lunes, 22 de diciembre de 2025

El hermano de Cristo (Aleksandr Afanasiev)






Un campesino tenía un hijo muy bueno y muy religioso. Un día, el hijo le pidió permiso para peregrinar. Anduvo y anduvo, y llegó hasta una casita donde un anciano oraba arrodillado. Se pusieron juntos delante de los iconos, y rezaron durante mucho tiempo.


Al terminar sus oraciones, el anciano le dijo que se hermanaran. Así lo hicieron. Luego, se despidieron y cada uno se fue por su camino. En cuanto el hijo del campesino regresó, el padre decidió casarlo.


—No quiero casarme, padre mío —dijo—. Permíteme servir el resto de mi vida a Dios.


Pero el Padre no quería ni oír hablar de aquello. Le buscó una novia, pidió la mano y le ordenó a su hijo casarse. El hijo reflexionó y se marchó de casa. Anduvo durante algún tiempo, y se encontró con el anciano con quien se había hermanado. El anciano lo llevó a su jardín. Al hijo del campesino le pareció que había estado allí unos tres minutos. Pero, cuando regresó a su pueblo, vio que todo había cambiado. Preguntó al sacerdote dónde estaba la antigua iglesia, y dónde se encontraba la gente que vivía antes allí. Especialmente, preguntó por la novia que fue abandonada por su novio en el altar. El sacerdote cogió los libros de la iglesia, los miró y dijo:


—Eso fue hace unos trescientos años.


Después interrogó al hijo del campesino: quién era, de donde había venido. Y, cuando estuvo enterado de todo, ordenó a sus sacristanes que se prepararan para servir la misa:


—Este hombre —dijo— es el hermano de Cristo.


Cuando la misa estaba a punto de terminar, el hijo del campesino empezó a perder tamaño, hasta desaparecer en el momento en que la misa terminó.





Ilustración: Pompeo Batoni


domingo, 21 de diciembre de 2025

Nieve silenciosa, nieve secreta (Conrad Aiken)

 





1


Por qué tuvo que suceder precisamente, o por qué tuvo que suceder exactamente cuando tuvo lugar, era algo a lo que no podía responder, y que quizá tampoco se había preguntado. Ante todo, se trataba de un secreto, de algo que había que esconder celosamente de la madre y del padre; y a este hecho en sí se debía en gran parte el deleite. Era como una chuchería extrañamente bella para llevar, sin hablar de ella, en el bolsillo del pantalón —un sello curioso, una moneda antigua, unos diminutos eslabones de oro hallados pisoteados y deformados en el camino del parque, una piedrecita de calcedonia roja, una concha que se destacaba de las demás por una mancha o una raya infrecuente —y, como si se tratara de algo así, él experimentaba esa cálida y persistente sensación, ese sentimiento cada vez más hermoso, de llevar consigo aquella posesión a todas partes. Tampoco era sólo una sensación de posesión, era también una sensación de protección. Era como si, de alguna mágica manera, su secreto le diera una fortaleza, un muro detrás del cual podía escapar hacia un aislamiento celestial. Eso fue casi la primera cosa que él notó —aparte de la rareza de la cosa en sí misma— y era eso lo que ahora, una vez más, por quincuagésima vez, se le ocurría pensar mientras estaba sentado en el aula. Era la media hora de la clase de geografía. Con un dedo y lentamente, la señorita Buell daba vueltas a un globo terráqueo enorme que había colocado en su escritorio. Los continentes verdes y amarillos pasaban y volvían a pasar, se formulaban preguntas y los alumnos respondían, y ahora la niña sentada delante de él, Deirdre, la que tenía una extraña y pequeña constelación de pecas en la nuca, exactamente como la Osa Mayor, se ponía en pie y le respondía a la señorita Buell que el ecuador era la línea que recorre la tierra por la mitad.


La cara de la señorita Buell —vieja, pero afable, con unos rizos canosos y rígidos a ambos lados de las mejillas, y unos ojos que nadaban brillantemente, como dos pececillos, detrás de los gruesos lentes— se arrugó más aún en una sucesión de mohines aguantando la risa.


—¡Ah! Ya veo. La tierra lleva puesto un cinturón, o una faja. ¡O quizá alguien dibujó una línea alrededor de ella!


—Oh, no…, eso no…, quiero decir que…


Él no participó en la risotada general, o sólo un poquito. Pensaba en las regiones árticas y antárticas que, por supuesto, en el globo, eran blancas. La señorita Buell les hablaba ahora de los trópicos, las junglas, el calor vaporoso de los pantanos ecuatoriales, donde los pájaros y las mariposas, y hasta las serpientes, eran como joyas vivientes. Mientras escuchaba estas cosas, ya con la sensación agradable de estar haciendo un esfuerzo a medias, interpuso su secreto entre él y las palabras. ¿De veras era un esfuerzo? Porque un esfuerzo sugería algo voluntario, y quizá incluso algo que uno hacía sin querer especialmente; mientras que esto era evidentemente placentero, y llegaba casi por sí solo. Lo único que tenía que hacer era pensar en aquella mañana, la primera, y luego en todas las demás…


¡Pero todo era tan absurdamente sencillo! Equivalía a tan poco. No era nada, sólo una idea —y precisamente ¿por qué tenía que haberse convertido en algo tan maravilloso, tan permanente?: eso era un misterio—, un misterio muy agradable, es cierto, pero también divertidamente tonto. Y no obstante, sin dejar de escuchar a la señorita Buell, quien ya estaba por la zona templada del norte, deliberadamente evocó el recuerdo de aquella primera mañana. Sucedió al poco de despertarse, o quizá en el mismo momento del despertar. Pero, precisando, ¿había de verdad un momento exacto? ¿Se despierta uno de golpe? ¿O es algo gradual? De todas maneras, fue una mañana de diciembre, después de extender una mano perezosa hacia la cabecera de la cama, después de bostezar y de haberse vuelto a arrebujar entre sus mantas calientes, de lo más agradecido de que aquello hubiera sucedido. De repente, sin venir a cuento, pensó en el cartero, se acordó del cartero. Quizá no había nada raro en eso. A fin de cuentas, escuchaba al cartero todas y cada una de las mañanas de su vida: podía oír sus pesadas botas pisando fuerte, dando la vuelta en la esquina, en la cima de la pequeña calle en forma de colina adoquinada, y luego —progresivamente más cercanos, progresivamente más resonantes— los dos aldabonazos que daba en cada puerta, cruzando y volviendo a cruzar la calle, hasta que por fin los torpes pasos llegaban trastabillando hasta su propia puerta, y, con ellos, el tremendo aldabonazo que estremecía la casa.


(La señorita Buell decía: «Extensos trigales en Norteamérica y en Siberia».


Deirdre, de momento, se había llevado la mano izquierda a la nuca.) Pero aquella mañana en particular, la primera mañana, mientras se quedaba allí tumbado, con los ojos cerrados, por alguna razón había esperado al cartero. Había querido oírle dar la vuelta a la esquina. Y precisamente eso era lo curioso: nunca lo hizo. Nunca dio la vuelta a la esquina. Porque cuando por fin sí oyó los pasos, estaba seguro de que ya procedían de un poco más abajo de la cima de la colina, a la altura de la primera casa; y aun así, curiosamente los pasos sonaban distintos: más suaves, con un nuevo secreto, apagados y confusos; y a pesar de que el ritmo era el mismo, ahora decían cosas nuevas: decían paz, decían lejanía, decían frío, decían sueño. Y él comprendió la situación enseguida —nada le hubiera podido parecer más simple—: había nevado durante la noche, tal como él había deseado todo el invierno, y eso era lo que había hecho inaudibles los primeros pasos del cartero, y lo que amortiguaba los que venían después. ¡Por supuesto! ¡Qué bonito! E incluso ahora debía de estar nevando —iba a ser un día nevado—, las largas y desiguales ráfagas blancas ventiscaban esparciéndose a lo largo de la calle, pasando por las fachadas de las viejas casas, susurrando e imponiendo silencio, formando pequeños triángulos de blancura en las esquinas, entre los adoquines, revoloteando un rato, cuando el viento las soplaba a ras de suelo hasta un rincón donde se amontonaba la nieve; y así estaría acumulándose durante todo el día, cada vez más profunda y silenciosa.


(La señorita Buell dijo: «La tierra de la nieves perpetuas».) Durante todo este tiempo, por supuesto (mientras permanecía en la cama), había mantenido los ojos cerrados, escuchando la progresión cada vez más cercana del cartero, los pasos apagados golpeando y resbalando en los adoquines alfombrados de nieve; y todos los demás sonidos —los aldabonazos dobles, una o dos voces heladas y lejanas, un timbre sonando débil y bajo, como si estuviera debajo de una lámina de hielo— tenían esa misma propiedad ligeramente abstraída, como si estuvieran separados de la realidad por un grado, como si todo en el mundo hubiera quedado aislado por la nieve. Pero cuando por fin, agradecido, abrió los ojos, y los dirigió hacia la ventana, para ver ese milagro tan largamente anhelado y ahora tan claramente imaginado, lo que vio fue la luz del sol fulgurando sobre un tejado; y cuando, asombrado, saltó de la cama y miró hacia abajo, a la calle, esperando ver los adoquines sepultados por la nieve, no vio sino los propios adoquines brillantes y desnudos.


Fue extraño el efecto que esta sorpresa extraordinaria produjo en él; durante toda la mañana tuvo la sensación de que la nieve caía a su alrededor, una nueva y secreta mampara de nieve entre él y el mundo. Si no había soñado aquello, entonces ¿cómo podía haberlo soñado mientras estaba despierto?… ¿De qué otra forma podría explicarlo? De todos modos, la alucinación había sido tan vívida como para afectar toda su conducta. Ahora no podía recordar si fue la primera o la segunda mañana —


¿o acaso la tercera?— cuando su madre le llamó la atención por ciertos detalles de su comportamiento.


—Pero, cariño —le había dicho en la mesa mientras desayunaban—, ¿qué te pasa? No parece que estés escuchando…


¡Y con cuánta frecuencia eso mismo había sucedido a partir de entonces!


(La señorita Buell preguntaba ahora si alguien sabía la diferencia entre el polo norte y el polo magnético. Deirdre levantó una temblorosa mano morena, y él pudo ver los cuatro hoyitos que marcaban los nudillos.)


Quizá no había sido ni la segunda ni la tercera mañana, ni siquiera la cuarta o la quinta. ¿Cómo podía estar seguro? ¿Cómo podía estar seguro de cuándo exactamente la deliciosa progresión había devenido tan clara? ¿Justo cuando todo realmente había empezado? Los intervalos no eran muy precisos… Sólo sabía que en algún momento —quizá el segundo día, quizá el sexto— había notado que la presencia de la nieve era un poco más insistente, su sonido más nítido; y que, a la inversa, el sonido de los pasos del cartero se volvía más indistinto. No sólo no podía escuchar los pasos dando la vuelta a la esquina, ni siquiera podía oírlos en la primera casa. Los oía venir desde más abajo de la primera casa; y luego, unos días más tarde, desde más abajo de la segunda casa; y unos días después, más abajo de la tercera. Poco a poco, la nieve se volvía más tenaz, el susurro de su revoloteo aumentaba, los adoquines eran cada vez más sordos. Cuando cada mañana —al asomarse a la ventana, después del ritual de escuchar— descubría que los tejados y los adoquines estaban tan descubiertos como siempre, no le importaba. Después de todo, ya se lo esperaba. Incluso eso era lo que le gustaba, lo que le recompensaba: la cosa era suya, no pertenecía a nadie más.


Nadie conocía su secreto, ni siquiera su madre ni su padre. Allí fuera estaban los adoquines desnudos; y, aquí dentro, la nieve. La nieve que se volvía cada vez más tenaz con el paso de los días, amortiguando el mundo, ocultando lo feo, y —sobre todo— desvaneciendo cada vez más los pasos del cartero.


