viernes, 19 de julio de 2024

El emisario (Ray Bradbury)





Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el otoño.

 

Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. “A causa de la sal”, declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.

 

-Baja -le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó sus orejas-. Bueno…-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh?

 

Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.

 

-¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.

 

Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo había postrado en la cama. Ahora su único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas, su color de oro pajizo.

 

-¿Dónde has estado hoy, Torry?

 

Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí había estado Torry.

 

Y los lugares visitados por Torry podían ser visitados después por Martin; porque Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada sobre Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados de tumbas del cementerio, por el bosque… A través de su emisario, Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.

 

La voz de su madre se acercaba, furiosa.

 

Martin empujó al perro.

 

-¡Baja, Torry!

 

Torry desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules. Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.

 

-¿Está Torry aquí? -preguntó.

 

Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.

 

Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.

 

-Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la señorita Tarkins, y ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins está furiosa.

 

-¡Oh! -Martin contuvo la respiración.

 

Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía que mantenerse quieto.

 

-Y no es la primera vez -dijo mamá-. ¡El de hoy es el tercer agujero que cava esta semana!

 

-Tal vez esté buscando algo.

 

-Lo que se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible. Siempre está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!

 

Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una sonrisa.

 

-Bueno -concluyó-, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que atarlo y no dejarlo salir más.

 

Martin abrió la boca de par en par.

 

-¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría… nada. Él me lo cuenta todo.

 

La voz de mamá se ablandó.

 

-¿De veras, hijo mío?

 

-Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.

 

-Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.

 

Permanecieron unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año que acababa de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.

 

-¡Sal, Torry!

 

Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un cartoncito cuadrado, con unas letras dibujadas en negro:

 

Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo? ¡Sígame!

 

La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior, todos los días.

 

-¿Lo dejarás salir, mamá?

 

-Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.

 

-No lo hará más. ¿Verdad, Torry?

 

El perro ladró.

 

***

 

El perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a la señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro de cuentos como regalo; el día antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante del señor Jacob, el joyero, mirándolo fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.

 

Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando, corriendo, ladrando de nuevo…

 

Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.

 

Torry corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarlo esta vez. Quizás la señorita Palmborg o el señor Ellis o la señorita Jendriss o…

 

El visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz femenina, juvenil, alegre.

 

Se abrió la puerta.

 

Martin tenía compañía.

 

***

 

Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.

 

A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.

 

El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el señor Henricks.

 

Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.

 

Luego, una mañana, mamá le habó a Martin de la señorita Haight, la joven guapa y sonriente.

 

Estaba muerta.

 

Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.

 

Martin estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando en su modo de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba acerca de las estaciones y de la gente.

 

Ahora está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba muerta.

 

-¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?

 

-Nada.

 

-¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos allí?

 

-A descansar allí -rectificó mamá.

 

-¿A descansar allí…?

 

-Sí -dijo mamá-. Eso es lo que hacen.

 

-No parece que tenga que ser muy divertido.

 

-No creo que lo sea.

 

-¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están cansados de estar allí?

 

-Bueno, ya has hablado bastante por hoy -dijo mamá.

 

-Sólo quería saberlo.

 

-Pues ahora ya lo sabes.

 

-A veces creo que Dios es tonto.

 

-¡Martin!

 

Pero Martin estaba lanzado.

 

-¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama… Apuesto lo que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?

 

Torry ladró.

 

-¡Basta! -dijo mamá, en tono firme-. ¡No me gusta que hables de esas cosas!

 

***

 

El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin olvidar nada.

 

A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.

 

Mamá se lo explicó.

 

-Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso… La gente tiene otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados al cuello.

 

-Sí -dijo Martin-, debe de ser eso.

 

***

 

Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos. Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o… algo. Algo que Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.

 

Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.

 

Martin esperó tranquilamente al principio. Luego… nerviosamente. Luego… ansiosamente.

 

A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a regresar a casa… nunca.

 

Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.

 

El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más tiempo.

 

Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo estaba muerto.

 

***

 

Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama, mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura, pero sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.

 

Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.

 

Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.

 

Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.

 

La señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado, apagó todas las luces y se marchó a su casa.

 

A continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando las estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando fantasmales sueños infantiles.

 

Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.

 

Eran más de las nueve.

 

Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior… Un cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara…

 

Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.

 

Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.

 

El sonido se repitió.

 

Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y millas de distancia.

 

Era el fantástico eco de un perro… ladrando.

 

Era el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera, dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.

 

Martin sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su cuerpo. Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.

 

El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.

 

¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado? ¡Oh, Torry, Torry!

 

Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarlo solo tantos días… Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo todo… Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.

 

Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!

 

Martin oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora… junto a la misma casa, ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!

 

Ladrando junto a la puerta.

 

Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que papá y mamá regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable si, mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus brazos otra vez. ¡Torry!

 

Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que se abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.

 

Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.

 

La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la habitación y se encaramó al lecho de un salto.

 

-¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?

 

Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.

 

El olor que había traído Torry era… distinto.

 

Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y… algo más. Un pequeño trozo blanquecino de… ¿piel?

 

¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!

 

¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra era… la espantosa tierra del cementerio.

 

Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.

 

Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a casa.

 

Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:

 

Lentamente. Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.

 

-¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? -gritó Martin.

 

Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.

 

La puerta de la habitación se abrió.

 

Martin tenía compañía.

