó ver los bailes alrededor de la choza, las ofrendas, los rezos, por él, a quien casi no conocían, que no era nada más que un hombre blanco enfermo y loco. Vio las caras pintadas que quemaban sustancias alrededor del camastro, pinturas que simulaban rostros de linces. Luego, una de aquellas máscaras comenzó a despintarse por efecto del sudor de la fiebre, y aparecía la cara del tío José. Entonces supo que los otros dos viejos que realizaban aquellos ritos en su choza eran sus padres. Estaban viejos, pero habían sobrevivido los tres. Quiso abrazarlos, quiso tener una vida con ellos.
Nunca supo con exactitud cuántos días pasaron. Despertó ya definitivamente lúcido, y se miró el cuerpo desnudo. Estaba demasiado delgado, y la pierna cortada tenía un muñón cosido. No le dolía, estaba lívido pero sano. Se restregó la cara y sintió su cabello largo y la barba crecida.
-Bienvenido a la vida- oyó decir a la voz en un rincón de la choza. Era mediodía, tal vez, por el fulgor que penetraba por las aberturas.
Cahrué salió de la sombra.
-¿Dónde están las bolsas?- preguntó Maximiliano.
Cahrué rio.
-Vuelve de la casi muerte y lo primero que pregunta es por los muertos. No sé qué pensaba hacer con esas cabezas, pero las guardé, no puedo devolverlas a sus dueños, ni a los familiares, ya muchas familias enteras han desaparecido, tampoco se me permite quemarlas. Las escondí en ese rincón seco.
Maximiliano miró hacia donde señalaba. Empezó a levantarse. Un vahído lo detuvo. Cahrué lo sostuvo para que no cayera.
-Todavía no está bien del todo, tiene que comer y mejorarse. Después hará lo que quiera.
Maximiliano preguntó por el hueso de tibia. El otro se agachó y lo sacó de debajo del camastro. Lo apoyó sobre el cuerpo de Maximiliano, y él lo agarró como un cetro.
Cahrué volvió a reir.
-Parece un gran rey.
La burla le cayó mal a Maximiliano.
-Creerás que estoy loco. Seguramente así es. Pero he leído los cuadernos que me diste. Quiero que me enseñes todo sobre los viejos curanderos que hacen trepanaciones.
-Los viejos de los que habla ya no existen. Murieron hace muchos años. Alcanzaron a enseñar unos cuantos trucos a sus discípulos, pero ha sobrevivido menos de la mitad de su sabiduría.
-¿Fuiste uno de ellos?
-Fui el único, señor. Pero como le dije, fui a la escuela en la ciudad, y aprendí mucho en la escuela de medicina.
-¿Eres médico de verdad?
-No me permitieron tener el título. Acá las cosas no son como en Europa, supongo.
-Entonces debes enseñarme todo lo que sepas. Hay cosas que debo averiguar. No solamente por lo de don Roberto. Tengo teorías sobre las alucinaciones, sobre los deseos ocultos de la mente.
-Usted está hablando de las causas orgánicas de las enfermedades mentales. Lo que mis ancestros llamaban espíritus.
-Así es. Y con las trepanaciones realizaban esa especie de exorcismo científico.
-El último intento en esta aldea se hizo hace más de diez años. Yo mismo lo intenté.
-Cuéntame.
-Primero debe comer. Aquí viene la vieja.
La mujer que lo cuidaba trajo un cuenco con agua y una fuente con carne asada. Maximiliano empezó a comer sin cubiertos, hambriento como no lo había estado nunca antes. La mujer se arrodilló a su lado y rezó una plegaria. Luego se levantó y salió sin darle la espalda.
-¿Qué fue eso?
-Lo adoran, señor. Luego de lo que hizo con su pierna, lo respetan como a un dios.
-Creí que iban a matarme por profanar las tumbas.
-Eso ya no importa después de ver su valentía. Hay una especie de leyenda incorporada en nuestra mitología sobre un hombre que se amputaba un pie cada día, porque cada mañana volvía a crecerle y por la noche comenzaba a gangrenarse. Era una especie de maldición que tenía encima. Así que un día se cortó la pierna más arriba de lo habitual, y con la tibia talló un cuchillo de hueso, con el que se cortó el pie la siguiente vez que creció. De ese forma se terminó la maldición.
-Eso quiere decir que todo está enterrado en uno mismo.-Y se señaló la cabeza.
-Creo que sí. Por eso lo respetan, usted les recordó esta leyenda un poco olvidada. Se han entusiasmado con esta nueva veneración que los aparta de la rutina. Estamos extinguiéndonos, señor. La civilización avanza, las costumbres del progreso nos invaden. Nos cambian la vida, también nos matan. Porque adaptarnos significa ya no ser nosotros mismos. Las culturas chocan, y mueren. No hay integración. No existe. No puede haberla. No crea en lo que dicen los libros.
-Usted ha leído mucho, Cahrué. Me mintió cuando me dijo que no hablaba bien el español. Lo veo así vestido, con ese taparrabo, la piel morena, el cuerpo fuerte, la cara lampiña, y no concuerda con lo que mi cultura me ha enseñado. Sin embargo, amigo, si así puedo llamarlo porque me salvado la vida dos veces, y porque ha conocido a mis padres, ha hablado con ellos, ha dormido en su misma choza…
Se detuvo porque un nudo grande se formó en su garganta.
-No comprendo…
-Ellos murieron apenas regresaron a España, luego de yo nacer. No puedo decir que tenga recuerdo de ellos. Salvo la cruz de plata que me mostró, y que usted entregó a mi madre. Dígame, ¿cómo era ella?
-Muy hermosa, alta, muy severa, pero de una belleza muy semejante a la de una estatua griega.
-¿Fría, tal vez?
-No lo sé. Conmigo y con los niños era correcta, nada más. Pero eso no nos interesaba, con sólo verla nos extasiaba, con estar con ella nos conformábamos.
-Era seducción, supongo. Lo mismo que con mi padre.
-No eran demostrativos, señor. Eran un matrimonio discreto. Fueron así hasta el final, cuando se fueron.
-¿Usted se quedó con José Iribarne?
-Le serví mientras se quedó. No me enseñó nada ya, salvo sobre las cosas de la vida en general. Yo era un adolescente, y me llevó al pueblo grande para estar con las putas. Eso fue su enseñanza sobre el tema, usted ya sabe cómo son esas cosas.
-Creí que en su pueblo tenían ritos de iniciación.
-Ya se han dejado de lado, pocos los recuerdan. Además, los que tenemos conciencia de lo que le sucede a nuestro pueblo, no queremos tener hijos que sufran o nos odien. Si todo se termina, que se termine de una vez. Como la sabia muerte, señor.
-¿Es usted casado, Cahrué?
-No, señor. No sería feliz con nadie de mi pueblo en mis actuales circunstancias. ¿Con quién hablar y pasar mi vida como estoy hablando con usted? La única razón de unirme a una mujer sería tener hijos, y ya le di mi opinión sobre eso. ¿Y su señora dónde está?
-Está en Buenos Aires ahora, esperándonos. Tal vez si viniera con nosotros, Cahrué, conozca a alguien que aprecie su cultura.
-Ya soy un fenómeno de circo en el pueblo cuando voy, imagínese en Buenos Aires.
- Al contrario, conozco esa ciudad muy poco, pero si es tan cosmopolita como dicen, tal vez tengan la sensibilidad suficiente para apreciarlo.
-No lo creo así, acá estoy bien.
-Se esconde como un anacoreta, Cahrué. Se escuda tras la fachada de su tribu.
El otro asintió, encogiéndose de hombros, como un chico. Era mayor que él, como un hermano más grande, con el que podría haber hablado de muchas cosas en sus tardes en Cádiz. Un amigo que nunca tuvo. Alguien que lo podría haber salvado de muchas cosas. Pero ahora caía la tarde en la selva. Una brisa fresca espantaba el olor que comenzaba a invadir la choza desde el rincón.
-Debemos empezar nuestra tarea lo más pronto posible, mañana mismo. Hay que disecar las cabezas. Debes enseñarme las técnicas de trepanación. Cuando estemos listos, operaremos a don Roberto.
Cahrué comenzó a reírse.
-Pero señor, usted no sabe nada de medicina, y yo no he operado a nadie del cerebro en muchos años, sólo huesos rotos, vientres hinchados, partos complicados, nada más.
-¿No me decía que a don Roberto lo estaba estudiando?
-Sí, y he llegado a la conclusión de que tiene un tumor que le comprime la parte posterior de la órbita del ojo izquierdo.
-Eso ya lo habían dicho en España, ¿pero se puede extirpar?
-Todo se puede extirpar.
-¿Sin riesgo de su vida?
-Eso no puedo saberlo hasta que lo haya trepanado.
-Entonces empezaremos mañana. Quiero que traiga sus instrumentos a la choza. Yo me encargaré de estudiar las cabezas, sólo necesito sus instrumentos.
-¿Y sabrá cómo hacerlo, señor?
-Yo también he leído, Cahrué. Me crie leyendo en la biblioteca de don José, viví con él desde que murieron mis padres.
-Cómo me habría gustado que me llevara con él cuando se fue…
-¿Se lo pidió?
-Sí, y me contestó que lo haría. Pero sólo lo dijo para que me conformara mientras hacía los preparativos para su viaje. Estaba más parco que nunca. Extrañaba a su hermano. El día de su partida, me desperté y él ya se había ido. Me quedé llorando en su cama, solo.