—Pero, cariño —le dijo ella mientras almorzaban—, ¿qué te pasa? No parece que escuches cuando la gente te habla. Ésta es la tercera vez que te pido que me alcances tu plato…


¿Cómo podría explicarle aquello a su madre o a su padre? Por supuesto, no había nada que hacer al respecto: nada. Lo único que podía hacer era reírse desazonadamente, fingiendo estar un poco avergonzado, pedir disculpas, e interesarse repentina, y no del todo sinceramente, por lo que estaban haciendo o diciendo en la mesa: que si el gato se había quedado fuera toda la noche, que si tenía una curiosa hinchazón en la sien izquierda —quizá alguien le había dado una patada o una pedrada—, que si la señorita Kempton venía o no venía a tomar el té; que si iban a limpiar la casa —o a «ponerla patas arriba»— el miércoles en vez del viernes; que si le iban a regalar una lámpara nueva para que estudiara por las noches —quizá era la vista cansada lo que explicaba aquel nuevo despiste suyo tan peculiar—; la madre le miraba divertida mientras decía esto, pero al mismo tiempo dejaba traslucir otra emoción. ¿Una lámpara nueva? Una lámpara nueva. Sí, madre. No, madre. Sí, madre.


La escuela iba bien. La geometría es muy fácil. La historia es muy aburrida. La geografía es muy interesante, particularmente cuando lo lleva a uno al polo norte.


¿Por qué el polo norte? Oh, pues, sería divertido ser explorador. Ser otro Peary o un Scott o un Shackleton. Y entonces, abruptamente, descubrió que ya no sentía interés por la charla, miró el pudín en su plato, escuchó, esperó, y de nuevo empezó: ¡ah, qué maravilloso era también al principio oírla o sentirla!, porque… ¿de veras podía oírla?


¿Podía oír la nieve silenciosa, la nieve secreta?


(La señorita Buell les hablaba de la búsqueda del paso del Noroeste, de Hendrik Hudson, del Half Moon.)


De hecho, aquél era el único aspecto perturbador de la nueva experiencia: el hecho de que tan a menudo provocara esa especie de mudo —y hasta conflictivo—


malentendido con sus padres. Era como si intentara vivir una doble vida. Por una parte, tenía que ser Paul Hasleman, y aparentar ser esa persona —lavarse, vestirse y responder de manera inteligente cuando alguien le hablaba—; y, por otra, tenía que explorar ese nuevo mundo que se había abierto ante él. Tampoco cabía ninguna duda


—ni la más mínima duda— de que el nuevo mundo era el más profundo y maravilloso de los dos. Era irresistible. Era milagroso. Simple y llanamente su belleza iba más allá de cualquier cosa —más allá tanto del lenguaje como del pensamiento—, era algo absolutamente inefable. Pero, entonces, ¿cómo iba a mantener el equilibrio entre esos dos mundos de los que era constantemente consciente? Tenía que levantarse, tenía que bajar a desayunar, tenía que hablar con su madre, ir a la escuela, hacer sus deberes, y, en medio de todo eso, tratar de no parecer demasiado tonto. Pero si durante todo ese tiempo también trataba de deleitarse con aquella otra existencia tan distinta, de la que difícilmente (por no decir en modo alguno) se podía hablar…,


¿cómo se las iba a arreglar? ¿Cómo iba a explicarlo? ¿Estaba seguro de poderlo explicar? ¿No resultaría absurdo? ¿No equivaldría sencillamente a meterse en una especie de oscuro lío?


Estas ideas iban y venían, iban y venían, tan suave y clandestinamente como la nieve; no eran precisamente un trastorno, a lo mejor hasta eran placenteras; a él le gustaba rumiarlas; casi podía palparlas, acariciarlas con la mano, sin cerrar los ojos, y sin dejar de ver a la señorita Buell y el aula y el globo terráqueo y las pecas en la nuca de Deirdre; sin embargo, en cierto sentido sí dejaba de ver, o dejaba de ver el mundo exterior evidente, sustituyéndolo por esa visión de la nieve, por el sonido de la nieve, y la aproximación lenta, casi inaudible, del cartero. Ayer los pasos del cartero se dejaron oír sólo a la altura de la sexta casa; la capa de nieve era ahora mucho más profunda, los copos caían más rápidamente y con más fuerza, el rumor de su revoloteo era más claro, más tranquilizador, más persistente. Y esta mañana —según sus cálculos— los pasos del cartero se habían dejado oír poco antes de llegar a la séptima casa, quizá sólo uno o dos pasos antes: como mucho, había escuchado dos o tres pasos antes de que sonara el aldabonazo… Y a medida que se reducía la esfera, mientras más se acercaba el límite donde por primera vez el cartero se tornaba audible, resultaba extraño cuánto más bruscamente se incrementaba la cantidad de ilusión que tenía que poner en los asuntos ordinarios de la vida cotidiana. Cada día era más difícil salir de la cama, asomarse a la ventana, mirar a la calle, como siempre, perfectamente vacía y sin nieve. Cada día era más arduo cumplir con la elemental rutina de saludar a la madre o al padre en el desayuno, responder a sus preguntas, recoger sus libros e ir al colegio. Y en la escuela, cuán extraordinariamente difícil resultaba conciliar exitosa y simultáneamente la vida pública con la otra vida que era un secreto. A ratos deseaba hablarles a todos del asunto, realmente suspiraba por hacerlo, por soltarlo en una explosión, pero inmediatamente experimentaba una sensación lejana, como de una vaga absurdidad inherente a todo aquello —pero…


¿ era absurdo?— y, más importante aún, experimentaba un misterioso sentimiento de poder en su afán de clandestinidad. Sí: aquello había que mantenerlo en secreto. Eso estaba cada vez más claro. Mantenerlo en secreto a toda costa, pese a quien pese y duela a quien duela…


(La señorita Buell le miró directamente, y dijo sonriendo: «¿Qué tal si le preguntamos a Paul? Estoy segura de que Paul saldrá de su ensueño el tiempo necesario para darnos la respuesta. ¿No es verdad, Paul?». Él se levantó de la silla, apoyando una mano en el pupitre tersamente barnizado, y deliberadamente traspasó la nieve con su mirada para ver la pizarra. Era un esfuerzo, pero casi le divirtió hacerlo. «Sí», dijo lentamente, «era lo que ahora llamamos el río Hudson. Él creyó que era el paso del Noroeste. Estaba decepcionado.» Se sentó de nuevo, y mientras lo hacía, Deirdre se volvió en su silla y le regaló una sonrisa tímida, de aprobación y de admiración.)


Pese a quien pese, y duela a quien duela.


Esta parte del asunto era extraña, muy extraña. Su madre era muy simpática, y también lo era su padre. Sí, todo eso era verdad. Él quería ser simpático con ellos, contarles todo, y no obstante, ¿de verdad era tan malo él por querer tener un lugar secreto para sí solo?


La noche anterior, a la hora de ir a la cama, su madre le había dicho: «Si esto sigue así, querido, tendremos que llamar al médico, ¡sí, señor! No podemos permitir que nuestro hijo…». Pero ¿qué era lo que había dicho a continuación?: «¿…que nuestro hijo viva en otro mundo?» o «¿…que viva tan alejado?». Había usado la palabra «alejado», de eso estaba seguro, y entonces su madre había cogido una revista y se había reído un poco, pero con una expresión que no era alegre. Y él sintió lástima por ella…


El timbre sonó señalando el final de la clase. El sonido le llegó como a través de largos y curvados paralelos de nieve cayendo. Vio levantarse a Deirdre, y él también se levantó, casi al mismo tiempo, pero no tan pronto como ella.


2


En el camino de vuelta a casa, que era eterno, le gustaba ver a través del acompañamiento o del contrapunto de la nieve los detalles meramente externos del recorrido. Había muchas clases de ladrillos en las aceras, y puestos de muy diversas maneras. Las cercas de los jardines también eran distintas, unas hechas con estacas de madera, otras de yeso, otras de piedra. Las ramitas de los arbustos se derramaban sobre los muros; los capullos invernales de las lilas, duros y verdes, con tallos grises, gruesos y con vainas; otras ramas eran muy delgadas y finas y negras y estaban desecadas. Los gorriones manchados se apiñaban en los arbustos, y sus colores eran tan desteñidos como las frutas muertas que quedaban en los árboles sin hojas. Un solo estornino chilló en una veleta. En el arroyo de la calle, al lado de una alcantarilla, había un trozo de periódico rasgado y mugriento, atrapado en un pequeño delta de suciedad: la palabra ECZEMA apareció en mayúsculas y, debajo de ella, una carta de la señora Amelia D. Cravath, 2100 Pine Street, Fort Worth, Texas, especificando que después de sufrir durante años, se había curado con el ungüento Caley. En el pequeño delta, al lado del continente de fango marrón en forma de abanico y profundamente surcado por numerosos riachuelos, había unas ramitas extraviadas, caídas de la planta madre, una cerilla con la cabeza carbonizada, el erizo mohoso de un castaño de Indias, una pequeña concentración de grava centelleante en el borde del sumidero, un fragmento de cáscara de huevo, una raya de serrín amarillo que estuvo mojado y ahora estaba seco y congelado, una piedrecita de color marrón y una pluma rota. Más allá, había una acera de cemento, dividida en paralelogramos geométricos, con un placa de latón conmemorativa incrustada en un extremo, en recuerdo de los contratistas que la habían hecho, y, atravesando la acera, una desordenada sucesión de huellas de perro, inmortalizadas en la piedra sintética. Conocía muy bien esas huellas, y siempre las pisaba; tapar los hoyitos con su pie siempre le producía un extraño placer; hoy lo hizo una vez más, pero a la ligera, con cierta indiferencia, pensando todo el tiempo en otra cosa. Hacía mucho tiempo un perro había pisado por descuido el cemento cuando todavía estaba fresco. Probablemente había sacudido la cola, pero esto no había quedado grabado. Ahora, Paul Hasleman, a sus doce años, de camino a casa desde el colegio, atravesaba el mismo río, que entretanto se había congelado y petrificado. Hacia casa a través de la nieve, la nieve que caía en el sol brillante.


¿Hacia casa?


Luego venía la portada con jambas coronadas por sendas piedras en forma de huevo ingeniosamente equilibradas en sus puntas, como si fuera obra de Colón, y argamasadas en el mismo acto de equilibrio: una fuente permanente de asombro. Un poco más allá, en la pared de ladrillos, aparecía rotulada la letra H, supuestamente por algún motivo. ¿H? H.


La boca de incendios verde, con una pequeña cadena pintada de verde, sujetada al tapón metálico de rosca.


El olmo cuya corteza mostraba la gran herida gris en forma de riñón en la que siempre ponía la mano: para sentir la madera fría, pero viva. Estaba convencido de que la herida se debía a los mordiscos de un caballo atado al tronco del árbol. Pero ahora sólo merecía una caricia, una mirada meramente tolerante. Había cosas más importantes. Milagros. Cosas que estaban más allá de las reflexiones acerca de los árboles, de los simples olmos. Más allá de las meditaciones sobre las aceras, las simples piedras, los simples ladrillos, el simple cemento. Incluso más allá de los pensamientos de sus propios zapatos, que pisaban estas aceras de manera obediente, llevando una carga —muy por encima de ellos— de intrincado misterio. Los miró.


No estaban muy bien lustrados; los tenía abandonados, por un buen motivo: formaban parte del creciente cúmulo de dificultades que entrañaba el regreso diario a la vida cotidiana, la lucha de cada mañana. Levantarse, tras haber abierto por fin los ojos, asomarse a la ventana y descubrir que no hay nieve, lavarse, vestirse, bajar la escalera siguiendo sus curvas para desayunar…


Sin embargo —pese a quien pese y duela a quien duela—, tenía que perseverar en la ruptura, ya que así lo exigía la inefabilidad de la experiencia. Por supuesto, era conveniente ser amable con la madre y con el padre, especialmente teniendo en cuenta que parecían tan preocupados, pero también era preciso ser resuelto. Si decidían —como parecía probable— llamar al médico, el doctor Howells, y pedirle que examinara a Paul, que auscultara su corazón usando una especie de dictáfono, sus pulmones, su estómago, pues eso estaba bien. Se sometería al chequeo. También contestaría a sus preguntas: ¿acaso con respuestas que ellos no esperarían? No. Eso nunca estaría bien. Porque el mundo secreto había que preservarlo, a toda costa.