 



Ilustración: Salvador Dalí

jueves, 18 de julio de 2024

Aflicción (Russell Banks)

 








Ésta es la historia de la extraña conducta criminal de mi hermano mayor y de

su desaparición. Nadie me ha empujado a revelar estas cosas; nadie me ha pedido que

no lo haga. Los que le queríamos, simplemente ya no hablamos de Wade, ni entre

nosotros ni con nadie más. Casi es como si no hubiese existido, como si fuese de otra

familia u otro lugar y apenas lo conociéramos y no hubiera por qué hablar de él. De

modo que al contar su historia así, como su hermano, me aparto voluntariamente de

la familia y de todos los que alguna vez le quisieron.

De todas formas ya estoy separado de ellos en muchos aspectos, pues si cada uno

de nosotros se avergüenza de Wade y se siente abrumado por la ira —mi hermana, su

marido y sus hijos, la exmujer de Wade y su hija, su prometida y unos cuantos

amigos—, los demás están abochornados e indignados de un modo distinto del mío.

La vergüenza los desalienta, los aturde (como debe ser: a pesar de todo son buenas

personas, y al fin y al cabo Wade es uno de ellos); la ira los confunde. Quizá por ello

no me hayan pedido que guarde silencio. Yo no estoy desalentado ni confuso: como

Wade, he sentido vergüenza y rabia prácticamente desde que nací, y estoy

acostumbrado a mantener con el mundo esas dos relaciones oblicuas. Entre quienes le

quisieron, eso me capacita de forma única para contar su historia.

Aun así, sé cómo piensan los demás. En secreto esperan haber entendido mal la

historia de Wade, que yo la haya comprendido algo mejor o que al menos la cuente de

manera que todos nos liberemos de la vergüenza y la ira y de nuevo podamos hablar

con cariño, durante la cena o un viaje largo, de nuestro hermano, marido, padre,

amante, amigo, o preguntarnos de noche en la cama dónde estará ahora el pobrecillo,

antes de quedarnos dormidos.

Eso no ocurrirá. Sin embargo, la contaré por ellos; para los demás, pero también

para mí. Con la narración pretenden recuperarlo; yo sólo aspiro a librarme de él. Su

historia es el fantasma de mi vida y quiero exorcizarlo.

En cuanto al perdón, debe hablarse de ello, supongo, pero ¿quién de nosotros

podrá ofrecerlo? Ni siquiera yo, a esta considerable distancia de los crímenes y el

dolor. Perdonar a alguien significa que ya no hay que protegerse de él, y nosotros

tendremos que protegernos de Wade durante el resto de nuestras vidas. Además, ya es

demasiado tarde para que pueda servirle de algo. Wade Whitehouse ha desaparecido.

Y tengo la convicción de que nunca volveremos a verlo.

Lo más importante —es decir, todo lo que da origen a la narración de esta historia

— ocurrió durante una sola temporada de caza mayor en un pueblo pequeño, un

villorrio, situado en un valle oscuro y boscoso al norte de New Hampshire, donde

Wade nació y creció, igual que yo, y donde la mayor parte de la familia Whitehouse

ha vivido durante cinco generaciones. Piensen en un cuento de hadas alemán de la

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Edad Media. Imaginen un racimo de casas viejas y nuevas, pero sobre todo viejas,

tiendas, un río que cruza, prados y árboles altos en las colinas. El pueblo se llama

Lawford y está a unos doscientos veinte kilómetros al norte de donde yo vivo ahora.

Aquel otoño Wade había cumplido los cuarenta y un años y no estaba en buena

forma; en el pueblo todos lo sabían, pero a nadie le preocupaba especialmente. En los

pueblos las crisis de la gente se ven venir y desaparecer, y se aprende a esperar que se

disipen por sí solas: la mayoría de las personas no cambian, sobre todo vistas de

cerca; simplemente se hacen más complicadas.

Por tanto, todos los que conocían a Wade esperaban que se le pasara la

melancolía, la racha alcohólica, la estúpida beligerancia. La crisis recortaba su

carácter en nítido relieve. Hasta yo, que vivía muy al sur, a las afueras de Boston,

esperaba que se le pasase. Era fácil para mí. Tengo diez años menos que Wade y dejé

la familia y el pueblo de Lawford cuando terminé el bachillerato; en realidad huí de

ellos, aunque a veces parezca que los abandoné. Fui el primero de la familia en ir a la

universidad, llegué a ser profesor de enseñanza media y me convertí en una persona

meticulosa, apegada a la rutina. Durante muchos años consideré a Wade un

alcohólico triste, agresivo y estúpido, como nuestro padre, pero ahora que había

cumplido los cuarenta sin suicidarse ni matar a nadie, yo esperaba que llegase a los

cincuenta, los sesenta e incluso los setenta, igual que padre, de manera que no me

inquietaba por él.

Aunque aquel otoño me visitó dos veces y solía hacerme largas llamadas

telefónicas varias veces por semana después de haber bebido durante horas y

ahuyentado a todos los que le rodeaban, yo no estaba especialmente preocupado.

Escuchaba pasivamente sus confusas invectivas contra su exmujer, Lillian, sus

lastimeras declaraciones de amor por su hija Jill y sus amenazas de infligir serios

daños físicos a muchos de los que vivían y trabajaban con él, personas a quienes tenía

obligación de proteger en su calidad de agente de policía municipal. Preocupado por

las minucias de mi propia vida, le escuchaba como quien ve un aburrido serial de

televisión y está demasiado absorto o distraído con los detalles de su existencia como

para levantarse a cambiar de canal.

