Ésta es la historia de la extraña conducta criminal de mi hermano mayor y de
su desaparición. Nadie me ha empujado a revelar estas cosas; nadie me ha pedido que
no lo haga. Los que le queríamos, simplemente ya no hablamos de Wade, ni entre
nosotros ni con nadie más. Casi es como si no hubiese existido, como si fuese de otra
familia u otro lugar y apenas lo conociéramos y no hubiera por qué hablar de él. De
modo que al contar su historia así, como su hermano, me aparto voluntariamente de
la familia y de todos los que alguna vez le quisieron.
De todas formas ya estoy separado de ellos en muchos aspectos, pues si cada uno
de nosotros se avergüenza de Wade y se siente abrumado por la ira —mi hermana, su
marido y sus hijos, la exmujer de Wade y su hija, su prometida y unos cuantos
amigos—, los demás están abochornados e indignados de un modo distinto del mío.
La vergüenza los desalienta, los aturde (como debe ser: a pesar de todo son buenas
personas, y al fin y al cabo Wade es uno de ellos); la ira los confunde. Quizá por ello
no me hayan pedido que guarde silencio. Yo no estoy desalentado ni confuso: como
Wade, he sentido vergüenza y rabia prácticamente desde que nací, y estoy
acostumbrado a mantener con el mundo esas dos relaciones oblicuas. Entre quienes le
quisieron, eso me capacita de forma única para contar su historia.
Aun así, sé cómo piensan los demás. En secreto esperan haber entendido mal la
historia de Wade, que yo la haya comprendido algo mejor o que al menos la cuente de
manera que todos nos liberemos de la vergüenza y la ira y de nuevo podamos hablar
con cariño, durante la cena o un viaje largo, de nuestro hermano, marido, padre,
amante, amigo, o preguntarnos de noche en la cama dónde estará ahora el pobrecillo,
antes de quedarnos dormidos.
Eso no ocurrirá. Sin embargo, la contaré por ellos; para los demás, pero también
para mí. Con la narración pretenden recuperarlo; yo sólo aspiro a librarme de él. Su
historia es el fantasma de mi vida y quiero exorcizarlo.
En cuanto al perdón, debe hablarse de ello, supongo, pero ¿quién de nosotros
podrá ofrecerlo? Ni siquiera yo, a esta considerable distancia de los crímenes y el
dolor. Perdonar a alguien significa que ya no hay que protegerse de él, y nosotros
tendremos que protegernos de Wade durante el resto de nuestras vidas. Además, ya es
demasiado tarde para que pueda servirle de algo. Wade Whitehouse ha desaparecido.
Y tengo la convicción de que nunca volveremos a verlo.
Lo más importante —es decir, todo lo que da origen a la narración de esta historia
— ocurrió durante una sola temporada de caza mayor en un pueblo pequeño, un
villorrio, situado en un valle oscuro y boscoso al norte de New Hampshire, donde
Wade nació y creció, igual que yo, y donde la mayor parte de la familia Whitehouse
ha vivido durante cinco generaciones. Piensen en un cuento de hadas alemán de la
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Edad Media. Imaginen un racimo de casas viejas y nuevas, pero sobre todo viejas,
tiendas, un río que cruza, prados y árboles altos en las colinas. El pueblo se llama
Lawford y está a unos doscientos veinte kilómetros al norte de donde yo vivo ahora.
Aquel otoño Wade había cumplido los cuarenta y un años y no estaba en buena
forma; en el pueblo todos lo sabían, pero a nadie le preocupaba especialmente. En los
pueblos las crisis de la gente se ven venir y desaparecer, y se aprende a esperar que se
disipen por sí solas: la mayoría de las personas no cambian, sobre todo vistas de
cerca; simplemente se hacen más complicadas.
