sábado, 21 de septiembre de 2024

El tren a Buenos Aires





El tren abandonó la estación anterior a La Plata, y acomodé las maletas para bajarnos en la siguiente. Juan seguía callado y triste. Pensé hasta ese momento que la causa era la irreconciliable separación de su mujer. En realidad, siempre tuve que imaginar más de lo que él me contaba, y por eso me equivoqué muchas veces sobre el verdadero motivo. Tenía la costumbre de ocultar sus deseos o ánimos hasta el instante exacto en que algo lo llevaba a comunicarlos, entonces ya no era posible contradecirlo. Fue esa la manera en que le pidió a nuestro jefe, casi exigiéndole, que nos asignara esta ciudad. Le pregunté la razón, y dijo que tenía que visitar a alguien. Sus padres habían insistido en alojarnos en su casa, y sin entusiasmarle demasiado la idea, accedió por no discutir.

     Le ofrecí un cigarrillo, pero lo rechazó. Las ventanillas abiertas dejaron al viento recorrer el vagón con indicios del inminente verano, las hojas arrancadas de los árboles cercanos a las vías y el olor de las fábricas, confundido con el aroma de las vías entibiadas por el sol. Decidí cortar el silencio con una anécdota que tal vez lo alegrara un poco.
     -Me parece que nunca te lo mencioné. La primera vez que hice el amor con una chica fue en un tren. -Lo miré de reojo, exhalando el humo hacia el otro lado. Me observó con una penosa sonrisa de complacencia.
     -Pasó en el viaje a Buenos Aires ...-Insistí- ... cuando nos mudamos. A la chica la conocía del barrio, pero fue recién en ese tren cuando me sedujo.
     No había podido sustraerme a ese recuerdo, y tuve la necesidad de contárselo. Sin embargo, parecía estar escuchándome con la indiferencia de quien ya sabe todo de antemano, aunque estaba seguro de no habérselo dicho antes. En ocasiones me exasperaba su manera de ser, y murmuré una mala palabra en su oído enfermo. Fue una forma de deshacerme de aquella triste sensación que me provocaba verlo así.
     Cerré las valijas luego de una rápida inspección a las muestras, y descubrí las brillantes gotas de sudor en la frente de Juan. Llegábamos a la estación, tenía la mirada fija en dos figuras paradas, entre muchas otras, en medio del andén. Los padres no eran tan ancianos como los imaginé al principio, sino más fuertes y de algún modo casi invulnerables. Esa fue la primera palabra que se me ocurrió al verlos por primera vez. Recordé su relato sobre el día que perdió la audición de su lado izquierdo. El padre estaba ebrio y lo golpeó hasta dejarlo sordo. Me dijo, en una de las pocas veces que pude hacerlo hablar largamente, la sangre y el dolor en su cabeza, la corrida al hospital y el resultado inexorable. Tenía ocho o nueve años, y de repente se halló con la obligación abismal de aceptar que habría muchos sonidos en el mundo que jamás iba a percibir.

