lunes, 1 de julio de 2024

La poesía de los insectos

 





1

 

 

Regresaron caminando del cementerio. Era la una de la tarde del tercer domingo de junio. Un día soleado, pero el frío golpeaba las caras de quienes iban y venían por las veredas de la avenida, envueltos en abrigos y bufandas. El aire tenía esa peculiar iluminación de las tardes invernales, cuando hasta la luz parece congelarse y tomar tintes opacos o refulgentes como la nieve. En Buenos Aires es muy difícil que nieve, sería una ocasión tan excepcional como la invasión de una plaga de langostas.

     Ruiz levantó la mirada al cielo, como si esperase ver esa plaga, pero en realidad estaba mirando la nada que tan bien es capaz de simular el vacío allí arriba. El azul del cielo siempre le pareció una pared, y le costaba imaginar que podría apoyar las manos y jamás encontrar nada. Un color siempre es algo, la manifestación de algo, y era inconcebible que no existiera nada más allá. Había visto las ilustraciones del sistema solar, había contemplado extasiado las fotografías tomadas desde un telescopio, y la oscuridad del universo se le antojó desde entonces un artificio, un esquema que toda ciencia necesita crear para explicarlo de algún modo. Hay lagunas tan grandes en la ciencia, que son aún más extensos los puentes de la imaginación que las pequeñas islas de la certeza.

      Él quizá se había hecho médico únicamente para confirmar las dudas que había descubierto mientras crecía. Las dudas son también un sistema útil de supervivencia, lo único seguro en un camino tan inestable como la vida. Por lo menos para quienes ven en ella algo más que el sólo hecho de comer, respirar y procrearse. La duda como pensamiento esencial, cimiento y cadena entre el cielo y la tierra, soporte mínimamente seguro sobre un bote en mares turbulentos.

     Cómo, si fuese de otra forma, explicarse la huída de Cecilia. Ese escape rápido por un atajo que nunca imaginó para ella. Ni él ni su padre habían podido concebirlo. Ahora ambos iban juntos, Bernardo Ruiz y el padre de Cecilia, el viejo tomando el brazo del doctor, apenas un poco más alto, recorriendo, porque no podría decirse que caminaban, la vereda de la concurrida avenida. Porque cuando uno camina va a alguna parte, y ellos sólo recorrían como quien tiene el día libre, y así era en realidad. Ruiz había pedido licencia por dos días, y éste era el último. En cuanto al padre de Cecilia, se había jubilado hacía diez años, y nada tenía que hacer. Su mujer había muerto en el mismo hospital donde habían operado varias veces a Cecilia. Mientras ella vivía en el departamento de Ruiz, el viejo había vivido con ellos.

     -¿Y ahora adónde voy a ir?-dijo Renato Taboada.

     Ruiz lo miró, pero el viejo tenía la mirada perdida en un vacío que había creado para sí mismo entre toda aquella gente en la calle. Llevaba un  sobretodo negro de piel de camello, con el cuello levantado y una bufanda muy gastada. Usaba una gorra de corderoy gris y guantes de lana verde. Tenía el olor peculiar de los viejos, mezclada con la lavanda que se aplicaba después de afeitarse. Esa mañana se había afeitado muy mal. Bernardo dejó de desayunar y se levantó para ofrecerle ayuda. Ambos se miraron al espejo: uno no muy joven ya, con la camisa blanca sin abotonar, el otro viejo, con una camiseta sin mangas que dejaba ver el cuerpo huesudo y cubierto de escaso vello blanco en el pecho. Las manos de Renato temblaban y apenas ponía la hoja de afeitar sobre su mejilla se hacía un corte pequeño.

     -Déjeme ayudarlo-le había dicho, pero no quería ofender la dignidad del hombre que podría haber sido su suegro. Quizá en realidad lo era, porque él así lo sentía. Entonces comenzó a afeitarlo. Renato se abandonó a los cuidados que el otro le hacía, como un perro que se deja limpiar sumisamente. Ruiz pasó la hoja filosa sobre la barba aún abundante y blanca de Renato, pero las sinuosidades de la piel de un anciano son un camino difícil de recorrer. Hay surcos, hay recovecos e interrupciones como en un camino de montaña.

     Ahora Bernardo lo miraba en la calle y descubrió, con la luz intensa del sol, lo que la precaria lámpara del baño le había ocultado, la mediocridad de su tarea al afeitar al viejo. Miró los ojos azules de Renato, claros como el agua, ojos que Cecilia no había heredado, porque ella tenía los ojos marrones de la madre.

    -¿Qué está diciendo, Renato? Usted sigue viviendo en mi casa.

    El viejo le dedicó una sonrisa que pronto desapareció.

     -¿Vos creés que se mató, Bernardo?

     -No sé.

     Era una respuesta estúpida. Él sabía que una sobredosis de heroína nunca es un accidente.

     -Pero vos sos médico... ¿qué te dijeron los forenses?

     Por qué mentir, se dijo Ruiz. El hombre con quien hablaba era viejo, pero al fin de cuentas era un hombre que había vivido su tiempo y su experiencia, y era también y sobre todo el padre de Cecilia. Le pareció que mentir era más complicado y sucio que decir la verdad.

     La ridícula estratagema de Cecilia había sido una función de teatro para sí misma: poner heroína en las ampollas de insulina. Ella sabía que no engañaría a nadie, fue simplemente su vanidad. Casi como la puesta en escena de uno de sus poemas, aunque esta vez era un poema para ser representado, no escrito. Una escena que se repetiría en la mente de todos sin que la hubiesen  presenciado jamás. Únicamente el hombre que había dormido con ella esa última noche.

      Ruiz lo había buscado en el funeral, pero no lo encontró. Hablando con Ibáñez sobre la autopsia, había preguntado por aquel sujeto, pero debía estar en la comisaría en averiguación de antecedentes. Saldría libre, nada había tenido que ver, y Bernardo no era celoso. Cecilia había abandonado el departamento de Ruiz casi seis meses antes, dejando al viejo como una valija rota junto con esas cosas que decidimos dejar atrás.

     -Creo que fue así, Renato. Lo lamento.

     -Está bien, no te preocupes. Si la hubiese visto ayer nomás, pero hace tantos meses que no la veía, que me fui acostumbrando. Cualquier separación es como una muerte.

      Hice bien en decirle la verdad, se dijo Ruiz. Sintió, sin embargo, cómo el cuerpo del viejo se sacudía un poco bajo su brazo. No quiso mirarlo otra vez para no avergonzarlo, sabía que el viejo lloraba, mojándose la cara mal afeitada. Ruiz sacó un pañuelo del bolsillo, pero Renato ya se estaba secando con los guantes de lana. Sintió un nudo en la garganta, y habría querido decir algo, pero estaba seguro que el silencio siempre es más digno que cualquier palabra premeditada. Incluso el bullicio y el ruido de la avenida conformaban un marco más bello que el sonido de una frase artificiosa. Como un pintura de arte contemporáneo, donde una calle concurrida no es una calle, sino la proyección del alma de cada hombre y mujer que ha dejado restos y fragmentos de piel y cabello que construyen la figura de un hombre solitario bebiendo a solas, sentado en un taburete de un bar frente a un mostrador, contemplando en el espejo las monstruosas figuras de los hombres comunes.

      Caminaron diez cuadras. Esperaron en cada esquina el cambio de las luces en los semáforos y el paso de cada auto, incluso permitieron que mujeres con niños en brazos cruzaran la calle antes que ellos. Ruiz iba lentamente, extrañado de ser el mismo que hacía unos días corría abrumado por la falta de tiempo. Mañana regresaría al ritmo habitual, el hospital por la mañana y el consultorio privado por la tarde. Pero hoy prevalecía el ritmo que los muertos se empecinan en hacer llevar también a los vivos por un tiempo. Se observa el paso del ataúd cargado por cuatro hombres en el cementerio, y ese ritmo deja caer muchas piedras en muchas bolsas que cada uno, incluso los niños, arrastrarán durante todo el día. Algunos más, otros menos tiempo, pero nadie se salva de la pesadumbre. Y en cada funeral nos cargan con nuevas bolsas de piedras; por más que hayamos abandonado las anteriores en el camino, las nuevas se suman a los restos. Mucho después, las bolsas serán tan grandes y el peso tan insoportable, que deberemos detenernos. Pero como no se nos permite salir del cementerio sin ellas, tendremos entonces que quedarnos, ahora definitivamente quietos, quizá acostados, o tal vez parados para contemplar nuestro propio cuerpo sumiéndose en la tierra; y entregaremos después las pesadas bolsas a quienes vinieron a despedirnos.

      El sol del invierno forma sombras largas y precoces en la ciudad. Ruiz estudió su propia sombra en la vereda, deformada al subir y bajar los cordones. El viejo trataba de seguirle el paso, pero sus pies se tropezaban, así que disminuyó su ritmo.

     -¿Se siente bien, Renato?

     El otro contestaba que sí, pero tenía un poco de hambre. Esa mañana no había querido desayunar más que un mate.

     -Vamos a almorzar algo liviano en ese restaurante que le gusta a Cecilia.

     No está bien nombrar a los muertos como si todavía estuviesen vivos. Hay algo de mala suerte en eso. Dicen que al pronunciar sus nombres no se los deja descansar en paz, porque el pasillo que deben recorrer es como todo pasillo de un edificio deshabitado, tiene un eco más intenso que cualquiera que pudiésemos imaginar. Un nombre es siempre un llamado, y ellos se dan vuelta para mirar a quien los llama desde el lugar que dejaron.

     El viejo se dio cuenta, pero no dijo nada. Le apretó el brazo y siguieron caminando. Dos esquinas más adelante, llegaron al bar. Era un local donde almorzaban oficinistas en su gran mayoría, se notaba en los gestos lentos y preocupados, queriendo hacer del escaso tiempo que les quedaba un elástico que ya no resistía mucho más. Miraban la hora en los relojes de pulsera, fumaban un último cigarrillo mientras sorbían someramente de un pocillo de café. Allí él había citado a Cecilia por primera vez, cuando ella trabajaba para la revista, y luego también, cuando había aceptado aquel puesto en la empresa de heladeras. Él le había aconsejado que no lo hiciera, que si iban a vivir juntos no necesitaba aquel trabajo de oficinista. No le convenía a sus piernas estar tanto tiempo de pie, caminando casi en círculos en esos despachos pequeños y atiborrados de archiveros y escritorios. Ruiz la imaginaba atendiendo teléfonos que nadie quería atender, yendo de escritorio en escritorio con papeles y carpetas, haciendo sufrir sus piernas, y encima comiendo mal. Incluso ella le había confesado que en ocasiones hasta se olvidaba de colocarse la ampolla de insulina. Cecilia nunca se atrevió a reconocerlo, pero él sabía por el médico de la empresa, que ella se había desmayado dos veces. Se olvidaba de la medicación y creía compensarla no comiendo nada. Había intentado explicarle que el cuerpo no funcionaba de esa manera, que la lógica matemática no podía aplicarse al metabolismo.

     -Ella me miraba entonces como si yo fuese un chico y ella mi maestra, y me decía: “yo podría enseñarte más de mi enfermedad que todo lo que vos aprendiste en los libros”.

     Renato sonrió, pero no llegó a reírse como otras veces. Bernardo sacudió las cenizas del cigarrillo en el cenicero y apoyó los codos en la mesa. Estaban sentados junto a la ventana, y desde allí miraba de tanto en tanto el rincón donde estaba la mesa que Cecilia acostumbraba ocupar. A ella le agradaba esconderse ahí, donde pasaba desapercibida. Ya era bastante con que la mirasen llegar cojeando, con sus zapatos especiales para reemplazar lo que le habían quitado en el hospital.

     -La conociste cuando tenía dieciocho años, Bernardo, y le amputaste el dedo gordo del pie, si no recuerdo mal. Fueron diez años, no es poco.

     Ruiz se quedó pensativo. Era verdad. Había comenzado quitándole el dedo del pie, y había terminado la relación justo después de amputarle la pierna. Entre ambos hechos habían pasado muchas cosas, y se habían perdido también como esa pierna que ya no estaba en ninguna parte. Es curioso, se dijo él, mientras el mozo extendía el mantel sobre la mesa, luego el plástico transparente, los cubiertos, las servilletas, los vasos, que casi nunca hubiese pensado qué sucedía con aquellos fragmentos amputados. Habitualmente se los cremaba como residuos patológicos, porque jamás había sabido de nadie que los reclamara. Además, eran partes gangrenadas en su mayoría. Eran, sin embargo, como enviados que se adelantaban para explorar la muerte, y aunque no regresaban, se convertían en  pequeños nichos donde la muerte se regodeaba como en un pequeño teatro de títeres. No los grandes escenarios de las muertes colectivas: accidentes, catástrofes naturales, tampoco la íntima escena del que muere en una habitación de tres metros por cuatro, solo y estremecido por el pánico. Sino una muerte de juguete, pero sin duda real, porque la podredumbre es tan asfixiante como en sus hermanas mayores, y las larvas crecen tan precozmente como en las otras.

     -¿Se acuerda de cuando usted y su esposa me la trajeron al consultorio? Tenía el pelo peinado en una cola de caballo, los ojos marrones más tristes que había visto en mi vida, y la espalda encorvada.

    -Vos la palmeaste y le dijiste: “las chicas tan lindas nunca tienen que estar con esa cara, las hace verse feas”.

    -Pero ella me contestó con su perspicacia de siempre: “las chicas lindas se ven más lindas si piensan”.

    -Cómo lloró cuando le dijimos que debían amputarle el dedo...

    -Sí, me acuerdo. Apoyó la cabeza en mi guardapolvo, y nunca, se lo confieso, ningún paciente había hecho eso. Cómo no enamorarme de su hija, entonces.

    Cecilia tenía el cuerpo y la mente de una mujer incluso en esa época. No parecía una adolescente, sino una mujer casi vieja por momentos. Su tez blanca y pálida, los ojos pequeños y de tonalidad amarronada, a veces verde oscuro según la luz que la alumbraba en determinado momento.

     -¿Era necesario cortarle la pierna ahora? La habríamos tenido en casa hasta ayer mismo si no se hubiesen peleado.

     Ruiz miró a Renato y no pudo evitar el reproche.

     -Ya se lo dije a usted y a ella, se estaba gangrenando. Habría muerto en menos de quince días.

     -Pero habría muerto con nosotros...

    Ruiz no contestó. Para hacerlo hubiese tenido que recordar cada instante pasado con Cecilia, cada discusión y cada beso. No quería pasar por eso de nuevo. Sólo deseaba almorzar liviano, quedarse en silencio y mirar cómo el mundo que lo rodeaba continuaba su camino sin necesidad de él. La calle y la gente que no lo aguardaban, los autos que iban y venían como carros fúnebres o ambulancias. Todos estaban enfermos y no lo sabían, todos viajaban desde o hacia el cementerio o el hospital. En el medio, había casas, refugios donde dormir y protegerse del clima, camas donde el vivir se confunde con la satisfacción del instinto, libros en los que algunos viajan más allá o más acá del tiempo real. La vida es tan extensa como los límites de un campo de juego, puede ser una cancha de béisbol o un tablero de ajedrez. Pero es tan difícil recordar la reglas, se dijo Ruiz, que algunos abandonan antes del fin del partido.

     -No creí que ella fuese tan cobarde...

    Renato lo miró a los ojos, por primera vez enojado. Las manos venosas y llenas de pecas le temblaban de repente. Volcó la copa de vino sin querer y se puso a llorar.

    -Nunca fue cobarde, hijo de puta, soportó todo lo que pudo soportar. La cortaste una y otra vez y se aguantó siempre...

    Ruiz le agarró las manos con fuerza y le pidió perdón. La gente de las otras mesas los miraba. Justo bajo la luz de la ventana, al sol intenso de la primera tarde, parecían dos contrincantes de una pulseada.

     El viejo se calmó, pero Ruiz ya no estaba tranquilo. Le soltó las manos y se dispuso a comer su plato de carne, entonces notó que tenía mal olor. Le dio la vuelta y vio las larvas grises.

     -La puta madre, qué restaurante de mierda.

     Renato lo miró sorprendido, pero Ruiz ya había llamado al mozo.

    -Mire esta carne, jefe, ¿le parece que puedo comer esto?

    El mozo miró el plato y no entendía.

    -¡Está llena de gusanos!

     El otro se llevó la comida. Le trajeron otra y esta vez no encontró nada extraño.

     Ruiz había perdido su habitual tranquilidad. Su figura menuda, de espaldas firmes y brazos fuertes, no necesita de muchos ejercicios pera mantenerse bien. El cabello castaño y rizado combinaba agradablemente con su nariz recta y el mentón delicado. Parecía más joven que su edad, y quizá por eso, a los veinticinco años y recién recibido de médico, había hecho que Cecilia se enamorase de él.

     Ahora, sin embargo, tenía diez años más, algunas canas y una expresión tensa que llevaba varios años formándose, moldeándose a su rostro como si no naciera de su propio estado anímico, sino que fuera una máscara fraguando a medida que el líquido que la constituía se esparcía sobre él. Cayendo desde algún lugar del cielo, tal vez desde los infiernos que casi siempre nacen como mundos condensados de las nubes de nuestros pensamientos.

    -¿Un café, Renato?-preguntó, pero el viejo negó con la cabeza, cavilando con la mirada perdida tras la ventana y tamborileando los dedos en la mesa. La melodía que llevaba era inventada, Ruiz lo había sabido por Cecilia, y era una costumbre que la irritaba. Pero a él le era indiferente, y hasta a veces le agradaba. Al escuchar los golpecitos de los dedos del viejo sobre la mesa de madera, su imaginación, o más bien su alma, se transportaba a patios y cocinas de barrios suburbanos, a mesas y sillas de mimbre y gente tomando mate en las tardes de verano. Recuerdo de gente y tiempos que no creía haber conocido y sin embargo añoraba. Arbustos en los jardines donde los perros corrían y dormían tirados en el césped, viejas mujeres que se levantaban de sus sillas de cocina y se colocaban los sweters de hilo al sentir la primera brisa fresca de la tarde.

     El viejo estaba enojado con él, y Ruiz se recriminó haber dicho lo que dijo. Se preguntó si lo pensaba realmente, pero en ese momento prevalecían la ira y los celos. Cecilia lo había abandonado, y poco tiempo después moría en la cama con otro hombre. Le había dejado a cargo al viejo y toda una carga de culpa y recriminaciones. Y ella ahora estaba libre, y él atado a lo que siempre había estado atado. Ella se había quitado las cadenas de su cuerpo enfermo, y él seguía amarrado al mundo no por cadenas, sino por el peso de una idea inmensa. Una idea hecha de carne y de huesos, de sangre y entrañas capaces de fermentar todas las criaturas imaginadas. Una idea de plena felicidad o de completo horror.

     Eso era el cuerpo para Cecilia. Por eso se había complementado tan bien juntos, viviendo aquellos años casi sin necesidad de explicarse o decirse cosas. Sólo acciones había entre ellos, hacer el amor, preparar las jeringas, comer y acariciarse, y sobre todo mirarse. Seres que utilizaban la voz para el mundo exterior, el trabajo y la rutina social. La única comunicación verdadera es con el cuerpo, le decía ella cuando estaban en la cama, mirando el cielo raso. Él observaba los dibujos de las moscas caminando en el techo, ella buscando aquello a lo que aseguraba haber renunciado.

    -Un café-pidió Ruiz al mozo.

    Le trajeron el pocillo. Vertió un poco de azúcar. Sonrió para sí mismo, sin mirar a nadie, y menos al viejo. Pobre Cecilia, el azúcar era veneno para ella. Entonces siguió vertiendo más en la taza, y el líquido rebalsó y la taza se convirtió en una taza de azúcar húmeda. Pero continuó volcándola hasta que el frasco se terminó y levantó la mirada. Todos lo estaban observando. Dejó tranquilamente el recipiente vacío, sacó la billetera, dejó más que lo suficiente para pagar la cuenta y se levantó. Creyó ver, por un instante, unas muletas apoyadas en el rincón tras la mesa de Cecilia. Se detuvo en la puerta un momento, lo vieron mirar al piso y pisotear algo, como si estuviese matando insectos. Lo oyeron pronunciar un par de obscenidades y luego detenerse en la puerta.

    -Vamos, viejo.

    Renato se levantó sin aceptar ayuda del mozo y tomó del brazo al hombre que podría haber sido su yerno. Los vieron alejarse por la vereda azotada por el sol, caminando lentamente como si estuviesen recorriendo no la calle de una ciudad, sino un camino de tierra, arbolado y frío en un día nublado.

     Eran las tres de la tarde cuando llegaron al departamento. Subieron en el ascensor en silencio y con las miradas de cada uno puestas en los pisos que se sucedían uno tras otro. A través de las rejas se veían los palieres vacíos y las puertas cerradas. Escucharon el eco de una que acababa de cerrarse abrúptamente, quizá por la corriente de aire, y luego la voz de una mujer joven llamando a alguien, quizá a un niño, y ambos sabían lo que el otro estaba pensando en ese momento. Demasiadas veces habían oído la voz de Cecilia sonando en el pasillo, y el repiqueteo de la suela de sus zapatos especiales haciendo eco a través de todo el edificio.

     Entraron, y Ruiz cerró la puerta. Habían cerrado las persianas al salir y todo estaba oscuro. Encendió la luz del vestíbulo y fue a levantar la persiana del ventanal que daba al balcón. Renato se dejó caer en el sillón, sin sacarse el abrigo. Ruiz lo miró mientras se deshacía del sobretodo y luego del saco y la corbata. Se sentó y desató los cordones de los zapatos. Cuando se liberó de ellos, arrojándolos a un lado, dio un suspiro de alivio.

      Se dio cuenta del silencio, del frío y del odio que los separaba en ese instante, invasores que amenazaban con instalarse definitivamente si no los expulsaba ya, ahora mismo, con palabras y acciones que demostrasen que allí había gente que aún estaba viva.

     -Voy a encender la estufa-dijo Ruiz.

     Se levantó y fue hasta la cocina a buscar fósforos. Cuando regresó al living Renato estaba sacando su pipa del bolsillo interior del saco y la llenaba con tabaco. Cuando la estufa estuvo encendida, se acercó al viejo y le dio fuego para su pipa.

     -Gracias, hijo.

     El viejo lo sujetó de una mano.

    -Está bien, Renato, todo va a estar bien. Yo voy a cuidarlo, no se preocupe.

     Pero confiaría el viejo en él realmente, o era sólo porque no tenía a nadie más en quien confiar su debilidad creciente, y esos diminutos insectos de la vejez que van surgiendo para arrugarnos la piel, hacer de los huesos un tejido de cristal y convertir la maquinaria del cuerpo en una chatarra irreparable. Dónde mejor iba a estar que en la casa de un médico, para recibir las sustancias que difícilmente repararían los estragos de aquellos seres que se adelantaban, como mensajeros, desde la tierra que despide los vahos de estiércol del futuro.

     -Cuando quiera unos mates, avíseme. Voy a ducharme y luego a leer algo en el estudio.

     Renato asintió con la cabeza. Lo dejó en el living saboreando su pipa. Ruiz se desnudó en su cuarto, tiró la ropa sobre la cama, esa cama donde hacía seis meses Cecilia no dormía. Agarró una toalla y entró al baño. Se miró al espejo. Se sentía despejado, pero aún así no tenía deseos de ir a trabajar mañana. Sin embargo, tenía una cirugía programada desde hacía un mes, que no admitía postergaciones. Se metió bajo la ducha de agua caliente y permaneció casi media hora, sin pensar en nada, sólo dejando correr el agua por su cuerpo, sintiendo el vapor intenso que inundaba el baño, sabiendo ya entonces que así como estaba, desnudo y sin nada más que su propio cuerpo, era el hombre más pobre del mundo. Porque el cuerpo no es una pertenencia, es simplemente nosotros. A menudo discutía con Cecilia por este hecho. Ella pensaba que el cuerpo nos esclavizaba, que era una cadena con el mundo del que sin embargo no podemos desprendernos sin pagar un precio. La vida y el cuerpo son cosas diferentes, pero la mayoría de las veces se entremezclan como aquellos microorganismos que emiten seudópodos para desplazarse o invadir otros seres. Ruiz decía que somos uno, cuerpo anatómico indivisible que se deshace en la tumba. La vida, para él, es la vida del cuerpo, e incluía, por supuesto, la mente, sólo una parte más de sus diferentes compartimientos y funciones.

     La teoría de Ruiz carecía, por definición, de conflictos.

     Pero la teoría de Cecilia era, entonces, algo muy parecido a una guerra.

     Cerró la llave de paso y comenzó a secarse. Con la toalla limpió el espejo empañado, y vio una cucaracha atravesando el techo. Se subió a la tapa del inodoro e intentó matarla con la toalla, pero se resbaló y cayó al piso.

     -¿Estás bien?-le preguntó Renato desde el otro lado de la puerta.

     -Si, me resbalé, nada más.

     Miró hacia arriba y la cucaracha seguía allí. Volvió a levantarse. Arrojó de nuevo la toalla hecha un bollo contra el techo, dio en el blanco y cayó otra vez. Revisó la tela en busca del insecto, pero estaba limpia. Buscó en el piso, y no encontró nada. Se olvidó del asunto para untarse un desinfectante en el raspón de la rodilla. Cuantas veces, pensó, le había dicho a Cecilia que se cuidara de las heridas. Cualquier moretón podía convertirse en una úlcera. Así había pasado la primera vez que tuvo que amputarla; la segunda vez, ella se había lastimado la planta del pie con un alambre, y cuando recurrió a él, la infección estaba demasiado avanzada. No la había vuelto a ver desde la primera hospitalización. Durante esos tres años ella se había cuidado. Era la época de su trabajo en la revista, y se sentía feliz. Pero cuando entró al consultorio con el piel vendado y oliendo a putrefacción, él ya adivino, sin necesidad de abrir las vendas, que el pie era insalvable.

     Ella lo miró ese día como si le rogase que no hiciera lo que estaba pensando. Esta vez había venido sin sus padres. Él la recordaba bien, era difícil olvidarse de una adolescente que llora sobre el guardapolvo de su médico. Hablaron un rato, entonces ella se calmó y comenzó a contarle sobre su trabajo, sobre los artículos que escribía.

    -¿De qué tratan?-preguntó Ruiz, mientras curaba la herida y envolvía el pie en vendas como si se tratase de un bebé recién nacido.

     -De cosas que veo en la calle, situaciones, de todo un poco. Pero hay cosas que no me dejan publicar. Opiniones, ¿entiende? con las que la editorial no está de acuerdo.

    -¿Y puedo preguntar cuáles opiniones?

     -Críticas del mundo, de la gente. Hay algo aborrecible en la gente ¿no le parece, doctor?

    Ruiz se dedicó a mirarla como si estuviese viendo una mente soberbia. Él había llegado a la misma conclusión que ella recién después de ciertos años de trabajo, lectura y experiencia. La confianza, o más bien la esperanza, es difícil de perder en ocasiones, se aferra al temperamento de algunos y no quiere morir en el camino. Pero hay pieles, como la de Cecilia, donde resbala, hace esfuerzos por sujetarse con pequeñas patitas de insectos, pero finalmente muere aplastada.

     -Ya deberías tutearme, Cecilia, no tengo muchos años más que vos.

    Ella le sonrió, como si ya no le doliese, como si ya no tuviera el pie que pronto iba a morir. Un pie que estaba tomando una tonalidad oscura y que debía ser eliminado para preservar al resto que aún continuaba vivo.

 

     Bernardo salió del baño y vio a Renato colocando un disco en el equipo de música. Para algunos, habría sido un signo de insensibilidad. Para el padre de Cecilia, era un homenaje. Mientras se vestía, Ruiz escuchó la obertura de una ópera. Pasó tras el sillón de Renato y le preguntó si estaba bien. El olor a tabaco y la música eran un consuelo para el viejo. Fue al estudio, dejó la puerta un poco abierta, no le molestaba la música para estudiar. Se preguntó cuál era el consuelo para él. Miró la vacuidad de su cuarto de estudio. A pesar de estar repleto de estantes en las cuatro paredes, el escritorio cubierto de papeles, libros abiertos y una lámpara, alfombras verdes y molduras de madera bordeando el cielo raso, apoya libros de mármol, los cuadros con el título de médico y los certificados de los cursos de postgrado, sólo el olor del tabaco y la música de Verdi fueron capaces de hacerlo llorar, mientras escuchaba el aria de Margarita de La traviata. Esa oscura y serena languidez de una voz que se pierde en el tono medio del registro de la cantante, acolchada por los violonchelos y el suave murmurar de los fagotes. Una voz que sabe que va a morir.

     Se sentó tras su escritorio, se secó la cara y abrió el libro que tenía frente a él. En la página 304 del libro de anatomía había un papel con un nombre y una cita. Mañana es la cirugía, pensó Bernardo, tengo que prepararme, por lo menos leer un poco. Había postergado la operación de ese paciente por dos días a causa del funeral de Cecilia. El hombre tenía pólipos malignos en el intestino e iba a extirparlos. Corrigió la posición de la luz sobre el libro. De pronto vio sombras que revoloteaban sobre la página. Eran polillas de la luz. Aplastó unas cuantas entre las manos y fue a cerrar las ventanas. Estaba atardeciendo prematuramente. Se preguntó si Renato querría tomar unos mates, pero decidió dejarlo en paz con su música. Verdi continuaba su obra de redención y perdón, su trabajo interminable de rescatar las almas llevándolas de un sitio a otro, de tristeza en tristeza, de furia en furia, de dolor en dolor. Y el resultado era la gran melancolía de sus sopranos y sus barítonos, la ira de sus bajos y la congoja de sus tenores.