Se le pasará, pensaba yo, igual que el dolor de su divorcio y el nuevo matrimonio

de Lillian, seguido de su marcha del pueblo con Jill. Yo calculaba que se le pasaría al

cabo de seis meses. Lo que le situaría a tres años del divorcio, a dos años del traslado

de Lillian a Concord, más al sur, y a mediados de la primavera siguiente: la nieve

fundida corriendo colina abajo, los lagos liberándose del hielo, la luz derramándose

en todas partes. Quizá se vuelva a enamorar, pensaba yo. Había una mujer del pueblo,

una tal Margie Fogg, con quien se acostaba de cuando en cuando, según decía, y de la

que casi siempre hablaba en términos afectuosos. Pensé que, en cualquier caso, Jill se

haría mayor algún día. Muchas veces los hijos crecen antes que los padres,

obligándolos a madurar. Aunque no tengo hijos y no estoy casado, lo sé.

Pero una noche algo cambió y desde entonces mi relación con la historia de Wade

ya no fue la misma de antes, la que había mantenido desde la infancia. Aquella noche

la indiferencia voluntaria fue sustituida por otra emoción. ¿Simpatía? Algo más, creo,

y algo menos. Empatía. Peligroso sentimiento, para ambas partes.

Lo sitúo en el cambio que noté en el tono de su voz cuando me llamó por teléfono

un par de noches después de Halloween. Debía de ser el 1 o el 2 de noviembre. En

medio de una de sus interminables lamentaciones dijo algo que nunca le había oído, y

por un momento me pregunté si no había juzgado siempre mal a mi hermano. A lo

mejor no lo había interpretado bien y después de todo no fuese tan previsible; su

carácter quizá no tenía nada que ver con el agravamiento de la situación, ambas cosas

podían ser completamente independientes o estar a punto de diferenciarse por la

magnitud de la crisis; mi hermano tal vez fuese tan real como yo, un hombre cuyo

carácter podía entenderse como yo entendía el mío: proceso, flujo, cambio. Era una

idea nueva para mí y no del todo bien acogida. No me explicaba de dónde venía, a

menos que fuese del simple peso acumulado de la familiaridad; porque sin darme

cuenta se había alterado un equilibrio sutil, como en medio de un sueño, y de pronto

ya no contemplaba distraídamente la confusa y penosa vida de mi hermano, sino que

prácticamente me encontraba inmerso en ella. Y yo despreciaba la vida de Wade. Me

permito repetirlo. Yo despreciaba la vida de Wade. Huí de la familia y del pueblo de

Lawford cuando era poco más que un muchacho para no tener que llevar aquella

vida. Ésa es sólo una de las cosas que nos distinguen a Wade y a mí, pero constituye

una enorme diferencia.

Wade me exponía la queja del exmarido sobre la infinita capacidad de la exmujer

para la crueldad, el resultado de alguna humillación menor de unas noches antes. No

lo entendí del todo y tampoco le pedí aclaraciones, pero de pronto noté un cambio en

el tono, registro y timbre de su voz, muy pequeño para ser percibido en circunstancias

normales, pero suficiente por la razón que fuese para que me enderezara en la silla y

lo escuchara con interés, para que concentrara mi atención dispersa, y en vez de

considerar su vida simplemente como una parte menor de la mía, vi, para variar, al

hombre en su propia circunstancia. Era como si su relato ampliara y esclareciese mi

propia historia: aunque peor y considerablemente distinto de mis jaquecas periódicas,

el persistente dolor de muelas del que se había quejado al principio se convirtió de

pronto en un eco importuno, y sus dificultades financieras, si bien descritas en la

práctica con un lenguaje diferente del mío, concordaban angustiosamente con las

mías, mientras que sus problemas del momento con mujeres, padres, amigos y

enemigos, versiones grotescamente inversas de los míos, daban a mis conflictos una

penosa articulación.

Al describir los acontecimientos de la víspera de Halloween, empezó comentando

el tiempo que hacía aquella noche, más fresca de lo habitual, varios grados bajo cero,

más fría que la teta de una bruja, según dijo, esa primera noche que avisa de que ya

está aquí el invierno y no se puede hacer nada porque ya es demasiado tarde, otra

puñetera vez, para largarse al Sur. Uno sacude la cabeza, la agacha y se resigna.

El cambio, la alteración, bien podría haberse producido en mí, claro está, y no en

Wade. Empleaba las mismas palabras de siempre, los mismos clichés y expresiones

extrañamente ponderadas; mostraba el mismo estoicismo fatigado que había adoptado

desde la adolescencia; a todos los efectos, era el mismo de siempre, pero yo le noté

algo distinto. En un momento dado su historia no me interesaba lo más mínimo; al

momento siguiente cobraba importancia en todos los sentidos. Tenía la mente y los

ojos fijos en la pantalla de televisión, en un partido del Boston Celtics con el volumen

quitado, y de pronto veía el centro de Lawford en la víspera de Halloween.