La casita de los pájaros en el manzano estaba vacía: no era la época de reyezuelos. La negra abertura redondeada que hacía las veces de puerta había perdido su encanto. Los reyezuelos disfrutaban de otras casas, de otros nidos, de otros árboles más remotos. Pero ésta era también una noción que consideraba sólo vaga y superficialmente, como si, de momento, se conformara con rozarla; había algo más allá, algo que ya asumía una importancia más trascendental; que ya le tentaba con guiños seductores, encandilando también los recovecos de su mente. Era curioso que a pesar de desear y esperar tanto aquello, se regodeara en aquel devaneo pasajero con la pajarera en forma de casa, como si pospusiera y enriqueciera deliberadamente el placer que se avecinaba. Sabía que se estaba retrasando, era consciente de su risueña y desinteresada —y ahora casi incomprensiva— mirada dirigida a la pequeña casita de los pájaros; sabía lo que iba a mirar después: su propia calle, la colina adoquinada, su propia casa, el riachuelo al pie de la colina, la tienda de comestibles con el hombre de cartón en la ventana; y ahora, pensando en todo esto, volvió la cabeza —todavía sonriendo— rápidamente a izquierda y a derecha, mirando a través de la luz del sol impregnada de nieve.


Y, como había previsto, la neblina de la nieve todavía estaba en la luz: un fantasma de nieve cayendo en la brillante luz solar, flotando suave y constantemente, dando vueltas y haciendo pausas, encontrándose silenciosamente con la nieve que tapaba, como con un espejismo transparente, los brillantes adoquines desnudos.


Amaba la nieve, se quedó quieto, adorándola. Su belleza lo paralizó; más allá de toda palabra, de toda experiencia, de todo sueño. Aquello no se podía comparar con ninguno de los cuentos de hadas que había leído: ninguno le había dado aquella extraordinaria combinación de etérea hermosura con algo más, un no sé qué inenarrable, casi imperceptible y deliciosamente aterrador. ¿Qué era aquello?


Mientras pensaba en ello, miró hacia arriba, a la ventana de su habitación, que estaba abierta, y fue como si hubiera mirado directamente dentro de la habitación y se viera a sí mismo tumbado en la cama, medio despierto. Allí estaba: en aquel preciso instante aún estaba allí, acaso de verdad…, más verdaderamente allí que de pie aquí, en la acera de la calle-colina adoquinada, haciendo pantalla con una mano para protegerse los ojos del resplandor de la nieve solar. ¿De verdad había salido alguna vez de su habitación en todo aquel tiempo, desde aquella primera mañana? ¿No sería que todavía toda la progresión estaba verificándose allí, no sería que todavía estaba en aquella primera mañana y aún no se había despertado del todo? Incluso era posible que el cartero aún no hubiera llegado para dar la vuelta a la esquina…


Esta idea le divirtió, y cuando se le ocurrió, automáticamente levantó la cabeza para mirar la cima de la colina. Por supuesto, allí no había nada, nada ni nadie. La calle estaba vacía y silenciosa. Y ya que estaba desierta, se le antojó contar las casas: una cosa que, por extraño que parezca, nunca antes se le había ocurrido hacer. Por supuesto, sabía que no había muchas casas —o sea, no había muchas en la acera donde estaba su casa, que eran las que figuraban en la marcha del cartero— y, no obstante, le produjo una especie de sorpresa descubrir que había exactamente seis más arriba de su casa; su casa era la séptima.


¡Seis!


Asombrado, contempló su propia casa —miró la puerta con el número trece— y entonces se dio cuenta de que todo aquello ya debería saberlo exacta, lógica y absurdamente. De todos modos, advertirlo le produjo abruptamente —incluso un poco sobrecogedoramente— una sensación de premura. Se sintió urgido…, lo apremiaban. Porque —frunció el ceño— no podía estar equivocado: era justo encima de la séptima casa, su propia casa, donde el cartero se había tornado audible por primera vez esta mañana. Pero, de ser así —en ese caso—, ¿quería decir que mañana no escucharía nada? El golpe de aldaba que había oído debió de ser el golpe llamando a su propia puerta. ¿Significaba eso —y esta idea lo dejó realmente sorprendido—


que nunca volvería a escuchar al cartero?… ¿Que mañana por la mañana el cartero ya habría pasado por la casa, andando por una capa de nieve para entonces tan profunda que sus pasos resultaran totalmente inaudibles? ¿Se acercaría por la calle nevada tan silenciosamente, tan clandestinamente, que él, Paul Hasleman, allí tumbado en la cama, no se despertaría a tiempo, o que, al despertarse, no habría escuchado nada?


Pero aquello era imposible, a menos que la aldaba estuviera cubierta de nieve,


¿congelada, quizá?… Pero, en ese caso…


Fue presa de un vago sentimiento de frustración, de una vaga tristeza, como si sintiera que le privaban de algo que había anhelado durante mucho tiempo, algo muy valioso. Después de todo aquello, de toda esa hermosa progresión, del lento y delicioso avance del cartero por la nieve silenciosa y secreta, los aldabonazos sonando cada día y cada vez más cercanos, y los pasos acercándose más y más, el perímetro acústico del mundo reduciéndose, reduciéndose, reduciéndose día tras día, a medida que la nieve se adueñaba de todo sosegada y maravillosamente, acumulándose en capas cada vez más profundas…, ¿después de todo eso iba a verse frustrado en la única cosa que tanto deseaba: poder contar, como fuera, los últimos dos o tres pasos solemnes, cuando por fin se aproximaban a su propia puerta? ¿Al final todo iba a suceder tan súbitamente? ¿O en realidad ya había sucedido? ¿Habría tenido lugar sin ninguna lenta y sutil gradación de amenaza con la que pudiera deleitarse?


De nuevo miró hacia arriba, hacia su ventana que destellaba al sol: y esta vez lo hizo casi con la convicción de que sería mejor si estuviera en la cama, en aquella habitación; porque en tal caso significaría que aún debía de ser la primera mañana, y, por tanto, quedarían seis mañanas más por venir; o bien podrían ser siete, ocho o nueve —¿cómo iba a saberlo?— o incluso más.


3


Después de cenar, comenzó la inquisición. De pie frente al doctor, bajo la lámpara, se sometió en silencio a los ruidos sordos y a los golpecitos rutinarios.


—Ahora, por favor, di «¡Ah!».


—¡Ah!


—Ahora, otra vez, por favor, si no te importa.


—Ah.


—Dilo lentamente y prolóngalo, si puedes…


—Ah-h-h-h-h-h…


—Bien.


Qué tonto era todo aquello. ¡Como si tuviera algo que ver con su garganta! ¡O


con su corazón, o sus pulmones!


Relajando la boca, cuyas comisuras le dolían después de todos esos estiramientos absurdos, evitó la mirada del doctor y volvió los ojos a la chimenea, más allá de los pies de su madre (unas zapatillas grises) sobresaliendo de un sillón verde, y de los pies de su padre (unas zapatillas marrones) primorosamente posadas, unas al lado de las otras, en la alfombra.


—Mmm. Desde luego, aquí no hay nada anormal…


Sentía los ojos del doctor clavándose en él, y, sólo por educación, le devolvió la mirada, pero con una sensación de evasión justificable.


—Ahora, jovencito, dime… ¿te sientes bien?


—Sí, señor, muy bien.


—¿Ningún dolor de cabeza? ¿Mareos?


—No. Creo que no.


—Vamos a ver. Vamos a coger un libro, si no te importa…, sí, gracias, ése servirá a las mil maravillas…, y ahora, Paul, me gustaría que lo leyeras, sujetándolo como lo harías normalmente…


Paul cogió el libro y leyó:


—«Y otro elogio tengo para ésta, nuestra ciudad madre, el regalo de un gran dios, gloria de la tierra más alta; el poderío de los caballos, el poder de los potros, la potencia del mar… Porque vos, hijo de Cronos, nuestro señor Poseidón, habéis entronizado en ella este orgullo, ya que en estas calles mostrasteis por primera vez el freno que doma el furor de los corceles. Y el remo bien proporcionado, apto para las manos del hombre, adquiere una velocidad prodigiosa en el mar, siguiendo a las Nereidas de cien pies… Oh, tierra elogiada por encima de todas las tierras, ahora es el momento de que esos brillantes elogios se conviertan en hechos».


Se calló, vacilante, y bajó el pesado libro.


—No…, como había pensado…, desde luego no hay ninguna evidencia de que tenga la vista cansada.


El silencio se agolpó en la habitación, y se sintió escudriñado por las tres personas que lo rodeaban…


—Podríamos examinarle los ojos…, pero creo que no es eso.


—¿Y qué puede ser? —Era la voz de su padre.


—Es sólo ese curioso despiste… —Era la voz de su madre.


En presencia del doctor, ambos parecían avergonzados, como si pidieran disculpas por la conducta de su hijo.


—Yo creo que es algo más. Ahora, Paul…, me gustaría hacerte un par de preguntas. ¿Me las responderás, verdad?… Como sabes, soy un viejo amigo tuyo,


¿verdad? ¡Eso es!…


El médico le dio dos palmadas en la espalda con su mano adiposa y luego le regaló una sonrisa fingidamente amable mientras con la uña rascaba el botón superior de su chaleco. Más allá del hombro del médico estaba el fuego, los dedos de las llamas haciendo prestidigitaciones de luz contra el fondo de la chimenea, la suave crepitación de su aleteo al azar era el único sonido.


—Me gustaría saber una cosa…, ¿hay algo que te preocupa?


De nuevo el doctor sonreía, sus párpados caían sobre las pequeñas pupilas negras, en cada una de las cuales había un diminuto punto blanco de luz. ¿Por qué tenía que responderle? En modo alguno tenía que responderle. «Pese a quien pese, y duela a quien duela»…, pero todo aquello era una lata, esa necesidad de resistencia, esa necesidad de concentración: era como si lo hubieran puesto en un escenario brillantemente iluminado, bajo el gran incendio circular de un reflector; como si no fuera más que una foca amaestrada, o un perro de circo, o un pez sacado de la pecera y sujetado por la cola. Se lo tendrían merecido si él se hubiera limitado a ladrar o a gruñir. ¿Y mientras tanto tenía que perder estas últimas horas tan preciosas, aquellos minutos, cada uno de los cuales era más bello que el anterior, más amenazador…? Se quedó mirando, como desde una gran distancia, los puntitos de luz en los ojos del doctor, su petrificada y falsa sonrisa, y más allá, de nuevo, las zapatillas de su madre y las de su padre, y la suave danza del fuego. Incluso allí, pese a encontrarse entre aquellas presencias hostiles, y en medio de esa luz ordenada, podía ver la nieve, podía escucharla: estaba en los rincones de la sala, donde más profundas eran las sombras, debajo del sofá, detrás de la puerta entreabierta que conducía al comedor. Allí era más ameno y más suave su aletear en el aire, su susurro más silencioso, como si, por respeto al salón, hubiera decidido comportarse «educadamente»; se mantenía fuera de la vista, se eclipsaba, pero diciéndole a las claras: «¡Ah, pero espera! ¡Espera a que estemos solos! ¡Entonces empezaré a contarte algo nuevo! ¡Algo blanco! ¡Algo frío!


¡Algo dormido! ¡Algo que tiene que ver con el cesar, con la paz, y con la larga curva luminosa del espacio! Diles que se vayan. Destiérralos. Niégate a hablar. Déjalos, vete arriba, a tu habitación, apaga la luz y métete en la cama…, yo te acompañaré, yo te estaré esperando, yo te contaré un cuento mucho mejor que el de la pequeña Kay de los patines, o el fantasma de la nieve…, yo rodearé tu cama, cerraré las ventanas, amontonaré un ventisquero contra la puerta, para que nadie jamás vuelva a entrar.


¡Háblales!…». Parecía como si la voz sibilante llegara desde una lenta espiral blanca de copos que caían en un rincón, cerca de la ventana de enfrente…, pero no estaba seguro. Entonces notó que sonreía, y le dijo al médico, pero sin mirarlo, sin dejar de mirar más allá de él:


—Oh, no, creo que no…


—Pero ¿estás seguro, hijo mío? —La voz de su padre sonó suave y fríamente…, el conocido tono de sedosa amonestación…—. No has de responder enseguida, Paul…, recuerda que intentamos ayudarte…, piénsatelo, pues debes estar bien seguro, ¿vale?


Otra vez notó que sonreía ante la idea de estar muy seguro. ¡Qué chistoso! ¡Como si no estuviera seguro de que estar seguro ya no era necesario, y de que todo aquel interrogatorio era una ridícula farsa, una parodia grotesca! ¿Qué podrían saber ellos de aquello? ¿Qué podían entender esas inteligencias vulgares, esas mentes mediocres tan atadas a lo convencional, a lo ordinario? ¡Era imposible contarles nada de aquello! ¿Para qué? ¿Acaso ahora mismo, con la evidencia tan abundante, tan formidable, tan inminente, tan horrorosamente presente allí, en aquella misma habitación, podrían creérselo? ¿Podría incluso su madre creérselo? No…, saltaba a la vista que si decía cualquier cosa acerca de aquello, si hacía la más mínima alusión, ellos se mostrarían incrédulos…, se reirían…, dirían «¡Eso es absurdo!»…, pensarían de él cosas que no eran verdad…


—Pues no, no estoy preocupado…, ¿por qué debería estarlo?


