viernes, 6 de septiembre de 2024

Adán resucitado

  








1




Hay una teoría del tiempo, de Henry James, que nos dice que Adán fue concebido a los treinta y tres años, exactamente la edad en que murió Jesús. Según esta teoría, Jesús debió morir para que Adán naciera.

     Y Adán nació, según cuentan algunos, con una visión telescópica y microscópica, que luego fue perdiendo en razón de su pecado original. De gigante se hizo pigmeo.

     Todas estas parecen concepciones de la racionalista imaginación de un Borges dedicado a escudriñar y desentrañar los íntimos conocimientos de cada libro, de cada línea, de cada frase leída alguna vez, luego escuchada en la voz de una mujer al término de alguna clase de literatura inglesa, una tarde de viernes de invierno, en una Buenos Aires espectral arribada al neblinoso Londres o a la apacible Ginebra. 

     No es difícil imaginarlo en sus últimos días especulando sobre los recovecos, las vueltas del tiempo surgidas en la imaginación de los poetas. En el fin de la vida, Dios es un totem inevitable, un mito que se concreta con los elementos del miedo, y a veces también del amor. 

     Para el viejo, en sus últimos días, debió ser lógica la figura de Adán como una continuación de Cristo, razonable también desde el punto de vista compasivo. Para quien se despide del mundo, una mirada lastimosamente paternal sobre la humanidad es tan inevitable como enfrentarse con la idea de Dios, aún para quien ha sido explícitamente ateo o jugado más con el escepticismo que con la fe. 

     Es, el escepticismo, una forma más de la fe: fe en la propia duda. Confianza en la incertidumbre como un salvavidas que nos protege de las marejadas de los fanatismos y la ignorancia de las olas en los mares tenebrosos y siempre turbulentos del mundo occidental.

     Así que Adán fue un prodigio, como es esperable por ser el primer hombre. Debió ver las estrellas con su sola vista, haber explorado las constelaciones, visualizado las galaxias, visitado los mundos extraños en los cielos nocturnos de su por entonces solitaria vida. Y bajando la vista de nuevo a la tierra, debió también introducirse en lo profundo, primero escarbando en los terrones, viendo con su visión microscópica los elementos más pequeños que los conforman. Luego, penetrando en la tierra, viendo el crecimiento de las plantas, la vida de los insectos, la muerte de los animales. 

     El primer hombre, el más sabio por ser el favorito, el primogénito de Dios. El primer hijo de Dios. Pero vayamos entonces a correlacionar esta última idea con la teoría que nos reúne. Nos preguntamos: ¿y si Jesús murió para que Adán naciera? El tiempo, entonces, se ha invertido, ha realizado un giro de ciento ochenta grados.

     El tiempo es un círculo, o más bien una espiral, ya que después de Jesús ha continuado el tiempo, en otro plano tal vez, en otra elipsis, en otros círculos medidos con referencias que ahora desconocemos, pero que seguramente serán fáciles de encontrar si nos ponemos a pensar en lo que solemos llamar, a falta de mejor nombre, coincidencias.

     El tiempo es una espiral.

     El tiempo es un plan yacente en la mente de Dios.

     No creado por Él, quizá, ya que si es infinito, el plan siempre estuvo allí. Todo lo que está sobre la tierra, lo que gira y se funde y se recrea en el universo siempre ha estado presente.

     Adán fue un superhombre, más poderoso incluso que Jesús. Cristo sanaba a los enfermos, caminaba sobre el agua, resucitaba a los muertos. Adán, en cambio, recibió no la fuerza de la vida, sino la pasión del conocimiento. 

     Luego, por méritos exclusivos de la religión, de los imberbes viejos que intentan enseñar a los hombres como si fuesen niños, se dijo que Eva fue quien, tentada por Satanás, comió el fruto del árbol prohibido. Por vanidad, dicen los que caen en los lugares comunes: los símbolos que la religión se obstina en crear para facilitar las cosas en la mente de quienes creen niños nacidos deformes o retrasados. 

     Fue Adán, quien sabiendo todo lo que podía saber, quiso saber más.

     No se conformaba con intuir el número de las estrellas y todos los mundos, con ver a los habitantes del espacio caminar por sus calles construidas de innumerables formas, con lunas múltiples o solitarias, con anillos de gases luminosos rodeando los ecuadores, con cometas chocando, destruyendo, y luego la vida renaciendo de los destrozos, de la hecatombe, de la naturaleza de los muertos que alimentan la tierra que él, Adán, había estudiado con su visión privilegiada. 

     Sabiendo todo esto, pensó, sospechó, que Dios le ocultaba algo más, que su padre lo protegía de algo que en realidad lo distinguía, porque un padre debe mantener su autoridad, y para ello necesita saber algo que su hijo no sabe. Como la mueca de sorna o la sonrisa escondida cuando un hombre le habla a otro de sexo, en presencia de su hijo pequeño, de cosas sórdidas, de encuentros en la oscuridad, de un olor peculiar que el niño intuye, pero no conoce aún. 