Por la tarde, para despejarse de todo lo que Cahrué le había contado, decidió levantarse y conocer la aldea más detenidamente. Se vistió con la ropa que le dio la vieja: un pantalón y una camisa traídos desde la parroquia cercana a sesenta kilómetros río abajo, que hacía obras de caridad regalando bolsas de ropas usadas. Probó la muleta que le había tallado uno de los chicos del pueblo, el mismo que llegó esa tarde para ver cómo le iba.
-Me gusta mucho- le dijo Maximiliano, y el chico saltó a su alrededor, contento, diciéndoles a todos, cuando salieron, que él mismo la había tallado.
Fue así que caminó por las calles de la aldea, acompañado por el niño, el único que no lo miraba con miedo ni recelo, ni inútiles reverencias. Las mujeres y los hombres utilizaban pinturas en sus cuerpos. El chico le explicó lo que significaban. Las mujeres casadas llevaban una serie de puntos en la frente, y parte de los cuerpos tatuados con figuras de árboles y peces. Las solteras llevaban el pelo levantado y el cuerpo casi cubierto de blanco. En los hombres las pinturas eran más variadas, casi individuales, y representaban diferencias de castas. Los de familias más antiguas tenían una máscara de lince. Los más jóvenes, en edad de casarse, llevaban el cuerpo pintado de un azul muy oscuro, y la máscara simulaba el rostro de un caititú.
-¿Qué es eso?- preguntó Maximiliano.
El chico señaló a un cerdo salvaje entro unos cuantos que caminaban por la aldea buscando desperdicios. Nadie les temía, estaban domesticados.
Le resultó brutal la significación de este animal en cuanto a los rituales de pareja, pero aquel brusco contraste entre las pinturas de las vírgenes y las de los jóvenes, a quienes casi siempre pudo ver juntos en las puertas de la chozas o caminando cerca del río, era no sólo curiosa sino sexualmente inquietante. El chico no necesitó decirle que aquellos que todavía no habían llegado a la pubertad, estaban obligados a permanecer desnudos hasta que llegara la edad del cambio. No importaba si hacía frío o calor, tanto niñas como varones, los que sobrevivían eran los merecedores de la madurez.
Era verdad lo que había dicho Cahrué. Una cultura como aquella muere o persiste. No podía adaptarse.
-Tengo sed- dijo.
El chico lo guió hasta un barril junto a una choza. Inclinó la cabeza y vio su reflejo en el agua. Hacía tanto tiempo que no se miraba en un espejo, que por un instante creyó que alguien más estaba asomándose con él al reflejo del agua. Estaba flaco, la barba encrespada, el pelo sucio y ojeras profundas. Levantó la vista y vio a un viejo sentado en la puerta de la choza. Era don Roberto, con la vista ciega perdida quizá en lejanos pensamientos más allá los bullicios de la aldea.
Se acercó y le dijo:
-Padre…
Don Roberto giró la cabeza hacia él. Estaba bien, se lo veía con peso recuperado, recién bañado y oliendo a un aroma extraño. Tenía los párpados cerrados.
-Padre…-volvió a decir, apoyó una mano sobre la cabeza del viejo, y se inclinó para besarle la frente.
Entonces el viejo abrió los ojos.
Eran dos enormes océanos sin fondo, abismos acuáticos de densa oscuridad.
Maximiliano miró al chico, ansioso por ver si veía lo mismo que él. El niño se había ido, nadie los miraba. Como si de pronto se hubiesen apartado del tiempo normal para acomodarse a un tiempo propio.
-Soy yo, padre, soy Maximiliano, tu yerno.
El viejo levantó las manos y palpó el cuerpo de Maximiliano. Frunció la frente, extrañado tal vez de sentirlo tan delgado. Hasta tocó el muñón de la pierna.
-Te están transformando…-dijo.
-No entiendo…
-Los he estado viendo, hijo, y estás tomando su forma.
No necesitaba preguntar. Esa tarde regresó a su choza y comenzó a sacar los cráneos de las bolsas.
26
Pasaron doce meses, y estaba finalizando un nuevo invierno. En todo ese tiempo, Maximiliano, con ayuda de Cahrué, se dedicó a una minuciosa disección de los cráneos. Lo que al principio creyó una tarea más rápida, fue llevándole horas, luego días, finalmente semanas de no descansar hasta hallar lo que estaba debajo de cada capa de tejido blando, de cada músculo, de cada ligamento enlazando huesos, ocultando la débil porcelana de los cartílagos, las diminutas venas que irrigaban el cerebro. Cada hueso fue partido, primero con torpeza, porque las manos de Maximiliano no estaban acostumbradas a manejar el instrumental, ni siquiera aquel rudimentario instrumental de cirugía que Cahrué había formado con material indígena y algunos otros metálicos robados de la escuela de medicina o algún hospital de la ciudad.
Luego, a medida que la exploración era más minuciosa, el tiempo se alargó, pero los hallazgos fueron mucho más abundantes. Descubrieron estructuras que creyeron no estaban descriptas en ningún texto de anatomía, pero conscientes de esta falacia, se abandonaron a tal fantasía como dos científicos que necesitaban de aquel incentivo para continuar. Porque lo que Maximiliano buscaba ya se le iba siendo incierto: la anomalía que provocaba las alucinaciones místicas podía estar en cualquier parte del cerebro, en cualquier estructura nerviosa, ósea o vascular, o quién sabía de qué otro tipo. Células cancerígenas, probablemente, pero esta idea no lo convencía. Cahrué le había dicho que las pocas trepanaciones que presenció cuando era chico, por parte de los ancianos, no mostraban las habituales características de los tumores. Si fuesen tumores malignos, los enfermos no habrían vivido tantos años después de la operación, como se sabía que vivieron.
Sin embargo, en aquellos seis meses no encontraron ninguna estructura parecida en ningún cráneo. Habían diseccionado algunos muy viejos, que a Cahrué le constaba pertenecían a la época de los antiguos curanderos. Incluso encontraron dos con trepanaciones hechas: claramente vieron el orificio cuadrado en el hueso parietal de uno y en el occipital de otro. La tapa ósea estaba consolidada con el resto, pero se veían muy bien las huellas de la operación. Eso significaba que los enfermos habían sobrevivido muchos años, y estaban sanos cuando murieron.
-Tal vez debamos llamar malignos a los espíritus que los invadieron, y no a los tumores- dijo Maximiliano, con las manos cubiertas de barro y los imprecisos restos de la antigua carne muerta. Se lo veía cansado. Trabajaba en el suelo de la choza, con las piernas cruzadas, y el muñón le impedía mantener el equilibrio aun sentado de esa manera.
Cahrué lo miró extrañado.
-Pensé que era usted el que ansiaba buscar las causas científicas de estas enfermedades.
-Es verdad, amigo mío, pero ya ha pasado tanto tiempo, y estoy cansado de ver nada más que huesos sucios. Lo cierto es que no avanzaremos más por este camino.
Continuaron trabajando, sin embargo. Todas las noches la luna le recordaba su irrenunciable obstinación, era el alimento que parecía perderse en cada día soleado de la nueva primavera, con las pequeñas tragedias cotidianas de los indígenas. Había aprendido a vestirse como ellos, con un pantalón corto y el torso desnudo, aprendió a saborear la comida que le preparaba la vieja, que un día de invierno murió, siendo reemplazada por una mucho más joven, una de las muchas hermanas de Cahrué. Esa noche, una del último invierno, ella se metió en el camastro bajo las mantas, muy junto a él, y le enseñó a disfrutar del sexo como si fuese sólo una rutina más, como el caminar, como el comer, como el respirar. Era, ahora, un acto al que no daba mucha importancia, simplemente constituía una necesidad satisfecha. Era feliz en esos momentos, porque olvidaba todo lo demás. Una grata forma del olvido, pero sin su irreversibilidad, sin el dolor ni la tragedia.
Acompañaba a Cahrué en sus visitas de médico a la chozas. Cuando la gente los veía llegar juntos, les hacían reverencias, y los niños se apartaban. Maximiliano tenía el cabello crecido largo y oscuro, la barba espesa pero corta, el cuerpo más fuerte y curtido por el clima. Llevaba en la mano derecha el hueso de tibia para caminar, que representaba un signo de distinción con el que condescendía a la superstición de los nativos. Podría haber utilizado cualquier otro bastón de madera, pero no habría sido lo mismo. Los demás esperaban verlo caminar apoyándose en el hueso que él mismo se había cortado, y se enorgullecía de la expresión que veía en la expresión de ellos: inquietud, miedo, adoración.
Podría decirse que ahora sí podría considerarse un pequeño dios. Si había perdido al suyo, por qué no crear uno a su imagen y semejanza. Por qué inventarlo o por qué buscarlo en otro ser, cosa o entidad. Uno es su propio dios, por qué no ha de serlo entonces para los demás. Si a ellos esto les servía para vivir en paz, como si un juez eternamente justo e infalible, pero también suficientemente humano para comprenderlos, estuviese siempre al alcance de sus manos. Esta era una de las falencias del antiguo Dios creador, su falta de presencia, su lejanía, su mudez, su sordera. Si alguna vez había sido joven, si alguna vez había sido humano, había dejado de serlo mucho tiempo antes de la creación del mundo. No era extraño entonces que su muerte hubiera sucedido antes de que cualquier hombre lo recreara con su inteligencia. Como alguien que murió antes de nacer. Como si cuando el mundo fue creado y el primer hombre buscara la fábrica racional de todo aquello que lo rodeaba, ya hubiese desaparecido hasta la más leve pista de su existencia. Por eso, Dios debía ser reinventado como una idea que jamás cerraría del todo en congruencia o verosimilitud. Había nacido en una mente imperfecta, una mente de niño dispuesto a jugar, sin límites, con todo la Creación.