     Vertió su mirada sobre las páginas de anatomía. Releyó lo que ya sabía de memoria, contempló la roja estampa de los músculos, los blancos huesos como piezas de fina arquitectura, el enramado tortuoso de los árboles de arterias y venas. Pasó las páginas como si estuviese desplazando membranas que se deshacían en sus manos. Y dentro de la belleza convivían los incansables gusanos. Esperando, pacientes como vagabundos, insistentes como detectives, invisibles como espías. Ocupantes de todos los cargos porque toda forma y tejido les son gratos. Ubicuos y competentes como Dios.

 

 

     A las ocho de la noche Renato lo encontró dormido, con las manos sobre el libro y la cabeza apoyada en ellas. La música había terminado una hora antes. La protagonista moría y dos hombres se lamentaban. Pero Ruiz no sabía que el viejo lo observaba dormir, él ahora estaba parado en una llanura, contemplando la fachada de una casa de campo. La casa parecía una cabeza humana, no porque tuviese la forma, sino que cada parte podía imaginarse como las partes de una cara. Por ejemplo, se dijo Ruiz, hablando en voz alta, aunque nadie había para escucharlo, la puerta sería la boca, vertical en lugar de horizontal, como si hiciese una histriónica mueca de asombro, amanerada, quizá infantil (bien podría tratarse de una cabeza de niño). Las ventanas, simétricas, a los lados de la puerta, eran los ojos, pero los postigos de madera blanqueada a la cal estaban cerrados. El techo, a dos aguas, con tejas españolas oscurecidas, podría representar un peinado uniforme y conservador. El pequeño alero que sobresalía por encima de la puerta, la nariz, respingada casi. Ahora estaba mejor orientado, fácilmente podría ser la cabeza de un chico. 

     Se acercó un poco a la casa, miró hacia el lado derecho para ver si había patio trasero. Vio un jardín lateral, pero que no era del todo un jardín. Había una cerca de alambres de púa con postes de madera a cada metro, una plantación estrecha de hortalizas, una pileta de lavar junto a la pared y dos palanganas. Algunas sogas y sábanas se asomaban de más atrás, en lo que sí debía ser el patio trasero. En el jardín, había un viejo sentado en una silla de madera con asiento de paja entretejida. Estaba con los ojos cerrados, igual que la casa. Pero en la pared lateral había una puerta que se agitaba aún cuando había muy escasa brisa. En realidad era la puerta mosquitero la que se sacudía, golpeándose una y otra vez contra el marco y luego contra la pared, en un viaje ida y vuelta de 180 grados. Y con cada golpe, el viejo parecía sobresaltarse, porque levantaba la cabeza un poco y luego volvía a dejar caer el mentón sobre el pecho. Pero no abría los ojos.

     Entonces Ruiz descubrió al perro entre las piernas del viejo. La decadente luminosidad de la tarde, la sombra de la casa, el cuerpo y las ropas grises del hombre lo habían ocultado hasta entonces. Tampoco el perro se movía, y era extraño. Pero de pronto se escuchó el sonido de un motor. Ruiz se dio vuelta. Un colectivo se acercaba por la carretera de tierra, levantando una gran cola de polvo. Entonces el perro ladró. Ruiz lo vio levantarse y correr hacia el colectivo, que todavía estaba lejos. El viejo abrió los ojos y gritó el nombre del perro, llamándolo para que volviese. Se levantó y comenzó a caminar torpemente hacia la salida del jardín. El perro saltó el alambre de púas y corrió hacia la carretera. Era un perro blanco, robusto, pero Ruiz sólo alcanzó a verlo de atrás mientras se alejaba. Pudo, sin embargo, ver bien al viejo, que caminaba sujetándose al alambre como si fuese una baranda, pero no parecía darse cuenta que las manos le sangraban. Luego se tropezó y cayó lastimándose la cara. Se levantó y continuó caminando hacia la carretera. El perro ya había llegado hasta el árbol que marcaba la parada del colectivo. Era un olmo, grande y esbelto, piadosamente envuelto por un aura de niebla y los suaves tonos de grises del anochecer. Había pasado muy rápido el tiempo, el viejo seguía caminando y el colectivo continuaba acercándose al árbol. El perro no dejaba de ladrar, pero parecía ciego, porque ladraba al aire en lugar de al vehículo. Parecía reconocer las distancias grandes pero no las pequeñas. Entonces la nube de polvo se acercó, porque el colectivo se estaba deteniendo. La nube continuaba a la misma velocidad y envolvió todo hasta ocultar incluso al micro. El perro desapareció en la nube, pero siguió ladrando hasta que su voz fue tragada por el ruido del motor. Luego el colectivo emergió otra vez y se detuvo, llevando esta vez en la rueda delantera derecha un fragmento de piel blanca.

     El polvo de la carretera comenzó a asentarse. El chofer no descendió del colectivo. En realidad Ruiz no alcanzaba a ver si había alguien más en el vehículo, y ni siquiera veía al chofer tras el parabrisas sucio.

      El viejo se detuvo de pronto, hizo la señal de la cruz sobre su cara lastimada y manchada con sangre. Estaba a diez metros del árbol, y no intentó acercarse más. Luego cayó rígido sobre el pasto, duro como si ya hubiese estado muerto desde antes y sólo aguardase la muerte de su perro para rendirse definitivamente.

     Nada se movía ahora, ni las hojas del árbol, ni el viejo, ni el micro. Únicamente la tierra que volvía a postrarse en su elemento, luego de haber sido perturbada. Regresaba para acomodarse en su hogar ancestral, ubicando sus miembros a todo lo largo y ancho del campo. La tierra extendía sus brazos para recostarse luego de las caprichosas molestias de los hombres, y esta vez se llevaba dos prendas a cambio de aquel atrevimiento.

     Se llevaba a un perro ciego.

     Y cargaba a un hombre en su regazo.

 

 

2

 

Ruiz se despertó a la mañana siguiente, sólo con el dudoso recuerdo de haber dejado su estudio muy entrada la madrugada para después desvestirse y acostarse. Incluso la luz de la mañana y las cosas de su habitación parecían más irreales que el sueño que había tenido. Se deshizo de las sábanas y la frazada de estampado floreado que Cecilia había elegido para festejar el quinto años de vivir juntos. Ahora él cambiaba las sábanas recién una vez por mes, cuando venía una mujer a limpiar el departamento. Hoy era el día indicado, probablemente, no estaba seguro. De todos modos arrancó de la cama las sábanas transpiradas y las dejó hechas un bollo sobre el colchón. Levantó las persianas y abrió las ventanas. Oyó el tráfico matutino, y ladrar a un perro. Pensó en el perro de su sueño, tan parecido a aquellos extraños animales que había visto en La Plata cuando ejercía allí.

     Se dio una ducha. Mirándose al espejo, apenas se peinó con las manos, los rizos cortos siempre se acomodaban solos. Luego se afeitó y se vistió. Preparó el maletín. Renato ya se había levantado y preparaba el desayuno, café con leche y tostadas. La pava con el agua caliente sobre la hornalla. Estaba cebando mate para Ruiz, que no tomaba lácteos.

     -Estoy atrasado, tengo cirugía y llego tardo. Unos mates nada más...

     Renato le alcanzó uno, y mientras él lo tomaba, sus miradas se cruzaron en silencio.

    -¿Durmió bien?

    -Más o menos. ¿Vos tuviste pesadillas? Te hoy quejarte.

    -Un suelo malo y estúpido, qué se yo. La verdad es que no tengo ganas de ir a laburar, pero creo que me va a hacer bien para distraerme.

     Se despidió luego del primer mate. No quería hablar con el viejo. Su cara le hacía acordar al hombre del sueño.

     Dejó el auto en el estacionamiento del hospital y entró directamente hacia la recepción. Las secretarias lo saludaron. Algunos, que sabían la causa de su ausencia, le dieron el pésame. Otros, que también se habían enterado pero no eran más que conocidos del trabajo, lo miraron mientras caminaba algo encorvado hacia el ascensor. Tenía la vista fija en la puerta de metal, contemplando el número de piso del indicador. Se daba cuenta que la gente quería acercarse a él para charlar, pero no se animaban, él siempre fue escurridizo para hablar de sus sentimientos. Tenía el aspecto de un chico desamparado con sus ojos marrones y pequeños, los rizos sobresaliendo del contorno de su cabeza fina y de tez clara. Cuando usaba anteojos, lucía aún más indefenso. Pero él arruinaba toda iniciativa de piedad por parte de los demás con sus juicios cortantes y sus exabruptos. Cuando se enojaba, optaba por callarse la boca y no dirigir más la palabra a nadie en todo el día. Pero el resto del tiempo demostraba una paciencia extrema.

     Llegó al tercer piso y entró al vestuario del quirófano. Había dos colegas que iban a ayudarlo.

     -¿Trajeron al paciente?

     -Sí, Ruiz. Me contaron lo que pasó, lo lamento mucho...-dijo uno.

     -Si hubieras avisado, te acompañábamos un rato en el funeral..-.dijo el otro.

     Él agradeció mientras se colocaba el ambo.

    -Era una chica muy valiente-dijo Cisneros.

     Alberto Cisneros, el anestesista, lo había ayudado en la amputación de Cecilia. Esa vez le había aconsejado que no la operara él, sino otro. Pero ella había insistido, no quería otro cirujano que no fuese Ruiz. Si no, no se operaba. Había internado a Cecilia el día anterior para que pasara la noche en el hospital. Era lo habitual para preparar los estudios previos, pero también fue un alivio para Ruiz. No habría soportado dormir en la misma cama con la mujer a quien iba a amputar. Todos esa mañana en el quirófano lo habían mirado como si viesen a alguien más que un simple hombre. Él vio a Cecilia salir del vestuario acompañada por dos enfermeras. Se dio vuelta antes que ella le dirigiera una mirada. La escuchó hablar con el anestesista, que le pedía que se acostara en la camilla. Luego colocaron los campos estériles tapando la visón de ella, y entonces recién pudo acercarse a la mesa de operaciones y mirar la pierna pintada con yodo. Esa pierna que olía terriblemente mal y era como un perro muerto descomponiéndose lentamente. Como si Cecilia hubiese estado llevando un cadáver adherido a su pierna por meses.

     Bernardo volvió a la realidad.

    -Vamos a operar-dijo él, y entró al quirófano. El paciente estaba despierto todavía.

    -Quiere hablar con vos-le comentó Cisneros al oído.

    -¿Qué pasa, Vicente?

    -Doctor, si algo me pasa, dígale a mi hermano que se cuide de los pájaros.

    Ruiz miró a Cisneros, luego a las enfermeras, pero nadie entendió a qué se refería.

    -Debe ser efecto del sedante, seguramente-dijo Ruiz-. Está bien, Vicente. Todo va a salir bien, no se preocupe.

     Vicente Larriere era un hombre de cuarenta años, y durante los últimos cinco meses los pólipos habían estado creciendo de manera muy rápida. Cerró los ojos, las manos le temblaban. Le pusieron la mascarilla de oxigeno y se adormeció.

     Ruiz se lavó las manos y regresó al quirófano. La enfermera y la instrumentadora charlaban de sus cosas, Cisneros observaba el ritmo cardíaco del paciente en el monitor. Ruiz se puso el camisolín, los guantes estériles, se acercó a la mesa y pidió el bisturí. Hizo una incisión transversal en el abdomen, sobre el lado derecho. Extendió el corte oblicuamente hacia el centro. Pidió gasas, secó la herida, profundizó hasta atravesar el tejido graso y llegó a la membrana del peritoneo.

     -Separadores anchos.

     El ayudante, un residente avanzado, abrió los labios de la herida y los revistió con gasas. Coagulaba los vasos sanguíneos menores que Ruiz iba cortando. Llegó hasta el duodeno y metió la mano derecha para palpar las adherencias. Sintió un pinchazo y retiró la mano bruscamente.

     -¿Se cortó, doctor?

     -No sé, y además con qué, si no usé más que mis manos.

     Se cambió los guantes. Tenía un pequeño punto rojo en el dedo índice. Se lavó con desinfectante y volvió a calzarse guantes nuevos. Metió otra vez la mano. Esta vez palpó varias protuberancias duras como piedras. Siguió el trayecto del intestino delgado. Allí no había pólipos pero le preocupaban esas protuberancias.

     -Hay unas tumoraciones muy raras. Necesito tijeras.

     La instrumentadora se las alcanzó y él comenzó a disecar las membranas de los epiplones. Cuando liberó casi un metro, levantó las vísceras. Brillaron bajo la luz. Observó las paredes y sintió que estaban repletas de esas mismas tumoraciones, adheridas a la cara interna.

     -Pueden ser metástasis...

     Ligó las arterias del sector que iba a seccionar, y hundió el bisturí. Entonces de la herida brotó una fila de insectos que se diseminaron cubriendo el resto de las vísceras, metiéndose en las partes inaccesibles del abdomen abierto, esparciéndose por las manos de Ruiz y las telas que cubrían al paciente. Eran negros, parecidos a escarabajos, pero no hubiera sido capaz de clasificarlos por más que hubiese tenido tiempo para observarlos como un entomólogo. Y mientras estos pensamientos volaban vertiginosamente por su cabeza, los insectos se multiplicaban a una velocidad mucho mayor, porque no dejaban de salir de la herida.

     -¡Dios mío!-decía Ruiz, pero no pudo ver las caras de su ayudante o del anestesista, y ni siquiera miró a las enfermeras, dando por supuesto que se habían desmayado o alejado. Sólo atinó, como un chico, como un hombre cualquiera y no con la experiencia de un cirujano, a aplastar los insectos como si estuviese en el jardín de su casa y una plaga hubiese brotado de un hormiguero inundado de agua.

      No supo qué dijo después, quizá hizo preguntas a nadie en particular, posiblemente al dios que nombró, porque a alguien hemos de llamar cuando vemos lo que nunca supusimos podría existir, porque no era posible que existiera. Un hombre lleno de insectos era una buena pregunta para hacerle a Dios.

     Golpeó el cuerpo del paciente buscando aplastar el mayor número de insectos, puso gasas cubriendo la herida. Las manos no le bastaban para abarcar a todos los que seguían saliendo del cuerpo. Vio que caían al piso y se dispersaban por el suelo. Creyó ver que las enfermeras los pisoteaban y que Cisneros estaba en la puerta, como paralizado. Nadie monitoreaba el corazón del paciente, y entonces sintió que el típico sonido del monitor se interrumpía con una alarma.

     -¡Cisneros! ¡Se muere, venga rápido!

     Lo vio volver saltando porque no parecía atreverse a pisar los insectos.

     Pero Ruiz no sabía qué hacer. Era imposible suturar, los insectos seguían saliendo y toda la mesa era una capa crepitante de membranas rotas entre las cuales salían los que aún estaban vivos. Ruiz sentía náuseas. Pidió agua para irrigar el cuerpo, y apenas logró despejar un poco la herida. Fue entonces cuando vio las arañas. Los insectos se estaban dando vuelta y sus vientres se abrían y dejaban salir arañas que se desplazaban rápido por la mesa. El cuerpo del paciente estaba envuelto completamente de arañas, las manos y brazos de Ruiz cubiertos de escarabajos. Las arañas de patas largas y muy delgadas comenzaron a balancearse en telas desde la lámpara hasta el suelo.

     Ruiz oyó gritos, golpes y un estruendo que no supo si se había producido en el hospital o en el interior de su cabeza. Porque su conciencia colapsó de un inclasificable asombro y de asco. Cómo nombrar lo que había visto. La comprensión humana avanza a pasos cortos en escalones oscuros, cada paso es una lenta y débil iluminación. Llegado a este escalón de su vida, Ruiz creyó, por un instante, que la muerte es más que un infierno, y que el destino de las almas era convertirse en arañas.

      Entonces todo se oscureció. La luz del quirófano se apagó como un estallido y el olor a quemado de un músculo cortado con un coagulador eléctrico. Le dolía la cabeza y ya no podía tenerse en pie. Se palpó los brazos y comenzó a sacudirse las arañas.

      -¡Sáquenmelas de encima!-gritaba.

     Dos personas lo retenían de los brazos. Abrió los ojos. Al mirarse las manos, vio que estaban libres de insectos, y que vestía un pijama, y ya no estaba en el quirófano. Reconoció una de las habitaciones del hospital, pero siempre había estado del otro lado, al pie de la cama, observando el espacio que él ocupaba ahora.

     -Doctor, ¿se siente mejor?

     Sentía que los insectos aún estaban en su piel, recordaba cómo habían saltado a su cara y él se había restregado con asco y náuseas. Retiró las sábanas de la cama y miró, estaban inmaculadamente limpias, oliendo todavía a almidón y desinfectante.

     -Dios mío. ¿Qué pasó? Los insectos… ¿cómo los mataron?

     Miró a cada uno de los que lo acompañaban. La enfermera de sala, canosa, obesa y de mediana edad, lo miraba con tristeza desde la puerta de la habitación. Cisneros estaba al pie de la cama, inexpresivo, alto y rígido como siempre. Un ayudante de sala lo observaba sin entender nada. La instrumentadora estaba llorando, sentada en una silla junto a él, y lo tomaba de la mano.

     -Tuvo un shock, doctor. El paciente entró en paro cardíaco y usted perdió el conocimiento. Le hicimos análisis, mire...

     Cisneros le alcanzó un papel con los resultados.

     -Viniste a trabajar por lo menos con veinticuatro horas de ayuno. Estabas hipoglucémico. ¿Cómo se te ocurre? Eso y el susto por lo del paciente te hicieron colapsar, Bernardo.

      -El paciente falleció, doctor Ruiz-dijo ella.

     Él no entendía de qué estaban hablando. Suponía que de lo que había ocurrido hoy, pero quizá hablaran de cualquier otro día, porque nadie mencionaba el principal desastre de aquella mañana.

     -¡Pero los insectos, carajo! Las arañas que salían de los escarabajos, como si fueran reservorios…tantas y tantas dentro del abdomen, Dios mío, no puedo creerlo…

     Ruiz hablaba con los ojos fijos en la blancura de las sábanas, creando una teoría, imaginando una disposición y un proceso evolutivo de cierta lógica. Era atractivo pensar en eso, aunque no pudiera explicarse todavía cómo habían entrado al intestino del paciente, cómo se habían desarrollado.

     Me estoy volviendo loco, pensó Ruiz.

     -Estuviste delirando toda la tarde con insectos y arañas-dijo Cisneros.

     Ruiz se levantó y lo agarró de los brazos. Lo sacudió de una forma que no era violenta, sino desesperada.

    -Pero si te vi casi escapando del quirófano, y no te animabas a pisarlos...

     Cisneros miró a los demás con cara compungida. Ruiz se dio vuelta y observó a cada uno. La instrumentadota lloraba y él la tomó de los hombros y preguntó:

     -¿Vos también me vas a decir que soñé todo esto?

     Ella asintió.

     -¿Y el paciente dónde está?

     -En la morgue.

     -¿Y los familiares?

     -Está su hermano solamente. Ya le dimos la noticia. Mañana a la mañana vienen a buscar el cuerpo.

     Ruiz miró a Cisneros con la expresión de quien cree haber descubierto a otro en un error.

     -¿Pero quién cerró la herida, quién limpio el cuerpo? ¿No van a hacer autopsia?

      -Tu ayudante cerró la herida después del deceso, las enfermeras limpiaron el cadáver. No es necesario hacer autopsia, yo firmé el certificado de defunción por paro cardíaco. Hay tres testigos, vos incluido.

    Ruiz se cubrió la cara con las manos y volvió a sentarse en la cama. Cisneros se le acercó y puso una mano en su hombro.

     -Tenés que descansar. Estás estresado por todo lo que pasó en estos días. Todos conocíamos a Cecilia, era una excelente chica. Tendrías que tomarte un par de semanas de vacaciones.

      Bernardo levantó la vista hacia su amigo. Movió la cabeza con un gesto afirmativo. Cisneros era demasiado distinguido, como un caballero inglés, la presencia de la estampa médica casi perfecta con su ambo impecable y su serenidad. Pero lo había visto desesperado hacía apenas unas horas, aunque ya no estaba seguro. La habitación era real, la tarde cayendo sobre el estacionamiento bajo la ventana del cuarto, las ambulancias, las cortinas blancas balanceándose con la brisa de la ventana. Sintió escalofríos, tenía el pijama empapado en sudor.

     La enfermera trajo el termómetro y lo colocó en su axila. Un minuto después estudió la columna del mercurio.

     -Algo de fiebre, no mucha, doctor. Necesita comer y descansar.

     -Tengo que volver a casa, mi suegro está solo.

     -Ya le avisamos por teléfono. Viene para acá a visitarlo. Pueden comer en el comedor del hospital esta noche.

     -Pensaron en todo...-dijo Ruiz, sin intención.

     Los otros tres se miraron sin pronunciar palabra, luego salieron del cuarto y lo dejaron solo.

     Siempre se había considerado un hombre que nunca podría ser capaz de llegar a los extremos de la alucinación. La enfermedad mental, para él, era no algo que podía resolverse extirpando o medicando una dieta apropiada y una droga que compensara la acción de un metabolismo alterado, sino como una debilidad de carácter. Era médico, es verdad, pero por eso se había dedicado a una especialidad donde casi no existían controversias ni interpretaciones erróneas. Los tumores deben extirparse, las enzimas alteradas deben revertirse en su mal funcionamiento. Pero la mente es un área que él no comprendía, así como no entendía la sustancia del alma. De lo único que estaba seguro era que la mente era capaz de todo, absolutamente, incluso de esconderse de sí misma. Huir de los perseguidores que ella había creado, por laberintos y escenarios inventados para ese objetivo, sin olvidar colocar una venda sobre los ojos de aquellos policías inventados.

     La duda como parte del juego llamado certeza.

     Y el sueño era el ambiente más grande, un sitio ilimitado donde la mente del hombre vivía más tiempo y con mayor comodidad. La vigilia es una cárcel, como lo era el cuarto donde ahora estaba. Mirando por la ventana las ambulancias estacionadas mientras el atardecer hacía caer la sombra desde el techo del mundo. Como si los grandes ojos del cielo se cerraran, o quizá las compuertas de la gran fábrica del mundo, donde de construyen y desarman permanentemente hechos destinados a un único fin: la fugacidad, el olvido como la más perfecta obra de arte.

     Los engranajes nunca se rompen, y si lo hacen, hay suficiente tiempo para modificar las estructuras de la mente y corroborar que nunca hubo tal desperfecto, y que si existió, nada ha sobrevivido de éste. Pero la mente humana está en un cuerpo que es como el tronco de un árbol. Las cicatrices quedan, la sangre, como la savia, brota, y la piel es una corteza que cura con rugosidades e imperfecciones. Eso es lo que el alma o la mente no quieren, residuos y cicatrices, por eso se empeñan en que el cuerpo dure lo menos posible, pero la carne y los huesos resisten a pesar de los insectos y los gérmenes. El cuerpo soporta y es más fuerte que un dios cuya sustancia estuviese formada con los elementos de la roca volcánica.

     Por eso Ruiz recordaba lo que había pasado esta mañana no como una alucinación, ni siquiera como una ilusión, si cabía la diferencia, sino con el sabor amargo de los insectos que habían rozado sus labios y la sensación de sus patas recorriéndole los brazos.

       -Tengo que ver el cuerpo-dijo, y se dio vuelta para ver que nadie lo hubiese escuchado.

     Sólo estaba Renato, en la puerta de la habitación. No lo había visto llegar, y quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí.

     -¿Cómo estás?-le preguntó.

      -Mejor.

     El viejo acercó una silla y se sentó junto a la cama. Ruiz se recostó después de elevar la cabecera y poner un par de almohadas.

     -Me dijeron que te desmayaste.

     -Creo que sí, no me acuerdo bien. Solamente que entré al quirófano y después me desperté acá. En el medio creo que soñé, supongo...

     No tenía sentido explicarle al viejo. Además de preocuparlo, perdería la poca confianza que aún le tenía. Necesitaba protegerlo como a un niño cuyas expectativas no quería defraudar.

     -Dígame, Renato. Esta mañana quería preguntarle algo y me olvidé. Tuve un sueño anoche, y bueno...quería saber si Cecilia tuvo mascotas alguna vez.

     El viejo frunció las cejas mirando al vacío, tratando de recordar.

     -No, no me acuerdo que hayamos tenido. Solamente una vez se entusiasmó con un hormiguero, de esos que vienen entre dos láminas de vidrio. Ella tenía una prima, Leticia, de parte de la familia de mi mujer. Pasaron un verano juntas en la playa, y la primita, que tenía la afición de coleccionar insectos, le regaló un hormiguero de esos que te digo. Se podían ver los pasillos como diferentes pisos de un edificio de departamentos. Cecilia alimentaba a las hormigas con hebras de pasto y hojas trituradas. Un día se le cayó de la mesa de luz al despertarse y todas las hormigas se esparcieron por el piso. Durante semanas encontramos hormigas por todas partes. Pero el primer día fue un drama, Cecilia lloraba por su pérdida, mi mujer y yo corríamos tratando de matar a las hormigas. Eran imposibles de detener. A la noche nos acostamos, riéndonos de lo que había pasado, y entre las sábanas seguíamos encontrando hormigas.

       Renato rió por primera vez desde el funeral.

      -Esas fueron las primeras y únicas mascotas que tuvo Cecilia. ¿Pero por qué me lo preguntás?

      -Por nada en especial. Ya le dije, tuve un sueño...

      Desde ayer a la noche los acontecimientos se precipitaban como en esos sueños donde el despertar es sólo una parte más del sueño. Un estado más superficial en apariencia, pero tal vez más profundo en realidad, donde cada despertar es un hundimiento mayor, un desgarramiento más extenso de las imprecisas membranas que separan la vigilia y el sueño. Membranas iguales a las que envuelven los músculos o a aquellos capullos de los gusanos. Debía ver el cuerpo del paciente y comprobar por sí mismo que lo que recordaba con todo detalle no era más que una muestra de la perfecta ingeniería de las pesadillas.

    

     Cecilia le había contado una vez sobre la prima Leticia. Fue después de la segunda cirugía, cuando le amputaron una parte del pie. Ella estaba en la cama del hospital, mirando hacia el techo. Cuando Bernardo se acercó y la tomó de la mano, ella la retiró de él y señaló el cielo raso. En ese entonces recién empezaban su relación. Los padres de ella no se habían acostumbrado todavía a la idea de verlos juntos, así que no les gustaba hacerse demostraciones de afecto en su presencia ni frente al personal del hospital.

      -Un verano mi prima me llevó a la playa-comenzó a decir ella-. Tenía dos frascos de vidrio que había sacado del estante donde guardaba su colección de insectos. En uno había una araña, en el otro una langosta. Leticia abrió uno, agarró la langosta y la puso en el frasco con la araña, y lo cerró. Entonces las dos nos dedicamos a mirar cómo la araña iba envolviendo a la langosta con sus patas, a pesar de que era tres veces su tamaño. La langosta, débil como un vegetal, se doblaba y se alejaba hacia la tapa del frasco. Pero la araña la seguía sin apuro, primero atrapándola con las patas, y después empezó a atraerla. No sé cómo hacía, pero de ese cuerpo chiquito salieron como dos patas con tenazas que comenzaron a masticar a la langosta. Ésta se movía a pesar de que había perdido partes del cuerpo, pero al final se quedó quieta cuando la araña le comió la cabeza.

     Cecilia continuaba señalando el techo.

     -Era una araña como esa-dijo.

    Bernardo miró, había una telaraña en el rincón entre el techo y la pared. Algo se movía pero no alcanzó a distinguirlo, y tampoco le importaba.

     -Todo salió bien, mi amor. Tenés que cuidarte.

    -Ya lo sé, para eso te tengo a vos. ¿Pero no es curioso, querido, cómo los hombres y los insectos se parecen?

     -No te entiendo, ¿en qué sentido se parecen?

     -Unos comen a otros, a pedazos. Y es curioso como una puede permanecer viva aún sin partes del cuerpo.

     Esto había ocurrido cinco años antes. Luego, ella accedió a mudarse al departamento de Ruiz, y durante tres años y medio, la pierna y el pie permanecieron indemnes.

    

     Preguntó al viejo si había cenado, y lo invitó a comer juntos en el buffet del hospital. Ruiz se puso una bata que Renato había traído, junto con el cepillo de dientes y ropa interior. Bajaron la escalera y llegaron al comedor. Había sólo una pareja sentada a una mesa. Le dijo a Renato que se sentara mientras él iba a comprar comida para ambos. Buscó una bandeja y escogió de las fuentes dos supremas de pollo y dos ensaladas. Sacó de la heladera dos gaseosas y pasó por la caja para pagar. Al darse vuelta chocó con alguien que esperaba detrás.

     -Perdón-dijo. Al principio no había reconocido al hombre, pero mientras regresaba a la mesa se dio cuenta de que era el hermano de su paciente. Se sentó y miró atrás, el hombre también lo estaba observando mientras pagaba su cena. Lo vio sentarse cerca de la puerta.

     -¿Qué pasa?-preguntó Renato.

     -Es un conocido...