Entonces miró directamente a los párpados caídos del médico, miró primero un ojo y luego el otro, desplazándose desde un puntito de luz hasta el otro, y se echó a reír.


El doctor parecía desconcertado. Empujó la silla hacia atrás, apoyando las regordetas manos blancas en las rodillas. La sonrisa desapareció lentamente de su rostro.


—¡Paul! —dijo, y guardó un grave silencio—. Me temo que no estás tomando esto con la debida seriedad. Creo que quizá no te das cuenta…, no te das cuenta… —


Respiró hondo y rápidamente se volvió hacia los otros, con un gesto de impotencia, como si no tuviera palabras con que expresarse.


Pero tanto la madre como el padre permanecieron callados…, ellos no podían ayudarlo.


—Seguramente sabes, supongo que serás consciente de que… de que no has sido tú mismo últimamente. ¿Acaso no sabes que…?


Era divertido presenciar el esfuerzo renovado del médico por sonreír, su extraño aspecto descompuesto, como de turbación confidencial.


—Me siento bien, señor —dijo, y de nuevo se rió un poco.


—Estamos intentando ayudarte. —El tono del doctor se volvió más severo.


—Sí, señor, lo sé. Pero ¿por qué? Estoy bien. Simplemente estoy pensando, esto es todo.


Su madre se inclinó rápidamente hacia delante, apoyando una mano en el respaldo de la silla del doctor.


—¿Pensando? —dijo—. Pero, cariño…, ¿en qué?


Era un desafío directo… y tendría que salir directamente al paso. Pero antes buscó otra vez en el rincón, cerca de la puerta, como para tranquilizarse. Sonrió de nuevo a lo que vio, a lo que escuchó. La pequeña espiral todavía estaba allí, todavía daba vueltas suavemente, como el fantasma de un gatito blanco persiguiendo el fantasma de una cola blanca, emitiendo susurros apenas perceptibles. ¡Estaba bien!


Bastaría con ser capaz de mantenerse firme, y todo saldría bien.


—Oh, en todo y en nada…, ¡ tú sabes cómo se hace!


—¿Quieres decir… fantaseando?


—¡Oh, no…, pensando!


—Pero… ¿pensando en qué?


—En cualquier cosa.


Se rió por tercera vez, pero esta vez, al mirar la cara de su madre, le espantó ver el efecto que su risa parecía producir en ella. Su boca se había abierto en una expresión de horror… ¡Qué mala suerte! ¡Qué desgracia! Desde luego, él sabía que causaría dolor, pero no se le había ocurrido pensar que la cosa llegaría hasta ese punto. Quizá si… quizá si les diera sólo una pequeñísima pista reluciente…


—En la nieve —dijo.


—¿Qué demonios dices? —Era la voz de su padre. Las zapatillas marrones se acercaron en la alfombra de la chimenea.


—Pero cariño, ¿qué quieres decir? —Era la voz de su madre.


El médico se limitaba a mirarle fijamente.


—Simplemente en la nieve, eso es todo. Me gusta pensar en ella.


—Háblanos de ella, hijo mío.


—Pero eso es todo lo que hay. No hay nada que contar. Vosotros sabéis qué es la nieve.


Esto lo dijo casi enfadado, porque creía que intentaban arrinconarlo. Se volvió a un lado para no tener que seguir frente al doctor, y para ver mejor la pulgada de negrura entre el alféizar de la ventana y la cortina bajada: la fría pulgada de noche deliciosa y tentadora. Enseguida se sintió mejor, más seguro.


—Madre…, ¿ya puedo irme a dormir, por favor? Me duele la cabeza.


—Pero pensaba que habías dicho…


—Acaba de empezarme a doler. ¡Es por culpa de todas estas preguntas…!


¿Puedo, madre?


—Podrás ir cuando termine el doctor.


—¿No te parece que deberíamos entrar en este asunto a fondo y ahora? —Era la voz del padre. De nuevo las zapatillas marrones se acercaron un paso, la voz había adoptado el bien conocido tono de «castigo», resonante y cruel.


—¡Oh, de qué servirá, Norman…!


De pronto, todos se callaron. Y sin mirarles directamente, sabía que los tres le miraban con una intensidad extraordinaria —de hito en hito— como si hubiera hecho algo monstruoso, o como si él mismo fuera una especie de monstruo. Podía escuchar el débil e irregular aleteo de las llamas; el tictac del reloj; a lo lejos, el chisporroteo de dos risas en la cocina, interrumpidas tan súbitamente como habían empezado; el murmullo del agua en la tubería; y después, el silencio que parecía volverse más profundo, extendiéndose, dilatándose como el mundo, ensanchándose como el mundo, haciéndose eterno y sin forma definida, y concentrándose inevitable y minuciosamente, con una concentración lenta y adormilada, pero enorme en todo su poder, en el principio de un nuevo sonido. Él sabía perfectamente en qué se iba a convertir ese nuevo sonido. Podría empezar con un silbido, pero terminaría con un rugido…, no había tiempo que perder…, tenía que escapar. Aquello no debía suceder allí…


Sin decir ni una palabra más, dio media vuelta y subió la escalera corriendo.


4


Llegó por los pelos. La oscuridad ya entraba en largas olas blancas. Un prolongado silbido inundaba la noche —una inmensa furia sin fisuras, de influencia salvaje, la atravesó abruptamente—, un zumbido bajo y frío hizo temblar las ventanas. Cerró la puerta y se quitó la ropa precipitadamente en medio de la oscuridad. El suelo negro y desnudo era como una pequeña balsa sacudida por oleadas de nieve, a punto de irse a pique, ora emblanquecidamente hundida, ora saliendo a flote de nuevo, zozobrando entre espirales ondulantes de plumas. La nieve se reía: de todas partes le llegaba su voz al mismo tiempo: ciñéndolo mientras corría y saltaba a la cama triunfante.


—¡Escúchanos! —le dijo la nieve—. ¡Escucha! Hemos venido para contarte la historia de la que te hablamos. ¿Te acuerdas? Acuéstate. Cierra los ojos, ahora… ya no verás mucho… en esta blanca oscuridad, ¿quién podría o querría ver? Nosotros lo sustituiremos todo… Escucha…


Un hermoso y cambiante baile de nieve empezó en la habitación, avanzaba y retrocedía, se aplastaba hasta llegar al suelo, alzándose luego como un surtidor hasta el techo, se balanceaba, se restablecía formando un nuevo remolino de copos que entraba derramándose y riéndose por la ventana, que zumbaba, avanzaba de nuevo, levantando unos largos brazos blancos. Decía paz, decía lejanía, decía frío…, decía…


Pero entonces una cuchillada de luz horrorosa atravesó brutalmente la habitación desde la puerta que se abrió —la nieve retrocedió silbando—; algo ajeno había entrado en la habitación: algo hostil. Esa cosa corrió hacia él, se aferró a él, lo sacudió; no solamente estaba horrorizado, estaba lleno de un odio que jamás había experimentado. ¿Qué era aquello? ¿Qué era esa cruel interrupción? ¿Ese acto de ira y de odio? Era como si tuviera que extenderse la mano hacia otro mundo para poder comprenderlo: un esfuerzo del que a duras penas era capaz. Pero de aquel otro mundo todavía recordaba lo bastante para conocer los conjuros del exorcismo. Esas palabras se desgarraron de su otra vida repentinamente…


—¡Madre! ¡Madre! ¡Lárgate! ¡Te odio!


Y con ese esfuerzo, todo se resolvió, todo volvió a estar bien: el silbido sin fisuras avanzó de nuevo, las largas y oscilantes ráfagas blancas se alzaron y cayeron como enormes olas musitantes, el susurro devino más fuerte, las risas se multiplicaron.


—¡Escucha! —oyó que le decían—. Te vamos a contar la última historia, la más bella y secreta…, cierra los ojos…, es un cuento muy breve…, un cuento que cada vez se hace más corto…, que avanza hacia dentro en vez de abrirse como una flor…, es una flor que se convierte en una semilla…, una pequeña semilla fría…, ¿escuchas?


Nos acercaremos más a ti…


El susurro era ahora un rugido, el mundo entero era un vasto telón móvil de nieve; pero incluso ahora decía paz, decía lejanía, decía frío, decía dormir.





Ilustración: Joseph William Turner


sábado, 20 de diciembre de 2025

El gran terremoto (Ryunosuke Akutagawa)






Olía como a albaricoques podridos. Caminando entre las ruinas del incendio, percibió ese tenue olor. También pensó que, extrañamente, el hedor de cadáveres putrefactos bajo el calor del sol no era tan desagradable. Ante el estanque donde habían ido apilando los cadáveres, comprendió que en el ámbito de las sensaciones, la expresión «atroz y truculento» no era exagerada. En especial, lo había impresionado el cadáver de un niño de doce o trece años. Mientras lo miraba, sintió algo parecido a la envidia. Las palabras «Los amados por los dioses, mueren prematuramente» surgieron en su mente. La casa de su hermana, quemada. La de su hermano adoptivo, también. Sin embargo, su cuñado, en libertad provisional por haber cometido perjurio…


«Ojalá se mueran todos».


Fue todo lo que se le ocurrió pensar mientras permanecía inmóvil y de pie ante las ruinas de los incendios que siguieron al terremoto.





Ilustración: Ricahrd Peter


viernes, 19 de diciembre de 2025

Las dos glorias (Pedro Antonio de Alarcón)







Un día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba recorriendo los templos de Madrid acompañado de sus afamados discípulos, penetró en la iglesia de un humilde convento, cuyo nombre no designa la tradición.


Poco o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y desmantelado templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal gusto de los frailes de Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro medio oculto en las sombras de feísima capilla; acercóse a él, y lanzó una exclamación de asombro.


Sus discípulos le rodearon al momento, preguntándole:


– ¿Qué habéis encontrado, maestro?


– ¡Mirad! -dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que tenía delante.


Los jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del “Descendimiento”.


Representaba aquel cuadro la “Muerte de un religioso”. Era éste muy joven, y de una belleza que ni la penitencia ni la agonía habían podido eclipsar, y hallábase tendido sobre los ladrillos de su celda, velados ya los ojos por la muerte, con una mano extendida sobre una calavera, y estrechando con la otra, a su corazón, un crucifijo de madera y cobre.


En el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado cerca del lecho de que se suponía haber salido el religioso para morir con más humildad sobre la dura tierra.


Aquel segundo cuadro representaba a una difunta, joven y hermosa, tendida en el ataúd entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras….


Nadie hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor desgraciado, una esperanza muerta, un desencanto de la vida, un olvido eterno del mundo: he aquí el poema misterioso que se deducía de los dos ascéticos dramas que encerraba aquel lienzo.


Por lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de primer orden.


– Maestro, ¿de quién puede ser esta magnífica obra? -preguntaron a Rubens sus discípulos, que ya habían alcanzado el cuadro.


– En este ángulo ha habido un nombre escrito (respondió el maestro); pero hace muy pocos meses que ha sido borrado. En cuanto a la pintura, no tiene arriba de treinta años, ni menos de veinte.


– Pero el autor….


– El autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velazquez, Zurbarán, Ribera, o el joven Murillo, de quien tan prendado estoy…. Pero Velazquez no siente de este modo. Tampoco es Zurbarán, si atiendo al color y a la manera de ver el asunto. Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera: aquél es más tierno, y éste es más sombrío; y, además, ese estilo no pertenece ni a la escuela del uno ni a la del otro. En resumen: yo no conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría que no he visto jamás obras suyas. Voy más lejos: creo que el pintor desconocido, y acaso ya muerto, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a ninguna escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar otro que se le acercara en mérito…. Ésta es una obra de pura inspiración, un asunto “propio”, un reflejo del alma, un pedazo de la vida…. Pero…. ¡Qué idea! ¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro? ¡Pues lo ha pintado ese mismo muerto que veis en él!


– ¡Eh! Maestro…. ¡Vos os burláis!


– No: yo me entiendo….


– Pero ¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía?