Por tanto, todos los que conocían a Wade esperaban que se le pasara la
melancolía, la racha alcohólica, la estúpida beligerancia. La crisis recortaba su
carácter en nítido relieve. Hasta yo, que vivía muy al sur, a las afueras de Boston,
esperaba que se le pasase. Era fácil para mí. Tengo diez años menos que Wade y dejé
la familia y el pueblo de Lawford cuando terminé el bachillerato; en realidad huí de
ellos, aunque a veces parezca que los abandoné. Fui el primero de la familia en ir a la
universidad, llegué a ser profesor de enseñanza media y me convertí en una persona
meticulosa, apegada a la rutina. Durante muchos años consideré a Wade un
alcohólico triste, agresivo y estúpido, como nuestro padre, pero ahora que había
cumplido los cuarenta sin suicidarse ni matar a nadie, yo esperaba que llegase a los
cincuenta, los sesenta e incluso los setenta, igual que padre, de manera que no me
inquietaba por él.
Aunque aquel otoño me visitó dos veces y solía hacerme largas llamadas
telefónicas varias veces por semana después de haber bebido durante horas y
ahuyentado a todos los que le rodeaban, yo no estaba especialmente preocupado.
Escuchaba pasivamente sus confusas invectivas contra su exmujer, Lillian, sus
lastimeras declaraciones de amor por su hija Jill y sus amenazas de infligir serios
daños físicos a muchos de los que vivían y trabajaban con él, personas a quienes tenía
obligación de proteger en su calidad de agente de policía municipal. Preocupado por
las minucias de mi propia vida, le escuchaba como quien ve un aburrido serial de
televisión y está demasiado absorto o distraído con los detalles de su existencia como
para levantarse a cambiar de canal.
Se le pasará, pensaba yo, igual que el dolor de su divorcio y el nuevo matrimonio
de Lillian, seguido de su marcha del pueblo con Jill. Yo calculaba que se le pasaría al
cabo de seis meses. Lo que le situaría a tres años del divorcio, a dos años del traslado
de Lillian a Concord, más al sur, y a mediados de la primavera siguiente: la nieve
fundida corriendo colina abajo, los lagos liberándose del hielo, la luz derramándose
en todas partes. Quizá se vuelva a enamorar, pensaba yo. Había una mujer del pueblo,
una tal Margie Fogg, con quien se acostaba de cuando en cuando, según decía, y de la
que casi siempre hablaba en términos afectuosos. Pensé que, en cualquier caso, Jill se
haría mayor algún día. Muchas veces los hijos crecen antes que los padres,
obligándolos a madurar. Aunque no tengo hijos y no estoy casado, lo sé.
Pero una noche algo cambió y desde entonces mi relación con la historia de Wade
ya no fue la misma de antes, la que había mantenido desde la infancia. Aquella noche
la indiferencia voluntaria fue sustituida por otra emoción. ¿Simpatía? Algo más, creo,
y algo menos. Empatía. Peligroso sentimiento, para ambas partes.
Lo sitúo en el cambio que noté en el tono de su voz cuando me llamó por teléfono
un par de noches después de Halloween. Debía de ser el 1 o el 2 de noviembre. En
medio de una de sus interminables lamentaciones dijo algo que nunca le había oído, y
por un momento me pregunté si no había juzgado siempre mal a mi hermano. A lo
mejor no lo había interpretado bien y después de todo no fuese tan previsible; su
carácter quizá no tenía nada que ver con el agravamiento de la situación, ambas cosas
podían ser completamente independientes o estar a punto de diferenciarse por la
magnitud de la crisis; mi hermano tal vez fuese tan real como yo, un hombre cuyo
carácter podía entenderse como yo entendía el mío: proceso, flujo, cambio. Era una
idea nueva para mí y no del todo bien acogida. No me explicaba de dónde venía, a
menos que fuese del simple peso acumulado de la familiaridad; porque sin darme
cuenta se había alterado un equilibrio sutil, como en medio de un sueño, y de pronto
ya no contemplaba distraídamente la confusa y penosa vida de mi hermano, sino que
prácticamente me encontraba inmerso en ella. Y yo despreciaba la vida de Wade. Me
permito repetirlo. Yo despreciaba la vida de Wade. Huí de la familia y del pueblo de
Lawford cuando era poco más que un muchacho para no tener que llevar aquella
vida. Ésa es sólo una de las cosas que nos distinguen a Wade y a mí, pero constituye
una enorme diferencia.