     No tenía ganas de charlar ni dar explicaciones. Intentó olvidarse, pero sentía la mirada del otro sobre él. Cinco minutos después lo vio a su lado.

     -¿Usted es el doctor Ruiz, no es cierto?

     Él lo miró y asintió.

     -Soy el hermano de Vicente.

     -Ah, ya lo recuerdo. Siento mucho lo que pasó. Supongo que le habrán dicho que sufrió un paro cardíaco.

     -Sí, pero fueron ellos quienes lo mataron.

     -No entiendo.

     -Ellos, los que viven en los sitios oscuros, bajo las rocas, en las cañerías, en los techos.

     Si el hombre estaba loco, no fue esto lo que llamó la atención de Ruiz, sino que era el único que hablaba de lo que nadie parecía dispuesto a hablar.

     -Pero no es eso por lo que lo molesto, doctor. Quería saber si mi hermano le dijo algo...

     -No me acuerdo, pero sí...déjeme pensar...antes de dormirse me recomendó que le dijera que se cuidara de los pájaros.

     El hombre sonrió. Sus dientes cariados no lograban enturbiar una sonrisa asimétrica en un rostro delgado y de piel resquebrajada prematuramente. Era alto, con un abdomen pronunciado que deformaba su figura espigada. El hombre le extendió la mano. Ruiz se la estrechó. Inmediatamente reconoció la sensación que había sufrido esa mañana al contacto con los insectos. Entonces apartó la mano con rapidez pero el otro no pareció notarlo. Saludó a Renato con un “buenas noches” y salió del comedor.

     Terminaron de comer en silencio. No respondió a una sola de las palabras del viejo.

     -Vaya a casa y duerma. Mañana al mediodía seguro que estoy allá-le dijo al despedirse.

     No se acostó. Miró el estacionamiento por la ventana, a la izquierda estaba el pasillo que llevaba a la morgue. Dejó la habitación y pasó frente al office de enfermería.

      -Voy a la guardia a conversar con unos colegas-dijo a la enfermera.

      Ella asintió.

      En la guardia había poco movimiento. En la sala de médicos no había nadie. Entró y buscó unas llaves en el escritorio. Salió por la puerta de emergencias y recorrió el pasillo que había visto por la ventana. Era la una de la mañana de un jueves. Estaba fresco y húmedo. La humedad de las paredes y el olor a basura lo rodeaba. Abrió la puerta de la morgue y entró. Encendió las luces. Pasó a un lado de las piletas y las mesas de disección. Se paró frente a la cámara frigorífica donde estaban los cadáveres. Había tres columnas de tres pisos. Todas carecían de rótulos o indicaciones en las puertas. Probó con la primera, estaba vacía. La segunda a la derecha, tampoco había nada. La tercera igual.

     Comenzó con la segunda fila. Allí estaba su paciente. La piel morada con rastros de sangre seca en la cara. Vio las costuras que su ayudante había hecho en el abdomen. No había rastros de insectos en la superficie de la piel. Fue a buscan una tijeras en el armario del instrumental y regresó junto al cuerpo. Cortó las costuras, y lo único que salió fue una mosca. Una mosca verde y grande que había sobrevivido a la baja temperatura del frigorífico, aún cuando era casi imposible que lo hiciera. Pero había resistido el frío escondiéndose en la calidez que aún emanaban las vísceras del hombre. Vio también algunas hormigas muy pequeñas en la camilla, sobrenadando en las secreciones que habían filtrado sobre la camilla.

     Sin embargo, nada de esto era extraño en un sitio como ese. La vida se abre paso de la manera más insensata posible en los lugares más inadecuados. Nada de esto le servía para confirmar que lo de esa mañana hubiera sido más que una pesadilla. Sólo las palabras del hermano de Vicente, y ya se sabe que las palabras son susceptibles a múltiples interpretaciones, sobre todo si provienen de un hombre afectado por la muerte de un pariente tan cercano.

     Cuando salió de la morgue vio una sombra que se escabullía por la salida del pasillo. Era alta, y creyó ver también que tenía un abdomen prominente. Corrió hasta allí y lo vio agazapado en un rincón junto a las bolsas de residuos. La sombra no se movió, pero él sabía de quién se trataba. Escuchó un llanto muy suave, luego notó que levantaba un brazo y lo apoyaba en la pared, como si fuese a levantarse. Entonces Ruiz se alejó para dejarlo solo. Pero se dio cuenta, justo un segundo después de alejarse, que la mano había atrapado algo contra la pared. Una pared sucia en un rincón lleno de basura, dónde únicamente viven a gusto las ratas y las moscas.

   

     Esa noche se acostó finalmente en su cama de hospital, bajo la luz amarillenta y escuchando el goteo constante de un grifo del baño. Se puso de costado y estuvo un rato con los ojos abiertos, mirando el suelo de ese lado de la cama. Después se durmió, o creyó dormir, porque lo que había comenzado a imaginar estando despierto continuaba en el sueño. Caminaba por el campo hacia el mismo árbol de la vez anterior. El colectivo se estaba alejando, sin interesarse por los dos muertos que quedaron atrás. Ruiz primero se acercó al perro, casi aplastado y con los huesos desarmados flotando como dentro de una bolsa de cuero. Quiso ser metódico y no gastar fuerzas de más, por eso había planeado enterrar a los dos al mismo tiempo. Levantó al perro de las patas y lo llevó hasta el cadáver del viejo. Éste yacía boca abajo, lamiendo el rocío del atardecer en el pasto. Ruiz sacó una cuerda del bolsillo, no sabía por qué la llevaba encima, pero no pensó mucho en eso. Se dedicó a atar las patas del perro a los pies del viejo, luego le ató las manos dejando un  largo lazo que anudó alrededor de su cintura. Cuando estuvo listo, empezó a caminar arrastrando a los dos cadáveres desde la carretera hasta la casa. Era una sendero en subida, ahora que llevaba peso recién se daba cuenta. Se encorvó un poco para hacer fuerza, mirando de tanto en tanto su carga. Había un rastro limpio detrás del perro, un nuevo sendero marcado para otros, quizá.

     Llegó al patio de la casa. Pasó la verja de madera y alambres de púa. Se detuvo y buscó con la mirada alrededor. Encontró una pala apoyada contra la pared. Se desató y se puso a cavar allí mismo donde se había detenido. Estaba oscureciendo, pero no necesitaba luz. Cavar un pozo lo puede hacer cualquiera que tenga brazos y una herramienta, incluso un ciego sólo necesita palpar el nivel de la tierra para saber cuándo detenerse. El sol se ocultaba detrás del árbol, y el humo del colectivo formaba una columna densa frente al sol débil. Del otro lado, la luna pálida se asomaba sobre la casa.

     Cavó y cavó durante lo que le pareció más de media hora. Se metió en el pozo y comprobó la profundidad, llegaba hasta su cuello. Era más que suficiente. Buscó la sombra del cuerpo del viejo y encontró el extremo libre de la soga. Tiró con fuerza y logró arrastrarlo hasta el borde y hacerlo caer. El perro lo siguió, atado siempre a los pies de quien había sido su dueño.

      Apenas veía donde arrojar la tierra cuando se puso a devolver ésta a su lugar. Quedó un montículo elevado, y después de dos o tres golpes, dejó la pala en la tierra removida. Se dio vuelta hacia la casa. No veía absolutamente nada. Me habré quedado ciego, se dijo. Pero pronto alcanzó a ver una línea de luz en el horizonte, muy delgada, y las estrellas que recién nacían. Entonces la luna salió de atrás de una nube y lo iluminó, viéndose ahora a sí mismo parado de espaldas junto a la tumba. Levantó la vista hacia la luna y retrocedió, cayó de espaldas al tropezar con algo. Buscó el objeto sobre la tierra oscura. Encontró algo cubierto de pelo, lo levantó y lo expuso a la fría luz de la luna.

     Era la cabeza del perro. Debió quedar casi decapitado por el accidente, y él no lo había notado. La cabeza había resistido todo el camino, hasta que justo antes de caer al pozo se desprendió. La miró con atención. Los párpados estaban cerrados, las orejas habían perdido su rigidez, la boca dejaba ver los colmillos fuera y la lengua sobresalía. Todavía estaba caliente. Agarró la cabeza y la llevó bajo su axila derecha hacia la casa. Esperaba que adentro hubiese agua con que lavarla, algo con que cubrirla para que no tuviese frío.

     Una parte del cuerpo es el cuerpo mismo, pensó. Un ser dividido en dos no son dos, sino siempre la mitad de uno.

     Y su voz se confundió con el zumbido de los mosquitos que comenzaron a rodear la casa, mensajeros de la helada certidumbre de la sangre.

 

 

3

 

 Abrió los ojos y lo primero que vio fue su mano derecha sobre la almohada. La palma hacia arriba como una mujer acostada de espaldas que muestra el vientre y el sexo. Los dedos flexionados y aparentemente relajados. Pero se dio cuenta que no era así, estaban tensos y la forma que tomaban era como si estuviesen reteniendo algo. Algo con la forma de una calavera de perro.   

     Bernardo recordaba que Cecilia le había mostrado una cabeza de animal el día que se mudó a vivir con él. Cecilia tocó el timbre igual que una visitante cualquiera y penetró en su vida con una valija en cada mano, balanceándose con el vaivén característico de su andar, de la qué él era responsable. No de la enfermedad, porque ésta es sólo una manifestación, un conjunto de hechos inaccesibles a la lógica de la culpa.

     El hombre, sin embargo, tiene un alma indivisible, una sustancia que no puede analizarse porque nada la conforma y todo a su vez forma parte de ella. No fragmentos, sino una entera, pétrea, indestructible unidad que con todo el peso de lo posible y lo imposible actúa aún sobre el más pequeño grano de sal. Puede destruirlo o puede fecundarlo. Capaz de lo probable como también capaz de lo improbable. Fecundar una piedra es un trabajo que le concierne. Por eso, el alma, tan fecunda y poderosa, se parece a un niño jactancioso y a la vez ingenuo. Actúa sin darse cuenta, y mata a veces sin intención. ¿Pero es el alma un hueso crecido de ingenuidad o un tumor alimentado por el mal?

      Ruiz la había operado por segunda vez y ella entonces decidió  mudarse con él. Enamorada o agradecida, quizá ambas cosas al mismo tiempo, junto a una tercera posibilidad haciendo equilibrio sobre ellas: el resentimiento.

     Cecilia deshizo las valijas, llenó los estantes vacíos y un lado del placard. Ella no lo invadió, simplemente ocupó los espacios que él le había designado. Luego se desnudó y entró a la bañera. La vio sumergirse en el agua tibia, subir las piernas y colocarlas sobre el borde.

     Me duelen, le dijo ella. Él se acercó para hacerle masajes y palpó la cicatriz del muñón.

     Te duele todavía, le preguntó. Ella negó con la cabeza. Insensibilidad, pensó él, neuropatía por diabetes. Pero la insensibilidad estaba también en las manos y la mente de Ruiz, eso era lo que ella estaba diciendo ahora con los ojos. Me mudo con vos y ni siquiera me besás. Y qué excusas tenía él, quizá su propio cerebro era también una masa putrefacta de nervios descompuestos, incapaces de sentir piedad o amor. Esos dos extremos de la condición humana.

     Entonces, casi desesperadamente, Bernardo comenzó a desnudarse, y sin hacerlo del todo, se metió en la bañera y se puso a besarla. Diciendo perdonáme, mientras lo hacía.

     Esa tarde ella desenvolvió la calavera de perro que su prima le había regalado cuando eran chicas. La habían encontrado en la playa, la estudiaron juntas, y cuando se despidieron al regresar a la ciudad, su prima le dejó en obsequio aquel conjunto de huesos. Cecilia estiró los brazos sujetando la calavera en las manos, para que Bernardo la viese mejor, pero ese primer día no le permitió tocarla. La puso sobre el televisor y luego pareció olvidarla. De vez en cuando la movía al limpiar, pero sin mirarla siquiera. Otras veces él había notado, sin embargo, cómo ella apartaba sus ojos de la pantalla y su mirada se perdía en la superficie ósea de la calavera. Podía estar así una hora sin decir nada, sólo tocándose la pierna enferma para rascarse, porque ella sentía que cientos de hormigas se paseaban por el interior de sus huesos.

    

     Ruiz ahora se levantó de la cama de hospital y corrió las cortinas. Eran las diez de la mañana. La enfermera debía haber pasado varias veces, pero nadie se molestó en despertarlo. Tenía dos semanas libres, según le habían dicho. Ni siquiera estaba seguro si el día anterior había pasado en realidad todo lo que recordaba. El día lucía espléndido por la ventana, y mientras se duchaba y afeitaba rogó a su imagen en el espejo del baño que todo hubiese sido producto de su imaginación. Sabía que la mente es tan fértil como Dios en crear invenciones, y que incluso esa  misma mente era capaz de haber creado al Dios que a su vez la había creado a ella. Todo eso, la existencia del creador y las connotaciones en torno a éste, no era algo que ahora tuviese que preocuparle. Su inquietud se centraba exclusivamente en salir de ese cuarto de hotel para enfermos, desayunar y comprobar después que el cuerpo de su paciente seguía siendo un cadáver con las características propias de cualquier otro, es decir, la inmovilidad y el silencio, porque sólo la muerte concilia ambas virtudes en su significado absoluto.

     Se cepilló los dientes, se pasó loción por la cara recién afeitada, se vistió con lentitud y se miró al espejo una vez más. Todo estaba listo. El reloj marcaba las once de la mañana. Bajó al comedor del hospital y todos lo saludaron como si hubiese llegado de su propia casa.

     -¿Se siente bien, doctor?-preguntó la enfermera de la sala mientras ambos se sentaban a tomar un café.

     -Mucho mejor, gracias.

     -Coma unas medialunas, doctor. Está ojeroso, parece más flaco que ayer.

     Él aceptó. Varios pasaron por su mesa para saludarlo. La instrumentadora que lo había asistido el día anterior lo miraba fijo mientras le hablaba. Con la boca decía una cosa, con la mirada otra. Él no quiso preguntar nada. Cisneros pasó apurado hacia el quirófano y lo saludó de lejos. Ruiz miró el techo del comedor, hacia el lado de la cocina vio dos cucarachas desfilando lentamente hacia el centro del cielo raso. Bajó la vista, justo debajo había dos personas sentadas, vestidas de negro, un hombre de sesenta años aproximadamente, de barba y cejas espesas, que parecía no sentirse cómodo con el traje que llevaba. La otra era una mujer joven, quizá la hija, vestida con una blusa negra y un par de pantalones grises; sus dedos jugaban con un collar dorado de metal barato, mientras miraba hacia donde estaba Ruiz.

     Los insectos se habían quedado quietos, y Bernardo tuvo la curiosa sensación, si debía definírsela a sí mismo con el término menos atroz posible, de que parecían sombras proyectadas. No era posible que las hubiese en ese ambiente iluminado por luces fosforescentes a los cuatro costados y en plena mañana. Ni podría decir si los insectos eran sombras de las personas o las personas sombras de los insectos. Pero mirar hacia arriba era como ver algo tan humanamente común como un miembro más de los cuerpos que allí abajo estaban sentados, quietos y sin casi moverse. Y mirar a la mujer era como contemplar dos moscas verdes que hubiesen usurpado el lugar de los ojos. Eran bellos, sin embargo,  y no contrastaban con la tez blanca y el cabello castaño. Entonces el reloj de la pared dio las doce del mediodía y ellos se levantaron y fueron hacia la salida. Las cucarachas ya no estaban.

     Cuando pasó la puerta trasera del hospital, la luminosidad del patio lo encegueció por un instante. Las paredes blancas de cal, el metal blanco de las ambulancias haciendo destellar el reflejo del sol, que no era amarillo sino blanco, filtrándose dificultosamente a través de una suave nieblas de invierno. La oscuridad a veces es más pacífica que la luz, más piadosa también, porque permite la esperanza aún dentro de lo desconocido; en cambio la extrema luminosidad reduce todo a una tosca ceguera dolorosa y sin esperanza. No hay redención ni paz entre las fronteras verticales de una luz que todo lo cubre y lo funde en una blancura inerte, estéril. Vida eterna, sí. Inmovilidad y silencio constituyen la vida eterna.

     Bernardo vio cómo sacaban el ataúd de la morgue, y retrocedió para dar paso al cortejo. Cuatro ancianas acompañaban a los cargadores del féretro. Salieron del patio hacia la calle y pusieron el cajón en un coche fúnebre. Las viejas subieron al coche siguiente. El hermano de Vicente, la chica del comedor y el hombre viejo subieron al tercero. La mujer debía ser la esposa o la pareja del paciente, no lo sabía con seguridad. El hombre, el padre o quizá el suegro. No se atrevió a preguntar al hermano cuando pasó cerca de él, rozándole el codo y sin darse cuenta de quién era. Porque la luz extraña de ese mediodía daba la sensación de estar en la pantalla blanca de un televisor interferido, y las figuras de las ancianas parecían puntos negros, moscas caminando sobre el vidrio de la pantalla.

     Cuando los ojos de Ruiz se habituaron a la luz, buscó su auto estacionado en esa misma cuadra y siguió el cortejo. No sabía a dónde sepultarían a Larriere, pero nada más tenía que hacer él ese día, así que fue tras ellos a lo largo de muchas cuadras, y las cuadras se convirtieron en kilómetros hasta salir de la ciudad y tomar la ruta hacia La Plata. Quizá lo llevaran al cementerio de la ciudad natal, pensaba él mientras conducía, protegido del frío del invierno por la calefacción del auto. Aun así se filtraba una brisa fresca, por eso se colocó los guantes, primero uno y luego el otro, sin soltar el volante. Una abeja apareció del lado interior del parabrisas. Ruiz siguió el vuelo del insecto con la mirada. El zumbido comenzó a serle molesto. Decidió aplastarla, con cuidado y con certeza para que no alcanzara a picarlo. La abeja se posó sobre el tablero menos de un segundo y él la aplastó con la mano derecha. Los restos quedaron pegados al guante.

     Miró por el espejo retrovisor, y comprobó que él era el último de la caravana. Únicamente cuatro coches la conformaban, viajando a no más de cuarenta kilómetros por hora. Pasaron los límites de La Plata.  Continuaron casi cuatro horas más, cuando llegaron al puente sobre el río Samborombón siguieron otros pocos kilómetros y se desviaron para tomar un camino de tierra a la derecha. Era el comienzo de un pueblo muy pequeño. El cartel al costado de la ruta anunciaba: “Le coeur antique”. Había construcciones aparentemente abandonadas y semiderruidas a los lados del camino. Edificios bajos con arcadas y techos altos a dos aguas. El coche fúnebre levantó nubes de polvo que envolvieron a los de atrás, dejando entrever de tanto en tanto a los perros que salían de las antiguas ochavas y algunos niños que miraban el paso de la corta caravana.

     Llegaron al centro del pueblo, o lo que debía ser el centro a juzgar por lo que se veía: una plaza chica sin árboles, unos asientos de madera astillada, un busto colocado sobre un pedestal de cemento  y un mástil oxidado sin bandera alguna. Del otro lado, un almacén con ladrillos de adobe cuya puerta daba a la esquina, dos mujeres viejas conversaban envueltas por un enjambre de moscas negras. A la izquierda, una ferretería y forrajería, con dos ventanas estrechas a los costados de la puerta desvencijada, y en cuyo umbral había dos sillas vacías con asientos de paja y almohadones. Un perro ladraba sentado en la vereda, sin levantarse siquiera, con un ladrido ronco, cansado y viejo. A la derecha había una panadería, con vidrieras donde la mercadería parecía haber estado expuesta desde hacía más de cuarenta años. Latas de sardinas, de embutidos y fiambres, y al fondo el pan que no debía tener ya olor a pan, porque un aroma a humedad  invadía todo el lugar.

     Estacionaron unos minutos junto a otro local cuadrado, con paredes encaladas de rosa oscuro, una puerta alta de dos hojas y una lámpara oscilando con la brisa, aún encendida como señalando el paso entre las nubes de polvo que lentamente iba asentándose o esparciéndose con la leve brisa de la media tarde. Era una papelería, al parecer, pero también había rollos de telas, estantes con libros apilados, algunas botellas de vino vacías y viejas planchas de sastre.

      Una de las ancianas bajó del auto y entró allí. Diez minutos después volvió a salir, y en ese tiempo los autos esperaron con el motor encendido. Cuando ella salió, hizo una señal a los demás coches y los choferes apagaron los motores. Ruiz los imitó. Las puertas se abrieron y los ocupantes bajaron. Los cuatro cargadores descendieron el ataúd y lo llevaron en hombros hacia la plaza. Las viejas los siguieron, caminando despacio, con las manos enlazadas sobre el pecho como en una plegaria, pero algo le decía a Ruiz que no se trataba precisamente de un rezo. Los zapatos de tacones bajos casi se deslizaban sobre la tierra y las piedrecillas. La familia del muerto comenzó a caminar detrás, la mujer en medio de los hombres, tomada del brazo de cada uno. El hermano de Vicente miró a Ruiz al bajar del auto. Le sonrió amablemente y continuó su camino. Bernardo iba a seguirlos, pero sintió deseos de orinar, y se dio cuenta que no aguantaría mucho más. Decidió pedir permiso en esa especie de bazar, así que entró y golpeó palmas porque no había nadie a la vista. El interior estaba escasamente iluminado por unas aberturas en lo más alto de las paredes, que carecían de revoque. Estaban, además, cubiertas de estantes con innumerables objetos, herramientas, telas viejas, ruedas dentadas, planchas de papel madera, neumáticos, llantas, y muchas cosas más que él no tuvo tiempo de distinguir, porque de pronto apareció un hombre de baja estatura, calvo y una barba espesa, con un libro en las manos. Sin hablar, lo interrogó con la mirada.

     -Disculpe-dijo Ruiz-. ¿Me permite utilizar el baño?

     El hombre señaló un pasillo al fondo. Ruiz agradeció y fue hacia allí. El mismo olor y una penumbra más densa habitaban el pasillo. El piso era de tierra. Pasó junto a la puerta de una cocina, la cual miró de costado, era amplia y muy vieja, con una mesa grande en el medio, cuatro sillas alrededor y un horno de metal negro y redondo como el caparazón de un enorme escarabajo muerto. La siguiente puerta era la del baño. La misma antigüedad en las instalaciones. un lavatorio amplio de porcelana blanca y marcada de rayas verdes por donde el agua se había estancado a lo largo de los años, un espejo con manchas de óxido, un inodoro blanco sin tapa y una larga cadena que colgaba del depósito. Orinó durante tres minutos bajo la luz mortecina que pendía del techo. Cuando terminó, sintió un cosquilleo en los pies. No me habré meado encima, supongo, se dijo a sí mismo. Era una sensación caliente y hormigueante que pronto le provocó ardor. Se subió el cierre del pantalón y se miró los zapatos. Estaban cubiertos de hormigas. Comenzó a sacudir los pies, y tuvo la mala idea de sacarse los zapatos. De esa manera tuvo que apoyarse sobre el piso lleno de hormigas. La puta madre que lo parió, dijo varias veces mientras saltaba, sin querer hacer mucho ruido porque le daba vergüenza que el dueño del lugar llegase y lo viese saltar como un marica. Abrió la canilla del lavatorio y levantó un pie a la vez para ponerlo bajo el agua. Así, de a poco, pudo liberarse de las hormigas. Se colocó otra vez los zapatos y salió del baño. En el pasillo se encontró con el hombre.

     -¿Todo bien, señor?

     -Sí, un problema con unas hormigas-dijo, rascándose sin darse cuenta una pantorrilla después de la otra.

     -Sí, usted sabrá disculpar, pero es un problema común en este pueblo.

     Ruiz miró hacia la puerta de calle y pensó que el cortejo ya debía haberse perdido de vista.

     -¿Podría indicarme cómo llegar al cementerio?

     -¿Al camposanto? Sigua el camino de la plaza y después el camino de tierra, no hay otro y no se va a confundir.

     Ruiz saludó y salió a la calle. Subió al auto y se puso en marcha por el camino indicado. Después de la plaza había un descampado con arbustos y matorrales, entre los cuales se abría el sendero por el que apenas entraba el ancho de un auto. Pronto se encontró con el cortejo, que iba a pie con el mismo paso en que los había visto partir. No había espacio para adelantarse, si dejaba  el auto ahí interrumpiría el camino, y aunque no estaba muy seguro que alguien más fuera a pasar por allí, decidió seguirlos a marcha lenta. Pero a los quince minutos poco habían adelantado y el motor comenzaba a recalentarse. Se detuvo, abrió el capot y echó agua al tanque de refrigeración. Mientras, el cortejo continuaba avanzando lentamente entre los arbustos y bajo el sol de la tarde. Volvió a subir, puso la radio y trató de sintonizar las noticias, pero había interferencias que no dejaban escuchar nada claro. Cambió el dial hasta encontrar la única estación libre de intermitencias. Estaban pasando una ópera, y entonces pensó en Renato. Tenía que haberle avisado a dónde iba, o por lo menos que se ausentaría por algún tiempo. Más tarde lo llamaría de un teléfono público. Intentó identificar la música, y reconoció el aria del Macbeth de Verdi donde Banquo y su hijo son emboscados en el bosque. La honda belleza de la voz del bajo repercutió en el espacio estrecho del auto, y saliendo por las ventanillas, pareció rebotar entre los arbustos para regresar a sus oídos con otro tono, doble, pero no como un eco, sino como otra voz del mismo cantante, esta vez más oscura y triste. Como si el bajo cantase con otro que fuese él, también, pero mucho más adelante, ya muerto. Entonces Ruiz tuvo la extraña idea de que la voz llegaba desde el cortejo, abriéndose paso entre el silencio que parecía querer dominar el camino al cementerio.

     Puso en marcha el motor y se adelantó hasta justo detrás de los familiares. Ni siquiera se dieron vuelta para observarlo. Le molestó un poco esa indiferencia, porque al fin de cuentas era el único, además de la familia, que había asistido al sepelio. Supuso que eso no debía importarles mucho, era evidente que aquel cortejo tan extraño, esas viejas que debían haber organizado todo el funeral, y aquel sitio tan peculiar para enterrarlo, era ya suficiente evidencia de que no se trataba de gente común y corriente. Y casi había olvidado lo que había vivido ayer en el quirófano, como si en lugar de un día hubiesen pasado meses o años.

      El cortejo se detuvo en un claro del camino. No había un solo árbol, sólo arbustos de toda clase y llenos de flores de colores múltiples, hojas de formas diversas, bajos o altos, algunos de diámetro estrecho y otros de varios metros, extendiéndose todos a lo largo del camposanto. Las lápidas estaban entre los arbustos, sobresaliendo como pequeños mojones de señalización en un camino abandonado. El mismo paisaje se extendía hasta mucho más allá de lo que Ruiz podía ver. No formaban un verde parejo, pero sí parecía un mar de oleaje congelado. Más tarde, ya después del funeral, Ruiz descubriría que a medida que el sol iba cayendo y la penumbra comenzaba a descender desde el cielo, el mar de arbustos tomaba un tono grisáceo del cual sobresalían las lápidas, no como tumbas, sino como piedras indicadoras.

     Pero aún eran las cinco y media de la tarde, y el cortejo se adentró entre las plantas. Ruiz dejó el auto y los siguió. Fue leyendo la inscripción de las lápidas, y sólo pudo distinguir fechas y nombres que nada en absoluto le decían. No había retratos ni signos religiosos, no había ofrendas ni señal alguna de pertenencias personales. Nadie parecía visitar a los muertos, y sin embargo el lugar aparentaba cuidadosamente mantenido. Los arbustos no tenían podas artificiales, pero habían crecido con una armonía curiosa en su disposición. De pronto, Ruiz tropezó con algo. Miró atrás y vio el tronco de un árbol cortado. Mientras continuaba, notó que había muchos más ocultos entre los arbustos. Todos los árboles habían sido cortados, incluso la plaza carecía de ellos. Entonces se dio cuenta que sin árboles tampoco podía haber aves, y notó el silencio de todo trino desde que había llegado, no había visto ni un solo pájaro en todo ese tiempo.

     “Que se cuide de los pájaros”, le había encomendado Vicente que le dijese al hermano. Porque las aves habitan en los árboles, y comen, entre otras cosas, insectos. Donde no hay pájaros, los insectos pueden vivir. Pero Ruiz no había visto nada extraño, ni podía llamar así al episodio de las hormigas en el baño. En un lugar de campo es común que haya insectos.

     El cajón había sido depositado a un costado de la fosa ya abierta. No había cavadores ni palas a la vista. La tierra removida estaba seca y agrietada a un costado así que debió haber estado preparado desde días antes, quizá. Pero Vicente había muerto sólo hacía veinticuatro horas. Las viejas se detuvieron junto al féretro, y una después de otra, dieron una patada a la madera. Fueron ocho golpes de sus zapatos grises de taco bajo y punta redondeada, zapatos de anciana, tan inocentes como cabía esperarse de sus dueñas. Ruiz no sabía si reírse o indignarse de aquella ceremonia. Nadie pronunciaría palabras de despedida, ni un párroco hablaría sobre la vida más allá de la muerte o recordaría el repetido polvo somos y al polvo volveremos. Por qué romper la elocuencia del silencio o desconocer la evidente supremacía de la tierra. Eso estaba bien, de algún modo, pero... ¿patear el ataúd? Como si hubiesen tenido la intención de despertar al muerto. Y entonces Bernardo se dio cuenta de que aquellas patadas no tuvieron otro objetivo que hacer salir a los insectos que estaban adentro. Por la ranuras entre la tapa y el resto del ataúd comenzaron a salir los escarabajos de la misma clase que él había visto en el quirófano. Los insectos brotaban de a cientos, y durante diez minutos continuaron saliendo, bajando al piso y descendiendo a la fosa.