– ¡Concibiendo que un vivo pueda adivinar o representar su muerte! Además, vosotros sabéis que profesar “de veras” en ciertas Órdenes religiosas es morir.


– ¡Ah! ¿Creéis vos?…


– Creo que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del cuadro era el alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo que, cuando ella murió, él se creyó también muerto, y murió efectivamente para el mundo; creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de su héroe o de su autor (que indudablemente son una misma persona), representa la profesión de un joven desengañado de alegrías terrenales….


– ¿De modo que puede vivir todavía?…


– ¡Sí, señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su espíritu se habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea ahora un viejo muy gordo y muy alegre…. Por todo lo cual ¡hay que buscarlo! Y, sobre todo, necesitamos averiguar si llegó a pintar más obras…. Seguidme.


Y así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le preguntó con su desenfado habitual:


– ¿Queréis decirle al Padre Prior que deseo hablarle de parte del Rey?


El fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y respondió con voz humilde y quebrantada:


– ¿Qué me queréis? Yo soy el Prior.


– Perdonad, padre mío, que interrumpa vuestras oraciones (replicó Rubens). ¿Pudierais decirme quién es el autor de este cuadro?


– ¿De ese cuadro? (exclamó el religioso.) ¿Qué pensaría V. de mí si le contestase que no me acuerdo?


– ¿Cómo? ¿Lo sabíais, y habéis podido olvidarlo?


– Sí, hijo mío, lo he olvidado completamente.


– Pues, padre… (dijo Rubens en son de burla procaz), ¡tenéis muy mala memoria!


El Prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso.


– ¡Vengo en nombre del Rey! -gritó el soberbio y mimado flamenco.


– ¿Qué más queréis, hermano mío? -murmuró el fraile, levantando lentamente la cabeza.


– ¡Compraros este cuadro!


– Ese cuadro no se vende.


– Pues bien: decidme dónde encontraré a su autor….Su Majestad deseará conocerlo, y yo necesito abrazarlo, felicitarlo…, demostrarle mi admiración y mi cariño….


– Todo eso es también irrealizable….Su autor no está ya en el mundo.


– ¡Ha muerto! -exclamó Rubens con desesperación.


– ¡El maestro decía bien! (pronunció uno de los jóvenes.) Ese cuadro está pintado por un difunto….


– ¡Ha muerto!… (repitió Rubens.) ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha olvidado su nombre! ¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre, que hubiera eclipsado el mío! Sí; “el mío”…, padre…. (añadió el artista con noble orgullo.) ¡Porque habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens!


A este nombre, glorioso en todo el universo, y que ningún hombre consagrado a Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos, verdaderas maravillas del arte, el rostro pálido del Prior se enrojeció súbitamente, y sus abatidos ojos se clavaron en el semblante del extranjero con tanta veneración como sorpresa.


– ¡Ah! ¡Me conocíais! (exclamó Rubens con infantil satisfacción.) ¡Me alegro en el alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo! Conque… ¡vamos! ¿Me vendéis el cuadro?


– ¡Pedís un imposible! -respondió el Prior.


– Pues bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No podréis recordar su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió?


– Me habéis comprendido mal…. (replicó el fraile.)–Os he dicho que el autor de esa pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa precisamente que haya muerto….


– ¡Oh! ¡Vive! ¡vive! (exclamaron todos los pintores.) ¡Haced que lo conozcamos!


– ¿Para qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la tierra! ¡Nada tiene que ver con los hombres!… ¡nada!…–Os suplico, por tanto, que lo dejéis morir en paz.


– ¡Oh! (dijo Rubens con exaltación.) ¡Eso no puede ser, padre mío! Cuando Dios enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para que esa alma se consuma en la soledad, sino para que cumpla su misión sublime de iluminar el alma de los demás hombres. ¡Nombradme el monasterio en que se oculta el grande artista, y yo iré a buscarlo y lo devolveré al siglo! ¡Oh! ¡Cuánta gloria le espera!


– Pero… ¿y si la rehúsa? -preguntó el Prior tímidamente.


– Si la rehúsa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo convencerá mejor que yo.


– ¡El Papa! -exclamó el Prior.


– ¡Sí, padre; el Papa! -repitió Rubens.


– ¡Ved por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase! ¡Ved por lo que no os diré a qué convento se ha refugiado!


– Pues bien, padre, ¡el Rey y el Papa os obligarán á decirlo! (respondió Rubens exasperado.) -Yo me encargo de que así suceda.


– ¡Oh! ¡No lo haréis! (exclamó el fraile.) ¡Haríais muy mal, señor Rubens! Llevaos el cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que descansa. ¡Os hablo en nombre de Dios! ¡Sí! Yo he conocido, yo he amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he salvado de entre las olas de las pasiones y las desdichas, náufrago y agonizante, a ese grande hombre, como vos decis, a ese infortunado y ciego mortal, como yo le llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la suprema felicidad!… ¡La gloria!… ¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos de las vanidades de la tierra, cuando arde en su corazón la pira inextinguible de la caridad? ¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el mundo, antes de renunciar a las riquezas, a la fama, al poder, a la juventud, al amor, a todo lo que desvanece a las criaturas, no habrá sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No adivináis los desengaños y amarguras que lo llevarían al conocimiento de la mentira de las cosas humanas? Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha triunfado?


– Pero ¡eso es renunciar a la inmortalidad! -gritó Rubens.


– ¡Eso es aspirar a ella!


– Y ¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el mundo? ¡Dejad que le hable, y él decidirá!


– Lo hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un padre; que todo esto soy para él…. ¡Lo hago en el nombre de Dios, os vuelvo a decir! Respetadlo…, para bien de vuestra alma.


Y, así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo largo del templo.


– Vámonos -dijo Rubens. Yo sé lo que me toca hacer.


– ¡Maestro! (exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior conversación había estado mirando alternativamente al lienzo y al religioso.) ¿No creéis, como yo, que ese viejo frailuco se parece muchísimo al joven que se muere en este cuadro?


– ¡Calla! ¡Pues es verdad! -exclamaron todos.


– Restad las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta la pintura, y resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese religioso muerto era a un mismo tiempo retrato y obra de un religioso vivo. Ahora bien: ¡Dios me confunda si ese religioso vivo no es el Padre Prior!


Entretanto Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente, veía alejarse al anciano, el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho poco antes de desaparecer.


– ¡Él era, sí!… (balbuceó el artista.) ¡Oh!… Vámonos…. (añadió volviéndose a sus discípulos.) ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale más que la mía! ¡Dejémoslo morir en paz!


Y dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido, salió del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban SS. MM. teniéndole a la mesa.


Tres días después volvió Rubens, enteramente solo, a aquella humilde capilla, deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de hablar otra vez con su presunto autor.


Pero el cuadro no estaba ya en su sitio.


En cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un ataúd en el suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio de difuntos….


Acercóse a mirar el rostro del muerto, y vio que era el Padre Prior.


– ¡Gran pintor fue!… (dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido lugar a otros sentimientos.)¡Ahora es cuando más se parece a su obra!





Ilustración: Jacob Isaacsz van Swanenburgh


jueves, 18 de diciembre de 2025

El viejo y la niña (Leopoldo Alas)







Viejo precisamente… no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. Esto bastaba para que los dos se vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por teatros y paseos, sin desconfianza ni sospecha de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro, ni podía dar que decir a la malicia.


Años y años vivieron así.


Si queréis figuraros como era él, recordad a Sagasta, no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que dijo que iba “a caer del lado de la libertad”… sin romperse ningún peroné, por entonces. Tenía don Diego facciones más correctas que don Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resignación que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propia de su edad.


Ella… era todo lo bonita que ustedes quieran figurarse. Morena o rubia, no importa. Dulce, serena, de humores equilibrados, eso sí.


Volvían del Retiro en una tarde de Septiembre, al morir el día. Habían estado en una tertulia al aire libre, rodeados, mientras ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores que a Paquita no le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy escogidos gomosos, como entonces se decía, de la más fina sociedad. No eran Sénecas, ni habían asado la manteca. Uno a uno, aislados, no empalagaban. Todos juntos, parecían esos ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba trabajo distinguirlos, a pesar de las diferencias físicas.


Paquita, al llegar a la Puerta de Alcalá, se cogió del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido, pero no con pensamientos tristes.


–¿Pero ves, que he de estar condenada a bebé perpetuo?


–¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo menos veinte años y Alfredo sus diez y nueve.


–¡Ya ves que gallos!


–¿Y para qué quieres tú gallos?


Callaron los dos. Demasiado sabía don Diego que a Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con gran complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor callejero de la niña.


Varios novios le había conocido don Diego a Paquita; como que él era su confidente en casos tales. Pero duraban siempre los amores inocentes de aquella niña poco; y ahondaban casi nada en su espíritu. Por vanidad, por curiosidad, por agradar a la madre, que quería relaciones que fueran formales y procurasen un posición segura a la hija, admitía aquellos escarceos amorosos Paquita; pero, en rigor nunca había estado todavía «lo que se llama enamorada». También esto lo sabía don Diego; y ella se lo repetía a menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía una vez y otra vez a su amigo y Mentor, como quien insiste en una obra de caridad.


En tanto años de vida íntima, de familiaridad constante, jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etc., etc., ni nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven hubiese podido llevar a mala parte, había habido por uno y otro lado no confesada delicia.


Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el amigo viejo siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña.


Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba en todo lo que valía la pulquérrima conducta de D. Diego, que jamás, ni con disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había sucumbido a las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía padecer. Jamás el más pequeño desmán… y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime. Él y ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo, regalaba al buen señor, y aquello había concluido para no volver; y D. Diego había sido el primero a renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña regalía.


–¿Por qué has reñido con Periquillo? – le preguntaba en una ocasión el viejo a la niña.


–Porque se empeñaba en que me estuviera al balcón las horas muertas, viéndole pasear la calle, y yo no quise… porque me aburría.


Y los dos reían a carcajadas, pensando en aquel modo tan singular de querer a sus novios que tenía Paquita.


Aquella tarde, volvía muy contento, para sus adentros, D. Diego, porque en la tertulia al aire libre, en el Retiro, él había lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, a costa de aquellos pobres sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía tan satisfecho… y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero a que siempre había resistido… y que ahora no creía poder resistir.


Llegaron al Prado y a Paquita se le ocurrió sentarse allí otra vez. La tarde, ya cerca del oscurecer, estaba deliciosa; y declaró la niña que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo, aquella brisa tan dulce…


Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que reparase en ellos.


Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos.


–¿En qué piensas?– preguntó Paquita al ver de pronto ensimismado a D. Diego.


–Oye, Paca… ¿Quién es en el mundo la persona, sin contar a tu madre, de tu mayor confianza?


–¿Quién ha de ser? Tú.


–Bueno, pues… – y D. Diego empezó a decir unas cosas que dejaba atónita a la niña. Él habló mucho, con mucha pasión y muchos circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos que decirlo todo en pocas palabras.


Ello fue algo así: D. Diego propuso que jugaran un juego que era una delicia, pero al cual solo podían jugar dos personas de sexo diferente, si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la una de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica del juego aquel; que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había penado y sentido acerca del otro; lo malo, por malo que fuere, lo bueno, por bueno que fuera también. Y después, como si nada se hubieran dicho. No debía ofenderse por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable.


Paquita estaba como la grana; sentía calentura: había comprendido y sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir, inmoral, del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que se había pensado, a cualquier hora, en cualquier parte, con motivo de aquel amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole figurar a él como personaje…


Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron a los ojos. Y sin mirar a D. Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó a andar, camino de su casa.


El viejo asustado, horrorizado por lo que había hecho, siguió a la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás, como un criado.


No se atrevía a hablarle. Solo, al llegar al portal de la casa de ella, osó él decir:


–Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?…


Ella, sin contestarle, ni volver la cabeza, la movió lentamente con signo negativo.


No, no hablaría: su madre no sabría nada… Pero al llegar a la escalera echó a correr, subió como huyendo, llamó a la puerta de su casa apresurada; y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa, dejando fuera al mísero D. Diego.


El cual salió a la calle aturdido, y avergonzado; y cuando vio a dos del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles:


–Llévenme ustedes a la cárcel, soy un criminal; mi delito es de los más feos, de esos cuya vista tienen que celebrarse a puerta cerrada, por respeto al pudor, a la honestidad…





Ilustración: Hans Andersen Brendekilde


miércoles, 17 de diciembre de 2025

El barco fantasma (Ciro Alegría)







Por los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus tripulantes son bufeos vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas. Diose el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir también que el pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el punto en que se olvidó su condición. Corrientemente, esos visitantes suelen irse de las reuniones antes de que raye el alba. Sábese de su peculiaridad porque muchos los han seguido y vieron que, en vez de llegar a casa alguna, fuéronse al río y entraron a las aguas, recobrando su forma de peces.