Wade me exponía la queja del exmarido sobre la infinita capacidad de la exmujer
para la crueldad, el resultado de alguna humillación menor de unas noches antes. No
lo entendí del todo y tampoco le pedí aclaraciones, pero de pronto noté un cambio en
el tono, registro y timbre de su voz, muy pequeño para ser percibido en circunstancias
normales, pero suficiente por la razón que fuese para que me enderezara en la silla y
lo escuchara con interés, para que concentrara mi atención dispersa, y en vez de
considerar su vida simplemente como una parte menor de la mía, vi, para variar, al
hombre en su propia circunstancia. Era como si su relato ampliara y esclareciese mi
propia historia: aunque peor y considerablemente distinto de mis jaquecas periódicas,
el persistente dolor de muelas del que se había quejado al principio se convirtió de
pronto en un eco importuno, y sus dificultades financieras, si bien descritas en la
práctica con un lenguaje diferente del mío, concordaban angustiosamente con las
mías, mientras que sus problemas del momento con mujeres, padres, amigos y
enemigos, versiones grotescamente inversas de los míos, daban a mis conflictos una
penosa articulación.
Al describir los acontecimientos de la víspera de Halloween, empezó comentando
el tiempo que hacía aquella noche, más fresca de lo habitual, varios grados bajo cero,
más fría que la teta de una bruja, según dijo, esa primera noche que avisa de que ya
está aquí el invierno y no se puede hacer nada porque ya es demasiado tarde, otra
puñetera vez, para largarse al Sur. Uno sacude la cabeza, la agacha y se resigna.
El cambio, la alteración, bien podría haberse producido en mí, claro está, y no en
Wade. Empleaba las mismas palabras de siempre, los mismos clichés y expresiones
extrañamente ponderadas; mostraba el mismo estoicismo fatigado que había adoptado
desde la adolescencia; a todos los efectos, era el mismo de siempre, pero yo le noté
algo distinto. En un momento dado su historia no me interesaba lo más mínimo; al
momento siguiente cobraba importancia en todos los sentidos. Tenía la mente y los
ojos fijos en la pantalla de televisión, en un partido del Boston Celtics con el volumen
quitado, y de pronto veía el centro de Lawford en la víspera de Halloween.
Eso no resulta difícil: en los quince años transcurridos desde la última vez que
pasé Halloween allí, es decir, desde mis tiempos de bachillerato, el pueblo no ha
sufrido grandes cambios. En cincuenta años no ha cambiado mucho. Pero visualizar
el lugar, transportarme allí con el recuerdo o la imaginación, no es algo que me guste
hacer. Lo evitaba cuidadosamente. Para ello casi tenía que ser víctima de alguna
intriga o maquinación. Lawford es uno de esos pueblos de los que la gente se va y no
vuelve. Y para empeorar las cosas, para hacer más difícil la vuelta, aun cuando se
quisiera volver —lo que desde luego nadie que se haya marchado de allí en este
medio siglo tiene intención de hacer—, los que se han quedado siguen
obstinadamente apegados como lapas a los fragmentados restos de los ritos sociales
que antaño conferían un sentido a su vida: les encantan los regalos de novia, las
bodas, los cumpleaños, los entierros, las fiestas de temporada, los festejos nacionales
e incluso los días de elecciones. Y también Halloween. Una fiesta ridícula: ¿para qué,
para quién es? No tiene absolutamente nada que ver con la vida moderna.