      ¿Qué era lo que Dios sabía y ocultaba? Adán nunca llegó a saberlo, porque olvidó todo aquello que había visto y sentido, todo lo que sabía se perdió en algún lugar de su mente, se escondió tan eficazmente como si hubiese muerto.

      Desde entonces, la vida de Adán fue una búsqueda tan lenta que lleva milenios de duración, una recuperación que necesita de mucha paciencia, de un enorme esfuerzo, de repetidos fracasos, de suicidios, de guerras, de muertes y nacimientos para exterminar los conocimientos mal nacidos y regenerarlos en nuevas y más sutiles, más puras formas de conciencia. 

     Pero el saber se traduce en apologías religiosas que hunden los cimientos de las iglesias, llenan de barro rojo los campos de exterminio, hacen proliferar las plagas y las enfermedades, derriban edificios y explotan bombas sobre hospitales y escuelas. 

     Nos preguntamos, por ello, si el conocimiento en sí mismo es un mal, o depende de quién lo utilice. Dios tiene el conocimiento total, y él nos ha creado, por lo tanto debemos deducir que en sus manos el conocimiento tiene un efecto benéfico. Pero al pensar en el hombre como generador de destrucción, y siendo éste criatura a semejanza e imagen de Dios, deducimos que Dios también ha utilizado en forma incorrecta, sino negligentemente, o deliberadamente cruel, sus conocimientos.

      Acá debemos introducir lo que la cátedra de los dogmas nos enseñaron: la existencia del mal como una entidad, algo que tiene vida propia, su propia definición, capaz de encarnarse en seres de carne y hueso o simbólicos, como Satanás, el Diablo, Lucifer. 

      Los ángeles caídos, los ángeles ambiciosos que, igual que Adán, quisieron equipararse con Dios, no ya en conocimientos tal vez, aunque un jefe, como un padre, también debe reservarse ciertos secretos para distinguirse de sus subalternos.

     El cielo como una empresa, o más bien como una oficina gubernamental.

    ¿Qué función cumplió, entonces el mal en la caída del hombre? El mal como entidad, nos referimos, como agente externo al cual el hombre nunca había sido expuesto. Y acá la teoría se trifurca.

     Primero, si nos inclinamos a pensar que se trata de algo tan simple como una guerra entre estados, es demasiado fácil, poco sutil para alguien tan inteligente como se supone que es Dios, lo mismo que uno de sus mejores alumnos, el ángel caído. Si así fuese, la guerra no tendría fin, se realimentaría constantemente, y la monotonía de esta historia sería tan inconcebible como su propia existencia. La vida se agota, la vida es capaz de aburrirse de sí misma, se debilita y muere, como los apareamientos entre miembros de una misma casta familiar. Nacen monstruos pálidos, anémicos, estériles, que pronto mueren ante el frío del primer invierno.

     Segundo, que todo está ya presente en el plan infinito de Dios: la creación del hombre y su ejecución del mal. El mal, entonces, ya está presente en Dios como una posibilidad cierta. Un instrumento del que se valdrá según su conciencia, su esquema de trabajo, su agenda del día. ¿Pero es Dios su propio creador, y por lo tanto el creador de todas las posibilidades, de su plan eterno? Si siempre ha existido, si no tiene un comienzo como Ser, tampoco ha creado el plan, porque éste sería posterior al presunto comienzo de su existencia como Dios. Así como nosotros nacemos con cuerpo y alma, ¿Dios habrá nacido, fue desde siempre, ser y mente? Pero el hombre desarrolla tanto su conciencia primitiva, que es dable decir que la crea. Por lo tanto, la mente y sus planes, el pensamiento como consecuencia del lenguaje, es una creación del hombre. 

     Esto nos lleva al tercer camino: el mal nace con el hombre. Está presente en él, no como un parásito esperando la debilidad de las defensas, ni como un cáncer latente, sino como parte del entramado de la conciencia moral.

     El bien y el mal son fútiles diferenciaciones de una misma sustancia. 

     El bien y el mal, quizá, no existen como tales, y el hombre sea una región inexplorada, incomprensible aún para quien lo ha creado.

     Dios creó al hombre como creó los planetas y el polvo estelar, sin más meritos ni más afán.

     El hombre se creó a sí mismo, su lugar, su espacio, su tiempo son obras de su pensamiento.

     Dios es un plan sin conciencia, una máquina programada que ni siquiera tiene auto-conciencia. 

     El hombre ha creado la entidad, el universo, el ojo que lo vigila, y el refugio que lo protege y lo oculta de ese ojo.