El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas aguas. Llamáronlo desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los plátanos, y como le daban buen precio vendió todo el cargamento. El barco era chato, el shipibo limitose a alcanzar los racimos y ni sospechó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hundía, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo hizo. Era el barco fantasma.


El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el producto del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata, lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico procedente del barco fantasma.


Sale el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo subacuático en el cual hay ciudades, gentes, toda una vida como la que se desenvuelve a flor de tierra. Salvo que esa es una existencia encantada. En el silencio de la noche, aguzando el oído, puede escucharse que algo resuena en el fondo de las aguas, como voces, como gritos, como campanas…




Ilustración: William L. Wyllie


martes, 16 de diciembre de 2025

En memoria de mi madre (Edmundo de Amicis)

 






Es como el recuerdo de un sueño de remotos tiempos; mas, no como los otros, obscuro y fugitivo, sino de un sueño resplandeciente que está en el horizonte de la memoria como un sol enorme y terrible.


Aquella estancia en desorden, aquel querido semblante cambiado, el médico, la Hermana de la Caridad, el agitarse de los parientes, el rayo de sol que entraba por la ventana con el ruido de carruajes y la voz despiadada de la ciudad alegre, y luego la quietud profunda, las flores, los hachones y los amigos, y el carro negro y las «Hijas de María» y la calle llena de gente; hé aquí la visión inmóvil, eterna. Puede mudar de aspecto la tierra; aquella permanecerá; ninguna otra, por espléndida o tremebunda que fuese, podría obscurecerla. Si en algún momento se desvanece, poco después se alza más lúcida y más evidente, como si cada hora que pasa, la acercase en vez de alejarla con el tiempo. La voluntad la arroja fuera alguna vez; mas poco después la busca el corazón, y es para él un triste consuelo, que mientras el pensamiento se fija en ella, sienta destilar la sangre por su herida.


Hay dolores que no tienen consuelo posible más que en si mismos. Hacer de ellos un alimento de la propia vida, es el único modo de evitar que la envenenen. Dice el poeta:—«Abre al dolor las puertas del corazón como a un amigo.» Es exacto. Si no le amáis, no tendrá piedad. Ven, pues, ¡oh amigo austero!


Sí, venid, pues, a ensanchar la herida, oh memorias cándidas de la infancia, imágenes innumerables de su rostro, inclinado ansiosamente sobre nuestra camita de enfermos, radiante con nuestros goces, afligido con nuestros pesares, pensativo con nuestros estudios; resonad en nuestra alma, oh dolorosas palabras de adiós, sollozadas en nuestras despedidas, y divinos gritos de amor con que saludaste nuestros retornos; volved todas al pensamiento, oh santas palabras de consejo y de consuelo, llenas de dulzura y de sabiduría, sencillas y profundas como su alma; cartas adoradas de caracteres temblorosos que durante treinta anos llevasteis a todas partes del mundo el latido de su corazón, y en las cuales nuestra boca besó las huellas de sus lágrimas; ademanes, miradas, caricias, acentos de la voz amada, cada uno de los cuales desterró de nuestra alma un pensamiento innoble o un sentimiento triste y despertó un dulce arrepentimiento, una tranquila resignación, un propósito honrado. Venid, oh recuerdos de las largas horas que ella veló en la soledad de la noche espiando el ruido de nuestros pasos; de los sacrificios realizados con secreta alegría para sacar de sus estrecheces algo con que atender a nuestros caprichos; de los padecimientos disimulados con fortaleza heroica por no turbar nuestro trabajo y nuestras alegrías. Venid, oh suaves memorias de sus indulgencias, de sus perdones, de sus piadosos silencios, de sus generosas indignaciones contra toda iniquidad humana, de su piedad ardiente por todos los infelices, de su caridad respetuosa y tímida con los pobres, de sus calurosos entusiasmos por toda cosa bella y grande; sentimientos súbitos, ingenuos, juveniles todavía hasta en sus últimos días, como si en su vida de ochenta anos, probada con grandes dolores y trabajada sin tregua por su misma bondad, no hubiera ella conocido del mundo otra cosa que la virtud y la belleza; venid a hacernos inclinar más profundamente la frente bajo el peso de la desventura, a hacernos sufrir y pensar todavía, a exprimir de nuestro corazón hasta la última lágrima que pueda dar la más íntima fibra.


*


Murió como vivió. Cada uno de sus últimos actos, cada una de sus últimas palabras, fue la expresión de una de sus virtudes, fue como un sello que ella puso a su vida.


Como había amado a todos, siempre y con todos había sido buena, con una bondad maternal que no veía diferencias de condición social, sino para ser más amable con los más humildes; así, en sus últimas horas, buscaba con la mano la cabeza de todos, pedía con el mismo ademán amoroso el beso de sus hijos, de la monja, que la asistía, de la muchacha que la servía: su corazón difundía ternura y gratitud hacia todos lados igualmente, como la llama de la luz.


Como nunca había temido a la muerte, como siempre se había mostrado intrépida contra todo peligro que amenazara a ella sola, y bajo cualquier dolor que sólo a ella hiriese, había inclinado siempre la cabeza sin lamentarse, así, cuando sintió que su fin se acercaba, sin un temblor en su voz, sin una sombra de tristeza en los ojos, con un acento inexplicable de dulzura y de tranquila resignación, que resonará en mi corazón toda la vida, dijo: —Es preciso morir.


Como el pensamiento de si misma había sido siempre el último de sus pensamientos, como el orden de la casa y las comodidades de sus hijos habían sido siempre su primer afán, y hacía constante estudio de no pesar nunca sobre nuestra libertad, el no separarnos jamás un momento de nuestras familias, ni siquiera en sus enfermedades, así, apenas recobraba un rayo de inteligencia, al reconocernos, comprendía vagamente que la regularidad de nuestra vida se turbaba y nos preguntaba a cada paso con inquietud: —¿Habéis comido? … ¡No tenéis nada que hacer? … ¡Qué hacéis aquí?… Idos, idos con vuestros hijos.


Y su último pensamiento, su última palabra fue de queja, no por el mal que la mataba, sino por el dolor que su mal nos causaba. Apenas podía hablar, hizo un esfuerzo para articular las palabras, las pronunció sílaba por sílaba, no las entendimos al pronto, las repitió hasta que logró hacerlas comprender, y fueron éstas … ¡Oh bendita y santa madre mía! Fueron éstas: —¡Cuánto os hago sufrir!


Luego ya no habló más.


*


Adiós última esperanza ligada todavía al corazón por un hilo tenuísimo: también este hilo se ha roto. Y comienza aquel vagar por la casa, de habitación en habitación, a ciegas, para huir del pensamiento desesperado que nos persigue, que se nos pone delante en todas partes, a cada paso, en infinitas sucesivas apariciones de su imagen, que surge de entre las flores que ella solía regar, que brilla en el espejo delante del cual arreglaba sus blancos cabellos, que se aparece con la palmatoria que ella limpiaba todas las mañanas, de la silla donde reposaba todas las tardes, del libro aún abierto, que no acabó de leer. Todos los objetos que ella vio, cuidó, tocó durante tantos años, todo toma vida y parece que sabe, y que tiene el sentimiento de su fin y del propio, y dice en voz baja:—¡Ya no volverá! —Cinco días antes, con trabajo, pero sin apoyarse, venía todavía hasta el fondo de este pasillo para acompañarnos a la salida. ¿Es posible? ¡Qué felices éramos entonces! ¡Qué hermoso era el mundo! Cinco días, y parecen cinco años. Días, noches, auroras y ocasos se sucedieron apenas vistos y casi confundidos uno en otro, como si con la vista se hubieran confundido en nosotros el concepto del tiempo y el sentimiento de la naturaleza. El cielo está aún negro y esmaltado de estrellas; desde la terraza se ven aún las calles de ordinario sumergidas en la sombra, en las cuales de cuando en cuando suena y se pierde el ruido de un paso solitario: sólo en el horizonte, detrás de Superga, una vaga blancura anuncia el alba. ¿Para qué? El rayo del sol no la encontrará ya sentada como todas las mañanas, cerca de la ventana, no besará más su dulce semblante que le sonreía como a una promesa de paz. El sol, las colinas, Turín están sepultados para ella en la noche eterna … Mas ¿es verdad? ¿Es verdad? ¿No es una ilusión lo que he visto y oído en la habitación de donde acabo de salir, aquellos ojos cerrados, aquel estertor, aquellas caras sobre las cuales no existe signo alguno de esperanza? … Vuelvo de puntillas, entreabro la puerta con afanosa duda, asomo la cabeza … ¡Es verdad!


*


¡Ah, el dolor que nos causa la muerte de nuestra madre, es cual interminable via crucis, donde en cada estación el alma siente que aquél se engrandece más y más, cuando creía haberlo ya comprendido y sufrido todo! El adiós supremo os parece haberlo dado cuando se pierde la última esperanza, pero ella os ve, os conoce, os habla todavía, es ella aún; su alma está todavía enlazada a la vuestra, y cuando la boca no dice ya nada, los ojos siguen diciendo que os queda su amor infinito.


Más doloroso es el adiós que le dais cuando la conciencia se ha desvanecido, cuando los ojos no tienen ya mirada y la boca ya no puede besar, cuando os dicen que no siente ya ni vuestra caricia, ni vuestra voz, y que no le estremecería ni siquiera una fibra el grito de vuestra desesperación.


Sin embargo, respira, se mueve todavía; aquel pobre rostro blanco tiene aún estremecimientos que parecen un esfuerzo por sonreír; aquel corazón angelical sigue palpitando bajo vuestra mano, y aquellos latidos os parecen palabras incomprensibles, pero dirigidas a vosotros, como si un último resto de su conciencia de madre se hubiera refugiado en su seno.


¡Ah! el supremo y terrible adiós se lo dais cuando la mano que toma el pulso le abandona, y os indica que ya no existe la madre; cuando, inclinándoos desesperadamente para besarla, no sentís su aliento y veis que su rostro no es más que una imagen. Un abismo se abre entre el momento anterior y aquel momento solemne; y más allá de este no veis más que un desierto tenebroso por el cual huye y os parece que huirá eternamente vuestro espíritu fulminado por el dolor. ¡Muerta! ¡Muerta! La palabra inmensa retumba en nuestra alma como un estallido del mundo y os parece haberlo perdido todo, excepto la facultad de oír eternamente aquel grito…


Y, sin embargo, en aquella angustia mortal, algo os queda todavía: veis todavía su semblante, no alterado ya por el espasmo, quieto, otra vez hermoso, como en los días más serenos de la vejez, y podéis aún, hablándole desde vuestro corazón, mirándola como la habéis mirado durante cincuenta años, encontrar en su aspecto mil memorias como en un espejo de toda vuestra vida; podéis aún cubrir aquella frente de besos y de lágrimas como cuando en ella refulgía el pensamiento.


No, no son aquellas las lágrimas más ardientes que deben derramar vuestros ojos; las más ardientes surcarán vuestras mejillas cuando perdáis para siempre su rostro, cuando se cierre sobre su cuerpo la memorable puerta que no vuelve a abrirse, y el martillo de la muerte os clave en el corazón los clavos con que esta toma posesión de su presa. ¡Adiós, dulce rostro que ya no besaré más! ¡Adiós, manos queridas que mecisteis mis sueños de niño! ¡Adiós, seno amoroso, del cual saqué la vida y todo lo que tengo de más fuerte y de más noble en el alma!


Entonces os parecerá no poder sufrir ya más. Y, sin embargo, no, el momento más triste no ha llegado todavía. El rostro está tapado, el cuerpo está encerrado; pero aún está allí, la casa os parece aún suya, podéis decir volviendo a ella: Allí encontraré a mi madre. —Podéis decir: ¡Todavía es nuestra! El golpe más cruel lo recibiréis cuando vengan a llevarla; os parecerá que en aquel momento es cuando la perdéis verdaderamente, al decir: Ya deja su casa para siempre, baja estos peldaños para no subirlos jamás, abandona todas sus cosas, no tendrá casa, se va, va a dormir a otro lado, lejos de nosotros y donde tendremos que ir a buscarla a casa ajena, como si nos la hubieran robado y escondido.