     Las manos de Ruiz estaban temblando, por la cara le caía un sudor frío. Creyó que iba a desmayarse, pero entonces comprendió la lógica de lo que veía, esa lógica invertida. Los insectos deben ir al cuerpo muerto para carcomerlo, eso es lo normal. Esta vez, sin embargo, habían estado en el cuerpo vivo, comiéndolo, y ahora lo abandonaban.

     Los cargadores pasaron dos sogas bajo el ataúd, y colocándose dos de cada lado, lo levantaron sobre la fosa y lo hicieron descender. Un enjambre de moscas se levantó en ese instante de todos los arbustos. Ruiz se tapó la cabeza con el abrigo, buscando alrededor un sitio dónde refugiarse, pero obviamente no había ninguno. Los demás no se movieron, dejándose envolver por las moscas que producían el zumbido más horrible que él hubiese escuchado alguna vez. La luz había menguado, porque el enjambre parecía cubrir también el cielo, pero al mirar arriba vio que no eran moscas, sino una inmensa plaga de langostas que llegaba desde el ancho río y la laguna de Samborombón. Pasaron sobre ellos, golpeándose contra los cuerpos de los hombres y mujeres junto a la fosa. Cuando las langostas desaparecieron y sólo pasaban algunas rezagadas, Ruiz contempló el cielo nublado.

      Los insectos huían de una tormenta. La lluvia comenzó a caer con gruesos goterones que embistieron la tierra al costado de la tumba. Luego la lluvia se hizo más fina pero constante. Ruiz corrió al auto cerró las ventanillas, habían quedado moscas y langostas muertas sobre el tapizado, pero nada podía hacer más que aguantarse. Puso el limpiaparabrisas y contempló la forma en que el agua ablandaba la tierra seca y cumplía con el papel que debían haber cumplido los cavadores. La tierra ahora reblandecida por el agua comenzó a caer en la fosa, primero de manera lenta, luego como una avalancha que cubrió el cajón definitivamente.

      Las viejas, los cargadores y la familia se dieron vuelta y caminaron de regreso hacia el pueblo. Pasaron junto al auto. El hermano de Vicente dijo algo que él no entendió con el ruido de la lluvia. La mujer lo observó por un instante, y Bernardo creyó ver que le dedicaba una sonrisa. Pero quizá fuese la forma en que el agua, al correr por el lado externo del vidrio, deformaba las caras.

     Esperó a que la lluvia amainara un poco antes de emprender la vuelta al pueblo. Esperaba llegar antes que el camino estuviese tan enlodado que le fuese imposible pasar sin quedarse estancado. Aunque ya era tarde para prevenirse de eso, de todos modos no podía quedarse en el camposanto. Era curioso que el tipo del bazar lo hubiese corregido cuando él dijo cementerio. Camposanto era una palabra afín con lo religioso y lo cristiano más específicamente. En aquel cementerio no había signos religiosos, y ahora que lo pensaba mejor, no había visto ninguna iglesia en el pueblo.

        Debía buscar alojamiento para pasar la noche, no tenía la menor intención de tomar la ruta con esa lluvia y ya casi era de noche. Pero así como no había visto un templo, tampoco un hotel. Llegó a la plaza. Los coches fúnebres estaban tomando el camino de salida a la ruta. Si ellos se animan… se dijo. Pero él no había comido nada desde el desayuno, estaba hambriento, cansado y con la ropa empapada. Bajó del auto y fue hasta el bazar. Había dejado de llover y el aire tenía una tonalidad casi verdosa, como si la humedad ambiente tomase color. El hombre estaba en la puerta, con la pipa en los labios, sentado con un libro abierto sobre los muslos. Ahora que lo veía con más luz y sentado, notó el abdomen prominente, contrastando tanto con la figura esmirriada y la estatura baja. El hombre le sonrió mientras lo miraba acercarse.

     -¡Qué chaparrón les agarró!

     -Un diluvio me pareció a mí.

     -Es verdad.

     Se quedaron en silencio un minuto, sin saber cómo continuar, o más bien fue Ruiz el que se sentía cohibido en ese lugar.

     -¿No hay un hotel por aquí? Tengo hambre y quiero secarme la ropa. Creo que tendré que pasar la noche en el pueblo.

     El hombre se rió.

     -¿Un hotel? Nunca tuvimos nada parecido.

     -O una posada, una habitación en casa de familia, podría ser. No me gustaría pasar la noche en el auto. Entraron insectos y huele horrible.

    Entonces se le ocurrió que podría preguntar a la familia de Larriere, pero no sentía que fuese apropiado molestarlos en su día de duelo, y menos por quien había sido parte en la muerte de Vicente. Y el hombre le dijo, como si le hubiese leído el pensamiento:

     -Por qué no pregunta a los Larriere, ellos tiene casa grande a cinco kilómetros de aquí.

     Señaló, con la pipa, hacia el camino que pasaba junto al almacén. Ruiz no tuvo más que aceptar esa alternativa.

     -Bueno, le agradezco el consejo. Voy a molestarlo con otra inquietud. ¿Por qué el pueblo tiene ese nombre tan raro?

    -¿Le coeur antique? Llevaría mucho explicarle, pero se lo resumiré. Los fundadores del pueblo llegaron de Francia hacia más de ciento cincuenta años, los Larriere, se entiende, y bautizaron el pueblo con el nombre de su aldea natal allá en Europa.

    -No habría imaginado que este pueblo llevara tanto tiempo de existencia.

    -Es de los primeros fundados en la provincia. Tuvimos nuestros buenos tiempos, lo que queda son restos, señor, esqueletos más bien.

    Ruiz quiso dar su nombre y preguntar el del otro, pero un estornudo lo interrumpió.

    -Se va a resfriar. Vaya con los Larriere, lo van a recibir bien. No son nada resentidos.

     Ruiz lo miró con sorpresa.

     -¿Por qué lo dice?

     -Porque usted es el médico que no pudo salvar a Vicente, ¿no es cierto?

     Ruiz habría querido preguntar cómo se había enterado,  pero probablemente la vieja que bajó del auto cuando llegaron se lo había dicho. Lo que lo molestó fue que no se trató de una pregunta, en realidad, sino de una afirmación que además conllevaba la verdad. Y ésta no admite más que el silencio y ese inmenso conjunto de sentimientos contradictorios que lo sigue de cerca, esa una maraña de hilos, pelusa e insectos muertos que habitan los antiguos desvanes abandonados.

     Se fue sin despedirse. Se sentía enfermo, confundido y malhumorado como para respetar la buena educación que había aprendido. A quién debía respeto en ese pueblo que empezaba a desaparecer en la penumbra de la noche, porque ni siquiera alumbrado público había en las calles. Él también tenía miedo de desaparecer, por eso se habría ido si hubiese tenido el valor de enfrentar la ruta y la lluvia aún con la fiebre que ya lo estaba acosando.

     Siguió el camino que el hombre le había indicado, pasó junto al almacén, donde un cartel de chapa oxidada decía Larriere y Cia. Encendió los faros delanteros para guiarse en ese camino oscuro hasta encontrar una casa que nunca había visto, pero que debía reconocer porque era la única según el tipo del bazar. Leyó el cuentakilómetros, llevaba ya cinco y aún no había nada. Todo el paraje era de una oscuridad total, la llovizna se había reanudado y las luces únicamente alumbraban matas de arbustos a los lados. Entonces, bastante lejos todavía, vio una luz sobre el camino, que fue agrandándose a medida que avanzaba. El sendero hacía una lomada, y tras ella estaba la casa de los Larriere. Cuando ya estaba muy cerca vio que era una estancia bastante grande. Sin límites de demarcación en el terreno que rodeaba la casa, llevó el auto hasta la entrada y tocó bocina. Algunas luces se encendieron además de las que iluminaban las ventanas. Un hombre, que reconoció entonces como el hermano de Vicente, fue hasta el auto.

      -¡Doctor Ruiz, creímos que se había ido! Venga, entre a la casa para secarse.

       Bernardo bajó del auto y se dejó guiar hasta la puerta principal. El vestíbulo estaba alumbrado por una lámpara amarilla, con un perchero y un paragüero de madera de caoba. Se limpió las suelas en un felpudo estampado.

     Las dos personas que ya conocía fueron a su encuentro desde el living.

    -Doctor, ella es mi hermana Natalia, y éste mi papá, Gustave Larriere.

    Ella le sonrió, y apenas movió los labios con un saludo que él no entendió. El viejo dijo, con un acento francés inconfundible:

    -Lamento la lluvia y los inconvenientes, doctor. Usted ha sido el único amigo que se ha molestado en acompañar a mi hijo en sus últimos pasos.

     -Pero por favor, sáquese ese abrigo sucio y mojado. Natalia, traé ropa de mi habitación. Doctor, lo acompaño al baño para cambiarse. Mientras mi padre le prepara una bebida caliente, ¿qué prefiere?

     -Sinceramente no he comido nada en todo el día.

    El otro se golpeó la frente con un gesto desmedido.

    -Pero doctor, llámeme Norberto. Viejo, calentá la sopa de verduras que comimos hoy y un par de sándwiches de jamón crudo y queso de cabra.

     Norberto lo acompañó hasta el baño. Ruiz se sacó la ropa y se secó con una tolla, aún tibia por haber estado junto a la estufa. Golpearon a la puerta, Norberto la entreabrió y las manos de Natalia le alcanzaron la ropa.

     -Espero que le vaya bien, doctor, disculpe los colores, pero  no soy menos que un clásico al vestirme.

     Eran una camisa y un pantalón negro de buena confección. Le pasó también un calzoncillo y un par de medias. Ruiz comenzó a vestirse y sintió que debía romper el incómodo silencio.

     -Curiosa ceremonia la del camposanto...

     El otro lo miró con las cejas fruncidas, como si se hubiese enojado. Pronto sonrió al preguntar:

     -¿No habrá estado hablando con el viejo Hernán Aranguren, por casualidad?

     -Si así se llama el hombre del bazar, sí. ¿Por qué?

     -Ya lo imaginaba, él lo llama camposanto para llevarnos la contra. Viejas rencillas de familia, ya sabe.

     No dijo más sobre el tema.

     -Vamos a la mesa, doctor.

     Ruiz se tomó otro minuto para lavarse la cara y peinarse. Por el espejo echó una mirada a Norberto, que aparentaba observar el suelo, o quizá su abdomen abultado bajo el casimir abotonado.

    Los cuatro se sentaron a la mesa, él con su plato de sopa, la fuente con sándwiches, un vaso, una botella de vino fino y pan recién calentado en el horno. Los demás tomaban una taza de café acompañada por una copita de jerez.

    -Gracias otra vez por venir, doctor-dijo el viejo.

     Ahora que estaba afeitado, el hombre se veía más joven, pero debía tener más de setenta años.

    -Mi papá llegó de Francia hace muchísimos años, pero no ha perdido su acento-dijo Norberto-. Yo no sé ni una palabra, pero mis hermanos sí. Natalia y Vicente tenían planes de viajar para el próximo año, y creo que eso precipitó su ruina.

     Ruiz no comprendía la relación.

    -No entiendo, disculpe.

    -No importa, doctor. Se me fue la lengua-dijo, mirando a su hermana y a su padre como disculpándose.

     El comedor era amplio, alfombrado de pared a pared, con un hogar cuyos leños crepitaban y despedían un inconfundible olor a cedro.

     -¿Y cuál es su medio de vida?-preguntó.

     -Campos, doctor-respondió Norberto.-También tenemos los negocios alrededor de la plaza, excepto, por supuesto, el bazar de Aranguren.

     Ruiz sintió una picazón en el oído derecho y no tuvo más remedio que rascarse. En la punta del dedo le quedaron los restos de una mosca.

     Ellos se rieron.

     -Inconvenientes de vivir en el campo, doctor. Nosotros somos sus víctimas desde toda la vida. Puede decirse que vivimos y morimos por sus efectos.

    Todos sonrieron, amargamente. Sus caras eran patéticas en el sinsentido que expresaban, en la melancolía y la desesperación que brillaba en los ojos con la luz del hogar reflejada en ellos. Parecían luciérnagas inocentes expuestas al peligro de una gran araña colgando del techo. Más arriba de la lámpara, el cielo raso estaba oculto en la oscuridad, las vigas de madera no podían verse para nada, y desde allí llegaba un zumbido que Ruiz no pudo identificar.

    Bostezó.

    -Les agradecería si me prestasen alojamiento por esta noche...

    Los tres reaccionaron como insultados en su honor.

    -Usted se queda a dormir en la habitación de Vicente. Lamento que no tengamos otra libre.

     Sin darle tiempo a reaccionar, Norberto lo agarró del codo con amabilidad y lo llevó hasta la habitación.

     -Cualquier cosa que necesite, golpee en la puerta de al lado, ahí duermo yo. Ya sabe donde está el baño. Buenas noches, doctor.

    El viejo y la hermana pasaron a despedirse también. Estrechó la mano a cada uno. La piel de ella era suave, pero la del viejo parecía estar seca como una membrana fibrosa. Era la misma sensación que había tenido al recibir a Vicente en su consultorio la última vez antes de la operación.

     -¿Puedo usar el teléfono? Tengo que avisar a mi suegro, debe estar muy preocupado.

    El viejo señaló el aparato sobre una mesita de cedro con patas moldeadas y un mantelito de hilo tejido.

    -Hola Renato... Perdóneme que no le haya avisado, pero salí del hospital apurado y… bueno, estoy un pueblo cerca de Chascomús...No sé cuándo vuelvo, supongo que mañana. No se preocupe.

     Escuchaba una música en el auricular. Reconoció la música de Verdi y su Macbeth.

     -¿Está escuchando la radio?... ¿No? ¿Cuándo puso el disco? ¿Esta tarde?

     Colgó el tubo y volvió pensativo a su cuarto. Se desnudó y se metió entre las sábanas. El olor del campo húmedo era bello y estremecedor al mismo tiempo. Era como dejarse adormecer sobre un colchón de pasto, pero desprotegido. Había estado tan tenso en la ciudad, tan seguro de que el continuo estado de alerta lo defendería de todo, que si ahora se relajaba y se dejaba mecer por el sonido de la lluvia sobre los arbustos tal vez no volvería a despertarse. Porque el dormir es morir, es rendirse frente a la muerte cotidiana de cuya lástima dependemos como pecadores sumisos y cobardes.

   

     A las doce y media de la noche, el chirrido de las cigarras lo despertó hasta el límite entre la vigilia y el sueño leve, o quizá, quién podría negarlo con absoluta certeza, entre el sueño profundo y la muerte verdadera.

     Y soñó que se conducía por el camino de tierra hacia la puerta lateral de la casa, con la calavera del perro sostenida en sus manos y los zapatos embarrados. Adentro estaba oscuro porque el viejo había salido antes de que cayera la noche. Buscó a tientas, sobre las paredes, la perilla de la luz. Al prender la lámpara del techo, vio una telaraña de sombra envolviendo el comedor. Miró al techo, donde en lugar de una lámpara colgante había una araña de metal y vidrios esmerilados. En la sala había una mesa negra de cuatro patas, gruesas como muslos que se adelgazaban como tobillos hacia los extremos, y cubierta con un mantel de hilo blanco. Las sillas tenían respaldos altos y las patas con la misma forma de la mesa. Un armario de estantes estaba empotrado en la pared del fondo, con vajilla de porcelana con imágenes de pastorcillas arriando ovejas junto a un lago de la Bretaña francesa. A la izquierda una pared con un retrato de cuatro mujeres sobre una carreta, bajo un cielo plomizo. Bajo el cuadro, un televisor apagado con dos antenas levantadas y dispuestas en forma de “v”.

      Ruiz caminó hasta el televisor, dejó la calavera encima y lo encendió. La imagen era pura intermitencia y el sonido nulo. El vidrio de la pantalla estaba cubierto con heces de mosca. Fue hasta la cocina, angosta y larga, con la mesada, la pileta, el horno y la heladera dispuestas en fila contra una de las paredes. Buscó un trapo, lo mojó bajo el agua de la canilla y volvió al comedor. Limpió la pantalla del televisor y devolvió el trapo a la cocina. Mientras estaba ausente, la pileta se había llenado de hormigas. Abrió otra vez el grifo para que el agua las arrastrara. Volvió al comedor, sintonizó el único canal que transmitía a esa hora. Era un programa para el hogar. Una mujer de mediana edad comenzó a preparar la comida, tenía cabello enrulado, corto y prolijamente peinado, y un vestido de mangas cortas con el delantal blanco. Ruiz se sentó en una silla. La mujer, en lugar de mostrar los ingredientes y los utensilios de cocina, comenzó a acomodar huesos sobre un mostrador.

     -Hoy vamos a aprender, mis queridos televidentes, a armar un esqueleto.

     Ruiz se sintió entusiasmado, como si de repente recordara a lo que había venido, luego de todas aquellas postergaciones que habían representado el accidente del perro, la muerte del viejo y su posterior entierro. Entonces se levantó para ir a la habitación contigua, donde había una cama matrimonial con el colchón desnudo, que olía a formol, una mesita de luz con las mismas patas del resto del mobiliario, y una cómoda de color negro. Buscó en los cajones, llenos de ropa interior de hombre, papeles amarillentos, bolsas con elementos que no podía dedicarse a mirar porque la mujer de la televisión no iba a esperarlo mucho tiempo. Al fin, encontró un papel en blanco y un lápiz.

     De regreso al comedor, se sentó y apoyó el papel sobre su muslo derecho, dispuesto a tomar notas.

     -Ahora que están provistos de papel y lápiz -dijo la mujer- empezaremos.

     Entonces comenzó a explicar cómo realizar primero un bosquejo del cuerpo. Se necesitaba primero un papel grande, de tamaño natural. Luego dibujaríamos el esbozo de la figura sobre él. El siguiente paso era hacer un catálogo de los huesos necesarios, y si ya se disponía de todos ellos, habría que abastecerse de mucho alambre y pegamento. Una buena provisión de tornillos también era necesaria, lo mismo que su correspondiente destornillador, alicate para cortar alambre y pinzas de punta fina.

     La mujer mostró todos estos elementos sobre el mostrador. Entonces, de una caja, sacó los largos y delgados arcos de veinticuatro costillas, dejándolos a un lado. Luego sacó de otra caja, uno por uno, como si levantase entre sus dedos la débil fibra de un tejido recién nacido, los cuerpos de las vértebras. Algunos eran anchos y fuertes, otros pequeños y delgados, con espinas laterales y posteriores o sin ellas, pero todos con un orifico como un pozo de aire, como un ascensor donde suben y bajan los fluidos, pero encargado de transportar otros seres más grandes que los habituales elementos de la sangre. De cada una de las vértebras, de su trama ósea excavada con pasadizos y pozos irregulares, comenzaron a salir hormigas.

     Entonces la mujer se puso a recitar un poema. Algo que Ruiz conocía de memoria y que ahora, cuando lo necesitaba, no recordaba con precisión. Porque la memoria es como un edificio de departamentos, muchos están cerrados, pero no por eso dejan de ocupar un espacio que se llena de polvo y arañas, hasta que alguien un día vuelve a abrir la puerta.

 

 

4

 

Despertarse en la habitación de un hombre muerto, es como haber compartido la cama con ese hombre, haber usado las mismas sábanas y compartido las frazadas bajo las cuales el sudor y la respiración, incluso los olores y las secreciones, se han visto mezcladas por el contacto mientras se duerme. Despertar con la boca del otro junto a nuestra cara y el aliento de la noche rodeando la cama.

     Si uno es un hombre, lo mismo que el muerto, es como una comunión con uno mismo. Mirarse al espejo de una sábana gastada por el roce de nuestra piel a lo largo de los años. Es mirar la piel que tendremos en ese lecho o en cualquier otro, pero siempre en la misma posición, porque siempre hay que morir en posición horizontal. El cuerpo no es una columna, ni siquiera es madera, es carne que sin la electricidad vital no es capaz de mantenerse erguida. De ahí nuestra debilidad, la tristeza de lo pobre por endeble y por viejo. Todo cuerpo humano es antiguo, por más que se trate de un recién nacido, porque todo cuerpo lleva encima la carga de todos los muertos desde el principio del mundo. Cada uno pone sus bolsas y sus fardos encima del bebé que ha nacido hace diez segundos, y cuyo llanto no es de alegría, sino de sorpresa, de amarga sorpresa que se convierte en aguda desesperación, y luego, mucho tiempo después, en esa palabra tan manida y sucia por manos precoces de pretendidos santos: la palabra resignación acompañada por el signo de la cruz. La cruz y la rendición, la sumisa costumbre de los pacifistas, los que ofrecen la otra mejilla al insalubre viento de la nostalgia y la melancolía. Elementos éstos de los cobardes, que sobreviven, que persisten, que vencen, quizá, por un tiempo, las tremendas acometidas de los infames hijos de la atrocidad y  la destrucción. Ellas, más temibles que la muerte, porque la muerte al fin es un fin, un instrumento de bienestar, un vehículo adecuadamente condicionado para el innombrable estado en que el alma se sumirá un día, al final de los tiempos, en un espacio donde el número cero tendrá más valor que todos los demás números sumados, multiplicados y consumidos por la voraz boca de Dios.

     Si despertar en el lecho de un muerto tiene estas consecuencias para los pensamientos, Ruiz no dejó de experimentarlas. Por eso, frente al espejo del baño se lavó y restregó la cara hasta sacarse de encima las marcas y los surcos  que el sueño va sumando noche a noche sobre la piel cada vez menos elástica de los vivos, cada vez más lastimosa y pétrea como la de los escarabajos.

     Bajó a desayunar. Se encontró en el comedor con los dos hombres.

     -Buenos días, doctor-dijo el viejo, levantándose efusivamente de la mesa para estrecharle la mano.

     Ruiz pensó por un instante, que el anciano no estaba lo suficientemente triste como era de esperarse de alguien que ha perdido a su hijo sólo un día y medio antes. Es más, no había visto a ninguno de los tres llorar. Pero cada familia tiene su carácter, sus modos y sus duelos internos.

     Norberto Larriere lo saludó mientras se secaba los labios con la servilleta, luego le sirvió una taza de café con leche, le ofreció miel, azúcar y jugo de frutas. Todo el servicio de mesa estaba impecablemente puesto, como si hubiese personas de servicio, pero no había nadie más. La chica no había bajado a desayunar aún, dijo su hermano.

     -Ella nunca se levanta antes de las nueve.

     Ambos sonrieron, mirándose uno al otro, sin involucrar a Ruiz en su complicidad. El sol entraba radiante por el ventanal, y la sala lucía mucho más bella que la noche anterior. Incluso podían verse las vigas de madera lustrada y la gran lámpara colgando del techo con una cadena dorada muy corta. Era de gran diámetro, con salientes y rebordes de metal que parecían patas queriendo adherirse al cielo raso.

     -Espero que no se vaya hoy, doctor, con este día espléndido. Quiero mostrarle nuestros campos-dijo Norberto.

     -Mi hijo lo llevará a dar una vuelta, espero que disfrute de nuestra hospitalidad. Es un honor para nosotros.

     Luego, cuando los tres se levantaron de la mesa, el viejo apoyó sus manos sobre los hombros de Ruiz.

     -Usted intentó salvar a mi hijo, eso me consta. Así que no se sienta mal. Sería tan hermoso que se sintiera parte de nuestra familia.

     Mientras decía esto, echó una mirada por encima del hombro derecho de Ruiz. Norberto estaba detrás. Bernardo no supo qué decían los álgidos ojos azules dirigidos al hijo, pero como desde hacía cuarenta y ocho horas, muchas cosas le pasaban por encima, como si él fuese un pequeño insecto esquivando la muerte entre pisadas de gigantes.

     Los tres salieron juntos, pero el viejo se separó de ellos para dirigirse a un galpón al otro lado del camino. Ruiz no había podido ver nada de todo esto al llegar. El campo era muy verde alrededor de la casa, una inmensa alfombra verde interrumpida por el camino de tierra. No había árboles, y sin embargo no parecía haber necesidad de ellos. Era pura llanura. El sol resultaba espléndidamente adecuado como adorno más que como esencia. Es verdad que sin el sol nada se habría desarrollado, pero Ruiz sabía que aún en las más oscuras grutas crece la vida. Formas de vidas no necesariamente dependientes de la luz. Los humanos son quienes necesitan ver para quitarse el miedo, y el calor del sol es como un abrigo y una caricia materna. Pero debajo de las rocas, en los mares más profundos y bajo la tierra la vida se reproduce aún más intensamente, quizá. Por eso él miró el sol como quien mira a un subalterno, a un molesto servidor que trae una lámpara útil pero prescindible.

     Norberto y Ruiz subieron al jeep. Larriere condujo a lo largo del camino alejándose del pueblo. Había visto a un par de personas en la plaza, pero éstos que ahora encontraban el el camino eran trabajadores de los campos, gente que vivía en los alrededores.

    -Pasan la mayoría del tiempo en sus tierras, algunos trabajan para nosotros-dijo Norberto.

     Cuando llegaron, unos hombres se acercaron al jeep y se pusieron a hablar con Larriere. Le ofrecieron condolencias por la muerte de Vicente, pero en seguida cambiaron de tema. Hablaron de cultivos, de semillas, de un par de trabajadores que habían caído enfermos. Todos tenían caras curtidas por el sol y espaldas anchas cubiertas de camisas de algodón, pañuelo al cuello, sombrero y pantalones con botamangas.

     El capataz apoyó un codo en el auto, mirando a Ruiz de tanto en tanto, mientras hablaba con Larriere. Ruiz contempló el movimiento de trabajadores. Unos se dirigían hacia los campos de la izquierda, sembrados de amarillo. Otros ya trabajaban en unas hectáreas de color verde intenso. En el centro había unos viveros cubiertos.

     -Bueno, los dejo laburar...-oyó decir a Larriere, y volviéndose hacia el doctor, dijo:

     -Vamos a visitar los viveros. Le gustarán.

     Hicieron un par de kilómetros más hasta la puerta de los galpones. Bajaron y caminaron unos metros entre macetas viejas arrumbadas a los costados del camino estrecho y aromático. Una vez dentro, Ruiz se quedó parado ante lo que veía, más de quince filas de canteros con flores de todas clases. No habría sabido clasificarlas aunque hubiese tenido semanas para hacerlo. Cada fila tenía un cartel clavado con el nombre en latín, pero esto nada le decía. Sólo identificó las rosas, los crisantemos y las gardenias. Norberto lo acompañó recorriendo los senderos entre las plantas, hasta que llegaron al sector de las calas, que se abrían como enormes campanas blancas cuyo péndulo amarillo se mecía casi con obscenidad. A muy pocos les agradan estas flores, brutales en cierto sentido, no demasiado bellas y para nada delicadas ni exquisitas. Norberto se dio cuenta que él se había detenido expresamente ante ellas.

     -Somos pocos los que cultivamos y vendemos calas, doctor.

     -Son casi indeseables, Larriere. En la quinta de mi tía había una planta enorme de calas. En verano yo no podía acercarme. Tenía miedo de las avispas y abejas que permanentemente la rodeaban.

     -Es verdad, doctor. Pero no tiene por qué tener miedo. Nosotros también somos apicultores.

     Salieron por la puerta del fondo y se encontraron con hombres vestidos con mamelucos blancos y las cabezas cubiertas. Manipulaban panales y miles de abejas volaban alrededor. Ruiz no quiso acercarse más. Norberto se rió.

     -Ay, doctor. Se pasa la vida entre sangre y cadáveres, y tiene miedo de unas simples abejas.

     Ruiz no contestó, se sentía en situación de inferioridad. Recordaba los veranos en casa de su tía. Los domingos por la tarde escuchaba el zumbido de los enjambres invadiendo el jardín, y él se veía obligado a permanecer encerrado en casa.

     -¿Tiene miedo de los insectos, doctor?

     Bernardo Ruiz recordó lo que había visto en el quirófano. Si hubiese tenido pánico, habría muerto de un infarto. Pero no era eso, sino un temor que iba creciendo como bajo tierra. Abultando la superficie de su conciencia.

     Entonces pasaron frente a ellos dos viejos con el torso desnudo, los pantalones desabrochados y descalzos. Venían de las letrinas, y se veían excesivamente delgados. Pero no podían dejar de notarse los vientres abultados, iguales al que Vicente Larriere había tenido. Por primera vez en varios días, Ruiz se puso a pensar como médico. Una enfermedad estaba afectando a los habitantes de ese lugar. No eran pólipos lo que había sufrido Vicente, sino parásitos. Algo en el agua o la alimentación los diseminaba. Pero si lo pensaba mejor, lo que había salido del abdomen de Vicente no podía clasificarse de ese modo. Y quizá, también, no había hecho más que soñar.

     -¿Esos son los hombres enfermos de los que habló el capataz?

     -Sí, doctor.

     -Podría analizar su sangre y secreciones, si me lo permite.

     -Para qué, doctor. Ellos ya no tienen salvación, ya lo saben y por eso no se quejan, como lo hizo mi hermano.