     Pero eso ojo está en el fondo de su sustancia. El ojo avizor que todo lo explora, que todo necesita saberlo, que utilizará la inteligencia, lo único más parecido, quizá, al verdadero Dios, para matarse en el afán por descubrirse inmortal.





















2




Todo esto nos lleva a hablar del tiempo. ¿Una continuidad, una línea conformada por la sucesión de puntos, un círculo, una espiral, o líneas paralelas? Según algunos, el porvenir es inevitable, pero, siguiendo en la línea del pensamiento borgeano, también puede no acontecer, ya que Dios acecha en los intervalos.

      Dios es regulador, entonces, un inspector de impuestos que no solamente recorre las calles y se presenta de sorpresa en la puerta de nuestro negocio, sino que está en cada esquina, en cada estación de peaje, en cada aeropuerto o terminal de ómnibus. El tiempo, así visto, no es una línea recta, sino una sucesión de puntos y rayas, intercalado de espacios vacíos, donde espera Dios, encargado de hacernos desaparecer por un instante, borrando nuestras huellas, y dejando las suyas, invisibles a nuestra vista, pero con la marca de sus dedos: el vacío y el silencio.

     Según John Donne, hay infinitas dimensiones del tiempo, todas ocurriendo simultáneamente, paralelas en su mayoría, oblicuas, y muchas veces también perpendiculares. Es en esos puntos de intersección, donde el choque de dos o más tiempos diferentes produce una ruptura en alguno o más de ellos. Ya nada es lo mismo para quienes fueron los protagonistas de ese choque, fuesen conscientes o no de tal suceso. Alguien que muere, no es simplemente la cesación de la vida por vejez o enfermedad: es la confluencia de factores que se concentran en un determinado momentos de los tiempos que conforman la inmensa red. Tampoco debemos imaginarlo como una malla de microcircuitos o cables en un panel, sino que cada línea con que intentamos simplificar la imagen es un espacio con su volumen y dimensiones correspondientes. Algunos mayores, otros menores, y por ello el entrecruzamiento no necesariamente ocurre en todo su espesor o tamaño, sino que puede pasar en una parte o un sector, y el resto de aquel mismo tiempo continuar indemne, hasta que las ondas expansivas: las consecuencias, las aftermaths, vayan cambiándolo también.

     ¿Cuál es la duración de cada tiempo? ¿El tiempo puede morir, puede acabarse? Es, tal vez, una energía que se agota como una batería. O simplemente como un cuerpo biológico que envejece y se retarda progresivamente hasta detenerse, y quedar en medio de la red como una cicatriz, una rugosidad, una pequeña loma, que los demás peatones y vehículos del tiempo irán aplanando hasta emparejar la superficie y no dejar brecha ni marca de su anterior existencia.

     Dice San Agustín que todo lo que existe presupone un pasado, no sólo el que corresponde desde su creación, sino anterior a la creación: el primer tiempo del mundo. Esto nos lleva a pensar que las múltiples conexiones de la red de que estamos hablando no necesariamente producen efectos inmediatos, productos o concepciones que pueden marcarse como puede hacerse con radioisótopos en la sangre humana. El mínimo roce de un tiempo con otro genera una chispa, una leve onda expansiva que genera un subproducto apenas esbozado, latente mucho tiempo, hasta generar su eventual nacimiento: todo lo anterior a su aparición concreta es el pre-tiempo, la prehistoria de las cosas.

      Estas líneas rectas que en cada choque se tuercen y cambian de dirección, constituyen en muchos casos, múltiples paralelogramos, y qué son estos sino círculos interrumpidos, imperfectos aún, cuyos puntos de ruptura son resabios y desgastes que la economía del tiempo limará lentamente hasta conformar el círculo. Los antiguos matemáticos, como Galileo, ya hablaban del horror al vacío: como si los rincones de una casa fuesen zonas de muerte, de terror inconmensurable, que deben ser abolidos. El universo teme al vacío, toda su esencia es una lucha por llenarlo, una obsesión que se detiene sólo con la abolición del espacio inútil. 

     Por ello, el tiempo es un espacio, y el espacio está conformado con los puntos infinitos del tiempo. Cada punto de una línea cualquiera, sea la cantidad en la que decidamos dividirla, desde la única hasta la infinita subdivisión, contiene todas las posibilidades. Es tal el infinito, el punto que contiene a todos los puntos posibles.

     En esos intersticios se halla Dios: la nada que el universo rechaza es la presencia de Dios

     El vigía, el inspector, el policía, el abogado, el juez y el verdugo.