Mas mientras esto decís, estáis a su lado, podéis decir: Aquí está, aquí dentro, la seguiré, andaré el camino que haga ella. Tenéis no sé qué consuelo digno de compasión, no sé qué ilusión insensata, diciéndoos a vosotros mismos, corno cuando estaba viva: Acompaño a mi madre. Mas cuando esto que la encierra desaparezca también donde no hay ni aire ni luz, cuando entre ella y vosotros se amontone la tierra, cuando de aquello que es suyo no veáis más que las flores que llevaba el féretro, cuando os digan: ¡vámonos!, cuando tengáis que vol· verle la espalda, dejarla sola, sola en medio de aquella multitud de gente desconocida e invisible, sola en las tinieblas, sola en el silencio, ella, ·vuestra madre, la amiga, la dulzura, la fuerza, la poesía, el amor más puro y más santo de vuestra vida… ¡oh, el adiós supremo solamente entonces es cuando se lo dais, las lágrimas más desesperadas las derramáis entonces; toda su bondad, todo el cariño que os tuvo, todo el bien que os hizo, todo lo que habéis perdido, hasta entonces no lo sentís!


*


La tierra cayó también sobre mí, y sepultó el último resto de mi juventud. Había sobre mi cabeza alguna cosa hacia donde podía levantar la mirada y el pensamiento; ahora, encima, no tengo más que el cielo. Doquiera fuese, cualquiera cosa que hiciera, sentía una mano sobre mi frente; aquella mano se ha retirado, mi frente está indefensa y me encuentro como sobre un escollo en medio del mar, donde no puedo mirar en derredor sin sentir una sensación fría de soledad, semejante al desaliento del náufrago. Y el aspecto, el valor de todas las cosas se ha cambiado. Escribiendo, pienso: ya no leerá más; —yéndome: no me esperará; —experimentando un placer: no se lo podré decir. Todos aquellos días felices, el día de año nuevo, el día de su santo, el cumpleaños, que tan querido era para mí porque para ella era alegre, se me representan tristes y macilentos como fachadas de casa en ruinas. Hasta ayer pensaba todavía subir en la vida; su muerte me detuvo. Descendiendo detrás de su féretro, parecíame que las escaleras no se acababan nunca; y creo que aún sigo bajando. Mi único consuelo es el sueno, en el cual es un misterio para mi cómo ella no se presenta nunca jamás muerta, sino que se mueve, habla, sonríe, trabaja, me interroga con dulzura por qué estoy triste; y yo me pregunto a mí cómo jamás haya podido creer que era realidad la grande desventura. Pero el bien que este consuelo me produce lo expío al despertarme oyendo la voz implacable que me dice al oído: has soñado; no existe;—y mi corazón repite como un eco: he soñado; ya no existe. Me queda aún en la madurez vigorosa el amor a la vida, a la familia, al arte, a la santa esperanza de un mejor porvenir para el mundo; pero sobre todo esto se ha corrido un velo, como sobre la naturaleza después del ocaso del sol. Y en medio de la familia, de los ensueños y del trabajo, no tengo más que pasar el pensamiento sobre aquel pequeño espacio de tierra donde ella duerme, no tengo más que repetir dentro de mí, con aquel acento de infinita piedad, aquellas dulces palabras: ¡Cuánto os hago sufrir!, y una onda viva, amarga, ardiente, sube de mi pecho y me sofoca, y el corazón vuelve a destilar sangre. Y siento que destilará, destilará siempre, hasta que deje de moverse.


Un relámpago cruza mi mente alguna vez:—¡Si la volviera a ver!—Y ante esta idea, toda mi alma se confunde y se subleva como ante una aparición sobrehumana. ¡Oh! si al precio de treinta años de vida dura y miserable, de bondad desconocida, de honradez calumniada, de beneficios pagados con ingratitud y escarnio; si perdonando a quien me ofendió más atrozmente, arrojando mi orgullo a los pies de quien gozara más en pisotearlo, arrastrando en la obscuridad, olvidado de todos, una vejez sin salud y sin consuelos; si plegando la frente y juntando las manos con la humildad de un niño ante el misterio inmenso que me fascina y me tortura como una palabra perpetuamente repetida sobre mi cabeza por una voz misteriosa, yo pudiera cambiar aquella idea que brilla por momentos, no en una certeza luminosa, mas sólo en una tenue esperanza, apenas aparente como un reflejo de crepúsculo, pero constante y firme que no me dejase pronunciar aquellas tremendas palabras: nunca, jamás … ¡si pudiese esperar!…


Pero quizá esta esperanza existe en mí sin que yo tenga conciencia de ella, ardiente como una llama bajo el cúmulo de las dudas y de las negaciones que la cubren y por las cuales la creo sofocada. Y es quizá esta secreta esperanza la que me dio fuerza para fijarme por algunas horas en el recuerdo terrible y poder rendir este último tributo a la santa memoria. Ella la tenía en el corazón, y quizá al morir la trasfundió con su última mirada en el mío. Sé bendita, alma querida, y venerada también por este don. Si yo puedo aferrarlo, lo defenderé con todas mis fuerzas, lo llevaré siempre conmigo, me abrazaré a él con todos mis pensamientos en el momento supremo, y será todavía por tu virtud si digo con la santa serenidad con que tú dijiste Es preciso morir: ¡Madre, reposa en paz!





Ilustración: Alexandre Antigna


lunes, 15 de diciembre de 2025

La otra mujer (Sherwood Anderson)

 






—Estoy enamorado de mi mujer, —afirmó— ese comentario no me pareció oportuno, ya que en ningún momento había cuestionado el sentimiento que le unía a la mujer con quien se había casado. —Seguimos caminando unos diez minutos y lo repitió. Me di la vuelta y empezó a contarme la historia que paso a contar a continuación.


No podía quitarse de la cabeza algo que le había ocurrido en la que sin duda había sido la semana más importante de su vida. Iba a casarse un viernes por la tarde. Justo una semana antes había recibido un telegrama donde se le anunciaba que había sido designado para desempeñar un importante cargo público.


Aunque se sentía orgulloso por tan buena noticia, tenía otras razones para estar feliz. Llevaba ya un tiempo escribiendo poemas en secreto, y el año anterior había logrado editar algunos en diversas revistas especializadas. Uno de esos círculos literarios que se dedica a entregar premios a los que considera son los mejores poemas del año le nombró candidato a uno de sus máximos galardones. Su éxito no pasó desapercibido en los periódicos; de hecho, alguno de ellos llegó incluso a publicar su foto.


Como no podía ser de otro modo, aquella semana la pasó en un estado de gran alteración, al borde de un ataque de nervios. Casi cada noche iba a casa de su prometida, la hija de un juez. Allí se encontraba con mucha gente, y con todo tipo de cartas, telegramas y paquetes. Normalmente se mantenía un poco al margen y dejaba que los presentes se acercaran a hablar con él. Hombres y mujeres le dedicaban palabras de elogio y le felicitaban por haber logrado acceder a tan importante cargo público y por su merecido reconocimiento como poeta. Cuando se iba a dormir le era imposible conciliar el sueño. El miércoles por la noche salió al teatro y le pareció que la sala entera le reconocía. Los asistentes sonreían y asentían con la cabeza. Tras el primer acto, cinco o seis hombres y dos o tres mujeres se levantaron de sus asientos y se acercaron a hablar con él. Los demás espectadores de la fila estiraron el cuello para ver quién estaba ahí sentado. Nunca antes había recibido tanta atención, el éxito se le estaba subiendo a la cabeza.


Según me contó, aquella había sido una época bastante atípica para él. Sentía como si estuviera flotando en el aire. Cuando se iba a dormir, tras haber conversado con tanta gente y recibido tantas palabras de elogio, la cabeza le empezaba a dar vueltas. Cuando cerraba los ojos, una gran multitud irrumpía en su habitación. Era como si de pronto las luces de toda una ciudad le estuvieran enfocando únicamente a él. Su mente inventaba todo tipo de fantasías.


Una de esas noches se imaginó montando en un carruaje paseando por las calles de su ciudad. A su paso, las ventanas de la calle se iban abriendo de par en par. La gente salía de sus casas y se le acercaba. —Ahí está. Es él—, gritaban emocionados los vecinos. Cuando el carruaje pasaba por las calles abarrotadas de gente, podía sentir las miradas de admiración. —¡Qué mérito tienes! ¡Estamos orgullosos de ti!—, parecían decir los rostros de aquellas personas.


Mi amigo no sabía explicar si el entusiasmo de la gente se debía a la publicación de algún nuevo poema o a la realización de algún acto público de gran notoriedad. Por aquel entonces vivía a las afueras de la ciudad, en un apartamento encaramado en lo alto de un acantilado. La ventana de su habitación tenía vistas al río, escondido entre los árboles y las chimeneas de las fábricas. Una noche, al no poder conciliar el sueño y viendo que las fantasías que seguía inventando no hacían más que aumentar su confusión, se levantó para pensar.


Como cabría esperar dadas las circunstancias, intentó calmarse un poco, serenar sus ánimos, pero al irse a sentar junto a la ventana, totalmente despierto, le sucedió algo inesperado y humillante. La luna iluminaba la ciudad en aquella noche clara y agradable. Quería pensar en su futura esposa, encontrar inspiración para sus poemas o elaborar planes vitales para su carrera. Cuál fue su sorpresa al ver que su mente se negaba a obedecer tales dictados.


En la esquina de la calle en la que vivía había un pequeño estanco que vendía periódicos regentado por un tipo algo gordo de unos cuarenta años y su esposa, una mujer menuda, pero muy activa, de brillantes ojos grises. Cada mañana, antes de emprender su camino a la ciudad, mi amigo se pasaba por allí a comprar el periódico. La mayoría de las veces le atendía el hombre, pero de vez en cuando este se ausentaba, y le atendía la mujer. Aquella mujer, y esto me lo repitió al menos veinte veces durante el transcurso de su relato, tenía un físico muy normal, por no decir vulgar. No había nada realmente llamativo en ella, pero, por alguna razón que no lograba explicar, ante su presencia se sentía profundamente trastornado. Aquella semana, en medio de tantas distracciones, aquella mujer resultó ser la única persona que su mente lograba distinguir con claridad. Cuando intentaba concentrarse para escribir sus versos, la imagen de aquella mujer era lo único que le venía a la cabeza. Sin tiempo para darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo, su mente ya había vislumbrado la posibilidad de tener un romance con ella.


—No lograba entender lo que me estaba pasando —me confesó—. Por la noche, cuando la ciudad descansaba y se suponía que yo también debía estar durmiendo, no podía dejar de pensar en ella. Tras dos o tres noches en vela, su imagen se me apareció incluso durante el día. Reconozco que estaba totalmente desconcertado.


Curiosamente, cuando iba a visitar a mi actual esposa me aliviaba ver que mi amor por ella no se veía en absoluto afectado por mis divagaciones. Solo había una mujer en este mundo con quien quería pasar el resto de mis días, una sola mujer que pudiera ser mi compañera, que pudiera ayudarme a mejorar mi carácter y mi situación social, pero, en esos momentos, quería tener en mis brazos a aquella otra mujer. Se había apoderado de mí. Aquellos días, la gente no paraba de decirme lo orgullosa que estaba de mí, que tenía un gran futuro por delante, pero yo, en esos momentos, estaba en otro mundo. Aquella noche, después del teatro, volví caminando a casa porque sabía perfectamente que no iba a poder conciliar el sueño, y, para calmar mi desesperación, me detuve en la acera, frente al estanco. Era un edificio de dos plantas. Sabía que la mujer vivía en el segundo piso con su marido. Me quedé ahí un buen rato, en la oscuridad, apoyado contra el muro del edificio, y me los imaginé ahí arriba durmiendo en la misma cama. Ese pensamiento me enfureció.


—En realidad me sentía furioso conmigo mismo. Me fui a casa y me metí en la cama, rojo de ira. Ciertos libros de poesía y algunos textos en prosa han dejado en mí una huella muy profunda; decidí entonces poner algunos de esos libros en la mesilla de noche que tengo junto a mi cama.


—Las voces de los libros parecían voces de ultratumba. No podía escucharlas. Las palabras impresas no lograban penetrar en mi conciencia. Intentaba pensar en la mujer que amaba, pero su imagen también se desvanecía, en esos momentos era algo totalmente ajeno a mí. Empecé a retorcerme y a dar vueltas en la cama. Fue una experiencia realmente lamentable.