Eso no resulta difícil: en los quince años transcurridos desde la última vez que

pasé Halloween allí, es decir, desde mis tiempos de bachillerato, el pueblo no ha

sufrido grandes cambios. En cincuenta años no ha cambiado mucho. Pero visualizar

el lugar, transportarme allí con el recuerdo o la imaginación, no es algo que me guste

hacer. Lo evitaba cuidadosamente. Para ello casi tenía que ser víctima de alguna

intriga o maquinación. Lawford es uno de esos pueblos de los que la gente se va y no

vuelve. Y para empeorar las cosas, para hacer más difícil la vuelta, aun cuando se

quisiera volver —lo que desde luego nadie que se haya marchado de allí en este

medio siglo tiene intención de hacer—, los que se han quedado siguen

obstinadamente apegados como lapas a los fragmentados restos de los ritos sociales

que antaño conferían un sentido a su vida: les encantan los regalos de novia, las

bodas, los cumpleaños, los entierros, las fiestas de temporada, los festejos nacionales

e incluso los días de elecciones. Y también Halloween. Una fiesta ridícula: ¿para qué,

para quién es? No tiene absolutamente nada que ver con la vida moderna.

Pero Lawford tampoco tiene nada que ver con la vida moderna. Hay una especie

de fuerte conservadurismo que ayuda a los habitantes a superar el abandono de sus

hijos más dotados e interesantes a lo largo de varias generaciones. Los que se quedan

se sienten incapaces, insuficientes, estúpidos e ineptos, parece que todo el que tiene

inteligencia y ambición, todo el que es capaz de vivir en un mundo más amplio, se ha

marchado. De modo que en la familia, en la comunidad en su conjunto, ya

incapacitada para unir y organizar a los individuos dotándolos de una identidad

válida, la observancia de las ceremonias casi olvidadas y mal recordadas de épocas

pasadas es algo fundamental. Halloween, por ejemplo. Los ritos afirman la existencia

de un pueblo, pero en un falso sentido. Y esa falsedad es lo que más nos ofende a los

que nos marchamos. Precisamente porque huimos en tan gran número sabemos que

los que no quisieron o no pudieron marcharse ya no existen como familia, como

tribu, como comunidad. Ya no son un pueblo, si es que alguna vez lo fueron. Por eso

nos marchamos y por eso nos mostramos tan reacios a volver, aun de visita, y sobre

todo en vacaciones. ¡Cuánto odiamos volver a casa en vacaciones! Para eso hemos de

sentirnos obligados por la culpa o caer en alguna trampa no tendida por nosotros

mismos, sino por la cultura sentimental, que es más amplia. Yo enseño historia;

medito sobre esas cosas.

Wade, medio borracho como de costumbre, me llamaba desde su remolque

azotado por el viento a orillas del lago, y mientras él divagaba yo imaginaba el

pueblo, la gente a que se refería, las colinas y valles, los bosques y riachuelos por los

que pasaba todas las noches de vuelta a casa y otra vez por las mañanas de camino al

trabajo, el bar donde paraba a desayunar, la empresa de perforación de pozos en la

que trabajaba, el ayuntamiento donde ejercía de jefe de policía a tiempo parcial: me

representaba mentalmente el escenario donde se había desarrollado la vida de mi

hermano dos noches atrás, cuando ocurrieron los hechos que me estaba describiendo.

El aire era seco y el cielo límpido como cristal oscuro, con cintas y franjas de

estrellas en todos lados y la sonrisa de una luna creciente al sudeste. Recuerdo esas

noches frías de otoño, con el olor de las primeras nieves en el aire. En la ladera de la

colina, entre los abetos que ascienden por la cresta oriental del valle y el extenso

prado amarillento que se desploma hasta el río, un espigado bosquecillo de abedules

cuelga como un breve intervalo poroso. Abajo, el río es estrecho, salpicado de rocas,

fragoroso con una morrena poblada de árboles en una orilla y una carretera de dos

direcciones a lo largo de la otra. Ése es el pueblo donde me crié.

Hay una hilera de casas grandes, blancas casi todas, que dan a la carretera por el

este. Pálidas cuñas de luz abren paso a los coches que circulan en dirección norte y

sur. Algunos se detienen en el centro del pueblo, donde hay tres iglesias con altos

campanarios, una plaza, un campo de juego y un edificio de dos pisos con fachada de

madera, que es el ayuntamiento; otros aparcan delante de alguna casa mientras

reducidos grupos de oscuras y pequeñas siluetas se disgregan y confunden a lo largo

de la cuneta y entran y salen de las mismas casas donde paran los coches.

Imaginad conmigo que, en esa víspera de Halloween, por la loma oriental del

pueblo todo estaba quieto, silencioso y muy oscuro. El viento había cesado, como

reuniendo fuerzas para la tormenta, y de las casas de abajo ni siquiera llegaba el

ladrido de un perro guardián. La luna acababa de ocultarse tras el oscuro cerro

coronado de abetos. De pronto, entre los abedules, una pandilla de chicos, cinco o

seis siluetas menudas y oscuras, salieron corriendo de la espesura. Su aliento flotaba

tras ellos en blancas nubecillas mientras se precipitaban colina abajo como una

manada de perros salvajes por el desigual terreno del prado, serpenteando luego por

el limpio patio de una pulcra casa blanca al estilo de Cape Cod con establo y

cobertizos al extremo, por donde dieron rápidamente la vuelta, como si al fin

atisbaran su presa, en dirección a la entrada.

Llevaban gorros de lana y chaquetas de vivos colores, y tenían diez o doce años.

Hace veinte años yo podía haber sido uno de ellos, o hace treinta el propio Wade. En

fila india se deslizaron por la fachada de la casa que daba a Main Street, agachándose

al pasar bajo las ventanas y alrededor del único pino del jardín. Cuando llegaron al

porche se agruparon, corrieron derechos a los escalones y allí se apoderaron de dos

grandes calabazas iluminadas.