     -No entiendo.

     -Mire a su alrededor, doctor Ruiz. Mire la belleza de las flores, mire los campos cultivados con trigo y girasoles. Mire el maíz, doctor. La vida crece en ellos, pero debajo quedan los restos muertos. Lo que se seca cae y pasa a formar parte de lo que las raíces toman para alimentarse. Todos vamos a morir, doctor. Estamos sumidos en la muerte desde el nacimiento, y ellos, los seres pequeños, crecen dentro, y somos sus servidores. Pero de algún modo la belleza de las flores y la música del viento sobre los campos nos compensan.

     -No hay árboles, ni pájaros. Esto no es normal.

     -Sí lo es, depende de qué parte de la naturaleza quiera hacer prevalecer. Lo llevaré a ver a nuestras ovejas.

     Volvieron a Jeep y recorrieron diez kilómetros hacia el sur. Llegaron a unos campos donde pastaban ovejas blancas. Bajaron y caminaron hasta las cercas. Larriere saltó y arrastró a una de ellas, sujetándola de la lana del lomo. Los perros que las cuidaban ladraron, saltando y moviendo la cola alrededor de su dueño.

     -Toque, doctor.

     Ruiz acarició al animal. Le pareció sucio, áspero y desagradable. Cuando retiró la mano, estaba llena de pulgas. Se sacudió y se restregó las manos en la ropa, pero no sabía cómo sacárselas de encima. Mientras Larriere no dejaba de reírse de él, intentaba aconsejarle:

     -No se desespere, doctor. En unos minutos se irán solas. La temperatura del cuerpo humano no les conviene.

     Entonces Ruiz vio a las pulgas saltar de sus manos hasta el suelo o hasta la oveja que estaba junto a ellos. Los perros también recibieron algunas, se rascaron desesperados por unos momentos contra el suelo, y luego se acostumbraron.

     -Dios mío, ¿y cuándo las esquilan?

     -¿Esquilarlas?

     Norberto Larriere seguía riendo. A no más de dos días de la muerte de su hermano, él reía a pleno bajo el sol y en medio del campo. Rodeado de lo que amaba, en medio de millones de criaturas que sin ser notadas, salvo cuando lo deseaban, decidían la forma de vida y la muerte de los hombres que allí vivían. Ellos eran dos, nada más. Incluso los perros y las ovejas los superaban en número. Y qué decir, entonces, se dijo Ruiz, de las bestias pequeñas que el ojo humano apenas alcanza a percibir, y que lo dominan todo, invadiendo y carcomiendo los cuerpos. Tal vez incluso antes de la muerte.

    -No las esquilamos nunca, doctor.

     Y regresaron a la casa justo al mediodía. Estaba insolado y le dolía la cabeza. No quiso almorzar y se quedó en su cuarto con una botella de agua. Se quedó dormido con la cabeza de costado sobre la almohada, mirando a su lado la jarra sobre la mesita de luz, intentando vislumbrar los seres que habitaban el agua. Seres que no tienen cara. Porque aunque los insectos tienen una parte del cuerpo que podría llamarse anterior, y a veces, no siempre, llevan allí los órganos de los sentidos, no puede denominarse cara, y mucho menos rostro.

      Y el agua puede convertirse en viento. El doctor Bernardo Ruiz sabía que los elementos del agua cambian su estado líquido por uno gaseoso, siendo arrastrados, envueltos y sometidos a merced del viento, que es otro elemento más de la naturaleza, otra fuerza que utiliza para dominar el mundo. Entonces el viento que ahora escuchaba podría haber nacido del agua quieta de su jarra de vidrio transparente. Un viento que se parecía mucho a la música de Debussy, sus arpegios, sus armonías, los sutiles toques del teclado en las notas bajas y agudas imitando el sonido etéreo del viento sobre un templo abandonado en un noche de luna, o aquel que sopla como una brisa suave entre los maizales.

     Un piano. Pero no recordaba haber visto anoche ni esta mañana ningún piano en la sala. Se levantó y se lavó la cara. Tenía hambre. No había almorzado, y por suerte ya le había pasado la náusea que había sentido al volver del campo. Bajó a la sala, no había nadie. El piano seguía sonando un poco más fuerte. Siguió el camino del sonido, como una rata hubiese seguido la música del flautista de Hamelin. Atravesó el comedor, entró a un pasillo, pasó delante de dos puertas abiertas que llevaban a una biblioteca y una sala de juegos. En el fondo había una luz que salí por debajo de una puerta. La música sonaba más fuerte. Llegó y golpeó con los nudillos. La música se detuvo.

     -Pase-dijo la voz de Natalia Larriere.

    Bernardo entró y la vio sentada en la butaca frente al piano. Llevaba el cabello negro recogido en una cola de caballo y un mechón cayéndole sobre la frente. Con una de sus manos, que eran muy blancas y pálidas, de dedos largos y delicados, ella se apartó el pelo de la frente y sonrió.

     -Me dijeron que no comió nada. ¿Se siente mejor?

     -Sí, gracias.

     -Entonces acompáñeme a la cocina y le preparo algo.

     Sin darle tiempo a negarse, ella se levantó, pasó su brazo derecho bajo el izquierdo de Ruiz y lo condujo a la cocina. Sacó de la heladera unos restos de carne asada y preparó dos emparedados. Sirvió una copa de vino blanco frío y puso todo en una bandeja.

     -Volvamos a la sala de música-dijo, llevando la bandeja e indicándole que lo siguiera.

     Ella se sentó otra vez frente al piano, pero no antes de haber puesto el plato sobre la mesa baja frente al sofá donde estaba Bernardo. Mientras él comía, la escuchó tocar. Era una buena ejecutante. Debió haber estado tocando por quince minutos, cuando se detuvo.

    -Es una gran pianista.

    -No exagere, doctor. Regular, diría yo. Estudio música desde los cinco años, así que no tuve más remedio que aprender algo. ¿Qué música le gusta?

     -La que usted tocaba. También la ópera, mi suegro es un gran aficionado.

     -¿Quiere escucharme cantar algo? Las pocas veces que tengo auditorio, trato de aprovecharlas. Acá nunca viene nadie nuevo.

     -Así que también canta…

     -De nuevo, regular.

     Ella comenzó a cantar una melodía acompañándose en el piano. Tenía un bella voz de contralto, profunda y tersa. Era como el viento que había escuchado antes, húmeda como una brisa que trajese rumores de tormenta. Cantaba en francés, y había un estribillo de cuatro versos que se repetía. Ruiz reconoció, aunque sus nociones del francés fuesen casi nulas, el verso que enunciaba el nombre del pueblo. Fueron casi diez minutos de esa larga balada, que subía de tono y se aceleraba en su parte media, pero volvía a decrecer y hacerse triste en cada estribillo. En el último, el piano se fue apagando, como si literalmente desapareciese de la sala, llevándose no sólo la música sino incluso el recuerdo del tiempo. Dejando únicamente una angustia y una premonición, o primero la premonición y luego la desesperación consecuente.

     Natalia se dio vuelta y preguntó si le había gustado.

     -Me pareció estremecedor.

     Ella sonrió con una ingenuidad que fue como una trampa y un par de tenazas que atraparon el corazón de Bernardo Ruiz.

     -Es una antigua balada francesa. Pasó de generación en generación, y la trajo mi abuela cuando emigró y llegó al país. Durante más de trescientos años no tuvo música escrita, la cantaban los trovadores en las ciudades y los campesinos en el llano. Hace casi cien años escribieron la música, dicen que el mismo Debussy fue quien la compuso, pero eso nunca se comprobó.

     -Tiene ciertas reminiscencias del Debussy maduro, me parece.

     -Así es, y me alegra que sea usted un hombre tan sabio, doctor.

     -Para nada, Natalia.

     -No sea modesto, apuesto que también escribe poemas.

     -No, no soy capaz. Pero...ya que lo menciona, mi mujer, mi pareja, en realidad, era poeta. Y anoche estuve recordando un poema suyo. No sé por qué ese especialmente...pero, en fin.

    -Recítelo, doctor.

    -No me avergüence...

    -No es mi intención, y no debe sentir vergüenza.

     Entonces Ruiz comenzó a recitar el poema de Cecilia tal como lo recordaba, y no creía apartarse mucho de las palabras exactas. Era un poema que hablaba de las hormigas que entran en el cuerpo de un hombre, suben por las vértebras y anidan en la base del cerebro. Era una temática y un clima típicos de Cecilia, su obsesión por la anatomía y la degradación de los cadáveres. Lo había escrito antes de mudarse con Ruiz, pero a ella le gustaba recitarlo mientras estaba en la cama, revisando sus escritos. Él, entretanto se duchaba, oía su voz, que sonaba como una fila de hormigas en un bosque bajo la lluvia. Cecilia había pasado por la segunda cirugía cuando comenzó a recitar ese poema más frecuentemente, intentando corregirlo en base a cómo sonaba en voz alta. Como si esperase que alguien más, en algún momento, lo fuese a cantar.

    -Es muy hermoso, doctor. Me gustaría conocerla.

    -Murió hace tres días, Natalia.

    -Lo lamento. Debió ser una mujer muy sensible, muy perceptiva, sobre todo.

    -Lo era, ¿pero por qué lo dice?

    -Porque ese poema es muy similar, en sentido por lo menos, a los versos de la balada que le canté. Es muy extensa, pero trataré de resumirla. La canción dice que el corazón humano tiene pilares de diferentes grados, y estos pilares forman cavidades, como grutas. En una anidan los seres que hacen sentir al hombre amor u odio, en otra los que lo hacen bueno o malo, y en la tercera habita el destino de cada uno. Estas criaturas viven entre los pilares como entre los troncos de los árboles de un bosque donde siempre es de noche. Y los pájaros nocturnos salen de caza y atrapan a las pequeñas criaturas del corazón. Las que sobreviven, entonces, son las que conforman la naturaleza de cada uno.

    -¿Y el estribillo?

    -Dice más o menos así: “Si acercas tu oído a una piedra, escucharás una vieja melodía; es el antiguo corazón de los malvados, más eterno que la roca del mundo”.

    -Y qué quiere decir eso, no entiendo.

    -Doctor, las criaturas que sobreviven son siempre las más listas, aún más que los pájaros que intentan cazarlas, porque entregan a las otras a los picos de esas aves. No hay forma de supervivencia sin un rasgo de cruel astucia, ¿no está de acuerdo?

     -No puedo decir que sí, Natalia. ¿Qué hay de la piedad?

     -Es para los débiles, doctor. O más bien para los cobardes, porque la debilidad no implica necesariamente falta de valor, en cambio los cobardes son un absoluto en sí mismos. Como mi hermano.

     Era la segunda vez ese día que escuchaba hablar despectivamente de Vicente Larriere, y ella había sido aún más lapidaria que su hermano.

     -Me gustaría pedirle un enorme favor, doctor.

     -Cómo no.

     -Sería un honor para mí ponerle música al poema de su mujer. Le prometo tenerlo listo antes de que se vaya y lo cantaré para usted. ¿Qué me dice?

     -Creo que Cecilia se sentiría muy honrada.

     Ella formó una sonrisa completa, no sólo con la boca, sino que los ojos y el leve enrojecimiento de sus mejillas participaron para darle esa expresión de belleza intacta, apenas tocada, virgen en cuerpo y en alma. Pero no una virginidad enferma o víctima de represiones, sino como un campo de césped jamás pisado que esconde sonidos, agua y sangre. Un campo cuyo mayor miedo es siempre el de ser arrasado por las agudas aspas de las hélices del tiempo.

     Durante el resto de la tarde, hasta casi las seis, tomaron un té en el comedor y continuaron hablando del campo que Ruiz había visitado. También hablaron del pueblo, y Natalia le habló de los vecinos como quien cuenta anécdotas sin importancia. Luego llegaron Norberto y el padre. Venían sucios de polvo y transpiración, y riendo.

     -Así que mientras trabajamos, mi hermanita toma el té con el doctor.

     -Alguien tiene que dedicarle tiempo a nuestro huésped.

    -Me parece muy bien, hija-dijo el viejo. Luego miró a Ruiz. -¿Tocó para usted?

    -Sí, y también cantó con exquisitez. Debe estar orgullosa de su hija, señor.

    -Lo estoy, de eso no puede tener dudas. Hay hijos e hijos, doctor, no sé si me entiende.

    Ruiz creyó haber entendido perfectamente.

    -Tenemos que asearnos y cambiarnos para la festival. Nos va a acompañar, doctor.

    -¿Qué festival?

    -Hoy sábado a la noche tenemos un festival en la plaza del pueblo. Hay feria, quermeses, espectáculos que le interesarán, seguramente.

    -No sé si estoy con ánimos para una fiesta, ustedes saben que hace unos días perdí a quien fue mi pareja.

     Era la primera vez que alguien insinuaba la más leve necesidad de duelo o de tristeza después de las exequias.

     -Por eso mismo, doctor, ¿me comprende? Por eso mismo, se lo repito-dijo el viejo poniendo una mano en el hombro derecho de Ruiz, como un padre, como si fuese más cercano a su corazón que Renato, cuyo distanciamiento y acrimonia lo había malherido como un resabio inquebrantable de resentimiento por lo que Ruiz le había hecho a la hija.

     Entonces aceptó.

     Norberto le prestó un pantalón y una camisa nueva, además de los que ya tenía. Ropa interior y botas de cuero.

     -La plaza va estar enlodada después de la lluvia del otro día, tarda más en secarse que el resto de las tierras. Hay una declinación en esa zona, y no es raro que se inunde cuando llueve mucho.

     -¿Y no es un impedimento para el festival?-preguntó él mientras se vestía.

     -Para nada. Verá, doctor. Los festivales se hacen después de lluvias como la que pasamos ayer. Es un renacimiento, ¿sabe?

     Ruiz no entendía nada. Pero aquel ambiente nuevo y a su vez extraño en cuanto rarezas se refiere, levantaba su ánimo y lo hacía olvidar la vida que lo aguardaba en Buenos Aires.

     A las ocho de la noche se pusieron en camino hacia el centro del pueblo. Los cuatro subieron al jeep y recorrieron el camino que Ruiz había hecho también de noche hacía apenas un día. La misma disposición que llevaban en el vehículo, la mantuvieron mientras caminaban hacia la plaza, el viejo Gustave y su hijo Norberto adelante, detrás Natalia y Bernardo Ruiz tomados del brazo. Ambos se miraban de tanto en tanto, comentando con escasas palabras la vida agitada de esa noche alrededor de la plaza. Ella llevaba un vestido negro de terciopelo, ajustado a la forma de su cuerpo delgado, cerrado casi hasta el cuello, con un collar de perlas color azabache que brillaban más que las perlas blancas con la luz de las guirnaldas que habían colocado sobre los postes montados específicamente para ese día.

     -Está muy atractivo con esa camisa blanca de mi hermano, doctor.

     La camisa era de seda, de un tejido fino que dejaba transparentar levemente el vello oscuro y crespo del pecho. Se había puesto una fragancia peculiar que Norberto le había prestado con un guiño de ojos después de afeitarse.

     -Gracias, Natalia. Pienso que es usted quien merece los halagos, no yo.

     -Entonces cumpla, doctor.

    Ruiz sonrió, bajando la mirada como un adolescente. De pronto, no sabía qué decir. Ella se estrechó más a él y continuaron juntos, sabiendo que no había necesidad de decir más. Los otros Larriere, habían desaparecido entre el resto y ya no los veían.

     Ahora, el bullicio de la plaza requería su atención. Los negocios de alrededor estaban iluminados, por las ventanas y puertas viejas salía una luz amarilla y fuerte interrumpida por sombras de gente que entraba y salía. Por las calles pasaban bicicletas y mucha gente caminando. Ruiz veía por segunda vez a algunos de los chicos que habían salido de las construcciones abandonadas cuando llegó al pueblo. Había muchos perros, casi tantos como personas. Eran mansos, caminaban a la par de sus dueños, a veces se olían uno al otro al cruzarse. Casi no ladraban. El bullicio venía de la gente, campesinos que trabajaban sus propias tierras, probablemente, pero la mayoría debían ser empleados de los Larriere. Desde la panadería llegaba un olor intenso a pan recién horneado, a tortas y galletas con aroma a anís. La forrajería era un lugar de reunión, muchos se daban cita allí y luego salían hacia la plaza. El bazar de Aranguren, en cambio, estaba cerrado, y esa cuadra parecía no existir, porque la oscuridad era una mancha, como un sector borrado en una pintura.

     No preguntó la causa, y sabía que no encontraría a Aranguren entre los asistentes al festival. Durante el día habían colocado postes alrededor de la plaza, y de ellos colgaban guirnaldas con lámparas de pocos batios de potencia. Había luna, y gracias a ella la plaza resultaba más iluminada que por la luz artificial. Pero entre los arbustos que proliferaban irregularmente había superficies de sombra donde se escondían los perros asustados por el paso continuo de la gente. Hoy la plaza parecía más grande que cuando él la había visto al llegar, tal vez la oscuridad colaboraba a esta impresión. Las sombras, como los espejos, a veces dilatan las distancias.

     Había música también. Un sonido como de organillo venía de todas direcciones. Ruiz, cuyo recuerdo de los circos había quedado agradablemente prendido a su memoria, intentó buscar el origen, y llevaba a Natalia hacia una u otra dirección.

    -¿Qué busca, doctor?

    -Al organillero.

    Ella sonrió y señaló con el brazo un puesto justo frente a ellos, apenas iluminado por el reflejo de la luz de la luna en la madera del puesto. Había un viejo de barba larga, calvo, tocando el acordeón. La melodía era desconocida, pero similar a la música monótona y envolvente de las calesitas de una plaza de barrio suburbano.

     Se acercaron. El viejo levantó la vista hacia Bernardo. La cabeza salió de la sombra para entrar en el halo de luz de una lámpara que se mecía con la leve brisa de esa noche. Ruiz no se había equivocado al verlo de lejos, era calvo y de larga barba canosa. Pero el olor de su ropa era insoportable. Ni siquiera las parrillas, junto a la plaza donde se asaban carne y achuras, lograba hacer pasar desapercibido el olor de aquel hombre. Entonces el viejo pidió:

     -Una colaboración, por favor.

     Su acento era francés, como el del viejo Larriere. Debía tener su misma edad, tal vez más. Y cuando Bernardo estaba por sacar una moneda del bolsillo, vio los pies del viejo. Estaban descalzos y hundidos en el barro, donde algunos escarabajos se desplazaban con dificultad para subirse a las piernas. Las pequeñas patas de los insectos se adherían a la piel ulcerada del viejo y ascendían, lentamente, pero ascendían.

     Ruiz dejó dos monedas en la palma del anciano.

    -Merci-lo oyó decir.

    Natalia se acercó al organillero y le dio un beso en la mejilla.

    -Adiós, tío.

     Ruiz se quedó parado mirándola como si viese a una extraña.

    -Es primo de una tía que vive en Buenos Aires.

    -Y por qué...

    -¿Por qué... qué?

    -Nada. ¿Querés algo para tomar?

    -Un vaso de vino dulce, por favor.

    Fueron caminando hacia el puesto de bebidas. Era una mesa larga muy bien puesta, con un mantel color crema, botellas abiertas y vasos de cristal. La gente se acercaba, elegía su bebida, el encargado servía, daba el vuelto y el cliente se retiraba complacido. Los chicos tenían jugos de frutas, y curiosamente, café caliente.

     Ruiz pidió vino dulce y le sirvieron dos vasos. Bebieron caminando hacia uno de los puestos cercanos. Unos chicos pasaron corriendo y casi les hicieron volcar los vasos. El vestido de Natalia se manchó, pero casi no se veía en la tela oscura.

    -No se nota sino en el aroma. Mi padre y mi hermano van a pensar que querés embriagarme-dijo ella, con una sonrisa tan dulce como el vino que humedecía sus labios.

     Ruiz la retuvo del brazo y no pudo evitar el impulso besarla en los labios. Ella no se resistió, su boca incluso pareció intentar seguir la boca de Ruiz cuando él se apartó unos centímetros. No se dijeron nada, ni siquiera sonrieron. Volvieron la mirada adelante y se encontraron de pronto mirando lo que los demás también observaban con atención.

     Un hombre sentado tras una mesa de chapa cubierta con una tela, bastante sucia por lo que tenía encima, varias fuentes y recipientes pequeños sin tapa, de cuyos bordes salían gusanos, larvas blancas, cucarachas que caminaban por los bordes de las fuentes y por el mantel, hormigas y un par de arañas grandes como un puño. El hombre tenía las manos ocupadas sacando de una y otra fuente el alimento que llevaba a su boca, también demasiado ocupada en evitar que los insectos se escaparan de los labios antes de ser molidos y muertos. No miraba a los demás, sino que estaba concentrado en controlar todo aquel zoológico que no pretendía escapar, sino sólo mantenerse en movimiento. Y ese hombre utilizaba su inteligencia para mantenerlos juntos, diciendo de tanto en tanto, y con la boca llena, algo así como “mis pequeños, no huyan, mis pequeños”.

     Eso fue lo que Ruiz creyó entender, y el vino en su vaso se movía con una leve vibración de su pulso mientras él veía, extasiado, cómo el hombre se alimentaba de insectos no por diversión, aunque fuese esa la intención de montar tal espectáculo, sino por necesidad. Como si su sistema digestivo lo impeliera a satisfacer el hambre no con las bellas y aromáticas preparaciones que halagan habitualmente al paladar humano. El hambre de aquel sujeto tenía otra clase de satisfacción, evidentemente.

     Ruiz comenzó a sentir náuseas, pero tragó saliva y se contuvo. Sin embargo, se sentía pálido y la frente le transpiraba.

     Tal fue el primer espectáculo de la feria que ambos visitaron. Natalia, sin soltarlo del brazo, unida a él ahora también por ese beso que constituía un lazo más fuerte que enlazar las manos, porque involucraba complicidad. Luego vieron a unos perros correr hacia un espacio abierto, y se dirigieron hacia el puesto que se levantaba allí. Una luz caía directamente sobre el lugar, y a medida que se acercaban se abrieron paso entre los que regresaban de aquel sector. Natalia saludó a unos conocidos y presentó a Bernardo. Lo saludaron como si ya hubiesen oído hablar de él. Continuaron hasta encontrase con el hombre delgado y oscuro que yacía acostado sobre una frazada. Ruiz no encontraba nada especial, el hombre parecía estar durmiendo. Tal vez se ha aburrido de esperar espectadores, estaba por decirle a Natalia. Entonces se dio cuenta que la ropa se movía, pero no así el hombre. Se desplazaba como si hubiese viento, pero no había, además el movimiento no producía pliegues sino un deslizamiento continuo. El hombre abrió los ojos en su cara oscura, y eran claros. No era ropa la que llevaba, sino una capa, tal vez varias, de hormigas que caminaban encima suyo cubriéndole el cuerpo completamente, salvo los ojos ahora abiertos como dos vasijas vacías. Estaba acostado de espaldas, y poco después cambió de posición, entonces las hormigas se desplazaron hacia los espacios que se separaban del suelo. Cada unos minutos el hombre se movía un poco, luego se sentaba, después se paraba o daba vueltas como si estuviese desfilando. Las hormigas se excitaban y se desplazaban con mayor rapidez. Cuando el hombre abría la boca, ellas entraban. Ruiz pudo ver el sinuoso movimiento de la nuez de Adán al tragar.

      Ruiz se dio vuelta y se colocó una mano sobre la boca. Natalia le frotó la espalda, consolándolo.

     -Ya te vas a acostumbrar, Bernardo.

     La miró y volvió la vista hacia el hombre. Esas olas de hormigas le provocaban un vértigo semejante al de un mar embravecido en una noche tormentosa y sin luna, donde cielo y mar se confunden, donde pies y cabeza cambian posiciones y el vértigo es el amo del mundo.

      Se vio solo por un instante, ella regresó con un vaso de agua fresca. El bebió de un solo trago y la transpiración de su frente comenzó a secarse.

     -Ya estoy mejor.

     -Entonces sigamos. Sería una lástima que te perdieras el festival.

     Natalia se sujetó otra vez al brazo de él, empujándolo, obligándolo con una ternura que hacía parecer esas fuerzas las más débiles estratagemas del mundo. Y sin embargo eran las más fuertes, porque si no de qué otro modo Bernardo hubiese podido erguir la cabeza como si nada pasara, como si esa feria fuese una feria común y corriente, como la que puede hallarse en cualquier pueblo o barrio de una ciudad cualquiera. Pero él no había visitado todas las ferias, así que no podía saber lo que el mundo podía ocultar tras la apariencia de lo que se suele llamar normal.

     De los ojos de Natalia, de su voz segura, firme y hueca como un ánfora, una vasija de barro construida por manos nativas y colocada en una vitrina de la estancia que acababan de dejar, se desbordaba la verdad. Y la verdad es simplemente eso, carne desnuda mostrando el vello crespo de un pubis desprovisto de maldad o perversión. La verdad del mundo es bella como el vientre de una niña de doce años que ha tenido su primera menstruación. Es bella y es terriblemente dura, dolorosa e insoportable.

     Eso era lo que ahora veía, parados ambos frente al siguiente puesto. Una mujer obesa, excesivamente, casi desnuda si no fuera por el cabello largo que formaba un velo triste y desgarrado sobre sus senos. Estaba sentada sobre una silla que apenas sujetaba el peso de su cuerpo, pareciendo balancearse sobre un bastón. Pero no era esto lo peculiar, sino las características de su piel, o más bien la carencia de ella. Estaba cubierta de llagas de color rojo vinoso y morado, otras de color blanco donde algo se movía. La mujer tenía los brazos extendidos y abiertos como si mostrase tatuajes, pero en realidad eran sus úlceras las que intentaba mantener desplegadas como si todas formasen parte de una sola figura, y cuyo conjunto sólo pudiera contemplarse abriendo los brazos y extendiendo las piernas completamente. En las llagas vivían gusanos grises, y algunos capullos se rompían y dejaban libre a innumerables mariposas que salían volando y se perdían en la oscuridad o morían poco después sobre la luz de las  lámparas.

     Era hermoso ese espectáculo, Ruiz debía reconocerlo. Miró a Natalia, que lloraba ante tanta belleza, entonces él no pudo dejar se sentir un enternecimiento que nunca había sentido por Cecilia. Cecilia era fuerte y no lloraba, Cecilia necesitaba consuelo pero nunca lo había aceptado, así como no aceptaba la lástima ni reconocía al perdón como parte de su vocabulario. La ironía era el instrumento de los ojos y la lengua de Cecilia, sólo en sus manos había algo de poesía.

     Miraron alrededor y buscaron el siguiente puesto. Un hombre parado con los pies juntos y las manos pegadas a los costados del cuerpo. Al principio Ruiz no alcanzó a distinguir sus facciones. Parecía tener la cabeza gacha mirando al suelo. Estaba vestido con un traje gris, la camisa era oscura. Los zapatos lustrados eran lo único que brillaba. Emitía un zumbido intenso, y Ruiz se acercó un poco más para escuchar, asomándose por encima de los chicos que miraban. Natalia lo retenía del brazo como si de ese modo gentil evitara que se cayera en un abismo.

     Bernardo se dio cuenta que la cabeza del hombre allí parado era un cráneo abierto con carne desgarrada y los restos de una cara desvanecida, arrugada como una máscara de látex que se apoyaba sin vida sobre el pecho. Del cráneo abierto sobresalía el borde superior de un panal, y en él entraban y salían y rondaban cientos de avispas, rodeando también el cuerpo del hombre, que de algún modo inexplicable se sostenía en pie, porque sin duda debía estar muerto.

     Frunciendo las cejas y entornando los ojos, Bernardo intentó ver mejor el panal. Natalia le susurró que no se acercara mucho, las avispas no eran confiables, ni aún para ellos. No preguntó qué quería decir con eso, si jamás eran confiables para nadie, pero la curiosidad lo dominaba. Había visto un parpadeo en la cara muerta, y el movimiento de un dedo de la mano derecha. Quizá habían sido las avispas las que lo provocaran tales movimientos, pero un rato después, cuando estaban irse, escucharon la voz del hombre, diciendo:

    -Gracias.

     Dos chicos le estaban entregando monedas y dos billetes de bajo valor, mientras él extendía la mano con la palma hacia arriba. Y Ruiz vio la cara del hombre, ahora claramente, los ojos inmensamente acongojados de quien no tiene más esperanza que una vida no más amplia ni menos ruidosa que una habitación repleta, completa y absurdamente, de avispas.

     Bernardo Ruiz bajó la mirada al suelo y se llevó las manos a la cara. Natalia se las apartó y lo hizo mirarla a los ojos. Eran un consuelo, un bálsamo refrescante para lo que había visto recién, y cuando Natalia hubo curado así sus ojos lastimados, retomaron el paseo. No habían terminado de ver ni siquiera la mitad de los puestos, y la noche del festival recién comenzaba.

     Pasaron delante de un coro de voces mixtas que cantaba una canción de cuna en alemán. La iluminación allí era mayor y los cantantes estaban parados en dos filas, las mujeres delante y los hombres sobre una tarima detrás. Ruiz reconoció algunas caras que había visto en la mañana en el campo. Las voces eran agradables y no destempladas como cabía esperarse de un coro de aficionados.

     Volvieron a pasar delante del puesto de bebidas.

     -¿Querés otro vaso de moscato?