Y en una de esas visitas, entraron a la choza de un hombre de cincuenta años que estaba acostado en el suelo. La familia dijo que se negaba a acostarse en el camastro porque temía la ira de los dioses. Cahrué se inclinó sobre él, y le dijo algo en su idioma. Maximiliano había aprendido también algo de esta lengua, y entendió que le preguntaba qué le temía que le hicieran los dioses. El hombre habló al oído de Cahrué. Éste se sonrió mirando a Maximiliano, pero volvió la vista seria al hombre. Le palmeó la espalda y lo hizo levantarse. Preguntó a la mujer que vivía con él si era lo único que había notado. Ella empezó a hablar tan rápido que Maximiliano ya no pudo entender nada. Gesticulaba frenéticamente, y una de sus hijas trataba de contenerla mientras otra la apoyaba en sus protestas. Cahrué la detuvo con un gesto de la mano, entonces ellas recordaron en presencia de quién estaban, y se callaron la boca, mirando al suelo.
-Dice que su marido se ha portado extraño el último mes. Se acuesta en el suelo y no quiere comer carne. Sale a ver la luna y le reza y le habla todas las noches en una lengua desconocida. Dice que los dioses le anunciaron una gran sequía este verano, y él trata de aplacar su ira.
-No veo nada demasiado extraño considerando las creencias de tu pueblo, Cahrué.
-Tampoco yo. Pero si la mujer lo encuentra extraño, así de be ser. Me han dicho que no era un hombre muy creyente antes de que comenzara a portarse así. Le daré algunas especias y volveremos en unos días.
Le explicó a la mujer y a las hijas cómo darle la medicina, un mezcla obtenida del mortero después de machacar alguno hierba sedativa. Luego salieron. La tarde había caído antes de lo esperado. El cielo estaba encapotado y un viento fuerte azotaba los senderos de la aldea. No debían ser más de las cinco de la tarde, pero estaba oscuro. Las nubes eran de tormenta, y muy dificultosamente alcanzaba a distinguirse un halo rosa oscuro tras ellas.
-Tal vez sea un eclipse- dijo Cahrué, parado en medio de la calle, mirando al cielo.
-Tal vez, amigo mío, pero recuerdo que estaba pronosticado el paso de un cometa, desde hace algunos años. Hace mucho tiempo que estoy desconectado del mundo, pero esto me hace recordar aquellas noticias. Debe ser ésta la época, entonces.
-¿Y qué nos hará?
-Dijeron ellos que algunos terremotos, algunas inundaciones por aquí o allá. Nada que no suceda todos los días sin necesidad de ningún cometa. Otros han vaticinado el fin de los tiempos.
-¿Usted me dice esto después de haber visto a este hombre con sus locas ideas sobre los dioses y la sequía? ¿Se está convirtiendo a nuestra religión?
En la expresión de Cahrué había sarcasmo: si los hombres blancos le habían inculcado la cultura occidental y quitado creencias que ya le era imposible recuperar, resultaba patético que un hombre blanco ahora renegara de la ciencia.
-Estoy tratando de congeniar ambas ideas…
-Ya le dijo, señor, que no es posible la convivencia de dos ideas contrapuestas. O ese hombre allí adentro tiene razón, o aquí afuera la tenemos nosotros. Dioses o cometas.
-¡¿Por qué elegir?!
-Porque, si no me equivoco por lo que he leído, un cometa está hecho de simple roca, y los dioses están compuestos de sustancias etéreas.
-Entonces los dioses son más complejos, y por lo tanto más verdaderos por la lógica.
-La roca puede ser muy compleja, ¿la ha visto bajo el lente del microscopio? Acaso también la sustancia de los dioses pueda ser mero humo, que es muchas veces el mejor medio de simular figuras.
-No lo entiendo Cahrué, me pide que elija, porque piensa que como hombres cultos tenemos una idea formada que debemos defender, sin embargo, pone en duda los fundamentos de todas las creencias.
-Eso es lo que ustedes me han enseñado, señor. Su madre y su padre me dieron las reglas de la razón y el instrumento de la lógica. Adoro la anatomía de los cuerpos, sean cuales sean. En cambio usted, está buscando con los instrumentos de la razón, y en los fríos edificios de la anatomía, la etérea sustancia de los dioses.
Maximiliano se quedó mirándolo, fascinado. En esa cara oscura y aparentemente insípida había encontrado una inteligencia más vasta que en cualquiera de los curas del seminario de Cádiz.
-¿Entonces piensa, Cahrué, que estoy buscando humo, tal vez?
-Pienso que está buscando el elemento equivocado en el lugar equivocado, sea humo o roca.
Esa noche se desencadenó la tormenta. Desde la tarde los hombres y mujeres estuvieron preparándose, apuntalando las chozas, tapando las puertas y ventanas con tablas. Encerraron y ataron a las cabras, sujetaron todo lo que podía volar o caerse con sogas. Pero ya antes de terminar, empezó a llover intensamente. Era la primera tormenta que Maximiliano vivía allí. Habitualmente el clima era húmedo y las lluvias muy frecuentes, pero nunca había visto tanto viento. Don Roberto y Cahrué, junto con la chica que los servía, se mantuvieron encerrados, protegiendo los débiles postigos con sus propios brazos durante casi toda la noche. El viejo se quedó sentado en la cama, siempre ciego, con unos ojos tan oscuros que hacía temer cada vez más a los nativos. La chica temblaba tapada hasta la cabeza con mantas.
Al amanecer, el viento amainó, pero seguía lloviendo. Salieron, para ver casi toda la aldea destrozada por el viento del río desbordado y empujada hasta las mismas puertas. Había cadáveres de cabras ahorcadas por las cuerdas con las que las había sujetado. Algunos perros chapoteaban junto a las canoas que ya habían salido para llevar comida a las familias aisladas. Siguió lloviendo todo el día, y el siguiente, y durante siete días completos. La mañana que amaneció sin lluvia, todo era igual y peor: no había comida, no había más que agua y ramas y cadáveres flotando. La choza de Maximiliano estaba en un sitio alto, por eso pudieron quedarse allí. Venían muchas canoas para traer enfermos. Cahrué los ubicaba dentro, y trataban de hacer lo posible por curarlos. Hasta don Roberto colaboraba enrollando telas o hirviendo agua sobre una fogata.
En el octavo día luego de la tormenta, por la tarde, volvió a llover, intermitentemente al principio, lo que dio falsas esperanzas a todos. Luego, continuó una llovizna más o menos fuerte pero constante, y que ya no se interrumpió. Esa tarde, cuando recomenzó la lluvia, trajeron al hombre enfermo que había provocado aquella discusión que había enfrentado por primera vez sus ideas. La familia lo trajo en la canoa, y lo dejó a las puertas de la choza, dejando que Cahrué lo levantara y lo arrastrara hasta el interior. No estaba herido, sino alelado, perdido en sus propias fantasías de enfermedad.
-No puedo dejar que se quede-había dicho Cahrué. Pero no quisieron escucharlo. Arrojaron el cuerpo y se alejaron. Lo arrastró hasta el interior y miró a los otros. El enfermo, entre tanto, deliraba en su lengua. Cahrué lo levantó en andas, lo dejó caer en medio de la choza, intentó que se mantuviera en pie, pero viendo que el otro se dejaba caer, lo golpeó.
-¡Despierta, borracho!
Pero él sabía que no estaba ebrio. Eran las hierbas que él le había recetado y la familia le había dado en mucho mayores dosis para mantenerlo calmado.
-¿Qué es lo que dice?- preguntó don Roberto, porque sintió la inquietud de la chica. Esta se había apartado al verlo entrar, y temblaba tanto o más que con la tormenta.
Cahrué estaba muy nervioso. Maximiliano se dio cuenta que la situación se desbordaba en la choza casi tanto como el río afuera.
-Habla de la sequía. Dice que la sequía durará tanto tiempo como la bestia esté entre nosotros.
Maximiliano pensó en el libro de las Revelaciones. Algo parecido había pronunciado él mucho tiempo antes. Se quedó quieto, ensimismado, mirando el triste escenario de la choza oscureciéndose lentamente, Cahrué al pie del enfermo caído, la chica presa del terror, y don Roberto, sereno en la oscuridad que lo protegía de todos los fantasmas porque era su propio fantasma. Se acercó, entonces, hacia Cahrué, y le dijo al oído:
-Debe ayudarme a abrirle la cabeza, estoy completamente seguro que encontraremos lo que buscamos.
Cahrué se apartó y le dijo que estaba loco.
Maximiliano le sujetó la cabeza con las manos. Era más fuerte, más alto que Cahrué.
-Si no quiere que mate a la chica.
El indio lo miró entonces de una nueva forma. Su parsimonia habitual regresó para guiarlo, porque fue mayor, quizá, el temor provocado por la mirada de Maximiliano, que la lluvia, la inundación, el hambre o la enfermedad. Todas estas plagas venían después que aquella vista en los ojos de aquel hombre blanco.
Aun así, no estaba dispuesto a creerle, y se soltó de las manos de Maximiliano.