     De todas estas consideraciones, no nos sorprende entonces llegar a  la conclusión de que Jesús vivió antes que Adán, que hubo un choque, por así decirlo, en que Cristo murió, y nació Adán. No son la misma persona, ni tuvieron ni debieron tener el mismo objetivo. Cada tiempo sigue sus reglas, si es que las tiene. Me dirán que ambos fueron seres concretos que vivieron en nuestra misma tierra, sujetos ambos a las mismas condiciones del espacio y del tiempo sucesivo. Pero ya hemos considerado la posibilidad de que el tiempo no sea uno solo, sino muchos que tampoco deben desconocerse siempre o conectarse en puntos determinados. Los tiempos paralelos no son líneas como las que nos cuentan las matemáticas, que nunca se juntan. Los tiempos son conglomerados, vastos espacios vacíos anhelantes de ser llenados, anhelo desesperante si los hay, como el de un ahogado, el de un asmático, o de quien muere asesinado en la horca, bajo el peso de una almohada comprimida contra su cara o bajo el filo de una fina correa de cualquier material más fuerte que la carne.

      Los tiempos están inmersos, casi siempre, uno en el otro. Se penetran como amantes desesperados: uno anhela ser llenado por el otro, el otro ansía llenar el vacío que no tolera ver. 

Me dirán que es una interpretación freudiana, lo sé. ¿Pero qué más es el mundo sino una serie de acoplamientos con el solo objetivo de llenar un espacio vacío?

     Un hijo nonato es un vacío que la existencia aborrece. 

     Un accidente en la línea, una desviación más en el paralelogramo, un rincón más a ser cubierto antes que la enfermedad y los monstruos se procreen con la imagen de Dios. 

     Un círculo es un tiempo pleno, sin comienzo ni fin, rodando una y otra vez sin conciencia. Quizá eso sea la felicidad, o la dicha absoluta.

     En cambio, un paralelogramo es un ente imperfecto, constituido de rincones vacíos, una conformación apta para el desgaste y la muerte. La cicatriz de la que antes hablamos, porque todo vacío tarde o temprano se llenará.

      Si no es con el producto del choque de los tiempos, será con las anómalas células de un cáncer: producto de la acumulación de la espera, fermentación de la angustia, fluido que se espesa y transforma desde el original polvo de la nada.

     La ausencia es Dios, y Dios es el punto de las infinitas posibilidades: lo absoluto, contrario a la vida.



























3




Cuando Adán perdió su condición de absoluto, perdió todo su conocimiento, y con éste, la capacidad de la distinción lógica entre el bien y el mal. Perdió también, la voluntad, porque la volición es una fuerza necesariamente apegada a la claridad del pensamiento. Quien mal distingue los colores de las cosas y fenómenos, duda. Quien duda demasiado, difícilmente elige. 

      Ya sin el conocimiento, Adán vio mezcladas en su interior las ideas del bien y el mal en una sola sustancia que decidió llamar alma. Ya no pudo distinguir en ella los matices imprescindibles para separar las aguas, como quien dice, de lo bueno y lo malo, lo correcto o lo incorrecto, la justicia de la injusticia, la bondad de la crueldad. En sus primeros días luego de ser expulsado del Paraíso, cada vez que intentaba hacer algo bueno, sus manos eran dirigidas por algo más profundo que el pensamiento, y el producto de su labor fracasaba, y él se sentía amedrentado, triste, rabioso contra sí mismo.

     Era menos que una hormiga, o más ignorante que las moscas, por lo menos ellas actúan de forma tan acertada que nunca fracasan, aunque no sepan la razón de sus actos. Sólo dependen de los factores externos, algo que ahora también se interponía en el camino de Adán. Fuera del Paraíso, el clima era cambiante e incierto como las vicisitudes de su alma. Su cuerpo era débil comparado con el anterior, comenzaba a enfermar por más que se viese a sí mismo sano en el espejo de las aguas de un lago. 

     Lo absoluto es el conocimiento total, por eso Dios es lo absoluto, lo que no puede ser modificado, lo que no se ensucia ni tampoco requiere comprensión ni el toque de una mano, lo que no ansía piedad. Algunos llaman felicidad a este estado de las cosas, para otros es lo más semejante a un gobierno de facto.

     La vida, entonces, es lo contrario. Ella incluye la muerte y la enfermedad, la recuperación y la parsimoniosa enjundia de los moribundos, la violencia y la caricia, el llanto tanto como la risa histérica y los gritos airados de dolor y triunfo. 

     En medio de la desolación de su nuevo mundo, Adán sembró y cultivó sus tierras, perdió más cosechas de las que pudo recoger, permaneció en su lecho muchos días, ardiendo en fiebre luego de arar tras los bueyes bajo la lluvia. Su mujer debió levantarlo del campo por la tarde, mientras sus hijos Caín y Abel detenían a los animales que lo arrastraban desde la mañana. Se recuperó y cayó tantas veces como años puede vivir un hombre. 

     Crió ganado, arrió vacas y cabras, esquiló ovejas, ordeñó y llevó la leche en grandes tinajas para sus hijos.