     -No, querido. Nada por ahora, gracias.

     Él le agarró la mano con fuerza y siguieron su camino por la plaza ya repleta de gente, esquivando perros, saludando conocidos, estrechando manos que dejaban en las palmas de Ruiz una sensación pegajosa. Llegaron al cordón de la vereda y bajaron a la calle. Algo aislado del resto, había un puesto poco visitado, pero no por eso carente de algunos curiosos. No había niños, sólo ancianos, varones todos, mirando como de pasada y ajustando sus anteojos para ver mejor. Tenían el vientre abultado pero eran extremadamente flacos. Entre ellos debían estar los dos viejos que habían dejado el trabajo esa jornada, y otra vez Ruiz se dijo que como médico debió haberse mostrado más interesado, haber insistido en hacer un examen físico a los afectados. Sin embargo nadie se quejaba ni buscaba asistencia médica. La enfermedad es parte de la salud, se había dicho él muchas veces. No una entidad que debe ser eliminada como un insecto aplastado por un pie o muerto por un insecticida. La salud, como la muerte, son estados de un único lapso de tiempo continuo.

     Un hombre es irrepetible, un hombre muere y se pierde para siempre. Los insectos mueren y nacen a millones. Son eternos por eso, son inmortales porque el número y la cifra está de su parte. Dicen que Dios es un verbo, y es también una cifra. Existe porque un número lo determina. No el número uno, tampoco el cero como muchos dicen, sino siempre más que el número dos. Dos es poco, tres ya es un todo. Y en el todo, el absoluto, yace la razón de la existencia de Dios.

     Porque un hombre que muere es un único irrepetible, somos los que sobrevivimos quienes lo envolvemos en una mortaja, para que la tierra no lo golpee tan brutalmente, no lo lastime tan prontamente como los dientes de un perro loco. Así, entonces, como los hacemos nosotros, lo hacen las arañas, de quienes hemos aprendido a construir mortajas porque ellas saben tejer el material exacto para el descanso de la carne.

     Allí, delante de todos los que se atrevían a mirar, sobre la tierra apisonada de la calle justo frente al bazar, estaba el cuerpo de un hombre sacudiéndose la mortaja prematura que cien, quizá mil arañas estaban tejiendo para envolverlo, desplazándose por su cuerpo como viejas y sabias tejedoras de una fábrica cerrada hace ya mucho tiempo y que se han quedado para siempre porque nada las espera en casa. Sólo sus manos, sus patas, les siguen siendo fieles, sólo la idea de cumplir su ancestral trabajo las consuela de la soledad y el vacío de sus vientres incapaces ya de engendrar.

     -Papá-dijo Natalia.

     Ruiz reconoció a Larriere en uno de los ancianos que les daba la espalda.

     Cuando se dio vuelta, ellos vieron que tenía los ojos enrojecidos y le caían gotas de la nariz. Su hija se le acercó para limpiarlo.

     -Gracias-dijo, y miró a Bernardo con una triste sonrisa-. Sepa disculpar estas chocheras de viejo, doctor.

    Bernardo le palmeó la espalda con confianza, el otro agradeció aquella muestra de afecto.

    Los tres volvieron a la plaza. Ahora había muchas personas arrimadas al centro, y muchas más iban en la misma dirección, comentando entre ellas. Los chicos corrían adelantándose a sus padres, acompañados por los perros. Norberto se reunió con su familia, venía del puesto de la mujer obesa, y comentaba que había conversado con ella unas palabras.

     Alguien se subió al entarimado que ocupaba el centro de la plaza, junto al mástil, que era utilizado para colgar lámparas e luminar el escenario improvisado. Había llegado la hora del espectáculo mayor, pensaba Ruiz. Tal vez un discurso de apertura y luego la presentación de algún conjunto de música. No fue nada de eso, sin embargo. El hombre se limitó a dar la bienvenida a todos. Era bajo de estatura, delgado y de hombros anchos. Vestía un saco de color verde sobre una camisa sin cuello. Sus pantalones eran ajustados y calzaba botas. Parecía un maestro de ceremonia levemente afeminado, porque su cara brillaba con un polvo acumulado en las mejillas y alrededor de los ojos. Se movía como un artista de variedades, como un mimo, haciendo el gesto de sacase una galera que no tenía.

     -Damas y caballeros-dijo, cuando el coro dejó de cantar una melodía sin palabras, sólo un coro mudo de voces guturales como pájaros estrangulados-. La principal voz de nuestro pueblo, hoy nos cantará una canción nueva.

     Extendió su brazo hacia donde los Larriere se habían parado a observar. Todos aplaudieron. Eran a Natalia a quien buscaban. Ella pronto se separó de él sin antes olvidar darle un pequeño pellizco en el brazo, haciéndolo cómplice de la alegría que sentía, luego, mientras el maestro de ceremonias la ayudaba a subir al escenario, ella se dio vuelta un instante para mirarlo y le guiñó el ojo izquierdo.

      Se quedó parada en medio del escenario, se alisó la falda del vestido y apartó el cabello de su frente. Se veía realmente simple y hermosa, se dijo Ruiz. Pero fue al cantar cuando el verdadero significado de la palabra hermosura abarcaba todo lo que Natalia representaba. Porque su voz no era un complemento a su belleza, sino lo esencial. Su voz de contralto parecía formarse y madurar con cada segundo que duraba y cada nota que pronunciaba. Y no salía sólo de su boca, sino de la oscuridad que envolvía la plaza, del espacio sin árboles y las calles con olor a tierra húmeda, venía de aquel cementerio cercano semejante a un mar de arbustos.

     Ella cantaba el poema de Cecilia, y Ruiz se preguntó cómo había podido ponerle música tan pronto, con tan poco tiempo entre esa misma tarde y esa noche que ahora transcurría. Ningún instrumento la acompañaba, era un canto a capella, pero nunca había escuchado Ruiz una voz tal que no necesitara nada más su propia compañía, porque ella era el viento que soplaba en su garganta, el eco y el hueco de la boca, caja de resonancia más fiel y más grande que cualquier gruta enterrada a cientos de metros e inexplorada por hombre alguno.

     El poema de Cecilia adquirió entonces un significado que no había visto antes, que él no había entendido y que quizá Cecilia había estado buscando cuando lo recitaba una y otra vez en su cama, con un lápiz en la mano, revisándolo, corrigiéndolo, buscando en los versos el secreto de las palabras, y en las palabras el simbolismo de las letras. Y más allá aún, la música que no sabía crear porque le estaba vedada, y que ahora surgía por medio de otra mujer cuyo talento difería del suyo, pero igualmente revelador. Una y otra, y tal vez una tercera, la mujer que había enseñado a Cecilia a contemplar la belleza de los insectos y la armonía subyacente en los contornos de un hueso.

      La canción duró varios minutos. Las lámparas colgando del mástil se mecían con el viento suave que se había levantado hacía poco, e  iluminaban con movimientos y juegos la figura de Natalia, proyectando el sonido, moldeándolo a la forma de las manos del viento, hasta dispersarlo a todo lo ancho de la plaza. Ruiz sintió que todos los presentes se conmovieron al escuchar, incluso los fenómenos y las criaturas extrañas que no se habían movido de sus puestos tenían la mirada o el oído atento hacia quien cantaba. Los chicos estaban quietos junto a sus padres, las cabezas en alto, la mirada curiosa sobre la mujer del escenario, los perros se habían sentado y un par de ellos aullaba con un tenue quejido más triste que el canto de un lobo extraviado.

     Entonces Natalia miró hacia esos dos perros a diez metros de distancia. Su voz se detuvo, muriendo suavemente con la última palabra del poema. Y esa última palabra era un nombre, un distintivo aplicado a un hueso del cuerpo humano que hacía referencia a un dios mitológico que era capaz de sujetar el peso completo del mundo en sus espaldas.

     La base de un cráneo. El sostén del mundo.

     Como si todo aquel peso pudiese ser soportado incluso por el agua como una esfera, un globo lleno de sonidos y de música, de voces que transcurren por las autopistas del viento.

     Un dios que fuese capaz de descansar por instantes y depositara su carga sobre un débil soporte más etéreo que el aire. Como un irresponsable que se distrae y descansa, y dispuesto a recoger otra vez la carga, ve que ésta ha desaparecido, arrastrada por las manos del viento con voces lóbregas y aullidos funestos.

     La fuerza necesaria para mantener en equilibrio al mundo en un punto estático, es la misma que si permanece en movimiento continuo. Ruiz sabía esto, algo de física y su lógica se lo habían enseñado. Los misterios del mundo, la lucha entre el bien y el mal, las grietas que se hunden en la cotidianeidad y desprenden los despreciables vahos de la podredumbre y la muerte corporal, muchas veces responden a los mismos principios de la precaria ciencia inventada por el hombre.

      El cerebro inventa su propia muerte, la explicación de la vida y la misma vida nacen simultáneamente. La muerte está en el cerebro humano. Su propio dios creador y su destructor.

     Quienes se asoman a las grietas abiertas en las plazas de esos pueblos como el que Ruiz ahora visitaba, ven las caravanas y las carretas de los que recogen cadáveres de casa en casa para llevarlos a sitios donde se amontonan como montañas, que luego arderán hasta convertirse en cenizas perdidas, arrastradas e inutilizadas por el viento.

     Natalia bajó del escenario, y Ruiz ni siquiera se daba cuenta de que él mismo era quien se había acercado y le extendía una mano para ayudarla. Nadie aplaudió, porque el silencio era más satisfactorio en ese caso.

     El viejo Larriere abrazó a su hija.

     -¿Cómo pudiste encontrar esa canción, hija? La creía perdida...-dijo él.

     -Es un poema de quien fue mujer del doctor, papá…

     El viejo miró a Ruiz con asombro, con admiración.

     -Dígame, doctor. ¿Cuál era el apellido de su mujer?

    -Taboada.

    -¿Y el de la madre?

    Ruiz hizo memoria por unos segundos.

    -Gonçalvez.

     El viejo pareció reconocer el apellido y pasó un brazo encima de los hombros de Ruiz.

     -Doctor, no se imagina cuán acertado estuve cuando le dije que me gustaría tenerlo en la familia. Hay gente que sabe más que los demás, ¿comprende? Personas que intuyen lo que hay en un hueco sin luz, y aún lo que se esconde y se palpa sobre el asfalto a pleno mediodía de un verano cualquiera. Las mujeres son especialmente susceptibles a eso. Su mujer, que en paz descanse, lo intuyó al componer ese poema. E imagino que otras más de su familia también fueron capaces de ver, por ejemplo, el miedo o el espanto que avanza como un enjambre de avispas.

    Ruiz imaginó a Cecilia y a su prima Leticia en una playa, de pequeñas, mirando, acostadas en la arena, cómo una araña devoraba a una langosta.

    Regresaron a casa en silencio, escuchando la música de las cigarras, rodeados por las luciérnagas que huían de los enjambres de mosquitos nocturnos que brotaban de la maleza junto al camino. Los varones Larriere se fueron cada uno a sus habitaciones y dejaron solos a Ruiz y Natalia en el living de la estancia, frente al hogar que crepitaba y atraía mosquitos en vez de espantarlos.

     Ambos tenían la vista en el fuego, silenciosos y pensando quizá en lo mismo. Buscaban algo para decir que significase un paso irreversible, algo del cual no pudiesen volver atrás. Por eso optaron por continuar en silencio y acariciar uno la mano del otro sobre el respaldo del sofá, luego las manos tocaron las del otro, después el cuerpo, hasta llegar a los hombros y acercar las cabezas mutuamente hasta que sus labios se encontraron.

     Se besaron muchos tiempo, respirando sólo lo necesario para continuar en ese estado, liviano como el humo desprendido del fuego junto a ellos, protegidos por el cielo raso cuyas vigas no veían, pero entre las cuales se habían formado nuevas telarañas durante el día. Y en el momento en que ellos se abandonaban al sentimiento del cuerpo entregado al otro cuerpo, mientras los labios de ella besaban las orejas de él, y él besaba el cuello y el nacimiento de los senos de ella, las arañas consumían su ración diaria de moscas atrapadas en las telas.

     Bernardo y Natalia se levantaron del sofá y caminaron tomados de la mano hacia el pasillo que llevaba a los dormitorios. Sus labios casi no se desprendían y caminaron por la sala prácticamente a ciegas. Llegaron a la puerta del cuarto de ella. Él hizo un muy pequeño gesto de apartarse, como una concesión a las buenas costumbres. Al fin de cuentas, se decía, él era un intruso en una casa de buena familia. Pero ella lo retuvo de la mano, entraron juntos a la habitación y cerraron la puerta.

     Ella se asentó en la cama sobre la colcha de lana de oveja. Él se sentó a su lado y comenzó a desprenderle el cierre del vestido, besando al mismo tiempo los centímetros de piel que iba descubriendo. Natalia se bajó el vestido hasta la cintura. Luego él desprendió el broche del corpiño y ella se dejó caer sobre la cama.

     Bernardo se arrodilló entonces frente a ella y comenzó a besarle los senos como si fuese un dios al que rezara. Ella se acostó, él le quitó el resto de la ropa. Se quitó la camisa y los pantalones, y ya no fue necesario ninguna luz ni ningún sonido para saber que lo que estaban haciendo había sido decidido tal vez muchos tiempo antes, quizá siglos antes, por una antigua tradición que no sólo incluía tristes deberes sino también sucesos como el que ahora estaba sucediendo: el éxtasis y el placer, efímeros y fugaces, pero no menos imprescindibles para después cumplir con los otros con la mente lúcida y la sangre a una temperatura acorde con los cadáveres que se recogen de casa en casa, de pueblo en pueblo.

      Natalia tenía el corazón repiqueteando con un tamborileo parecido al de un niño tambor tocando en plena batalla. Era dulce y excitante al mismo tiempo. El cuerpo de Ruiz, en cambio, era una suma de cuerpos de muchos hombres cayendo con todo su peso luego de ser derribados por cañones y balas sobre los duros antebrazos de la tierra. Eso era ella, tierra donde él caía, y la tierra se moldeaba a su forma, lo envolvía.

     Ella ahora tenía las piernas atrapando las piernas de él. Ruiz las sentía subir y bajar hasta apretarse y cerrarse sobre sus glúteos. Un brazo de Natalia apretaba la cabeza de Bernardo contra su cuello, el otro brazo empujaba su cuerpo contra el suyo. Ella lo había atrapado y no lo dejaría ir. Pero él no tenía deseos de huir de esa cama. Ella era como una mantis religiosa, cuya triangular cara verde en cualquier momento devoraría la cabeza del macho.

     Él lo sabía, y sin embargo tenía que terminar lo que había empezado. Hay cosas que no pueden detenerse, flujos que, como oraciones, no deben quedar truncos si no se quiere caer en la blasfemia o en un sincope cardíaco. Momentos como esos son los contados instantes donde el cuerpo y la llamada alma son una sola cosa, más consistente que el aire, más sustancial que cualquiera de los elementos que conforman el mundo, algo indivisible, aunque por sí sola fuese tan inútil como una piedra.

     Cuando él sintió que ya todo se acababa, gritó sintiendo un hormigueo recorriéndole la espina dorsal. Comenzó en la base de la espalda, allí donde ella había apoyado sus pies, luego subió hasta la cuello y la cabeza. Ruiz se acostó a un lado, agitado y con un zumbido extraño en los oídos.

     Natalia apoyó la cabeza sobre su abdomen, acariciándolo, jugando con el vello de su pecho mientras decía algo, pero no logró entenderla. Ella cantaba, tal vez, por eso no se dio cuenta de los calambres que él sufría en los músculos del abdomen. La boca de Natalia seguía habitada por el canto, poblada de vidas que ella creaba con esa balada cuyos acentos extranjeros resultaban melancólicos.

     Entonces Bernardo vio en el cielo raso de la habitación, las telarañas pendiendo de viga en viga, y las pequeñas figuras de las arañas desplazándose en muchas direcciones como sobre carreteras que conducían a los sitios del alimento, la reproducción y la muerte.

    

     Ruiz se quedó dormido mientras su corazón disminuía sus latidos hasta el límite exacto de lo normal. Y en esa frontera se trasladó al ámbito del sueño, a esa casa de campo donde él continuaba armando un cuerpo con el material indicado por un programa de televisión. Pero ya no había ningún televisor, y el cuerpo estaba casi construido, a excepción de la cabeza.

     A eso se dedicaba ahora. Sentado frente a la mesa del comedor, moldeaba con sus manos sucias de arcilla, barro y pegamento, la forma de una cara sobre el hueso todavía desnudo. A medida que ponía capa sobre capa de arcilla y luego pegaba briznas de pasto mezcladas con agua y pedruscos, la piel iba tomando un color amarronado. Pero era sólo parte del cuero cabelludo, la cara en sí misma todavía era un esbozo apenas descifrable. No sabía cuánto tiempo llevaba trabajando sin dormir, y sintió que debía bajar los brazos por un momento y descansar.

    -¿Qué creés que estás haciendo?-dijo alguien.

    Ruiz miró a todos lados, pero estaba solo.

    -¿A dónde mirás, soy yo la que te habla?

    Entonces vio que los labios de la figura, formados solamente por dos cilindros, se movían. Era la cabeza la que hablaba. El resto del cuerpo seguía parado en un rincón. La cabeza se dirigía a Ruiz con voz de mujer, amable pero firme, levemente despectiva o enojada.

     -¿Cuál es tu nombre?-preguntó ella.

    Él, de pronto, dudó. No sabía quién le hablaba, así que también había perdido la noción exacta, quizá, de quién era él. Luego de pensarlo un rato, contestó:

     -Hamlet. ¿No ves acaso cómo te he sujetado entre mis manos, preguntándome sobre la vida y la muerte?

    -Bien, entonces, querido Hamlet, te darás cuenta que estos labios son molestos y demasiado carnosos. Creo que deberías diminuir su grosor.

    -Tal vez tengas razón.

     Se dedicó a aplastar un poco los cilindros de caucho que los formaban.

    -¿Están mejor así?

     -Sí, mucho mejor, querido Hamlet.

     -Creo que se equivoca, me llamo Victor Frankenstein.

     Ella frunció la piel de la frente, y el barro reseco se quebró y cayó en la mesa.

    -Es tu culpa, me habías dicho otro nombre hace un rato.

    -Yo lo arreglaré, no te preocupes.

     Preparó una nueva mezcla. Ella observaba los dedos que trabajaban sobre su frente.

    -¿Vas a tardar mucho? Creo que voy a transpirar y otra vez se me caerá el maquillaje.

    -La humedad es buena para la mezcla.

    -Si lo decís vos, Victor...

    El retiró las manos, casi enojado.

    -¿Por qué insistís en llamarme de otra manera? Mi nombre es Yepetto.

    -Bueno, esta vez es un poco más simpático. Quiero un espejo, por favor.

    Él trajo un espejo ovalado. Lo puso frente a la cabeza. No sabía qué podía estar pensando esa cabeza viéndose a sí misma con la cara a medio construir, pero no pareció desagradarle.

     -Vamos bien, Yepetto.

    Él arrojó el espejo sobre la mesa y se cruzó de brazos mirándola fijamente.

    -¿Qué pasa ahora?

    -Pasa que me llamo Michelangelo.

    La cara se deformó con una sonrisa irónica, y lucía tan horriblemente absurda como el motivo por el que reía.

    -Bueno, bueno...hemos avanzado en pretensiones. Cada vez te exigiré más, entonces.

    -Lo que desees, y mejor aún. Soy tu creador.

    Ella puso una expresión de duda.

    -¿Estás tan seguro, Miguel Ángel?

    Él levantó la silla y amenazó con arrojarla sobre la cabeza.

    -¡Un error más y no me contengo! Me estás provocando llamándome siempre por nombres diferentes.

    Ella, resignada, preguntó cuál era su verdadero nombre.

    -Leonardo.

     Entonces ella asintió, porque comenzaba a tener miedo de la cordura de su creador. Lo vio acercarse y ponerle las manos encima, moldeando otra vez la arcilla con mayor brusquedad que antes. Decidió mantenerse callada, a pesar del olor horrible que él tenía en la ropa, sudada y sucia de tierra. Debía haber estado enterrando gente poco tiempo antes. Ella no recordaba haber tenido una vida, pero a medida que su cara se iba formando, y especialmente al mirarse al espejo, encontró semejanza con alguien que conocía, sin saber de cuándo o dónde.

     Luego, él se detuvo. Sus manos se quedaron quietas y miró hacia la puerta. Ésta se había abierto y una brisa fresca entraba desde el anochecer inminente. Ella también escuchó la música, pero creía que era el viento, porque sus oídos aún eran rudimentarios.

     -¿Qué es eso, Leonardo?

    Él la miró con una expresión de intenso desprecio.

    -Me llamo Giuseppe Verdi. Y ese es el coro de mi Nabucco.

     Diciendo esto, salió. La puerta quedó abierta, así que ella pudo ver el campo por el que ahora él caminaba, tranquilo y seguro de adónde se dirigía. Al fondo había un árbol, grande, y las ramas se movían, y alrededor el césped no era verde sino negro.

      El camino que él recorría era un campo sembrado de escarabajos, y el cielo había sido invadido por langostas. El cielo se movía de costado, tenía profundidad y cimas como un mar verde. El suelo parecía haber ascendido y el cielo nocturno bajado. Pero él caminaba firme, seguro hacia el árbol cuyas ramas se extendían como brazos con manos y dedos ofreciendo arañas, como un dios que reparte alimento a sus súbditos.

     Iba en su busca, hacia esas manos y ese techo de telarañas que lo protegerían. Y el mundo se balanceaba al ritmo de un coro sobre un mar levemente agitado. En medio de una noche que empezaba, en ese espacio donde el tiempo es sólo una idea rota colgando en hilachas de ramas filosas que lo desgarran mientras corre, huyendo, aunque jamás sepa de qué puede escapar él, el tiempo, dueño y señor de todo, excepto de aquellos pasos que ha dejado atrás y lo persiguen, siempre.

 

 

5

 

En la mañana, a Ruiz lo despertaron unos gritos que venían de la habitación de al lado. Los postigos estaban abiertos y era ya de día, quizá las nueve o diez de la mañana. Miró el reloj de la mesa de luz, recién eran las siete. Era raro que Natalia se hubiese levantado tan temprano. Los gritos, que ahora se daba cuenta eran gemidos de dolor, tenían la voz del viejo Larriere. Se levantó, pero no tenía para vestirse más que la ropa de anoche. Entonces vio, sobre la colcha a los pies de la cama, una bata de hombre. Seguramente de Norberto, y ella se la había dejado ahí para cuando despertara. Se puso la bata y abrió la puerta del cuarto. El pasillo estaba vacío, y los gritos se escuchaban más fuertes. Sin duda venían de la habitación del viejo. Salió y tropezó con Norberto que llevaba una taza humeante con un líquido de fuerte olor.

     -Buen día, Ruiz-dijo simplemente, y entró en el cuarto de su padre cerrando la puerta.

     Bernardo fue hasta la cocina y encontró a Natalia sentada a la mesa, desayunando.

     -¿Qué le pasa a tu padre?

     -Lo que esperábamos desde hace un tiempo, mi amor. Es el proceso.

    -¿Qué proceso?

    -El desprendimiento, querido. Ya lo viste con Vicente en el quirófano.

    Ello tomó de una mano y lo hizo sentarse a su lado. La mañana del domingo era soleada, una intensa luz penetraba por el ventanal que daba al jardín.

     -Sentáte y dejáme que te explique. Ellos están por salir, ¿sabés?

     -¿Ellos?

     Natalia hizo un gesto de fastidio, los gritos de su padre la alteraban, aunque pretendía mostrarse despreocupada.

     -Bernardo, no digas que no entendés después de todo lo que viste en la feria. Ellos, querido, salen cuando vamos a morir. Están en la sangre de nuestras madres, crecemos con ellos, los alimentamos. Luego, cuando nos llega la hora, salen porque ya no les servimos. Y para salir deben romper las vísceras y la piel.

     Mientras hablaba, miró a Ruiz como si tuviese enfrente a un niño ingenuo y asustado. Parecía una maestra, una madre paciente que hablaba tranquila pero con tristeza.

     -Es doloroso, lo sé. Todos nosotros tenemos miedo, es inevitable. ¿Quién no tiene miedo de morir con dolor?

     Apretó la mano de Ruiz cuando uno de los gritos se hizo más estridente, más agudo que los anteriores, casi un llamado agobiante de desesperación y piedad. Entonces él no pudo evitar el reflejo de protegerla y consolarla, la abrazó y sintió cómo la cabeza de Natalia descansaba en su pecho, respirando agitadamente, pero a salvo de todo lo que estaba sucediendo en la otra habitación.

     Norberto regresó con la taza vacía, la dejó sobre la mesada y se sentó frente a ellos.

     -No se preocupe por él, Ruiz, papá sabía que esto llegaría. Se estaba preparando para soportar el dolor.

     -Pero está sufriendo...

     -Ya lo sé, y es lo que debe hacer. Gritar y sufrir. ¿Acaso no nacemos de la misma forma? ¿Quién dice que la muerte debe ser apacible, silenciosa y medicada? Ellos lo saben, esa es su función, aunque no sean concientes de eso.

     -Es el proceso, querido-agregó Natalia sin separarse de él, y la voz  repercutió en su cuerpo como si recorriese los espacios vacíos de sus pulmones. Se preguntó si realmente estaban vacíos.

     -¿Le sirvió la tizana?-preguntó ella a su hermano.

     Él asintió. Se quedaron en silencio, tomando unos mates para calmar los nervios y dejar que el tiempo pasara. Los tres estaban todavía con ropa de cama. Él con la bata de Norberto, ella con un camisón blanco y una bata de seda, su hermano con un pijama a rayas.

     -¿Por qué Vicente fue a verme, entonces? Cómo pudo arriesgarse a que todos supieran lo de ustedes...

    -Vicente era un cobarde-dijo Norberto-. Desde chico tenía miedo. No soportaba el dolor, y después de ver cómo nuestros abuelos y tías morían, él decidió que lo haría con anestesia. Por eso tuvimos que acompañarlo al hospital, al fin de cuentas era nuestro hermano.

     Ruiz recordó las primeras consultas, el amable optimismo que había tratado de infundirle para que no se preocupara por aquellos supuestos quistes intestinales. Acostumbraba a ir solo, mirando atrás antes de entrar al consultorio, como si tuviese miedo de que lo siguieran o alguien lo viese hacer lo que no debía.

    -La gente del hospital ya lo sabe, Ruiz. Por lo menos los que estuvieron en el quirófano con vos. Son de los nuestros.

    -¿Pero cuántos son, entonces?

    Ellos sonrieron, pero los gritos interrumpían todo gesto que no fuese solemne.

    -Imposible que nosotros lo sepamos, querido-contestó ella, acariciándole una mejilla-. Miles, millones, tal vez.

     Miró a su hermano buscando aprobación. Norberto asintió.

     Las agujas del reloj en la pared de la cocina avanzaron lentamente, marcando primero las ocho, luego las nueve y las diez de la mañana. Casi al mediodía, los tres ya estaban vestidos y daban vueltas por la casa sin saber qué hacer para distraerse de los gritos del viejo. Cada vez que alguno de los hermanos entraba al cuarto con la tizana, los gritos disminuían por un rato, pero luego volvían a acrecentarse, a veces más fuertes.

    Los tres se sentaron en la sala. Norberto en un sillón individual, Natalia y Bernardo agarrados de la mano en un sofá grande.

    -¿Cuánto más va a durar?-preguntó Ruiz.

    -No hay reglas para esto. Debe entender, Ruiz. Es un proceso natural, usted como médico debe comprenderlo. ¿Cuánto dura un parto desde que comienzan las contracciones? ¿Acaso hay un tiempo fijado? Esto es lo mismo. Ellos nacen cuando nosotros morimos, ¿pero ellos nacen porque nosotros morimos, o nosotros morimos porque ellos nacen?

    -¿No lo saben? ¿Son de su raza y no lo saben?

    -Acaso usted, doctor, que ha leído sobre el cuerpo humano y sobre los hombres en general, ¿sabe la razón de la vida, el por qué hemos nacido para irnos no mucho después? Además, está equivocado si piensa en nosotros como de otra raza. Somos humanos, por eso ellos nos pueblan. Somos un hábitat más, un ambiente para cumplir con el proceso de sus vidas.

     Miraron la puerta de la habitación del viejo, hubo un golpe. Natalia se levantó del sofá.

    -¡No vayas!-la previno su hermano-. ¿Por qué no va usted, Ruiz? Llévele la tizana y véalo, hable con él si puede.

     Pero no hubo tiempo para responder. Un estruendo de objetos caídos vino del interior del cuarto y un grito profundo y largo desgarró la estabilidad del aire dentro de la casa, partió la luz del mediodía en dos fragmentos irreconocibles. Un antes y un después del lapso de tiempo cortado con un cuchillo de sonido se estableció para siempre en medio del pasillo, y por allí ellos deberían seguir pasando durante toda la tarde y la noche, hasta que finalmente los gritos se acallaran y el espacio sin tiempo frente a la puerta fuese recorrido por aquello que habitan en las entrañas.

     Los dos hermanos corrieron a la puerta, pero Norberto llegó y entró antes que ella. Natalia golpeó la puerta y dijo:

    -¿Está bien? ¿Qué le pasó?