-Veo que mis padres le enseñaron demasiado, y ha perdido todo lo que sus ancestros le heredaron. Mire bien, y vuelva a aprender. Fue hasta donde estaba la chica, la agarró de un brazo. Sin darle tiempo al indio a intervenir, la hizo saltar por encima de los enfermos acostados en el suelo, la arrojó con fuerza contra la pared de adobe. Cahrué corrió a verla. Tenía el cráneo hundido sobre la frente, y sangraba.
-No hay nada que me interesa en ella, es a él a quien debemos trepanar- dijo Maximiliano señalando al hombre. Usted es médico, Cahrué, le estoy ofreciendo encontrar la razón de la enfermedad, a causa del mal. No busque espíritus si no cree en ellos, pero yo aún busco lo que queda de mi Dios.
Sabía que había convencido al indio no por alguna razón práctica o dialéctica, sino por algo mucho más personal, que al fin y al cabo era lo único que realmente lo convencería de hacer lo contrario a lo que pensara o sintiera. Sabía que Cahrué estaba viendo en los rasgos de Maximiliano, los rasgos del tío José. Y contra eso, ya no le era viable luchar.
Ese mismo día, Cahrué comenzó a preparar una sustancia anestésica. Había mandado traer desde su vivienda casi todas sus cosas cuando se instalaron en la choza de Maximiliano antes de las lluvias, así que no tuvo más que buscar entre su gran cantidad de frascos y cajas, la que guardaba las hojas de la planta que le servía para esta ocasión. Puso algunas en un pequeño mortero y comenzó a machacarlas hasta hacer una pasta que mezcló con agua.
El hombre había sido atado sobre uno de los camastros. Se movía y gritaba, pero luego se fue serenando, parecía saber lo que iban a hacerle, pero hacía mucho tiempo que no se hacían tales operaciones en la aldea. Cahrué se acercó con la preparación y se la dio a beber. El hombre lo hizo y se fue adormeciendo. Luego, Cahrué empezó a raparle la cabeza de cabello canoso, que ya era escaso. Hizo una marca con un carbón sobre la sien izquierda. Maximiliano preguntó por qué haría la incisión ahí.
-Porque se dice que de este lado del cerebro está el centro del habla. Pienso que es un problema de discordancia entre lo que quiere decir y lo que dice. De todos modos, señor, estamos en un terreno virgen casi para mí también, y usted no ha visto más que cabezas muertas. Esto no es lo mismo que en un libro. Habrá sangre, mucha, y masa encefálica que debemos cuidar.
-Lo sé, amigo mío.
Cahrué se lavó las manos y le dijo que él hiciera lo mismo. Luego preparó sobre la cama, toda la serie de instrumentos que necesitaba: estiletes, pequeños bisturís hechos con huesos, pinzas robadas de los hospitales de la ciudad, una sierra, escoplo.
-Necesito que la fogata esté siempre viva, y un tizón caliente cerca de mí.
Maximiliano se encargó de eso, y luego Cahrué empezó a cortar la piel sobre la marca. El sangrado fue controlado con una pinza calentada sobre el tizón. Un olor a carne quemada inundó el lugar, y la sangre se detuvo. Raspó la piel sobre el hueso hasta llegar a él, y una vez obtenida una superficie limpia de casi veinte centímetros de diámetro, se dispuso a comenzar la trepanación. Apoyó un escoplo sobre las líneas marcadas y con un martillo comenzó a golpear lenta y cuidadosamente. Se fue formando un sendero delicado, y con sólo dos o tres golpes ya era suficiente para atravesarlo. Lo mismo hizo sobre varios puntos de la marca completa, luego fue suficiente que uniera tales puntos con nuevos golpes, y la tapa de hueso comenzó a aflojarse. Hundió un estilete sin filo en bajo uno de los bordes y la levantó. Debajo, había una membrana de color rosado, fibrosa, surcada de venas muy finas.
-¿Son las meninges, no es cierto?- preguntó Maximiliano.
Cahrué asintió, y con un bisturí comenzó a cortar el tejido. El sangrado fue detenido a medida que las venillas eran cercenadas. Maximiliano se encargaba de eso.
Fuera, anochecía. El rumor de la corriente era claro, el chapoteo de la gente y los rumores que lentamente se iban apagando. La lluvia continuaba, incesante, sobre el techo, los alrededores inundados, sobre la selva. Dentro, la chica con la cabeza golpeada miraba desde un rincón, adormecida, la cara manchada de sangre seca. Don Roberto se había acostado en su camastro, con los ojos abiertos, pero sin duda escuchando lo que ambos decían. Los otros enfermos estaban en el suelo, cada uno en su manta de tela, ajenos a cualquier otra cosa que no fuese su propia pesadumbre y enfermedad.
Cahrué levantó la meninge y dejó al descubierto la masa del cerebro. Casi no sangraba, y Maximiliano vio cómo un pequeño latido sacudía a aquel tejido tan noble. Pensó en la luna, que debía estar asomándose en el cielo de la nueva noche que crecía, y aquel cerebro era como la luna, de una redondez imperfecta, llena de cráteres o caminos, de hondas profundidades inexploradas y peligrosas. Sí, sin duda, allí encontraría a Dios, y esta idea lo infundió de una nueva esperanza que se manifestó en su semblante y en sus manos, también en su voz.
-Quiero ser yo el cirujano ahora- dijo.
Cahrué lo miró un instante, adivinando en seguida todo lo que pasaba por la mente de Maximiliano: no había más alternativa que dejarlo hacer lo que quisiera. Todos en esa choza estaba bajo su dominio, ni siquiera él con toda su ciencia a cuestas era capaz de desprenderse de la influencia que ejercía aquel hombre blanco con su ira latente o manifiesta. Allí estaba el hombre con su pierna cortada, esa mirada que venía de siglos de pensamientos abismales, y ese rostro tan parecido al del hombre que creyó adorar en su adolescencia, y que un día se había ido para siempre. Lo vio utilizar las pinzas como si hubiera hecho aquel trabajo toda su vida, observó esas manos tan semejantes al de José Menéndez Iribarne, con casi los mismos surcos de venas azuladas sobre el dorso levemente velludo, los largos dedos. Contempló la expresión en el rostro de Maximiliano: mostraba fascinación y deleite. Éste exploraba delicadamente la masa encefálica, apartando las circunvoluciones hasta llegar a la profundidad. Cahrué lo ayudaba, limpiando la sangre y manteniendo separados los tejidos, preguntándose qué era lo que buscaba. Entonces se dijo que toda operación quirúrgica es, en principio, una exploración, y que toda exploración es una búsqueda incierta: lo que buscamos lo sabremos cuando lo hallemos. Se preguntó si el dios de los hombres blancos, del que tanto sabía, al que tanto había rezado por obligación, era esa búsqueda por lo incierto: la búsqueda a ciegas por un ser ciego, tal vez completamente inválido, encerrado en algún lugar de nuestro propio cráneo. Como un niño abandonado, como un niño no nacido, tal vez un feto no desarrollado y enquistado en ese sitio casi inaccesible en el que se ha escondido. Tal vez un monstruo o una bestia, con el tamaño de una hormiga pero con todo el poder del nombre de Dios.
-Creo que este hueso es el esfenoides- dijo Maximiliano señalando con la punta del estilete.
Cahrué miró y afirmó a pesar de no estar seguro.
-Por más que así sea, ¿qué está buscando?
-Mire bien, Cahrué. ¿No ve esta costra sobre el hueso? ¿A usted qué le hace recordar?
El indio lo miró con asombro.
-Una fractura…Hace varios años este hombre se perdió en el río porque su canoa se volcó en la corriente. Estuvo unas horas perdido y lo encontraron sobre la roca de una playa a varios kilómetros de la aldea. Fue hace tantos años, muy poco después de que sus padres partieran. Luego, siempre estuvo completamente normal.
-Hasta ahora, coincidiendo con el comienzo de las lluvias…
-Pero él predijo sequías…
-Ese es el centro del problema, Cahrué. Tal vez esta costra ha crecido tanto que está interrumpiendo de alguna forma las conexiones cerebrales.
El indio estaba asombrado de la inteligencia de Maximiliano. Porque no era solamente la capacidad de haber retenido todo lo leído a lo largo de los años, sino de haber encontrado la forma de amalgamar todo ello en una forma de pensamiento lógico. Sin experiencia médica, en teoría sabían más que él. Pero entonces comprendió que había algo más: un elemento intuitivo, quizá la imaginación, quizá hasta una cierta dosis de locura. Pensando en todo lo que había sucedido desde que llegara, no le resultó extraño pensar que aquel elemento estuviese siendo desatado progresiva e irreversiblemente.
Maximiliano empezó a raspar la costra formada sobre el hueso. Cahrué le dijo cómo hacerlo con ayuda de los estiletes sin filo. Las astillas fueron levantándose y debajo apareció la forma original del hueso. El indio recomendó que tuviese cuidado con los nervios y los vasos sanguíneos. Muy cerca estaba el nervio óptico. Cuando terminó, limpió con agua y pasó la yema de un dedo sobre el hueso, liso como una tabla recién pulida.
-Ya está hecho, amigo mío- dijo Maximiliano, y sonrió. Sus ojos brillaban, descubridores de algo que anhelaba desde mucho tiempo antes. No dijo nada aún, pero sabía lo que debía hacer con don Roberto.