     La estación no estaba demasiado cambiada a como la conocí algunos años antes. Sólo los letreros, la pintura renovada y las máquinas tragamonedas la modificaron un poco. Cuando descendimos, se saludaron sin muestras de afecto, y la misma introversión que caracterizaba a mi amigo, vivía también en ellos. Era fácil comprobarlo en sus rostros normales a simple vista, pero secos, crudos, incrédulos seguramente. Una vez Juan los describió como niños desilusionados.
     Recorrimos parte del centro en el auto de su padre, mientras ella nos señalaba, desde el asiento delantero, los cambios de la ciudad. Hablé de nuestro trabajo, de que también crecí en ese barrio, y sin embargo, nos conocimos recién mucho tiempo más tarde en Buenos Aires. Juan, con la maleta sobre las piernas, continuaba en silencio, entrelazando las manos con temblor cuando nombraron a su esposa sin mencionar la separación. Me di cuenta de que no les había dicho nada, y noté su mirada de extremo miedo por lo que pensarían al enterarse. Era un hombre de aparente indecisión, pero su vida interna sobrepasaba la de cualquiera de nosotros. Mientras hacía lo que los demás esperaban de él otra idea iba creciendo en su interior al mismo tiempo, para expresarla luego de manera inesperada, como un estallido. Fue así que planeó la separación, me parece. La fue buscando con pequeños y grandes discusiones, hasta conseguirlo. Siempre tenía algo más en mente, que ni siquiera a mí llegaría a revelarme.
     -Le dije a mi hijo cientos de veces que la vida del viajante de comercio pierde las ventajas de una familia estable.- Me contaba la madre con un tono de inocultable reproche, sin mirarlo siquiera, como si Juan no estuviese presente.- Pero insistió en irse de casa, aún después de casarse le gustaba pasar más tiempo afuera que con su mujer.
     -No es eso, mamá. Me gusta viajar, no tiene que ver una cosa con la otra...- Contestó él, con las repetidas palabras de quien intenta excusarse por centésima ocasión. El padre intervino entonces por primera vez en la conversación.
     -Si no se puede hacer todo al mismo tiempo, hay que elegir, sobre todo después de haber encontrado a la mujer correcta, por fin...
     Los tres callaron de pronto, y no quise interrumpir el silencio. Las calles se hicieron  más amplias al alejarnos del centro, acompañados por el sonido monótono de las ruedas sobre el empedrado y los ladridos de los perros desde los patios delanteros. Sé que Juan fue el único que no pudo hacerlo, y pensé en ese mundo extraño en el que vivía. Sonidos parciales, seleccionados arbitrariamente por el único oído que conservaba sano.
     Cuando llegamos a la casa, vimos la carta de su esposa apoyada de canto sobre un florero, con el matasellos de varios días antes. Estaba allí, expuesta con deliberada intención, como si el alma de Juan estuviese al aire, reseca, sobre esa mesa.
     Mientras me llevaban a mi cuarto, observé lo austero de la casa. Las ventanas permanecían cerradas, aún a esa hora del día, manteniendo en sombras a los muebles viejos y escasos. Al prepararme para una ducha, escuché discutir a la familia en el living. Más tarde, hablé con la madre, o más bien ella me hablaba sin parar, guardando a la vez la ropa de Juan en el armario, como si todavía fuese un niño. Su voz altisonante iba de un lado a otro de la habitación sin pausa. La luz artificial de una lamparilla débil sobre su vestido viejo y las canas veteando el cabello castaño oscuro, la hacían pequeña y escurridiza, similar a una ratita ágil e inatrapable. Llamó a su marido varias veces para conversar conmigo. Al recibir respuesta me miró, temiendo que hubiese descubierto lo evidente, que la voz de su esposo sonaba ebria.