     Construyó casas, levantó cercas. Se armó primero con piedras, luego con lanzas. 

     Salió a pleno campo cabalgando en caballos que atrapó, domó y crió durante muchos años. 

     Mató animales en bosques y selvas que exploró concienzudamente, como si de su propio cuerpo se tratara, dominándolo, haciéndolo sudar hasta sentir que su carne se fortalecía y sus huesos repercutían sobre el suelo. Sabía que su familia, ahora muy grande, escuchaba sus pasos apoyando los oídos en la tierra. 

     Conoció otros hombres y guerreó con ellos.

     Yació con muchas mujeres, pero siempre regresaba al cuerpo  de Eva, el cuerpo de esa mujer que lo cautivó no por ser la primera, sino por su noble figura coronada de la más grande intuición. Como si la sabiduría perdida se hubiese transformado en ella en una carga de pesadumbre y adivinación. Ella sabía tantas cosas que no lograba ni quería, en realidad, transmitirle. Por las noches la escuchaba mantenerse insomne, pensando, y a veces él se quedaba despierto tratando de percibir palabras en los cortos sueños de Eva.

     Y así continuó trabajando. Elevó edificios y construyó ciudades. Inventó tantas cosas que ya había perdido la cuenta de ellas. Los hombres venían de lejanos pueblos y se las llevaban. Él sabía que muy lejos, sus inventos proliferarían, pero nadie recordaría el nombre de quién los había creado. 

      Adán rodó en auto por los continentes, cruzó los mares y voló en aviones sobre las llanuras en las cuales sus descedientes sembraban y cosechaban. Él volaba por encima de las nubes, contemplando el cielo celeste y límpido, y pensó en Dios, del cual tampoco sabía el verdadero nombre. Había recuperado mucha de su sabiduría, pero no recordaba aún lo esencial.

     Cuando regresó de uno de sus viajes, portando un maletín y una computadora, dejando sus pertenencias sobre la mesa del comedor y subiendo a la planta alta de su casa, vio tras las ventanas, el ascenso de los cohetes disparados hacia las estaciones espaciales de la luna. O tal vez, se dijo, fueran los nuevos cohetes exploradores del luminoso Marte.

     En la habitación de sus hijos, el televisor despedía ruidos y palabras entrecortadas: guerras en Asia, revoluciones en Sudamérica, guerrilla en Centroamérica, atentados terroristas en América del Norte, motines en toda Europa, tsunamis en el Pacífico, deshielo en los polos.

     Cambió de canal, viendo cómo Caín permanecía acostado en su cama, simulando dormir, pero su padre alcanzaba a distinguir el leve parpadeo que las vertiginosas imágenes provocaban en sus pupilas. ¿Dónde está tu hermano?, preguntó.

     Como respuesta recibió la mirada hostil de su hijo, los codos apoyados en la cama, el pelo largo cubriéndole la frente, tapando las orejas, vestido con una remera a rayas y un jean impecable que el chico había desteñido en las rodillas. Adán le dijo mil veces que no lo hiciera, Caín se limitó a callarse la boca y salir del cuarto. Adán lo siguió hasta el baño, lo vio abrir el botiquín. Adán repitió: por última vez, no lo hagas, hijo.

     Caín se desnudó delante de su padre, sabiendo que detrás de la puerta estaban su madre y Abel, observándolo. Agarró un trapo embebido en agua oxigenada y manchó el pantalón nuevo. Así, en calzoncillos y sentado sobre la tapa del inodoro, actuó como si viviera solo, y Adán supo, con una claridad tan infrecuente desde que había sido expulsado del paraíso, que Caín siempre viviría solo, que su esencia como hombre era la inquebrantable soledad, y el aislamiento la única ganancia de su joven vida o el único tesoro recibido por la herencia. 

     Y supo, Adán, que la soledad es el único atributo del hombre.

     Dios es único y solo, por qué extrañarse que su hijo añore, a pesar de los superficiales contactos con seres parecidos a él, esa soledad que lo devuelve a sí mismo, que lo identifica con  su propia esencia: su pensamiento.  

     El conocimiento de sí mismo.

     Por eso, Caín disfrutaba de la soledad. Y de algún modo conseguiría estar solo para siempre.

     La tarde en que su padre llegó de viaje y le preguntó por su hermano, el chico levantó la vista, dejó el control remoto del televisor sobre la cama y contestó: en el jardín, papá.

     Era la primera vez que escuchaba esa palabra en boca de Caín. Tuvo, una vez más, como si en los últimos tiempos la memoria de antiguas edades estuviese volviendo, como si Dios le concediese recompensas, o tuviese piedad de su vejez, la constancia de que el lenguaje por él inventado, la suma de todo el lenguaje que permitía la distinción entre él y sus bestias, pero que sobre todo le permitía la capacidad del pensamiento, era también el más rico instrumento con el cual podía elevarse por encima de todos los otros hombres, formar la barrera que lo distinguía en su auto-conciencia: ser solo y único. 