     Pero no le respondieron. Ruiz intentó apartarla del pasillo. Ella no se resistió, mientras lloraba otra vez con la cabeza apoyada sobre el pecho de Bernardo. Era la primera vez que la veía tan insegura y asustada, no parecía la misma mujer que la noche anterior cantaba de manera tan segura y orgullosa, y que lo había sostenido mientras recorrían los puestos de fenómenos en la feria.

     Norberto salió.

    -No pasó nada, quiso levantarse y se cayó de la cama. Pero por lo menos el susto sirvió de algo, ahora está durmiendo.

    Norberto suspiró profundo. Se veía agotado, pero no quería dejar de atender a su padre.

    -¿Por qué no salen? Vayan a almorzar al pueblo-dijo, y mirando a Ruiz, agregó: -Llevála, distráela un poco, por favor.

    Bernardo estuvo de acuerdo. Natalia iba a hacer lo que le dijera su hermano, pero antes le dio un beso en la mejilla y fue hacia su cuarto a cambiarse.

    Norberto apoyó las manos en los hombros de Ruiz. Se puso a lagrimear.

    -Gracias que estás vos para ayudarnos. Vas a ser mi hermano desde ahora. A veces siento que solo no puedo, yo también tengo miedo, pero otro hombre joven en la familia es una gran ayuda para resistir.

     Abrazó a Ruiz, y éste se sintió aturdido. Cuando estuvo dispuesto a abrazarlo él también, Norberto ya se había separado y le decía que se tomaran toda la tarde libre. Él cuidaría del viejo hasta que regresaran. No había que preocuparse porque muriera mientras estaban ausentes, el proceso, aseguró, iba para largo.

     Entonces Ruiz y Natalia subieron al jeep y tomaron el camino al pueblo. En la plaza, estaban levantando los entarimados y varias mujeres barrían las veredas. Había restos de papeles, vasos de plástico, botellas rotas. Unos perros mordisqueaban algunos huesos pelados del asado. Caminaron por la plaza cambiando saludos con algunos vecinos. Enfrente estaba Aranguren, sentado en el mismo lugar y posición donde lo había visto el viernes. Ruiz lo saludó y cruzaron la calle.

     -¿Cómo está, doctor?

     -Bien, gracias.

     Aranguren no miró a Natalia, ni ella le dirigió la palabra.

    -Voy a la panadería, querido, te espero ahí-dijo ella.

    Ruiz asintió, y mientras la miraba alejarse, Aranguren le dijo:

    -Ya ve que no nos llevamos bien. Viejas rencillas familiares, querido doctor. Y ahora que parece que va a formar parte de la familia...no pude evitar verlos tomados de la mano, usted disculpe...no sé si seguirá frecuentándome.

    -Me gustaría saber el motivo del problema. No creo que ellos quieran contarme, por eso se lo pregunto a usted.

    -Mire, doctor. Nos hemos peleado por intereses laborales, podríamos decir. Tenemos áreas comunes de dominio, y aunque con medios diferentes, nuestro fin es común. La familia Larriere es representante de una forma de morir, invasora y bestial, repugnante en mi opinión. Las otras familias, a la que pertenezco, nos dedicamos a distribuir otras formas de muerte, la peste, por ejemplo, las ratas y sus túneles. ¿Entiende? No somos invasores, somos mensajeros. Ellos, en cambio, llevan la muerte dentro de sus cuerpos, nosotros simplemente la distribuimos.

     Ruiz miraba hacia el cementerio mientras escuchaba el relato de Aranguren. Había visto un movimiento como de olas de mar, pero se dio cuenta que era el reflejo dorado del sol sobre los arbustos.

    -Entremos, doctor. Lo invitaré con algo fresco. ¿Le gustan los aperitivos?

    Ruiz contestó que sí y lo siguió. Una vez dentro, escuchó música que llegaba de un tocadiscos en un rincón. Era Va pensiero de Verdi, y pensó en su sueño de aquella noche.

    -Le gusta la ópera, ¿no es cierto, doctor?

    Ruiz pensó en Renato Taboada, el hombre que había considerado su suegro hasta tan poco tiempo antes. Él también debía estar escuchando aquel coro en ese momento en el departamento de Buenos Aires, podía asegurarlo.

    Aranguren trajo dos vasos altos y sirvió una medida de Fernet para cada uno, luego lo diluyó con soda y levantó su vaso.

    -A su salud, doctor.

    Ruiz miró el abdomen del viejo. Estaba tan hinchado como el de Vicente o el de Larriere.

    -Yo también, doctor. Los que vivimos en este pueblo estamos expuestos a ellos, mi madre lo estuvo y por eso yo estoy obligado a vivir acá. Si vuelvo con mi familia, contagiaré a mi gente. A su salud, doctor. Por que viva mucho tiempo.

    Ruiz levantó su vaso y brindó.

    Por la ventana del costado se alcanzaba a ver sólo una parte de un jardín de césped cuidado, con arbustos dibujando un laberinto. Muy cerca de la ventana, unos chicos jugaban a perseguirse. Sus risas se oían claras y felices, pero Ruiz creyó escuchar unos insultos que no coincidían con esas risas. Se levantó a mirar. A más de diez metros había un bulto tirado en el pasto. Parecía un paquete de basura, envuelto en una bolsa de arpillera. Pero se movía, como zigzagueando, luego rodando a trechos. Entonces Ruiz reconoció a uno de los capullos que la noche anterior estaban envueltos con telas de araña.

     Los niños se habían acercado y lo insultaban. Corrían alrededor, saltando y burlándose con palabras soeces que resultaban grotescas en sus bocas. Ruiz no era remilgado ni demasiado conservador, pero sintió que esos chicos estaban repitiendo palabras enseñadas, como si alguien les hubiese dicho que si encontraban a seres como aquel, debían actuar y decir lo que estaban diciendo, aún sin saber lo que significaba

      Luego, se dispersaron, y Ruiz pensó que lo dejarían en paz, pero regresaron con ramas y palos. Comenzaron a pegarle con fuerza, y le pareció que ellos disfrutaban, que habían sabido todo el tiempo el verdadero sentido de sus insultos. No eran niños ya, porque ellos miraban como los hombres que llegarían a ser, hombres que sabían que ellos, como ese capullo en su mortaja de telas de araña, así morirían alguna vez.

     Los palos bajaban y subían mientras el cuerpo en el capullo se sacudía y se estremecía con cada golpe. Alcanzaba a escucharse un zumbido o un quejido por encima de los gritos de lo chicos.

    Ruiz dejó el vaso en la mesa y se dirigió a la puerta. Aranguren lo detuvo de un brazo.

    -No, doctor. Déjelos jugar, así se entretienen los chicos acá.    

     Pero él se desprendió de la mano que lo retenía y salió. Dio la vuelta a la esquina del edificio y entró el jardín. Vio que varios perros ahora mordían el capullo, disputándose la presa. Los chicos, al verlo venir dejaron de golpear y esperaron que se acercara. No parecían temerle, tal vez ni siquiera esperaban que él los retase, debían imaginar que deseaba unirse a ellos. Pero cuando agarró una rama del suelo y comenzó a amenazarlos, se apartaron. Luego espantó a los perros lo suficiente para arrodillarse junto al capullo. Rompió una parte de las telarañas que cubrían la cabeza del hombre, vio los ojos abiertos y cubiertos de una pátina transparente de secreciones que olían horriblemente. Cargó el cuerpo en brazos y caminó hacia la plaza, mirando atrás a los chicos que lo seguían, a los perros que le ladraban, a Aranguren que intentaba detenerlo, a muchas personas que lo miraban sorprendidas.

     No había planeado esto, ni siquiera sabía por qué razón lo hacía. Sólo estaba seguro de sus actos, del reflejo de su cuerpo que había reaccionado tan rápido como cuando hacía guardias en el hospital y debía salvar la vida de alguien.

     Ya había cruzado casi toda la plaza cuando se encontró frente a Natalia. Ella lo observaba muy seria.

     -¿Qué estás haciendo?

     -Lo estaban matando...no puedo dejarlo aquí.

    No se detuvo al contestar, siguió caminando hasta el jeep mientras ella lo agarraba de la ropa, exigiéndole que se detuviera.

    -No entendés, Bernardo. Así debe morir...

    -No así...nadie tiene que morir así.

    Dejó el cuerpo en la parte de atrás del jeep y subió al asiento del conductor.

    -Vamos...

    Ella dudó, mientras los vecinos los miraban. Los perros ladraban y uno se animó a saltar al jeep y morder el cuerpo. Ruiz arrancó y el animal cayó al suelo. La gente se apartó de su camino, Natalia les echó una mirada que parecía pedir perdón. Se restregó la cara, nerviosa, y dijo:

    -Creí que habías entendido...

    -¿Entender qué? Este pueblo está enfermo y voy a tratar de curarlo. No sé en qué estuve pensando en todos estos días. Como si hubiese vivido en un sueño y recién ahora me despierto para ver que es real.

    -Una realidad que no vas a cambiar en nada. Te lo aseguro.

     Llegaron a la estancia. Llevó el cuerpo hasta el depósito y lo protegió con mantas. Natalia lo dejó hacer sin decir nada, luego se dio vuelta para entrar a la casa. Ruiz intentó sacar el resto de las telarañas, pero parecían formarse de nuevo a medida que sacaba capa tras capa. Al fin desistió, y después de asegurarse que el hombre respiraba, lo dejó allí, cerrando la puerta con trancas.

      En la casa se encontró a los dos hermanos hablando. Ella debía haberle contado a Norberto lo que él había hecho.

    -¿Qué esperabas lograr, Bernardo?-dijo Norberto.

    -No lo sé. Tal vez ustedes me lo digan.

    -Me sorprendés. Te fuiste hace unas horas siendo una persona y volvés siendo otra.

    -Cuando vi a los chicos y a los perros destrozando al hombre, no pude quedarme quieto. Si lo hubiesen dejado solo, cumpliendo su ciclo, me habría resultado algo natural, pero no del modo en que lo estaban atacando.

    -¿Y qué diferencia hay entre que lo hagamos nosotros cuando ya viste cómo ellos nos usan? Ellos no tienen piedad por nosotros.

    -Pero es un hombre...

    -Pronto dejará de serlo.

    Ruiz se sentó. Estaba cada vez más confundido, y comenzaba a sentir toda la desesperación que había dejado atrás esos días. Pero ahora se daba vuelta y veía que esa desesperación era una montaña que amenazaba no con aplastarlo, sino con meterse en su pecho y ahogarlo.

    Empezó a llorar. Natalia se arrodilló a su lado y lo besó. Sus besos eran dulces, y él le habría entregado a ella su alma, si se lo hubiese pedido en ese momento.

    -Hace un rato-dijo Norberto-te pedí que me ayudaras a resistir, y ahora hacés sufrir más todavía a Natalia.

     Piedad, se dijo Ruiz. ¿Debo sentir piedad por ellos?

     Escuchó otra vez los gritos del viejo. Natalia lloraba y él la abrazó con fuerza. Afuera estaba oscureciendo y ya llevaban más de diez horas soportando esos gritos.

    -Voy a entrar a hablar con él. A lo mejor logro entender lo que tengo que hacer.

    Los hermanos estuvieron de acuerdo.

    -Pero llamános para despedirnos, si ves que...

    Él dijo que sí y entró al pasillo. Se paró frente a la puerta, golpeó con los nudillos, abrió la puerta y se asomó. La pieza estaba oscura. Las cortinas se balanceaban en la ventana abierta con la brisa. Vio la cama y el cuerpo del viejo acostado. Cerró la puerta.

     Escuchó los gemidos, los movimientos del cuerpo dando vueltas sobre las sábanas arrugadas. Larriere estaba cubierto solamente con un calzoncillo largo de algodón. El sudor hacía brillar su cara y el torso de vello lacio y blanco. Giraba de un lado a otro en la cama, y de tanto en tanto se agarraba el vientre como si lo atacara un espasmo insoportable. Era entonces cuando gritaba más fuerte, y luego se iba serenando de a poco, hasta recostarse otra vez de espaldas, abriendo los brazos en cruz.

     -Señor-dijo Ruiz.

    Larriere abrió los ojos.

    -Hijo...

    -Soy el doctor Ruiz, señor...

    -Ya lo sé, por eso te llamo hijo. Por lo menos mi yerno...

    Ruiz no estaba tan seguro que las cosas sucederían de esa manera, pero no quiso contradecirlo.

    -¿Necesita compañía?

    -Sí, hablemos antes que me ataquen de nuevo.

    Ruiz se sentó en la cama y vio el vientre extremadamente abultado, aún más que el que había visto en  Vicente.

    -No hagas sufrir a mi Natalia...

    -Señor Larriere, yo no estoy tan seguro de que nos casaremos...

    -Yo sí lo estoy. No hay forma en que puedas evitarlo. Sos uno de nosotros.

    Ruiz sonrió, creía escuchara a un niño cuyos padres estuviesen por separarse.

    -No soy como ustedes...

     El viejo lo agarró de la mano y la apretó con fuerza, como si así contuviese todo el dolor que debía estar sintiendo otra vez. Luego se relajó un poco, y dijo:

    -Te pinchaste en el quirófano. Así me contaron.

    Bernardo recordaba.

    -Y varios insectos se te subieron a la cara, y tocaron tus labios.

    Eso también estaba bien presente en su memoria.

    -Entraron, Bernardo, hijo mío. No lo dudes.

    Y la memoria de su piel rescató el escalofrío que había sentido esa vez, la repulsión y la náusea. 

    -Le aseguro por Dios que esta vez usted se equivoca...

    -No me equivoco, aunque Dios existiera.

    Ruiz comenzó a caminar por la habitación. Tropezó con cosas que se habían caído esa tarde cuando el viejo quiso levantarse. Se agarró la cabeza con las manos y repitió una y otra vez que no podía ser cierto. Él no iba a morir como ellos.

    -Cuando mi muerte quede atrás, te vas a acostumbrar a olvidar por un tiempo. Vas a vivir tu vida como cualquier otro. Pero en momentos como éste, serás diferente al resto.

    -¡Pero tiene que haber alguna forma de curarme!

    -Yo no la conozco, sólo ellos podrían decírtelo. A mí nunca se me ocurrió preguntar. Me enseñaron a aceptar este destino como cualquier otra forma de muerte.

     -¿Cómo hago para preguntarle a ellos?

     -Son muchos más que nosotros, nunca pueden poblarnos de manera suficiente para sobrevivir todos. Algunos se han adaptado a crecer fuera de los humanos. Crecen y se transforman. Parecen hombres, pero son insectos. Justo al revés que nosotros.

     La voz del viejo se había ahogado una vez más en otro ataque. Era admirable la forma en que se contenía para no perturbar más de lo necesario a su familia. Ruiz lo agarró de las manos y lo ayudó a hacer contenerse.

    -Aguante. Vamos, aguante un poco más...

    El viejo asentía con la cabeza hasta que volvía a sentir alivio.

    -¿Pero dónde están...?

    -Ni siquiera yo los reconocería. Usan lugares cerrados y abandonados, como galpones viejos cerca de lugares húmedos.

    -¿Pero dónde...?

    -Me han dicho, quienes los vieron, que en los depósitos de las dársenas de Buenos Aires.

     Entonces Ruiz ya sabía qué hacer. Llevaría el capullo a la ciudad, junto a los otros. Y vería la transformación. Si todo lo que el viejo decía resultaba verdad, no le quedaba otro camino más que matarse.

    Larriere gritó tan fuerte esta vez que su voz se rompió y desapareció en el silencio, pero en la penumbra iluminada sólo por la luz tenue del atardecer que entraba por la ventana, sintió una multitud de insectos invadiendo la cama. El vientre del viejo finalmente se había abierto como una cáscara seca, y de allí brotaban los escarabajos y las arañas.

    Ruiz quiso escapar hacia la puerta pero el piso ya estaba cubierto de insectos,  y comenzaban a subir por las paredes. Se le trepaban por las piernas y él intentó inútilmente sacárselos de encima. Expulsaba cientos y muchos más volvían a treparse. Pidió ayuda a gritos, oyó que golpeaban la puerta. Recordó que había puesto el seguro del picaporte al cerrar, entonces contuvo las náuseas y fue a abrir. Cuando se entreabrió, los insectos se filtraron como agua por la abertura. Los dos hermanos lo esperaban en el pasillo.

      Natalia lo agarró de una mano. Norberto volvió a cerrar la puerta. Los tres corrieron afuera de la casa y se quedaron en el jardín, agitados, en silencio y esperando. Entonces vieron cómo por las ventanas y las puertas salían olas de insectos. Arañas de patas largas y delgadas que formaban rápidamente telarañas en los techos y paredes. Escarabajos cuyas pinzas se adherían a la madera de muebles y puertas y comenzaban a carcomerlas. Las lámparas se apagaron, y la casa parecía una gran gruta donde los insectos formaban sus nidos, creaban su progenie y se esparcían para invadir el mundo.

     Esa noche dormirían en la casa de un vecino. Ruiz siguió a los hermanos, que caminaban juntos delante de él, tomados del brazo. Natalia había querido caminar junto a él, pero Ruiz se resistió a volver a tocar a cualquier miembro de esa familia. Dejó que ellos siguieran caminando. Norberto se daba vuelta de tanto en tanto para ver si los seguía, ya no tenía esa mirada amable que le había dedicado siempre, sino una expresión furiosa. Era verdad que había perdido a su hermano y a su padre en menos de una semana, y que ahora quedaba como único responsable de la familia y los negocios. Pero Ruiz presentía que había más que todo eso, la desilusión de que él no era lo que el otro esperaba.

     Ruiz se detuvo en medio del camino de tierra, escuchó que los pasos de los hermanos también se habían detenido. Él comenzó a correr de vuelta hacia la casa, mientras Norberto lo llamaba y corría detrás. Pronto lo alcanzó y lo agarró de un brazo.

    -¿A dónde vas?

    -A recoger mi auto para volver a la ciudad.

    -Sos un pobre pelotudo, y yo que pensé que tenías más valor que Vicente.

    No esperó respuesta, le dio un golpe en la mandíbula y se fue hacia donde había dejado a Natalia. Ruiz se frotó la boca, sintió el gusto de la sangre en un par de dientes flojos y se fue caminando a la casa. No iba a entrar, pero se dijo que el galpón no debía estar ocupado por insectos. Desatrancó la puerta y vio que el capullo seguía allí. Descolgó unas mantas que se reservaban para las monturas y se acostó sobre el piso.

     Se durmió en seguida, porque el golpe lo había entumecido, anestesiando su cara y sus sentidos ya de por sí embotados por el cansancio de todo aquel día de vigilia. Entonces regresó al sueño, al campo de su sueño donde el suelo estaba formado por escarabajos, el cielo oscurecido por langostas que no acababan nunca de pasar, y un único árbol en toda aquella extensión.

     El árbol de las arañas.

     Podía escuchar el zumbido de las langostas, y el crepitar constante de los escarabajos. Giró la cabeza hacia la casa. Por la puerta salía una mujer, que iniciaba el camino hacia donde él estaba.

     Era el cuerpo de Cecilia reconstruido por sus manos de cirujano, pero a medida que ella se acercaba vio que no tenía cabeza, sino que la llevaba bajo el brazo izquierdo, como un casco. Él había olvidado colocársela antes de que la música llamara su atención. Ella, seguramente, venía a reclamarle aquel descuido.

     Caminaba por un sendero imposible de diferenciar del resto del campo, todo era una superficie plana y crepitante que se desplazaba continua y lentamente. Él no se movió de su lugar junto al árbol. Cuando Cecilia estuvo a un metro de él, la cabeza le dijo:

    -Por favor, doctor, termine su trabajo.

    Entonces él levantó los brazos y dos patas de arañas le extendieron agujas e hilo. Otras dos bajaron de las ramas y se posaron sobre los hombros de Cecilia. Ruiz comenzó a hilvanar las agujas, diciéndole que apoyara la cabeza sobre el cuello, y comenzó a coser. Las arañas daban vueltas alrededor del cuello y sobre los hombros, sus patas trabajaban más rápidamente que las manos de un cirujano. Iban y venían, paseaban por la espalda y el pecho, pero lo suyo era trabajo únicamente. Habían tejido una tela que descendía de las ramas y por allí subían y bajaban nuevos miembros de aquella comunidad de tejedoras. Ruiz les agradecía la ayuda, sin dejar de mirar los puntos que iba dando con extremo cuidado.

    Finalmente la cabeza estaba cosida al resto del cuerpo. Cecilia probó su nuevo estado haciendo girar o inclinando la cabeza a un lado y a otro. Parecía estar feliz de poder ver tanto con simplemente mover un poco la cabeza. Ella sonrió, pero sintió de pronto un dolor que la hizo arrodillarse.

    -Mi pierna-dijo.

    Ruiz se dio cuenta que la pierna izquierda se le había desprendido y yacía en el piso.

    -Cósala, doctor, por favor.

    Pero él sabía que no podría hacerlo. Sus manos habían perdido su habilidad en esos segundos, como si hubiesen nacido para reconstruir a Cecilia una sola vez.

    -No puedo-contestó.

    Ella lo miró con tristeza y un cierto resentimiento.

    -Pero tus manos...-dijo ella, mientras intentaba levantarse sujetándose de las manos de Ruiz-…tus manos tienen la poesía de una araña.

    Él la cargó en brazos y se quedó esperando, no sabía qué.

    Un colectivo apareció por la ruta. No levantaba polvo como la primera vez, sino olas de escarabajos muertos. Las langostas formaban una aureola alrededor, entraban y salían por las ventanillas.

    El colectivo se detuvo junto al árbol. Él subió con Cecilia y la dejó en un asiento. Adentro estaba oscuro, porque era la hora del último servicio. El chofer lo miró, pero él no supo contestar porque no hablaba el idioma de los insectos. Miró al resto de los pasajeros, eran delgados y de miembros largos, parecían sufrir en esos asientos estrechos. Los ojos eran grandes y no lo miraban a él, sino a las langostas que invadían el interior dejando una pátina verde y pegajosa en todas partes.

    Bajó del colectivo y lo observó marcharse por el mismo camino. De abajo del chasis apareció un perro, que se acercó a Ruiz. Era blanco, de constitución robusta, no muy alto, sin orejas, y parecía ciego, porque apenas abría los párpados, levantando la cabeza y olisqueando el aire. Pronto pareció orientarse y salió corriendo tras el colectivo. Ambos desaparecieron entre las nubes verdes y el suelo negro.

     La poesía de una araña, le había dicho ella. Pero él no sabía si ero era un mérito o un insulto. Cecilia siempre había estado dispuesta a la ironía elegante y filosa, sutil y cruel al mismo tiempo. Él sabía que ahora su mente se estaba abriendo como con un bisturí muy afilado, porque esas palabras eran armas más eficaces que todo lo inventado por el hombre. Y quién le había dado el lenguaje al ser humano, ¿él mismo lo había creado o le había sido otorgado por Dios?

     Un dios que fabrica sus criaturas con un manual, un código incorporado, un sistema de signos que ellas deberán desentrañar lenta, parsimoniosa y obsesivamente durante toda la vida, sólo para descubrir una frase al final del camino, quizá una sola palabra que no leerán, que ni siquiera escucharán. El recuerdo de un eco, una adivinanza, una premonición.

     La única certeza, la del sueño.

     Ruiz se desnudó. Sus plantas pisaron la superficie membranosa de los insectos, estrujó en sus manos las langostas que pasaban en ese momento a su alrededor. Sus manos y pies se cubrieron con la sustancia que formaba a esas criaturas. Entonces se apoyó contra el tronco y comenzó a trepar, adhiriéndose a la corteza.

     Y mientras ascendía hacia la alta y amplia copa del árbol, primero unas y luego muchas patas de arañas grandes y fuertes se asomaron de las ramas para ayudarlo, pendientes de su avance, vigilando que no cayera, cuidándolo como si él fuese uno de sus miembros, tal vez el más importante, y estuviese regresando a su hogar.

 

 

6

 

Despertó empujado, tironeado de la ropa, llena la cara de pelos y saliva. Escuchó entre sueños los ladridos de los perros, y entonces abrió los ojos a la realidad como había abierto sus oídos un poco antes. Por lo menos a la realidad de ese pueblo en el que había encallado como un náufrago siguiendo un barco fúnebre.

    Estaba junto al capullo que los perros habían comenzado a destrozar luego de entrar por la puerta que él había dejado abierta por descuido. Ni siquiera recordaba si la había entornado por lo menos, tan cansado estaba anoche.

    Se levantó para separarse de la jauría que tiraba de la carne del hombre envuelto en telas de araña, pero de las telas poco quedaba, y de la carne sólo había jirones deshechos. Había cinco o seis perros, unos se habían llevado pedazos a los rincones del galpón, otros insistían en arrancar lo que quedaba. Debió haber sabido que tarde o temprano así terminaría todo. Natalia tenía razón. No podía irse contra la naturaleza. Él se había obstinado siempre en revelarse, en extirpar y combatir lo que la vida se empecinaba en deformar o maltratar. Pero el olor de la sangre es siempre el acre y severo olor de la sangre, fin último del atento olfato, del sensible poder de penetración de los sentidos de cada especie carnívora del mundo.

     Hombres o perros, el aroma de la sangre siempre satisface.

     Se levantó y retrocedió hacia la puerta vigilando que los perros no lo siguieran. Abrió un poco más la puerta y la luz de la mañana iluminó el interior. Los perros, agazapados sobre los fragmentos de su presa, levantaron la cabeza y lo miraron, pero él se dio cuenta de que no lo veían. Eran perros ciegos, blancos, de pelo corto, cuerpo robusto y no muy alto, de cola corta, que ahora tenían erectas y muy tensas, y sin orejas, sólo un orificio a ambos lados de la cabeza gruesa y el hocico ancho.

     Ruiz salió rápido y cerró la puerta con la tranca exterior. Miró hacia la casa. Había gente entrando y saliendo, trabajadores que llevaban baldes y cepillos. Vio a Natalia con un delantal de limpieza y el pelo recogido, cubierta la cabeza con un pañuelo rojo. Ella lo saludó y él caminó hacia ella, cabizbajo, agotado y hambriento. Tenía la ropa sudada y olía horriblemente a saliva.

     Ella fue a su encuentro y lo abrazó.

    -Estás terrible, querido. Tenés que darte un baño antes de desayunar.

    -Me voy...-la interrumpió él. No deseaba verla ni escucharla, porque eso significaba ceder, verse vencido y obligado a quedarse.

    Ella lo miró sin soltar los brazos de su cuello, sin desprender el cuerpo apretado contra el suyo.

    -Estás asustado por lo de anoche, pero ya pasó. Vienen tiempo mejores, mi amor. Fue un tiempo de mala racha, como dicen. Ahora quedamos los tres, y somos jóvenes.

    -Tengo una vida en Buenos Aires. Un trabajo que no puedo dejar...

    -Está bien, pero podés ir y volver. Es un viaje de dos horas, apenas...

     -Escucháme, por favor. No sé si quiero volver con vos…

     Natalia se sentó en la silla de mimbre donde solían pasar la tarde mirando el campo.

     -Querido, los que somos diferentes solamente tenemos alguna oportunidad con los que son diferentes. Si no, qué nos queda...

     -Eso es lo que tengo que averiguar. No estoy seguro si hay un lugar donde pueda seguir viviendo. Primero tengo que saber si soy uno de ustedes o no.

     -¿Y cómo pensás averiguarlo? ¿Haciendo tus benditos análisis de sangre?

    La ironía no tenía cabida en ella, porque carecía del cinismo de Cecilia. En Natalia esas palabras eran crueles por sí mismas, carentes de toda elegancia y sutileza. Su belleza se deformaba, ensombrecía su rostro y la voz, dulce y oscura, se hacía áspera y muerta.

     Ruiz no respondió. Fue hasta su auto, que había quedado estacionado desde el viernes junto a la puerta principal. Retomó el camino hacia la ruta. No miró atrás, aunque sabía que el polvo ocultaba la estancia y la figura solitaria de Natalia sentada en esa silla, mirándolo partir, alejarse, como un desgarramiento.

     Sintió que algo sobrevolaba el coche, mientras recorría el mismo camino de tierra a cuyos lados se sucedían las construcciones abandonadas. Los mismos niños y los mismos perros lo miraban pasar, pero esta vez, curiosamente, no salían, sino que entraban a sus ruinosas casas. Como si él fuese el protagonista de una película cuya cinta estuviese siendo rebobinada.

     Esa sombra, sin embargo, lo acompañaba. Miró el cielo por el parabrisas. Algo pasaba por encima suyo, pájaros, tal vez, pero le parecía que hacía tanto que no veía uno, que no estaba seguro ya de reconocerlos. Y tuvo miedo, de repente tuvo terror de ver un pájaro rondándolo, escuchar su graznido hambriento, y se dijo, en voz alta, que de ahora en más debía cuidarse de ellos. Este pensamiento no lo sorprendió en lo más mínimo, fue natural, espontáneo, pero no por ello dejó de sentirlo como una sentencia irrevocable.

     Llegó a la ruta y tomó la dirección a Buenos Aires. Tenía la sensación de haberse ausentado del mundo durante una semana, y ahora que veía la ruta y otros autos como el suyo, otras casas y los invariables puentes sobre los canales o ríos de la provincia, se preguntó si no habría soñado todo lo sucedido. Excepto la muerte de Cecilia, de la cual hoy se cumplía exactamente una semana. Porque ella había muerto un lunes a la noche en un departamento con un hombre que según la policía, ella conocía del colegio secundario. Muerta con una sobredosis de cocaína.