     Durante la semana siguiente, nos dividimos los comercios de la zona para empezar el trabajo. Juan regresaba con sus valijas intactas, pero también con una expresión nueva iluminando su rostro. Dejaba las muestras sobre la cama, y nos íbamos a tomar un café o a recorrer las calles. Buscamos los lugares que habíamos conocido por separado en nuestra infancia. Estaba alegre por algo que no se atrevía a contarme, pero no logré sacarle nada de esa cabeza obstinada. Imaginé que se trataba de una mujer.
     Casi diez días después, completamos nuestro recorrido, y como no tenía mucho que hacer le sugerí acompañarlo para agilizar sus ventas. Me rechazó. No lo tomé a mal porque sabía que estaba ocultando a alguien, por eso una tarde decidí ver a dónde iba. Esta vez me sentí reconciliado con Juan, su actitud me resultaba fácil de entender, más cercana al humano pudor que a su habitual reserva y desconfianza.
     Eran las tres de la tarde y el calor mayor al soportable. Lo seguí varias cuadras, saliendo de la zona comercial. Dobló por una diagonal y se detuvo frente a una casa, vecina por un lado a un lote vacío y del otro a varios departamentos en planta baja. La casona era muy vieja, remodelada en algunas partes, de aspecto híbrido y grotesco. Conservaba un jardín delantero con pasto bien cuidado, y Juan atravesó el sendero hasta la puerta de calle.
     El barrio estaba bastante cambiado, aunque aún reconocible y parecido a aquel que abandoné a los quince años. Nadie le abrió la puerta, lo hizo él mismo con una llave que sacó del bolsillo de su saco marrón. Antes de verlo desaparecer, descubrí el brillo de sus anteojos con el reflejo del sol que caía a pleno sobre la casa, y la puerta se cerró. Después hubo solo silencio, algunos colectivos cansados y vacíos cumpliendo su recorrido, y el vaho asfixiante del calor que me rodeaba. Me fui a un bar de la vereda de enfrente a esperar, y entre aquellas mesas de madera revestida de pequeños azulejos marrones, revolviendo el azúcar en mi taza de café, me acordé de lo que creía olvidado. Miré con atención hacia la casa, tan modificada en su fachada por el deterioro, que casi la había confundido con cualquier otra de las varias que quedaban de aquella época. Pero finalmente la reconocí como el objeto permanente de las charlas con mis amigos en los tiempos de la escuela secundaria.
     Lidia era solamente un año mayor que nosotros, y su belleza peculiar nos atraía sin poder evitarlo. A su alrededor se fue tejiendo una sucesión de comentarios ciertos y otros inventados, en los que se mezclaban palabras sucias que pronunciábamos por el único hecho de sentirnos hombres. La veíamos casi todos las tardes al salir de la escuela, y como no nos rehuía, lo consideramos una incitación. Nunca aceleró sus pasos al vernos detrás, aunque muy pocas veces llegamos a hablarle. Su mirada adulta, resignada tal vez, nos fascinaba e inhibía al mismo tiempo. Sabíamos de ella nada más que vivía con su madre, una vieja inválida que alguna vez se ganó la vida adivinando el futuro para una clientela que fue decreciendo con el tiempo. Ahora era Lidia la que prácticamente la mantenía, limpiando casas o cuidando chicos en las tardes. Pero no sé por qué razón, quizá por la absurda necesidad de transformar la vida de los demás, nadie le creyó, y desde entonces dijeron que la vieron salir con hombres, o que incluso los llevaba a su casa.
     Recordé nuestras escapadas para espiarla en las noches, y los sueños que tantas veces me hicieron sudar. Todo eso hasta aquel día en que tomé el tren a Buenos Aires. Me despedí de mis amigos, prometiéndoles escribir, entonces la vi en el mismo vagón. Después de un rato, me senté a su lado y me contó que iba a buscar trabajo.
     -Tuve que dejar la escuela, pero no importa.- Dijo, encogiendo los hombros con encanto.
     Me contó de su vida con un aire de extrema seducción, inevitable en ella. Ese mensaje que nos enviaba a los chicos de la escuela, extraño y atrayente, tan imposible de ignorar como para ella darla a conocer con su cuerpo y su impecable belleza. Entonces ya no pude controlarme, la besé y no me rechazó. Fuimos al vagón sanitario e hicimos el amor, temerosos, asustados de que alguien nos descubriera, y tan rápido como pudimos para volver a nuestros asientos y comportarnos igual que extraños el resto del viaje.
    