     La palabra hijo él la había inventado con mucho asombro, y una pequeña parte de amor, sin duda. La palabra padre era el primer aporte de Caín, una palabra que nacía del barro, la negrura y el resentimiento de su alma indivisible.

     Bajó la escalera y salió al jardín trasero. Obvió el llamado de su mujer desde la cocina. Buscó, ignorando a los perros que le saltaban moviendo las colas. Entonces notó que ellos, en lugar de festejar su llegada largo rato, se alejaban en seguida hacia el árbol que lindaba con el vecino. Caminó hacia la sombra del follaje. Era la tarde que declinaba, y la sombra era alargada, rodeada de una incipiente penumbra llena de frescor. Oyó la voz de Eva, llamándolo, y un dejo de angustia quebraba su voz. 

     Rodeado de los perros, se paró a cinco pasos del tronco. 

     Protegido por la sombra, estaba su otro hijo. Abel tenía la cabeza apoyada sobre una gran raíz que se erguía como el hueso del brazo de un gigante enterrado mucho tiempo antes. El cuerpo reclinado, una mano bajo la mejilla derecha, la otra recostada sobre el césped. Tenía los auriculares puestos, así que Adán sintió un breve alivio, y sonrió. Se acercó a Abel, se puso de cuclillas junto a él, le tocó el brazo, le acarició la mano. Sin despertar, el chico parecía mecerse con la última brisa de la tarde, que luego traería frío y pesadumbre. Lo dejaré dormir, se dijo Adán, pero mejor será llevarlo a la casa para cenar. Se acercó aún más para levantarlo en brazos. Cuando lo hizo, se irguió y puso sus labios sobre la cabeza de Abel. 

     Sintió el olor de la sangre. Volvió a apoyarlo en el suelo y apartó los cabellos, buscando una herida.

     La herida era la grieta de un clavo introducido en la nuca de Abel.

     Desde el árbol escuchó un siseo, de atrás le llegó la risa amarga de una mujer, y de más lejos el graznido de una ventana que se abría. 

     Adán supo, por un instante tan extenso como el infinito, que él finalmente había regresado al viejo jardín perdido.

     Había recuperado lo absoluto, pero como una sentencia.      



























4




Esa noche tuvo un sueño. Él no era protagonista, ni siquiera un personaje secundario, ni hacía una breve aparición sin diálogo, ni un cameo en que las grandes estrellas del cine ocultan su inminente decadencia. Porque fue como ver una película en realidad, sentado en la oscuridad de su ya inservible paraíso recuperado.

     Ya tendría tiempo de analizarse a sí mismo con interpretaciones freudianas, la infinitud del tiempo le pertenecía. Él se consideraba a sí mismo también un sueño soñando otro sueño, y todo lo vivido e inventado en sus largos años de exilio se desprendían y volvían a compaginarse como pájaros de una bandada migrando de región en región. Fragmentos de películas, más bien pedazos de celuloide cortados por tijeras para volverse a ensamblar de múltiples formas.

     Esos son los sueños, y era curioso que entre tanto material posible el punto de partida de su sueño fuese un verso de Maiakovsky, un poeta tan realista, tan político. ¿Pero acaso la política es una realidad tangible, objetiva, acaso la lucha de tal poeta no era también un sueño?

      Lo cierto es que en este cine donde se halla solitario, ocupando una butaca de cuero cortajeado, rodeado del vacío oscuro donde soplan algunos ventiladores desde las paredes del abismo, está mirando una película de la cual siente olores, brisas, y sin tocarlos, puede sentir la piel de los actores. No son actores profesionales, quizá sea sólo un reality, una cámara oculta. Eso es, todo sueño es una cámara oculta, sin posibilidades de demandas judiciales, de reclamos, de protestas posteriores, únicamente el cumplimiento impostergable de la sentencia final.

     Con la impunidad de un voyeur, observa con lágrimas lo que sigue. No es una novela ni un culebrón mexicano, ni una película norteamericana para la televisión, ni un programa de concursos donde las preguntas son incontestables y el premio la nada de las cifras. No se emocionará fácilmente. Las lágrimas vienen sólo de su propio ego perdido, de la insalubre situación de su alma. Y mientras comienzan los títulos, se mira las manos a la luz mortecina de la pantalla: están quemadas como bajo el sol del desierto. El desierto de Jordania donde transcurre el film.