Levantaron la tapa con resolución y cautela, como liberando algún espíritu

aprisionado, y sus menudos rostros se transformaron, volviéndose anaranjados y

feroces. De un soplo apagaron las velas y volvieron corriendo a la oscuridad con las

calabazas sin luz, sonriéndose mutuamente de miedo y placer, como si hubieran

robado la oca favorita de un gigante.

Silencio. Poco después, un Ford ranchera de color amarillo con las juntas y los

largueros roñosos se detuvo frente a la misma casa, y el conductor, una mujer joven y

corpulenta con abrigo de paño, gorro de esquiar azul y guantes, se apeó, abrió la

puerta trasera y ayudó a salir del coche a dos niños disfrazados, uno de hada madrina

con varita mágica y el otro de vampiro con unos enormes incisivos de plástico

manchados de sangre en la punta. Arrastrando bolsas de la compra, los niños subieron

los escalones detrás de su madre, que llamó al timbre de la puerta.

Se abrió ésta y una mujer de rasgos firmes apareció en el umbral. De edad

indeterminada, entre cincuenta y setenta años, llevaba pantalones de sarga verdes,

camisa y zapatos masculinos, de faena, y durante un momento no hubo expresión

alguna en su anguloso rostro. Al pie de los escalones, los niños extendieron las bolsas

para que se las llenara gritando: «¡Dulces o bronca!». La mujer de cabellos blancos

abrió muchos los ojos, como sorprendida. Moviendo sus largas manos delante del

pecho, la mujer, que se llama Alma Pittman, fingió sorpresa. Es secretaria del

ayuntamiento, contable diplomada y notario público, y carece de habilidad para

divertir a los niños. La conocí cuando era pequeño y no ha cambiado nada.

—Vamos a ver —dijo a la niña—, tú debes de ser un ángel. Y tú —dijo al niño—

apuesto a que eres un hombre lobo o algo así.

Los miró fijamente desde su considerable altura y ellos retiraron las bolsas y

bajaron la vista.

—Qué tímidos —observó Alma.

La madre se disculpó con una sonrisa que iluminó sus pecosas mejillas. Se llama

Pearl Diehler. Desde hace dos años, cuando su marido la abandonó para marcharse a

Florida, vive de la seguridad social y de bonos de comida. Alma Pittman lo sabía,

claro está, y Pearl era consciente de ello. Todo el mundo estaba al corriente. Los

pueblos son así.

Alma le devolvió en seguida la sonrisa, abrió la puerta de par en par y con un

gesto los invitó a entrar. Cuando pasaron los tres frente a ella en dirección al cuarto

de estar, cálidamente iluminado, Alma miró al porche y vio que sus calabazas

iluminadas habían desaparecido. Las dos.

Durante unos segundos observó Fijamente el sitio donde habían estado, como si

intentara recordar cuándo las había colocado, el momento en que las había tallado

aquella tarde en la mesa de la cocina, la hora en que las compró el viernes anterior en

el Anthony’s Farm Market. Era una mujer solitaria y puntillosa, más culta y

organizada que la mayoría de sus vecinos; aunque le producían cierta irritación,

procuraba tratarlos con amabilidad y participar con ellos en la fiesta.

Como si despertara de un sueño, parpadeó, se dio rápidamente la vuelta y entró en

la casa, cerrando la puerta con firmeza.

Un río de curso rápido, el Minuit, atraviesa el pueblo en dirección sur, y la

mayoría de los edificios de Lawford —casas, tiendas, ayuntamiento e iglesias, en

total no más de cincuenta en el centro— están situados en la ribera oriental en un

trecho de unos ochocientos metros a lo largo de la Route 29, la antigua carretera de

Littleton a Lebanon, sustituida hace ya una generación por la autopista interestatal a

quince kilómetros al este.

El nombre de Minuit se lo dieron los indios abenaki, que pescaron en él durante

siglos hasta que los madereros de Massachusetts subieron al norte y empezaron a

utilizar el río para transportar los troncos al sur y al oeste, hacia Connecticut. Cuando

el floreciente y fangoso campamento maderero se convirtió en un pueblo limpio y en

un centro de embarque llamado Lawford, había un par de pequeñas fábricas de

ladrillo junto al río que producían tejas de madera y carretes. Durante un breve

espacio de tiempo el pueblo prosperó, lo que explica la docena de impresionantes

mansiones blancas situadas frente a la carretera en el extremo sur, donde el valle se

ensancha un poco y la morrena, pulida por un lago primitivo desaparecido hace

mucho, se convierte en un terreno glaciárico que, despejado por aquellos primeros

madereros, ofreció durante unos años a los especuladores varios miles de hectáreas de

buenas tierras de cultivo fáciles de vender.