Devolvieron la masa encefálica a su espacio sobre el hueso, cosieron las meninges y cubrieron la tapa de hueso. La afirmaron con vendas que se cambiarían hasta que soldara. El hombre quedó acostado, y despertó a la mañana siguiente, muy temprano, antes de que el sol se asomara por encima de la inundación.
-¡Lluvias!- dijo lo más fuerte que pudo. -¡Grandes lluvias inundarán el mundo!
Sólo Maximiliano lo escuchó, porque casi no había dormido.
El pequeño y perturbado dios de aquel hombre no había desaparecido, pero ahora hablaba con la irrefutable belleza de la lógica.
27
Sabía, entonces, qué hacer con don Roberto. Él mismo haría la operación, quisiera Cahrué ayudarlo o no. Y presentía que el indio lo haría, esta vez, no por sentirse amenazado, sino por afán de conocimiento. Maximiliano pensó que para aquella aldea él había llegado a ser como un salvador, movilizando y renovando las creencias de la gente, fuesen cuales fueran, y para Cahrué había consistido en un espíritu renovador, casi revolucionario. Pero esta visión social de su propia función desde que había llegado, no concordaba del todo con lo que los demás veían.
El pueblo seguía inundado, y las lluvias se alternaban cada dos días. Durarían toda la temporada, y debían darse por conformes que no ascendiera más el caudal del río. Mientras fuesen lluvias moderadas y permitiesen al río ir bajando lentamente, era suficiente para sobrevivir. Las aguas alrededor de la choza no cedían, y todos los días las canoas llegaban y se iban trayendo o llevándose enfermos, o muertos. El hombre de la trepanación yacía en cama, hablando normalmente, y decía que quería irse. Pero cuando se asomaba a la puerta, apreciaba el ambiente cálido y seco del interior, y decidía quejarse un poco para demostrar que continuaba convaleciente. De todos modos Cahrué quería vigilarle la herida, pero tanto él como Maximiliano consideraban que la operación había sido un éxito.
-Mañana operaremos a don Roberto.
Cahrué lo miró con suspicacia, mientras curara la herida de su hermana, que no parecía mejorar. La grieta en la cabeza no dejaba de sangrar, manchando las telas todos los días. No tenía hambre y pasaba casi todo el día durmiendo.
-Deberíamos curarla a ella, estoy seguro que empeorará.
-Primero a mi suegro, después a ella. Yo mismo lo ayudaré a operarla, es lo menos que puedo hacer…-terminó diciendo con sarcasmo.
¿Qué es lo que habla por su boca?, pensó Cahuirué. Esa noche, asegurándose de que Maximiliano dormía, sacó de sus cosas la biblia que el cura le había regalado antes de su viaje a la ciudad para estudiar. Buscó por todas partes en ese libro algo que explicase qué había en la mente del hombre blanco, algo que explicase a aquel dios particular de que ellos tanto hablaban, por el que tanto envilecían al mundo, llenándolo de iglesias y catedrales, de dogmatismos y leyes de sangre y pena. Las palabras que explicasen a aquel dios explicarían, por lo tanto, al mismo hombre blanco. Sería, entonces, más fácil comprenderlos, predecirlos, justificarlos, por lo menos, aunque de nada sirviese para quitar su influencia depredadora sobre el mundo. El mal estaba hecho ya, la ponzoña había sido sembrada y crecía en cada campo y cada páramo, de cada alma de su pueblo. Pero todas esas palabras le resultaron incomprensibles. Las entendía perfectamente, pero le hablaban de un mundo que no era capaz de imaginar del todo: desiertos, políticas, palabras que de la extrema compasión se convertían en impiadosos castigos universales. La lógica de la que se jactaban brillaba por su incongruencia.
En la mañana, Maximiliano lo encontró dormido con la Biblia abierta entre las manos. Sin despertarlo, la levantó y comenzó a hojearla. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. En la primera página estaba la firma ya casi ilegible de su dueño, un tal Jorge de las Casas, tal vez el cura del que se hablaba en los cuadernos del tío José. Así aún lo llamaba: tío, nunca sería, para él, más que eso. Era curioso cuán poco había pensado en aquello desde que leyó los manuscritos. Lo único que había hecho al enterarse de su pasado, había sido ir hacia el campo de los muertos y luego cortarse su propia pierna rota. ¿Fue esa una manera de cortar con su pasado? Evidentemente, pero aquella idea le resultó demasiado trillada para ser digna de él. Por eso evitó los pensamientos que ahora le llegaban, traicioneros, arrastrándose como vulgares babosas de jardín que creían ser inteligentes serpientes de paraísos perdidos. Arrojó el libro sobre las brasas. Vio cómo las tapas se teñían de un tizne apenas más negro que su propio color. Así no se quemaría jamás. Se arrodilló junto al fuego y retiró el libro. Las cubiertas calientes le quemaron las manos un instante, pero soportó la molestia. Se levantó y escondió el libro, junto con la cruz de plata, ambas, la suya y la que encontró junto a los cuadernos, bajo la cama. Agarró los cuadernos, y los llevó al fuego. El papel viejo y ajado, seco, prendió fácilmente, pero tuvo la satisfacción de ver cómo se iban quemando las hojas una por una, cómo la letra del tío José iba consumiéndose así como su cuerpo muerto se había consumido en el incendio de la casona de Cádiz. Lo que no había visto por haber huido antes de verlo realizado, ahora lo estaba viendo por primera vez. El olor de la carne quemada continuaba en el interior de la choza, viciada de olores humanos perpetuados por la humedad intensa del clima.
Sintió una mano apoyada en su hombro izquierdo. Cahrué observaba lo que hacía.
-Hagamos lo que usted quiera con el viejo- dijo. –En la noche curaré a mi hermana.
Ni siquiera habían comido nada cuando ya la hierba anestésica estaba preparada. Habían lavado a don Roberto y lo acostaron desnudo sobre el camastro en que habían operado al otro hombre. Las telas estaban limpias, la fogata ardía con combustible renovado e iluminaba casi toda la choza. Las herramientas para la cirugía hacían sido limpiadas concienzudamente. Afeitaron el ralo cabello del viejo. Mientras se dormía, Maximiliano le acarició la cabeza como a un niño, hablándole de Elsa, prometiéndole que muy pronto vería otra vez a su hija. El viejo le sonrió por un instante con sus delgados labios rodeados de la barba blanca y crecida. Sus ojos no tenían vida desde hacía mucho tiempo, oscuros abismos que se cerraron cuando sus párpados cayeron en el sueño. Quién sabe en dónde se adentrarían, en qué profundidades nacerían los mundos que habitaban esa mente que la boca discreta había decidido mantener callados. Mundos que Maximiliano estaba dispuesto a abrir ahora, para liberarlos, para que don Roberto estuviese libre finalmente de ellos y pudiese ser el hombre y el padre que Elsa anhelaba que volviese a ser.
Esta vez Maximiliano quiso hacer todo solo. Únicamente permitió que el indio lo ayudase en limpiar la herida, pasarle los utensilios o cualquier otra cosa que no pudiese hacer por sí mismo. Hizo la incisión en la sien izquierda, ya que de ese lado habían comenzado los síntomas en el ojo. Llegó al hueso y comenzó con la trepanación como había visto hacerlo a Cahrué. La superficie ósea del viejo era más delgada, y temió lesionar el tejido profundo. Actuó con cuidado, y levantó la tapa de hueso. Debajo encontró la meninge y la palpó. Se sentía endurecida y callosa. Había algo más profundo que empujaba la membrana hacia afuera, libre ahora de la presión del hueso.
Cahrué le dio el bisturí y él pinchó con delicadeza la meninge. Un chorro de un blanco líquido espeso comenzó a fluir que rapidez, cayendo por la cabeza del viejo hacia la cama. Los dedos de Maximiliano se mancharon y lo primero que intentó hacer fue detener el flujo, pero Cahrué le dijo que lo dejara salir. Maximiliano entonces abrió más el orificio metiendo un dedo en la cavidad. El líquido continuó saliendo largo rato, más escaso cada vez, más manchado de sangre luego.
-Tiene una infección desde hace mucho, eso es evidente- dijo Cahrué.
-Pero debería haber tenido fiebre…
-Si la infección fuera la causa de su ceguera, sí, además ya habría muerto.
-¿Entonces…?
-Abra más y lo verá…
Maximiliano lo miró, presintiendo lo que quería insinuar.
Abrió la meninge todo lo que la trepanación le permitió. La masa encefálica se deshacía al tocarla. Limpió la zona con agua abundante, y los trozos de tejido desaparecieron como pedazos de sueño, pedazos de vida e inteligencia para siempre idos. Recuerdos, quizá, trozos del mundo muertos para siempre.
Más profundamente, encontró una masa casi pétrea de tejido blanco y grisáceo.
-Eso es lo que pensaba-dijo Cahrué- Un tumor gigante.
-Los médicos pensaban que había invadido el cerebro y por eso no podían extirparlo.
-Señor, el tumor es el mismo cerebro, o una parte por lo menos. Si quitamos todo quedará vivo, tal vez, pero como un vegetal.
-De todos modos, morirá si lo dejamos así.
-Usted decide, entonces. Llevarle a su hija un vegetal que cuidar el resto de su vida, o un cadáver.