Pero Lawford tampoco tiene nada que ver con la vida moderna. Hay una especie
de fuerte conservadurismo que ayuda a los habitantes a superar el abandono de sus
hijos más dotados e interesantes a lo largo de varias generaciones. Los que se quedan
se sienten incapaces, insuficientes, estúpidos e ineptos, parece que todo el que tiene
inteligencia y ambición, todo el que es capaz de vivir en un mundo más amplio, se ha
marchado. De modo que en la familia, en la comunidad en su conjunto, ya
incapacitada para unir y organizar a los individuos dotándolos de una identidad
válida, la observancia de las ceremonias casi olvidadas y mal recordadas de épocas
pasadas es algo fundamental. Halloween, por ejemplo. Los ritos afirman la existencia
de un pueblo, pero en un falso sentido. Y esa falsedad es lo que más nos ofende a los
que nos marchamos. Precisamente porque huimos en tan gran número sabemos que
los que no quisieron o no pudieron marcharse ya no existen como familia, como
tribu, como comunidad. Ya no son un pueblo, si es que alguna vez lo fueron. Por eso
nos marchamos y por eso nos mostramos tan reacios a volver, aun de visita, y sobre
todo en vacaciones. ¡Cuánto odiamos volver a casa en vacaciones! Para eso hemos de
sentirnos obligados por la culpa o caer en alguna trampa no tendida por nosotros
mismos, sino por la cultura sentimental, que es más amplia. Yo enseño historia;
medito sobre esas cosas.
Wade, medio borracho como de costumbre, me llamaba desde su remolque
azotado por el viento a orillas del lago, y mientras él divagaba yo imaginaba el
pueblo, la gente a que se refería, las colinas y valles, los bosques y riachuelos por los
que pasaba todas las noches de vuelta a casa y otra vez por las mañanas de camino al
trabajo, el bar donde paraba a desayunar, la empresa de perforación de pozos en la
que trabajaba, el ayuntamiento donde ejercía de jefe de policía a tiempo parcial: me
representaba mentalmente el escenario donde se había desarrollado la vida de mi
hermano dos noches atrás, cuando ocurrieron los hechos que me estaba describiendo.
El aire era seco y el cielo límpido como cristal oscuro, con cintas y franjas de
estrellas en todos lados y la sonrisa de una luna creciente al sudeste. Recuerdo esas
noches frías de otoño, con el olor de las primeras nieves en el aire. En la ladera de la
colina, entre los abetos que ascienden por la cresta oriental del valle y el extenso
prado amarillento que se desploma hasta el río, un espigado bosquecillo de abedules
cuelga como un breve intervalo poroso. Abajo, el río es estrecho, salpicado de rocas,
fragoroso con una morrena poblada de árboles en una orilla y una carretera de dos
direcciones a lo largo de la otra. Ése es el pueblo donde me crié.
Hay una hilera de casas grandes, blancas casi todas, que dan a la carretera por el
este. Pálidas cuñas de luz abren paso a los coches que circulan en dirección norte y
sur. Algunos se detienen en el centro del pueblo, donde hay tres iglesias con altos
campanarios, una plaza, un campo de juego y un edificio de dos pisos con fachada de
madera, que es el ayuntamiento; otros aparcan delante de alguna casa mientras
reducidos grupos de oscuras y pequeñas siluetas se disgregan y confunden a lo largo
de la cuneta y entran y salen de las mismas casas donde paran los coches.
Imaginad conmigo que, en esa víspera de Halloween, por la loma oriental del
pueblo todo estaba quieto, silencioso y muy oscuro. El viento había cesado, como
reuniendo fuerzas para la tormenta, y de las casas de abajo ni siquiera llegaba el
ladrido de un perro guardián. La luna acababa de ocultarse tras el oscuro cerro
coronado de abetos. De pronto, entre los abedules, una pandilla de chicos, cinco o
seis siluetas menudas y oscuras, salieron corriendo de la espesura. Su aliento flotaba
tras ellos en blancas nubecillas mientras se precipitaban colina abajo como una
manada de perros salvajes por el desigual terreno del prado, serpenteando luego por
el limpio patio de una pulcra casa blanca al estilo de Cape Cod con establo y
cobertizos al extremo, por donde dieron rápidamente la vuelta, como si al fin
atisbaran su presa, en dirección a la entrada.
Llevaban gorros de lana y chaquetas de vivos colores, y tenían diez o doce años.
Hace veinte años yo podía haber sido uno de ellos, o hace treinta el propio Wade. En
fila india se deslizaron por la fachada de la casa que daba a Main Street, agachándose
al pasar bajo las ventanas y alrededor del único pino del jardín. Cuando llegaron al
porche se agruparon, corrieron derechos a los escalones y allí se apoderaron de dos
grandes calabazas iluminadas.