     -Tenés la poesía de una araña-le había ella dicho al despertar de la anestesia luego de la amputación, mientras le cambiaba las vendas. Había sangrado mucho y la cama empapada en sangre.

    -¿Cómo?-preguntó él, sin mirarla siquiera, atento a controlar la hemorragia.

    -Sos como las arañas, querido. Suave pero tosco, inocente pero cargado de horror.

    Él la miró, entonces, y se formó un nudo en su garganta. Su labio inferior tembló, por eso se dedicó a seguir curándola, colocando las gasas y las vendas, envolviendo el muñón con telas nuevas.

    Fue en esa época cuando él hizo que se acostumbrara a los ansiolíticos, luego a los antidepresivos. Y cada mañana, antes de despedirse de ella para ir al hospital, le dejaba las pastillas sobre la mesa de luz con la indicación exacta de cuándo debía tomarlas. Después ella comenzó a regularlas por sí misma, y unos meses más tarde él creía que las había abandonado. Pero pronto llegó el tiempo del resentimiento y la tristeza que ninguno de los dos supo afrontar, y un día ella decidió irse.

     Debería matarme, dijo Ruiz en voz alta, mirando cada coche que venía en dirección contraria como un arma disparada hacia sí mismo. ¿Pero por qué matar a otro inocente? Tendría que conducir hacia la baranda de un puente y acelerar hasta caer al río. ¿Pero si todo fue un sueño, si aquel pueblo fue una pesadilla provocada por la muerte de Cecilia? Él sabía que no era así. Si estoy infectado, si soy uno más de ellos, debo terminar con mi vida. Se dio cuenta que lo único que lograría con eso sería esparcir sus engendros antes de tiempo. Se imaginaba el coche desbarrancado y él partido en dos, mientras los insectos se diseminaban por la ruta y el campo, inundando el segmento del mundo hasta ahora libre de la plaga.

     Abrió las ventanillas y aspiró profundo el aire húmedo de esa mañana de lunes. Debía haber llamado a Renato antes de salir. Paró en una estación de servicio. Dejó el auto para que llenaran el tanque y entró a tomar algo. Eran las diez y no había desayunado aún. Estaba sucio y los empleados lo miraban con recelo. Se lavó en el lavatorio del baño lo mejor que pudo. Volvió a la cafetería y pidió un café con leche. Luego llamó al departamento, pero nadie contestó. Era raro que Renato no estuviese en casa a esa hora. Tuvo un mal presentimiento, no podía dejar de sentirse mal por haberlo dejado solo tanto tiempo, justo después de la muerte de su hija. Cómo pude irme así, se recriminó, dejarlo todo para pasar esos días en un sitio que más parecía un nido de arañas que un pueblo.

     Volvió a sentarse y el empleado del surtidor entró a avisarle que el coche estaba listo. Antes de subir al auto, leyó el cartel que prohibía fumar. Como si nunca lo hubiese visto antes, como si estuviese dirigido a él especialmente.

    Cigarrillos y combustible.

    -Disculpáme, me olvidé pedirte que me llenes un bidón, por si me quedo en el camino-le dijo al empleado.

    Abrió el baúl y sacó un bidón de plástico. Mientras esperaba que lo llenara, Ruiz regresó a la cafetería y compró un atado de cigarrillos y un paquete de fósforos. Regresó al auto, pagó la cuenta, subió y retomó el camino. Ahora tenía un plan: llegar a un descampado, rociar el auto y su propio cuerpo con nafta y encender un cigarrillo. Los insectos no podrían sobrevivir al fuego, nada lo hace, excepto las piedras, y aún ellas quedan manchadas.

     Pasó la laguna de Chascomús. Vio un recodo a la derecha, con una serie de árboles solitarios cuyas ramas se movían con la brisa. Se desvió hacia allí y paró el auto. Sacó el bidón del baúl y abrió la tapa. Olió el aroma penetrante del combustible, y de pronto tuvo miedo de lo irreversible. ¿Y si él no estaba infectado, por qué terminar su vida, que al fin de cuentas amaba a pesar de todo?

    Debía asegurarse que lo que había dicho el viejo fuese verdad antes de matarse. Escuchó unos trinos y una bandada de gorriones salió de aquellos árboles y retomó el vuelo hacia el sur. No lo perseguían, ni siquiera habían volado por encima de él, y eso lo hizo sentirse mejor. Paranoia, se dijo. Entonces volvió a arrancar, tiró los cigarrillos por la ventanilla, pero guardó los fósforos en la guantera.

     Cuando llegó a Buenos Aires, sintió que volvía a su hogar. Las calles cuyo ruido había llegado a odiar, incluso el tráfico incesante que lo asfixiaba, eran ahora signos inconfundibles de que estaba en el camino correcto hacia el sitio que le había sido destinado para vivir. No el campo ni el silencio sepulcral de esas noches donde sólo había oscuridad y la nada espantosa delante de los ojos. Donde incluso el chirrido de los grillos parecía un llamado más lejano que la propia eternidad. Aquí, en cambio, los ruidos y las luces tenían un motivo y una causa, algo palpable que limitaba las explicaciones a lo claro y simple.

     Simple y claro. Esa era una cuestión esencial para sobrevivir. Descartar lo complejo para avanzar. Dejar los fardos de tierra detrás, abandonarlos como se abandona a los muertos, y continuar el camino olvidándose que uno también es y será tierra alguna vez. Porque la mente sabe volar, debe ejercer ese poder para levantar el cuerpo que insiste en adherirse a la tierra como si llevase en el vientre miles de insectos que insisten en regresar al humus, a la negra tierra siempre fértil que engendra las criaturas que matan para alimentarse.

     Por eso la ciudad, el cemento y el asfalto eran no un sacramento de esclavos sino una hostia de libertad, porque sólo desde el hueco de las calles entre dos edificios altos puede apreciarse y amarse la estrecha franja de cielo asomado entre ellos. Qué mérito puede haber en amar un cielo que día y noche está allí, aplastándonos, haciéndonos recordar que la tierra es el único camino para huir de él. Dios y el cielo, prensas que utilizan el vértigo como trampa, armas para amedrentarnos, para ponernos un pie sobre la nuca y fregarnos la cara contra el suelo.

     Estacionó el auto junto al cordón de la vereda del viejo y querido edificio de departamentos donde vivía desde hacía casi diez años. El portero lo saludó con amabilidad, dándole el pésame que no había tenido oportunidad de ofrecerle antes.

    -¿Cómo está Renato?-preguntó él.

    -Lo vi ayer, estaba bien, pero un poco triste, como es de comprender.

    Ruiz se sintió aliviado. Tomó el ascensor y entró al departamento. Las persianas estaban cerradas, pero la luz del baño estaba encendida y corría el agua de la ducha. Renato se estaba bañando, se dijo, voy a prepararle el desayuno mientras tanto.

    Prendió la hornalla, calentó agua para el café y el mate. Sacó mermelada y manteca de la heladera. Untó varias tostadas y las puso en un plato. Esperó. El agua seguía corriendo. Fue hasta la puerta del baño y golpeó:

    -Renato, soy yo, recién volví. Le preparé el desayuno.

    No recibió respuesta. Abrió la puerta entornada. El vapor apenas dejaba ver el espejo del botiquín empañado y la toalla colgando de la barra de la cortina de la ducha.

    -Renato, ¿está bien?

    Nada más que el agua le contestó. Corrió la cortina y vio el cuerpo de Renato tirado en la bañera, boca abajo, la pierna derecha torcida y quebrada. Lo sacó de la bañera y lo levantó en brazos. Llevó el cuerpo desnudo a su cuarto y lo acostó en la cama. Buscó el pulso, apoyó el oído en el pecho del viejo. Aún estaba cálido. Intentó masajes cardíacos y respiración artificial. Buscó su maletín, buscó las ampollas, pero estaba nervioso como un inexperto y no pudo control su temblor. Finalmente se sentó en la cama y se dijo que ya no tenía sentido intentar nada. El viejo estaba blanco, debía llevar muerto varias horas. Sólo el agua caliente había mantenido cálido el cuerpo.

     -Dios mío-dijo en voz baja, mirando los ojos cerrados de ese hombre que no sólo le había confiado a su hija, sino que también le había entregado su vida para que lo cuidase en la vejez.

     Y él había hecho estragos con ambos.

     Cubrió el cuerpo con la colcha y salió de la habitación. Mecánicamente fue al baño y cerró la llave de la ducha. Tiró al piso unas toallas para secarlo un poco. Fue hasta su estudio y lo encontró como lo había dejado, los libros de anatomía sobre el escritorio, la lámpara de mesa aún encendida. Guardó los libros en el estante, apagó la luz y levantó las persianas. El sol de la tarde entró fuerte y abrumador, no como luz, sino como una fuerza sólida semejante a una legión de bárbaros avanzando, siempre avanzando por la estepa desierta de un país lejano. Así le parecía ahora la ciudad que contemplaba por la ventana, el hogar que un rato antes había creído reencontrar ya había perdido sentido, porque quien conformaba ese hogar ya no lo esperaría nunca más.

     Un departamento es aire entre cuatro paredes, son libros y muebles, pero una vida que espera la llegada de otra es la esencia, la definición, la unidad indivisible que constituye un hogar.

     Él lo había destruido.

     Fue hasta la cocina y abrió las llaves del gas. Dios, se dijo, me estoy pareciendo demasiado a una actriz de telenovela. Qué pretendo hacer, se preguntó, volviendo a cerrar las llaves. La idea del suicidio volvía una y otra vez, y sin embargo la raíz que alimenta el árbol de la lógica insistía en llevar la savia virgen y refrescante a su mente confundida. Si tanto desastre he creado, pensaba, por qué aún quiero seguir viviendo. Entonces sintió pena por el desesperado espíritu humano que siempre desea sobrevivir a pesar de todo, luego sintió desprecio, y más tarde creyó necesario demostrarle odio, pero no pudo. Amaba su cuerpo como amaba los ojos que veían la luz del día. Aborrecía el dolor, y por eso había intentado combatirlo durante su vida y con su profesión como arma de fuego e instrumento de remodelación. Extirpar lo que no sirve y moldear el hueco. Y sin embargo en ese vacío, en esas heridas, siempre pugnaban por surgir las larvas, y las moscas insistían en posarse para sembrar sus huevos.

     No existen los vacíos blancos, sólo los oscuros, porque el vacío es profundidad, hacia arriba o hacia abajo, pero siempre y nada más que un hundimiento perpetuo donde no penetra la luz.

     Debía saber, antes de matarse. Comprobar lo que Larriere le había dicho. Si en realidad ellos existían, si estaban caminando entre el resto del mundo, nada podría hacer él más que ocultarse y callar. Si él era uno más de ellos, entonces sí tendría que terminar con su vida. El modo lo decidiría después.

      Larriere había mencionado que se escondían en lugares húmedos y abandonados. Mencionó las dársenas del puerto. Allí iría entonces. Miró el reloj, eran las tres de la tarde. Debía hacer algo con el cuerpo de Renato, pero no podía esperar. No podría, en realidad, soportar la espera de los empleados de la funeraria, preparar los papeles, aguardar las horas de velorio y entierro. No estaba dispuesto a tolerar siquiera una sola repetición de aquel rito que había presenciado menos de una semana antes.

     Salió del departamento y bajó a la calle. Subió al auto y arrancó sin mirar más que adelante, la vista puesta en el parabrisas y pensando qué calle le convendría tomar para llegar más rápido. Hizo varias cuadras, tomó la avenida Rivadavia, luego giró a la izquierda en Gascón, tomó Corrientes y siguió derecho hasta el puerto.

     Cuando llegó a la zona de las dársenas, se encontró con las barreras de la aduana, con el tráfico y la gente que iba y venía de los edificios administrativos. El cielo estaba claro y el sol se reflejaba en el río. Varios barcos anclados eran indicios de que allí podían estar ellos, entre esos escombros de hierros oxidados, sitios adecuados para su crecimiento. De chico había visitado con sus padres el puerto de La Boca. Recorrían la costanera con el auto, y él se asomaba por la ventanilla para contemplar los adoquines que llegaban hasta la orilla del agua, que olía muy mal, pero que era el aroma del puerto, acorde a los barcos  abandonados y en ruinas, vestigios de largos y remotos viajes por inmensos océanos desde la lejana y antigua Europa.

     Allí debían estar creciendo, desarrollándose con la humedad de la noche y con el rocío de  la madrugada como una cuna nacida en las sombras. Los insectos al sol de la mañana, dispersándose entre los adoquines, mezclándose entre los pedruscos y la basura, asimilados así al ambiente, mimetizados mutuamente, la ciudad y los insectos. De la tierra nacen, es verdad, pero el cemento y el acero les ofrece recovecos que difícilmente podrían hallar en el campo. Así como el hombre siente vértigo del vacío, ellos huyen de los grandes espacios. Todos necesitamos un techo que nos oculte de la mirada inquisidora de Dios. Y ellos tienen sus dioses, también. Ruiz había comenzado a intuirlo.

     El sueño, se dijo, es como la promesa de un paraíso.

     Caminó varias cuadras, hasta que decidió esperar la noche en un bar cerca del Luna Park. Era un lugar viejo, descuidado a pesar de la cercanía con el centro de la ciudad. Tenía dos vidrieras a los costados de la entrada, con persianas de metal levantadas poco más de la mitad, ocultando el nombre. Las mesas eran de madera oscura, pintadas, y las sillas incómodas y duras, algunas con cojines viejos de tela verde. Se sentó junto a la ventana, apartó el cenicero, el salero y el frasco de azúcar, y apoyó los codos. Pidió un café doble, se lo trajeron en una taza con el asa rota. No había servilletas de papel y fue a buscar algunas en la mesa de al lado.

    -¿Me permite?-le dijo al hombre que leía el diario.

    El otro levantó la vista y asintió. Ruiz se quedó unos segundos mirándolo a los ojos. Luego pidió disculpas y regresó a su mesa. No había visto nada extraño, pero se dio cuenta que estaba buscando indicios, alteraciones de la realidad que le confirmaran lo que venía pensando desde hacía tiempo: que él se estaba volviendo loco, o que el mundo se estaba abriendo a sus ojos. Y quizá, pensó, ambas cosas fuesen las dos caras de lo mismo.

     Entró una mujer alta, espigada, de cabello oscuro y lacio, largo hasta los codos, con impermeable blanco, botas negras y una cartera de cuero. Tenía las manos en los bolsillos. Cuando ella se sentó junto a la otra pared del bar y apoyó las manos sobre la mesa, Ruiz vio que tenía dedos largos y las uñas pintadas de color azabache. Tan parecida a una de esas arañas que cuelgan de las vigas en las casas o galpones de techos altos, ocultas en la oscuridad, tranquilas porque los hombres no suelen mirar hacia arriba cuando hay un techo que los protege.

     Más tarde llegó un hombre gordo, con un traje marrón, corbata haciendo juego y camisa blanca. Tenía anteojos de carey de lentes gruesos que deformaban sus ojos. Era casi calvo, excepto por la medialuna de pelo en las nuca y encima de las orejas. Se sentó justo enfrente a Ruiz. Él escuchó la voz aflautada pidiendo un café y tres medias lunas de manteca. Cuando lo sirvieron, el hombre comenzó a comer con voracidad, sumergiendo la medialuna en el café y llevándosela a la boca casi entera. Las mangas de la camisa dejaban ver el vello negro del dorso de las manos y las muñecas, entonces Ruiz imaginó que así debía ser todo su cuerpo, negro y oscuro, donde el pelo espeso formaba una costra semejante a las caparazones de los escarabajos.

     Y así fue analizando a cada hombre, mujer o niño que entraba o salía del bar, encontrando en todos algún signo, bien marcado o apenas perceptible, de que pertenecía a la raza de los que había dejado en el pueblo. Miró el reloj pulsera, eran las siete de la tarde. Ya la aduana debía estar cerrada, y la vigilancia mínima, si es que había alguna en esos depósitos abandonados. Sabía por los diarios que el gobierno de la ciudad tenía planeado remodelarlos, impulsar mejoras en la zona, vender los terrenos a particulares. Pero hacía años que los galpones de las dársenas permanecían cerrados, con las puertas clausuradas, rodeadas de cajas enormes bajadas de los barcos, esperando meses la aprobación de la aduana o que los dueños viniesen a buscarlas.

     En esto pensaba cuando vio entrar a un hombre que no habría confundido con ningún otro, como si la vista de Ruiz se hubiese vuelto experta en distinguir los signos de esa nueva enfermedad que necesitaba diagnosticar no para erradicarla, sino para dejar asentada en los libros de la mente y las cuentas de su alma que se sentía culpable. El hombre tenía un vientre abultado, como una prominencia deforme e incongruente con el resto de su cuerpo. Era bajo de estatura, de hombros estrechos y espalda encorvada, pero el abdomen se veía bien marcado bajo la camisa de hilo.

     El hombre se detuvo en la puerta, miró el interior, buscando una mesa libre. Después entró y se sentó junto a la pared del fondo. Había dos mesas libres más cerca de la vereda, pero él había optado por sentarse en el sitio más oscuro, junto a la puerta que conducía a los baños y al depósito del bar. El mozo se le acercó. El hombre levantó una mano con haciendo la seña de un café cortado. Ese signo parecía la señal de la cruz que los curas hacen en la bendición final de la misa. Ruiz recordó esa imagen de la última vez que había entrado a una iglesia, cuando era un chico. Ahora el recuerdo era una despedida, lo sentía así, algo que vuelve de la memoria sin fuerza ni sentimiento, algo filtrado por un error del mecanismo de la vigilia.

     Dios estaba ausente en ese bar, porque el polvo y la vejez no necesitan de nada para existir, ellos son la quietud que los sostiene, son inmovilidad y serena complacencia. A sí mismos se bastan, y a veces crían huéspedes, porque su propia forma es capaz de cobijarlos sin perturbar su crecimiento, como cualquier dios lo haría con sus criaturas.

     La vejez y el polvo, son los dioses de los insectos. Son el padre y la madre de los redentores del hombre. La vejez, estéril, cría huéspedes; el polvo, infértil, los protege.

    Los insectos sostienen la vida de los hombres y se la llevan al abandonarlos. Luego se convierten otra vez en hombres, como acostumbran hacerl todos los cristos. Luego mueren y vuelven a los cuerpos de los hombres.

     Un ciclo evolutivo.

     Y Ruiz, en esa señal de la cruz creada en el aire indicando un pocillo de café, hecha por las manos de un hombre que debía, sin duda, ser uno de ellos, descubrió que comenzaba a creer en algo por primera vez. No en la salud ni en la enfermedad, ni siquiera en la anatomía, única deidad en la que pensó confiaría por el resto de su vida. Sino en un paraíso que había apenas vislumbrado en el sueño de aquellas últimas noches.

      Ruiz transpiraba, de su frente caían gotas. Se secó con una se, y vio el nombre del bar impreso en el papel.

     “El corazón antiguo. Bar. Café. Minutas”

     Levantó la vista al vidrio que tenía justo al lado. Medio tapado por la cortina de metal, la parte inferior de las letras grandes de color verde dejaba deducir el mismo nombre. Y él pensó que estaba soñando otra vez. No era extraño, en pleno sueño, especialmente en los que suceden en las últimas horas de la noche, decirse a uno mismo que está en un sueño, y cuando cree despertar sigue sin embargo soñando, diciéndose que es un sueño, y así se repite el engaño, o la percepción de un engaño que quizá sea simplemente la disolución de un entramado en otro, del sueño y la vigilia entremezclándose, confundiéndose para hacer del hombre una víctima del caos en que ambos, sueño y vigilia, suelen vivir. No hay manera de escapar de una realidad cuyo sustrato es tan volátil como los átomos del aire, que en un momento son agua, y al otro, hielo. Cada uno un sueño del otro.

      El hombre pidió al mozo el diario del día, se puso a hojearlo despreocupado, ajeno a la desesperación que Ruiz estaba sintiendo y lo hacía sudar como un afiebrado, moviendo inquieto los pies bajo la mesa. La gente lo miraba, pero no el hombre con quien él quería hablar. ¿Y qué iba a decirle entonces: discúlpeme, no es usted un insecto? Debía esperar, tener paciencia. Cuando saliera a la calle, en plena noche, lo encararía.

     Por eso aguardó, serenándose con el paso del tiempo marcado por el reloj viejo que colgaba de la pared y promocionaba una bebida gaseosa que ya no existía hacía muchos años. Sintió cómo el sudor de sus axilas se iba secando con el fresco de la noche, y sólo quedaba un aroma seco a ropa transpirada. Se puso el pulóver que había dejado en el respaldo de la silla. Entonces el hombre se levantó, fue hasta el baño, regresó cinco minutos después y fue hasta el mostrador a pagar su consumición.

     Ruiz llamó al mozo para pedir la cuenta. El hombre pasó frente a su mesa. Él lo siguió con la mirada mientras se alejaba por la vereda, llamó otra vez al mozo porque tardaba. Pagó con rapidez, sin esperar el vuelto, y salió a la calle buscando al hombre cuya pista había perdido. Se quedó parado con las manos sobre la cabeza y una expresión llorosa en la cara. Una mujer le preguntó si se sentía bien. La miró sin entender y corrió a la esquina, entonces exhaló un suspiro de alivio al ver al otro cruzando la avenida en dirección al puerto.

     Los autos se habían detenido frente al semáforo. Ruiz cruzó corriendo porque justo se estaba poniendo la luz amarilla. El hombre pasó el primer puente hacia la zona de las dársenas. Ruiz pensó que el hombre debía estar por morir. Iría allí para dejar a sus criaturas. Por eso el aspecto demacrado que le había notado en la cara, y a pesar de eso, la resignación ser un rasgo constante en todos ellos.

     Tomar un café y leer el diario del día antes de morir.

     Pero lo que Ruiz buscaba era la raíz de un espanto demasiado conocido. La muerte de lejos es un monstruo atrayente, pero al fin de cuentas un monstruo. La muerte, de cerca, es un columpio donde nos mecemos cada vez más alto, más alto, hasta que la vuelta de 360 grados es un paseo sin vértigos, un escalofrío en la espalda y un entumecimiento piadoso de la voluntad.

     El hombre siguió caminando hacia la dársena 7. No había vigilancia, únicamente un vagabundo con sus bolsas y dos perros que lo seguían. El hombre llegó a la entrada del enorme galpón de ladrillos rojos, empujó la puerta y desapareció en el interior.

     Ruiz lo seguía a una cuadra de distancia. Se cruzó con el vagabundo que le pidió una limosna. Le dio unas monedas y el otro siguió su camino. Los perros ladraron a un hombre en bicicleta, y el tenso silencio anterior se le hizo evidente por el sobresalto que le produjeron los ladridos. Sólo el ruido del tráfico llegaba ahora, atenuado, y las bocinas parecían un chirrido de grillos en la distancia. El río era silencioso como el campo, oscuro en la superficie y en el cielo que lo cubría. El puerto estaba iluminado más al norte, pero en esa zona las luces de mercurio estaban casi todas apagadas.

      Llegó a la puerta y empujó. No esperaba que la hubiesen cerrado por dentro, quién más iba a seguir a un hombre tan anónimo y común como ése. Si yo fuese uno de ellos, se dijo Ruiz, ya estaría tan acostumbrado a la idea de mí mismo, que pensaría en todos como mis iguales. No me seguiría alguien que no sospecha, sino quien sospecha de sí mismo como de alguien afectado por la misma circunstancia. Es decir, yo soy el que sigue y a quien un día algún otro seguirá.

      Penetró en la sombra y cerró la puerta, y de pronto ya no le parecía estar en Buenos Aires, sino en la orilla de un pantano, donde los árboles son tan altos que ocultan la luz de la luna, y la humedad tan densa que obstruye el paso de los sonidos del campo y los gritos de las bestias en la noche. De allí cerca venían los gemidos, de la oscura profundidad de un sitio donde no había pozos ni ciénagas, sino un suelo de cemento que no alcanzaba a ver, pero que allí estaba. Sus pies pisaban concreto, pero había tierra y polvo, incluso pedazos de arenisca y cascotes. Una corriente de aire venía de los altos techos, y un escabroso goteo de agua pesada fluía dura, abriéndose paso difícilmente entre cañerías y canaletas. Escuchó unos lengüetazos salpicando agua, e imaginó a los seres que debían estar bebiendo.

     Caminó en esa dirección, sin que nadie lo detuviese, sin que manos o brazos intentasen agarrarlo o empujarlo hacia la puerta. Ni siquiera un llamado de advertencia, sólo un gemido que de a poco se fue multiplicando, no porque fuese uno solo al principio, sino porque sus oídos se fueron acostumbrando igual que los ojos se habitúan a la oscuridad. Entonces presintió, supo, en realidad, que había muchos, quizá decenas de ellos esparcidos por el suelo, uno al lado del otro, desconociéndose entre sí, cada uno entregado a su propia tragedia y su íntimo dolor. Un dolor igual en uno y en otro, pero separados, imposibilitados de compartirlo y por eso atenuarlo o soportarlo.

     Ruiz olió el aroma de la podredumbre, el olor que surge del barro acumulado bajo las piedras, del agua estancada. Escuchó un zumbido que creció tan rápido, que no tuvo tiempo de protegerse la cara, y los mosquitos lo atacaron durante uno o dos minutos, pero no lo picaron. Como si lo explorasen y hubiesen comprobado que era uno de ellos, lo dejaron en paz y regresaron de donde habían venido, de las aguas estancadas allí delante, tan cerca de él, y que sin embargo no veía.

      Dio otros pasos, vacilante, estirando los brazos como un ciego, pero ahora se guiaba por el olfato, percibiendo el aroma de los cuerpos que sin duda yacían junto a la orilla a la que aún no había llegado.

     Tropezó con algo. Metió la mano en un bolsillo y sacó la caja de fósforos que había comprado en la ruta. Encendió uno y la llama iluminó el espacio alrededor suyo. Había cuerpos envueltos en capullos, que se movían zigzagueando, arrastrándose en busca de agua. Algunos eran como el que había visto en el pueblo, otros todavía no se movían, quietos y duros como escarabajos muertos. Pero éstos estaban detrás, en una fila que se continuaba con los que iban desplazándose, ya maduros y casi convertidos en hombres.

     La  llama se apagó y encendió otro fósforo, y luego otro, hasta que completó el panorama a retazos. Los cuerpos que estaban junto a las paredes eran insectos todavía, pero iban creciendo con lentitud. Más al centro seguían los que habían adquirido movilidad e intentaban llegar al agua. Cerca de la orilla estaban los capullos erguidos, extendiendo los miembros, brazos y piernas que luchaban contra la tela. Caminó entre ellos, viendo cómo un hombre desnudo surgía del capullo y se dejaba caer otra vez junto al agua podrida, sin abrir los ojos, como un bebé recién nacido pero silencioso, cubierto de una baba seca que eran los restos de las telarañas.

      Miró atrás, con un fósforo encendido en la mano. Reconoció al hombre que él había seguido, tirado junto a una pared, gimiendo de dolor mientras su vientre se abría y dejaba salir nuevas criaturas que se unían a las otras y se detenían en un montón que crecía rápidamente, hasta asentarse en un flujo continuo, lento, como las aguas servidas en las cloacas de la ciudad. Y de allí venía el agua de la que se alimentaban. No del río, tan cercano, sino del agua muerta que volvía al río.

     Entonces Ruiz pensó en el pueblo, a pleno mediodía de domingo, sereno y estable como un paraíso del que había sido expulsado por negarse a creer.

      Durante toda su vida no había tenido pruebas de Dios, sólo el dolor y la inútil lucha que había entablado contra él.

      Pero allí estaban ellos, los insectos, buscando el agua y la vida, sabiendo que cuando salieran de ese lugar, los aguardaba ese campo de suelos en movimiento, como mares negros de escarabajos desplazándose bajo un cielo verde de langostas hacia un árbol prometido, de tronco fuerte y ancha copa. El árbol de donde brotaban las arañas que tejían el entramado que sostenía al mundo.

      Ruiz supo, ya definitivamente, que no se mataría.

      Salió del lugar, y regresó caminando al departamento, ya muy tarde en la noche. Se acostó junto al cuerpo de Renato y se durmió. Esta vez no tuvo sueños.

     Al despertar, vio la luz del día entrando por las rendijas de la persiana. Se levantó y abrió la ventana. La luz penetró bella y serena a la habitación.

      Fue a la cocina, puso a calentar agua y aguardó. Se asomó al pasillo y vio dos o tres moscas caminando sobre el cuerpo.

      Volvió a la cocina, puso el agua en el filtro y el café comenzó a caer en la taza. La llevó, humeante, hasta su estudio. Levantó el tubo del teléfono y marcó un número. Esperó cuatro tonos, y cuando contestaron, dijo:

    -Natalia, soy yo. Esta noche regreso.

     Sonriendo, colgó y fue hasta la puerta de la habitación. Vio que las moscas habían cubierto el cuerpo por completo y muchas más volaban alrededor. Y mientras más entraban, más denso se hizo el enjambre, más amplio, hasta que pronto toda la habitación fue tomada por ellas.

     Las sabias moscas, imperecederas mensajeras e incansables mercaderes de la muerte y la resurrección.




Ilustración:"Artful Anticks" by Oliver Herford, 1894

 

No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...