Durante la Gran Depresión, las fábricas pasaron a manos de los bancos, se

cerraron y clausuraron y el dinero y la maquinaria se invirtieron más al sur en la

industria del calzado. Desde entonces, Lawford se distingue sobre todo por estar a

medio camino de otros lugares, por ser un pueblo de donde la gente admite haber

venido a veces pero al que casi nadie va nunca. La mitad de las habitaciones de las

grandes mansiones blancas de estilo colonial que bordean el río y el alto y oscuro

cerro occidental están vacías y selladas contra los rigores del invierno con poliuretano

y contrachapado, aprisionando en los cuartos restantes a parejas de ancianos, viudas y

viudos abandonados por sus hijos ya mayores a cambio de la vida más animada de

ciudades y capitales. Algunos se quedan en Lawford, desde luego, y otros —después

de combatir y resultar heridos en alguna guerra o echar a perder su matrimonio en

otra parte— vuelven a la casa paterna y se ponen a trabajar en una gasolinera o de

peluqueras. Sus padres los consideran unos fracasados y ellos se comportan como les

corresponde.

Muchas casas del pueblo también sirven de tiendas y oficinas: seguros,

inmobiliarias, armas y municiones, peluquerías, artesanía. Aquí y allá, una granja de

mediados del siglo XIX especialmente bien conservada y admirablemente restaurada

—sin contar el invernadero, la sauna en el establo y los paneles de energía solar—,

satisface las complejas necesidades sociales, sexuales y domésticas de una mujer y un

hombre de largos cabellos entrecanos con uno o dos hijos adolescentes internos en un

colegio, parejas esbeltas venidas al norte desde Boston o Nueva York para dar clases

en Dartmouth, a treinta kilómetros al sur, o a veces sólo para plantar marihuana en

sus grandes huertos de cultivos orgánicos y vivir del dinero de una herencia en la

deprimida economía de la región.

Pero la mayoría de los habitantes del pueblo vive lejos del centro, normalmente

en remolques o casas pequeñas estilo rancho construidas a base de hipotecas en

pedregosas parcelas de una hectárea de monte bajo. Sus hijos van a la escuela

primaria de las afueras, un edificio de ladrillo al norte del pueblo, y al instituto

regional de Barrington, donde los chicos de Lawford mantienen todavía una

envidiable reputación de atletas, sobre todo en los deportes más violentos, y las

chicas siguen teniendo fama de prodigar sus favores sexuales a tierna edad y de llegar

embarazadas a los cursos superiores.

Pero ésos no son los únicos habitantes de Lawford. También hay un pequeño

número de residentes veraniegos, propietarios de casas desparramadas por las orillas

de guijarro de los lagos, estructuras de madera que llaman «colonias», levantadas en

los años veinte por grandes familias acomodadas del sur de Nueva Inglaterra y Nueva

York que sentían la obligación de pasar algún tiempo juntas. Algunas de esas

residencias familiares se construyeron más tarde, en los años cuarenta y cincuenta,

pero entonces era difícil comprar buenas parcelas, al borde de los lagos a los antiguos

propietarios y la mayoría se edificaron en terreno pantanoso de difícil acceso a la

carretera.

Por lo demás, sólo puede mencionarse a los cazadores de ciervos; y es preciso

hablar de ellos porque desempeñan un papel importante en la historia de Wade. Casi

todos proceden del sur de New Hampshire y del este de Massachusetts; todos los

años vienen al norte en noviembre blandiendo rifles de gran potencia y mira

telescópica y no suelen quedarse en la zona más de un fin de semana. Se pasan toda

la noche bebiendo en los moteles y bares de la Route 29 y vagan por el bosque del

amanecer al crepúsculo, disparando a todo lo que se mueve y a veces hasta cazando

algo, que se llevan atado en el parachoques hasta su punto de partida en Haverhill o

Revere. Con frecuencia vuelven a casa con las manos vacías, resacosos y frustrados,

pero satisfechos a pesar de todo por haber participado, aunque torpe y pasajeramente,

en un antiguo rito masculino.

Cerca del centro de Lawford, tres casas al norte del ayuntamiento y situados en un

solar grande y llano, hay un par de edificios discordantes, un enorme y centenario

establo reformado de color azul pizarra y al lado un remolque gigantesco con un

techo de dieciocho metros también azul. Ambas construcciones están rodeadas de

media hectárea de asfalto, como arrojadas desde un helicóptero en medio del

aparcamiento de un centro comercial. Ahí es donde vive y atiende su negocio Gordon

LaRiviere, perforador de pozos y único triunfador de Lawford, sin contar a los que se

marcharon, pese a que el lema escrito en cada uno de sus vehículos y edificios dice

así: COMPAÑÍA LARIVIERE. ¡LO NUESTRO ES IR AL HOYO!

La historia de LaRiviere también se contará a su debido tiempo, pero en este

preciso momento, aún temprano en la víspera de Halloween, imaginemos a seis

adolescentes, cuatro chicos y dos chicas, detrás del establo azul de LaRiviere —su

combinación de oficina, taller, garaje y almacén—, maniobrando a oscuras en el

huerto, un terreno cuidadosamente trazado y mantenido, la mitad cubierto con

plástico negro para protegerlo del frío y la otra mitad con tallos de maíz

completamente secos, tomateras muertas y desparramados sarmientos de calabazas

aún sin recoger. Los adolescentes beben cervezas grandes y ríen entre ásperos

susurros mientras despojan las pocas calabaceras de los escasos frutos que quedan.

Lo sé porque yo también lo hice, no en el campo de calabazas de LaRiviere, sino en

otro. Y lo hice imitando a mi hermano Wade, que a su vez se limitó a seguir el

ejemplo de otro hermano mayor, de dos hermanos.