Levantaron la tapa con resolución y cautela, como liberando algún espíritu
aprisionado, y sus menudos rostros se transformaron, volviéndose anaranjados y
feroces. De un soplo apagaron las velas y volvieron corriendo a la oscuridad con las
calabazas sin luz, sonriéndose mutuamente de miedo y placer, como si hubieran
robado la oca favorita de un gigante.
Silencio. Poco después, un Ford ranchera de color amarillo con las juntas y los
largueros roñosos se detuvo frente a la misma casa, y el conductor, una mujer joven y
corpulenta con abrigo de paño, gorro de esquiar azul y guantes, se apeó, abrió la
puerta trasera y ayudó a salir del coche a dos niños disfrazados, uno de hada madrina
con varita mágica y el otro de vampiro con unos enormes incisivos de plástico
manchados de sangre en la punta. Arrastrando bolsas de la compra, los niños subieron
los escalones detrás de su madre, que llamó al timbre de la puerta.
Se abrió ésta y una mujer de rasgos firmes apareció en el umbral. De edad
indeterminada, entre cincuenta y setenta años, llevaba pantalones de sarga verdes,
camisa y zapatos masculinos, de faena, y durante un momento no hubo expresión
alguna en su anguloso rostro. Al pie de los escalones, los niños extendieron las bolsas
para que se las llenara gritando: «¡Dulces o bronca!». La mujer de cabellos blancos
abrió muchos los ojos, como sorprendida. Moviendo sus largas manos delante del
pecho, la mujer, que se llama Alma Pittman, fingió sorpresa. Es secretaria del
ayuntamiento, contable diplomada y notario público, y carece de habilidad para
divertir a los niños. La conocí cuando era pequeño y no ha cambiado nada.
—Vamos a ver —dijo a la niña—, tú debes de ser un ángel. Y tú —dijo al niño—
apuesto a que eres un hombre lobo o algo así.
Los miró fijamente desde su considerable altura y ellos retiraron las bolsas y
bajaron la vista.
—Qué tímidos —observó Alma.
La madre se disculpó con una sonrisa que iluminó sus pecosas mejillas. Se llama
Pearl Diehler. Desde hace dos años, cuando su marido la abandonó para marcharse a
Florida, vive de la seguridad social y de bonos de comida. Alma Pittman lo sabía,
claro está, y Pearl era consciente de ello. Todo el mundo estaba al corriente. Los
pueblos son así.
Alma le devolvió en seguida la sonrisa, abrió la puerta de par en par y con un
gesto los invitó a entrar. Cuando pasaron los tres frente a ella en dirección al cuarto
de estar, cálidamente iluminado, Alma miró al porche y vio que sus calabazas
iluminadas habían desaparecido. Las dos.
Durante unos segundos observó Fijamente el sitio donde habían estado, como si
intentara recordar cuándo las había colocado, el momento en que las había tallado
aquella tarde en la mesa de la cocina, la hora en que las compró el viernes anterior en
el Anthony’s Farm Market. Era una mujer solitaria y puntillosa, más culta y
organizada que la mayoría de sus vecinos; aunque le producían cierta irritación,
procuraba tratarlos con amabilidad y participar con ellos en la fiesta.
Como si despertara de un sueño, parpadeó, se dio rápidamente la vuelta y entró en
la casa, cerrando la puerta con firmeza.
Un río de curso rápido, el Minuit, atraviesa el pueblo en dirección sur, y la
mayoría de los edificios de Lawford —casas, tiendas, ayuntamiento e iglesias, en
total no más de cincuenta en el centro— están situados en la ribera oriental en un
trecho de unos ochocientos metros a lo largo de la Route 29, la antigua carretera de
Littleton a Lebanon, sustituida hace ya una generación por la autopista interestatal a
quince kilómetros al este.
