Supo que
había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa,
trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos
negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de
aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente
igual que el otoño.
Martin
Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña. Torry
ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez
por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina.
“A causa de la sal”, declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de
un salto.
-Baja
-le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó
sus orejas-. Bueno…-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh?
Torry
calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró
intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a
hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un
recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
-¿Qué
has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido
allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el
otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo había postrado en la cama. Ahora
su único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a
hojas secas, su color de oro pajizo.
-¿Dónde
has estado hoy, Torry?
Pero
Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de
una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su
canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por
las intensas lluvias. Allí había estado Torry.
Y los
lugares visitados por Torry podían ser visitados después por Martin; porque
Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad
o el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada
sobre Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos
de Torry a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los
senderos bordeados de tumbas del cementerio, por el bosque… A través de su
emisario, Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.
La voz
de su madre se acercaba, furiosa.
Martin
empujó al perro.
-¡Baja,
Torry!
Torry
desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la puerta de
la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules. Llevaba una
bandeja de ensalada y jugos de fruta.
-¿Está
Torry aquí? -preguntó.
Al oír
pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.
Mamá
dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
-Ese
perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes y
cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la señorita Tarkins, y
ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins está furiosa.
-¡Oh!
-Martin contuvo la respiración.
Debajo
de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía que
mantenerse quieto.
-Y no es
la primera vez -dijo mamá-. ¡El de hoy es el tercer agujero que cava esta
semana!
-Tal vez
esté buscando algo.
-Lo que
se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible. Siempre está
metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!
Hubo un
tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una sonrisa.
-Bueno
-concluyó-, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que atarlo y no
dejarlo salir más.
Martin
abrió la boca de par en par.
-¡Oh,
no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría… nada. Él me lo cuenta
todo.
La voz
de mamá se ablandó.
-¿De
veras, hijo mío?
-Desde
luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
-Me
alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron
unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año que acababa
de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría abandonar
el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.
-¡Sal,
Torry!
Murmurando
palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un cartoncito
cuadrado, con unas letras dibujadas en negro:
Me llamo
Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo? ¡Sígame!
La cosa
daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior, todos los
días.
-¿Lo
dejarás salir, mamá?
-Sí, si
se porta bien y no cava más agujeros.
-No lo
hará más. ¿Verdad, Torry?
El perro
ladró.
***
El perro
se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a la
señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro de cuentos como regalo; el día
antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante del señor Jacob,
el joyero, mirándolo fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a
leer el mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora,
Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando,
corriendo, ladrando de nuevo…
Detrás
del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta suavemente.
Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry
corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó hacia
delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarlo
esta vez. Quizás la señorita Palmborg o el señor Ellis o la señorita Jendriss
o…
El
visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz femenina, juvenil,
alegre.
Se abrió
la puerta.
Martin
tenía compañía.
***
Transcurrieron
cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la
temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las
hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo
visitantes.
A la
señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente
y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la
casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
El
domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el señor
Henricks.
Y, a
cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores
silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo
tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre
su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a
los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego,
una mañana, mamá le habó a Martin de la señorita Haight, la joven guapa y
sonriente.
Estaba
muerta.
Había
fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin
estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando en su modo
de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en
su delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba
acerca de las estaciones y de la gente.
Ahora
está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba
muerta.
-¿Qué
hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
-Nada.
-¿Quieres
decir que se limitan a estar tendidos allí?
-A
descansar allí -rectificó mamá.
-¿A
descansar allí…?
-Sí
-dijo mamá-. Eso es lo que hacen.
-No
parece que tenga que ser muy divertido.
-No creo
que lo sea.
-¿Por
qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están cansados
de estar allí?
-Bueno,
ya has hablado bastante por hoy -dijo mamá.
-Sólo
quería saberlo.
-Pues
ahora ya lo sabes.
-A veces
creo que Dios es tonto.
-¡Martin!
Pero
Martin estaba lanzado.
-¿No
crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí
tendida, sin moverse? ¿No crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo
le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se
cansa mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama…
Apuesto lo que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría
poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?
Torry
ladró.
-¡Basta!
-dijo mamá, en tono firme-. ¡No me gusta que hables de esas cosas!
***
El otoño
continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del
río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad,
sin olvidar nada.
A
mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no
podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar
atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún
visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se
lo explicó.
-Todo el
mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso… La gente tiene otras
preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados
al cuello.
-Sí
-dijo Martin-, debe de ser eso.
***
Pero la
cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos. Como
si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o… algo. Algo que Martin
no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los
visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y
entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin
esperó tranquilamente al principio. Luego… nerviosamente. Luego… ansiosamente.
A la
hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue
inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la
casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había
marchado. Torry no iba a regresar a casa… nunca.
Unas
hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la almohada,
sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo
estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que lo
trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas
de nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había
perdido entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un
automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin
empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo estaba
muerto.
***
Martin
se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los tumultos
callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama,
mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad.
Los días se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los
árboles estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura,
pero sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin
leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora no
existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el
viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la
vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera
dormido, y luego se marcharía a su casa.
Mamá y
papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del otoño.
Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
La
señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado,
apagó todas las luces y se marchó a su casa.
A
continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando las
estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara,
iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través
de la ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río,
cazando fantasmales sueños infantiles.
Sólo el
viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban
sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su
cola contra la casa de cuando en cuando.
Eran más
de las nueve.
Si Torry
regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior… Un cardo,
empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara…
Y
entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin
se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en sus
pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El
sonido se repitió.
Era tan
leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y millas de
distancia.
Era el
fantástico eco de un perro… ladrando.
Era el
sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de un
perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un
perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía,
avanzaba y retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si
el perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro
retrocediera, dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin
sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su cuerpo.
Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El débil
ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry,
ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado?
¡Oh, Torry, Torry!
Otros
cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del perro
una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarlo solo
tantos días… Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y
cuéntamelo todo… Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más
cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin
oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas
secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora… junto a la misma casa,
ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando
junto a la puerta.
Martin
se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que papá y mamá
regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable si,
mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su
querido perro saltaría a sus brazos otra vez. ¡Torry!
Había
empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que se
abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a
Torry.
Torry
había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o
quizás la señorita Tarkins.
La
puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la
habitación y se encaramó al lecho de un salto.
-¡Torry!
¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin
reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír y
de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.
El olor
que había traído Torry era… distinto.
Era un
olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De
las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y… algo más.
Un pequeño trozo blanquecino de… ¿piel?
¿Lo era?
¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué
clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra era…
la espantosa tierra del cementerio.
Torry
era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry
era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry era
un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a
casa.
Y ahora,
el último visitante estaba subiendo la escalera:
Lentamente.
Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente,
lentamente.
-¡Torry,
Torry! ¿Dónde has estado? -gritó Martin.
Un
pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La
puerta de la habitación se abrió.
Martin
tenía compañía.
Ilustración: Salvador Dalí
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