Maximiliano lo miró con odio. Cómo se atrevía a hablarle así de los dos únicos seres que él había llegado a amar. Qué sabía el indio de lo que fue su vida antes y después de aquel viaje en barco. Ni con toda su imaginación podría llegar ni siquiera a acercarse a deducirlo. Como toda respuesta, continuó trabajando. Trató de distinguir en base a lo que había visto y tocado como normal, los tejidos endurecidos o atrofiados, aquellos que todavía recibían sangre de aquellos que no. Fue cortando lo que le pareció muerto, pero pronto fue llegando a la superficie de un hueso de la base del cráneo, cercano al ojo. Entonces supo que era el mismo que había visto muchas veces en los cadáveres, el mismo que le había llamado la atención al estudiar los libros de anatomía de la biblioteca del tío José. El hueso esfenoides, con su estructura alada y sus orificios como breves túneles por donde transcurrían los nervios y los vasos sanguíneos para el ojo. En el hombre con los delirios de la lluvia y la sequía, había hallado una fractura; en el viejo Roberto encontró que casi toda la superficie izquierda estaba acribillada, casi perforada, por la masa del tumor que se había desarrollado sobre él. El agujero esfenoidal era mucho más grande de lo habitual, casi no podía decirse que fuese un agujero sino un espacio libre que estuvo habitado hasta entonces por el tumor.
Maximiliano vio los nervios atrofiados, las arterias y las venas colapsadas, el hueso hecho astillas de consistencia purulenta. La grasa posterior del ojo sobresalía hacia la cavidad craneal, y era nada más que un tejido infeccioso ahora. Levantó un poco más la masa del cerebro, y encontró pequeños seres vivientes, larvas blancas removiéndose en un sitio que hasta entonces les había sido propicio. Y Maximiliano supo que esos eran las representaciones de los demonios, encarnaciones de los demonios que habían deshecho el esqueleto de Dios, arrojando los restos al mar.
Lo que había visto en la mirada de don Roberto, lo que había visto el hermano Aurelio, lo que vislumbró en los ojos de la esposa del capitán, había sido eso: simplemente la apertura y la liberación de los demonios destruyendo la estructura que Dios había diseñado como su máxima creación. Algo tan grande que jamás podría superar: el hombre y su cuerpo. Porque el alma es espíritu, y si Dios es espíritu lo único que había hecho era entregar parte de su alma a un objeto biológico que antes no existía. Si el espíritu es energía, con ella había creado Dios al hombre, como un estallido, como una efervescencia, como la putrefacción de la que nacen los gusanos.
El cuerpo biológico era, entonces, el terreno de la guerra entre Dios y los demonios.
Vencer el cuerpo era vencer a Dios.
Por ello, él, Maximiliano Menéndez Iribarne, ya ahora llamado Méndez Iribarne por compasivo descuido de un simple empleado de aduana, debía exterminar a los demonios.
Agarró el bisturí y penetró en la masa encefálica del viejo. Las larvas continuaron saliendo, llevadas por el torrente de la sangre que ahora brotaba, y que no tendría fin. Porque Maximiliano sabía que ya todo había terminado. Que el viejo Roberto había sido dominado por las fuerzas del mal, que su cuerpo era un caldo de cultivo de demonios, prontos a dominar al mundo en cualquier momento.
Cahrué intentó parar la hemorragia, pero al ver que Maximiliano alejaba las manos y las mantenía abiertas, se dio cuenta que estaba entregando el cuerpo del viejo como una ofrenda de sacrificio. Había asistido a las misas que el cura daba una vez por mes en la aldea, y esa posición del oficiante ante la sagrada Eucaristía, era la que tenía Maximiliano en ese momento. Las manos abiertas a los costados, elevadas apenas un poco por encima de la cabeza. La mirada extasiada y piadosa, triste, reflexiva, y al mismo tiempo completamente dominada, puesta primero en el cuerpo del sacrificio, luego levantada a Dios, como los retratos de Cristo en las pinturas del Renacimiento.
El cuerpo del viejo se desangró sobre el camastro, con la mitad de su cabeza abierta, y llena de trapos embebidos en sangre.
Maximiliano fue en busca de una tela, y cubrió el cuerpo, luego se dejó caer al suelo, sollozando en silencio, con la cara entre las manos, balanceándose al compás de una música que sólo él escuchaba. Tal vez, el Qui tollis de una misa de Mozart.
El acongojado canto del agua, allá afuera.
En la noche, Cahrué operó a su hermana. No pretendió que Maximiliano lo ayudase, ni éste ofreció su ayuda, ya que no se había movido del lugar junto al viejo muerto. No más de una hora después, la chica también había fallecido, y Cahrué se paró junto a él. Maximiliano le vio los pies desnudos sobre el suelo barroso de la choza. Levantó la vista hasta sus ojos, y vio la mirada del indio.
-Todo lo que nosotros tocamos, muere- dijo.-Deberíamos matarnos.
Maximiliano se levantó dificultosamente. Su única pierna le dolía mucho, pero hizo el esfuerzo para honrar a Cahrué, hablándole cara a cara.
-Usted va a operarme a mí, ahora. Tengo muchos demonios que sacar del interior de mi cuerpo. Mi templo se está pudriendo en vida por obra de ellos. Mire allá…-dijo señalando la ventana.
Había anochecido hacía mucho, y una luna llena de esplendor parecía avanzar sobre la selva.
-¡¿Q ué?! – preguntó el indio con ira.
-¿No ve cómo la luna se está inclinando hacia nosotros? La luna es de hueso, amigo mío, un enorme hueso con el tamaño del alma de Dios. Hace ya mucho que está siendo perforado, deshaciéndose en astillas que caen al mar. Lo he visto, se lo aseguro, incluso acá vi los huesos cayendo al ancho río Paraná, para arrastrarlos en su terrible corriente hacia el océano. Allí se construyen los palacios del próximo reino.
Cahrué lo observó detenidamente, con el ceño fruncido y las manos temblorosas. Maximiliano sabía en lo que estaba pensando, pero aguardó con paciencia a que hablara, para soportar todo el torrente de la furia que presentía. Sin embargo, no estaba preparado para oír lo que le dijo.
-Lo haré, señor. Lo operaré y le sacaré esa luna de escarnio que habita su mente.
Luego miró fijo en el centro de sus pupilas.
-Sus ojos son dos piedras, señor. Dos huesos petrificados hace tanto tiempo como el que lleva caído el ángel más hermoso del cielo.
Maximiliano se levantó a la mañana siguiente mucho después del alba. Los bullicios de la aldea lo sorprendieron. La inundación había alejado a casi todos, y lo único que se escuchaba desde hacía muchas semanas era nada más el sonido de la corriente y la lluvia. Pero esta mañana se oían cantos y gritos de jolgorio. El ruido del agua era alegre y libre de la pesadumbre de los días anteriores. Esta vez, penetraba por la ventana unos todavía tímidos rayos de sol que se asomaban entre las nubes que comenzaron a agrietarse lentamente. La lluvia había cesado, pero faltaba mucho para que las aguas abandonasen la aldea y el río volviese a su nivel habitual.
El hombre que predijo la sequía en plena inundación, se acercó a la puerta y salió. Lo esperaba su familia con una canoa, y él se subió a ella y saludó a los habitantes de la choza con la mano, como un niño. Estaba curado de sus alucinaciones, tal vez. Pero un momento más tarde, se puso en pie en medio de la canoa, haciéndola tambalear con sus ocupantes dentro, y gritó hacia el único que lo miraba irse:
-¡Sequía, sequía! –dijo en español, y su familia se rio tan fuerte que casi cayeron todos al agua. Pero la canoa resistió, y continuaron su regreso a casa.
Maximiliano se dio vuelta y vio a Cahrué que llevaba cargando el cuerpo de su hermana.
-Estaba preñada- dijo.
Maximiliano lo retuvo de un brazo, porque el otro seguía de largo hacia afuera, tal vez llevándola al campo de los muertos.
-¡¿Cómo lo sabe?!
-Al morir anoche, su cuerpo expulsó un embrión muy pequeño.
-¿Qué hizo con él?
Qué hizo con mi hijo, habría querido preguntar en otro mundo que no fuera éste, en otro instante que no fuera éste, con otro sentimiento que no fuese éste que ahora le provocaba náuseas.
-Lo tiré al fuego, señor. Eso es lo que hacemos nosotros con los niños sin alma.
Luego, se fue caminando por el sendero de madera que habían construido como un puente. Cuando el sendero se terminó, Cahrué se hundió en el agua hasta las rodillas y continuó caminando hasta el campo de los muertos, también inundado. Qué iría hacer allí, se preguntaba Maximiliano a la vez que su mente era devorada por el deseo de entrar a la choza y escarbar entre las brasas. No lo haría, con seguridad que no. Quién sabía si era verdad, después de todo, y si lo hubiese sido, un alma sobrevive aún al fuego, sobre todo las almas no bautizadas. Sobreviven y quedan vagando por el limbo, para siempre perdidas y sufrientes. ¿Dejaría él que a su hijo le pasara eso? Intentó apartar tal idea de su mente, con mucha probabilidad Cahrué había mentido por rencor. Pero sabía que el indio no era capaz de mentir sobre una cosa así.
Entró a la choza y se dirigió directamente hasta la fogata extinguida. Revolvió las brasas, apagadas, frías, y no sintió entre sus dedos más que ceniza. ¿Pero acaso los cuerpos no se convierten en eso al quemarse? Tales cenizas podrían ser todo lo concebible por la mente humana: un leño, un niño muerto, o los huesos del mismo dios crucificado.