El nombre de Minuit se lo dieron los indios abenaki, que pescaron en él durante
siglos hasta que los madereros de Massachusetts subieron al norte y empezaron a
utilizar el río para transportar los troncos al sur y al oeste, hacia Connecticut. Cuando
el floreciente y fangoso campamento maderero se convirtió en un pueblo limpio y en
un centro de embarque llamado Lawford, había un par de pequeñas fábricas de
ladrillo junto al río que producían tejas de madera y carretes. Durante un breve
espacio de tiempo el pueblo prosperó, lo que explica la docena de impresionantes
mansiones blancas situadas frente a la carretera en el extremo sur, donde el valle se
ensancha un poco y la morrena, pulida por un lago primitivo desaparecido hace
mucho, se convierte en un terreno glaciárico que, despejado por aquellos primeros
madereros, ofreció durante unos años a los especuladores varios miles de hectáreas de
buenas tierras de cultivo fáciles de vender.
Durante la Gran Depresión, las fábricas pasaron a manos de los bancos, se
cerraron y clausuraron y el dinero y la maquinaria se invirtieron más al sur en la
industria del calzado. Desde entonces, Lawford se distingue sobre todo por estar a
medio camino de otros lugares, por ser un pueblo de donde la gente admite haber
venido a veces pero al que casi nadie va nunca. La mitad de las habitaciones de las
grandes mansiones blancas de estilo colonial que bordean el río y el alto y oscuro
cerro occidental están vacías y selladas contra los rigores del invierno con poliuretano
y contrachapado, aprisionando en los cuartos restantes a parejas de ancianos, viudas y
viudos abandonados por sus hijos ya mayores a cambio de la vida más animada de
ciudades y capitales. Algunos se quedan en Lawford, desde luego, y otros —después
de combatir y resultar heridos en alguna guerra o echar a perder su matrimonio en
otra parte— vuelven a la casa paterna y se ponen a trabajar en una gasolinera o de
peluqueras. Sus padres los consideran unos fracasados y ellos se comportan como les
corresponde.
Muchas casas del pueblo también sirven de tiendas y oficinas: seguros,
inmobiliarias, armas y municiones, peluquerías, artesanía. Aquí y allá, una granja de
mediados del siglo XIX especialmente bien conservada y admirablemente restaurada
—sin contar el invernadero, la sauna en el establo y los paneles de energía solar—,
satisface las complejas necesidades sociales, sexuales y domésticas de una mujer y un
hombre de largos cabellos entrecanos con uno o dos hijos adolescentes internos en un
colegio, parejas esbeltas venidas al norte desde Boston o Nueva York para dar clases
en Dartmouth, a treinta kilómetros al sur, o a veces sólo para plantar marihuana en
sus grandes huertos de cultivos orgánicos y vivir del dinero de una herencia en la
deprimida economía de la región.
Pero la mayoría de los habitantes del pueblo vive lejos del centro, normalmente
en remolques o casas pequeñas estilo rancho construidas a base de hipotecas en
pedregosas parcelas de una hectárea de monte bajo. Sus hijos van a la escuela
primaria de las afueras, un edificio de ladrillo al norte del pueblo, y al instituto
regional de Barrington, donde los chicos de Lawford mantienen todavía una
envidiable reputación de atletas, sobre todo en los deportes más violentos, y las
chicas siguen teniendo fama de prodigar sus favores sexuales a tierna edad y de llegar
embarazadas a los cursos superiores.
Pero ésos no son los únicos habitantes de Lawford. También hay un pequeño
número de residentes veraniegos, propietarios de casas desparramadas por las orillas
de guijarro de los lagos, estructuras de madera que llaman «colonias», levantadas en
los años veinte por grandes familias acomodadas del sur de Nueva Inglaterra y Nueva
York que sentían la obligación de pasar algún tiempo juntas. Algunas de esas
residencias familiares se construyeron más tarde, en los años cuarenta y cincuenta,
pero entonces era difícil comprar buenas parcelas, al borde de los lagos a los antiguos
propietarios y la mayoría se edificaron en terreno pantanoso de difícil acceso a la
carretera.