      Dos hombres están sentados en el suelo, a ambos lados de un tablero de ajedrez. Se los ve concentrados, silenciosos, con la mirada clavada en las piezas. Uno tiene contextura grande, alta, de cabello oscuro y largo, algo enrulado en las puntas, cubriendo en parte el lado izquierdo de la cara y cayendo sobre la túnica blanca. Tiene la mano izquierda sobre una rodilla, la otra sobre el mentón, mientras sus dedos juegan con la barba, acompañando el juego de sus pensamientos. Tiene ojos oscuros, que se revelan apenas cuando levanta la vista hacia su contrincante.

     El otro es más bajo de estatura, pero de cuerpo fornido. Viste una chaqueta negra sobre la túnica de la misma clase que su contrincante. Su cabello es más corto, pero sumamente enrulado. Su barba es castaña, un poco más clara que el pelo. Los ojos marrones claros, cambiantes a la luz de esa tarde. El sol lo ilumina mejor que al otro, sus manos moviéndose más nerviosamente, sus párpados agitándose con cada sonido de los pájaros que vuelan muy alto sin detenerse. 

     Ambos están a la sombra de un árbol de ancha copa, de tronco amplio, que hunde sus raíces con profusión y demasiado anhelo, porque muchas todavía están a ras de tierra y algunas sobresalen formando un entramado alrededor de los jugadores. 

     El árbol está perdiendo sus hojas, y se ve muy viejo, pero no puede decirse que está muerto aún. Por lo menos tiene la suficiente fuerza todavía para sostener de una de sus ramas el cuerpo de un hombre que se mece de la horca. 

     El jugador que está más cerca del árbol se llama Caín, y su evidente nerviosismo tal vez provenga de ese hamacarse constante del cuerpo con la brisa, porque se escucha claramente el roce de la soga en la rama, como si de un momento a otro fuera a romperse, y el paso del viento cálido entre las ropas del cadáver, que ya ha secado el último sudor. 

     El otro jugador también mira de tanto en tanto hacia el árbol, pero se lo ve más tranquilo. Sin embargo, sus ojos transmiten tristeza, tal vez melancolía, como si extrañara el tiempo pasado en que el hombre muerto alguna vez vivió. Fue su amigo, sin duda, porque su nombre era Judas.

     Ahora señala con el dedo índice de la mano derecha a su contrincante, y dice: te toca. El otro asiente con la cabeza y le dirige una mirada de hastío, pero su silencio lo caracteriza más que a Jesús. Porque este es el nombre del hombre de cabello largo que espera, pacientemente, la jugada.

     Si observamos el tablero, vemos que ambos han perdido la misma cantidad de piezas. La mitad que corresponde a Jesús está ordenada sistemáticamente, peones que protegen a la reina, reservada en su casilla, el rey custodiado por los caballos. La mitad de Caín no tiene un sistema, y ha sacado a su reina en un juego que amenaza con exterminar lentamente las piezas de Jesús. Ambos perdieron tres peones, Caín un alfil en manos de un peón en una distracción que no se perdona (le echa la culpa al cuerpo oscilante cerca suyo). Jesús mantiene sus piezas importantes, pero se da cuenta de que se está enclaustrando. Cómo sacar a la reina del arco de fuego de sus caballos, cómo utilizar los alfiles tras la barrera de peones. Deberá arriesgar, y no conoce la estrategia de Caín, que se caracteriza precisamente por su falta de estrategia. 

     En el desierto de Jordania los pájaros no tienen muchos árboles donde posarse. Olivares, algunos, junto al río, muchos árboles espinosos, como el que está junto a ellos. La sombra de las aves cuando cruzan frente al sol trae un cuadriculado fugaz que parece duplicar el tablero en el cielo. Ambos alzan la mirada, pero pronto vuelven a concentrarse, como si pensaran que tal momento de distracción fuese la oportunidad para una trampa por parte del otro. Pero en el ajedrez las trampas no existen, ellos lo saben.

     Jesús mueve uno de sus peones, y el único alfil de Caín lo come. Un caballo de Jesús termina con el alfil.

     Sin duda, son jugadores sin experiencia. A pesar de que hace siglos que están jugando, sus mentes no se concentran, se pierden en recuerdos, en filosofías, en personas muertas, en proyectos fracasados, en hechos irreversibles. Tal vez jugasen bien si supieran que su estadía en el desierto es transitoria, pero saben que su tiempo ha pasado, y la condena a la que han sido sometidos es para la mitad de su alma, mientras la otra gira en la red de los tiempos. 

     Una conciencia doble los aniquila para la vida: hombres y dioses, mitos y realidades dividen sus almas en dos fragmentos: la conciencia de sí mismos latente en la infinitud del juego en el desierto, y la vida del cuerpo que se regenera en cada ciclo de los tiempos, en cada arbitrario entrecruzamiento.

     Mientras Jesús retira el alfil, Caín lo mira con ira, pero una casi imperceptible sonrisa se forma inmediatamente. Su mano mueve un caballo para comer el del contrincante. Jesús se ríe de su descuido, se rasca la barba y cambia la posición de su mano izquierda sobre la rodilla. Luego de estas dos jugadas pasan muchos minutos, imposibles de calcular.