Pensó en Elsa, en que jamás volvería a verla, en que jamás le daría un hijo a ella ni ella a él. Entonces sintió que los gusanos de su mente se revolvían en su lecho, y gritó el nombre de Cahrué para que regresase de inmediato y lo operase. Necesitaba sacarse ese sonido, ese cosquilleo, ese olor que emanaba de sí mismo. Si no lo hacía pronto, se arrojaría al río para ahogarse. Pero qué lograría con eso, sino llevar a los gusanos a un medio más propicio para su proliferación. Debía alejar el mal del cuerpo, debía mantener en seco todo para que nada creciera. Pare que los gusanos muriesen al sol, y sacar a los demonios del dominio del agua, del dominio de la sangre.
Vio venir a Cahrué desde la zona inundada. Llegaba solo, caminando por el agua, y cuando subió al sendero elevado, las aguas subieron también, y fue como verlo caminar sobre el agua. Maximiliano sintió que había llegado el momento, por fin. Veía a Cristo caminando sobre las aguas, a ese cristo imitador que envilecía al verdadero.
Cahrué llegó junto a él. Maximiliano se acercó a su cara, le dio un beso en una mejilla, luego en la otra, finalmente uno en la boca.
-Entrego mi cuerpo a Dios, Cahrué.
Para el mediodía, el indio ya había abierto el cráneo de Maximiliano Menéndez Iribarne. Pero éste estaba dormido, deambulando en los suaves dominios del sueño inducido. Y las patas del sueño eran patas de miles arañas que levantaron su cuerpo en vilo y lo llevaron de estación en estación del Calvario. Sintió los clavos bisturíes de Cahrué, que esta vez tenía la cara de un centurión romano. Los dedos del soldado entraban en su cabeza, explorando, retirando detritus inservible, perforando los huesos hasta llegar a las alas del esfenoides. Y allá asentado, el gran orificio que llevaba desde los recovecos de la mente hacia el túnel orbital de los ojos. Un túnel que llevaba de tiempo en tiempo, acumulándose las visiones, los recuerdos, todo lo visto en esa porción del cráneo conservada como un rincón olvidado de una casa vieja, construida por un arquitecto enfermo. Un arquitecto que murió cuando la casa aún no había sido terminada. Todo en la casa ha quedado inconcluso, las puertas abiertas, las ventanas sin postigos, los pisos sin baldosas, las paredes sin pintar, las salas frías, la cocina estéril, los baños sin desagües, los cuartos filosos de humedad y tristeza. Sobre la superficie del hueso, Maximiliano intenta levantar vuelo, pero las alas del esfenoides no son alas, sino esqueletos de un gran pájaro muerto, disecado e instalado en un museo.
El museo es la casa.
La casa es su cráneo.
Su cráneo es un sótano.
Ve cómo Cahrué levanta una mano, y en su mano hay una gran piedra que derrumba el edificio inservible. La demolición ha comenzado, para dar lugar a un vasto espacio libre donde se creará una plaza dentro de la enorme ciudad del mundo. Una plaza hecha de concreto, sin pasto, sin árboles, sin flores. Únicamente pisos y juegos mecánicos hechos de cemento. Un ciudad para niños que no han aprendido más que el juego del sí y el no. Los juegos de la máquina, el olor del aceite, el aroma del petróleo, el olor de la pólvora. El aroma de los campos de exterminio. El perfume de la madera penetrada por un clavo, de la madera quemada en la hoguera, el vaho que emana de la silla eléctrica.
Maximiliano viaja en el tiempo, porque sus ojos ahora ven todo lo que han visto alguna vez. Es un hombre, lo sabe. Nunca ha sido más que un hombre, ni menos que uno. Testigo del mundo, juez y parte del mundo. En sus manos ve la cruz de plata arrancada de un cuerpo muerto, más de veinte años antes. Ve la herencia del dolor y de la locura, de la pura tristeza cristalizada en frágiles ademanes desgastados por el tiempo.
Ve el fuego. Ve el agua.
Y la sangre que lo alienta se derrama, llevándose torrentes de cadáveres.
Ve la bestia que se levanta sobre el templo sagrado de su cráneo, rompiendo los límites luego de muchos meses, tal vez cuarenta y dos meses, no podría decirlo con certeza. La bestia que se expande y sale de su cabeza buscando alimentarse, ya que allí no podrá habitar más. Huye, y toma todo lo que encuentra a su paso. Lo que deja son despojos y herejías, cosas secas desafiando a la vitalidad de los dioses y los reyes. Huyendo hacia el agua para crecer, para saciarse, para construir su dominio.
La bestia se ha ido y lo ha dejado solo, vacío. Su cráneo es una caja de resonancia con un eco imperfecto, que produce una deforme respuesta.
Y en medio de la nada, está él, como el seco embrión de un dios muerto.
Cahrué cerró el cráneo, colocó la tapa de hueso y una venda alrededor de la cabeza. Comprobó que Maximiliano respiraba normalmente. Lo cubrió con una manta, lo abrigó y lo dejó dormir. Despertaría, probablemente, antes de que llegara la noche. Para esa hora, él habría descansado lo suficiente para comenzar un nuevo día. Había mucho que hacer.
Buscó en las pertenencias de Maximiliano. Halló la última dirección que tenía de Elsa. Haría lo que Maximiliano le pidió antes de beber el sedante: lo llevaría, vivo o muerto, de vuelta a Buenos Aires, buscaría a su mujer, y lo dejará con ella. Cahrué aceptó porque vio en ello una buena oportunidad para huir del pueblo. Una vez, hace mucho, esperó que un hombre blanco, muy parecido a este que está junto a él, lo llevara a la ciudad. Luego fue solo, es verdad, pero lo de aquella vez era como una deuda pendiente del hombre blanco para con él. Ahora podría realizarlo. Regresaría esta vez a Buenos Aires no como un indio que cualquier hombre blanco podría humillar, sino como el acompañante de uno de ellos. Sería, al descender del barco rivereño, el médico personal de un extranjero de la madre patria que decidió afincarse en la ciudad.
Maximiliano despertó, intentando levantar una mano, pero no pudo. Cahrué lo sentó en el camastro y le da dio beber, hasta tuvo que abrirle los labios. Únicamente las funciones reflejas continuarían funcionando en Maximiliano. Desde ahora sería el médico, el enfermero, el sirviente de un cuerpo que pensaba, escuchaba y sentía, pero que no veía más que la completa oscuridad, y no podía mover ninguna parte de su cuerpo que no fuese con su imaginación. No pasaría mucho tiempo para que creyera que esos movimientos eran reales, y confundiría sus deseos con sus logros. Ni siquiera hablar, sólo le era permitido emitir un sonido de respiración agitada o tranquila. Su corazón funciona con normalidad. Su vientre seguiría trabajando incansablemente. Su cerebro era la mitad de lo que alguna vez fue, pero desde suficiente para él desde ahora.
En la mañana, vistió a Maximiliano. Éste se dejó mover, y hasta hubo un cierto brillo acuoso en sus ojos mientras Cahrué lo movía. Todo estaba listo para partir hacia el embarcadero, donde al mediodía llegaría el barco para llevarlos a Buenos Aires.
Cahrué se vistió con un pantalón y una camisa. De dónde los ha sacado, pareció preguntar Maximiliano con su mirada. Y como si Cahrué lo escuchara, contestó:
-Son de su familia, señor. Ropa que su padre y su tío me dejaron. Esta es de don Manuel.
Entonces Maximiliano intentó bajar la mirada para ver su propia ropa, pero no alcanzó porque no podía mover la cabeza. Cahrué le dice:
-A usted lo vestí con lo que perteneció a don José- dijo, sin sonrisa, pero sus labios gruesos parecieron adelgazarse en una mueca indefinida.
Levantó a Maximiliano y lo puso en una camilla de lona que dos hombres más transportarían hasta el muelle. Mientras lo levantaba, sintió la respiración de Maximiliano en su cuello, la humedad de unas lágrimas y la fortaleza de los músculos tensos del cuerpo. Lo acostó en la camilla y llamó a los otros.
Fueron en caravana por el sendero entre los árboles hacia muelle. El mismo que tanto conocía, y reconoció esta vez por el olor de la selva y el sonido de las aguas del río. La inundación había cedido rápidamente, el buen tiempo secó los charcos y la tierra absorbió el agua. El río volvió a su cauce. Y, curiosamente, el tiempo era demasiado seco, tan intenso en su extraño calor, que parecía estar adentrándose en un período de sequía.
Cahrué lo sabía, y por eso también se iba. Su tribu moriría, exterminada por el hambre y el olvido. Huiría a Buenos Aires, él, que con todo su conocimiento, podría abrirse paso entre los hombres blancos. Si no le daban paso, los obligaría. Por eso llevaba a Maximiliano, por eso las ropas elegantes guardadas en el equipaje.
Y en el barco, le dieron a Maximiliano una silla de ruedas, y allí pasó el resto de la travesía, en cubierta o en el pequeño camarote. Por las noches dormían en la misma cama, la única forma de que Maximiliano no se cayera, y también de cambiarlo si se ensuciaba. Cahrué lo limpiaba entonces con cuidado, hablándole igual que a un chico, volvía a vestirlo y acostarlo otra vez.
Maximiliano vio pasar los días desde la cubierta, las aguas del río que desaparecía para siempre, y el paisaje que iba cambiando exactamente al revés de la forma en que lo vio hacerlo la primera vez. Aparecían las ciudades y los árboles escaseaban. Las orillas se iban poblando de muelles y de gente, de ciudades portuarias.