Por lo demás, sólo puede mencionarse a los cazadores de ciervos; y es preciso
hablar de ellos porque desempeñan un papel importante en la historia de Wade. Casi
todos proceden del sur de New Hampshire y del este de Massachusetts; todos los
años vienen al norte en noviembre blandiendo rifles de gran potencia y mira
telescópica y no suelen quedarse en la zona más de un fin de semana. Se pasan toda
la noche bebiendo en los moteles y bares de la Route 29 y vagan por el bosque del
amanecer al crepúsculo, disparando a todo lo que se mueve y a veces hasta cazando
algo, que se llevan atado en el parachoques hasta su punto de partida en Haverhill o
Revere. Con frecuencia vuelven a casa con las manos vacías, resacosos y frustrados,
pero satisfechos a pesar de todo por haber participado, aunque torpe y pasajeramente,
en un antiguo rito masculino.
Cerca del centro de Lawford, tres casas al norte del ayuntamiento y situados en un
solar grande y llano, hay un par de edificios discordantes, un enorme y centenario
establo reformado de color azul pizarra y al lado un remolque gigantesco con un
techo de dieciocho metros también azul. Ambas construcciones están rodeadas de
media hectárea de asfalto, como arrojadas desde un helicóptero en medio del
aparcamiento de un centro comercial. Ahí es donde vive y atiende su negocio Gordon
LaRiviere, perforador de pozos y único triunfador de Lawford, sin contar a los que se
marcharon, pese a que el lema escrito en cada uno de sus vehículos y edificios dice
así: COMPAÑÍA LARIVIERE. ¡LO NUESTRO ES IR AL HOYO!
La historia de LaRiviere también se contará a su debido tiempo, pero en este
preciso momento, aún temprano en la víspera de Halloween, imaginemos a seis
adolescentes, cuatro chicos y dos chicas, detrás del establo azul de LaRiviere —su
combinación de oficina, taller, garaje y almacén—, maniobrando a oscuras en el
huerto, un terreno cuidadosamente trazado y mantenido, la mitad cubierto con
plástico negro para protegerlo del frío y la otra mitad con tallos de maíz
completamente secos, tomateras muertas y desparramados sarmientos de calabazas
aún sin recoger. Los adolescentes beben cervezas grandes y ríen entre ásperos
susurros mientras despojan las pocas calabaceras de los escasos frutos que quedan.
Lo sé porque yo también lo hice, no en el campo de calabazas de LaRiviere, sino en
otro. Y lo hice imitando a mi hermano Wade, que a su vez se limitó a seguir el
ejemplo de otro hermano mayor, de dos hermanos.
Pronto se incorporan y salen corriendo atropelladamente con latas de cerveza y
calabazas al fondo de la casa de LaRiviere —imposible llamarlo remolque porque
tiene cimientos sólidos, contraventanas, porche techado, chimenea—, precipitándose
hacia la carretera, que siguen a lo largo un trecho hasta donde los espera otro chico en
un Chevrolet de hace diez años con dos tubos de escape gorgoteando.
Los ladrones se amontonan en el coche con sus calabazas, riendo estúpidamente a
grandes carcajadas que el frío aire de la noche lleva ahora hacia la casa de LaRiviere,
y el chico que conduce quita el freno de mano y salta de la cuneta de grava a la
carretera, quemando llanta al entrar en el asfalto, dando tumbos en dirección al
ayuntamiento, pasándolo a toda velocidad mientras los demás exhiben sus risitas
tontas por las ventanillas y hacen un corte de mangas a un grupo de adultos reunidos
frente al ayuntamiento con niños disfrazados.
La mayoría de los adultos dejan de hablar y de moverse y lanzan severas miradas
al viejo Chevrolet. En cosa de segundos el coche dobla la pronunciada curva al otro
extremo del pueblo y se pierde de vista. La gente reunida frente al ayuntamiento
titubea un momento, como esperando oír un choque, y luego vuelve a lo que estaba
haciendo.