     El cuerpo sigue meciéndose, con más ruido porque el rigor mortis lo hace mecerse como una madera en la que el viento dibuja golpes en lugar de caricias. No han pasado más aves, y se escucha el ladrido de muchos perros a lo lejos. 

      (Adán se duerme, se pasea en sueños más homogéneos, tal vez el sedante que le indicaron esté haciendo efecto. No sabe cuánto tiempo ha pasado. De las aguas oscuras del sueño sin sueños, regresa a la luz exuberante del desierto).

     El tablero ahora está diferente, demasiado como para reconstruir las jugadas una a una. La situación es la siguiente: Jesús está haciendo jaque al rey de Caín. Éste tiene dos opciones, perder el único alfil que le queda protegiendo al rey, o comer a la reina con la torre, también única. Elige comer la reina de Jesús, y éste elimina la torre con un peón.

     El rey de Caín está desprotegido, y lo sabe. Tiene dos peones solamente, pero el alfil y la reina juegan un vals frente a la barrera inextricable de Jesús. 

    Uno no se arriesga y se enclaustra en su propia trampa, el otro lo expone todo en un avance total, pero no encuentra grietas por donde penetrar. Uno protege a su padre, el otro lo expone sin encontrar que alguien lo elimine. 

     Uno suicida, el otro asesino. Pero cuál es cuál, se preguntan ambos. Juego de roles que ha durado ya demasiado tiempo.

     Ambos lucen cansados, y atardece. La noche se avecina sobre el lugar donde están sentados. Bajo el árbol ha refrescado, y el viento hace crepitar los restos de Judas. Sienten el dulce olor del cuerpo descomponiéndose, pero saben que los perros del desierto no vendrán sino hasta muy tarde en la noche. Los escuchan acercarse, su ladrido es más parejo, más fuerte. Caín se da vuelta y mira hacia el oeste la nube de polvo que se levanta ocultando la silueta del sol acostado. 

     Han olvidado, por un momento, el juego. Nadie moverá las piezas, ni siquiera el viento. Sólo sus manos tienen la fuerza para levantarlas. El tablero parece de piedra, pero no lo es, parece esculpido en una sola pieza, pero cada figura simplemente está apoyada con el peso de su propio cuerpo. El peso de cada hombre con su peso muerto.

     Entonces Caín bosteza, y de pronto se interrumpe, con la vista fija en el oeste. Jesús se pregunta si no será una estratagema para mover alguna pieza en el tablero sin que él lo vea. Despeja su duda como quien sabe de antemano que su contrincante es un honrado asesino. (A Jesús le agrada, a veces, verse como Hamlet, se ha imaginado muchas veces vestido con la moda dinamarquesa en viejos castillos poblados por el incesto). Se da vuelta, enfrentando la línea de polvo en el horizonte, y espera ver a los perros ávidos acercándose rápidamente. 

     Pero alguien se acerca más rápido, y sin embargo no corre. El hombre camina y los perros se mantienen en su inmanente caminata, como estacados en un sector del tiempo.

     La figura se acerca, va adquiriendo formas claras. Es alto como Jesús, pero mucho más delgado, se nota su figura escuálida, su cabello largo y seco, cubierto de polvo, su cara demacrada. Y sobre todo la piel pálida, ya no hinchada, sino resecándose, agrietándose.

     Camina con torpeza, con esfuerzo. Renguea, parecen dolerle las caderas, las rodillas, los tobillos. Se detiene unos segundos, respira profundamente, endereza su espalda encorvada por el cansancio del camino, y retoma el paso. En un brazo recoge la toga rasgada que arrastra, demasiado larga. Son los restos de una mortaja, en realidad. 

     Cuando está a diez pasos de Jesús, se detiene y espera en silencio. 

     Tras él, hay un solo perro. No lo habían visto hasta entonces, oculto entre las piernas del caminante, fue como verlo nacer de pronto del cuerpo del hombre. El animal se paró a un lado, mirando a los jugadores. Caminó luego hacia ellos con actitud amenazante, dio vueltas a su alrededor, y se abalanzó sobre el tablero. Algunas piezas salieron despedidas, otras sólo se tumbaron. El perro se quedó allí parado, con una pata sobre un rey caído.

      Ninguno pareció lamentar el suceso. Jesús acarició la cabeza del perro y éste se alejó después para refugiarse a la sombra del árbol. Caín, con un suspiro de cansancio y resignación, enderezó el tablero y comenzó a ordenar las piezas cuidadosamente, una vez más.

     Jesús dirigió entonces la palabra al recién llegado.

     Lázaro, le dijo, sólo por hoy, acuéstate y descansa.





Ilustración: Salvador Viniegra 

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