Un día llegaron al puerto de Buenos Aires. Era de tarde, y el barco recorrió los enormes astilleros, las dársenas, hasta detenerse en una de ellas. Los pasajeros comenzaron a descender, pero Cahrué quiso esperar a que el muelle se despejara. Cuando ambos lo hicieron, el indio se había vestido con la mejor ropa que tenía. Un traje marrón claro, camisa blanca, una corbata de lazo, un sombrero. Caminaba con hidalguía, sabiéndose extraño para aquella gente de Buenos Aires: un hombre de tez oscura, de rasgos aindiados, pero dueño de una prestancia muy poco común. No parecía estar actuando, sino recordando las características de la forma y las maneras que alguna vez había tenido. Viéndolo empujar la silla de ruedas por las calles de Buenos Aires, erguido y fuerte, con su tez oscura pero caracteres intensos, viriles, dominantes, se hubiese dicho que no venía de una raza en decadencia, como a sí mismo se denominaba, sino de una raza que simplemente estaba perdiendo la batalla por la supervivencia. Y en lugar de dejarse morir o dejarse vencer, este miembro de aquella raza se estaba adaptando a la nueva civilización.
Maximiliano lo vio así vestido, y pensó qué contraste con lo que le había dicho en la aldea. Pero se daba cuenta que no era sumisión en el caso de Cahrué, sino la más pura y exacta acción de un estratega. Casi podía escuchar el sonido de las máquinas internas del cerebro del indio mientras recorrían las calles de una ciudad algo diferente a la que había conocido al llegar. Con apenas tres años o menos de diferencia, había crecido. Y dónde estaba Elsa, se preguntaba, mientras cedía intermitentemente al dolor que lo aquejaba en esa silla, atado al respaldo para no caerse hacia adelante, el único pie atado para que no se le cayera e hiciese tropezar a la silla, los antebrazos atados para que no cayeran sobre las ruedas y se lastimaran entre los rayos. Era un vegetal, lo sabía, pero hasta un vegetal puede crecer. Él ya no crecería, no sería capaz de cambiar más que para peor, atrofiarse, envejecer, sufrir dolores sin poder quejarse.
Ya no podría hacer mal a nadie, tampoco ya podría amar a nadie más.
¿Dónde estaba Elsa en medio de tanta gente? Había dado instrucciones a Cahrué para empezar a buscar cuando llegasen a la ciudad. Así lo había hecho el indio, preguntando en la aduana. Pasaron de pensión en pensión, siguiendo el nombre y apellido de Elsa como un rastro que ella había ido dejando a lo largo de esos pocos años. Debió haber sufrido penurias económicas, pensaba Maximiliano, además de las inevitables angustias personales antes la falta de noticias de él y don Roberto.
Finalmente, una semana después de su llegada, cuando los pocos pesos que tenían se les estaban acabando con los gastos de la habitación de un hotel que Cahrué se empecinó en no abandonar porque concordaba con la imagen que estaba dispuesto a aparentar para el futuro de ellos dos, les dieron una dirección en un barrio bajo, a las orillas del Riachuelo.
Cahrué empujó la silla sin cansancio, pero sudaba bajo el traje. Maximiliano también estaba bien vestido con un traje de lino que había pertenecido al tío José. Parecía un millonario paralítico asistido por su médico personal de origen exótico. Así los veía la gente por la calle, seguidos de algunas risas, pero en su mayoría de miradas admiradas. Las mujeres cuchicheaban entre ellas al verlos pasar. Cahrué hacía un breve gesto digno con la cabeza, y ellas respondían como si fuese el secretario personal de un embajador jubilado por invalidez.
Llegaron a la puerta del conventillo que figuraba en el papel escrito con la letra clara, de rasgos clásicos, que Cahrué había aprendido a hacer. Hicieron palmas para llamar. Escucharon el sonido de unos zapatos bajando una larga escalera de metal. Poco después, se abrió la puerta de calle, y apareció una mujer de cabello castaño recogido en la nuca, las manos con harina y un delantal sobre un vestido de percal, viejo pero elegante.
-¿Sí? –preguntó ella, antes de ver al hombre que estaba en la silla de ruedas. El aspecto del acompañante le llamó la atención primero, y le costó bajar la vista para observar al enfermo. Entonces su voz se detuvo, literalmente, en un grito ahogado con la mano enharinada. Una mancha blanca le cubrió la barbilla y los labios.
-Dios mío… Maximiliano…¡sos vos!
Apenas lo dijo se abrazó a él, pero las ataduras y la inmovilidad la confundieron, y la mirada del extraño acompañante la intimidaba. No supo qué decir, qué hacer. Cahrué la ayudó.
-Mi estimada señora, tengo el honor de presentarme a usted como el médico personal de su distinguido señor marido. Soy el doctor Mario Cabañas.
-¿Pe…pero doctor, qué ha pasado?
-Los salvajes, mi querida señora- dijo, con cara de pesadumbre y resignación.
-Pero usted…
-Son de mi raza, señora, fui como ellos, pero tuve el honor de conocer a los padres de su marido, quienes me dieron la educación necesaria.
Elsa se secaba las lágrimas con las manos, logrando únicamente cubrirse la cara con grumos de harina. Cahrué, o el doctor Cabañas, que tal era el nombre que utilizaba cuando estudió medicina, se le acercó y le ofreció su pañuelo.
-Gracias- dijo Elsa, entre gimoteos. Entre sus piernas se escondió un niño que apareció en la puerta unos segundos antes. Era un niño pecoso, de no más de dos años.
Ella se dio cuenta y se puso a temblar. Miró alternativamente al indio y a Maximiliano. Luego detuvo la mirada en el hombre inválido que era ahora su marido.
-Es tu hijo, supe que estaba embarazada unos días después de que ustedes partieron.
Acarició la cabeza del niño y dijo:
-Bruno, éste es tu papá, de quien tanto te hablé.
El chico miró fijamente al hombre en la silla de ruedas, se acercó al muñón de la pierna y lo tocó. Nadie lo detuvo. Pereció querer comprobar si la pierna era invisible, si había alguna clase de magia en ese hombre extraño. Cuando comprendió, se puso a llorar y se escondió entre las piernas de Cahrué. El olor de la tela lo consolaba, el aroma que persistía a través de los años y los climas.
Los hombres dejaron el hotel y se instalaron en la pensión, que pronto dejarían en busca de un lugar más grande. Desde la mañana siguiente, que era domingo, se los vio todos los días santos asistir a misa muy temprano. Salían del conventillo con sus mejores ropas. Primero, el doctor Cabañas bajaba en andas al enfermo y lo sentaba en su silla al pie de la escalera. Luego bajaba Elsa con un vestido negro, el misal en la mano izquierda y un rosario en la derecha. El niño iba vestido con un trajecito oscuro de pantalones cortos y el pelo engominado. Salían los cuatro a la vereda, y tomaban posiciones, que el doctor había determinado por practicidad, dijo. En el centro, la silla de ruedas, con el inválido pulcramente vestido y limpio, silencioso como un muñeco a quien había que proteger del sol y las caídas. Detrás, empujando la silla, Elsa. Al principio quiso ser el doctor quien hiciera aquel esfuerzo, pero ella se negó rotundamente. En todo lo demás, hizo y haría lo que él aconsejara, pero la tarea de llevar a su marido le pertenecía exclusivamente. A la derecha caminaba el doctor, digno como siempre, recogiendo miradas, consciente y jactancioso de los deseos y las envidias, de la extrañeza, en fin, que provocaba. A la izquierda de la silla iba Bruno, mirando el suelo, avergonzado como siempre que lo obligaban a exponerse junto a aquel enfermo que no comprendía, que casi siempre tenía mal olor, excepto cuando lo bañaban y lo perfumaban para salir. Ese hombre, si así podía ser llamado, al que lo obligaban dar un beso todas las noches al acostarse, y cuya barba lo pinchaba, cuya voz gutural parecía la de un animal salvaje.
Los cuatro, entonces, recorrían las pocas cuadras hasta la iglesia. Y Elsa observaba, de vez en cuando, la cabeza de su esposo, mientras empujaba la silla. Veía el pelo que lentamente iba cubriendo una cicatriz grande que abarcaba casi toda la parte superior del cráneo, con un relieve como si el hueso estuviese levantado. A veces, mientras lo bañaba o lo acostaba, creía sentir un ruido parecido al choque de huesos, pero se decía a sí misma que era imposible, que era solamente su imaginación. Le había pedido al doctor que le hablara de todo lo que les había pasado en la selva, pero él le había dicho que con el tiempo iría poniéndola al tanto.
-Ha sido terrible para ambos, créame, y ya ve lo que ha sido para el señor-decía, bajando la mirada al suelo, como si escondiera lágrimas.
-Gracias a Dios, lo tuvo a usted para rescatarlo de esas bestias.
Cahrué, que nunca más pronunciaría este nombre ni siquiera en pensamiento, contestó:
-Así es, señora. Somos más que hermanos.
Y Maximiliano parpadeó, luchando sus deseos como monstruos atrofiados por levantar una mano y señalar la luna de esa noche. La enorme luna que era más bella que nunca, porque era simplemente eso, un satélite de piedra girando hasta el fin de los tiempos. Ya no había más demonios en ella, ni había dioses entregando sus huesos. El único Dios que había conocido, estaba para siempre enterrado en su cuerpo atado a la silla.
Belén de Escobar
Abril 2010- Julio 2014
Ilustración: Otto Dix
ISBN 978-631-00-2481-3
No hay comentarios:
Publicar un comentario