Siguiendo en dirección norte, más allá del ayuntamiento, de las tres iglesias de la
Plaza —congregacionista, baptista y metodista— y de la casa de Alma Pittman, de
cuya sombría puerta ya hace mucho que se han retirado Pearl Diehler y sus hijos, a lo
largo de la Route 29 había unas cuantas casas dispersas con las luces del porche
todavía encendidas para los rezagados en pedir las golosinas, niños cuyos padres
habían prolongado la sobremesa bebiendo y discutiendo demasiado para llevarlos al
pueblo a tiempo de ir con los demás. A esas horas sólo podían sumarse a un
contingente de chicos mayores y más ambiciosos que no pararían hasta que ya nadie
les abriera la puerta, momento en que iniciarían su más seria tarea de la noche, el
motivo principal de su salida: la jubilosa destrucción de la propiedad privada. Tenían
intención de cortar cuerdas de tender, romper ventanas, pinchar ruedas y abrir grifos
exteriores para que se secaran los pozos y se quemara el motor de las bombas.
En las afueras del pueblo está la gasolinera Shell de Merritt, una construcción
cuadrada, cerrada, oscura, con piezas de automóviles desperdigadas por el recinto
como escombros tras un ataque terrorista. Aquella noche, una tenue luz procedente de
una ventana trasera indicaba que aún quedaba alguien en la oficina; Merritt no, desde
luego, pues, como siempre, se había ido pronto a casa, a las seis, y en ese momento se
encontraba en el ayuntamiento asistiendo a la fiesta anual en su calidad de concejal.
Lo más probable era que se tratase del mecánico, Chick Ward, que hojeaba
parsimoniosamente, como un monje estudiando las Sagradas Escrituras, una revista
pornográfica sueca que suele ocultar bajo la alfombra del maletero del coche, un
Trans Am púrpura que Merritt le permite arreglar en el garaje después del trabajo.
Esta noche, con el ceño fruncido por la atención, fuma un cigarrillo, da un trago de
cerveza, vuelve la página, pasando de una a otra contorsión rosada, y empieza a
examinar la siguiente. Pone la lata de cerveza en el suelo y se pasa la mano por la
ingle, hacia atrás y hacia adelante, como si acariciase la cabeza de un perro dormido.
Más allá de la gasolinera, los habitantes de las últimas casas del pueblo ya han
apagado las luces del porche, señal para los pedigüeños de que la noche está a punto
de acabar. En la carretera sólo queda un reducido grupo de niños disfrazados con
trajes de confección casera, hermanos y primos del barrio de Hoyt, una colonia de
cabañas junto al río construidas entre los restos de una fábrica abandonada. Van por la
cuneta, engullendo el botín, arrebatando de vez en cuando una manzana o una
golosina de la bolsa de otro —un asalto brusco, una patada, un grito; luego, una
carcajada—, mientras siguen carretera abajo camino del pueblo y de la fiesta.
Un kilómetro y medio más allá de los niños de Hoyt, a la derecha, donde la Route
29 tuerce bruscamente hacia el este, se pasa por el restaurante de Wickham. Aún está
abierto, pero Wickham y la camarera, Margie Fogg, se disponen a cerrar. Wickham,
un hombre moreno y delgado con un bigote largo y húmedo, se sirve en la cocina tres
dedos de vodka Old Mr. Boston en un vaso de refrescos y se lo bebe en dos tragos;
luego contempla atentamente el amplio y redondo trasero de Margie Fogg, que
rellena los servilleteros del mostrador.
Desde el restaurante de Wickham hasta Littleton, prácticamente todo el camino en
dirección norte está lleno de espeso bosque a ambos lados de la carretera, y el río
Minuit discurre en la oscuridad desviándose al oeste. Arriba, el cielo es una estrecha
banda de color violeta oscuro, y desde la carretera no se ven edificios ni en el bosque
ni en el río, a excepción del Toby’s Inn, a unos cinco kilómetros del pueblo en la
Route 29, por el lado del río. Toby’s es una deteriorada granja de dos pisos que fue
transformada en hostal cuando se inauguró la línea de viajeros de Littleton a Concord
hacia la década de 1880, y ahora funciona como bar de carretera con habitaciones de
alquiler. Esta noche hay en el aparcamiento de Toby’s menos de los habituales diez o
doce coches y camionetas de la localidad, y un número sorprendentemente grande de
vehículos de otros estados; sorprendente hasta que se recuerda que mañana, primero
de noviembre, es el primer día de la temporada de caza mayor.
Ilustración: Jean Honoré Fragonard