Pronto se incorporan y salen corriendo atropelladamente con latas de cerveza y

calabazas al fondo de la casa de LaRiviere —imposible llamarlo remolque porque

tiene cimientos sólidos, contraventanas, porche techado, chimenea—, precipitándose

hacia la carretera, que siguen a lo largo un trecho hasta donde los espera otro chico en

un Chevrolet de hace diez años con dos tubos de escape gorgoteando.

Los ladrones se amontonan en el coche con sus calabazas, riendo estúpidamente a

grandes carcajadas que el frío aire de la noche lleva ahora hacia la casa de LaRiviere,

y el chico que conduce quita el freno de mano y salta de la cuneta de grava a la

carretera, quemando llanta al entrar en el asfalto, dando tumbos en dirección al

ayuntamiento, pasándolo a toda velocidad mientras los demás exhiben sus risitas

tontas por las ventanillas y hacen un corte de mangas a un grupo de adultos reunidos

frente al ayuntamiento con niños disfrazados.

La mayoría de los adultos dejan de hablar y de moverse y lanzan severas miradas

al viejo Chevrolet. En cosa de segundos el coche dobla la pronunciada curva al otro

extremo del pueblo y se pierde de vista. La gente reunida frente al ayuntamiento

titubea un momento, como esperando oír un choque, y luego vuelve a lo que estaba

haciendo.

Siguiendo en dirección norte, más allá del ayuntamiento, de las tres iglesias de la

Plaza —congregacionista, baptista y metodista— y de la casa de Alma Pittman, de

cuya sombría puerta ya hace mucho que se han retirado Pearl Diehler y sus hijos, a lo

largo de la Route 29 había unas cuantas casas dispersas con las luces del porche

todavía encendidas para los rezagados en pedir las golosinas, niños cuyos padres

habían prolongado la sobremesa bebiendo y discutiendo demasiado para llevarlos al

pueblo a tiempo de ir con los demás. A esas horas sólo podían sumarse a un

contingente de chicos mayores y más ambiciosos que no pararían hasta que ya nadie

les abriera la puerta, momento en que iniciarían su más seria tarea de la noche, el

motivo principal de su salida: la jubilosa destrucción de la propiedad privada. Tenían

intención de cortar cuerdas de tender, romper ventanas, pinchar ruedas y abrir grifos

exteriores para que se secaran los pozos y se quemara el motor de las bombas.

En las afueras del pueblo está la gasolinera Shell de Merritt, una construcción

cuadrada, cerrada, oscura, con piezas de automóviles desperdigadas por el recinto

como escombros tras un ataque terrorista. Aquella noche, una tenue luz procedente de

una ventana trasera indicaba que aún quedaba alguien en la oficina; Merritt no, desde

luego, pues, como siempre, se había ido pronto a casa, a las seis, y en ese momento se

encontraba en el ayuntamiento asistiendo a la fiesta anual en su calidad de concejal.

Lo más probable era que se tratase del mecánico, Chick Ward, que hojeaba

parsimoniosamente, como un monje estudiando las Sagradas Escrituras, una revista

pornográfica sueca que suele ocultar bajo la alfombra del maletero del coche, un

Trans Am púrpura que Merritt le permite arreglar en el garaje después del trabajo.

Esta noche, con el ceño fruncido por la atención, fuma un cigarrillo, da un trago de

cerveza, vuelve la página, pasando de una a otra contorsión rosada, y empieza a

examinar la siguiente. Pone la lata de cerveza en el suelo y se pasa la mano por la

ingle, hacia atrás y hacia adelante, como si acariciase la cabeza de un perro dormido.

Más allá de la gasolinera, los habitantes de las últimas casas del pueblo ya han

apagado las luces del porche, señal para los pedigüeños de que la noche está a punto

de acabar. En la carretera sólo queda un reducido grupo de niños disfrazados con

trajes de confección casera, hermanos y primos del barrio de Hoyt, una colonia de

cabañas junto al río construidas entre los restos de una fábrica abandonada. Van por la

cuneta, engullendo el botín, arrebatando de vez en cuando una manzana o una

golosina de la bolsa de otro —un asalto brusco, una patada, un grito; luego, una

carcajada—, mientras siguen carretera abajo camino del pueblo y de la fiesta.

Un kilómetro y medio más allá de los niños de Hoyt, a la derecha, donde la Route

29 tuerce bruscamente hacia el este, se pasa por el restaurante de Wickham. Aún está

abierto, pero Wickham y la camarera, Margie Fogg, se disponen a cerrar. Wickham,

un hombre moreno y delgado con un bigote largo y húmedo, se sirve en la cocina tres

dedos de vodka Old Mr. Boston en un vaso de refrescos y se lo bebe en dos tragos;

luego contempla atentamente el amplio y redondo trasero de Margie Fogg, que

rellena los servilleteros del mostrador.

Desde el restaurante de Wickham hasta Littleton, prácticamente todo el camino en

dirección norte está lleno de espeso bosque a ambos lados de la carretera, y el río

Minuit discurre en la oscuridad desviándose al oeste. Arriba, el cielo es una estrecha

banda de color violeta oscuro, y desde la carretera no se ven edificios ni en el bosque

ni en el río, a excepción del Toby’s Inn, a unos cinco kilómetros del pueblo en la

Route 29, por el lado del río. Toby’s es una deteriorada granja de dos pisos que fue

transformada en hostal cuando se inauguró la línea de viajeros de Littleton a Concord

hacia la década de 1880, y ahora funciona como bar de carretera con habitaciones de

alquiler. Esta noche hay en el aparcamiento de Toby’s menos de los habituales diez o

doce coches y camionetas de la localidad, y un número sorprendentemente grande de

vehículos de otros estados; sorprendente hasta que se recuerda que mañana, primero

de noviembre, es el primer día de la temporada de caza mayor.