—El jueves por la mañana me pasé por el estanco. La mujer estaba sola. Me dio la impresión de que sabía lo que sentía. Yo había estado pensando en ella y quizás ella también había estado pensando en mí. Las comisuras de sus labios esbozaron una leve y vacilante sonrisa. Llevaba puesto un vestido de tela de escasa calidad, desgarrado en el hombro, y debía de ser unos diez años mayor que yo. Al ir a pagar, intenté dejar las monedas sobre el mostrador, pero mi mano tembló de tal manera que las monedas retumbaron escandalosamente. Cuando al fin logré balbucear algo, la voz que salió de mi garganta no se pareció ni por asomo a algo que alguna vez me hubiera pertenecido. «La deseo —murmuré espesamente—, no se imagina usted cuánto. ¿Puede librarse de su marido esta noche? La espero en mi apartamento a las siete».


—Y así fue, se presentó en mi apartamento a las siete. Aquella mañana, tras mi propuesta, la mujer permaneció en silencio. Puede que nos quedáramos mirando durante un minuto. En ese instante, me pareció que el mundo se detenía. Entonces asintió con la cabeza y me marché. Ahora que lo pienso, no logro recordar ninguna de sus palabras. Lo dicho, se presentó en mi apartamento a las siete. Ya era de noche, recuerda que todo esto ocurrió en el mes de octubre. El piso estaba totalmente a oscuras y le había dado la tarde libre a mi criado.


—Aquel día no me sentí demasiado bien. Varias personas vinieron a verme a la oficina, pero ante su presencia casi no pude articular palabra. Atribuyeron mi escasa lucidez a mi inminente boda. Bueno, al menos se marcharon con la sonrisa en la boca.


—Esa misma mañana, la víspera de mi boda, recibí una preciosa carta de mi prometida. La noche anterior ella tampoco había podido conciliar el sueño y durante esas horas de insomnio había aprovechado para escribirme. Todo lo que me decía era realmente acertado, pero en esos momentos ella también parecía haberse desvanecido. Mi futura esposa se había convertido en un pájaro volando en las alturas, y yo en un niño descalzo sentado al borde del camino presenciando perplejo el progresivo desvanecimiento de su figura. No sé si me explico.


—Volviendo a la carta. Mi prometida, una mujer que empezaba a abrirse a la vida, dio rienda suelta a sus sentimientos. Era muy joven y tenía muy poca experiencia, pero era una mujer. Supongo que debía de estar en su cama tan nerviosa y ansiosa como yo. Era consciente de que su vida iba a sufrir grandes cambios y estaba feliz por tener que afrontar esos nuevos retos, pero, en el fondo, estaba también algo asustada. Supongo que mientras pensaba en todo esto se levantó de la cama, cogió un pedazo de papel y empezó a escribirme. Como digo, me contó que estaba asustada pero que a su vez era muy feliz. Como a la gran mayoría de las mujeres de su edad, a sus oídos debían de haber llegado rumores de todo tipo. Su carta era muy dulce. «Después de casarnos, tendremos que olvidar durante una temporada que somos marido y mujer. Seremos seres humanos —escribió—. No olvides que la vida aún no me ha enseñado nada y que soy muy ignorante.


No dejes de amarme, sé paciente y amable en todo momento. A medida que vaya adquiriendo experiencia, cuando después de mucho tiempo me hayas enseñado lo que es la vida, intentaré devolverte todo lo que me hayas dado. Pienso amarte tierna y apasionadamente. Sé que puedo satisfacerte; de lo contrario, la idea de casarme ni se me pasaría por la cabeza. Tengo miedo, pero soy muy feliz. ¡Qué ganas tengo de que llegue el día de nuestra boda!».


—Ahora ves en qué lío me había metido. En mi oficina, tras leer la carta de mi prometida, me sentí fuerte y tomé la firme resolución de terminar con esta situación. Recuerdo que me levanté de la silla y empecé a dar vueltas por la habitación, orgulloso de saber que me iba a casar con una mujer tan noble.


Entonces me di cuenta de lo débil que había sido. Ya iba siendo hora de cambiar de actitud. Esa noche, a las nueve, tenía la intención de ir a visitar a mi prometida. «Ya estoy bien —me dije convencido—. La belleza de su carácter me ha salvado. Basta de tonterías. Es hora de irme a casa y olvidar a la otra mujer». Esa misma mañana le había dado la tarde libre a mi criado, así que levanté el teléfono para decirle que había cambiado de opinión.


—Entonces me empezaron a entrar dudas. «Tampoco me conviene que el criado esté allí. ¿Qué va a pensar si ve que una desconocida viene a mi casa el día antes de mi boda?». Solté el teléfono y empecé a prepararme para irme a casa. «Si le doy la tarde libre a mi criado es porque no quiero que me oiga hablar con esta otra mujer. Sería una falta de respeto. Tendré que inventarme alguna excusa», me dije convencido.


—La mujer llegó a las siete en punto y, como podrás imaginarte, la hice entrar y me olvidé por completo de la firme resolución que había tomado horas antes.


En el fondo, es probable que jamás tuviera otra intención. En mi puerta había un timbre, pero no lo utilizó, prefirió llamar a la puerta con total discreción.


Tengo la sensación de que todo lo que hizo aquella noche fue muy suave y delicado, pero a su vez muy decidido y resuelto. ¿Sabes lo que te quiero decir? Cuando entró yo llevaba media hora de pie, esperando junto a la puerta. Me temblaban las manos como me habían temblado esa misma mañana cuando sus ojos me miraron y cuando intenté dejar torpemente las monedas sobre el mostrador de la tienda. Cuando abrí la puerta, la mujer entró con gran rapidez. La cogí en mis brazos, y nos quedamos de pie en la oscuridad. Ya no me temblaban las manos. Me sentía contento, seguro.


—Aunque he intentado no omitir ningún detalle veo que no he hablado demasiado sobre mi esposa. Como habrás podido comprobar, me he centrado más en la otra mujer. Te aseguro que amo a mi mujer, aunque para un hombre tan perspicaz como tú supongo que mis palabras no tienen ningún sentido. Para serte sincero, estoy empezando a arrepentirme de haber iniciado esta conversación. Está claro que doy la impresión de estar enamorado de la mujer del estanquero. Nada más lejos de la realidad. No puedo negar que durante la semana previa a mi boda no había manera de quitármela de la cabeza, pero después de aquel furtivo encuentro en mi apartamento desapareció por completo de mi mente.


—¿Que si es cierto? A ver, estoy haciendo un gran esfuerzo por explicarte lo que me ocurrió aquella semana. Lo que intento decirte es que, desde aquella noche, no he vuelto a pensar en la mujer que vino a mi apartamento. Bueno, para ser sincero, esto no es totalmente cierto. Aquella noche, tal y como me lo había pedido en su carta, me presenté en casa de mi prometida a las nueve. En cierto sentido, y admito que esto no es fácil de explicar, la otra mujer vino conmigo. Lo que te quiero decir es que tenía claro que si algo pasaba entre la mujer del estanquero y yo me vería obligado a anular mi boda. «Conmigo no hay término medio», me dije.


—De hecho, aquella noche fui a visitar a mi prometida con renovadas ilusiones sobre nuestra futura vida en común. Espero no estar haciéndote un lío con todo esto. Si recuerdo bien, hace unos instantes dije que la otra mujer, la mujer del estanquero, me había acompañado. No lo decía en sentido literal.


Lo que estoy intentando decir es que, aquella noche, me acompañaron su fe en sus propios sentimientos y su valor ante la vida, no sé si me explico. Cuando llegué a la casa de mi prometida había una gran cantidad de gente. Había familiares llegados de regiones lejanas que no había visto en mi vida. Cuando entré en la habitación ella alzó rápidamente la mirada. Yo debía de estar radiante y reconozco que nunca antes la había visto tan emocionada. Debía de pensar que su carta me había conmovido profundamente, y estaba en lo cierto. Saltó de su asiento y vino corriendo hacia mí. Parecía muy feliz. Delante de toda esa gente que se había girado a mirarnos dijo exactamente lo que pensaba. «Qué alegría —exclamó entre sollozos—. Has entendido. Seremos dos seres humanos. No tendremos por qué ser marido y mujer».


—Como podrás imaginarte, todos los presentes empezaron a reír a carcajadas, todos menos yo. A mí se me saltaron las lágrimas. Estaba tan feliz que me entraron ganas de gritar. A ver si me entiendes. En la oficina, tras leer la carta que me había escrito mi prometida con cierto orgullo me dije: «Voy a cuidar de esta mujercita tan adorable». En su casa, al verla tan emocionada, cuando todo el mundo se echó a reír, yo le dije algo así: «Vamos a cuidarnos el uno al otro»; creo que eso fue lo que le susurré al oído. A decir verdad, acababa de bajarme de mi nube, y eso se lo debo al espíritu de la otra mujer. Delante de todos los presentes, le di un abrazo a mi prometida y nos besamos, debían de estar sorprendidos de vernos tan conmovidos. ¡Vete a saber lo que habrían pensado si hubiesen sabido la verdad sobre mí! Eso es algo que solo Dios sabe.


—Bueno, a ver, te lo vuelvo a repetir, desde aquella noche no he vuelto a pensar en la mujer que invité a mi apartamento. Bueno, reconozco que esto no es totalmente cierto; a veces, por las tardes, cuando salgo a pasear por la calle o por el parque, como ahora, cuando empieza a anochecer, como esta noche, su recuerdo vuelve a llamar a mi puerta. Después de ese único encuentro nunca más la volví a ver. Al día siguiente me casé y no he vuelto a poner el pie en esa calle. Pero es verdad que de vez en cuando salgo a pasear como ahora, y una sensación muy viva y profunda sacude mi cuerpo. Me siento como una semilla plantada en la tierra, alterada por la llegada de las primeras lluvias. Me siento como un árbol, no como un hombre.


—Ahora, como bien sabes, soy un hombre casado y soy feliz. Estar casado es algo muy bonito. Si insinuaras que no soy feliz en mi matrimonio, diría que eres un mentiroso. Estoy intentando contarte lo que pasó con aquella otra mujer. Siento cierto alivio cuando la recuerdo. Nunca antes había hablado de ella, esta es la primera vez. Me pregunto por qué fui tan tonto de pensar que podría darte la impresión de que no estoy enamorado de mi mujer. Si no supiera que puedo confiar en ti, en tu comprensión, jamás se me habría ocurrido contarte esta historia. Lo cierto es que me he alterado un poco con todo esto.


Creo que esta noche pensaré en la otra mujer. No será la primera vez. Lo haré antes de acostarme. Mi mujer duerme en la habitación de al lado y siempre deja la puerta abierta. Esta noche, un rayo de luna caerá sobre su cama. Me despertaré a medianoche. Estará acostada, durmiendo con la cabeza apoyada sobre sus brazos.


—¿Cómo se me ocurre ponerme a hablar de esto ahora? A quién se le ocurre ponerse a hablar de su mujer acostada. Lo que intento decirte es que, a raíz de esta conversación, esta noche me pondré a pensar en esa otra mujer. Mis pensamientos no tendrán nada que ver con los que tuve la semana anterior a mi boda.


Me preguntaré qué habrá sido de ella. Durante unos instantes sentiré que vuelve a estar en mis brazos. Pensaré que durante una hora estuve más cerca de ella de lo que jamás he estado de ninguna otra persona. Entonces pensaré en el día en que pueda sentirme así con mi esposa. Como sabes, mi mujer está empezando a abrirse a la vida. Esta noche, durante un breve instante, cerraré los ojos y sentiré cómo los ojos rápidos y decididos de aquella otra mujer me vuelven a mirar. Mi mente empezará a flotar y cuando vuelva a abrir los ojos volveré a ver a mi querida esposa, la persona con quien quiero pasar el resto de mis días. Luego me quedaré dormido y cuando me despierte volveré a sentirme como aquella noche en que salí de mi apartamento tras haber vivido la experiencia más importante de mi vida. A ver si me explico, lo que estoy intentando decirte es que, al amanecer, mi mente habrá borrado por completo el recuerdo de aquella otra mujer.

El hermano de Cristo (Aleksandr Afanasiev)

Un campesino tenía un hijo muy bueno y muy religioso. Un día, el hijo le pidió permiso para peregrinar. Anduvo y anduvo, y llegó hasta una c...