     De Lidia no supe nunca más. Ahora tal vez alguien diferente vivía en esa casa, y Juan la visitaba. Estuve varias horas esperando verlo salir, pero me cansé de aguardar. A la noche, habíamos empezado a comer cuando él llegó. La madre servía el té de hierbas que según ella era bueno para la digestión. Me alegré de verlo, de reconocer la nueva sonrisa que renovaba la acre sensación de encierro en aquel comedor de persianas cerradas, de lámparas altas y antiguas, de techos descascarados por la humedad, donde la mesa era tan pesada y grande como la cínica mueca de los viejos.
     Lo miraron con tanta desaprobación, que no se atrevió a sentarse y tuve que volver a mi silla apenas me lavanté para saludarlo.
     -Me imagino que ya cenaste en casa de la puta... –Dijo el padre.
     La vieja se quedó parada junto a su esposo, levantando los platos sucios, con la mirada fija en su hijo, hosca. Un pequeño e irritante bisbiseo salía de sus labios, entre los dientes postizos. Juan se apoyó sobre el respaldo de una de las sillas, talladas con figuras en forma de flores de ébano. Sus anteojos le molestaban, y se los quitó. Los fue limpiando con el pañuelo, pausadamente, mientras hablaba.
     -Eduardo no tiene por qué aguantar nuestros problemas...- Dijo en voz baja, mirándome, pero no me sentí ofendido, sino cubierto por un manto de protección.
     -¡Tu amigo tiene que saber que te separaste para volver con una puta ... y mil veces puta!
     La voz del padre se alzó sobre la mesa como un viento capaz de barrer toda la rígida estructura de la casa. La mujer lo miraba, asustada, sin por eso dejar caer los platos que temblaban en sus manos. La mano del viejo se había elevado con el puño cerrado, pero se detuvo en alto sobre su cabeza. Juan miró al centro del mantel, pero no había ninguna botella de vino. Sabía, sin embargo, que su madre se encargaba de esconderla cuando tenían invitados.
     Escuché el tintinear de los cubiertos y el estallido de los lentes de Juan, aunque no creo que se diese cuenta, ni siquiera al guardar de nuevo el pañuelo con vidrios rotos en su bolsillo. Dejó los anteojos en la mesa y se acercó a su padre. No esperé aquello, no sospeché en ningún momento que él fuese a hacerlo. Lo sujetó del cuello de la camisa, hizo una mueca de asco frente al aroma rancio del aliento del viejo, y sacudiéndolo como un muñeco, lo tiró al piso. No sé si el otro se defendió, parecía fuerte pero quizá decidió actuar su papel de víctima. Sus ojos no estimulaban la piedad.
     Fui hasta mi amigo para detenerlo, pero ya se había arrodillado con el cuerpo del padre entre sus piernas, y seguía sacudiéndolo de la ropa. La madre había desaparecido, para regresar a los pocos minutos con una caja de zapatos, que tiró sobre nosotros. Los papeles, documentos viejos, libretas y fotos, se esparcieron a nuestro alrededor. Cubrieron parte del pecho de su marido, agitado pero sin temor. El bigote del viejo transpiraba, sus labios se movieron varias veces sobre los dientes, sucios por los diminutos restos de la carne de la cena.
     Juan no quería abrir sus puños, ni levantarse de su lado. No le hablaba, sólo lo retenía como si aún faltase mucho para eliminar toda su furia.
     -¡Contále a tu amigo, contále, contále...!- Repetía la madre, con el brazo y la mano extendidos hacia los papeles. Entonces mis ojos se cruzaron con una de las tantas fotos, y reconocí a Lidia. La vieja levantó una libreta, una fotocopia quizá, y me la puso delante de la cara, parecía fascinada por revelar el mundo escabroso de su hijo. Allí estaban escritos los nombres de Juan y de Lidia, diez años antes. Entonces Juan soltó al viejo, y se tapó los oídos, la voz de la madre lo aturdía.
     Ya no pude mirar a Juan de frente, no me atreví hacerlo por temor a que descubriese que la mujer que estaba defendiendo había sido de otros hombres antes, incluso mía.

     Durante toda la noche intenté explicarme por qué quiso volver, forzar los hechos de tal manera. Pensé en Lidia, también. Su foto había hecho revivir en mí el más inocente recuerdo que tenía de ella, antes de que creciéramos, cuando aún escribía en mis cuadernos de clase su nombre, una y otra vez.
     A la mañana siguiente, Juan golpeó a mi puerta. Era muy temprano, y hablamos mientras me afeitaba. Había preparado las valijas para partir, y las dejó junto a la cama. Con las manos en los bolsillos, se apoyó en el marco de la puerta del baño.
     -Nos casó un cura amigo, a los diecisiete años, en una capilla de Pilar. Cuando mis viejos se enteraron, nos obligaron a anular el matrimonio. La amenazaron con echar a la madre del barrio si no lo hacía.
     -Y ahora, cómo está ...- Pregunté.
     -No podemos revivir eso, así que me voy.- Se acercó, puso una mano sobre mi hombro izquierdo.- Vos encargate de ella.- Dijo en voz muy baja.
     No estuve seguro de haber escuchado bien, iba a pedirle que lo repitiera cuando me abrazó. Sin soltarme, murmuró en mi oído que me conocía desde chico, que pocos días después de mi partida, supo de la experiencia en el tren por las cartas a mis amigos, que contaron mi aventura varias veces al salir de la escuela. Juan estaba allí, escuchándolos. Era el niño del primer año del bachiller, que siempre creímos completamente sordo.
     Me desprendí con fuerza de sus brazos, pero no antes de sentir sus dientes que me apretaban la oreja hasta hacerla sangrar.




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