Ilustración: Jean Honoré Fragonard




miércoles, 17 de julio de 2024

El elixir de la larga vida (Honoré de Balzac)








En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.


Una parecía decir:


-Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.


Otra:


-Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.


Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:


-En el fondo de mi corazón siento remordimientos -decía-. Soy católica, y temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la eternidad.


La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:


-¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.


La mujer sentada junto a Belvídero lo miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.


-¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!- después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.


-¿Cuándo serás Gran Duque? -preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.


-¿Y cuándo morirá tu padre? -dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.


-¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!


Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:


-Señor, su padre se está muriendo.


Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»


¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.


Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.


Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa -decía- que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.


-Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber -exclamaba a veces sonriendo.


Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:


-Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.


Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros lo sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarlo sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.


Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.


-¡Te divertías! -exclamó el anciano cuando vio a su hijo.


En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.


Bartolomé dijo:


-No te quiero aquí, hijo mío.


Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.


-¡Qué remordimientos, padre! -dijo hipócritamente.


-¡Pobre Juanito! -continuó el moribundo con voz sorda-, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?


-¡Oh! -exclamó don Juan-, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).


Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.


-Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo -exclamó el moribundo-, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.


«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:


-Sí, padre querido, vivirás ciertamente, porque tu imagen permanecerá en mi corazón.


-No se trata de esa vida -dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque lo sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos-. Escúchame, hijo -continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo-, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.


«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.


-Pero -continuó en voz alta-, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.


-Dios soy yo -replicó el anciano refunfuñando.


-No blasfemes -dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guárdate de hacerlo, has recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndote morir en pecado.


-¿Quieres escucharme? -exclamó el moribundo, cuya boca crujió.


Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.


-Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! Mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.


-Es el colmo del delirio -dijo don Juan.


-He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.


-Ya está, padre.


-Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.


-Aquí está.


-He empleado veinte años en… -en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir-: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.


-Pues hay bastante poco -replicó el joven.


Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.


-¡Vaya!, se acabó el buen hombre -exclamó don Juan.


Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores, los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.


-¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? -dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.


-Su padre era un buen hombre -le respondió ella.


Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:


-Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!


-¿Se han fijado en el perro negro? -preguntó la Brambilla.


-Ya es inmensamente rico -dijo suspirando Blanca Cavatolino.


-¡Y eso qué importa! -exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.


-¿Cómo que qué importa? -exclamó el Duque-. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!


Don Juan, en un principio asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.


-Déjenme solo aquí -dijo con voz alterada- y no entren hasta que yo salga.


Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:


-¡Veamos!


El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que lo acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarlo a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.


-¡Ah! ¡Ah! -dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.


Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.


-¡Bien podría haber vivido cien años! -exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.


De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.


«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.


-¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? -se preguntaba.


-Sí -dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.


-¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! -exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero-. ¡Está ardiendo! -gritó sentándose.


Aquella lucha lo había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.


Finalmente se levantó diciendo para sí:


«¡Mientras no haya sangre…!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.


«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.


Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.


Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la moneda de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada, decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»


Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! -se dijo-. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.


Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:


-Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.


-Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.


-¿Siempre piensa en sus indulgencias? -respondió Belvídero-. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.


-¡Ah!, si es así como entiendes la vejez -exclamó el Papa- corres el riesgo de ser canonizado.


-Después de su ascensión al papado, puede creerse todo.


Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a san Pedro.


-San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder -dijo el Papa a don Juan-, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar…


Don Juan y el Papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verlo oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.


Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.


Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.


El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes lo abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche la apoplejía aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonan, verdad? Los atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo los encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.


Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarlo, había que manejarlo como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.


Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección; un hijo piadoso y obediente lo contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.


-Felipe -le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.


-Escúchame, hijo mío -continuó el moribundo-. Soy un gran pecador. Durante mi vida también he pensado en mi muerte. En otro tiempo fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama… El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.


Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.


-Tú merecías otro padre -continuó don Juan-. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.


-¡Oh, padre!


-Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.


-¡Oh, dímela pronto, padre!


-Tan pronto como haya cerrado los ojos -continuó don Juan-, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.


Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:


-Coge bien el frasco -y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.


Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:


-¡Milagro! -y todos los españoles repitieron-: ¡Milagro!


Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan-de-Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.


El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.


Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex votos palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que lo rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.


–¡Te Deum laudamus!


Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.


–¡Te Deum laudamus! -decía la asamblea.


-¡Al diablo todos!, ¡son unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, son unos estúpidos con su viejo Dios!


Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.


–¡Deus sabaoth, sabaoth! -gritaron los cristianos.


-¡Insultan la majestad del infierno! -contestó don Juan con un rechinar de dientes.


Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.


-El santo nos bendice -dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.


Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que lo elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.


Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:


–Sancte Johannes ora pro nobis -entendió claramente-: -¡Oh, coglione!


»-¿Qué pasa ahí arriba? -exclamó el deán al ver moverse el relicario.


-El santo hace diabluras -respondió el abad.


Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.


-¡Acuérdate de doña Elvira! -gritó la cabeza devorando la del abad.


Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.


Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.


-¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? -gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.




Ilustración: Georges de La Tour

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...